U1 Agejas y Serrano - Ética de La Com y de La Inf Cap 1

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José Ángel Agejas y Francisco José Serrano Oceja (coords.

)
Ética de la comunicación y de la información
Barcelona, Ariel, 2002

CAPÍTULO 1
ÉTICA: REALIZACIÓN PERSONAL Y DESARROLLO SOCIAL
JOSÉ ÁNGEL AGEJAS
Universidad Francisco de Vitoria, Madrid

1. Necesidad y posibilidad de la ética

Debería darse por supuesto que si se dedica un manual completo a una disciplina es porque ésta lo
merece. Sin duda. Pero lo que no podemos dar por supuesto es que todo el que se acerca a la lectura,
consulta y estudio de dicho tratado tiene claro su sentido, necesidad e incluso su legitimidad crítica. En
especial cuando aparece la palabra ética de entrada, baluarte todavía hoy del relativismo más pertinaz.
¿Acaso alguien puede hacer afirmaciones válidas sobre lo que es o no ético, cuando yo tengo mis más
inconmovibles opiniones, personales e intransferibles, al respecto? En este primer capítulo buscaremos
dar razón precisamente de esto: la ética no sólo es posible, sino que es vitalmente necesaria, críticamen-
te posible y universalmente válida. Ya sabemos bien que no se estila. Pero con toda seguridad esto se
debe a que los diseñadores de la moda de las acciones humanas se han empeñado en que no sean huma-
nas, como consecuencia de que no tenían nada mejor que ofrecer. Pero eso sí, exigiendo de antemano
que a ellos nadie les discuta la legitimidad de cantar las supuestas bondades de su diseño. A lo mejor ha
llegado el momento en que pongamos en tela de juicio un discurso sobre el obrar humano que ha dejado
de lado no un adorno, sino la esencia, la tela misma con la que confeccionarlo: «¡Pero si el emperador
va desnudo!», denunció con toda razón la niña libre de prejuicios del cuento de Andersen.
Ya ha pasado una década desde que la moda fue airear el pensamiento débil. Gruesos y farragosos
libros para decirnos que la actividad propiamente humana, la del uso de la racionalidad, era una activi-
dad más bien pobre, que debía renunciar a las pretenciosas ambiciones que siempre le habían caracteri-
zado: conocer la verdad, dar razón de lo que sucede y de lo que existe, descubrir el sentido… Nada de
eso era ya posible, sentenciaban estos diseñadores posmodernos: No es posible alcanzar certeza alguna
–afirmaban con absoluta certeza, claro–, de modo que lo honrado es limitarnos a hacer proposiciones
dubitativas. Estas «imposturas intelectuales» en lo teórico llevaron a esperpentos de muy diverso géne-
ro. Y en la práctica derivaron en una especie de licenciadovidrierismo de fin de milenio, una enferme-
dad del entendimiento que se traduce inmediatamente en la práctica: ausencia de cualquier tipo de com-
promiso práctico y de todo trabajo real por mejorarse a sí mismo y a la sociedad en la que se vive, man-
teniendo a los demás a una prudente distancia, denunciando a diestro y siniestro sus incongruencias y
debilidades, pero sin ofrecer alternativa seria alguna.
Esta moda en el mundo de las ideas ha contagiado a los profesionales de la comunicación. Sabedo-
res de la debilidad de su argumentación, los urdidores de tal impostura eran plenamente conscientes de
que su eficacia residía en contagiar cuanto antes al mayor número posible de personas: si los cortesanos
repiten sin cesar las bondades del traje del emperador, los súbditos dudarán de sí mismos y de sus con-
vicciones, y no se atreverán a denunciar la magna tomadura de pelo. Y así ha sucedido. En parte, claro,
no vamos a generalizar indebidamente. El antídoto es claro: el compromiso con la verdad de quien se
acerque a la realidad críticamente, esto es, sin prejuicios, de modo que pueda ver lo que hay, analizar-
lo, contarlo y explicarlo. Eso es la ética: saber por qué y para qué uno es libre, como persona y como
profesional.
El profesional de la información y de la comunicación, además, no puede eludir una realidad in-
contestable, y es que su compromiso personal con la verdad tiene una inmediata y querida dimensión y
repercusión social. Si queremos ofrecer el ejercicio responsable de una actividad profesional que re-

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dunde en un servicio social, en una contribución positiva al crecimiento de la libertad de las personas y
de la sociedad, entonces hemos de apostar por un periodismo ético, por un ejercicio responsable de una
actividad que ha de ser, por definición, humanizante.

1.1. VALIDEZ EPISTEMOLÓGICA DE LA ÉTICA

Puesto que este texto ha de ser ante todo un manual, y que va dirigido a profesionales y estudiantes
de ciencias de la información y de la comunicación, no podemos detenernos en prolongadas discusiones
filosóficas más propias de un ensayo para eruditos. La doble vertiente de esta síntesis inicial –las dispo-
siciones subjetivas y las referencias objetivas– precisa, con todo, de una justificación inicial, de la fun-
damentación crítica de su punto de partida. Hemos de abordar directamente la argumentación que mues-
tre no sólo la necesidad, sino también la legitimidad de una reflexión sobre los fundamentos de la ética.
Como ya decía McIntyre (1987) en un texto que se ha convertido en un clásico de la moral contempo-
ránea, en pocos momentos de la historia una reflexión sobre los fundamentos de la moral y de sus nor-
mas ha sido tan necesario como en el actual. El motivo: contamos con multitud de «fragmentos o simu-
lacros de moral», pero no con un discurso coherente. El resultado es que se utilizan frases, expresiones
y conceptos de manera acrítica, en ocasiones de formas contradictorias, y habitualmente sin un sentido
preciso. Todo esto, añadido a la sospecha relativista a la que hemos aludido antes, produce la impresión
de que los debates sobre cuestiones morales son, por su propia naturaleza, interminables e irresolubles.
Señalaremos por qué consideramos perfectamente legítima la pretensión racional de la ética. Di-
cho de otra manera, si se quiere menos drástica: por encima de obstáculos y objeciones es posible un
acuerdo sobre las razones de la validez universal de las normas morales. Ese acuerdo tendrá su legitimi-
dad precisamente en la medida en la que el contenido del mismo haya sido establecido válidamente por
el conocimiento racional, del que el hombre es capaz, de lo verdaderamente humano. De ahí que ini-
ciemos considerando brevemente la pretensión racional de la ética, su posibilidad de hacer juicios ver-
daderos, universales e incondicionales.
El primer paso exige defender la verdad de las proposiciones éticas frente a la mentalidad reduc-
cionista del positivismo científico. Son ya clásicas las discusiones teóricas con los planteamientos de
autores como Lévy-Bruhl o A. J. Ayer, quienes parten del prejuicio positivista que niega toda posibili-
dad de verdad a formas de saber que no sean la ciencia basada en sus referentes empíricos. Según los
autores de estas escuelas, los juicios éticos no tendrían en sí mismos ningún significado, pues carecerían
de referente empírico con el que ser constatados. Todo lo más, lo que admiten es que las frases que
contienen juicios morales expresan sentimientos de agrado o desagrado de las personas que las pronun-
cian, pero sin que tengamos posibilidad alguna de atribuir a dicha sensación una validez universal. Con
lo que, en líneas generales, sus teorías o bien niegan la posibilidad de una ciencia moral, o no le atribu-
yen más que el interés de analizar las expresiones o usos sociales respecto de algunos comportamientos.
En este primer capítulo rechazamos el prejuicio positivista únicamente en cuanto que está contra la
posibilidad misma de la ética.
Las opiniones de estos autores se han generalizado en nuestro entorno sociocultural. Los prejuicios
contra la ética suelen ir revestidos o bien de una defensa de la imposibilidad de un acuerdo entre discur-
sos distintos, o bien de una defensa del relativismo. En el fondo, ambas objeciones coinciden en el pun-
to de partida: negar a la razón todo su potencial de conocimiento. Llegaríamos así al absurdo de tener
que admitir que la razón humana es incapaz de encontrar y dar razones, sin más argumento en su defen-
sa que una sentencia afirmada arbitrariamente, esto es, sin razones. ¿Por qué ha de ser verdad la afirma-
ción «sólo son verdaderas las afirmaciones con referente empírico», si dicha afirmación no lo tiene? No
hay argumento racionalmente válido –esto es, universalmente comprensible y comunicable– para justi-
ficar la reducción del objeto de conocimiento a lo meramente empírico. Sería tanto a reducir la realidad
sólo a lo empírico. Y la realidad, y en concreto la realidad humana, no es ni siquiera principalmente la
realidad empírica. En todo caso, el intento de justificar dicha reducción, además de contradictorio, esta-
ría apelando al menos en un caso a la validez de una verdad metafísica. Ya Gödel demostró la imposibi-
lidad que tenía la matemática –y por extensión podemos decirlo de cualquier ciencia que tenga como
objeto un aspecto parcial de lo real– de legitimar su punto de partida si no es desde la metafísica.
Que los juicios éticos no se apoyen en aspectos empíricos de la acción humana, por tanto, no inva-
lida su pretensión de verdad, y en consecuencia, es racionalmente legítimo elaborar la ética como cien-

