La Poética Del Pensar y La Generación de Los Ochenta

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La poética del pensar y la

Generación de los Ochenta


JOSÉ MÁRMOL

La poética del pensar y la


Generación de los Ochenta

República Dominicana
2007
Colección Egro de Literatura Dominicana Contemporánea

La poética del pensar y la Generación de los Ochenta


José Mármol

© 2007

DIAGRAMACIÓN: Eric Simó


DISEÑO DE PORTADA: Gabriel Evangelista
FOTO DE SOLAPA: RICARDO ROJAS
IMPRESORA: Editora Búho

ISBN 978-9945-16-109-0

Impreso en República Dominicana


Printed in the Dominican Republic
Índice

La poesía ochentista y el riesgo de vivir


Por Plinio Chahín .................................................................... 9

Poniente de los ídolos ..................................................................... 15

Poesía, poema y conocimiento...................................................... 23

Literatura: ¿análisis o ingenio? ....................................................... 29

Poesía y conocimiento .................................................................... 35

El poema como necesidad de un lenguaje negativo ................. 39

Meditaciones en torno a la poesía dominicana


de los años ochenta ................................................................... 45

Más meditaciones sobre el mismo tema ..................................... 59

Un paréntesis en las meditaciones sobre la poesía


dominicana de los años ochenta ............................................. 69

Generación de los ochenta: final de década y de decálogos ... 79

La Generación de los ochenta: una revisión crítica ................. 89

Precisiones sobre la poética del pensar


(O de la ostensibilidad del poema como escultura
de pensamiento) ...................................................................... 105
La poesía ochentista y el riesgo de vivir

Escribir es participar de la afirmación de la soledad


donde amenaza la fascinación.
Es entregarse al riesgo de la ausencia de tiempo
donde reina el recomienzo eterno.
MAURICE BLANCHOT

En el emblemático ensayo titulado el “Poniente de los ído-


los” (1982), el poeta y ensayista, José Mármol, anunció el naci-
miento de la Generación de los Ochenta. Mármol, primer teóri-
co de esa generación, dijo, entonces, que los ochenta venían a
romper con los cánones establecidos.
En ese momento, atrasada la experiencia poética de la Repú-
blica Dominicana en relación al resto de América y de Europa,
José Mármol defendió la poética del pensar, es decir, una visión
del mundo vinculada al conocimiento, al lenguaje y la intuición.
La concepción del poema como objeto verbal autónomo deter-
minaría la experiencia fundamental del mundo y la poesía de poe-
tas tales como Médar Serrata, José Alejandro Peña, Adrián Ja-
vier, Diniosio De Jesús, Juan Manuel Sepúlveda, Martha Rivera,
Aurora Arias, León Félix Batista, César Zapata, Plinio Chahín,
José Mármol, Fernando Cabrera, Pastor de Moya, G. C. Manuel,
Víctor Bidó, Sally Rodríguez, entre otros, con quienes nacería
una nueva visión. Visión que emerge del fondo viviente del suje-
to y que constituye su propia vida, su espontaneidad y su “subje-
tividad”. Lentamente, el arte, la ciencia, la ética, la fe religiosa, la
norma jurídica se van desprendiendo del sujeto y van adquirien-
do consistencia propia, valor independiente, prestigio, autoridad.

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Esta visión ochentista de la poesía no podría tener salida, su
trama no es una trampa. Lo importante es penetrar el poema a
partir de su transformación. ¿No supone, por tanto, la fluidez?
¿No es también el futuro, el que los ochentistas van tejiendo? La
crítica de la poesía en Mármol, en La poética del pensar y la Generación
de los Ochenta (2007), engendra la crítica de esa crítica.
La experiencia como desafío y riesgo sirvió de trampolín en
lo espiritual y en lo poético, y en el trasunto de la propia realidad
que vivíamos, sin caer en la obsesión de la originalidad.
¿Quién, en realidad, más que el filósofo, José Mármol, más
que el poeta Mármol, padece el pensamiento de nuestra época,
del insaciable apetito de conocimiento, de la búsqueda incesante
de las raíces perdidas de nuestra ontología? Los lectores de La
poética del pensar y la Generación de los Ochenta sabrán que detrás de la
oposición, mito versus razón –o, imagen versus concepto– exis-
te otro universo más original y más rico.
Así, pues, el deseo no es más que la manifestación de la inten-
ción implícita de las “tensiones” y “pulsiones”, como ha dicho
Paul Ricoeur. Toda esta propiedad que tiene el deseo de manifes-
tar la intención de las tensiones no sólo es lo que puede salvar la
metáfora de un mundo simbólico generacional, sino que, ade-
más, es la única que puede justificar su papel, polémico y decisi-
vo. El sentimiento “sirve” a esta Generación para expresarse so-
bre algo exterior, proyectando su vivencia como riesgo y deve-
nir. Lo que le parece a Mármol valioso de la cualidad del decenio
ochentista, es la manifestación del momento histórico, de la rup-
tura y del cambio, con respecto a su fase anterior a la Poesía del
60 y de Postguerra.
El análisis de Mármol, lejos de querer reemplazar los valores
de esas generaciones, viene a criticar su empobrecido y agotado
imaginario.
Para Mármol, “la historia es tierna con sus palafreneros y muy
cáustica con quienes la subvierten”. De ahí que la poética del pensar
se sitúa en la historia como creación verbal sin más, y por tanto,

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como permanente desafío crítico a la historia misma. De ahí,
también, dice Mármol proviene la virulencia de su tratamiento a
estos poetas, pues al cantar la presencia del ser en su tiempo como
desgarramiento de la conciencia, pérdida de un pasado… incer-
tidumbre del devenir, patético nihilismo del presente y dolorosa
reconstitución de algún sentido crítico de futurición, le amena-
zan y desestabilizan el narcisismo ridículo y la hipocresía con que
se instrumentaliza el Estado.
El poema ha de escribirse al amparo del autoconocimiento
de que se está en la historia, pero no es hija suya. Porque, al decir
de Mármol, “el sujeto, el lenguaje y el poema son la historia. La
propaganda que trata de ser poesía a fuerza de disfraz tiene jus-
tificación (ya como perpetuación del pasado o ya como feroz
empresa futura), pero nunca tendrá porvenir”.
Los griegos crearon el mito y la razón. Ejercitados en ese
hacer simbólico de reflexión sobre las palabras, sobre su valor
y su propiedad sobre la función que le correspondería en la
dirección del pensamiento, su paso esencial fue descubrir el valor
intrínseco del lenguaje. Sólo quedaba, pues, trasponer esa bús-
queda verbal, sustituir el juego de abstracción por el juego del
discurso.
El artista que reflexiona sobre sus medios es deudor de la
filosofía, le está orgánicamente emparentado. Uno (el poeta) y
otro (el filósofo) persiguen, en direcciones comunes, un mismo
tipo de actividad. Habiendo dejado de ser “naturaleza”, viven en
función del lenguaje, la imagen y la razón.
No hay nada de originalidad en ellos: ninguna atadura que los
sujete a las fuentes de la experiencia, ninguna ingenuidad, ningún
“sentimiento”. Si el poeta piensa, ejerce su imaginación, domina
de tal modo su pensamiento que hace con él lo que quiere; como
se ve arrastrado por él, le dirige siguiendo sus caprichos o sus
cálculos; respecto a su propio espíritu, conjetura Mármol, se com-
porta como un estratega; no medita, concibe, según un plan tan
abstracto como artificial, operaciones intelectuales, abre brechas

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en los conceptos muy orgulloso de revelar su fragilidad o de con-
cederle arbitrariamente una solidez y un sentido. De la “reali-
dad” no se preocupa para nada: sabe que depende de los signos
que la expresan y de los que importa ser dueño.
“Esta epifanía, esa aparición del mundo actual ante la con-
ciencia del poeta es, por sombría que parezca su naturaleza, dice
Mármol, la justificación histórica de la poética del pensar. Ella se
hace pathos, desnudo nervio afectivo del desarraigo y la incerti-
dumbre epocales. Y, lo más importante, no teme a esa incerti-
dumbre, a ese fundante desarraigo; no inventa acomodaticias
ideologías, sino que brega en el vivir-decir con sus monstruos,
faunos furibundos y ángeles suicidas”.
En los años ochenta, la crítica del lenguaje en la materialidad
de la escritura es la alternativa poética de afirmación y realiza-
ción de una crítica de la sociedad y del mundo. Llega un momen-
to en que la vida misma, según Ortega y Gasset, crea esa coyuntu-
ra y se inclina ante ella, se rinde ante su obra y se pone a su servi-
cio. “La cultura se ha objetivado, se ha contrapuesto a la subjeti-
vidad que la engrendró. Ob-jeto, ob-jetum, Genegenstand significan
eso: lo contra-puesto, lo que por sí mismo se afirma y se opone al
sujeto como su ley, su regla, su gobierno”. En este punto, la gene-
ración ochentista creó un nuevo universo textual. Sin embargo,
hay que trazar una línea divisoria entre lo que entendemos por
generación y por contemporaneidad. Para Ortega y Gasset, en el
marco de una generación pueden coexistir individuos del más
diverso temple, hasta el extremo de que a fuerza de ser coetáneos
se sientan a veces antagonistas, sin importar que entre ellos exis-
tan inclinaciones, impulsos y motivaciones comunes. Ahora bien,
esas contradicciones, esa su distancia al sujeto, tiene que mante-
nerse dentro ciertos límites.
El ser coetáneo no significa coincidir en un idéntico espacio
de la sensibilidad y el saber, así se viva en la misma época históri-
ca. En cambio, coexistir en un mismo vivir-decir, según José Már-
mol, define, una generación, si se toma en cuenta que en nuestro

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caso particular ha habido un auténtico cambio y ruptura con la
tradición, pero al mismo tiempo, enlace con las anteriores. Quie-
ro decir que la ruptura existe, pero quiero decir también que algo
continúa, renueva y amplia. De la misma manera que toda ruptu-
ra establece ciertos vínculos, comunión y diálogo.
Lo más característico de la crítica ochentista radica en su trans-
formación metacrítica. De ahí, el juego dialéctico que Mármol
asume como aventura del lenguaje: la crítica de nuestro tiempo
sigue siendo fallida –una simple condena, como tal insignifican-
te, que, repitiendo a Heidegger, excluye solamente a quien pre-
tende excluir–, desde el momento en que no se consigue entrever
en el poema mismo la intuición razonada del lenguaje.
La Generación de los Ochenta instaura una órbita poética en
el aspecto sistémico de problematizar ciertos temas en el univer-
so literario de la vida: la soledad y el miedo, el suicidio y el amor,
el erotismo y el sexo, la locura y la muerte. La tentación y el deli-
rio de huir o habitar fatigosamente la ficción de la vida o existir a
expensas de una poesía real y cotidiana sin correr el albur de la
esquizofrenia o el derrumbe total del yo.
La poesía sólo pervive mientras sigue recibiendo constante
flujo vital de los sujetos. Cuando esa transfusión, orteguianamente,
se interrumpe y la cultura se aleja, no tarda en secarse y en
hieratizarse. Tiene, pues, la cultura una hora de nacimiento –su
hora lírica– y tiene una hora de anquilosamiento –su hora
hierática–. Hay una cultura germinal y una cultura ya establecida.
En las épocas de rebeldía es preciso desconfiar de la cultura esta-
blecida y fomentar la cultura de la rebelión –o lo que es lo mis-
mo, dejar suspendidos los imperativos socioculturales y poner
en vigencia los principios vitales.
La experiencia poética, como falta y como dolor, es
sobrecogedora. Compromete aquel que la vive en la violencia de
un combate. Y nuestra generación, con José Mármol a la cabeza,
misteriosamente, fue el lugar de ese combate. Combate entre el
pensamiento como carencia y la imposibilidad de soportar esa

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carencia, –entre el pensamiento como separación y la vida inse-
parable del pensamiento.
El poema no dice la realidad, sino su sombra, que es el oscu-
recimiento y la espesura por los que algo distinto se anuncia a
nosotros sin revelarse. La idea del poema entendido como espa-
cio del lenguaje y de la vida. El espacio no de las palabras, sino,
como dice José Mármol, de sus relaciones, que siempre las pre-
cede y, aunque está dada en ellas, es su suspenso móvil, la apa-
riencia de su desaparición; la idea de ese espacio como puro
devenir; la idea de la imagen y el concepto, “más real que la
presencia”, es decir, la experiencia del decir que aprehende las
diferencias, poéticas y conceptuales, antes que toda representa-
ción y todo conocimiento.
En fin, la idea del poema como rebeldía, pero la rebelión
más irónica y lúdica, aunque aparentemente no real. Valores y
hallazgos que le debemos a este invaluable libro de José Mármol.

PLINIO CHAHÍN
Santo Domingo, 1 de marzo de 2007

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Poniente de los ídolos

El arte es lo que hacen los artistas.


CAVAFY

(I)

Leer resulta un acto vital, ya sea como autodeleite o con áni-


mo de erudición, sólo si el binomio ojo-cerebro se proyecta ha-
cia la necesidad de extraer del discurso (poético, filosófico, no-
velesco criminológico, político...) todos sus rasgos de moderni-
dad, lo que allí late del mundo-de-ahora. El movimiento inmedia-
to u objetivación de la escritura no tiene historia; la tiene la escri-
tura como resultado, como hecho de lengua. La lectura debe des-
cifrar el misterio; lo enigmático, las rupturas tempoespaciales de
que se nutren el intelectual y el artista. Sólo el mundo de hoy, su
fetichismo, su no transparencia, su irracionalidad ofrecen las he-
rramientas precisas para el oficio de destape. Hay que dar al pasa-
do un sentido de modernidad; superarlo redefiniéndolo y negán-
dolo. “Perder la fe es crecer”, apuntó Wallace Stevens.

(II)

La meta es penetrar el poema y su carga compleja de mundos


a partir de la sensibilidad y la conciencia o inconciencia de la
época en que se lee. Colocar a la poesía contra su núcleo genera-
dor: el poema. Y al poema contra sí mismo: contra el mundo. La
poesía es expresión de la relación crucial entre un hombre y su
mundo. ¡Adiós al viejo discurso! La gramática por fin ha muerto.
Señor, individuo, usted no se ha dado cuenta que vivimos en

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tiempos de permanente gestación y de transición hacia una época
infatigablemente nueva. Usted ha logrado romper con el sentido
anterior de su ser-allí, de sus esferas de conceptuación de lo real,
de su espiritualidad personal y colectiva. Usted, productor de
poemas/lector está envías de hundir en el vientre del olvido –¡es,
el justo momento!– todo aquel simplismo, todo aquel vómito
ingenuo. ¿No se sentiría usted bien, individuo lector o poeta, al
darse por entero a la tarea de su propia transformación? Lector,
su cuerpo es el punto de partida y de llegada del texto. Su cuerpo
archiva la historia de la historia. Su sensibilidad definida y refina-
da es el nuevo blanco. El capitalismo aún no ha muerto. Su esta-
do agónico se prolonga y acelera. ¡Odiemos la idea de progreso,
ésta sólo tiene sentido dentro de las perspectivas del sistema! “El
progreso en cualquier aspecto –ha dicho Wallace Stevens– es un
movimiento a través de cambios de terminología”. El arma con
que se combatió una vez luce ya rancia. Lo existente está ya viejo
y tedioso. Hay un presentimiento y una confianza, un aire de des-
trucción y aventura, un atisbo de genialidad auténtica como sig-
nos premonitorios de que lo nuevo está removiendo cimientos.
¡Compréndase de una vez: lo grande del hombre está en ser un
puente y nunca una meta!
Transformar perennemente, y se logrará un relieve histórico
–en la nueva historia– en la medida que sepamos eliminar con
rigurosidad el tipo de relaciones y vínculos usuales –o ya muer-
tos– entre los elementos constitutivos del código poético. ¡Hay
que subvertir la vieja lógica del discurso, violentar las bisagras
amargas de la vieja retórica y la castidad gramatical! Hay que
vaciar al significante y al significado. Hay que dar al porvenir una
nueva indefinición: ¿quién tendrá en sus manos el cuerpo de las
reglas? Luchar porque el poema produzca la vida es una hermo-
sa causa.

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(III)

Hay un individuo y una individualidad que están contra todo,


incluso, contra la ideológicamente falsa acepción de “individua-
lismo”; tan falsa como las mismas formas imperantes de “liber-
tad” y “democracia”. Igualmente capciosas y pugnaces. Henri
Lefebvre afirma que el vivir y lo vivido individuales se reafirman
contra las presiones políticas, contra el productivismo y el
economismo. Cuando esta individualidad no enfrenta una políti-
ca a otra, una manifestación a otra, la protesta encuentra apoyo
en la poesía, en la música, en el teatro y también en la esperanza
de lo extraordinario, de lo surreal, de lo sobrenatural o sobrehu-
mano, en fin. ¡Claro que lo sobrehumano es un ser-allí inmanente
al hombre mismo! ¿Será dios una equivocación del hombre? ¿O
es el hombre un gravísimo error de dios? Lo fundamental es co-
locar al hombre –al poeta y al lector– contra toda clase de dios;
luchar contra todo tipo de ídolo. Que el hombre luche contra sí
mismo para superar el hartazgo del letargo. Lector: ¡dios ha muer-
to! ¿Por qué, poetas y narradores, si dios ha muerto, insistir en la
sobrevivencia de sus hijos bastardos? ¡Si dios ha muerto para qué
insistir! Lo que hace veinte y tantos años se llamó el “ingenio de
la poesía dominicana” es una contradicción de términos. Trans-
formar la poesía es oficio de albañiles visionarios porque implica
cambiar las vigas de amarre del poema. Poesía es abstracción y
poema es base concreta. Cuando se cambia la base, entonces la
sobreestructura abstracta cambia más o menos rápidamente, sin
que se obvie el hecho de que entre una y otras instancias hay una
autonomía relativa. ¡Hay que disparar contra la vieja poesía y con-
tra todo el universo axiológico constitutivo de ella! Así mismo,
debemos conocerla profundamente para poder transformarla. Ne-
gar, pero al mismo tiempo, superar. “En adelante sed duros”, nos
dice el nuevo maestro. Aún no ha muerto el monstruo económico;
sigue en coma. Los manicomios y cárceles aumentan en número

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incesantemente, como los grupos paramilitares de extrema dere-
cha. Pero ¿es forzosamente necesario que nos sentemos a esperar
la transformación de la estructura económica, para que se pro-
duzcan cambios en las instancias superestructurales? Transfor-
memos el lenguaje, que por su autonomía relativa, podría dar
heridas incisivas entre los extremos de la metáfora toponímica
marxiana. ¡Matemos la serpiente por la cabeza! El lenguaje es un
arma efectiva contra la represión física e ideológica, contra la
sofisticación de la tortura, la putrefacción de la justicia, el abuso
de poder...

(IV)

Usted, individuo, cuerpo, está tranquilamente sentado en el


ala izquierda del salón de conferencias de la Biblioteca Nacional.
Mira sobrio esa hermosa circunferencia de lámparas que flota al
centro del techo. ¿Cree que entre ellas mismas, sólo entre ellas
mismas podría efectuarse un desarrollo de su intensidad lumínica?
No, por supuesto. ¿Cree que un movimiento literario o “genera-
ción” surgen impulsados por absoluta necesidad de oposición a
los que les preceden? No, por supuesto. El movimiento del espí-
ritu y la conciencia no responde al impulso de una autoconciencia.
Antes al contrario, tiene una específica inserción en la vida real,
un determinado vínculo con la cadena de relaciones del mundo
de la concreción. (¡Hablo de vínculos, no de dependencia ni de
“determinación en última instancia”!). Estamos inmersos en la
crisis; es más, somos la crisis. Toda manifestación humana es expre-
sión de crisis. Crisis como típica situación de fuerzas en oposi-
ción, y no como mero y mecánico decadentismo. Se necesita una
clara conciencia de ella; hay que saber la crisis al dedillo. Dado este
paso, el hombre vuelve sobre sí; el poeta sobre el poema. El hom-
bre reflexiona. Esta es la forma en que el azar –tal vez única acep-
ción válida del devenir como finalidad– ha persistido en nues-
tra histórica condición de puente. Lo peor es que las instancias

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de presumible solución a la crisis no son sino manifestaciones de
la misma crisis; maneras en que ella se perpetúa. ¡Dios ha muerto!
Con dios ha muerto el logos occidental; ha muerto todo. Es ne-
cesario dar un contenido nuevo al vacío que se ha ido producien-
do en el mundo. La nueva forma será siempre una impronta del
devenir. Sólo el cambio de la sociedad civil, de la vida amenaza
con derruir el mundo de las viejas ideas. Sólo el poema nuevo
edifica una nueva poesía.

(V)

El nuevo maestro vuelve a desgarrar la puerta. “La razón en


el lenguaje, qué vieja embustera! Temo que no nos libremos ja-
más de dios, puesto que creemos todavía en la gramática”. Entre
misterio y fetichismo no hay equivalencia semántica. El misterio
impera en la lógica del discurso poético; el fetichismo impera en
la lógica del capital. El misterio –ese misterio claro que hemos
anunciado desde el poema– destruye la gramática; hace estallar
una lógica nueva sobre una nueva sintaxis. Surge un poema nuevo
y, consecuentemente, una nueva poesía. ¿Puede una lógica del mis-
terio conducir a la cognición? En efecto, el poema más que para
comprender, es una vía para descubrir y reinventar el objeto.

(VI)

Entre dos momentos necesarios de una época se da una con-


tradicción sólo superficialmente aparente. Sin embargo, esta con-
tradicción es generadora y profunda. Lo generado tiene carácter
histórico, y éste es el aporte de un hombre como Marx. Hay que
ir al fondo del presente para poder dar con el pasado, y así, des-
truirlos. ¿Bastaría con negar y “superar” el pasado, permitiendo
una reasimilación de rasgos duros? ¿O es necesario que se esta-
blezca con dicho pasado una ruptura absoluta, radical?

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(VII)

Generar. Génesis. Generación. ¿Qué es una generación artís-


tica; una generación literaria? ¿Se avecina una generación nueva?
¿Han muerto o están por morir las generaciones pasadas? Una
generación niega, en aras de quebrantar continuidades enfermas,
a la pasada que le está diacrónicamente contigua. Para Aristóteles
(384-322 a.n.e.) generación puede concebirse como el cambio de
un no-ser a un ser, que es su contradictorio; es la generación que
para el cambio absoluto es generación absoluta y para el cambio
relativo, generación relativa. Contrariamente, el cambio de un
ser a un no-ser es concebido como corrupción. En Ortega y Gasset
(1883-1955), la historia está compuesta por generaciones. Cons-
tituyen unidades culturales provistas de un ritmo específico y
empíricamente determinable. La vivisección de las generaciones
permite la reconstrucción evolutiva de la historia, su explicación
convencional. Laín Entralgo, por su parte, sugiere que el concep-
to orteguiano de generación como núcleo de reconstrucción to-
tal de la historia padece un incurable biologismo. Laín Entralgo
ve en una generación varios hombres coetáneos con una fuerte
semejanza histórica. ¿Qué han sido las generaciones literarias en
nuestro país, en República Dominicana? Elites de escritores en
una sociedad que no escribía. Grupo de amigos intelectuales que
se reúnen. Grupo de poetas que publican libros (sobre todo sus
primeros libros) en un mismo lustro o decenio. Grupo de inte-
lectuales y artistas entre m y n años de edad. ¡Ningún rasgo ha
sido suficiente ni necesariamente crítico para configurar una ge-
neración! Apenas en un caso, el del pasado más reciente, hubo un
elemento de cohesión más o menos congruente: el de la afinidad
ideológica. Hizo falta, pues, el rasgo básico de entronque: una
determinada actitud, unívoca o multívoca, frente al lenguaje. Aque-
llas nuevas ideas fueron vaciadas en versos que de nuevos apenas
tenían la envoltura. Creemos que todo resultado obtenido a partir

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del abordaje de un texto literario debe no sólo concluir, sino
también empezar por delimitar la problemática del lenguaje. ¡Hay
que disparar contra el viejo lenguaje! El poema debe integrar en
su estructura las perspectivas científicas, del mismo modo en que
ha de tomar en cuenta la bilis y el terrón de azúcar de los adelan-
tos tecnológicos.
Pero, como expresó Carlos Fabretti, este hecho no tiene nada
que ver con rimar corazón con electrón. ¡Hay que sepultar el te-
mor a las rupturas epistemológicas que subyace en el artista! ¿Por
qué insistir en llamar “jóvenes” a poetas que hoy día tienen el
doble de la edad que tenía Rimbaud cuando se aparta del oficio
escritural, para dedicarse a otro oficio más divertido y tal vez
útil: el contrabando de armas. Muchos de nuestros escritores van
a morir –quizá de senectud– con el manoseado croquis de la gran
obra en su bolsillo. ¡Han sido cobardes y no emprenden las obras
por temor al lenguaje! ¿Qué decir de nuestra crítica literaria.
¡Pardiez... a qué venir con vacuidades! José Martí nos denunció al
pronunciarse contra la crítica sin criterio. ¡Venid a ver nuestros
gigantes críticos de cátedras literarias y lingüísticas morir de im-
potencia ante la página en blanco!

