Francisco Castaño - La Mejor Versión de Tu Hijo
Francisco Castaño - La Mejor Versión de Tu Hijo
Francisco Castaño - La Mejor Versión de Tu Hijo
Francisco Castaño
Primera edición en esta colección: abril de 2020
Plataforma Editorial
c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona
Tel.: (+34) 93 494 79 99 – Fax: (+34) 93 419 23 14
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ISBN: 978-84-17886-98-1
Introducción
Recordemos
Recordemos
Ir a una
Recomendaciones
Es bueno identificar las conductas que no queremos tener delante de nuestros hijos. Conviene
hablarlo con la pareja y hasta apuntarlo para ayudarse a ser coherentes.
Ser coherentes es esencial. Las incongruencias de los progenitores socavan la autoridad y
desorientan a los hijos.
Evitar el chantaje. Disponemos de normas y consecuencias previamente establecidas para
enseñar a nuestros hijos a comportarse. Si ellos ofrecen una razón convincente para negociar
algo, considerarlo y negociar no es malo, pero sin olvidar que somos nosotros quienes
fijamos las normas. Si el chantaje parece inevitable para que obedezcan, hay que buscar
ayuda profesional.
Esforzarse por ir a una madre y padre. Estrategias, normas y límites son más efectivos
cuando se han consensuado.
No evitar que los hijos se equivoquen. Los errores son la mejor herramienta de aprendizaje.
Padres y madres también se equivocan. No debemos sentirnos culpables por ello ni intentar
compensar a los hijos.
Saber que el «no» también educa y tener claro qué se consigue antes de utilizarlo.
2.
Valorar y respetar a nuestros hijos
Recomendaciones
Educar en positivo
Sobre el artículo 154 no cabe ninguna duda. Legisla sobre las obligaciones
de los padres y describe lo que normalmente ya hacemos, algunos quizá en
exceso, a la hora de cuidar y educar a nuestros hijos. El exceso, desde
luego, lo cometen los padres y madres que tienden a sobreproteger a sus
hijos. Como hemos dicho, la sobreprotección afecta a su maduración, a su
capacidad para desenvolverse ante la adversidad y hacer frente a la
frustración, y reduce tanto su capacidad de autocontrol como su autoestima.
Además, en muchos casos la sobreprotección provoca conflictos en el seno
de la familia que suelen acabar en situación de agresiones y violencia.
No exagero, en España hay más de cuatrocientas mil familias que sufren
violencia filioparental, es decir, hijos que agreden a sus padres bien física o
bien verbalmente. En la mayoría de los casos, el origen de estas agresiones
es una educación inadecuada del hijo o la hija. En otras palabras, la causa es
una educación en la que se ha favorecido ese tipo de comportamientos,
principalmente porque no se han establecido a tiempo unas normas y límites
adecuados. Y, recordémoslo: hemos de educar al hijo que tenemos, no al
que nos gustaría tener.
Lo que el artículo 154 manda no es sobreproteger a los hijos, sino
protegerlos y educarlos. Y, para no sentirnos culpables a la hora de
establecer normas, límites y consecuencias, aquí llega en nuestra ayuda el
artículo 155:
Muchas personas adultas conocen este artículo, sin embargo, parece que la
inmensa mayoría de los padres y madres de nuestro país lo ignoran o no
velan por su cumplimiento. Esto —más los problemas que la adolescencia
trae de serie— acarrea a las familias muchos conflictos que podrían evitarse
mediante el expediente de educar bien y con cariño a los hijos en edades
tempranas.
El respeto hacia los padres, el hacerles caso y ayudar en las tareas del
hogar según las posibilidades de cada uno debería ser un mantra que
aprender por todas las parejas que desean tener hijos o ya los tienen. Sin
embargo, los errores que padres y madres cometemos más a menudo y que
no favorecen el cumplimiento de este artículo del Código Civil son
numerosos. Por ejemplo, decirles a nuestros hijos que la casa donde viven
es suya o que cuando cumplan dieciocho años podrán hacer lo que quieran.
Dejarles manejar el mando de la tele y recogerles los juguetes, la ropa, la
mesa y la habitación donde duermen. Limpiar lo que ellos ensucian. No
poner horarios claros de entrada y salida. Darles un juego de llaves de casa
sin antes haberles enseñado a ser responsables. Hacerles creer que pueden
hacer todo aquello que les dé la gana sin que haya ninguna consecuencia o,
directamente, dejar que crean que son el centro del universo.
