La Noche Infinita

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Sinopsis:

Tras la caída del Instituto de Estudios Horológicos Avanzados, Cr∞n∞s está sumido en
una oscuridad aplastante que parece no tener fin. Habitantes de siglos y lugares distintos
coexisten en un Presente de Simultaneidad Indeterminada que desafía toda lógica;
docenas o cientos de versiones anteriores y futuras de una misma persona pueden llegar
a convivir en esta cruel realidad.

Lucas, Margo y Dante sobreviven de manera clandestina en un nuevo Cronopolio donde


la luz del sol es apenas un recuerdo agonizante. En esta última travesía, los tres
buscarán la ayuda de seres con poderes impensables para tratar de restaurar el Orden
Natural de los Acontecimientos y, al mismo tiempo, evitarán ser aprehendidos por un
ejército de cronófagos despiadados.

Los Cronopolios III. La noche infinita mantendrá a los lectores al borde de la emoción
en cada página, hasta un sorprendente desenlace donde un último y gran sacrificio será
inevitable.

(A continuación te invitamos a leer el primer capítulo de la novela).

En el principio fue la lejana oscuridad. Y de esa oscuridad inescrutable, que todo a su


paso devoraba con insaciable ímpetu, se desprendían atmósferas pesadas, casi
irrespirables de tan funestas, cuyo lento avance confirmaba el inicio de tiempos
terribles, porque en aquella tiniebla cualquier asomo de luz resultaba impensable.
Incluso la más delgada hebra luminosa no encontraría cabida dentro de esa muralla
negra que pronto establecería el dominio ilimitado del nuevo Cronopolio. La temida
noche infinita había llegado y los habitantes de Cr∞n∞s lo sabían.
Sobre su balsa de maderos podridos y frágiles, Tannator, la figura encapuchada de
aspecto cadavérico, remaba con un solo brazo sobre las Aguas de la Desmemoria. Tenía
la esperanza de llegar a Principia, la Ciudad Origen, para refugiarse de la oscuridad
amenazante en algún edificio abandonado, pues sabía que los moradores de aquella isla
en forma de espiral jamás le brindarían posada.

Aquella masa oscura que desdibujaba toda posibilidad de horizonte continuó ganando
terreno. Las aguas oceánicas comenzaron a encresparse, como si la sombra proyectada
sobre ellas acarreara fuerzas invisibles que traían consigo discordia y nada más. Los
habitantes de la isla corrieron a sus viviendas. Las madres tomaron de los brazos a sus
hijos para interrumpir los juegos y enseguida resguardarlos de aquella nebulosa
preocupante.

Cuando por fin la oscuridad logró envolver a la isla entera, después de que cada
centímetro de luz había cedido su territorio ante la implacable conquista de la negrura,
Tannator, sin haber conseguido llegar a la costa o a uno de los tantos muelles de
Principia, golpeó dos veces la balsa con su remo para que se hundiera. La silueta
encapuchada desapareció por completo de la superficie. Lo último que sus cuencas
vacías contemplaron antes de sumergirse fue la cima de la Torre del Tiempo, desde
donde las Tejedoras divisaban el futuro más desesperanzador.

Las siluetas de cada una aparecieron recortadas en las aberturas del pináculo de planta
pentagonal que coronaba la torre, a través de las cuales se desbordaba el manto del
tiempo que tejían incesantemente. Contemplaron en absoluto silencio esa oscuridad que
ahora, sabían, lo definiría todo. Ellas mismas habían registrado en horas recientes las
catástrofes que cambiarían para siempre el Orden Natural de los Acontecimientos.

Se alejaron de las aberturas, intercambiaron miradas en las cuales se adivinaba una


tristeza infinita y comenzaron a desvestirse. Lentamente se deshicieron de las togas que
llevaban anudadas sobre los hombros y alrededor de la cintura, y se retiraron la joyería
que adornaba sus cuerpos. Tan pronto se libraron de las sandalias, cada una de ellas dio
un paso dentro de unas palanganas dispuestas en hilera, en las cuales reposaban algunos
centímetros de agua tibia. Por medio de toallas, esponjas y un poco de jabón lavaron sus
propios cuerpos con suma delicadeza mientras rememoraban eventos destacables de sus
vidas. Al terminar de limpiar sus cuerpos, se ayudaron unas a otras a desenredarse los
cabellos, deshaciendo cada uno de sus nudos mediante peines confeccionados con
materiales tan arcaicos como ellas mismas. Una vez más decoraron sus cuerpos
desnudos con las joyas y, con la ayuda de tijeras, recortaron las secciones más recientes
que nacían de un rollo de tela milenario del cual se ramificaban cinco porciones donde
cada una había bordado los últimos eventos que narraban el azaroso porvenir y el
paulatino deterioro del Cronoverso. Esos retazos hicieron las veces de atavíos con los
que se vistieron. Intercambiaron sonrisas, abrazos y besos en las mejillas antes de
regresar a las cinco aberturas que perforaban el pináculo de la Torre del Tiempo y, sin
pronunciar una sola palabra de despedida, las Tejedoras se arrojaron al vacío.

