Flor de Retama Marco Cárdenas

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FLOR DE RETAMA MARCO CÁRDENAS - No lo hagas, Marcial –

me dijo Ciro Muñoz, a pesar de que él me había conminado a llevar la guitarra; pero una
extrema rebeldía me embargaba como para quedarme callado y entonces empecé a afinar el
instrumento. El salón se encontraba con seis mesas ocupadas por grupos dispersos. Intentaba
controlar mi rabia pero lo sucedido durante la mañana desbordaba mi paciencia y apenas
quedaba media hora para seguir tomando algunas cervezas. El toque de queda empezaba a las
diez de la noche y ya eran las nueve. Había que abandonar el bar a una hora prudente,
calculando el tiempo que tomaba llegar a casa. Al fondo, en un rincón casi oscuro, bajo un
fluorescente malogrado que parpadeaba por ratos, dos sujetos desconocidos permanecían casi
estáticos, cruzándose apenas una que otra palabra de rato en rato. - Hazlo y punto –me dijo
Vidal, el gordito bigotón. A mí no me amilanaba nada. Terminé de ajustar las cuerdas de la
guitarra, tomé un poco de cerveza y empecé a cantar: Vengan todos a ver ¡Ay! vamos a ver en
la plazuela de Huanta amarillito, flor de retama amarillito, amarillando flor de retama… Yo
acostumbraba a cantar con pasión, olvidándome de mi entorno. Como todo ayacuchano, me
extasiaba al escuchar o interpretar un huayno, más aún ahora que este pueblo había sido
silenciado y hasta esta canción prohibida. Por las noches Huamanga parecía un cementerio
poblado por fantasmas verdes. Encerrados en nuestras habitaciones, solamente escuchábamos
disparos de fusil. Algún grito ahogado que invadía el silencio nocturno significaba la
desaparición del alguien y al amanecer no nos quedaba más que hacernos la pregunta de
siempre: “¿A quién le habrá tocado anoche?”. Las campanas de las iglesias ya no sonaban, se
habían callado como los hombres. Por cinco esquinas están los Sinchis entrando están van a
matar estudiantes huantinos de corazón amarillito, amarillando flor de retama… 52 Cuando
terminé la canción, reinaba un silencio total y las miradas de todos se dirigían hacia nosotros.
Pagamos la cuenta y salimos del bar. Las calles ya estaban vacías… *** Desperté sobresaltado
por un fuerte ruido en la puerta. Creo que no pasaron ni tres segundos desde el instante en
que desperté hasta que la luz de las linternas casi cegaban mis ojos. Serían las dos de la
mañana. “¡Te jodiste, carajo!” me dijo uno de los militares mientras me arrancaba la frazada y
de un empellón me tiraba al piso. No me dieron tiempo de pronunciar ni una sola palabra,
varias botas se posaron con brutalidad sobre mi cuerpo. A mi esposa la tenían en la cama con
el cañón del fusil dentro de su boca. Los haces de luz de las linternas se movían nerviosamente
de un lado a otro. Desde la habitación de mis hijos llegaban sollozos cargados de miedo. Eran
cinco militares los que se encontraban en mi habitación y con toda rapidez abrieron los cajones
del dormitorio. Sentí que otros hacían lo mismo en los otros ambientes. Me ataron las manos y
luego me amordazaron. Conocía de sobra lo que se había cernido sobre mí y cómo serían las
horas siguientes. Observe a mi esposa con tristeza. “¡Vamos, carajo!”, me llevaron hasta un
camión del ejército que estaba en la calle con el motor encendido y me arrojaron sobre la
plataforma junto con los libros que los había encajonado por la tarde por miedo a lo sucedido
en la noche anterior. - ¡Operación concluida, mi comandante! - ¡Ya vayámonos, carajo! A los
segundos, confundido entre el silencio de la noche y el ronroneo del motor, veía pasar los
faroles que desaparecían rápido como destellos desesperanzadores. Unos rostros oscuros y
devoradores se sacudían sobre mi por los baches. Mi viaje había empezado… *** Esta mañana
me pareció una ofensa a la dignidad humana ver tantos libros tirados por todas las calles. La
ciudad despertaba aletargada. Como era mi costumbre, antes de ir a dictar clases al colegio
que quedaba a once cuadras de mi casa, había salido a comprar pan. Me llené de rabia, de
indignación, sentía ganas de llorar. Desvié mi habitual ruta tratando de aquietarme, pero el
panorama por todas partes era el mismo: la calles estaban virtualmente regadas de libros.
