Tema 4 Restauracion

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Tema 4 · Restauración: orígenes, desarrollo y renovación

1. LOS ORÍGENES RESTAURADORES

La finalidad de la restauración es la conservación de la obra de arte para el futuro. Los


términos restauración y conservación están relacionados y son complementarios. Ambos
términos datan de finales del siglo XVIII, pero las labores de restauración y
conservación son tan antiguas como la Humanidad, ya que el interés por conservar
determinados objetos artísticos ha existido siempre, pese a no existir ningún criterio
crítico o científico. Los criterios interpretativos de la restauración han variado a lo largo
del tiempo.

Sobre intervenciones en el Mundo Antiguo y Medieval


En Egipto y las culturas del Próximo Oriente la idea de eternidad impulsó la
conservación. Hubo un interés por la reutilización, transformación y redecoración de las
obras arquitectónicas y plásticas. Ampliaciones y modificaciones, es decir,
intervenciones, fueron constantes en las dinastías faraónicas y los grandes conjuntos del
Mundo Antiguo.

En la antigüedad grecorromana, los templos arrasados eran arreglados o


reconstruidos, como sucedió con la Acrópolis de Atenas. En época helenística muchos
de los relieves de los templos de la etapa clásica se «restauraron» por estar desgastados,
pero con una interpretación nueva que los adaptaba a los nuevos gustos.

Roma heredó el concepto platónico de la mímesis para esa primitiva práctica de la


restauración, o mejor dicho, reconstrucción; tenemos ejemplos de transformaciones de
monumentos como el Panteón. En cuanto a la escultura, había decretos que obligaban a
los artistas a asegurar la conservación y la restauración de las obras. También se
realizaron auténticas transformaciones, como en las que se cambiaba de iconografía o
de personaje, o el intercambio de cabezas en los originales.

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Se conoce el interés coleccionista de altos dignatarios romanos, así como el conservar
objetos artísticos. Plinio y Vitruvio hablan del traslado de pinturas y mosaicos de
Grecia a Roma. Estos expolios desembocaron en las primeras reglamentaciones para
inventariar la riqueza artística, tanto la expoliada como la de su propia herencia cultural.
Habría que incluir en este afán coleccionista la copia de esculturas griegas, gracias a las
cuales se han perpetuado y conocido los originales.

La Edad Media comenzó con la destrucción de grandes obras del mundo antiguo y la
reutilización de otras para darles una nueva función y morfología en un nuevo contexto
simbólico. Restaurar era sinónimo de reutilizar. Sin embargo, sí existió una voluntad
de conservar, exenta de una valoración histórico-artística, pues sólo fue el pragmatismo
lo que llevó a convertir en iglesias cristianas edificios antiguos. A veces la reutilización
significaba la destrucción del edificio para obtener materiales de construcción.

Las invasiones bárbaras desencadenaron un proceso de expolio, destrucción y


reutilización de materiales para construir murallas o fortificaciones. Muchos
monumentos fueron saqueados y abandonados como el Coliseo, el Panteón o el Foro
Romano. Las estatuas fueron fundidas para obtener bronce.

Uno de los periodos más destructores fue el movimiento iconoclasta bizantino, donde
se arrasó con la práctica totalidad de obras de arte. En Roma se produjeron edictos para
proteger los restos romanos. En los Fueros Reales y en las Partidas se incluyeron
disposiciones y leyes para proteger los bienes de la iglesia y los monasterios. Al final de
la Edad Media se producen intervenciones para proteger pinturas del Trecento, según
Vasari. También se reparan frescos, aunque muchos retoques eran en realidad cambios
iconográficos de figuras.

Prácticas durante el Renacimiento y el Barroco


En el Renacimiento se produce una nueva valoración del arte, si bien se carece todavía
del concepto primordial, es decir, la consideración de la obra de arte como documento

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histórico. Ahora sólo interesaban las obras de la Antigüedad clásica. Nació el gusto por
coleccionar arte clásico. Hubo investigaciones y estudios de la Roma clásica y
excavaciones arqueológicas. Los objetos encontrados se estudian, se dibujan, se
restauran y se venden. Se editan muchos textos sobre el pasado romano.

