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Francisco Castaño - La Mejor Versión de Tu Hijo

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La mejor versión de tu hijo

Francisco Castaño
Primera edición en esta colección: abril de 2020

© Francisco Castaño, 2020


© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2020

Plataforma Editorial
c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona
Tel.: (+34) 93 494 79 99 – Fax: (+34) 93 419 23 14
www.plataformaeditorial.com
[email protected]

ISBN: 978-84-17886-98-1

Realización de cubierta y fotocomposición:


Grafime

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escrita de los titulares del copyright , bajo las sanciones establecidas en las leyes, la
reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de
ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o
reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org
).
Índice

Introducción
Recordemos

PARTE I. EDUCAR EN LA SOCIEDAD ACTUAL


1. Coherencia y honradez
Educar con el ejemplo
Ir a una
Evitar el chantaje emocional
Educar sin culpabilidad
Recomendaciones
2. Valorar y respetar a nuestros hijos
Recomendaciones
3. Firmeza y cariño
Educar en positivo
Educar en positivo no es sobreproteger
Normas, límites y consecuencias
Recomendaciones
4. Comunicación y convivencia
Cómo y por qué eliminar los gritos
Recomendaciones
5. Esfuerzo y responsabilidad
Recomendaciones
6. Educar las emociones
Recomendaciones

PARTE II. RETOS ACTUALES EN LA EDUCACIÓN DE LOS


HIJOS
7. Las nuevas tecnologías
El teléfono móvil
Internet y redes sociales
Videojuegos
Recomendaciones
8. Los hijos y la sexualidad
Recomendaciones
9. Cambios en la estructura familiar
Separaciones y divorcios
La adolescencia

PARTE III. NO TODOS VAN PARA INGENIEROS (ACEPTAR Y


APOYAR A LOS HIJOS)
10. Triunfar en la vida
Qué metas proponer y cómo alcanzarlas
El fracaso como aprendizaje
Tipos de personas: las que triunfan y las que no
Las cinco cosas que no nos gustan (pero debemos hacerlas igual)
Recomendaciones
Introducción

A estas alturas del siglo XXI ya estamos acostumbrados al hecho de que,


para poder hacer bien muchas de las cosas importantes de la vida, antes
debemos prepararnos a conciencia. Estudiamos varios años para ejercer un
oficio o una profesión de la manera más competente posible, dedicamos
semanas y hasta meses a aprender a conducir con seguridad, invertimos
dinero y tiempo en cursos de formación y perfeccionamiento para conseguir
mejorar nuestras habilidades laborales, deportivas o artísticas. Sin embargo,
la idea de formarnos como padres y madres sigue sorprendiendo a muchas
personas. Esto no deja de ser curioso, porque no cabe duda de que este rol,
el de educador de nuestros hijos, es uno de los de mayor importancia para
nosotros mismos como padres, para nuestros hijos y para la sociedad de la
que formarán parte. Sin ir más lejos, el tipo de personas que llegarán a ser
nuestros hijos depende, en gran medida, de la educación que les demos en
casa.
Pero la sociedad actual no es la misma que hace treinta o cuarenta años y
la educación de hoy no es ni puede ser como la que recibimos de nuestros
padres. Todo ha cambiado, las familias, la tecnología, la forma de entender
qué es un niño o un adolescente, qué es educar y, sobre todo, cómo nos
relacionamos con nuestros hijos. Hace tres o cuatro décadas, por ejemplo,
todavía se educaba sobre la base de una autoridad paterna que casi nadie
discutía. El padre y la madre eran autoridades que prescribían a sus hijos el
camino que seguir y castigaban a los rebeldes, incluso de manera física.
Hoy en día la autoridad es únicamente una parte del papel de ser padres y
solo funciona si la complementamos con nuestro esfuerzo, coherencia y
cariño por los hijos.
El respeto, además, ya no es solo el que deben los hijos a sus
progenitores, sino el que todas las personas de una familia se deben entre sí.
Los padres actuales no podemos educar sin ser los primeros en respetar los
derechos y las particularidades de nuestros hijos. Y sabemos de sobra que
los castigos físicos no resuelven ningún conflicto, sino que los agravan, y
hasta que es mucho más eficaz asociar consecuencias objetivas a los
comportamientos no deseados que castigarlos.
En la actualidad, nuestro papel de padres y madres educadores no puede
tener otro fundamento que el amor, la confianza y el respeto. El amor nos
impulsa a aprender y hacer todo lo que está en nuestras manos para apoyar
a nuestros hijos mientras se desarrollan. Eso incluye, entre otras muchas
cosas, levantarnos a las tres de la mañana para ver si les ha bajado la fiebre,
esperar muertos de frío mientras ellos acaban su entrenamiento, muertos de
sueño cuando vuelven de madrugada, abrazarlos cuando están tristes,
celebrarlo cuando están contentos, jugar con ellos cuando tenemos tiempo
libre, poner normas para orientarlos y, muchas veces, decir que no para que
aprendan que hay límites, que no todo se puede hacer en cualquier
momento y que no pasa nada por eso porque el mundo es así. La confianza
en nuestros hijos es la confianza en que son buenos, en que no hacen las
cosas para fastidiarnos, sino porque no saben hacerlas de otra manera, por
lo que, si los educamos adecuadamente, disminuirán los conflictos y serán
capaces de crecer y de llegar a ser personas autónomas. El respeto,
finalmente, es el que le debemos a cada persona; fundamentalmente, el
respeto a su individualidad. No podemos forzar a nuestros hijos a ser como
nosotros nos gustaría que fueran, sino que debemos respetar sus
peculiaridades, intentar entenderlos y tenderles la mano cada vez que lo
necesiten.
Estoy convencido de que todo se puede educar. De ello se sigue que no
hay casos perdidos, que siempre estamos a tiempo de educar a nuestros
hijos si, como hemos dicho, nos esforzamos por ellos, confiamos en ellos y
respetamos su individualidad. Es posible que haya ocasiones en las que
necesitemos la ayuda de un asesor profesional para reconducir ciertos casos,
pero a la larga, si no hay una patología, llegaremos a buen puerto.
Sean pequeños o sean adolescentes, educar a nuestros hijos no consiste
en transformarlos en los adultos que a nosotros nos gustaría que fueran, sino
en desarrollar sus propias potencialidades. El objetivo fundamental de la
educación parental es ayudar a nuestros hijos a ser la mejor versión posible
de sí mismos.
También debemos tener en cuenta que educar es un arte, no una ciencia.
Educar es el difícil arte de hacer que los chavales aprendan a valerse por sí
mismos, a hacer frente a las dificultades de la vida y a adquirir conciencia
moral, y todo esto mientras tanto ellos como nosotros, sus padres, somos
felices. Para más inri, los niños no son todos iguales. Unos son más
tranquilos, otros más rebeldes. Los padres, que tampoco somos todos
iguales, hemos de entender a nuestro hijo. Como digo con frecuencia,
debemos educar al hijo que tenemos, no al que nos gustaría tener.
Y, como educar es un arte difícil, los padres hemos de aprenderlo con
tiempo y esfuerzo. En cierto sentido, educar es como preparar un buen
guiso. Para que salga bien hay que actuar a conciencia y sin prisas y dar al
proceso el tiempo y la atención necesarios. No es lo mismo usar la olla
exprés que poner el puchero a fuego lento y constante y supervisar que el
preparado vaya madurando a su ritmo hasta que esté listo.
Los numerosos retos de la sociedad actual nos obligan a informarnos,
reflexionar y buscar nuevas estrategias para conseguir nuestros objetivos
educativos. De ahí la ocurrencia de ofrecer este libro, que espero que pueda
servir de guía para madres y padres preocupados, fruto de mi larga
experiencia como asesor familiar, profesor y padre. Y si después de leer
esta introducción compráis el libro, os aconsejo que también compréis un
camión de paciencia, porque, igual que para preparar un buen guiso, la
paciencia es esencial para educar.

Recordemos

Toda conducta se puede educar.


Educar a los hijos es el arte de enseñarles a ser la mejor versión de sí mismos.
Educamos sobre la base del cariño, la confianza, la comunicación y el respeto; con normas y
límites claros y consecuencias previstas.
El objetivo de la educación es lograr hijos e hijas felices, autónomos, ricos en valores y
capaces de hacer frente a la adversidad.
Hemos de educar al hijo que tenemos, no al que nos gustaría tener.
El arte de educar a los hijos se debe aprender y su práctica exige paciencia.
PARTE I
Educar en la sociedad actual
En la actualidad, educar es mucho más difícil que cuando a nosotros nos
educaron nuestros padres. La causa de ello es que la sociedad ha cambiado.
Se ha hecho más compleja y, además, ahora las cosas van más rápido. Hoy
en día los niños tienen de todo y los padres intentamos que no sufran por
nada ni les falte de nada. Muchas veces queremos que sean los mejores, que
logren sus objetivos lo más rápido posible y, si se puede, con el menor
esfuerzo. Y, cuando no lo conseguimos…, nos sentimos culpables. Nuestra
sociedad, que es la sociedad de la información, de las nuevas tecnologías y
de una gran cantidad de otras cosas, bien podría llamarse la sociedad de la
inmediatez.
Estamos acostumbrados a tenerlo todo de manera instantánea: las
noticias, la comida, los productos que compramos. En este aspecto, nuestros
padres lo tenían más fácil porque la vida nos enseñaba a esperar y a ser más
pacientes. De pequeños nosotros experimentábamos el tiempo de otra
manera. Si teníamos que hacer un trabajo para la escuela, primero debíamos
consultar la enciclopedia, una o varias, escribir un resumen de lo que ponía
allí, pasarlo a la libreta y solo después podíamos presentarlo al maestro o
profesor. Cuando yo era joven no había cámaras digitales ni móviles. Para
poder ver cómo me había quedado una fotografía, primero tenía que acabar
el carrete, después llevarlo al laboratorio para que lo revelaran y,
finalmente, esperar una semana o diez días a que las impresiones estuvieran
listas. En la actualidad basta encender el ordenador, hacer tres o cuatro clics
con el ratón y ya está, hemos enviado el trabajo a la maestra. Saco el móvil,
aprieto un botón y no solo puedo ver la foto que he tomado de manera
instantánea, sino que, en el mismo momento, puedo modificarla hasta
conseguir la imagen que me satisfaga.
Ahora vivimos a otro ritmo y queremos las cosas de inmediato. Hace un
tiempo, encontré una oferta de toallas de playa en Internet. Era enero y
estaban de rebajas, por lo que compré una. Cuando tuve que escoger el
envío, advertí que el tiempo más corto que la página me ofrecía para el
envío gratuito era una semana. «¡A quién se le ocurre! —me dije—. ¡Una
semana esperando una toalla!» Una semana sin una toalla que no iba a
utilizar hasta… ¡cinco meses después! Cuando lo pensé de esta manera, me
quedé de piedra. La inmediatez me había colado un gol. Pero, pese a
muchas de nuestras sensaciones, la mayoría de lo que realmente vale la
pena no acepta nuestras pretensiones de inmediatez, sino que sigue
exigiendo tiempo y esfuerzo. Si nosotros mismos actuamos de esta manera,
cómo podemos quejarnos de que nuestros hijos lo quieran todo ya. Nuestro
papel es enseñarles a esperar y que las cosas que se obtienen con esfuerzo
se valoran mucho más.
Lo que está claro es que las necesidades de educación de nuestros hijos
no son las mismas que cuando nosotros éramos pequeños. Las ideas
relacionadas con la naturaleza de los hijos, sobre cómo y para qué educarlos
han cambiado radicalmente. Por ejemplo, la inteligencia ya no es eso que se
mide con el CI (coeficiente intelectual), sino que ahora sabemos que hay
múltiples aspectos en los que se puede ser inteligente. La racionalidad y la
adquisición de conocimientos no han dejado de ser esenciales para la tarea,
pero a ellas se ha sumado un elemento tan fundamental como los anteriores.
En efecto, en nuestros días, la gestión de las emociones en los procesos
educativos, tanto en padres como en hijos, se ha elevado hasta alcanzar una
importancia comparable a la de la razón y el conocimiento. También ha
cambiado nuestra idea de autoridad. Ya no ordenamos a nuestros hijos que
hagan tal o cual cosa sin mayor justificación que «porque lo digo yo». Hoy
en día enseñamos hábitos y explicamos , siempre de manera adecuada a la
edad del niño o la niña y sin intentar convencerlos, los porqués de esas
enseñanzas. Y si bien continuamos educando para que nuestros hijos
puedan conseguir un trabajo y una vida digna en el futuro, el mandato
fundamental de la pedagogía familiar contemporánea es educarlos para que
sean personas autónomas y felices. En otras palabras, educamos para que
aprendan a aceptar y resolver todas las vicisitudes que encontrarán a lo
largo de su vida, tanto las positivas como las negativas, y para que sean
felices mientras lo hacen, es decir, mientras viven.
Hoy en día, la tecnología ya no es algo a lo que recurrimos en ocasiones
especiales para resolver un problema concreto o disfrutar de un momento de
ocio. Las nuevas tecnologías están en cada faceta de nuestra compleja vida
social y la afectan de múltiples maneras, no siempre beneficiosas. Para
darnos cuenta de la diferencia entre la sociedad de nuestros hijos y la de
nuestra niñez, basta recordar que la mayoría de los padres y madres de
ahora nacimos antes de que se inventaran Internet y los teléfonos móviles,
mientras que nuestros hijos son lo que suele llamarse «nativos digitales» y
no conciben otro móvil que el smartphone . Y, además, esto cambiará
pronto, porque en pocos años nuestros adolescentes también serán mamás y
papás y deberán afrontar sus propios retos a la hora de educar a sus hijos,
nuestros nietos.
Como he dicho, todo lo anterior se combina para formar un panorama
radicalmente nuevo en lo que a educación de los hijos se refiere. Y, del
mismo modo que en cierto momento supimos que los conductores de
automóviles necesitaban formarse para hacerlo bien y, sobre todo, con
seguridad para ellos y para el resto de la sociedad, ahora resulta evidente
que padres y madres necesitamos formarnos para ser capaces de dar a
nuestros hijos una educación que les permita desarrollarse como individuos
y como miembros sanos y felices de esta sociedad tan compleja.
Pero hay algo más. No sirve de nada pasarnos veinte años batallando
constantemente con nuestros hijos para que ellos sean felices en su adultez.
Tenemos claro que preferimos y podemos hacer que el proceso de educar a
nuestros hijos sea más eficaz y armónico. No solo buscamos educar a los
menores para su felicidad futura, sino que queremos ser felices nosotros
ahora y que ellos lo sean mientras los educamos. Afortunadamente, ahora
contamos con una diversidad de conocimientos que nos ayudan en la tarea
de educar. Sabemos, por ejemplo, que los niños no son adultos en
miniatura, sino personas en formación con características y necesidades
anatómicas, fisiológicas y psicológicas propias de la etapa de desarrollo en
la que se encuentran. Sabemos que la estimulación intelectual, los hábitos
saludables y un entorno armonioso contribuyen a prevenir las conductas de
riesgo en los adolescentes. Sabemos, en fin, que hay mucho que aprender
para lograr que nuestros hijos consigan ser personas autónomas y felices.
Por lo tanto, hemos de entender primero algunas ideas básicas sobre ese
proceso educativo, que es lo que intento ofrecer en esta obra.
1.
Coherencia y honradez

No podemos sobrestimar la importancia de la coherencia y la honradez a la


hora de educar a nuestros hijos e hijas. Ambas son condiciones necesarias
para que ellos nos respeten, pero, además, evitarán que se sientan
desorientados con los mensajes contradictorios que les enviamos cuando
decimos una cosa y hacemos otra o cuando un día actuamos de un modo y
otro lo hacemos de una manera diferente. Si tenemos esto claro, nos
resultará fácil entender que, para poder educar a nuestros hijos e hijas,
primero debemos ser conscientes de cómo nos comportamos y cómo hemos
de comportarnos nosotros como padres. El motivo es que nuestro
comportamiento condiciona en buena medida el de nuestros hijos.

Educar con el ejemplo

Uno de los descubrimientos fisiológicos más importantes de los tiempos


recientes es el de las neuronas espejo. Este hallazgo tiene consecuencias
relevantes para la educación de los niños y los adolescentes. Estas células
son la base de la empatía, porque impulsan a los niños a comportarse
imitando lo que están viendo. Si una persona está alegre, «irradia» alegría;
si está triste, «transmite» tristeza. Este fenómeno se agudiza en los más
pequeños, que imitan todo lo que ven a su alrededor desde que son bebés.
Por ejemplo, cuando mamá o papá están nerviosos, les resulta mucho más
difícil calmar a su bebé. En cambio, si se sienten tranquilos, la tarea les
resulta más fácil.
Esto, que ocurre en el plano emocional, también se da en el plano
conductual. De ahí que la imitación del comportamiento sea algo innato en
el ser humano y constituya, además, la base de una gran cantidad de
aprendizajes importantes. Por eso digo que los padres educamos
principalmente con el ejemplo. Educamos más con lo que hacemos que con
lo que decimos.
Esto explica por qué hemos de tener siempre en cuenta que somos el
referente principal de nuestros hijos. Solo en segundo lugar están los
profesores, entrenadores y otras personas que intervienen en la educación
de los chavales. Y detrás vienen los ídolos deportivos, musicales, artísticos
o de cualquier otro tipo que ellos puedan tener. Aunque este orden de
prioridades cambia en la adolescencia, etapa en que los ídolos pasan a ser
sus principales referentes, pero, si lo hemos hecho bien de pequeños,
tendrán la base insertada en su ADN.
Suelo decir a las familias que me visitan en la asesoría familiar que los
hijos siempre nos están observando, que todo lo que hacemos hará que ellos
se comporten de manera semejante. Y esto sucede incluso con los más
pequeños. A veces pensamos que no se dan cuenta de lo que ocurre a su
alrededor, pero la verdad es que están pendientes de todo y son más
perceptivos de lo que generalmente creemos. Por eso los padres hemos de
procurar actuar como deseamos que lo hagan nuestros hijos. Si vamos
conduciendo y comenzamos a gritar o a insultar cuando otro conductor o un
peatón la lían, no podemos esperar que nuestros hijos actúen de manera
diferente. Si cuando estamos mirando un partido de fútbol en la tele nos
ponemos como energúmenos y vociferamos contra la pantalla o, peor aún,
hacemos esto mismo desde las gradas en un partido de uno de nuestros
hijos, ¿cómo podemos pedirles después a ellos que no reaccionen así ante
un resultado que no es el que esperaban? Si cuando vamos por la calle
tiramos el envoltorio del caramelo al suelo, si tratamos a los diferentes con
menosprecio, si no colaboramos en las tareas básicas en casa, estamos
dando ejemplos que nuestros hijos tenderán a repetir. Nuestros hijos son, en
gran medida, como los padres los educamos.
Lo que ocurre con el comportamiento puntual también ocurre con los
valores. La imitación es el mejor aprendizaje de los valores y los hábitos
que queremos inculcar a nuestros hijos. Si somos ordenados, dejamos la
ropa doblada sobre una silla o la colgamos en una percha en lugar de tirarla
en el primer lugar que encontramos al llegar, nuestros hijos también
valorarán el orden y se comportarán según ese valor. Si somos puntuales,
ellos también tenderán a serlo. Y lo mismo sucede con los hábitos
relacionados con la salud. Si cuidamos nuestra alimentación, hacemos
deporte y descansamos lo suficiente, no solo nos irá mejor a nosotros, sino
que estaremos transmitiendo a nuestros hijos un poderoso mensaje.
Hace unos años, en mi papel de educador, me tocó salir de colonias con
un grupo de doce alumnos de 3.º de ESO. Al atardecer del primer día, nos
fuimos a la habitación para preparar las literas donde íbamos a dormir. Les
pedí que, primero, sacasen las sábanas bajeras. Los chavales me miraron
como si les hubiera pedido que volaran a la luna, ida y vuelta. Ni uno solo
de ellos tenía la menor idea de lo que era una sábana bajera, no lo habían
aprendido nunca. Esta misma anécdota la conté en una conferencia en otra
ocasión y, mientras lo hacía, noté que dos señoras y un señor de la segunda
fila se estaban riendo a más no poder. Cuando acabó la conferencia, me
acerqué a ellos y les pregunté qué les había hecho tanta gracia: «Es que mi
marido tampoco sabía lo que es una sábana bajera», respondió una de ellas.
Y yo pensé: «Ahí está el problema. Nuestros hijos e hijas aprenden lo que
ven en casa». Y eso es lo que ocurre con cada aspecto de la educación de
nuestros hijos e hijas. Enseñamos, antes que nada, con el ejemplo.
De nada sirve machacar a un hijo o a una hija para que haga ciertas cosas
(o para que deje de hacer ciertas otras) si nosotros hacemos lo contrario de
lo que predicamos. Con eso les provocamos confusión, ya que estamos
enviando un mensaje contradictorio acerca de lo que hay que hacer y lo que
no. Pero, además, estaremos perdiendo autoridad, por lo menos la autoridad
moral que surge de hacer lo que se dice que se debe hacer. ¿Por qué habría
de hacer yo lo que mi madre no hace?
Otra forma de coherencia es la que hay, o no hay, entre lo que esperamos
de ellos y cómo los educamos. Hace unos meses recibí la llamada de una
madre que estaba preocupadísima por el comportamiento de su hijo de
catorce años. «Creo que es adicto al sexo», me dijo. «¿Por qué?», le
pregunté yo. «Se pasa todo el día encerrado en la habitación mirando vídeos
porno.» Claro, pensé yo, que conocía el caso, el chaval tiene un ordenador
en su habitación, con la mejor tarjeta gráfica del mercado, un monitor de 32
pulgadas, acceso a Internet y ninguna limitación de uso. Todo eso se lo ha
dado su madre. ¿Se va a poner a mirar documentales de La 2? Se lo dije así
a la mujer. ¿Cómo pretender que él mismo se ponga los límites que no le
hemos enseñado ni lo ayudamos a respetar? Este tipo de incoherencias y
contradicciones es muy perjudicial, porque borra con una mano lo que
escribimos con la otra. Como explicaré en el apartado «Normas, límites y
consecuencias», la coherencia de los progenitores resulta esencial para que
los hijos aprendan a cumplir reglas.
La fuerza del ejemplo es el fundamento de una de las reglas de oro de la
educación: hemos de ser coherentes, tanto en lo que decimos como en lo
que hacemos. Y ser coherentes es también ser honrados, tanto con nosotros
mismos como con nuestros hijos.

Ir a una

Es importante que la coherencia se extienda a la pareja de progenitores. O


sea, que tanto el padre como la madre nos esforcemos en actuar del modo
en que queremos que lo hagan nuestros hijos. Que ambos progenitores
vayan a una evita otra fuente de contradicciones. Si mamá y papá actúan de
manera diferente ante la misma situación, lo más probable es que los hijos
se desorienten o se apunten a la manera de actuar que les resulte más fácil,
que no suele ser lo mismo que la conducta más adecuada. Me apresuro a
decir que esto es ligeramente diferente cuando los padres están separados,
pero no me extenderé sobre ello aquí, sino en el apartado «Separaciones y
divorcios», del capítulo 9.
En todo caso, padres y madres podemos comentar entre nosotros los
comportamientos del otro que nos provocan dudas y que pueden afectar a la
educación de los hijos. Siempre con respeto, desde luego. Si la madre tiende
a ser mucho más estricta que el padre, por ejemplo, quizá sea oportuno
hablarlo y establecer criterios comunes. Nuestra pareja seguramente puede
detectar con mayor facilidad que nosotros mismos las conductas que
debemos modificar delante de los hijos si no queremos que las imiten.
Hemos de procurar no tomarnos estos comentarios como un ataque de
nuestra pareja, sino como una colaboración que puede ayudarnos a cambiar
algo en beneficio de nuestros hijos.