Grandes, pequeños, rojos, azules, verdes, nuevos y viejos, parecía deshojarse en movimientos
lentos. Una fría brisa corría por ratos. Sentí una contracción en mi garganta. ¿Era posible
coactar hasta la libertad de pensamiento? Casi sonámbulo, compré el pan a un vendedor
ambulante. Retorné a mi casa, cerré la puerta, corrí el cerrojo y prohibí a mis hijos asistir a
clases.” ¿Por qué?”, se indignó mi esposa. Abrí la ventana y la obligué a divisar la calle. Ella
conocedora de mi aprecio a los libros, comprendió todo y movió la cabeza con resignación.
Entré en mi habitación, no sabía qué hacer, la indignación me entorpecía. Poco a poco en esta
ciudad nos habían prohibido la libertad de reunirnos en grupo, la libertad de protestar, la
libertad de hablar sobre política, la libertad de cantar y ahora nos quitaban la libertad de
pensar. Al arrojar tantos libros a las calles la gente había llegado al extremo del miedo. Cuando
hace unos días salió publicado un decreto que prohibía portar libros de tendencia socialista o
filosófica, no imaginé que las consecuencias serían tan funestas. Por momentos no entendía la
cobardía de la gente, pero luego de una prolongada reflexión, entendí bien el objetivo del
terror sistemático. Y este terror, ayer desde muy temprano, había sido ampliamente difundido
por todas las emisoras locales. No había sido casual que reiteraran tanto sobre la muerte del
profesor de filosofía, Horacio Quispe, quien había amanecido muerto, tirado cerca de la
plazuela de Santa Teresa, rodeado de libros de Marx, Lenin, Mao, e incluso algunas novelas
históricas. Sin duda, el regadío de libros era el resultado de ese mensaje claro, conciso. El
ambiente olía a pólvora… 53 Cuando me bajaron del carro reconocí el rostro del comandante
Bermúdez, un militar famoso por su crueldad. Otras víctimas también eran sacadas de otros
camiones. Muchos soldados se movían nerviosos, bajo la cómplice y débil luz que había en la
base del ejército. Me hicieron cruzar por varias habitaciones hasta que, luego de quitarme la
mordaza y las ataduras de mis manos, me arrojaron al piso de una habitación en penumbra.
Cerraron la puerta desde afuera y solo escuché pasos que se alejaban. Quedé atontado y
adolorido por los culatazos que me propinaron durante la travesía. Mi sentencia estaba dada.
