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4 A Ignacio Manuel Altamirano 0 Una visita a la Candelaria de los Patos Este espectaculo nos recuerda otro mas triste atin, porque no es- t4 alumbrado ni siquiera con los palidos rayos de la esperanza. El miércoles, guiado por un noble y caritativo amigo nues- -tro, hicimos una visita a uno de los barrios mas espantosos de la ciudad. Vimos de cerca a los que legitimamente pueden Ila- marse los Miserables de México. Esta situado al extremo sureste de la opulenta poblacién, y colinda ya con esos pantanos infectos cuyas plantas palustres, meciéndose tristemente a impulsos de las brisas del valle, nos causaron una sensacién de tedio dificil de expresar. Aquel as- pecto de desolacién nos trajo a la memoria las tristes palabras que los historiadores atribuyen a los embajadores de Huitzili- huitl, segundo rey de México, cuando fueron a pedir a la hija del sefior de Azcapotzalco para casarla con su soberano. “Ten lastima —dijeron al orgulloso Tozozomoc- de aquel tu siervo el rey de México, metido entre espadaiias y carrizales espesos.” De lastima, en efecto, son dignos los infelices que viven en aquellos lugares cenagosos, aspirando los miasmas morta- les que inficionan alli el aire, y mezclandose entre'los reptiles, que por asquerosos que sean les sirven casi siempre de ali- mento. Cuentan las antiguas tradiciones que los desgraciados azte- cas que se vieron obligados por el odio de los pueblos del valle a refugiarse en las lagunas no tuvieron otro recurso para ali- mentarse que el que les ofrecian la miserable pesca de las cié- negas, los reptiles y los mas inmundos productos del lago. Pues bien; los miserables de entonces tienen atin herede- ros, que obligados, ya no por el odio sino por la indiferencia de la gran ciudad, se arrastran a sus orillas Ilevando una exis- 168 encia, que abrevian por fortuna, el aire malsano, el hambre y _jaintemperie. Un escritor amigo nuestro decia, con raz6n, hace pocos "dias, que el centro dorado de México ignora que esta rodeado por un cintur6n de miseria y de fango. Efectivamente, causa horror y tristeza semejante consideracién. ~ Nosotros no hemos podido visitar mas que una parte muy _pequena de ese circulo de infelicidad, pero por él nos forma- mos idea de lo restante. Del otro lado del canal que pone en comunicacién los dos lagos y atraviesa la ciudad, esta el barrio de la Candelaria de los Patos, la plazuela de la Alamedita, los Banos de Coconepa y otros rincones en que parecen esconderse la miseria mas ab- yecta, la ignorancia mas vergonzosa, el pauperismo en estado de salvajez. Desde que se atraviesa el puente de la Soledad de Santa Cruz y se pierde uno en aquel laberinto de callejuelas sucias ¢ in- fectas, todo anuncia que se ha entrado en la region de la fie- bre y del hambre. Las grandes casas de vecindad son antiguas y destartaladas: en sus numerosas, estrechas y oscuras vivien- das, yacen hacinadas generaciones enteras de miserables, las calles no s6lo son desaseadas sino inmundas, la atmésfera es asfixiante, los grandes hoyancos que hay en aquellos empedra- dos del tiempo de los virreyes estan Ilenos de una agua cena- gosa y negra que exhala miasmas mortiferos, y en suma, por alli circulan centenares de hombres, mujeres y nifios envueltos en harapos, y en cuyos semblantes enflaquecidos se revelan, con sus ms lastimosos caracteres, la necesidad y la agonia. Pero al llegar a las calles contiguas a la plazuela de la Ala- medita, a Coconepa, a Candelaria, el horror se aumenta, por- que el aspecto de casas, calles y gentes llega al tiltimo extremo a que pueden alcanzar Ia miseria y la enfermedad. Casi todas las casas son de vecindad y contienen centena- res de pequefios cuartos, cuyo precio de alquiler por mes varia i desde cuatro reales hasta dos pesos. Muchos de estos cuartos no tienen sino seis pies cuadrados, y en ellos parece imposible que se aloje una familia de seis u 169 ocho personas. Son verdaderos atatides en que el pobre sepul- ta su agonia, esperando la muerte. Alli duermen ancianos, madres y niiios, sobre un tinglado vie- jo y negro por entre cuyas aberturas brota el fango de la laguna. Visitamos muchas de estas mazmorras en que extinguen la condena del destino los desheredados de la sociedad. En la mayor parte de semejantes viviendas encontramos a cada familia agrupada silenciosamente en derredor de un bra- sero apagado y vacio. A