Un documento excepcional que revela una nueva actitud del hombre renacentista en
materia de conservación es la Carta de Rafael al papa León X (1518), en la que
Rafael, expone al papa la situación en la que se encuentran los restos arqueológicos
romanos y la urgencia de tomar medidas para conservar los monumentos clásicos ya
que eran modelos para el presente. Se pretendía impedir las excavaciones incontroladas
y la reutilización de sus materiales para otras construcciones.

La alteración de la forma y el tamaño de los objetos era habitual. Las pinturas se


recortaban o ampliaban por motivos decorativos y de distribución. Muchas esculturas
recibían añadidos para evitar que aparecieran mutiladas, caso del Laocoonte; aunque
piezas como el Torso del Belvedere se conservaron tal cual gracias a Miguel Ángel.
Otras veces se incorporaban cabezas antiguas a bustos modernos. Al tiempo que surge
ese afán coleccionista y el inicio de las técnicas de restauración, aparece un mercado de
falsificaciones.

Para la arquitectura, los artistas del Renacimiento mantuvieron una actitud equívoca. Lo
normal fue adaptar los monumentos al nuevo estilo, pero si los edificios no se adaptaban
a las funciones requeridas se usaban como cantera (Coliseo y Foro romano). Otras veces
se destruía para reconstruir luego, como ocurrió con numerosas basílicas paleocristianas
(entre ellas San Pedro); mientras que en la Capilla Sixtina y en las Estancias Vaticanas
se eliminaron los frescos de Perugino para dejar paso a los de Miguel Ángel y Rafael.

Estas alteraciones de la obra original eran debidas a los nuevos gustos estéticos. De esta
forma se eliminaron la cúspide de algunos polípticos, se incorporan fondos paisajísticos
sobre los fondos de oro tardogóticos, etc. No obstante algunas actuaciones estuvieron
próximas a lo que hoy entendemos por conservación, pues se limpiaron tablas, se
trasladaron frescos de un lugar a otro y se trasladaron lienzos con embalajes especiales.

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El Concilio de Trento propició la alteración de los significados ideológicos y sus
valores en las artes plásticas en pro del «decoro». El ejemplo más paradigmático fueron
los repintes para ocultar los desnudos en la Capilla Sixtina. Otras veces fue la
Inquisición la que acabó destruyendo infinidad de obras, al igual que los reformistas y
su iconoclastia.

La costumbre de recortar o ampliar los lienzos y de completar las estatuas antiguas con
añadidos continuó durante el BARROCO. Con Felipe IV se adaptaron muchos
cuadros, incluido alguno Tiziano y Velázquez, para ubicarlos en el Alcázar. La
distribución de cuadros en las galerías originó unas prácticas muy relacionadas con la
restauración denominadas «arreglos», como la limpieza, el barnizado, el tensado de
lienzos, la fijación de soportes, añadidos cosidos, etc., destacando la transposición de un
material a otro como una de las grandes innovaciones restauradoras. En esta labor
destacó Maratta, un pintor que fue de los primeros restauradores al ocuparse del
mantenimiento de pinturas murales y de la restauración de los frescos de las Estancias
Vaticanas. Con él se iniciaron las primeras garantías para la conservación y restauración
de la pintura al fresco, al investigar las causas del deterioro.

En el XVII continúa la demanda de obras de arte por los coleccionistas y también las
falsificaciones, además se sigue con la práctica de las reintegraciones en escultura, lo
que generaba errores de interpretación y datación. En cuanto a los criterios de
intervención en la arquitectura, la restauración en el Barroco no consistió más que en la
adaptación al estilo imperante, lo que modificó muchos monumentos del pasado. Se
producen muchas inserciones como torres, linternas y sagrarios que transforman
sustancialmente la imagen y la decoración de la arquitectura religiosa.