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cia. Lo cual supone no sólo partir del convencimiento de su posibilidad crítica, sino también de que ha
de dar razón de la exigencia de universalidad de sus juicios, de la objetividad normativa del referente
con el que se comparan las acciones humanas sobre las que emitimos juicios morales, y de la validez
del conocimiento que éstos aportan a la realidad de la acción humana.

1.2. LA ÉTICA COMO CIENCIA

Toda ciencia, todo conocimiento sistemático que elabora el hombre viene necesariamente definido
en principio por dos coordenadas: el objeto material (aquello que se estudia) y el objeto formal (el as-
pecto o perspectiva desde el que se estudia). Veamos cuáles son, en el caso de la ética, cada uno de
ellos. El objeto material de la ética son los actos humanos, esto es, aquellas acciones que realiza un
individuo de la especie humana a partir del uso de su razón. Normalmente se los ha distinguido de los
actos del hombre, que son aquellos sobre los que el sujeto no tiene un control directo, no cuenta con la
capacidad de hacerse dueño de ellos, como por ejemplo la circulación sanguínea o la digestión. Tenien-
do esto en cuenta, podemos afirmar que la ética tiene como objeto material de estudio todas aquellas
acciones que el hombre pone en práctica a través del ejercicio de su razón y voluntad. Podemos perci-
bir de una manera espontánea que hay acciones que nosotros queremos hacer, y otras que nos suceden.
Nadie culparía a una persona que atropelle a otra con el coche si éste se ha quedado sin frenos: no lo ha
querido él, le ha sucedido. Ahora bien, el estudio de los actos humanos no es algo específico sólo de la
ética. Son muchas las ciencias que se ocupan de entender y explicar el modo en que tomamos decisio-
nes o ejecutamos proyectos, más o menos complejos. En todos ellos está implícito el uso de la razón y
de la libertad. ¿Entonces? Lo específico de la ética es que estudia las acciones humanas «en cuanto hu-
manas», ése es su objeto formal.
El objeto formal de una ciencia es el modo, la forma o perspectiva, desde la que esa ciencia consi-
dera el objeto material. Llegados a este punto nos damos cuenta de que el modo de proceder de nuestra
racionalidad lleva implícito un problema, que es el problema ético en definitiva: hay dimensiones de la
inteligencia de las que podemos prescindir y otras de las que no. Veamos un ejemplo. Pensemos en la
redacción de un reportaje. Las clases de redacción periodística me enseñan las destrezas necesarias para
que en la ejecución práctica de dicho proyecto pueda proceder bien. Pero bien técnicamente, claro. Es
decir, que pueda redactar un reportaje al que no le falte ninguno de los elementos necesarios para que
sea admitido por el redactor-jefe del suplemento dominical de mi periódico como un «trabajo profesio-
nal». ¿Significa eso que haré el bien con él, que me perfecciono como persona y que ayudaré a los lec-
tores a perfeccionarse? No, desde luego. En la Alemania del III Reich había cineastas y comunicadores
muy diestros –como Goebbels o Riefenstahl– que pusieron su saber y su buen hacer técnicos al servicio
de un fin que, evidentemente, no podemos considerar bueno. Desde el punto de vista ético sus acciones
se alejaban, o casi mejor, estaban en las antípodas de lo que sería su perfeccionamiento personal y el de
los destinatarios de sus acciones. El modo técnico podía ser bueno, pero su contenido y su fin no eran
«verdaderamente humanos».
¿Por qué hemos dicho antes que el problema ético está implícito en el modo de proceder de nuestra
racionalidad? Porque para que un reportaje sea técnicamente perfecto, no hace falta que busque el bien.
Mi libertad, podemos decir, se ve «atada» por las pautas técnicas, pero no por el valor o norma moral.
Si el reportaje tiene un contenido humanizante, pero está mal hecho, sé que me lo tiran para atrás. Pero
al revés, no, o no necesariamente. Nadie trata de ser un buen profesional haciendo las cosas mal técni-
camente. Ahora bien, al servicio de qué causas pongo esas destrezas técnicas, ahí no todos lo tienen
claro. Lo que pone de manifiesto que la libertad entra en ejercicio, realmente, cuando hemos de decidir
sobre la adecuación de nuestras acciones con el fin que nos compete como hombres, y no sólo con el
fin limitado o restringido de la técnica de cada acción. La libertad no está comprometida plenamente en
la opción de escribir el reportaje con tinta negra o tinta azul, con impresora láser o de tinta. Ni en si
entrevisto a dos o a tres testigos. Son opciones indiferentes desde el punto de vista humano, quizá no
desde el técnico. De ahí que cuando calificamos de bueno o malo un reportaje, y para ello sólo estamos
teniendo en cuenta el aspecto técnico, estamos siendo peligrosamente parciales y, cuando menos, gene-
rando confusión. Lo mismo que sucede cuando hablamos de un «crimen perfecto». ¿Puede ser perfecto
un crimen? ¿Contribuye a la perfección del individuo que lo elabora y ejecuta? Es perfecto en cuanto
crimen, no en cuanto acción libremente querida por un sujeto. En definitiva, la ética se ocupa de las

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acciones humanas en cuanto esencialmente humanas, o dicho de otra manera, en cuanto que le perfec-
cionan como persona, en cuanto orientadas a la consecución del fin total del hombre. El bien humano,
o es íntegro, o no es bien.