(VIII)

No ha habido buena poesía de nuestro tiempo; tenemos que


construirla. La gran obra es el gran poema; el gran poema es el
gran hecho de lengua. ¡Usad la navaja o el puñal, la razón no está
nunca en la superficie!

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Poesía, poema y conocimiento

O quotidiano é o incógnito do mistério.


MARIO QUINTANA

Alejandro Teófilo Baumgarten (1714-1762) es considerado


como el primer autor en emplear, con talante científico, vale de-
cir, con objeto de estudio y sistema categorial determinados, el
término estética. Este hecho no desmedra, por supuesto, los ha-
llazgos de Platón, Aristóteles y Horacio en la Antigüedad como
tampoco esquiva la importancia de las reflexiones estéticas pro-
pias de la Edad Media, desde Manlio Boecio, padre de la Esco-
lástica a Juan Duns Escoto.
Baumgarten fue discípulo directo de Wolff (1679-1754), quien
fue a su vez discípulo de Leibniz (1646-1716), este último, funda-
dor de la idea de la Característica Universal como alfabeto de los
pensamientos y como estructura de máxima perfección en la ex-
presión de lo pensado. La configuración de esta lengua absoluta
pretendía superar, según el propio Leibniz, todas las deficiencias
que debido a errores de subjetividad quedaron estampadas en la
teoría del método de Descartes (1596-1650).
Se trata de una cuestión medular de la corriente filosófica
racionalista que Baumgarten empuja hacia sus preocupacio-
nes particulares. El propio Enmanuel Kant (1724-1804) va a
reforzar la etapa inicial de su pensamiento con esta clase de
planteamiento.
La Estética, en cuanto que disciplina filosófica moderna, debe
su estatus a Baumgarten. En ella dio nuestro filósofo cabida a la
gnoseología, la metafísica y la ética, superando así los límites

23
retóricos y exegéticos que los pensadores del Medioevo habían
impuesto a sus meditaciones sobre la belleza literaria, musical,
matemática, geométrica, natural y biológica. De ahí que establez-
ca una jerarquía de orden gnoseológico, en la cual, el conoci-
miento sensible no sería más que una percepción oscura e incom-
pleta del conocimiento intelectual, siendo este último el conoci-
miento superior por excelencia.
Baumgarten es el propulsor de una filosofía poética, la que
define como “ciencia que dirige el discurso sensible a su perfec-
ción”. Tal definición aparece en su obra Reflexiones filosóficas acerca
de la poesía, cuya primera edición en latín data de 1735. Aquí se
emplea la tercera edición en español, de 1964, de la Biblioteca de
Iniciación Filosófica, Editorial Aguilar, traducida, prologada y
anotada por José A. Míguez.
En la citada obra y a la altura de su pequeña introducción, el
autor sostiene que tratará de “descubrir que la filosofía y el arte
de componer un poema, tan repetidamente tenidos por
antitéticos, están por el contrario en la más estrecha unión” (p.29).
A partir de ahí, Baumgarten habla sobre un conocimiento poético
y un método del poema, desde una particular noción de discurso, en-
tendiendo por este último “una serie de palabras que designan
representaciones enlazadas” (op. cit).
De las representaciones del discurso (oratio), las que interesan
a la poética son las representaciones sensibles, es decir, aquellas
“recibidas por la parte inferior de la facultad cognoscitiva” (p.31).
Entonces, el discurso sensible será aquél contentivo de represen-
taciones sensibles. Y mientras más claras las representaciones, pues,
más poéticas (p.45). Con la salvedad de que este hecho no se da
en el “lenguaje de las gentes”, sino en el discurso enlazado con
impresiones sensibles.
Todas esas precisiones son necesarias para poder captar el
contenido del parágrafo IX de la obra, que dice: “Entendemos
por poesía el discurso sensible perfecto, y poética llamamos al
complejo de reglas al que aquélla ha de conformarse, así como

24
denominamos filosofía poética a la ciencia poética, arte poética al há-
bito o disposición de componer el poema y poeta al hombre que
goza con esta inclinación” (p.33).
Hay quienes segregan la poesía y la filosofía en forma tajante.
Tal tendencia segregacionista, a todas luces pérfida por ante los
legados heraclíteo, parmenídeo y lucreciano, se va a expandir y
asentar hasta el siglo XIX con la gigantesca empresa hegeliana.
Tendrá, claro está, sus oponentes como Schopenhauer, Nietzsche,
Kierkegaard y Dilthey, para sólo citar algunos, quienes combati-
rán los excesos del racionalismo y espiritualismo, para sobrepo-
ner la vida a la razón, acercando con ello la poesía y la filosofía, la
imagen y el concepto.
Dicha segregación se efectúa en lo que en poesía y filosofía es
susceptible de un enfoque gnoseológico. Pero yerran quienes creen
que el poema es ajeno a toda forma de conocimiento. De lo que se
trata es de determinar el tipo de conocimiento que el poema es
capaz de generar. Benedetto Croce delimitó con acierto el conoci-
miento intuitivo estético frente a la ciencia, la religión y la filosofía.
Un poema es un hecho concreto de lenguaje, capaz de
articularse sobre la base de fuerzas opuestas; probable de alcan-
zar la forma de síntesis absoluta, en la que los contrarios pasan a
ser –como en Novalis– semejanzas invertidas. El poema es una
red de poderes imaginarios que se contraponen en granítica com-
pacidad. El poema conlleva en su misma génesis la potestad para
transgredir todas las fronteras de las sistematizaciones racionales
y asume el reto de objetivarse como unidad multidisciplinaria.
Esta soberana fuerza del poema es anterior a toda pretensión
hermenéutica, y sólo esta última da cabida a la secesión esgrimi-
da por la filosofía moderna. Consecuentemente, la autogénesis
del poema pone en juego las tensiones propias de la relación en-
tre saber y poder y da lugar a acepciones que traslucen posicio-
nes teóricas encontradas.
Un poema emana de las posibilidades del lenguaje y de una
lengua en particular. En el lenguaje se sitúa la especificidad de la

25
obra poética. Todas las formas de conocimiento son lenguajes.
La lengua, en particular, es la organización semiótica por excelencia,
dice E. Benveniste. “Toda semiología –agrega– de un sistema
lingüístico tiene que recurrir a la mediación de la lengua, y así no
puede existir más que por la semiología de la lengua y en ella...; la
lengua es el interpretante de todos los demás sistemas, lingüísticos
y no lingüísticos” (E. B., Problemas de lingüística general, vol. II, Ed.
Siglo XXI, México, 1978, ps. 63-64).
Esa condición preeminente de la lengua, en términos
semióticos, que le da poder de interpretante de todos los demás sis-
temas de signos (música, pintura, etc.), los que pasan a ser sistemas
interpretados, hace que la poesía, por cuanto contiene las más en-
cumbradas posibilidades expresivas de la lengua, pase también a
tomar una posición jerárquicamente privilegiada, preeminente ante
las demás formaciones discursivas (narración, teatro, etc.).
Si el poema es un hecho de lenguaje y el lenguaje es insepara-
ble del pensamiento, entonces, el poema es también un objeto de
pensamiento o de conocimiento. Este conocimiento es particu-
lar, en el sentido de que no tiene que representar conceptos o
cosas, es decir, referirlos, sino que el lenguaje poético tiene la
facultad de fundar conocimientos. La rosa que cantan en sus dis-
tintos poemas Leopold Marechal, Borges, Martín Adán y Franklin
Mieses Burgos no es la rosa de algún jardín, sino la que, como
sugería Huidobro crece o nace en el poema mismo. El conocimien-
to de esa rosa es una empresa fundamentalmente sensible, radi-
calmente estética, antes que racionalmente espistémica. La rosa
de esos poemas contiene todas las rosas de todos los jardines y
callejones del mundo, sin que necesariamente ninguna de éstas
esté representada en aquélla, en la de los versos.
La escisión entre poesía y conocimiento sólo tiene validez en
el umbral de las abstracciones y de la retórica tradicional. El poe-
ma se revela como entidad armónica y compleja, y por cuanto es
un concreto de lengua, lo es también de pensamiento. De lo que
se concluye que el poema produce, a su modo, conocimiento.

26
Con todo y que ese conocimiento no sea reductible a una noción
fija de sentido, de concepto o de objeto, sino que más bien se
emparenta con la significación móvil, la polisemia y la vaciedad
de referente cósico. El orbe cognitivo del poema está cifrado en
su propia intencionalidad lingüística.
¿Cuál es el legado de Baumgarten? En primer lugar está el
hecho de procurar un ámbito de análisis específico, propiamente
discursivo, para el fenómeno poético, acercándose para ello a los
fundamentos de la filosofía. Baumgarten precede a los formalis-
tas rusos en el énfasis de la estructura formal del poema. Así
mismo, abre el camino para las posteriores argumentaciones en
torno a la factibilidad de asumir la poesía como un acto de cono-
cimiento, a partir de lo que él llama filosofía poética o ciencia poética
(parágrafo IX, p.33). Aunque, en efecto, para este filósofo las
cosas conocidas o inteligibles lo son por una facultad superior como
objeto de la lógica, en tanto que las cosas percibidas o sensibles lo
son por una facultad inferior como objeto de la Estética (pará-
grafo CXVI, ps.87-88).
Baumgarten, además, pese a su formación de ascendencia
aristotélica, fue capaz de liberar la explicación del fenómeno de
la poesía de las rigurosas amarras del mimetismo retórico.
Así las cosas, podríamos establecer, sin ambages, que el poe-
ma es capaz de producir un tipo específico de conocimiento, ca-
talogado por Baumgarten como inferior, que es el conocimiento
sensible, el cual, por partir de representaciones sensibles, se presenta con
perfección por obra de la Poética General (ver parágrafo CXVII, p.88).

27
Literatura: ¿análisis o ingenio?

¡Mísero mortal, oye lo que te digo: no haces sino amontonar sofismas y


te imaginas sabio!
J. G. FICHTE

Resiste toda forma de prueba o desafío el argumento según


el cual literatura es pensamiento. ¿Por qué? Por el simple hecho
de que entre lengua y pensamiento no hay abismo, siquiera sutil fisu-
ra; y la literatura es, en efecto, expresión máxima de esa unidad
tensional, de esa compacidad de raigambre cultural.
Además, lengua es cultura; lengua es sociedad; lengua es his-
toria; lengua es individuo. Y el habla es el principium individuationis
(Schopenhauer) de éste. Esta argamasa es parte esencial de la crea-
ción literaria.
Esos elementos conforman una totalidad. Totalidad desde la
génesis misma de la obra, por cuanto es la lengua el sistema sim-
bólico por excelencia y de él, por mor del lenguaje como facultad
general, emerge lo dicho o lo escrito. Pero también envuelve el
proceso creativo una especie de estrategia ulterior de totalización,
la cual se corresponde a plenitud con un enunciado de Rainer
María Rilke que reza: “El arte es la pasión de la totalidad. Su
resultado: serenidad y equilibrio de lo numéricamente comple-
to” (El testamento, Alianza Tres, Madrid, 1982).
Hay en la obra literaria una pretensión totalizante colocada
más allá de la articulación entre lo singular y lo universal que tan-
to preocupó, con razón, a Georgy Lukács y a otros estetas mar-
xistas. Dicha pretensión totalizante se erige sobre ciertos
determinismos históricos, básicamente el apelado como estadio

29
de lengua, pero, los trasciende despiadadamente. Es decir, por
necesidad. Esta pretensión es un pathos inalienable a la obra mis-
ma, que pone en juego dos facultades de nuestra psique, a saber:
las capacidades de análisis y de ingenio.
Desde la Ilíada y la Odisea hasta nuestros días, la obra literaria,
muy por encima de la subclasificación de que sea objeto (v.g. la
teoría de los géneros literarios), ya por fundamentación teórica o
ya por inveterada y antojadiza práctica, está enclavada en esa tí-
pica articulación de lo analítico con lo ingenioso. Como muestra
podríamos tomar la aventura que por los caminos de la erudi-
ción y la ficción emprende Umberto Eco en sus novelas El nom-
bre de la rosa y El péndulo de Foucault.
Pero entre otras tantas obras posibles de ser citadas, valdría
la pena referirnos a alguna de Edgar A. Poe, quien como señala
Diego Navarro en el prólogo a E.A. Poe Historias extraordinarias y
poemas (Plaza y Janes, Barcelona, 1973, p.13), llega a combinar de
insólito modo “las impalpables sombras del misterio y un poder
analítico, una minuciosidad en los detalles pocas veces superada.
Esta tendencia analítica de su cerebro le permite dar una mara-
villosa realidad a sus más irreales fantasías”. Sus historias y nú-
cleos poéticos baten un aire de puras construcciones matemáti-
cas. Como se sabe, J.L. Borges cazó estos destellos en Poe y en
parte de la tradición literaria inglesa. Sin embargo, lo extraordi-
nario en el escritor bostoniano está en haber hecho de la misma
problemática de articulación del poder de análisis y el poder de
ingenio un abigarrado trasunto, no sólo para la teoría de la litera-
tura, sino también, para la estrategia ficticia misma.
Entre los años 1841 y 1842 escribe y publica Poe el relato
que nos ocupará, titulado “Los asesinatos de la rue Morgue”. Este
texto es una mostración de la capacidad analítica y prueba de
ingeniosidad del personaje central del relato llamado Monsieur
C. Auguste Dupin. Aquí afirma Poe, en su condición de narrador
omnisciente, que son muy poco susceptibles de análisis aquellas
condiciones mentales a las que llamamos “analíticas”. Además,

30
sustenta que: “El poder analítico no debe confundirse con el
simple ingenio, porque mientras el analista es necesariamente
ingenioso, el hombre ingenioso está con frecuencia notablemente
incapacitado para el análisis”. Y agrega: “Entre el ingenio y la
aptitud analítica hay una diferencia mucho mayor, en efecto,
que entre la fantasía y la imaginación, aunque de un carácter
rigurosamente análogo. En realidad, se observará fácilmente
que el hombre ingenioso es siempre fantástico, mientras que el
verdadero imaginativo nunca deja de ser analítico” (ps. 79-80). De
modo, que se trata de una doble facultad del alma con muy aná-
logo carácter que, dependiendo de la afición o sensibilidad de
los individuos, sufrirá un mayor o menor desarrollo en uno u
otro sentido.
¿Conviene a la literatura una escisión entre ingenio y análisis?
Digamos, primero, que hay en lo ingenioso mucho de intuición o
instinto, mientras que en lo analítico sobresale el raciocinio, eso
que Kant llamó reservorio conceptual. Acontece, que el espíritu
analítico intelectualiza lo intuitivo e instintual. Tanto el ingenio
como el análisis son capaces de producir conocimientos y por
ello, ambas facultades superan la erudición. Esta última no es
sino meticulosidad organizativa y memoria.
¿Qué responder frente al interrogante anterior? Que hay to-
davía quienes afanosamente se empeñan en separar pensamiento
y escritura. A este error le viene parejo otro: el de reducir el pen-
samiento al campo de la filosofía, con lo que a su vez se está
reduciendo ésta a la gnoseología o epistemología, amén de que
se usurpa al filósofo con un fideista o un filodoxo.
Contrario a todo ese disparatorio se impone la concepción
de la literatura en la que escritor es aquel individuo, aquella con-
ciencia, aquel espíritu capaz de articular a través del lenguaje (li-
berado de cualquier finalidad) las facultades mentales del análisis
y del ingenio. La diferenciación que para ambas facultades esta-
blece Poe, de lo fantástico a lo imaginario, queda disuelta en la
propia analogía. Pues lo fantástico pasa a ser un género de lo

31
imaginable. En tal caso, la literatura es pensamiento que se vale
del análisis y del ingenio.
Es preciso dejar claro que ese pensamiento que consustancia
el fenómeno literario como hecho de lenguaje, de lengua-cultura,
podría establecer relación biunívoca, aunque no de radical perti-
nencia, con la realidad. Ese pensamiento, mixtura de análisis e
ingenio, no tiene que ser desde dato empírico alguno, sino que
más bien, puede edificarse sobre el ser o el no ser, el factum o la
nada. El hecho literario se intencionaliza sobre un vacío
referencial.
Después de todo, como sugiere Malone, el personaje de
Beckett, “Nada es más real que nada” (Malone muere, Alianza
Lumen, Madrid, 1980, p.29). Si la literatura no tramonta, mien-
tras desmonta, el hecho concreto, el dato, la referencia real; si no
se propone ir más allá, superar verbalmente el mundo, entonces
ha de quedar condenada al más burdo y elemental periodismo.
La universalidad y futurición de la literatura vienen dados en su
necesidad de superar lingüísticamente lo circundante. Sólo ese
temple permite a la obra literaria crear su mundo desde, pero tam-
bién, sobre o por encima del mundo.
Porque no hay relación isomórfica, a la manera de L.
Wittgenstein, entre lenguaje y realidad. Tampoco hay, sino en cierta
ensoñación retórica aristotélica, relación mimética entre lenguaje y
naturaleza. Ambas son pretensiones de fundamentación
ontológica del lenguaje, en contraposición a una teoría con ribe-
tes científicos en torno al lenguaje mismo.
Monsieur Dupin es, en la medida que es narrador narrado, es-
critor que mientras escribe se describe, un clarísimo ejemplo de
cómo la escritura literaria es pensamiento y de cómo en éste el
análisis y la imaginación se imbrican. Sólo un temperamento analí-
tico y en consecuencia, verdaderamente imaginativo como el de
Dupin, podía desmadejar la trama de Los asesinatos de la rue Morgue,
dando con el orangután asesino y el dueño de éste (un marino de

32
un barco maltés), enderezando así, mediante un análisis imaginativo,
las informaciones ofrecidas por los diarios sobre el caso.
De esta forma, Poe legó un fragmento literario que siendo
analítico y sobre “lo analítico”, pone en relieve la literatura de
ideas, la literatura como pensamiento, sin menoscabo de la ima-
ginación. Y lo mejor, distante, muy distante de las muchas veces
estéril y agobiante erudición. Por desgracia, es el ansia de mos-
tración de erudición lo que amenaza con volver artificialmente
libresca y no radicalmente vital la literatura actual.
Pierde la obra si sacrifica lo ingenioso en favor de lo analíti-
co, y viceversa. La estrategia escritural debe, pues, situarse en la
instilación de la palabra por efecto de una mesura entre pasión y
pensamiento, entre análisis e ingenio.

33
Poesía y conocimiento

“El conocimiento, el contacto y el goce mediatos (orgánicos) forman la


segunda Época. La primera Época es la del caos. La tercera Época es la
sintética –el conocimiento, el contacto y el goce inmediatamente
mediatizados”.
NOVALIS

¿Qué es poesía? Ha llegado el momento en que no parece ser


lo más correcto utilizar el término poesía de la forma tradicional
y comúnmente aceptada. De manera que se hace necesaria la su-
peración de su empleo acrítico, de su acepción cerradamente
emotiva o espiritualista.
La poesía no es otra cosa que, según nuestra comunión, una
esfera ingrávida que posibilita la especulación en torno a un obje-
to concreto llamado poema. El vocablo poesía es el fundamento
de la existencia de una concepción especular y vítrea de la noción
misma de poema. He sugerido especulación en su más estrecha y
vaga acepción, por cuanto se distancia de la riquísima visión
hegeliana de la especulación como el mayor placer y el mejor.
Contrariamente, allí, en el concepto poesía, sólo hay miseria e
indigencia, sobre todo, cuando se asume una postura crítica ante
los discursos retóricos y preceptivos; cuando se perfila un pro-
yecto arqueológico sobre el fenómeno poético y el crítico de au-
téntico oficio descubre en él mismo su latente naturaleza de
genealogista, antes que de mero cronista o hacedor de panegíri-
cos engrasados y de libelos.
Debemos entender que el poema, el cuento, el drama y de-
más manifestaciones estéticas escriturales son, por encima de todo,

35
discursos. El concepto de discurso nos posibilita llegar sin des-
perdicios al lenguaje mismo, y de esta forma, al problema central
de la literatura. El discurso es expresión concreta del sujeto, y
éste es el generador y soporte de los fenómenos sociales.
Ahora bien: ¿es el poema un instrumento de conocimiento?
¿Puede aprehenderse la realidad si se la transforma en enunciado
poético? Un poema es un objeto construido por el método más
exacto para describir la dinámica del pensamiento mismo: “el
método que consiste en elevarse de lo abstracto a lo concreto
(que) es para el pensamiento sólo la manera de apropiarse lo con-
creto, de producirlo como un concreto espiritual. Pero esto no
es de ningún modo el proceso de formación de lo concreto mis-
mo”, según palabras de Karl Marx.
El poema es, pues, un concreto del pensamiento, por cuanto,
primero, es la síntesis de múltiples determinaciones complejas
(sociedad, sujeto, lenguaje, poder, historia, etc.), y segundo, es un
método “exclusivo” del pensamiento (K. Kosik), que consiste
en ir de lo abstracto a lo concreto y construye, consciente o in-
conscientemente, su objeto de conocimiento; es decir, su objeto
de expresión o referencia.
Este método poético consta de dos caminos. En el primer
camino, “la representación plena es volatilizada en una determi-
nación abstracta”, dice Marx. En el segundo camino, agrega, “las
determinaciones abstractas conducen a la reproducción de lo con-
creto por el camino del pensamiento”. Pero esa reproducción
dista mucho de ser copia o recreación fiel de lo empírico, sobre
todo a la hora del poema. Tampoco quería Marx decir copia en
el terreno de lo económico y filosófico.
No quiere decir nuestro planteo, tampoco, que por un buen
conocimiento de la estr uctura metódica se haga,
automáticamente, buena poesía. El proceso de construcción
del objeto teórico o poético implica, ineludiblemente, una me-
diación, un distanciamiento de lo fíctico basado en “formas de
mediación” que, de acuerdo con G. Lukács, no son más que

36
“principios constructivos estructurales”. De estas formas de
mediación surge el concepto concreto o concreto espiritual.
El poema no reproduce el objeto pseudoconcreto (u obje-
to en su superficialidad sensible), sino que al producir un obje-
to distinto rebasa la inmediatez del objeto ficticio. El objeto
del poema es tal en cuanto que abstracción o determinación, en
cuanto que depuración discursiva del mundo de la
pseudoconcreción, del mundo de las cosificaciones.
El poema no reproduce lo que es visible, sino que en su
mediación discursiva, en su autogénesis como síntesis
superadora hace que lo visible se pluralice en la integridad de
su sentido, que se enriquezca, que se haga multívoco, polisémico;
que se haga inextenso, es decir, cosa de pensamiento y no cosa
de extensión, dicho en lenguaje cartesiano.
El lenguaje de los signos da un profundo toque de visibilidad
a la gama de sentidos ocultos en las cosas visibles. Paul Klee
(1879-1940) afirma que el arte entretiene con las últimas cosas un
juego inconsciente y sin embargo, las alcanza, las toca, las traslu-
ce. El poema se erige como forma de captación de lo real; vale
decir, una manera específica de aprehensión de lo real. Ese real
que emerge del distanciamiento cognitivo frente a lo positivo, a
lo empírico, luego de haberlo penetrado y escarbado.
Todo poema es una mediación cognitivo-discursiva, que su-
jeta lo mediato y lo inmediato por medio de un hilo dialéctico.
La rosa (objeto real) que muere en el poema de Franklin Mieses
Burgos, dejando con su muerte un vacío en el aire que no lo
llena nada, superó, al negarla, la rosa del mundo sensorial.