La Ilustración, la arqueología y la restauración neoclásica


Durante el siglo XVIII la restauración se fue convirtiendo en una preocupación de los
gobernantes. Paralelamente las restauraciones van dejando de estar en manos de los
artistas, para pasar a figuras más expertas. Fue destacable durante la centuria la

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insistencia en los cambios de soporte y el traslado de pinturas para su mejor
conservación.

El francés Robert Picault (primera mitad del XVIII) puede considerarse el primer
restaurador de pintura. También en este siglo aparecen las primeras críticas hacia las
restauraciones mal hechas.

En España la actividad restauradora tiene lugar a partir del incendio del Alcázar
madrileño en 1734. Se encargó a los pintores de la corte reparar las pinturas dañadas.
Con Carlos III se sustituyó la figura del pintor de cámara, conservador de las
colecciones reales, por el de conservador del patrimonio real (encargado de controlar
todos los trabajos de conservación y restauración). De esta forma, Carlos III instauraría
una estructura administrativa encargada de la tutela y la protección del patrimonio, labor
que asumiría la recién creada Academia de Bellas Artes de San Fernando en 1752.

En Italia, durante la segunda mitad del siglo XVIII, la restauración arquitectónica


favoreció las experimentaciones técnicas de conservación, debido a la intensa
actividad arqueológica. Muy importantes fueron el descubrimiento de Herculano y
Pompeya y los estudios y catalogaciones de las antigüedades de Atenas

Fue decisiva la llegada de viajeros del Grand Tour, aunque con ello los expolios a gran
escala, que culminarán en el siglo XIX con la promulgación de normas de protección.
Roma se organizó para acoger a los viajeros y mostrarles sus bellezas arqueológicas,
artísticas y monumentales, recogidas en los primeros museos del mundo: los
Capitolinos, los Vaticanos y los de las familias cardenalicias. La época de la Ilustración
será definitiva para el aprecio del objeto del pasado y para su valoración histórico-
artística. Se inicia un sentimiento de patrimonio cultural colectivo. Las colecciones de
las monarquías europeas irán asumiendo la idea de museo, a la par que se permitieron
las visitas a esas colecciones reales: British Museum (1753) y Louvre (1791).

La aparición de los primeros museos va de la mano de la aparición de nuevos métodos


de restauración, gracias a la consolidación de las ciencias. Lo que ahora interesaba era el

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comportamiento de los materiales y su reversibilidad a la hora de restaurar.

Venecia fue importante en materia de restauración durante la segunda mitad del siglo
XVIII. Allí se creó el cargo específico en 1777 de «inspector para las pinturas de las
colecciones públicas» que asumió Edwards, que organizó la restauración de las
pinturas del Palacio Ducal y de los edificios públicos de Rialto. Restauró obras de los
grandes artistas italianos (Bellini, Veronés, Tiziano o Tintoretto), contribuyó a engrosar
la Galleria dell’ Academia y desarrolló una importante labor teórica mediante estudios
sobre conservación de pinturas, aunque también «mutiló» alguna que otra pintura para
adaptarla a la sala de exposición.

A finales del siglo surgieron dos posturas restauradoras:


1.- la que persigue restaurar la obra para mantener su duración.
2.- la que prefiere el mantenimiento y la conservación, con intervenciones mínimas,
para evitar la restauración.

El interés por conservar se centró en los monumentos grecorromanos (Coliseo, Arco de


Tito, templo de Vesta, etc.). No fue hasta el cambio de siglo cuando se puede situar el
origen de la restauración como disciplina científica.

La doctrina restauradora de Viollet-le-Duc


«Restauración en estilo»

Durante la primera mitad del siglo XIX la restauración surgió como una disciplina
científica autónoma. A ello contribuyó el clima cultural de la segunda mitad del siglo
anterior, que favoreció la consolidación de la noción de monumento y el interés por
conservarlo y recuperarlo como testimonio material de la historia. En este periodo el
estilo artístico que recibía toda la atención en Francia era el gótico, como expresión de
la identidad nacional.