1.3. LA ÉTICA COMO SABIDURÍA

Toda asignatura que integra el plan de estudios de una carrera universitaria tiene, como finalidad
inmediata, ofrecer un conjunto sistemático de saberes orientados finalmente a incrementar la ciencia y
la sabiduría de las que ha de disponer un profesional. Esto supone que ciencia y sabiduría van confor-
mando una capacidad de comprender a las personas y la sociedad, de valorarlos en su verdad y de tomar
las decisiones más acertadas para contribuir a su desarrollo y perfeccionamiento. Después de todo esto,
además, esa ciencia y esa sabiduría dotarán de una serie de destrezas prácticas con las que llevar adelan-
te semejante tarea. Un curso de ética viene a ser un compendio sintético de todos estos elementos.
La ética es una ciencia, en el sentido que hemos apuntado. Pero es ante todo una sabiduría. Y una
sabiduría sumamente práctica, aunque no útil. Como no se dirige a conocer el uso de los instrumentos
que me permiten conseguir más eficazmente un resultado, un producto –el reportaje del ejemplo–, no es
útil. Pero es que los saberes útiles pueden convertirse en inútiles dependiendo de las circunstancias ex-
ternas, con mucha facilidad: un programa informático que aprendo a utilizar hoy puede ser obsoleto
dentro de cinco años (lo será, sin duda). Pero lo que no será inútil, aunque sí muy práctico, será el dis-
cernimiento de qué he de escribir a través de ese programa, o de qué imagen incluir o descartar en mi
reportaje. La ética no es un estilo de vida, sino la vida misma. La persona puede conocer mejor o peor
unas técnicas determinadas, o no conocerlas porque han aparecido nuevas en el mercado o en el mundo
tecnológico y tenerlas que aprender. Eso se suple. Lo que una persona no puede dejar de hacer, sea en el
momento histórico que sea, o en el desempeño de la profesión que sea, es «ser buena persona». Y como
cualquiera percibe, eso incluye ser buen profesional, estar bien capacitado, ser honrado… lo que ni se
improvisa ni se suple.
Y es una sabiduría, en el sentido de que el mero conocimiento de qué y cómo llego a ser buena
persona no me hace buena persona. Tengo que saber llevarlo a la práctica, vivirlo. La erudición ética
no hace buenas personas, desde luego. Hace eruditos. Pero esto no puede llevarnos al desprecio por el
estudio serio de la filosofía moral, de la ética como ciencia: la ausencia del conocimiento del cómo y
del porqué, cuando uno se mueve en el nivel universitario, sería una carencia grave. Un manual de ética,
este manual de ética al menos, busca estos tres objetivos generales: pensar en la acción humana y pro-
fesional –en sus condiciones y factores–, saber la razón de lo que la hace realmente humana y saber
cómo llevarla a la práctica.
El gran obstáculo con el que se encuentra la razón cuando investiga sobre la moralidad de las ac-
ciones humanas es la libertad: ésta crece en la medida en la que se ajusta a la razón, pero conseguir que
así sea no es tarea fácil, ni cómoda, implica una disciplina, un trabajo, un esfuerzo. Cuanto digamos a
continuación, por tanto, se mueve en esta doble dinámica: la de la exigencia crítica de cualquier disci-
plina científica que descubre la verdad teórica, y la de la exigencia ética que acrecienta la libertad del
obrar humano. En este sentido sería mejor decir, entonces, que el gran obstáculo de la razón y del hom-
bre es la libertad no vivida racionalmente. Para atender adecuadamente a las explicaciones que han de
abordar las dos vertientes de esa dinámica, el desarrollo del capítulo estará dividido a su vez en dos
partes: estudiaremos en primer lugar las exigencias de racionalidad que surgen de la naturaleza del suje-
to moral, y por otro las referencias objetivas conforme a las que ha de actuar para crecer en su libertad.

2. El hombre como sujeto moral

No toda explicación sobre los fundamentos generales de la moral se inicia por la reflexión sobre el
sujeto moral. Hacerlo así es una decisión metodológica que creemos justificada precisamente como
respuesta a los intentos modernos de encerrar el ámbito de la moral en la subjetividad. Tenemos que
explicar la realidad misma del sujeto, definir la naturaleza humana con sus limitaciones y sus riquezas.
La ética no es, ni puede reducirse a ser, un manual de instrucciones que facilite el buen funcionamiento
de unas instituciones que hemos dado en llamar sociales. A no ser que hayamos renunciado al ejercicio

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de la racionalidad: a dar razón de los porqués. El reto: recuperar la riqueza del planteamiento metafísi-
co a la luz de las exigencias perseguidas por la filosofía moderna; recuperar el papel de la finalidad
como elemento esclarecedor que integra la exigencia de objetividad con la constitución formal del
sujeto, el dinamismo del sujeto con el orden ontológico. Porque la finalidad en la ética no es el fin del
sujeto entendido como la intención subjetiva separada de la acción efectiva, sino la configuración de
dicho fin a partir de la realidad objetiva de la ley natural y su incidencia en la dinámica racional del
sujeto. Esto es, propiamente hablando, la acción moral: el estado de cosas estructuralmente distinto al
existente antes de la intervención positiva del sujeto.

2.1. LA ESPECIFICIDAD DE LA ACCIÓN HUMANA

A lo largo de todo el siglo XX, a medida que las ciencias empíricas iban extendiendo su influencia
y el objeto de su observación, gracias sobre todo al perfeccionamiento de los instrumentos técnicos con
los que aborda lo extremadamente grande o lo inmensamente pequeño, se ha ido extendiendo también
en el ámbito del pensamiento en general una mentalidad caracterizada por el naturalismo. Podemos
definirlo como la corriente que tiende a concebir todo lo que existe reduciéndolo a la naturaleza física
de lo observable, de sus eventos externos. Aplicado esto a la consideración de la persona humana, ten-
dríamos que ésta no sería más que el conjunto de sus actividades neurofisiológicas.
Esa reducción es víctima de otra confusión epistemológica: la confusión entre acción y acto de ser,
que es la que nos interesa aclarar en un primer momento. La acción es la manifestación del ser, su ex-
presión externa más acabada que muestra todo su valor; mientras que el acto de ser es lo que hace que
un ente exista como tal. Si confundo ambos, lo que sucede es que estoy vaciando de contenido el acto
de ser y lo reduzco sólo a sus acciones, cuando en realidad son éstas las que me revelan algo de la ri-
queza originaria del ser, las que dependen de él.
El acto de ser es, por tanto, la condición de posibilidad y la fuente misma de las acciones que cada
uno de los entes realiza como expresión de su riqueza original y originaria. La realidad es un complejo
entramado de entes y de relaciones entre los mismos. Ahora bien, ni todos los entes son iguales, ni las
relaciones entre ellos tampoco. La realidad está estructurada de manera tal que podemos hablar de que a
una mayor complejidad del ser le corresponde una capacidad mayor de acción, y sobre todo, una pro-
gresiva interiorización de la acción, es decir, una paulatina aparición de la capacidad del ente para cau-
sar conscientemente la acción.
No podemos elaborar un análisis detallado de todas las formas y manifestaciones de los entes. Nos
reduciremos a los más relevantes, de modo que veamos cómo de la mera fisicidad, pasamos a la apari-
ción de la acción inmanente y de ésta al nacimiento de la conciencia sensible. El último escalón, la apa-
rición de la conciencia espiritual, nos mostrará la diferencia de la acción humana con los niveles ante-
riores.
La primera manifestación del obrar de la que tenemos experiencia habitual es la interacción entre
todos los entes en el nivel estrictamente físico. Aquí las relaciones son de mera transitividad, de una
interacción inconsciente y puramente transitiva. La materialidad de los entes es posibilidad de algunas
acciones, pero muy limitadas, como vemos: ocupar un espacio y poder ser medido e identificado por su
cantidad. Los seres que son sólo materia no tienen ningún tipo de autonomía, y su acción se limita a la
interacción con el resto de seres con los que se relaciona necesariamente.
El segundo tipo de seres, los seres vivientes, tienen un tipo de actividad que, a diferencia de los se-
res materiales, implica una cierta inmanencia, revierte en el propio ser que la ejecuta. Su modo de ser,
por tanto, es nuevo y causa un nuevo modo de obrar. Es una diferencia esencial, y en ningún caso cuan-
titativa. La cantidad no introduce diferencias de nivel en los seres materiales. Más cantidad de materia o
de elementos físicos o químicos no produce un tipo de actividad que se traduzca en el inicio de inma-
nencia que es la vida. El ser vivo es capaz de utilizar las leyes que rigen la acción física para provocar
acciones que redunden en su propio beneficio. En este nuevo nivel de la acción, por tanto, tenemos que
los seres vivos muestran un inicio de inmanencia y de causalidad: utilizan lo que necesitan para sí y
para mantenerse en el ser.
El tercer nivel de actividad específica aparece con la conciencia sensible en los animales, en la que
esta inmanencia y esta autonomía tan frágiles en el nivel incipiente de los vivientes, adquieren una rele-
vancia particular, aunque sin cambiar específicamente. Esta conciencia sensible significa que el animal