37
El poema como necesidad
de un lenguaje negativo

Hace un tiempo hicimos entrega de un ensayo sintomático en


el cual, yéndonos a las raíces de la práctica concreta de la escritura
y a partir de sus unidades constitutivas centrales (sujeto, ritmo, len-
guaje e historicidad) denunciábamos enérgicamente el vicio del
desviacionismo orientado, quiero decir, tendencialista, el mal de
asimbolia y la renuncia a la necesidad de enfrentar el fenómeno de la
escritura como objeto específico, que exige métodos específicos,
entre otras pseudoideas instaladas en nuestra literatura.
El ensayo (casi manifiesto) se titula Poniente de los ídolos. Con
éste nos fue otorgado el status de “irracionalistas”, blasón con-
cedido por algunos escritores universitarios. Y con toda la lim-
pieza conceptual y falta de hipocresía conque el fundador del
irracionalismo –según Georgy Lukács– lo dijera en su momento,
aquí lo rescato: “Los abogados de un criminal raras veces son lo
bastante artistas como para volver en favor del reo lo que de
hermosamente horrible hay en su acto” (Friedrich Nietzsche).
Por otra parte, es Lukács quien afirma, con sobrado acierto,
que el nivel filosófico de un ideólogo depende, en última instan-
cia, de la profundidad conque sepa penetrar en los problemas de
su tiempo, de su capacidad para saber elevarlos a la altura supre-
ma de la abstracción filosófica, de la medida en que las posicio-
nes de clase cuyo terreno pisa le permitan ahondar hasta lo más
profundo de estos problemas y llegar hasta el final de ellos (ver
El asalto a la razón). Nuestros ideólogos literarios universitarios
quedan por debajo de este elemental requisito para el oficio.

39
El discurso lukacsiano sobre el “irracionalismo alemán” está
muy bien articulado. Sostiene que existen en él dos períodos prin-
cipales. El primero que va de Schelling a Kierkegaard, caracteri-
zado por su lucha contra el concepto idealista y dialéctico-histó-
rico del progreso. El segundo, caracterizado por su relación de
contradicción ante los principios del socialismo científico, que
tiene como fundador y figura central a Nietzsche.
La baja del nivel filosófico es, según Lukács, uno de los sig-
nos esenciales en el desarrollo del irracionalismo. Pero, son rea-
les y evidentes los límites de la tesis del filósofo marxista. Lo
primero es que resulta a todas luces antidialéctico concebir el
desarrollo del irracionalismo, así como de cualquier otro fenó-
meno socio-histórico, como algo supeditado a los avances de su
opuesto: el socialismo. Segundo, no es menos cierto que resulta-
ría incorrecto hacer estudios “inmanentistas” de las corrientes
del pensamiento, cuando muy por el contrario, es preciso deter-
minar sus niveles de inserción y relación con las esferas de lo
económico-social y jurídico-político.
Apoyarse en una cerrada relación mecanicista y reduccionista
de la llamada base económica frente a los fenómenos de la con-
ciencia social refleja un burdo antimarxismo y la caída en lo que
acertadamente Agnes Heller ha llamado inflexión engelsiana, otor-
gando a su creador, Engels, los méritos de su entuerto verticalista.
Tal reduccionismo sociologicista y economicista, facilita a Lukács
conectar como causa y efecto el pensamiento filosófico de
Nietzsche y la maquinaria jurídico-política y económica del so-
cial-nacionalismo alemán. A su vez, facilita la caracterización cla-
sista del irracionalismo como la corriente fundamental y decisiva
de la filosofía reaccionaria de los siglos XIX y XX, de la misma
manera que tipifica, en forma simplista, el pensamiento burgués
como decadente, y sobre todo, incapaz.
Lukács, para facilitarse el trabajo, se toma lo vivo por lo muer-
to. Ante esta clase de argumento mecanicista con que Lukács pre-
tende desmontar el pensamiento de Nietzsche y otros filósofos en

40
El asalto a la razón, es preferible su tesitura en otras obras, como
por ejemplo, La crisis de la filosofa burguesa, en la que se desarticulan
los elementos nodales del pensamiento existencialista, a partir de
la noción de crisis, como foso profundo entre la realidad y el pensa-
miento. Sin embargo, esta no es la idea de nuestros ideólogos lite-
rarios, paladines de la cátedra pasiva y el doctrinismo.
Consideramos pertinente para la objetividad del análisis en
cuestión, la tesis de Marx que modifica las concepciones de la
sociedad y del sujeto, al ser planteados como momentos concre-
tos de la relación dialéctica entre producción y cultura. Esta vi-
sión permite a Marx, en su análisis, organizar el caos de la socie-
dad capitalista bajo la idea básica de totalidad, al aislar, como bien
interpretó Lenin, las relaciones de producción del conjunto de
las demás relaciones sociales. Tal hallazgo metodológico permi-
tió a Marx la estructuración de El Capital como lógica específica de
un objeto específico, según palabras de Cesare Luporini, posibilitan-
do con ello el análisis de la sociedad.
De esa totalidad compleja, hoy mucho más que ayer, nos in-
teresa aislar analíticamente los conceptos de sujeto, discurso, sa-
ber, poder y dominio. La articulación dinámica de éstos nos per-
mite ver con meridiana claridad la inserción orgánica de los dis-
positivos de dominación económica y represión política en los
sujetos y en su producción de discursos. El carácter histórico de
la noción misma de sujeto nos lleva a la necesidad de reconocer
el hecho de que las transformaciones de la sociedad y sus institu-
ciones acontecen en un marco de transformaciones en las formas
de subjetividad. El sujeto interactúa histórica y pertinentemente
con su entorno socio-cultural.
El sujeto no está dado naturalmente, sino que se constituye a
ritmo del discurrir histórico. Es de por sí contradictorio. Emerge
en condiciones históricamente determinadas y no es estático. De
igual forma se comporta el discurso, o bien, el poema, que es,
por un lado, conjunto de aspectos lingüísticos y por el otro, con-
junto de aspectos polémicos y estratégicos.

41
En las formas históricas del discurso (del poema) se institu-
yen o legitiman formas de saber; legitimación que tiene lugar a
consecuencia de formas de poder. El poder y el saber se generan y
reproducen recíproca y simultáneamente. Se configura una uni-
dad aparente en el sujeto, pues, en el fondo, lo que existe es una
relación de contradictoriedad en la unidad subjetiva misma. Se
mueve en ésta un saber que mediante el uso del poder en su
degenerativa forma de dominio, soterra otro saber.
El saber legitimado en un específico estadio histórico se atri-
buye la verdad. Para ello se vale de la imposición de jerarquías
axiológicas a través de las redes del saber. Nietzsche ha estableci-
do que no existen fenómenos morales, sino sólo la interpretación
moral de los fenómenos. Esto ha sido ignorado –y era de espe-
rar– por nuestros marxistas dogmáticos. Por eso se enmarañan
en la heterogeneidad de la misma ideología burguesa y se
espeluznan cuando el escritor quebranta y transgrede con su obra
la jerarquía de valores predominantes. No entienden la preemi-
nencia de lo simbólico en la estructura del poema, confundiendo
los momentos de verdad como ficción y de ficción como ver-
dad. Adjudican atributos de sinécdoque o referencialidad objetual
a la intencionalidad simbólica del lenguaje poético. De hecho, el
poema se genera, desarrolla y pervive como unidad tensionada,
eje polarizado por la intencionalidad imaginativa del creador y la
insaciable necesidad de descubrir uno o más sentidos por parte
del lector. Es así como se afirman y repelen el creador y el lector.
Y en esa contradictoria tensión se funda su indisoluble unidad.
La crítica de la cultura hegemónica constituye el tema cen-
tral de una nueva poesía, sólo si se trata de un discurso poético
orquestado desde una preeminencia del lenguaje y como crítica
del lenguaje, premisa que posibilita una crítica eficaz, en el pla-
no poético, de la realidad y sus instancias institucionales. Ahora
bien, esa realidad difiere de lo evidente, de lo aparente. Se tra-
ta, más bien, de la realidad en su más elevado nivel de abstrac-
ción, de contacto con su corteza y complejidad latente y no la

42
meramente manifiesta. No se trata, pues, de lo cotidiano en su
aparente simplicidad superficial, sino lo cotidiano en sus
implicaciones profundas.
Coincidimos con el planteamiento de Herbert Marcuse, se-
gún el cual, los grupos e ideales de grupo, las corrientes filosófi-
cas, las obras de arte y la literatura que expresan sin compromiso
los temores y las esperanzas de la humanidad están contra el prin-
cipio de realidad prevaleciente. Son, más bien, su más radical
denuncia y amenaza.
Puntos coincidentes de reflexión existen entre Marx y
Nietzsche –cosa temida por Lukács y, sobre todo, por los mar-
xistas paleolíticos universitarios–, tanto o con mayor ahínco como
los existentes entre Marx y Freud. Por ejemplo, la crítica
nietzscheana a la deificación del tiempo como valor, Marx la enfoca
también críticamente en su argumento central sobre la
“reificiación” de la mercancía en la sociedad capitalista.
La sociedad tecnológica se nos presenta, contradictoriamen-
te, como una entera irracionalidad. Ella no es otra cosa que un
complejo sistema de dominación y represión, cuyo airecillo
apestante circula por todas partes y en todo momento, invadien-
do la más íntima privacidad del individuo. El poder circula como
el aire y es envolvente. El discurso poético, como el crítico-filo-
sófico, logra permear la atmósfera que amolda la circulación del
poder. El poema destroza la capciosa aparición dual del poder,
como victimario y como víctima.
La denominada poesía cerebral se articula con la “racionali-
dad” tecnológica –que bien puede ser irracionalidad tecnológi-
ca– inherente a la sociedad contemporánea. Por su pasión de
ruptura y su espíritu revolucionador, esa poesía suele ser consi-
derada como “irracionalista”, lo cual deja entrever su
intencionalidad epocal. Ahora bien, el poema en sí niega las es-
tructuras sociales que predominan en la sociedad que lo genera.
El poema trasciende verbalmente el mundo, y de ahí que pueda
liberar instantáneamente, tanto a su hacedor como a su público,

43
de las garras de la enajenación. El lenguaje poético subvierte y
niega la realidad fáctica. Esa subversión y negación son el pro-
ducto paradójico de la enunciación de las cosas que están ausentes,
como ha dicho Paul Valéry. El poema nombra lo ausente.
El poema se entroniza como negación de lo establecido. Con
esto se rompe la ordinaria instrumentalización comunicacional a
que en ocasiones se somete el lenguaje poético. El lenguaje co-
mún es más propenso a vehicular los mecanismos y estrategias
de dominación. De ahí que el poema, aunque hurgue en él, termi-
ne distanciándosele. Así, cuanto más ostensiblemente irracional
se vuelve el entorno social, entonces el arte, en sentido general, se
reviste de una coraza y una médula racionales con las cuales for-
talece y afina su aguijón crítico.
El lenguaje común circunscribe la dinámica del razonamien-
to como positividad. Decir razonamiento positivo, en este con-
texto, equivale a decir reproducción acrítica de los valores
lingüísticos de las fuerzas reactivas de la dominación, ya sea do-
minación de izquierda o de derecha. Mientras que el lenguaje ne-
gativo o de ruptura se sitúa en la esfera del pensamiento. Pensar
como negatividad equivale a decir violentar el orden establecido
y estático, crear valores superiores, constituir un nuevo lenguaje,
un nuevo sujeto, un nuevo saber-poder y un nuevo mundo de las
cosas. Más que mero razonamiento lógico, el poema crea un orbe
de pensamiento libre, ilógico, absurdo y aventurero.

44
Meditaciones en torno a la poesía dominicana
de los años ochenta

Quien escribe para obtener


lo superfluo como si escribiese
para obtener lo necesario,
escribe aún peor si sólo
escribiese para obtener lo necesario.
FERNANDO PESSOA

1. ALABANZA Y PARRICIDIO CONTRA EURÍPIDES

Antes de abordar el tema, debo hacer algunas precisiones.


Una de ellas es que rechazo la expresión “poesía de la crisis”
como rótulo para la década de los ochenta y sus múltiples fenó-
menos, por el simple hecho de que lo crítico, en uno y otro aspec-
to, es un elemento inherente a todas las épocas de la humanidad.
Apenas cambia su configuración típica, regida por los ejes
del momento histórico y las condiciones socio-económicas. El
apogeo del concepto de crisis me parece, más bien, el descubri-
miento tardío de una ciencia joven: la sociología.
Sin embargo, las inflexiones y sesgos que pueden cometerse a
partir de la noción de crisis no radica en la sociología como tal, en
esta joven ciencia, sino en los sociologistas por ser malos sociólo-
gos. Luego, prefiero hablar de la poesía de un período histórico
relativamente corto, y por más, inacabado, impredecible aún, y que
tiene todo derecho a darnos un sorpresivo zarpazo con el cual
todas las acotaciones, todos los vaticinios tengan que transarse.
Prefiero hablar de los rasgos que encuentro característicos
en la poesía dominicana en un segmento cronológico: el inscri-
to en la complejidad de lo que va de los ochenta. Y por supuesto,

45
sin agotar su densidad y determinaciones múltiples como obje-
to de análisis.
La otra precisión consiste en advertir que no me expresaré en
nombre de nadie ni de movimiento ni de grupo. Porque en estos
menesteres, todo afán de unificación lo es a su vez de compaci-
dad ideológica y esto es un burdo encubrimiento de las diferen-
cias de matices, de la gama contenida en el objeto y de sus pro-
pias contradicciones. De igual modo, abandonaré una práctica
intelectual muy criolla, dado que no referiré nombres propios,
sino más bien, poéticas fundadas en formaciones discursivas con-
cretas, o en todo caso, vertientes poéticas: únicos lugares posi-
bles de la sindéresis crítica.
Estas dos precisiones van en la dirección de establecer con
claridad lo siguiente. Primero, cuando se habla de poesía se refie-
re el tipo de discurso que en su aspecto estratégico y por natura-
leza, subvierte las fijaciones del fluir de la historia. Dicho con cier-
to apego filológico –ese vicio del lenguaje fundante– la poesía
hace móvil aquello que detiene. Se habla del acoso de Protágoras
el mago, de la persecución contra Galileo Galilei, de la hoguera
incinerando a Giordano Bruno como otra gesta gloriosa de la
Inquisición; se habla también de la fundamentación inquisitorial
de supuesta perversidad profana en Sor Juana Inés, del suicidio –
sin adjetivo que valga– de Vladimir Mayakovski, de la inculcada
y necesaria locura de Pound, de la fascinante locura y exclusión
social de Artaud, de la censura de Boris Pasternak, de la clandes-
tinidad de Pablo Neruda en Chile, del asesinato izquierdista de
Roque Dalton, de la muerte de García Lorca, violenta como la
premonitoria elegía del otro poeta.
Se habla también, al decir poesía y por qué no, de la vigencia
literaria –que nunca perdió– de Lezama Lima en Cuba, de los
exilios de Cabrera Infante y Heberto Padilla, de la muerte encima
de banderas de Jacque Viau, de los exiliados “Independientes del
40” y de los consagrados de los Cuardenos Dominicano de Cul-
tura. Hablar de poesía implica referir lo inabarcable.

46
Poesía, en su acepción social e histórica, quiere decir algo
muy complejo y sinuoso. Hay siempre poesía en la historia y con-
tra la historia. La poesía ejerce una dichosa y relativa soberanía
–casi siempre radical– sobre el hecho histórico. Hay poesía por-
que hay disidencia en y desde el lenguaje.
Lo segundo a señalar es que el intento de instaurar juicios
definitivos, inamovibles sobre la “poesía de los ochenta”, puede
constituirse en un acto de suicidio teórico y entre el “bushido”
– código sagrado Samurai– propenso a la incitación al jaraquiri,
y yo, hay un gran abismo: mi esfuminado cristianismo. Entonces,
como se trata de un objeto analítico de una muy breve trayecto-
ria y con no todos sus actores, y de acuerdo con un juicio emitido
“a quince años del fin del siglo” por Miguel D’Mena, en que seña-
la que la poesía de la crisis aún no puede ser pontificada ni puede
aún decirse que “ha llegado”, me voy a situar en un ángulo racio-
nal, de modo tal, que mi contemplación de ese objeto en conti-
nuo movimiento y metamorfosis y que como dijo Céline, puede
ser un “viaje al final de la noche”, sea lo menos catedrática y
completa.
Entraré, pues, en la alabanza y el parricidio de Eurípides con
el temor que siempre que pienso en la poesía de lo que va de los
ochenta, provoca en mí la primera línea del segundo terceto del
“Soneto en ix” (1868) de Stéphane Mallarmé: “Elle défunte, nue
en le miroir, encor” (“Y ella apenas difunta desnuda en el espe-
jo”, traducción de Octavio Paz, cien años después). He dicho
sólo temor, no he dicho que lo terrible haya pues acontecido. Y
cuando enuncio el término temor, evoco secretamente tanto a
Kierkegaard como a Ortega y Gasset, y a este último por lo difí-
cil que resulta para mí decidir, cuando él considera que eso y no
otra cosa es vivir. Vivir la poesía es, entonces, decidirla.
A la estructura de sentimientos y de creencias con que Esqui-
lo y Sófocles dotaron las representaciones trágicas de la Grecia
antigua, Eurípides introdujo, modificándola y revolucionándola, el
elemento especulativo –quiero decir, de la reflexión, de la meditación,

47
del pensamiento, no “especulación” en la reducida acepción
economicista contemporánea, que la traduce por “engaño” o
“mentira”. Eurípides teje las emociones con las teorías
cosmogónicas, physicas de los presocráticos. Intelectualiza el mito.
Desfanatiza la tragedia. Racionaliza los determinismos teológicos.
Eurípides es conmovido por Sócrates y da a la filosofía de este
último una dimensión estéticotrágica. La importancia que tiene
Sócrates en el real o ficticio (los especialistas en asuntos griegos
se disputan la veracidad o no del hecho) tránsito de Physys a Polis
para la filosofía, lo tiene Eurípides en el tránsito de la mitopoiesis a
la racionalidad, al abstraccionismo aun dentro del discurso trági-
co. Hurgó en la emotividad y capa fideista del mito, indagó allí su
trasfondo racional. Esto, para el arte, puede resultar fértil o fatal;
pero Eurípides lo hizo con valentía y convicción, con osadía
creativa, con auténtico espíritu de revolucionador, y en arte, es-
tas dotes son imprescindibles.
Lo positivo de este poeta trágico está en que dotó de un nue-
vo rostro la tragedia griega, impulsó una apertura inédita. Lo
negativo está en que la racionalizó, la socratizó; aniquiló en ella lo
dionisíaco, lo irracional y pasional, para fundar lo apolíneo, lo
secamente conceptual, dicho así, en los términos en que Nietzsche
explicó el origen de la tragedia griega a partir de la música. Y
como si no alcanzara suficiencia aquello que al principio señalaba
en torno a la soberanía de la poesía, de la obra literaria sobre la
historia –como único modo de situarse en ella y de forjarla–, es
el mismo Nietzsche quien establece, con una sólida base históri-
co-filológica, el hecho de que los griegos inventaron la tragedia
en su momento de mayor esplendor económico, social y políti-
co, es decir, cuando menos la necesitaban.
De tal situación se deriva la permanencia de la obra de
Eurípides y su absoluta singularidad en el marco de la cultura
occidental. Pero, ¿a qué viene todo este asunto precristiano a
la hora de bocetar algunas meditaciones en torno a la poesía
circunscrita a los años transcurridos de la década de 1980, en

48
nuestro país? Acaso se trate de otra paradoja de la relación
poesía-historia.
Esa revolución estructural, esa metamorfosis corpórea y es-
pectral producida por el autor de Electra y Las Troyanas en la
tradición trágica antigua se produce en el plano poético de nues-
tro país justamente en estos años ochenta y como voluntad de
suerte del eterno retorno de lo distinto. Por supuesto, hay que
reconfirmar que la participación de Andrés Avelino en la elabo-
ración del ideario estético del Postumismo produce en nuestro
ámbito un primer acercamiento entre las escrituras poética y filo-
sófica, contrario a toda una tradición sistematizada por
Baumgarten en la Europa del siglo XVII, la cual sustentaba la
incompatibilidad de lo filosófico y lo poético. Andrés Avelino es
quien redacta el Manifiesto Postumista de 1921: Moreno Jimenes es
quien lo doctriniza, quien lo adecua al hecho escritural, histórico
y único del poema. Este manifiesto expresa un repudio frente a
lo foráneo en reclamo de un pensamiento autóctono, a lo que
saldrá en oposición frontal el compromiso estético de La Poesía
Sorprendida de los años cuarenta. Este último paso es seguido
muy de cerca por la poesía de los años ochenta, sin que quiera
decir esto, que se trata de un mero reacomodamiento.
En la alabanza de Eurípides, un fenómeno inconsciente para
los autores mismos en gran número de casos, la poesía de los
años corridos en la década ochentista tiene un filón muy propio
(y no digo original por simple libre elección, puesto que no estoy
en absoluto del lado de aquellos que combaten el criterio de ori-
ginalidad con adjetivaciones hueras, porque, precisamente, ella
denuncia la falta de raíces propias en sus escritos, en su “pensa-
miento”). Este filón, el del acercamiento discursivo entre poesía
y filosofía –dinámica del reencuentro de un lenguaje–, arropa en
su nervadura la certeza y el misterio de un excepcional descubri-
miento: el de la obra poética de Franklin Mieses Burgos. De este
inmenso y poco difundido poeta dominicano y universal, la poe-
sía –cierta poesía– de los años ochenta va a rescatar y valorar la

49
pasión por la invención de mitos: una forma de devolver sus alas
al discurso poético.
Menos sistemático, pero, convencido de la durabilidad y di-
mensión de una poesía metafísica, se encuentra el poeta Manuel
del Cabral (el de Los huéspedes secretos, 1974). En él está el valioso
precedente de la hibridación de una poderosísima intuición poé-
tica, de superficie y sensoriedad, con la sutileza y gravidez de la
contemplación filosófica.
Una vertiente, materializada en un conjunto más o menos
amplio de textos publicados por jóvenes, dirige la estrategia de
su escritura hacia zonas colindantes con la interioridad filosófica
de cada ser. Porque como expresó Gramsci, filósofo no es sólo
el sistemático, sino, todo aquel que de uno u otro modo piensa,
porque habla: filósofo de la espontaneidad. Siendo así, el poema
deja de ser mero constructo emocional para convertirse en com-
pleja unidad discursiva, única y diferenciada. El poema pasa de
instrumento pasivo y comunicacional a ser inidentidad que se
autocuestiona, es más, que se autodestruye y reconstruye en voz
de un sujeto y de manera ininterminable. Una suerte de efecto de
lo que con sobrado acierto Flaubert llamó fisiología del estilo; sólo
que ahora será fisiología del discurso.
Tradicionalmente, el poema se concibió y se escribió como
objeto lingüístico o instrumento de comunicación dirigido a fi-
nes específicos, en la generalidad de los casos, reducido a la ética
de las utopías socio-políticas. Cuando no, al rótulo de lo telúrico.
No obstante, la crítica de la sociedad a través de un lenguaje poé-
tico acrítico cerró ya su teatro porque agotó su pseudomundo
escénico.
En los años ochenta, la crítica del lenguaje en la materialidad
de la escritura es la alternativa poética de afirmación y realiza-
ción de una crítica de la sociedad y del mundo. Y la moral del
escritor no tendrá como parámetro su conducta político-parti-
dista, o su presunción de “representante del pueblo”, sino que
esa moral –si de veras tuviera algún fundamento–, tendría que