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Viollet-le-Duc (1814-1879), el precursor de la disciplina, entró en la administración
pública como conservador de monumentos en 1840. Uno de sus cometidos fue la
finalización de catedrales inacabadas. Se apoyó en una idea restauradora basada en la
unidad de estilo, que aplicó a todas sus intervenciones. Para él restaurar un edificio
no era mantenerlo, ni repararlo, ni rehacerlo; sino devolverlo a un estado ideal que
pudo no haber existido nunca. Es decir, indica que restaurar equivale a conseguir la
condición primitiva y originaria del monumento, pero también recuperar su estado ideal,
no tal como fue, sino tal como debería haber sido.

Se trataba de un planteamiento radical y polémico, puesto que implicaba manipular los


edificios, como el realizar reconstrucciones o eliminar adiciones que se le hubiesen
hecho en el trascurso del tiempo. Exigía una «restauración estilística» y una «unidad de
estilo», que comportaba la eliminación de todas las transformaciones posteriores de la
época gótica, e incluso las originales de la primera construcción, pero que no se
ajustaban a la pureza del estilo. También proponía rehacer y mejorar para completar las
partes desaparecidas, siempre y cuando se inspirase en su estilo.

Sus prácticas fueron seguidas por muchos, pero también surgieron detractores que
tildaban sus restauraciones como «falsificaciones», pues no se distinguían las partes
originales de las añadidas y en las que se reconstruía con nuevos materiales (una de las
acciones más polémicas).

Sin embargo, su doctrina otorgó dos valores al monumento: el valor histórico al estilo
original y el valor de novedad tras la restauración. Además, planteó una metodología de
trabajo novedosa para el proceso de restauración, pues antes de cualquier intervención
era necesario un proyecto planimétrico, científico y documentado, con diseños gráficos.

Desde el punto de vista técnico, promovió técnicas constructivas avanzadas y el uso de


materiales modernos, más eficaces y duraderos. Otro aspecto esencial fue la
funcionalidad del edificio, requisito principal según él para su conservación. Viollet-le-
Duc publicó sus investigaciones y trabajos de restauración, una práctica que sirvió para
difundir sus experiencias, sus conocimientos y su doctrina de la «restauración en estilo».

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Las teorías conservacionistas de John Ruskin
La «restauración en estilo» de Viollet-le-Duc, imperante en Francia, tuvo una
alternativa totalmente opuesta en Inglaterra, donde se quiso impedir cualquier tipo de
intervención, hasta el punto de que se llegó a llamar antirrestauración.

John Ruskin partió de las consecuencias negativas de la Revolución Industrial. Abogó


por el revival neogótico, como una forma de recuperar un pasado que estaba
desapareciendo. En The Seven Lamps of Architectures (1849), concreta su postura
respecto a la restauración, gestada primordialmente durante sus largas estancias en
Venecia. Su máxima era la conservación, un concepto con implicaciones éticas, en
cuanto que la consideraba como una responsabilidad moral.

Según él, todo arquitecto debía elegir bien los materiales y la forma de su obra, de tal
forma que perdurase. Creía que las obras de arte tenían una dimensión temporal, un
transcurso biológico de nacimiento (proyecto y ejecución), vida (transcurrir del tiempo)
y muerte (ruinas). Por ello había que respetar esa dimensión temporal del monumento,
signo de su autenticidad e individualidad. Antes que restaurar en el sentido defendido
por Viollet-le-Duc, Ruskin prefería que una obra se deteriorase y consumiese, algo para
él mucho más digno y objeto de contemplación y belleza.

Su postura a favor de la conservación es un asunto cultural, por lo que hace responsable


de la misma no sólo a los arquitectos, sino a toda la sociedad. Condenó la «restauración
en estilo» de Viollet-le-Duc calificándola de engaño y falsificación y destrucción al
alterar su fisonomía y eliminar las señales de su proceso histórico. Pero sí defendía
ciertas intervenciones, como por ejemplo consolidar un monumento con vigas, pues
«más vale una muleta que la pérdida de un miembro».

