La Locura y Los Libros: Gilbert K. Chesterton
La Locura y Los Libros: Gilbert K. Chesterton
La Locura y Los Libros: Gilbert K. Chesterton
Gilbert K. Chesterton
[1874-1936]
E
xiste un número considerable de testimonios que nos revelan un hecho
sorprendente: al parecer, además de sus múltiples servicios, la biblio-
teca del Museo Británico hace también las veces de manicomio pri-
vado. Se trata de hombres y mujeres que en ese vasto palacio del conocimiento
avanzan en silencio de un lado a otro mientras merodean en busca de sabi-
duría, topándose con algunos funcionarios; gente que en una época menos
humanitaria habría estado gritando en un frenopático sobre un montón de
paja. Se dice que no es inusual que la familia responsable de un lunático inofen-
sivo lo envíe a la biblioteca del Museo Británico para que se entretenga con
dinastías y filosofías, del mismo modo en que un niño enfermo se entretiene
jugando con soldaditos.
Sea esto cierto o no en toda su extensión, lo que sí resulta indudable es
que este grandioso templo de los pasatiempos tiene todo el aspecto de con-
tener muchas tragedias, ya que, como se sabe, a menudo todo pasatiempo
oculta una tragedia.
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Y aunque el vino el sainete del infiel me jugara
y aunque me despojase de mi traje de honor
yo admiro siempre cómo el viñador comprara
tal merca por venderla la mitad menos cara.*
El persa era un poeta de una inmensa fantasía y fertilidad, pero toda la fuerza
de su imaginación no puedo invocar, en este universo tan diverso, nada
capaz de rivalizar con las atracciones de una sustancia roja particular que
había sufrido una alteración química. Eso es la idolatría: escoger el bien se-
cundario sobre el bien eterno que simboliza. Es el empleo de un ejemplo de
bondad eterna para cuestionar la validez de otros mil ejemplos. Es esa ele-
mental herejía matemática y moral que pretende hacernos creer que la parte
es mayor que el todo.
En este sentido, la bibliomanía es capaz de convertirse en una especie de bo-
rrachera. Hay una clase de hombres que prefieren los libros a todo lo que se refiere
en los libros: a los lugares encantadores, a las acciones heroicas, a los experimentos,
a las aventuras, a la religión. Leen sobre estatuas divinas y no se avergüenzan de su
propia fealdad; estudian los relatos de acciones sinceras y magnánimas y no se
avergüenzan de sus propias vidas taimadas y autocomplacientes. Se han convertido
en ciudadanos de un mundo irreal y, como un indio en su paraíso, persiguen a un
fosco ciervo con lóbregos sabuesos. Y así es como se desata la locura.
Se pueden encontrar muchos grandes eruditos en el limbo de los avaros
y los borrachos, que es el limbo de los idólatras. Como en casi todo asunto
ético, aquí la dificultad no surge tanto de exhibir tendencias viciosas como de
carecer de virtudes fundamentales. Las posibilidades de enajenación mental
que existen en la literatura se deben no tanto a un amor por los libros como
a una indiferencia por la vida, por los sentimientos y por todo lo que los libros
documentan.
En un estado ideal, los caballeros que estuvieran inmersos en cálculos y
descubrimientos abstrusos se verían obligados por una ley del Parlamento a
hablar durante cuarenta y cinco minutos con un mozo de establo o un ama
de llaves, y a cruzar el parque de Hampstead Heath en burro. Serían exami-
nados por el Estado, pero no sobre Griego Clásico o Historia Antigua –algo
que sin duda les complacería y donde se comportarían con la misma seguridad
que los niños al jugar al escondite. No, su examen versaría sobre la jerga coc-
kney, o sobre los colores que lucen los distintos autobuses. Se les purgaría de
todas aquellas tendencias que en ocasiones han provocado la locura: se les
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enseñaría a convertirse en hombres de mundo, lo que no es sino un paso
adelante en el camino de convertirse en hombres del Universo.
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