50
efectuarse como actitud del escritor frente al lenguaje, es decir,
frente al ser mismo de sí mismo, su mismidad vital. Esto quiere
decir, actitud crítica frente al oficio de escribir, frente al objeto
concreto escrito y frente al reto creativo que a cada segundo vivi-
do, pensado, le impone el lenguaje. Aquí toma cuerpo el acto de
conciencia de que la poesía, independientemente de su sentido,
constituye siempre una trasgresión y una trascendencia de cual-
quier forma de moralidad. La actividad escritural tiene por pun-
to de partida la palabra antes que la cosa. Hasta el sentido mis-
mo, en caso de que se lo entienda como teleología de la escritura,
es, en realidad, transgredido por la obra, superado.
El poema significa no representa. No indica ni preestablece
nada. La exterioridad al texto mismo es siempre un accesorio, un
pretexto, una nadería. La referencia inmediata y mediata de todo
poema está en el lenguaje. Y el lenguaje no da sentido último de
las cosas, antes al contrario, produce el derruimiento de todo
sentido preconcebido, de todo preestablecimiento; lo pone en
crisis, lo desafía, para fundar sobre las “cosas” que entran al mundo
del lenguaje un infinito universo de sentidos, un perspectivismo
discursivo. El lector se abre al texto, textualiza el texto, rescribe
lo escrito, lo refunde y se lo apropia en sublime gesto de com-
prensión y de libertad: auténtico acto de intransfereribilidad de
su yo (Ortega y Gasset).
Cierta cantidad de obras poéticas pertenecientes a la década
que ya empieza a diluirse asume el poetizar como un encumbra-
miento del pensar, inseparable del vivir. El poema trasvasa todas
las formaciones discursivas con sus estrategias, independiente-
mente de la época de su emergencia. El poema historia, destru-
ye, inventa y libera el ser de la atadura axiológica que le es histó-
ricamente pertinente. El poema no describe, sino que funda el
ser. Semejante postura no podría saltar al escenario cultural nues-
tro sin la asimilación del espíritu de la modernidad, sin asumir la
ruptura dentro de la tradición como lo aprendió Paz de
Baudelaire. Hemos visto la posibilidad de fusión entre poesía y

51
filosofía porque se trata de una intercepción ideológica, de una
situación histórica efectiva: el poetizar y el pensar le son naturales
al hombre en una compacta simultaneidad. La poesía es el saber
del universo en constante movimiento.
Hemos llegado a una noción clave: la de movimiento, la de
movilidad. ¿Por qué luego de tanto regocijo y tanta suerte, luego
de tanto sortilegio tener que matar al padre Eurípides? Esa nece-
sidad radica en el hecho de que muy precozmente la movilidad
parece detenida. Observo en las obras de poetas jóvenes
compenetrados con la sensibilidad del poetizar con el pensamiento
–y quede claro que esta tipificación no se reduce a cuestiones
temáticas–, un anquilosamiento de su imaginación, de la origina-
lidad, preocupados en cultivar una estéril restitución del texto
filosófico clásico. Lo que el poema debe plantearse es la
reinvención del pasado, y cuando no, la invención de un pasado
inacontecido, ficticio. Se trata de vivificar el tiempo, no de some-
ter el poema a una atmósfera pretérita o a la reciedumbre de citas
con temas ya manidos. Se trata de ver y sentir el pensamiento de
una época y aún del presente, como un vivo fluir de palabras y no
como un ser petrificado. Debemos evitar la caída en lo que Paz,
con sobrada razón, llama “deshonestidad” de Ezra Pound, por
haber este último desnaturalizado en su Canto la fuerza poética
de los cantos y las lenguas que sirvieron de modelo a su obra. El
lenguaje poético no tiene asidero en la mímesis ni en el archivo
temático ni en los encadenamientos nominales. Si no destruimos
ese vicio de la repetición de lo pretérito quedaremos atrapados y
confinados. Nuestra escritura debe, sin que se trate de un impera-
tivo kantiano, ser siempre revolucionaria, aunque implique el
guillotinamiento de nuestra mano biológica y de nuestra biogra-
fía. Debe ser ruptura dentro de la tradición y tradición insobor-
nable de la ruptura, del mutar continuo.

52
2. LA REPRESENTACIÓN COMO POBREZA DE LA SIGNIFICACIÓN

En los aspectos sujeto, tiempo y espacio está la tríada que da


emergencia al discurso. Esta tríada tiene unas formas de concre-
ción en cada etapa del desarrollo histórico-natural de la cultura
(las culturas), en cuyas formas esas etapas quedan, posibilitando
lo que por ejemplo hoy llamamos contemporaneidad o
posmodernidad.
Las transformaciones en esta tríada se registran como cam-
bios en el lenguaje y sólo como tal funcionan en la obra literaria.
La lengua, esa que nos permite a partir de su estructura formal
entrar al juego del poema, es, en realidad, el factor fundamentador
de la tríada en cuestión. Ella es, al mismo tiempo, un orbe simbó-
lico por excelencia.
Dentro de este marco hago válida una tesis de Roland Barthes:
“El lenguaje del escritor no tiene como objetivo representar lo real,
sino significarlo” (Mitologías). El autor ve en las pretensiones
esencialistas de ciertos lenguajes poéticos una infrasignificación, por
el hecho de que se presume que el poema capte la cosa misma, lo
que de por sí le hace asumirse como antilenguaje. La poesía ha-
brá de fundar sobre las cosas un sentido de la cosa misma. Ese
sentido poético es estrictamente un sentido formal, simbólico, y
en consecuencia, abierto, multívoco; incluso, no definitivo. Es el
sentido del sujeto que se escribe y que se lee. El poema es siem-
pre un metalenguaje y toda formación discursiva lo es de modo
inmanente.
El lenguaje, la lengua, no pueden ser cosificados. La cosa es
aquello a través de lo cual la circunstancia y el entorno se hacen
patéticamente presentes en el discurso poético. Al nombrarlos
dejan de ser cosas para convertirse en palabras, símbolos. El pa-
decimiento de asimbolia (incapacidad para el manejo de símbo-
los) excluye la posibilidad del poema. Excluye decidir poética-
mente nuestro pensar-vivir.

53
Estas ideas me sirven de punto de partida para la crítica radi-
cal a otra vertiente dentro del marco de la poesía de los años
ochenta: la que se erige sobre una interpretación equívoca de la
cotidianidad, la que pretende hacer de la cotidianidad como cosa,
cosificada, empapada de callosidades realísticas, una cosa en el
poema. La representación de un retrato (o una suerte de “refle-
jo”) es expresión lamentable de una grave pobreza en la com-
prensión y manejo del lenguaje poético. Refleja, esto sí, una con-
cepción del lenguaje como instrumento de expresión y de comu-
nicación, porque todo hecho de lenguaje sustenta en sí una deter-
minada filosofía y teoría del lenguaje mismo como totalidad sim-
bólica. De esto puede o no estar consciente quien escribe; pero,
de todos modos, el resultado es invariable, puesto que el sujeto
se vuelve su propio lenguaje, su propia escritura.
La base del equívoco de esta otra vertiente ochentista consis-
te en una reducción epistemológica de la riqueza y multiplicidad
de determinaciones de lo cotidiano a su mera evidencia, a su ma-
nifestación empírica, positiva, a su capa epitelial, a su
pseudoconcreción. Los textos escritos por estos jóvenes redu-
cen lo cotidiano a lo urbano y lo urbano a lo superfluo de la
cotidianidad. Creen en la evidencia, cuando ésta no pasa de ser
siquiera la cáscara mística del hecho concreto en su complejidad
ontológica. Las situaciones, los objetos, los temas, las nociones
que forman parte del texto, lo hacen como representación; no
hay invención, no hay ficción, no hay radicalidad de significación
porque se ha proscrito el símbolo. El vaso, la ventana, el perro, la
muchacha, el héroe, la calle, el café, la vellonera... están sujetos a
la realidad del vidrio cilíndrico, del marco de madera, de la carne
y el nombre. No hay superación poética de la presunta esenciali-
dad y objetividad de la cosa misma. Cuando la única realidad
valedera para el discurso es la que genera el discurso mismo: la
realidad metafísica del lenguaje como orden simbólico, como
forma, como eidos fundante. Un discurso poético no refiere nada
exterior a su propia especificidad discursiva. Toda su referencia

54
significa en y desde sí mismo. La especificidad de la escritura
erige desde y para sí la universalidad y la apertura del poema: el
delirio de la libertad, el sentido y el sinsentido que produce sentido (G.
Deleuze).
Un discurso no puede detenerse en la temporalidad de lo real
externo. La especificidad, la duración del discurso es el instante
del poema. Ese instante incorpora la génesis del lenguaje y la
violencia poética contra el lenguaje mismo; es decir, se efectúa un
movimiento de desarraigo de lo perteneciente al universo poéti-
co contra su propia entidad de palabra, contra su propia
categorización sistémico-lingüística. En ese inicial y único mo-
mento del proceso ya nada queda del supuesto objeto, de la
objetualidad, de la cosa. El instante se disuelve en un modo úni-
co de conexión: el de la palabra con su lugar simbólico en el
ámbito del poema. Porque el poema es un orden de sentido
binario: lectura de quien escribe y escritura de quien lee. Enton-
ces, la cotidianidad no puede ser un estamento fijo representado,
aludido, metaforizado mecánica y pasivamente como superficie
urbanística.
El poema no puede limitarse a ser entidad mimética
(Aristóteles) de la cosa. La cotidianidad es una configuración sim-
bólica plural, es un entramado lingüístico-cultural polisémico.
Nada perifrástica. No puede ser expresada como saber profun-
do (Empédocles), ni como saber elevado (Platón), sino, más bien,
como saber de superficie (Nietzsche), que no es igual que saber
superfluo. Con esto último se sugiere que el poema se fundamen-
te como un saber menor (Foucault), extraoficial y contraoficial,
un saber de resistencia que embiste contra todo lo establecido
ética, política, gnoseológica, histórica y teológicamente. Un sa-
ber-sentir, un pensar-vivir innovador, quebrantador de la rela-
ción saber-poder que exilia lo marginal y lo revolucionario sin
profecías.
El saber de superficie es invención, pensamiento, creación.
Esta forma de poetizar es negada por la vertiente poética del

55
equívoco frente a la cotidianidad, porque en su perspectiva asu-
me un saber socio-cientista para el tratamiento de lo urbano, de
lo mundano, de lo banal. En realidad, creo que el conocimiento
resiste la poesía, mientras que el pensamiento la enriquece. Un
adiós a la sociología, ese reducto de los años sesenta, será un
dispositivo de repunte innovador para la poesía ochentista
afincada en la exploración de lo urbano y de la cotidianidad.

3. LA ORFANDAD CRÍTICA O EL DESAMPARO VOLUNTARIO

La carencia de un perfil crítico es de lo más catastrófico que


puede pensarse de la joven literatura de los años ochenta. La falta
de un discurso crítico me parece un propalado, pero voluntario,
desamparo. Una voluntad de orfandad que a su vez cela y res-
guarda una red de pequeños poderes revestidos de saberes
omniscientes, absolutos e irrebatibles.
Hay una gran propensión al diletantismo que se da cita en los
cafés, donde se forjan las más estrambóticas enciclopedias de la
oralidad improvisada. Allí se va a pontificar. Allí se sacraliza y se
profana. Allí se expone de la forma más ufana la cultura de la
memorización de frases y de rápida lectura de contratapas edito-
riales, porque a su parecer, lo importante en estos menesteres es
estar informado y no formado. Subcultura de la información sin
formación. De la lectura sin rumia y en consecuencia, de la escri-
tura también sin rumia: escritura de despachos. Hay que abordar
sin pérdida de tiempo el carrusel de la publicidad, de la mera
apariencia estribada en la repetida aparición (publicación). Ser
escritor es, pues, aparecer, publicar. Criticar es despotricar o en-
tronizar, pero, siempre en la urgencia premeditada del tirar pala-
bras al viento. Jamás asumir el oneroso compromiso de escribir
un par de cuartillas sobre una publicación o sobre cualquier otro
aspecto de la escritura.

56
¿Será que tienen fe en la llegada de algún duende o de Aladino?
¿Acaso se puede esperar de los mayores y consagrados escritores
algún comentario o “consejo”, esa práctica miserable de la
sacralización? ¿Esperan, tal vez, alguna “bendición” de algún “poeta
nacional” de legislativa envergadura? Claro que hay muchísimo que
aprender de nuestros mayores, y claro que hay muchos de ellos en
disposición de brindar orientaciones a las jóvenes promociones
literarias. Yo creo en la sabiduría que prohíja saber escuchar a los
mayores. Pero, ellos están, salvo raras excepciones, muy preocu-
pados en cosechar vivos su propia fama, como para dedicar par-
te de sus días a los jóvenes. De ahí que esté convencido de que
tendremos que arar con nuestros propios bueyes y que de nues-
tros propios brazos depende atravesar el río revuelto.
El desamparo del ejercicio crítico bajo el cual estamos pro-
viene de la renuncia consciente y voluntaria a la tranquila y honda
meditación, grávida y responsable, humilde y honesta. Proceder
como lo estamos haciendo implica renunciar a la situación histó-
rica de nuestro propio proceder. No queremos descubrir nues-
tros propios vacíos porque no habría nada con qué cubrirlos.
Preferimos tratar con la imagen de lo que somos antes que con
nosotros mismos, con nuestra propia escritura. Hemos hecho de
la ignorancia un hedonismo fanático. Los débiles juicios que
esporádicamente se arrojan en páginas periodísticas establecen
jerarquías de nombres con toda facilidad pseudomaestra. Pero,
nunca hablan de lo distintivo del hecho poético: el lenguaje.
Se teme a la peligrosidad del lenguaje que habla del lenguaje y
que critica al lenguaje mismo. Es más cómodo retrotraerse a la
retórica del gusto que determinar el valor y el sentido de una
obra por su lenguaje. Es más placentero, más epidérmico el nar-
cisismo barato expuesto en la proclamación de un ars poética, que
enfrentan el reto de organizar un mundo inteligible a partir de
nuestra escritura, a partir de la observación sin prejuicios y dete-
nida de la escritura del otro.

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Sin crítica de los otros difícilmente haya criterio de la escritu-
ra propia. Porque sólo mediante la subjetividad de los otros que
fundan sobre mi yo un tú, es posible que arribe a mi propio yo, a
mi propia subjetividad, a mi más íntima otredad.

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Más meditaciones sobre el mismo tema

La obra literaria es la negación más radical del proyecto


de búsqueda de una identidad. Ella es una crítica a ese
proyecto. Ella es lo anti-identidad. La identidad es consenso,
la obra literaria es la disidencia.
MANUEL MATOS MOQUETE

Se trata de continuar tejiendo apreciaciones sobre el comple-


jo, por difuso e inacabado, problema de la poesía que asalta los
medios de comunicación en la década de los ochenta; o bien, en
lo que va del decenio de los ochenta. Vale también indicar, que
estas líneas y su estrategia discursiva se conectan, se entroncan
muy compactamente con lo que fuera mi intervención en el
“Coloquio sobre poesía de la crisis”, que tuvo lugar en agosto de
1988, en Casa de Francia. Con tal esquicio, contextualizo, más o
menos, las tres reflexiones siguientes.

4. LA CÁRCEL DEL SIGNO Y EL HORIZONTE ABIERTO DE LA LENGUA-


CULTURA

Es cierto que la semiótica, que la concepción de la lengua


como sistema de signos destinado a la comunicación, como funda-
mento de expresión, la lengua, en fin, como lo que agotaba la lin-
güística general de Saussure con sus dispositivos descriptivos y
todo aquello, pues, nos llenó de entusiasmo. Es más, en esos
momentos, los cuales no puedo establecer como un período
cronológico, porque de hecho, tienen aún bastante vigencia, se
justificaba concebir el poema o la obra literaria como un

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constructo sistémico encerrado en el concepto que produce el sig-
no lingüístico: el significado. Luego, el poema era dueño de un
significado estructural-sistémico, y consecuentemente único:
unívoco. El poema, la obra literaria, la escritura tenían por fun-
ción la comunicación. Y lo más enrevesado, la comunicación
del dato natural real-empírico, en el mejor de los casos, de lo
fantástico como reflejo de la realidad. De modo tal, que el poe-
ma era un constructo hermético, resultado de una praxis racio-
nal extremada que a final de cuentas venía quedando fuera de la
vida, fuera de la historia y el sujeto que ejecutaba la escritura, ni
más ni menos que fuera de la escritura misma, fuera del poema.
Producto final: un poema-signo, un poema-sistema, una len-
gua-instrumento-para-la-comunicación-de-conceptos. Una len-
gua que eludía el habla: una literatura que excluía al sujeto como
hablante.
Hoy no debería ser así. Y me permito establecer que no se
trata de un asunto de modas teóricas ni de ser víctimas de lo que
cierta ignorancia seudoteórica universitaria ha llamado “colonia-
lismo intelectual”, con lo que parece querer reivindicar la falsía
histórica de que Marx y Engels, por lo menos, nacieron en un
vecindario criollo, en su propio y heroico vecindario. Se trata,
antes bien, y a menos que pequemos de ilusos, de pequeñas rup-
turas, epistemológicas frente al hecho de lenguaje, al orden
discursivo que es la escritura y a la situación histórico-cultural
que su materialización, posible sólo a partir de la lengua, implica
y abre. Porque estamos ante la necesidad de comprender que la
lengua no se reduce a signos, a fenómenos sígnicos, a niveles de
descriptividad. Que la lengua es el fundamento de lo que llama-
mos realidad, sociedad, cultura. Y esto último se debe a su pre-
eminencia por ante todos los demás sistemas y órdenes simbóli-
cos. Que tal y como lo afirma E. Benveniste: “Sólo la lengua
permite la sociedad. La lengua constituye lo que mantiene juntos
a los hombres, el fundamento de todas las relaciones que a su vez
fundan la sociedad. Podrá decirse entonces que es la lengua la

60
que contiene a la sociedad”. Luego, sólo la lengua contiene al
poema; sólo en y por ella produce sentido la escritura y con ésta,
todos los demás órdenes simbólicos: el Estado, la historia, la
obra de arte... Sociedad es, pues, lengua.
La lengua es el significante por excelencia de una sociedad,
de una cultura. Esa función significante se deposita en el poema,
en la escritura. Ella implica la subjetividad de quien escribe en
toda su dimensión. Trasluce su estar (hablar) en la sociedad. En
tal perspectiva, la obra literaria no es un reflejo de la cultura, de
la sociedad, del individuo, de la ideología, del Estado, sino que
cada obra funda, significa un individuo único e intransferible, una
ideología, una forma específica de articulación con el Estado y
con las demás relaciones del cuerpo social. Y lo más importante
en este caso, una determinada postura filosófica frente al lengua-
je, una concepción, consciente o inconsciente, de la lengua.
La escritura, y en específico, la poética fundamenta la aventu-
ra de un sujeto, del enunciante, dentro de lo que para él y para su
cultura constituye la fuente de su lengua, para, mediante un ritmo
característico suyo y de su lengua-cultura, producir, organizar y
particularizar un sentido. Antes que una cantidad de fuerza cónsona
con los estados de poder propios de lo establecido, digamos,
por ejemplo, del ejercicio de dominio en el cuerpo social, el poe-
ma es una simbólica cantidad de fuerza que constituye una resis-
tencia, una fuerza activa contra la lógica de dominio instaurada.
Este es el tipo de poema que inscribe transformaciones en la re-
lación sujeto-Estado-historia. Es el tipo de poema que transgrede
todo presunto sentido prefijado al discurrir histórico, para, como
hecho de lengua-cultura, imprimirle un sentido particular a dicha
relación. Es el poema el que confiere sentido a la historia, no al
revés. Porque sin lengua, sin lenguaje no hay historia y, retomando
a Benveniste, exclusiva, única “es la condición del hombre en el
lenguaje”. “El lenguaje no es posible –dice– sino porque cada
locutor se pone como sujeto y remite a sí mismo como yo en su
discurso”.

61
Como discurso debe entenderse en esta senda semántica de
Benveniste “la lengua en tanto que asumida por el hombre que
habla, y en la condición de intersubjetividad, única que hace posi-
ble la comunicación lingüística”. Practicar y entender el poema
como discurso lleva consigo la pluralización, la multivocidad
en la relación escritura-lectura. El poema es visto, es sentido y
aprehendido como un espacio de irrepetible, absolutamente
particular experiencia de un pensar-poetizar-vivir. Por encima de
las ideologías, de las valoraciones éticas, de las manipulaciones
políticas, de las razones de Estado y de las pretensiones filosófi-
cas, porque, todas estas no son más que formaciones discursivas
determinadas.
Todo aquello, no más para insistir en que la problemática cen-
tral de la literatura está en el lenguaje. Que la especificidad escri-
tural, literaria es discursiva y que toda intentona axiológica (teo-
lógica, política, ideológica, cientificista, estética, etc.) es ajena a
dicha especificidad. ¿Cuántos de nuestros jóvenes poetas han
hecho un estrecho paréntesis en su afán de banal ruido publici-
tario para, sin enojo y con empeño, vérselas de cerca con el
lenguaje, con su materia de trabajo, con su propia cotidianidad
simbólica? Que me perdonen los narcisistas y presumidos, que
son los más en número, pero los que en su obra dan indicios de
conciencia de la poesía como un hecho de lenguaje son efecti-
vamente los menos.
Por último, al referirme a la posibilidad de acercamiento al
hecho escritural equipado con una conciencia de su fundamenta-
lidad característica como acto de discurso, debe tenerse bien cla-
ro que no me sitúo en los asuntos pertinentes a una descripción
lingüística, a una semiótica, sino, a un enfoque histórico-antropo-
lógico de la obra literaria como lengua.