En sus textos se encuentran dos conceptos a subrayar: el de la «pátina», signo del


tiempo y por tanto de autenticidad, pero sobre todo de belleza; y el «pintoresco»,
categoría que demuestra lo influido que estaba por el pensamiento romántico y el

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pintoresquismo. Para él, lo pintoresco era testimonio de la edad, la transformación y el
destino del monumento.

Un importante seguidor de las teorías de Ruskin fue William Morris, que en 1877 creó
la Society for the Protection of Ancient Building, primera sociedad de protección de
monumentos antiguos en Gran Bretaña, con el objeto de frenar las doctrinas de Viollet-
le-Duc en Inglaterra. En el manifiesto de dicha asociación se habla a favor de la
conservación, la tutela y el mantenimiento de los monumentos, rechazándose la
restauración en estilo, planteamientos que influirían especialmente en Venecia.

Una de las grandes aportaciones de Ruskin fue el concepto de conservación como


único instrumento legítimo para el cuidado de los monumentos: fue el padre de la
moderna conservación del patrimonio y teórico de la denominada «restauración
romántica», por sus esfuerzos para realizar las menores intervenciones posibles, siempre
in situ.

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4. LA RESTAURACIÓN VIOLLETIANA EN ESPAÑA

La doctrina violletiana se asentó en España gracias a la Escuela Superior de


Arquitectura de Madrid, creada en 1844. Aceptaba otros modelos históricos diferentes
al clasicismo imperante en Academia de Bellas Artes, especialmente los medievales,
tanto para la arquitectura de nueva planta como para la restauración.

En las primeras restauraciones muchas veces no se actuó de forma correcta,


ocasionando serios desequilibrios estructurales, como en la Catedral de Palma de
Mallorca (1852) o la iglesia madrileña de San Jerónimo el Real. Otras intervenciones,
como la de la Alhambra, recibieron duras críticas. Pese a esto, la «restauración en
estilo» triunfó a lo largo del XIX, se acabaron construcciones nunca terminadas como
las Casas consistoriales de Sevilla o la Catedral de Barcelona a la que se añadió una
fachada nueva en su estilo originario.

El núcleo más ortodoxo de arquitectos violletistas (Madrazo, De los Ríos, Küntz, etc.)
se centró en la Catedral de León, deteniendo su derrumbe, pero eliminando la cúpula
barroca, quitando el caserío que estaba a sus pies y modificando su fachada principal. Se
imitaron las formas originales con una rigurosa metodología.

Lampérez, feroz crítico de Ruskin, aplicó los principios violletianos a la Catedral de


Burgos, demoliendo el Palacio Episcopal renacentista adjunto, pues tapaba su visión
(pendejo), en aplicación de la doctrina violletista del «aislamiento» del edificio. No
obstante según avanzó su carrera permitió algunas concesiones, por lo que al menos se
esforzó en actualizar la doctrina violletiana. Publicó los dos volúmenes de la Historia
de la arquitectura cristiana en la Edad Media (1908-1909), un trabajo de clasificación
de monumentos prácticamente desconocidos.

Otros intervenciones realizadas según los principios de la restauración en estilo fueron


las catedrales góticas de Burgos y Sevilla, o monumentos románicos como la Iglesia
de San Vicente de Ávila, Santa María de Ripoll, San Martín de Frómista o San Juan de
los Reyes (en esos dos últimos se alteró sustancialmente su fisonomía).

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5. LA RENOVACIÓN DE LOS MÉTODOS RESTAURADORES. LUCCA
BELTRANI

Las teorías de Ruskin sólo arraigaron en Venecia, mientras que en el resto de Italia se
afianzaron las de Viollet-le-Duc, en el contexto histórico en el que el Risorgimento
(unidad política del país), que conllevaba la restauración de los monumentos
característicos de cada reino, región y ciudad. Las técnicas violletianas se aplicaron de
forma rigurosa, por lo que se realizaron muchos falsos históricos (especialmente en el
norte), hasta el punto de que se comenzó a rechazar la restauración estilística.