Decirles que a los dieciocho podrán hacer lo que quieran, sencillamente,
es no decir la verdad. A esa edad, como a cualquier otra, deberán respetar
ciertas normas para poder convivir con otras personas, ser parte activa de la
sociedad y salir adelante económicamente. Después de todo, ni los padres ni
las madres ni ningún otro adulto va por ahí haciendo lo que le da la gana.
Dejarles siempre el mando de la tele, es decir, acostumbrarlos a que sean
ellos quienes deciden qué se ve en la televisión, no es bueno porque les da
la sensación de que son dueños de lo que se puede ver y lo que no se puede
ver a toda hora. Recogerles la habitación y limpiarles lo que han ensuciado
los acostumbra, entre otras cosas, a no preocuparse por aquello que usan,
fomenta la irresponsabilidad y la desidia. Además, envía a los hijos un
mensaje equivocado sobre el papel de los padres, que ven más como
solucionadores de sus problemas que como educadores que les enseñan
cómo resolverlos ellos mismos. La falta de horarios de entrada y salida
alienta el desorden en todos los niveles, dificulta la supervisión del
comportamiento de los hijos y los expone innecesariamente a situaciones de
riesgo. La idea es clara. Si queremos cumplir con el artículo 155 del Código
Civil, debemos explicar a nuestros hijos muy bien y desde pequeños cuáles
son sus derechos y sus deberes en cada etapa de su crecimiento, así como
cuáles son las consecuencias a las que tendrán que hacer frente si no
cumplen con ellos.
Educar, como ya hemos dicho, conlleva aprender a aceptar límites, a
frustrarse, tolerarlo y seguir adelante, a darse cuenta de que muchas cosas
no son exactamente como queremos. Y, pese a ello, ser felices. Educarse
también es aprender que nuestros actos tienen consecuencias y que cuando
lo que hacemos no está bien las consecuencias no son agradables. Por lo
tanto, debemos educar a nuestros hijos en ese principio de realidad y usar la
palabra «no» cada vez que sea necesaria.
Hemos de hacerles entender que, aunque los queramos mucho —o, mejor
dicho, porque los queremos mucho—, no podemos dejar que hagan todo lo
que les venga en gana. Los hijos deben comprender que las normas y los
límites que establecemos los padres son herramientas que les facilitamos
para su propio bienestar y desarrollo, presentes y futuros. Gracias a ellos
aprenderán a valerse por sí mismos y no irán por la vida desorientados, sin
saber qué hacer. Y, cuando se trate de adolescentes o jóvenes, pero sigan
viviendo con nosotros, hemos de ayudarlos a entender que nuestra casa no
es una pensión ni un hotel, sino un hogar en cuyo orden y mantenimiento
participamos todos los miembros de la familia, cada uno según sus
posibilidades, como especifica claramente el artículo 155 del Código Civil.
Recomendaciones
Recomendaciones
Comunicarse con los hijos no es interrogarlos, sino relacionarse con ellos y escucharlos.
Pensar cómo nos comunicamos con ellos. No admitir tabús. Hablar de cualquier cosa que
interese a los hijos sin escandalizarse ni enfadarse. Dar nuestra opinión al respecto y respetar
la suya.
Intentar comer en familia al menos una vez cada día. Las comidas sin distracciones —
televisión y móvil— son una excelente oportunidad de comunicación. Dar ejemplo.
Dar oportunidad y tiempo para que todos intervengan en la conversación. No es un momento
para sermones ni monólogos.
Estipular un tiempo para comer, unos veinte o treinta minutos. Por supuesto, sin televisión,
móviles ni otras distracciones. No permitir que los niños se levanten antes de que todos
hayamos acabado.
Los hijos se contagian del buen ambiente que hay en casa. No llevar los problemas externos a
casa.
Buscar actividades que gusten a todos para compartir en familia. Las salidas familiares
mejoran las relaciones y aumentan la confianza de los hijos en los padres.
Los viajes en coche también son oportunidades de comunicación si dejamos el móvil.
Dejar los temas polémicos para tratarlos en casa y con calma.