veces veiamos al padre con la mano en la mejilla, considerando aquel cuadro de su hogar con honda desesperacién. A veces la madre consolaba llorando a los hi- jos desnudos y hambrientos, otras los pequefios parias yacfan rendidos de debilidad en viejas y sucias esteras, reclinando sus cabecitas enfermas en montones de asquerosos guifapos. No vimos, con todo, en aquel infierno, un rostro feroz en el que pudiéramos traducir el odio de los hambrientos contra los dichosos de la tierra. Tal vez a causa de nuestra penosa preocupacién, sdlo percibimos en las miradas la mas humilde resignaci6n y, en las palabras, el dolor y la conformidad con la suerte. Aun encontramos a un nijio de 10 afios, raquitico y ago- nizante por la fiebre, que nos repetia desde su pobre pedazo de estera una relaci6n cristiana sobre la existencia de Dios, se- guramente aprendida entre los sufrimientos del desamparo, como un consuelo y como una esperanza. Tampoco encontra- mos alli la sentina de los vicios y crimenes que amenazan a la sociedad, no: sélo vimos padres de familia rodeados de hij artesanos honrados sin trabajo, madres que caminan una legua para ganar un jornal pequenisimo y que vuelven a su tugurio a partir sus tortillas con sus tiernos hijos. \ Hay alli cerca, entre los basureros y la inmundicia, pequefios prados en que crecen los insustanciales quelites con exuberan- cia. Estos quelites cocidos en agua simple forman, con/algunas tortillas, el alimento diario de estas tribus hambrientas. Hemos contemplado cuadros desgarradores. Un zapatero tullido que mantiene a sus seis hijos y a su mujer dificilmente, aunque su trabajo no le produce lo bastante para vestirlos. Un peon albafil, que teniendo hace un aiio los pies hinchados, 170 _ apenas puede trabajar dos horas diarias, y con esto y con li- _ mnosnas que pide da de comer a su mujer y a cuatro hijos, de los cuales los mas pequefios son gemelos; una mujer enferma de flujo, que hacia ocho dias que estaba abandonada en su peta- te sin tener con qué curarse, y que nos dijo que estaba espe- rando con paciencia la muerte que no tardaria; y ancianas que hacian con trapos viejos cojines para planchar o gallitos de carrizo para los muchachos y, en fin, a nifiitos tisicos y mo- ribundos que, tendidos en el suelo y mirando fijamente con ojos tristes al cielo, esperan sin quejarse la vuelta de la pobre madre que se ausenta para vender sus miserables artefactos. En esto no hay exageraci6n, antes nos quedamos cortos. La respetable persona que nos acompané es testigo de que calla- mos muchas miserias y corremos el velo sobre multitud de cuadros mas dolorosos todavia. Pues bien: hasta esa regién de miseria y de muerte parece que no llega el cuidado de la edilidad mexicana; al menos, el desaseo, la infeccién, la mendicidad no son ciertamente indi- cios que revelen que la autoridad del municipio fija alli una que otra vez su paternal mirada. Hasta alli tampoco llega el lujoso carruaje del sabio médico que, cumpliendo con su ministerio de caridad, vaya a llevar a los que mueren en el abandono el auxilio salvador de la cien- cia. Hasta alli no llega tampoco el Angel de la caridad bajo la forma de una dama tan bella como generosa. Parece que este Angel de la caridad no gusta de manchar sus alas de seda en aquellos lugares pantanosos y horribles, y se limita a volar don- de le vean los curiosos del centro de la ciudad; parece que gus- ta mas de aliviar a los miserables de levita y de crinolina que saben convertirse después en trompetas de la fama. Bueno a y santo es esto; pero aquellas gentes no sélo sienten las amar- guras de estar privadas de una exigencia de lujo, sino las tor- turas de estar privadas de alimentos. : Hasta alli no llega tampoco el sacerdote Ievando los consue- iS los de la fe y los socorros de la caridad. Ya se sabe que el sacer- : dote frecuenta los lugares donde recibe limosna, no donde es necesario darla. 