Evitar el chantaje emocional


Una de las estrategias que solemos usar para que nuestros hijos nos hagan
caso es el chantaje o extorsión: «Si haces los deberes, te dejaré ver más
tele», «Si recoges los platos, te daré más tiempo con la Play», «Si no te
acabas toda la comida, no iremos al parque», etcétera. El chantaje es buscar
que los hijos obedezcan a cambio de darles —o no darles— algo que
desean, ya sea un objeto material o inmaterial. También es chantaje, y de
una especie peor, el que pone en juego nuestro cariño por el hijo o la hija:
«Si no te duermes, no te voy a querer». El problema con esta manera de
hacer las cosas es que a la larga trae consecuencias que acabarán
volviéndose contra los padres.
Dado que educamos más con nuestros actos que con nuestras palabras, si
caemos en la extorsión, nuestros hijos aprenderán a conseguir lo que
quieran practicando la misma estrategia. Así pues, cuando les pidamos que
vayan a comprar el pan, nos responderán con un: «¿Y qué me vas a dar a
cambio?».
Además, los niños y las niñas educados mediante el chantaje suelen tener
baja autoestima, se sienten presionados para cumplir con sus
responsabilidades en lugar de asumirlas como propias, tienden a caer en el
fracaso escolar, tienen dificultades para relacionarse con los demás y,
conforme vayan creciendo, serán propensos a sufrir estrés y depresión.
Educar no es presionar ni chantajear, sino establecer hábitos saludables y
constructivos mediante normas, límites y consecuencias, con una buena
dosis de cariño y, sobre todo, con el buen ejemplo. Esta es la principal vía
por la que podemos inculcar valores a nuestros hijos. No podemos esperar
que sean honrados, por ejemplo, si primero no les mostramos que lo somos
nosotros.
Pero, durante gran parte del proceso de crecimiento de nuestros hijos, nos
interesa que hagan caso —para aprender, para evitar peligros y para facilitar
la convivencia, entre otras cosas—, por lo que se impone la pregunta:
¿cómo lo conseguimos? Para lograr que los hijos hagan caso, lo primero es
establecer unas normas que orienten al chico o chica sobre cómo se espera
que se comporte. Hemos de aclarar que las normas no tienen la función de
hacer que nuestra hija haga tales o cuales cosas porque así lo dice su padre
o su madre. Las normas enseñan a asumir responsabilidades. Serán los hijos
quienes decidan si cumplen esas reglas o no, pero para eso deben saber cuál
es el motivo de esa norma y cuál es la consecuencia de saltársela. Si los
progenitores nos mantenemos firmes, los hijos decidirán cumplir aun
cuando lo que deban hacer no les guste demasiado.
Establecer normas no significa ser autoritarios ni tener una mala relación
con los hijos. El autoritarismo es arbitrario, mientras que la autoridad tiene
una justificación. Por eso las normas no están reñidas con la buena relación,
sino que exigen mantener una buena comunicación con los hijos, así como
una correcta educación emocional. Las normas tampoco se oponen al
cariño. Más bien lo contrario, son la manera adecuada de educar a esos
hijos que tanto amamos.
Si recurrimos a la extorsión para conseguir que nuestros hijos cumplan
las normas, hay algo que no acaba de funcionar. Hay que buscar otras
estrategias para lograr que sean responsables y tengan un buen
comportamiento. Y si alguna vez se cae en el chantaje, se ha de pensar por
qué ocurre en esa situación determinada y si es necesario modificarla. Si se
hace uso del chantaje de manera habitual, se ha de valorar que existe un
problema que hay que atajar cuanto antes. Si el hijo o la hija se sale con la
suya demasiadas veces a pesar de la voluntad de los padres, puede que sea
necesario acudir a un profesional.
Hemos de tener en cuenta que los pequeños (y los no tan pequeños) van a
usar diversas estrategias para intentar salirse con la suya. Si están haciendo
algo que no toca y se les indica que eso no está bien, puede ocurrir que
respondan que les da igual, que recurran a la táctica de negociar con los
padres para conseguir lo que desean o, directamente, que se enfaden. En
estos casos, si la situación es complicada, nuestros hijos suelen apuntar a la
línea de flotación. Nos gritan y pueden llegar a decirnos algo hiriente, lo
que, desde luego, complica aún más la situación. Ante estas circunstancias,
la reacción de los padres debe ser siempre la misma: no entrar al trapo, no
enfadarse y mantenerse firmes en su posición. Si hay una norma, se cumple;
si se ha de aplicar una consecuencia porque la norma no se ha cumplido, se
aplica. Si un hijo ofrece una razón convincente por la que se deba modificar
una norma, naturalmente, no está mal valorar sus motivos y negociar el
cambio, pero también debe quedar claro que quienes ponen las normas son
papá y mamá, y que no todo es negociable. Y, una vez establecida, la norma
se ha de cumplir.
Debemos admitir que resulta muy difícil que las palabras hirientes no nos
afecten, pero enfadarnos no nos ayudará en lo más mínimo. En cambio, la
firmeza sí que hará ver a nuestros hijos que hay una sola opción: cumplir
con lo que les toca. Los padres debemos tener siempre claro el motivo de
cada norma y todas ellas deben ser en beneficio de los hijos. Estos no deben
respetar las reglas porque se sientan culpables, sino porque saben que el
motivo principal de esas reglas es su propio beneficio. Con las normas, los
padres orientamos, enseñamos, protegemos y educamos hábitos. Si nuestros
hijos lo entienden así, las cumplirán. Además, se ha de tener presente que
las normas dan seguridad a los hijos porque, al conocerlas, saben lo que
tienen que hacer, cómo y cuándo. Esto les aporta esa sensación de serenidad
que ayuda a tener un ambiente de tranquilidad en casa.
Es fundamental mantenerse firmes en las normas y no cambiarlas en
función de si las cumplen o no. Además, si no se consigue a la primera,
habrá que buscar otras estrategias y evitar el chantaje por todos los medios
si no se quiere que nuestros hijos crezcan aprendiendo a manipular a los
demás mediante el chantaje para salirse con la suya.

Educar sin culpabilidad

Educar mediante la culpa o a partir de la culpa no debería ser nunca una


opción. Sin embargo, es habitual que los padres que me visitan en la
asesoría familiar confiesen que se sienten culpables: porque cuando llegan
del trabajo están tan cansados que no les apetece jugar con los hijos, porque
cuando estos les piden algunas cosas les dicen que no, porque les dicen que
sí y no están convencidos, porque, pese a los esfuerzos que hacen, muchas
veces las cosas en casa no van bien. Además, vivimos en una sociedad en la
que muchos padres tienen miedo de que sus hijos e hijas se frustren y sufran
por ello.
Una consecuencia de todo esto es que los padres tienen una permanente
sensación de culpabilidad, se vuelven permisivos y protegen a sus hijos en
exceso. El gran problema de la sensación de culpabilidad de los padres
cuando se traduce en la sobreprotección de los hijos es que fomenta que, al
crecer, los niños se sientan infelices, no toleren la frustración, no se
responsabilicen de sus actos y no sepan afrontar las dificultades con las que
se van encontrando día a día. En muchos casos, esta tendencia deriva en
comportamientos disruptivos, baja autoestima, impulsividad e inseguridad.
Por eso hemos de educar sin culpa y hacer uso de lo ya dicho: normas,
límites, consecuencias y ejemplo. Siempre en un contexto de cariño y
transmisión de valores.
Es muy importante que los hijos aprendan a aceptar y superar cierta dosis
de frustración, será su entrenamiento para no desmoronarse más adelante,
cuando tengan que afrontar circunstancias realmente difíciles como adultos.
Esto simplemente añade otro motivo para que los padres digamos que no a
algunas cosas que nos piden los hijos. No podemos concederles todos los
caprichos porque los estaremos alentando a ser caprichosos, y debemos
corregirles aquello que no hacen bien, porque más tarde ellos mismos
deberán autocorregirse. Pero nada de esto debería ser una fuente de culpa,
ni para los hijos ni para los padres.
Asimismo, en ocasiones nos sentimos culpables por hacer que nuestro
hijo o hija realice tareas en casa, como prepararse un bocadillo u ordenarse
la ropa del armario. Nos parece que les estamos mandando hacer algo que
no les toca y, sin embargo, una breve reflexión sobre la importancia de la
autonomía haría desaparecer esa sensación.
Es curioso que la mayoría de los padres y madres actuales hayamos sido
educados por padres y madres que no tenían ese sentimiento de
culpabilidad. Pero la sociedad ha cambiado y con ella nuestra idea de qué
hacer y cómo hacerlo. En el pasado, la ausencia de culpa venía dada por la
forma de vida, que era más dura. Todo el mundo tenía claro que no se podía
tener todo ni, mucho menos, de manera inmediata. Cuando un padre o una
madre decía que no a lo que le pedían los hijos, eso no planteaba ningún
problema, simplemente se aceptaba, de mejor o de peor gana, pero las cosas
eran así y no se le daba muchas vueltas al asunto.
Algunos padres y madres de hoy en día no queremos que a nuestros hijos
les falte nada e intentamos por todos los medios darles todo lo que quieren.
De ahí que, cuando eso no es posible, aparezca el sentimiento de culpa.
Pero ¿cómo aprenderán a ser autónomos, fuertes en la adversidad y
resilientes ante los tropiezos si no se lo hemos enseñado durante su niñez y
adolescencia? ¿Cómo aprenderán a gestionar la frustración y a levantarse
cuando tropiezan si los criamos en una burbuja de cristal?
Otra de las fuentes de la culpa que a veces nos afecta como padres puede
estar en algo completamente lógico: educar no es fácil ni se nace sabiendo.
En mis charlas suelo enseñar un casco de albañil para significar que educar
es un trabajo y que es difícil, un proceso costoso, arduo y largo. Tener hijos
no es solo echarlos al mundo y todos felices. Hemos de educarlos, y no es
fácil. Por eso puede ocurrir que en algunas ocasiones no estemos seguros de
estar haciéndolo bien, de qué es mejor para nuestros hijos en un momento
dado. De esa inseguridad, de esa incertidumbre, a veces nace un
sentimiento de culpa que se intensifica cuando hemos de decir «no» a algo
que nuestros hijos nos piden. Pero debemos combatir ese sentimiento con
decisión. Por una parte, porque la culpa abre una grieta de debilidad que los
hijos detectan de inmediato y luego aprovechan para conseguir lo que
quieren y no toca. Pero, sobre todo, porque los padres no somos dioses.
Cuando educamos con firmeza y cariño, con coherencia, esfuerzo y
responsabilidad, cuando hacemos todo lo que podemos, no hay nada de lo
cual debamos sentirnos culpables. Nuestro trabajo como padres es hacer
todo lo que, según nuestras creencias y valores, pensamos que beneficia a
nuestros hijos.
Podemos prevenir el sentimiento de culpabilidad aprendiendo a sentirnos
seguros de lo que hacemos cuando educamos, y para eso debemos aprender
por qué, para qué y cómo establecemos pautas de comportamiento. Lo que
hace daño, en todo caso, es nuestra debilidad como padres, la
sobreprotección, el abandono de los hijos a su suerte, la incoherencia, la
pereza y la irresponsabilidad.
Como hemos dicho, una de las finalidades importantes de la educación es
enseñar a los chavales a valerse por sí mismos. Idealmente, cada niño,
adolescente o joven adulto tiene que saber ser autónomo en las actividades
o actitudes que le correspondan. Además, desde luego, está la cuestión de
las normas y los límites. Tanto unas como otros son imprescindibles para
garantizar la convivencia, crear hábitos positivos y prevenir riesgos
innecesarios durante el desarrollo.
Es cierto que a veces nos marean otras voces. La abuela, el suegro, la
hermana o los amigos pueden opinar de manera diferente sobre cómo
educar a un niño. Siempre hay otros que lo hacen distinto, especialmente
cuando los hijos entran en la adolescencia, momento en que aparece en
escena con mayor intensidad lo que hacen los amigos, lo que se permite
hacer o no hacer en otras casas, las tareas que los demás nunca hacen.
Podemos tener en cuenta esas opiniones y esas formas de educar diferentes,
pero las normas y los límites que ponemos nosotros a nuestros hijos no
deben depender de ellas. Somos nosotros, papá y mamá, los que debemos
decidir qué valores y qué comportamientos son los adecuados para nuestros
hijos.
Una fuente típica de conflictos es la de la hora a la que un adolescente
debe llegar a casa. Esto suele generar muchas dudas en los padres, ya que,
si «a todos mis amigos los dejan hasta las tantas» y nosotros no lo tenemos
muy claro, ¿cómo podemos saber cuál es el horario correcto? Y la
incertidumbre abre paso a la culpa porque de una u otra manera no estamos
convencidos de que lo estemos haciendo bien y no queremos que nuestros
hijos e hijas sufran. ¿Estamos siendo demasiado estrictos o, por el contrario,
el problema es que somos excesivamente permisivos? No hay respuestas
fáciles, pero está claro que hay criterios en los que podemos apoyarnos para
reducir esa inseguridad y, con eso, el sentimiento de culpabilidad.
Lo primero es tener claro que el objetivo general de las normas y los
límites que ponemos a nuestros hijos e hijas es ayudarlos a convertirse en
personas completas, autónomas y responsables, con conciencia moral y
capacidad para hacer frente a las circunstancias adversas que con toda
seguridad les tocará afrontar en algún momento de su vida. Esto,
claramente, solo puede plantearse y lograrse desde el cariño, pues conlleva
un gran esfuerzo y las dificultades son obvias. En segundo lugar, es
recomendable dedicar tiempo a reflexionar qué reglas y qué límites nos
ayudan a conseguir ese objetivo en cada caso. La improvisación puede estar
muy bien en algunos ámbitos, pero el de ser padres no es uno de ellos. Es
importante tener claro cuál es el motivo de cada norma antes de establecerla
y cuál es el comportamiento que se quiere promover o desalentar con ella.
Desde ya, ambos progenitores deben coordinarse para establecer y hacer
cumplir las normas que deben acatar los hijos. Por una parte, no hacerlo así
puede dar lugar a tensiones y «grietas» que los hijos casi siempre
conseguirán explotar en su «beneficio». Por otra, las cargas son más fáciles
de llevar cuando son compartidas. Conversar con otros padres y madres
experimentados puede aportar algunas ideas de qué es lo que conviene en
cada caso.
Siempre se ha de explicar, de manera positiva y constructiva, cuáles son
los motivos de que hayamos establecido una regla, así como cuáles serán
las consecuencias de no respetarla. Una vez establecida la norma, es
necesario mantenerse firme y hacerla cumplir.
No conviene evitar que los hijos cometan errores ni el hecho de que lo
hagan debería producirnos sentimientos de culpabilidad. Las
equivocaciones constituyen una de las mejores herramientas de aprendizaje
de las que disponemos. Aceptar de manera expresa que todos somos
humanos y podemos equivocarnos es una excelente manera de educar en la
humildad y de prevenir el sentimiento de culpabilidad.

Recomendaciones

Es bueno identificar las conductas que no queremos tener delante de nuestros hijos. Conviene
hablarlo con la pareja y hasta apuntarlo para ayudarse a ser coherentes.
Ser coherentes es esencial. Las incongruencias de los progenitores socavan la autoridad y
desorientan a los hijos.
Evitar el chantaje. Disponemos de normas y consecuencias previamente establecidas para
enseñar a nuestros hijos a comportarse. Si ellos ofrecen una razón convincente para negociar
algo, considerarlo y negociar no es malo, pero sin olvidar que somos nosotros quienes
fijamos las normas. Si el chantaje parece inevitable para que obedezcan, hay que buscar
ayuda profesional.
Esforzarse por ir a una madre y padre. Estrategias, normas y límites son más efectivos
cuando se han consensuado.
No evitar que los hijos se equivoquen. Los errores son la mejor herramienta de aprendizaje.
Padres y madres también se equivocan. No debemos sentirnos culpables por ello ni intentar
compensar a los hijos.
Saber que el «no» también educa y tener claro qué se consigue antes de utilizarlo.
2.
Valorar y respetar a nuestros hijos

Valorar y respetar a nuestros hijos son dos poderosas maneras de educarlos,


porque les dan un buen ejemplo, aumentan su autoestima y los hacen sentir
aceptados por lo que son y por cómo son, incluso cuando deban cambiar
alguna conducta que no los beneficia.
Hace unos años participé en un proyecto, Aula Oberta, en el que debía
dar clases a adolescentes con graves problemas de comportamiento en el
instituto y en casa. Eran chicos que no solo no estudiaban, sino que
molestaban en clase, y tenían conflictos en casa y en la calle. A los chicos y
chicas así se los suele tratar de una manera poco adecuada. Ante las
dificultades para conseguir que se ordenen y trabajen, lo habitual es que se
llegue a una especie de acuerdo en el que, si tú dejas tranquilo al chico, él
no se mete contigo. O bien se los acaba expulsando de clase y hasta del
centro educativo. Naturalmente, eso no permite trabajar en el aula ni enseña
nada, por lo que ese enfoque no sirve. Cuando se llega a esta situación, todo
el mundo se siente frustrado —profesores, padres, madres y los mismos
chicos y chicas— y se acaba estigmatizándolos. Se les dice: «Tú no vales»,
«Tú no serás nada». Pero, desde luego, esa no es la manera de mostrarles
que sí que valen y que pueden llegar a ser lo que se propongan… si
cambian su conducta inadecuada. Mi estrategia, en cambio, se basó en
valorarlos y respetarlos, en mostrarles que el esfuerzo merece la pena y que
el respeto mejora las relaciones con los demás, pero, sobre todo, que el
respeto por sí mismo mejora la relación con uno mismo, la autoestima. Una
de las maneras en que lo hice fue con un sencillo sistema basado en
reconocimientos. Por ejemplo, cada tanto recibíamos en la clase la visita de
personas destacadas que venían a contar sus experiencias de cómo habían
conseguido cumplir sus objetivos. Una vez vino el corredor de bolsa Josef
Ajram, autor del libro No sé dónde está el límite, pero sí sé dónde no está ,
y trajo unas pulseras con la pregunta «Where is the limit ?», o sea, «¿Dónde
está el límite?». Pues bien, lo que hice fue poner esas pulseras como
reconocimiento. Fijé una serie de condiciones y el que las cumplía se
ganaba una pulsera. Esos chicos y chicas «conflictivos» a los que se les
había dicho que no podían se esforzaban por cambiar su conducta para
conseguir el reconocimiento. Y, cuando se lo ganaban, esas pulseras se
convertían en lo más importante para ellos porque eran una demostración
tangible de que sí podían. Algo parecido pasó con unas cartas de una baraja
infantil que me dio mi hijo pequeño para que las pusiera como
reconocimiento. Hasta los malotes de la clase se esforzaron por conseguir
esas cartas infantiles. Y, desde luego, lo que les importaba a los chavales en
los dos casos no eran las pulseras o las cartas en sí, sino el reconocimiento
que significaba el haberlas ganado y poder mostrarlas a los demás.
El respeto se obtiene respetando a los demás y la relación entre padres e
hijos no es la excepción. Los hijos deben respetar a papá y a mamá, pero
estos también deben respetar a sus hijos e hijas. No hay que confundir el
respeto con el miedo. El respeto es la consideración y la valoración especial
que se tiene hacia alguna persona. Para que una madre o un padre consiga
que su hija o hijo tenga esta consideración hacia ellos, primero debe dar
ejemplo. Si los padres gritamos, no podemos esperar que los hijos no lo
hagan. Y es que, en ocasiones, también se confunde el respeto con la
obediencia, pero todos sabemos que podemos hacer caso a alguien por
diferentes motivos, entre ellos el miedo, pero sin respetarlo.
Lo más importante para hacerse respetar por los hijos es ser coherente y
asertivo, mostrarse seguro y no perder los papeles cuando los hijos no nos
hacen caso. Además de entenderlos, es bueno pensar qué imagen queremos
que ellos tengan de nosotros. Si deseamos que nos respeten y admiren,
debemos actuar nosotros de manera respetuosa y admirable.
Para conseguirlo, necesitamos estrategias que nos permitan educar sin
recurrir a las faltas de respeto. Insultar, avergonzar, reprochar con acritud,
usar sarcasmos, tonos irónicos o menospreciar a nuestro hijo o hija no es el
camino para educarlo en el respeto. No queremos enseñar ese tipo de
reacciones y por eso no debemos tenerlas nosotros. Hemos de conocer
nuestras propias emociones y prever las maneras de reaccionar ante los
comportamientos de nuestros hijos que consideramos inadecuados.
Como decía Oscar Wilde, el egoísmo verdaderamente inteligente es hacer
que los demás estén muy bien para poder estar nosotros un poco mejor. Si
hacemos esto con nuestros hijos e hijas, conseguiremos el respeto que
deseamos sin necesidad de gritos ni malos rollos en casa.
Cuando me preguntan qué es educar a nuestros hijos, suelo responder que
es enseñarles a valerse por sí mismos, algo que, sin duda, no puede
conseguirse sin valorarlos y respetarlos como lo que son, personas en
formación con sus características individuales. Esto es exactamente lo
contrario que hace un padre o madre controlador, el cual no respeta la
individualidad ni las libertades de sus hijos. Intenta saber en todo momento
qué está haciendo su hijo y quiere que haga las cosas exactamente como él
o ella le ha dicho. Si no lo consigue, tiene un intenso sentimiento de rabia y
frustración que, en la mayoría de los casos, acaba descargando en el hijo.
Es obvio que para educar es necesario poner normas y límites, así como
supervisar el comportamiento de los hijos. Esta es la manera de garantizar,
entre otras cosas, que crezcan seguros y sepan qué pueden o no pueden
hacer en cada ocasión. Sin embargo, las normas, los límites y la supervisión
a los que me refiero son instrumentos educativos, es decir, sirven a los hijos
porque les permiten aprender pautas de comportamiento y asumir
responsabilidades de manera paulatina. Lo que no son ni pueden ser es
herramientas para que los padres estemos cómodos y tranquilos, que es
justo lo que piensan los padres controladores.
Está claro que los hijos necesitan cierto control, especialmente cuando
son pequeños, pero también es obvio que ese control debe ir reduciéndose
conforme los niños van creciendo. Según la madurez de cada chaval, el
control debe ceder paso a la supervisión para que este vaya tomando las
decisiones que, por edad, le correspondan. Podrán ser correctas o no, pero
serán suyas y, al equivocarse, asumirá sus responsabilidades y aprenderá de
sus errores. La próxima vez que se vea ante una situación semejante,
seguramente tomará la decisión correcta. Los padres y madres
controladores impiden este proceso de desarrollo natural al hacer tan
restrictivos los límites de la libertad del menor que acaban ahogándolo.
Otra característica de los progenitores que abusan del control es, cómo
no, el autoritarismo. Este es muy diferente de la autoridad. Alguien con
autoridad es alguien a quien se respeta, no así al autoritario, que pretende
que todo el mundo le haga caso sencillamente «porque lo digo yo». Esta
expresión no debe usarse nunca en educación porque es como una daga
envenenada que acabará dañando a quien la blande. El control excesivo y el
autoritarismo tienden a provocar reacciones adversas en los hijos a medida
que estos crecen. Esas reacciones se disparan durante la adolescencia, etapa
caracterizada por actitudes de rebeldía y fuerte posicionamiento propios del
desarrollo normal del menor, pero que pueden provocar auténticas batallas
campales cuando no se gestionan adecuadamente. Es cierto que hay chicos
y chicas que reaccionan al control excesivo de manera opuesta, es decir,
acatando las órdenes de sus padres y encerrándose en sí mismos. Pero eso
tampoco es bueno. Estos adolescentes no han aprendido a tomar decisiones.
Ante una disyuntiva, esperarán a que sus padres les digan qué hacer.
Cuando los padres ya no estén, buscarán que alguien más lo haga, porque
ellos se sentirán incapaces de decidir. En consecuencia, serán personas
dependientes y con escasa iniciativa.
Pero, si volvemos a las reacciones rebeldes ante el autoritarismo parental,
que es lo más habitual, se trata de un motivo frecuente de conflictos en casa
de los padres y madres controladores. Estos intentan manejar el
comportamiento de los hijos, pero también vigilar todo lo que hacen, saber
con quiénes han estado, dónde han ido y un sinfín de detalles. Muchas
veces recurren a la manipulación y el chantaje para conseguir que los hijos
se comporten como los padres desean.
En pocas palabras, para estos padres la educación equivale a decirle al
hijo lo que debe hacer y la comunicación es igual a un interrogatorio para
averiguar qué hace. Y, cuando lo que averiguan no les gusta, el
interrogatorio se transforma en un sermón, una regañina o un castigo que, al
fin y al cabo, no es otra cosa que el fruto de su propia frustración. Como tal,
ese castigo suele ser desmedido y, por ende, transmitirá al hijo una
sensación de arbitrariedad e injusticia. Hay veces en que ni siquiera sabe
qué ha hecho mal o por qué le ha caído esa reprimenda, porque es
característico de los padres controladores enfadarse de manera rápida y
desproporcionada, no escuchar los motivos de sus hijos ni dar explicaciones
de los propios. Ante padres con actitudes como estas, los hijos suelen
refugiarse en el ocultamiento y la mentira. Dirán lo que los padres quieran
escuchar para evitarse la bronca, pero no aprenderán nada bueno de ello.
Afortunadamente, hay maneras eficaces de no convertirse en padres
controladores. Para comenzar, pensar que nuestros hijos deben hacer las
cosas para aprender y madurar, no para complacernos ni para hacernos la
vida más fácil. Esto exige poner entre nuestras prioridades el respeto por su
individualidad y su libertad. En segundo lugar, no criticar a nuestros hijos
por cosas que no tengan importancia, como su forma de vestir, sus gustos
musicales o los amigos. Aconsejar está bien, pero las decisiones sobre estas
cuestiones son suyas, no nuestras. En tercer lugar, desterrar el chantaje
como manera de conseguir las conductas deseadas, entre otras, expresiones
como «Ayer estuve toda la noche sin dormir esperando a que llegases», que
apuntan a la culpa. En cuarto lugar, distinguir entre consejos y normas y
poner solo las normas que podemos supervisar. De nada sirve ponerle a un
adolescente la regla de no fumar si cuando salga de casa hará lo que le
apetezca y no estaremos ahí para supervisarlo. Es mucho mejor decirle que
por su salud no nos parece bien que fume. La explicación y el consejo
pueden ir acompañados de la norma de no fumar ni tener tabaco en casa,
pero fuera será él o ella quien decida. En quinto lugar, dejar que los hijos
escojan su camino de vida y tengan sus propios gustos. Los padres no
debemos descargar en ellos nuestras frustraciones ni querer que ellos sean
lo que no hemos conseguido ser nosotros. Por último, entender que educar
es enseñar a tomar decisiones correctas, no que los padres decidan por los
hijos.
La adolescencia plantea a los padres, especialmente a los padres
controladores, retos difíciles en relación con el respeto a los hijos. Es una
etapa en que los chavales comienzan a diferenciarse rápidamente de los
padres y se hace cada vez más patente su individualidad. Las elecciones y
los gustos de nuestra hija no serán los mismos que tenemos nosotros ni
serán como los que teníamos nosotros a su edad. Sus amistades, por
ejemplo, pueden no ser del gusto de mamá o papá y eso puede llegar a
presentar algunos problemas en casa. Sin embargo, esto no debería ser así.
Para ser respetuosos y evitar los conflictos, lo primero es reflexionar
acerca de los motivos por los que esos amigos o amigas no nos parecen
adecuados. Los padres hemos de distinguir si esas amistades realmente
pueden representar un riesgo para nuestros hijos e hijas o si, simplemente,
no nos gustan. Debemos tener en cuenta que los hijos escogen a sus amigos
y amigas porque comparten con ellos gustos o aficiones o, simplemente,
porque se sienten aceptados por ellos. Si esas amistades no representan un
riesgo para ellos, lo correcto es respetar las elecciones de nuestros hijos,
aunque no sean de nuestro agrado. Por supuesto, ellos no ven nada malo en
sus amistades, sino todo lo contrario, de otro modo no las tendrían. Incluso
en el caso de que juntarse con esas personas les acarreara algún problema,
ellos no lo achacarían automáticamente a sus amigos y amigas, sino que
buscarían otras causas. Es normal que un chico que no va bien en los
estudios, cuyas prioridades son salir todos los días o al que no le gusta ir al
cine escoja amistades con esas mismas inclinaciones. Y también es normal
que, como padres, nos sea realmente difícil mirar el asunto desde otra
perspectiva. No me refiero aquí a la de los hijos, sino a la de los otros
padres, para los cuales «el amigo» es nuestro hijo. Puede ocurrir que
echemos la culpa del comportamiento de nuestro hijo o hija a sus amistades
mientras que los padres de esos amigos hacen lo mismo con nuestro hijo o
hija. Por lo tanto, lo más conveniente es detenerse un momento y pensar por
qué motivo nuestro hijo ha escogido a esos amigos.
En todo caso, es muy importante tener en cuenta que no debemos criticar
o menospreciar a esas amistades en ningún caso, puesto que eso provocará
un efecto contrario al deseado. En lugar de distanciarse de ellas, nuestra hija
se aferrará más a sus amistades y, en cambio, se alejará cada vez más de
nosotros. Y todo, seguramente, en medio de frecuentes discusiones y malos
rollos en casa. Es mucho mejor mostrar interés por los amigos de los hijos e
intentar conocerlos. Es recomendable que esos amigos vengan a casa o que
los llevemos alguna vez en el coche. Esto ofrece oportunidades de
comunicación para conocerlos mejor y saber con más fundamentos si
realmente son una mala influencia para nuestro hijo o hija. Lo ideal, desde
luego, es llegar a conocer a la familia de estos chavales, lo que nos dará una
idea de los valores que tienen y de cómo han educado a sus hijos.
Es normal que nos interese con quién se juntan nuestros hijos, cómo son
esas personas y dónde van cuando salen. Sin embargo, no es conveniente
montar un interrogatorio al respecto. Si lo hacemos, se sentirán incómodos,
controlados y no nos contarán nada. Es mejor que nuestro hijo no se sienta
juzgado ni criticado. De otro modo le estaremos dando un motivo para
ocultar todo lo que nos interesa saber. Hemos de abordar estos temas con
prudencia, con preguntas algo neutras, del tipo «¿Cómo ha ido el día?»,
«¿Qué planes tienes?», y avanzar con cautela desde ahí.
Y si ocurre algo preocupante relacionado con los amigos, es bueno que
usemos esa situación para intentar hacerle entender a nuestro hijo o hija por
qué pensamos que eso le trae problemas o no es positivo para él o ella, pero
no hemos de personalizar el conflicto en sus amistades. Si lo hacemos,
corremos el riesgo de provocar el efecto contrario al deseado.
En todo caso, es fundamental tener fijada una línea educativa desde
pequeños y mantener una buena comunicación filioparental. Ponernos en el
lugar de nuestros hijos nos ayudará a entender mejor sus decisiones, incluso
cuando hayamos escogido no permitir algunas de esas conductas. Como
digo siempre, las normas y los límites claros contribuyen a darles seguridad
y a regularizar su comportamiento, pero podemos poner en práctica otros
recursos. Por ejemplo, los clubs deportivos, las escuelas de teatro, música o
pintura ofrecen actividades socializadoras que son muy recomendables por
sí mismas. Si apuntamos a nuestro hijo o hija a una de estas actividades
cuando es pequeño, lo habitual es que adquiera sus amistades de estos
círculos, ya que, además de relacionarse con ellas de manera regular,
tendrán bastantes afinidades entre sí. Este tipo de actividades contribuye a
motivar a los chavales y elevar su autoestima y seguridad en sí mismos, por
lo que, además, ayuda a evitar muchas conductas de riesgo. Más adelante,
en la adolescencia, escogerán sus amigos y amigas de manera más acertada
y con criterios más compatibles con los valores familiares.