Hablar a nuestros hijos con confianza, pero con discernimiento. Distinguir qué les podemos
contar y qué no en función de su edad y madurez.
Saber que, en la adolescencia, es normal cierto hermetismo y un énfasis en la intimidad.
Ellos deben decidir qué nos cuentan y qué no.
Estar preparados para escuchar cosas que no nos gusten o con las que no estemos de acuerdo,
y reaccionar con calma.
Sentarse facilita que la conversación sea menos tensa y sujetarse las manos ayuda a mantener
una postura corporal relajada.
Evitar reproches y gritos. No resuelven nada y lo complican todo.
Evitar las etiquetas, tanto positivas como negativas. Pueden convencer al etiquetado de que
no puede ser o actuar de otra manera.
Si sentimos enfado, mirar hacia el suelo, respirar profundamente y contar hasta diez.
Si no conseguimos tranquilizarnos, dejar la conversación para otro momento.
Leer y comentar cuentos antes de dormir es otro modo de comunicarse.
5.
Esfuerzo y responsabilidad
Recomendaciones
Reconocer el esfuerzo, no los resultados. Al hacerlo, evitar los elogios vagos y reforzar de
manera positiva eso que han hecho en concreto.
No ocultar los errores de nuestros hijos. Deben aprender que todos nos equivocamos y, sobre
todo, que podemos y debemos corregirlos.
Alentar a los hijos a que hagan las cosas lo mejor posible. Con lo mínimo no basta ni se
aprende a esforzarse ni a ser responsable. Pero no fomentar que compitan con otros
comparando sus resultados académicos o deportivos. Deben aprender a ser mejores ellos
cada día, no a ser mejores que los demás.
Dar responsabilidades a los hijos desde pequeños, desde recoger los juguetes a recoger la
mesa. Si al principio se resiste a cumplirlas, no enfadarse ni perder los nervios. Poner una
consecuencia como «Hasta que no recojas la ropa no podremos ir al parque».
Los deberes de la escuela son responsabilidad de los hijos, no del padre o la madre.
Hacérselos o preguntar cada día por WhatsApp qué página debe estudiar no lo ayuda ni
educa su responsabilidad.
6.
Educar las emociones
Recomendaciones
Enseñar a los hijos a expresar todo tipo de emociones haciéndolo primero nosotros.
Demostrar a los hijos que los queremos es imprescindible para poder educarlos. Las
expresiones de cariño, como abrazos, besos y caricias, son tan necesarias para ellos como
comer o dormir.
Cuando los hijos están enfadados, tristes o preocupados, es bueno dejarles espacio y tiempo
para que gestionen su emoción. Presionarlos para que «se les pase» suele producir el efecto
contrario al que buscamos.
Para gestionar una emoción, primero es necesario identificarla. Enseñarlo mediante las
emociones que viven los personajes de cuentos, películas y anécdotas adecuados a la
madurez de los hijos.
Los cuentos transmiten valores y experiencias. Buscar lecturas en la línea de los valores
familiares y usar las experiencias para conversar sobre las reacciones de los personajes,
especialmente ante situaciones adversas.
La finalidad de la gestión de las emociones es el bienestar emocional, no la ausencia de
sufrimiento. El bienestar emocional se adquiere aprendiendo a disfrutar de los buenos
momentos y gestionando adecuadamente los malos, no evitándolos.
PARTE II
Retos actuales
en la educación de los hijos
Educar siempre ha tenido sus dificultades, pero hay aspectos de nuestra
sociedad que, sencillamente, lo hacen aún más difícil. Las nuevas
tecnologías, por ejemplo, con su mensaje de inmediatez, su intensa
atracción y su enorme potencial adictivo pueden hacer que nuestros hijos
pasen el día hipnotizados por una pantalla a menos que los padres hagamos
lo que tenemos que hacer, o sea, educarlos en el uso de estos dispositivos.
También constituyen retos actuales importantes la educación de la
sexualidad en los hijos y educar cuando se han dado cambios profundos en
la estructura familiar. Son circunstancias que, si no se gestionan bien,
pueden hacer que el proceso educativo no consiga los resultados deseados.
7.
Las nuevas tecnologías
El teléfono móvil
Videojuegos
Recomendaciones
La vida online debería ser igual a la vida offline . No vamos por ahí publicando nuestros
datos personales ni mostrando a cualquiera nuestra intimidad. Tampoco deberíamos hacerlo
en Internet.
