Peter Pan Autor James Matthew Barrie

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Peter Pan

J. M. Barrie
Índice
Aparece Peter
La sombra
¡Vámonos, vámonos!
El vuelo
La isla hecha realidad
La casita
La casa subterránea
La laguna de las sirenas
El ave de Nunca Jamás
El hogar feliz
El cuento de Wendy
El rapto de los niños
¿Creéis en las hadas?
El barco pirata
«Esta vez o Garfio o yo»
El regreso a casa
Cuando Wendy creció
1. Aparece Peter

Todos los niños crecen, excepto uno. No


tardan en saber que van a crecer y Wendy lo
supo de la siguiente manera. Un día, cuando
tenía dos años, estaba jugando en un jardín,
arrancó una flor más y corrió hasta su madre
con ella. Supongo que debía estar encantado-
ra, ya que la señora Darling se llevó la mano
al corazón y exclamó:
-¡Oh, por qué no podrás quedarte así para
siempre!
No hablaron más del asunto, pero desde
entonces Wendy supo que tenía que crecer.
Siempre se sabe eso a partir de los dos años.
Los dos años marcan el principio del fin.
Como es natural, vivían en el 14 y hasta
que llegó Wendy su madre era la persona
más importante. Era una señora encantadora,
de mentalidad romántica y dulce boca burlo-
na. Su mentalidad romántica era como esas
cajitas, procedentes del misterioso Oriente,
que van unas dentro de las otras y que por
muchas que uno descubra siempre hay una
más; y su dulce boca burlona guardaba un
beso que Wendy nunca pudo conseguir, aun-
que allí estaba, bien visible en la comisura
derecha.
Así es como la conquistó el señor Darling:
los numerosos caballeros que habían sido
muchachos cuando ella era una jovencita
descubrieron simultáneamente que estaban
enamorados de ella y todos corrieron a su
casa para declararse, salvo el señor Darling,
que tomó un coche y llegó el primero y por
eso la consiguió. Lo consiguió todo de ella,
menos la cajita más recóndita y el beso. Nun-
ca supo lo de la cajita y con el tiempo renun-
ció a intentar obtener el beso. Wendy pensa-
ba que Napoleón podría haberlo conseguido,
pero yo me lo imagino intentándolo y luego
marchándose furioso, dando un portazo.
El señor Darling se vanagloriaba ante
Wendy de que la madre de ésta no sólo lo
quería, sino que lo respetaba. Era uno de
esos hombres astutos que lo saben todo
acerca de las acciones y las cotizaciones. Por
supuesto, nadie entiende de eso realmente,
pero él daba la impresión de que sí lo enten-
día y comentaba a menudo que las cotizacio-
nes estaban en alza y las acciones en baja
con un aire que habría hecho que cualquier
mujer lo respetara.
La señora Darling se casó de blanco y al
principio llevaba las cuentas perfectamente,
casi con alegría, como si fuera un juego, y no
se le escapaba ni una col de Bruselas; pero
poco a poco empezaron a desaparecer coliflo-
res enteras y en su lugar aparecían dibujos
de bebés sin cara. Los dibujaba cuando debe-
ría haber estado haciendo la suma total. Eran
los presentimientos de la señora Darling.
Wendy llegó la primera, luego John y por
fin Michael. Durante un par de semanas tras
la llegada de Wendy estuvieron dudando si se
la podrían quedar, pues era una boca más
que alimentar. El señor Darling estaba orgu-
llosísimo de ella, pero era muy honrado y se
sentó en el borde de la cama de la señora
Darling, sujetándole la mano y calculando
gastos, mientras ella lo miraba implorante.
Ella quería correr el riesgo, pasara lo que
pasara, pero él no hacía las cosas así: él
hacía las cosas con un lápiz y un papel y si
ella lo confundía haciéndole sugerencias tenía
que volver a empezar desde el principio.
-No me interrumpas -le rogaba-. Aquí ten-
go una libra con diecisiete y dos con seis en
la oficina; puedo prescindir del café en la ofi-
cina, pongamos diez chelines, que hacen dos
libras, nueve peniques y seis chelines, con
tus dieciocho y tres hacen tres libras, nueve
chelines y siete peniques... ¿quién está mo-
viéndose?... ocho, nueve, siete, coma y me
llevo siete... no hables, mi amor... y la libra
que le prestaste a ese hombre que vino a la
puerta... calla, niña... coma y me llevo, ni-
ña... ¡ves, ya está mal!... ¿he dicho nueve
libras, nueve chelines y siete peniques? Sí, he
dicho nueve libras, nueve chelines y siete
peniques; el problema es el siguiente: ¿po-
demos intentarlo por un año con nueve libras,
nueve chelines y siete peniques?
-Claro que podemos, George -exclamó
ella. Pero estaba predispuesta en favor de
Wendy y, en realidad, de los dos, él era quien
tenía un carácter más fuerte.
-Acuérdate de las paperas -le advirtió casi
amenazadoramente y se puso a calcular otra
vez-. Paperas una libra, eso es lo que he
puesto, pero seguro que serán más bien
treinta chelines... no hables... sarampión una
con quince, rubeola media guinea, eso hace
dos libras, quince chelines y seis peniques...
no muevas el dedo... tos ferina, pongamos
que quince chelines...
Y así fue pasando el tiempo y cada vez da-
ba un total distinto; pero al final Wendy pudo
quedarse, con las paperas reducidas a doce
chelines y seis peniques y los dos tipos de sa-
rampión considerados como uno solo.
Con John se produjo la misma agitación y
Michael se libró aún más por los pelos, pero
se quedaron con los dos y pronto se veía a
los tres caminando en fila rumbo al jardín de
Infancia de la señora Fulsom, acompañados
de su niñera.
A la señora Darling le encantaba tener to-
do como es debido y el señor Darling estaba
obsesionado por ser exactamente igual que
sus vecinos, de forma que, como es lógico,
tenían una niñera. Como eran pobres, debido
a la cantidad de leche que bebían los niños,
su niñera era una remilgada perra de Terra-
nova, llamada Nana, que no había pertene-
cido a nadie en concreto hasta que los Dar-
ling la contrataron. Sin embargo, los niños
siempre le habían parecido importantes y los
Darling la conocieron en los jardines de Ken-
sington, donde pasaba la mayor parte de su
tiempo libre asomando el hocico al interior de
los cochecitos de los bebés y era muy odiada
por las niñeras descuidadas, a las que seguía
hasta sus casas y luego se quejaba de ellas
ante sus señoras. Demostró ser una joya de
niñera. Qué meticulosa era a la hora del ba-
ño, lo mismo que en cualquier momento de la
noche si uno de sus tutelados hacía el menor
ruido. Por supuesto, su perrera estaba en el
cuarto de los niños. Tenía una habilidad espe-
cial para saber cuándo no se debe ser indul-
gente con una tos y cuándo lo que hace falta
es abrigar la garganta con un calcetín. Hasta
el fin de sus días tuvo fe en remedios anti-
cuados como el ruibarbo y soltaba gruñidos
de desprecio ante toda esa charla tan de mo-
da sobre los gérmenes y cosas así. Era una
lección de decoro verla cuando escoltaba a
los niños hasta la escuela, caminando con
tranquilidad a su lado si se portaban bien y
obligándolos a ponerse en fila otra vez si se
dispersaban. En la época en que John comen-
zó a ir al colegio jamás se olvidó de su jersey
y normalmente llevaba un paraguas en la
boca por si llovía. En la escuela de la señorita
Fulsom hay una habitación en el bajo donde
esperan las niñeras. Ellas se sentaban en los
bancos, mientras que Nana se echaba en el
suelo, pero ésa era la única diferencia. Ellas
hacían como si no la vieran, pues pensaban
que pertenecía a una clase social inferior a la
suya y ella despreciaba su charla superficial.
Le molestaba que las amistades de la señora
Darling visitaran el cuarto de los niños, pero
si llegaban, primero le quitaba rápidamente a
Michael el delantal y le ponía el de bordados
azules, le arreglaba a Wendy la ropa y le ali-
saba el pelo a John.
Ninguna guardería podría haber funciona-
do con mayor corrección y el señor Darling lo
sabía, pero a veces se preguntaba inquieto si
los vecinos hacían comentarios.
Tenía que tener en cuenta su posición so-
cial.
Nana también le causaba otro tipo de pre-
ocupación. A veces tenía la sensación de que
ella no lo admiraba.
-Sé que te admira horrores, George -le
aseguraba la señora Darling y luego les hacía
señas a los niños para que fueran especial-
mente cariñosos con su padre. Entonces se
organizaban unos alegres bailes, en los que a
veces se permitía que participara Liza, la úni-
ca otra sirvienta. Parecía una pizca con su
larga falda y la cofia de doncella, aunque,
cuando la contrataron, había jurado que ya
no volvería a cumplir los diez años. ¡Qué ale-
gres eran aquellos juegos! Y la más alegre de
todos era la señora Darling, que brincaba con
tanta animación que lo único que se veía de
ella era el beso y si en ese momento uno se
hubiera lanzado sobre ella podría haberlo
conseguido. Nunca hubo familia más sencilla
y feliz hasta que llegó Peter Pan.
La señora Darling supo por primera vez de
Peter cuando estaba ordenando la imagina-
ción de sus hijos. Cada noche, toda buena
madre tiene por costumbre, después de que
sus niños se hayan dormido, rebuscar en la
imaginación de éstos y ordenar las cosas para
la mañana siguiente, volviendo a meter en
sus lugares correspondientes las numerosas
cosas que se han salido durante el día. Si
pudierais quedaros despiertos (pero claro que
no podéis) veríais cómo vuestra propia madre
hace esto y os resultaría muy interesante
observarla. Es muy parecido a poner en or-
den unos cajones. Supongo que la veríais de
rodillas, repasando divertida algunos de vues-
tros contenidos, preguntándose de dónde
habíais sacado tal cosa, descubriendo cosas
tiernas y no tan tiernas, acariciando esto con
la mejilla como si fuera tan suave como un
gatito y apartando rápidamente esto otro de
su vista. Cuando os despertáis por la maña-
na, las travesuras y los enfados con que os
fuisteis a la cama han quedado recogidos y
colocados en el fondo de vuestra mente y
encima, bien aireados, están extendidos
vuestros pensamientos más bonitos, prepa-
rados para que os los pongáis.
No sé si habéis visto alguna vez un mapa
de la mente de una persona. A veces los mé-
dicos trazan mapas de otras partes vuestras
y vuestro propio mapa puede resultar intere-
santísimo, pero a ver si alguna vez los pilláis
trazando el mapa de la mente de un niño,
que no sólo es confusa, sino que no para de
dar vueltas. Tiene líneas en zigzag como las
oscilaciones de la temperatura en un gráfico
cuando tenéis fiebre y que probablemente
son los caminos de la isla, pues el País de
Nunca Jamás es siempre una isla, más o me-
nos, con asombrosas pinceladas de color aquí
y allá, con arrecifes de coral y embarcaciones
de aspecto veloz en alta mar, con salvajes y
guaridas solitarias y gnomos que en su mayo-
ría son sastres, cavernas por las que corre un
río, príncipes con seis hermanos mayores,
una choza que se descompone rápidamente y
una señora muy bajita y anciana con la nariz
ganchuda. Si eso fuera todo sería un mapa
sencillo, pero también está el primer día de
escuela, la religión, los padres, el estanque
redondo, la costura, asesinatos, ejecuciones,
verbos que rigen dativo, el día de comer pas-
tel de chocolate, ponerse tirantes, dime la
tabla del nueve, tres peniques por arrancarse
un diente uno mismo y muchas cosas más
que son parte de la isla o, si no, constituyen
otro mapa que se transparenta a través del
primero y todo ello es bastante confuso, so-
bre todo porque nada se está quieto.
Como es lógico, los Países del Nunca ja-
más son muy distintos. El de John, por ejem-
plo, tenía una laguna con flamencos que vo-
laban por encima y que John cazaba con una
escopeta, mientras que Michael, que era muy
pequeño, tenía un flamenco con lagunas que
volaban por encima. John vivía en una barca
encallada del revés en la arena, Michael en
una tienda india, Wendy en una casa de hojas
muy bien cosidas. John no tenía amigos, Mi-
chael tenía amigos por la noche, Wendy tenía
un lobito abandonado por sus padres; pero
en general los Países de Nunca Jamás tienen
un parecido de familia y si se colocaran in-
móviles en fila uno tras otro se podría decir
que las narices son idénticas, etcétera. A es-
tas mágicas tierras arriban siempre los niños
con sus barquillas cuando juegan. También
nosotros hemos estado allí: aún podemos oír
el ruido del oleaje, aunque ya no desembar-
caremos jamás.
De todas las islas maravillosas la de Nunca
jamás es la más acogedora y la más compri-
mida: no se trata de un lugar grande y des-
parramado, con incómodas distancias entre
una aventura y la siguiente, sino que todo
está agradablemente amontonado. Cuando se
juega en ella durante el día con las sillas y el
mantel, no da ningún miedo, pero en los dos
minutos antes de quedarse uno dormido se
hace casi realidad. Por eso se ponen luces en
las mesillas.
A veces, en el transcurso de sus viajes por
las mentes de sus hijos, la señora Darling
encontraba cosas que no conseguía entender
y de éstas la más desconcertante era la pala-
bra Peter. No conocía a ningún Peter y, sin
embargo, en las mentes de John y Michael
aparecía aquí y allá, mientras que la de Wen-
dy empezaba a estar invadida por todas par-
tes de él. El nombre destacaba en letras ma-
yores que las de cualquier otra palabra y
mientras la señora Darling lo contemplaba le
daba la impresión de que tenía un aire curio-
samente descarado.
-Sí, es bastante descarado -admitió Wendy
a regañadientes. Su madre le había estado
preguntando.
-¿Pero quién es, mi vida?
-Es Peter Pan, mamá, ¿no lo sabes?
Al principio la señora Darling no lo sabía,
pero después de hacer memoria y recordar su
infancia se acordó de un tal Peter Pan que se
decía que vivía con las hadas. Se contaban
historias extrañas sobre él, como que cuando
los niños morían él los acompañaba parte del
camino para que no tuvieran miedo. En aquel
entonces ella creía en él, pero ahora que era
una mujer casada y llena de sentido común
dudaba seriamente que tal persona existiera.
-Además -le dijo a Wendy-, ahora ya sería
mayor.
-Oh no, no ha crecido -le aseguró Wendy
muy convencida-, es de mi tamaño.
Quería decir que era de su tamaño tanto
de cuerpo como de mente; no sabía cómo lo
sabía, simplemente lo sabía.
La señora Darling pidió consejo al señor
Darling, pero éste sonrió sin darle importan-
cia.
-Fíjate en lo que te digo -dijo-, es una ton-
tería que Nana les ha metido en la cabeza; es
justo el tipo de cosa que se le ocurriría a un
perro. Olvídate de ello y ya verás cómo se
pasa.
Pero no se pasaba y no tardó el molesto
niño en darle un buen susto a la señora Dar-
ling.
Los niños corren las aventuras más raras
sin inmutarse. Por ejemplo, puede que se
acuerden de comentar, una semana después
de que haya ocurrido la cosa, que cuando
estuvieron en el bosque se encontraron con
su difunto padre y jugaron con él. De esta
forma tan despreocupada fue como una ma-
ñana Wendy reveló un hecho inquietante.
Aparecieron unas cuantas hojas de árbol en
el suelo del cuarto de los niños, hojas que
ciertamente no habían estado allí cuando los
niños se fueron a la cama y la señora Darling
se estaba preguntando de dónde habrían sa-
lido cuando Wendy dijo con una sonrisa in-
dulgente:
-¡Seguro que ha sido ese Peter otra vez!
-¿Qué quieres decir, Wendy?
-Está muy mal que no barra -dijo Wendy,
suspirando. Era una niña muy pulcra.
Explicó con mucha claridad que le parecía
que a veces Peter se metía en el cuarto de los
niños por la noche y se sentaba a los pies de
su cama y tocaba la flauta para ella. Por des-
gracia nunca se despertaba, así que no sabía
cómo lo sabía, simplemente lo sabía.
-Pero qué bobadas dices, preciosa. Nadie
puede entrar en la casa sin llamar.
-Creo que entra por la ventana -dijo ella.
-Pero, mi amor, hay tres pisos de altura.
-¿No estaban las hojas al pie de la venta-
na, mamá?
Era cierto, las hojas habían aparecido muy
cerca de la ventana.
La señora Darling no sabía qué pensar,
pues a Wendy todo aquello le parecía tan
normal que no se podía desechar diciendo
que lo había soñado.
-Hija mía -exclamó la madre-, ¿por qué no
me has contado esto antes?
-Se me olvidó -dijo Wendy sin darle impor-
tancia. Tenía prisa por desayunar.
Bueno, seguro que lo había soñado.
Pero, por otra parte, allí estaban las hojas.
La señora Darling las examinó atentamente:
eran hojas secas, pero estaba segura de que
no eran de ningún árbol propio de Inglaterra.
Gateó por el suelo, escudriñándolo a la luz de
una vela en busca de huellas de algún pie
extraño. Metió el atizador por la chimenea y
golpeó las paredes. Dejó caer una cinta mé-
trica desde la ventana hasta la acera y era
una caída en picado de treinta pies, sin ni
siquiera un canalón al que agarrarse para
trepar.
Desde luego, Wendy lo había soñado.
Pero Wendy no lo había soñado, según se
demostró a la noche siguiente, la noche en
que se puede decir que empezaron las extra-
ordinarias aventuras de estos niños.
La noche de la que hablamos todos los ni-
ños se encontraban una vez más acostados.
Daba la casualidad de que era la tarde libre
de Nana y la señora Darling los bañó y cantó
para ellos hasta que uno por uno le fueron
soltando la mano y se deslizaron en el país de
los sueños.
Tenían todos un aire tan seguro y apacible
que se sonrió por sus temores y se sentó
tranquilamente a coser junto al fuego.
Era una prenda para Michael, que en el día
de su cumpleaños iba a empezar a usar ca-
misas. Sin embargo, el fuego daba calor y el
cuarto de los niños estaba apenas iluminado
por tres lamparillas de noche y al poco rato la
labor quedó en el regazo de la señora Dar-
ling. Luego ésta empezó a dar cabezadas con
gran delicadeza. Estaba dormida. Miradlos a
los cuatro, Wendy y Michael allí, John aquí y
la señora Darling junto al fuego. Debería
haber habido una cuarta lamparilla.
Mientras dormía tuvo un sueño. Soñó que
el País de Nunca jamás estaba demasiado
cerca y que un extraño chiquillo había conse-
guido salir de él. No le daba miedo, pues te-
nía la impresión de haberlo visto ya en las
caras de muchas mujeres que no tienen
hijos. Quizás también se encuentre en las
caras de algunas madres. Pero en su sueño
había rasgado el velo que oscurece el País de
Nunca Jamás y vio que Wendy, John y Mi-
chael atisbaban por el hueco.
El sueño de por sí no habría tenido impor-
tancia alguna, pero mientras soñaba, la ven-
tana del cuarto de los niños se abrió de golpe
y un chiquillo se posó en el suelo. Iba acom-
pañado de una curiosa luz, no más grande
que un puño, que revoloteaba por la habita-
ción como un ser vivo y creo que debió de ser
esta luz lo que despertó a la señora Darling.
Se sobresaltó soltando un grito y vio al
chiquillo y de alguna manera supo al instante
que se trataba de Peter Pan. Si vosotros o
Wendy o yo hubiéramos estado allí nos
habríamos dado cuenta de que se parecía
mucho al beso de la señora Darling. Era un
niño encantador, vestido con hojas secas y
los jugos que segregan los árboles, pero la
cosa más deliciosa que tenía era que conser-
vaba todos sus dientes de leche. Cuando se
dio cuenta de que era una adulta, rechinó las
pequeñas perlas mostrándolas.

2. La sombra

La señora Darling gritó y, como en res-


puesta a una llamada, se abrió la puerta y
entró Nana, que volvía de su tarde libre. Gru-
ñó y se lanzó contra el niño, el cual saltó
ágilmente por la ventana. La señora Darling
volvió a gritar, esta vez angustiada por él,
pues pensó que se había matado y bajó co-
rriendo a la calle para buscar su cuerpecito,
pero no estaba allí; levantó la vista y no vio
nada en la oscuridad de la noche, salvo algo
que le pareció una estrella fugaz.
Regresó al cuarto de los niños y se encon-
tró con que Nana tenía una cosa en la boca,
que resultó ser la sombra del chiquillo. Al
saltar éste por la ventana Nana la había ce-
rrado rápidamente, demasiado tarde para
atraparlo, pero a su sombra no le había dado
tiempo de escapar: la ventana se cerró de
golpe y la arrancó.
Os aseguro que la señora Darling examinó
la sombra atentamente, pero era una sombra
de lo más corriente. Nana no tenía dudas
sobre qué era lo mejor que se podía hacer
con esta sombra. La colgó fuera de la venta-
na, como diciendo: «Seguro que vuelve a
buscarla: vamos a ponerla en un sitio donde
la pueda coger fácilmente sin molestar a los
niños.»
Pero por desgracia la señora Darling no
podía dejarla colgando de la ventana: parecía
parte de la colada y no era digno del prestigio
de la casa. Se le ocurrió enseñársela al señor
Darling, pero éste estaba haciendo cálculos
para los abrigos de invierno de John y Mi-
chael, con un paño húmedo enrollado en la
cabeza para mantener el cerebro despejado y
daba pena molestarlo; además, ella ya sabía
perfectamente lo que él diría:
-Todo esto ocurre por tener un perro de
niñera.
Decidió enrollar la sombra y ponerla a
buen recaudo en un cajón, hasta que llegara
un momento adecuado para decírselo a su
marido. ¡Ay, Dios mío!
El momento llegó una semana después, en
aquel viernes de amargo recuerdo. Tenía que
ser viernes, cómo no 1.

1. Recordemos que según la superstición


anglosajona el viernes es el día de mala suer-
te.

-Debería haber tenido especial cuidado por


ser viernes -le decía después a su marido,
mientras a lo mejor Nana estaba a su otro
lado, sujetándole la mano.
-No, no, -le decía siempre el señor Dar-
ling-, yo soy el responsable de todo. Yo,
George Darling, lo hice. Mea culpa, mea cul-
pa.
Había sido educado en el estudio de los
clásicos.
Así se quedaban sentados noche tras no-
che recordando aquel fatídico viernes, hasta
que cada detalle quedaba grabado en sus
cerebros y salía por el otro lado como las ca-
ras de una acuñación defectuosa.
-Si yo no hubiera aceptado esa invitación
para cenar con los del 27 -decía la señora
Darling.
-Si yo no hubiera echado mi medicina en
el tazón de Nana -decía el señor Darling.
-Si yo hubiera fingido que me gustaba la
medicina -decían los ojos húmedos de Nana.
-Por culpa de mi afición a las fiestas,
George.
-Por culpa de mi nefasto sentido del
humor, mi vida. -Por culpa de mi susceptibili-
dad por tonterías, queridos amos.
Entonces al menos uno de ellos se de-
rrumbaba por completo; Nana por pensar:
«Es cierto, es cierto, no deberían haber teni-
do un perro de niñera.» Muchas veces era el
señor Darling quien enjugaba los ojos de Na-
na con un pañuelo.
-¡Ese canalla! -exclamaba el señor Darling
y Nana lo apoyaba con un ladrido, pero la
señora Darling nunca vituperaba a Peter:
había algo en la comisura derecha de su boca
que no quería que insultara a Peter.
Se quedaban sentados en el vacío cuarto
de los niños, recordando con fervor hasta el
más mínimo detalle de aquella espantosa
noche. Se había iniciado de una forma nor-
mal, exactamente igual que tantas otras no-
ches, cuando Nana preparó el agua para el
baño de Michael y lo llevó hasta él subido en
el lomo.
-No quiero irme a la cama -chilló él, como
quien piensa que tiene la última palabra so-
bre el asunto-. No quiero, no quiero. Nana,
todavía no son las seis. Por favor, por favor,
ya no te querré más, Nana. ¡Te digo que no
me quiero bañar, no y no!
Entonces entró la señora Darling, vestida
con su traje de noche blanco. Se había arre-
glado temprano porque a Wendy le encanta-
ba verla en traje de noche, con el collar que
George le había regalado. Llevaba la pulsera
de Wendy en el brazo: le había pedido que se
la prestara. A Wendy le encantaba prestarle
la pulsera a su madre.
Encontró a sus dos hijos mayores jugando
a que eran ella misma y su padre en el día
del nacimiento de Wendy y John estaba di-
ciendo:
-Señora Darling, me complace comunicarle
que es usted madre -y lo dijo exactamente en
el mismo tono en que el señor Darling lo po-
dría haber dicho en la auténtica ocasión.
Wendy bailó de alegría, como lo habría
hecho la auténtica señora Darling.
Luego nació John, con la pompa extraordi-
naria que según él se merecía el nacimiento
de un varón y Michael volvió del baño y pidió
nacer también, pero John dijo cruelmente que
ya no querían más.
Michael casi se echó a llorar.
-Nadie me quiere -dijo y, por supuesto, la
señora del traje de noche no pudo soportarlo.
-Yo sí -dijo-. Yo sí que quiero un tercer
hijo.
-¿Niño o niña? -preguntó Michael, sin de-
masiadas esperanzas.
-Niño.
Entonces él se echó en sus brazos. Qué
cosa tan insignificante para que se acordaran
de ella ahora el señor y la señora Darling y
Nana, pero no tan insignificante si aquella iba
a ser la última noche de Michael en el cuarto
de los niños.
Siguen con sus recuerdos.
-Fue entonces cuando entré yo como un
huracán, ¿verdad? -decía el señor Darling,
maldiciéndose a sí mismo y es cierto que
había sido como un huracán.
Quizás podría disculpársele un poco. Tam-
bién él se había estado arreglando para la
fiesta y todo iba bien hasta que llegó a la
corbata. Es increíble tener que decirlo, pero
este hombre, aunque entendía de acciones y
cotizaciones, no conseguía dominar la corba-
ta. A veces la prenda cedía ante él sin pre-
sentar batalla, pero había ocasiones en que
habría sido mejor para la casa si se hubiera
tragado el orgullo y se hubiera puesto una
corbata de nudo hecho.
Ésta fue una de esas ocasiones. Entró co-
rriendo en el cuarto de los niños con la terca
corbata toda arrugada en la mano.
-Pero bueno, ¿qué ocurre, papá querido?
-¡¿Que qué ocurre?! -aulló él, porque aulló
de verdad-. Pues esta corbata, que no se
anuda.
Se puso peligrosamente sarcástico.
-¡Alrededor de mi cuello, no! ¡Pero alrede-
dor del barrote de la cama, sí! ¡Ya lo creo,
veinte veces he logrado ponerla alrededor del
barrote de la cama, pero alrededor de mi
cuello, no! ¡Que, por favor, la disculpe!
Le pareció que la señora Darling no había
quedado debidamente impresionada y siguió
muy serio:
-Te advierto, mamá, que como esta corba-
ta no esté alrededor de mi cuello no salimos a
cenar esta noche y, si no salgo a cenar esta
noche, no vuelvo a la oficina en mi vida y, si
no vuelvo a la oficina, tú y yo nos moriremos
de hambre y nuestros hijos se verán arroja-
dos al arroyo.
Incluso entonces la señora Darling no per-
dió la calma.
-Déjame intentarlo, querido -dijo y en rea-
lidad eso era lo que él había venido a pedirle
que hiciera y con sus suaves y frescas manos
ella le anudó la corbata, mientras los niños se
apiñaban alrededor para ver cómo se decidía
su destino. A algunos hombres les habría
sentado mal que lo hiciera con tanta facilidad,
pero el señor Darling tenía un carácter de-
masiado bueno para eso: le dio las gracias
descuidadamente, se olvidó al instante de su
furia y un momento después bailaba por la
habitación con Michael a la espalda.
-¡Con cuánta alegría bailamos! -dijo ahora
la señora Darling, al recordarlo.
-¡Nuestro último baile! -gimió el señor
Darling.
-Oh, George, ¿te acuerdas de que Michael
me dijo de pronto: «¿Cómo me conociste,
mamá?»
-¡Ya lo creo que me acuerdo!
-Eran muy buenos, ¿no crees, George?
-Y eran nuestros, nuestros y ahora ya no
los tenemos.
El baile terminó al aparecer Nana y por
mala fortuna el señor Darling se chocó con
ella, llenándose los pantalones de pelos. No
sólo eran pantalones nuevos, sino que ade-
más eran los primeros que tenía en su vida
con trencillas y tuvo que morderse el labio
para evitar las lágrimas. Como es lógico, la
señora Darling lo cepilló, pero él volvió a de-
cir que era un error tener a un perro de niñe-
ra.
-George, Nana es una joya.
-No lo dudo, pero a veces me da la des-
agradable impresión de que ve a los niños
como si fueran perritos.
-Oh no, querido, estoy segura de que sabe
que tienen alma.
-No sé yo -dijo el señor Darling pensativo-,
no sé yo.
A su esposa le pareció que era la ocasión
de hablarle del chiquillo. Al principio rechazó
la historia con desdén, pero se quedó muy
serio cuando ella le mostró la sombra.
-No es de nadie que yo conozca -dijo,
examinándola cuidadosamente-, pero sí que
tiene aire de pillastre.
-¿Te acuerdas? Todavía estábamos hablan-
do de ello -dice el señor Darling-, cuando
entró Nana con la medicina de Michael. Nana,
nunca volverás a llevar el frasco en la boca y
todo por mi culpa.
Siendo como era un hombre fuerte, no hay
duda de que tuvo una actitud bastante tonta
con lo de la medicina. Si alguna debilidad
tenía, ésta era creer que toda su vida había
tomado medicinas con valentía y por eso, en
esta ocasión, cuando Michael rehuyó la cu-
chara que Nana llevaba en la boca, dijo en
tono reprobador:
-Pórtate como un hombre, Michael.
-No quiero, no quiero -lloriqueó Michael de
malos modos. La señora Darling salió de la
habitación para ir a buscarle una chocolatina
y al señor Darling le pareció que aquello era
una falta de firmeza.
-Mamá, no lo malcríes -le gritó-. Michael,
cuando yo tenía tu edad me tomaba las me-
dicinas sin rechistar. Decía: «Gracias, queri-
dos padres, por darme remedios para poner-
me bien.»
Él se creía de verdad que esto era cierto y
Wendy, que ya estaba en camisón, también
lo creía y dijo, para animar a Michael:
-Papá, esa medicina que tú tomas a veces
es mucho peor, ¿verdad?
-Muchísimo peor -dijo el señor Darling con
gallardía-, y me la tomaría ahora mismo para
darte un ejemplo, Michael, si no fuera porque
he perdido el frasco.
No lo había perdido exactamente: se había
encaramado en medio de la noche a lo alto
de un armario y lo había escondido allí. Lo
que no sabía era que la fiel Liza lo había en-
contrado y lo había vuelto a colocar en el
estante de su lavabo.
-Yo sé dónde está, papá -exclamó Wendy,
siempre feliz por ser útil-. Te lo traeré.
Y salió corriendo antes de que pudiera de-
tenerla. Al instante se le bajaron los humos
de una forma curiosísima.
-John -dijo, estremeciéndose-, es un po-
tingue asqueroso. Es esa cosa horrible, dul-
zona y pegajosa.
-Será cosa de un momento, papá -dijo
John alegremente y entonces entró Wendy
corriendo con la medicina en un vaso.
-Me he dado toda la prisa que he podido -
dijo jadeando.
-Has sido maravillosamente rauda -
contestó su padre, con una cortesía vengativa
que a ella le pasó inadvertida.
-Primero Michael -dijo obstinado.
-Primero papá -dijo Michael, que era de
natural desconfiado.
-Me voy a poner malo, ¿sabes? -dijo el se-
ñor Darling en tono amenazador.
-Vamos, papá -dijo John.
-Tú cállate, John -le espetó su padre.
Wendy estaba muy desconcertada.
-Yo creía que no te costaba tomarla, papá.
-No se trata de eso -contestó él-. Se trata
de que en mi vaso hay más que en la cuchara
de Michael.
Su orgulloso corazón estaba a punto de
estallar.
-Y eso no es justo; lo diría aunque estuvie-
ra a punto de dar mi último suspiro: eso no
es justo.
-Papá, estoy esperando -dijo Michael con
frialdad.
-Me parece muy bien que digas que estás
esperando; yo también estoy esperando.
-Papá es un cobardica.
-Tú sí que eres un cobardica.
-Yo no tengo miedo.
-Tampoco tengo miedo yo.
-Pues entonces tómatela.
-Pues entonces tómatela tú. Wendy tuvo
una espléndida idea.
-¿Por qué no os la tomáis los dos a la vez?
-Claro -dijo el señor Darling-. ¿Estás pre-
parado, Michael?
Wendy contó uno, dos, tres y Michael se
tomó la medicina, pero el señor Darling se
puso la suya detrás de la espalda.
Michael soltó un aullido de rabia y Wendy
exclamó:
-¡Oh, papá!
-¿Qué quieres decir con eso de «Oh, pa-
pá»? -inquirió el señor Darling-. Deja de gri-
tar, Michael. Me la iba a tomar, pero... fallé.
Era espantoso cómo lo miraban los tres,
como si no lo admiraran.
-Escuchad todos -dijo en tono de súplica,
tan pronto como Nana se hubo metido en el
cuarto de baño-, se me acaba de ocurrir una
broma estupenda. Pondré mi medicina en el
tazón de Nana y se la beberá, creyendo que
es leche.
Era del color de la leche, pero los niños no
tenían el sentido del humor de su padre y lo
miraron con reproche mientras vertía la me-
dicina en el tazón de Nana.
-Qué divertido -dijo no muy convencido y
ellos no se atrevieron a delatarlo cuando re-
gresaron Nana y la señora Darling.
-Nana, perrita -dijo, dándole palmaditas-,
te he puesto un poco de leche en el tazón,
Nana.
Nana agitó la cola, corrió hasta la medicina
y se puso a lamerla. Y luego, qué mirada le
echó al señor Darling, no una mirada de ra-
bia: le mostró el gran lagrimal rojo que nos
hace apiadarnos tanto de los perros nobles y
se metió arrastrándose en su perrera.
El señor Darling estaba avergonzadísimo
de sí mismo, pero no cedió. En medio de un
horrible silencio la señora Darling olisqueó el
tazón.
-Pero George -dijo-, ¡si es tu medicina!
-Sólo era una broma -rugió él, mientras
ella consolaba a los chicos y Wendy abrazaba
a Nana.
-Pues sí que sirve de mucho -dijo él amar-
gamente-, que yo me mate tratando de hacer
gracias en esta casa.
Y Wendy seguía abrazando a Nana.
-Muy bien -gritó él-. ¡Mímala! A mí nadie
me mima. ¡No, claro que no! Yo sólo soy el
que trae el pan a esta casa, así que por qué
habría que mimarme, ¡a ver por qué, por
qué, por qué!
-George -le rogó la señora Darling-, no gri-
tes tanto, que ten van a oír los criados.
Por alguna razón habían adquirido la cos-
tumbre de llamara Liza los criados.
-Pues que me oigan -contestó él sin mira-
mientos-. Que me oiga el mundo entero. Pero
me niego a dejar que ese perro siga hacién-
dose el amo del cuarto de mis niños una hora
más.
Los niños se echaron a llorar y Nana corrió
hasta él suplicante, pero él la apartó. Volvía a
sentirse un hombre fuerte.
-Es inútil, es inútil -exclamó-, el lugar que
te corresponde es el patio y allí es donde te
voy a atar en este mismo instante.
-George, George -susurró la señora Dar-
ling-, recuerda lo que te he dicho sobre ese
chiquillo.
Pero, ay, él no la escuchó. Estaba dispues-
to a demostrar quién era el amo de esa casa
y cuando las órdenes no consiguieron hacer
salir a Nana de su perrera, la sacó engatu-
sándola con dulces palabras y agarrándola
bruscamente, la arrastró fuera del cuarto de
los niños. Todo aquello se debía a su carácter
demasiado afectuoso, que ansiaba ser objeto
de admiración. Cuando la hubo atado en el
patio trasero, el desdichado padre se fue y se
sentó en el pasillo, apretándose los ojos con
los nudillos.
Entretanto la señora Darling había metido
a los niños en la cama en medio de un inusi-
tado silencio y había encendido sus lampari-
llas de noche. Oían ladrar a Nana y John dijo
lloriqueando:
-Es porque la está atando en el patio.
Pero Wendy era más perceptiva.
-Ése no es el ladrido de queja de Nana -
dijo, sin sospechar lo que estaba a punto de
ocurrir-, ése es el ladrido de cuando huele
algún peligro.
¡Peligro!
-¿Estás segura, Wendy?
-Oh, sí.
La señora Darling se estremeció y se acer-
có a la ventana. Estaba bien cerrada. Miró
hacia afuera y la noche estaba salpicada de
estrellas. Estaban agrupándose alrededor de
la casa, como si tuvieran curiosidad por ver lo
que iba a pasar allí, pero ella no se dio cuenta
de esto, ni de que una o dos de las más pe-
queñas le hacían guiños. No obstante, un
miedo impreciso se apoderó de su corazón y
le hizo exclamar:
-¡Ay, ojalá no tuviera que ir a una fiesta
esta noche! Incluso Michael, que ya estaba
medio dormido, se dio cuenta de que estaba
preocupada y preguntó:
-Mamá, ¿es que hay algo que nos pueda
hacer daño, después de encender las lampa-
rillas de noche?
-No, mi vida, -dijo ella-,,son los ojos que
una madre deja para proteger a sus hijos.
Fue de cama en cama cantándoles cosas
bonitas y el pequeño Michael le echó los bra-
zos al cuello.
-Mamá -exclamó-, estoy contento de te-
nerte.
Fueron las últimas palabras que le oiría
pronunciar durante mucho tiempo.
El número 27 sólo estaba a unas cuantas
yardas de distancia, pero había caído una
ligera nevada y los padres Darling caminaron
con cuidado para no mancharse los zapatos.
Ya eran las únicas personas que había en la
calle y todas las estrellas los observaban. Las
estrellas son hermosas, pero no pueden par-
ticipar activamente en nada, tienen que limi-
tarse a observar eternamente. Es un castigo
que les fue impuesto por algo que hicieron
hace tanto tiempo que ninguna estrella se
acuerda ya de lo que fue. Por ello, a las más
viejas se les han puesto los ojos vidriosos y
rara vez hablan (el parpadeo es el lenguaje
de las estrellas), pero las pequeñas todavía
sienten curiosidad. No es que sean realmente
amigas de Peter, el cual tiene la traviesa cos-
tumbre de acercarse sigilosamente por detrás
y tratar de apagarlas de un soplido, pero co-
mo les gusta tanto divertirse, esta noche se
pusieron de su parte y estaban deseando que
los mayores se quitaran de en medio. De
modo que en cuanto la puerta del 27 se cerró
tras el señor y la señora Darling hubo una
conmoción en el firmamento y la más peque-
ña de todas las estrellas de la Vía Láctea gri-
tó:
-¡Ahora, Peter!