Recomendaciones

Lo más importante en educación es el refuerzo positivo. Hemos de reconocer y valorar


expresamente lo que hacen bien, incluso cuando estén cumpliendo su obligación, por
ejemplo, con un «Estoy orgulloso de ti».
Reconocer y valorar no es lo mismo que premiar. En particular, lo obligatorio se reconoce y
se refuerza, no se recompensa.
Si solo nos fijamos en lo que hacen mal, no solo somos injustos, sino que nos arriesgamos a
convertirlo en una conducta repetitiva: «Lo hago mal para llamar tu atención».
Nunca debemos decir a los hijos que no los queremos. El amor debe ser incondicional.
No hay que criticar a los hijos por cosas de poca importancia como su forma de vestir, sus
gustos musicales o sus amistades. Aconsejar está bien, pero siempre respetando sus
decisiones.
Los hijos han de hacer tareas y respetar reglas para aprender y madurar, no para
complacernos o tranquilizarnos a los padres.
Hay que poner solo las normas que se pueden supervisar.
Hay que fomentar las actividades socializadoras.
Educar es enseñar a tomar decisiones correctas, no decidir por los hijos.
3.
Firmeza y cariño

Educar en positivo

En la actualidad se habla mucho de la educación en positivo y, ciertamente,


hemos de educar a nuestros hijos primando lo positivo por sobre lo
negativo. Pero ¿qué es educar en positivo? La idea básica es muy simple. Se
trata de tener una buena relación con los hijos y, sobre todo, de hacer uso
del reconocimiento de las conductas positivas con el objetivo de que las
repitan hasta que las tengan integradas como hábitos. En cuanto a las
normas, intentamos enseñar lo que los hijos han de hacer en lugar de
prohibirles lo que no han de hacer. Esto permite hacer hincapié en lo que
hacen bien y evita estar enfatizando todo el tiempo lo que hacen mal. Para
conseguir que nuestros hijos sean la mejor versión de sí mismos, no
conviene insistirles en que no sean la peor versión de sí mismos.
Considero que educar en positivo es esencial. De hecho, en la asesoría
familiar repito muchas veces que lo más importante en la educación es el
refuerzo positivo. A todas las familias que me consultan porque sus hijos o
hijas se comportan de manera conflictiva suelo preguntarles: «¿Y qué hace
bien vuestra hija?», tras lo cual muchos padres y madres guardan un
silencio incómodo. Otras parejas responden: «Muchas cosas», pero, cuando
les pido que concreten, no les suele resultar fácil dar un par de ejemplos. A
eso no le han prestado mucha atención.
Sin embargo, valorar el esfuerzo de nuestros hijos, su constancia o
cualquier otro valor que consideremos deseable e importante en nuestra
familia hará que ellos se sientan bien y tiendan a repetir esa conducta.
Desde luego, esto no puede ser a expensas de evitar las normas. Pero no es
lo mismo hacerlo poniendo el énfasis en lo negativo, en lo que no han
hecho bien, que en aquello que sí han hecho bien. En ocasiones tocará usar
el no, eso está claro, pero decir que no a algo no es lo mismo que hacer
hincapié en todo lo que hace mal nuestro hijo o hija y olvidarnos de todo lo
que hace bien. Hemos de educar sobre la base de normas y límites, aplicar
sin dudar las consecuencias que hemos fijado cuando no se cumplen las
normas o se transgrede un límite, pero también debemos hacerlo con la idea
de que todo lo hacemos en beneficio de nuestros hijos, porque los queremos
y buscamos que crezcan seguros, autónomos y felices. En otras palabras,
hemos de educar con firmeza y cariño.

Educar en positivo no es sobreproteger

Algunos padres y madres confunden el educar en positivo con «educar» en


ausencia de normas y límites y proteger con ser sobreprotectores. ¿Y por
qué hay padres que sobreprotegen a sus hijos? Una razón es que el niño o la
niña «no sufra» para que sea feliz. Otra es que tienen miedo de que el
chaval se «descarrile», que vaya por mal camino. Otra es que los padres
creen que así les demuestran a sus hijos cuánto los quieren. Otra más es
porque sienten culpabilidad al negarles lo que quieren o a la hora de
aplicarles las consecuencias de haber incumplido las normas y los límites
que les han puesto.
Pero sobreproteger a los hijos es siempre un grave error y nunca sirve
para conseguir lo que se pretendía desde el inicio: beneficiar a los hijos. La
realidad es lo opuesto, porque son los hijos quienes acaban sufriendo los
efectos de esta forma inadecuada de educar. Para comenzar, los hijos
sobreprotegidos no aprenden a gestionar la frustración y, por tanto, se
sienten infelices cada vez que algo no les sale como desean. Como les
hemos evitado las experiencias frustrantes, no aprenderán a gestionar las
emociones negativas; vivirán en un aparente, y sobre todo efímero, jardín
de rosas. Los niños sobreprotegidos no aprenden a ser autónomos porque
papá y mamá les hacemos todo lo que deberían hacer ellos, desde la maleta
del cole hasta los deberes. No aprenden a aceptar las reglas del juego
porque están acostumbrados a comportarse de manera caprichosa, incluso
cuando no les conviene. Suelo decir que sobreproteger a los hijos es
hacerles cualquier cosa que puedan hacer ellos solos. Educamos a los hijos
en Walt Disney y la vida es The Walking Dead . En tercer lugar, es mucho
más sano demostrar a nuestros hijos cuánto los queremos aprendiendo a
educarlos y haciendo lo que debemos hacer en cada caso, aun cuando eso
signifique poner límites a sus deseos. En cuarto lugar, es nuestro deber
como padres y madres evitar que la culpabilidad nos impida educar con
responsabilidad a nuestros hijos. Finalmente, los padres y madres podemos
poner normas y consecuencias, dar consejos y esforzarnos para educar a
nuestros hijos de la mejor manera posible, pero al final la decisión de cómo
actuar la toman los hijos. Y la responsabilidad de los padres es orientarlos
para que sean los mejores.
Cuando yo era adolescente, en mi pueblo, Ejea de los Caballeros, había
un bar, el Tiza, al que mi madre no quería que yo fuera porque ahí se
reunían a beber los jóvenes del pueblo y los padres no sabían bien qué
pasaba. «Te darán caramelos con droga», me decía mi madre para crearme
conciencia del riesgo al que me exponía. Pues bien, a sabiendas de todo eso,
yo salía de casa, daba la vuelta a la manzana y me iba… al bar el Tiza,
donde iban todos. Mi madre nunca supo que lo hacía. Nunca me ofrecieron
un caramelo, pero, si eso hubiera ocurrido, la decisión de aceptarlo o no era
mía y de nadie más. Además, no sé qué habría hecho llegado el caso, pero,
si hubiera dicho que sí, sabía que eso no estaba bien, que aquello no era
bueno. Habría tenido conciencia de riesgo.
No podemos atar a nuestros hijos a la pata de la cama, no podemos
prohibirles que vivan una vida normal. Y debemos tener en cuenta que los
hijos se comportan de manera diferente cuando están con los padres que
cuando están con otras personas. Mi hijo menor hace ciclismo y tiempo
atrás le tocó ir a una concentración de su equipo como preparación del
inicio de la temporada. Cuando lo fui a despedir al autocar, me acerqué a
hablar con el entrenador. Durante la conversación salió el tema del
comportamiento de los chavales y le dije: «Que vaya todo bien, Jesús; sé
cómo se comporta mi hijo delante de mí, pero no cuando yo no estoy». El
entrenador me miró sorprendido y me respondió que era la primera vez en
no sé cuántos años que un padre le decía eso. Y es que habitualmente los
padres nos creemos que sabemos cómo se comportan los hijos cuando no
estamos, pero la realidad es otra. Eso no quiere decir que se comporten mal,
de hecho, todo lo aprendido lo llevan a cuestas, pero su conducta es
diferente cuando no están los padres.
No podemos vivir por ellos, no hemos de controlar todo lo que hacen ni
sobreprotegerlos. Lo que podemos y debemos hacer es educarlos de manera
positiva, con firmeza, cariño y responsabilidad e inculcarles valores
morales, pero en el momento decisivo serán ellos los que decidan. Podemos
y debemos prevenir los comportamientos problemáticos y las conductas de
riesgo mediante el ejemplo, establecer normas, límites y consecuencias
estables y no excesivamente severas, mantener la comunicación en todo
momento, supervisar el comportamiento de nuestros hijos, tanto offline
como online , así como su acceso a las nuevas tecnologías y fomentar las
actividades socializadoras.
En el capítulo 1 he ofrecido diversas razones de por qué no debemos
sentirnos culpables al educar a nuestros hijos con firmeza y cariño, pero hay
otras y, aunque pueda sorprender, esas razones están en el Código Civil
español.
Suelo decir que los padres no tenemos derechos, sino responsabilidades.
Tal vez por eso padres y madres solemos hacer hincapié en las obligaciones
que tenemos para con nuestros hijos. Pero ¿qué hay de las obligaciones de
los hijos para con sus padres? El juez de menores Emilio Calatayud lo
explica muy bien en sus conferencias. En el Código Civil tenemos dos
artículos que pueden servirnos de orientación a la hora de saber qué
derechos y obligaciones tenemos los padres con respecto a nuestros hijos y,
especialmente, cuáles tienen nuestros hijos en relación con nosotros, sus
padres. Se trata de los artículos 154 y 155, que aparecen en el Título VII.

Artículo 154 del Código Civil


Los hijos no emancipados están bajo la potestad de los padres.
La patria potestad se ejercerá siempre en beneficio de los hijos, de acuerdo con su personalidad
y con respeto a su integridad física y psicológica.
Esta potestad comprende los siguientes deberes y facultades:
1. Velar por ellos, tenerlos en su compañía, alimentarlos, educarlos y procurarles una
formación integral.
2. Representarlos y administrar sus bienes.
Si los hijos tuvieren suficiente juicio, deberán ser oídos siempre antes de adoptar decisiones
que les afecten.
Los padres podrán, en el ejercicio de su potestad, recabar el auxilio de la autoridad.

Sobre el artículo 154 no cabe ninguna duda. Legisla sobre las obligaciones
de los padres y describe lo que normalmente ya hacemos, algunos quizá en
exceso, a la hora de cuidar y educar a nuestros hijos. El exceso, desde
luego, lo cometen los padres y madres que tienden a sobreproteger a sus
hijos. Como hemos dicho, la sobreprotección afecta a su maduración, a su
capacidad para desenvolverse ante la adversidad y hacer frente a la
frustración, y reduce tanto su capacidad de autocontrol como su autoestima.
Además, en muchos casos la sobreprotección provoca conflictos en el seno
de la familia que suelen acabar en situación de agresiones y violencia.
No exagero, en España hay más de cuatrocientas mil familias que sufren
violencia filioparental, es decir, hijos que agreden a sus padres bien física o
bien verbalmente. En la mayoría de los casos, el origen de estas agresiones
es una educación inadecuada del hijo o la hija. En otras palabras, la causa es
una educación en la que se ha favorecido ese tipo de comportamientos,
principalmente porque no se han establecido a tiempo unas normas y límites
adecuados. Y, recordémoslo: hemos de educar al hijo que tenemos, no al
que nos gustaría tener.
Lo que el artículo 154 manda no es sobreproteger a los hijos, sino
protegerlos y educarlos. Y, para no sentirnos culpables a la hora de
establecer normas, límites y consecuencias, aquí llega en nuestra ayuda el
artículo 155:

Artículo 155 del Código Civil


Los hijos deben:
1. Obedecer a sus padres mientras permanezcan bajo su potestad, y respetarles siempre.
2. Contribuir equitativamente, según sus posibilidades, al levantamiento de las cargas de
la familia mientras convivan con ella.

Muchas personas adultas conocen este artículo, sin embargo, parece que la
inmensa mayoría de los padres y madres de nuestro país lo ignoran o no
velan por su cumplimiento. Esto —más los problemas que la adolescencia
trae de serie— acarrea a las familias muchos conflictos que podrían evitarse
mediante el expediente de educar bien y con cariño a los hijos en edades
tempranas.
El respeto hacia los padres, el hacerles caso y ayudar en las tareas del
hogar según las posibilidades de cada uno debería ser un mantra que
aprender por todas las parejas que desean tener hijos o ya los tienen. Sin
embargo, los errores que padres y madres cometemos más a menudo y que
no favorecen el cumplimiento de este artículo del Código Civil son
numerosos. Por ejemplo, decirles a nuestros hijos que la casa donde viven
es suya o que cuando cumplan dieciocho años podrán hacer lo que quieran.
Dejarles manejar el mando de la tele y recogerles los juguetes, la ropa, la
mesa y la habitación donde duermen. Limpiar lo que ellos ensucian. No
poner horarios claros de entrada y salida. Darles un juego de llaves de casa
sin antes haberles enseñado a ser responsables. Hacerles creer que pueden
hacer todo aquello que les dé la gana sin que haya ninguna consecuencia o,
directamente, dejar que crean que son el centro del universo.
Decirles que a los dieciocho podrán hacer lo que quieran, sencillamente,
es no decir la verdad. A esa edad, como a cualquier otra, deberán respetar
ciertas normas para poder convivir con otras personas, ser parte activa de la
sociedad y salir adelante económicamente. Después de todo, ni los padres ni
las madres ni ningún otro adulto va por ahí haciendo lo que le da la gana.
Dejarles siempre el mando de la tele, es decir, acostumbrarlos a que sean
ellos quienes deciden qué se ve en la televisión, no es bueno porque les da
la sensación de que son dueños de lo que se puede ver y lo que no se puede
ver a toda hora. Recogerles la habitación y limpiarles lo que han ensuciado
los acostumbra, entre otras cosas, a no preocuparse por aquello que usan,
fomenta la irresponsabilidad y la desidia. Además, envía a los hijos un
mensaje equivocado sobre el papel de los padres, que ven más como
solucionadores de sus problemas que como educadores que les enseñan
cómo resolverlos ellos mismos. La falta de horarios de entrada y salida
alienta el desorden en todos los niveles, dificulta la supervisión del
comportamiento de los hijos y los expone innecesariamente a situaciones de
riesgo. La idea es clara. Si queremos cumplir con el artículo 155 del Código
Civil, debemos explicar a nuestros hijos muy bien y desde pequeños cuáles
son sus derechos y sus deberes en cada etapa de su crecimiento, así como
cuáles son las consecuencias a las que tendrán que hacer frente si no
cumplen con ellos.
Educar, como ya hemos dicho, conlleva aprender a aceptar límites, a
frustrarse, tolerarlo y seguir adelante, a darse cuenta de que muchas cosas
no son exactamente como queremos. Y, pese a ello, ser felices. Educarse
también es aprender que nuestros actos tienen consecuencias y que cuando
lo que hacemos no está bien las consecuencias no son agradables. Por lo
tanto, debemos educar a nuestros hijos en ese principio de realidad y usar la
palabra «no» cada vez que sea necesaria.
Hemos de hacerles entender que, aunque los queramos mucho —o, mejor
dicho, porque los queremos mucho—, no podemos dejar que hagan todo lo
que les venga en gana. Los hijos deben comprender que las normas y los
límites que establecemos los padres son herramientas que les facilitamos
para su propio bienestar y desarrollo, presentes y futuros. Gracias a ellos
aprenderán a valerse por sí mismos y no irán por la vida desorientados, sin
saber qué hacer. Y, cuando se trate de adolescentes o jóvenes, pero sigan
viviendo con nosotros, hemos de ayudarlos a entender que nuestra casa no
es una pensión ni un hotel, sino un hogar en cuyo orden y mantenimiento
participamos todos los miembros de la familia, cada uno según sus
posibilidades, como especifica claramente el artículo 155 del Código Civil.

Normas, límites y consecuencias


Ahora que ya tenemos claro que no hemos de sentirnos culpables ni
sobreproteger a nuestros hijos, podemos entrar de lleno en la estrategia
educativa que ya he mencionado en las páginas anteriores. Me refiero a la
técnica de normas, límites y consecuencias.
El establecimiento de normas, límites y consecuencias es una de las
principales estrategias que nos permiten educar a nuestros hijos en un
contexto de convivencia feliz. Gracias a ella podemos situar a los niños en
un sistema de valores propio y asegurarles una base de seguridad interna y
externa que les otorga confianza y tranquilidad. Las normas ayudan a
estructurar la conducta dentro de unos límites sanos para el adecuado
desarrollo del hijo y las consecuencias refuerzan la necesidad de
cumplimiento de esas normas. Por consiguiente, es imprescindible aprender
a establecerlas y a comunicarlas a los hijos.
Un niño que no cumple normas ni respeta límites es un niño que no sabe
lo que tiene que hacer o que no sabe si lo que hace es correcto o no. De ahí
que las normas sean una fuente de seguridad. De hecho, sabemos que los
adolescentes que no las cumplen, o no lo han hecho durante su niñez,
generalmente son bastante inseguros e impulsivos y tienen la autoestima
baja. Estos chicos y chicas suelen ser los protagonistas de los temidos
conflictos familiares, que provocan con sus conductas disruptivas, de
evitación y hasta agresivas.
Las normas y los límites son tan necesarios para la persona en desarrollo
como lo son la comida y el sueño. Pero los hijos no nacen sabiendo cuáles
son todos y cada uno de los comportamientos que consideramos correctos,
por lo que nuestra responsabilidad como padres es ir enseñándoselos
oportunamente a lo largo de su desarrollo. Nuestro ejemplo hará mucho en
algunos aspectos, pero habrá otros en los que deberemos instaurar normas.
El primer criterio para saber si una norma es correcta es adecuarla a la edad,
madurez y personalidad de nuestros hijos. Por ello las normas, los límites y
las consecuencias deben evolucionar con los niños y acompañarlos a lo
largo de su proceso de desarrollo. La idea general es que tanto la
responsabilidad como la libertad de los hijos vayan aumentando
progresivamente hasta que sean capaces de valerse por sí mismos y ponerse
sus propias normas, es decir, hasta que se conviertan en personas
autónomas. Pero para conseguirlo primero deben aprender a entender y
respetar las normas que les ponemos los padres.
Este es un buen momento para volver a la importancia de la palabra «no»
en el vocabulario educativo de los padres. Hay niños que ni siquiera saben
que existe, tal es el grado de permisividad con el que se los cría. Están
acostumbrados a que se les concedan todos sus caprichos y, cuando algo no
responde a lo que habían imaginado, como no alcanzan a comprenderlo,
reaccionan con tremendas rabietas. Y hemos de tener en cuenta que no es lo
mismo una pataleta en un niño de tres años que en un adolescente de
dieciséis.
Para que sean eficaces, hemos de pensar con antelación tanto las normas
que pondremos a nuestros hijos como las consecuencias que habrá si no las
cumplen. Reflexionar con tiempo sobre ellas nos ayudará a no tener que
cambiarlas antes de tiempo. Por supuesto, lo mejor es comenzar cuanto
antes para que adquieran el hábito a una edad temprana y en la adolescencia
tengan incorporado el sistema de educación con normas, límites y
consecuencias. Pero, si no se ha hecho así, siempre se está a tiempo de
reorientar la educación de un hijo o una hija, aunque seguramente requerirá
más paciencia y, en ocasiones, será necesaria la ayuda de un profesional.
Cuando busquemos establecer una norma, siempre hemos de tener claros
los motivos que nos llevan a hacerlo. Aquí es importante saber qué
comportamiento del niño o niña es el que se quiere moldear. Esto, desde
luego, exige una reflexión previa acerca de la adecuación de la regla a la
edad, maduración y otras particularidades del hijo, así como un diálogo
entre los progenitores para ir lo más coordinados que sea posible. Hemos de
asegurarnos de que padre y madre compartimos la decisión de establecer
una norma, el contenido concreto de esta y las consecuencias previstas para
su incumplimiento. El consenso al respecto es extremadamente importante
para que la norma sea eficaz, porque las diferentes interpretaciones de una
norma o las diferencias en la aplicación de consecuencias crean
incertidumbre en los hijos sobre si realmente es necesario cumplirla. Si los
padres lo tenemos claro y vamos a una, no habrá ninguna duda de que la
norma ha de cumplirse.
En función de su edad y madurez, puede ser conveniente conversar con
nuestro hijo o hija sobre los detalles de la regla que hemos decidido
establecer. Así, la norma no será solo nuestra, sino también suya. Participar
en la elaboración de la norma hará que nuestro hijo se sienta más implicado
en su cumplimiento, aunque, desde luego, siempre hemos de tener presente
que no todo se puede negociar. La decisión final la seguiremos teniendo
nosotros. Solemos intentar convencer a los hijos de que deben cumplir las
normas, pero en la mayoría de los casos esto no es posible. No tienen por
qué estar convencidos de todo lo que deben hacer; más cuando las
responsabilidades no siempre gustan.
La norma ha de formularse de forma clara, breve y en positivo. Por
ejemplo, es mejor decir «El sábado por la tarde tienes que llegar a las ocho»
en vez de «El sábado no llegues más tarde de las ocho». Es bueno recordar
que el objetivo de una norma es que los hijos aprendan a cumplir sus
responsabilidades, no prohibirles que hagan cosas. En aquellos casos en que
cueste más hacer que los hijos cumplan con sus responsabilidades o cuando
se hayan acostumbrado a intentar negociarlo todo, puede ser conveniente
poner las normas y las consecuencias por escrito y que padres e hijos las
firmen. A continuación, ofrezco un modelo mínimo de normas,
consecuencias y límites que también puede aplicarse como contrato en el
uso de los dispositivos digitales, tema que desarrollaré en el capítulo 7,
«Las nuevas tecnologías».

Modelo de normas, límites y consecuencias


Por los siguientes motivos: _______________________ (explicar aquí dos o tres motivos que sean
en beneficio del hijo ), tienes que hacer: ______________________________________ (indicar la
norma o el límite ). Si no lo haces, ____________________________________ (indicar la
consecuencia ).