62
5. LA ASIMBOLIA O LA ENFERMEDAD DEL REPRESENTAR EN EL
POETIZAR

Es el fenecido crítico francés Roland Barthes quien en una


obra de 1966, titulada Crítica y verdad, establece el fenómeno de
asimbolia como padecimiento de un sector de la crítica francesa
contemporánea. “El antiguo crítico –escribe– es víctima de una
disposición que conocen bien los analistas del lenguaje y que lla-
man la asimbolia: no puede percibir o manejar los símbolos, es
decir las coexistencias de sentidos; la función simbólica muy ge-
neral que permite a los hombres construir ideas, imágenes y obras,
no bien sobrepasan los usos estrechamente racionales del lengua-
je, esta función en el antiguo crítico se halla turbada, limitada o
censurada”. Es esta naturaleza simbólica del lenguaje la que hace
de cada poema, de cada escritura un mundo.
Para Barthes, símbolo quiere decir multiplicidad de sentidos,
apertura polisémica de la escritura. Densidad de la obra literaria
por inclusión de la naturaleza compleja y contradictoria del suje-
to; sujeto que la obra misma habrá de trascender. “Porque escri-
bir –dice– es ya organizar el mundo, es ya pensar (aprender una
lengua es aprender cómo se piensa en esa lengua)”. Aunque en el
contexto de la obra de Barthes esto parece ir dirigido sólo a la
crítica literaria, es necesario retomar la idea suya que señala, por
encima de la seudofrontera de los géneros, la escritura como reali-
zación de la naturaleza simbólica del lenguaje. Entonces, todo
esto concierne también a la poesía, al cuento, a la novela, a la
historiografía, a la filosofía...
Traigo a colación el citado texto de Barthes porque he adver-
tido cómo un creciente número de obras publicadas por jóvenes
pretenden situarse en la órbita de un preestablecido sentido his-
tórico a los acontecimientos sociopolíticos de nuestra sociedad.
Su escritura se diluye en un vano intento de representar antes que
significar poéticamente lo que en nuestro contexto acaece. Cuando,

63
por su entronque indisolublemente simbólico, por ser un hecho
de lenguaje, la escritura es el significante de lo social, lo histórico,
lo político. Una pretensión de objetividad, de huella de la histo-
ria, cuando no de profecía ideológica que se creía superada con
los últimos instrumentos de mensaje a base de manifiestos estéti-
cos por parte de las promociones del 60 y del 65, ha resucitado,
y válgame un arcángel, con duros contrafuertes críticos frente a
sus propios precursores. Sólo, que de un significado de lo nacio-
nal, se pasa ahora a un significado de lo citadino, de lo espacial-
urbano y su híbrida dinámica. Lo cuestionable no está en la urba-
nística y en la cotidianidad como tales, es decir, como órdenes
simbólicos; el problema está en que la escritura que los contiene
anda a la caza de una suerte de objetividad topográfica, una espe-
cie de impositiva delimitación biográfica que empobrece la plu-
ralidad simbólica de la escritura.
Es cierto que se dio muerte, al menos, a la intolerancia de los
manifiestos. Sobre todo, porque ahora resalta un reclamo por la
individualidad. De ahí, precisamente, la sujeción al dato biográfi-
co, a la empiria corporal (v.g. la ternura, el desgarramiento espiri-
tual, los paraísos artificiales). Pero, una vez el discurso instaura su
sistematicidad, instaura también su soberanía frente al individuo,
para, con toda apertura, situarse en una dimensión de sujeto au-
tónomo, independiente del sujeto autor.
El mismo Barthes puede ilustrarnos al aducir que escritor es
aquel “para quien el lenguaje crea un problema, que siente su pro-
fundidad, no su instrumentalidad o su belleza”. El mal de asimbolia
reduce el poema a mera instrumentalización comunicativa. Este
reduccionismo es un duro factor de atrofia del poema
auténticamente revolucionario, del poema que como concreción
de la libertad en y por el lenguaje transparenta el ego literario del
poeta. Un poema que representa cosas o situaciones sin superar
el mundo, sin que por los impredecibles recursos mismos de la
lengua sea capaz de fundar una realidad simbólica, un mundo de

64
los mundos, una situación de las situaciones, es un poema que
padece del cáncer de asimbolia.
La realidad de la escritura empieza en la simbología de la
lengua, para no terminar jamás ni ir a otro lado. Su referencialidad
es siempre intradiscursiva. Su enfoque epistemológico será más
abarcador –entendiendo al decir de Heidegger, lo “inabarcable”
del poema/mundo– si es un enfoque translingüístico.

6. LA CANDIDEZ DE LOS NUEVOS MISÓLOGOS

El poema es gestualización discursiva de una manía, de una


demencia o locura, de una aventura del lenguaje. Platón, de acuer-
do con la teoría traductiva de Lledó Iñigo, concebía la manía
como demencia o locura. Sin embargo, esta manía conjuga la
sensoriedad con la racionalidad. Aunque Platón persevera dicien-
do que: “Aquel, pues, que sin la locura de las musas acude a las
puertas de la poesía, persuadido de que, como por arte, va a
hacerse un verdadero poeta, lo será imperfecto, y la obra que sea
capaz de crear, estando en su sano juicio, quedará eclipsada por
la de los inspirados y posesos” (Fedro). Como se ve, en el filósofo
antiguo el problema se vuelve asunto de inspiración; a mí, en
cambio, me interesa el asunto como aventura del lenguaje.
He caído en el Fedro platónico y sé que empiezo a no ajustar-
me al gusto de muchos de mis interlocutores, más aún, al gusto
de muchos de nuestros jóvenes poetas, que rechazan aquella fu-
sión, aquella indisolubilidad primigenia de la poesía y la filosofía.
Este diálogo entre Sócrates y Fedro se da a la sombra de un “plá-
tano”, a orillas del río Iliso. Y como afirmó José Martí: “El vino,
de plátano; y si sale agrio, es nuestro vino!” (Nuestra América, 1891).
De modo que menos satisfechos habrían de quedar ante mis ar-
gumentos quienes rechazan las abstracciones en favor de un afán
de concreción a rajatablas, de un fanatismo localista que se rego-
dea con lo epitelial y evidente de la mera evidencia misma.

65
Ahora bien, del texto platónico que debo hablar aquí es del
Fedón. No se vaya a creer que me afecta la erudición. Se trata, por
el contrario, de cómo me sorprendo, y más aún cuando se trata
de poesía, con cuánto porvenir se me revela lo pasado. La poe-
sía, que a decir de Umberto Cerroni, no es una ciencia, pero a
partir de ella se constituye más de una.
Lo que sucede en el Fedón es que Platón se refiere a los misólogos,
diciendo de ellos que “no se puede padecer mayor mal que el de
odiar los razonamientos”. En nota a pie de página de la edición
de Biblioteca Clásica Gredos (1986), Carlos García Gual agrega
que los misólogos (misólogoi) son lo opuesto de los filólogos
(philólogoi), del mismo modo en que los misántropos (misánthropoi)
lo son de los filántropos (philánthropoi). Se cree que el vocablo
(misólogoi) es de invención platónica, a pesar de que él, siendo un
gran poeta, despreció siempre esta clase de creador.
¿A qué viene esto de los misólogos? Se trata de una involuntaria
evocación producida por una progresiva actitud de desprecio
ante el tratamiento teórico o filosófico de las cuestiones poéticas,
que pudo ponerse de manifiesto con todo desenfreno en el Pri-
mer Congreso de Jóvenes Escritores, organizado por nosotros y
celebrado en INTEC en octubre de 1987. Que conste, que ese
rechazo envuelve un rechazo de la crítica con criterio.
Nuestros autores consagrados suelen decir que la ventaja en
las más jóvenes generaciones de escritores está en que han podi-
do cultivar y desarrollar el estudio y la reflexión sobre la escritu-
ra misma. Me atrevo a sustentar dos cosas: primero, que se trata
de una mirada grávida de eufemismo por parte de nuestros escri-
tores mayores; y segundo, que al estudio, la investigación y la
autorreflexión ante la escritura se dedica un muy reducido núme-
ro de los jóvenes escritores, en particular, de los pertenecientes al
decenio de los ochenta.
El poema es un hecho de lenguaje, en el cual convergen los
factores conflictivos, los pequeños elementos de una microfísica
tejida sobre un eje de voluntad-saber-poder, de ley y resistencia a

66
esa ley (sintaxis vs. poiesis lúdica), situación histórica y trasgresión
por invención de la historia; el poema es, en fin, una instancia de
discurso (E. Benveniste).
El poema es antes que la confirmación de inspiraciones, sen-
timientos, verdades, saberes, etc., la puesta en crisis de cada uno
de ellos; su indefinición; el principio de su propia disidencia. No
querer teorizar frente al discurso poético implica ignorar o pros-
cribir toda esa microfísica del pensar-poetizar; implica mecani-
zar e instrumentalizar toda la dialéctica que a partir de la lengua,
de una instancia de discurso permite el estallido, el brote mate-
rial del poema.
Es instructivo el aforismo de Novalis: “Las teorías son re-
des: sólo quien lance cogerá”. Quien no enfrente las palabras pro-
visto de una determinada red, entonces, quedará atrapado en la
red de las palabras. Es lo que sucede con algunos textos de jóve-
nes en los que, con una lectura a ojo de buen cubero, puede
advertirse de inmediato que hay un cazador cazado; es decir, un
escritor atrapado por la escritura misma; dominado por ella y sin
atisbos de fuga. En esta clase de poeta pensó J.P. Sartre al dife-
renciarlo, como ingenuo y pusilánime en el manejo teórico de su
materia, es decir, del lenguaje, del novelista, que para el pensador
francés sí tiene un absoluto dominio del fulgor de la palabra.
¿Cómo podría el misólogo transformar, revolucionar aque-
llo de cuyo conocimiento se encuentra a años luz? ¿Cómo en-
tender, sino a partir de una teoría de la escritura, de una filoso-
fía de su proceso de génesis y su materialidad e implicaciones,
cómo me pregunto una y otra vez, entender el acontecimiento
de la escritura? No se trata de dominar la técnica para com-
prender y analizar un texto literario. Lo que interesa destacar
es la impostergable necesidad de encarar la obra como discur-
so en función de una epistemología del lenguaje. En nuestro
caso impera una concepción histórico-antropológica, vale de-
cir, poética, de todo acto discursivo. Porque el poema es la
morada del ser.

67
Pocos son los jóvenes poetas, novelistas, cuentistas que asu-
men de tal modo su decir-vivir. Sus obras, de las que han partido
estas meditaciones, constituyen mi mejor prueba. Puedo estar
equivocado. Pero, lecturas que van desde Plinio Chahín, Marta
Rivera, Juan Manuel Sepúlveda, Miguel D’Mena, Dionisio de Je-
sús, Víctor Bidó, José Alejandro Peña, G.C. Manuel, Tomás Cas-
tro, Médar Serrata, Pedro Ovalles, Daniel Baruc, María del Car-
men Vicente, Aurora Arias, Miriam Ventura, Sabrina Román, Sally
Rodríguez... y otras tantas con otros tantos, me hacen fanático y
escéptico, al mismo tiempo, del sentido de cuanto digo.
Siendo así, me consuela volver a la sombra de aquel “pláta-
no” y decir con Platón: “Sabe a verano, además, este sonoro coro
de cigarras” (Fedro ).

Nota:
Por invitación y gentileza del crítico e investigador Diógenes Céspedes,
este trabajo fue publicado, conjugado con el anterior, como introduc-
ción a su Miniantología poética del 88, de los Cuadernos de Poética, Año
V, No. 14, enero-abril 1988.

68
Un paréntesis en las meditaciones sobre la
poesía dominicana de los años ochenta
(A propósito del Encuentro de Jóvenes Escritores “César Vallejo”).

Según sea el punto de vista, el lenguaje puede


aparecer como una de las instituciones más
rígidas o más marcables.
MAX BLACK

Me parece útil empezar haciendo el señalamiento de que, si


bien es cierto que en esta senda del meditar he ido pisando, sobre
todo el suelo de lo poético, de la poesía, no lo es menos, que por
poesía entiendo no sólo lo que se circunscribe a los alcances del
verso, de la línea del poema o su conjunto, sino además, todo
hecho lingüístico en cuyo proceso de concreción haya, de algún
modo, primado la intención poética, creativa, lúdica. En una pa-
labra, literaria. En otras más: lenguaje, texto o discurso. Hablo,
pues, de lo poético y no precisamente de poetas, y este hecho
abre la permeabilidad a todas las formas de escritura, a las otras
formaciones discursivas (cuentos, novelas, ensayos...).
Lo poético, la escritura es de por sí transtemporal. Esto no quie-
re decir que esté ni por encima, ni por debajo, ni mucho menos al
margen de la historicidad del vivir humano. Antes al contrario,
en la medida en que la escritura es concreción lingüística,
factualización gráfica del habla, discurso, en fin, hay en ella el
rasgo más específico de lo que precisamente funda la historia y la
sociedad; eso es, el lenguaje. O lo que en este caso es igual decir, la
lengua. Transtemporal quiere decir, que aunque se enraíza en lo
histórico, al transcenderlo, al superarlo, al transformarlo, se vuelve

69
no-histórico. Es decir, que no se queda en lo determinístico del
valor histórico. Esto es lo que más allá de las especificidades de
la historicidad, según los matices económicos, socio-culturales,
políticos, etc., hace tan actuales las escrituras de, por ejemplo,
Homero, Teognis, Dante, Cervantes, Víctor Hugo, Sade, entre
otros. Y uno mismo, como Marx en el año de 1857, no cesa de
preguntarse e incluso de responderse, ¿qué será lo que coloca
por encima de las circunstancias epocales la voz y el sentido de
los llamados clásicos? Claro que sobran las explicaciones a título
de respuestas, desde diversas especialidades disciplinarias. Sin
embargo, muy a pesar de lo transtemporal del acto y el hecho
escriturales, los momentos históricos hacen resaltar ciertos y par-
ticulares problemas suyos. Sea este, pues, el acorde distinto de
este paréntesis, en el que meditar y vivir son inseparables.
Mucho me preocupa la “resistencia” que amplios sectores de
la juventud que crea con la palabra escrita están oponiendo a la
necesidad de enfocar, enjundiosa y críticamente, lo que me pare-
ce habría de ser su problema a la vez más inmediato y mediato, el
lenguaje, la lengua. Se trata, a mi pensar, de un postergamiento
como reflejo de una actitud de mala conciencia, de resentimiento
–para utilizar dos nociones de F. Nietzsche. Es más, esa pseudo
resistencia llega, incluso, hasta ciertos intelectuales criollos de una
ya muy lejana juventud. De modo que tal vicio no depara en eda-
des. Esa forma de resistencia se traduce, a ojos vista, en un
facilismo, en un conformismo, cuando no, en una vanagloria y
autosuficiencia más que ridículas, infelices y pobres. Pasa con és-
tos, como con los personajes del ciego y el tullido en el pasaje
orteguiano de En torno a Galileo, en que ambos se saludan más o
menos con estas palabras: “Y usted cómo anda, señor?” Y el
tullido le responde: “Ya usted ve!”.
Cuando he insistido –y voy a enunciar en primera persona
del singular, porque no quiero entrar en complicidad con la hi-
pocresía– en la importancia de que el escritor estudie, conozca y
domine conscientemente su lengua, su instrumento de trabajo, su

70
forma de ser y de estar en el mundo, no he querido jamás decir,
que para tal asunto haya que realizar planteamientos de la ciencia
lingüística. No se dice con lo que insistentemente he planteado,
que haya que ser lingüista para ser escritor. En absoluto. He di-
cho, –y subrayo aquí que, tal y como frecuentemente sucede, en-
tre lo que digo y lo que dicen que digo, hay un abismal trecho–,
he dicho, reitero, que lo único humano inherente a la escritura es
el lenguaje; que lo intraliterario se sitúa al nivel de la lengua, sea
oral o sea escrita, y que todo lo demás, es accesorio, extraliterario,
en la medida que es extralingüístico. Que lo ético, lo bibliográfi-
co, lo político, lo comunicacional no son dentro de la obra otra
cosa que efectos de lengua. Es el lenguaje que se desdobla y re-
compone en fenómenos éticos, políticos, morales, biográficos.
¿Quiero, acaso, decir con esto que todo el complejo mundo de lo
poético, sea oral o escrito, que todo el articular poético mediante
la palabra o el signo puede despacharse con un arrogante
inmanentismo lingüístico? No y sí. No, porque lenguajes hay mu-
chos en la rica jerarquía biológica y en este caso importa, funda-
mentalmente, el lenguaje articulado del ser humano: la lengua.
Aquello que en su momento Heidegger llamó “morada del ser”,
el habla. Tal y como expresara E. Benveniste, “única” es la condi-
ción del hombre en el lenguaje, en la enunciación. Sí, porque des-
pués de todo, lo poético surge del efecto de funcionamientos
sígnicos, lo poético es por naturaleza simbólico como todo lo
cultural, y el sistema simbólico mayor en el mundo es la lengua.
La naturaleza simbólica de la lengua, su carácter sistémico y su
facultad significante la hacen entidad fundante de la sociedad y
de la historia, y consecuentemente, del sujeto y del poema, del
ser y de la obra.
Sólo en el lenguaje se posibilita la subjetividad. Es decir, que lo
que nos pone en nosotros mismos y ante los demás (relación ego-
tú), es precisamente, el accionar discursivo, el hecho de enunciar,
el acto lingüístico. Me parece que es en el manejo poético del
lenguaje, como el caso de la obra literaria, donde la subjetividad

71
se sublimiza. Aquí subjetividad no quiere decir narcisismo o ego-
latría, algo muy barato en el parnaso criollo. Antes bien, quiere
decir, más o menos, conciencia discursiva. Y este sí es el punto
vertebral de nuestras discusiones. Es que esa conciencia debe em-
pezar por reconocer el carácter estrictamente simbólico del len-
guaje, donde se instalan las propiedades de la obra literaria. Por-
que poetizar implica ir más allá de comunicar, de eticizar, biografiar,
politizar... Significa crear un mundo a partir, pero distinto, del
mundo real concreto. Porque crear con la palabra implica re-
crear; es decir, volver a hacer no el mundo, sino un mundo.
Al decir de E. Benveniste, “el lenguaje se realiza siempre en
una lengua, en una estructura lingüística definida y particular, inse-
parable de una sociedad definida y particular. Lengua y sociedad
no se conciben una sin la otra. Una y otra son dadas”. Por esta
razón perseveramos en la necesidad de que se borre, por rechazo
de la gratuidad, la aspiración teleológica dentro de las perspecti-
vas de la creación poética. Una obra literaria no puede reducirse
a algún “para”; ni siquiera al “para” de la comunicación, por
cuanto, y me apoyo de nuevo en Benveniste “mucho antes de
servir para comunicar, el lenguaje sirve para vivir. Si sostenemos
que en ausencia del lenguaje no habría ni posibilidad de sociedad
ni posibilidad de humanidad es, por cierto, porque lo propio del
lenguaje es ante todo significar”. La razón de ser o de no ser de la
obra poética está en función de su poder de evocación simbóli-
ca, en su capacidad de significancia. Otra cosa importante, lo
semiótico en la obra viene dado por el carácter sistémico de la
lengua, mientras que lo semántico, y a esto último me dirijo con
mayor interés, se sitúa en el marco del uso individual, particular-
subjetivo de la lengua. Lo poético es, por su misma significancia,
semántico por excelencia. Es esto lo que quiero destacar cuando ha-
blo de subjetividad en el poetizar. El acto de consciencia que recla-
mo en el escritor es, antes que cualquier otro, el de reconocerse
como enunciante, como usuario individual de su lengua, y esto,
como es de suponer, inseparable de la estrategia simbólica en su

72
uso lingüístico. Es en esta última cuestión donde se efectúa la
oposición entre univocidad y multivocidad o polisemia del len-
guaje, correspondiendo lo primero a los usos no poéticos y lo
segundo, precisamente a éstos.
Dentro del marco de la simbolización y significancia del len-
guaje, no quisiera pasar por alto el problema de la relación entre
aquellas y lo que corrientemente entendemos por realidad, nues-
tra naturaleza exterior. Empezaré retomando otra idea de E.
Benveniste –debo anotar aquí, que reconozco lo fastidioso que
resulta para muchos que recurra a los lingüistas para hablar de
poesía, y peor, que como dijo César Vallejo, “no me corro”–, es
el hecho de que el mismo Benveniste rechazaría la unificación de
enfoques para los lenguajes ordinarios, que es según él su objeto,
y poético, que tiene, aduce, sus propias leyes específicas. La idea
es, pues, la siguiente: “La lengua re-produce la realidad. Esto hay
que entenderlo de la manera más literal: la realidad es producida
de nuevo por mediación del lenguaje. El que habla hace renacer
por su discurso el acontecimiento y su experiencia del aconteci-
miento. El que oye capta primero el discurso y a través de este
discurso el acontecimiento producido. Así la situación inherente
al ejercicio del lenguaje, que es la del intercambio y del diálogo,
confiere al acto del discurso una función doble: para el locutor
representa la realidad; para el oyente, recrea esta realidad. Esto
hace del lenguaje el instrumento mismo de la comunicación
intersubjetiva”.
Ese es el contexto de una situación dialógica. Este y no otro es
el contexto de la obra literaria. Se trata de un diálogo que empie-
za por el desdoblamiento dialógico de quien escribe (o habla),
puesto que a seguidas se transforma en autor-lector, y termina
por otra forma de desdoblamiento, la del lector-autor, puesto
que cuando éste oye, da significancia individual a la red simbólica
que percibe, al punto de re-crearla. A esto se debe que antes que
representación, toda empresa literaria debe procurar instaurarse
como significación. Porque, entendamos de una vez por todas,

73
nada puede figurar dentro del poema o del relato o de lo que sea,
sin antes y para siempre haber sido signo, palabra; es decir, natu-
raleza simbólica. Esta naturaleza no se permuta por ninguna otra,
mucho menos por la empírica. Luego, la realidad de la obra poé-
tica es una y única en el lenguaje, en la lengua que la realiza. Esa
unicidad y exclusividad de la realidad poética es, y con esto cie-
rro la idea, responsabilidad de la individualidad creadora, del
usuario de la lengua.
Otro aspecto más o menos epocal, más o menos finisecular
que me preocupa en el marco de nuestra literatura es el que se
relaciona con la idea de cambio, de revolución. En nuestro medio
cultural, y a través de nuestra historia republicana, aunque nun-
ca independiente, hemos sido muy proclives a llamar revolu-
cionarios ciertos actos que, a todas luces, no han provocado
revoluciones, transformaciones, cambios sustanciales. La lite-
ratura, por supuesto, no ha estado al margen de tales exagera-
ciones. Antes al contrario, muy a merced de ellas. Del mismo
modo en que épocas completas de nuestra historia civil estuvie-
ron plagadas de caudillos –y todavía persisten rasgos de aque-
llos–, también tramos considerables de nuestra historia litera-
ria han tenido los suyos. Y esta última es una historia mucho
más reciente. ¿Cómo desenredar esta complicada madeja? ¿Qué,
cómo y cuándo hay revolución en literatura? ¿Qué es lo que
revoluciona y cómo? ¿Cuándo es pertinente hablar de revolu-
ciones literarias? ¿Puede haber revolución acuñable en lo que
revoluciona constantemente? ¿O es una realidad el estancamien-
to o estatismo literario?
Para responder esos interrogantes hay que ir descendiendo
peldaños en orden de importancia, hasta llegar al fondo del asun-
to. Lo primero es entender, y aquí sí que no hay espacio para
endebles cognoscentes, que el lenguaje es facultad elevadísima y
humana de simbolización, y que la obra literaria y el acto poético
constituyen, precisamente, la concreción, la realización material
de aquella facultad, sólo posible, y esto hay que subrayarlo, por la