Por ello, desde el último tercio del siglo XIX se reafirmaron dos líneas de trabajo: la
derivada de la restauración estilística de Viollet, que ya no buscaba restaurar el
monumento en su forma ideal, sino tan sólo como se pensaba que había sido
originalmente; y la asunción de la individualidad histórica de cada edificio afirmada por
Ruskin, pero que a través de una investigación objetiva, por lo que la restauración es
diferente para cada obra de arte.

En la transición hacia el siglo XX aparecen dos formulaciones cuyo fundamento es la


idea de que la obra de arte es un documento histórico. La primera corresponde con la
«restauración histórica», que matiza la doctrina violletiana, y fue propugnada por
Lucca Beltrani, que abogó por el respeto en la restauración hacia cada una de las fases
constructivas del monumento (etapas de su historia) porque constituyen parte del
documento histórico. Para ello defendió realizar investigaciones previas mucho más
específicas y científicas que le-Duc; ahora ya no se centra en análisis genéricos, sino
que se busca una investigación que recoja todas las vicisitudes del edificio hasta el más
mínimo detalle.

Beltrani admite cualquier añadido o transformación que no haya alterado la estructura,


de lo contrario habría que eliminarlo. Si bien, en la práctica sus actuaciones fueron poco
ortodoxas. Entre sus restauraciones más conocidas figura la del Castillo de los Sforza
en Milán.

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Este método «histórico o analítico» tuvo cierta proyección en España de la mano de
Velázquez Bosco y su intervención en la Mezquita de Córdoba, donde eliminó
múltiples añadidos que la desfiguraban, rehaciendo yeserías, descubriendo puertas
exteriores e interiores y recuperando la Capilla de Villaviciosa. Para ello siguió un
criterio riguroso que partía de la investigación arqueológica, llegando a emplear
artesanos que conocieran específicamente el estilo califal. Otras de sus intervenciones
en este sentido tuvieron lugar en Medina Azahara, la Alhambra o en la Iglesia de
Santa Cristina de Lena de estilo prerrománico.

Camilo Boito y Gustavo Giovannoni


La otra formulación de interés de la restauración italiana durante el cambio de siglo tuvo
supuso la definición de la escuela moderna en la materia. Se conoce como la
«restauración científica» que intentó reconciliar las teorías de Ruskin y Viollet: se
condenaban los postulados más radicales de las restauraciones estilísticas, así como
las tesis conservacionistas de la no intervención.

Su creador fue Camilo Boito, rechazaba tanto los falsos históricos como la visión
mortal del monumento. Para él la obra de arte era un documento histórico para
mantener, por lo que debía conservarse tal y como había llegado hasta el presente, como
explicó en su ensayo Nuestros viejos monumentos, ¿conservar o restaurar?.

Estableció criterios que debían guiar toda restauración y que exigían un riguroso
proceso de estudio previo del monumento, a partir de todas las fuentes disponibles
(documentos, análisis técnicos, dibujos, etc.). También quería que el restaurador
documentara todo el proceso llevado a cabo mediante fotografías y descripciones de las
diversas etapas y, después, publicar lo realizado en la intervención.

Clasificó las restauraciones en tres tipos: la arqueológica, la pictórica y la


arquitectónica, de acuerdo a las etapas históricas de la Edad Antigua, Media y
Moderna; y en función de tres categorías: la importancia arquitectónica (en la que

recomendaba la anastilosis: reconstrucción de un monumento antiguo por medio de la


reunión de sus partes o fragmentos dispersos), la apariencia pintoresca (para edificios

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medievales) y la belleza arquitectónica (para la arquitectura clasicista, recomendando
la restitución de lo perdido pero señalándolo).