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es capaz de guiar sus acciones a partir de la información que recibe por los sentidos. La percepción está
mediada en él por los esquematismos de sus instintos y apetitos, no puede superar la determinación de
lo sensible y meramente espacio-temporal.
En los tres casos nos encontramos que el modo de ser determina el modo de obrar. Es más. Pode-
mos comprobar con facilidad cómo la perfección máxima de un tipo de actividad no se da dentro de su
propio esquema operativo simplemente, sino en cuanto que es asumida por un nivel superior, una forma
superior de actividad causada por una forma más compleja de ser: el ser viviente da una estructura nue-
va con una finalidad propia a la actividad meramente física, y por su parte el ser animal da una estructu-
ra nueva a la vida sensitiva con una finalidad inmanente nueva, aunque sin abandonar el nivel biológi-
co. Los niveles de acción nos muestran la vinculación que se da entre modo de ser y modo de obrar, y
en qué sentido la acción es manifestación externa del modo de ser. Ahora bien, en los tres casos, los
tres tipos de entes de los que hemos hablado no son sujetos en sentido estricto, no son dueños de sus
acciones, las producen en función de un fin inmanente a su propia naturaleza de seres materiales o vi-
vientes. Dicho de otro modo: esas acciones realizan o muestran la perfección de la naturaleza limitada
de los seres que las producen. Pero la acción humana presenta una particularidad esencialmente nueva:
es la acción de un sujeto, que le perfecciona en cuanto sujeto ya que en esa acción se ejercita la capaci-
dad de darle sentido y significado, y al no realizarla de manera determinada, la acción misma le perfec-
ciona, le enriquece en su modo particular de ser. Pero veámoslo más detenidamente.
Los datos distintivos de lo humano de la acción nos presentan, a diferencia de los niveles inferiores
de la actividad, la aparición de la posibilidad que tiene el sujeto humano de ser, en alguna medida,
causa de sus propias acciones, de elegir el objeto de las mismas y de no estar determinado a su puesta
en práctica. Podemos no ser conscientes de cómo esto se produce, o del porqué, pero esto no es obs-
táculo para que sepamos el motivo por el que esto sucede: porque del motivo sí somos dueños.
El sujeto humano es el sujeto que es capaz de descubrir el sentido que ha de dar a sus acciones por
encima de las determinaciones de cualquier índole que se le presenten, porque su acción voluntaria bus-
ca el motivo por el que ha de ponerse en acto. Esto es clave para entender la acción humana. Todos
podemos en este punto acudir a nuestra experiencia personal: pocas cosas son más difíciles de realizar y
producen en nosotros más desazón que aquellas acciones «a las que no les vemos ningún sentido», en sí
mismas o para nosotros.

2.2. LA POSIBILIDAD DE LA LIBERTAD

De todo lo anterior podemos inferir que hay un modo específicamente humano de obrar, en el que,
para ser considerado como tal, está comprendida toda la persona con todos sus niveles de actividad,
con todas sus facultades. La única manera de considerarlo en su totalidad y significación es desde la
ética.
Son muchos aquellos para los que la consideración de la acción humana como un todo dotado de
significado específico supone un problema, o bien porque no aceptan el nivel propio de la acción espiri-
tual, o bien porque no admiten la vinculación con los niveles inferiores de actividad. En uno u otro caso,
materialismo o idealismo, lo que está en juego es la comprensión del ser humano como animal racional,
según la definición clásica, o como espíritu encarnado, según formas más actuales de expresar una
misma realidad.
En este breve inciso tenemos como objetivo el aclarar la mutua implicación que se da en el modo
de obrar del hombre entre naturaleza y racionalidad. La naturaleza, el modo de ser, determina el modo
de obrar. Pero en el caso del ser humano, cuya naturaleza es racional, esa determinación sólo afecta al
modo en que se realiza, libre, y no al contenido, que ha de ser querido y elegido explícitamente.
Por tanto, podemos afirmar que el libre albedrío muestra cómo la determinación de la naturaleza
en el hombre no actúa de modo necesario, y que lo involuntario es insuficiente por sí solo para expli-
carse, necesita del sentido que le dé la voluntad humana que actúa en conformidad con su naturaleza.
El ser humano está dotado de libre albedrío como medio para ser realmente libre. El libre albedrío
no es por sí mismo la libertad humana. Siempre la decisión de la voluntad libre toma pie en elementos
determinados por los niveles inferiores de nuestra naturaleza, en datos que no son queridos explícita-
mente. Tomaremos el ejemplo de la inspiración artística para que ayude a entenderlo.