En el vestíbulo de la torre, los horólogos en turno desatendieron sus estaciones de


trabajo cuando oyeron el estruendo que el impacto de los cuerpos, ahora irreconocibles,
había provocado sobre el suelo de piedra. Asistidos con lámparas de mano y cirios
encendidos buscaron el origen del estrépito. Negociaron la espesa oscuridad durante
varios segundos hasta que encontraron los cadáveres.
Airavana, Govinda, Narendra, Sovandra y Waspiria estaban muertas.

La horda de cronófagos que descendió sobre la Torre del Tiempo no se hizo esperar. Era
la primera vez que pisaban tierra sobre la Ciudad Origen, por lo que la mayor parte de
sus moradores desconocía la naturaleza perversa de estos seres. Quienes se negaron a
buscar refugio en sus viviendas, motivados por la curiosidad, resultaron ser las primeras
víctimas del ataque. El horror paralizó a más de uno al sentir los colmillos afilados de
sus agresores, sobre todo porque no comprendían lo que estaba ocurriendo debido a la
oscuridad imperante. Muy pronto los lamentos y alaridos derivados de aquella agonía,
que ni siquiera parecían escapar de gargantas humanas, salpicaron la negrura
permanente.

La masacre se prolongó durante varios minutos. Con cada mordida, los cronófagos
ganaban más fuerza. El vigor encapsulado en la sangre consumida los hacía rejuvenecer.
Los horólogos que laboraban en el vestíbulo de la torre cerraron de inmediato el acceso
principal para evitar la entrada del enemigo. Las lámparas de aceite y velas que
cargaban eran sus únicas fuentes de luz. Los gritos de las víctimas fuera de la torre
cesaron por completo. El silencio resultó más aterrador. Todo parecía haber vuelto a la
calma, pero los horólogos sabían que los cronófagos no eran seres capaces de mostrar la
menor compasión. Incluso si lograban saturarse con la sangre de sus víctimas, su apetito
de violencia no disminuiría.

Primero los sacudió un golpe sordo, como si un cronófago hubiera colisionado


accidentalmente contra la puerta debido a la oscuridad. Después el mismo sonido se
repitió un par de veces. La frecuencia de los golpes que siguieron logró angustiar a los
amurallados, aunque confiaban en el aguante de las puertas. Los centinelas del tiempo
acudieron al vestíbulo y asumieron posiciones de ataque. De pronto, los golpes se
detuvieron. Los reunidos intercambiaron miradas y susurros después de varios segundos
de silencio. ¿Comprendían ahora los cronófagos que cualquier intento de derribar las
puertas de la Torre del Tiempo sería inútil? En los rostros que delataban angustia poco a
poco fueron apareciendo sonrisas discretas, suspiros de alivio.

Bastó un golpe más para hacer añicos ambas puertas. Una multitud de cronófagos entró
volando con la potencia de una ráfaga y enseguida comenzó una segunda oleada de
ataques contra los moradores de Principia. Una por una las lámparas de mano y las velas
fueron extinguiéndose hasta que los gritos de auxilio y los lamentos salpicaron una vez
más la oscuridad. Aunque lo intentaron, la reacción de los centinelas del tiempo no fue
ni certera ni veloz para doblegar al ejército de cronófagos que los dejó hechos pedazos
en cuestión de segundos.

—Llévame hacia ellos —dijo una figura de talla imponente después de levantar a un
horólogo lastimado.

El horólogo obedeció sin cuestionar la orden y lo guio, cojeando, hacia una entrada de
aspecto ceremonial, custodiada por media docena de centinelas del tiempo, que
segundos después quedaron convertidos en cadáveres.
En el interior del Tribunal de los Cronistas sólo era posible distinguir nueve rostros
iluminados con las flamas de nueve velas; nueve rostros que parecían flotar en aquella
negrura impenetrable.

El cronófago de altura temible esbozó un cronograma de líneas complejas sobre un


muro y al terminar de trazar la última línea el espacio se iluminó, como si un sol
pequeño hubiera encontrado cabida en el espacio.