3. ¡Vámonos, Vámonos!

Durante un rato después de que el señor y


la señora Darling se fueran de la casa, las
lamparillas que estaban junto a las camas de
los tres niños siguieron ardiendo alegremen-
te. Eran unas lamparillas encantadoras y
habría sido de desear que pudieran haberse
mantenido despiertas para ver a Peter, pero
la lamparilla de Wendy parpadeó y soltó un
bostezo tal que las otras dos también boste-
zaron y antes de cerrar la boca las tres se
habían apagado.
Ahora había otra luz en la habitación, mil
veces más brillante que las lamparillas y en el
tiempo que hemos tardado en decirlo, ya ha
estado en todos los cajones del cuarto de los
niños, buscando la sombra de Peter, ha re-
vuelto el armario y ha sacado todos los bolsi-
llos. En realidad no era una luz: creaba esta
luminosidad porque volaba de un lado a otro
a gran velocidad, pero cuando se detenía un
segundo se veía que era un hada, de apenas
un palmo de altura, pero todavía en etapa de
crecimiento. Era una muchacha llamada
Campanilla, primorosamente vestida con una
hoja, de corte bajo y cuadrado, a través de la
cual se podía ver muy bien su figura. Tenía
una ligera tendencia a engordar.
Un momento después de la entrada del
hada la ventana se abrió de golpe por el so-
plido de las estrellitas y Peter se dejó caer
dentro. Había llevado a Campanilla parte del
camino y todavía tenía la mano manchada de
polvillo de hada.
-Campanilla -llamó en voz baja, tras ase-
gurarse de que los niños estaban dormidos-.
Campanilla, ¿dónde estás? En ese momento
estaba en un jarro, disfrutando de lo lindo:
no había estado en un jarro en su vida.
-Vamos, sal de ese jarro y dime, ¿sabes
dónde han puesto mi sombra?
Un tintineo maravilloso como de campanas
doradas le contestó. Ese es el lenguaje de las
hadas. Los niños normales no lo oís nunca,
pero si lo pudierais oír os daríais cuenta de
que ya lo habíais oído en otra ocasión.
Campanilla dijo que la sombra estaba en la
caja grande. Quería decir la cómoda y Peter
se lanzó sobre los cajones, tirando lo que
contenían al suelo con las dos manos, del
mismo modo en que los reyes lanzan mone-
das a la muchedumbre. Al poco ya había re-
cuperado su sombra y con el entusiasmo se
olvidó de que había dejado a Campanilla en-
cerrada en el cajón.
Lo único que pensaba, aunque no creo que
pensara jamás, era que su sombra y él,
cuando se juntaran, se unirían como dos go-
tas de agua y cuando no fue así se quedó
horrorizado. Intentó pegársela con jabón del
cuarto de baño, pero eso también falló. Un
escalofrío recorrió a Peter, que se sentó en el
suelo y se echó a llorar.
Sus sollozos despertaron a Wendy, que se
sentó en la cama. No se alarmó al ver a un
desconocido llorando en el suelo del cuarto,
sólo sentía un agradable interés.
-Niño -dijo con cortesía-, ¿por qué lloras?
Peter también podía ser enormemente cor-
tés, pues había aprendido los buenos moda-
les en las ceremonias de las hadas y se le-
vantó y se inclinó ante ella con gran finura.
Ella se sintió muy complacida y lo saludó con
elegancia desde la cama.
-¿Cómo te llamas? -preguntó él.
-Wendy Moira Angela Darling -replicó ella
con cierta satisfacción-. Y tú, ¿cómo te lla-
mas?
-Peter Pan.
Ella ya estaba segura de que tenía que ser
Peter, pero le parecía un nombre bastante
corto.
-¿Eso es todo?
-Sí -dijo él con aspereza. Por primera vez
le parecía que era un nombre algo corto.
-Cómo lo siento -dijo Wendy Moira Angela.
-No es nada -masculló Peter.
Ella le preguntó dónde vivía.
-Segunda a la derecha -dijo Peter-, y luego
todo recto hasta la mañana.
-¡Qué dirección más rara!
Peter se sintió desalentado. Por primera
vez le parecía que quizás sí que era una di-
rección rara.
-No, no lo es.
-Quiero decir -dijo Wendy, recordando que
era la anfitriona-, ¿es eso lo que ponen en las
cartas?
Él deseó que no hubiera hablado de cartas.
-Yo no recibo cartas -dijo con desprecio.
-Pero tu madre recibirá cartas, ¿no?
-No tengo madre -dijo él. No sólo no tenía
madre, sino que no sentía el menor deseo de
tener una. Le parecía que eran unas personas
a las que se les había dado una importancia
exagerada. Sin embargo, Wendy sintió inme-
diatamente que se hallaba en presencia de
una tragedia.
-Oh, Peter, no me extraña que estuvieras
llorando -dijo y se levantó de la cama y corrió
hasta él.
-No estaba llorando por cosa de madres -
dijo él bastante indignado-. Estaba llorando
porque no consigo que mi sombra se me
quede pegada. Además, no estaba llorando.
-¿Se te ha despegado?
-Sí.
Entonces Wendy vio la sombra en el suelo,
toda arrugada y se apenó muchísimo por Pe-
ter.
-¡Qué horror! -dijo, pero no pudo evitar
sonreír cuando vio que había estado tratando
de pegársela con jabón. ¡Qué típico de un
chico!
Por fortuna ella supo al instante lo que
había que hacer.
-Hay que coserla -dijo, con un ligero tono
protector.
-¿Qué es coser? -preguntó él.
-Eres un ignorante.
-No, no lo soy.
Pero ella estaba encantada ante su igno-
rancia.
-Yo te la coseré, muchachito -dijo, aunque
él era tan alto como ella y sacó su costurero
y cosió la sombra al pie de Peter.
-Creo que te va a doler un poco -le advir-
tió.
-Oh, no lloraré -dijo Peter, que ya se creía
que no había llorado en su vida. Y apretó los
dientes y no lloró y al poco rato su sombra se
portaba como es debido, aunque seguía un
poco arrugada.
-Quizás debería haberla planchado -dijo
Wendy pensativa, pero a Peter, chico al fin y
al cabo, le daban igual las apariencias y esta-
ba dando saltos loco de alegría. Por desgra-
cia, ya se había olvidado de que debía su feli-
cidad a Wendy. Creía que él mismo se había
pegado la sombra.
-Pero qué hábil soy -se jactaba con entu-
siasmo-, ¡pero qué habilidad la mía!
Es humillante tener que confesar que este
engreimiento de Peter era una de sus carac-
terísticas más fascinantes. Para decirlo con
toda franqueza, nunca hubo un chico más
descarado.
Pero por el momento Wendy estaba es-
candalizada.
-Peter, qué engreído -exclamó con tre-
mendo sarcasmo-. ¡Y yo no he hecho nada,
claro!
-Has hecho un poco -dijo Peter descuida-
damente y siguió bailando.
-¡Un poco! -replicó ella con altivez-. Si no
sirvo para nada al menos puedo retirarme.
Y se metió de un salto en la cama con toda
dignidad y se tapó la cara con las mantas.
Para inducirla a mirar él fingió que se iba y
al fallar esto se sentó en el extremo de la
cama y le dio golpecitos con el pie.
-Wendy-dijo-, no te retires. No puedo evi-
tar jactarme cuando estoy contento conmigo
mismo, Wendy.
Pero ella seguía sin mirar, aunque estaba
escuchando atentamente.
-Wendy -siguió él con una voz a la que
ninguna mujer ha podido todavía resistirse-,
Wendy, una chica vale más que veinte chicos.
Wendy era una mujer por los cuatro cos-
tados, aunque no fueran costados muy gran-
des y atisbó fuera de las mantas.
-¿De verdad crees eso, Peter?
-Sí, de verdad.
-Pues me parece que es encantador por tu
parte -afirmó ella-, y me voy a volver a le-
vantar.
Y se sentó con él en el borde de la cama.
También le dijo que le daría un beso si él
quería, pero Peter no sabía a qué se refería y
alargó la mano expectante.
-¿Pero no sabes lo que es un beso? -
preguntó ella, horrorizada.
-Lo sabré cuando me lo des -replicó él muy
estirado y para no herir sus sentimientos ella
le dio un dedal.
-Y ahora -dijo él-, ¿te doy un beso yo?
Y ella replicó con cierto remilgo:
-Si lo deseas.
Perdió bastante dignidad al inclinar la cara
hacia él, pero él se limitó a ponerle la caperu-
za de una bellota en la mano, de modo que
ella movió la cara hasta su posición anterior y
dijo amablemente que se colgaría el beso de
la cadena que llevaba al cuello. Fue una suer-
te que lo pusiera en esa cadena, ya que más
adelante le salvaría la vida.
Cuando las personas de nuestro entorno
son presentadas, es costumbre que se pre-
gunten la edad y por ello Wendy, a la que
siempre le gustaba hacer las cosas correcta-
mente, le preguntó a Peter cuántos años te-
nía. La verdad es que no era una pregunta
que le sentara muy bien: era como un exa-
men en el que se pregunta sobre gramática,
cuando lo que uno quiere es que le pregunten
los reyes de Inglaterra.
-No sé -replicó incómodo-, pero soy muy
joven.
En realidad no tenía ni idea; sólo tenía
sospechas, pero dijo a la ventura:
-Wendy, me escapé el día en que nací.
Wendy se quedó muy sorprendida, pero
interesada y le indicó con los elegantes mo-
dales de salón, tocando ligeramente el cami-
són, que podía sentarse más cerca de ella.
-Fue porque oí a papá y mamá -explicó él
en voz baja-, hablar sobre lo que iba a ser yo
cuando fuera mayor.
Se puso nerviosísimo.
-No quiero ser mayor jamás -dijo con ve-
hemencia-. Quiero ser siempre un niño y di-
vertirme. Así que me escapé a los jardines de
Kensington y viví mucho, mucho tiempo entre
las hadas.
Ella le echó una mirada de intensa admira-
ción y él pensó que era porque se había es-
capado, pero en realidad era porque conocía
a las hadas. Wendy había llevado una vida
tan recluida que conocer hadas le parecía una
maravilla. Hizo un torrente de preguntas so-
bre ellas, con sorpresa por parte de él, ya
que le resultaban bastante molestas, porque
lo estorbaban y cosas así y de hecho a veces
tenía que darles algún cachete. Sin embargo,
en general le gustaban y le contó el origen de
las hadas.
-Mira, Wendy, cuando el primer bebé se
rió por primera vez, su risa se rompió en mil
pedazos y éstos se esparcieron y ése fue el
origen de las hadas.
Era una conversación aburrida, pero a ella,
que no conocía mucho mundo, le gustaba.
-Y así -siguió él afablemente-, debería
haber un hada por cada niño y niña.
-¿Debería? ¿Es que no hay?
-No. Mira, los niños de hoy en día saben
tantas cosas que dejan pronto de creer en las
hadas y cada vez que un niño dice: «No creo
en las hadas», algún hada cae muerta.
La verdad es que le parecía que ya habían
hablado suficiente sobre las hadas y se dio
cuenta de que Campanilla estaba muy silen-
ciosa.
-No sé dónde se puede haber metido -dijo,
levantándose y se puso a llamar a Campani-
lla. El corazón de Wendy se aceleró de la
emoción.
-Peter -exclamó, aferrándolo-, ¡no me di-
gas que hay un hada en esta habitación!
-Estaba aquí hace un momento -dijo él al-
go impaciente-. Tú no la oyes, ¿no?
Los dos aguzaron el oído.
-Lo único que oigo -dijo Wendy-, es como
un tintineo de campanas.
-Pues ésa es Campanilla, ése es el lengua-
je de las hadas. Me parece que yo también la
oigo.
El sonido procedía de la cómoda y Peter
puso cara de diversión. Nadie tenía un aire
tan divertido como Peter y su risa era el más
encantador de los gorjeos. Conservaba aún
su primera risa.
-Wendy-susurró-, ¡creo que la he dejado
encerrada en el cajón!
Dejó salir del cajón a la pobre Campanilla
y ésta revoloteó por el cuarto chillando furio-
sa.
-No deberías decir esas cosas -contestó
Peter-. Claro que lo siento mucho, ¿pero có-
mo iba a saber que estabas en el cajón?
Wendy no lo estaba escuchando.
-¡Oh, Peter! -exclamó-. ¡Ojalá se quedara
quieta y me dejara verla!
-Casi nunca se quedan quietas -dijo él, pe-
ro durante un instante Wendy vio la románti-
ca figurita posada en el reloj de cuco.
-¡Oh, qué bonita! -exclamó, aunque la cara
de Campanilla estaba distorsionada por la
rabia.
-Campanilla -dijo Peter amablemente-, es-
ta dama dice que desearía que fueras su
hada.
Campanilla contestó con insolencia.
-¿Qué dice, Peter?
No le quedó más remedio que traducir.
-No es muy cortés. Dice que eres una niña
grande y fea y que ella es mi hada.
Trató de discutir con Campanilla.
- Tú sabes que no puedes ser mi hada,
Campanilla, porque yo soy un caballero y tú
eres una dama.
A esto Campanilla replicó de la siguiente
manera.
-Cretino.
Y desapareció en el cuarto de baño.
-Es un hada bastante vulgar -explicó Peter
disculpándose-, se llama Campanilla porque
arregla las cacerolas y las teteras1 . Ahora
estaban juntos en el sillón y Wendy siguió
importunándolo con preguntas.

1. Campanilla es el nombre adoptado tra-


dicionalmente en español para esta hada, que
en inglés se llama Tinker Bell: ‘campana de
calderero’

-Si ahora ya no vives en los jardines de


Kensington...
-Todavía vivo allí a veces.
-¿Pero dónde vives más ahora?
-Con los niños perdidos.
-¿Quiénes son ésos?
-Son los niños que se caen de sus cocheci-
tos cuando la niñera no está mirando. Si al
cabo de siete días nadie los reclama se los
envía al País de Nunca Jamás para sufragar
gastos. Yo soy su capitán.
-¡Qué divertido debe de ser!
-Sí -dijo el astuto Peter-, pero nos senti-
mos bastantes solos. Es que no tenemos
compañía femenina.
-¿Es que no hay niñas?
-Oh, no, ya sabes, las niñas son demasia-
do listas para caerse de sus cochecitos.
Esto halagó a Wendy enormemente.
-Creo -dijo-, que tienes una forma encan-
tadora de hablar de las niñas; John nos des-
precia.
Como respuesta Peter se levantó y de una
patada, de una sola patada, tiró a John de la
cama, con mantas y todo. Esto le pareció a
Wendy bastante atrevido para un primer en-
cuentro y le dijo con firmeza que en su casa
él no era capitán. Sin embargo, John conti-
nuaba durmiendo tan plácidamente en el sue-
lo que dejó que se quedara allí.
-Ya sé que querías ser amable -dijo,
ablandándose-, así que me puedes dar un
beso.
Se había olvidado momentáneamente de
que él no sabía lo que eran los besos.
-Ya me parecía que querrías que te lo de-
volviera -dijo él con cierta amargura e hizo
ademán de devolverle el dedal.
-Ay, vaya -dijo la amable Wendy-, no quie-
ro decir un beso, me refiero a un dedal.
-¿Qué es eso?
-Es como esto. Le dio un beso.
-¡Qué curioso! -dijo Peter con curiosidad-.
¿Te puedo dar un dedal yo ahora?
-Si lo deseas -dijo Wendy, esta vez sin in-
clinar la cabeza. Peter le dio un dedal y casi
inmediatamente ella soltó un chillido.
-¿Qué pasa, Wendy?
-Es como si alguien me hubiera tirado del
pelo.
-Debe de haber sido Campanilla. Nunca la
había visto tan antipática.
Y, efectivamente, Campanilla estaba revo-
loteando por ahí otra vez, empleando un len-
guaje ofensivo.
-Wendy, dice que te lo volverá a hacer ca-
da vez que yo te dé un dedal.
-¿Pero por qué?
-¿Por qué, Campanilla?
Campanilla volvió a replicar:
-Cretino.
Peter no entendía por qué, pero Wendy sí
y se quedó un poquito desilusionada cuando
él admitió que había venido a la ventana del
cuarto de los niños no para verla a ella, sino
para escuchar cuentos.
-Es que yo no sé ningún cuento. Ninguno
de los niños perdidos sabe ningún cuento.
-Qué pena-dijo Wendy.
-¿Sabes -preguntó Peter-, por qué las go-
londrinas anidan en los aleros de las casas?
Es para escuchar cuentos. Ay, Wendy, tu ma-
dre os estaba contando una historia preciosa.
-¿Qué historia era?
-La del príncipe que no podía encontrar a
la dama que llevaba el zapatito de cristal.
-Peter -dijo Wendy emocionada-, ésa era
Cenicienta y él la encontró y vivieron felices
para siempre.
Peter se puso tan contento que se levantó
del suelo, donde habían estado sentados y
corrió a la ventana.
-¿Dónde vas? -exclamó ella alarmada.
-A decírselo a los demás chicos.
-No te vayas, Peter -le rogó ella-, me sé
muchos cuentos. Ésas fueron sus palabras
exactas, así que no hay forma de negar que
fue ella la que tentó a él primero.
Él regresó, con un brillo codicioso en los
ojos que debería haberla puesto en guardia,
pero no fue así.
-¡Qué historias podría contarles a los chi-
cos! -exclamó y entonces Peter la agarró y
comenzó a arrastrarla hacia la ventana.
-Wendy, ven conmigo y cuéntaselo a los
demás chicos. Como es natural se sintió muy
halagada de que se lo pidiera, pero dijo:
-Ay, no puedo. ¡Piensa en mamá! Además,
no sé volar.
-Yo te enseñaré.
-Oh, qué maravilla poder volar.
-Te enseñaré a subirte a la ventana y lue-
go, allá vamos.
-¡Oooh! -exclamó ella entusiasmada.
-Wendy. Wendy, cuando estás durmiendo
en esa estúpida cama podrías estar volando
conmigo diciéndoles cosas graciosas a las
estrellas.
-¡Oooh!
-Y, oye, Wendy, hay sirenas. -¡Sirenas!
¿Con cola? -Unas colas larguísimas.
-¡Oh! -exclamó Wendy-. ¡Qué maravilla
ver una sirena! Él hablaba con enorme astu-
cia.
-Wendy-dijo-, cuánto te respetaríamos to-
dos.
Ella agitaba el cuerpo angustiada. Era co-
mo si intentara seguir sobre el suelo del cuar-
to.
Pero él no se apiadaba de ella.
-Wendy -dijo, el muy taimado-, nos podrí-
as arropar por la noche.
-¡Oooh!
-A ninguno de nosotros nos han arropado
jamás por la noche.
-¡Oooh! -yle tendió los brazos.
-Y podrías remendarnos la ropa y hacernos
bolsillos. Ninguno de nosotros tiene bolsillos.
¿Cómo podía resistirse?
-¡Ya lo creo que sería absolutamente fasci-
nante! -exclamó-. Peter, ¿enseñarías a volar
a John y a Michael también?
-Si quieres -dijo él con indiferencia y ella
corrió hasta John y Michael y los sacudió.
-Despertad -gritó-, ha venido Peter Pan y
nos va a enseñar a volar.
John se frotó los ojos.
-Entonces me levantaré -dijo. Claro que
estaba en el suelo-. Caramba -indicó-. ¡Si ya
estoy levantado!
Michael también se había levantado ya,
completamente despabilado, pero de pronto
Peter hizo señas de que guardaran silencio.
Sus caras adquirieron la tremenda astucia de
los niños cuando escuchan por si oyen ruidos
del mundo de los mayores. No se oía una
mosca. Así pues, todo iba bien. ¡No, quietos!
Todo iba mal. Nana, que había estado ladran-
do con inquietud toda la noche, estaba ahora
callada. Era su silencio lo que habían oído.
«¡Apagad la luz! ¡Escondeos! ¡Deprisa!», ex-
clamó John, tomando el mando por única vez
en el curso de toda la aventura. Y así, cuando
entró Liza, sujetando a Nana, el cuarto de los
niños parecía el mismo de siempre, muy os-
curo y se podría haber jurado que se oía a
sus tres traviesos ocupantes respirando ange-
licalmente mientras dormían. En realidad lo
estaban haciendo engañosamente desde de-
trás de las cortinas.
Liza estaba de mal humor, porque estaba
haciendo la masa del pudding de Navidad en
la cocina y se había visto obligada a abando-
narlo, con una pasa todavía en la mejilla, por
culpa de las absurdas sospechas de Nana.
Pensó que la mejor forma de conseguir un
poco de paz era llevar a Nana un momento al
cuarto de los niños, pero bajo custodia, por
supuesto.
-Ahí tienes, animal desconfiado -dijo, sin
lamentar que Nana quedara desacreditada-,
están perfectamente a salvo, ¿no? Cada an-
gelito dormido en su cama. Escucha con qué
suavidad respiran.
Entonces, Michael, envalentonado por su
éxito, respiró tan fuerte que casi los descu-
bren. Nana conocía ese tipo de respiración y
trató de soltarse de las garras de Liza.
Pero Liza era dura de mollera.
-Basta ya, Nana -dijo con severidad, arras-
trándola fuera de la habitación-. Te advierto
que si vuelves a ladrar iré a buscar a los se-
ñores y los traeré a casa sacándolos de la
fiesta y entonces, menuda paliza te va a dar
el señor, ya verás.
Volvió a atar a la desdichada perra, ¿pero
creéis que Nana dejó de ladrar? ¡Traer de la
fiesta a los señores! Pero si eso era lo que
quería exactamente. ¿Creéis que le importaba
que le pegaran mientras sus tutelados estu-
vieran a salvo? Por desgracia Liza volvió a su
«pudding» y Nana, viendo que no podía espe-
rar ninguna ayuda de ella, tiró y tiró de la
cuerda hasta que por fin la rompió. A los po-
cos instantes entraba corriendo en el come-
dor del número 27 y levantaba las patas, la
forma más expresiva que tenía de dar un
mensaje. El señor y la señora Darling supie-
ron de inmediato que algo horrible sucedía en
el cuarto de sus niños y sin despedirse de su
anfitriona salieron a la calle.
Pero habían pasado diez minutos desde
que los tres pillastres habían estado respiran-
do detrás de las cortinas y Peter Pan puede
hacer muchas cosas en diez minutos.
Volvamos ahora al cuarto de los niños.
-Todo en orden -anunció John, saliendo de
su escondite-. Oye, Peter, ¿de verdad sabes
volar?
En vez de molestarse en contestarle Peter
voló por la habitación posándose al pasar en
la repisa de la chimenea.
-¡Estupendo! -dijeron John y Michael.
-¡Encantador! -exclamó Wendy.
-¡Sí, soy encantador, pero qué encantador
soy! -dijo Peter, olvidando los modales de
nuevo.
Parecía maravillosamente fácil y lo intenta-
ron primero desde el suelo y luego desde las
camas, pero siempre iban hacia abajo en vez
de hacia arriba.
-Oye, ¿cómo lo haces? -preguntó John,
frotándose la rodilla. Era un chico muy prácti-
co.
-Te imaginas cosas estupendas -explicó
Peter-, y ellas te levantan por los aires.
Se lo volvió a demostrar.
-Lo haces muy rápido -dijo John-, ¿no po-
drías hacerlo una vez muy despacio?
Peter lo hizo despacio y deprisa.
-¡Ya lo tengo, Wendy! -exclamó John, pero
pronto descubrió que no era así. Ninguno de
ellos conseguía elevarse ni una pulgada, aun-
que incluso Michael dominaba ya las palabras
de dos sílabas, mientras que Peter no sabía ni
hacer la O con un canuto.
Claro que Peter les había estado tomando
el pelo, pues nadie puede volar a menos que
haya recibido el polvillo de las hadas. Por
suerte, como ya hemos dicho, tenía una ma-
no llena de él y se lo hechó soplando a cada
uno de ellos, con un resultado magnífico.
-Ahora agitad los hombros así -dijo-, y
lanzaos.
Estaban todos subidos a las camas y el va-
liente Michael se lanzó el primero.
No tenía realmente intención de lanzarse,
pero lo hizo e inmediatamente cruzó flotando
la habitación.
-¡He volado! -chilló cuando aún estaba en
el aire.
John se lanzó y se topó con Wendy cerca
del cuarto de baño.
-¡Maravilloso!
-¡Estupendo!
-¡Miradme!
-¡Miradme!
-¡Miradme!
No tenían ni la mitad de elegancia que Pe-
ter, no podían evitar agitar las piernas un
poco, pero sus cabezas tocaban el techo y no
existe casi nada tan maravilloso como eso.
Peter le dio la mano a Wendy al principio,
pero tuvo que desistir, porque Campanilla se
puso furiosa.
Arriba y abajo, vueltas y más vueltas. Di-
vino era el calificativo de Wendy.
-Oye -exclamó John-, ¡¿por qué no salimos
fuera?!
Por supuesto, era a esto a lo que Peter los
había estado empujando.
Michael estaba dispuesto: quería ver cuán-
to tardaba en hacer un billón de millas. Pero
Wendy vacilaba.
-¡Sirenas! -repitió Peter.
-¡Oooh!
-Y hay piratas.
-¡Piratas! -exclamó John, cogiendo su
sombrero de los domingos-. Vámonos ahora
mismo.
Justo en ese momento el señor y la señora
Darling salían corriendo con Nana del número
27. Corrieron hasta el centro de la calle para
mirar hacia la ventana del cuarto de los niños
y, sí, seguía cerrada, pero la habitación esta-
ba inundada de luz y, lo que era aún más
estremecedor, en la sombra de la cortina vie-
ron tres pequeñas siluetas en ropa de cama
que daban vueltas yvueltas, pero no en el
suelo, sino por el aire.
¡Tres siluetas no, cuatro!
Temblando, abrieron la puerta de la calle.
El señor Darling se habría lanzado escaleras
arriba, pero la señora Darling le indicó que
fuera con más calma. Incluso trató de conse-
guir que su corazón se calmara.
¿Llegarán a tiempo al cuarto de los niños?
Si es así, qué alegría para ellos y todos solta-
remos un suspiro de alivio, pero no habrá
historia. Por otra parte, si no llegan a tiempo,
prometo solemnemente que todo saldrá bien
al final.
Habrían llegado al cuarto de los niños a
tiempo de no haber estado vigilándolos las
estrellitas. Una vez más las estrellas abrieron
la ventana de un soplo y la estrella más pe-
queña de todas gritó:
-¡Ojo, Peter!
Entonces Peter supo que no había tiempo
que perder.
-Vamos -gritó imperiosamente y se elevó
al momento en la noche seguido de John,
Michael y Wendy.
El señor y la señora Darling y Nana se pre-
cipitaron en el cuarto de los niños demasiado
tarde. Los pájaros habían volado.

4. El vuelo

La segunda a la derecha y todo recto hasta


la mañana. Ése, según le había dicho Peter a
Wendy, era el camino hasta el País de Nunca
Jamás, pero ni siquiera los pájaros, contando
con mapas y consultándolos en las esquinas
expuestas al viento, podrían haberlo avistado
siguiendo estas instrucciones. Es que Peter
decía lo primero que se le ocurría.
Al principio sus compañeros confiaban en
él sin reservas y eran tan grandes los place-
res de volar que perdían el tiempo girando
alrededor de las agujas de las iglesias o de
cualquier otra cosa elevada que se encontra-
ran en el camino y les gustara.
John y Michael se echaban carreras, Mi-
chael con ventaja. Recordaban con desprecio
que no hacía tanto que se habían creído muy
importantes por poder volar por una habita-
ción.
No hacía tanto. ¿Pero cuánto realmente?
Estaban volando por encima del mar antes de
que esta idea empezara a preocupar a Wendy
seriamente. A John la parecía que iban ya por
su segundo mar y su tercera noche.
A veces estaba oscuro y a veces había luz
y de pronto tenían mucho frío y luego dema-
siado calor. ¿Sentían hambre a veces real-
mente, o sólo lo fingían porque Peter tenía
una forma tan divertida y novedosa de ali-
mentarlos? Esta forma era perseguir pájaros
que llevaran comida en el pico adecuada para
los humanos y arrebatársela; entonces los
pájaros los seguían y se la volvían a quitar y
todos se iban persiguiendo alegremente du-
rante millas, separándose por fin y expresán-
dose mutuamente sus buenos deseos. Pero
Wendy se percató con cierta preocupación de
que Peter no parecía saber que ésta era una
forma bastante rara de conseguir el pan de
cada día, ni siquiera que había otras formas.
Ciertamente no fingían tener sueño, lo te-
nían y eso era peligroso, porque en el mo-
mento en que se dormían, empezaban a caer.
Lo espantoso era que a Peter eso le parecía
divertido.
-¡Allá va otra vez! -gritaba regocijado,
cuando Michael caía de pronto como una pie-
dra.
-¡Sálvalo, sálvalo! -gritaba Wendy, miran-
do horrorizada el cruel océano que tenían
debajo. Por fin Peter se lanzaba por el aire y
atrapaba a Michael justo antes de que se es-
trellara en el mar y lo hacía de una manera
muy bonita, pero siempre esperaba hasta el
último momento y parecía que era su habili-
dad lo que le interesaba y no salvar una vida
humana. También le gustaba la variedad y lo
que en un momento dado lo absorbía de
pronto dejaba de atraerlo, de modo que
siempre existía la posibilidad de que la
próxima vez que uno cayera él lo dejara hun-
dirse.
Él podía dormir en el aire sin caerse, por el
simple método de tumbarse boca arriba y
flotar, pero esto era, al menos en parte, por-
que era tan ligero que si uno se ponía detrás
de él y soplaba iba más rápido.
-Sé más educado con él -le susurró Wendy
a John, cuando estaban jugando al «Sígue-
me».
-Pues dile que deje de presumir -dijo John.
Cuando jugaban al Sígueme, Peter volaba
pegado al agua y tocaba la cola de cada tibu-
rón al pasar, igual que en la calle podéis se-
guir con el dedo una barandilla de hierro.
Ellos no podían seguirlo en esto con excesivo
éxito, de forma que quizás sí que fuera pre-
sumir, especialmente porque no hacía más
que volverse para ver cuántas colas se le
escapaban.
-Debéis ser amables con él -les inculcó
Wendy a sus hermanos-. ¿Qué haríamos si
nos abandonara?
-Podríamos volver -dijo Michael.
-¿Y cómo lograríamos encontrar el camino
de vuelta sin él?
-Bueno, pues entonces podríamos seguir -
dijo John.
-Eso es lo horrible, John. Tendríamos que
seguir, porque no sabemos cómo parar.
Era cierto: Peter se había olvidado de en-
señarles a parar. John dijo que si pasaba lo
peor, todo lo que tenían que hacer era seguir
adelante, ya que el mundo era redondo, de
forma que acabarían por volver a su propia
ventana.
-¿Y quién nos va a conseguir comida,
John?
-Yo le saqué del pico un trocito a ese águi-
la bastante bien, Wendy.
-Después de veinte intentos -le recordó
Wendy-. Y aunque se nos llegara a dar bien la
cuestión de conseguir comida, fijaos cómo
nos chocamos con las nubes y otras cosas si
él no está cerca para echarnos una mano.
Efectivamente, se iban chocando todo el
tiempo. Ya podían volar con fuerza, aunque
seguían moviendo demasiado las piernas,
pero si veían una nube delante, cuanto más
intentaban esquivarla, más certeramente se
chocaban contra ella. Si Nana hubiera estado
con ellos ya le habría puesto a Michael una
venda en la frente.
Peter no estaba con ellos en ese momento
y se sentían bastante desamparados allí arri-
ba por su cuenta. Podía volar a una velocidad
tan superior a la de ellos que de pronto salía
disparado y se perdía de vista, para correr
alguna aventura en la que ellos no participa-
ban. Bajaba riéndose por algo divertidísimo
que le había estado contando a una estrella,
pero que ya había olvidado, o subía cubierto
aún de escamas de sirena y sin embargo no
sabía con seguridad qué había ocurrido. La
verdad es que resultaba muy fastidioso para
unos niños que nunca habían visto una sire-
na.
-Y si se olvida de ellas tan deprisa -
razonaba Wendy-, ¿cómo vamos a esperar
que se siga acordando de nosotros?
Efectivamente, a veces cuando regresaba
no se acordaba de ellos, por lo menos no
muy bien. Wendy estaba segura de ello. Veía
cómo le brillaban los ojos al reconocerlos
cuando estaba a punto de pararse a charlar
un momento para luego seguir; en una oca-
sión incluso tuvo que decirle cómo se lla-
maba.
-Soy Wendy -dijo muy inquieta.
Él se sintió muy contrito.
-Oye, Wendy -le susurró-, siempre que
veas que me olvido de ti, repite todo el rato
«soy Wendy» y entonces me acordaré.
Como es lógico, aquello no era nada satis-
factorio. Sin embargo, para enmendarlo les
enseñó a tumbarse estirados sobre un viento
fuerte que soplara en su dirección y esto su-
puso un cambio tan agradable que lo proba-
ron varias veces y descubrieron que así podí-
an dormir a salvo. Realmente habrían dormi-
do más tiempo, pero Peter se aburría rapi-
damente de dormir y no tardaba en gritar con
su voz de capitán:
-Aquí nos desviamos.
De modo que con algún que otro disgusto,
pero en general con gran diversión, se fueron
acercando al País de Nunca Jamás, y al cabo
de muchas lunas llegaron allí y, lo que es
más, resulta que habían estado viajando sin
desviarse todo el tiempo, quizás no tanto
debido a la dirección de Peter o de Campani-
lla como a que la isla los estaba buscando.
Sólo así se pueden avistar esas mágicas ori-
llas.
-Ahí está -dijo Peter tranquilamente.
-¿Dónde, dónde?
-Donde señalan todas las flechas.
En efecto, un millón de flechas doradas,
enviadas por su amigo el sol, que quería que
estuvieran seguros del camino antes de de-
jarlos por esa noche, indicaba a los niños
dónde se hallaba la isla.
Wendy, John y Michael se pusieron de
puntillas en el aire para echar su primer vis-
tazo a la isla. Es extraño, pero todos la reco-
nocieron al instante y mientras no los invadió
el miedo la estuvieron saludando no como a
algo con lo que se ha soñado mucho tiempo y
por fin se ha visto, sino como a una vieja
amiga con quien volvían para pasar las vaca-
ciones.
-John, ahí está la laguna.
-Wendy, mira a las tortugas enterrando
sus huevos en la arena.
-Oye, John, veo a tu flamenco de la pata
rota.
-Mira, Michael, allí está tu cueva.
-John, ¿qué es eso que hay en la maleza?
-Es una loba con sus cachorros. Wendy,
estoy seguro de que ése es tu lobezno.
-Ahí está mi barca, John, con los costados
llenos de agujeros.
-No, no lo es. Pero si quemamos tu barca.
-Pues de todas formas lo es. Oye, John,
veo el humo del campamento piel roja.
-¿Dónde? Enséñamelo y te diré por cómo
se retuerce el humo si están en el sendero de
la guerra.
-Allí, justo al otro lado del Río Misterioso.
-Ya lo veo. Sí, ya lo creo que están en el
sendero de la guerra.
Peter estaba un poco molesto con ellos por
saber tantas cosas, pero si quería hacerse el
amo de la situación su triunfo estaba al caer,
pues ¿no os he dicho que no tardó en invadir-
los el miedo?
Llegó cuando se fueron las flechas, dejan-
do la isla en penumbra.
Antes, en casa, el País de Nunca Jamás
siempre empezaba a tener un aire un poco
oscuro y amenazador a la hora de irse a la
cama. Entonces surgían zonas inexploradas
que se extendían, en ellas se movían som-
bras negras, el rugido de los animales de
presa era muy distinto entonces y, sobre to-
do, uno perdía la seguridad de que iba a ga-
nar. Uno se alegraba mucho de que las lam-
parillas estuvieran encendidas. Era incluso
agradable que Nana dijera que eso de ahí no
era más que la repisa de la chimenea y que el
País de Nunca jamás era todo imaginación.
Por supuesto que el País de Nunca Jamás
había sido una fantasía en aquellos días, pero
ahora era real y no había lamparillas y cada
vez estaba más oscuro y ¿dónde estaba Na-
na?
Habían estado volando separados unos de
otros, pero ahora se apiñaron junto a Peter.
El comportamiento descuidado de éste había
desaparecido por fin, le brillaban los ojos, les
entraba un hormigueo cada vez que tocaban
su cuerpo. Ya estaban encima de la temible
isla, volando tan bajo que a veces un árbol
les rozaba la cara.
No se veía nada horrendo en el aire, pero
su marcha se había hecho lenta y penosa,
igual que si estuvieran abriéndose paso a
través de unas fuerzas hostiles. A veces se
quedaban inmóviles en el aire hasta que Pe-
ter los golpeaba con los puños.
-No quieren que bajemos -les explicó.
-¿Quiénes? -susurró Wendy, estremecién-
dose.
Pero él no lo sabía o no lo quería decir.
Campanilla había estado durmiendo en su
hombro, pero ahora la despertó y le hizo po-
nerse en vanguardia.
De vez en cuando se paraba en el aire, es-
cuchando atentamente con una mano en la
oreja y volvía a mirar hacia abajo con los ojos
tan brillantes que parecían horadar dos agu-
jeros en la tierra. Una vez hecho esto, seguía
adelante de nuevo.
Su valor casi producía espanto.
-¿Queréis correr una aventura ahora -le
preguntó a John muy tranquilo-, o preferís
tomar el té primero?
Wendy dijo «el té primero» apresurada-
mente y Michael le apretó la mano agradeci-
do, pero John, más valiente, titubeaba.
-¿Qué clase de aventura? -preguntó con
cautela.
-Tenemos un pirata dormido en la pampa
justo debajo de nosotros -le dijo Peter-. Si
quieres, bajamos ylo matamos.
-No lo veo -dijo John tras una larga pausa.
-Yo sí.
-Imagínate que se despierta -dijo John con
la voz algo ronca.
Peter exclamó indignado:
-¡No pensarás que lo iba a matar dormido!
Primero lo despertaría y luego lo mataría. Es
lo que siempre hago.
-¡Caramba! ¿Y matas muchos?
-Miles.
John dijo «estupendo», pero decidió tomar
el té primero. Preguntó si había muchos pira-
tas en la isla en esos momentos y Peter dijo
que nunca había visto tantos.
-¿Quién es su capitán ahora?
-Garfio -contestó Peter y se le nubló la ca-
ra al pronunciar ese odiado nombre.
-¿Jas. Garfio?1

1. Jas: abreviatura de James. Hemos se-


guido la tradición española de llamar al pirata
Garfio, traduciendo su apellido: se podría
decir que el capitán James Hook estaba pre-
destinado a llevar un hook: ‘garfio’.