Es muy importante que, una vez establecida la norma y fijadas las


consecuencias de su incumplimiento, seamos constantes tanto en su
mantenimiento como en su cumplimiento. Si lo hacemos así, nuestro hijo
interiorizará la regla como un aprendizaje y acabará transformándola en un
hábito. Por otra parte, como sabrá las consecuencias de no cumplirla, se
enfadará menos cuando le toquen. Las normas solo se cambiarán cuando
hayan dejado de ser adecuadas bien a la edad del hijo o bien a las
circunstancias de la familia. Por ejemplo, las normas que rigen durante el
curso escolar (horarios, manera de hacer los deberes, etcétera) no deberían
ser las mismas que rigen durante las vacaciones.
La constancia en el cumplimiento de una norma es una de las
características clave de una buena educación, aunque muchas veces los
hijos ponen a prueba nuestra paciencia. Un domingo, después de una
mañana practicando ciclismo, volví a casa dispuesto a pasarme una tarde de
peli y manta. Hacía frío y después de comer nos sentamos con mi mujer en
el sofá, nos tapamos con la manta y pusimos la peli. A los quince minutos
apareció mi hijo, que es autista, y se puso de pie sobre el sillón balancín que
tenemos en la sala. Mi mujer me miró y supe que tenía que ser yo. Me quité
la manta, me destapé y le dije a mi hijo: «Cariño, baja del sillón», lo agarré
de la mano y lo acompañé a su habitación, donde había estado jugando.
Volví al sofá, me tapé con la manta y me concentré en la peli. Diez minutos
después, volvió a aparecer mi hijo y se subió al mismo sillón de antes. Me
levanté otra vez, le indiqué que tenía que bajar, se fue a la habitación y yo
volví a mi sofá. Esta secuencia se repitió durante toda la tarde, quizá unas
cien veces, y en todas y cada una de ellas me levanté del sofá, le indiqué a
mi hijo que se bajara del balancín y lo acompañé a su habitación para que
siguiera jugando. Tras la centésima vez, mi hijo se cansó y ya no volvió a
hacerlo nunca más. Creo que esta es una excelente analogía para la
constancia en las reglas que establecemos. Una vez decidida la norma, no
podemos hacer como si no existiera. Si hubiera considerado que estaba bien
que mi hijo se pusiera de pie sobre el balancín, se lo habría permitido la
primera vez. Pero no era así, y la manera de transmitírselo de forma
inequívoca era mantener la regla implícita de no subir al sillón hasta que
dejara de hacerlo. Si se lo hubiera permitido por cansancio, después de
noventa y nueve veces, el chico no habría aprendido. Me mantuve firme y
acabó integrando el hábito. Aunque al principio nos cueste mucho esfuerzo,
esta forma de educar hará que, una vez que los hijos hayan visto que sus
padres se mantienen firmes, les resulte más fácil cumplir con sus
responsabilidades.
Una vez establecida la norma, hemos de pensar cuáles serán las
consecuencias que se aplicarán en caso de que nuestro hijo o hija no la
cumpla. Estas consecuencias deben ser específicas respecto de la conducta
que se desea moldear, así como proporcionadas a la gravedad del
incumplimiento. Nunca debemos recurrir al castigo como revancha por el
incumplimiento de una norma. La consecuencia no es una venganza, sino el
efecto de una conducta inadecuada. De más está decir que los cachetes y los
gritos nunca deben ser parte de las consecuencias, entre otras razones
porque los hijos no deben tener miedo a la reacción de sus padres cuando
no han hecho algo bien. Si los hijos temen a los padres, en lugar de
aprender y asumir las consecuencias de las conductas inadecuadas,
intentarán mentir u ocultar el problema para que la próxima vez no los
pillen. En cambio, si las consecuencias se han pensado bien, los hijos
sabrán qué está en juego cuando tienen la opción de incumplir una norma y
asumirán las consecuencias como un efecto normal de ese incumplimiento.
El conocimiento previo de las consecuencias que siguen al
incumplimiento de una norma es clave para evitar frustraciones, estallidos y
rabietas. En las conferencias suelo explicar una anécdota que aclara
bastante lo que quiero decir. La tarde de un día en que había trabajado desde
la mañana, sin haber comido a mediodía, recordé que había dejado un trozo
de longaniza en la nevera. No sé por qué, desde ese momento no hice más
que pensar en el sabroso bocadillo de longaniza que me comería al llegar a
casa. Llegó el momento, entré a casa, abrí la puerta de la nevera y… la
longaniza no estaba, alguien se la había comido. Aunque en ese momento
me hubieran ofrecido jamón ibérico, lo único que yo quería era ese trozo de
longaniza que había desaparecido. Ahora pensemos qué habría sucedido si
el que hubiera abierto la puerta de la nevera y se hubiera encontrado con
que la longaniza ya no estaba hubiera sido un adolescente incapaz de
gestionar su frustración. Tal vez se habría liado a golpes con la pobre
nevera. Por eso es bueno que nuestros hijos conozcan las reglas de juego,
tanto las normas como las consecuencias de su incumplimiento. No quiere
decir que les gustarán más, pero sí que, llegado el momento, sabrán a qué
atenerse y nos ahorraremos más de una rabieta.
Esta técnica no garantiza el aprendizaje instantáneo, porque la
interiorización de los hábitos de conducta requiere tiempo y constancia. Por
eso, una vez establecidas las normas y las consecuencias, no tiene sentido
que vayamos detrás de nuestros hijos insistiendo en que hagan tal cosa o
dejen de hacer tal otra. Puede que creamos que así les ahorraremos el
sufrimiento de hacer frente a las consecuencias, pero, en realidad, los
estamos privando de la oportunidad de aprender y decidir por sí mismos. En
otras palabras, esta insistencia es un obstáculo para que nuestros hijos e
hijas lleguen a ser personas autónomas. Cuando nos dan el carnet de
conducir, ni nuestros padres ni los agentes de la DGT ni la policía van
detrás de nosotros advirtiéndonos todo el tiempo «No te pases el semáforo
en rojo o te caerá una multa», «No excedas el límite de velocidad, que te
quitaremos puntos del carnet», «No conduzcas después de haber consumido
alcohol porque te quedarás sin puntos y sin coche». Para recibir la licencia
hemos de demostrar que conocemos las normas de tráfico y las
consecuencias de incumplirlas, punto. Ya decidiremos nosotros lo que
haremos en la carretera. Lo mismo hemos de hacer con los hijos:
asegurarnos de que conocen las normas y las consecuencias de no
respetarlas y dejar que ellos decidan cómo se comportarán. Por lo general,
después de unas pocas ocasiones de incumplimiento y de aplicación de
consecuencias, tendrán bien claro qué les resulta más conveniente. Un
motivo más para ser firmes y coherentes en la aplicación de esas
consecuencias.
Con los hijos suele ocurrir que salen de casa con la intención de respetar
las normas, pero por el camino, por una razón u otra, se comportan
diferente. No podemos esperar que cumplan siempre todas las reglas,
porque ni siquiera los adultos lo hacemos, pero podemos explicarles qué
consecuencias tendrá el incumplimiento de cada norma. Cuando eso ocurra,
de nada servirá enfadarnos. Con la aplicación de la consecuencia basta, pero
esta debe ser inflexible. Negociar solo hace que el incumplimiento se
prolongue y se intensifique.
Para que nuestros hijos entiendan y recuerden los motivos por los que
establecemos una norma, debemos explicarlos de manera clara y concisa.
Asimismo, hemos de hacer hincapié en que la finalidad general de todas las
reglas que fijamos los padres es educativa y que lo importante es que
aprendan de ellas. Atención: explicar los motivos de una norma no es lo
mismo que intentar convencer a nuestro hijo de su bondad o conveniencia.
Yo no estoy de acuerdo con algunos límites de velocidad en carretera. La
norma de noventa kilómetros por hora de máxima tenía sentido hace treinta
años, pero con las carreteras y los coches que tenemos ahora, con ABS,
conducción asistida, airbag , sensores de presión de neumáticos y otro
montón de dispositivos de seguridad, creo que el límite es excesivo. Así se
lo habría comentado al director general de Tráfico de haber tenido la
oportunidad. Él, con toda la paciencia del mundo, me habría explicado que
los límites de velocidad actuales reducen el número de accidentes y hacen
menos graves los que suceden, porque hay una relación estrecha entre la
velocidad de un coche, el tiempo de reacción del conductor y la distancia de
frenado; eso sin contar que los coches contaminan menos a velocidades más
bajas. La explicación habría durado un buen rato, habría sido clara y llena
de datos interesantes. Yo habría entendido bien los motivos de la DGT para
imponer esas normas y, sobre todo, qué pasaría si no las cumplía, pero, de
todos modos, los argumentos no me habrían convencido. Puedo imaginar
que, si se lo hubiera dicho, el director habría sonreído y respondido con
toda tranquilidad: «Perfecto, esas son las normas y estas las consecuencias
de no cumplirlas. Si vas a ciento veintiún kilómetros por hora en una zona
de noventa, son trescientos euros y dos puntos del carnet». Con los hijos
suele pasar algo semejante. Explicar nuestros motivos quizá no los
convenza, pero les mostrará que creemos en lo que hacemos y que no se
trata de normas arbitrarias, sino de un esfuerzo en beneficio de los hijos.
Con eso basta.
Es muy importante tener en cuenta que las normas no son el fin de la
educación, sino un medio para poder tener una buena convivencia en casa y
en el resto de las actividades que hacen los hijos. Y, sobre todo, es muy
importante saber que poner normas no está reñido con tener cariño y
mantener una buena relación con los hijos.

Recomendaciones

Educar en positivo. Enfatizar lo que nuestros hijos hacen bien.


Enseñar a los hijos cómo deben comportarse en lugar de prohibirles lo que no han de hacer.
Los padres no somos colegas de nuestros hijos, sino responsables de su educación.
Sobreproteger no es educar y deja a los hijos sin recursos para afrontar situaciones adversas.
Las normas, los límites y las consecuencias se establecen en beneficio de los hijos, no para
comodidad de los padres.
Tener claros los motivos de cada norma e ir a una.
Explicar motivos, normas y consecuencias en positivo, de manera clara y concisa. No
intentar convencer.
Normas, límites y consecuencias no han de variar en función de su cumplimiento o
incumplimiento por los hijos, porque esto envía mensajes contradictorios y genera
inseguridad sobre lo que han de hacer.
Distinguir entre normas y consejos. Si no se puede supervisar el cumplimiento de una norma,
no tiene sentido ponerla.
4.
Comunicación y convivencia

Empecemos por el principio. Comunicarse no es informar ni interrogar, sino


mucho más. Cuando interrogamos a nuestros hijos, sobre todo a los
adolescentes, solemos preguntarles: «¿Cómo te ha ido?», «¿Qué has
hecho?» y «¿Con quién has estado?». A lo que suelen responder: «Bien»,
«Nada» y «Con los amigos». Si ya conocemos la respuesta, ¿qué sentido
tiene preguntar? Comunicarse es un proceso de interacción entre personas
en el que esas personas comparten información entre sí. Esa información
puede ser datos, pero también opiniones, sueños, sentimientos y todo lo que
pueda transmitirse mediante el lenguaje u otras formas de contacto. Las
miradas y los abrazos también son formas de comunicación. Para
comunicarnos con nuestros hijos es conveniente buscar espacios y
situaciones que nos permitan escucharlos, mirarlos, entenderlos y, sobre
todo, compartir diferentes cosas con ellos. He ahí la base de la
comunicación positiva en familia.
Muchas veces las madres y los padres que llegan a mi consulta se
lamentan de que sus hijos no les cuentan sus problemas, sus dudas o
inquietudes. Incluso si lo han hecho de pequeños, al llegar a la adolescencia
se han vuelto más herméticos y ya no hablan con los padres como antes.
Hemos de tener en cuenta que, hasta cierto punto, esa hermeticidad
adolescente está dentro de la normalidad, pero, a la vez, debemos trabajar la
comunicación con nuestros hijos desde pequeños, lo que nos ayudará a
establecer espacios de confianza e intercambio para conocerlos mejor.
Sobre todo, nunca hay que atosigarlos ni insistirles para que nos cuenten
algo que los preocupa o los entristece. Eso solo hace que se encierren aún
más en sí mismos. En particular los adolescentes, necesitan tiempo y
espacio para gestionar sus emociones y disponerse al diálogo. Seamos
pacientes. Démosles su tiempo y, cuando estén preparados, nos lo contarán.
En términos generales, para favorecer los procesos comunicativos con
nuestros hijos, primero debemos revisar las formas que tenemos para
comunicarnos con ellos. Seguro que hacemos muchas cosas bien, pero
también habrá otras que mejorar. Hemos de reflexionar e identificar en qué
estamos acertando y en qué no para intentar cambiar esto último.
En el proceso de comunicación con nuestros hijos e hijas tiene
importancia lo que tengamos que decirles, pero muchas veces importa más
la manera en que lo hagamos. Hemos de tener en cuenta, entre otras cosas,
el tono de voz, la mirada y la postura corporal. Es de gran importancia
comprobar si nuestro hijo entiende lo que le estamos diciendo y, desde
luego, tener presente que también nosotros debemos escuchar lo que él
tenga que decirnos.
La comunicación es uno de los pilares de la educación en todos sus
niveles. Como padres, nuestra obligación y responsabilidad pasa por tener
una buena comunicación con nuestros hijos e hijas y, a partir de ella,
construir el vínculo afectivo que permite establecer normas y límites de
manera saludable. Ese vínculo se forja y se fortalece mediante la
implicación de papá y mamá en la vida de los hijos. Si la hija practica un
deporte, por ejemplo, podemos asistir a los partidos, colaborar en la
organización de encuentros sociales o acompañar al equipo en los viajes. Si
el hijo hace música, podemos asistir a sus conciertos, conocer mejor el
instrumento que utiliza o la historia del estilo musical que más le interesa.
Mi padre me dio una lección sobre comunicación e implicación que nunca
he olvidado. Cuando yo tenía quince años admiraba al grupo de rock pesado
Barón Rojo y me enteré de que iban a dar un concierto en mi pueblo. Un
amigo me grabó una cinta y yo estaba ansioso por escucharla antes del
concierto, pero, entre los estudios y el ciclismo, no tenía mucho tiempo, por
lo que le pregunté a mi padre si podíamos escucharla durante las comidas.
Eso sí, a volumen moderado. Mi padre, que escuchaba óperas, jotas y
zarzuelas, no solo compartió conmigo la cinta de los «peludos», como él los
llamaba, sino que hizo que la conversación girara alrededor de esa música
que me gustaba únicamente a mí. Y yo lo aprendí de él. Hoy en día, en mi
coche, además de la música que me gusta a mí, también se escucha trap y
reguetón, que es lo que le gusta a mi hijo. A veces conversamos sobre las
letras del reguetón que, dicho sea de paso, transmiten valores que no
comparto, y así se lo digo. Además, es primordial para él escucharla, ya que
es lo que escuchan todos sus amigos. Es importante para los adolescentes la
pertenencia al grupo. Pero esa música no se descarta, sino que es motivo de
comunicación. Estos son solo ejemplos, pero creo que expresan con
claridad lo que quiero decir cuando hablo de comunicación e implicación.
La comunicación es el vehículo de la comprensión, de la nuestra respecto
de nuestros hijos y también de la posibilidad de que ellos nos entiendan a
nosotros. No me refiero aquí a que entiendan las explicaciones que les
damos al poner una norma, fijar un límite o aplicar una consecuencia, que
también. A lo que me refiero es a que entiendan que lo hacemos por su bien
y no por puro capricho. Y la comprensión es la clave de la buena relación
familiar que permite a los menores ir madurando gradualmente, contenidos,
seguros y felices.
En general, antes de hablar con nuestros hijos, conviene pensar unos
segundos lo que vamos a decir. Esto facilita transmitir el mensaje deseado
con mayor precisión y claridad. Además, es recomendable usar un tono de
voz serio, bajo y tranquilo. Conviene ser breves, hablar sin prisas y usar un
vocabulario acorde a la edad de nuestro hijo o hija para que nos atienda y
entienda lo que le estamos diciendo, especialmente cuando lo que queremos
transmitir es algo serio. Es muy importante empatizar con ellos, conocer sus
gustos y, aunque no estemos de acuerdo con ellos, no juzgarlos. Es mejor
no criticarlos y decirles, simplemente: «Esto no me gusta, pero respeto tu
elección».
Escuchar lo que ellos tienen que decir es fundamental. Podemos no
compartir lo que nos dice nuestra hija, pero eso no quita que debamos
escucharla e intentar entenderla. Cuando este ejercicio se transforma en
hábito, es un poderoso motor de la confianza mutua. Escuchar es respetar,
por lo que enseñar a escuchar a nuestros hijos también es enseñarlos a
respetar.
Mientras hablamos con nuestros hijos conviene mantener el contacto
visual y la atención enfocada en él o ella, por lo que no es bueno estar
haciendo otras cosas mientras les comunicamos algo importante. Mantener
una postura corporal relajada y atenta ayuda a expresar nuestra
predisposición a comunicarnos. En particular, practicar la escucha activa —
es decir, asentir con la cabeza o responder brevemente cuando sea oportuno
— manifiesta que se está atendiendo y entendiendo a quien habla, lo cual
fomenta la comunicación. Las posturas descuidadas, tensas o agresivas
ponen obstáculos a nuestros intentos de comunicarnos.
Si durante la conversación nos toca oír algo que no nos gusta o tratamos
temas difíciles y sentimos que estamos demasiado enfadados para que la
comunicación sea constructiva, es mejor esperar un poco. En estas
situaciones no solemos pensar bien y podemos decir o hacer cosas de las
que podemos acabar arrepintiéndonos. No debemos dejar que nuestro
enfado empañe la comunicación con los hijos.
Cuando debamos comunicar a nuestro hijo algo que nos preocupa, es
mejor buscar el momento oportuno y centrarse en el problema en lugar de
hablar de varios temas a la vez. Por ejemplo, si lo que nos preocupa es que
no ha hecho los deberes, es mejor dejar para otro momento la conversación
sobre el tiempo que ha pasado delante del ordenador. También es
conveniente ser concreto y no generalizar. En lugar de «nunca haces los
deberes», es mejor decirle que hoy no ha hecho los deberes. Por otro lado,
no es conveniente repetirles varias veces lo mismo ni «ponerse pesados»
con un tema. Para mantener abierto el canal de comunicación, ambas partes
deben estar mínimamente cómodas durante el proceso.
Cuando hablamos con nuestros hijos de algo que ellos han hecho y que
nos afecta negativamente, expresarles cómo nos hace sentir ese problema
—tristes, enfadados, preocupados— enriquece la experiencia de
comunicación y ofrece un motivo más a los hijos para corregir su
comportamiento. En relación con esto, debemos dejarles claro que el
problema es lo que ha sucedido, no ellos. Las etiquetas pueden ser muy
convincentes, dan la impresión de que la personalidad del etiquetado es
estática y no alientan a modificar los comportamientos inadecuados. De
hecho, etiquetar a un hijo es algo que debemos evitar, tanto si la etiqueta es
negativa como si es positiva.
Etiquetar a nuestro hijo de forma negativa puede hacer que este se crea la
etiqueta y acabe usándola para justificar su comportamiento. Si le decimos
que es vago, le estamos dando una justificación para no estudiar. Si le
decimos que es malo, es como si lo alentáramos a comportarse mal porque
«él es así», malo. Ante una conducta inadecuada, conviene centrarse en la
conducta, no en cómo es o no es el chaval. Es mucho mejor decirle: «Hoy
no has estudiado» o «Ayer te comportaste mal». Con este tipo de
comunicación, es más fácil que nuestro hijo crea que puede cambiar un
comportamiento, lo cual, por otra parte, es verdad.
Tampoco es conveniente usar etiquetas positivas, porque se corre el
riesgo de endiosar a nuestro hijo e impedir que aprenda a ser humilde. La
humildad es importante, porque se necesita para aprender. Si dejamos que
nuestro hijo crea que lo sabe todo, que es muy bueno en el fútbol o un
campeón con la guitarra, si exageramos nuestros halagos, será más difícil
que después se deje corregir. Es mejor decirle: «Hoy has jugado bien»,
«¡Qué bien has tocado hoy!» que «Eres muy bueno».
Las etiquetas tienen otro aspecto negativo que suele pasar desapercibido:
pueden hacer que los padres justifiquemos las conductas inadecuadas de los
hijos. Por ejemplo, a la asesoría vino una familia con una niña de catorce
años que, apenas entrar, se sentó de una forma poco correcta y hasta se puso
a golpear la mesa con los pies. Cuando le pregunte qué estaba haciendo, me
dijo que era hiperactiva, a lo que respondí con estas palabras: «En mi
pueblo eso se llama mala educación, no hiperactividad». Los padres
dejaban que la niña se comportara así porque la habían etiquetado como
hiperactiva y no esperaban otra cosa de ella. Pero, en realidad, lo que
estaban haciendo era fomentar que le costara más estarse quieta y prestar
atención. Si una niña realmente es hiperactiva, a los padres les costará más
conseguir que cumpla ciertas normas, pero, dentro de sus parámetros, se la
ha de educar igualmente. Entiendo que en los casos en los que hay un
problema de conducta los padres necesitan saber qué le pasa al hijo. Pero,
una vez que se sabe, esto no exime de educarlo. Y hay que buscar la mejor
manera de hacerlo. Como ya he comentado, tengo un hijo con autismo, pero
me gusta decir que tengo un hijo con autismo educado.
Volviendo a la comunicación, hemos de animar a nuestros hijos a que
también ellos expresen sus puntos de vista y sus sentimientos, que, como
hemos dicho, debemos respetar incluso cuando no estamos de acuerdo. En
estos casos, lo primero es mantener la calma y no cortar la conversación
con reproches. Lo que queremos es que siga contándonos cuáles han sido
sus experiencias, lo que piensa y lo que siente al respecto. Pero respetar,
insisto, no es consentir. El director de Tráfico que mencioné antes dio
muestras claras de respetar mi opinión sobre los límites de velocidad, pero
no por eso iba a modificarlos ni, mucho menos, permitirme incumplir las
normas de tráfico.
Dejar que nuestros hijos hablen con libertad es importante, por lo que no
debemos adelantarnos a lo que están diciendo ni usar frases como «ya sé
que me vas a decir que…», especialmente cuando tratamos temas
espinosos. Por otra parte, podemos equivocarnos, ya que no siempre
sabemos cómo se siente o lo que piensa otra persona, aunque la
conozcamos mucho. Comunicarse es compartir, por lo que hemos de animar
y atender activamente la expresión de emociones por parte de nuestros
hijos. Demostrarles que entendemos cómo se sienten es una parte
importante del proceso.
Si el que inicia la conversación es nuestro hijo, rigen las mismas reglas.
En este caso es más probable que, en lugar de contarnos lo que nos gustaría
saber —cómo le ha ido en el cole, qué ha hecho, dónde ha estado y con
quién—, decida hablarnos sobre algo que le gusta o le interesa a él. Quizá
nos describa una vez más cómo le fue en la última partida de su videojuego
favorito o qué sucedió en el último capítulo de la serie de televisión que le
apasiona. En estos casos hemos de aparcar temporalmente nuestros gustos
sobre actividades de ocio y estar dispuestos a prestarle atención. Conviene
recordar que nuestros intereses y los suyos pueden ser muy diferentes, pero
que nuestro máximo interés son nuestros hijos, por lo que hemos de
mantener la fluidez de la comunicación. Ya llegará el momento en que,
naturalmente, también nos contará lo que nos interesa más a nosotros.
En todo caso, es importante generar temas de conversación cuando se
está en familia y para ello hay que buscar las mejores ocasiones. El
momento de ir juntos al cole o a la actividad extraescolar del día ofrece una
excelente oportunidad para entablar una conversación sobre algo que le
interese a nuestro hijo o hija. Si el tema propuesto tiene que ver con sus
aficiones y gustos, seguramente participará en la conversación con toda
naturalidad. Y, si el tema que escoge no es de nuestro agrado, no es
conveniente rechazarlo ni mostrar desagrado. Es mejor privilegiar la
oportunidad de comunicación y, en todo caso, explicarle por qué ese tema
nos produce incomodidad o nos parece inadecuado.
Un momento que puede convertirse en una gran oportunidad para la
comunicación en familia es, por supuesto, la hora de la comida y la cena.
Son momentos en los que toda o casi toda la familia se reúne y es posible
intercambiar las noticias del día, así como compartir inquietudes. Desde
luego, para que esto sea posible, se han de eliminar los elementos de
distracción como la televisión, los móviles y las consolas. Esto vale para
todos, no solo para los hijos, porque, como no me canso de decir, educamos
con lo que hacemos más que con lo que decimos.
En España, lamentablemente, las comidas familiares han disminuido de
manera drástica y han sido reemplazadas por las comidas rápidas, en
solitario, con la televisión, el móvil o cualquier otra distracción delante.
Puede que haya casos en que eso esté justificado, desde luego. La sociedad
en la que vivimos a veces nos impone ritmos de vida demasiado acelerados
y corremos de un lado a otro, víctimas del estrés. Pero las comidas en
familia no solo son un espacio para la comunicación, también aportan un
factor de protección respecto de algunas conductas de riesgo en niños y
adolescentes. Por ejemplo, en las comidas familiares suele haber alimentos
más sanos que en las comidas solitarias. Además, en esos momentos la
conversación es más distendida, lo que mejora las relaciones entre los
miembros de la familia.
Con todo, para que la hora de la mesa sea nuestro aliado educativo, debe
ser un momento agradable y divertido. Hemos de procurar que todos los
integrantes de la familia participen en la conversación y hablar de temas
que les resulten interesantes a todos. Recordemos que, por lo general, los
intereses de los niños, los adolescentes y los adultos difieren entre sí. No es
recomendable hablar siempre de los amigos, de la escuela u otra cosa que se
convierta en algo repetitivo. Para que la comunicación fluya, debemos
hacer que la comida sea una ocasión de encuentro y tranquilidad para todos.
Este momento también brinda una oportunidad de aprendizaje de
responsabilidades y autonomía, ya que todos los miembros de la familia
pueden colaborar poniendo y recogiendo los platos o llenando el
lavavajillas.
A veces el acelerado ritmo de vida que llevamos nos hace olvidarnos de
lo que, en realidad, debería ser lo más importante: dedicarnos más tiempo, a
nosotros y a los nuestros. Pasar más tiempo juntos y aprovechar esos
momentos para comunicarnos tiene grandes beneficios para todos. El
principal beneficio es el estrechamiento de los vínculos entre los miembros
de la unidad familiar. Entonces, ¿por qué no hacemos una pausa mientras
leemos estas líneas y reflexionamos acerca de cómo generar más ocasiones
de encuentro familiar?
Si lo hacemos, constataremos que, en general, se pasa bastante tiempo en
el coche. Además, el coche es un espacio que habitualmente se comparte
con la familia o con algunos de los hijos, por lo que entablar un diálogo en
él es relativamente fácil. El espacio reducido ayuda a evitar desconectarse
de la conversación si hemos tenido la precaución de eliminar otras
distracciones, como el móvil o la tableta. Más aún, podemos convertir el
gusto habitual de los adolescentes por la música en una actividad
compartida si proponemos dejar los auriculares para otro momento y
escuchar en los altavoces del coche diversos temas musicales que cada uno
de los participantes puede escoger por turnos. Pero en el coche, como en
otros sitios, hemos de diferenciar entre monólogo y diálogo. El primero
suele ser el del padre o la madre que interroga o le dice a su hijo lo que
tiene que hacer. El segundo es el intercambio comunicativo que enriquece a
todos los participantes.
Otra excelente instancia de comunicación con los hijos, sobre todo
cuando son pequeños, es la hora de acostarse. Una costumbre muy sana es
la de compartir un cuento antes de que los niños se duerman. Las ventajas
de esta costumbre son muchas, pero las más importantes son las de estar
juntos, fomentar el hábito de la lectura, conversar sobre las emociones e
ideas que suscitan en los hijos lo que les ocurre a los personajes de la
historia. Durante la lectura de un cuento tenemos la oportunidad de explicar
más cosas que las que leemos o vemos en las páginas del libro. Además,
podemos representar la historia con inflexiones de la voz, gestos y
expresiones faciales, algo que no solo añadirá interés a la experiencia, sino
que hará que se comprenda mejor. Y, desde luego, cuando los niños ya
saben leer pueden participar en la lectura turnándose con nosotros cada
cierto número de páginas y dando su opinión sobre diversos aspectos de lo
que están leyendo. Rafael Bisquerra, director del posgrado en Educación
Emocional y Bienestar de la Universidad de Barcelona, explica que,
«cuando las personas leen obras literarias, lo que viven son experiencias
emocionales. La lectura y la literatura son eminentemente emoción. Es
importante insistir a las familias para que lean cuentos, ya que, en estos
cuentos, además de pasárselo bien, siempre hay una lección de vida, una
lección ética, moral, de bienestar emocional, de convivencia, de
comprensión, de solidaridad».