Aquí no había lugar para quejas, juicios ni apelaciones. Tal vez mi mujer, arrastrando sus
angustias, iría en búsqueda del arzobispo para rogarle que se preocupara por mi persona; pero
seguramente escucharía lo de siempre. Que haría todo lo posible para ubicarme y liberarme si
daban con mi paradero. Pero cuando el comunicado del ejército dijera que no sabían nada de
mí, que ellos no hacían intervenciones, menos violaban los derechos humanos, la pobre, como
tantas otras, no tendrían más que llorar con resignación y rezar para poder encontrar siquiera
mi cadáver. Fueron tantas las veces que dormí y desperté que me hicieron perder la noción del
tiempo. Calculaba que habían pasado unos cinco días desde mi detención. El único ruido que
escuchaba era el traqueteo de un helicóptero que llegaba o partía de la base. El hambre y la
sed me devoraban a pedazos. Ya no tenía fuerzas para nada. Mi cuerpo estaba totalmente
adormecido. Permanecía quieto, tonto, inútil, esperando mi fin, el fin que llegaría pronto. ¿En
horas, en minutos? Mi lengua parecía estática por la sed. Respiré fuerte y sentí una mezcla rara
de muerte y esperanza cuando oí que alguien corría el cerrojo de la puerta desde afuera. Unos
haces de luz cegaron mis ojos y varios botas me aproximaron… *** Rebelándome contra el
miedo, fui a dictar clases. Caminé por todo el jirón 28 de Julio portando un libro rojo en mi
mano derecha. Mientras caminaba, mucha gente me observaba aterrorizada. En cada esquina
había dos soldados de mirada esquiva siempre con sus fusiles en ristre. Por momentos quería
arrojar el libro y hasta me arrepentí de mi temeridad. Casi confundido, llegué al colegio cuando
el alumbrado ya se encontraba dentro de las aulas. Saludé al director y luego me dirigí al salón
donde me tocaba la primera hora. La indignación no se me había pasado. Por más que hice
denodados esfuerzos para mantener la coherencia sobre el tema que trataba, me desvié de
ella y empecé a hablar sobre la libertad de expresión y la importancia de la literatura como
traslación del pensamiento hacia la sociedad. El tema me había apasionado tanto, que sin
darme cuenta ya estaba hablando sobre lo sucedido en la mañana. No me percaté de que
mientras hablaba con efusión, un auxiliar que tenía apenas tres meses trabajando en este
plantel me había estado observando parado en la entrada del aula. Me di cuenta de mi error y
volví al tema inicial. Un alumno me preguntó algo sobre lo anterior y por un momento
sospeché que este podría ser un infiltrado del ejército. Me sentí tonto, desubicado. Sin poder
terminar la clase, me dirigí a la dirección y pedí al director dispensarme por el resto del día.
“Tenga cuidado, Víctor, no caiga en la valentía tonta, ya sabe cómo estamos”, me dijo sin
dirigirme una mirada. Salí asustado. El sol quemaba fuerte, las tejas de los techos de las casas
parecían más rojas… *** ¡Dos nombres, solo dos hombres y serás libre!-me cayó un patadón
en el flanco derecho a la altura del hígado. Me retorcí de dolor porque una garra pareció
arrastrarse desde mi estómago hasta mi garganta. - No sé… nada – respondí apenas. - ¡Carajo,
eres un serrano imbécil! Sabes que de aquí no sale casi nadie. Te estoy ofreciendo una
oportunidad. Si colaboras puedo ser gentil contigo. Te lo repito, dos nombres nada más y la
libertad todavía podría existir para ti. 54 - …no sé nada… - ¡Ah! ¡Pobre huevón! – Me cayó otro
puntapié en el estómago-. No me hagas perder el tiempo, mira que estoy siendo pasivo. Tengo
muchas cosas que hacer, carajo. Colabora con nosotros y te librarás del infierno, hasta es
posible que te ayudemos para que te vayas a Lima con toda tu familia. Sabes que hay muchos
que ya hicieron el recorrido que has empezado y es posible que no los hayas vuelto a ver;
¿quieres que te pase lo mismo? ¿Tus hijos valen menos que el partido y tus estúpidos ideales
serranos? - ¡Vamos, profesorcito, no seas imbécil! - No pertenezco a ningún Partido. Soy un
simple profesor, no… - Eres terco, cholo, muy terco. Todos ustedes son de la misma condición,
son más brutos de lo que me imaginaba antes de venir a este pueblo lleno de ignorantes.