-Sí.
Entonces Michael se echó a llorar e incluso
John sólo pudo hablar a trompicones, pues
conocían la reputación de Garfio.
-Era el contramaestre de Barbanegra -
susurró John roncamente-. Es el peor de to-
dos ellos, el único hombre al que temía Bar-
bacoa.
-Ése es -dijo Peter.
-¿Cómo es? ¿Es grande?
-No tanto como antes.
-¿Qué quieres decir?
-Le corté un pedazo.
-¡Tú!
-Sí, yo -dijo Peter con aspereza.
-No pretendía faltarte al respeto. -Bueno,
está bien.
-Pero, oye, ¿qué trozo?
-La mano derecha.
-¿Entonces ya no puede luchar?
-¡Vaya si puede!
-¿Es zurdo?
-Tiene un garfio de hierro en vez de la
mano derecha y desgarra con él.
-¡Desgarra!
-Oye, John-dijo Peter.
-Sí.
-Di «sí, señor».
-Sí, señor.
-Hay algo -continuó Peter- que cada chico
que está a mis órdenes tuvo que prometer y
tú también debes hacerlo. John se puso páli-
do.
-Es lo siguiente: si nos encontramos con
Garfio en combate, me lo debes dejar a mí.
-Lo prometo -dijo John lealmente.
Por el momento se sentían menos aterra-
dos, porque Campanilla estaba volando con
ellos y con su luz podían verse los unos a los
otros. Por desgracia no podía volar tan des-
pacio como ellos y por eso tenía que ir dando
vueltas y vueltas formando un círculo dentro
del cual se movían como un halo. A Wendy le
gustaba mucho, hasta que Peter le señaló el
inconveniente.
-Me dice -dijo- que los piratas nos avista-
ron antes de que se pusiera oscuro y han
sacado a Tom el Largo.
-¿El cañón grande?
-Sí. Y, por supuesto, deben de ver su luz y
si se imaginan que estamos cerca seguro que
abren fuego.
-¡Wendy!
-¡John!
-¡Michael!
-Dile que se vaya ahora mismo, Peter -
exclamaron los tres al mismo tiempo, pero él
se negó.
-Cree que nos hemos perdido -replicó
fríamente-, y está bastante asustada. ¡No
esperaréis que le diga que se vaya sola cuan-
do tiene miedo!
El círculo de luz se rompió momentánea-
mente y algo le dio a Peter un pellizquito ca-
riñoso.
-Entonces dile -rogó Wendy-, que apague
la luz.
-No puede apagarla. Eso es prácticamente
lo único que no pueden hacer las hadas. Se
apaga sola cuando ella se duerme, igual que
las estrellas.
-Entonces dile que duerma inmediatamen-
te -casi le ordenó John.
-No puede dormir más que cuando tiene
sueño. Es la única otra cosa que no pueden
hacer las hadas.
-Pues me parece -gruñó John-, que son las
dos únicas cosas que vale la pena hacer.
Entonces se llevó un pellizco, pero no cari-
ñoso.
-Si al menos uno de nosotros tuviera un
bolsillo -dijo Peter- la podríamos llevar con él.
Sin embargo, habían salido con tantas pri-
sas que ninguno de los cuatro tenía un solo
bolsillo.
Se le ocurrió una buena idea. ¡El sombrero
de John!
Campanilla aceptaría viajar en sombrero si
lo llevaban en la mano. John se hizo cargo de
ello, aunque ella había tenido la esperanza de
que la llevara Peten Al poco rato Wendy cogió
el sombrero, porque John decía que le daba
golpes en la rodilla al volar y esto, como ve-
remos, trajo dificultades, pues a Campanilla
no le gustaba nada deberle un favor a Wen-
dy.
En la negra chistera la luz quedaba com-
pletamente oculta y siguieron volando en
silencio. Era el silencio más absoluto que
habían conocido jamás, roto sólo por unos
lametones lejanos, que según explicó Peter lo
producían los animales salvajes al beber en el
vado y también por un ruido rasposo que
podrían haber sido las ramas de los árboles al
rozarse, pero él dijo que eran los pieles rojas
que afilaban sus cuchillos.
Incluso estos ruidos acababan por apagar-
se. A Michael la soledad le resultaba espanto-
sa.
-¡Ojalá se oyera algún ruido! -exclamó.
Como en respuesta a su petición, el aire
fue hendido por la explosión más tremenda
que había oído en su vida. Los piratas les
habían disparado con Tom el Largo.
El rugido resonó por las montañas y los
ecos parecían gritar salvajemente:
-¿Dónde están, dónde están, dónde están?
De esta forma tan violenta descubrió el
aterrorizado trío la diferencia entre una isla
inventada y la misma isla hecha realidad.
Cuando por fin los cielos volvieron a que-
dar en calma, John y Michael se encontraron
solos en la oscuridad. John caminaba en el
aire mecánicamente y Michael, sin saber có-
mo flotar, estaba flotando.
-¿Te han dado? -susurró John tembloro-
samente.
-Todavía no lo he comprobado -susurró a
su vez Michael.
Ahora sabemos que ninguno fue alcanza-
do. Sin embargo, Peter fue arrastrado por el
viento del disparo hasta alta mar, mientras
que Wendy fue lanzada hacia arriba sin otra
compañía que la de Campanilla.
Las cosas le habrían ido bien a Wendy si
en ese momento hubiera soltado el sombrero.
No sé si la idea se le ocurrió a Campanilla
de repente, o si lo había planeado por el ca-
mino, pero el caso es que inmediatamente
salió del sombrero y se puso a atraer a Wen-
dy hacia su destrucción.
Campanilla no era toda maldad: o, más
bien, era toda maldad en ese momento, pero,
por otro lado, a veces era toda bondad. Las
hadas tienen que ser una cosa o la otra, por-
que al ser tan pequeñas degraciadamente
sólo tienen sitio para un sentimiento por vez.
No obstante, les está permitido cambiar,
aunque debe ser un cambio total. Por el mo-
mento estaba celosísima de Wendy. Por su-
puesto, Wendy no entendía lo que le decía
con su precioso tintineo y estoy convencido
de que parte eran palabrotas, pero sonaba
agradable y volaba hacia adelante y hacia
atrás, queriendo decir claramente: «Sígueme
y todo saldrá bien.»
¿Qué otra cosa podía hacer la pobre Wen-
dy? Llamó a Peter, a John y a Michael y lo
único que obtuvo como respuesta fueron ecos
burlones. Aún no sabía que Campanilla la
odiaba con el odio feroz de una auténtica
mujer. Y por eso, aturdida y volando ahora a
trompicones, siguió a Campanilla hacia su
perdición.

5. La isla hecha realidad

Al sentir que Peter regresaba, el País de


Nunca jamás revivió de nuevo. Deberíamos
emplear el pluscuamperfecto y decir que
había revivido, pero revivió suena mejor y
era lo que siempre empleaba Peter.
Normalmente durante su ausencia las co-
sas están tranquilas. Las hadas duermen una
hora más por la mañana, los animales se
ocupan de sus crías, los pieles rojas se hartan
de comer durante seis días con sus noches y
cuando los piratas y los niños perdidos se
encuentran se limitan a sacarse la lengua.
Pero con la llegada de Peter, que aborrece el
letargo, todos se ponen en marcha otra vez:
si entonces pusierais la oreja contra el suelo,
oiríais cómo la isla bulle de vida.
Esta noche, las fuerzas principales de la is-
la estaban ocupadas de la siguiente manera.
Los niños perdidos estaban buscando a Peter,
los piratas estaban buscando a los niños per-
didos, los pieles rojas estaban buscando a los
piratas y los animales estaban buscando a los
pieles rojas. Iban dando vueltas y más vuel-
tas por la isla, pero no se encontraban por-
que todos llevaban el mismo paso.
Todos querían sangre salvo los niños, a
quienes les gustaba por lo general, pero esta
noche iban a recibir a su capitán. Los niños
de la isla varían, claro está, en número, se-
gún los vayan matando y cosas así y cuando
parece que están creciendo, lo cual va en
contra de las reglas, Peter los reduce, pero en
esta ocasión había seis, contando a los Ge-
melos como si fueran dos. Hagamos como si
nos echáramos aquí entre las cañas de azúcar
y observémoslos mientras pasan sigilosamen-
te en fila india, cada uno con la mano sobre
su cuchillo.
Peter les tiene prohibido que se parezcan a
él en lo más mínimo y van vestidos con pieles
de osos cazados por ellos mismos, con las
que quedan tan redondeados y peludos que
cuando se caen, ruedan. Por ello han conse-
guido llegar a andar con un paso muy firme.
El primero en pasar es Lelo, no el menos
valiente, pero sí el más desgraciado de toda
esa intrépida banda. Había corrido menos
aventuras que cualquiera de los demás, por-
que las cosas importantes ocurrían siempre
justo cuando él ya había doblado la esquina:
por ejemplo, todo estaba tranquilo y entonces
él aprovechaba la oportunidad para alejarse y
reunir unos palos para el fuego y cuando vol-
vía los demás ya estaban limpiando la san-
gre. La mala suerte había dado una expresión
de suave melancolía a su rostro, pero en lu-
gar de agriarle el carácter se lo había endul-
zado, de forma que era el más humilde de los
chicos. Pobre y bondadoso Lelo, esta noche
te amenaza un peligro. Ten cuidado, no vaya
a ser que se te ofrezca ahora una aventura,
que, si la aceptas, te traiga un terrible infor-
tunio. Lelo, el hada Campanilla, que esta no-
che está resuelta a provocar daños, está bus-
cando un instrumento y piensa que tú eres el
chico que más fácilmente se deja engañar.
Cuidado con Campanilla.
Ojalá nos pudiera oír, pero nosotros no es-
tamos realmente en la isla y él pasa de largo,
mordisqueándose los nudillos. A continuación
viene Avispado, alegre y jovial, seguido de
Presuntuoso, que corta silbatos de los árboles
y baila entusiasmado al son de sus propias
melodías. Presuntuoso es el más engreído de
los chicos. Se cree que recuerda los tiempos
de antes de que se perdiera, con sus modales
y costumbres y esto hace que mire a todo el
mundo por encima del hombro. Rizos es el
cuarto: es un pillo y ha tenido que entregarse
tantas veces cuando Peter decía con severi-
dad: «El que haya hecho esto que dé un paso
al frente», que ahora ante la orden da un
paso al frente automáticamente, lo haya
hecho él o no. Los últimos son los gemelos, a
quienes no se puede describir porque seguro
que describiríamos al que no es. Peter no
sabía muy bien lo que eran gemelos y a su
banda no se le permitía saber nada que él no
supiera, de forma que estos dos no eran nun-
ca muy claros al hablar de sí mismos y hacían
todo lo que podían por resultar satisfactorios
manteniéndose muy juntos como pidiendo
perdón.
Los chicos desaparecen en la oscuridad y
al cabo de un rato, pero no muy largo, ya que
las cosas ocurren deprisa en la isla, aparecen
los piratas siguiendo su rastro. Los oímos
antes de verlos y siempre es la misma can-
ción terrible:

Jalad, izad, pongámonos al pai-


ro,
al abordaje saltemos
y si un tiro nos separa,
¡allá abajo nos veremos!
Jamás colgó en hilera en el Muelle de las
Ejecuciones (Muelle de Wapping donde eran
ejecutados los marinos criminales.) una ban-
da de aire más malvado. Aquí, algo adelanta-
do, inclinando la cabeza hacia el suelo una y
otra vez para escuchar, con los grandes bra-
zos desnudos y las orejas adornadas con mo-
nedas de cobre, llega el guapo italiano Cecco,
que grabó su nombre con letras de sangre en
la espalda del alcaide de la prisión de Gao.
Ese negro gigantesco que va detrás de él ha
tenido muchos nombres desde que dejara ése
con el que las madres morenas siguen aterro-
rizando a sus hijos en las riberas del Guidjo-
mo. He aquí a Bill Jukes, tatuado de arriba a
abajo, el mismo Bill Jukes al que Flint, a bor-
do del Walrus, propinara seis docenas de lati-
gazos antes de que aquél soltara la bolsa de
moidores 1; y Cookson, de quien se dice que
era hermano de Murphy el Negro (aunque
esto nunca se probó); y el caballero Starkey,
en otros tiempos portero de un colegio priva-
do y todavía elegante a la hora de matar; y
Claraboyas (Claraboyas de Morgan); y Smee,
el contramaestre irlandés, un hombre curio-
samente afable que acuchillaba, como si dijé-
ramos, sin ofender y era el único disidente 2
de la tripulación de Garfio; y Noodler, cuyas
manos estaban colocadas al revés; y Robert
Mullins y Alf Mason y muchos otros rufianes
bien conocidos y temidos en el Caribe.
En medio de ellos, la joya más negra y
más grande de aquel siniestro puñado, iba
reclinado James Garfio, o, según lo escribía
él, Jas. Garfio, del cual se dice que era el úni-
co hombre a quien el Cocinero 3 temía. Esta-
ba cómodamente echado en un tosco carrua-
je tirado y empujado por sus hombres y en
lugar de mano derecha tenía el garfio de hie-
rro con el que de vez en cuando los animaba
a apretar el paso. Como a perros los trataba
y les hablaba este hombre terrible y como
perros lo obedecían ellos. De aspecto era ca-
davérico y cetrino y llevaba el pelo en largos
bucles, que a cierta distancia parecían velas
negras y daban un aire singularmente ame-
nazador a su amplio rostro. Sus ojos eran del
azul del nomeolvides y profundamente tris-
tes, salvo cuando le clavaba a uno el garfio,
momento en que surgían en ellos dos puntos
rojos que se los iluminaban horriblemente. En
cuanto a los modales, conservaba aún algo
de gran señor, de forma que incluso lo des-
trozaba a uno con distinción y me han dicho
que tenía reputación de raconteur. Nunca
resultaba más siniestro que cuando se mos-
traba todo cortés, lo cual es probablemente la
mejor prueba de educación, y la elegancia de
su dicción, incluso cuando maldecía, así como
la prestancia de su porte, demostraban que
no era de la misma clase que su tripulación.
Hombre de valor indómito, se decía de él que
lo único que lo atemorizaba era ver su propia
sangre, que era espesa y de un color insólito.
En su vestimenta imitaba un poco los ropajes
asociados al nombre de Carlos II, por haber
oído decir en un período anterior de su carre-
ra que tenía un extraño parecido con los des-
venturados Estuardo y en los labios llevaba
una boquilla de su propia invención que le
permitía fumar dos cigarros a la vez. Pero
indudablemente la parte más macabra de él
era su garfio de hierro.

1. Moidore: antigua moneda de oro portu-


guesa.
2. Disidente: miembro de la religión pro-
testante opuesto a los criterios de la Iglesia
establecida de Inglaterra.
3. Cocinero: es el mismo Barbacoa men-
cionado más arriba. Posiblemente, ambos
nombres se refieren a John Silver el Largo, el
famoso pirata de La isla del tesoro, de R. L.
Stevenson.

Matemos ahora a un pirata, para mostrar


el método de Garfio. Claraboyas servirá. Al
pasar, Claraboyas da un torpe bandazo co-
ntra él, descolocándole el cuello de encaje: el
garfio sale disparado, se oye un desgarrón y
un chillido, luego se aparta el cuerpo de una
patada y los piratas siguen adelante. Ni si-
quiera se ha quitado los cigarros de la boca.
Así es el hombre terrible al que se enfrenta
Peter Pan. ¿Quién ganará?
Tras los pasos de los piratas, deslizándose
en silencio por el sendero de la guerra, que
no es visible para ojos inexpertos, llegan los
pieles rojas, todos ellos ojo avizor. Llevan to-
mahawks y cuchillos y sus cuerpos desnudos
relucen de pintura y aceite. Atadas a la cintu-
ra llevan cabelleras, tanto de niños como de
piratas, ya que son la tribu piccaninny y no
hay que confundirlos con los delawares o los
hurones, más compasivos. En vanguardia, a
cuatro patas, va Gran Pantera Pequeña, un
valiente con tantas cabelleras que en su pos-
tura actual le impiden un poco avanzar. En
retaguardia, el puesto de mayor peligro, va
Tigridia, orgullosamente erguida, princesa por
derecho propio. Es la más hermosa de las
Dianas morenas y la beldad de los piccanin-
nis, coqueta, fría y enamoradiza por turnos:
no hay un solo valiente que no quisiera a la
caprichosa por mujer, pero ella mantiene a
raya el altar con un hacha. Mirad cómo pasan
por encima de ramitas secas sin hacer el más
mínimo ruido. Lo único que se oye es su res-
piración algo jadeante. La verdad es que en
estos momentos están todos un poco gordos
después de las comilonas, pero ya perderán
peso a su debido tiempo. Por ahora, sin em-
bargo, esto constituye su mayor peligro.
Los pieles rojas desaparecen como han lle-
gado, como sombras y pronto ocupan su lu-
gar los animales, una procesión grande y va-
riada: leones, tigres, osos y las innumerables
criaturas salvajes más pequeñas que huyen
de ellos, ya que todas las clases de animales
y, en particular, los devoradores de hombres,
viven codo con codo en la afortunada isla.
Llevan la lengua fuera, esta noche tienen
hambre.
Cuando ya han pasado, llega el último per-
sonaje de todos, un gigantesco cocodrilo. No
tardaremos en descubrir a quién está bus-
cando.
El cocodrilo pasa, pero pronto vuelven a
aparecer los chicos, ya que el desfile debe
continuar indefinidamente hasta que uno de
los grupos se pare o cambie el paso. Enton-
ces todos se echarán rápidamente unos en-
cima de otros.
Todos vigilan atentamente el frente, pero
ninguno sospecha que el peligro pueda acer-
carse sigilosamente por detrás. Esto demues-
tra lo real que era la isla.
Los primeros en romper el círculo móvil
fueron los chicos. Se tiraron sobre el césped,
junto a su casa subterránea. -Ojalá volviera
Peter -decía cada uno de ellos con nervio-
sismo, aunque en altura y aún más en anchu-
ra eran todos más grandes que su capitán.
-Yo soy el único que no tiene miedo de los
piratas -dijo Presuntuoso en ese tono que le
impedía ser apreciado por todos, pero quizás
un ruido lejano lo inquietara, pues añadió a
toda prisa-, pero ojalá volviera y nos dijera si
ha averiguado algo más sobre Cenicienta.
Se pusieron a hablar de Cenicienta y Lelo
estaba seguro de que su madre debía de
haber sido muy parecida a ella.
Sólo en ausencia de Peter podían hablar de
madres, ya que había prohibido el tema di-
ciendo que era una tontería.
-Lo único que recuerdo de mi madre -les
dijo Avispado-, es que le decía a papá con
frecuencia: «Oh, ojalá tuviera mi propio talo-
nario de cheques.» No sé qué es un talonario
de cheques, pero me encantaría darle uno a
mi madre.
Mientras hablaban oyeron un ruido lejano.
Vosotros o yo, al no ser criaturas salvajes del
bosque, no habríamos oído nada, pero ellos sí
lo oyeron y era la espeluznante canción:

Viva, viva la vida del pirata,


un cráneo y dos tibias en la
bandera.
Viva la alegría y una buena so-
ga
y viva el buen Satán que nos
espera.

Al instante los niños perdidos... ¿pero dón-


de están? Ya no están ahí. Unos conejos no
podrían haber desaparecido más rápido.
Os diré dónde están. Con excepción de
Avispado, que ha salido corriendo para explo-
rar, ya están en su casa subterránea, una
residencia muy agradable de la que pronto
veremos muchas cosas. ¿Pero cómo han lle-
gado a ella? Porque no se ve ninguna entra-
da, ni siquiera un montón de matojos que, si
se apartaran, revelarían la boca de una cue-
va. Sin embargo, mirad con atención y puede
que os deis cuenta de que hay aquí siete
grandes árboles, cada uno con un agujero en
el tronco hueco tan grande como un niño.
Estas son las siete entradas a la casa subte-
rránea, que Garfio ha estado buscando en
vano durante tantas lunas. ¿La encontrará
esta noche?
Mientras los piratas avanzaban, la rápida
mirada de Starkey descubrió a Avispado que
desaparecía en el bosque y al momento su
pistola brilló en la oscuridad. Pero una garra
de hierro lo aferró del hombro.
-Capitán, suélteme -exclamó, retorciéndo-
se.
Ahora por primera vez oímos la voz de
Garfio. Era una voz negra.
-Primero guarda esa pistola -dijo amena-
zadoramente.
-Era uno de los chicos que usted odia. Lo
podría haber matado de un tiro.
-Sí y el ruido habría hecho que los pieles
rojas de Tigridia cayeran sobre nosotros. ¿Es
que quieres perder la cabellera?
-Capitán, ¿voy detrás de él -preguntó el
patético Smee-, y le hago cosquillas con
Johnny Sacacorchos?
Smee ponía nombres agradables a todo y
su sable era Johnny Sacacorchos, porque lo
retorcía en la herida. Se podrían mencionar
muchos rasgos encantadores de Smee. Por
ejemplo, después de matar, eran sus gafas lo
primero que limpiaba en vez de su arma.
-Johnny es un chico silencioso -le recordó
a Garfio.
-Ahora no, Smee -dijo Garfio tenebrosa-
mente-. Sólo es uno y quiero acabar con los
siete. Dispersaos y buscadlos.
Los piratas desaparecieron entre los árbo-
les y al cabo de un momento su capitán y
Smee se quedaron solos. Garfio soltó un pro-
fundo suspiro y no sé por qué fue, quizás
fuera por la delicada belleza de la noche, pero
el caso es que lo invadió el deseo de confiar a
su fiel contramaestre la historia de su vida.
Habló largo y tendido, pero de qué se trataba
Smee, que era bastante estúpido, no tenía ni
idea.
Por fin oyó el nombre de Peter.
-Sobre todo -decía Garfio con pasión-,
quiero a su capitán, Peter Pan. Fue él quien
me cortó el brazo.
Agitó el garfio amenazadoramente.
-He esperado mucho para estrecharle la
mano con esto. Ah, lo haré pedazos.
-Pero -dijo Smee-, yo he oído a usted decir
muchas veces que ese garfio valía por veinte
manos, para peinarse y otros usos domésti-
cos.
-Sí -contestó el capitán-, si yo fuera madre
rezaría por que mis hijos nacieran con esto
en vez de eso.
Y echó una mirada de orgullo a su mano
de hierro y una de desprecio a la otra. Luego
volvió a fruncir el ceño. -Peter le echó mi
brazo -dijo, estremeciéndose- a un cocodrilo
que pasaba por allí.
-Ya he notado -dijo Smee- su extraño te-
mor a los cocodrilos.
-A los cocodrilos no -le corrigió Garfio-, si-
no a ese cocodrilo.
Bajó la voz.
-Le gustó tanto mi brazo, Smee, que me
ha seguido desde entonces, de mar en mar y
de tierra en tierra, relamiéndose por lo que
queda de mí.
-En cierto modo -dijo Smee-, es una espe-
cie de cumplido.
-No quiero cumplidos de esa clase -soltó
Garfio con petulancia-. Quiero a Peter Pan,
que fue quien hizo que ese bicho me tomara
gusto.
Se sentó en una gran seta y habló con voz
temblorosa. -Smee -dijo roncamente-, ese
cocodrilo ya me habría comido a estas horas,
pero por una feliz casualidad se tragó un reloj
que hace tic tac en su interior y por eso antes
de que me pueda alcanzar oigo el tic tac y
salgo corriendo.
Se echó a reír, pero con una risa hueca.
-Algún día -dijo Smee-, el reloj se parará y
entonces lo cogerá.
Garfio se humedeció los labios resecos.
-Sí -dijo-, ése es el temor que me ator-
menta.
Desde que se sentó se había estado sin-
tiendo extrañamente acalorado.
-Smee -dijo-, este asiento está caliente.
Se levantó de un salto.
-Por mil diablos tuertos, que me quemo.
Examinaron la seta, que era de un tamaño
y una solidez desconocidos en el mundo real;
intentaron arrancarla y se quedaron con ella
en las manos al instante, pues no tenía raí-
ces. Y lo que es más raro, al momento co-
menzó a salir humo. Los piratas se miraron el
uno al otro.
-¡Una chimenea! -exclamaron los dos.
Efectivamente, habían descubierto la chi-
menea de la casa subterránea. Los chicos
tenían por costumbre taparla con una seta
cuando había enemigos en las cercanías.
No sólo salía humo por ella. También se
oían voces de niños, pues tan seguros se sen-
tían los chicos en su escondrijo que estaban
charlando alegremente. Los piratas escucha-
ron ceñudos y luego volvieron a colocar la
seta. Miraron a su alrededor y vieron los agu-
jeros de los siete árboles.
-¿Ha oído que decían que Peter Pan no es-
tá en casa? -susurró Smee, jugueteando con
Johnny Sacacorchos.
Garfio asintió. Se quedó largo rato ensi-
mismado y por fin una sonrisa helada le ilu-
minó la cara morena. Smee la había estado
esperando.
-Desembuche su plan, capitán -exclamó
ansioso. -Regresar al barco -repitió Garfio
despacio y entre dientes-, y hacer un opíparo
pastelón bien espeso con azúcar verde por
encima. Sólo puede haber una habitación allí
abajo, porque hay una sola chimenea. Esos
estúpidos topos no han tenido la inteligencia
de darse cuenta de que no necesitaban una
puerta por persona. Eso demuestra que no
tienen madre. Dejaremos el pastel en la orilla
de la laguna de las sirenas. Estos chicos
siempre están nadando allí, jugando con las
sirenas. Encontrarán el pastel y lo engullirán,
porque, al no tener madre, no saben lo peli-
groso que es comer un pastel pesado y
húmedo.
Estalló en carcajadas, no una risa hueca
esta vez, sino una risa auténtica.
-Ja, ja, ja, morirán.
Smee había estado escuchando con cre-
ciente admiración.
-Es el plan más malvado y más bonito que
he oído nunca -exclamó y se pusieron a bailar
y cantar entusiasmados:

Quietos cuando yo aparezco,


por miedo a ser atrapados;
nada os queda en los huesos
si Garfio os tiene enganchados.

Empezaron la estrofa, pero no llegaron a


terminarla, pues se oyó otro ruido que les
hizo callar. Al principio era un sonido tan dé-
bil que una hoja podría haber caído sobre él y
haberlo ahogado, pero al ir acercándose se
fue haciendo más fuerte.
Tic tac, tic tac.
Garfio se detuvo tembloroso, con un pie en
el aire.
-El cocodrilo -dijo con voz entrecortada y
salió huyendo, seguido de su contramaestre.
Efectivamente era el cocodrilo. Había ade-
lantado a los pieles rojas, que ahora seguían
el rastro de los otros piratas. Siguió deslizán-
dose en pos de Garfio.
Una vez más los chicos salieron a la super-
ficie, pero los peligros de la noche no se
habían terminado aún, pues al poco rato se
presentó Avispado corriendo sin aliento, per-
seguido por una manada de lobos. Los perse-
guidores llevaban la lengua fuera; sus aulli-
dos eran espantosos.
-¡Salvadme, salvadme! -gritó Avispado,
cayendo al suelo.
-¿Pero qué podemos hacer, qué podemos
hacer?
Fue un gran cumplido para Peter el que en
ese angustioso momento sus pensamientos
se volvieran hacia él.
-¿Qué haría Peter? -exclamaron simultá-
neamente. Casi al mismo tiempo añadieron:
-Peter los miraría por entre las piernas. Y
luego:
-Hagamos lo que haría Peter.
Es la forma más eficaz de desafiar a los lo-
bos y como un solo chico se inclinaron y mi-
raron por entre las piernas. El momento si-
guiente parece eterno, pero la victoria llegó
rápido, ya que cuando los chicos avanzaron
hacia ellos en esta terrible postura, los lobos
agacharon el rabo y huyeron.
Entonces Avispado se levantó del suelo y
los otros creyeron que sus ojos desorbitados
seguían viendo a los lobos. Pero no eran lo-
bos lo que veía.
-He visto una cosa maravillosísima -
exclamó cuando se agruparon a su alrededor
impacientes-. Un gran pájaro blanco. Viene
volando hacia aquí.
-¿Qué clase de pájaro crees que es?
-No sé -dijo Avispado perplejo-, pero pare-
ce cansadísimo y mientras vuela va gimien-
do: «Pobre Wendy.»
-Recuerdo -dijo Presuntuoso al instante-
que hay unos pájaros que se llaman Wendy.
-Mirad, ahí viene -gritó Rizos, señalando a
Wendy en el cielo.
Wendy ya estaba casi sobre ellos y podían
oír su quejido lastimero. Pero más clara se
oía la estridente voz de Campanilla. La celosa
hada ya había abandonado su fachada amis-
tosa y se lanzaba contra su víctima por todas
direcciones, pellizcándola salvajemente cada
vez que la tocaba.
-Hola, Campanilla -gritaron los maravilla-
dos niños.
La réplica de Campanilla resonó con fuer-
za:
-Peter quiere que matéis a la Wendy.
No entraba en su forma de ser hacer pre-
guntas cuando Peter daba órdenes.
-Hagamos lo que Peter desea -gritaron los
ingenuos chicos-. Deprisa, arcos y flechas.
Todos menos Lelo bajaron de un salto por
sus árboles. Él tenía consigo un arco y una
flecha y Campanilla se dio cuenta y se frotó
las manitas.
-Deprisa, Lelo, deprisa -chilló-. Peter se
pondrá muy contento.
Lelo puso emocionado la flecha en el arco.
-Aparta, Campanilla -gritó y luego disparó
y Wendy cayó revoloteando al suelo con un
dardo en el pecho.

6. La casita

El bobo de Lelo se erguía como un con-


quistador sobre el cuerpo de Wendy cuando
los demás chicos saltaron, armados, de sus
árboles.
-Llegáis tarde -exclamó con orgullo-. He
matado a la Wendy. Peter estará muy satisfe-
cho de mí.
Por encima Campanilla gritó:
-Cretino.
Y salió disparada a esconderse. Los otros
no la oyeron. Se habían apiñado alrededor de
Wendy y mientras la miraban se hizo un tre-
mendo silencio en el bosque. Si el corazón de
Wendy hubiera estado latiendo, todos lo
habrían oído. Presuntuoso fue el primero que
habló.
-Esto no es un pájaro -dijo en tono asus-
tado-. Creo que debe de ser una dama.
-¿Una dama? -dijo Lelo y se echó a tem-
blar.
-Y la hemos matado -dijo Avispado con voz
ronca. Todos se quitaron los gorros.
-Ahora lo entiendo -dijo Rizos-, nos la traía
Peter. Se tiró al suelo desconsolado.
-Una dama para cuidarnos por fin -dijo
uno de los gemelos-, y tú la has matado.
Sentían pena por él, pero más por ellos
mismos y cuando él se acercó un poco más a
ellos le volvieron la espalda. Lelo estaba muy
pálido, pero ahora tenía un aire de dignidad
que antes nunca había aparecido en él.
-Yo lo he hecho -dijo, reflexionando-.
Cuando se me aparecían señoras en sueños,
yo decía: «mamaíta, mamaíta.» Pero cuando
por fin llegó de verdad la maté.
Se alejó despacio.
-No te vayas -lo llamaron apenados.
-Tengo que hacerlo -contestó él, temblan-
do-, tengo mucho miedo de Peter.
En este trágico instante oyeron un ruido
que les puso a todos el corazón en un puño.
Oyeron a Peter graznar. -¡Peter! -gritaron,
pues siempre anunciaba así su regreso.
-Escondedla -susurraron y se agruparon
rápidamente en torno a Wendy. Pero Lelo se
quedó aparte.
Se oyó otra vez aquel sonoro graznido y
Peter se posó delante de ellos.
-Saludos, chicos -exclamó y ellos saluda-
ron maquinalmente y de nuevo se hizo un
silencio.
Él frunció el ceño.
-He vuelto -dijo con vehemencia-. ¿Por
qué no os animáis?
Ellos abrieron la boca, pero no les salían
los gritos de júbilo. Él lo pasó por alto por la
prisa de darles las maravillosas nuevas.
-Grandes noticias, chicos -exclamó-. Por
fin he traído una madre para todos vosotros.
El silencio continuó, salvo por un golpecito
sordo producido por Lelo al caer de rodillas.
-¿No la habéis visto? -preguntó Peter, pre-
ocupado-. Volaba hacia aquí.
-Ay de mí -dijo una voz y otra dijo:
-Ay, qué tristeza.
Lelo se puso de pie.
-Peter -dijo con calma-, yo te la enseñaré.
Y como otros seguían queriendo ocultarla
dijo:
-Apartaos, gemelos, dejad que Peter lo
vea.
De forma que todos se apartaron y le deja-
ron ver y después de mirar un rato no supo
qué hacer a continuación.
-Está muerta -dijo inquieto-. Quizás esté
asustada de estar muerta.
Se le ocurrió alejarse saltando cómicamen-
te hasta perderla de vista y luego no acercar-
se al lugar nunca más. Todos se habrían ale-
grado de seguirlo si lo hubiera hecho.
Pero estaba la flecha. La sacó del corazón
y se encaró con su banda.
-¿De quién es esta flecha? -preguntó seve-
ramente.
-Es mía, Peter -dijo Lelo de rodillas.
-Oh, mano asesina -dijo Peter y levantó la
flecha para usarla como daga.
Lelo no retrocedió. Se descubrió el pecho.
-Clávala, Peter -dijo con firmeza-, clávala
bien.
Dos veces levantó Peter la flecha y dos ve-
ces cayó su mano.
-No puedo clavarla -dijo admirado-, algo
detiene mi mano. Todos lo miraron estupe-
factos, menos Avispado, que por suerte miró
a Wendy.
-Es ella -gritó-, la señora Wendy; mirad,
su brazo. Maravilla de maravillas, Wendy
había alzado el brazo. Avispado se inclinó
sobre ella y escuchó reverentemente.
-Creo que ha dicho «pobre Lelo» -susurró.
-Está viva -dijo Peter lacónicamente. Pre-
suntuoso gritó al instante:
-La señora Wendy está viva.
Entonces Peter se arrodilló junto a ella y
descubrió su caperuza. Recordaréis que ella
se la había colgado de una cadena que lleva-
ba al cuello.
-Mirad -dijo-, la flecha chocó con esto. Es
el beso que le di. Le ha salvado la vida.
-Yo me acuerdo de los besos -interrumpió
Presuntuoso rápidamente-, déjame verlo. Sí,
eso es un beso.
Peter no lo oyó. Estaba rogándole a Wendy
que se pusiera bien deprisa, para poder en-
señarle las sirenas. Por supuesto, ella no po-
día contestar aún, pues seguía totalmente
desmayada, pero por encima se oyó un la-
mento.
-Escuchad a Campanilla -dijo Rizos-, está
llorando porque la Wendy está viva.
Entonces tuvieron que contarle a Peter el
crimen de Campanilla y casi nunca lo habían
visto con un aspecto tan serio. -Escucha,
Campanilla -gritó-, ya no soy tu amigo. Aléja-
te de mí para siempre.
Ella se posó en su hombro y suplicó, pero
él la apartó de un manotazo. Hasta que Wen-
dy no volvió a alzar el brazo no se ablandó lo
suficiente como para decir:
-Bueno, para siempre no, pero sí una se-
mana entera. ¿Creéis que Campanilla estaba
agradecida a Wendy por levantar el brazo?
Claro que no, jamás tuvo tantas ganas de
pellizcarla. Las hadas son realmente extrañas
y Peter, que era quien mejor las conocía, las
golpeaba con frecuencia.
¿Pero qué hacer con Wendy en su delicado
estado de salud?
-Bajémosla a la casa -propuso Rizos.
-Sí -dijo Presuntuoso-, eso es lo que se
hace con las damas.
-No, no -dijo Peter-, no hay que tocarla.
No sería lo bastante respetuoso.
-Eso -dijo Presuntuoso- es lo que yo pen-
saba.
-Pero si se queda ahí tumbada -dijo Lelo-,
se morirá. -Sí, se morirá -admitió Presuntuo-
so-, pero no se puede hacer otra cosa.
-Sí, sí se puede -exclamó Peter-. Constru-
yamos una casita a su alrededor.
Todos quedaron encantados.
-Deprisa -les ordenó-, que cada uno me
traiga lo mejor de lo que tenemos. Destripad
nuestra casa. Moveos.
Al momento estuvieron tan atareados co-
mo unos sastres en la víspera de una boda.
Correteaban de un lado a otro, abajo a bus-
car cosas para la cama, arriba para coger
leña y mientras estaban en ello, hete aquí
que aparecieron John y Michael. Mientras
avanzaban penosamente por el suelo se que-
daban dormidos de pie, se detenían, se des-
pertaban, daban otro paso y se volvían a
dormir.
-John, John -lloraba Michael-, despierta.
¿Dónde está Nana, John? ¿Y mamá?
Y entonces John se frotaba los ojos y
murmuraba:
-Es cierto, hemos volado.
Os aseguro que se sintieron muy aliviados
al encontrar a Peter.
-Hola, Peter -dijeron.
-Hola -replicó Peter amistosamente, aun-
que se había olvidado de ellos por completo.
Estaba muy ocupado en ese momento mi-
diendo a Wendy con los pies para ver el ta-
maño de la casa que necesitaría. Por supues-
to, tenía intención de dejar sitio para sillas y
una mesa. John y Michael lo observaban.
-¿Está dormida Wendy? -preguntaron.
-Sí.
-John -propuso Michael-, vamos a desper-
tarla para que nos haga la comida.
Pero cuando lo estaba diciendo algunos de
los demás chicos llegaron corriendo cargados
de ramas para la construcción de la casa.
-¡Míralos! -gritó.
-Rizos -dijo Peter con su voz más capita-
nesca-, ocúpate de que estos chicos ayuden a
construir la casa.
-Sí, señor.
-¿Construir una casa? -exclamó John.
-Para la Wendy-dijo Rizos.
-¿Para Wendy? -dijo John horrorizado-. Pe-
ro si no es más que una chica.
-Por eso -explicó Rizos-, somos sus servi-
dores.
-¿Vosotros? ¡Servidores de Wendy!
-Sí -dijo Peter-, y vosotros también. Lle-
váoslos.
Se llevaron a rastras a los atónitos herma-
nos para que cortaran, talaran y cargaran.
-Lo primero sillas y una valla -ordenó Pe-
ter-. Luego construiremos la casa a su alre-
dedor.
-Sí -dijo Presuntuoso-, así se construye
una casa, ya me acuerdo.
Peter estaba en todo.
-Presuntuoso -ordenó-, trae a un médico.
-Sí -dijo Presuntuoso al momento y des-
apareció, rascándose la cabeza. Pero sabía
que había que obedecer a Peter y regresó al
cabo de un rato, con el sombrero de John y
expresión solemne.
-Por favor, señor -dijo Peter, acercándose
a él-, ¿es usted médico?
La diferencia entre los demás chicos y él
en un momento como ése era que ellos sabí-
an que todo era fingido, mientras que para él
lo fingido y lo real eran exactamente lo mis-
mo. Esto a veces tenía sus inconvenientes,
como cuando tenían que fingir que habían
comido.
Si dejaban de fingir él los golpeaba en los
nudillos.
-Sí, jovencito -replicó muy apurado Pre-
suntuoso, que tenía los nudillos agrietados.
-Por favor, señor -explicó Peter-, tenemos
a una dama muy enferma.
Estaba tumbada a sus pies, pero Presun-
tuoso tuvo el sentido común de no verla.
-Vaya, vaya, -dijo-, ¿dónde está? -En
aquel claro.
-Le pondré una cosa de cristal en la boca -
dijo Presuntuoso y fingió hacerlo, mientras
Peter aguardaba. Hubo un momento de an-
gustia cuando retiró la cosa de cristal.
-¿Cómo está? -preguntó Peter.
-Vaya, vaya -dijo Presuntuoso-, esto la ha
curado.
-Qué alegría -gritó Peter.
-Vendré a verla otra vez por la noche -dijo
Presuntuoso-; déle caldo concentrado de car-
ne en una taza con pitorro.
Pero tras haberle devuelto el sombrero a
John soltó grandes resoplidos, que era lo que
tenía por costumbre al escapar de dificulta-
des.
Entretanto el bosque había estado plagado
del ruido de las hachas; casi todo lo necesario
para una vivienda acogedora estaba ya a los
pies de Wendy.
-Ojalá supiéramos -dijo uno- qué tipo de
casa le gusta más.
-Peter -gritó otro-, se está moviendo en
sueños.
-Se le abre la boca -exclamó un tercero,
mirando dentro respetuosamente-. ¡Oh, qué
bonito!
-A lo mejor se pone a cantar en sueños -
dijo Peter-. Wendy, cántanos el tipo de casa
que te gustaría tener. Inmediatamente, sin
abrir los ojos, Wendy se puso a cantar:

Me gustaría tener una bella ca-


sita,
la más pequeña que hayáis
admirado,
con lindas paredes de rojo color
y de musgoso verdor el tejado.