74
lengua. Literatura es, entonces, lengua. A esto se debe que la relación
forma-sentido, fundamental en la lengua, pase a ser correlato fun-
damental en la literatura. Este eje forma-sentido, constituye, sin
duda al menos para mí, un muy particular dispositivo de revolu-
ción poética.
El problema de la relación forma-sentido nos coloca de nue-
vo ante la relación semiótica-semántica; es decir, ante los ejes de
la funcionalidad sistémica y el uso individual-social de la lengua.
“En primera aproximación –escribe Benveniste–, el sentido es la
noción implicada por el término mismo de lengua como conjun-
to de procedimientos de comunicación idénticamente compren-
didos por un conjunto de locutores; y la forma es, desde el punto
de vista lingüístico (que debe distinguirse bien del punto de vista
de los lógicos), ya la materia de los elementos en el nivel lingüís-
tico cuando es apartado el sentido, ya la disposición formal de
dichos elementos en el nivel lingüístico correspondiente. Opo-
ner la forma al sentido es una convención trivial y cuyos térmi-
nos mismos parecen gastados; pero, si procuramos reinterpretar
esta oposición en el funcionamiento de la lengua, integrándosela
y esclareciéndola por ahí, recupera toda su fuerza y su necesidad;
vemos entonces que encierra en su antítesis el ser mismo del len-
guaje, pues he aquí que de golpe nos pone en el corazón del pro-
blema más importante, el de la significación. Antes que nada, el
lenguaje significa, tal es su carácter primordial, su vocación origi-
nal que trasciende y explica todas las funciones que garantiza el
medio humano” (Problemas de lingüística general, Ed. Siglo XXI, vol.
II, ps. 218-219, México, 1978).
He aquí, pues, una manera distinta y por qué no, más transpa-
rente de plantear el asunto de la relación forma-sentido que tan-
tas páginas ha exigido a la reflexión literaria. No obstante, hay
que remarcar el hecho de que la estrategia discursiva de Benveniste
se perfila en la dirección de establecer la diferencia de dominios,
así como el rebasamiento de la semántica o teoría de la enuncia-
ción frente a la semiótica o teoría del signo. Esto así, para destacar

75
a su vez cómo con respecto al primer campo (la semántica), la
cuestión se centra en lo tocante a la significación, al uso, a la ac-
tualización de la lengua por parte del sujeto hablante (o escritor),
mientras que en lo tocante al segundo campo (la semiótica), la
cuestión queda centrada en las propiedades abstractas del siste-
ma de la lengua. Se pasa, en consecuencia, de la unidad semiótica
o signo a la unidad semántica o palabra.
¿Qué es, digámoslo así, la obra literaria? ¿Acaso algo más
que precisamente palabras? Y lo más importante aquí, ahora,
que el poder significante de la palabra trasciende, supera la fun-
ción referencial del aparato semiótico; por tanto, es uno y otro el
mundo que surge de la red de palabras que tejen lo poético.
Azótenme, si se les ocurre, con el mote de esópico, o con el
otro no menos digno y gratificante de sofista, pero a mi mo-
desto pensar, el mundo no es más que un lenguaje, un espacio
significante, y nada más entroncado con lo poético que el len-
guaje mismo. Azótenme, pero me consuela la intención de sa-
cudirlos de esa vieja somnolencia dogmática, así, como en su tiem-
po lo hizo Kant.
A finales de los años sesenta Octavio Paz reflexionaba sobre
esta problemática. Uno de los artículos de Corriente alterna (1979),
titulado “¿Qué nombra la poesía?”, asunto más o menos diluci-
dado en su obra anterior El arco y la lira (1956), salta al proscenio.
En él se plantea que la poesía moderna es inseparable de la crítica
del lenguaje, crítica que es, a su vez, la forma más radical y virulenta de
la crítica de la realidad. Afirma, además, que el poema “no tiene
objeto o referencia exterior; la referencia de una palabra es otra
palabra”. Es, a su modo, la poesía moderna, destrucción y crea-
ción del lenguaje a un tiempo, por inferencia, destrucción y crea-
ción de la realidad. Es así como, uniendo las perspectivas lingüís-
tica y poética, me atrevo a afirmar que el trabajo poético es reali-
dad lingüística y deseo perpetuo de destrucción y creación. Cum-
plido esto, entonces, es factible hablar de revolución literaria a
partir de la relación axial forma-sentido. Porque, a tenor con

76
Benveniste, deben definirse uno por otro y deben juntos
articularse en toda la extensión de la lengua.
No quisiera liquidar el sustrato de lo ya referido, sin antes
aludir la opinión de otro lingüista respecto de la cuestión de la
revolución o innovación poética. Se trata de Eugenio Coseriu.
Éste considera, en su obra Teoría del lenguaje y lingüística general, y yo
estoy plenamente conforme, que la mayoría de las innovaciones poé-
ticas “son casi siempre violaciones o ampliaciones de la norma,
permitidas por el sistema”. Esto quiere decir, que es en la con-
creción lingüística, en la lengua donde se dan las transformacio-
nes revolucionarias de orden poético. No en lo externo a la obra,
sino en su pertinencia lingüística.
Aunque el señalamiento recién pasado parezca radicalmente
lingüístico para algunos incluso, extraliterario, me pregunto, no
me canso de preguntar si habrá sido en vano todo lo aportado en
aras de enriquecer la literatura con la lingüística y viceversa, por
investigadores como los pertenecientes a los círculos lingüísticos
de Praga, Moscú, Copenhague... Por hombres como Tinianov,
Bajtín, Eichembaum, Tomashevski, Barthes, Vossler, Bally, entre
otros. Y me respondo: ¡no, no fue en vano, no!
El enfoque lingüístico de la literatura, que se debe en gran
medida a los teóricos del formalismo ruso, ha superado, al me-
nos desde mi ángulo de mira, los enfoques sociológico y estéti-
co-filosófico. Sobre todo, rebasó con creces, el reduccionismo
de la sociología de la literatura .
Finalmente, sería injusto que concluyera este paréntesis sin
antes evocar uno de mis fantasmas predilectos: un filósofo –que
es también poeta, novelista, ensayista. Como habría que ser. Me
refiero a don Miguel de Unamuno. A inicios del presente siglo
este singular pensador hispanohablante expresó: “Revolucionar
la lengua es la más honda revolución que puede hacerse; sin ella,
la revolución en las ideas no es más que aparente. No cabe en
punto al lenguaje, vinos nuevos en odres viejos” (La reforma del
castellano, 1901). Quizá sea ciertamente esta una de las mil cosas

77
en las que, según B. Pascal, se hace patente el corolario de que
tiene el corazón razones que la razón misma no conoce. Así de
fatua, como es en verdad –si hay verdad– la razón tanto en litera-
tura como ciencia.
Enhorabuena, pues, César Vallejo, el lingüista, el poeta, el re-
volucionario en la lengua y en las ideas, en el pensamiento y en la
carne, en el pasado y en el porvenir, el desvertebrador poético
de la gramática, de la norma perspectivista, el por eso mismo azo-
tado y desvertebrado. Te evoco y saludo, a los cincuenta años de
haber dejado al viento tu último suspiro; a los sesenta y seis de
haber innovado, desde la estrechez espacial y humana de una cel-
da del Perú, las aristas poéticas de la lengua española.
Enhorabuena, pues, poeta y revolucionario, y lo uno por lo
otro en la fusión más íntima del pensar y el poetizar, del revolu-
cionar y del vivir, del destruir para poder crear, inventar, inno-
var... Simple y complejamente: ser.

78
Generación de los ochenta:
final de década y de decálogos
(A los poetas Mateo Morrison y Alexis Gómez-Rosa)

Es lo propio que el aire no muestre su figura.


FRANKLIN MIESES BURGOS

Referirse a la producción poética de una década –en un país


en el que poetas sobran o los hay en demasía, mientras la poesía
se tambalea tratando de ganar altura con un escaso puñado de
nombres y obras– es una empresa difícil, casi rayana en lo impo-
sible. Son tantos los títulos poéticos que habría de registrar quien
acometiese la tarea de trazar una arqueología o una suerte de
inventario de lo publicado en el decenio, que para no cargar con
tan tullido asunto, he optado por extractar del cuerpo del perío-
do mismo un aspecto que considero sustancial a éste: el de su
propia Generación.
Esto, porque a final de cuentas y en la línea de los catálogos,
no quedarán todos los que están ni estarán todos los que creye-
ron tener garantía, dado que en materia de escritura, y sobre todo
en poesía, hay que andar por la “Norma” de Rafael Américo
Henríquez (1899-1968), que reza: “quedar en lo cantado”.

1. GERMEN GENERACIONAL

A don Alberto Baeza Flores, arqueólogo y genealogista por


excelencia de la poesía dominicana de todos los tiempos, se le
ocurrió, no sin mucha gracia, ir despachando por generaciones
brotadas cada quince años la historia reciente de nuestra poesía.

79
(Ver La poesía dominicana en el siglo XX, Vols. I al III, Col. Estudios,
UCMM; y Vol. IV, Col. Orfeo, Biblioteca Nacional). En tal pers-
pectiva, el siglo XX habría de contar con siete generaciones poéti-
cas, la última de las cuales abarcaría el período 1975-1990 (op. cit.,
Vol. II, 1977, p.6). Tan ingenua y peligrosa visión no puede esti-
marse como prognosis de corte socio-historiográfico, sino más
bien, como superchería o adivinación poética, mucho antes que
crítica. De lo que se trata allí es de una olimpíada cronológica,
secuencial y nada más. Expone Baeza Flores un concepto de ge-
neración poética que de tanta flexibilidad prodigada se vuelve
pura vaciedad; entidad amorfa, etérea e insustancial.
A partir de este último señalamiento, hago propicia la oca-
sión para que entre en escena un regio pensador. Se trata de Orte-
ga y Gasset y de su, para no pocos, vetusta idea de generación. Si
bien es cierto que fue en 1933 cuando dictó Ortega en la Univer-
sidad Central Madrileña su curso llamado “En torno a Galileo,
1550-1650. Ideas sobre las generaciones decisivas en la evolu-
ción del pensamiento europeo”, no lo es menos, que hay allí cla-
rísimas visiones que con la eficacia de lo añejo y aparentemente
ajeno, se ajustan a la reflexión que voy tejiendo. Tanto, como de,
igual modo se ajustan a la realidad política dominicana algunas
de las ideas centrales de su obra España invertebrada , que se re-
monta once años atrás, es decir, a 1922.
Hay, como señala el filósofo y literato madrileño, una forma
hueca y otra llena con que se puede pensar. El pensar en hueco y a
crédito, vale decir, pensar fiduciariamente, que es igual decir, “pen-
sar algo sin pensarlo en efecto”, es muy del uso de la intelectualidad
dominicana. El citado texto arqueológico y adocenante de Baeza
Flores muestra a nuestros poetas y críticos de las más variadas
procedencias y tendencias, al amparo de un afanoso pensar a cré-
dito la problemática generacional en la literatura dominicana. La
oquedad irreflexiva, cuando no el egotismo y la megalomanía
campean entre las sartas de irrisorios enunciados edificantes. De
tal jaez la cuestión generacional en casa propia.

80
Deben exceptuarse las posturas de intelectuales como
Héctor Inchástegui Cabral, Manuel Rueda, Lupo Hernández
Rueda y Enriquillo Sánchez. Este último constituye el más raro
espécimen de la denominada Poesía de Posguerra, por el hecho
de que aun en su época “gloriosa” (los años 70) no desperdició
esfuerzos en la tarea de ser crítico frente a su propia promoción,
cuando la adulación íntima y la complacencia eran las más bara-
tas y comunes de las mercancías críticas. (Ver La poesía bisoña/
poesía dominicana 1960-1975. Reseña y antología; tesis
mimeografiada, 1975, cit. por Baeza Flores en op. cit., Vol.II).
El Enriquillo Sánchez que reconoce y propala que su promoción
poética murió con la fracasada revolución, no como empresa
propiamente poética, sino como fatum, que sus cuartillas araña-
ron. Ese que sin temor reconoce que el poeta grupal que fueron
se quedó “sin la época, sin el discurso, sin el habla, sin la subver-
sión, sin los mártires, sin...” (ver artículo “Claro que vive, José
Rafael”, El Siglo, viernes 24 de noviembre de 1989). Y justa-
mente por ese desacierto generacional, la de Posguerra o Joven
Poesía es hoy, en términos documentales y fuera de todo
subjetivismo, una poesía invertebrada.
Vayamos al inveterado tórculo conceptual orteguiano y vea-
mos cómo imprime actualidad a su idea de generación. Múltiples
son, y únicos a la vez, los factores que cohesionan una genera-
ción. Pero uno y exclusivo es el carácter que metodológicamente
ha de primar en la idea de generación, y es el de constituir un
“órgano visual con que se ve en su efectiva y vibrante autentici-
dad la realidad histórica” (En torno a Galileo, Revista de Occiden-
te, Col. El Arquero, Madrid, 1976, p.79).
Así las cosas, téngase claro que es el concepto de generación
histórica el que en su acepción metodológica dará lugar a que la
literatura, en cuanto que fenómeno humano e intrahistórico, sea
tratada con el órgano visual del principio de generación. De ahí
que se hable, pues, de generaciones literarias. No obstante, con
ello no se dice que es deber de quien medita o investiga subsumir

81
formal o realmente la autonomía literaria al absurdo rigor de la
historia efectiva.
En punto al tema de los factores que cohesionan una genera-
ción, llamémosla intelectual, con tal de que se transfieran rasgos
de lo histórico a lo cultural y viceversa, tenemos el de la coetanei-
dad, que se diferencia de la contemporaneidad. La diferencia estriba
en que la contemporaneidad, en tanto que eje de coordenadas
tempo-espaciales específicas, puede ser sólo una para una coeta-
neidad variopinta. De ahí que llame Ortega generación al “con-
junto de los que son coetáneos en un círculo de actual conviven-
cia” (op. cit., p. 52).
Otro aspecto importante es el de comunidad epocal y espa-
cial, que unidos conforman aquello que el filósofo español llama
“comunidad de destino esencial” (p.53), por cuanto la estructura
de la vida, ese afán de ser del hombre, afán de realizar, de concre-
tizar su intransferible individualidad tiene lugar en una determi-
nada situación histórica. Un aspecto, no tan esencial, a nuestro
juicio, frente a la problemática de las generaciones intelectuales
es el del troceo cronológico en base a la edad biológica de los
individuos. Por esto obvio los intervalos de quince años, puesto
que resulta clarísimo que una amplia gama de factores separa,
por ejemplo, a Joyce de Cervantes; pero, lo que más interesa aquí
es lo que los une: su preclara convicción de que con el lenguaje se
ordenan y desordenan la vida y el mundo.
De todo lo anterior se infiere que es posible hablar de gene-
ración intelectual cuando bajo condiciones histórico-sociales y
culturales concretas, típicas de una atmósfera histórica específi-
ca, hay, aun sea a grandes rasgos, una forma cohesionada de me-
ditar, explicar y enfrentar decisiva y radicalmente los avatares y
mutaciones del perfil de la sociedad en general, en correspon-
dencia con los cambios en la estructura y formas de vida.
Pero en una misma época conviven y se relevan generaciones;
es decir, hay un dinamismo que, en base a la oposición misma entre
coetaneidad y contemporaneidad no puede jamás aspirar a la simetría,

82
sino muy por el contrario, a la armonía como resultante de la
simultaneidad de lo distinto. De tal hecho surgen las polémicas
generacionales y son éstas el núcleo revelador de las relaciones
de continuidad y discontinuidad o ruptura.
Cuando se meditan, explican y deciden los problemas socia-
les en una definida, aunque no hermética perspectiva, entonces se
da una generación. Y la meditación, la explicación y la decisión
(este último como elemento calificador de la vida), se resumen, a
la postre, como acciones del discurso. Luego, la relación entre
lengua y cultura es una herramienta básica de caracterización y
examen de las generaciones, sobre todo, intelectuales y literarias.
Es en esta perspectiva y a partir de ciertos rasgos teóricos
orteguianos que me atrevo a hablar rigurosamente de la emer-
gencia, en la década de los 80, de un grupo de escritores jóvenes
con carácter de generación. Hablo de un núcleo reducido, no de
una legión o manada. Hablo tal vez de una elite, y no de un reba-
ño; elite cohesionada por la reflexión y praxis del fenómeno
escritural a la caza de una suerte de conciencia del oficio; vale
decir, conciencia poética, en tanto que autoconocimiento de la
especificidad formal de la tarea escritural.

2. LENGUAJE GENERACIONAL

¿Dónde, en términos de continuidad y discontinuidad histó-


rico-culturales, habría de entroncar esa característica por exce-
lencia de lo que arriesgo llamar Generación de los 80? Situémo-
nos, ipso facto, en lo que sugiero como los cuatro paradigmas fun-
damentales del discurso poético del siglo XX en la República
Dominicana, con el objeto de responder el interrogante. Esos
paradigmas son: el Postumismo, el interregno de los años 30 y
40, La Poesía Sorprendida y el Pluralismo.
¿Es acaso antojadizo este encuadramiento paradigmático? En
absoluto. Se trata, más bien, de que en cada uno de estos mo-
mentos referenciales, y a mi pensar, trascendentales, hay en modo

83
explícito la actitud poética, quiero decir, actitud de abordaje crítico
del texto, necesaria a la fundamentación de una determinada es-
trategia discursiva. En ninguno de estos cuatro puntos cardinales de
la poesía secular dominicana se perdió de vista la cuestión de que
tanto ética como estéticamente, el compromiso básico a la hora
cero de la emergencia del poema es con la especificidad formal, es-
pecificidad simbólica del hecho escritural. Sin embargo, con La
Poesía Sorprendida y con el Pluralismo es que la preocupación
por la estructuración simbólica per se del poema va a alcanzar
mayor realce y resultados de indiscutible valía literaria, aun por
encima de una yuxtapuesta y solapada estrategia ideológico-polí-
tica de la obra.
Valorando, en lo que creo justa dimensión, un enunciado
pluralista de Manuel Rueda, según el cual, la tradición –que es,
sin duda, tradición de la lengua– puede ser modificada, pero no
amputada, propongo estos como los movimientos nacionales de
más vívida presencia en la atmósfera, en el disparejo conjunto de
ideas y actitudes discursivas que, sin perder el perfil de elite, mol-
dea la Generación de los 80.
Hablo, pues, de un lenguaje generacional no como unicidad,
sino por el contrario, como multiplicidad espectral, diversa y en
la dirección de resaltar posturas poéticas que van desde la géne-
sis del texto hasta su posterior tratamiento hermenéutico; y todo
bajo orientaciones teóricas similares, entre las que la teoría del dis-
curso podría situarse como denominador común.
He ahí el asunto: la obra literaria emerge y propende hacia las
expectativas del discurso, por más que ciertos ángulos de mira
tiendan a separar esta noción de la literatura como tal. El poema
es, en sentido estricto y aun lato, un hecho de lengua.

3. GENERACIÓN Y DEGENERACIÓN

Todo poema, en la medida que es un hecho de lengua, lo es


de pensamiento. Sus posibilidades e imposibilidades teóricas se

84
cifran en esa unidad, que sólo en apariencia es dual. Tal acepción
debería ser hoy entre nosotros una perogrullada. Sin embargo,
tiene todavía sus rémoras. Estas van desde las llamadas genera-
ciones del 48 y del 60 hasta la Poesía de Posguerra. También, por
qué no referirlo, las hay en algunos viadores de cafetines, círculos
y talleres literarios. Para suerte nuestra y de la literatura, hay siem-
pre voces disonantes, poéticas disidentes, no corporativas y sí
solitariamente bien labradas.
Una gran perogrullada es la de la cohabitancia o convivencia
generacional. El factor indicador viene dado en el distinto trata-
miento, a veces con sentido contrario o polémico, de los mismos
temas epocales. De esos nutritivos hongos está plagado el solar
de nuestra historia literaria y cultural en general.
Ha faltado, no obstante, aquello que Ortega y Gasset acierta
en llamar generación decisiva. Se entiende por ésta a la generación
que se sobrepone a sus contemporáneas, por cuanto piensa las
nuevas ideas con agudeza y claridad, por cuanto retoma lo que
de futurición hay en la tradición, como de igual forma rompe
con aquello que de manido y rancio hay en el presente. La genera-
ción decisiva instala su presente en una perpetua posibilidad de
porvenir. Cuando a otra generación precede una decisiva, hay me-
nos obstáculos, menos accidentes, menos confrontación
generacional. De no ser así, por más protectora y paternal que se
haya comportado la generación precursora con la consecuente o
germinal, van a chocar frontalmente la pertinacia y el criterio revo-
lucionario y profético. Chocarán la vieja y la nueva generaciones.
Pienso que por ser precisamente esa la típica atmósfera de la
cohabitancia generacional entre la Poesía de Posguerra o del 65 y
la Generación de los 80, la polémica, la confrontación natural
–por históricamente lógica– debería situarse en el marco de lo
que hace permanente, durable y culturalmente válido el quehacer
creativo.
Así las cosas, la detección, diagnóstico y tratamiento crítico
de enfermedades causadas por despreocupaciones y yerros en

85
materia de poética, o bien por ausencia de esta última, como por
ejemplo, la asimbolia o anemia que genera falta de potencia expre-
siva y de poder de simbolización en el uso del lenguaje; la misología
o furor ante la posibilidad de hacer del poema un dispositivo de
meditación y de conocimiento; la paraliteratura o hiperfunción en
el órgano que supuestamente imprime función ideológica a la obra;
el prejuicio de la suprahistoria o encabalgamiento de una historia
positivizada por un lenguaje seudopoético, por sobre la historia
efectiva y cotidiana; el salto mortal del inmediatismo acrítico a la
redención narcisista mediante una faena de compromiso social
seudocrítico a través de, pero no de y desde la poesía –con lo que
se reduce esta última a mero instrumento fideísta–; y la sagrada
anáfora consagrante –rosa de frases lapidarias y efemérides todas
ellas enfermedades padecidas, al menos en su génesis, por la Poesía
de Posguerra, haría de la polémica una labor fecunda.
Espectar cómo estos vicios fueron desvertebrando esa pro-
moción poética del 65 hace de la crítica un asunto de platónico y
a la vez orteguiano interés deportivo; vale decir, medidativo y pro-
fundamente actual. Porque si bien algunos autores de ese perío-
do no padecieron males como los señalados, no han faltado otros
que todavía hoy se empecinan en hipnotizarse, en alucinar con
sus propios y erráticos efluvios poéticos.
De la Poesía de Posguerra unas obras y sus forjadoras ideas
estéticas están y quedarán, por más que se quiera renegar de ellas;
otras, no tantas, se han ido construyendo con mejor suerte a par-
tir de la liquidación de aquellos apotegmas insertos en un pasado
rabioso y heroico a su modo; otras obras siguen en gozosos, casi
mórbidos periplos retóricos en base a espiritualismos mal
rumiados, cuando no en base a experimentalismos recurrentes y
chatos, y así es como se me presenta el panorama actual de ese
“poeta grupal” del 65 o la Posguerra. Ese poeta que muy bien
intencionado leyó decálogos y preceptos a los más jóvenes apo-
yados en círculos y talleres literarios, justo de donde surgió la
diferencia de miras y de concepción del fenómeno literario, que

86
hoy se manifiesta a todas luces insoportable. Pese a todo, la suer-
te está echada y la gratitud es indeleble.
De la poesía de los años 80 –que en ningún modo equivale a
lo propuesto como Generación de los 80– he dicho varias cosas
en otros escenarios, empezando por denunciar el hecho de que
muchas obras publicadas en el decenio de los 80 han heredado el
mismo cuadro clínico padecido por la Poesía de Posguerra. Tal
sesgo proviene de la carencia de una generación decisiva, una gene-
ración precursora con inteligencia y capacidad para continuar y
luego romper –por efecto de absorción y superación– con los
hallazgos de los movimientos planteados aquí como
paradigmáticos; sobre todo, con la preeminencia de la especifici-
dad formal del poema.
Para finalizar, y a título de polémica, en el buen y gratificante
sentido del término, entrego a esa no decisiva generación precur-
sora nuestra, la del 60 y la Posguerra, unos escuetos versos de
Pedro Salinas, con la mejor intención: Su gran obra de amor/era
dejarme solo.