Tenemos pruebas, hemos incautado tus libros rojos y sabemos de tus camaradas; no te hagas
el huevón. El comandante Bermúdez se puso tras del escritorio, encendió un cigarrillo y sonrió
mientras exhalaba el humo; sus ojos claros parecían salirse de sus órbitas. El capitán Diez
Canseco esperaba impaciente mis declaraciones sentado al escritorio, moviendo los dedos
nerviosamente sobre los teclados. Tres soldados de baja estatura y rostro cetrino eran los
encargados de molerme a golpes. Ya los tenía metidos en mi memoria. Parecían cancerberos
hambrientos. Mis manos amarradas en la espalda, estaban casi muertas, adormecidas por lo
ajustado de las ataduras. Tirado con la oreja pegado al piso, sentía que mi corazón sonaba en
mis oídos. - ¡Quiñones, refréscale la memoria, carajo! Vi que el soldado Quiñones ajustaba sus
mandíbulas y me atizaba con su mirada de cobra. Más rápido que un rayo, su bota derecha se
hundió en mi estómago y antes de que asimilara el primer golpe, otro puntapié me cayó en la
boca. Contraje mi cuerpo y cerré los ojos. Sentí un sabor caliente y salado en mi lengua. Mis
ojos parecían ver luces dispersándose en la oscuridad. El camino a la muerte era oscuro,
ingrávido. - ¡Quispe, échale agua al huevón! – escuché como en sueños. Otro patadón en la
espalda pareció quebrarme en mil pedazos. Cuando salí del colegio con dirección a mi casa
observé que las calles estaban pobladas de soldados haciendo la labor de recogedores. Tiraban
millares de libros sobre las plataformas de los camiones del ejército. El sol que caía pesado
sobre mí desde la altura limpia y azul del cielo, me hacía sudar completamente. La gente
pasaba indiferente a lo que sucedía en su entorno. Ya se había hecho costumbre comunicarse
lo menos posible y evitar quedarse observando algún cadáver caído en enfrentamiento o por
accidente. Era normal pasar sobre los muertos. La vida y la muerte se dividían la posibilidad en
partes iguales. Llegué a mi casa sudando por el calor. Me quité la camisa y me puse un polo
blanco. No acepté tomar el refresco que me ofreció mi esposa. Mis hijos se encontraban
viendo televisión. Ingresé a la habitación donde estaban mis libros, bajé todos de los estantes y
los encajoné. De hecho tenía que deshacerme de ellos como ya lo había hecho la mayoría de
personas. En esta ciudad no existían excepciones, la regla era para todos, y el costo del
desacato, uno solo: la desaparición. Luego de haber encajonado todos los libros de filosofía,
historia y política, pedí a mi esposa dejarme descansar y luego de recostarme en la cama, me
quedé dormido. Cuando desperté vi que el reloj marcaba las cuatro y treinta de la tarde. Con
cierta resignación, me levanté, me lavé la cara y le dije a mi esposa que por la noche
arrojaríamos los libros a la calle. Me sentí sumamente inquieto. Necesitaba conversar con
alguien para descargar mis angustias. Tomé una taza de café mientras pensaba llamar a algún
amigo. Luego de un rato, marqué el teléfono de Ciro Muñoz, un colega muy locuaz que
trabajaba en la universidad, con quien compartíamos prolijas tertulias. “Lleva tu guitarra para
cantar un poco, a ver si lo animo al Gordo Vidal”, me dijo antes de 55 despedirse y quedarnos
en encontrarnos en el bar El morochuco. El miedo parecía entrar en mi ser como fría
serpiente… *** - Bueno, terruquito, hoy es tu última oportunidad para cantar. Otra vez la
misma habitación, los mismos soldados, el comandante Bermúdez, el capitán Diez Canseco, la
misma máquina de escribir, el mismo escritorio. Una vez más tendría que experimentar un
nuevo método de tortura, ya había perdido la cuenta de tantas pesadillas. Mi lengua ahora
estaba literalmente pegada a mi paladar debido al hambre y mis intestinos se ahorcaban entre
ellos. Un plato lleno de tallarines se encontraba sobre el escritorio. Yo había pasado días sin