Gorjearon de alegría ante esto, pues por


increíble fortuna las ramas que habían traído
estaban untadas de savia roja y todo el suelo
estaba cubierto de musgo. Mientras monta-
ban la casita a martillazos, ellos mismos se
pusieron a cantar:

Hemos levantado las paredes y


el tejado
y hemos hecho una puerta en-
cantadora,
así que dinos, madre Wendy,
¿hay algo más que quieras aho-
ra?

A esto ella contestó con cierta avidez:

Además de todo eso yo creo


que alegres ventanas quisiera,
con rosas asomando hacia de-
ntro
y bebés asomando hacia fuera.

Con unos buenos puñetazos hicieron las


ventanas y unas grandes hojas amarillas
hicieron de postigos. Pero, ¿y las rosas?
-Rosas -gritó Peter imperiosamente.
Rápidamente fingieron que las rosas más
hermosas crecían trepando por las paredes.
¿Bebés?
Para evitar que Peter pidiera bebés se
apresuraron a volver a cantar:

Hemos hecho las rosas que


asoman,
en la puerta están los bebés,
no podemos volver a nacer,
pues nacimos hace años, ya
ves.

Peter, dándose cuenta de que esto era una


buena idea, fingió al momento que era suya.
La casa era muy bonita y sin duda Wendy
estaba muy cómoda dentro, aunque, claro
está, ya no podían verla. Peter se movió de
un lado a otro encargando los toques finales.
Nada se escapaba a su vista de águila. Justo
cuando parecía totalmente acabada dijo:
-La puerta no tiene aldaba.
Se quedaron muy avergonzados, pero Lelo
entregó la suela de su zapato, que se convir-
tió en una aldaba excelente. Ya está total-
mente acabada, pensaron.
Ni mucho menos.
-No hay chimenea -dijo Peter-, tenemos
que poner una chimenea.
-Sí que le hace falta una chimenea -dijo
John dándose importancia. Esto le dio una
idea a Peter. Le arrancó a John el sombrero
de la cabeza, lo desfondó y colocó el sombre-
ro sobre el tejado. La casita se puso tan con-
tenta de tener una chimenea tan buena que,
como para dar las gracias, inmediatamente
empezó a salir humo del sombrero.
Ahora ya estaba realmente acabada. No
quedaba nada más que hacer, salvo llamar a
la puerta.
-Poneos guapos -les advirtió Peter-, las
primeras impresiones son importantísimas.
Se alegró de que nadie le preguntara qué
eran las primeras impresiones: estaban todos
demasiado ocupados poniéndose guapos.
Llamó a la puerta cortésmente y ahora el
bosque estaba tan silencioso como los niños,
no se oía ni un ruido, salvo a Campanilla, que
estaba observando desde una rama y mo-
fándose sin disimulos.
Lo que los chicos se preguntaban era,
¿contestaría alguien a la llamada? Si fuera
una dama, ¿cómo sería?
La puerta se abrió y salió una dama. Era
Wendy. Todos se quitaron el gorro.
Parecía debidamente sorprendida y así era
justo como habían esperado que estuviera.
-¿Dónde estoy? -dijo.
Naturalmente, Presuntuoso fue el primero
en meter baza.
-Señora Wendy -dijo rápidamente-, hemos
construido esta casa para ti.
-Oh, di que estás contenta -exclamó Avis-
pado.
-Qué casa tan bonita y agradable -dijo
Wendy y eran las palabras justas que ellos
habían esperado que dijera.
-Y nosotros somos tus niños -gritaron los
gemelos. Entonces todos se pusieron de rodi-
llas y alargando los brazos exclamaron:
-Oh, señora Wendy, sé nuestra madre.
-¿Debería? -dijo Wendy, toda radiante-.
Naturalmente,
es fascinante, pero es que yo sólo soy una
niña. No tengo experiencia de verdad.
-Eso no importa -dijo Peter, como si él fue-
ra el único presente que lo sabía todo acerca
del tema, aunque en realidad era el que me-
nos sabía-. Lo que nos hace falta es simple-
mente una persona agradable y maternal.
-¡Vaya! -dijo Wendy-. ¿Sabéis? Creo que
eso es exactamente lo que yo soy.
-Sí, sí -gritaron todos-, lo notamos al ins-
tante.
-Muy bien -dijo ella-, haré todo lo que
pueda. Entrad inmediatamente, diablillos,
estoy segura de que tenéis los pies mojados.
Y antes de meteros en la cama tengo el tiem-
po justo de terminar el cuento de Cenicienta.
Allá fueron; no sé cómo había sitio para
todos, pero uno se puede apretar mucho en
el País de Nunca jamás. Y aquélla fue la pri-
mera de las muchas noches felices que pasa-
ron con Wendy. Más tarde los arropó en la
gran cama de la casa de debajo de los árbo-
les, pero ella durmió esa noche en la casita y
Peter montó guardia fuera con la espada des-
envainada, pues se oía a los piratas de pa-
rranda a lo lejos y los lobos estaban al ace-
cho. La casita tenía un aire muy acogedor y
seguro en la oscuridad, con una alegre luz
filtrándose a través de los postigos y la chi-
menea humeando estupendamente y Peter
montando guardia.
Al cabo de un rato se quedó dormido y
unas hadas tambaleantes tuvieron que trepar
por encima de él al volver a casa después de
una fiesta. A cualquiera de los otros chicos
que hubiera obstruido el sendero de las hadas
por la noche le habrían hecho algo malo, pero
a Peter sólo le pellizcaron la nariz y pasaron
de largo.

7. La casa subterránea

Una de las primeras cosas que hizo Peter


al día siguiente fue tomar medidas a Wendy,
John y Michael para unos árboles huecos.
Recordaréis que Garfio se había burlado de
los chicos por creer que necesitaban un árbol
por persona, pero lo hizo por ignorancia, ya
que a menos que el árbol se adecuase a las
medidas de uno costaba subir y bajar y no
había dos chicos que fueran exactamente del
mismo tamaño. Una vez que se encajaba,
uno tomaba aliento en la superficie y bajaba
justo a la velocidad apropiada, mientras que
para ascender se tomaba aliento y se soltaba
alternativamente y de esta forma se subía
serpenteando. Naturalmente, cuando uno
domina el asunto se pueden hacer estas co-
sas sin pensarlas y entonces nada resulta
más elegante.
Pero sencillamente hay que encajar y Peter
le toma a uno medidas para el árbol con tan-
to cuidado como para un traje: la única dife-
rencia es que las ropas se hacen para que le
encajen a uno, mientras que uno tiene que
estar hecho para encajar en el árbol. Por lo
general es muy fácil hacerlo, por ejemplo
poniéndose muchas ropas o muy pocas, pero
si uno abulta en lugares poco apropiados o si
el único árbol disponible tiene una forma ex-
traña, Peter le hace a uno una serie de cosas
y tras eso uno encaja. Una vez que se encaja,
hay que tener mucho cuidado para seguir
encajando y esto, según iba a descubrir
Wendy encantada, mantiene a toda una fa-
milia en perfectas condiciones.
Wendy y Michael encajaron en sus árboles
al primer intento, pero a John hubo que alte-
rarlo un poco.
Tras unos cuantos días de práctica podían
subir y bajar con la facilidad de unos cubos
en un pozo. Y cómo se encariñaron con su
casa subterránea, especialmente Wendy.
Consistía en una estancia grande, como de-
berían tener todas las casas, con un suelo en
el que se podía cavar si se quería pescar y en
este suelo crecían gruesas setas de bonitos
colores, que se empleaban como taburetes.
Un árbol de Nunca jamás se esforzaba por
crecer en el centro de la habitación, pero to-
das las mañanas serraban el tronco, a ras del
suelo. Hacia la hora del té siempre tenía unos
dos pies de alto y entonces colocaban una
puerta sobre él, con lo cual aquello se con-
vertía en una mesa; tan pronto como lo reco-
gían todo, volvían a serrar el tronco y así te-
nían más espacio para jugar. Había un hogar
enorme que se encontraba casi en cualquier
lugar de la habitación donde se quisiera en-
cenderlo y encima Wendy tendía unas cuer-
das, hechas de fibra, donde colgaba la cola-
da. De día la cama se dejaba apoyada contra
la paredy se bajaba a las 6.30, momento en
el que ocupaba casi media habitación y todos
los chicos menos Michael dormían en ella,
como sardinas en lata. Había una norma es-
tricta que prohibía darse la vuelta hasta que
uno no diera la señal y entonces todos se
daban la vuelta al mismo tiempo. Michael
también tendría que haberla usado, pero
Wendy quería tener un bebé y él era el más
pequeño y ya sabéis cómo son las mujeres y,
en resumidas cuentas, el caso es que dormía
colgado en una cesta.
Era un lugar tosco y sencillo, no muy dis-
tinto de lo que unos oseznos habrían hecho
con una casa subterránea en las mismas cir-
cunstancias. Pero había un hueco en la pared,
no más grande que una jaula de pájaro, que
era el apartamento privado de Campanilla. Se
podía aislar del resto de la casa mediante una
cortinita, que Campanilla, que era muy quis-
quillosa, siempre tenía echada al vestirse o
desvestirse. Ninguna mujer, por grande que
fuera, podía haber tenido una combinación de
tocador y dormitorio más primorosa. El ca-
napé, como lo llamaba ella siempre, era un
auténtico Reina Mab 1, de patas gruesas y
cambiaba las colchas según las flores de
temporada de los árboles frutales. Su espejo
era un Gato con Botas, de los que, que sepan
los tratantes del mundo de las hadas, sólo
quedan tres, sin desperfectos; el lavabo era
un Molde Pastelero reversible, la cómoda un
auténtico Encantador VI y la alfombra y las
esteras de la mejor época (la primera) de
Margery y Robin. Había una araña de Tiddly-
winks 2 por cuestión de efecto, pero natural-
mente, ella misma iluminaba la residencia.
Campanilla menospreciaba mucho el resto de
la casa, como realmente quizás fuera inevita-
ble y su aposento, aunque bonito, tenía un
aire bastante engreído, de permanente des-
precio.

1. La reina Mab es la reina de las hadas en


el folklore tradicional inglés. Los nombres que
vienen a continuación también pertenecen a
esa tradición.
2. Tiddlywinks: ‘juego de la pulga’; aquí
empleado como lugar de origen o marca de
fábrica.

Supongo que todo aquello le resultaba es-


pecialmente cautivador a Wendy, porque esos
alocados chicos suyos le daban muchísimo
que hacer. Realmente había semanas enteras
en las que, salvo quizás con un calcetín al
atardecer, nunca subía a la superficie. Os
aseguro que la cocina la mantenía atada a las
cazuelas. Su comida principal era fruto del
pan asado, batatas, cocos, cochinillo asado,
frutos de mamey, rollos de tapa y plátanos,
todo ello remojado con zumo de papaya, pero
nunca se sabía exactamente si habría una
comida real o simplemente una fantasía, de-
pendía de lo que a Peter le apeteciera. Él po-
día comer de verdad, si eso era parte de un
juego, pero no podía atiborrarse sólo por el
placer de sentirse atiborrado, que es lo que
más le gusta a la mayoría de los niños; de-
trás de eso lo que más les gusta es hablar de
ello. La ficción le resultaba tan real que du-
rante una comida de ese tipo se podía ver
cómo se iba llenando. Naturalmente esto re-
sultaba molesto, pero sencillamente había
que hacer lo mismo que él y si uno le podía
demostrar que se estaba quedando demasia-
do delgado para su árbol él permitía que se
atiborrara.
El momento preferido de Wendy para co-
ser y zurcir era cuando ya estaban todos en
la cama. Entonces, según sus propias pala-
bras, tenía un rato para respirar y lo emplea-
ba en hacerles cosas nuevas y poner rodille-
ras, pues destrozaban muchísimo las rodillas.
Cuando se sentaba ante un cesto de calce-
tines, todos con un agujero en el talón, le-
vantaba los brazos y exclamaba: -Dios mío,
estoy convencida de que a veces las solteras
son de envidiar.
La cara le resplandecía al exclamar esto.
Recordaréis a su lobo mascota. Pues bien,
éste no tardó en descubrir que había llegado
a la isla y la encontró y ambos se lanzaron el
uno en brazos del otro. Tras esto él la seguía
por todas partes.
A medida que pasaba el tiempo, ¿se acor-
daba mucho ella de los amados padres a los
que había abandonado? Ésta es una pregunta
dificil, porque es imposible saber cómo pasa
el tiempo en el País de Nunca jamás, donde
se calcula por lunas y soles y siempre hay
muchos más que en el mundo real. Pero me
temo que Wendy no estaba realmente pre-
ocupada por su padre y su madre: estaba
absolutamente convencida de que siempre
tendrían la ventana abierta para que ella re-
gresara volando y estola tranquilizaba por
completo. Lo que a veces la inquietaba era
que John se acordaba de sus padres difusa-
mente, como unas personas a las que hubiera
conocido en otra época, mientras que Michael
estaba bien dispuesto a creer que ella era su
madre de verdad. Estas cosas la asustaban
un poco y con el noble deseo de cumplir con
su deber, intentaba grabarles su antigua vida
en la cabeza poniéndoles exámenes sobre
ello, que se parecían lo más posible a los que
ella hacía en la escuela. A los demás chicos
esto les parecía interesantísimo y se empeña-
ron en participar; se hicieron pizarrines y se
sentaban alrededor de la mesa, escribiendo y
pensando con ahínco en las preguntas que
ella había escrito en otro pizarrín y les había
ido pasando. Eran preguntas de lo más nor-
mal: «¿De qué color eran los ojos de mamá?
¿Quién era más alto, papá o mamá? ¿Mamá
era rubia o morena? Contestar las tres pre-
guntas si es posible.» «(A) Escribir una re-
dacción de no menos de 40 palabras sobre
cómo pasé mis últimas vacaciones, o compa-
ración del carácter de papá y mamá. Hacer
sólo una de las dos.» O «(1) Describir la risa
de mamá; (2) Describir la risa de papá; (3)
Describir el vestido de fiesta de mamá; (4)
Describir la perrera y a su ocupante.»
Eran simplemente preguntas corrientes
como éstas y cuando uno no sabía contestar-
las había que hacer una cruz y realmente era
horrible la cantidad de cruces que hacía in-
cluso John. Por supuesto, el único chico que
contestaba todas las preguntas era Presun-
tuoso y nadie tenía mayores esperanzas de
sacar la mejor nota, pero sus respuestas eran
absolutamente ridículas y en realidad sacaba
la peor: algo muy triste.
Peter no concursaba. Por un lado despre-
ciaba a todas las madres excepto a Wendy y
por otro era el único chico de la isla que no
sabía ni leer ni escribir, ni la más mínima
palabra. Él estaba por encima de ese tipo de
cosas.
Por cierto, las preguntas estaban todas es-
critas en pasado. De qué color eran los ojos
de mamá, etcétera. Es que a Wendy también
se le había ido olvidando.
Las aventuras, claro está, como veremos,
ocurrían todos los días, pero hacia esta época
Peter se inventó, con ayuda de Wendy, un
juego nuevo que lo tenía fascinadísimo, hasta
que de pronto dejó de interesarse por él, co-
sa que, como ya se os ha dicho, era lo que
siempre ocurría con sus juegos. Se trataba de
fingir que no corrían aventuras, de hacer lo
que John y Michael habían estado haciendo
toda su vida: quedarse sentados en taburetes
lanzando pelotas al aire, empujarse, salir a
dar paseos y volver sin haber matado ni un
oso gris. Ver a Peter sin hacer nada en un
taburete era todo un espectáculo: no podía
evitar tener aire de solemnidad en tales oca-
siones, estar sentado sin moverse le parecía
una cosa muy cómica. Se jactaba de haber
ido a dar un paseo por el bien de su salud.
Durante varios soles éstas fueron para él las
aventuras más originales de todas y John y
Michael tenían que fingir estar también en-
cantados: si no, los habría tratado con mano
dura.
Salía solo con frecuencia y cuando regre-
saba nunca se tenía la absoluta certeza de si
había corrido una aventura o no. Podía haber-
la olvidado tan por completo que no decía
nada sobre ella y luego cuando uno salía en-
contraba el cadáver y, por otra parte, podía
decir muchas cosas sobre ella y, sin embargo,
uno no encontraba el cadáver. A veces volvía
a casa con la cabeza vendada y entonces
Wendy le daba mimos y se la lavaba con
agua tibia, mientras él contaba una historia
deslumbrante. Pero la verdad es que ella
nunca estaba convencida del todo. Sin em-
bargo, había muchas aventuras que sabía
que eran ciertas porque ella misma participa-
ba en ellas y había aún más que eran verídi-
cas por lo menos en parte, pues los demás
chicos participaban en ellas y decían que eran
totalmente ciertas. Para describir todas ellas
haría falta un libro tan grande como un dic-
cionario de inglés-latín, latín-inglés y lo más
que podemos hacer es presentar una como
ejemplo de un momento cualquiera en la isla.
Lo difícil es cuál elegir. ¿Tomamos el enfren-
tamiento con los pieles rojas en el Barranco
de Presuntuoso? Fue un asunto sanguinario y
especialmente interesante por mostrar una
de las peculiaridades de Peter, que era que
en medio de la refriega de repente cambiaba
de bando. En el Barranco, cuando la victoria
todavía no estaba decidida, inclinándose a
veces hacia un lado y a veces hacia el otro,
gritó:
-Hoy soy indio. ¿Tú qué eres, Lelo?
Y Lelo contestó:
-Indio. ¿Tú qué eres, Avispado?
Y Avispado dijo:
-Indio. ¿Tú qué eres, Gemelo?
Y así sucesivamente, hasta que al final to-
dos eran indios y, por supuesto, esto habría
acabado con la pelea si no fuera porque los
auténticos indios, fascinados por los métodos
de Peter, aceptaron ser niños perdidos por
esa vez y por ello todos se lanzaron al ataque
de nuevo, con más fiereza que nunca.
El resultado extraordinario de esta aventu-
ra fue que... pero aún no hemos decidido si
ésta es la aventura que vamos a contar. Qui-
zás una mejor sería el ataque nocturno que
los pieles rojas lanzaron sobre la casa subte-
rránea, cuando varios de ellos se quedaron
atascados en los árboles huecos y hubo que
sacarlos como si fueran corchos. O podríamos
contar cómo Peter le salvó la vida a Tigridia
en la Laguna de las Sirenas y de esta forma
la convirtió en su aliada.
O podríamos hablar de ese pastel que
hicieron los piratas para que se lo comieran
los chicos y perecieran y de cómo lo fueron
colocando de lugar apropiado en lugar apro-
piado, pero Wendy siempre lo apartaba de las
manos de los niños, de modo que acabó por
perder su suculencia, se puso duro como un
pedrusco, fue empleado como proyectil y
Garfio tropezó con él en la oscuridad.
O pongamos que hablamos de los pájaros
que eran amigos de Peter, especialmente del
ave de Nunca Jamás que hizo su nido en un
árbol que colgaba por encima de la laguna y
de cómo el nido cayó al agua y el ave siguió
sentada sobre los huevos y Peter dio órdenes
para que no fuera molestada. Ésa es una his-
toria bonita y el final muestra lo agradecido
que puede ser un pájaro, pero si lo contamos
también tenemos que contar toda la aventura
de la laguna, cosa que realmente sería contar
dos aventuras en vez de una. Una aventura
más corta e igual de emocionante fue el in-
tento de Campanilla, con ayuda de unas
hadas callejeras, de trasladar a la durmiente
Wendy al mundo real en una gran hoja flo-
tante. Por suerte la hoja se venció y Wendy
se despertó, creyendo que era la hora del
baño y regresó a nado. O también podríamos
escoger el desafío de Peter a los leones,
cuando trazó un círculo alrededor de sí mis-
mo en el suelo con una flecha y los desafió a
que lo cruzaran y aunque esperó durante
horas, mientras los demás chicos y Wendy
observaban sin aliento desde los árboles, nin-
guno de ellos se atrevió a aceptar el reto.
¿Cuál de estas aventuras elegiremos? Lo
mejor será echarlo a cara o cruz.
He lanzado la moneda y ha ganado la la-
guna. Esto casi le hace a uno desear que
hubiera ganado el barranco o el pastel o la
hoja de Campanilla. Claro que podría volver a
hacerlo tres veces más y elegir la aventura
que se repitiera; no obstante, quizás lo más
justo sea quedarse con la laguna.

8. La laguna de las sirenas

Si uno cierra los ojos y tiene suerte, puede


ver a veces un charco informe de preciosos
colores pálidos flotando en la oscuridad; en-
tonces, si se aprietan aún más los ojos, el
charco empieza a cobrar forma y los colores
se hacen tan vívidos que con otro apretón
estallarán en llamas. Pero justo antes de que
estallen en llamas se ve la laguna. Esto es lo
más cerca que se puede llegar en el mundo
real, un momento glorioso; si pudiera haber
dos momentos se podría ver el oleaje y oír a
las sirenas cantar.
Los niños solían pasar largos días de vera-
no en esta laguna, nadando o flotando casi
todo el rato, jugando a los juegos de las sire-
nas en el agua y cosas así. No debéis creer
por esto que las sirenas tenían buena relación
con ellos: por el contrario, uno de los pesares
más duraderos de Wendy era que en todo el
tiempo que estuvo en la isla jamás logró que
alguna de ellas le dirigiera ni una sola palabra
cortés. Cuando se acercaba sigilosamente
hasta la orilla de la laguna podía llegar a ver-
las a montones, especialmente en la Roca de
los Abandonados, donde les encantaba tomar
el sol, peinándose con gestos lánguidos que
la fastidiaban mucho; o incluso llegaba a na-
dar, de puntillas como si dijéramos, hasta po-
nerse a una yarda de ellas, pero entonces la
veían y se zambullían, probablemente salpi-
cándola con la cola, no por accidente, sino
con toda intención.
Trataban a todos los chicos de la misma
forma, menos a Peter, claro está, que se pa-
saba horas charlando con ellas en la Roca de
los Abandonados y se sentaba en sus colas
cuando se ponían descaradas. Le dio a Wendy
uno de sus peines.
El momento más hechizador para verlas es
cuando cambia la luna; entonces sueltan
unos extraños gritos lastimeros, pero la lagu-
na es peligrosa en esas circunstancias para
los mortales y hasta la noche que vamos a
relatar ahora, Wendy no la había visto nunca
a la luz de la luna, no tanto por miedo, ya
que por supuesto Peter la habría acompaña-
do, como porque había instaurado la norma
estricta de que todo el mundo estuviera en la
cama a las siete. Sin embargo, iba con fre-
cuencia a la laguna en los días soleados des-
pués de llover, cuando las sirenas emergen
en enormes cantidades para jugar con burbu-
jas. Emplean como pelotas las burbujas mul-
ticolores hechas con agua del arco iris, pa-
sándoselas alegremente las unas a las otras
con la cola y tratando de mantenerlas en el
arco iris hasta que estallan. Las porterías es-
tán a cada extremo del arco iris y a las porte-
ras sólo se les permite usar las manos. A ve-
ces hay cientos de sirenas jugando en la la-
guna a la vez y es un espectáculo muy boni-
to.
Pero en el momento en que los niños in-
tentaban participar tenían que jugar solos,
pues las sirenas desaparecían in-
mediatamente. No obstante, tenemos prue-
bas de que observaban secretamente a los
intrusos y eran capaces de tomar alguna idea
de ellos, porque John introdujo una forma
nueva de golpear la burbuja, con la cabeza
en lugar de la mano y las porteras sirenas la
adoptaron. Ésta es la única huella que John
ha dejado en el País de Nunca jamás.
También tiene que haber sido muy bonito
ver a los niños reposando en una roca duran-
te media hora después del almuerzo. Wendy
se empeñaba en que lo hicieran y tenía que
ser un reposo auténtico aunque la comida
fuera ficticia. De forma que se tumbaban al
sol, que hacía relucir sus cuerpos, mientras
ella se sentaba a su lado con aire de impor-
tancia.
Era un día de este tipo y estaban todos en
la Roca de los Abandonados. La roca no era
mucho mayor que su gran cama, pero natu-
ralmente todos sabían ocupar poco espacio y
estaban dormitando, o por lo menos estaban
echados con los ojos cerrados y se tiraban
pellizcos cuando creían que Wendy no mira-
ba. Estaba muy ocupada, cosiendo.
Mientras cosía se produjo un cambio en la
laguna. Unos pequeños temblores la recorrie-
ron, el sol se escondió y las sombras se ex-
tendieron sobre el agua, enfriándola. Wendy
ya no tenía luz suficiente para enhebrar la
aguja y al levantar la vista, la laguna, que
hasta entonces siempre había sido un lugar
tan alegre, tenía un aire formidable y amena-
zador.
Sabía que no se había hecho de noche, pe-
ro había llegado algo tan oscuro como la no-
che. No, peor que eso. No había llegado, sino
que había enviado ese estremecimiento por el
mar para anunciar que estaba llegando. ¿Qué
era?
La invadieron todas las historias que le
habían contado sobre la Roca de los Abando-
nados, llamada así porque los capitanes mal-
vados abandonan a los marineros en ella y
los dejan allí para que se ahoguen. Se aho-
gan cuando sube la marea, porque entonces
queda sumergida.
Como es lógico, tendría que haber desper-
tado a los chicos al momento, no sólo por
aquella cosa desconocida que avanzaba ace-
chante hacia ellos, sino porque ya no era
bueno que durmieran en una roca que se
había puesto fría. Pero era una madre inex-
perta y no lo sabía: creía que simplemente
había que atenerse a la norma de media hora
de reposo después del almuerzo. Por eso,
aunque el miedo la atenazaba y deseaba oír
voces masculinas, no quiso despertarlos. Ni
siquiera cuando oyó el ruido de remos en-
vueltos en tela, aunque tenía el corazón en la
boca, los despertó. Montó guardia para que
echaran la siesta completa. ¿No fue Wendy
muy valiente?
Fue una suerte para aquellos chicos que
hubiera uno entre ellos que podía oler el peli-
gro incluso estando dormido. Peter se irguió
de un salto, tan despierto al instante como un
sabueso y con un grito de advertencia des-
pertó a los demás. Se quedó inmóvil, con una
mano en la oreja.
-¡Piratas! -exclamó. Los otros se acercaron
más a él. Una sonrisa extraña le bailaba en la
cara y Wendy la vio y se estremeció. Mientras
sonreía de esta manera nadie se atrevía a
hablarle, lo único que podían hacer era estar
preparados para obedecer. Dio la orden brus-
ca y tajantemente:
-¡Al agua!
Hubo un destello de piernas y al instante
la laguna pareció desierta. La Roca de los
Abandonados se alzaba sola en las lúgubres
aguas, como si ella misma estuviera abando-
nada.
La barca se acercó. Era el bote pirata, con
tres figuras dentro, Smee, Starkey y la terce-
ra una cautiva, nada más y nada menos que
Tigridia. Iba atada de pies y manos y conocía
el destino que le esperaba. La iban a dejar en
la roca para que pereciera, un fin que para
los de su raza era más horrible que morir en
la hoguera o bajo tortura, pues ¿acaso no
está escrito en el libro de la tribu que no hay
un sendero en el agua que lleve al paraíso de
los cazadores? Sin embargo, tenía una expre-
sión impasible: era hija de un jefe, debía mo-
rir como la hija de un jefe y con eso bastaba.
La habían atrapado abordando el barco pi-
rata con un cuchillo en la boca. En el barco no
se hacía guardia, pues Garfio se jactaba de
que la fama de su nombre bastaba para pro-
teger el barco en una milla a la redonda. Aho-
ra el destino de ella también contribuiría a
protegerlo. Un quejido más aumentaría su
fama esa noche.
En la penumbra que traían consigo los dos
piratas no vieron la roca hasta que chocaron
con ella.
-Orza, palurdo -exclamó una voz irlandesa
que era la de Smee-, aquí está la roca. Aho-
ra, lo que tenemos que hacer es izar a la in-
dia hasta allí arriba y dejarla ahí para que se
ahogue.
No tardaron ni un momento en depositar
brutalmente a la hermosa muchacha en la
roca: era demasiado orgullosa para oponer
una resistencia inútil.
Muy cerca de la roca, pero sin que se vie-
ran, flotaban dos cabezas, la de Peter y la de
Wendy, siguiendo el vaivén de las olas. Wen-
dy estaba llorando, pues era la primera tra-
gedia que veía. Peter había visto muchas tra-
gedias, pero se le habían olvidado todas. No
sentía tanta pena por Tigridia como Wendy,
lo que lo enfurecía era que eran dos contra
uno y tenía intención de salvarla. Lo fácil
habría sido esperar a que los piratas se
hubieran ido, pero él nunca optaba por lo
fácil.
No había prácticamente nada que no su-
piera hacer y ahora imitó la voz de Garfio.
-Eh vosotros, matalotes -gritó. Era una
imitación maravillosa.
-El capitán -dijeron los piratas, mirándose
el uno al otro sorprendidos.
-Debe de estar nadando hacia nosotros -
dijo Starkey, después de buscarlo en vano.
-Estamos colocando a la india en la roca -
gritó Smee. -Soltadla -fue la asombrosa res-
puesta.
-¡Soltadla!
-Sí, cortadle las ataduras y que se vaya.
-Pero, capitán...
-Ahora mismo, me oís -gritó Peter-, u os
clavo el garfio.
-Qué raro -dijo Smee entrecortadamente.
-Será mejor que hagamos lo que ordena el
capitán -dijo Starkey nervioso.
-Sí -dijo Smee y cortó las ligaduras de Ti-
gridia. Inmediatamente ésta se deslizó como
una anguila entre las piernas de Starkey y se
zambulló en el agua.
Naturalmente Wendy estaba encantada
por la inteligencia de Peter, pero sabía que
también él estaría encantado y que era muy
probable que se pusiera a graznar y se trai-
cionara de ese modo, por lo que al instante
alargó la mano para taparle la boca. Pero no
llegó a hacerlo, porque por toda la laguna
resonó «¡Ah del bote!» con la voz de Garfio y
esta vez no era Peter quien había hablado.
Puede que Peter hubiera estado a punto de
graznar, pero en cambio su cara se transfor-
mó como para dar un silbido de sorpresa.
-¡Ah del bote! -volvió a oírse.
Entonces Wendy comprendió. El auténtico
Garfio estaba también en el agua.
Iba nadando hacia el bote y como sus
hombres sacaron un farol para guiarlo pronto
llegó hasta ellos. A la luz del farol Wendy vio
cómo su garfio aferraba la borda del bote, vio
su malvada cara morena al alzarse del agua
chorreando y, estremeciéndose, habría queri-
do alejarse nadando, pero Peter no se movía.
Estaba vibrante de energía y además hincha-
do de vanidad.
-¿A que soy genial? ¡Ah, pero qué genial
soy! -le susurró y aunque ella también lo cre-
ía, se alegraba mucho por su reputación de
que nadie lo oyera excepto ella.
Él le hizo señas de que escuchara.
Los dos piratas tenían mucha curiosidad
por saber qué había traído a su capitán hasta
ellos, pero él se quedó sentado con la cabeza
apoyada en el garfio en un gesto de profundo
abatimiento.
-Capitán, ¿ocurre algo? -preguntaron tími-
damente, pero él contestó con un quejido
sepulcral.
-Suspira -dijo Smee.
-Vuelve a suspirar -dijo Starkey.
-Y suspira por tercera vez -dijo Smee.
-¿Qué pasa, capitán?
Entonces habló por fin con vehemencia.
-Se acabó el juego -exclamó-, esos chicos
han encontrado una madre.
Asustada como estaba, Wendy se llenó de
orgullo.
-Oh, día fatídico -soltó Starkey.
-¿Qué es una madre? -preguntó el igno-
rante de Smee. Wendy se quedó tan pasma-
da que exclamó:
-¡No lo sabe!
Y a partir de entonces siempre le pareció
que si se pudiera tener un pirata mascota
Smee sería el suyo.
Peter la sumergió en el agua, porque Gar-
fio se había levantado, gritando:
-¿Qué ha sido eso?
-Yo no he oído nada -dijo Starkey, levan-
tando el farol por encima de las aguas y
mientras los piratas miraban contemplaron
una extraña visión. Era el nido del que os he
hablado, que flotaba en la laguna y el ave de
Nunca Jamás estaba posada en él.
-Mirad -dijo Garfio contestando a la pre-
gunta de Smee-, eso es una madre. ¡Qué
lección! El nido debe de haber caído al agua,
¿pero abandonaría la madre los huevos? No.
Se le quebró la voz, como si por un mo-
mento recordara tiempos inocentes en que...
pero apartó esta debilidad con el garfio.
Smee, muy impresionado, contempló al
ave mientras el nido pasaba con la corriente,
pero Starkey, más suspicaz, dijo:
-Si es una madre, a lo mejor está por aquí
para ayudar a Peter.
Garfio hizo una mueca.
-Sí -dijo-, ése es el temor que me ator-
menta.
La voz agitada de Smee lo sacó de su aba-
timiento.
-Capitán -dijo Smee-, ¿no podríamos rap-
tar a la madre de esos chicos y convertirla en
nuestra madre?
-Es un plan estupendo -gritó Garfio y al
momento cobró forma factible en su gran
cerebro-. Atraparemos a los niños y los lleva-
remos al barco: a los chicos los pasaremos
por la plancha y Wendy será nuestra madre.
Wendy volvió a perder el control.
-¡Jamás! -gritó y se sumergió.
-¿Qué ha sido eso?
Pero no vieron nada. Pensaron que no
había sido más que una hoja movida por el
viento.
-¿Estáis de acuerdo, muchachotes míos? -
preguntó Garfio.
-Aquí está mi mano -dijeron los dos.
-Y aquí está mi garfio. Juremos.
Todos juraron. Para entonces ya estaban
en la roca y de pronto Garfio se acordó de
Tigridia.
-¿Dónde está la india? -preguntó brusca-
mente.
A veces tenía ganas de broma y creyeron
que ésta era una de esas veces.
-No pasa nada, capitán -contestó Smee
complacido-, la hemos soltado.
-¡Que la habéis soltado! -exclamó Garfio.
-Ésas fueron sus órdenes -titubeó el con-
tramaestre.
-Usted nos llamó desde el agua para que
la soltáramos -dijo Starkey.
-Por todos los demonios -vociferó Garfio-,
¿que traición es ésta?
Se le puso la cara negra de rabia, pero se
dio cuenta de que estaban convencidos de lo
que decían y se sintió alarmado.
-Muchachos -dijo, algo tembloroso-, yo no
he dado esa orden.
-Pues es muy raro -dijo Smee y todos se
agitaron inquietos. Garfio levantó la voz, pero
le salió temblorosa.
-Espíritu que esta noche rondas por esta
oscura laguna -gritó-, ¿me oyes?
Como es lógico, Peter debería haberse
quedado callado, pero naturalmente no lo
hizo. Inmediatamente contestó con la voz de
Garfio:
-Por mil diablos tuertos, te oigo.
En ese momento culminante Garfio no se
amedrentó, ni siquiera un poquito, pero Smee
y Starkey se abrazaron aterrorizados.
-¿Quién eres, desconocido? Habla -exigió
Garfio.
-Soy James Garfio -replicó la voz-, capitán
del Jolly Roger.
-No es cierto, no es cierto -gritó Garfio con
voz ronca.
-Por todos los demonios -contestó la voz-,
repite eso y te paso por debajo de la quilla.
Garfio probó una actitud más conciliadora.
-Si eres Garfio -dijo casi con humildad-,
dime, ¿quién soyyo?
-Un bacalao -replicó la voz-, nada más que
un bacalao.
-¡Un bacalao! -repitió Garfio sin compren-
der y entonces y sólo entonces, su orgullo se
desmoronó. Vio cómo sus hombres se apar-
taban de él.
-¿Nos ha estado dirigiendo un bacalao todo
este tiempo? -mascullaron-. Es denigrante
para nuestro orgullo.
Sus propios perros se volvían contra él,
pero, por muy trágica que se hubiera vuelto
su situación, apenas les hizo caso. Ante unas
pruebas tan pavorosas no era la confianza de
ellos lo que necesitaba, sino la suya propia.
Sentía que su ego se le escapaba.
-No me abandones, muchachote -le susu-
rró roncamente. En aquella oscura personali-
dad había un toque femenino, como en todos
los grandes piratas y éste a veces le daba in-
tuiciones. De pronto optó por jugar alas adi-
vinanzas.
-Garfio -llamó-, ¿tienes otra voz?
Peter jamás podía resistirse a un juego y
contestó alegremente con su propia voz:
-Sí.
-¿Y otro nombre?
-Sí.
-¿Vegetal? -preguntó Garfio.
-No.
-¿Mineral?
-No.
-¿Animal?
-Sí.
-¿Hombre?
-¡No! -la respuesta resonó cargada de
desprecio.
-¿Niño?
-Sí.
-¿Niño corriente?
-¡No!
-¿Niño maravilloso?
Para disgusto de Wendy la respuesta que
se oyó esta vez fue:
-Sí.
-¿Estás en Inglaterra?
-No.
-¿Estás aquí?
-Sí.
Garfio estaba totalmente desconcertado.
-Preguntadle algo vosotros -les dijo a los
otros, enjugándose la frente sudorosa.
Smee reflexionó.
-No se me ocurre nada -dijo apesadum-
brado.
-No lo saben, no lo saben -canturreó Pe-
ter-. ¿Os rendís? Por supuesto, por vanidad
estaba llevando el juego demasiado lejos ylos
bellacos vieron su oportunidad.
-Sí, sí -contestaron impacientes.
-Pues muy bien -gritó él-, soy Peter Pan.
¡Pan!
Al momento Garfio volvió a ser el de siem-
pre y Smee y Starkey sus fieles secuaces.
-Ya lo tenemos -gritó Garfio-. Al agua,
Smee. Starkey, vigila el bote. Cogedlo vivo o
muerto.
Daba saltos mientras hablaba y al mismo
tiempo se oyó la alegre voz de Peten
-¿Estáis listos, chicos?
-Sí -contestaron desde diversos puntos de
la laguna.
-Pues dadles una paliza a los piratas.
La lucha fue breve y cruenta. El primero
en cobrarse una víctima fue John, que subió
valientemente al bote y agarró a Starkey.
Hubo una dura pelea, en la que al pirata le
fue arrebatado el sable. Se tiró por la borda y
John saltó tras él. El bote se alejó a la deriva.
Aquí y allá surgía una cabeza en el agua y
se veía un destello metálico, seguido de un
grito o un alarido. En la confusión algunos
atacaban a los de su propio bando. El saca-
corchos de Smee hirió a Lelo en la cuarta
costilla, pero él fue herido a su vez por Rizos.
A mayor distancia de la roca Starkey hacía
sudar a Presuntuoso y a los gemelos.
¿Dónde estaba Peter a todo esto? Estaba
persiguiendo una presa más grande.
Todos los demás eran chicos valientes y no
se les debe echar en cara que se apartaran
del capitán pirata. Su garra de hierro trazaba
un círculo de muerte en el agua, del que huí-
an como peces asustados.
Pero había uno que no lo temía: uno dis-
puesto a penetrar en ese círculo.
Por raro que parezca, no fue en el agua
donde se encontraron. Garfio se subió a la
roca para respirar y en ese mismo momento
Peter la escaló por el lado opuesto. La roca
estaba resbaladiza como un balón y más bien
tenían que arrastrarse en lugar de trepar.
Ninguno de los dos sabía que el otro se esta-
ba acercando. Al tantear cada uno buscando
un asidero tropezaron con el brazo del con-
trario: sorprendidos, alzaron la cabeza; sus
caras casi se tocaban; así se encontraron.
Algunos de los héroes más grandes han
confesado que justo antes de entrar en com-
bate les entró un momentáneo temor. Si en
ese momento eso le hubiera ocurrido a Peter
yo lo admitiría. Al fin y al cabo, éste era el
único hombre al que el Cocinero había temi-
do. Pero a Peter no le dio ningún miedo, sólo
sintió una cosa, alegría, y rechinó los bonitos
dientes con entusiasmo. Rápido como un rayo
le quitó a Garfio un cuchillo del cinturón y
estaba a punto de clavárselo, cuando se dio
cuenta de que estaba situado en la roca más
arriba que su enemigo. No habría sido una
lucha justa. Le alargó la mano al pirata para
ayudarlo a subir.
Entonces Garfio lo mordió.
No fue el dolor, sino lo injusto del asunto,
lo que atontó a Peter. Lo dejó impotente.
Sólo podía mirar, horrorizado. Todos los niños
reaccionan así la primera vez que los tratan
con injusticia. A lo único que piensan que
tienen derecho cuando se le acercan a uno de
buena fe es a un trato justo. Después de que
uno haya sido injusto con ellos seguirán que-
riéndolo, pero nunca volverán a ser los mis-
mos. Nadie supera la primera injusticia: nadie
excepto Peter. Se topaba a menudo con ella,
pero siempre se le olvidaba. Supongo que ésa
era la auténtica diferencia entre todos los
demás y él.
De forma que cuando ahora se encontró
con ello fue como la primera vez y lo único
que pudo hacer fue quedarse boquiabierto,
impotente. La mano de hierro lo golpeó dos
veces.
Pocos minutos después los demás chicos
vieron a Garfio en el agua nadando frenéti-
camente hacia el barco; su cara pestilente ya
no estaba llena de regocijo, sólo blanca de
miedo, pues el cocodrilo le venía pisando los
talones. En una ocasión normal los chicos
habrían nadado al lado soltando gritos de
entusiasmo, pero ahora se sentían inquietos,
porque habían perdido tanto a Peter como a
Wendy y estaban recorriendo la laguna bus-
cándolos, gritando sus nombres. Encontraron
el bote y regresaron a casa en él, gritando
«Peter, Wendy» por el camino, pero no se oía
ninguna respuesta salvo la risa burlona de las
sirenas.
-Deben de estar volviendo a nado o por el
aire -decidieron los chicos. No estaban muy
preocupados, por la fe que tenían en Peten
Se echaron a reír, como niños que eran, al
pensar que se irían tarde a la cama ¡y todo
por culpa de mamá Wendy!
Cuando sus voces se apagaron cayó un frío
silencio sobre la laguna y entonces se oyó un
débil grito.
-¡Socorro, socorro!
Dos figuritas golpeaban contra la roca; la
chica había perdido el conocimiento y yacía
en los brazos del chico. Con un último esfuer-
zo Peter la subió a la roca y luego se echó
junto a ella. En el momento en que también
él se desmayaba vio que el agua estaba su-
biendo. Supo que pronto estarían ahogados,
pero no podía hacer más.
Mientras yacían el uno junto al otro una si-
rena agarró a Wendy de los pies y se puso a
tirar de ella suavemente hacia el agua. Peter,
al sentir que se soltaba de él, volvió en sí de
golpe y llegó justo a tiempo de rescatarla.
Pero tenía que decirle la verdad.
-Estamos en la roca, Wendy -dijo-, pero se
está cubriendo. El agua no tardará en cubrirla
del todo.
Ni siquiera entonces lo entendió ella.
-Tenemos que irnos -dijo casi con anima-
ción.
-Sí -respondió él débilmente.
-¿Nadamos o volamos, Peter?
No le quedó más remedio que decírselo.
-Wendy, ¿crees que podrías nadar o volar
hasta la isla sin mi ayuda?
Ella tuvo que admitir que estaba demasia-
do cansada. Él soltó un gemido.
-¿Qué te ocurre? -preguntó ella, preocu-
pada por él al instante.
-No te puedo ayudar, Wendy. Garfio me ha
herido. No puedo ni volar ni nadar.
-¿Quieres decir que nos vamos a ahogar
los dos?
-Mira cómo sube el agua.
Se taparon los ojos con las manos para
evitar aquella visión. Pensaron que no tarda-
rían en morir. Mientras estaban así sentados
una cosa rozó a Peter con la levedad de un
beso y se quedó allí, como preguntando tími-
damente: «¿Puedo servir para algo?»
Era la cola de una cometa, que Michael
había construido unos días antes. Se le había
escapado de las manos y se había alejado
volando.
-La cometa de Michael -dijo Peter con indi-
ferencia, pero un momento después la tenía
agarrada por la cola y tiraba de la cometa
hacia él-. Levantó a Michael del suelo -
exclamó-, ¿por qué no podría llevarte a ti?
-¡A los dos!
-No puede levantar a dos personas, Mi-
chael y Rizos lo intentaron.
-Echémoslo a suertes -dijo Wendy con va-
lentía.
-¿Una dama como tú? Ni hablar.
Ya le había atado la cola alrededor. Ella se
aferró a él: se negaba a partir sin él, pero con
un «adiós, Wendy», la apartó de un empujón
de la roca y a los pocos minutos desapareció
de su vista por los aires. Peter se quedó solo
en la laguna.
La roca era muy pequeña ya, pronto que-
daría sumergida. Unos pálidos rayos de luz se
deslizaron por las aguas y luego se oyó un
sonido que al mismo tiempo era el más musi-
cal y el más triste del mundo: las sirenas
cantando a la luna.
Peter no era como los demás chicos, pero
por fin sentía miedo. Le recorrió un estreme-
cimiento, como un temblor que pasara por el
mar, pero en el mar un temblor sucede a otro
hasta que hay cientos de ellos y Peter sintió
solamente ése. Al momento siguiente estaba
de nuevo erguido sobre la roca, con esa son-
risa en la cara y un redoble de tambores en
su interior. Éste le decía: «morir será una
aventura impresionante.»

