Charles Baudelaire. El Público Moderno y La Fotografía

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El público moderno y la fotografía

Charles Baudelaire

Mi querido M..., si tuviera tiempo para entretenerlo, lo conseguiría fácilmente hojeando el


catálogo y haciendo un extracto de todos los títulos ridículos y de todos los temas
chuscos que tienen la ambición de llamar la atención. Es el espíritu francés. Tratar de
sorprender con medios de asombro ajenos al arte en cuestión es el gran recurso de las
gentes que no son naturalmente pintores. Algunas veces incluso, pero siempre en Francia,
ese vicio penetra en hombres que no están desprovistos de talento y que lo deshonran así
con una mezcla adúltera. Podría hacer desfilar ante sus ojos el título cómico a la manera
de los vaudevillistas, el título sentimental al que sólo le falta el punto de exclamación, el
título retruécano, el título profundo y filosófico, el título engañoso, o título con trampa,
del tipo de ¡Bruto, suelta a César! «¡Oh, raza incrédula y depravada! dice Nuestro Señor,
¿hasta cuándo estaré con vosotros? ¿hasta cuándo sufriré?»1. Esta raza, en efecto,
artistas y público, tiene tan poca fe en la pintura, que busca incesantemente disfrazarla y
envolverla como una medicina desagradable en cápsulas de azúcar; ¡y qué azúcar, por
Dios! Le señalaré dos títulos de cuadros que por lo demás no he visto: Amor y estofado! La
curiosidad se centra de inmediato en apetito, ¿no es cierto? Intento combinar
íntimamente esas dos ideas, la idea del amor y la idea de un conejo desollado y
compuesto en guiso. Realmente no puedo suponer que la imaginación del pintor haya
llegado hasta adaptar un carcaj, alas y una venda sobre el cadáver de un animal
doméstico; la alegoría sería verdaderamente demasiado oscura. Antes bien creo que el
título ha sido compuesto siguiendo la receta de Misantropía y arrepentimiento2. El
verdadero título sería por lo tanto: Personas enamoradas comiendo un estofado de conejo.
Y ahora, ¿son jóvenes o viejos, un obrero y una modistilla, o bien un inválido y una
vagabunda bajo una bóveda polvorienta? Habría que haber visto el cuadro. –¡Monárquico,
católico y soldado! Este es del género noble, el género paladín, Itinerario de Paris a
Jerusalén (Chateubriand, ¡perdón! las cosas más nobles pueden convertirse en causa de
caricatura, y las palabras políticas de un jefe de imperio en histrionismo de aprendiz). Ese
cuadro sólo puede representar a un personaje que hace tres cosas a la vez, se bate,
comulga y asiste al despertar de Luis XIV: Puede que sea un guerrero tatuado de flores de
lis y de imágenes religiosas. ¿Pero para qué desorientarse? Digamos simplemente que se
trata de un medio, pérfido y estéril, de asombro. Lo más deplorable es que el cuadro, por
singular que esto pueda parecer, puede ser bueno. Amor y estofado de conejo también. No
he visto un excelente grupito de escultura del que desgraciadamente no había anotado el
número, y cuando he querido conocer el tema he releído cuatro veces infructuosamente,
el catálogo. Por último, usted me ha hecho saber caritativamente que se llamaba Siempre
y Nunca. Me he sentido sinceramente afligido al ver que un hombre de verdadero talento
cultivaba inútilmente el jeroglífico.

Le pido perdón por haberme distraído unos instantes a la manera de los pequeños
periódicos. Pero, por frívolo que le parezca el tema, encontrará sin embargo,
examinándolo bien, un síntoma deplorable. Par concretarme en forma paradójica, le
pediré, a usted y a aquellos de su amigos que están más instruidos que yo en la historia del

1
Evangelio de San Mateo, 17:17.
2
Título de un drama del alemán Kotzebue.
arte, si el gusto de lo tonto, el gusto de lo espiritual (que es lo mismo), han existido, en
todos los tiempos, si Se alquila apartamento y otros conceptos alambicados han surgido
en todas las épocas para despertar el mismo entusiasmo, si la Venecia de Veronés y de
Bassano ha estado aquejada por eso logogrifos, si los ojos de Julio Romano, de Miguel
Ángel, de Bandinelli se han pasmado por semejantes monstruosidades; pregunto, en una
palabra, si el Sr. Biard es eterno y omnipresente, como Dios. No lo creo, y considero esos
horrores una gracia especial atribuida a la raza francesa. Que esos artistas le inoculan el
gusto, eso es cierto; que exigen de ellos que satisfagan tal necesidad, es no menos cierto;
pues si el artista embrutece al público, éste le corresponde. Son dos términos correlativos
que actúan uno sobre otro con igual potencia. Admiremos también con qué rapidez nos
sumimos en la vía del progreso (entiendo por progreso la dominación progresiva de la
materia), y qué maravillosa difusión se hace todos los días de la habilidad común, la que
puede adquirirse mediante la paciencia.