Cómo y por qué eliminar los gritos

Cuando estamos cansados, tensos o preocupados, ¿a quién no se le ha


escapado un grito alguna vez? Y, sin embargo, los gritos no son deseables
porque no consiguen respeto ni obediencia, sino todo lo contrario.
¿Y por qué gritamos? La causa suele ser la misma que hace que, en
ocasiones, algunos padres o madres le suelten un cachete a su hijo o hija: la
impotencia que produce que no hagan caso o respondan de manera
inadecuada. Esa es la causa, pero no hay justificación, porque el grito no es
una estrategia educativa y nuestra responsabilidad como padres y madres es
educar.
El grito es especialmente dañino cuando las palabras que se gritan llevan
el tono de la ironía o la vejación. No debemos olvidar que, cuando
gritamos, estamos transmitiendo la rabia que sentimos porque no
conseguimos que las cosas sean como queremos, en particular, que nuestro
hijo o hija haga caso. No deberíamos gritar nunca, además, porque es un
mal ejemplo. El gran problema de los gritos es que, cuando un padre o una
madre grita, el hijo suele responder en ese mismo tono de voz. Si los padres
somos el modelo de los hijos y nuestra reacción ante lo que no nos gusta de
ellos son los gritos, ellos aprenderán a resolver sus conflictos de la misma
manera. Convertirán los gritos en su instrumento para tratar las dificultades
con sus hermanos, amigos, abuelos y otras personas de su entorno. Pero el
perjuicio no solo está en el ejemplo que estamos dando, que claramente
contradice nuestras enseñanzas de que no se debe gritar, sino que, además,
el grito afecta negativamente la autoestima de los niños y su relación con
los padres. Por otra parte, cuando los padres o las madres gritamos, por lo
general no nos paramos a pensar por qué la niña o el niño se han
comportado de tal o cual manera. No nos preguntamos: «¿Por qué ha
desobedecido?». Simplemente gritamos para que nuestro hijo haga o deje
de hacer algo.
En el grito no hay explicación ni comprensión, solo reproche, y por eso
no educa. La próxima vez que nuestro hijo se vea ante la disyuntiva de
hacer algo que no toca o dejar de cumplir con una responsabilidad, su
actitud no cambiará en un sentido positivo, sino que será la de ocultar su
acción para que no lo pillen ni le griten. En resumen, no aprenderá por qué
debe o no debe hacer eso. Una posibilidad es que, conforme vaya creciendo,
y siempre en función de su personalidad, esa niña o ese niño se convierta en
un rebelde que se enfrente a sus padres por todo y todo el tiempo. El
problema se agudizará en la adolescencia y se llegará a una situación en la
que cada palabra sea como un chispazo que haga estallar una discusión.
Naturalmente, la convivencia se ve afectada y volver a poner las cosas en su
cauce es muy difícil. Otra posibilidad es que, ante los gritos, nuestro hijo
asuma una actitud sumisa y triste a la vez que, fuera de casa, comience a
tener conductas de riesgo debidas a su baja autoestima.
Entonces, ¿cómo evitamos los gritos en casa? Lograrlo exige un gran
control de las emociones propias y, sobre todo, una buena formación como
padres y madres. Primero y principal, desde luego, hemos de ser
conscientes de si lo hacemos o no. ¿Son los gritos una manera habitual de
resolver nuestros conflictos con los hijos? Como suele ocurrir, no siempre
lo que nos parece a simple vista es lo que realmente ocurre. A la asesoría
familiar llegan padres que dicen que no gritan mientras que los hijos dicen
que sí que lo hacen. En mi experiencia, si nuestra hija dice que gritamos,
seguramente es así. Y, si no lo es, igualmente está claro que debemos
modificar nuestra manera de comunicarnos con ella para que no perciba lo
que le decimos como un grito. La forma en que nos dirigimos a los hijos es
tan importante como lo que les decimos. En segundo lugar, es necesario
saber qué está fallando en la comunicación para poder mejorarla. Si cuando
queremos que nuestro hijo haga caso normalmente acabamos gritando, si
cuando nuestra hija se enfada o nos cuenta algo que no es de nuestro agrado
respondemos gritando, entonces tenemos un problema de comunicación.
Puede que un grito funcione para que los hijos nos obedezcan cuando son
pequeños, pero eso no durará mucho. Los gritos aturden y producen miedo
durante un tiempo, pero, a medida que los niños vayan creciendo, dejarán
de ser efectivos. Además, si les gritamos, es porque no estamos gestionando
bien la situación ni nuestras emociones. ¡Quién no incumple alguna norma
alguna vez! Unos fuman donde no se debe, intentando que no los pillen,
otros conducen a mayor velocidad de la que deberían… Sin embargo, no
vamos por ahí gritándonos por eso. Hemos de gestionar nuestro enfado y
nuestra rabia, aunque sea difícil. Me gusta preguntar a los padres que llegan
a la asesoría familiar: «¿Te gusta que te griten?». La respuesta suele ser que
no y entonces vuelvo a preguntar: «Entonces, ¿por qué lo haces?».
Para conseguirlo, hemos de entender cómo se comporta el menor en
función de su edad. Entender , no justificar sus conductas inadecuadas. Lo
que debemos entender es, ante todo, cómo tiende a comportarse un niño de
su edad. Si sabemos que los niños normales sienten curiosidad por su
cuerpo y simple placer al tocarse las zonas más sensibles, incluso desde
muy pequeños, no nos sorprenderá ni nos parecerá anormal y, sobre todo,
no nos enfadará que nuestro hijo de cinco años se toque los genitales. Otro
ejemplo, si nos ponemos en el lugar de un adolescente enfadado porque no
le hemos dado permiso para salir un día entre semana, entenderemos mejor
su emoción, que es de frustración y enfado. Lo mismo si nuestro hijo
incumple una norma o reacciona enfadándose cuando la hacemos cumplir.
En estos casos, lo más habitual es que nuestros hijos no hagan las cosas
para hacernos enfadar, sino que hay muchos otros motivos. Podemos
entender que lo que estén haciendo les gusta mucho, que no sepan qué está
bien o qué está mal o que, cuando les aplicamos una consecuencia, no sepan
reaccionar de otro modo. Por ejemplo, el cerebro humano no está maduro al
nacer. Va desarrollándose a medida que el niño crece y vive diferentes
experiencias, y no llega a su madurez hasta alrededor de los veinte años de
edad. Las áreas del cerebro que se desarrollan primero son las que están
relacionadas con las funciones corporales básicas, ciertos comportamientos
más o menos automáticos y las respuestas emocionales. En cambio, las
zonas cerebrales que se corresponden con el pensamiento racional capaz de
moldear esos comportamientos automáticos y principalmente emocionales
tienen un desarrollo bastante más lento. Se sabe que los niños solo
adquieren capacidad para comprender ideas abstractas entre los siete y los
diez años de edad y que durante la adolescencia se produce una
reestructuración drástica de la corteza cerebral, lo que, unido a otros
cambios anatómicos y fisiológicos —especialmente de tipo hormonal—,
explica la impulsividad y los repentinos cambios de humor característicos
de los adolescentes. Todo esto nos permite saber qué esperar de nuestros
hijos en cada etapa de su desarrollo, pero no solo hemos de entender cómo
se comportan los menores en general, sino también cómo se comporta
nuestro hijo o hija en sus circunstancias particulares. Esto, desde luego,
supone conocerlos bien, algo que solo es posible a partir de una buena
comunicación.
Debemos entender cómo es nuestro hijo y aceptarlo, porque es la única
manera de ayudarlo a ser la mejor versión de sí mismo. Y aquí debemos
invocar en nuestra ayuda el gran instrumento educativo del que disponemos
los padres: ponerse en el lugar del hijo para comprender sus motivos y
establecer unas normas de comportamiento claras y adecuadas a su edad y
personalidad.
A partir de esa comprensión, conseguiremos que nuestra reacción ya no
sea la de escandalizarnos o enfadarnos ante una conducta inadecuada. Y
tendremos menos motivos para gritar. Esto, desde luego, no significa que
debamos justificar o tolerar que nuestro hijo no haga caso, que nos conteste
de malos modos o, en los casos en que aparecen los problemas de conducta,
nos insulte o descargue su frustración golpeando las puertas de casa. En
estos casos aplicaremos la consecuencia que corresponda a su conducta,
pero sin entrar al trapo ni enfadarnos. A eso me refiero con entender el
comportamiento de nuestro hijo, algo que, como ya he dicho, es muy
diferente de justificarlo.
Volviendo a la cuestión que nos ocupa, cuando un hijo o hija incumple
una norma, lo que hemos de hacer es aplicar la consecuencia prevista. Esto
hace totalmente innecesario gritar. Si necesitamos decirle algo, hemos de
hablarle utilizando un tono de voz bajo, serio y tranquilo. Sobre todo,
debemos mantener la calma y transmitirla a nuestro hijo, ya que el
problema no es él, sino esa conducta que debe modificar. Si hay buena
comunicación, es posible que se establezca un diálogo, por lo que hemos de
prepararnos para oír cosas que pueden no gustarnos. En este caso debemos
atender las razones de nuestro hijo y ser comprensivos, aunque no
permisivos.

Recomendaciones

Comunicarse con los hijos no es interrogarlos, sino relacionarse con ellos y escucharlos.
Pensar cómo nos comunicamos con ellos. No admitir tabús. Hablar de cualquier cosa que
interese a los hijos sin escandalizarse ni enfadarse. Dar nuestra opinión al respecto y respetar
la suya.
Intentar comer en familia al menos una vez cada día. Las comidas sin distracciones —
televisión y móvil— son una excelente oportunidad de comunicación. Dar ejemplo.
Dar oportunidad y tiempo para que todos intervengan en la conversación. No es un momento
para sermones ni monólogos.
Estipular un tiempo para comer, unos veinte o treinta minutos. Por supuesto, sin televisión,
móviles ni otras distracciones. No permitir que los niños se levanten antes de que todos
hayamos acabado.
Los hijos se contagian del buen ambiente que hay en casa. No llevar los problemas externos a
casa.
Buscar actividades que gusten a todos para compartir en familia. Las salidas familiares
mejoran las relaciones y aumentan la confianza de los hijos en los padres.
Los viajes en coche también son oportunidades de comunicación si dejamos el móvil.
Dejar los temas polémicos para tratarlos en casa y con calma.
Hablar a nuestros hijos con confianza, pero con discernimiento. Distinguir qué les podemos
contar y qué no en función de su edad y madurez.
Saber que, en la adolescencia, es normal cierto hermetismo y un énfasis en la intimidad.
Ellos deben decidir qué nos cuentan y qué no.
Estar preparados para escuchar cosas que no nos gusten o con las que no estemos de acuerdo,
y reaccionar con calma.
Sentarse facilita que la conversación sea menos tensa y sujetarse las manos ayuda a mantener
una postura corporal relajada.
Evitar reproches y gritos. No resuelven nada y lo complican todo.
Evitar las etiquetas, tanto positivas como negativas. Pueden convencer al etiquetado de que
no puede ser o actuar de otra manera.
Si sentimos enfado, mirar hacia el suelo, respirar profundamente y contar hasta diez.
Si no conseguimos tranquilizarnos, dejar la conversación para otro momento.
Leer y comentar cuentos antes de dormir es otro modo de comunicarse.
5.
Esfuerzo y responsabilidad

Nuestra sociedad suele alentar la comodidad y la inmediatez, por lo que no


es raro que los hijos crean que deben tener de todo, ahora y sin esfuerzo. La
televisión e Internet los bombardean todo el tiempo con mensajes
engañosos como «Aprenda inglés en treinta días» o «Adelgace tres kilos en
una semana y sin dejar de comer». Además, muchos padres evitan el
esfuerzo a sus hijos en un intento de hacerlos más felices o de evitar que
sufran. Sin embargo, como ya hemos dicho en páginas anteriores, se trata
de un gran error.
Casi todo lo que vale la pena en la vida exige esfuerzos importantes,
pero, además, pocas cosas resultan tan satisfactorias como el haberlas
alcanzado uno mismo. Si hay algo que nadie puede quitarnos, es aquello
que hemos conseguido con nuestro propio esfuerzo.
Según los estudios neurocientíficos, los valores son conductas
adaptativas. En otras palabras, son comportamientos que se realizan a lo
largo de la vida y que evolucionan paralelamente al desarrollo del cerebro
hasta alrededor de los veinte años de edad. Por tanto, son algo que se puede
y se debe enseñar. Así que, si educamos a nuestros hijos desde pequeños en
valores como el esfuerzo, la responsabilidad y la perseverancia, aunque sea
un aprendizaje que lleve tiempo, acabarán adquiriéndolos y convirtiéndolos
en hábitos. Entonces, ¿cómo educar en el esfuerzo?
Normalmente los padres y las madres nos preocupamos mucho por los
resultados que obtienen nuestros hijos, tanto en la escuela como en las
demás actividades que realizan. Creemos que alentándolos a conseguir
resultados y elogiándolos cuando los consiguen enseñamos a nuestros hijos
a esforzarse. El problema es que, si hacemos hincapié en el resultado y ellos
no alcanzan el objetivo, pueden acabar frustrándose y dejar de intentarlo.
En realidad, la clave de la educación del esfuerzo no está en elogiar los
resultados, sino en elogiar el esfuerzo.
La psicóloga estadounidense Carol S. Dweck sostiene que lo peor que
podemos hacer con un niño es alabar lo listo que es, porque esto lo induce a
no arriesgarse a emprender retos en los que podría perder ese «título de
listo». Dweck relata un experimento con quinientos niños y niñas de diez
años para estudiar el papel del refuerzo en el establecimiento de lo que ella
llama mindset , o sea, actitud hacia el esfuerzo. Dweck dividió a los niños
en dos grupos y les pidió que resolvieran un puzle. Cuando los niños y
niñas de la primera mitad acabaron el puzle, les valoró el resultado y les
dijo cosas como: «¡Muy bien, lo habéis acabado!». En cambio, a los de la
otra mitad les reconoció el esfuerzo con expresiones como: «¡Os estáis
esforzando mucho, seguid así!». A continuación, Dweck les pidió que
escogieran libremente otro puzle de dos disponibles, uno más complejo y
otro más sencillo. Mientras que la mayoría de los niños y niñas del primer
grupo escogió el puzle más fácil, el noventa y nueve por ciento de los del
segundo grupo, es decir, aquellos a quienes se les había valorado el
esfuerzo, escogieron el puzle más complejo. La explicación de estas
diferencias es que los que escogieron el puzle sencillo esperaban que se les
valorara el resultado, mientras que los que escogieron el puzle más difícil
esperaban que se les valorara el esfuerzo.
El experimento no acabó allí. Más tarde, la investigadora pidió a todos
los niños y niñas que resolvieran un puzle que era demasiado complejo para
chavales de su edad. También aquí los resultados mostraron diferencias
entre los dos grupos del principio. Mientras que los del primer grupo, en
cuanto comprobaron que el puzle era demasiado difícil, dejaron de
intentarlo, los del segundo pasaron bastante más tiempo intentando
resolverlo, buscándole la vuelta. La moraleja es obvia: si valoramos el
resultado —por ejemplo, si valoramos más las notas que los procesos de
aprendizaje—, fomentaremos que nuestro hijo o hija se fije más en los
resultados y, además, no lo estaremos preparando para retos difíciles cuya
superación exija esfuerzos importantes. Centrarse en los resultados es una
forma rápida de hacer que nuestros hijos con talentos suficientes para
obtenerlos sin esfuerzo no aprendan nunca las habilidades necesarias para
hacer frente a sus retos cuando la dificultad sea mayor. Como no han
aprendido a esforzarse, al no tener éxito rápida y fácilmente, se darán por
vencidos. En cambio, si valoramos su esfuerzo —volviendo al ejemplo, si
valoramos más el proceso de aprendizaje—, se centrarán, precisamente, en
el esfuerzo. La ventaja de esta segunda actitud mental o mindset es que,
cuando una persona realmente se esfuerza por conseguir algo, los resultados
suelen llegar de forma natural. Pero hay dos importantes beneficios más de
esta actitud mental positiva ante el esfuerzo. La primera es que, cuando
llegue un reto que requiera la realización de un gran esfuerzo, nuestros hijos
estarán preparados para realizarlo. La segunda es que no darán los buenos
resultados por sentados, y por ello la actitud positiva hacia el esfuerzo se
realimentará y los predispondrá a más esfuerzos.
Si hemos de valorar un resultado, es recomendable hacerlo de forma
concreta, reforzando de manera positiva eso que han hecho. En lugar de
decir «¡Qué listo eres!», precisar: «¡Ahora sí que te ha quedado muy bien el
color del caballo del dibujo!». Este tipo de comentarios muestra que
realmente nos hemos fijado en cómo se ha realizado el trabajo y el esfuerzo
que ha requerido, por lo que no se trata de un elogio vano. Los elogios
genuinos refuerzan la autoestima de quien los recibe y, cuando se centran en
el proceso, no en el resultado, tienden a fomentar el esfuerzo. Si el caso es
que nuestro hijo no ha conseguido hacer algo demasiado bien, no debemos
ignorar las equivocaciones que pueda haber cometido. Es conveniente
comentar esos errores, explicarle que todos los cometemos y alentarlo a
corregirlos.
Con la responsabilidad pasa otro tanto. Muchos padres y madres llegan a
la asesoría quejándose de que los hijos no son responsables, a lo que
respondo que la mayoría de los niños y las niñas no nacen responsables o
irresponsables, sino que son según cómo los hayamos educado. ¿Hemos
enseñado a nuestros hijos a ser responsables?
En todo caso, ¿cómo enseñamos responsabilidad a nuestros hijos? Lo
primero es el ejemplo. Para que los hijos sean responsables debemos serlo
primero los padres. Suponiendo que ya lo somos, ¿qué viene a
continuación?
Lo que sigue es comprender las dificultades para enseñar la
responsabilidad. Como dijimos al comienzo del libro, estamos en una
sociedad que insiste en que todo ha de ser abundante, fácil y rápido, la
sociedad de la inmediatez. Con tanto motivo de dispersión y tanto énfasis
en la abundancia, la facilidad y la rapidez, es más difícil que los hijos e
hijas aprendan a valorar las cosas, e igual de difícil que se responsabilicen
por lo que hacen. Si a esto le añadimos la peregrina idea que tienen algunos
padres y madres de que su misión es evitar todo sufrimiento a sus hijos, ya
la hemos liado. ¿Somos de los que dejamos que nuestros hijos se peleen con
los cordones de los zapatos hasta conseguir abrochárselos o somos de los
que se los atamos para ir más rápido? En estas pequeñas cosas comienza la
educación de la responsabilidad. En recoger los juguetes, ayudar en las
tareas de la casa, tener la agenda de la escuela al día, hacer los deberes,
estudiar… Son pasos pequeños que pueden llevar muy lejos. Pero los niños
no suelen recoger los juguetes si no les hemos enseñado que ese es el
comportamiento correcto, y lo mismo ocurre con todas las demás
responsabilidades que he listado unas líneas más arriba. ¿Os acordáis de los
chicos que no sabían hacer la cama ni qué era una sábana bajera que
comenté en el capítulo 1? ¿De quién era la responsabilidad de enseñarles a
esos chavales cómo se hace una cama? ¡Si hasta algunos llevaban la ropa en
bolsas marcadas con la letra de mamá o papá!, «miércoles», «jueves»,
«viernes». Varios no sabían ni lo que llevaban en la maleta. ¿Eran ellos los
responsables de esa ignorancia?
La responsabilidad se enseña y se aprende, y la única forma de hacerlo es
explicar cómo se hacen las cosas y dejar que los hijos las hagan por sí
mismos. Si cometen errores, aprenderán a enmendarlos. Si no lo consiguen
a la primera, lo harán a la segunda. Pero lo que hayan conseguido será suyo.
En los tiempos que corren es habitual correr en auxilio del hijo cuando
este no ha apuntado los deberes en la agenda o cuando se ha dejado en la
escuela el libro que necesita para hacerlos. Es fácil, enviamos un mensaje al
grupo de WhatsApp de los padres y madres de la clase y ya está. Es fácil y
rápido. Y, además, no enseña, por lo que el olvido seguramente se repetirá.
Total, no pasa nada. En cambio, si cuando nuestro hijo se deja el libro
dejamos que afronte las consecuencias al siguiente día en la escuela, lo más
seguro es que la próxima vez se acuerde de traerlo a casa. La base de la
educación de la responsabilidad es el ensayo y el error, lo mismo que ocurre
con la mayoría de los demás valores que deseamos inculcar a nuestros hijos.
Si les recogemos la habitación, si solo ponemos y recogemos la mesa
nosotros, ellos no lo harán. Y, si no lo hacen, no adquirirán el hábito.
Aprender responsabilidad es adquirir el hábito de hacerse cargo de su
propio comportamiento.
Un día llevé a mi hijo a entrenar. En esa época tenía diez u once años y
llevar el material para practicar su deporte era su responsabilidad. Yo fui a
buscar su bici al balcón y vi que ahí estaban las zapatillas especiales que
necesita para entrenar, pero no dije nada (juro que no soy mala persona).
Nos fuimos al entreno y, cuando mi hijo se dio cuenta de que no tenía las
zapatillas en la bolsa, me pidió que volviéramos a casa a buscarlas.
Estábamos a nueve kilómetros y teníamos tiempo, pero le dije que no.
«Cariño, yo te traigo y te llevo a casa una sola vez. Habla con el entrenador
y a ver qué te dice.» Mi hijo acabó mirando el entreno desde un costado.
Aguantó veinte minutos y me dijo: «Vámonos a casa». Estaba muy
enfadado. Durante el resto de la tarde no me habló. Durante la cena
tampoco. Yo no lo perseguí, le di espacio y tiempo. A la mañana siguiente,
lo primero que hizo mi hijo fue pedirme una mochila, fue corriendo a su
habitación y metió dentro todo el equipo de entreno, casco, guantes y
zapatillas, en la mochila para no olvidárselo. A partir de ese día no volvió a
dejarse nada. Pero pocos días después, justo antes de salir hacia el entreno,
noté que la mochila de mi hijo estaba abierta y así se lo dije. «No, papá —
me respondió—, la dejo así para acordarme de que falta algo. He puesto los
guantes a lavar y todavía no los he recogido.» Mi hijo había aprendido y
había buscado él mismo una nueva estrategia para cumplir con su
responsabilidad.