9. El ave de Nunca Jamás


Lo último que oyó Peter antes de quedarse
solo fue a las sirenas retirándose una tras
otra a sus dormitorios submarinos. Estaba
demasiado lejos para oír cómo se cerraban
sus puertas, pero cada puerta de las curvas
de coral donde viven hace sonar una campa-
nita cuando se abre o se cierra (como en las
casas más elegantes del mundo real) y sí que
oyó las campanas.
Las aguas fueron subiendo sin parar hasta
tocarle los pies y para pasar el rato hasta que
dieran el trago final, contempló lo único que
se movía en la laguna. Pensó que era un tro-
zo de papel flotante, quizás parte de la come-
ta y se preguntó distraído cuánto tardaría en
llegar a la orilla.
Al poco notó con extrañeza que sin duda
estaba en la laguna con algún claro propósito,
ya que estaba luchando contra la marea y a
veces lo lograba y cuando lo lograba, Peter,
siempre de parte del bando más débil, no
podía evitar aplaudir: qué trozo de papel tan
valiente.
En realidad no era un trozo de papel: era
el ave de Nunca Jamás, que hacía esfuerzos
denodados por llegar hasta Peter en su nido.
Moviendo las alas, con una técnica que había
descubierto desde que el nido cayó al agua,
podía hasta cierto punto gobernar su extraña
embarcación, pero para cuando Peter la reco-
noció estaba ya muy agotada. Había venido a
salvarlo, a darle su nido, aunque tenía hue-
vos dentro. La actitud del ave extraña bas-
tante, porque aunque Peter se había portado
bien con ella, también a veces la había marti-
rizado. Me imagino que, al igual que la señora
Darling y todos los demás, se había enterne-
cido porque conservaba todos los dientes de
leche.
Le explicó a gritos por qué había venido y
él le preguntó a gritos qué estaba haciendo
allí, pero por supuesto ninguno de los dos
entendía el lenguaje del otro. En las historias
imaginarias las personas pueden hablar con
los pájaros sin problemas y en este momento
desearía poder fingir que ésta es una historia
de ese tipo y decir que Peter contestó con
inteligencia al ave de Nunca Jamás, pero es
mejor decir la verdad y sólo quiero contar lo
que pasó en realidad. Pues bien, no sólo no
podían entenderse, sino que además acaba-
ron por perder la compostura.
-Quiero-que-te-metas-en-el-nido- -gritó el
ave, hablando lo más claro y despacio posi-
ble-, y-así-podrás-llegar-ala-orilla, pero-
estoy-demasiado-cansada-para-acercarlo-
más-así-que-tienes-que-tratar-de-nadar-
hasta-aquí.
-¿Qué estás graznando? -respondió Peter-.
¿Por qué no dejas que el nido flote como
siempre?
-Quiero-que -dijo el ave y lo volvió a repe-
tir todo. Entonces Peter trató de hablar claro
y despacio. -¿Qué-estás-graznando? -y todo
lo demás.
El ave de Nunca Jamás se enfadó: tienen
muy mal genio.
-Pedazo de zoquete -chilló-, ¿por qué no
haces lo que te digo?
A Peter le dio la impresión de que lo esta-
ba insultando y se arriesgó a replicar con ve-
hemencia:
-¡Eso lo serás tú!
Entonces, curiosamente, los dos soltaron
la misma frase:
-¡Cállate!
-¡Cállate!
No obstante, el ave estaba decidida a sal-
varlo si podía y con un último y fenomenal
esfuerzo arrimó el nido a la roca. Entonces
levantó el vuelo, abandonando sus huevos,
para hacer clara su intención.
En ese momento por fin lo entendió él y
agarró el nido y saludó dando las gracias al
ave mientras ésta revoloteaba por encima.
Sin embargo, no era por recibir su agradeci-
miento por lo que flotaba en el cielo, ni si-
quiera era para ver cómo se metía en el nido:
era para ver qué hacía con los huevos.
Había dos grandes huevos blancos y Peter
los cogió y reflexionó. El ave se tapó la cara
con las alas, para no ver el fin de sus huevos,
pero no pudo evitar atisbar por entre las
plumas.
No recuerdo si os he dicho que había un
palo en la roca, clavado hacía mucho tiempo
por unos bucaneros para marcar el lugar
donde estaba enterrado un tesoro. Los niños
habían descubierto el reluciente botín y cuan-
do tenían ganas de travesuras se dedicaban a
lanzar lluvias de moidores, diamantes, perlas
y monedas de cobre a las gaviotas, que se
precipitaban sobre ellos creyendo que era
comida y luego se alejaban volando, rabiando
por la faena que les habían hecho. El palo
seguía allí y en él había colgado Starkey su
sombrero, un encerado hondo e impermea-
ble, de ala muy ancha. Peter metió los hue-
vos en este sombrero y lo echó al agua. Flo-
taba perfectamente.
El ave de Nunca Jamás se dio cuenta al
instante de lo que pretendía y le soltó un chi-
llido de admiración y, ay, Peter graznó mos-
trando su acuerdo. Luego se metió en el nido,
colocó en él el palo como un mástil y colgó su
camisa como vela. En ese mismo momento el
ave bajó volando hasta el sombrero y una
vez más se posó confortablemente sobre sus
huevos. Se fue a la deriva en una dirección y
Peter se alejó flotando en otra, ambos sol-
tando gritos de júbilo.
Por supuesto, cuando Peter llegó a tierra
varó su embarcación en un lugar donde el
ave pudiera encontrarla fácilmente, pero el
sombrero funcionaba tan bien que ésta aban-
donó el nido. Éste fue flotando a la deriva
hasta hacerse trizas y Starkey llegaba a me-
nudo a la orilla de la laguna y, lleno de amar-
gura, contemplaba al ave sentada en su
sombrero. Como ya no volveremos a verla,
puede que merezca la pena comentar que
ahora todos los pájaros de Nunca Jamás
construyen sus nidos de esa forma, con un
ala ancha en la que toman el aire los pollue-
los.
Hubo gran alegría cuando Peter llegó a la
casa subterránea casi tan pronto como Wen-
dy, a quien la cometa había llevado de un
lado a otro. Cada uno de los chicos tenía una
aventura que contar, pero quizás la aventura
más grande de todas fuera que se les había
pasado con mucho la hora de irse a la cama.
Esto los envalentonó tanto que intentaron
diversos trucos para conseguir quedarse le-
vantados aún más tiempo, tales como pedir
vendas, pero Wendy, aunque se regocijaba
de tenerlos a todos de nuevo en casa sanos y
salvos, estaba escandalizada por lo tarde que
era y exclamó: «A la cama, a la cama» en un
tono que no quedaba más remedio que obe-
decer. Sin embargo, al día siguiente estuvo
cariñosísima y les puso vendas a todos y es-
tuvieron jugando hasta la hora de acostarse a
andar cojeando y llevar el brazo en cabestri-
llo.

10. El hogar feliz

Una consecuencia importante de la esca-


ramuza de la laguna fue que los pieles rojas
se hicieron sus amigos. Peter había salvado a
Tigridia de un horrible destino y ahora no
había nada que sus bravos y ella no estuvie-
ran dispuestos a hacer por él. Se pasaban
toda la noche sentados arriba, vigilando la
casa subterránea y esperando el gran ataque
de los piratas que evidentemente ya no podía
tardar mucho en producirse. Incluso de día
rondaban por ahí, fumando la pipa de la paz
y con el aire más amistoso del mundo.
Llamaban a Peter el Gran Padre Blanco y
se postraban ante él y esto le gustaba muchí-
simo, por lo que realmente no le hacía ningún
bien.
-El Gran Padre Blanco -les decía con aires
de grandeza, mientras se arrastraban a sus
pies-, se alegra de ver que los guerreros pic-
caninnis protegen su tienda de los piratas.
-Yo Tigridia -replicaba la hermosa mucha-
cha-. Peter Pan salvarme, yo buena amiga
suya. Yo no dejar que piratas hacerle daño.
Era demasiado bonito para rebajarse de tal
forma, pero Peter pensaba que se lo debía y
respondía con tono de superioridad.
-Está bien. Peter Pan ha hablado.
Siempre que decía «Peter Pan ha habla-
do», quería decir que ahora ellos se tenían
que callar y ellos lo aceptaban humildemente
con esa actitud, pero no eran ni mucho me-
nos tan respetuosos con los demás chicos, a
quienes consideraban unos bravos corrientes.
Les decían: «¿Qué tal?» y cosas así y lo que
fastidiaba a los chicos era que daba la impre-
sión de que a Peter esto le parecía lo correc-
to.
En el fondo Wendy los compadecía un po-
co, pero era un ama de casa demasiado leal
para escuchar quejas contra el padre.
-Papá sabe lo que más conviene -decía
siempre, fuera cual fuera su propia opinión.
Su propia opinión era que los pieles rojas no
deberían llamarla squaw 1.

1. Así llaman los pieles rojas a sus muje-


res.

Ya hemos llegado a la noche que sería co-


nocida entre ellos como la Noche entre las
Noches, por sus aventuras y el resultado de
éstas. El día, como si estuviera reuniendo
fuerzas calladamente, había transcurrido casi
sin incidentes y ahora los pieles rojas envuel-
tos en sus mantas se encontraban en sus
puestos de arriba, mientras que, abajo, los
niños estaban cenando, todos menos Peter,
que había salido para averiguar la hora. La
manera de averiguar la hora en la isla era
encontrar al cocodrilo y entonces quedarse
cerca de él hasta que el reloj diera la hora.
Daba la casualidad de que esta cena era
un té imaginario y estaban sentados alrede-
dor de la mesa, engullendo con glotonería y,
la verdad, con toda la charla y las recrimina-
ciones, el ruido, como dijo Wendy, era abso-
lutamente ensordecedor. Claro que a ella no
le importaba el ruido, pero no estaba dis-
puesta a tolerar que se pegaran y luego se
disculparan diciendo que Lelo les había em-
pujado del brazo. Había una norma estableci-
da por la que jamás debían devolverse los
golpes durante las comidas, sino que debían
remitir el motivo de la disputa a Wendy le-
vantando cortésmente el brazo derecho y
diciendo: «Quiero quejarme de Fulanito»,
pero lo que normalmente ocurría era que se
olvidaban de hacerlo o lo hacían demasiado.
-Silencio -gritó Wendy cuando les hubo di-
cho por enésima vez que no debían hablar
todos al mismo tiempo-. ¿Te has bebido ya la
calabaza, Presuntuoso, mi amor?
-No del todo, mamá -dijo Presuntuoso,
después de mirar una taza imaginaria.
-Ni siquiera ha empezado a beberse la le-
che -cortó Avispado.
Esto era acusar y Presuntuoso aprovechó
la oportunidad. -Quiero quejarme de Avispa-
do -exclamó rápidamente. Pero John había
levantado la mano primero.
-¿Sí, John?
-¿Puedo sentarme en la silla de Peter, ya
que no está?
-¡John! ¡Sentarte en la silla de papá! -se
escandalizó Wendy-. Por supuesto que no.
-No es nuestro padre de verdad -contestó
John-. Ni siquiera sabía cómo se comporta un
padre hasta que yo se lo enseñé.
Aquello era protestar.
-Queremos quejarnos de John -gritaron los
gemelos.
Lelo levantó la mano. Era con tanta dife-
rencia el más humilde de todos, en realidad
el único humilde, que Wendy era especial-
mente cariñosa con él.
-Supongo -dijo Lelo con timidez-, que yo
no podría hacer de papá, ¿verdad?
-No, Lelo.
Una vez que Lelo empezaba, lo cual no
ocurría muy a menudo, seguía como un ton-
to.
-Ya que no puedo ser papá -dijo torpe-
mente-, no creo que tú me dejaras ser el
bebé, ¿verdad, Michael?
-No, no me da la gana -soltó Michael. Ya
estaba en su cesta.
-Ya que no puedo ser el bebé -dijo Lelo,
cada vez más torpe-, ¿creéis que podría ser
un gemelo?
-Claro que no -replicaron los gemelos-, es
dificilísimo ser gemelo.
-Ya que no puedo ser nada importante -
dijo Lelo-, ¿os gustaría verme hacer un truco?
-No -replicaron todos.
Entonces por fin lo dejó.
-En realidad no tenía ninguna esperanza -
dijo.
Las odiosas acusaciones se desataron de
nuevo.
-Presuntuoso está tosiendo en la mesa.
-Los gemelos han empezado con frutos de
mamey.
-Rizos está comiendo rollos de tapa y ba-
tatas.
-Avispado está hablando con la boca llena.
-Quiero quejarme de los gemelos.
-Quiero quejarme de Rizos.
-Quiero quejarme de Avispado.
-Dios mío, Dios mío -exclamó Wendy-. Es-
toy convencida de que a veces los hijos son
más un problema que una bendición.
Les dijo que recogieran y se sentó en la
cesta de la labor: como de costumbre, un
montón de calcetines y todas las rodillas agu-
jereadas.
-Wendy -protestó Michael-, soy demasiado
grande para unacuna.
-Tengo que tener a alguien en una cuna -
dijo ella casi con aspereza-, y tú eres el más
pequeño. Es de lo más hogareño tener una
cuna en casa.
Mientras cosía se pusieron a jugar a su al-
rededor, formando un grupo de caras alegres
y piernas y brazos danzantes iluminados por
aquella romántica lumbre. Había llegado a
convertirse en una escena muy familiar en la
casa subterránea, pero la estamos contem-
plando por última vez.
Se oyó una pisada arriba y os aseguro que
Wendy fue la primera en reconocerla.
-Niños, oigo los pasos de vuestro padre. Le
gusta que lo recibáis en la puerta.
Arriba, los pieles rojas estaban arrodillados
ante Peter.
-Vigilad bien, valientes, he dicho.
Y luego, como tantas otras veces, los ale-
gres niños lo sacaron a rastras de su árbol.
Como tantas otras veces, pero ya nunca más.
Había traído nueces para los chicos así
como la hora exacta para Wendy.
-Pero, los estás malcriando, ¿sabes? -dijo
Wendy con la baba caída.
-Sí, mujer -dijo Peter, colgando su rifle.
-Fui yo quien le dijo que a las madres se
las llama mujer -le susurró Michael a Rizos.
-Quiero quejarme de Michael -dijo Rizos al
instante. El primer gemelo se acercó a Peter.
-Papá, queremos bailar.
-Pues baila, baila, jovencito -dijo Peter,
que estaba de muy buen humor.
-Pero queremos que tú bailes.
En realidad Peter era el mejor bailarín de
todos ellos, pero fingió escandalizarse.
-¡Yo! Pero si ya no estoy para esos trotes.
-Y mamá también.
-¡Cómo! -exclamó Wendy-. ¡Yo, madre de
toda esta caterva de chiquillos, que me ponga
a bailar!
-Pero en un sábado por la noche... -
insinuó Presuntuoso.
En realidad no era sábado por la noche,
aunque podría haberlo sido, ya que hacía
tiempo que habían perdido la cuenta de los
días, pero siempre que querían hacer algo
especial decían que era sábado por la noche y
entonces lo hacían.
-Claro, que es sábado por la noche, Peter -
dijo Wendy, cediendo.
-Unas personas de nuestra posición, Wen-
dy.
-Pero es sólo delante de nuestra propia
prole.
-Cierto, cierto.
Así que se les dio permiso para bailar,
aunque primero debían ponerse el pijama.
-Bueno, mujer -le dijo Peter a Wendy en
un aparte, calentándose junto al fuego y con-
templándola mientras ella remendaba un ta-
lón-, no hay nada más agradable para ti y
para mí por la noche, cuando las faenas del
día han acabado, que descansar junto al fue-
go con los pequeños cerca.
-Es bonito, Peter, ¿verdad? -dijo Wendy,
enormemente complacida-. Peter, creo que
Rizos ha sacado tu nariz. -Pues Michael se
parece a ti.
Ella se acercó a él y le puso la mano en el
hombro.
-Querido Peter -dijo-, con una familia tan
grande, como es lógico, ya no estoy tan bien
como antes, pero no deseas cambiarme,
¿verdad?
-No, Wendy.
Claro que no deseaba un cambio, pero la
miró inquieto, parpadeando, ¿sabéis? Como si
no estuviera seguro de estar despierto o
dormido.
-Peter, ¿qué te pasa?
-Estaba pensando -dijo él, un poco asusta-
do-. Es mentira que yo sea su padre, ¿ver-
dad?
-Oh, sí -dijo Wendy remilgadamente.
-Es que -continuó él como excusándose-,
ser su padre de verdad me haría sentirme tan
viejo.
-Pero son nuestros, Peter, tuyos y míos.
-Pero no de verdad, ¿no, Wendy? -
preguntó angustiado.
-Si no lo deseas, no -replicó ella y oyó cla-
ramente el suspiro de alivio que soltó él.
-Peter -le preguntó, tratando de hablar con
voz firme-, ¿cuáles son tus sentimientos con-
cretos hacia mí?
-Los de un hijo fiel, Wendy.
-Me lo figuraba -dijo ella y fue a sentarse
al otro extremo de la habitación.
-Qué rara eres -dijo él, francamente des-
concertado-, y Tigridia es igual. Dice que
quiere ser algo mío, pero no mi madre.
-No, claro que no -replicó Wendy con tre-
mendo énfasis. Ahora ya sabemos por qué
tenía prejuicios contra los pieles rojas.
-¿Entonces, qué?
-Eso no lo debe decir una dama.
-Pues muybien -dijo Peter, algo molesto-.
A lo mejor me lo dice Campanilla.
-Sí, Campanilla te lo dirá -contestó Wendy
con desprecio-. No tiene modales.
Entonces Campanilla, que estaba en su to-
cador, escuchando a escondidas, chilló algo
con insolencia.
-Dice que le encanta no tener modales -
tradujo Peter. De pronto se le ocurrió una
idea.
-¿A lo mejor Campanilla quiere ser mi ma-
dre?
-¡Cretino! -gritó Campanilla enfurecida.
Lo decía tan a menudo que a Wendy no le
hizo falta traducción.
-Casi estoy dé acuerdo con ella -soltó
Wendy. Imaginaos, Wendy hablando con
brusquedad. Pero ya había sufrido mucho y
no tenía la menor idea de lo que iba a pasar
antes de que terminara la noche. Si lo hubie-
ra sabido no habría hablado con brusquedad.
Ninguno de ellos lo sabía. Quizás fue mejor
no saberlo. Su ignorancia les dio una hora
más de felicidad y como iba a ser su última
hora en la isla, alegrémonos de que tuviera
sesenta minutos. Cantaron y bailaron en pi-
jama. Era una canción deliciosamente horripi-
lante en la que fingían asustarse de sus pro-
pias sombras: qué poco sospechaban que
bien pronto se les echarían encima unas
sombras ante las que se encogerían con au-
téntico temor. ¡Qué baile tan divertidísimo y
cómo se empujaban en la cama y fuera de
ella! Era más bien una pelea de almohadas
que un baile y cuando se terminó, las almo-
hadas se empeñaron en volver a ello una vez
más, como compañeros que saben que puede
que jamás se vuelvan a ver. ¡Qué historias se
contaron, antes de que fuera la hora del
cuento de buenas noches de Wendy! Incluso
Presuntuoso trató de contar un cuento aque-
lla noche, pero el principio era tan enorme-
mente aburrido que incluso él mismo se que-
dó horrorizado y dijo con tristeza:
-Sí, es un principio aburrido. Mirad, haga-
mos como que es el final.
Y entonces por fin se metieron todos en la
cama para escuchar el cuento de Wendy, el
que más les gustaba, el que Peter aborrecía.
Por lo general cundo se ponía a contar este
cuento él se iba de la habitación o se tapaba
los oídos con las manos y posiblemente si
esta vez hubiera hecho una de estas cosas,
puede que todavía estuvieran en la isla. Pero
esta noche se quedó en su asiento y veremos
lo que sucedió.