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Es evidente que sólo el ser humano es capaz de realizar obras de arte, de manipular los distintos
elementos de la realidad física o de la lengua con el fin de transmitir una experiencia estética. Los hom-
bres podemos admirar la belleza de la naturaleza, pero ésta no puede elegir intencionalmente provocar
una experiencia estética en quien la contempla. El sujeto humano, sí. Pero vayamos directamente a la
consideración de qué condiciones se han de dar en el artista para que elabore una obra de arte.
No cabe duda de que el artista es una persona con unas cualidades especiales, con una sensibilidad
particular, con unas aficiones y un gusto determinados que le llevan a buscar ese modo de expresión
particular. Tampoco podemos obviar que es necesario un trabajo personal, una educación y una forma-
ción que le lleven a educar sus cualidades naturales en orden a un dominio mayor de la técnica, a cono-
cer la obra y la técnica de otros artistas. Pero todo esto no nos basta. No son suficientes ni las cualidades
personales, ni el trabajo de educación y formación personal.
Si esto fuera así, cualquiera que ya hubiera utilizado su voluntad para formarse y que contara con
los dones apropiados, sólo necesitaría de tiempo y ganas para generar continuamente, una tras otra,
obras de arte. Y sabemos que no es así. La inspiración artística, la genialidad no es fruto de la voluntad.
Sin la voluntad y el trabajo personal no vale de nada, queda estéril, se pierde en la irrelevancia. Pero las
cualidades sin la inspiración son meras destrezas, no arte.
La creación literaria es un buen ejemplo de todo esto. Cuando J. R. R. Tolkien se reunía con sus
compañeros de la tertulia literaria, los Inklings en el pub Eagle and Child, y se leían los folios que esta-
ban escribiendo de sus novelas, compartían un interés común por perfeccionar la obra personal. Había
una disciplina de trabajo: se reunían todos los jueves, cada quien llevaba su parte… Pero ninguno escri-
bía lo del otro, ni tenía las mismas ideas, ni las mismas tramas… Un comentario de otro le podía sugerir
nuevas perspectivas, sí, pero siempre dentro de la idea que a él, en algún momento y quién sabe cómo,
se le había ocurrido.
El nacimiento, desarrollo y culminación de El Señor de los Anillos es una buena prueba. La idea
original, la inspiración, le llegó a Tolkien hacia 1930 cuando, pensando historias que contar a sus hijos,
garabateó en un papel la famosa frase «en un agujero en el suelo vivía un hobbit». Que de ahí surgieran
los tres volúmenes que hoy conocemos, más El Hobbit y El Silmarillion, es fruto de un trabajo personal,
constante, con altibajos, al que se añaden nuevas y constantes inspiraciones e imaginaciones. Lo termi-
nó al final del otoño de 1949. Pero sabemos que en 1944 lo tuvo parado durante meses, porque según
dijo «no tengo energía mental ni invención». Su amigo C. S. Lewis lo apoyó entonces, convencido de
que «necesitaba un poco de presión, y probablemente responderá a ella». En definitiva, hasta que en
1954 la obra fue publicada como la conocemos hoy, el trabajo fue arduo y lento. Con inspiraciones,
desganas, esfuerzos, ilusiones, desánimos y apoyo de los amigos. Voluntario e involuntario forman una
amalgama inseparable que redunda en un único y común fin: la acción humana.
Los ejemplos podrían multiplicarse. No tendríamos más que analizar cualquier acción o comporta-
miento humano, para constatar que la voluntad no se pone en marcha si no hay elementos involuntarios
sobre los que apoyarse (cualidades, gustos, inspiración…), y sólo en la medida en que la voluntad guía
todos los niveles de la acción, ésta llega a su realización plena.
Algunos de los detractores de la libertad arguyen la necesidad de una prueba científica y positiva
que muestre su existencia. Es imposible, y por lo mismo recurrir a ella sería probar algo que no es la
libertad. Que la acción humana es de un tipo ontológicamente distinto del resto de la acciones de los
seres vivos ya ha quedado mostrado en el apartado anterior. Está bien, podría argüir alguien, pero en-
tonces lo que se impone, dado que es una acción espiritual, es eliminar todo lo no espiritual de la mis-
ma, y que es de lo que podemos tener constancia positiva, y argumentar negativamente: será justo y
sólo aquello que queda después de eliminar todo lo que sobra. Craso error. Es imposible, porque como
también hemos mostrado en ese análisis al que acabamos de aludir, es la imposibilidad de aislar el nivel
espiritual humano de los niveles inferiores: es a partir de esos niveles y con esos elementos –a los que el
sujeto humano da una nueva forma– como se explica la acción libre. La voluntad humana se manifiesta
de manera especial en el hecho de que a partir de esas condiciones y apoyada en esos elementos, pero
sin estar determinada por ellos, se pone en movimiento.
Por ese motivo podemos decir con claridad que la ejecución o puesta en marcha de la acción, no
supone en el hombre únicamente la elección entre opciones. Son dos momentos distintos: una cosa es
que yo tenga la experiencia de poder elegir entre opciones, y otra muy distinta la de poder decidir y
poner en práctica la acción.

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En conclusión, cuando el sujeto se pone en marcha para realizar su acción libre, tenemos la expre-
sión máxima de su condición espiritual, de su razón y libertad: la conciencia y posesión de sí para de-
terminarse. La expresión más acabada de la libertad, por tanto, está en la plena posesión de sí, en el
dominio de las propias facultades que obedecen la orden interior que la inteligencia les da para deter-
minarse a hacer el bien.

2.3. EL HORIZONTE PROPIO DE LA LIBERTAD

La distinción de estos pasos nos permite explicitar la experiencia personal que todos tenemos de
nuestra libertad. En la mayoría de las ocasiones, también es verdad, todos estos pasos no se producen
con igual importancia ni, desde luego, con el detenimiento con que aquí los hemos visto. Pero sí es cier-
to que podemos hacer un ejercicio de introspección y de examinar cómo en cada una de nuestras deci-
siones se reproducen las fases de este esquema. Podríamos comprobar también, si el ejercicio es since-
ro, hasta qué punto en muchas de las decisiones para las que acudo a la justificación de mi libertad,
realmente sucede que dimito de mi libertad para dejarme determinar por otros motivos que no son el de
mi crecimiento personal.
La libertad humana no es sólo un punto de partida, una condición previa, es más bien un camino,
un reto y un logro constante. El libre albedrío es el punto de partida del modo de ser humano, que no se
encuentra determinado por estructuras operativas inmanentes, como pueden ser los comportamientos
instintivos de los animales, o las respuestas de éstos a las informaciones que les llegan por la conciencia
sensible. Es una diferencia esencial, sin duda, pero no es toda la libertad. La libertad humana será, por
tanto, no sólo el libre albedrío, que es condición, sino la libertad de perfección, que es logro del sujeto.
La libertad humana es así, una libertad precaria, costosa, contingente. Y más que un derecho es un de-
ber, no se tiene, se edifica con las acciones dirigidas a hacerla perfeccionarme como sujeto y, por lo
mismo, a hacerla cada vez más posible.
En este sentido, el horizonte propio de la libertad humana, allí donde encuentra la referencia para su
modo de obrar, no puede estar constituido por ninguna referencia de índole inferior a la naturaleza espi-
ritual de la misma. En definitiva, la única manera posible de explicar el origen y la norma del valor
moral, de la obligación ética, supone apelar al ejercicio racional de la libertad, y por tanto, al ejercicio
de la libertad en conformidad con el juicio recto de la razón. Pero vayamos por partes: veremos prime-
ro cómo es posible el conocimiento del valor moral en cuanto tal valor moral, y después cuál es el único
fundamento adecuado para el mismo.
El valor moral es descubierto por la razón al juzgar ésta sobre la conformidad del acto humano
con las exigencias de la naturaleza espiritual del sujeto. Veamos la definición por partes, de modo que
comprendamos adecuadamente cada uno de sus elementos.
En primer lugar, tenemos que el valor moral es descubierto por nosotros en el ejercicio de la razón.
No podemos buscar la medida de la acción humana en algún elemento exterior a la racionalidad, y mu-
cho menos, en algún elemento «inferior» a la racionalidad. Es imposible dar cuenta de la exigencia de
universalidad sin apelar a una instancia racional. Sin el ejercicio de la razón no hablaríamos de «exigen-
cia», sino de necesidad, frente a la cual no habría nada que decir, o de indeterminación, lo que no ofre-
cería más salida que la indiferencia. Y no habría universalidad, porque nos encontraríamos siempre en
el nivel de la contingencia. Sólo a través del ejercicio de la racionalidad superamos como sujetos estos
dos límites, tal y como percibimos que sucede en el juicio moral –sea sobre nuestras propias acciones o
sobre las acciones de los demás, o de los demás sobre sus propias acciones–.
En segundo lugar, el valor moral desvela esta exigencia al juzgar de las acciones propiamente hu-
manas. Sin ejercicio de la razón no habría percepción del valor moral, pero es que esa exigencia de
universalidad no la percibimos al juzgar racionalmente de actos que suceden en el mundo físico o en el
biológico únicamente, fuera del alcance de nuestra voluntad libre. Sería absurdo plantearse la situación,
como es obvio, de modo que no parece necesario insistir más en este aspecto. La adhesión a la norma
moral implica este juicio sobre las acciones específicamente humanas.
Y, en tercer lugar, este juicio toma como referente la naturaleza espiritual del sujeto. No es un
círculo vicioso. No hablamos aquí de las condiciones subjetivas de cada individuo. La universalidad y
absolutez del valor, de la exigencia moral implican que nuestro juicio ponga en relación nuestra acción
contingente, particular, con un referente que sea real, universal, objetivo y dotado de valor por sí mis-