Recomendaciones

Reconocer el esfuerzo, no los resultados. Al hacerlo, evitar los elogios vagos y reforzar de
manera positiva eso que han hecho en concreto.
No ocultar los errores de nuestros hijos. Deben aprender que todos nos equivocamos y, sobre
todo, que podemos y debemos corregirlos.
Alentar a los hijos a que hagan las cosas lo mejor posible. Con lo mínimo no basta ni se
aprende a esforzarse ni a ser responsable. Pero no fomentar que compitan con otros
comparando sus resultados académicos o deportivos. Deben aprender a ser mejores ellos
cada día, no a ser mejores que los demás.
Dar responsabilidades a los hijos desde pequeños, desde recoger los juguetes a recoger la
mesa. Si al principio se resiste a cumplirlas, no enfadarse ni perder los nervios. Poner una
consecuencia como «Hasta que no recojas la ropa no podremos ir al parque».
Los deberes de la escuela son responsabilidad de los hijos, no del padre o la madre.
Hacérselos o preguntar cada día por WhatsApp qué página debe estudiar no lo ayuda ni
educa su responsabilidad.
6.
Educar las emociones

Desde siempre se ha creído que un elevado coeficiente de inteligencia (CI)


era el requisito central para que una persona triunfara en la vida. Sin
embargo, esto no es exactamente así. En la actualidad sabemos que hay otro
mundo de inteligencias que también son esenciales para llegar a ser una
persona de éxito, pero no solo de éxito profesional, sino también social. Me
refiero a la inteligencia emocional, es decir, al conjunto de capacidades que
nos permite gestionar adecuadamente las emociones en diversas
circunstancias.
Howard Gardner, el padre de la teoría de las inteligencias múltiples, ha
destacado la inteligencia interpersonal como una de las herramientas más
importantes para abrirse paso en el mundo. Consiste en la capacidad de
entender lo que piensa otra persona, cómo se siente y, sobre todo, de
relacionarse con ella poniéndose en su lugar. Daniel Goleman llama a estas
habilidades inteligencia emocional y uno de sus aspectos es lo que
habitualmente conocemos como empatía, ponerse en el lugar del otro,
especialmente saber actuar con esa persona en función de su estado de
ánimo.
La empatía es, por tanto, una capacidad fundamental para mantener
relaciones sociales, de ahí su importancia en la educación de los hijos. Para
poder educarlos, hemos de empatizar con ellos y, además, debemos enseñar
a nuestros hijos a empatizar con los demás.
Por lo general, los niños y niñas empáticos son personas queridas,
porque, al sentirse comprendidos, los demás les corresponden e intentan
entenderlos a ellos. En consecuencia, los niños y niñas empáticos son muy
sociables, no suelen tener problemas para hacer amigos y mantenerlos y
establecerán relaciones más estrechas con otros niños y niñas, todo lo cual
es de enorme importancia para el adecuado desarrollo emocional de los
pequeños. También son más generosos, ya que comprenden mejor las
necesidades de los demás y son personas que, cuando crecen, suelen
implicarse en causas en beneficio del bien común.
El desarrollo de la empatía en niños y niñas les enseña a reflexionar, a ser
más flexibles ante las situaciones que les generan conflictos y a intentar
resolverlas de una forma más calmada y dialogante. Por ejemplo, es natural
que, cuando las cosas no les salen según lo esperado, los pequeños (y los no
tan pequeños) tengan sentimientos de frustración. Cuando no hay una
gestión adecuada, tanto por parte del niño o niña como de sus padres, esa
frustración se transforma en rabia y se puede acabar en un episodio de
gritos y hasta golpes. Pues bien, el desarrollo de las habilidades empáticas
ayuda a rebajar la sensación de frustración cuando la realidad no es como
nos gustaría que fuese. Por eso mismo, la empatía es una gran aliada a la
hora de evitar o mitigar los conflictos relacionados con la convivencia.
Para poder enseñar a nuestros hijos a aumentar su empatía es
imprescindible que primero aprendan a identificar bien sus emociones. Si
no saben hacerlo, tampoco podrán identificar correctamente las de los
demás. De ahí la necesidad de ofrecerles una sólida educación emocional,
que deberá empezar, como siempre, por el ejemplo. Como no podemos dar
lo que no tenemos ni enseñar lo que no sabemos, primero deberemos
aprender a ser empáticos los padres para poder enseñarles cómo serlo a
nuestros hijos. Y es que uno de los pilares de la educación es comprender
qué sienten y cómo piensan nuestros hijos en cada momento, especialmente
por qué actúan como lo hacen.
Me apresuro a aclarar que el hecho de comprender un comportamiento no
quiere decir que debamos aceptarlo ni permitirlo. Por una parte, el
comprender los comportamientos de nuestros hijos según su edad y
personalidad nos permite saber qué esperar de ellos. Si entendemos las
conductas de nuestros hijos, estas nos sorprenderán menos cuando, pese a
no ser apropiadas, sean reacciones esperables de un niño o niña en ciertas
circunstancias. Por otra parte, nuestros hijos deben ver que entendemos sus
vivencias, y eso es suficiente para que ellos intenten, a su vez, entender las
de los demás. Las emociones no se enseñan hablando, sino viviéndolas y
compartiéndolas. La mejor manera de ayudar a nuestros hijos a desarrollar
la empatía es ofrecernos como referentes para que nos imiten, sobre todo
durante los primeros años de su vida.
Para fomentar que nuestros hijos presten atención a las emociones de los
demás, podemos hacerles preguntas del tipo «¿Cómo te sentirías tú si te
hubiese ocurrido tal cosa?», donde «tal cosa» es algo que le ha sucedido a
un hermano, a un amigo o incluso a un personaje de ficción. También es
importante explicarles que las personas son todas diferentes y que hay que
respetarlas en su diversidad de modos de ser y de actuar, lo que, desde
luego, incluye a personas de sexo o raza diferentes. Las películas y los
cuentos, siempre adecuados a su edad y madurez, son una excelente
herramienta para que nuestros hijos aprendan a interpretar los sentimientos
de otras personas que están en situaciones diferentes a la propia. En este
sentido, los personajes de esas obras aportan una variedad que permite
enriquecer el repertorio emocional de nuestros hijos. Si no sabemos muy
bien qué película o libro escoger, podemos preguntar en foros o acudir a un
librero para que nos ayude a escoger.
Otra fuente de experiencias emotivas importantes la ofrecen las
actividades extraescolares, especialmente aquellas en las que se trabaja en
equipo. Las interacciones con los demás miembros del grupo proporcionan
un excelente campo de práctica para ponerse en el lugar del otro y adaptarse
a ellos con el fin de lograr objetivos comunes. Hemos de enseñar a nuestros
hijos e hijas a escuchar a otras personas, pues esta es una de las vías
principales para entenderlas. Para ello conviene tener siempre bien presente
la diferencia entre oír y escuchar. Desde luego, escuchar es oír con atención.
Compartir con los hijos nuestras emociones es otra buena manera de
enseñarles a gestionar las suyas. Si estamos alegres o enfadados, podemos
contárselos y explicarles los motivos de nuestra emoción. No es bueno
evitarles las emociones negativas como la tristeza o la frustración. Si
compartimos con ellos nuestra tristeza, por ejemplo, les damos la
oportunidad de experimentar y aprender a gestionar esa emoción de la
misma manera que podríamos compartir con ellos una alegría y celebrarla
juntos. Sentirse afligido porque le sucede algo triste a alguien que nos
importa es tan sano como sentirse contento porque le suceden cosas buenas.
Las emociones son tan importantes en el comportamiento de las personas
que en ocasiones se insiste en que los colegios deberían tener una
asignatura que enseñara a gestionarlas. Eso estaría muy bien, por cierto,
pero la verdad es que el papel más importante en esta faceta de la educación
lo tenemos los padres y las madres. En nuestras vidas compartidas con los
hijos, las emociones están presentes a todas horas. Nos sentimos alegres,
tristes, enfadados, entusiasmados, decepcionados, sorprendidos,
atemorizados casi cada día delante de nuestros hijos. Podemos cambiar de
un estado emocional a otro en pocos segundos y a lo largo del día podemos
haber pasado por unos cuantos de ellos. Por lo general, sabemos qué nos
pasa, aunque no siempre sepamos cómo gestionar lo que sentimos al
respecto. Esta incapacidad puede provocarnos rabia o ira, algo que no
queremos que les ocurra a nuestros hijos, y por eso debemos ayudarlos a
desarrollar sus habilidades de gestión de las emociones. Mejor si lo
hacemos desde pequeños.
Como he dicho antes, lo primero que hemos de hacer es enseñarles a
reconocer sus emociones. Un niño no sabe muy bien qué le está pasando si
no sabe identificar ese sentimiento de enfado o tristeza que lo embarga. El
darle un nombre a cómo se siente y acompañar con una cara adecuada esa
emoción lo ayudará a comprenderla. También ayuda comentar el origen de
la emoción y qué sentimientos e ideas la acompañan.
Dos de los errores más comunes que cometemos los padres en estos
casos son no aceptar o minimizar los sentimientos de nuestros hijos e hijas.
Para ello solemos usar expresiones como «Bueno, no es para tanto» o «No
tienes por qué enfadarte por eso». Ahora imaginémonos que nos ha pasado
algo que es importante para nosotros y viene alguien y nos dice que lo que
sentimos no es para tanto, que ya pasará. Seguramente nos sentiremos
incomprendidos y hasta poco respetados. Por eso debemos tomarnos en
serio las emociones de nuestros hijos, ayudarlos a identificarlas y a entender
cuál puede ser su motivo. Eso no quiere decir que estemos de acuerdo con
su reacción emocional, pero lo que cuenta es que así reconocemos que el
niño tiene sus motivos para sentirse de un modo determinado y para él son
los que cuentan. Nuestro papel no es el de censores de las emociones de
nuestros hijos, sino el de compañeros, guías y orientadores.
Si creemos que las razones o creencias que han motivado una emoción en
nuestro hijo o hija no son correctas o no deberían producirle esa emoción,
es obvio que podemos hablar sobre ello, pero, al hacerlo, no hemos de
criticar cómo se siente el chaval. Algo que para nosotros no tiene la menor
importancia para él o ella puede constituir un problema de categoría
mundial. Y es lógico. El mundo percibido por un niño o un adolescente es
muy diferente al que percibe un adulto. Por ejemplo, si un niño se ha
enfadado porque cree erróneamente que nos hemos burlado de él, no
debemos descartar su reacción emocional. Podemos explicarle que
comprendemos su reacción y hasta que nosotros también nos habríamos
enfadado si alguien se hubiera burlado de nosotros, pero que en este caso él
no ha interpretado bien nuestra intención. Si tras la conversación el niño
llega a la conclusión de que estaba equivocado, el enfado se le pasará.
Los enfados, cuando están mal gestionados, pueden transformarse en
ataques de ira o rabietas que llegan a deteriorar la convivencia familiar,
especialmente cuando son intensas y frecuentes. Por eso no debemos
confundir ser comprensivos con ser permisivos. Hemos de transmitir a
nuestros hijos que, aunque comprendemos su enfado, las rabietas están
fuera de lugar y no vamos a permitirlas. Los enfados son normales cuando
nos sentimos frustrados. No podemos reprender a nuestro hijo o hija porque
siente esa emoción, pero tampoco podemos dejar que ese enfado derive en
una rabieta. Una manera de prevenirlas es, como he explicado en el capítulo
3, establecer una rutina y poner normas y consecuencias claras. Saber a qué
atenerse en cada momento previene o mitiga los enfados y evita que estos
se transformen en rabietas. Y si, por el motivo que sea, el ataque de ira
llega, nunca debemos ceder a las exigencias que lo acompañen. Si lo
hacemos, estaremos enviando el mensaje de que las rabietas son una
manera aceptada de obtener lo que se quiere y las estaremos alentando. Sin
embargo, tampoco hemos de entrar al trapo e iniciar una discusión que no
hará más que aumentar el enfado de nuestro hijo y, probablemente, también
provocará que nos enfademos nosotros. Recordemos que, cuando un chico
o una chica reaccionan con enfado o rabia por algo que les está sucediendo,
no es para fastidiar a sus padres. Lo más habitual es que, sencillamente, no
sepan actuar de otra forma, por lo que hemos de evitar echar más leña al
fuego. Es mejor esperar a que nuestro hijo se calme e intentar comunicarnos
con él o ella en los términos que ya hemos descrito en el capítulo 4.
Esto nos conduce a comprender que, además de la empatía, la
inteligencia emocional tiene otro importante aspecto, el de la gestión de las
propias emociones. Ambas están relacionadas porque se basan en la
capacidad de identificar las emociones propias y ajenas. La gestión de las
emociones propias, por lo tanto, comienza en adquirir conciencia de la
emoción que se está teniendo en un momento dado. Saber si es solo un
enfado o se ha tornado en ira, si estamos simplemente cansados o tristes o
preocupados por algo. En definitiva, el conocimiento de las emociones
propias es el primer paso para gestionarlas correctamente y poder enseñar a
nuestros hijos a gestionar las suyas. He aquí un ejemplo práctico. A mi hijo
pequeño le apasiona el ciclismo y una tarde, justo antes de la salida de la
escuela, su entrenador me llamó para decirme que había tenido un problema
y que esa tarde no había entreno. Yo me fui a buscar a mi hijo y, en lugar de
esperar a llegar a casa, le di la mala noticia ahí mismo, a la salida del cole.
Mi hijo pareció no haber oído bien la explicación que acababa de darle,
porque lo único que me dijo fue: «Yo quiero ir a entreno». Insistí en que eso
no iba a ser posible, pero no conseguí convencerlo. Para empeorar las cosas,
cuando le pedí que continuáramos la conversación en casa, me hizo que no
con la cabeza y se aferró a la valla de protección que había frente a la puerta
de la escuela. En ese momento me di cuenta de que varias decenas de
padres conocidos me miraban como diciendo «A ver qué hace el del libro».
Es como cuando vamos al parque con nuestros hijos y, cuando llega la hora
de volver a casa, simplemente nos dicen que no. Sentimos una gran
impotencia ante esa negativa mientras todo el mundo nos mira. Pero no
hemos de olvidar que eso ocurre hasta en las mejores familias. Lo que hice
fue intentar tranquilizarme, tomar a mi hijo de la mano y llevármelo a casa.
Él seguía extremadamente enfadado y frustrado porque ese día no tendría
entreno. He de decir que de camino a casa hay una tienda de chucherías, un
poco más adelante una librería y más cerca de mi casa un bazar chino.
También diré que a mi hijo le encantan las chucherías, los bolis y todo lo
que pueda vender un bazar chino, pero no le compré nada para apaciguarlo.
Llegamos a casa y le dije: «Entra a tu cuarto y gestiona tu frustración».
Media hora más tarde mi hijo apareció delante de mí con los ojos rojos por
el llanto y me dijo: «Papá, ya he gestionado mi frustración». Volví a
explicarle el problema del entrenador y creo que entendió muy poco o nada,
pero, un cuarto de hora después, se estaba preparando la merienda y media
hora más tarde estaba jugando de lo más tranquilo.
Aquí cabe una aclaración. Gestionar las emociones no equivale a
censurar lo que sentimos, sino a darle una forma que nos permita actuar de
manera constructiva. Ser capaces de tomar decisiones para «dejar enfriar»
un enfado con el fin de impedir que se transforme en ira o rabia posibilita
otros cursos de acción positivos. Por ejemplo, facilita el mantenimiento de
relaciones interpersonales sin conflictos y puede servir como motivación
para cambiar algo que no nos gusta. Este segundo aspecto, el de ser base de
la motivación, es un papel importantísimo de las emociones, tanto de las
positivas como de las negativas. La motivación y las emociones están muy
relacionadas y uno de los aspectos de esa relación es que pueden reforzarse
mutuamente. Como he sugerido en el ejemplo anterior, una emoción
negativa bien gestionada puede servir de motivación para realizar cambios
positivos, pero la motivación, a su vez, es una poderosa fuente de
emociones positivas. Por lo tanto, enseñar a ser capaces de motivarse y de
controlar adecuadamente sus emociones —dos habilidades de gran
importancia a partir de la adolescencia— es una tarea esencial del papel de
educadores de los padres.

Recomendaciones

Enseñar a los hijos a expresar todo tipo de emociones haciéndolo primero nosotros.
Demostrar a los hijos que los queremos es imprescindible para poder educarlos. Las
expresiones de cariño, como abrazos, besos y caricias, son tan necesarias para ellos como
comer o dormir.
Cuando los hijos están enfadados, tristes o preocupados, es bueno dejarles espacio y tiempo
para que gestionen su emoción. Presionarlos para que «se les pase» suele producir el efecto
contrario al que buscamos.
Para gestionar una emoción, primero es necesario identificarla. Enseñarlo mediante las
emociones que viven los personajes de cuentos, películas y anécdotas adecuados a la
madurez de los hijos.
Los cuentos transmiten valores y experiencias. Buscar lecturas en la línea de los valores
familiares y usar las experiencias para conversar sobre las reacciones de los personajes,
especialmente ante situaciones adversas.
La finalidad de la gestión de las emociones es el bienestar emocional, no la ausencia de
sufrimiento. El bienestar emocional se adquiere aprendiendo a disfrutar de los buenos
momentos y gestionando adecuadamente los malos, no evitándolos.
PARTE II
Retos actuales
en la educación de los hijos
Educar siempre ha tenido sus dificultades, pero hay aspectos de nuestra
sociedad que, sencillamente, lo hacen aún más difícil. Las nuevas
tecnologías, por ejemplo, con su mensaje de inmediatez, su intensa
atracción y su enorme potencial adictivo pueden hacer que nuestros hijos
pasen el día hipnotizados por una pantalla a menos que los padres hagamos
lo que tenemos que hacer, o sea, educarlos en el uso de estos dispositivos.
También constituyen retos actuales importantes la educación de la
sexualidad en los hijos y educar cuando se han dado cambios profundos en
la estructura familiar. Son circunstancias que, si no se gestionan bien,
pueden hacer que el proceso educativo no consiga los resultados deseados.
7.
Las nuevas tecnologías

Un motivo frecuente de consulta en la asesoría familiar tiene que ver con


las relaciones de los niños y los adolescentes con las nuevas tecnologías.
Donde antes estaban el patio, la televisión o la calle, ahora se enseñorean
las pantallas interactivas: las del móvil, el ordenador o las consolas de
videojuegos. Y es que estamos en la era de las nuevas tecnologías, las
cuales han introducido cambios muchas veces radicales en las maneras en
que realizamos nuestras actividades cotidianas, desde el ocio hasta cómo
nos ganamos la vida.
Sobre lo anterior no hay discusión y prohibir su uso no parece ser una
opción viable ni razonable. Pero tampoco parece recomendable limitarse a
comprar los dispositivos, dárselos a nuestros hijos para que hagan con ellos
lo que quieran y pagar cada mes la cuenta de Internet. Nos hemos pasado la
vida acompañando a nuestro hijo o hija a la escuela, al parque, a las
extraescolares, hemos cuidado su alimentación y lo que ve en la tele, nunca
lo hemos dejado solo, nos hemos fijado muy bien en cómo eran sus amigos
y las familias de sus amigos, ¿y ahora les vamos a dejar un móvil o un
ordenador con acceso irrestricto a Internet? No parece muy coherente, ya
que con el móvil pueden acceder a sitios poco recomendables y relacionarse
con cualquier persona o adquirir cualquier objeto.
A estas alturas no debería haber dudas sobre nuestra responsabilidad en
que los continuos adelantos tecnológicos de nuestra sociedad entren en casa
de manera adecuada para que no trastornen la normalidad de nuestras
relaciones y para que no acaben perjudicándonos más de lo que nos
benefician, especialmente a nuestros hijos, que son personas todavía en
formación. Esto, naturalmente, excede la cuestión de las instrucciones de
uso técnico de las nuevas tecnologías, en las cuales, de todos modos, lo
habitual es que los hijos sean más avezados que los padres. El aspecto clave
es el de la regulación, tanto por parte de los progenitores como por parte de
los propios menores, que deben aprender a autorregularse y respetar las
normas básicas de seguridad, convivencia y moral para poder disfrutar de
las ventajas tecnológicas sin los peligros que muchas veces traen
aparejados.

El teléfono móvil

El móvil, especialmente el smartphone , es un elemento indispensable en la


sociedad actual. No solo sirve para comunicarse con otros, sino también
como reloj, alarma, agenda, gestión de compras y trabajo, consola de
videojuegos y varias cosas más. A los móviles de ahora los llamamos
teléfonos «inteligentes», pero lo que realmente debe ser inteligente es su
utilización. En efecto, si los adultos, muchas veces, tenemos dificultades
para controlar su uso y no caer en excesos, ya podemos imaginarnos lo que
ocurre con los menores.
El móvil es, a menudo, el regalo estrella de comunión, de reyes o de final
de curso. Con frecuencia lo regalamos a los hijos que entran en el instituto,
momento en que la mayoría de los chavales ya se mueven solos por la calle
y un teléfono puede contribuir, entre otras cosas, a aumentar la seguridad en
los traslados. Nada de esto sería un problema si los teléfonos se utilizaran
correctamente, pero los asesores familiares recibimos consultas de manera
constante sobre las consecuencias de su uso abusivo por parte de niños y
adolescentes.
El móvil se ha convertido, prácticamente, en una extensión de la mano de
preadolescentes y adolescentes. Según los datos disponibles, más del
veintidós por ciento de los adolescentes españoles padece adicción al móvil
y la proporción está aumentando de forma exponencial. Y los niños no se
salvan. ¿A qué edad les compramos el primer móvil? Cuando me lo
preguntan, suelo responder lo mismo que don Emilio Calatayud: a los
treinta, y mejor que se lo paguen ellos. Pero como eso, por lo general, no es
viable, me pongo serio y detallo. Según la Academia Americana de
Pediatría, el uso de estos aparatos sin control directo de los padres solo
debería darse a partir de los doce años. Según esta misma organización, los
niños no deberían tener ningún contacto con estas tecnologías por lo menos
hasta los dos años. Entre los tres y los cinco años, la utilización de móviles
no debería superar una hora por día y entre los seis y los dieciocho años de
edad, nunca no exceder las dos horas diarias. Mi recomendación va más o
menos en la misma línea, aunque creo que lo ideal es que no demos móvil a
los hijos antes de los catorce. En mi opinión, todo indica que antes de esa
edad los menores no suelen estar preparados para asumir las
responsabilidades asociadas al uso de esta nueva tecnología. Sabemos,
además, que los excesos en el uso de las nuevas tecnologías se pagan muy
caro: retrasos en el desarrollo infantil, obesidad, alteraciones del sueño,
conductas agresivas, déficit de atención, sobreexposición a las radiaciones
y, por supuesto, el riesgo de adicción.
Con todo, entiendo que la presión social es muy intensa y que la realidad,
que constato cada día en la asesoría y en las estadísticas oficiales, dista de
ser ideal. Los niños consiguen el móvil a edades cada vez más tempranas y
prácticamente no hay adolescente que no lo tenga. Desde luego, los padres
no podemos estar en contra de que los adolescentes usen móviles, porque,
en general, equivale a marginarlos de la sociedad en la que deben
desarrollarse. Sin embargo, tanto a ellos como a los preadolescentes es
necesario enseñarles a utilizarlo de manera tal que se conviertan en usuarios
responsables de esta tecnología, no en cáscaras de nuez en una tormenta de
contenidos inconvenientes ni, mucho menos, en esclavos de una pantalla.
En todo caso, a cualquier edad a partir de los doce años, lo esencial es
que establezcan normas claras de utilización del teléfono, algo que nos
ayudará a evitar muchos problemas en el futuro. Es de gran utilidad escribir
un contrato que enumere de manera explícita las reglas de uso del
dispositivo y que incluya los días y los horarios en que los menores podrán
usarlo, así como las aplicaciones de las que podrán servirse. Este tipo de
contratos abunda en Internet y una ligera adaptación del modelo que
ofrezco en el apartado de «Normas, límites y consecuencias» del capítulo 3
puede servir perfectamente, por lo que no es necesario alargarse sobre el
tema. Bastará hacer hincapié en su utilidad y en que una de las normas
obligadas es que nuestro hijo debe contestar siempre que lo llamemos. Si no
lo hace, creemos que no irá mal dejarlo sin móvil un día entero. Seguro que
a la próxima le dará al botón verde y atenderá.
Como hemos dicho, además de permitir las llamadas, los móviles
proporcionan acceso al casi ilimitado mundo de Internet, y en eso está el
origen de casi todos los riesgos del móvil. Mediante diversas aplicaciones,
niños y adolescentes pueden enviar mensajes a otras personas, navegar por
todo el ancho mundo de páginas web disponibles, conectarse a diferentes
redes sociales y, por supuesto, jugar, jugar y jugar. Los riesgos de salir a ese
mundo sin la preparación adecuada son conocidos por todos y están más
que comprobados. Sin embargo, el problema no solo no disminuye, sino
que aumenta.
Uno de esos riesgos, siempre presente, pero particularmente importante
en las redes sociales y los juegos multijugador que permiten la
comunicación online es el de convertir al niño o adolescente en una víctima
de personas sin escrúpulos, muchas veces de otros menores, pero también
de ciberpredadores adultos que peinan las redes en busca de incautos. Esta
actividad, que se conoce con el nombre de grooming , supone contactar con
menores de edad con malas intenciones, aprovechando la facilidad para
crearse una identidad falsa que brindan las nuevas tecnologías. No debemos
olvidar que detrás del perfil de un desconocido en una red social puede
ocultarse un delincuente.
En otras palabras, debemos precavernos contra el peligro del ciberacoso,
con sus diferentes finalidades y en diferentes modalidades. Una manera de
hacerlo es visitar de vez en cuando los perfiles que nuestros hijos tienen en
las redes sociales a la búsqueda de contactos extraños, comentarios
ofensivos o imágenes no apropiadas.
En su búsqueda de aceptación, muchos adolescentes incumplen las reglas
básicas de seguridad en el uso del móvil. Pueden hacerlo difundiendo
imágenes de contenido sexual propias o ajenas, por ejemplo, o cualquier
otro tipo de contenido inadecuado. Lo primero parece ser más frecuente en
las niñas, mientras que el segundo riesgo se concentra más en los varones.
En el primer caso, el de compartir imágenes íntimas propias (lo que suele
llamarse sexting ), el problema es, desde luego, que eso expone al usuario a
todo tipo de victimización por parte de quienes reciben esas imágenes. Se
han dado casos de auténticos chantajes por parte de quienes recibieron esas
imágenes y amenazan a quien aparece en ellas con hacerlas públicas si no
hacen lo que se les dice. Una precaución básica, que nunca está de más, es
enseñar a los menores que no deben facilitar sus contraseñas a nadie —ni
siquiera a sus amigos y amigas— y que conviene cambiarlas con cierta
frecuencia. Este hábito constituye una buena práctica para protegerse del
hacking , es decir, del acceso a nuestros dispositivos y contenidos digitales
por parte de una persona no autorizada. La única excepción, y la
recomendamos, es que los progenitores conozcan las contraseñas de los
hijos.
En el segundo caso, el riesgo es que sean nuestros propios hijos quienes,
por imprudencia y desconocimiento de las consecuencias que puede tener,
se conviertan en acosadores de otros. En ocasiones, lo que comienza como
una broma pesada puede transformarse en un grave conflicto. Aquí, además
de las reglas básicas de uso seguro del móvil, pueden incumplirse varias
leyes de protección de datos y de la intimidad vigentes en España, con
consecuencias jurídicas que pueden llegar a ser muy severas. Hemos de
explicar a nuestros hijos que no deben difundir por las redes rumores,
insultos ni imágenes comprometedoras de otras personas. Se ha de insistir
que, al hacerlo, pueden transgredir la Ley Orgánica 3/2018, de 5 de
diciembre, de protección de datos personales y garantía de los derechos
digitales, y que eso puede acarrear graves consecuencias a toda la familia.
Lamentablemente, este tipo de ciberagresiones son más frecuentes de lo
que podría parecer a simple vista y los padres no siempre están lo bastante
atentos para detectarlas a tiempo. Según el informe de la Comunidad
Europea sobre el uso de nuevas tecnologías, el 87 % de los progenitores de
menores acosados o acosadores desconocían por completo lo que les estaba
sucediendo a sus hijos. Se trata de algo que le puede pasar a cualquiera, por
lo que hemos de estar pendientes en caso de que aparezcan alteraciones
inexplicables en las rutinas de los menores, si se muestran excesivamente
ansiosos, se aíslan de la familia y sus amigos habituales, si disminuye su
rendimiento escolar o exhiben una actitud hostil con sus padres y hermanos.
Todos estos son signos de que pueden estar siendo víctimas de acoso. Si
nuestro hijo se siente acosado, es bueno que tome nota en una libreta de lo
que le suceda cada día. Y si, llegado el caso, comprobamos que está siendo
acosado, no debemos responder con amenazas ni bravuconadas. Lo primero
es que el menor se desconecte, recoger las pruebas y acudir de inmediato a
la unidad de delitos informáticos de la policía.
Existen varias aplicaciones, gratuitas y de pago, que, una vez instaladas,
permiten a los progenitores disponer de diversos modos de supervisión
sobre el uso del móvil que hacen los hijos. Las hay, por ejemplo, que envían
a los móviles de los padres un informe diario de las actividades del
dispositivo del menor, entre ellas, el horario de conexión a ciertas
aplicaciones y el tiempo de utilización del aparato.
Un problema diferente, pero también importante y sobre el que cada vez
recibo más consultas, es el del desafío que el uso excesivo del móvil plantea
a la convivencia. Durante las comidas y las reuniones familiares, cuando
hay que estudiar o por la noche, en el tiempo de dormir, el uso del móvil
puede convertirse en un impedimento para la realización correcta de la
actividad. Y, si les decimos a nuestros hijos que dejen el teléfono, es posible
que se enfaden y hasta que monten una bronca. Para evitar llegar a estos
extremos, vale más comenzar con la educación de cómo se ha de usar el
móvil desde el momento mismo de su adquisición.
Entre las reglas que conviene establecer con claridad y firmeza están las
siguientes. Se deben pautar períodos de desconexión cada día. Durante ese
tiempo, no se podrá usar el móvil y mucho mejor si está apagado y en un
sitio común en el que permanezcan los otros móviles de la familia,
incluidos los de los padres, durante ese intervalo. Es bueno que esos
períodos incluyan las comidas y las cenas, momentos que ofrecen
importantes oportunidades de comunicación para los miembros del grupo
familiar, así como paseos y todo otro momento en que lo importante sea
compartir.
El móvil tampoco deben usarlo por la noche, desde luego, y es mejor que
esté en poder de los padres. Más aún, conviene que los menores dejen de
usar todas las pantallas azules desde por lo menos un par de horas antes de
la hora de acostarse, ya que se sabe que la utilización de este tipo de
tecnología interfiere en la normal sucesión de los ciclos de sueño y vigilia
de los usuarios. Muchos chicos se pasan la noche enganchados al móvil,
con todas las consecuencias que esto puede acarrear, entre otras, la falta de
descanso, el aumento del consumo de azúcares y los cambios, siempre para
mal, del humor y la salud en general. Dicho sea de paso, es conveniente que
se establezca una hora para levantarse aun cuando los menores no tengan
que ir al cole o al instituto, puesto que eso favorece el mantenimiento de
rutinas que son beneficiosas para su desarrollo físico, emocional y
cognitivo. No es necesario que madruguen, pero no es bueno que estén en la
cama hasta muy tarde.
En todos estos casos, conviene poner una hora de inicio y otra de
finalización al período sin móviles. Y el horario debe cumplirse a rajatabla,
incluso si se ha terminado de comer o de estudiar antes de lo previsto. Y,
ojo, ni los horarios ni las reglas deben desaparecer en verano, aunque es
lógico que se relajen un poco. No hay que olvidar que para la educación de
los hijos no hay vacaciones.
Otra cuestión importante que plantearse es si han de llevar el móvil al
instituto. La respuesta es no, porque hemos de recordar que, si tienen el
dispositivo, lo usarán, y eso puede ser una fuente de distracciones.
Y, como el papel de educadores de los padres no tiene descansos, también
debemos evitar la tentación de usar las nuevas tecnologías, las consolas, las
tabletas y especialmente los móviles, como chupetes o sonajeros. De un
tiempo a esta parte se ha hecho común ver en los restaurantes y los bares
grupos en los que los adultos conversan animadamente mientras los niños
de la mesa no despegan los ojos de sus pantallas. El motivo es manifiesto:
se les permite el uso del móvil (la consola o la tableta) porque es la única
manera en que permanecen tranquilos durante la comida, la espera en la
antesala del médico, el viaje en coche y un sinnúmero de otras
circunstancias en las que los menores no pueden moverse a su antojo. Que
se trata de una táctica muy cómoda para los progenitores nadie lo duda,
pero ¿es buena para los pequeños? Los estudios disponibles y mi
experiencia como asesor familiar indican que no lo es.
Si dejamos el móvil a nuestra hija para poder pasar el rato tranquilos, ya
sea en el restaurante o en la sala de espera del médico, seguro que en esos
momentos no nos molestará, pero entonces cada vez que nos sentemos a la
mesa o debamos esperar nuestra hija nos pedirá el móvil y, si nos negamos
a dárselo, no dejará de insistir hasta que lo consiga. Dicho de otro modo,
estaremos generando un hábito de consecuencias perjudiciales que más
tarde nos resultará muy difícil corregir, se agravará y, si no conseguimos
moldear esta conducta a tiempo, puede acabar convirtiéndose en una
adicción.
Un detalle importante que los padres solemos olvidar es que los niños y
los adolescentes no tienen por qué estar entretenidos todo el tiempo. Más
aún, es necesario que enseñemos a nuestros hijos a «aburrirse». Lo que
debemos saber es que el aburrimiento no es un estado permanente de quien
no está haciendo nada, sino una sensación provisional que pasará más o
menos pronto. Lo que se entrena es la paciencia, la tolerancia a esos
primeros momentos de desorientación e inquietud por encontrarse en una
situación poco frecuente. Debemos ayudar a nuestros hijos a hacer frente a
esos momentos con tranquilidad; tarde o temprano acabarán usando la
imaginación y encontrarán actividades alternativas con las que entretenerse.
Ofrecerles la oportunidad de «aburrirse» equivale, por tanto, a entrenarlos
en agudizar el ingenio y buscar nuevas soluciones con los recursos que
tienen a mano, algo que, sin duda, los ayudará a superar los retos que vayan
encontrando durante su vida. Si, en cambio, cedemos a las presiones y, ante
la insistencia les entregamos el móvil (o la tableta o les dejamos encender el
ordenador o la tele), no solo perderemos una estupenda oportunidad de
aprendizaje, sino que estaremos alentando que la próxima vez la insistencia
sea mayor, y así sucesivamente. Cabe insistir en que todos sabemos lo
difícil que es mantenerse firme en estos casos, sobre todo cuando llegamos
del trabajo y estamos cansados. Sin embargo, nada nos exime de la
responsabilidad de ser padres. Además, desde luego, se ha de fomentar el
surgimiento de espacios de comunicación con los hijos. Si los padres no
ofrecemos esos espacios, tanto en el restaurante como en la sala de espera,
si nosotros mismos nos enfrascamos en el móvil apenas tenemos
oportunidad, no podemos esperar que los hijos hagan otra cosa.
Volviendo al problema de la adicción, según los últimos datos, más del
veinte por ciento de los adolescentes son adictos al móvil. Esto supone un
enorme potencial adictivo y nos impone la obligación moral de proteger a
nuestros hijos de ese peligro. Y es que, como su nombre indica, el móvil
nació para ser llevado encima. Y los smartphones , los teléfonos
inteligentes, son auténticos ordenadores portátiles. En eso radica su utilidad,
por supuesto, pero también su riesgo porque, por lo general, si los llevamos
encima, los usamos cada vez que tenemos la ocasión. Basta echar un
vistazo en el autobús o en el metro para ver decenas de cabezas inclinadas
sobre sus teléfonos. Y hasta andando por la calle son muchas las personas
que avanzan con la mirada fija en la pantalla.
En este contexto, debemos enseñar a nuestros hijos que el móvil no es un
dispositivo de entretenimiento que, además, se puede usar para trabajar,
sino precisamente lo contrario. Se trata principalmente de una herramienta
de comunicación y trabajo enormemente útil y práctica que, además, puede
usarse para el ocio en ciertos momentos. Y, desde luego, el móvil no puede
concentrar todo el tiempo de ocio del menor.
El caso del uso de los móviles en la escuela o el instituto plantea otro
reto. Dada su versatilidad, muchos profesores permiten y hasta fomentan la
utilización de estos dispositivos durante sus clases. Y no cabe duda de que,
bien usados, son potentes auxiliares de la educación. Sin embargo, siempre
está la amenaza del uso inadecuado. Por ejemplo, seguramente no es
necesario que los alumnos lleven siempre el móvil a clase, por lo que en las
ocasiones en que sí que se va a utilizar bastará comunicarlo a los padres con
cierta antelación y, si es posible, que nos expliquen para qué se utilizará, lo
que nos ayudará a ir en la misma línea educativa del centro escolar. Otra
forma de control es permitir la entrada de los dispositivos al centro, pero
impedir su uso libre durante las clases. En estos casos, el dispositivo
permanece en la taquilla del alumno o bien hasta que un profesor indica a
los estudiantes que lo saquen porque se utilizará en la siguiente clase, o bien
hasta la salida del cole.
En todo caso, cuando se matricula al menor en un colegio, es conveniente
también revisar con atención las normas del centro respecto de la utilización
de móviles. En general, tendremos que firmar su aceptación, por lo que
leerlas con cuidado no supone ningún esfuerzo extra ni entraña ninguna
dificultad. Al hacerlo, si no estamos de acuerdo en algún punto, no
conviene criticarlas delante de nuestros hijos, ya que les estaremos
enviando un mensaje que, en el mejor de los casos, será equívoco y puede
hacerles pensar que al criticarlas no las aceptamos y que, por lo tanto, ellos
no deberán respetarlas. Por último, si se presenta un conflicto con un
docente en relación con la utilización del móvil, es importante privilegiar la
comunicación con el centro y, sobre todo, intentar ir a una con sus
profesores. Recordemos que la prioridad de los docentes es hacer lo mejor
para la educación de sus alumnos.
En resumen, los padres hemos de enseñar a conciencia, poner reglas,
racionar y supervisar el uso del móvil que hacen nuestros hijos e hijas. Ni el
cansancio ni el verano ni la escuela nos eximen de nuestra tarea de
educadores principales de nuestros hijos. Para hacerlo bien debemos ofrecer
alternativas más constructivas y enseñar a nuestros hijos a valorarlas y
disfrutarlas.