Los nueve Cronistas de Principia se encontraban sentados detrás de una mesa


semicircular. Cada uno de ellos trató de fingir calma cuando reconocieron al ser de gran
estatura. Si bien era cierto que nunca lo habían visto, también lo era que su descripción
física formaba parte de la cultura popular porque se encontraba impresa en volúmenes
sobre fábulas y supersticiones, además de cientos de tratados sobre tiempos oscuros y
catastróficos que habían manchado la historia del Cronoverso. Su aspecto era
legendario. Nécronos Malamentus no podía ser confundido con ningún otro ser. Su
figura espigada y de andar enfermizo contrastaba con la crueldad y la fortaleza que lo
caracterizaban. Volvió a tomar del cuello a Bruno Verus, el horólogo que lo había
guiado hasta el tribunal y, mediante un par de mordidas profundas, le separó la cabeza
del cuerpo para luego lanzarla contra Éxigus Pársifal, el líder de los Cronistas, quien
ocupaba el asiento central de la mesa. La cabeza se estrelló contra el muro posterior
cuando Éxigus se hizo a un lado para esquivarla. Lamentó la muerte de su colega. No
sólo había sido uno de los horólogos más destacados de la Torre del Tiempo, sino
también un gran amigo, uno a quien le tenía demasiado afecto.

—Sabemos por qué has venido —dijo el Cronista.

—Ya veo —respondió Nécronos Malamentus—. Tú y yo, Éxigus, no necesitamos de


introducciones o explicaciones que nos hagan perder el tiempo. Nuestra reputación e
intenciones nos preceden.

—¿Y por qué no nos asesinas de una buena vez? Para eso estás aquí.

—Todo a su debido tiempo, Éxigus. Me sorprende que un hombre como tú se rinda tan
fácilmente.

—Soy capaz de reconocer una causa perdida cuando la veo.

—«Una causa perdida». —Malamentus sonrió—. Al parecer, eres un hombre de pocas


palabras, pero son las correctas. Y ahora te encuentras frente a mí, después de toda una
vida dedicada a la preservación de la democracia en Cr∞n∞s. ¿De qué sirvió? No fue
más que una antesala para mi Cronopolio. —La sonrisa de Malamentus se esfumó. Sus
docenas de colmillos sucios desaparecieron detrás de unos labios delgados y púrpuras
que destacaban en su semblante casi albino de tan pálido—. La única razón por la que
siguen vivos es porque hasta este momento resultan indispensables para el
establecimiento absoluto de mi Edad Oscura.

—Ahora entiendo —reflexionó Pársifal—. Ni tú mismo lograste anticipar lo que


ocurriría al fusionar Alŧernia con Cr∞n∞s. Supusiste que la realidad de la primera
gobernaría sobre la segunda, que la realidad de Cr∞n∞s quedaría inmediatamente
obsoleta. Y ahora te enfrentas con un Presente de Simultaneidad Indeterminada, la más
terrible de las paradojas.

—Necesito que influyan en la labor de las Tejedoras del Tiempo —dijo Malamentus
entre dientes, seriamente irritado.

Éxigus Pársifal se levantó de su silla y permaneció de pie detrás de ella. Sus carcajadas
retumbaron en el Tribunal de los Cronistas. Sus ocho colegas se unieron al coro de risas
desafiantes algunos segundos después.

—Llegaste demasiado tarde —respondió Éxigus Pársifal una vez que dejó de reír—.
¿Acaso no encontraste sus cadáveres al llegar?

Los colmillos de Malamentus reaparecieron en señal de amenaza. De su túnica negra


extrajo una especie de espiral metálica y afilada que lanzó hacia el Cronista sentado a la
izquierda de los demás y cuya trayectoria curvilínea siguió perfectamente la posición de
los demás Cronistas sentados detrás de la mesa semicircular. Los hombres dejaron de
reír. El eco de sus carcajadas no tardó en desaparecer. De sus labios separados no
emergió una sola palabra, aunque intentaron pronunciar más de una para manifestar su
horror. Comenzaron a parpadear incesantemente.

Una por una, las cabezas de los ocho Cronistas que seguían sentados cayeron al suelo.
El gesto de espanto en ellas fue el común denominador. Éxigus Pársifal tragó saliva al
darse cuenta de que sus colegas aún estaban conscientes.

Nécronos Malamentus contempló el semblante descompuesto de Éxigus Pársifal, ahora


el único Cronista de Principia, mientras intentaba procesar lo ocurrido. Los cuerpos de
sus colegas decapitados continuaban en la misma posición, algunos cruzados de brazos,
otros con las manos sobre la mesa. De todos brotaban manantiales de sangre que no
tardaron en saturar sus vestimentas, para después crear pequeños riachuelos cuyo cauce
alcanzó las cabezas desperdigadas sobre el suelo.

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