87
La Generación de los ochenta: una revisión crítica*

La crítica es una metáfora del acto de lectura


y el acto de lectura es inagotable
PAUL DE MAN

I. INTRODUCCIÓN

Sé muy bien que este es un tema urticante, polémico en sí


mismo, y lo es tanto hacia su interioridad como hacia su exterio-
ridad. Esto no quiere decir, en cambio, que sea un tema prohibi-
do, aunque todo parezca indicar que cada vez que se lo toque
alguna llaga supure o alguna herida reabra.
No es, empero, la polémica el norte de cuanto aquí pueda
expresar. Y aprovecho para señalar, pasada la tempestad, que
nunca la tuve como propósito, muy a pesar de que me la
endilgaran por años, no sin bastantes sinsabores. Se trata, antes
bien, de retomar, con el escalpelo de la crítica y el criterio, plan-
teamientos formulados a fines del decenio ochentista, y cuyas
raíces se remontan, a decir verdad, a los años 1982 y 1983, cuan-
do redacté mis primeras ideas en torno a lo que desde ahí se me
dio por llamar “Generación de los ochenta”.
Es, pues, un tema al que si bien ya no se le puede despachar
con el recurso evasivo de “hay que esperar un tiempo”, puesto
que ya ha transcurrido suficiente como para develar lo oculto
tras el denominativo de “promesas”, y ha ido, el tiempo mismo,
haciendo su íntimo trabajo de poda, no es menos cierto que no
ha perdido nada de su complejidad y que lo que da visos de
esclarecerse se vuelve entonces más denso y problemático.

*
Texto leído en el Primer Ciclo de Conferencias del Centro de Altos Estudios
Humanísticos y del Idioma Español, Santo Dimingo, el día 26 de abril de 1995.

89
Permite, a pesar de todo, el hegeliano “mayor” y “mejor”
placer de la especulación, y de ahí que persevere en ello. Asimis-
mo, hablar de este fenómeno es una forma de ejercer, sin temor a
las consecuencias, el oficio de la autocrítica, que es saludable per
se, y en lo que a mí respecta, el objetivo fundamental.

II. OBJETIVO BAJO EL LENTE DE LA SUSPICACIA

Aunque no es remotamente posible recoger aquí a cabalidad


el conjunto de diversas opiniones de escritores de distintas pro-
cedencias en torno al “grupo de poetas’ o “grupo de escritores”
clasificados como “de los 80”, vale la pena retomar, casi por
sorteo, algunas de ellas.
En diciembre de 1989, el crítico e investigador literario Bru-
no Rosario Candelier organizó un coloquio denominado “Li-
teratura Dominicana `80”, que se dio cita en el Recinto Santo
Tomás de Aquino de la Pontificia Universidad Católica Madre
y Maestra. Allí el catedrático expresó: “La del `80 no es una
generación sino una promoción. Una generación histórica acon-
tece cada 30 años y puede ir acompañada de una generación
literaria, de la que surgen algunas promociones de escritores,
de manera que la del `80 constituye una expresión promocional
dentro de la cual hay cultivadores de todos los géneros litera-
rios”. Y sabiendo que afilaba con ello una daga que alguien em-
puñaría después apuntó: “En este año (1989) termina el ciclo
histórico de una generación, la del `60, y en el próximo se inicia
el de una nueva generación, la del `90, pero para llegar a confor-
mar una generación esta debe contar con coordenadas históricas,
sociales y culturales cuyas características no podemos prever”
(El Siglo, Suplemento Cultural `Coloquio’, 16 de diciembre de
1989, pág.2).
El escritor y crítico José Rafael Lantigua sostuvo en ese mis-
mo coloquio que: “Esta promoción de los 80, nace en medio de

90
un limitado progreso literario, indiscutiblemente observado en
el decenio pasado, donde solamente afloran dos nombres
reconocibles, como logros de importancia: Cayo Claudio Espinal
y José Enrique García. Y más que dos nombres, dos textos: Ban-
quetes de aflicción y El fabulador”. Y agrega el editor de la
conocidísima sección Biblioteca del diario Última Hora: “Los
poetas de los 80 orillan una realidad distinta y, por tanto, la lla-
mada se hace en orden a sus signos y emblemas, renegando de los
alientos y experiencias anteriores”. Y en el marco de sus conclu-
siones establece: “Los años del decenio de los 90, que serán los
últimos de este milenio, se presentan, desde ya, como un serio
reto para estos poetas de los 80. Ellos serán los reservoir de las
intenciones poéticas de este decenio”. (‘Literatura 80: el reto de
los 90’, págs. 3 y 9).
Por su parte, el poeta Tony Raful, quien por razones atinentes
a su propio conglomerado intelectual y artístico, la Poesía de Pos-
guerra, ha prestado bastante atención a lo que aconteció en los
80, afirmó, en ocasión del citado coloquio: “A mi modo de ver
esta promoción amplia sufre el desfase de no venir de ningún
lado desde el punto de vista histórico generacional. Hace su apa-
rición en la ruptura real del tiempo histórico, a diferencia del
grupo ‘...Y punto’, que pudo ser influenciado por las grandes
preocupaciones y anhelos de su tiempo, esta generación se instala
en un vacío que tiene mucho que ver con la indigencia de la socie-
dad dominicana, con la pérdida de sus valores tradicionales y
por la descomposición galopante de todas las referencias y
paradigmas éticos”. Y más adelante apunta: “Las nuevas promo-
ciones de poetas tienen en su seno a magníficos talentos, pero no
han podido articular una poética, no han podido, al finalizar el
decenio en el cual fueron ocupando espacios creativos, producir
dos o tres textos que la representen, aun dentro de la ambigüe-
dad o diversidad que la caracteriza”. (“Poetas de los `80. Vacío y
promesa”, págs. 6-7)

91
El poeta y ensayista Miguel D’ Mena, quien ha hecho intere-
santes aportes hacia dentro del grupo de autores emergidos en el
decenio de los 80, pero, quien establece a la vez una sutil, una
sociológicamente eficaz, pero literariamente imperceptible di-
ferencia entre “poesía de los ochenta” y “poesía de la crisis”,
afirmó para aquel entonces lo siguiente: “La poesía de la crisis ha
vivido parte de su poética como una ética. Ha sufrido el poema.
Asume incluso las interrupciones como una parte de su lógica y
no se contenta con el racionalismo. De hecho, ya la razón no es
garantía de vida, mucho menos de orden. (...) Explora temas nunca
antes dilucidados, y sin los pruritos de ser acusados de pequeño
burgueses o enajenados, como se pudo hacer antes. Se habla de
los alucinógenos, del suicidio, de la locura, las mujeres se asumen
en su cuerpo y no se pasan el tiempo esperando que el tipo las
toque, sino que ellas son y están ahí, deseando, ciertamente, pero
no fetichizándose en su deseo” (Sobre la poesía de la crisis. (Cla-
ves para un posible contrapunto), pág. 10).
Refiriéndose a la importancia de las generaciones literarias
de nuestro país, desde 1870 hasta hoy día, el poeta y crítico litera-
rio y de arte Cándido Gerón sustenta que aquéllas han aportado
“rasgos inolvidables, imágenes vividas que se han ido instalando
en la psiquis y el alma de jóvenes poetas como los que regentean
la generación de los ochenta, una de las más productivas y teóri-
cas de los últimos años”. “Cuidadosa en sus planteamientos for-
males y lingüísticos –continúa diciendo– y que está decidida a
cambiar la estructura morfológica de la poesía dominicana en su
homologación de sujeto y causa”. Y más adelante sienta su in-
conformidad, afirmando que esta “generación tiene varios pun-
tos discutibles, uno de ellos es, la falta de un Manifiesto estético, que
plantee de manera clara los pormenores de su propuesta, es de-
cir, las categorías lingüísticas, ideológicas, filosóficas y metafísi-
cas que le dan sustento o base de apoyo a su pensar poético”. Y
puntualiza: “Aunque debemos reconocer, que José Mármol, uno
de los teóricos de la citada generación, ha publicado una serie de

92
trabajos en torno a estas proposiciones, que compartimos en al-
gunos apartados”. (‘Los poetas de los ochenta: una generación
importante’, Ultima Hora, 26 de enero de 1991, pág.8).
La periodista e investigadora Cristina Aznar entretejió entre-
vistas y asertos personales en un trabajo titulado “Poesía de los
80”, en el que aduce que “Son los suyos poemas de `hombre
adentro’; obras que rezuman vida, amor y muerte. Son pensa-
miento interior, contenido metafísico hecho verso, versos de hom-
bres en la encrucijada de la muerte y la vida, el tiempo y el espa-
cio; son la existencia como tragedia y la crisis espiritual. Son poe-
tas divagadores, que se reúnen en talleres de amigos para leerse y
comentar lo último y lo primero de Octavio Paz, Nietzsche,
Kavafis, Fernando Pessoa... y otros autores que los nutren. Como
grupo son coherentes y compactos” (Ultima Hora, La Tarde Ale-
gre, 26 de octubre de 1988).
El acucioso y necesario investigador Miguel Collado afirmó
en un texto posterior a los ya citados lo siguiente: “...la Promo-
ción de los 80s no es, como muchos piensan, una promoción
exclusivamente poética. No. La de los ochenta constituye –ya lo
hemos dicho– una de las promociones más ricas y diversas de
nuestra literatura” (La Noticia, Suplemento Cultural `Aquí’, Año
XIX, No.886, 8 de febrero de 1992).
Muchos otros han sido los juicios y defensores o combatidores
de la palpitantemente viva producción literaria de la a veces de-
nominada “promoción” y otras veces “generación” de los 80.
Pero, no es nuestra intención compendiarlas en esta conferencia.

3. ¿POR QUÉ HABLAR DE ‘GENERACIÓN’ DE LOS 80?

Asumo el riesgo de la culpabilidad, si la hubiere, en el hecho


de llamar “generación” y no de otra forma al heterogéneo grupo
de autores que se dan a conocer en el transcurso de ese decenio, y
sobre todo, en sus primeros cinco años. Ya en 1982 se conoció

93
mi artículo “Poniente de los ídolos”, publicado tanto en el Bole-
tín del Taller Literario “César Vallejo” como en el suplemento
cultural “Aquí”, o como familiar y justamente le llamábamos, “el
suplemento de Mateo Morrison”, del diario La Noticia. En ese
texto hice dos cosas que continuaría haciendo hasta el cierre de la
década en cuestión. Primero, esclarecer el concepto de genera-
ción, partiendo de Aristóteles y pasando por Spinoza, Ortega y
Gasset, Julián Marías y Pedro Laín Entralgo, y por supuesto, lle-
gando hasta mi humilde, pero propia concepción del fenómeno.
Formulé algunos criterios acerca de lo que me parecía un cuerpo
generacional: me refiero, sobre todo, al conjunto de jóvenes poe-
tas, cuentistas, dramaturgos, melómanos y artistas plásticos que
pertenecían o se relacionaban de alguna forma con el Taller Lite-
rario “César Vallejo”, cuyo fundador y gestor único es Mateo
Morrison; o bien, con la sección literaria del Movimiento Cultu-
ral Universitario (MCU). Lo segundo que hice en aquel texto fue
criticar responsablemente lo que entendí cuestionable en la teo-
ría poética y en la praxis misma del poema defendidas por los
representantes de lo que entonces se conocía como Joven Poesía
o Poesía de Posguerra. Era menester, según mi visión, dialogar
con lo que nos era inmediata e históricamente precedente, y como
es de esperar, enrostrarle el no haber sido la generación decisiva, en
términos orteguianos, que ante nosotros, los bisoños, debió ser.
Los planteamientos que continué publicando generaron esco-
zor, polémicas y hasta distanciamientos personales, tanto frente a
algunos de los poetas de posguerra como ante algunos de los inte-
grantes de los ochenta. Sin embargo, lo que era de reparar, se repa-
ró, y lo más importante, la literatura se mantuvo siempre a flote.
Resumiría el por qué hablé y hablo de una “generación” con
respecto a los ochenta, en puntos como:
• Subrayábamos las mismas ideas en las mismas o similares
fuentes y autores que leíamos, lo cual ponía de manifiesto

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una forma de pensar con ciertos y definitivos denomina-
dores comunes. Eso me llevó a afirmar, en algún momen-
to, y no sin ironía, que una generación era un grupo de
lectores que subrayaba las mismas páginas de los mismos
libros, aunque las interpretara y expresara de manera dife-
rente. De esto último deriva el hecho, que nos hace vulne-
rables ante el ojo crítico de Cándido Gerón, de no intere-
sarnos en redactar y publicar manifiestos ni tomar posicio-
nes grupales frente a nada. Cada quien arriesgó su pellejo
con su intransferible y única escritura.
• Vivíamos bajo la égida de los grandes cambios en los ór-
denes económico, social, político y cultural. Contrario a
las generaciones anteriores, que por razones históricas se
adhirieron a ciertos totalitarismos ideológicos, la nuestra
apostó al rescate de la “revolución copernicana” propul-
sada por la filosofía de Kant, que devolvió al individuo la
facultad y propiedad de ser el centro del universo. Así, fui-
mos los sujetos de esa segunda gran revolución: la libertad
individual por encima de todo. Cargo, además, con la cul-
pa de haber difundido, no sin radicalidad, las ideas de
Nietzsche y una visión de un Marx no ortodoxo, y por si
fuera poco, escribí y pronuncié en todo lugar que pude, la
máxima de Schopenhauer: “a cada voluntad un mundo”.
Y si bien, los tecnócratas economicistas vieron en la de los
80 una “década perdida”, sobre todo, para Latinoamérica,
ello nos produjo, en contraste, un esplendor en las letras y
las artes. “Vivir libremente, sin presiones, escoger íntegra-
mente el modo de existencia de cada uno: he aquí el hecho
social y cultural más significativo de nuestro tiempo, la as-
piración y el derecho más legítimos a los ojos de nuestros
contemporáneos”, dice Gilles Lipovetsky en su genial obra
La era del vacío.

95
• El decenio de los 80 empieza, echando una mirada a nues-
tras proximidades históricas y geográficas, con la revolu-
ción sandinista en Nicaragua (1979),y con la llegada en nues-
tro país del PRD al poder político, en 1978. Yéndonos un
poco más lejos, el decenio termina con la caída del Muro
de Berlín y el desmoronamiento del imperio del socialis-
mo real de la URSS.
• Resulta difícil comprender nuestros planteamientos estéti-
cos y nuestra creación literaria sin al menos tomar en cuen-
ta los paradigmas de cambios históricos. Una revolución
del individuo empezaba en los ochenta a aplastar al hom-
bre-masa, que había sido sujeto de otras revoluciones.
• Vivimos en la creación literaria, y sobre todo, en la con-
cepción y el ejercicio del poema, aquello que Lipovetsky
llama, para toda la sociedad, proceso de personalización, que
quiere decir, forma individual, libre, espontáneamente co-
tidiana y no por ello menos profunda y racional de perci-
bir y conceptualizar tanto lo imaginario como lo real.
• Cuando proclamé en el seno del Taller Literario “César
Vallejo” y por medio de algunos artículos, a inicios de la
“década perdida”, que el problema esencial a la literatura
era el lenguaje y no la sociedad u opiniones sobre ésta, fui
purgado y debí renunciar a mi condición de Coordinador.
Se me hizo un juicio sumario en presencia del Decano de la
Facultad de Humanidades, quien ya antes, en el marco de
un panel de filosofía, me había acusado en público de
“irracionalista” y de “colonialista intelectual”, por el sim-
ple hecho de que me interesaba la corriente filosófica y lite-
raria neonietzscheana francesa. No cejé un ápice, y hoy día
los antiguos acusadores comparten en buena medida mis
herejías.

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• Las obras escritas en este contexto generacional poseen,
sin desmedro de la necesaria diversidad y pluralidad, lo
que hace años denominé un lenguaje generacional. Antes que
unidad, ese lenguaje atesora una multiplicidad espectral,
por el hecho de que su estructura formal no responde a
lineamientos corporativos de ninguna especie. No se trata
de una escuela; ni siquiera de una corriente homogénea. De
lo que se trata, en definitiva, es de una expresión multívoca
del sentido poético. El sector más visionario de esta ola
generacional empezó por entender que el poema es, funda-
mental, un hecho de lenguaje. Además, tomó vigor entre
no pocos autores de los ochenta la idea de que, en la medi-
da que el poema es un hecho de lenguaje, o más estricta-
mente, un hecho de lengua, lo es también de pensamiento.
Luego, la poesía en el español dominicano no sólo empie-
za a ser escrita en forma diferente, sino también, y quizá
primero, pensada y asumida en forma diferente. Diferen-
cia expresada en forma heterogénea. De ahí que hable yo
siempre de una generación abierta, negadora de toda man-
cuerna escolasticista.
• Con la irrupción de aquellos noveles poetas se amplió el
espectro temático de la poesía dominicana, al tiempo que
temas ya explorados adquieren otra dimensión a raíz de su
nuevo tratamiento formal. Así la suprahistoria y sus temas
monumentales quedan atrás, llevándose consigo la épica
rancia y la instrumentalización del lenguaje. Se habla sin
remilgos sobre los alucinógenos; se cuestionan valores
morales bien posicionados en nuestra jerarquía axiológica;
se desacralizan las ideologías político partidarias; los pro-
blemas sociales entran al poema como expresión del indi-
viduo respecto de su entorno, de manera que se enfatiza la
condición del yo; se desafía el principio de autoridad tanto

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en el conocimiento como en la religión, y la crítica de la
sociedad se vehiculiza, como tenía que ser, como crítica
del lenguaje, que es, en punto a la obra literaria, la catego-
ría social por excelencia.
• Debo resaltar el hecho de que, si bien no todos los que hoy
pueden considerarse autores pertenecientes a la atmósfera
generacional de los ochenta surgieron del Taller Literario
“César Vallejo” de la UASD o de la sección literaria del
Movimiento Cultural Universitario (MCU), también de la
UASD, son estas dos instancias los factores catalizadores,
los núcleos propulsores de cuanto habría de pasar en ma-
teria de literatura joven, tanto en la ciudad capital como en
el interior de nuestra provincia nacional.
• El suplemento “Aquí”, dirigido por el poeta Mateo
Morrison; el Boletín del Taller Literario “César Vallejo”;
la revista “Extensión”, también dirigida por Morrison, y el
suplemento cultural “Isla Abierta”, que dirigía el escritor y
músico Manuel Rueda, entre otros, fueron los principales
vehículos de expresión de las ideas estéticas y de los textos
creativos de los jóvenes de la generación de los 80.
• Otro aspecto importante que destacar, desde un plano es-
trictamente de poética, es el hecho de que la noción de
poema y su expresión como concreto de lenguaje asumida
por la generación de los 80 se inscribe, en términos gene-
rales y con relación a nuestra tradición literaria, en la tra-
yectoria labrada por el Vedrinismo, La Poesía Sorprendi-
da y el Pluralismo; este último, en menor proporción. Quie-
ro decir, que la poesía de los 80 no reniega, pero tampoco
suscribe los postulados estéticos del Postumismo ni de los
poetas sociales del grupo Independientes del 40 ni de la
Generación del 48, y mucho menos, de la Generación del 60
y de la Poesía de Posguerra. Estos últimos movimientos y

98
tendencias creyeron en la literatura de mensaje, de ideales,
mientras que los primeros creyeron en la literatura como idea,
es decir, como aventura del lenguaje y del pensamiento, de lo
cual están muy cerca muchos de los autores de los 80.
• Sin embargo, no son sólo aspectos positivos los que carac-
terizan, a grandes rasgos, al heterogéneo y numéricamen-
te impreciso conglomerado de autores de los 80. Desde
muy temprano empecé, muy a pesar de los sinsabores que
me acarreó la empresa, a denunciar lo que entendí eran
debilidades en nuestra forma de pensar y practicar la lite-
ratura. De ahí que en una serie de trabajos que denominé
“Meditaciones sobre la poesía dominicana de los 80”, pu-
blicados en distintos medios, y profundizando en torno a
nuestras problemáticas estéticas, así como en torno a los
límites y posibilidades que exhibíamos en el manejo del
idioma, materia prima de nuestro trabajo, eleváramos pre-
ocupaciones sobre el tendencialismo hacia la “represen-
tación” en el poema, dejando de lado la “significación” o
“simbolización”, que es razón de ser del poema mismo.
Me basaba en la idea de Roland Barthes según la cual, el “len-
guaje del escritor no tiene como objetivo representar lo real, sino
significarlo” (Mitologías, p.231). Descubrí con Barthes que nos ame-
nazaba una terrible enfermedad: la asimbolia; es decir, el no po-
der percibir o manejar los símbolos, o bien, las coexistencias de
sentidos; hecho que promueve la creación como mímesis de lo em-
pírico, como mera representación de lo real cotidiano, reduciendo
la complejidad misma de la cotidianidad a una cuestión carente de
estructura simbólica, y por tanto, de valor literario.
Otro vicio que veía crecer y que denuncié fue la concepción
de la escritura como recia racionalidad lingüística; es decir, que
los avatares de las corrientes de lingüística general incidiendo so-
bre las teorías poéticas habían reducido estas últimas a suposicio-
nes ornamentales en tomo a la necesidad de que el poema y el

99
lenguaje mismo fueran meros instrumentos de comunicación. De
modo que el signo se convertía en cárcel del aliento poético, lo
cual arrojaba como errático resultado una literatura que excluía
al sujeto, al individuo como hablante, como enunciante, como
poseedor y poseso de su propia lengua. Entonces enarbolé la
tesis de E. Benveniste que indica el hecho de que el lenguaje,
antes que para comunicar, sirve para vivir. Esta suposición per-
mite que la obra literaria, antes que comunicar la realidad, la
reinvente, la enriquezca, es más, le cree una realidad paralela y
más interesante.
Hice también llamados para detener las disparatadas argu-
mentaciones de aquellos críticos nuestros, aun dentro de la pro-
pia atmósfera de los 80, a quienes llamé “nuevos misólogos” o
aquellos que odian los razonamientos. El término es de Platón,
y lo emplea en su diálogo El Fedón, para señalarlos como aque-
llos sujetos que se oponían, no sin torpeza, a los filólogos, del
mismo modo en que los misántropos se oponen a los
filántropos. En algunos jóvenes de los 80 se daba la propen-
sión a preferir la creación literaria como producto de la es-
pontaneidad y el inmediatismo. Se rehuía así la responsabili-
dad de pensar, razonar, escudriñar el fenómeno de la creación;
valga decir, profundizar en el conocimiento de las propiedades
del lenguaje. Sólo conociendo el objeto que queremos transfor-
mar o revolucionar podemos llevar a cabo esa necesaria trans-
formación o revolución. Se trata de la revolución en la palabra,
por la palabra y para la palabra. Esta es la más radical revolución
de la imaginación.
Hemos visto, pues, algunos tópicos que sin necesidad de
que sean unilineales, uniformes o tendenciados, y más aún sin
elogios gratuitos o cosa semejante, trazan un marco de ideas con
las que tipificar el fenómeno que hemos venido llamando genera-
ción de los 80.

100
4. UNA CONCEPCIÓN DE LA ESCRITURA: UNA CONCEPCIÓN DE LA
LECTURA

El conjunto inacabado, vasto, complejo y diverso de obras


de autores circunscritos a las corrientes estéticas de los 80, y que
de ninguna forma podríamos siquiera enunciar aquí cabalmente,
sentó, al unísono, una nueva concepción de la escritura y una nue-
va concepción de la lectura.
La Generación de los ochenta abarca poetas, ensayistas, narra-
dores, publicistas, pintores, músicos y eso que el filósofo español
Xavier Rubert de Ventós llama, no sin dejos de posmodemidad,
filosofantes; es decir, personas que se dedican al ejercicio de pensar,
con todo y que no pretendan crear grandes sistemas de ideas.
Este no sería el espacio propicio para su catalogación, pese a
que comprendo la ansiedad de muchos por oírme, pues, como
he dicho antes, son tantísimos y variopintos esos escritores, y en-
tre ellos hay, por supuesto, hembras y varones, creyentes y
dudantes, nacionalistas y apáticos, rockeros, merengueros y
bolerómanos, académicos y trashumantes, conservacionistas, pa-
rias y apátridas, y demás hierbas aromáticas. De todas formas,
antes que ellos como personas lo que habría de interesarnos son
sus obras, y aunque no pueda hablar aquí de cada una de ellas, sí
podría continuar indicando algunos de sus rasgos estéticos y
lingüísticos generales.
El más importante estriba en la concepción del hecho poéti-
co, que, debo reiterarlo, no es uniforme, pero, podría decirse que
un número de obras de algunos de los integrantes de esta genera-
ción guarda similitud en este orden.
El poema se enhestó como crítica de la cultura hegemónica: opuso
el individuo a la despersonalización masificante de las ideologías. El
poema entronizó una crítica de sí mismo como crítica del len-
guaje e intencionalmente, como crítica poiética de la sociedad.