Internet y redes sociales

A diferencia de nosotros, nuestros hijos han nacido pasando el dedo sobre la


pantalla del móvil o de la tableta, es decir, son lo que ahora se llama
«nativos digitales», personas que han nacido inmersas en las nuevas
tecnologías. Resulta cuando menos curioso ver a un niño con un libro de
dibujos en las manos tocar las imágenes con el dedo para ver si responden
de alguna manera.
Los mayores, a quienes la digitalización del mundo nos ha encontrado ya
adolescentes, jóvenes o incluso adultos, hemos tenido que ir aprendiendo
sobre la marcha, según vamos utilizando las diferentes herramientas. Existe,
pues, una verdadera «brecha digital» entre nosotros y nuestros hijos y los
primeros vamos muchos pasos por detrás de los segundos en lo que respecta
al uso de las nuevas tecnologías. Esto hace que muchas veces no tengamos
muy claro qué hacen nuestros hijos mientras están conectados a Internet,
sobre todo cuando ya son adolescentes. Y, sin embargo, no solo debemos
aprender a usar estas nuevas herramientas con eficacia y responsabilidad
nosotros mismos, sino también enseñarles a nuestros hijos cómo utilizarlas
adecuadamente, en particular para minimizar los inevitables riesgos que
conlleva su uso. Se trata de todo un reto, no cabe duda, pero tampoco hay
duda de que somos los padres y madres quienes debemos ponernos al día,
acortar la ventaja que nos llevan y superar las dificultades de educar en este
difícil aspecto de nuestras vidas.
El acceso a Internet es la base de casi todas las ventajas y los riesgos que
ya hemos tratado en el apartado sobre los móviles, por lo que gran parte de
lo dicho sobre las medidas de seguridad aconsejables en el uso del móvil
también se aplica al uso de consolas, ordenadores y tabletas.
En Internet, los niños tienen todo el mundo a su alcance sin necesidad de
moverse de casa. Con cualquier dispositivo conectado a la red pueden
comunicarse con personas, enviar y recibir fotografías y vídeos, buscar todo
tipo de información y encontrarse la que no han buscado específicamente,
escuchar música, ver películas de todo tipo… y una infinidad de cosas más.
No cabe duda de que Internet supone un gran avance en las comunicaciones
y que facilita muchas facetas de la vida cotidiana, el estudio y el trabajo. El
problema aparece cuando esta poderosa herramienta no se utiliza como es
debido.
En efecto, como casi todo instrumento, la red tiene su lado oscuro. Un
niño o un adolescente con un ordenador (tableta o móvil) en la mano tiene
acceso a información que puede no ser apropiada para él o a la que no sepa
darle el uso correcto si no cuenta con la preparación adecuada. Por eso,
sobre todo cuando los menores comienzan a acceder a Internet por su
cuenta, los padres debemos saber qué uso hacen nuestros hijos de la red,
qué páginas visitan, qué redes sociales utilizan, con quiénes se relacionan
en el mundo virtual y qué aplicaciones tienen instaladas en sus dispositivos.
Hemos de ponernos al día con los gustos de los adolescentes y jóvenes de
hoy, pues eso nos permitirá recomendarles qué deben y qué no deben hacer
cuando se encuentran online . El hecho de que el ordenador esté en uno de
los sitios comunes de la casa, por ejemplo, facilita el buen uso por parte de
los hijos y la supervisión por parte de los progenitores. Es conveniente,
además, que nos hagamos un perfil en diversas redes que nos permita
entender mejor cómo se usan y ver con cierta regularidad cómo las utilizan
nuestros hijos. Desafortunadamente, hay muchos padres que no saben que
sus hijos tienen cuentas en Instagram o en cualquier otra red social y, por lo
tanto, no pueden supervisar lo que hace allí el chico o la chica.
Conviene aclarar que supervisar el uso que hacen nuestros hijos de los
dispositivos digitales no significa controlar cada mensaje que se envían con
sus compañeros y amigos. Eso es cotillear. Supervisar consiste en estar
pendientes de que no haya conductas de riesgo en su utilización de los
dispositivos. Por ejemplo, que nuestro hijo o hija no haya aceptado
contactos de extraños en las redes o en los juegos online , que las
aplicaciones y los contenidos a los que tiene acceso sean los que nos
parecen adecuados a su edad, que no amenace ni sea amenazado por otros
sirviéndose del anonimato y que respete los horarios de uso que hemos
establecido.
Otro de los problemas asociados al uso de Internet es la
despersonalización de las comunicaciones. Cuando no se tiene al
interlocutor delante o cuando nos comunicamos con otras personas de
forma anónima, es más fácil caer en ciertos excesos y enviar o recibir
mensajes inadecuados, como insultos, imágenes vejatorias o vídeos subidos
de tono. Estos excesos en ocasiones son tan graves que llegan a constituir
actos delictivos de los que los menores no siempre son conscientes.
Un problema más es el de los adolescentes que pasan todo el tiempo
conectados y, especialmente, qué hacen todo ese tiempo online . Hay casos
en que pasan largos intervalos de tiempo conectados sin tener nada que
hacer en la red, pero sienten la necesidad de conocer de inmediato las
respuestas que provocan la noticia, la foto o el vídeo que acaban de
compartir. Esto, desde luego, puede derivar en una auténtica adicción a
Internet. De ello se desprende que debemos limitar el tiempo de uso de
Internet (y de las nuevas tecnologías en general) y que lo mejor es
establecer un horario de utilización y que ellos lo conozcan con antelación y
lo respeten.
Un motivo frecuente de consulta en la asesoría familiar es qué hacer
cuando los padres descubren a sus hijos e hijas mirando pornografía por
Internet. Esto sucede especialmente en preadolescentes y adolescentes, una
etapa en que es normal que se intensifique la curiosidad por todo lo
relacionado con el sexo. Obviamente, las páginas web ofrecen una forma
muy sencilla de acceder a todo tipo de contenidos sexuales y la pornografía
no solo es uno de ellos, sino que es uno muy frecuente. Lo primero que hay
que tener en cuenta es que, incluso si somos padres liberales, hay edades en
las que no resulta conveniente que nuestros hijos e hijas miren porno. Me
han consultado familias muy preocupadas porque han pillado a sus hijos de
once años, sobre todo varones, pero también algunas chicas, mirando vídeos
porno en Internet. La razón principal para controlar el acceso de los
pequeños a la pornografía es que normalmente no están preparados para ver
esos contenidos e interpretarlos como lo que son: ficciones. La pornografía
no tiene nada que ver con la realidad de las relaciones amorosas, ni siquiera
de las relaciones sexuales, y hay contenidos que incluyen violencia,
vejaciones y una cantidad de comportamientos que los padres no queremos
para nuestros hijos. En consecuencia, debemos actuar sobre dos aspectos
del asunto, el más importante de los cuales es el educativo. Hemos de
enseñar a nuestros hijos qué está bien y qué está mal en lo referente al sexo
real. El segundo aspecto se relaciona con el control parental, que ya hemos
mencionado, en móviles y ordenadores.
Lo primero que debemos hacer si pillamos a nuestro hijo o hija mirando
porno, o si nos enteramos de que lo ha hecho, es evitar escandalizarnos y
mantener la calma. Nuestra reacción es muy importante. Si respondemos al
hecho enfadándonos, echándoles una bronca y castigándolos, estamos muy
lejos de contribuir a resolver el problema. Simplemente, el niño no
aprenderá por qué está mal eso que nos ha alterado tanto. Sabe que le cae la
bronca, pero la atracción persistirá y seguirá haciéndolo, solo que la
próxima vez extremará sus precauciones para que no nos enteremos de sus
incursiones. Por ende, nuestra reacción debe ser mesurada y basarse en el
diálogo. Debemos tratar el tema con naturalidad y claridad. Hemos de pedir
a nuestro hijo que nos explique lo que ha visto y ayudarlo a comprender qué
es real, qué no, qué está bien y qué está mal de eso que ha visto. Debemos
esforzarnos para que el diálogo le inspire la confianza de poder
preguntarnos más adelante, cuando le surja alguna duda sobre temas
relacionados con la sexualidad. Uno de los mensajes fundamentales que
hemos de transmitirle a nuestro hijo es que lo que se ve en la pornografía no
tiene nada que ver con la vida sexual real de las personas, en la que
participan emociones y sentimientos. Que se trata de una ficción producto
de la imaginación de los guionistas, que allí no hay realmente emociones ni
sentimientos, sino actuaciones, y que en la mayoría de los casos tiende a
confundir a los niños, pues fomenta creencias erróneas y alienta conductas
que, además de ser ajenas al sexo, son claramente perjudiciales, como el
machismo, la subordinación y humillación de la pareja sexual y el todo
vale. La sexualidad y la coacción o la dominación que suelen aparecer en la
pornografía ortodoxa son cosas completamente diferentes. Las relaciones
sexuales sanas y placenteras incluyen una buena comunicación con la
pareja, y consentimiento y respeto mutuos. Y, en cuanto a qué páginas de
Internet pueden visitarse y qué páginas no, hemos de establecer reglas muy
claras.
Uno de los impedimentos que suele haber para entablar el diálogo sobre
el sexo es la vergüenza, tanto de los adultos como de los menores. Nos
gusta pensar que somos una sociedad moderna y que hemos avanzado
mucho, pero con frecuencia nos cuesta bastante tratar estos temas. Lo que
hemos dicho hasta ahora deja claro que debemos superar la vergüenza y
establecer una buena comunicación con nuestros hijos en todo aquello que
incumbe a su formación. Eso incluye, desde luego, el tema de los cambios
anatómicos y fisiológicos durante la pubertad y el importantísimo papel de
la sexualidad en la vida de las personas. El mensaje que hemos de dar a
nuestros hijos es que la sexualidad es un aspecto natural y bueno de la vida
de las personas y que una vida sexual plena puede contribuir a su bienestar
y felicidad. Por eso, como padres y madres, lo que deseamos es que
nuestros hijos tengan una vida sexual saludable. Y precisamente por eso,
como en tantas otras cosas, resulta esencial prestar atención al momento
oportuno, que tiene que ver con la edad y la madurez de cada uno, así como
con el respeto por las demás personas. Un riesgo adicional del porno en
Internet, dado su fácil acceso y la intensidad de los contenidos ofrecidos, es
la posibilidad de que sobrevenga una adicción al sexo.
En el caso de los adolescentes, también se deben incluir en el diálogo
otros temas relacionados con la sexualidad humana, como la masturbación,
los anticonceptivos y las relaciones de pareja. Conviene tener en cuenta que
en la actualidad las relaciones sexuales se inician a edades bastante
tempranas. Muchos adolescentes, tanto chicos como chicas, ya han tenido
su primera relación antes de los dieciséis años.
En relación con el control parental de los contenidos sexuales al alcance
de nuestros hijos en Internet, el principal problema es la facilidad de su
acceso. Según un estudio de la firma Optenet, el 37 % de los contenidos de
la red son del ámbito porno. Lo cierto es que, aunque difícil de cuantificar,
ese contenido está al alcance de cualquiera que cuente con una conexión a
Internet. Dicho sea de paso, también parece ser difícil establecer las
características (edad y sexo) de los diferentes usuarios de las páginas porno.
Lo que sí que se sabe con bastante certeza es que la navegación ha
aumentado con la introducción de los teléfonos inteligentes, unos aparatos
que, como hemos dicho, tienen prácticamente todos los adolescentes de
nuestro país y que los padres, por lo general, no supervisan adecuadamente.
Lo que más usan los adolescentes en Internet son las redes sociales,
principalmente Instagram y WhatsApp. Estas les proporcionan una forma
novedosa de relacionarse entre ellos y socializar, una que exige nuevas
maneras de control y, sobre todo, de autocontrol. Con las redes, nuestros
hijos se envían mensajes, suben fotos, se cuentan su vida y exponen una
parte, mayor o menor, de su intimidad a sus relaciones y, en ocasiones, a
todo el mundo que cuente con un acceso a Internet. Prohibir su uso, como
hemos dicho, no suele ser una opción viable ni razonable. Entre otras cosas,
porque, al impedir la comunicación mediante las redes, nuestros hijos
pueden buscar formas aún más peligrosas de relacionarse y sobre las que es
mucho más difícil ejercer la más mínima supervisión.
En realidad, el uso de las redes sociales no está mal si se hace con
conocimiento de causa, con prudencia y respetando unas premisas que los
padres hemos de dar. Por ejemplo, muchas veces se olvida que también en
Internet se ha de respetar a los demás y tratarlos como nos gustaría que nos
tratasen a nosotros. De ahí que la educación en valores sea un aspecto
fundamental de lo que hemos de enseñar para el uso correcto de Internet.
Nuestros hijos deben comprender si lo que están haciendo online es o no es
compatible con la ética personal que ellos van desarrollando y que nosotros,
sus progenitores, debemos enseñarles a desarrollar. Lo ideal es que Internet
y, especialmente, las redes sociales, sean un ámbito de comunicación y
colaboración tan constructivo como cualquier comunidad offline .
También presenta un problema eso que podríamos llamar el «gen de la
publicidad», que aflora cada vez con más fuerza en los comportamientos de
nuestros adolescentes. Parece que tienen una necesidad imperiosa de contar
y enseñar con fotos y vídeos cada cosa que hacen a lo largo del día y, peor
todavía, todo indica que necesitan contar con la aprobación y aceptación de
cada cosa que publican en las redes. Necesitan que sus fotos tengan muchos
«me gusta», algo que les da popularidad. Lo más negativo de esta tendencia
es que muchas veces, en el afán de conseguir esa popularidad, se comparten
cosas del todo inadecuadas, íntimas y hasta ofensivas. Cuando se llega a
este extremo, no suele pasar mucho tiempo antes de que aparezcan las
consecuencias negativas: baja autoestima, conflictos, manipulaciones,
malos rollos y, en los casos más graves, hasta problemas legales. El antídoto
incluye, desde luego, explicar a nuestros hijos que no deben facilitar
información personal a nadie que no conozcan en persona y en quien
puedan confiar. Esto abarca, entre otras cosas, configurar adecuadamente
las opciones de privacidad en las redes sociales, no compartir sus datos
personales (nombre, dirección y teléfono) ni imágenes íntimas o
comprometedoras, no aceptar invitaciones de «amistad» de desconocidos,
no hacer pública la información que pueda ser utilizada por personas sin
escrúpulos (por ejemplo, horarios y fechas en las que no habrá nadie en
casa), no compartir contenidos que puedan lesionar los derechos de otras
personas, desde información personal sin el consentimiento correspondiente
hasta imágenes inapropiadas. Les debe quedar muy claro que todo lo que se
sube a Internet es extremadamente difícil de eliminar o puede quedar allí
para siempre. Siempre deben ser conscientes de lo que están haciendo antes
de darle al botón de enviar.
Un peligro reciente que ha surgido asociado a las redes sociales es el de
los retos absurdos. Uno de ellos, el llamado juego de la muerte, se ha
difundido entre los adolescentes y consiste en dejarse agarrar por el cuello y
oprimir la carótida hasta quedar inconsciente por la falta de irrigación del
cerebro mientras otro graba la escena. El objetivo es difundir la grabación
en las redes sociales, a veces en abierto, para que pueda verlo todo el
mundo, otras veces dirigida solo a ciertas personas escogidas.
Desafortunadamente, en Europa ya ha habido varias muertes causadas por
este «juego» y en España, aunque todavía no está tan extendido, empieza a
hacerse popular entre los jóvenes de catorce a dieciséis años. Se trata de un
ejemplo más de los límites a los que se puede llegar para conseguir ese
instante de gloria o aceptación, ese reconocimiento social que prometen las
redes sociales, a veces a un elevado precio.
Otros retos igualmente absurdos que pueden encontrarse en Internet con
el fin de conseguir likes son los siguientes: meter la cabeza dentro de una
bolsa de carbón en polvo y agitarla mientras se aguanta la respiración,
cubrirse una parte del cuerpo con sal y presionar esa zona con hielo,
resistiendo el dolor (y, probablemente, provocándose quemaduras graves),
introducirse un preservativo por la nariz y sacarlo por la boca pasando por
la garganta, con el consiguiente riesgo de asfixia, tragarse una pastilla de
detergente o echarse agua hirviendo encima o beberla, práctica que hace
poco causó la muerte a una adolescente de catorce años en los Estados
Unidos. Estas no son cosas que solo les pasen a «otros», adolescentes de
países lejanos, en la tele. El riesgo aparece en cada lugar donde hay acceso
a Internet.
Más todavía, hay algunos influencers que fomentan la realización de este
tipo de retos. Un influencer es una persona que, dada su popularidad, crea
tendencias de comportamientos entre sus seguidores, normalmente a través
de las redes sociales o de YouTube. Los hay de muchas clases. Algunos
hablan de música, otros de videojuegos, de moda, de libros y de muchas
otras cosas interesantes. Pero los que constituyen un peligro son los que
proponen a sus seguidores retos que conllevan un riesgo para su salud. Si
nuestro hijo o hija sigue a una de estas personas, hay que sentarse a
conversar con él o ella y hacerle ver, por un lado, el peligro al que se
expone y, por otro, la despreocupación de ese influencer por lo que pueda
pasarle a quienes lo siguen. Merece la pena proponer a nuestros hijos que se
hagan preguntas como «¿Qué está buscando esa persona cuando me
propone que cumpla tal o cual reto?», «¿Qué estoy dispuesto a hacer y
arriesgar por un like ?», «¿Qué vale más, unos cuantos me gusta o mi
seguridad?». Hemos de ayudarlos a ver que ni los likes ni el número de
seguidores son tan importantes como para incurrir en los diversos riesgos
que suponen los absurdos retos de Internet. A la vez, al constatar que
nuestra hija o nuestro hijo están metidos en este tipo de conductas, conviene
averiguar quién es el incitador, poner el hecho en conocimiento de las
autoridades y buscar ayuda profesional.
Aparte de la educación básica que todo padre y madre deben dar a sus
hijos e hijas, las propias nuevas tecnologías nos ofrecen herramientas de
control para supervisar el uso que hacen nuestros preadolescentes y
adolescentes de Internet. Una de ellas son los programas de control
parental, de los cuales hay numerosas versiones que pueden encontrarse,
cómo no, en Internet. Aunque tienen muchas cosas en común, hay una gran
variedad y se puede escoger el que más se adapte a nuestras necesidades y
preferencias.