11. El cuento de Wendy

-A ver, escuchad -dijo Wendy, acomodán-


dose para el relato, con Michael a los pies y
siete chicos en la cama-. Había una vez un
señor...
-Yo preferiría que fuera una señora -dijo
Rizos.
-Y yo que fuera una rata blanca -dijo Avis-
pado.
-Silencio -los reprendió su madre-. Tam-
bién había una señora y...
-Oh, mamá -exclamó el primer gemelo-,
quieres decir que también hay una señora,
¿verdad? No está muerta, ¿verdad?
-Oh, no.
-Cómo me alegro de que no esté muerta -
dijo Lelo-. ¿No te alegras, John?
-Claro que sí.
-¿No te alegras, Avispado?
-Bastante.
-¿No os alegráis, Gemelos?
-Nos alegramos.
-Dios mío -suspiró Wendy.
-A ver si hacemos menos ruido -exclamó
Peter, dispuesto a que las cosas le fueran
bien a Wendy, por muy espantoso que le pa-
reciera el cuento a él.
-El señor -continuó Wendy-, era el señor
Darling y ella era la señorita Darling.
-Yo los conocía -dijo John, para fastidiar a
los demás.
-Yo creo que los conocía -dijo Michael no
muy convencido.
-Estaban casados, ¿sabéis? -explicó Wen-
dy-, ¿y qué os imagináis que tenían?
-Ratas blancas -exclamó Avispado con
gran inspiración.
-No.
-Qué misterio -dijo Lelo, que se sabía el
cuento de memoria.
-Calla, Lelo. Tenían tres descendientes.
-¿Qué son descendientes?
-Bueno, pues tú eres uno, Gemelo.
-¿Oyes eso, John? Soy un descendiente.
-Los descendientes no son más que niños -
dijo John.
-Dios mío, Dios mío -suspiró Wendy-.
Veamos, estos tres niños tenían una fiel niñe-
ra llamada Nana, pero el señor Darling se
enfadó con ella y la ató en el patio y por eso
los niños se escaparon volando.
-Qué historia tan buena -dijo Avispado.
-Se escaparon volando -continuó Wendy-,
al País de Nunca Jamás, donde están los ni-
ños perdidos.
-Eso es lo que yo pensaba -interrumpió Ri-
zos emocionado-. No sé cómo, pero eso es lo
que yo pensaba.
-Oh, Wendy -exclamó Lelo-, ¿se llamaba
Lelo alguno de los niños perdidos?
-Sí, así es.
-Estoy en un cuento. Hurra, estoy en un
cuento, Avispado.
-Silencio. Bueno, quiero que penséis en lo
que sintieron los desdichados padres al ver
que todos sus niños se habían escapado.
-¡Ay! -gimieron todos, aunque en realidad
no estaban pensando ni lo más mínimo en lo
que sentían los desdichados padres.
-¡Imaginaos las camas vacías!
-¡Ay!
-Es tristísimo -dijo el primer gemelo ale-
gremente.
-No me imagino que pueda acabar bien -
dijo el segundo gemelo-. ¿Y tú, Avispado?
-Estoy preocupadísimo.
-Si supierais lo maravilloso que es el amor
de una madre -les dijo Wendy en tono de
triunfo-, no tendríais miedo.
Había llegado ya a la parte que Peter abo-
rrecía.
-A mí sí que me gusta el amor de una ma-
dre -dijo Lelo, golpeando a Avispado con una
almohada-. ¿A ti te gusta el amor de una
madre, Avispado?
-Ya lo creo -dijo Avispado, devolviéndole el
golpe.
-Veréis -dijo Wendy complacida-, nuestra
heroína sabía que la madre dejaría siempre la
ventana abierta para que sus niños regresa-
ran volando por ella, así que estuvieron fuera
durante años y se lo pasaron estupendamen-
te.
-¿Llegaron a volver?
-Ahora -dijo Wendy, preparándose para el
esfuerzo más delicado-, echemos un vistazo
al futuro.
Y todos se giraron de la forma que hace
que los vistazos al futuro resulten más fáci-
les.
-Han pasado los años ¿y quién es esa se-
ñora de edad indeterminada que se apea en
la estación de Londres?
-Oh, Wendy, ¿quién es? -exclamó Avispa-
do, tan emocionado como si no lo supiera.
-Puede ser... sí... no... es... ¡la bella Wen-
dy!
-¡Oh!
-¿Y quiénes son los dos nobles y orondos
personajes que la acompañan, ahora ya
hechos hombres? ¿Pueden ser John y Mi-
chael? ¡Sí!
-¡Oh!
-Mirad, queridos hermanos -dice Wendy,
señalando hacia arriba-, ahí sigue la ventana
abierta. Ah, ahora nos vemos recompensados
por nuestra fe sublime en el amor de una
madre.
-De forma que subieron volando hasta su
mamá y su papá y no hay pluma que pueda
describir la feliz escena, sobre la que corre-
mos un velo.
Eso era un cuento y se sentían tan satisfe-
chos con él como la bella narradora. Es que
todo era como debía ser. Nos escabullimos
como los seres más crueles del mundo, que
es lo que son los niños, aunque muy atracti-
vos, y pasamos un rato totalmente egoísta y
cuando necesitamos atenciones especiales
regresamos noblemente a buscarlas, seguros
de que nos abrazarán en lugar de pegarnos.
Efectivamente, tan grande era su fe en el
amor de una madre que pensaban que podían
permitirse ser un poco más crueles. Pero
había alguien que tenía más claras las cosas
y cuando Wendyterminó soltó un sordo gemi-
do.
-¿Qué te pasa, Peter? -exclamó ella, co-
rriendo hasta él, creyendo que estaba enfer-
mo. Lo palpó solícita más abajo del pecho.
-¿Dónde te duele, Peter?
-No es esa clase de dolor -replicó Peter lú-
gubremente.
-¿Entonces de qué clase es?
-Wendy, estás equivocada con respecto a
las madres.
Se agruparon asustados a su alrededor,
tan alarmante era su inquietud y con total
franqueza él les contó lo que hasta entonces
había mantenido oculto.
-Hace mucho tiempo -dijo-, yo creía como
vosotros que mi madre me dejaría la ventana
abierta, así que estuve fuera durante lunas y
lunas y lunas y luego regresé volando, pero la
ventana estaba cerrada, porque mamá se
había olvidado de mí y había otro niño dur-
miendo en mi cama.
No estoy seguro de que esto fuera cierto,
pero Peter lo creía y los asustó.
-¿Estás seguro de que las madres son así?
-Sí.
Así que ésta era la verdad sobre las ma-
dres. ¡Las muy canallas!
Aun así es mejor tener cuidado y nadie sa-
be tan deprisa como un niño cuándo debe
ceder.
-Wendy, vámonos a casa -gritaron John y
Michael al tiempo.
-Sí -dijo ella, abrazándolos.
-No será esta noche, ¿verdad? -
preguntaron perplejos los niños perdidos.
Sabían en lo que llamaban el fondo de su co-
razón que uno puede arreglárselas muy bien
sin una madre y que sólo son las madres las
que piensan que no es así.
-Ahora mismo -replicó Wendy decidida,
pues se le había ocurrido una idea espantosa:
«A lo mejor mamá está ya de medio luto.»
Este temor le hizo olvidarse de lo que de-
bía de estar sintiendo Peter y le dijo en tono
bastante cortante:
-Peter, ¿te ocupas de hacer los preparati-
vos necesarios? -Si es lo que deseas -replicó
él con la misma frialdad que si le hubiera pe-
dido que le pasara las nueces.
¡Ni decirse un «siento perderte»! Si a ella
no le importaba la separación, él, Peter, le iba
a demostrar que a él tampoco.
Pero, por supuesto, le importaba mucho y
estaba tan lleno de ira contra los adultos,
quienes, como de costumbre, lo estaban
echando todo a perder, que nada más meter-
se en su árbol tomó a propósito aliento en
inspiraciones cortas y rapidas a un ritmo de
unas cinco por segundo. Lo hizo porque hay
un dicho en el País de Nunca Jamás según el
cual cada vez que uno respira, muere un
adulto y Peter los estaba matando en ven-
ganza lo más deprisa posible.
Después de haber dado las instrucciones
necesarias a los pieles rojas regresó a la ca-
sa, donde se había desarrollado una escena
indigna durante su ausencia. Aterrorizados
ante la idea de perder a Wendy, los niños
perdidos se habían acercado a ella amenaza-
doramente.
-Será peor que antes de que viniera -
gritaban.
-No la dejaremos marchar.
-Hagámosla prisionera.
-Eso, atadla.
En tal apuro un instinto le dijo a cuál de
ellos recurrir.
-Lelo -gritó-, te lo ruego.
¿No es extraño? Recurrió a Lelo, el más
tonto de todos. Sin embargo, Lelo respondió
con grandeza. Porque en ese momento dejó
su estupidez y habló con dignidad.
-Yo no soy más que Lelo -dijo-, y nadie me
hace caso. Pero al primero que no se compor-
te con Wendy como un caballero inglés le
causaré serias heridas.
Desenvainó su acero y en ese instante Lelo
brilló con luz propia. Los demás retrocedieron
intranquilos. Entonces regresó Peter y se die-
ron cuenta al momento de que él no los apo-
yaría. Jamás obligaría a una chica a quedarse
en el País de Nunca Jamás en contra de su
voluntad.
-Wendy-dijo, paseando de un lado a otro-,
les he pedido a los pieles rojas que te guíen a
través del bosque, ya que volar te cansa mu-
cho.
-Gracias, Peter.
-Luego -continuó con el tono tajante de
quien está acostumbrado a ser obedecido-,
Campanilla te llevará a través del mar. Des-
piértala, Avispado.
Avispado tuvo que llamar dos veces antes
de obtener respuesta, aunque Campanilla
llevaba ya un rato sentada, en la cama escu-
chando.
-¿Quién eres? ¿Cómo te atreves? Fuera -
gritó.
-Tienes que levantarte, Campanilla -le dijo
Avispado-, y llevar a Wendy de viaje.
Por supuesto, a Campanilla le había encan-
tado enterarse de que Wendy se iba, pero
estaba más que decidida a no ser su guía y
así lo expresó con un lenguaje aún más insul-
tante. Luego fingió haberse dormido de nue-
vo.
-Dice que no le da la gana -exclamó Avis-
pado, horrorizado ante tal insubordinación,
por lo que Peter se acercó severo al aposento
de la joven.
-Campanilla -espetó-, si no te levantas y
te vistes ahora mismo abriré las cortinas y
todos te veremos en négligé. Esto le hizo
saltar al suelo.
-¿Quién ha dicho que no me iba a levan-
tar? -gritó. Entretanto los chicos contempla-
ban muy tristes a Wendy, que ya estaba
equipada para el viaje con John y Michael.
Para entonces se sentían abatidos, no sólo
porque estaban a punto de perderla, sino
además porque les parecía que iba a encon-
trarse con algo agradable a lo que ellos no
habían sido invitados. Como de costumbre la
novedad los atraía. Atribuyéndoles unos sen-
timientos más nobles, Wendy se ablandó.
-Queridos -dijo-, si queréis venir conmigo
estoy casi segura de que puedo hacer que mi
padre y mi madre os adopten.
La invitación iba dirigida especialmente a
Peter, pero cada chico pensaba exclusiva-
mente en sí mismo y al momento se pusieron
a dar saltos de alegría.
-¿Pero no pensarán que somos muchos? -
preguntó Avispado a medio salto.
-Oh, no -dijo Wendy, calculando rápida-
mente-, simplemente habrá que poner unas
cuantas camas en el salón: se pueden tapar
con biombos en días de visita.
-Peter, ¿podemos ir? -exclamaron todos
suplicantes. Daban por supuesto que si ellos
se iban él también se iría, pero la verdad es
que les importaba muy poco. Así es cómo los
niños están siempre dispuestos, cuando apa-
rece una novedad, a abandonar a sus seres
queridos.
-Está bien -replicó Peter sonriendo con
amargura e inmediatamente corrieron a re-
coger sus cosas.
-Y ahora, Peter -dijo Wendy, pensando que
ya lo había arreglado todo-, voy a darte tu
medicina antes de que te vayas.
Le encantaba darles medicinas y sin duda
les daba demasiadas. Naturalmente, no era
más que agua, pero la servía de una calabaza
y siempre agitaba la calabaza y contaba las
gotas, lo cual le daba cierta categoría medici-
nal. En esta ocasión, sin embargo, no le dio a
Peter esta dosis, pues nada más prepararla,
le vio una expresión en la cara que la des-
animó. -Prepara tus cosas, Peter -exclamó,
temblando.
-No -contestó él, fingiendo indiferencia-,
yo no voy con vosotros, Wendy.
-Sí, Peter.
-No.
Para demostrar que su marcha lo iba a de-
jar impasible, se puso a brincar por la habita-
ción, tocando alegremente su cruel flauta.
Ella tuvo que ir detrás de él, aunque resultara
bastante poco digno.
-Para encontrar a tu madre -dijo engatu-
sadora.
Pero si Peter había tenido alguna vez una
madre, ya no la echaría de menos. Podía
arreglárselas muy bien sin una. Había pensa-
do sobre ellas y sólo recordaba sus defectos.
-No, no -le dijo a Wendy terminantemen-
te-, a lo mejor dice que soy mayor y yo sólo
quiero ser siempre un niño y divertirme.
-Pero, Peter..
-No.
Y por eso hubo de decírselo a los demás.
-Peter no viene.
¡Que Peter no venía! Lo miraron sin com-
prender, con el palo echado al hombro y en
cada palo un petate. Lo primero que pensa-
ron fue que si Peter no iba probablemente
habría cambiado de opinión con respecto a
dejarlos marchar.
Pero él era demasiado orgulloso para eso.
-Si encontráis a vuestras madres -dijo lú-
gubremente-, espero que os gusten.
El gran cinismo de sus palabras les causó
una sensación incómoda y casi todos empe-
zaron a dar muestras de inseguridad. Des-
pués de todo, delataban sus expresiones,
¿acaso no eran unos tontos por quererse
marchar?
-Bueno, bueno -exclamó Peter-, nada de
escenas. Adiós, Wendy.
Y le ofreció la mano alegremente, como si
realmente tuvieran que irse ya, porque él
tenía algo importante que hacer.
Ella tuvo que cogerle la mano, ya que no
daba señales de preferir un dedal.
-Te acordarás de cambiarte la ropa inter-
ior, ¿verdad, Peter? -dijo, sin prisas por de-
jarlo. Siempre había sido muy particular con
lo de la ropa interior.
-Sí.
-¿Y te tomarás la medicina?
-Sí.
No parecía que hubiera nada más que de-
cir y se hizo un silencio tenso. Sin embargo,
Peter no era de los que se derrumban delante
de la gente.
-¿Estás preparada, Campanilla? -exclamó.
-Sí.
-Pues muestra el camino.
Campanilla subió disparada por el árbol
más cercano, pero nadie la siguió, ya que fue
en ese momento cuando los piratas desata-
ron su tremendo ataque sobre los pieles ro-
jas. Arriba, donde todo había estado tranqui-
lo, el aire se llenó de alaridos y del choque de
las armas. Abajo, había un silencio total. Las
bocas se abrieron y se quedaron abiertas.
Wendy cayó de rodillas, pero tendió los bra-
zos hacia Peter. Todos los brazos estaban
tendidos hacia él, como si de pronto un vien-
to los hubiera llevado en esa dirección: le
rogaban sin palabras que no los abandonara.
En cuanto a Peter, tomó su espada, la misma
con la que creía haber matado a Barbacoa, y
sus ojos relampaguearon con el ansia de ba-
talla.
12. El rapto de los niños

El ataque pirata había sido una total sor-


presa: una buena prueba de que el desapren-
sivo Garfio lo había llevado a cabo deshones-
tamente, pues sorprender a los pieles rojas
limpiamente es algo que no entra en la capa-
cidad del hombre blanco.
Según todas las leyes no escritas sobre la
guerra salvaje siempre es el piel roja el que
ataca y con la astucia propia de su raza lo
hace justo antes del amanecer, hora en la
que sabe que el valor de los blancos está por
los suelos. Los blancos, entretanto, han le-
vantado una tosca empalizada en la cima de
aquel terreno ondulado, a cuyos pies discurre
un riachuelo, ya que estar demasiado lejos
del agua supone la destrucción. Allí esperan
el violento ataque, los inexpertos aferrando
sus revólveres y haciendo crujir ramitas,
mientras que los veteranos duermen tranqui-
lamente hasta justo antes del amanecer. A
través de la larga y oscura. noche los ex-
ploradores salvajes se deslizan, como ser-
pientes, por entre la hierba sin mover ni una
brizna. La maleza se cierra tras ellos tan si-
lenciosamente como la arena por la que se ha
introducido un topo. No se oye ni un ruido,
salvo cuando sueltan una asombrosa imita-
ción del aullido solitario de un coyote. Otros
bravos contestan al grito y algunos lo hacen
aún mejor que los coyotes, a quienes no se
les da muy bien. Así van pasando las frías
horas y la larga incertidumbre resulta tre-
mendamente agotadora para el rostro pálido
que tiene que pasar por ella por primera vez,
pero para el perro viejo esos espantosos gri-
tos y esos silencios aún más espantosos no
son sino una indicación de cómo está trans-
curriendo la noche.
Garfio sabía tan bien que éste era el sis-
tema habitual que no se le puede disculpar
por pasarlo por alto alegando que lo descono-
cía.
Los piccaninnis, por su parte, confiaban sin
reservas en su sentido del honor y todos sus
actos de esa noche presentan un claro con-
traste con los de él. No dejaron de hacer na-
da que no fuera consecuente con la reputa-
ción de su tribu. Con esa agudeza de los sen-
tidos que es al mismo tiempo el asombro y la
desesperación de los pueblos civilizados, su-
pieron que los piratas estaban en la isla des-
de el momento en que uno de ellos pisó un
palo seco y al cabo de un rato increíblemente
corto comenzaron los aullidos de coyote. Ca-
da palmo de terreno entre el punto donde
Garfio había desembarcado a sus fuerzas y la
casa de debajo de los arboles fue examinado
sigilosamente por bravos que llevaban los
mocasines calzados del revés. Sólo encontra-
ron una única colina con un riachuelo a los
pies, de forma que Garfio no tenía elección:
aquí debía instalarse y esperar hasta justo
antes del amanecer. Ya que todo estaba or-
ganizado de esta forma con astucia casi dia-
bólica, el grueso principal de los pieles rojas
se arropó en sus mantas y con esa flemática
actitud que para ellos es la quintaesencia de
la hombría se sentaron en cuclillas encima del
hogar de los niños, aguardando el frío mo-
mento en que tendrían que sembrar la pálida
muerte.
En este lugar, soñando, aunque bien des-
piertos, con las exquisitas torturas a las que
lo someterían al amanecer, fueron sorprendi-
dos los confiados salvajes por el traicionero
Garfio. Según los relatos facilitados después
por aquéllos de los exploradores que escapa-
ron a la carnicería, no parece que se hubiera
detenido siquiera en la colina, aunque es se-
guro que debió verla bajo aquella luz grisá-
cea: no parece que en ningún momento se le
pasara por la astuta cabeza la idea de espe-
rar a ser atacado, ni siquiera aguardó a que
la noche estuviera casi acabada: siguió ade-
lante sin otros principios que los de entrar en
batalla. ¿Qué otra cosa podían hacer los des-
concertados exploradores, siendo como eran
maestros en todas las artes de la guerra me-
nos ésta, sino trotar indecisos tras él, expo-
niéndose fatalmente, mientras soltaban una
patética imitación del aullido del coyote?
Alrededor de la valiente Tigridia había una
docena de sus guerreros más resueltos y de
pronto vieron a los pérfidos piratas que se les
echaban encima. Cayó entonces de sus ojos
el velo a través del cual habían contemplado
la victoria. Ya no torturarían a nadie en el
poste. Ahora los esperaba el paraíso de los
cazadores. Lo sabían, pero se portaron como
dignos hijos de sus padres. Incluso entonces
tuvieron tiempo de agruparse en una falange
que habría resultado difícil de romper si se
hubieran levantado deprisa, pero esto no les
estaba permitido por la tradición de su raza.
Está escrito que el noble salvaje jamás debe
expresar sorpresa en presencia del blanco.
Aunque la repentina aparición de los piratas
debía de haber resultado horrible para ellos,
se quedaron quietos un momento, sin mover
un solo músculo, como si el enemigo hubiera
llegado por invitación. Y sólo entonces,
habiendo mantenido la tradición valientemen-
te, tomaron las armas y el aire vibró con el
grito de guerra, pero ya era demasiado tarde.
No es nuestro cometido describir lo que
más fue una matanza que una lucha. Así pe-
recieron muchos de la flor y nata de la tribu
de los piccaninnis. Pero no murieron sin ser
en parte vengados, pues con Lobo Flaco cayó
Alf Mason, que ya no volvería a perturbar el
Caribe, y entre los que mordieron el polvo se
encontraba Geo. Scourie, Chas. Turley 1 y el
alsaciano Foggerty. Turley cayó bajo el toma-
hawk del terrible Pantera, que finalmente se
abrió paso entre los piratas con Tigridia y
unos pocos que quedaban de la tribu.

1. Geo., Chas.: abreviaturas de George y


Charles.

Hasta qué punto tiene Garfio la culpa por


su táctica en esta ocasión es algo que toca
decidir a los historiadores. De haber esperado
en la colina hasta la hora correcta probable-
mente sus hombres y él habrían sido destro-
zados y a la hora de juzgarlo es justo tener
esto en cuenta. Lo que quizás debería haber
hecho era informar a sus adversarios de que
se proponía seguir un método nuevo. Por otra
parte, esto, al eliminar el factor sorpresa,
habría inutilizado su estrategia, de modo que
toda la cuestión está sembrada de dificulta-
des. Uno no puede al menos reprimir cierta
admiración involuntaria por el talento que
había concebido un plan tan audaz y por la
cruel genialidad con que se llevó a cabo.
¿Cuáles eran sus propios sentimientos
hacia sí mismo en aquel momento de triunfo?
Mucho habrían deseado saberlo sus perros,
cuando, mientras jadeaban y limpiaban sus
sables, se agrupaban a una discreta distancia
de su garfio y escudriñaban con sus ojos de
hurón a este hombre extraordinario. En su
corazón debía de latir el júbilo, pero su cara
no lo reflejaba: siempre un enigma oscuro y
solitario, estaba apartado de sus seguidores
tanto en cuerpo como en alma.
La tarea de la noche aún no había termi-
nado, pues no era a los pieles rojas a quienes
había venido a destruir: éstos no eran más
que las abejas que había que ahuyentar para
que él pudiera llegar a la miel. Era a Pan a
quien quería, a Pan, a Wendy y a su banda,
pero sobre todo a Pan.
Peter era un niño tan pequeño que uno no
puede por menos de extrañarse ante el odio
de aquel hombre hacia él. Cierto, había echa-
do el brazo de Garfio al cocodrilo, pero ni
siquiera esto, ni la vida cada vez más insegu-
ra ala que esto condujo, debido a la contu-
macia del cocodrilo, explican un rencor tan
implacable y maligno. Lo cierto es que Peter
tenía un algo que sacaba de quicio al capitán
pirata. No era su valor, no era su atractivo
aspecto, no era... No debemos andarnos con
rodeos, pues sabemos muy bien lo que era y
no nos queda más remedio que decirlo. Era la
arrogancia de Peter.
Esto le crispaba los nervios a Garfio, hacía
que su garra de hierro se estremeciera y por
la noche lo atosigaba como un insecto. Mien-
tras Peter viviera, aquel hombre atormentado
se sentiría como un león enjaulado en cuya
jaula se hubiera colado un gorrión.
El problema ahora era cómo bajar por los
árboles, o cómo hacer que bajaran sus pe-
rros. Los recorrió con ojos ansiosos, buscando
a los más delgados. Ellos se removían inquie-
tos, ya que sabían que no tendría el menor
escrúpulo en empujarlos hacia abajo con una
estaca.
Entretanto, ¿qué es de los chicos? Los
hemos visto cuando el primer choque de ar-
mas, convertidos, como si dijéramos, en es-
tatuas de piedra, boquiabiertos, apelando a
Peter con los brazos extendidos y volvemos a
ellos cuando sus bocas se cierran y sus bra-
zos caen a los lados. El infernal estruendo de
encima ha cesado casi tan repentinamente
como empezó, ha pasado como una violenta
ráfaga de viento, pero ellos saben que al pa-
sar ha decidido su destino.
¿Qué bando había ganado?
Los piratas, que escuchaban con avidez
ante los huecos de los árboles, oyeron cómo
cada chico hacia esa pregunta y, ¡ay!, tam-
bién oyeron la respuesta de Peter.
-Si han ganado los pieles rojas -dijo-, to-
carán el tamtam: ésa es siempre su señal de
victoria.
Ahora bien, Smee había encontrado el
tam-tam y en ese momento estaba sentado
en él.
-Jamás volveréis a°oír el tam-tam -
masculló, aunque en tono inaudible, claro, ya
que se había exigido estricto silencio. Con
asombro por su parte Garfio le hizo señas
para que tocara el tam-tam y poco a poco
Smee fue comprendiendo la horrenda maldad
de la orden. El muy simple probablemente
jamás había admirado tanto a Garfio.
Dos veces golpeó Smee el instrumento y
luego se detuvo a escuchar regocijado.
-¡El tam-tam! -oyeron gritar a Peter los
bellacos-. ¡Una victoria india!
Los desafortunados niños respondieron con
un grito de júbilo que sonó como música en
los negros corazones de arriba y casi al ins-
tante volvieron a despedirse de Peter. Esto
desconcertó a los piratas, pero todos sus
otros sentimientos estaban dominados por un
regocijo malvado ante la idea de que el ene-
migo estaba a punto de subir por los árboles.
Se sonrieron satisfechos los unos a los otros
y se frotaron las manos. Rápido y en silencio
Garfio dio sus órdenes: un hombre en cada
árbol y los demás dispuestos en una fila a dos
yardas de distancia.

13. ¿Creéis en las hadas?

Cuanto antes nos libremos de este espan-


to, mejor. El primero en salir de su árbol fue
Rizos. Surgió de él y cayó en brazos de Cec-
co, que se lo lanzó a Smee, que se lo lanzó a
Starkey, que se lo lanzó a Bill Jukes, que se
lo lanzó a Noodler y así fue pasando de uno a
otro hasta caer a los pies del pirata negro.
Todos los chicos fueron arrancados de sus
árboles de esta forma brutal y varios de ellos
volaban por los aires al mismo tiempo, como
paquetes lanzados de mano en mano.
A Wendy, que salió la última, se le dispen-
só un trato distinto. Con irónica cortesía Gar-
fio se descubrió ante ella y, ofreciéndole el
brazo, la escoltó hasta el lugar donde los de-
más estaban siendo amordazados. Lo hizo
con tal donaire, resultaba tan enormemente
distingué, que se quedó demasiado fascinada
para gritar. Al fin y al cabo, no era más que
una niña.
Quizás sea de chivatos revelar que por un
momento Garfio la dejó extasiada y sólo la
delatamos porque su desliz tuvo extrañas
consecuencias. De haberse soltado altiva-
mente (y nos habría encantado escribir esto
sobre ella), habría sido lanzada por los aires
como los demás y entonces Garfio probable-
mente no habría estado presente mientras se
ataba a los niños y si no hubiera estado pre-
sente mientras se los ataba no habría descu-
bierto el secreto de Presuntuoso y sin ese
secreto no podría haber realizado al poco
tiempo su sucio atentado contra la vida de
Peter.
Fueron atados para evitar que escaparan
volando, doblados con las rodillas pegadas a
las orejas y para asegurarlos el pirata negro
había cortado una cuerda en nueve trozos
iguales. Todo fue bien hasta que llegó el tur-
no de Presuntuoso, momento en que se des-
cubrió que era como esos fastidiosos paque-
tes que gastan todo el cordel al pasarlo alre-
dedor y no dejan cabos con los que hacer un
nudo. Los piratas le pegaron patadas enfure-
cidos, como uno pega patadas al paquete
(aunque para ser justos habría que pegárse-
las al cordel) y por raro que parezca fue Gar-
fio quien les dijo que aplacaran su violencia.
Sus labios se entreabrían en una maliciosa
sonrisa de triunfo. Mientras sus perros se
limitaban a sudar porque cada vez que trata-
ban de apretar al desdichado muchacho en
un lado sobresalía en otro, la mente genial de
Garfio había penetrado por debajo de la su-
perficie de Presuntuoso, buscando no efectos,
sino causas y su júbilo demostraba que las
había encontrado. Presuntuoso, blanco de
miedo, sabía que Garfio había descubierto su
secreto, que era el siguiente: ningún chico
tan inflado emplearía un árbol en el que un
hombre normal se quedaría atascado. Pobre
Presuntuoso, ahora el más desdichado de
todos los niños, pues estaba aterrorizado por
Peter y lamentaba amargamente lo que había
hecho. Terriblemente aficionado a beber agua
cuando estaba acalorado, como consecuencia
se había ido hinchando hasta alcanzar su ac-
tual gordura y en lugar de reducirse para
adecuarse a su árbol, sin que los demás lo
supieran había rebajado su árbol para que se
adecuara a él.
Garfio adivinó lo suficiente sobre esto co-
mo para convencerse de que por fin Peter
estaba a su merced, pero ni una sola palabra
sobre los oscuros designios que se formaban
en las cavernas subterráneas de su mente
cruzó sus labios; se limitó a indicar que los
cautivos fueran llevados al barco y que quería
estar solo.
¿Cómo llevarlos? Atados con el cuerpo do-
blado realmente se los podría hacer rodar
cuesta abajo como barriles, pero la mayor
parte del camino discurría a través de un
pantano. Una vez más la genialidad de Garfio
superó las dificultades. Indicó que debía utili-
zarse la casita como medio de transporte.
Echaron a los niños dentro, cuatro fornidos
piratas la izaron sobre sus hombros y, ento-
nando la odiosa canción pirata, la extraña
procesión se puso en marcha a través del
bosque. No sé si alguno de los niños estaba
llorando, si era así, la canción ahogaba el
sonido, pero mientras la casita desaparecía
en el bosque, un valiente aunque pequeño
chorro de humo brotó de su chimenea, como
desafiando a Garfio.
Garfio lo vio y aquello jugó una mala pa-
sada a Peter. Acabó con cualquier vestigio de
piedad por él que pudiera haber quedado en
el pecho iracundo del pirata.
Lo primero que hizo al encontrarse a solas
en la noche que se acercaba rápidamente fue
llegarse de puntillas al árbol de Presuntuoso y
asegurarse de que le proporcionaba un pasa-
dizo. Luego se quedó largo rato meditando,
con el sombrero de mal agüero en el césped,
para que una brisa suave que se había levan-
tado pudiera removerle refrescante los cabe-
llos. Aunque negros eran sus pensamientos
sus ojos azules eran dulces como la pervinca.
Escuchó atentamente por si oía sonido que
proviniera de las profundidades, pero abajo
todo estaba tan silencioso como arriba: la
casa subterránea parecía ser una morada
vacía más en el abismo. ¿Estaría dormido ese
chico o estaba apostado al pie del árbol de
Presuntuoso, con el puñal en la mano?
No había forma de saberlo, excepto bajan-
do. Garfio dejó que su capa se deslizara sua-
vemente hasta el suelo y luego, mordiéndose
los labios hasta que una sangre obscena bro-
tó de ellos, se metió en el árbol. Era un hom-
bre valiente, pero por un momento tuvo que
detenerse allí y enjugarse la frente, que le
chorreaba como una vela. Luego se dejó caer
en silencio hacia lo desconocido.
Llegó sin problemas al pie del pozo y se
volvió a quedar inmóvil, recuperando el alien-
to, que casi lo había abandonado. Al írsele
acostumbrando los ojos a la luz difusa varios
objetos de la casa de debajo de los árboles
cobraron forma, pero el único en el que posó
su ávida mirada, buscado durante tanto
tiempo y hallado por fin, fue la gran cama. En
ella yacía Peter profundamente dormido.
Ignorando la tragedia que se estaba des-
arrollando arriba, Peter, durante un rato des-
pués de que se fueran los niños, había segui-
do tocando la flauta alegremente: sin duda
un intento bastante triste de demostrarse a sí
mismo que no le importaba. Luego decidió no
tomarse la medicina, para apenar a Wendy.
Entonces se tumbó en la cama encima de la
colcha, para contrariarla todavía más, porque
siempre los había arropado con ella, ya que
nunca se sabe si no se tendrá frío al avanzar
la noche. Entonces casi se echó a llorar, pero
se imaginó lo indignada que se pondría si en
cambio se riera, así que soltó una carcajada
altanera y se quedó dormido en medio de
ella.
A veces, aunque no a menudo, tenía pesa-
dillas y resultaban más dolorosas que las de
otros chicos. Pasaban horas sin que pudiera
apartarse de estos sueños, aunque lloraba
lastimeramente en el curso de ellos. Creo que
tenían que ver con el misterio de su existen-
cia. En tales ocasiones Wendy había tenido
por costumbre sacarlo de la cama y ponérselo
en el regazo, tranquilizándolo con mimos de
su propia invención y cuando se calmaba lo
volvía a meter en la cama antes de que se
despertara del todo, para que no se enterara
del ultraje a que lo había sometido. Pero en
esta ocasión cayó inmediatamente en un
sueño sin pesadillas. Un brazo le colgaba por
el borde de la cama, tenía una pierna doblada
y la parte incompleta de su carcajada se le
había quedado abandonada en la boca, que
estaba entreabierta, mostrando las pequeñas
perlas.
Indefenso como estaba lo encontró Garfio.
Se quedó en silencio al pie del árbol mirando
a través de la estancia a su enemigo. ¿Se
estremeció su sombrío pecho con algún senti-
miento de compasión? Aquel hombre no era
malo del todo: le encantaban las flores (se-
gún me han dicho) y la música delicada (él
mismo no tocaba nada mal el clavicémbalo)
y, admitámoslo con franqueza, el carácter
idílico de la escena lo conmovió profunda-
mente. De haber sido dominado por su parte
mejor, habría vuelto a subir de mala gana por
el árbol si no llega a ser por una cosa.
Lo que le detuvo fue el aspecto imperti-
nente de Peter al dormir. La boca abierta, el
brazo colgando, la rodilla doblada: eran tal
personificación de la arrogancia que, en con-
junto, jamás volverá, esperamos, a presen-
tarse otra igual ante sus ojos tan sensibles a
su carácter ofensivo. Endurecieron el corazón
de Garfio. Si su rabia lo hubiera roto en cien
pedazos, cada uno de éstos habría hecho
caso omiso del percance y se habría lanzado
contra el durmiente.
Aunque la luz de la única lámpara ilumina-
ba la cama débilmente, el propio Garfio esta-
ba en la oscuridad y nada más dar un paso
furtivo hacia delante se topó con un obstácu-
lo, la puerta del árbol de Presuntuoso. No
cubría del todo la abertura y había estado
observando por encima de ella. Al palpar en
busca del cierre, descubrió con rabia que es-
taba muy abajo, fuera de su alcance. A su
mente trastornada le dio la impresión enton-
ces de que la molesta cualidad de la cara y la
figura de Peter aumentaba visiblemente y
sacudió la puerta y se tiró contra ella. ¿Acaso
se le iba a escapar su enemigo después de
todo?
Pero, ¿qué era aquello? Por el rabillo del
ojo había visto la medicina de Peter colocada
en una repisa al alcance de la mano. Adivinó
lo que era al instante y al momento supo que
el durmiente estaba en su poder.
Para que no lo cogiera con vida, Garfio lle-
vaba encima un terrible veneno, elaborado
por él mismo a partir de todos los anillos
mortíferos que habían llegado a sus manos.
Los había cocido hasta convertirlos en un
líquido amarillo desconocido para la ciencia y
que probablemente era el veneno más viru-
lento que existía.
Echó entonces cinco gotas del mismo en la
copa de Peter. Le temblaba la mano, pero era
por júbilo y no por vergüenza. Mientras lo
hacía evitaba mirar al durmiente, pero no por
temor a que la pena lo acobardara, sino sim-
plemente para no derramarlo. Luego le echó
una larga y maliciosa mirada a su víctima y
volviéndose, subió reptando con dificultad por
el árbol. Al salir a la superficie parecía el
mismísimo espíritu del mal surgiendo de su
agujero. Colocándose el sombrero de lado de
la forma más arrogante, se envolvió en la
capa, sujetando un extremo por delante co-
mo para ocultarse de la noche, que estaba en
su hora más oscura y, mascullando cosas
raras para sus adentros se alejó sigiloso por
entre los árboles.
Peter siguió durmiendo. La luz vaciló y se
apagó, dejando la vivienda a oscuras, pero él
siguió durmiendo. No debían de ser menos de
las diez por el cocodrilo, cuando se sentó de
golpe en la cama, sin saber qué lo había des-
pertado. Eran unos golpecitos suaves y cau-
telosos en la puerta de su árbol.
Suaves y cautelosos, pero en aquel silen-
cio resultaban siniestros. Peter buscó a tien-
tas su puñal hasta que su mano lo agarró.
Entonces habló.
-¿Quién es?
Durante un buen rato no hubo respuesta;
luego volvieron a oírse los golpes.
-¿Quién es?
No hubo respuesta.
Estaba sobre ascuas y le encantaba estar
sobre ascuas. Con dos zancadas se plantó
ante la puerta. A diferencia de la puerta de
Presuntuoso ésta cubría la abertura, así que
no podía ver lo que había al otro lado, como
tampoco podía verlo a él quien estuviera lla-
mando.
-No abriré si no hablas -gritó Peter.
Entonces por fin habló el visitante, con una
preciosa voz como de campanas.
-Déjame entrar, Peter.
Era Campanilla y rápidamente le abrió la
puerta. Entró volando muy agitada, con la
cara sofocada y el vestido manchado de ba-
rro.
-¿Qué ocurre?
-¿A que no lo adivinas? -exclamó y le ofre-
ció tres oportunidades.
-¡Suéltalo! -gritó él; y con una sola frase
incorrecta, tan larga como las cintas que se
sacan los ilusionistas de la boca, le contó la
captura de Wendy y los chicos.
El corazón de Peter latía con furia mientras
escuchaba. Wendy prisionera y en el barco
pirata, ¡ella, a quien tanto le gustaba que las
cosas fueran como es debido!
-Yo la rescataré -exclamó, abalanzándose
sobre sus armas. Al abalanzarse se le ocurrió
una cosa que podía hacer para agradarla.
Podía tomarse la medicina.
Su mano se posó sobre la pócima mortal.
-¡No! -chilló Campanilla, que había oído a
Garfio mascullando sobre lo que había hecho
mientras corría por el bosque.
-¿Por qué no?
-Está envenenada.
-¿Envenenada? ¿Y quién iba a envenenar-
la?
-Garfio.
-No seas tonta. ¿Cómo podría haber llega-
do Garfio hasta aquí?
¡Ay! Campanilla no tenía explicación para
esto, porque ni siquiera ella conocía el oscuro
secreto del árbol de Presuntuoso. No obstan-
te, las palabras de Garfio no habían dejado
lugar a dudas. La copa estaba envenenada.
-Además -dijo Peter, muy convencido-, no
me he quedado dormido.
Alzó la copa. Ya no había tiempo para
hablar, era el momento de actuar: y con uno
de sus veloces movimientos Campanilla se
colocó entre sus labios y el brebaje y lo apuró
hasta las heces.
-Pero, Campanilla, ¿cómo te atreves a be-
berte mi medicina?
Pero ella no contestó. Ya estaba tamba-
leándose en el aire.
-¿Qué te ocurre? -exclamó Peter, asustado
de pronto.
-Estaba envenenada, Peter -le dijo ella
dulcemente-, y ahora me voy a morir.
-Oh, Campanilla, ¿te la bebiste para sal-
varme?
-Sí.
-Pero, ¿por qué, Campanilla?
Las alas ya casi no la sostenían, pero como
respuesta se posó en su hombro y le dio un
mordisco cariñoso en la barbilla. Le susurró al
oído:
-Cretino.
Luego, tambaleándose hasta su aposento,
se tumbó en la cama.
La cabeza de él llenó casi por completo la
cuarta pared de su pequeña habitación cuan-
do se arrodilló angustiado junto a ella. Su luz
se debilitaba por momentos y él sabía que si
se apagaba ella dejaría de existir. A ella le
gustaban tanto sus lágrimas que alargó un
bonito dedo y dejó que corrieran por él.
Tenía la voz tan débil que al principio él no
pudo oír lo que le decía. Luego lo oyó. Le es-
taba diciendo que creía que podía ponerse
bien de nuevo si los niños creían en las
hadas.
Peter extendió los brazos. Allí no había ni-
ños y era por la noche, pero se dirigió a todos
los que podían estar soñando con el País de
Nunca Jamás y que por eso estaban más cer-
ca de él de lo que pensáis: niños y niñas en
pijama y bebés indios desnudos en sus cestas
colgadas de los árboles.
-¿Creéis? -gritó.
Campanilla se sentó en la cama casi con
viveza para escuchar cómo se decidía su
suerte.
Le pareció oír respuestas afirmativas, pero
no estaba segura.
-¿Qué te parece? -le preguntó a Peter.
-Si creéis -les gritó él-, aplaudid: no dejéis
que Campanilla se muera.
Muchos aplaudieron.
Algunos no.
Unas cuantas bestezuelas soltaron bufidos.
Los aplausos se interrumpieron de repen-
te, como si incontables madres hubieran en-
trado corriendo en los cuartos de sus hijos
para ver qué demonios estaba pasando, pero
Campanilla ya estaba salvada. Primero se le
fue fortaleciendo la voz, luego saltó de la ca-
ma y por fin se puso a revolotear como un
rayo por la habitación más alegre e insolente
que nunca. No se le pasó por la cabeza dar
las gracias a los que creían, pero le habría
gustado darles su merecido a los que habían
bufado.
-Y ahora a rescatar a Wendy.
La luna corría por un cielo nublado cuando
Peter salió de su árbol, cargado de armas y
sin apenas nada más, para emprender su
peligrosa aventura. No hacía el tipo de noche
que él hubiera preferido. Había tenido la es-
peranza de volar, no muy lejos del suelo para
que nada inusitado escapara a su atención,
pero con aquella luz mortecina volar bajo
habría supuesto pasar su sombra a través de
los árboles, molestando así a los pájaros y
notificando a un enemigo vigilante que estaba
en camino.
Lamentaba que el haber puesto unos
nombres tan raros a los pájaros de la isla les
hiciera ahora ser muy indómitos y difíciles de
tratar.
No quedaba más remedio que ir avanzan-
do al estilo indio, en lo cual por fortuna era
un maestro. Pero, ¿en qué direccion, ya que
no estaba seguro de que los niños hubieran
sido llevados al barco? Una ligera nevada
había borrado todas las huellas y un profundo
silencio reinaba en la isla, como si la Natura-
leza siguiera aún horrorizada por la reciente
carnicería. Había enseñado a los niños algo
sobre cómo desenvolverse en el bosque que
él mismo había aprendido por Tigridia y Cam-
panilla y sabía que en medio de una calami-
dad no era probable que lo olvidaran. Presun-
tuoso, si tenía oportunidad, haría marcas en
los árboles, por ejemplo, Rizos iría dejando
caer semillas y Wendy dejaría su pañuelo en
algún lugar importante. Pero para buscar
estas señales era necesaria la mañana y no
podía esperar. El mundo de la superficie lo
había llamado, pero no lo iba a ayudar.
El cocodrilo pasó ante él, pero no había
ningún otro ser vivo, ni un ruido, ni un mo-
vimiento; sin embargo sabía muy bien que la
muerte súbita podía estar acechando junto al
próximo árbol, o siguiéndole los pasos.
Pronunció este terrible juramento:
-Esta vez o Garfio o yo.
Entonces avanzó arrastrándose como una
serpiente y luego, erguido, cruzó como una
flecha un claro en el que jugaba la luna, con
un dedo en los labios y el puñal preparado.
Era enormemente feliz.