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mo: nuestra condición de sujetos espirituales. Si esto no fuera así, la exigencia no sería moral, sería otra
cosa.
El valor moral, con las características que le corresponden y pertenecen por definición, se nos pre-
senta en el ejercicio cotidiano de la racionalidad, bajo estas condiciones. Ahora bien, el siguiente y úl-
timo paso que nos queda por explicitar es el de considerar cuál es su fundamento.
El último paso del conocimiento del valor moral nos ha mostrado que el criterio conforme al cual
juzgamos es la propia naturaleza humana, y hemos dicho que esto no supone un círculo vicioso, sino
atender a la necesaria referencia con la naturaleza espiritual en la que se pone de manifiesto la exigencia
moral. Este último punto busca poner de relieve, precisamente, en qué sentido y por qué la naturaleza
humana es la norma del valor moral.
Es fácil comprender para todos que el uso técnico de la razón es muy diverso del uso moral de la
misma. El uso técnico de la razón supone simplemente el juicio sobre la adecuación de los medios a los
fines, mientras que el uso moral implica el juicio sobre la conveniencia propiamente humana de los
medios y de los fines.
Por más que la cultura ambiente se empeña en relativizar los valores morales, en defender la legíti-
ma arbitrariedad de los comportamientos individuales, la realidad es que no dejan de aparecer denuncias
sobre casos clamorosos de falta de ética en ámbitos como el ejercicio de la profesión, de las funciones
públicas… Parece, pues, que la exigencia moral ha de darse, y que conviene fundarla adecuadamente.
Si, por ejemplo, nos encontramos con un caso en el que un medio de comunicación diseña y lleva a la
práctica una campaña destinada a minar el prestigio y buen nombre de un personaje público, tenemos
un caso clarísimo en el que el uso técnico de la razón se separa del uso moral de la misma. Hay que
elaborar muy bien los mecanismos para realizar esa campaña de modo que no sea creíble, que no le
quede a la víctima posibilidad de defensa, y que no desprestigie al medio que la ha orquestado, sino que
realmente hunda a la víctima. Lo que parece evidente es que ese buen uso de la razón en el diseño téc-
nico de los medios no se ha correspondido con el buen uso de la razón en el diseño moral de los fines
para los que se hace.
Pero precisamente porque la norma del juicio moral de la razón es la propia naturaleza humana en
cuanto espiritual, el buen uso técnico de la misma no es suficiente como justificación. No me realizo
como persona sólo con el buen uso técnico de la razón: mi naturaleza espiritual exige la realización del
bien en cada una de mis acciones, y por tanto, he de juzgar siempre sobre la idoneidad de mis acciones
en relación con los fines propios de la naturaleza humana, y adecuar todas y cada una de mis decisio-
nes a estas exigencias. Como sujeto espiritual estoy siempre en relación con la norma moral que mi
naturaleza es para todas y cada una de mis acciones. Por eso no hay círculo vicioso: el referente o nor-
ma del valor moral no es mi naturaleza entendida en sentido individual, aunque mi juicio sea hecho por
mí. La norma del valor moral es la naturaleza humana en cuanto en mí –mis juicios y mis acciones– se
manifiesta en conformidad con las exigencias universales de la misma, con la verdad del hombre.

3. El sujeto que hace el bien

Toda la dinámica que explica desde el lado subjetivo la acción libre como la acción propia del suje-
to humano necesita de un estudio más detallado del elemento objetivo que constituye el fin propio del
sujeto humano que actúa. El último apartado de este capítulo, en consecuencia, centrará su dinámica
en el bien que ha de hacer el sujeto, no tanto en el sujeto que hace el bien, como hemos visto hasta
ahora. La riqueza de la reflexión ética reside, precisamente, en la apertura del sujeto al bien que ha de
ser realizado. Reducir la ética a deberes percibidos como ajenos a uno mismo e impuestos desde una
autoridad extraña falsifica la realidad del bien humano que ha de ser llevado a cabo en todas y cada una
de nuestras acciones. Cada uno de nosotros es un sujeto en situación. Sólo si aprendemos a vivir nuestra
libertad en esas condiciones seremos plenamente dueños de la misma.

3.1. LA LEY MORAL COMO NORMA DE LA MORALIDAD

El valor moral que el sujeto humano descubre como perfeccionante de sí mismo es descubierto,
como hemos dicho, en el ejercicio de la razón, en la formulación del juicio de eticidad por el que la

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persona descubre una determinada acción como adecuada o no con su naturaleza. De donde podemos
inferir de manera inmediata que la norma del obrar humano es la misma naturaleza humana descubier-
ta por el sujeto en el ejercicio de la razón. Son buenas aquellas acciones que descubrimos como con-
formes con la naturaleza humana, y malas aquellas disconformes. La naturaleza humana, por su condi-
ción espiritual, ha de entenderse de manera completa, según todas sus partes y la subordinación que
existe entre ellas, y según las relaciones con el resto de los seres, teniendo en cuenta la jerarquía exis-
tente entre ellos.
El ser humano, cuando formula un juicio de conciencia –incluso en el caso de aquellos que dicen no
hacer ningún juicio sobre los demás, pues tal afirmación ya es un juicio–, está poniendo en relación su
comportamiento con un cierto criterio de conducta que espera que quien le escucha descubra también
como válido, y comparta. La exigencia de adecuar la propia conducta con la ley moral es una experien-
cia tan universal que más que demostración lo que propiamente exige es reflexión sobre uno mismo. La
ley natural forma parte del patrimonio común de la Humanidad, es y ha sido accesible a todos en todos
los tiempos y lugares.
El hecho mismo de que no siempre se cumpla, no indica nada en contra de su validez ni de su uni-
versalidad, sino en todo caso, a favor de su carácter de ley moral: ante las leyes físicas no tenemos liber-
tad. Nadie tiene la opción de saltar por la ventana y no «cumplir» la ley de gravedad. Cuando hablamos
de la ley moral como ley natural queremos indicar, precisamente, junto con el carácter de ley que se
sigue de la naturaleza humana, su índole moral, su vinculación directa con la libertad humana.
La diversidad de prescripciones morales según épocas o culturas no constituye tampoco un argu-
mento suficiente en contra de la universalidad e inmutabilidad de la ley natural. El hecho de que la ley
natural sea inmutable es la única garantía de que nuestro conocimiento de la misma es posible, no de
que nuestro conocimiento de la misma es o ha sido siempre cierto. Además, como se suele señalar con
frecuencia, en no pocas ocasiones las diferencias que se señalan entre culturas diversas no atañen a lo
esencial de la ley, sino a concreciones diversas de un mismo precepto moral. Una de las acciones más
significativas de la condición moral del ser humano, la formulación de una promesa, es quizá también
una de las acciones en las que se muestra más claramente la universalidad de la ley. Decimos que es una
de las acciones más representativas de la condición moral del ser humano porque es signo de la superio-
ridad de la dimensión espiritual sobre el resto de las tendencias humanas. Por medio de la promesa soy
capaz de vincular mi voluntad, de modo libre y cierto, con una acción cuyo objeto no forma parte inme-
diata del horizonte de mi acción, y aseguro la determinación de la misma en un tiempo futuro. Todo
eso, además, ante la instancia moral que es otro sujeto espiritual ante quien formulo dicha promesa –que
puede ser de amor, de cumplimiento de un contrato, de satisfacción de unas necesidades depositadas por
mis padres en mí…–. ¿Podría alguien encontrar una cultura o civilización en la que la figura de la pro-
mesa como acto moral propiamente humano no exista? ¿Y podría alguien encontrar una cultura en la
que el incumplimiento de una promesa no sea una ofensa moral grave? Las diferencias en lo fundamen-
tal, realmente, son mínimas.
Ahora bien, lo que sí muestra la diversidad de concreciones de la ley moral a lo largo de la Historia
es la dificultad real de determinar el contenido preciso de la misma, es decir, aquellos parámetros con-
forme a los cuales se ha de juzgar la idoneidad de nuestras acciones, misión que corresponde llevar a
cabo a la conciencia del sujeto.