101
El poema se revela como concreto de lengua y directamente,
como concreto de pensamiento. El lenguaje y el pensamiento son
tratados como entidades indisolubles, indivorciables. Y cuando
digo poema, estoy también diciendo cuento, novela, obra dra-
mática, espacio del quehacer visual, pieza musical y demás mani-
festaciones estéticas. El texto cobra una dimensión cognitiva ci-
frada en su propia intencionalidad como hecho de lenguaje.
A partir de los 80 la obra literaria se resiste a cualquier
suprafunción o teleologismo, sean éstos de orden estético o
ideológico y doctrinario. La lengua, el idioma, pasa a contener
todo cuanto el texto arropa y sugiere, paradójica, alegórica o
simbólicamente en su intrínseca estrategia discursiva. El texto se
vuelve auténtica expresión de la libertad del individuo, y por qué
no, de la libertad de toda la sociedad expresada en la palabra
solitaria y redentora del sujeto.
La naturaleza esencialmente lingüística de la obra literaria po-
sibilita su carácter lúdico, asombroso, ético, estético y
gnoseológico. De ahí que el texto sea asumido como una red que
envuelve aleatoriamente planos paradójicos como certeza y mis-
terio, racionalidad e inefabilidad, referencialidad y vaciedad.
No es de extrañar que a una concepción renovadora de la es-
critura le acompañara una concepción también renovadora de la
lectura. La nueva lectura no persiguió fijar un sentido, sino más
bien, liberar en cada línea, en cada página una multiplicidad de
sentidos. Algo similar a lo que Gilles Deleuze llama el sentido del
sinsentido: la prevalecía absoluta de la relatividad, de la utopía, de la
espiralidad simbólica frente a la verticalidad del significado.
El texto se realiza, pues, en la lectura abierta. El sentido del
texto se presenta como un inasible, aunque aprehensible. Se sacude
de la escamoteadora labor de zapa del vicio de la interpretación:
esa seudolectura que descansaba en el rapto y la intercepción del
valor paradojal, alegórico y simbólico de la escritura. El nuevo
lector hace desaparecer el sentido de plenitud en la lectura, para
instaurar el sentido de vaciedad, de infinitud, de libertad total.

102
De esta manera, el ser del poema deriva en constante no ser,
permanente ser otro, incansable movilidad, perpetuo fundarse y
autodestruirse. La lectura del texto es única en el instante, irrepeti-
ble, libre de las amarras del tiempo físico, en el instante mismo. La
lectura de un texto se revela como progresión hacia la pureza de la
forma, hacia la perfección imposible del acto de la escritura.
La Generación de los ochenta lee con apertura. Apertura que,
con palabras de Maurice Blanchot indica que “sólo se abre lo que
está mejor cerrado; sólo es transparente lo que pertenece a la
mayor opacidad; sólo se deja admitir en la ligereza de un sí libre
y feliz lo que se ha soportado como el aplastamiento de una nada
sin consistencia”. Y agrega que “esto no liga la obra poética a la
búsqueda de una oscuridad que desconcierta la comprensión co-
tidiana. Esto sólo establece, entre el libro que está y la obra que
nunca está por anticipado, entre el libro que es la obra disimula-
da y la obra que sólo puede afirmarse en el espesor presente de
esa disimulación, una ruptura violenta, el pasaje de un mundo
donde todo tiene más o menos sentido, en el que hay oscuridad y
claridad, a un espacio en el cual, propiamente hablando, nada
tiene todavía sentido, y hacia el que, sin embargo, todo aquello
que tiene sentido remonta como hacia su origen”. (El espacio lite-
rario, Ediciones Paidós, Barcelona, 2da. edic., 1992, p.183). La
lectura, en fin, edifica y fundamenta la obra literaria.
El crítico José Rafael Lantigua afirmó en el trabajo citado
más arriba, que el decenio de los 90 constituiría un verdadero
reto para los autores pertenecientes a la atmósfera generacional
de los 80. Creo que estos últimos han asumido en buena lid ese
reto. Hay obras que sobran y obras que han de quedar. Los más
interesantes y ricos de ese conjunto de autores no son, precisa-
mente, aquellos que propalan desgañitados su delirio de grande-
za y su huera genialidad. Tampoco son los mejores aquellos que
han implorado o secuestrado premios literarios.
He encontrado en las obras más valiosas (quiero decir, con
más hallazgos desde el plano de la especificidad lingüística y

103
estrictamente estética) de esta generación, que sobra decir tendrá
que producir muchísimo más y espero que su calidad vaya en
crecimiento constante, he encontrado, digo, la firme convicción
de que se escribe por necesidad del ser y no del parecer; se escri-
be por enfermedad o adicción inevitable y no por conquista de
prestigio social; se escribe a sabiendas de que la literatura guarda,
como última esperanza, la utilidad de lo inútil, el destino azaroso
de lo lúdico, trepidantemente ocioso y aferradamente banal. Un
poema no redime más que la ilusión.
No quisiera concluir sin antes afirmar que ya son más que
meros indicios los juicios amenazantes de supuestas generacio-
nes por venir; aunque, dicho sea con franqueza, ya están aquí,
muy a pesar de la precocidad con que se las ha publicitado. Le-
vantan, como dijo el escritor Andrés L. Mateo en defensa de la
Poesía de Posguerra frente a la embestida crítica de la generación
de los 80, sus puñitos rosados. Pero, creo que están errados al
apoyarse en la aseveración de la clasificación generacional por
decenios: se dicen llamar “generación del 90” o “de los 90”. Al-
gunos de ellos son talentosos. Sin embargo, hay que precisar, que
existe una devastadora diferencia entre los jóvenes que con su
escritura persiguen sólo encaminarse hacia sí mismos, hacia su
individualidad densa y tal vez vacía, y aventuran con el lenguaje y
por el lenguaje, para hacer del texto una fiesta de los sentidos y
del intelecto; y aquellos otros jóvenes que sólo escriben para pre-
tender un reconocimiento por parte de los demás, desconociéndo-
se a sí mismo y dando por descontado su desconocimiento del
idioma como básica herramienta de labranza; aquellos que viven
en la apariencia y no en la esencia del mismo vivir; aquellos escla-
vos del parecer y no liberadores del ser; aquellos que piensan a
crédito y escriben por mímesis de lo hecho y por encargo. Muy a
pesar del ruido que producen estos últimos, yo creo y creeré siem-
pre mucho más en la humildad y entrega de los primeros.

104
Precisiones sobre la poética del pensar
(O de la ostensibilidad del poema
como escultura de pensamiento)

Es verdad que la poesía, al buscar la identidad de las cosas reflejadas


y de la conciencia que las refleja, quiere un imposible. ¿Pero no es acaso
este el único medio de no ser reducido a reflejo de las cosas: el querer lo
imposible?
GEORGES BATAILLE

PRIMERA PRECISIÓN

La precisión de obertura ha de ser, por supuesto, sobre el


concepto de poética. Quizá resulte más interesante empezar a de-
finirla por lo que ella no es; definirla, pues, en modo negativo.
En primer lugar, no se reduce a lo lingüístico; o bien, no es
lingüística disciplinaria. Si bien no reniega de sus niveles de des-
cripción de la lengua, no obstante, los desborda, rayando en la
vastedad oceánica de una translingüística. No es, en segundo lugar,
estética. A este propósito resalta el hecho de la proximidad
analógica entre la metodología del enfoque estético y el método
de la Economía Política del cual, en 1857, habló Marx, y cuyo
procedimiento se apareja a la idea según la cual, la anatomía del
hombre da la clave para la comprensión de la anatomía del mono.
En estética, ya como ciencia o ya como especulación, el movi-
miento analítico va desde la obra concluida hacia la explicación y
comprensión de su proceso de génesis.
La poética se vale de otras disciplinas, en aras de convertirse,
de acuerdo con Ducrot y Todorov, en corpus tripartito que abar-
ca: 1) toda forma de teoría interna de la literatura; 2) elección

105
hecha por un determinado autor entre todas las posibilidades
literarias, y 3) gama de códigos normativos construidos por una
determinada corriente o escuela literarias. (Ver Ducrot-Todorov,
Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje, ed. Siglo XXI, 5ª.
edic. esp., México, 1979, págs.98-103).
Sea en el marco de su delirio cientificista o en sus presupues-
tos e ilusiones filosóficas, toda poética aborda una de dos posibi-
lidades que son: describir o generar. La primera comulga con la
perspectiva analítica de la poética. La segunda, la posibilidad de
infundir principios generativos, se sitúa en el ámbito de la praxis
creativa propiamente dicha. Ambas posibilidades conducen, sin
visos de ambages, a la radical necesidad de cuestionamiento de la
obra literaria como totalidad y nunca como individualidad. Esto
último no contraviene en nada el principio de la especificidad de
la poética como objeto e instrumento de conocimiento del poe-
ma y para el poema, puesto que, su carácter disciplinario se cen-
tra en el hecho de ser un discurso inacabado sobre el discurso
poético mismo, es decir, sobre toda obra literaria.
De las dos posibilidades más arriba citadas, que atienen a la
poética, la que más ha de interesarnos ahora es la que perfila el
principio generativo, puesto que, más que describir un texto,
de lo que aquí se trata es de pergeñar su génesis. Es decir, des-
entrañar la virtualizante imagen de un objeto de pensamiento y
lenguaje.
Ahora bien, la fecundidad de la poética, tanto por su vía ana-
lítica como por la generativa, estriba en el hecho de que la obra
literaria y el accionar poético se han concebido partiendo de su
especificidad lingüística, es decir, de sus elementos formales es-
tructurales. Y esto ha sido así desde la trunca intentona aristotélica
por sistematizar las pertinencias de la obra literaria como mímesis
de lo referencial, pasando por el anónimo tratado antiguo intitu-
lado De lo sublime, el Arte poética de Horacio, el Renacimiento, la
Ilustración, el Romanticismo, el Simbolismo (desde Poe hasta
Mallarmé y Valéry), el Formalismo ruso, el Morfologismo

106
alemán, la Nueva Crítica estadounidense hasta el Estructuralismo
francés y la Poética experimental de Henri Meschonnic.
Muy a pesar de lo arriba dicho, no es la poética, sino el len-
guaje, lo que dice qué es un poeta y pensador. Porque una poética
tiene validez en la medida que existen obras concretas que la sus-
tenten. En este tenor ha de quedar bien claro que un manifiesto
poético guarda cierta similitud pero no es idéntico a una poética,
porque esta última es lo que menos se parece a un piruetismo de
agorería. Una poética se presenta a sí misma como praxis ver-
bal concreta: como discurso. No es mera anunciación, sino más
bien, revelación. Esta última expresa una relación dialéctica,
quiero decir, de múltiples y bellas oposiciones entre una prácti-
ca empírica y una práctica teórica; entre el decir y el vivir del
creador. Toda poética implica una teoría de la literatura; toda
literatura implica una teoría del lenguaje, y toda teoría del len-
guaje sustenta una teoría del sujeto, es decir, del yo que dice tú
y se sitúa en el otro.
Arrojadas al escenario estas señales, puedo sugerir lo que la
poética del pensar no es. No es mera lingüística. No es mera filoso-
fía. La poética del pensar, por cuanto es palabra, es también pensa-
miento. Y pensamiento implica aquí algo muy distinto al mero
raciocinio o al mimético conocer; como tampoco es estéril eru-
dición. Pensar es, ante todo, crear. La poética del pensar ha sido el
artificio con el cual hemos pensado y escrito la forma del poema.
Esta es la clave que nos ha llevado a la especificidad
fundamentadora de la obra poética.
La del pensar se reconoce poética que brota del lenguaje para
llegar a él; se reconoce puente formal tendido entre el lenguaje
del poema virtual y el lenguaje del poema real. Un poema no
sólo significa; un poema es. De ahí que en lo que respecta al suje-
to, éste no sólo piense al mundo mediante el lenguaje, sino que, la
visión del mundo de ese sujeto está contenida en su lenguaje.
Luego, es la relación palabra-pensamiento-poema la razón de ser
y de no ser del auténtico creador verbal.

107
“El escritor no puede –anota Roland Barthes– definirse en
términos del papel que desempeña o de valor, sino únicamente
por cierta conciencia de habla. Es escritor aquel para quien el len-
guaje crea un problema, que siente su profundidad, no su
instrumentalidad o su belleza” (R.B., Crítica y verdad, Siglo XXI,
México, ara edic. esp., 1978, p.48). Justamente en función de ese
problema que el lenguaje crea al poeta es que la poética del pen-
sar persevera en hacer ver la obra como un tejido cultural que
integra lenguaje, pensamiento y vida. La filosofía nos ha otorga-
do los elementos críticos de la razón. ¿Por qué no podría la poé-
tica ofrecernos los elementos críticos del lenguaje, para ir así fun-
dando una literatura distinta?
La otra idea barthesiana que me parece interesante es esta:
“Porque escribir es ya organizar el mundo, es ya pensar (apren-
der una lengua es aprender cómo se piensa en esa lengua). Es
pues inútil (y sin embargo en ello se obstina lo verosímil crítico)
pedir al otro que se re-escriba, si no está decidido a re-pensarse”
(op. cit., p.33). De ahí que haya sido un firme propósito de la
poética del pensar, re-pensar la poesía dominicana, para con ello
re-escribirla.
Ese hecho nos indujo a sostener un diálogo crítico con gene-
raciones literarias precedentes y de cuyo balance preferiría, por
ahora, expresar un sentimiento con palabras de Johann Fichte
que rezan: “aquellos salvajes están destinados a engendrar una
generación más poderosa, más culta y más digna que la suya; si
no fuera así, no se comprendería la finalidad de tales seres, ni
siquiera la posibilidad de su existencia en un mundo regido por
la razón” (J.F., El destino del hombre, Espasa-Calpe, Col. Austral,
España, 1976, p.124).

SEGUNDA PRECISIÓN

La poesía no es una ciencia, dijo alguna vez Umberto Cerroni;


no obstante, la produce. Insisto en que la poesía es pensamiento;

108
que emerge del pensamiento y como pensamiento se materializa.
Al inscribirse en una determinada lengua, la poesía se vuelve dis-
curso. El poema es ostensiblemente pensamiento, y el poema mis-
mo muestra el pensamiento de que es ostensibilidad. Es Martin
Heidegger quien establece que en la cultura occidental la relación
entre poesía y pensar ha sido, en su trayectoria, confusa y velada
en su esencia (M.H., ¿Qué significa pensar?, Ed. Nova, Argentina,
1972). Sustenta, además, que la afinidad que por esencia se esta-
blece entre poesía y pensar, lejos de excluir diferencias, les da
origen de manera abismal. De lo abismal de esa esencial diferen-
cia entre poesía y pensar surge el que el pensamiento epocal no se
percate de ello. Lo que hace, no obstante, esencialmente próxi-
mos, desde la perspectiva heideggeriana, a la poesía y al pensar,
es que son un decir y hablar primigenios. Son, después de todo, el
decir esencial.
“El lenguaje –dice el filósofo de Ser y tiempo– ni es solamente
el campo de expresión, ni sólo el medio de expresión, ni sola-
mente las dos cosas juntas. La poesía y el pensar jamás utilizan el
lenguaje para expresarse recién entonces por medio del mismo,
sino que el pensar y la poesía son en sí el primigenio, esencial, y
por esto al mismo tiempo, último hablar que el lenguaje habla
por medio del hombre” (op. cit., p.125). De esa forma destaca el
filósofo alemán la cimera posición del pensamiento y la poesía en
la cultura y en el hombre.
Occidente, con toda su cultura y su barbarie, es el producto
de un empecinado y primigenio pensamiento mito-poético. An-
tes de Platón, mito y logos eran la misma cosa. Parménides y
Heráclito filosofaron en y desde sus poemas. Sin renegar de los
aportes que a la cultura occidental ha ofrecido la tradición meta-
física, me atrevo a afirmar que de no deberse a ella, más aún en el
caso de Heidegger, no hubiese subrayado los matices
diferenciadores entre pensar y poetizar. Los reconoce siempre
idénticos y esenciales en sus orígenes, pero diferenciados en su
trayectoria histórica y en sus objetivos actuales. Entendemos que

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el pensamiento de que se nutre y genera el poema tiene su esen-
cialidad y rasgo distintivo en su misma nervadura sensorial o
puramente estética. En la poética del pensar mito y logos son
uno en lo mismo. Son la base genética de todas las manifestacio-
nes estéticas.
Heidegger enfatiza que la poesía “nace de la devoción del
recuerdo”. La palabra poética es la que, en el paradigma de lo
estético, nos conduce al pensar más hondo. El trance humano
fundamental va de la tentativa de pensar a la de poetizar. Lo que
preocupa al filósofo y estudioso de Hölderlin es que si bien he-
mos podido despejar en parte las nebulosas sobre el poetizar,
todavía no reconocemos que no pensamos. “Lo gravísimo es que
todavía no pensamos –escribe–; ni aún ahora, a pesar de que el
estado del mundo da cada vez más qué pensar” (op. cit., p.10).
Martin Heidegger progresa infinitamente por ese derrotero
que lo lleva por inimaginables zonas que circundan la pregunta
sobre lo que significa pensar. Para la poética del pensar, pensa-
miento significa, esencialmente, creación poética. Y nada menos
parecido al conocer que el pensar poetizante, por cuanto el pri-
mero queda como lenguaje en los límites que al sujeto impone el
mundo (Wittgenstein), mientras que lo segundo tiene por radical
propósito superar verbalmente el mundo (Bataille).
Semejante criterio hace avanzar la poesía hacia lo más nuevo,
encabalgando con lo más antiguo. En esta forma de progresión
se hermanan la filosofía y la poesía. Pero, se trata de un acerca-
miento, no de una identidad. La poesía avanza en la medida que
retorna a sus orígenes. Por eso el visionario Arthur Rimbaud
aduce que todo poema remite a la poesía griega, a sabiendas de
que en esta última, poesía y pensamiento son un mismo haz de
luz. Como poeta, Rimbaud se siente más cercano a lo imposible
que hay que hacer nacer en el poema. Heidegger, por el contrario,
más filósofo que poeta y más temeroso del mundo que asombra-
do ante él, plantea de este modo el asunto: “¿Cómo nos será posi-
ble meditar alguna vez sobre la relación tantas veces mencionada

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entre el pensar y la poesía, mientras ignoremos qué significa pen-
sar y no pudiendo, en consecuencia, meditar sobre lo que es poe-
sía? Los hombres de hoy no tenemos, probablemente, la menor
idea de cuán pensantes estaban los griegos al vivir su sublime
poesía y las obras de su arte; no, digo mal, no las vivían, sino que
las dejaban estar presentes en la presencia de su epifanía” (op.
cit., p.24).
Esa epifanía, esa aparición del mundo actual ante la concien-
cia del poeta es, por sombría que parezca su naturaleza, la justifi-
cación histórica de la poética del pensar. Ella se hace pathos, desnudo
nervio afectivo del desarraigo y la incertidumbre epocales.
Y lo más importante, no teme a esa incertidumbre, a ese
fundante desarraigo; no inventa acomodaticias ideologías, sino
que brega en el vivir-decir con sus monstruos, faunos furibundos
y ángeles suicidas.

TERCERA PRECISIÓN

¿Está acaso la poética del pensar excluida de la historia? Estimo


que no. Tiene, más bien muy claro, que el poema no puede, bajo
ningún precepto, ser respuesta de la historia. Su obrar se inscribe
en la historia, en las coordenadas tempo-espaciales que delimitan
la sociedad: su historia y concierto de lengua-culturas. Pero ese
modo de inscripción contiene un reto esencial: el de trascender,
en cuanto que escritura crítica, las delimitaciones históricas y las
catequesis que subyugan las significaciones teleológicas y las es-
trategias de respuestas.
El poema es lenguaje y lenguaje es sujeto. Pero, el poema en sí
transgrede las delimitaciones de la subjetividad. Un poema se
inscribe siempre en el porvenir. Lo decía Huidobro, un poema
es algo que será.
La poesía permanece en la historia. Es más, es la poesía que
hace que la historia parezca tener duración, permanecer. Las
generaciones, al contrario, cambian incesantemente. De ahí su a

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veces decisiva importancia para una literatura epocal, para la his-
toria de una literatura, que no es más que historicización de una
lengua.
La poética del pensar no rechaza la historia, aunque sí reniega de
algunas acepciones de lo histórico. En punto a la historia como
tal, muy al contrario, nuestra poética la redime, le imprime la
soberbia soberanía que de la poesía descubre Bataille en
Baudelaire. La poética del pensar reniega e ironiza los aspavientos
de la suprahistoria y sus teleologismos, para entroncar con la his-
toria efectiva (Nietzsche), que le permite obviar los
monumentalismos y conectar con la cotidianidad de los sujetos y
las cosas.
El punto de vista historicizante o suprahistórico, que es doxa
empírica, y no precisamente historicismo, pretende, tanto en su
regateo ideológico y catequístico, como en su desesperada ad-
monición de desfase histórico, convertirse en opinión unilateral,
reificante del fracaso del hombre y del pensamiento
unidimensionales. Persigue prohijar esclavos de la historia y no
hombres y mujeres libres.
R.G. Collingwood escribió en 1946 una frase de insospecha-
da certeza y perdurabilidad: “Toda historia es la historia del pen-
samiento” (R.G.C., Idea de la historia, FCE, México, 3ra. reimp.
esp., 1972, p.210). El hombre ha de procurar un autoconocimiento
de sus propias facultades cognoscitivas, para poder así compren-
der, meditar su actuar en la historia. Porque todo proceso histó-
rico cobra significación como proceso de pensamiento. Esto así
porque es la lengua que funda la sociedad y concretiza la historia.
Y pensamiento es lengua. Ese autoconocimiento debe pensar y
poetizar la historia. Sólo así tiene lugar lo histórico en el poema,
como lenguaje soberano, como voluntad de ser en el mundo.
La historia es tierna con sus palafreneros y muy cáustica con
quienes la subvierten. La poética del pensar se sitúa en la historia
como creación verbal sin más, y por tanto, como constante desafío
crítico a la historia misma. De ahí proviene la virulencia de su

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tratamiento a estos poetas, porque al cantar la presencia del ser
en su tiempo como desgarramiento de la conciencia, pérdida de
un pasado bucólico, incertidumbre del devenir, patético nihilis-
mo del presente y dolorosa reconstitución de algún sentido críti-
co de futurición, le amenazan y desestabilizan el narcisismo ridí-
culo y la hipocresía con que se instrumentaliza el Estado.
La poesía ha de escribirse al amparo del autoconocimiento
de que se está en la historia, pero no bajo ella. Porque el sujeto, el
lenguaje y el poema son la historia. La propaganda que trata de
ser poesía a fuerza de disfraz tiene justificación (ya como perpe-
tuación del pasado o ya como feroz empresa futura), pero nunca
tendrá porvenir.

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Esta edición de La poética del pensar y la Generación de los Ochenta, de
la autoría de José Mármol, terminó de imprimirse en los talleres
gráficos de Editora Búho, en el mes de mayo de 2007, en Santo
Domingo, República Dominicana.

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