Su influencia en Italia fue decisiva, elaboró una ley de monumentos en vigor durante
más de treinta años y una normativa clara y precisa para tratarlos. Sus principios se
resumen en una serie de intervenciones concretas que fueron presentadas en el IV
Congreso de Ingenieros y Arquitectos italianos (Roma, 1883) y en la Exposición
Nacional de Turín (1884). Las conclusiones se recogen en siete axiomas considerados
como la primera Carta del Restauro (libro, pág. 194).

Las Cartas de Restauración, desde entonces, son documentos que recogen una serie de
declaraciones de intenciones, que plantean los criterios y pautas para la restauración y
conservación que establecen la doctrina y que crean un marco general orientativo para
todos los países a la hora de intervenir.

El principal argumento de Boito estaba relacionado con la conservación, a la que


denominó «intervención restricta», cuyos principios fundamentales son:
consolidación, reparación y restauración, debiéndose recurrir al último sólo si ya no
se pueden practicar los anteriores. Su objetivo final siempre será «conservar en el
monumento su viejo aspecto artístico y pintoresco».

El segundo argumento de su teoría restauradora es la «discriminación moderna de los


añadidos»: se deben evitar añadidos y renovaciones, a no ser que fueran
imprescindibles, y siempre mostradas «como obras de hoy» (para lo que había que
señalarlo usando materiales diferentes), tampoco quería eliminar añadidos de épocas
anteriores si no enmascaraban la auténtica forma del monumento.

Las doctrinas de Boito se fueron difundiendo durante los últimos años del XIX y
primeras décadas del XX. Fueron acogidas en la Conferencia Internacional de Atenas
(1931) gracias a la labor de Gustavo Giovannoni, la figura más importante del
pensamiento italiano sobre restauración durante la primera mitad del siglo XX. Sus
actas darían lugar a la conocida Carta de Atenas.

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Giovannoni consolidó la «restauración científica», plasmada en la Carta italiana del
Restauro de 1932. La idea esencial se encontraba en la definición que daba al
monumento arquitectónico: la de ser un documento que antes de ser restaurado debía
ser reparado, consolidado y conservado. Si fuese necesario una restauración se debe
realizar una exhaustiva documentación de archivo y de las fuentes históricas del
monumento, con todas sus vicisitudes y modificaciones realizadas en el tiempo.

La novedad de la Carta del Restauro fue que establecía una distinción conceptual de los
monumentos, al distinguirlos entre monumentos vivos y muertos. Los últimos son
aquellos que no tienen funciones utilitarias, como los restos arqueológicos; su intento
por reconstruirlos sería absurdo (si bien permite la anastilosis o la recomposición de
partes existentes disgregadas); los vivos sí pueden estar en uso (sea su función original
o no) si son debidamente conservados y cuya restauración no produzcan alteraciones
esenciales en el edificio.

En su obra teórica divide la restauración en cinco pasos: la consolidación


(intervención técnica para reforzar el monumento), la recomposición o anastilosis (la
recuperación del monumento mediante materiales originales dispersos), la liberación
(que elimina añadidos sin valor artístico, pero respetando los que tengan validez de
cualquier época) y la práctica del complemento (por la que se añaden partes accesorias
que no rompan la unidad del monumento). Esta última idea fue importante porque
subrayó la importancia estructural de la arquitectura frente a la importancia de la
«unidad estilística». Por último estaba la innovación (realizar partes esenciales de nueva
concepción). Con estos puntos se conseguía uniformar la metodología de la restauración
en Italia.

Además, Giovannoni defendió por primera vez el ambiente como parte integrante del
monumento, lo que significaba dar un valor urbanista a la labor del restaurador. Esta
idea era radicalmente contraria al aislamiento, acometido en muchas catedrales
europeas.

No obstante, pese a las doctrinas de Boito, la codificación de Giovannoni, la Carta de

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Atenas y la Carta del Restauro, la «restauración científica» tuvo una trascendencia
limitada, resultó un fracaso en su puesta en práctica en Europa tras la II Guerra
Mundial, pues la devastación impidió que se aplicasen estos métodos ante la magnitud
del desastre.