probar alimento ni agua. Sentado en el piso, con las manos atadas a mi espalda, esperaba otra
paliza. - Vamos, profesorcito, esta vez vamos a ser buenos contigo. Tu hijo está por terminar la
secundaria y como no queremos que queden retoños de árboles venenosos, de ti depende su
futuro. Tu hijita ya tiene un culito comestible y tú sabes cómo somos de aguantados los que
servimos a la patria. Vamos, hoy estamos con paciencia y este plato de tallarines puede ser tu
primer premio – el comandante Bermúdez cogió un tenedor y se metió un poco de fideos a la
boca. Sus ojos saltones parecían penetrar en mi ser. Mi lengua intentaba despegarse de mi
paladar y mi respiración era entrecortada. Todos parecían girar a mi alrededor. Me imaginé
ocurriéndoles atrocidades a mis hijos y a mi esposa. En mis pensamientos se dibujaban
continuamente dos rostros de unos colegas míos. Hacía todo lo posible por borrarlos y no
delatarlos en mis momentos de dolor. El tiempo parpadeaba. Pasó mucho rato antes de que el
comandante Bermúdez volviera a dirigirme la palabra. - Vamos, profe, la guerra está hecha de
ganadores y perdedores. Ahora te tocó perder y estamos arrasando desde la raíz con toda la
mala hierba que creció en este pueblo. - Volvió a meterse más fideos a la boca. Mi
desesperación aumentaba. El color rojo de los fideos me trajo vagos recuerdos que me hicieron
temblar. Mi cabeza parecía de piedra. Quedé callado por varios minutos antes de contestar: -
No sé nada, ya lo he repetido mil veces. No conozco a nadie del Partido, mis hijos no tienen
nada que ver con esto, si quieren mátenme de una vez – respondí esforzándome para hablar. El
comandante se rió con sarcasmo. - Recapacita, profesorcito, ya te he dicho que hoy tengo
mucha paciencia. Este plato de tallarines es tuyo. Hoy podrías empezar una nueva vida.
Piénsalo bien antes de seguir encubriendo a esos tus camaradas asesinos – se metió más fideos
a la boca. - No sé nada… - No te preocupes, piénsalo, responde con inteligencia, no creo que
seas tan bruto. Pasaron varios minutos silenciosos. - ¿Y, profe?, ¿ya se dio cuenta de que sus
ideales arcaicos no caben en la sociedad actual? ¿A quién quiere salvar a estas alturas? Deje
que los indios vivan con el costo de su ignorancia, el mundo está hecho para los triunfadores.
Vamos, sea inteligente, respóndame con calma. Silencio. - Esperaré pacientemente…-comió
más fideos. Los minutos pasaban. Mi cuerpo no dejaba de temblar. - ¿Y profesorcito? ¿Ya le
entró la lucidez? Quedé mudo. 56 - ¿Qué me dices? - No sé nada, no sé nada…-hubiese querido
lanzarme sobre el plato, pero no me quedaban fuerzas. Sentí que el hambre se desesperaba en
mi interior, estrangulándome la garganta. Todavía me dolían los huesos por la corriente
eléctrica a la que me habían sometido días antes. Por un momento me pareció ver miles de
lombrices saliendo del plato. Pasamos en silencio otro largo intervalo. - Este huevón nos hace
perder el tiempo, comandante. Déjemelo a mí. Los terrucos son salvajes que se creen héroes-
se paró de su asiento el capitán Diez Canseco. El comandante Bermúdez eructó como
hipopótamo. Sus ojos saltones giraron hacia todos lados. Su silencio me asustó. Pensé que iba
a arrojarse sobre mí. - Bueno, este hijo de puta ya me hizo perder mucho tiempo. Encárgate,
Diez Canseco, tengo que hacer – el comandante hizo sonar su garganta y escupió un gargajo
sobre los tallarines que sobraron. Se me acercó, “¡hijo de puta!”, me dio un puntapié en la cara,
luego salió apresurado. Quedé más idiotizado. - Muy bien, terruquito, se te acabó la
oportunidad. Empieza a saborear tus últimas horas y no te digo que reces porque todos
ustedes son ratas que no creen en Dios. Pero te juro que no quedarán ni huellas de tu
apellido…¡Quispe!, dale a este huevón el último plato de tallarines que tragará en su vida.