Consultar los abundantes contratos de uso de Internet y móviles disponibles en Internet y
pactar con el hijo horarios de conexión y desconexión generales, así como las aplicaciones
que usarán.
Incluir la norma de que el hijo siempre ha de contestar nuestras llamadas.
El móvil es, principalmente, un objeto de comunicación. Su papel en el ocio debería ser
secundario.
El uso de dispositivos con conexión a Internet siempre debe hacerse a la vista y bajo
supervisión de los padres, por lo menos hasta que veamos que son lo bastante responsables
como para gestionarse solos.
Conocer las contraseñas del móvil y las aplicaciones del hijo.
Evitar el uso de dispositivos digitales durante las comidas y las reuniones familiares.
Enseñar a los hijos a «aburrirse». Pronto encontrarán algo con que entretenerse.
Supervisar las redes sociales de los hijos no es cotillear, sino comprobar que no hay contactos
extraños ni signos de conductas de riesgo en el entorno digital.
Si nuestro hijo o hija mira porno o cualquier otro contenido inadecuado, no escandalizarse ni
avergonzarse. Pedir calmadamente al chaval que explique lo que ha visto y explicarle que se
trata de algo irreal, que, aunque el sexo no es malo, el machismo, la dominación y otras
formas de agresión habituales en el porno sí que lo son.
Informarse sobre aplicaciones de seguridad para dispositivos digitales y probar alguna de
ellas. Las hay gratuitas y de pago.
Ante el incumplimiento de un límite, no enfadarse ni entrar al trapo. Simplemente, aplicar la
consecuencia. Recordar lo explicado en el apartado «Normas, límites y consecuencias» del
capítulo 3.
Evitar por todos los medios el «botonazo», es decir, apagar repentina y agresivamente el
dispositivo que no han dejado de usar a tiempo. Conviene establecer previamente
consecuencias por intervalos. Las normas y las consecuencias deben ser claras y estar
establecidas de antemano.
8.
Los hijos y la sexualidad
Tener en cuenta que la sexualidad no es nada malo, sucio ni feo, sino un aspecto natural de la
vida humana.
Tomar como algo normal que los hijos se toquen o masturben. Es una parte más de su
crecimiento. Se les puede explicar que es mejor hacerlo en la intimidad, pero sin reñirlos.
Hablar de sexo con los niños con naturalidad y sin tapujos, por ejemplo, cuando veamos un
anuncio o una escena con contenido sexual. Aunque pueda resultar incómodo, siempre es
mejor que aprendan de los padres y no de los amigos o de Internet.
No adelantarse a la etapa de madurez del hijo. Supervisar que ellos no lo hacen en Internet,
las revistas o la televisión mirando contenidos que son inapropiados para su edad.
Enseñar con claridad qué está bien, qué está mal y por qué. Una buena educación sexual
contribuye a evitar las conductas de riesgo.
Fomentar buenos hábitos de higiene y cuidado. En caso de duda, preguntar al pediatra o, si
corresponde, al médico de familia.
Según la edad y madurez de los hijos, explicarles los riesgos de las relaciones sexuales y
cómo prevenirlos.
Hacer hincapié en que el porno no es la vida real. Que solo tienen que tener relaciones si les
apetece y no por ningún tipo de presión.
Si nuestra hija nos cuenta que ha decidido tener relaciones, es aconsejable consultar un
ginecólogo para que le recomiende el mejor método anticonceptivo para ella. En general, el
preservativo es el más conveniente porque, además, protege de enfermedades de transmisión
sexual.
Si nuestro hijo o hija nos cuenta que ya ha tenido su primera relación sexual, no
escandalizarse ni reñirlo. Apoyarlo y ofrecerle consejo lo ayudará mucho más. Si la primera
vez no ha sido agradable, aconsejar que la siguiente lo hable con su pareja y planifiquen
mejor el encuentro.
9.