171 Quizas estas palabras provoquen numerosas protestas. Hoy estan de moda las protestas contra la verdad. Sea en buena hora, las escucharemos complacidos; pero la tnica respuesta que daremos a los que las hagan ser invitarlos a ir con noso- tros a ese lugar que acabamos de describir, y en el que, segan los informes tomadbos, la filantropia no se ha aparecido jams en los altimos tiempos. Una que otra persona, como la que nos sirvid de guia, suele llevar, impulsada por sus sentimien- tos generosos aunque aislados, algunos recursos. Pero la miseria que alli reina reclama los cuidados constan- tes de la autoridad y de la beneficencia. El socorro aislado y casual no alivia sino durante un dia. Aquel miembro paraliti- co de la ciudad de México necesita curarse, necesita partici- par de la savia vigorosa que circula en el centro y que no Ilega a comunicarle vida. Aquello se muere, aquello deshonra a la capital de la Reptiblica. Nadie piensa en el bienestar de cuatro 0 cinco mil mori- bundos que se arrastran alli, cuya condicién moral es la que puede concebirse, conocida su situaci6n fisica. De ahi tienen que salir el vicio como un miasma; el crimen, como una ven- ganza contra la indiferencia social. Y zqué hace la autoridad? La autoridad se conforma con tener su policia. A bien que el patibulo vendra a corregir el mal que no quiso evitar la indo- lencia. Si uno de estos desgraciados roba 0 mata, cae sobre él la mano pesada de la sociedad, mano que no le alargé un pan, ni un silabario, ni extendi6 hasta él una punta del manto tutelar de la educaci6n que encubre a las clases ma: felices. Los tormentos del presidio o el aspecto amenazador de la pena de muerte, he ahi todo lo que sabe poner la socie- dad ante los ojos de los que tienen hambre e ignorancia pa- ra hacerles amar la virtud. jReflexion espantosa y que hace helar la sangre en las venas de los que saben todavia amar al pueblo! Cuando estabamos en medio de aquellos pantanos, cuando penetrabamos en las tinieblas de aquellas oubliettes en que pa- recen condenados a un abandono eterno tantos centenares de infelices, joh!, ;c6mo nos acordamos de las sociedades carita- 172 tivas que se han organizado en México con el objeto de aliviar jasuerte de los proletarios! Nos acordamos de las Conferencias de sefioras y pensabamos que Vicente de Paul, su bendito patrén, si hubiera vivido aqui, ya habria recorrido estas regiones y habria Ievado a ellas los consuelos de su ardiente caridad. Ya parece que se nos responde: que las Conferencias de serioras tienen muchos pobres a quienes socorrer en el centro de la ciu- dad. Es cierto: pero la caridad debe ser como Dios, estar en to- das partes y saberlo todo. Ojala que un socio de las Conferencias, sin tener en cuenta nuestras opiniones politicas y religiosas y juntandose con nosotros, como Cristo con los samaritanos, nos tomase por guia en sus excursiones piadosas; nosotros le con- ducirfamos a lugares en que podria ejercer su mision. Nos acordamos alli también de los médicos de México. Un paseito de una hora por aquellos arrabales daria mAs satisfac- cién a cualquiera de nuestros doctores que la curaci6n ruido- sa de alguna vieja opulenta o de un magnate destruido por los placeres También a esto se nos podra responder que para eso hay hospitales. Es cierto; pero ni todos los pobres pueden ir a esas casas, ni todos los pobres caben en ellas. Es preciso buscarlos como ha- cia Juan de Dios para conducirlos a mejor morada 0 asistirlos alli, silo primero no es posible. Naturalmente nos acordamos también del Ayuntamiento, y reflexionamos que si bien es util y bello plantar arboles y hacer jardines en la Avenida de los Hombres Ilustres, para de- corar asi las mas hermosas calles de la capital, seria necesario, indispensable a la higiene, plantar también mAs Arboles del la- do de oriente para purificar aquella atmésfera deletérea, que mantiene alli el foco de las fiebres que azotan de vez en cuan- do los barrios elegantes de la ciudad. Y sobre todo es necesario el aseo; alli no hay aseo absolutamente, y todo lo que dijéra- mos sobre esto seria pélido comparandolo con la realidad. Estamos seguros de que si un municipe viajara por aquellos barrios, saldria de ellos con un malestar de est6émago indecible. 173 Yesto no es mas que una parte del circulo negro que rodea a México. Los demas suburbios, como Santa Ana, como Santa Maria, como San Pablo, estan lo mismo. Nosotros rogamos a to- dos, a economistas, a ediles, a médicos, a sociedades, a escri- tores, que piensen en la mejora, en la salvaci6n siquiera de aquellos desheredados de la suerte. Terminaremos, no sin ofrecer que volveremos a hablar de esto, por mas que en la Crénica de la semana sea impropio, y por mas que nos expongamos a las mas acres censuras de par- te de los que se burlan de la desgracia y de la moral. [De El Renacimiento, 1869] 174

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