Antes de poner el plato delante de mí, cada uno escupió sobre los tallarines y salieron riéndose
a carcajadas. Hay que vivirlo para entender que el hambre extremo no conoce de ascos… *** El
helicóptero se dirigía hacia las áridas quebradas de Huanta, como yo había escuchado tantas
veces. Sin duda, estaba llegando al final de mi historia. Dentro de la nave se encontraban seis
soldados: mis conocidos torturadores y otros tres que llevaban a sus pies a otro hombre
convertido en estropajo como yo. Ya nada me extrañaba, el ocaso absoluto oscurecía mis
emociones. Al observarlo bien reconocí que aquella otra víctima era el profesor de filosofía
Leonardo Oré, un colega que enseñaba en el colegio San Ramón. Los soldados, con los rostros
ceñudos, iban en silencio. - ¡Prepárense, carajo, la operación comienza¡ - vino bamboleándose
desde la cabina hacia nosotros el capitán Diez Canseco, luego de unos veinte minutos de vuelo.
El helicóptero dio un giro de unos noventa grados y bajó de altura, ya estábamos en el cañón
por el que transcurría el río Huarpa como gigante serpiente marrón. - ¡Vamos, carajo, primera
operación! Abrieron la puerta de la nave y un aire frío pareció extraerme del sopor. Cogieron al
profesor oré, quien temblaba con los ojos cerrados, y lo pusieron al borde de la puerta
mientras lo sostenían del cuello de la camisa. Tenía las manos atadas a la espalda. - ¡Por última
vez, mierda, dos nombres! - No sé… - ¡Habla, imbécil sino quieres desaparecer para siempre! -
Ya lo dije…no sé nada. El aire entraba en ráfagas. - ¡Por última vez, terruño de mierda, dame
dos nombres! - No sé nada, por fav… - ¡Abajo, carajo, un terruco menos! En milésimas de
segundo vi desaparecer el cuerpo del profesor y oí un grito fugaz apagado por el ruido de las
hélices. El capitán y dos soldados se me acercaron, me levantaron en vilo, y luego me pusieron
al borde de la puerta. El río Huarpa corría devorador. 57 - ¡Dos nombres o sigues tú, huevón, se
te acabó el tiempo! Te hemos dado varios días para que lo pienses. - Ya lo dije, no conozco a
nadie, no sé nada… - ¡No seas huevón, no quedarán rastros ni de tus hijos si sigues negándote!
Escuchaba con dificultad y el cuello de la camisa me estaba ahorcando. - ¡Por última vez,
terruco hijo de puta, dos nombres! Ya me sentía en el vacío. - ¡No sé nada, no sé nada!
¡Mátenme, mátenme!- grité. Ya no me importa la vida. - ¡Cholo imbécil! – me volvieron de un
tirón hacia el interior de la nave y una andanada de botas se hundieron de nuevo en mi cuerpo.
- ¡Has colmado mi paciencia serrano de mierda! – la bota del capitán Diez Canseco se estrelló
en mi cara. Su rostro colorado parecía reventar-. Te tengo algo especial…- sonrió malévolo. ***
Hubiese preferido haber sido aventado al río. Me encontraba otra vez en el cuarto de torturas,
completamente desnudo, apoyando mi espalda contra la fría pared de ladrillos. El comandante
Bermúdez, evidentemente ebrio, caminaba de un lado a otro con una sonrisa sarcástica y por
tanto una vara de policía en sus manos. El cadáver de mi amigo el gordito Vidal había sido
colocado frente a mí casi verdoso por la secuela de las torturas. Ya no sentí nada, a estas
alturas todo me era indiferente. El soldado Huamán me miraba irónico, yo lo tenía aún en mi
memoria porque fue él quien me orinó en la cara luego de molerme a puntapiés. Los militares
me parecieron ratas insignificantes. - ¿Esto te da una idea, serrano huevón? – me dijo el
comandante mientras pateaba el cadáver y me ponía la vara en mi boca. - Me han dicho que tu
mujer ya buscó otro padre para tus hijos – el capitán Diez Canseco dio una carcajada. - ¿Sabes
cuanto tiempo llevas aquí, profesorcito? En este pueblo las mujeres pasan rápido de la
santidad al puterío. - Me escupió en la cara el comandante Bermúdez. Las horas parecen
polvos amargos en la garganta cuando se pide la muerte a gritos. Mi cuerpo, molido a