Cambios en la estructura familiar
Separaciones y divorcios
La adolescencia
Hay personas que hacen cosas que las llevan a triunfar en la vida y otras
que hacen cosas que no las conducen a ninguna parte, especialmente a los
objetivos que han soñado. Y hay personas que, sencillamente, aunque se
pasen el día soñando, no hacen nada de todo aquello que podría acercarlas a
sus sueños. Desde luego, hemos de educar a nuestros hijos para que sean
personas del primer tipo. Pero comencemos describiendo cómo son las
personas que no consiguen lo que quieren o dicen querer.
En términos generales, podemos identificarlas porque viven en un estado
de grave incongruencia entre lo que creen de sí mismas y la realidad de lo
que son, entre sus pretensiones y lo que hacen. Las personas que no triunfan
en la vida suelen creerse mejores que los demás y de lo que realmente son.
Por ello, casi nunca permiten que otros les corrijan lo que dicen o hacen. O
sea, no suelen darse cuenta de sus errores y limitaciones y por eso mismo
tienen enormes dificultades para aprender de ellos. En segundo lugar, estas
personas son extremadamente impacientes. Cambian constantemente de
proyectos porque no tienen metas claras o las abandonan porque no están
dispuestas a realizar los esfuerzos necesarios para alcanzarlas. Es habitual
que hagan planes fantasiosos, cuya realización exigiría mucho tiempo y
esfuerzo, pero, a la vez, no se fijan los objetivos realistas de medio y corto
plazo que les permitirían cumplir sus sueños. Estas personas carecen de la
disciplina necesaria para mantener una rutina de trabajo y el esfuerzo
sostenido que exige toda meta ambiciosa. Además, como su soberbia y
necedad les impiden aprender de otras personas y de sus propias
equivocaciones, acaban cometiendo los mismos errores una y otra vez.
Como dijo Albert Einstein: «Si haces siempre lo mismo, no esperes
resultados diferentes».
Ya hemos dado un primer paso para saber cómo son y qué es lo que
hacen las personas que no triunfan en la vida, pero ha llegado el momento
de explicar cómo son y qué hacen las personas que sí triunfan en la vida.
Los padres deseamos que nuestros hijos sean como ellas y, por eso, a la
hora de educarlos debemos tenerlas en cuenta como modelos. Estas
personas se caracterizan por intentar hacer todo lo mejor que pueden.
Siempre apuntan alto porque saben que, aunque realistas, nuestras metas
deben ser ambiciosas. Pero no son ambiciones desconectadas de la realidad,
sino arraigadas en ella a través de objetivos realizables a corto y medio
plazo. Por ello, se trata de personas esforzadas y constantes, porque saben
que la cualidad más importante para obtener el éxito es la perseverancia.
Por lo tanto, las personas que triunfan son pacientes, tienen muy presente
que las metas, sobre todo las que merecen la pena, no se consiguen de un
día para otro y mucho menos sin esfuerzo. En consonancia con ello, se
plantean metas que, aunque ambiciosas, no son más que el producto final de
una serie de objetivos cercanos y realistas que se alcanzan poniendo en
práctica planes que llevan a cabo paso a paso. Por regla general, el éxito no
nos cae del cielo, sino que es el fruto de nuestro trabajo. Muchas personas
talentosas se pierden por el camino solo porque no han aprendido esta
máxima.
Otra cualidad habitual en las personas que triunfan en la vida es que
comprenden el valor que tienen la adversidad y el fracaso puntual en todos
los procesos de aprendizaje. Las dificultades y las equivocaciones son
grandes maestras y las personas de éxito son hábiles en aprender de sus
propios errores.
Hoy en día abundan las historias de superación personal protagonizadas
por individuos que deben convivir con dificultades de todo tipo y que salen
adelante gracias a su empeño y su tesón. Un ejemplo es el caso de la
paratleta Sarah Reinertsen.
Sarah nació en Nueva York en 1975 con una deficiencia tan grave en el
fémur que obligó a los médicos a amputarle la pierna derecha por encima de
la rodilla cuando tenía solamente siete años. Sarah no dejó que eso le
impidiera estudiar y se graduó en comunicación por la Universidad George
Washington, tras lo cual también obtuvo un máster. Pero a Sarah le gustaba
mucho el deporte. A los once años había comenzado a correr y, gracias a la
inspiración de otra paratleta, la corredora Paddy Rossbach, se propuso
participar en un triatlón conocido como Ironman a causa de la dureza de la
competición.