14. El barco pirata


Una luz verde que pasaba como de soslayo
por encima del Riachuelo de Kidd, cercano a
la desembocadura del río de los piratas, se-
ñalaba el lugar donde estaba el bergantín, el
Jolly Roger, en aguas bajas: un navío de
mástiles inclinados, de casco sucio, cada bao
aborrecible, como un suelo cubierto de plu-
mas destrozadas. Era el caníbal de los mares
y apenas le hacía falta ese ojo vigilante, pues
flotaba inmune en el terror de su nombre.
Estaba arropado en el manto de la noche,
a través del cual ningún ruido procedente de
él podría haber llegado a la orilla. Apenas se
oía nada y lo que se oía no era agradable,
salvo el zumbido de la máquina de coser del
barco ante la cual estaba sentado Smee,
siempre trabajador y servicial, la esencia de
lo trivial, el patético Smee. No sé por qué
resultaba tan inmensamente patético, a me-
nos que fuera porque era tan patéticamente
inconsciente de ello, pero incluso los hombres
más aguerridos tenían que apartar la mirada
de él apresuradamente y en más de una oca-
sión, en las noches de verano, había removi-
do el manantial de las lágrimas de Garfio, ha-
ciéndolas correr. De esto, como de casi todo
lo demás, Smee era totalmente inconsciente.
Unos cuantos piratas estaban apoyados en
las bordas aspirando el malsano aire noctur-
no, otros estaban echados junto a unos barri-
les jugando a los dados y las cartas y los cua-
tro hombres agotados que habían transporta-
do la casita yacían sobre la cubierta, donde
incluso dormidos rodaban hábilmente de un
lado a otro para apartarse de Garfio, no fuera
a ser que les atizara maquinalmente un zar-
pazo al pasar.
Garfio pasaba ensimismado por la cubier-
ta. Qué hombre tan insondable. Era la hora
de su triunfo. Peter había sido apartado para
siempre de su camino y todos los demás chi-
cos estaban a bordo del bergantín a punto de
ser pasados por la plancha. Era su hazaña
más siniestra desde los tiempos en que ven-
ció a Barbacoa y sabiendo como sabemos lo
vanidoso que es el hombre, ¿nos habríamos
sorprendido si hubiera caminado por la cu-
bierta con paso vacilante, henchido de la glo-
ria de su éxito?
Pero en su paso no había júbilo, lo cual re-
flejaba el derrotero de su mente sombría.
Garfio se sentía profundamente abatido.
Con frecuencia se sentía así cuando con-
versaba consigo mismo a bordo del barco en
la quietud de la noche. Era porque estaba
horriblemente solo. Este hombre inescrutable
jamás se sentía tan solo como cuando estaba
rodeado de sus perros. ¡Eran tan inferiores
socialmente a él!
Garfio no era su auténtico nombre. Incluso
en estos días revelar quién era en realidad
provocaría un enorme escándalo en el país,
pero como aquellos que leen entre líneas ha-
brán adivinado ya, había asistido a un famoso
colegio privado y las tradiciones de éste se-
guían cubriéndolo como ropajes, con los cua-
les efectivamente están muy relacionadas.
Por ello aún le resultaba ofensivo subir a un
barco con la misma ropa con que lo había
capturado y todavía conservaba en su cami-
nar el distinguido aire desgarbado de su cole-
gio. Pero sobre todo conservaba el amor a la
buena educación.
¡La buena educación! Por muy bajo que
hubiera caído, todavía sabía que esto es lo
que realmente cuenta.
Desde su interior oía un chirrido como de
portalones oxidados y a través de ellos se oía
un severo golpeteo, como martillazos en la
noche que impiden dormir. Su eterna pre-
gunta era: «¿Te has comportado hoy con
buena educación?»
-La fama, la fama, brillante oropel, es mía
-exclamaba él.
-¿Es realmente de buena educación sobre-
salir en algo? -replicaba el golpeteo de su
colegio.
-Yo soy el único hombre a quien Barbacoa
temía -insistía él-, y el propio Flint temía a
Barbacoa.
-Barbacoa, Flint... ¿A qué casa pertene-
cen? 1-era la cortante respuesta.

1. Se refiere a las casas o residencias para


estudiantes en que se dividen algunos cole-
gios privados o universidades en Gran Breta-
ña. Cada alumno está adscrito a una casa y
debe mantener alto el prestigio de la misma.

La idea más inquietante de todas era si no


sería de mala educación pensar sobre la bue-
na educación.
Se le revolvían las entrañas con este pro-
blema. Era una garra que llevaba dentro más
afilada que la de hierro y mientras lo desga-
rraba, el sudor resbalaba por su rostro cetri-
no y le manchaba el jubón. A menudo se pa-
saba la manga por la cara, pero no había
forma de detener el goteo.
Ah, no envidiéis a Garfio.
Le sobrevino un presentimiento sobre su
pronto final. Era como si el terrible juramento
de Peter hubiera abordado el barco. Garfio
sintió el lúgubre deseo de pronunciar su últi-
mo discurso, no fuera a ser que pronto ya no
hubiera tiempo para ello.
-Habría sido mejor para Garfio -exclamó-
haber tenido menos ambición.
Sólo en sus momentos más negros se re-
fería a sí mismo en tercera persona.
-Los niños no me quieren.
Es curioso que pensara en esto, que antes
jamás lo había preocupado: quizás la máqui-
na de coser le diera la idea. Estuvo largo rato
mascullando para sus adentros, contemplan-
do a Smee, que cosía plácidamente, conven-
cido de que todos los niños tenían miedo de
él.
¡Que tenían miedo de él! ¡Miedo de Smee!
No había un solo niño a bordo del bergantín
esa noche que no le tuviera cariño ya. Les
había dicho cosas espantosas y los había gol-
peado con la palma de la mano, porque no
podía golpearlos con el puño, pero ellos sim-
plemente se habían encariñado aún más con
él. Michael se había probado sus gafas.
¡Decirle al pobre Smee que lo encontraban
simpático! Garfio ardía en deseos de decírse-
lo, pero le parecía demasiado brutal. En cam-
bio, dio vueltas en la cabeza a este misterio:
¿por qué encuentran simpático a Smee? Ras-
treó el problema como el sabueso que era. Si
Smee era simpático, ¿qué era lo que le hacía
ser así? De pronto surgió una horrible res-
puesta: «¿Buena educación?».
¿Es que el contramaestre era bien educado
sin saberlo, lo cual constituye la mejor edu-
cación?
Recordó que uno tiene que recordar que
no sabe que se es así antes de poder optar a
ser elegido como miembro del Pop 1.

1. Pop: club social (fundado en 1811) en


Eton, famoso y elitista colegio privado de
Inglaterra, del que se deduce que fue alumno
el capitán Garfio.

Con un grito de rabia alzó su mano de hie-


rro sobre la cabeza de Smee, pero no descar-
gó el golpe. Lo que le retuvo fue esta re-
flexión: «¿Qué sería matar a un hombre por-
que es bien educado? ¡Mala educación!».
El infeliz Garfio se sentía tan impotente
como sudoroso y cayó de bruces como una
flor tronchada.
Al pensar sus perros que iba a estar fuera
de circulación por un rato, la disciplina se
relajó al instante y se pusieron a bailar como
locos, cosa que lo reanimó al momento, sin
un solo rastro de humana debilidad, como si
le hubieran echado un cubo de agua encima.
-Silencio, patanes -gritó-, u os paso por
debajo de la quilla.
El jaleo se apagó de inmediato.
-¿Están todos los niños encadenados para
que no puedan huir volando?
-Sí, señor.
-Pues subidlos a cubierta.
Sacaron a rastras de la bodega a los des-
dichados prisioneros, a todos menos a Wen-
dy, y los colocaron en fila delante de él. Por
un rato pareció no advertir su presencia. Se
acomodó sin prisas, tarareando, sin desafi-
nar, por cierto, pasajes de una canción grose-
ra y jugueteando con una baraja. De cuando
en cuando la brasa de su cigarro daba un
toque de color a su cara.
-Bueno, muchachotes -dijo enérgicamen-
te-, esta noche seis de vosotros seréis pasa-
dos por la plancha, pero tengo sitio para dos
grumetes. ¿Quién de vosotros quiere serlo?
-No lo irritéis sin necesidad -les había re-
comendado Wendy en la bodega, de forma
que Lelo dio un paso adelante cortésmente.
Lelo aborrecía la idea de servir a las órdenes
de semejante hombre, pero un instinto le dijo
que sería prudente atribuir la responsabilidad
a una persona ausente y, aunque era algo
tonto, sabía que sólo las madres están siem-
pre dispuestas a hacer de parachoques. To-
dos los niños saben que las madres son así y
las desprecian por eso, pero se aprovechan
de ello constantemente.
Así que Lelo explicó con prudencia:
-Verá usted, señor, es que no creo que a
mi madre le gustara que yo fuera pirata. ¿Le
gustaría a tu madre que fueras pirata, Pre-
suntuoso?
Le guiñó un ojo a Presuntuoso, quien dijo
apesadumbrado:
-No creo -como si deseara que las cosas
no fueran así-. Gemelo, ¿a tu madre le gusta-
ría que fueras pirata?
-No creo -dijo el primer gemelo, tan des-
pabilado como los otros-. Avispado, ¿a tu
madre...?
-Basta de cháchara -rugió Garfio y los por-
tavoces fueron arrastrados a su sitio.
-Tú, chico -dijo, dirigiéndose a John-, pa-
rece que tú tienes algo de agallas. ¿No has
querido nunca ser pirata, valiente? Ahora
bien, a veces John había experimentado este
deseo al luchar con las matemáticas de pri-
mero y le chocó que Garfio lo eligiera.
-Una vez pensé en llamarme Jack Mano
Roja -dijo con timidez.
-Un buen nombre, ya lo creo. Aquí te lla-
maremos así, si te unes, muchachote.
-¿Tú qué crees, Michael? -preguntó John.
-¿Cómo me llamaríais si me uniera? -
preguntó Michael.
-Joe Barbanegra.
Naturalmente, Michael se quedó muy im-
presionado.
-¿Qué te parece, John?
Quería que John decidiera y John quería
que decidiera él.
-¿Seguiremos siendo respetuosos súbditos
del rey? -preguntó John.
Garfio contestó entre dientes:
-Tendríais que jurar «Abajo el rey».
Quizás John no se había comportado muy
bien hasta entonces, pero ahora estuvo a la
altura de las circunstancias.
-Entonces no quiero -exclamó, golpeando
el barril que tenía Garfio delante.
-Y yo tampoco -gritó Michael.
-¡Viva Inglaterra! -chilló Rizos.
Los enfurecidos piratas les pegaron en la
boca y Garfio rugió:
-Eso será vuestra perdición. Traed a su
madre. Preparad la plancha.
Sólo eran unos niños y se quedaron blan-
cos al ver a Jukes y a Cecco preparar la plan-
cha mortal. Pero trataron de parecer valien-
tes cuando trajeron a Wendy.
Nada de lo que yo pueda decir os dará una
idea de cómo despreciaba Wendy a aquellos
piratas. Para los chicos había por lo menos
cierto atractivo en la vocación pirata, pero lo
único que ella veía era que el barco no había
sido fregado desde hacía años. No había ni
una sola portilla sobre cuyo mugriento cristal
no se pudiera escribir «Guarro» con el dedo y
ella ya lo había escrito en varios. Pero, como
es natural, cuando los chicos se agruparon a
su alrededor no pensaba más que en ellos.
-Bueno, hermosa mía -dijo Garfio, hablan-
do como si tuviera la boca llena de caramelo-
, vas a ver cómo tus niños son pasados por la
plancha.
Aunque era un refinado caballero, la inten-
sidad de sus meditaciones le había manchado
la gorguera y de pronto se dio cuenta de que
ella la estaba observando. Con un movi-
miento apresurado trató de taparla, pero ya
era tarde.
-¿Van a morir? -preguntó Wendy, con una
mirada de desprecio tan olímpico que él casi
se desmayó.
-Sí -gruñó y exclamó relamiéndose-: silen-
cio todo el mundo; oigamos las últimas pala-
bras de una madre a sus hijos. En este mo-
mento Wendy estuvo magnífica.
-Éstas son mis últimas palabras, queridos -
dijo con firmeza-. Creo que tengo un mensaje
para vosotros de parte de vuestras madres
auténticas y es el siguiente: «Esperamos que
nuestros hijos mueran como caballeros ingle-
ses.»
Incluso los piratas se quedaron sobrecogi-
dos y Lelo exclamó histéricamente:
-Voy a hacer lo que espera mi madre. ¿Tú
qué vas a hacer, Avispado?
-Lo que espera mi madre. ¿Tú qué vas a
hacer, Gemelo?
-Lo que espera mi madre. John, ¿tú qué
vas... ?
Pero Garfio había recuperado el habla.
-Atadla -gritó.
Fue Smee quien la ató al mástil.
-Escucha, rica -susurró-, te salvaré si
prometes ser mi madre.
Pero ni siquiera por Smee estaba dispuesta
a prometer tal cosa.
-Casi preferiría no tener hijos -dijo con
desdén.
Es triste saber que ni un solo chico la es-
taba mirando mientras Smee la ataba al más-
til: todos tenían los ojos clavados en la plan-
cha, el último paseo que iban a dar. Ya no
conseguían tener la esperanza de caminar
por ella con gallardía, pues habían perdido la
capacidad de pensar, sólo podían mirar y
temblar.
Garfio sonrió con los dientes apretados
burlándose de ellos y dio un paso hacia Wen-
dy. Su intención era volverle la cara para que
viera a los chicos caminando por la plancha
uno por uno. Pero jamás llegó hasta ella, ja-
más oyó el grito de angustia que esperaba
arrancarle. En cambio, oyó otra cosa.
Era el horrible tic tac del cocodrilo.
Todos lo oyeron: los piratas, los chicos,
Wendy; e inmediatamente todas la cabezas
se volvieron en una dirección: no hacia el
agua, de donde procedía el ruido, sino hacia
Garfio. Todos sabían que lo que estaba a
punto de ocurrir sólo le concernía a él y que
de actores habían pasado de repente a ser
espectadores.
Fue espantoso observar el cambio que le
sobrevino. Era como si le hubieran cortado
todas las articulaciones. Cayó hecho un gui-
ñapo.
El ruido se fue acercando sin parar y por
delante de él surgió este horrendo pensa-
miento: «El cocodrilo está a punto de abordar
el barco.»
Incluso la garra de hierro colgaba inerte,
como si supiera que no era parte intrínseca
de lo que quería el atacante. De haberse
quedado tan tremendamente solo, cualquier
otro hombre habría yacido con los ojos cerra-
dos en el lugar donde cayera, pero el podero-
so cerebro de Garfio seguía funcionando y
guiado por él se arrastró a cuatro patas por la
cubierta alejándose todo lo que pudo del rui-
do. Los piratas le abrieron paso respetuosa-
mente y sólo cuando se vio arrinconado co-
ntra las cuadernas habló.
-Escondedme -gritó roncamente.
Se apiñaron en torno a él, apartando los
ojos de lo que estaba subiendo a bordo. No
se les ocurrió luchar contra ello. Era el Desti-
no.
Sólo cuando Garfio quedó oculto la curiosi-
dad aflojó los miembros de los chicos y así
pudieron correr hasta el costado del barco
para ver al cocodrilo trepando por él. Enton-
ces se llevaron la sorpresa mayor de la Noche
entre las Noches: pues no era ningún coco-
drilo lo que venía en su ayuda. Era Peter.
Les hizo señas para que no soltaran nin-
gún grito de admiración que pudiera levantar
sospechas. Luego siguió haciendo tic tac.

15. «Esta vez o Garfio o yo»

A todos nos ocurren cosas extrañas a lo


largo de nuestra vida sin que durante cierto
tiempo nos demos cuenta de que han ocurri-
do. Así, por ejemplo, de pronto descubrimos
que hemos estado sordos de un oído desde
hace ni se sabe cuánto, pero digamos que
media hora. Pues bien, una experiencia de
este tipo había tenido Peter aquella noche.
Cuando lo vimos por última vez estaba cru-
zando la isla sigilosamente con un dedo en
los labios y el puñal preparado. Había visto
pasar al cocodrilo sin notar nada especial en
él, pero luego recordó que no había estado
haciendo tic tac. Al principio esto le pareció
extraño, pero no tardó en llegar a la acertada
conclusión de que al reloj se le había acabado
la cuerda.
Sin pararse a pensar en lo que podría sen-
tir un prójimo privado tan bruscamente de su
compañero más íntimo, Peter se puso a pen-
sar al momento en cómo podría aprovecharse
de la catástrofe y decidió hacer tic tac, para
que los animales salvajes creyeran que era el
cocodrilo y lo dejaran pasar sin molestarlo.
Hizo tic tac magníficamente, pero con un re-
sultado insospechado. El cocodrilo estaba
entre los que oyeron el sonido y se puso a
seguirlo, aunque ya fuera con el propósito de
recuperar lo que había perdido, ya fuera sim-
plemente como amigo creyendo que había
vuelto a hacer tic tac por su cuenta, es algo
que jamás sabremos con certeza, pues, como
todos los que son esclavos de una idea fija,
era un animal estúpido.
Peter llegó a la playa sin problemas y si-
guió adelante sin pararse, metiendo las pier-
nas en el agua como si no se diera cuenta de
que había entrado en un elemento nuevo. De
esta forma pasan muchos animales de la tie-
rra al agua, pero ningún otro humano que yo
conozca. Mientras nadaba sólo pensaba en
una cosa: «Esta vez o Garfio o yo.» Llevaba
tanto tiempo haciendo tic tac que seguía
haciéndolo sin percatarse de ello. Si lo hubie-
ra sabido se habría parado, ya que subir al
bergantín con ayuda del tic tac, aunque era
una idea ingeniosa, no se le había ocurrido.
Por el contrario, creía que había trepado
por su costado silencioso como un ratón y se
sorprendió al ver a los piratas apartándose de
él, con Garfio en medio de ellos tan abatido
como si hubiera oído al cocodrilo.
¡El cocodrilo! Tan pronto como Peter lo re-
cordó oyó el tic tac. Al principio creyó que el
ruido sí que procedía del cocodrilo y miró
hacia atrás rápidamente. Luego cayó en la
cuenta de que lo estaba haciendo él mismo y
al instante se hizo cargo de la situación. «Qué
listo soy», pensó de inmediato y les hizo se-
ñas a los chicos de que no prorrumpieran en
aplausos.
En ese momento Ed Teynte, el furriel, salió
del castillo de proa y avanzó por la cubierta.
Ahora, lector, cronometra con tu reloj lo que
pasó. Peter le clavó el puñal bien hondo. John
tapó la boca al malhadado pirata para ahogar
el gemido de agonía. Cayó hacia adelante.
Cuatro chicos lo cogieron para evitar el golpe.
Peter dio la señal y la carroña fue lanzada por
la borda. Se oyó un chapuzón y luego silen-
cio. ¿Cuánto ha durado?
-¡Uno!
(Presuntuoso había empezado a llevar la
cuenta.)
Menos mal que Peter, todo él de puntillas,
desapareció dentro del camarote, ya que más
de un pirata estaba armándose de valor para
mirar atrás. Ya podían oír la respiración en-
trecortada de los demás, lo cual les demos-
traba que el ruido más terrible había pasado.
-Se ha ido, capitán -dijo Smee, limpiándo-
se las gafas-. Ya está todo en calma otra vez.
Poco a poco Garfio fue sacando la cabeza
de la gorguera y escuchó tan atentamente
que podría haber captado el eco del tic tac.
No se oía ni un ruido y se irguió completa-
mente con firmeza.
-Pues a la salud de Johnny Plancha -
exclamó con descaro, odiando a los chicos
más que nunca porque lo habían visto achan-
tarse. Se puso a cantar esta vil cancioncilla:

¡Jo, jo, jo, viva la plancha:


por ella te pasearás
hasta que baje y tú también
a reunirte con Satanás!

Para aterrorizar aún más a los prisioneros,


aunque con cierta pérdida de dignidad, se
puso a bailar por una plancha imaginaria,
haciéndoles muecas mientras cantaba y
cuando terminó gritó:
-¿Queréis probar el gato de nueve colas
antes de caminar por la plancha?
Ante esto cayeron de rodillas.
-No, no -exclamaron tan lastimeramente
que todos los piratas sonrieron.
-Trae el gato, Jukes -dijo Garfio-, está en
el camarote.
¡El camarote! ¡Peter estaba en el camaro-
te! Los niños intercambiaron miradas.
-Sí, señor -dijo Jukes alegremente y entró
en el camarote. Lo siguieron con la mirada;
apenas se dieron cuenta de que
Garfio había reanudado su canción y que
sus perros se le habían unido:

Jo, jo, jo, viva el gato que ara-


ña,
tiene nueve colas, ya veis
y al marcarte la espalda...

Nunca sabremos cómo era el último verso,


pues de pronto la canción se interrumpió por
un horrendo chillido procedente del camarote.
Resonó por todo el barco y se apagó. Luego
se oyeron unos graznidos que los chicos en-
tendieron muy bien, pero que para los piratas
resultaban casi más espeluznantes que el
chillido.
-¿Qué ha sido eso? -gritó Garfio.
-Dos -dijo Presuntuoso con solemnidad.
El italiano Cecco vaciló un momento y lue-
go se lanzó hacia el camarote. Salió tamba-
leándose, blanco como una sábana.
-¿Qué le pasa a Bill Jukes, perro? -siseó
Garfio, irguiéndose ante él.
-Lo que le pasa es que está muerto, apu-
ñalado -replicó Cecco con voz sepulcral.
-¡Bill Jukes muerto! -exclamaron los atóni-
tos piratas.
-El camarote está oscuro como la pez -dijo
Cecco, casi farfullando-, pero hay algo horri-
ble ahí dentro: lo que oímos graznar.
El júbilo de los chicos, las miradas furtivas
de los piratas, todo esto notó Garfio.
-Cecco -dijo con voz más acerada-, vuelve
y tráeme a ese pajarraco.
Cecco, valiente entre los valientes, se en-
cogió ante su capitán, exclamando:
-No, no.
Pero Garfio le estaba haciendo carantoñas
a su garra.
-¿Has dicho que irías, Cecco? -dijo con aire
distraído.
Cecco fue, después de levantar los brazos
en un gesto de desesperación. Ya no había
más cánticos, todos escuchaban y de nuevo
se oyó un chillido agónico y de nuevo un
graznido. Nadie habló excepto Presuntuoso.
-Tres -dijo.
Garfio llamó a sus perros con un gesto.
-Por las barbas de Satanás -bramó-,
¿quién me va a traer a ese pajarraco?
-Espere a que salga Cecco -gruñó Starkey
y los demás se unieron a él.
-Me ha parecido oír que te ofrecías, Star-
key -dijo Garfio, ronroneando de nuevo.
-¡No, por todos los demonios! -gritó Star-
key.
-Mi garfio cree que sí -dijo Garfio acercán-
dose a él-. ¿No crees que sería conveniente
darle gusto al garfio, Starkey?
-Que me cuelguen si entro ahí -replicó
Starkey empecinado, y la tripulación lo volvió
a apoyar.
-¿Así que un motín? -preguntó Garfio en
un tono más agradable que nunca-. Y Starkey
es el cabecilla.
-Piedad, capitán -gimoteó Starkey, ahora
todo tembloroso.
-Choca esos cinco, Starkey -dijo Garfio,
alargando la garra.
Starkey miró a su alrededor en busca de
ayuda, pero todos lo abandonaron. Mientras
retrocedía, Garfio avanzaba con la chispa roja
en los ojos. Con un grito de desesperación el
pirata saltó por encima de Tom el Largo y se
precipitó en el mar.
-Cuatro -dijo Presuntuoso.
-Y ahora -preguntó Garfio cortésmente-,
¿hay algún otro caballero que quiera amoti-
narse?
Cogiendo un farol y alzando el garfio con
gesto amenazador, dijo:
-Yo mismo sacaré a ese pajarraco -y entró
corriendo en el camarote.
«Cinco.» Cómo deseaba Presuntuoso de-
cirlo. Se humedeció los labios para estar listo,
pero Garfio salió tambaleándose, sin el farol.
-Algo ha apagado la luz -dijo un poco tem-
bloroso.
-¡Algo! -repitió Mullins.
-¿Qué ha sido de Cecco? -preguntó Nood-
ler.
-Está tan muerto como Jukes -dijo Garfio
sucintamente. Su poca gana de regresar al
camarote produjo una mala impresión en
todos ellos y los gritos rebeldes se dejaron oír
de nuevo. Todos los piratas son supersticio-
sos y Cookson exclamó:
-Dicen que la mejor forma de saber si un
barco está maldito es cuando hay una perso-
na más a bordo de las que debería haber.
-Yo he oído decir -murmuró Mullins- que
siempre acaba por subir a bordo de los bar-
cos piratas. ¿Tenía cola, capitán? -Dicen -dijo
otro, mirando a Garfio con rencor-, que
cuando llega lo hace con el aspecto del hom-
bre más malvado de a bordo.
-¿Tenía garfio, capitán? -preguntó Cookson
con insolencia y uno tras otro fueron repi-
tiendo:
-El barco está maldito.
Ante esto los niños no pudieron evitar sol-
tar una ovación. Garfio había poco menos que
olvidado a sus prisioneros, pero al volverse
ahora hacia ellos se le volvió a iluminar la
cara.
-Muchachos -gritó a su tripulación-, tengo
una idea. Abrid la puerta del camarote y me-
tedlos dentro. Que luchen contra ese pajarra-
co para salvar su vida. Si lo matan, tanto
mejor para nosotros; si él los mata a ellos
tampoco hemos perdido nada.
Por última vez sus perros admiraron a
Garfio y cumplieron fielmente sus órdenes.
Metieron a empujones en el camarote a los
chicos, que fingían resistirse, y les cerraron la
puerta.
-Y ahora, a escuchar -gritó Garfio y todos
escucharon. Pero ninguno se atrevía a mirar
hacia la puerta. Sí, uno, Wendy, que durante
todo este tiempo había estado atada al más-
til. No estaba esperando ni un grito ni un
graznido: esperaba la reaparición de Peter.
No tuvo que esperar mucho. En el camaro-
te había encontrado lo que había ido a bus-
car: la llave que liberaría a los niños de sus
grilletes y entonces todos avanzaron en silen-
cio, con las armas que pudieron encontrar.
Después de indicarles que se escondieran,
Peter cortó las ataduras de Wendy y entonces
nada les habría sido más fácil que salir volan-
do todos juntos, pero había una cosa que
impedía la marcha, un juramento: «Esta vez
o Garfio o yo.» De modo que cuando hubo
liberado a Wendy, le susurró que se ocultara
con los demás y él mismo ocupó su lugar en
el mástil, envuelto en su capa para poder
pasar por ella. Entonces tomó aliento con
fuerza y soltó un graznido.
Para los piratas era una voz que proclama-
ba que todos los chicos yacían muertos en el
camarote y se quedaron aterrorizados. Garfio
intentó animarlos, pero como los perros en
que los había convertido le enseñaron los
dientes, supo que si ahora apartaba la vista
de ellos se le echarían encima.
-Muchachos -dijo, dispuesto a engatusar o
a golpear según hiciera falta, pero sin aco-
bardarse ni por un instante-, lo he estado
pensando. Hay un gafe abordo.
-Sí -gruñeron ellos-, un tipo con un garfio.
-No, muchachos, no, es la niña. Jamás tu-
vo suerte un barco pirata con una mujer a
bordo. Todo irá bien cuando ella se haya ido.
Algunos recordaron que eso había sido un
dicho de Flint.
-Se puede intentar -dijeron no muy con-
vencidos.
-Tirad a la niña por la borda -gritó Garfio y
se abalanzaron sobre la figura envuelta en la
capa.
-Ya nadie te puede salvar, mocita -siseó
Mullins burlonamente.
-Sí que hay alguien -replicó la figura.
-¿Y quién es?
-¡Peter Pan el vengador! -fue la terrible
respuesta y al hablar Peter se quitó la capa.
Entonces todos supieron quién era el que los
había estado aniquilando en el camarote y
Garfio trató de hablar dos veces, y dos veces
fracasó. Creo que en aquel espantoso mo-
mento le falló el valor.
-Abridlo en canal -gritó por fin, pero sin
convicción.
-Vamos, chicos, a ellos -resonó la voz de
Peter y en un momento el choque de las ar-
mas retumbaba por todo el barco. Si los pira-
tas se hubieran mantenido agrupados es se-
guro que habrían ganado, pero el ataque se
produjo cuando estaban todos dispersos y se
pusieron a correr de un lado a otro, dando
golpes a tontas y a locas, cada uno de ellos
creyendo que era el último superviviente de
la tripulación. Hombre a hombre eran los más
fuertes, pero ahora sólo luchaban a la defen-
siva, lo cual permitía a los chicos cazar por
parejas o elegir su presa. Algunos de los vi-
llanos saltaban al mar, otros se ocultaban en
rincones oscuros, donde los descubría Pre-
suntuoso, que no luchaba, sino que corría por
todas partes con un farol con el que les ilu-
minaba la cara, de forma que quedaban des-
lumbrados y se convertían en presa fácil para
las espadas ensangrentadas de los otros chi-
cos. Apenas se oía nada más que el choque
de las armas, algún chillido o chapuzón que
otro y la voz de Presuntuoso que contaba
monótonamente cinco, seis, siete, ocho, nue-
ve, diez, once.
Creo que no quedaba ni uno cuando un
grupo de chicos enardecidos rodeó a Garfio,
que parecía tener más vidas que un gato,
mientras los mantenía a raya en aquel círculo
de fuego. Habían acabado con sus perros,
pero parecía que ni todos juntos podían con
aquel hombre solo. Una y otra vez se echa-
ban contra él y una y otra vez limpiaba él un
espacio a zarpazos. Había levantado a un
chico con el garfio y lo estaba empleando
como escudo cuando otro, que acababa de
atravesar a Mullins con su espada, saltó en
medio de la refriega.
-Envainad las espadas, chicos -gritó el re-
cién llegado-, este hombre es mío.
De esta forma tan repentina se encontró
Garfio cara a cara con Peter. Los demás re-
trocedieron y formaron un círculo a su alre-
dedor.
Durante largo rato los dos enemigos se es-
tuvieron mirando, Garfio estremeciéndose
ligeramente y Peter con una sonrisa extraña
en la cara.
-Bueno, Pan -dijo Garfio por fin-, así que
todo esto es obratuya.
-Sí, James Garfio -fue la severa respuesta-
, todo esto es obra mía.
-Jovenzuelo vanidoso e insolente -dijo
Garfio-, disponte a morir.
-Hombre oscuro y siniestro -contestó Pe-
ter-, defiéndete.
Sin mediar más palabras entraron en com-
bate y durante un tiempo ninguna de las dos
espadas llevó ventaja. Peter era un soberbio
espadachín y paraba a una velocidad verti-
ginosa; de cuando en cuando combinaba una
finta con una estocada que atravesaba la de-
fensa de su enemigo, pero su menor enver-
gadura no le hacía buen servicio y no conse-
guía hundir el acero. Garfio, apenas menos
hábil que él, pero no tan diestro en el juego
de la muñeca, lo obligaba a retroceder gra-
cias al peso de sus embestidas, con la espe-
ranza de terminar de golpe con todo median-
te una de sus estocadas preferidas, que Bar-
bacoa le había enseñado tiempo atrás en Río,
pero ante su asombro descubría que esta es-
tocada era desviada una y otra vez. Entonces
trató de acercarse y dar el golpe de gracia
con su garfio de hierro, que durante todo este
tiempo había estado dando zarpazos al aire,
pero Peter lo esquivó agachándose y, embis-
tiendo con fuerza, lo hirió en las costillas. Al
ver su propia sangre, cuyo peculiar color,
como recordaréis, le resultaba repugnante, la
espada cayó de la mano de Garfio y éste
quedó a merced de Peter.
-¡Ahora! -gritaron todos los chicos, pero
con un gesto magnífico Peter invitó a su ad-
versario a recoger su espada. Garfio lo hizo al
instante, pero con la trágica sensación de que
Peter se estaba comportando con buena edu-
cación.
Hasta entonces había pensado que quien
luchaba contra él era una especie de demo-
nio, pero ahora lo asaltaron sospechas más
siniestras.
-Pan, ¿quién y qué eres? -exclamó ronca-
mente.
-Soy la juventud, soy la alegría -respondió
Peter por decir algo-, soy un pajarillo recién
salido del huevo.
Esto, claro está, no eran más que tonterí-
as, pero le demostró al desdichado Garfio que
Peter no tenía ni la más mínima idea sobre
quién o qué era, lo cual es el colmo de la
buena educación.
-En guardia -gritó desesperado.
Luchaba ahora como un látigo humano y
cada golpe de aquella terrible espada habría
partido en dos a cualquier hombre o mucha-
cho que se hubiera puesto por delante, pero
Peter revoloteaba a su alrededor como si el
mismo viento que levantaba lo apartara de la
zona de peligro. Y una y otra vez embestía y
hería.
Garfio luchaba ya sin esperanza. Aquel pe-
cho apasionado ya no pedía vivir, pero sí que
anhelaba un solo favor: antes de enfriarse
para siempre, ver a Peter haciendo gala de
mala educación.
Abandonando la lucha corrió hasta la san-
tabárbara y le prendió fuego.
-Dentro de dos minutos -gritó- el barco
saltará en mil pedazos.
Ahora, pensó, ahora se verán los auténti-
cos modales. Pero Peter salió de la santabár-
bara con la bomba en las manos y la tiró por
la borda tranquilamente.
¿Qué clase de modales estaba mostrando
el propio Garfio? Aunque era un hombre
equivocado, podemos alegrarnos, sin simpa-
tizar con él, de que al final fuera fiel a las tra-
diciones de su estirpe. Los demás chicos es-
taban volando ahora a su alrededor, burlán-
dose con desprecio y mientras tropezaba por
la cubierta lanzándoles estocadas impotentes,
su mente ya no estaba con ellos: estaba gan-
duleando por los campos de juego de antaño,
o recibiendo los elogios del director, o con-
templando el partido desde una famosa pa-
red1. Y los zapatos eran correctos, el chaleco
era correcto, la corbata era correcta y los
calcetines eran correctos.

1. Alusión a un juego de pelota practicado


contra una pared, característico de Eton.

Adiós, James Garfio, personaje no sin


heroísmo. Pues hemos llegado a sus últimos
momentos.
Al ver a Peter que avanzaba despacio so-
bre él por el aire con el puñal dispuesto, saltó
a la borda para tirarse al mar. No sabía que
el cocodrilo lo estaba esperando, ya que pa-
ramos el reloj a propósito para evitarle este
conocimiento: una pequeña muestra de res-
peto por nuestra parte al final.
Tuvo un triunfo final, que no creo que de-
bamos quitarle. Mientras estaba de pie sobre
la borda volviendo la vista hacia Peter, que
flotaba por el aire, lo invitó con un gesto a
que empleara el pie. Esto hizo que Peter le
diera una patada en lugar de apuñalarlo.
Por fin Garfio había conseguido el favor
que anhelaba.
-Eso es mala educación -gritó burlándose y
cayó satisfecho hacia el cocodrilo.
Así pereció James Garfio.
-Diecisiete -proclamó Presuntuoso, pero no
había llevado bien la cuenta. Quince pagaron
el precio de sus crímenes aquella noche, pero
dos alcanzaron la orilla: Starkey, que fue
capturado por los pieles rojas, quienes lo
convirtieron en niñera de todos sus niños,
una triste humillación para un pirata, y Smee,
quien en adelante se dedicó a vagabundear
por el mundo con sus gafas, ganándose la
vida precariamente contando que él era el
único hombre a quien James Garfio había
temido.
Wendy, lógicamente, había estado a un la-
do sin participar en la lucha, aunque contem-
plaba a Peter con ojos brillantes, pero ahora
que todo había acabado volvió a cobrar im-
portancia. Los alabó a todos por igual y se
estremeció encantada cuando Michael le mos-
tró el lugar donde había matado a uno y lue-
go los llevó al camarote de Garfio y señaló su
reloj, que estaba colgado de un clavo. ¡Mar-
caba «la una y media»!
Lo tarde que era resultaba casi lo mejor de
todo. Os aseguro que los acostó en los ca-
mastros de los piratas bien deprisa; a todos
menos a Peter, que estuvo paseando pavo-
neándose por la cubierta, hasta que por fin se
quedó dormido junto a Tom el Largo. Esa
noche tuvo una de sus pesadillas y lloró en
sueños largo rato y Wendy lo abrazó muy
fuerte.

16. El regreso a casa

Por la mañana, al dar las dos campanadas1


ya estaban todos en marcha, pues había mar
gruesa y Lelo, el contramaestre, estaba entre
ellos, con un cabo en la mano y mascando
tabaco. Todos se pusieron ropas piratas cor-
tadas por la rodilla, se afeitaron muy bien y
subieron a cubierta, caminando con el autén-
tico vaivén de los marineros y sujetándose
los pantalones.
1. Alusión a los toques de campana en un
barco para indicar cada media hora en el cur-
so de las guardias, a contar desde mediano-
che.

No hace falta decir quién era el capitán.