puntapiés, corriente eléctrica, hambre y sed, sufría de temblores durante todo el día. Muchas
veces, desesperado por el hambre, comí barro con orina. Apenas me quedaban unos cuantos
dientes. Mi saliva sabía constantemente amarga y me dolía hasta el respirar. “Dos nombres,
huevón, dos nombres” parecía tener un eco constante dentro de mis oídos. Prácticamente yo
era un fantasma, el dolor y la debilidad me mantenían casi en la inconciencia. Apenas me
movía, mi ser parecía desintegrarse de dolor. Algunas veces, mientras era trasladado de un
lugar a otro, siempre dentro de la base de ejército, me cruzaba con algún rostro conocido que
estaba siendo llevado a golpes igual que yo y a duras penas intercambiábamos miradas
moribundas. Ya no me estremecía ver al comandante Bermúdez pasearse con la vara en las
manos. Yo respiraba a duras penas. - ¡Ya perdimos mucho tiempo contigo, terruco imbécil! ¿Te
has fijado en que estado estás? Ahora sí, es tu última oportunidad. Dame dos nombres de tus
camaradas si no quieres unirte a tu compañero – dio otra patada al cadáver. - No sé nada. -
¡Qué terco eres, cholo de mierda! – me dio un patadón en la cabeza. Ya no me importaba mi
ser, quería mi fin. - ¡No sé nada, mierda! – grite sacando fuerzas desde lo más profundo de mi
ser. 58 - ¡Ah! ¡Terruco asqueroso! – me cayó otro puntapié en la cabeza-. Quispe, Huamán,
pongan de espaldas a este cabrón, vamos a ver si es hombre-. Hizo bailar la vara en el aire y
sonrió diabólico. - ¡Mátame, asesino…concha tu madre! – mascullé a duras penas. Una bota se
posó sobre mi nuca y pareció triturarme las vértebras cervicales. *** A veces la vida es muy
sádica. Fui encontrado inconsciente a la vera de la carretera a Huanta, luego de haber estado
detenido más de tres meses. En esta chacra donde ahora vivo el tiempo pasa como llanto
apagado. Desde aquí el paisaje se dilata entre cuadros verdes, amarillos y grises hasta perderse
en una hondonada azul, en el horizonte que parece tragarse las esperanzas. El sol tiende a
debilitarse por ratos y unos gorriones hambrientos no dejan de pelear bajo una planta de
quinua. La melancolía vuela en el aire, incolora, transparente, solitaria. Allá, en la lejana curva
que sube a Huamanga, se ve el polvo que van levantando las camionetas de los comisionados
que estuvieron aquí como dos horas y partieron hace unos diez minutos. Ellos vinieron para
recordarme que mis derechos humanos estaban incólumes y protegidos, que mi caso se
encontraba entre los folios de los informes, que yo era parte importante de las estadísticas que
en el futuro evitarían otro enfrentamiento salvaje, inútil, anacrónico. Hablaron de
resarcimientos, perdones y de experiencias lejanas. Creo que el canadiense no entendía nada
de lo que decían los demás. Dijeron que entre ellos había un colombiano y un costarricense.
Reconocí los rostros de algunas compatriotas que afirmaban luchar por nuestros derechos. A
una distancia prudencial, cuatro policías de resguardo husmeaban como perros. Ahora
aquellos visitantes se van cargando mi historia, una historia insignificante que será sumergida
en la memoria virulenta de alguna computadora; pero yo, cansino transeúnte de la vida, me
voy apagando a rastras, ahogando mis penas en cada suspiro escondido. Mi mujer, tozuda alma
solidaria, por momentos levanta la mirada y se queda estática, tragándose en cada suspiro el
recuerdo de los hijos en la distancia. A veces creo que es mejor no entender nada para que los
ojos no se nos vuelvan tristes. Sentado en esta silla de ruedas que me sirve muy poco en estos
instantes, la apoyo sobre mis piernas que ya no sienten nada, y con el llanto mojándose las
pupilas, empiezo a cantar de nuevo: La sangre del pueblo tiene rico perfume huele a jazmín y
violeta geranios y margarita a pólvora y dinamita ¡carajo!, a pólvora y dinamita Como
anunciándome que la libertad es solo una utopía, un burro rebuzna a los lejos.

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