La prueba consiste en cubrir 3,8 kilómetros nadando, seguidos de 180
kilómetros en bicicleta y, finalmente, de todo un maratón, es decir, correr
42,195 kilómetros. Si esta es una prueba difícil para cualquier persona con
las dos piernas sanas, ya podemos imaginarnos el reto que significaba para
Sarah, que solo contaba con una pierna. Podemos imaginar también que
más de una vez, y aunque solo fuera por un instante, durante los
entrenamientos y durante la propia competición, habrá sentido que el
esfuerzo era demasiado para sus músculos, que seguramente nadie le
recriminaría abandonar su proyecto porque, después de todo, solo tenía una
pierna. Quizá se le ocurrieron decenas de ideas que podrían haberle servido
de excusa para dejarlo, para descansar. Al fin y al cabo, ¿quién podría
reprochárselo?
Pero Sarah no lo hacía por los demás, sino por ella misma, y la ilusión y
las ganas pudieron más que las dificultades. Sarah consiguió llevar adelante
correctamente su preparación y convertirse en la primera mujer amputada
en finalizar el Ironman de Hawái.
Sarah alcanzó las metas que se había propuesto, esta y muchas más,
sencillamente porque no se rindió nunca. No permitió que las ideas
derrotistas se alimentaran de sus sensaciones negativas para convertirlas en
excusas. Después de todo, como dice un antiguo proverbio árabe:
Las cinco cosas que no nos gustan (pero debemos hacerlas igual)
Como dice mi amigo Josean, hay personas que se enfadan con el día. Salen
por la mañana: «¡Vaya día, está lloviendo y me he dejado el paraguas!».
Más tarde, en el bar: «Este cortado está frío». Y así todo el día. Y así, al día
siguiente, salen con el paraguas y hay un sol de justicia: «Y ahora qué hago
yo con el paraguas, seguro que me lo olvido en algún lugar». En el bar:
«Este café está tan caliente que no puedo tomármelo». Y así siguen, todo el
día. Y eso mismo ocurre muchas veces con los hijos porque no les
enseñamos una cosa básica. Es la regla de las cinco cosas que suelo exponer
en mis charlas: cada día hemos de hacer por lo menos cinco cosas que no
nos gusten.
Y eso es lo que debemos enseñarles a nuestros hijos, que todos tenemos
que hacer cosas que no nos gustan. Desde luego, debemos hacerlo con
mucho cariño y mucha paciencia, pero es algo necesario para que aprendan
a vivir sin enfadarse en una realidad que no siempre es agradable. Me pasa
cada día cuando llego a casa después de haberme levantado a las seis de la
mañana y haber trabajado todo el día en varios lugares, sin apenas tiempo
para comer algo a mediodía. Entonces, después de cenar, lo que me apetece
es sentarme un rato en el sofá, conversar con mi mujer, ver un rato de tele,
pero sucede que tengo que bajar la basura. ¡Y no me gusta bajar la basura!
Por lo tanto, tengo dos opciones: o la bajo o la bajo. Quiero decir, puedo
bajar la basura despotricando como esos que viven enfadados con el día:
«Vaya día, esto no me gusta, no quiero hacerlo…», o bien puedo bajarla con
rapidez y subir para dedicarme a otra cosa, pero sin enfadarme. Y esto
hemos de enseñárselo a nuestros hijos. Si no te gusta algo, cámbialo, pero,
si no puedes cambiarlo, cambia de actitud.
Como he dicho antes, todo se educa, y enseñar a hacer esas cosas que,
aunque no nos gusten, son buenas para nosotros y nuestros seres queridos es
una tarea que corresponde a padres y madres.
En relación con esto, siempre recuerdo a un compañero de trabajo que
cada vez que me veía me decía: «¡Qué bien que vives, Francisco!». Y yo
me quedaba pensando: «Me he levantado a las seis de la mañana y no he
parado un segundo. He llevado a los niños al cole, he estado en la asesoría
toda la mañana, he salido pitando para dar clases…». Y, así, cada vez que
mi compañero me decía: «¡Qué bien que vives!», yo me ponía a repasar
todo lo que había hecho hasta ese momento y me preguntaba: «¿Por qué me
lo dice? Si él tiene un solo trabajo, no tiene hijos que llevar al cole,
comparte la afición que le apasiona con su mujer…». Debo confesar que no
solo me sorprendía, sino que hasta me molestaba un poco. Y, así, cada vez
yo volvía a preguntarme: «¿Por qué me lo dice?». Hasta que un día me di
cuenta y sonreí. Me lo decía porque siempre me veía contento. No era mi
vida lo que él encontraba bien —que es una buena vida y no me quejo—,
sino mi actitud. Y desde entonces mi vida es todavía mejor, y cuando él me
lo recordaba con su cotidiano: «¡Qué bien que vives!», yo pensaba en
silencio: «¡Qué razón tienes!».