3.2. LA CONCIENCIA ÉTICA. LAS FUENTES DE LA MORALIDAD

Cuando hablamos de conciencia moral, huelga decirlo, no estamos refiriéndonos a la conciencia en


sentido psicológico. No se trata simplemente de la percepción que tiene el sujeto de sí mismo en cuanto
dueño de sus actos, sino de la capacidad de discernir acerca de la conveniencia de éstos con los fines
propios de la naturaleza espiritual del sujeto. De modo que la conciencia moral se convierte, realmente,
en el propio juez de nuestras acciones, que censura o aprueba su realización si actúa tras haberlas reali-
zado; o bien que obliga o prohíbe, si juzga antes.
Llegamos así a uno de los puntos clave de cualquier ética, y más todavía, de cualquier ética profe-
sional: el papel de la conciencia de cara a la acción personal. La conciencia, como juez inmediato de la
conveniencia de mi acción con los fines propios de la naturaleza humana, es la instancia que me orde-
na el bien que he de hacer o el mal que he de evitar. Es la regla subjetiva de la moralidad en cuanto

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que es la que aplica en cada caso la universalidad de la ley, de ahí la necesidad de seguir siempre el
mandato de la propia conciencia, que no es separable de la necesidad de que la conciencia juzgue siem-
pre rectamente. El papel de la conciencia es clave en las decisiones personales, pues es la raíz de la
libertad personal, y, por tanto, del crecimiento moral. Por eso las tiranías prometen la liberación de la
conciencia, no del hombre: prometen una falsa libertad. Adolf Hitler pronunció ante Hermann Rausch-
ning, que en 1933-34 era presidente del Senado de la ciudad libre de Dantzig, la siguiente frase: «Yo
libero al hombre de la construcción de un espíritu convertido en fin de sí mismo; de las sucias y humi-
llantes autoaflicciones de una quimera llamada conciencia y moral, y de las pretensiones de una libertad
y una autodeterminación personal, a la que sólo muy pocos pueden aspirar.» La liberación de la moral
no es más que la tiranía mayor a la que pueda estar sometido cualquier ser humano, y no al revés, como
a veces demagógicamente se dice. La propia conciencia moral es el único camino para la libertad per-
sonal.
De todo cuanto hemos visto hasta el momento se sigue que si el sujeto ha de seguir obligatoriamen-
te el juicio de su conciencia, y ésta ha de juzgar adecuadamente acerca de la conveniencia de la acción
con los fines propios de la naturaleza humana, las fuentes de la moralidad, lo que constituye la bondad
o maldad de un acto son: el objeto de la acción concreta, las circunstancias y el fin del agente.
La primera y fundamental de las fuentes de la moralidad del acto humano es el objeto del mismo.
Lo hemos visto al hablar de la acción humana en general: el sujeto no se autodetermina a obrar en abs-
tracto, siempre lo hace interpelado por un objeto que especifica la facultad. En el caso del objeto de la
acción moral, en cuanto que implica la determinación de la voluntad libre, el objeto no actúa de modo
mecánico, sino que incluye el dinamismo espiritual, y, por tanto, el objeto es el objeto material de la
acción en cuanto querido explícitamente como fin que determina a obrar.
Las circunstancias, es decir, el contexto en el que se realiza la acción moral, de modo habitual no
califican la acción moral de la misma. Las circunstancias vienen a ser como los accidentes en relación
con la sustancia, esto es, manifiestan de manera más explícita la idoneidad o inconveniencia del objeto
de la acción con los fines propios de la naturaleza humana. Dicho de otra manera, teniendo en cuenta
que la decisión del sujeto se produce siempre en una situación, en un contexto concreto, el papel de las
circunstancias es el de ayudar a definir el objeto propio de la elección.
Por último, el fin del agente pone de relieve que el obrar humano es el obrar propio de un sujeto es-
piritual. Bajo ninguna circunstancia un agente que no sea sujeto puede introducir una distinción entre
objeto y fin de la acción. Sólo el ser humano en cuanto ser libre, no determinado por el objeto, es capaz
de querer intencionalmente el objeto de la acción y el fin de la misma. Lo que normalmente sucede es
que el juicio moral establece la conveniencia entre ambos. Ahora bien, cuando en una acción el sujeto
que elabora el juicio conforme al cual toma una decisión establece una distinción entre el objeto querido
y el fin para el que se quiere, lo que sucede es que el objeto de la acción es considerado no como un fin,
sino como medio para otra acción distinta, cuya finalidad se añade a la calificación moral primera. En
consecuencia, un fin malo convierte en mala la acción que, aparentemente –y si hubiera sido querida
por sí misma–, podía ser buena; mientras que un fin bueno no puede convertir en buena una acción que
es de por sí mala. El aforismo clásico de que «el fin no justifica los medios» tiene aquí su punto de an-
claje y explicación. Un ejemplo puede ayudar a comprenderlo más fácilmente. Si yo he tenido noticia
de un caso de corrupción en el que están involucrados algunos destacados miembros del gobierno de mi
ciudad, y cuento con las pruebas que lo documentan, cumpliré con mi obligación de periodista desve-
lando la situación y sus implicaciones: el objeto y la finalidad de mi acción coinciden, ya que quiero
hacer lo que de hecho hago, denunciar una situación irregular. Ahora bien, si la finalidad no es la de-
nuncia en sí misma, sino el deseo de chantajear a los implicados en orden a conseguir determinados
favores o concesiones para mi lucro personal o para el del medio en que trabajo, entonces algo que en sí
podía ser positivo se convierte en mis manos en una acción negativa, porque el fin querido por mí no es
la denuncia, sino realmente utilizar ésta para chantajear a los implicados.