Avispado y John eran el primer y segundo
oficiales. Había una mujer a bordo. Los de-
más servían como marineros y vivían en el
castillo de proa. Peter ya se había atado al
timón, pero llamó a todos a cubierta y les
dirigió un breve discurso, en el que dijo que
esperaba que todos cumplieran con sus obli-
gaciones como unos valientes, pero que sabía
que eran la escoria de Río y de la Costa de
Oro y que si se insubordinaban los haría tri-
zas. Sus bravuconas palabras eran el lengua-
je que mejor entienden los marineros y lo
aclamaron con entusiasmo. Luego se despa-
charon unas cuantas órdenes e hicieron virar
el barco, poniendo rumbo al mundo real.
El capitán Pan calculó, después de consul-
tar la carta de navegación, que si el tiempo
continuaba así deberían arribar a las Azores
hacia el 21 de junio, tras lo cual ganarían
tiempo volando.
Algunos querían que fuera un barco hon-
rado y otros estaban a favor de que siguiera
siendo pirata, pero el capitán los trataba co-
mo a perros y no se atrevían a exponerle sus
deseos ni siquiera con una propuesta colecti-
va. La obediencia instantánea era lo único
sensato. Presuntuoso se llevó una docena de
latigazos por parecer desconcertado cuando
se le dijo que echara la sonda. La impresión
general era que Peter era honrado sólo por el
momento para acallar las sospechas de Wen-
dy, pero que podría producirse un cambio
cuando estuviera listo el traje nuevo, que, en
contra de su voluntad, le estaba haciendo con
algunas de las ropas más canallescas de Gar-
fio. Se susurraba después entre ellos que la
primera noche que se puso este traje estuvo
largo tiempo sentado en el camarote con la
boquilla de Garfio en la boca y todos los de-
dos apretados en un puño, menos el índice,
que tenía curvado y levantado amenazado-
ramente como un garfio.
Sin embargo, en lugar de observar lo que
pasa en el barco, ahora debemos regresar a
aquella casa desolada de donde tres de nues-
tros personajes habían huido sin el menor
miramiento hace ya tanto. Nos da pena no
haber hecho caso al número 14 durante todo
este tiempo y sin embargo podemos estar
seguros de que la señora Darling no nos lo
echa en cara. Si hubiéramos regresado antes
para mirarla con apenada compasión, proba-
blemente habría exclamado:
-No seáis tontos, ¿qué importancia tengo
yo? Volved a cuidar de los niños.
Mientras las madres sigan siendo así sus
hijos se aprovecharán de ellas: pueden con-
tar con eso.
Aun ahora nos aventuramos a entrar en
ese conocido cuarto de los niños sólo porque
sus legítimos inquilinos vienen de camino a
casa: simplemente los adelantamos para ver
si sus camas están debidamente aireadas y si
el señor y la señora Darling no salen por las
noches. No somos más que criados. ¿Por qué
demonios deberían estar debidamente airea-
das sus camas, después de que los muy des-
agradecidos se fueran con tantas prisas? ¿No
se lo tendrían muy bien merecido si regresa-
ran y se encontraran con que sus padres es-
tán pasando el fin de semana en el campo?
Sería la lección moral que les ha estado
haciendo falta desde que los conocimos, pero
si tramáramos las cosas así la señora Darling
no nos lo perdonaría jamás.
Hay una cosa que me gustaría muchísimo
hacer y que es decirle, como hacen los escri-
tores, que los niños están regresando, que de
verdad que estarán de vuelta del jueves en
una semana. Esto echaría a perder comple-
tamente la sorpresa que están esperando
Wendy, John y Michael. Lo han estado imagi-
nando en el barco: el éxtasis de mamá, el
grito de alegría de papá, el salto por los aires
de Nana para ser la primera en abrazarlos,
cuando para lo que tendrían que estar prepa-
rándose es para una buena paliza. Qué deli-
cioso sería estropearlo todo adelantando la
noticia, de modo que cuando entren con aire
imponente la señora Darling pueda no darle
ni siquiera un beso a Wendy y el señor Dar-
ling pueda exclamar malhumorado:
-Vaya por Dios, ya están aquí estos chicos
otra vez.
Sin embargo, no nos darían las gracias ni
siquiera por esto. A estas alturas ya estamos
empezando a conocer a la señora Darling y
podemos estar seguros de que nos censuraría
por quitarles a los niños ese placer.
-Pero, mi querida señora, faltan diez días
para el jueves y explicándole cómo están las
cosas, podemos ahorrarle diez días de infeli-
cidad.
-Sí, ¡pero a qué precio! Quitándoles a los
niños diez minutos de placer.
-Bueno, si es así como lo ve usted.
-¿Y de qué forma se puede ver?
¿Veis? Esa mujer no tenía el genio debido.
Tenía intención de decir cosas agradabilísi-
mas sobre ella, pero la desprecio y ya no diré
nada. Además realmente no hace falta decirle
que prepare las cosas, porque ya están pre-
paradas. Todas las camas están aireadas y
ella nunca se va de la casa y, mirad, la ven-
tana está abierta. Para lo que le servimos,
podríamos volver al barco. Sin embargo, ya
que estamos aquí también podemos quedar-
nos y seguir mirando. Eso es lo único que
somos, mirones. Nadie nos quiere. Así que
vamos a mirar y a soltar mordacidades, con
la esperanza de que alguna haga mella.
El único cambio que se observa en el cuar-
to de los niños es que entre las nueve y las
seis la perrera ya no está allí. Cuando los
niños se fueron volando, el señor Darling sin-
tió en lo más profundo de su alma que toda la
culpa era suya por haber atado a Nana y que
desde el principio ella había sido más in-
teligente que él. Naturalmente, como hemos
visto, era un hombre muy simple; en realidad
habría podido volver a pasar por un chiquillo
si hubiera podido quitarse la calvicie, pero
también tenía un noble sentido de la justicia
y un valor indomable a la hora de hacer lo
que le parecía correcto y, después de haber
pensado sobre el asunto con enorme cuidado
tras la huida de los niños, se puso a cuatro
patas y se metió en la perrera. A todas las
cariñosas instancias de la señora Darling para
que saliera replicaba él triste pero firmemen-
te:
-No, mi bien, éste es el lugar que me co-
rresponde. Amargado por los remordimientos
juró que jamás saldría de la perrera mientras
sus hijos no volvieran. Lógicamente, era una
pena, pero hiciera lo que hiciera el señor Dar-
ling siempre lo tenía que hacer en exceso, si
no no tardaba en dejar de hacerlo. Y nunca
hubo un hombre más humilde que el en tiem-
pos orgulloso George Darling, mientras se
pasaba la tarde sentado en la perrera
hablando con su mujer de sus hijos y de to-
dos sus detalles encantadores.
Era muy conmovedora su deferencia hacia
Nana. No la dejaba entrar en la perrera, pero
en todas las demás cuestiones cumplía sus
deseos sin rechistar.
Todas la mañanas la perrera, con el señor
Darling dentro, era transportada hasta un
coche, que lo llevaba a la oficina y regresaba
a casa de la misma forma a las seis. Notare-
mos parte de la fuerza de carácter de este
hombre si recordamos lo sensible que era a la
opinión de los vecinos, este hombre cuyo más
mínimo movimiento llamaba ahora la aten-
ción por lo sorprendente. Por dentro debía de
estar sufriendo un tormento, pero mantenía
una fachada de calma incluso cuando los jó-
venes se burlaban de su casita y siempre se
descubría cortésmente ante cualquier señora
que mirara dentro.
Puede que fuera una quijotada, pero era
magnífico. No tardó en conocerse el significa-
do que aquello encerraba y el gran corazón
del público se sintió conmovido. Las multitu-
des seguían al coche, aclamando con fervor;
chicas bonitas trepaban a él para conseguir
su autógrafo, se publicaban entrevistas en los
mejores periódicos y la alta sociedad lo invi-
taba a cenar, añadiendo: «No deje de venir
en la perrera.»
En aquel jueves lleno de emoción la señora
Darling esperaba en el cuarto de los niños a
que George volviera a casa: era una mujer de
expresión muy triste. Ahora que la miramos
de cerca y recordamos su animación de días
pasados, desaparecida ahora porque ha per-
dido a sus niños, me parece que después de
todo no voy a ser capaz de decir cosas de-
sagradables de ella. La pobre no podía evitar
sentir demasiado cariño por esos monstrui-
tos. Miradla ahí en su butaca, donde se ha
quedado dormida. La comisura de su boca,
que es lo primero que uno mira, está casi
marchita. Su mano se mueve inquieta sobre
el pecho como si le doliera. A algunos les
gusta más Peter y a otros les gusta más
Wendy, pero yo la prefiero a ella. Suponga-
mos que, para hacerla feliz, le susurramos en
sueños que los mocosos están en camino.
En realidad están ya a dos millas de la
ventana y vienen volando fuerte, pero lo úni-
co que hace falta que susurremos es que vie-
nen de camino. Vamos.
Es una lástima que lo hayamos hecho, ya
que se ha despertado sobresaltada gritando
sus nombres y no hay nadie en la habitación
más que Nana.
-Oh, Nana, he soñado que mis pequeños
habían vuelto. Nana tenía los ojos húmedos,
pero lo único que pudo hacer fue poner sua-
vemente la pata en el regazo de su ama y así
estaban sentadas las dos cuando trajeron la
perrera de vuelta. Cuando el señor Darling
saca la cabeza para besar a su esposa, ve-
mos que tiene la cara más avejentada que
antes, pero con una expresión más dulce.
Le dio el sombrero a Liza, que lo cogió con
desprecio, ya que no tenía la más mínima
imaginación y era totalmente incapaz de
comprender los motivos de este hombre.
Fuera, la multitud que había acompañado al
coche hasta casa todavía seguía aclamando
y, naturalmente, esto no dejaba de conmo-
verlo.
-Escúchalos -dijo-, es muy gratificante. -
Son una panda de críos -se mofó Liza.
-Hoy había varios adultos -le aseguró él
ruborizado, pero cuando ella sacudió la cabe-
za con sorna él no le dijo ni una palabra de
reproche. El éxito social no lo había echado a
perder, lo había dulcificado. Estuvo un rato
sentado con medio cuerpo fuera de la perre-
ra, hablando con la señora Darling sobre su
éxito y estrechándole la mano para tranquili-
zarla cuando ella le dijo que esperaba que no
se le fuera a subir a la cabeza.
-Pero si llego a ser un hombre débil -dijo-.
¡Dios santo, si llego a ser un hombre débil!
-Y, George -dijo ella con timidez-, sigues
tan lleno de remordimientos como siempre,
¿verdad?
-¡Tan lleno de remordimientos como siem-
pre, mi amor! Mira mi castigo: vivir en una
perrera.
-Pero es un castigo, ¿no es así, George?
¿Estás seguro de que no estás disfrutando
con ello?
-¡Pero mi amor!
Os aseguro que ella le pidió perdón y, lue-
go, soñoliento, él se acurrucó en la perrera.
-¿Me tocas algo en el piano de los niños
para que me duerma? -le pidió.
Y cuando ella se dirigía al cuarto de jugar
añadió sin pensar:
-Y cierra esa ventana. Hay corriente.
-Oh, George, no me pidas nunca que haga
eso. La ventana debe estar siempre abierta
para ellos, siempre, siempre. Entonces le
tocó a él pedirle perdón y ella fue al cuarto de
jugar y tocó el piano y pronto se quedó dor-
mido y, mientras dormía, Wendy, John y Mi-
chael entraron volando en la habitación.
Oh, no. Lo hemos escrito así porque ése
era el bonito plan que tenían ellos antes de
que nos fuéramos del barco, pero debe de
haber pasado algo desde entonces, porque no
son ellos los que han entrado volando, son
Peter y Campanilla. Las primeras palabras de
Peter lo revelan todo.
-Deprisa, Campanilla -susurró-, cierra la
ventana, échale el pestillo. Así, bien. Ahora tú
yyo tenemos que huir por la puerta y cuando
Wendy llegue creerá que su madre la ha de-
jado fuera y tendrá que volver conmigo.
Ya comprendo lo que hasta ahora me ve-
nía escamando: por qué cuando Peter hubo
exterminado a los piratas no regresó a la isla
y dejó que Campanilla guiara a los niños has-
ta el mundo real. Había tenido planeada esta
trampa desde el principio.
En lugar de pensar que se estaba portando
mal se puso a bailar de alegría; luego atisbó
en el cuarto de jugar para ver quién estaba
tocando. Le susurró a Campanilla:
-Ésa es la madre de Wendy. Es una señora
muy guapa, pero no tan guapa como mi ma-
dre. Tiene la boca llena de dedales, pero no
tanto como la tenía mi madre.
Por supuesto, él no sabía nada de nada
sobre su madre, pero a veces se jactaba de
ella.
No conocía la melodía, que era «hogar,
dulce hogar», pero sabía que estaba dicien-
do: «Vuelve, Wendy, Wendy, Wendy» y ex-
clamó entusiasmado:
-Señora, jamás volverá a ver a Wendy,
porque la ventana está cerrada.
Volvió a atisbar para ver por qué se había
interrumpido la música y entonces vio que la
señora Darling había apoyado la cabeza en la
caja del piano y que tenía dos lágrimas en los
ojos.
«Quiere que abra la ventana», pensó Pe-
ter, «pero no lo haré, no señor.»
Volvió a asomarse y las lágrimas seguían
allí, u otras dos que habían ocupado su lugar.
-Quiere muchísimo a Wendy-se dijo. En-
tonces se enfadó con ella por no darse cuenta
de por qué no podía tener a Wendy.
La razón era tan sencilla:
-Yo también la quiero. No podemos tenerla
los dos, señora.
Pero la señora no se conformaba y era
muy desgraciada. Dejó de mirarla, pero ni
siquiera así lo dejaba ella en paz. Se puso a
dar brincos y a hacer muecas, pero cuando se
detuvo era como si ella estuviera dentro de
él, llamando.
-Bueno, está bien -dijo por fin y tragó con
dificultad. Luego abrió la ventana.
-Vamos, Campanilla -exclamó, burlándose
cruelmente de las leyes de la naturaleza-, a
nosotros no nos hace falta ninguna madre
tonta.
Y se fueron volando.
Por eso Wendy, John y Michael encontra-
ron la ventana abierta para ellos después de
todo, lo cual, por supuesto, era más de lo que
merecían. Se posaron en el suelo, sin sentirse
avergonzados en absoluto y eso que el más
pequeño ya se había olvidado de su hogar.
-John -dijo, mirando a su alrededor con in-
certidumbre-, creo que he estado aquí antes.
-Claro que sí, tonto. Esta es tu antigua
cama.
-Ah, sí -dijo Michael, sin demasiada con-
vicción.
-¡Oye! -exclamó John-. ¡La perrera!
Y corrió hasta ella para mirarla.
-A lo mejor está Nana dentro -dijo Wendy.
Pero John soltó un silbido.
-Caramba -dijo-, si hay un hombre metido
ahí.
-¡Es papá! -exclamó Wendy.
-Dejadme ver a papá -rogó Michael con
ansia y lo examinó atentamente.
-No es tan grande como el pirata que maté
-dijo con una desilusión tan patente que me
alegro de que el señor Darling estuviera dor-
mido: habría sido muy triste si ésas hubieran
sido las primeras palabras que le oyera decir
a su pequeño Michael.
Wendy y John se habían quedado algo
pasmados al encontrar a su padre en la pe-
rrera.
-Pero -dijo John, como quien ha perdido fe
en su memoria-, él no dormía en la perrera,
¿verdad?
-John -dijo Wendy con voz entrecortada-,
quizás no recordamos nuestra antigua vida
tan bien como creíamos. Se quedaron hela-
dos ybien merecido que se lo tenían.
-Qué poco delicado por parte de mamá -
dijo el bribonzuelo de John- no estar aquí
cuando regresamos. Entonces la señora Dar-
ling se puso a tocar de nuevo.
-¡Es mamá! -exclamó Wendy, asomándo-
se.
-¡Pues sí! -dijo John.
-¿Entonces tú no eres nuestra madre de
verdad, Wendy? -preguntó Michael, que esta-
ba muy soñoliento.
-¡Dios mío! -exclamó Wendy, con sus pri-
meros remordimientos auténticos-. Desde
luego, ya iba siendo hora de que volviéramos.
-Vamos a entrar sin hacer ruido -propuso
John-, y a taparle los ojos con las manos.
Pero a Wendy, que se dio cuenta de que
debían dar la grata noticia con algo más de
suavidad, se le ocurrió un plan mejor.
-Vamos a meternos todos en la cama y a
quedarnos ahí cuando entre, como si nunca
nos hubiéramos ido.
Y por eso cuando la señora Darling volvió
al cuarto de los niños para ver si su esposo
estaba dormido, todas las camas estaban
ocupadas. Los niños aguardaban su grito de
alegría, pero éste no se produjo. Los vio, pe-
ro no se creyó que estuvieran allí. Es que los
veía en sus camas tan a menudo al soñar que
se pensó que aquello no era más que el sue-
ño que seguía rondándole por la cabeza.
Se sentó en la butaca junto al fuego, don-
de en otros tiempos los había amamantado.
Ellos no lo entendían y un miedo helado se
apoderó de los tres.
-¡Mamá! -gritó Wendy.
-Ésa es Wendy -dijo ella, pero seguía con-
vencida de que era el sueño.
-¡Mamá!
-Ése es John -dijo.
-¡Mamá! -gritó Michael. Ya la había reco-
nocido.
-Ése es Michael -dijo ella y alargó los bra-
zos hacia los tres niños egoístas a quienes
jamás volverían a estrechar. Pero sí que lo
hicieron, rodearon a Wendy, a John y a Mi-
chael, que se habían deslizado fuera de la
cama y habían corrido hasta ella.
-George, George -exclamó cuando pudo
hablar y el señor Darling se despertó para
compartir su dicha y Nana entró corriendo. La
escena no podría haber sido más encantado-
ra, pero no había nadie para contemplarla,
excepto un extraño chiquillo que miraba por
la ventana. Tenía alegrías innumerables que
otros niños jamás llegan a conocer, pero es-
taba contemplando por la ventana la única
felicidad a la que jamás podría aspirar.

17. Cuando Wendy creció


Espero que queráis saber qué había sido
de los demás chicos. Estaban esperando aba-
jo para que Wendy tuviera tiempo de explicar
lo que ocurría con ellos, y después de contar
hasta quinientos subieron. Subieron por la
escalera, porque pensaron que causaría me-
jor impresión. Se pusieron en fila ante la se-
ñora Darling, con los gorros en la mano y
deseando no estar vestidos de piratas. No
dijeron nada, pero sus ojos le suplicaban que
se los quedase. Deberían haber mirado tam-
bién al señor Darling, pero se olvidaron de él.
Por supuesto, la señora Darling dijo inme-
diatamente que se los quería quedar, pero el
señor Darling estaba extrañamente deprimido
y se dieron cuenta de que seis le parecía una
cantidad bastante grande.
Le dijo a Wendy:
-Debo decir que las cosas no se hacen a
medias -un comeníario poco generoso que a
los gemelos les pareció que iba por ellos.
El primer gemelo era el atrevido y pregun-
tó, ruborizándose:
-¿Cree que seríamos demasiados, señor?
Porque si es así nos podemos ir.
-¡Papá! -gritó Wendy, horrorizada, pero él
seguía malhumorado. Sabía que se estaba
comportando de manera indigna, pero no lo
podía evitar.
-Podríamos dormir de dos en dos -dijo
Avispado.
-Yo misma les corto el pelo siempre -dijo
Wendy.
-¡George! -exclamó la señora Darling, do-
lida por ver a su amor haciendo gala de una
conducta tan reprochable.
Entonces él se echó a llorar y salió a relu-
cir la verdad. Estaba tan contento como ella
de tenerlos, dijo, pero creía que deberían
haber pedido su consentimiento además del
de ella, en lugar de tratarlo como un cero a la
izquierda en su propia casa.
-Yo no creo que sea un cero a la izquierda
-exclamó Lelo al instante-. ¿Tú crees que es
un cero a la izquierda, Rizos? -No, no me lo
parece. ¿A ti te parece un cero a la izquierda,
Presuntuoso?
-Pues más bien no. Gemelo, ¿a ti qué te
parece?
Resultó que a ninguno de ellos le parecía
un cero a la izquierda y él se sintió absurda-
mente gratificado y dijo que encontraría sitio
para todos ellos en el salón si cabían.
-Sí que cabremos, señor -le aseguraron.
-Pues entonces seguid al jefe -gritó ale-
gremente-. Escuchad, no estoy seguro de que
tengamos un salón, pero haremos como si lo
tuviéramos y será lo mismo. ¡Adelante!
Se fue bailando por la casa y ellos grita-
ron: «¡Adelante! » y lo siguieron bailando, en
busca del salón y no me acuerdo de si lo en-
contraron, pero en cualquier caso encontra-
ron rincones y todos cupieron.
En cuanto a Peter, vio a Wendy una vez
más antes de marcharse volando. No es que
llegara a la ventana exactamente, pero la
rozó al pasar, para que ella la abriera si que-
ría y lo llamara. Eso fue lo que ella hizo.
-Hola, Wendy y adiós -dijo él.
-Ay, ¿te vas?
-Sí.
-¿No crees, Peter -dijo ella vacilando-, que
te gustaría decirles algo a mis padres sobre
una cuestión muy bonita?
-No.
-¿Sobre mí, Peter?
-No.
La señora Darling llegó a la ventana, pues
por el momento estaba vigilando a Wendy
estrechamente. Le dijo a Peter que había
adoptado a todos los demás chicos y que le
gustaría adoptarlo a él también.
-¿Me mandaría a la escuela? -preguntó él
taimadamente.
-Sí.
-¿Y luego a una oficina?
-Supongo que sí.
-¿Y pronto sería mayor?
-Muy pronto.
-No quiero ir a la escuela a aprender cosas
serias -le dijo con vehemencia-. No quiero ser
mayor. Ay, madre de Wendy, ¡qué horror si
me despertara y notara que tengo barba!
-¡Peter! -dijo Wendy, siempre consoladora-
. Me encantaría verte con barba.
Y la señora Darling le tendió los brazos,
pero él la rechazó.
-Atrás, señora, nadie me va a atrapar para
convertirme en una persona mayor.
-¿Pero dónde vas a vivir?
-Con Campanilla en la casa que construi-
mos para Wendy. Las hadas la pondrán en lo
alto de la copa de los árboles en los que
duermen de noche.
-Qué bonito -exclamó Wendy con tanto
anhelo que la señora Darling la sujetó firme-
mente.
-Yo creía que las hadas estaban todas
muertas -dijo la señora Darling.
-Siempre hay muchas jóvenes -explicó
Wendy, que era ahora toda una experta-,
porque, verás, cuando un bebé nuevo se ríe
por primera vez nace una nueva hada y como
siempre hay bebés nuevos siempre hay
hadas nuevas. Viven en nidos en las copas de
los árboles y las de color malva son chicos y
las de color blanco, chicas, y las de color
azul, unas tontuelas que no saben muybien lo
que son.
-Lo voy a pasar estupendo -dijo Peter, ob-
servando a Wendy.
-Estarás bastante solo por la noche -dijo
ella-, cuando te sientes junto al fuego.
-Tendré a Campanilla.
-Pues Campanilla no es que sea mucha
ayuda, que digamos -le recordó ella con algo
de aspereza.
-¡Chivata! -gritó Campanilla desde el otro
lado de la esquina.
-Eso no importa-dijo Peter.
-Oh, Peter, tú sabes que sí importa.
-Pues entonces ven a la casita conmigo.
-¿Puedo, mamá?
-Por supuesto que no. Te tengo otra vez
en casa y estoy decidida a conservarte.
-Pero es que le hace tanta falta una ma-
dre.
-A ti también, mi amor.
-Oh, está bien -dijo Peter, como si lo
hubiera pedido sólo por cortesía, pero la se-
ñora Darling vio cómo le temblaba la boca y
le hizo esta bella oferta: que Wendy se fuera
con él durante una semana todos los años
para hacer la limpieza de primavera. Wendy
habría preferido algo más permanente y le
parecía que la primavera iba a tardar mucho
en llegar, pero esta promesa hizo que Peter
se volviera a poner muy contento. No tenía
noción del tiempo y corría tantas aventuras
que todo lo que os he contado sobre él no es
más que una mínima parte. Supongo que
porque Wendy lo sabía, las últimas palabras
que le dirigió fueron en tono quejumbroso:
-Peter, ¿verdad que no te olvidarás de mí
antes de que llegue la limpieza de primavera?
Naturalmente, Peter se lo prometió y luego
se alejó volando. Se llevó consigo el beso de
la señora Darling. El beso que no había sido
para nadie más Peter lo consiguió con gran
facilidad. Curioso. Pero ella parecía satisfe-
cha.
Por supuesto, todos los chicos fueron en-
viados ala escuela y casi todos entraron en la
clase III, pero Presuntuoso fue colocado pri-
mero en la clase IV y luego en la clase V La
clase I es la más alta. Después de asistir a la
escuela durante una semana se dieron cuenta
de lo tontos que habían sido por no quedarse
en la isla, pero ya era demasiado tarde y no
tardaron en acostumbrarse a ser tan norma-
les como vosotros, yo o cualquier hijo de ve-
cino. Es triste tener que decir que poco a po-
co fueron perdiendo la capacidad de volar. Al
principio Nana les ataba los pies a los barro-
tes de la cama para que no salieran volando
por la noche y una de sus diversiones durante
el día era fingir que se caían de los autobu-
ses, pero poco a poco dejaron de tirar de sus
ataduras en la cama y descubrieron que se
hacían daño cuando se soltaban del autobús.
Al cabo de un tiempo ni siquiera podían salir
volando detrás de sus sombreros. Falta de
práctica, decían ellos, pero lo que en realidad
quería decir aquello era que ya no creían.
Michael creyó más tiempo que los demás,
aunque se burlaban de él: por eso estaba con
Wendy cuando Peter fue a buscarla a finales
del primer año. Se fue volando con Peter con
el vestido que había tejido con hojas y bayas
en el País de Nunca Jamás y lo único que te-
mía era que él pudiera notar lo pequeño que
se le había quedado, pero no se dio cuenta,
pues tenía muchas cosas que contar sobre sí
mismo.
Ella había estado esperando con ilusión
mantener emocionantes charlas con él sobre
los viejos tiempos, pero las nuevas aventuras
habían ocupado el lugar de las viejas en su
cabeza.
-¿Quién es el capitán Garfio? -preguntó
con interés cuando ella habló del archienemi-
go.
-¿Pero no te acuerdas -le preguntó, asom-
brada- de cómo lo mataste y nos salvaste a
todos la vida?
-Me olvido de ellos después de matarlos -
replicó él descuidadamente.
Cuando expresó una esperanza incierta de
que Campanilla se alegrara de verla, él dijo:
-¿Quién es Campanilla?
-Oh, Peter -dijo ella, horrorizada, pero ni
siquiera se acordaba después de que se lo
hubiera explicado.
-Es que hay tantas -dijo-. Supongo que
habrá muerto. Supongo que tenía razón, pues
las hadas no viven mucho tiempo, pero son
tan chiquititas que un breve espacio de tiem-
po les parece muy largo.
Wendy se sintió dolida al descubrir que el
año que había pasado era como si fuera ayer
para Peter: a ella le había parecido un año de
espera muy largo. Pero él seguía siendo tan
fascinante como siempre y pasaron una pri-
mavera maravillosa haciendo la limpieza de la
casita de la copa de los árboles.
Al año siguiente no vino por ella. Esperó
con un vestido nuevo porque el viejo senci-
llamente ya no le entraba, pero él no llegó.
-A lo mejor está enfermo -dijo Michael. -
Sabes que nunca está enfermo.
Michael se acercó a ella y susurró, con un
escalofrío:
-¡A lo mejor no existe tal persona, Wendy!
Y entonces Wendy se habría echado a llo-
rar si Michael no hubiera estado llorando ya.
Peter llegó para la siguiente limpieza de
primavera y lo raro era que no era consciente
en absoluto de que se había saltado un año.
Ésa fue la última vez que la niña Wendy lo
vio. Durante cierto tiempo trató por él de no
tener dolores de crecimiento y sintió que le
era desleal cuando obtuvo un premio por cul-
tura general. Pero fueron pasando los años
sin que apareciera el descuidado chiquillo y
cuando volvieron a encontrarse Wendy era
una mujer casada y Peter no era más para
ella que el polvillo del baúl donde había con-
servado sus juguetes. Wendy era adulta. No
tenéis que apenaros por ella. Era de las que
les gusta crecer. Al final crecía por su propia
voluntad un día más deprisa que las demás
niñas.
A estas alturas todos los chicos eran ya
mayores y se habían estropeado, así que
apenas merece la pena decir nada más sobre
ellos. Podéis ver cualquier día a los gemelos,
a Avispado y a Rizos ir a la oficina, cada uno
con una cartera y un paraguas. Michael es
maquinista. Presuntuoso se casó con una
dama de la nobleza y por eso se convirtió en
lord. ¿Veis a ese juez con peluca que sale por
la puerta de hierro? Ése era Lelo. Ese hombre
con barba que no se sabe ningún cuento para
contárselo a sus hijos era antes John.
Wendy se casó de blanco con un fajín rosa.
Es raro pensar que Peter no se posara en la
iglesia para prohibir las amonestaciones.
Los años volvieron a pasar y Wendy tuvo
una hija. Esto no debería escribirse con tinta,
sino con letras de oro.
La llamaron Jane y siempre tuvo una ex-
traña mirada interrogante, como si desde el
momento en que llegó al mundo quisiera
hacer preguntas. Cuando tuvo edad suficiente
para hacerlas eran en su mayoría sobre Peter
Pan. Le encantaba oír cosas de Peter y Wen-
dy le contaba todo lo que recordaba en el
mismo cuarto de los niños donde se inició el
famoso vuelo. Ahora era el cuarto de Jane,
pues su padre se lo había comprado al tres
por ciento de interés al padre de Wendy, al
que ya no le gustaba subir escaleras. La se-
ñora Darling estaba ya muerta y olvidada.
Ahora sólo había dos camas en el cuarto,
la de Jane y la de su niñera y no había perre-
ra, pues Nana también había fallecido. Murió
de vejez y hacia el final había tenido un trato
bastante difícil, pues estaba firmemente con-
vencida de que nadie sabía cómo cuidar a los
niños excepto ella.
Una vez a la semana la niñera de Jane te-
nía la tarde libre y entonces le tocaba a Wen-
dy acostar a Jane. Ése era el momento de
contar cuentos. Jane se había inventado un
juego que consistía en levantar la sábana por
encima de su cabeza y la de su madre, for-
mando así una especie de tienda y susurrar
en la sobrecogedora oscuridad:
-¿Qué vemos ahora?
-Me parece que esta noche no veo nada -
dice Wendy, con la sensación de que si Nana
estuviera aquí se opondría a que la conversa-
ción continuara.
-Sí, sí que lo ves -dice Jane-, ves cuando
eras una niña.
-De eso hace ya mucho, mi vida -dice
Wendy-. ¡Ay, cómo vuela el tiempo!
-¿Vuela -pregunta la astuta niña-, como tú
volabas cuando eras pequeña?
-¡Como yo volaba! ¿Sabes, Jane? A veces
me pregunto si realmente volaba.
-Sí, sí que volabas.
-¡Qué días aquellos cuando podía volar! -
¿Por qué ya no puedes volar, mamá?
-Porque he crecido, mi amor. Cuando la
gente crece se olvida de cómo se hace.
-¿Por qué se olvidan de cómo se hace?
-Porque ya no son alegres ni inocentes ni
insensibles. Sólo los que son alegres, inocen-
tes e insensibles pueden volar. -¿Qué es ser
alegre, inocente e insensible? Ojalá yo fuera
alegre, inocente e insensible.
O quizás Wendy admita que sí ve algo. -
Creo -dice- que es este cuarto. -Creo que sí -
dice Jane-. Sigue.
Están ya metidas en la gran aventura de la
noche en que Peter entró volando en busca
de su sombra.
-El muy tonto -dice Wendy-, intentó pe-
gársela con jabón y al no poder se echó a
llorar y eso me despertó y yo se la cosí.
-Te has saltado una parte -interrumpe Ja-
ne, que se sabe ya la historia mejor que su
madre-. Cuando lo viste sentado en el suelo
llorando, ¿qué le dijiste?
-Me senté en la cama y dije: «Niño, ¿por
qué lloras?» -Sí, eso era -dice Jane, con un
gran suspiro.
-Y luego nos llevó a todos volando al País
de Nunca Jamás con las hadas, los piratas,
los pieles rojas y la laguna de las sirenas, la
casa subterránea y la casita.
-¡Sí! ¿Qué era lo que más te gustaba?
-Creo que lo que más me gustaba era la
casa subterránea.
-Sí, a mí también. ¿Qué fue lo último que
te dijo Peter? -Lo último que me dijo fue:
«Espérame siempre y una noche me oirás
graznar.»
-Sí.
-Pero, fijate qué pena, se olvidó de mí -
dijo Wendy sonriendo. Así de adulta era.
-¿Cómo era su graznido? -preguntó Jane
una noche.
-Era así -dijo Wendy, tratando de imitar el
graznido de Peter.
-No, así no -dijo Jane toda seria-, era así.
Y lo hizo mucho mejor que su madre.
Wendy se quedó un poco sobrecogida.
-Mi amor, ¿cómo lo sabes?
-Lo oigo a menudo cuando estoy durmien-
do -dijo Jane.
-Ah, sí, muchas niñas lo oyen cuando
duermen, pero yo fui la única que lo oyó des-
pierta.
-Qué suerte -dijo Jane.
Y entonces una noche se produjo la trage-
dia. Era primavera y ya se había acabado el
cuento por esa noche y Jane estaba ya dor-
mida en su cama. Wendy estaba sentada en
el suelo, muy cerca del fuego, para poder ver
mientras zurcía, pues no había ninguna otra
luz en el cuarto, y mientras zurcía oyó un
graznido. Entonces la ventana se abrió de un
soplo como en otros tiempos y Peter se posó
en el suelo.
Estaba exactamente igual que siempre y
Wendy vio al momento que todavía conser-
vaba todos sus dientes de leche. Él era un
niño y ella era una persona mayor. Se acu-
rrucó junto al fuego sin atreverse a hacer
ningún movimiento, impotente y culpable,
una mujer adulta.
-Hola, Wendy-dijo él, sin notar ninguna di-
ferencia, pues estaba pensando sobre todo en
sí mismo y a la escasa luz su vestido blanco
podría haber sido el camisón con que la había
visto por primera vez.
-Hola, Peter -replicó ella débilmente, en-
cogiéndose todo lo posible. Algo en su interior
clamaba: «Mujer, mujer, suéltame.»
-Eh, ¿dónde está John? -preguntó él,
echando en falta de repente la tercera cama.
-John ya no está aquí -dijo ella con voz en-
trecortada. -¿Michael está dormido? -
preguntó él, echando un vistazo por encima
de Jane.
-Sí -respondió ella y entonces sintió que
estaba siendo desleal a Jane además de a
Peter.
-Ése no es Michael -dijo rápidamente, no
fuera a ser castigada.
Peter miró con más atención.
-Eh, ¿es alguien nuevo?
-Sí.
-¿Chico o chica?
-Chica.
Ahora tendría que entenderlo, pero nada.
-Peter -dijo, vacilando-, ¿estás esperando
que me vaya volando contigo?
-Claro, por eso he venido.
Añadió con cierta severidad:
-¿Has olvidado que hay que hacer la lim-
pieza de primavera?
Ella sabía que era inútil decirle que se
había saltado muchas limpiezas de primave-
ra.
-No puedo ir -dijo en tono de excusa-.
Se me ha olvidado cómo volar.
-No tardo nada en volver a enseñarte.
-Oh, Peter, no malgastes el polvillo de las
hadas en mí. Se había levantado y por fin lo
asaltó un temor. -¿Qué pasa? -exclamó, en-
cogiéndose.
-Voy a encender la luz -dijo ella-, y enton-
ces lo verás.
Casi por única vez en su vida, que yo se-
pa, Peter se sintió asustado.
-No enciendas la luz -gritó.
Ella revolvió con las manos el pelo de
aquel niño trágico. Ya no era una niña deso-
lada por él: era una mujer adulta que sonreía
por todo ello, pero con una sonrisa llorosa.
Luego encendió la luz y Peter lo vio. Soltó
un grito de dolor y cuando aquel ser alto y
hermoso se inclinó para cogerlo en brazos se
apartó rápidamente.
-¿Qué pasa? -volvió a exclamar.
Ella tuvo que decírselo.
-Soy mayor, Peter. Tengo mucho más de
veinte años. Crecí hace mucho tiempo.
-¡Prometiste que no lo harías!
-No pude evitarlo. Soy una mujer casada,
Peter.
-No, no es cierto.
-Sí y esa niña de la cama es mi hija.
-No, no lo es.
Pero supuso que lo era y se acercó a la ni-
ña dormida con el puñal levantado. Natural-
mente, no lo clavó. En cambio, se sentó en el
suelo y se echó a llorar y Wendy no supo có-
mo consolarlo, aunque en tiempos podría
haberlo hecho con gran facilidad. Ahora no
era más que una mujer y salió corriendo de la
habitación para tratar de pensar.
Peter siguió llorando y sus sollozos no tar-
daron en despertar a Jane. Se sentó en la
cama y le picó la curiosidad al instante.
-Niño -dijo-, ¿por qué lloras?
Peter se levantó y le hizo una reverencia y
ella le hizo una reverencia desde la cama.
-Hola -dijo él.
-Hola -dijo Jane.
-Me llamo Peter Pan -le dijo.
-Sí, ya lo sé.
-He venido a buscar a mi madre -explicó
él-, para llevarla al País de Nunca jamás.
-Sí, ya lo sé -dijo Jane-. Te he estado es-
perando.
Cuando Wendy regresó tímidamente se
encontró a Peter sentado en el barrote de la
cama graznando a pleno pulmón, mientras
Jane volaba en camisón por el cuarto en so-
lemne éxtasis.
-Es mi madre -explicó Peter y Jane des-
cendió y se puso a su lado, con la expresión
en la cara que le gustaba que tuvieran las
damas cuando lo miraban.
-Le hace tanta falta una madre -dijo Jane.
-Sí, lo sé -admitió Wendy bastante abati-
da-, nadie lo sabe mejor que yo.
-Adiós -le dijo Peter a Wendy y se alzó por
los aires y la desvergonzada Jane se alzó con
él: para ella ya era la forma más cómoda de
moverse.
Wendy corrió a la ventana.
-No, no -gritó.
-Es sólo para la limpieza de primavera -
dijo Jane-. Quiere que le haga la limpieza de
primavera para siempre.
-Ojalá pudiera ir con vosotros -suspiró
Wendy.
-Pero es que no puedes volar -dijo Jane.
Naturalmente, al final Wendylos dejó partir
juntos. Nuestra última mirada nos la muestra
en la ventana, contemplándolos mientras se
alejan por el cielo hasta hacerse tan peque-
ños como las estrellas.
A medida que observáis a Wendy podéis
ver cómo se le va poniendo el pelo blanco y
su figura vuelve a ser pequeñita, pues todo
esto pasó hace mucho tiempo. Jane es ahora
una persona mayor corriente con una hija
llamada Margaret y al llegar la limpieza de
primavera, salvo cuando se le olvida, Peter
viene a buscar a Margaret y se la lleva al País
de Nunca jamás, donde ella le cuenta histo-
rias sobre él mismo, que él escucha con avi-
dez. Cuando Margaret crezca tendrá una hija,
que a su vez será la madre de Peter y así
seguirán las cosas, mientras los niños sean
alegres, inocentes e insensibles.

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