Entre nosotros el pintor natural, lo mismo que el poeta natural, es casi un monstruo. Aquí,
el gusto exclusivo de lo Verdadero (tan noble cuando está limitado a sus legítimas
aplicaciones) oprime y sofoca el gusto de lo Bello. Donde no habría que ver más que lo
Bello (imagino una bella pintura, y se puede adivinar fácilmente la que imagino), nuestro
público sólo busca lo Verdadero. No es artista, naturalmente artista; filósofo quizá,
moralista, ingeniero, aficionado a las anécdotas instructivas, todo lo que se quiera, pero
nunca espontáneamente artista. Siente o mejor juzga sucesivamente, analíticamente.
Otros pueblos, más favorecidos, sienten enseguida, de una vez, sintéticamente.

Hablaba anteriormente de los artistas que tratan de asombrar al público. El deseo de


asombrar y de sentirse asombrado es muy legítimo. It is a happiness to wonder; «es una
felicidad sentirse asombrado»; pero también, it is a happiness to dream, «es una felicidad
soñar»3. Todo el problema, si exige que yo le confiera el título de aficionado a las bellas
artes, consiste en saber mediante qué procedimientos desea crear o sentir el asombro.
Porque lo Bello es siempre asombroso, sería absurdo suponer que lo que asombroso es
siempre bello. Ahora bien, nuestro público, singularmente impotente para sentir la
felicidad del ensueño o de la admiración (signo de la pequeñez de espíritu), quiere que se
le asombre con medios ajenos al arte, y sus obedientes artistas se conforman a su gusto;
quieren impresionarlos, sorprenderlos, pasmarlos mediante estratagemas indignas,
porque le saben incapaz de extasiarse ante la táctica natural del arte verdadero.

En esos días deplorables, una industria nueva se dio a conocer y contribuyó no poco a
confirmar la fe en su necedad y a arruinar lo que podía quedar de divino en el espíritu
francés. Esta multitud idólatra postulaba un ideal digno de ella y apropiado a su
naturaleza, eso por supuesto. En materia de pintura y de estatuaria, el Credo actual de las
gentes de mundo, sobre todo en Francia (y no creo que nadie se atreva a afirmar lo
contrario), es éste: «Creo en la naturaleza y no creo más que en la naturaleza (hay buenas
razones para ello). Creo que el arte es y no puede ser más que la reproducción exacta de la
naturaleza (una secta tímida y disidente quiere que se desechen los objetos de naturaleza
repugnante, como un orinal o un esqueleto). De este modo, la industria que nos daría un
resultado idéntico a la naturaleza sería el arte absoluto». Un Dios vengador ha atendido a
los ruegos de esta multitud. Daguerre fue su Mesías, y entonces se dice: «Puesto que la

3
Cita de Edgar Allan Poe, Morella.
fotografía nos da todas las garantías deseables de exactitud (eso creen, ¡los insensatos!),
el arte es la fotografía». A partir de ese momento, la sociedad inmunda se precipitó, como
un solo Narciso, a contemplar su trivial imagen sobre el metal. Una locura, un fanatismo
extraordinario se apoderó de todos esos nuevos adoradores del sol. Se produjeron
extraños horrores. Asociando y agrupando a truhanes y truhanas, emperifollados como
los matarifes y las lavanderas en el Carnaval, rogando a esos héroes que quisieran
mantener, durante el tiempo necesario para la operación, su mueca de circunstancia, se
deleitaban reproduciendo las escenas, trágicas o graciosas, de la historia antigua. Algún
escritor demócrata ha debido encontrar el medio, barato, de difundir entre el pueblo el
gusto por la historia y por la pintura, cometiendo así un doble sacrilegio e insultando a un
tiempo a la divina pintura y al arte sublime del comediante. Poco tiempo después,
millares de ojos ávidos se inclinaban sobre los agujeros del estereóscopo como sobre los
tragaluces del infinito. El amor a la obscenidad, que es tan vivaz en el corazón natural del
hombre como el amor a sí mismo, no dejó escapar tan buena ocasión de satisfacerse, y no
se diga que los niños que regresaban de la escuela eran los únicos en disfrutar de esas
tonterías: suscitaron el entusiasmo de todos. He oído a una hermosa dama, una dama de
la buena sociedad, no de la mía, contestar a los que le ocultaban discretamente
semejantes imágenes, encargándose así de sentir el pudor en su lugar: «Dénmelo, no hay
nada demasiado fuerte para mí». Juro haberlo oído, pero ¿quién me creerá? «¡Ya ven lo
que son las grandes damas!» dice Alexandre Dumas. «¡Las hay más grandes todavía!»
dice Cazotte.