3.3. LAS REGLAS DE LA CONCIENCIA Y LOS PRINCIPIOS ÉTICOS

Teniendo en cuenta que la conciencia es ese santuario personal inviolable por el que cada sujeto
descubre las exigencias de la ley moral en su vida, y que como hemos indicado, su juicio obliga a nues-
tra libertad, hay unas reglas consideradas como las leyes de oro de la conciencia:

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La primera, que nunca es moralmente lícito obrar contra la propia conciencia, ya que sería como
actuar en contra de uno mismo, de las convicciones más profundas buscadas con sinceridad y honradez.
Por eso se afirma que el juicio de conciencia es obligatorio aun cuando sea erróneo, siempre y cuando el
error sea invencible, esto es, no se derive de una ignorancia voluntariamente querida o admitida. De
todos modos, cuando uno tiene dudas o cree encontrarse en el error, la propia conciencia le obliga a
solucionarlo y buscar la solución correcta antes de tomar una decisión.
En consecuencia, y esta es la segunda ley, nunca debemos tomar una decisión en caso de duda. No
es un ejercicio de responsabilidad personal, y tampoco profesional, tomar una decisión que puede estar
equivocada. Quizá cuando los perjudicados por una decisión de este estilo pueden ser otros, y ante mu-
chos, como sucede, por ejemplo, en el caso de dar una noticia de cuya veracidad no estamos seguros,
nos haga ver con claridad la fuerza de esta segunda ley. Tomar una decisión a ciegas es ponerse en ries-
go de cometer voluntariamente una acción mala.
Y por último, la tercera de las reglas que rige el ejercicio de la conciencia dice que es obligatorio
formar la propia conciencia. Está claro que si juzgamos erróneamente por una ignorancia o un descuido
voluntarios, somos responsables del mal cometido por seguir un juicio que nos obliga, pero de cuyo
error somos culpables.
En orden a facilitar el juicio de conciencia en situaciones particularmente complicadas los moralis-
tas han formulado algunos principios. Dado el carácter introductorio de este capítulo haremos alusión a
los dos principales con los que, sin duda alguna, el profesional tendrá una relación más habitual por la
concreción y utilidad de los mismos. Nos referimos al principio del mal menor y al principio del doble
efecto. Antes de ver la formulación general de cada uno, hemos de hacer una observación sobre su apli-
cación: en ambos casos se trata de principios que facilitan el juicio de conciencia, por lo tanto, no se
trata de artilugios con los que camuflar decisiones erróneas a sabiendas, pero para las que se buscan
excusas. La honradez es un supuesto inevitable para el juicio de conciencia.
El principio del mal menor es invocado con demasiada frecuencia aunque quizá no siempre como
principio de decisión moral. Su formulación más general indica que es lícito elegir un mal menor cuan-
do es la única alternativa entre dos o más opciones, y el resto suponen un mal mayor. En ningún caso
se tolera el mal como medio de conseguir un bien, sino sólo como alternativa para impedir un mal ma-
yor. En el fondo sigue estando el primer principio de la obligación moral de evitar el mal y hacer el
bien. La limitación de la condición humana puede provocar que en ocasiones sólo esté en nuestra mano
conseguir lo primero. En el ejercicio del periodismo es fácil encontrarnos en situaciones en las que la
denuncia de una corrupción o el poner de manifiesto un mal objetivo que implique el perjuicio de algu-
na persona o personas involucradas redunden en beneficio de la sociedad o de sus instituciones.
Por su parte, el principio del doble efecto facilita el juicio de conciencia en aquellos casos en los
que de una sola acción humana se deriven dos efectos, uno bueno y otro malo, y no sólo el primero e
inmediato querido por el agente. La aplicación de este principio implica el cumplimiento de cuatro su-
puestos:
 que el objeto de la acción querido por sí mismo no sea malo, esto es, que sea honesto o cuanto
menos indiferente; en caso contrario lo querido directamente por el agente ya supondría por sí
mismo un mal;
 que el fin del agente sea honesto, pues como hemos indicado al exponer las fuentes de la morali-
dad, mediatizar la acción buena para un fin malo supone ya querer una acción mala;
 que el efecto bueno sea el inmediato, y nunca como consecuencia del efecto malo, pues en ese
caso estaríamos queriendo directamente el mal como medio para el bien;
 y por último, que exista una causa grave proporcionada que justifique la realización de la acción
que implica el riesgo explicado, y que haga superior el bien querido al mal permitido.

3.4. LA VIRTUD, NO LOS CÓDIGOS, COMO FUNDAMENTO DE LA VIDA ÉTICA

Muy pobre sería el estudio de la ética como exigencia de perfección personal, si nos limitáramos a
ver por qué algo es obligatorio o a decidir por qué está bien o mal una determinada acción. La relación
entre la conciencia personal y la ley moral es el modo en que se expresa la más íntima de las aspira-
ciones del ser humano: la de superarse a sí mismo y lograr su plena realización personal. No tiene

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sentido afirmar que algo está bien o no si no es como guía de un proyecto más amplio, que es el proyec-
to personal de vida. En este manual que el lector tiene entre manos, además, este proyecto se concreta
en una de las facetas más importantes del ser humano que alcanza su madurez: el desarrollo de su pro-
fesión como medio de vida, de realización personal, de servicio a la sociedad.
Se entiende por ello que concluyamos este capítulo introductorio sobre los fundamentos generales
de la ética, apuntando cómo las virtudes constituyen la guía más eficaz para la consecución de ese pro-
yecto. Son el medio conseguido voluntariamente para encauzar y aprovechar todas las cualidades de las
que disponemos, así como para reducir el peso y la influencia de nuestras debilidades. Esa mezcla de
voluntariedad e involuntariedad que somos como animales racionales, tal y como ya hemos explicado,
exige de nosotros un empeño serio en conformar eso que Aristóteles denominó «segunda naturaleza»,
esas virtudes, intelectuales y morales, que adornarán nuestra capacidad de obrar. Queda aquí hecha la
mención a su papel dentro del conjunto de la vida ética entendida como proyecto de la persona, no co-
mo un conjunto de normas o mandatos que nos obligan desde fuera.
La vida de la persona es una, porque uno es el sujeto que la vive, que la realiza, que la piensa y que
la va perfilando. Por eso es un proyecto ético. Las facultades personales se desarrollarán en la medida
en la que estén guiadas por las virtudes morales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. La primera
es la clave para el recto ejercicio de la profesión del comunicador, ya que gracias a ella podemos dis-
cernir adecuadamente y juzgar rectamente sobre las acciones que hemos de hacer y evitar. La justicia,
por su parte, será la virtud que nos ayude a construir una personalidad y una profesión al servicio de los
demás. Es la primera de las virtudes también llamadas «relacionales», pues guían nuestras relaciones
sociales, haciendo que siempre estén atentas a respetar y ofrecer a cada uno lo que es propio. Las dos
virtudes restantes, no son menos importantes para la vida de un profesional de la comunicación y de la
información que, en definitiva, se debe a los demás: son las virtudes que modelan el aspecto pasional de
nuestra personalidad, contribuyendo a que todas nuestras acciones sirvan para nuestro crecimiento per-
sonal, manteniéndonos en la constancia, el esfuerzo y el equilibrio personales.

Bibliografía

Son muchos los libros que se publican constantemente sobre la ética en general. Dado que la finalidad de este
primer capítulo era ofrecer una síntesis de las bases más adecuadas para establecer un discurso moral coherente y
fundamentado, nos limitaremos a apuntar algunos de los libros cuya lectura consideramos imprescindible, o cuya
consulta puede ser de gran utilidad para profundizar el estudio filosófico de la ética:

AA. VV. Comunicar valores humanos. Unión Editorial, Madrid, 2002.


Aristóteles. Ética a Nicómaco. Gredos, Madrid, 1993.
De Finance, J. Éthique Générale. Roma, 1998.
Llano, A. La vida lograda. Ariel, Barcelona, 2002.
MacIntyre, A. Tras la virtud. Crítica, Barcelona, 2001.
Seifert, J. Qué es y qué motiva una acción moral. Editorial Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, 1997.
Simon, R. Moral. Herder, Barcelona, 1972.

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