Recomendaciones
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«Ni en el corazón de los individuos ni en las costumbres de las sociedades habrá una
paz duradera mientras la muerte no quede fuera de la ley.»*
ALBERT CAMUS
Una nueva forma de entender el rol masculino en la relación con los hijos.
Jacques Lacan, uno de los mejores lectores de Freud, sostenía que toda la
investigación freudiana se reduce a una cuestión: ¿qué es ser un padre? El
propósito de este libro es dar respuesta a tan difícil pregunta a partir de la
perspectiva de la terapia Gestalt, uno de cuyos principales exponentes en la
actualidad es su autor, Albert Rams, reconocido psicólogo, psicoterapeuta
de padres e hijos y formador de terapeutas. Ser padre hoy es una profunda
reflexión, que aborda diversas perspectivas, alrededor de la paternidad en el
siglo XXI: una progenitura cuya hombría debe entenderse como un
compromiso con "la verdad", y que sostiene que la fuerza del padre nace de
la conciencia de la propia vulnerabilidad y de la superación de lo patriarcal.
Es también una lectura de los diferentes modos de ejercer la paternidad y un
valioso manual para profesionales de la salud sobre cómo hacer frente al
trabajo terapéutico con los padres y los hijos. Y es, por encima de todo, un
estudio en torno a la experiencia del autor como padre, que le ha servido
como vía de autoconocimiento, apertura al amor y para dar lo mejor de sí
mismo.
El Dr. Mario Alonso Puig nos ofrece un mapa con el que conocernos mejor
a nosotros mismos. Poco a poco irá desvelando el secreto de cómo las
personas creamos los ojos a través de los cuales observamos y percibimos
el mundo.
Este libro pretende hacerte pensar, de forma amena y clara, para ordenar
ideas, para priorizar, para ayudarte a tomar decisiones. Con un enfoque muy
sencillo, cercano y práctico, este libro te quiere hacer reflexionar sobre la
importancia de vivir una vida con sentido. Valoramos a las personas por su
manera de ser, por sus actitudes, no por sus conocimientos, sus títulos o su
experiencia. Todas las personas fantásticas tienen una manera de ser
fantástica, y todas las personas mediocres tienen una manera de ser
mediocre. No nos aprecian por lo que tenemos, nos aprecian por cómo
somos. Vivir la vida con sentido te ayudará a darte cuenta de que lo más
importante en la vida es que lo más importante sea lo más importante, de la
necesidad de centrarnos en luchar y no en llorar, de hacer y no de quejarte,
de cómo desarrollar la alegría y el entusiasmo, de recuperar valores como la
amabilidad, el agradecimiento, la generosidad, la perseverancia o la
integridad. En definitiva, un libro sobre valores, virtudes y actitudes para ir
por la vida, porque ser grande es una manera de ser.
Los problemas de dinero nunca se han solucionado con dinero, sino con
ideas nuevas. Sin embargo, cuando pasamos por dificultades económicas,
toda nuestra energía se canaliza en tratar de resolverlas, y –
paradójicamente– no generamos ideas nuevas. Por eso este libro no trata
tanto sobre dinero, sino sobre cómo recuperar la libertad sobre tu tiempo y
tu energía. Para ello, debes aprender primero qué es el dinero, los mitos y
las creencias que tenemos sobre el mismo, así como las actitudes necesarias
para mejorar tu situación económica. La mayoría de las personas no ha
estudiado nada sobre el dinero, aunque se trate de una herramienta que
emplean cada día. Esta nueva obra de Sergio Fernández, autor de los best
sellers Vivir sin jefe y Vivir sin miedos, entre otros libros, explica, como
nadie lo ha hecho hasta ahora, todo lo que debes saber para cambiar de una
vez tu economía y tu vida.