Las corrientes restauradoras en España durante el primer tercio del siglo XX


A comienzos del siglo XX la restauración española contó con Velázquez Bosco con un
representante del «método histórico o analítico», si bien la corriente dominante siguió
siendo la violletiana durante el primer tercio del XX. Pero la idea de conservación de
Boito fue calando, y en los años treinta convivían las dos corrientes restauradoras.

Los dogmas violletianos continuaron hasta la proclamación de la II República, de la


mano de Lampérez, fiel a los principios de la restauración estructural y la unidad de
estilo, pero menos radical y más prudente que le-Duc. Lampérez prefería no inventar si
no se conocía bien la historia del edificio, dejar bien marcadas las partes rehechas, evitar
las soluciones personales del restaurador o respetar los añadidos de diferentes estilos por
ser parte de la historia del edificio.

La otra corriente descansaba en la escuela conservadora. Surgió gracias al clima


progresista de la Institución de Libre Enseñanza, a la Comisaría Regia de Turismo y
al marqués de Vega-Inclán, muy crítico con los violletianos.

La restauración conservacionista hasta la II República (1939)


Ferrent Vázquez fue uno de esos arquitectos de zona, entre sus restauraciones destaca
la Cámara Santa de Oviedo, donde intentó preservar la verdad histórica, siguiendo el
rigor metodológico que había seguido cuando tuvo que trasladar la Iglesia de San Pedro
de la Nave, afectado por la construcción de un embalse en los años 20.

Emilio Moya, destaca por reconvertir edificios en museos (como el Colegio de San
Gregorio de Valladolid, que pasó a ser el Museo Nacional de Escultura en 1933).

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Torres Balbás el mejor representante de la idea de consolidar y reparar conforme a las
nuevas corrientes italianas y europeas. Desde joven denunció el estado de abandono en
el que se encontraba el patrimonio español: hacía falta inventariar como paso esencial
para conservar, critica la mala organización de la protección de los monumentos,
rechaza el «estilo español» de la restauración de Lampérez y los violletianos, y denuncia
la falta de nuevas leyes para proteger los bienes y prohibir su exportación.

Sostenía que había que conservar los edificios tal y como nos habían sido transmitidos,
sin completarlos ni rehacer partes inexistentes. Se muestra contrario a la restauración o
reconstrucción porque falsea los monumentos, tratando de borrar la acción del tiempo.
Para él, restaurar y conservar eran acciones bien diferentes, al igual que reparar y
consolidar, por lo que su pensamiento estaba en sintonía con el de Giovannoni.

Su acción más destacada tuvo lugar en la Alhambra a partir de 1923, donde se ocupó
de hacer que el monumento recuperara su estado original, sin imitaciones, invenciones y
modificaciones. Realizó una restauración que limitaba la intervención y respetaba las
partes constitutivas del edificio, como signos del paso del tiempo y parte de la memoria
del monumento.

Torres Balbás puso a España en la vanguardia europea de la nueva restauración


positivista. Algunos estudiosos han bautizado sus métodos como «conservacionismo
sincrético» al querer preservar el carácter del monumento con el máximo respeto hacia
la obra antigua, contemplando diferentes modos de actuar en cada intevención.

Por otra parte, como ya hemos visto, la II República elaboró una Ley de Patrimonio
Histórico que reflejaría el triunfo de las tesis conservacionistas, trayectoria que sería
truncada abruptamente por la Guerra Civil. En ella, ambos bandos dieron importancia al
patrimonio artístico, siendo bien conocida la efectiva protección de la Biblioteca
Nacional, del Museo Arqueológico y del Museo del Prado frente a los ataques aéreos
de los sublevados. Sin embargo también es cierto que el conflicto propició un notable
expolio y un comercio de arte clandestino, muchas veces con la propia complicidad de
las autoridades.

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