Como la industria fotográfica era el refugio de todos los pintores fracasados, demasiado
poco capacitados o demasiado perezosos para acabar sus estudios, ese universal
entusiasmo no sólo ponía de manifiesto el carácter de la ceguera y de la imbecilidad, sino
que también tenía el color de la venganza. Que tan estúpida conspiración, en la que se
encuentran, como en todas las demás, los embaucadores y los embaucados, pueda
triunfar de una manera absoluta, no puedo creerlo, o al menos no quiero creerlo; pero
estoy convencido de que los progresos mal aplicados de la fotografía han contribuido
mucho, como por otra parte todos los progresos puramente materiales, al
empobrecimiento del genio artístico francés, ya tan escaso. Por más que la fatuidad
moderna ruja, eructe todos los exabruptos de su tosca personalidad, vomite todos los
sofismas indigestos de los que la ha atiborrado hasta la saciedad una filosofía reciente,
cae de su peso que la industria, al irrumpir en el arte, se convierte en la más mortal
enemiga, y que la confusión de funciones impide cumplir bien ninguna. La poesía y el
progreso son dos ambiciosos que se odian con un odio instintivo, y, cuando coinciden en
el mismo camino, uno de los dos ha de valerse de otro. Si se permite que la fotografía
supla al arte en algunas de sus funciones pronto, gracias a la alianza natural que
encontrará en la necedad de la multitud, lo habrá suplantado o totalmente corrompido.
Es necesario, por tanto, que cumpla con su verdadero deber, que es el de ser la sirvienta
de las ciencias y de las artes, pero la muy humilde sirvienta, lo mismo que la imprenta y la
estenografía, que ni han creado ni suplido a la literatura. Que enriquezca rápidamente el
álbum del viajero y devuelva a sus ojos la precisión que falte a su memoria, que orne la
biblioteca del naturalista, exagere los animales microscópicos, consolide incluso con
algunas informaciones las hipótesis del astrónomo; que sea, por último, la secretaria y la
libreta de cualquiera que necesite en su profesión de una absoluta exactitud material,
hasta ahí tanto mejor. Que salve del olvido las ruinas colgantes, los libros, las estampas y
los manuscritos que el tiempo devora, las cosas preciosas cuya forma va a desaparecer y
que piden un lugar en los archivos de nuestra memoria, se le agradecerá y aplaudirá. Pero
si se le permite invadir el terreno de lo impalpable y de lo imaginario, en particular aquel
que sólo vale porque el hombre le añade su alma, entonces ¡ay de nosotros!

Sé que algunos me dirán: «La enfermedad que acaba de explicar es la de los imbéciles.
¿Qué hombre digno del nombre de artista y qué verdadero aficionado ha confundido
nunca el arte con la industria?» Lo sé, y sin embargo preguntaré a mi vez si creen en el
contagio del bien y del mal, en la acción de las multitudes sobre los individuos y en la
obediencia involuntaria, forzada, del individuo a la multitud. Que el artista influya sobre el
público, y que el público reaccione sobre el artista, es una ley incontestable e irresistible;
además los hechos, terribles testigos, son fáciles de estudiar; se puede constatar el
desastre. De día en día el arte disminuye el respeto a sí mismo, se posterna ante la
realidad exterior, y el pintor se inclina más y más a pintar, no lo que sueña, sino lo que ve.
Sin embargo, es una felicidad soñar, y era una gloria expresar lo que se soñaba; pero, ¡qué
digo! ¿sigue conociendo esa felicidad?

¿Afirmará el observador de buena fe que la invasión de la fotografía y la gran locura


industrial son por completo ajenas a ese deplorable resultado? ¿Está permitido suponer
que un pueblo cuyos ojos se acostumbran a considerar los resultados de una ciencia
material como los productos de lo bello no ha disminuido singularmente, al cabo de cierto
tiempo, la facultad de juzgar y de sentir lo que hay de más etéreo e inmaterial?

Baudelaire, Charles, «Salón de 1859, Cartas al Sr. Director de la Revue Francaise, Cap I, El público moderno y
la fotografía», en Baudelaire, Charles, Salones y otros escritos sobre arte, Madrid, Visor, 1996.

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