Videojuegos

Para poder educar necesitamos conocer el mundo de nuestros hijos, y ese


mundo está lleno de objetos y procesos digitales. Ya hemos hablado del
móvil y de Internet, pero hay otras vías de acceso al mundo digital que
todavía no hemos comentado. Me refiero a las que representan los
videojuegos.
Tanto desde el móvil como desde el ordenador, la tableta o la consola, el
acceso a los videojuegos es algo cotidiano para casi todos los niños y
adolescentes de nuestro país. Y en eso mismo radica el problema principal:
estos juegos siempre están ahí, esperando a que nuestro hijo o hija les
dedique su tiempo. Cuanto más mejor. ¿Mejor? En absoluto. Según el
último informe de la Unión Europea, España es el segundo país en obesidad
infantil y es obvio que uno de los factores clave de este problema es llevar
una vida sedentaria. Un tipo de vida que, también obviamente, fomentan los
videojuegos, especialmente cuando se utilizan sin moderación ni
supervisión.
Casi todos los padres con hijos de más de diez años conocen el último
juego de moda, el Fortnite . Se trata de un videojuego muy adictivo que ya
está generando problemas de convivencia en las casas. Conocerlo con más
detalle no solo nos permitirá saber qué es lo que les resulta tan atractivo de
él a nuestros hijos, sino que también nos dará la comprensión del juego y el
vocabulario para poder conversar con ellos sobre algo que les interesa
mucho. Como seguramente será un tema de conversación que saldrá en los
momentos familiares, podremos compartir con ellos nuestra opinión del
juego y explicar con conocimiento de causa por qué y cómo se debe
moderar su utilización.
Fortnite nació en julio de 2017 y su mayor éxito proviene del modo de
juego Battle Royale , que fue lanzado en septiembre de ese año y se puede
utilizar con todo tipo de plataformas, incluidas las PS4, Xbox, PC, Mac y
diversos móviles inteligentes. Es gratuito y se juega online , por lo que
cualquiera que tenga una conexión a Internet también tiene acceso libre a
esta modalidad de juego. Battle Royale se puede jugar en solitario, en dúos
o en escuadrón, o sea, en grupos de cuatro. En una partida pueden intervenir
hasta cien jugadores y el ganador es el último que queda en pie tras la
batalla. El gran éxito del juego está en que ha sabido combinar las
características de otros dos videojuegos muy difundidos entre los niños y
los jóvenes. Uno de ellos es Minecraft , un juego cuyo objetivo principal es
la construcción de objetos, desde herramientas hasta casas y ciudades. El
otro es un juego de acción militar llamado Call of Duty .
Fortnite tiene gráficos sencillos, que huyen del realismo y se parecen
más a caricaturas o dibujos animados que a personas reales, por lo que los
más pequeños se sienten atraídos por él. Aunque incluye el uso de armas y
la eliminación de otros participantes, en Fortnite no hay sangre ni
cadáveres. Los jugadores eliminados simplemente desaparecen «abducidos»
por una especie de dron. Es interesante que el ganador de la partida no
acumula puntos, sino que recibe un refuerzo positivo en forma de bailes que
puede realizar el personaje con el que juega. Bailes que, por cierto, ya se
han puesto de moda entre nuestros adolescentes.
Otro factor que influye en el enorme éxito del juego es que los youtubers
de moda publican sus partidas y los seguidores las ven como si fuera una
película de cine. En otras palabras, los youtubers actúan como influencers y
colaboran para poner de moda el juego, lo que hacen con una eficacia
tremenda. Por ejemplo, uno de los youtubers con más seguidores del
mundo, el Rubius, consiguió que más de un millón de usuarios se
conectaran para verlo jugar una partida en directo.
Se trata de todo un fenómeno social y cada vez hay más adolescentes que
desarrollan adicción a las nuevas tecnologías y, entre ellas, a los
videojuegos. La Organización Mundial de la Salud ya habla de un auténtico
trastorno de la conducta. De hecho, los síntomas de estas adicciones no
químicas se parecen a los de las adicciones químicas como las que
provocan el alcohol y la marihuana. Sin embargo, a diferencia de lo que
ocurre con el alcohol y otras drogas, el uso moderado de los videojuegos no
tiene por qué suscitar ningún riesgo. Es cierto que tener que jugar cuando se
conectan los amigos o quedarse en casa para jugar online en lugar de quedar
con ellos para hacer otras actividades son algunas de las características de
los videojuegos que pueden convertirse en un auténtico problema si no las
atajamos a tiempo y establecemos las pautas necesarias para prevenir las
adicciones.
Como sucede con el móvil o la tele, debemos tener claro que no podemos
dejar a nuestros hijos al margen de los videojuegos. Estos son parte de la
sociedad en la que vivimos y no queremos que nuestros hijos sean
marginados. Por lo tanto, no es el uso el que debe preocuparnos, sino el
abuso y, más todavía, la dependencia que estos juegos pueden generar. Una
vez más, la gran herramienta para evitar estos problemas son las normas,
los límites y la supervisión de los padres. Ni Fortnite ni ningún otro
videojuego adecuado a la edad y la madurez de nuestros hijos tiene por qué
ser un riesgo para ellos si hemos establecido pautas claras de utilización y
controlamos que estas se cumplan.
Esto es algo más difícil de poner en práctica en el caso de los
adolescentes, dado que sus horarios no suelen favorecer la supervisión por
parte de papá o mamá. Pero la opción no es dejarlos a su aire, sino hacer
más uso del consejo, además de las pautas, y estar atentos a la aparición de
conductas sospechosas, como que deje de hacer otras cosas para quedarse
conectado a un juego.
En todo caso, la edad mínima recomendada por los expertos para jugar
online es semejante a la del uso del móvil: trece años. La razón es que solo
entonces pueden ser conscientes de los riesgos que hay asociados a
conectarse a una verdadera ventana al mundo. Los juegos online permiten
que nuestros hijos se relacionen con otras personas que, si no ponemos las
pautas necesarias ni configuramos adecuadamente el juego, pueden ser
completos desconocidos que participan desde cualquier lugar del mundo.
Las pautas de uso, la configuración de seguridad y la supervisión de los
padres son condiciones necesarias para que los juegos online no se
transformen en una vía de acceso a casa para ciberacosadores y
ciberpredadores.
Desde luego, la principal pauta de utilización de un videojuego, online o
no, es el establecimiento de los días y los horarios en que estará permitido
su uso. Como todas las demás, estas reglas han de ser claras y firmes.
Hemos de fijar una hora de inicio y una hora de finalización. Es importante
no caer en el error de permitirles jugar cada vez que quieran ni todo el
tiempo que deseen, puesto que probablemente acaben pegados a la pantalla
durante períodos del todo inadecuados. Hemos de tener en cuenta que esto
mismo puede agravarse durante las vacaciones, una época en la que toda la
familia relaja los horarios y las costumbres.
Mi recomendación al respecto es que se les permita jugar, como máximo,
tres días a la semana y nunca más de dos horas cada día, pero cada familia
debe valorar y decidir qué es lo que considera correcto en cada caso. En mi
casa, por ejemplo, la consola se usa los sábados y los domingos de 12:30 a
13:30. Si por alguna razón no estamos en casa, porque nos hemos ido al
pueblo o hemos salido a otra parte, esa hora no se recupera. Esto es
importante porque desalienta la dependencia y evita que los hijos nos
vuelvan locos con la cuestión de cuándo recuperar la hora perdida. Habrá
familias que consideren adecuados más o menos días y horarios. Las habrá
que permitan el uso de la consola un día de fin de semana, habrá otras que
lo permitan dos días. Sea como sea, lo importante es que la norma sea
coherente con los valores propios de los padres, que así aplicarán
convencidos y sin culpabilidad tanto la regla como la consecuencia de su
incumplimiento.
Tampoco podemos dejarnos engañar por el típico «Espera dos minutos a
que acabe la partida», porque entramos en el cuento de nunca acabar. Si el
chaval pierde la partida, querrá volver a intentarlo para ganar, si ha ganado,
deseará seguir jugando para aumentar su puntuación. Es lo que tienen las
nuevas tecnologías: enganchan. Por eso, cuando el horario toca a su fin, los
niños deben ser capaces de desconectar a la hora fijada. No hacerlo así
puede llevar a largas discusiones y rabietas.
Cuando nuestros hijos exceden el tiempo permitido de uso del
dispositivo, hemos de evitar por todos los medios recurrir al «botonazo». O
sea, lo que no debemos hacer es apagar de manera repentina y agresiva la
consola que no han dejado de usar a tiempo. Los chavales interpretan este
tipo de reacciones de los padres más como una agresión y una venganza que
como una consecuencia del incumplimiento de un límite. Son la mejor
manera para que nuestro hijo pase de ser el Dr. Jekyll a Mr. Hyde en
milésimas de segundo, por lo que conviene evitarlas, ya que pueden llevar a
una escalada de enfados que no es buena para nadie. Hay niños que, en esos
casos, disparan a la línea de flotación de los padres. Si aplicamos la
consecuencia como venganza, se enfadan tanto que se dedican a hacernos la
vida imposible, y nosotros no somos santos. Seguramente nos iremos
enfadando a medida que nuestro hijo redoble sus ataques. Y en ello hay
algo irónico: mientras que a nosotros el enfado nos durará toda la tarde,
media hora después del choque nuestros hijos estarán alegres y frescos
como si no hubiera pasado nada. Por ello, lo importante es evitar entrar al
trapo. En lugar de enfadarnos, elevar la voz y dar el botonazo, es mucho
más recomendable establecer previamente consecuencias por intervalos.
Por ejemplo: «Si te pasas entre uno y cinco minutos, mañana tendrás el
dispositivo quince minutos más tarde; si te pasas entre diez y quince
minutos, mañana comenzarás a jugar media hora más tarde y, si te pasas
más de quince minutos, no tendrás el dispositivo durante dos días».
Normas, límites y consecuencias claras establecidas y de antemano. Este
tipo de estrategia tiene la ventaja de dejarles decidir a los hijos qué
conducta tendrán a sabiendas de las consecuencias que deberán afrontar si
incumplen la norma. Si nos mantenemos firmes en las consecuencias, en
poco tiempo aprenderán lo que les conviene y regularán el uso del
dispositivo, sea cual fuere. Recordemos que las normas les enseñan a
asumir responsabilidades. Son ellos los que han de aprender a dejar de jugar
cuando ha llegado la hora y, si no lo hacen, se les aplica la consecuencia.
Los padres no podemos estar todo el rato encima para que dejen de hacerlo.
Pero, si notamos que nuestro hijo comienza a postergar otras actividades
para quedarse en casa a jugar o si los conflictos para que abandone el juego
cuando toca se hacen más frecuentes, lo adecuado es buscar la ayuda de un
profesional.

Recomendaciones

La vida online debería ser igual a la vida offline . No vamos por ahí publicando nuestros
datos personales ni mostrando a cualquiera nuestra intimidad. Tampoco deberíamos hacerlo
en Internet.
Consultar los abundantes contratos de uso de Internet y móviles disponibles en Internet y
pactar con el hijo horarios de conexión y desconexión generales, así como las aplicaciones
que usarán.
Incluir la norma de que el hijo siempre ha de contestar nuestras llamadas.
El móvil es, principalmente, un objeto de comunicación. Su papel en el ocio debería ser
secundario.
El uso de dispositivos con conexión a Internet siempre debe hacerse a la vista y bajo
supervisión de los padres, por lo menos hasta que veamos que son lo bastante responsables
como para gestionarse solos.
Conocer las contraseñas del móvil y las aplicaciones del hijo.
Evitar el uso de dispositivos digitales durante las comidas y las reuniones familiares.
Enseñar a los hijos a «aburrirse». Pronto encontrarán algo con que entretenerse.
Supervisar las redes sociales de los hijos no es cotillear, sino comprobar que no hay contactos
extraños ni signos de conductas de riesgo en el entorno digital.
Si nuestro hijo o hija mira porno o cualquier otro contenido inadecuado, no escandalizarse ni
avergonzarse. Pedir calmadamente al chaval que explique lo que ha visto y explicarle que se
trata de algo irreal, que, aunque el sexo no es malo, el machismo, la dominación y otras
formas de agresión habituales en el porno sí que lo son.
Informarse sobre aplicaciones de seguridad para dispositivos digitales y probar alguna de
ellas. Las hay gratuitas y de pago.
Ante el incumplimiento de un límite, no enfadarse ni entrar al trapo. Simplemente, aplicar la
consecuencia. Recordar lo explicado en el apartado «Normas, límites y consecuencias» del
capítulo 3.
Evitar por todos los medios el «botonazo», es decir, apagar repentina y agresivamente el
dispositivo que no han dejado de usar a tiempo. Conviene establecer previamente
consecuencias por intervalos. Las normas y las consecuencias deben ser claras y estar
establecidas de antemano.
8.
Los hijos y la sexualidad

Comencemos diciendo que la sexualidad es un aspecto natural e importante


del hecho de ser humanos. Como tal, lo primero es aceptarla como lo que
es, algo normal, y lo segundo entender cómo se desarrolla en los hijos para
ayudarlos a crecer sanos y felices.
En relación con esto, algo que les preocupa a las madres y a los padres es
qué hacer con los niños pequeños que comienzan a descubrir su sexualidad.
En efecto, muchos niños y niñas de corta edad comienzan a tocarse las
zonas del cuerpo que les proporcionan una sensación de placer, con lo que
no es raro verlos rozándose los genitales con muñecos y otros objetos,
incluso cuando son bebés. A partir de los tres años, es normal que los
veamos tocándose los genitales en busca de esa sensación de placer y ahí es
cuando aparecen las consultas, ya que hay padres y madres que se alarman
ante esa conducta y no saben cómo actuar ante ella.
Como he dicho, se trata de un comportamiento natural y no debemos
preocuparnos por ello. Los pequeños comienzan a explorar su cuerpo muy
pronto y, cuando descubren que tocarse ciertas zonas del cuerpo les provoca
una sensación placentera, siguen haciéndolo con total naturalidad. Esto se
da tanto en niños como en niñas, pese a que todavía hay algunos padres y
madres que encuentran difícil aceptar esta conducta en su hija o hijo y se
preocupan pensando que se trata de algo fuera de lo normal. Pues no es así,
y es necesario tenerlo claro. La curiosidad o el aburrimiento pueden
provocar que comiencen a tocarse y no hemos de pensar que lo hacen por
vicio. Es, simplemente, una forma natural y normal de explorar su cuerpo
durante su desarrollo. Y, puesto que se trata de un comportamiento del todo
inocente, es natural que la mayoría de las veces no muestren ningún pudor
al hacerlo delante de sus padres y hermanos. Esto, en los niños, puede ir
acompañado de una erección, un efecto que añade interés al juego y les
produce aún más curiosidad. Esos toqueteos y hasta la masturbación no
tienen ninguna consecuencia negativa en el desarrollo de nuestros hijos e
hijas, no les va a provocar ningún problema en el futuro y, por lo tanto, los
padres no tenemos nada de qué preocuparnos en relación con esas prácticas.
Según la doctora y sexóloga Tanginica Cuascud, es normal que los niños
de entre cero y cuatro años realicen exploraciones de sus cuerpos mediante
el tacto (masturbación), ya sea en público o en privado. Esto incluye rozarse
los órganos sexuales con objetos diversos, usar las manos, enseñar los
genitales a otras personas —adultos u otros niños—, querer estar desnudos
y querer ver desnudos a otros. Entre los cuatro y los seis años se acentúa el
interés por ver a los demás sin ropa, jugar a papás y mamás, masturbarse en
presencia de otras personas, representar noviazgos tomándose de las manos
o besando a otros niños y hasta explorando las zonas sexuales de estos. Lo
que escapa a lo normal en esta etapa es que sus conductas sexuales imiten o
intenten el coito, el sexo anal u oral, utilicen la fuerza con otros niños en sus
juegos sexuales, incluyan niños y niñas de edades muy diferentes —por
ejemplo, uno de doce con uno de cuatro— practicando juegos sexuales o
provoquen ansiedad u otros estados de desagrado en el menor. Si nos vemos
ante comportamientos de esta clase, que nos suscitan incertidumbre o
preocupación, es importante comentarlo con el pediatra.
Es cierto que una de las características de nuestra sociedad es su
hipersexualización, un fenómeno al que los niños no son ajenos, pero no
debemos confundir sexualidad con hipersexualidad. La televisión, los
anuncios publicitarios, las revistas y especialmente Internet ofrecen
multitud de contenidos con mensajes o imágenes de índole sexual, por lo
que los padres hemos de supervisar el acceso que nuestros hijos e hijas
tienen a estos medios. Los problemas que conlleva la hipersexualización de
los niños son numerosos y variados. El primero es que la imagen
sexualizada que los niños se hacen de la sociedad dista mucho de la
realidad. Las fuentes de hipersexualización tienen especial impacto sobre
las niñas, ya que suelen promover una imagen errónea de la mujer, que se
toma como un objeto sexual. Otro problema de esta tendencia es que
fomentan la exposición excesiva de los menores en las redes sociales y
otras plataformas digitales. Pero no hay que alarmarse por este panorama,
sino tomar medidas e informarse para cumplir lo mejor posible con nuestra
tarea educadora.
Ya hemos dicho que la autoexploración y la curiosidad sobre la propia
sexualidad y la ajena son aspectos normales del desarrollo de los niños, por
lo que necesitamos criterios claros que nos permitan saber cuándo estamos
ante un caso de hipersexualización. La psiquiatra Lilia Romero nos
proporciona la siguiente guía, que complementa las aportaciones de la
doctora Cuascud. Antes de los ocho años, no es normal que el niño o niña
tenga conocimiento de actos sexuales específicos (como el sexo oral o anal
o posiciones sexuales) ni que utilice un lenguaje sexual explícito. Tampoco
es normal que tenga interacciones sexuales semejantes a las de los adultos
con otros niños o niñas. Antes de los cinco años no es normal que niños y
niñas jueguen con muñecos simulando esos actos con gestos adultos como
los gemidos, aunque este comportamiento sí que se considera normal a
partir de los seis años. Entre los nueve y los doce años, lo que sale de lo
normal son las frecuentes conductas sexuales similares a las de los adultos,
así como los comportamientos sexuales en lugares públicos, especialmente
aquellos que van acompañados de movimientos que imitan el coito o
gemidos.
Desde luego, también es muy importante que los padres hablemos con
los hijos acerca de la sexualidad, sin tapujos y con naturalidad, aunque
siempre teniendo en cuenta la edad y la madurez del niño. Fomentar una
buena comunicación en este ámbito de la vida desde pequeños y continuar
haciéndolo a lo largo de su desarrollo ayudará a que nuestros hijos tengan
una sexualidad sana y agradable.
Hablar de sexo con los hijos e hijas es algo que en ocasiones cuesta, tanto
a padres y madres como a hijos. Unas veces son los hijos los que inician la
conversación con una pregunta que los padres no saben cómo afrontar o
responder. Otras veces son los progenitores quienes consideran necesario
empezar la charla y los hijos, especialmente los adolescentes, los que
intentan evadirla porque se sienten incómodos.
Una de las razones de esa incomodidad es que, en lugar de tratar el tema
con naturalidad desde pequeños, se ha dejado aparcado hasta la
adolescencia, etapa en que los padres comienzan a sentir la necesidad de
aclarar la cuestión para evitar problemas como las enfermedades de
transmisión sexual y los embarazos no deseados. También sucede porque
muchos padres intentan explicar detalles y moralizar a sus hijos de repente,
y les dan una charla extensa sin haber tocado el tema nunca antes. Esta
táctica no funciona bien y es mejor buscar alternativas.
Para eso hemos de tener en cuenta que en nuestra sociedad hay mucha
facilidad para encontrar gran cantidad de información sobre asuntos
sexuales. Internet es una herramienta poderosa y, en la adolescencia, lo que
dicen la red y los amigos parece más creíble que lo que intentamos decir los
padres y las madres. Especialmente si lo hacemos de modo artificioso y
solemne, lo que ellos rápidamente calificarán como un «rollo», y no sería
raro recibir como respuesta: «Ya sé todo sobre eso y no me hace falta una
lección». Mejor comenzar desde pequeños.
¿Y qué hemos de incluir en nuestras conversaciones sobre sexualidad?
Los temas son muchos y variados. Abarcan desde las diferencias
anatómicas entre chicos y chicas hasta el proceso de desarrollo corporal, la
reproducción, el embarazo, los tipos de relaciones sexuales —por ejemplo,
sanas y tóxicas—, las enfermedades de transmisión sexual (ETS) y cómo
prevenirlas. Temas, la verdad, no faltan, lo importante es tratarlos y hacerlo
bien. La idea no es dar lecciones, sino compartir conocimientos,
impresiones, sensaciones y emociones sobre la sexualidad humana como
parte de la comunicación que establecemos con nuestros hijos sobre todas
las demás cosas. Por eso las oportunidades para tocar el tema son
abundantes, aunque hay ocasiones especiales, como cuando mamá o papá
cuando salen de la ducha, cuando mamá está embarazada, cuando leemos
una escena de amor en un cuento o la vemos en la tele.
En general, nos encontraremos con que nuestros hijos comienzan a sentir
curiosidad sobre estos temas a partir del año de edad, y esa curiosidad irá
creciendo a medida que se desarrollan. Debemos prepararnos para
responder preguntas como «¿Por qué los niños tienen pene y las niñas
vulva?», «¿Cómo entró el bebé en la tripa de mamá?», «¿Ya puedo tener un
bebé?», «¿Cómo se hacen los bebés?», «¿Yo también tendré vello/pechos
como papá/mamá?», y muchas otras más. Si contestamos esas preguntas
con tranquilidad, de forma clara y sencilla, podremos entablar una
comunicación sobre la sexualidad que nos ayudará a tratar estos temas con
mayor profundidad más adelante, cuando llegue la adolescencia. La escuela
aportará su granito de arena, pero la guía principal hemos de ser nosotros.
En las librerías abundan los libros sobre estos temas con los cuales
podemos informarnos.
Según la Segunda Encuesta Schering sobre Sexualidad y Anticoncepción
en la Juventud Española, la edad media de inicio de relaciones sexuales de
nuestros jóvenes se sitúa en los 16,5 años en el caso de los chicos y los 16,9
en el de las chicas. En esto, España no es una excepción, puesto que estas
edades son similares a las del resto de Europa.
Entre las numerosas ventajas de comenzar la conversación sobre
sexualidad a edades tempranas está el efecto que esto tiene, precisamente,
sobre la edad de inicio de las relaciones sexuales, que se retrasa con
respecto a la media. Además, los chicos y las chicas que han disfrutado de
este tipo de educación en casa suelen tener comportamientos sexuales más
sanos, ya que tienen mayor conciencia de los riesgos que puede haber en el
sexo. Cuando toman la decisión de hacerlo por primera vez ya lo han
meditado, por lo que es más probable que tomen las medidas oportunas para
evitar tanto los embarazos como las enfermedades de transmisión sexual.
Cuando llegue el momento de hablar de sexo con los hijos, debemos
tener en cuenta su edad para adaptar tanto el contenido como la forma a su
estado de madurez. Es mejor llamar a las cosas por su nombre en lugar de
utilizar sustitutos que sugieren algo gracioso o sucio. Por ejemplo, conviene
hablar de pene y vagina, no de titi o chuchi. No debemos sentir vergüenza al
tratar estos temas con seriedad —pero sin solemnidad— ni rechazar las
preguntas que los hijos nos hacen al respecto. Incluso si las preguntas que
nos hacen los hijos nos parecen incómodas o las ideas que mencionan en la
conversación son erróneas, es mejor responder con tono suave y calmado y
corregir el error sin reprocharles con expresiones como «¿Quién te ha dicho
eso?» o «¡Eso es de marranos!». Si lo hacemos así, nuestros hijos e hijas
percibirán el sexo como un tema tabú, lo que dificultará mucho la
comunicación en el futuro. Especialmente a partir del comienzo de la
pubertad, entre los diez y los once años, es importante no llevarles la
contraria en sus creencias. Hemos de recordar que en estas edades lo que
dicen los amigos adquiere para ellos una gran relevancia, por lo que los
padres debemos explicar y ofrecer razones para que cambien de opinión,
pero, sin ir al choque.
Esto se hace más urgente, si cabe, en la adolescencia. Los padres
debemos explicar cuál es nuestra posición respecto de las relaciones
sexuales en esta etapa, pero, como en tantas otras cosas, la decisión final la
tomarán los hijos. Por eso, en lugar de intentar controlar o prohibir las
relaciones sexuales, es mejor partir de una buena base de comunicación,
intentar que entiendan por qué tenemos esa posición y confiar en la
educación que les hemos dado. Sobre todo, el mensaje básico que debemos
transmitirles es que no se trata de un juego y que, si toman la decisión de
tener relaciones sexuales, esa decisión debe ser meditada, libre y voluntaria,
sin coacciones, presiones ni prisas.
Deben saber que es esencial tomar medidas de seguridad necesarias para
evitar embarazos y enfermedades. Aunque hay disponibles una diversidad
de métodos anticonceptivos, como la píldora y el DIU, durante la
adolescencia es recomendable el uso del preservativo. Hay estudios
suficientes para asegurarles que el preservativo es un método
anticonceptivo eficaz y, además, constituye una barrera que contribuye a
evitar las enfermedades de transmisión sexual que pueden contraerse al no
tener una pareja estable. Es cierto que la mayoría de los institutos ofrecen
charlas e información sobre sexualidad y prevención de riesgos a los
preadolescentes y adolescentes, pero no olvidemos que, para los chavales,
lo que dicen los amigos o Google tiene más credibilidad. Y a veces se creen
los bulos más estrafalarios. Hace un tiempo me consultaron los padres de
una chica de quince años que, basándose en esas fuentes, se había
convencido de que, si tenía relaciones sexuales de pie, no se quedaría
encinta. Por supuesto, llegó a la asesoría familiar con varios meses de
embarazo.
Es necesario ofrecer a nuestros hijos e hijas información abundante y
fiable sobre los diferentes métodos anticonceptivos, especialmente sobre las
ventajas y los inconvenientes que presenta cada uno. Por ejemplo, que la
marcha atrás tiene una eficacia muy baja o que la pastilla del día después
puede parecer una solución muy atractiva a primera vista, pero solo debe
utilizarse como último recurso porque no protege de las enfermedades de
transmisión sexual y tiene numerosos efectos secundarios que es mejor
evitar. Lamentablemente, solo alrededor del doce por ciento de los
adolescentes obtiene su información sobre sexualidad de sus padres.
Naturalmente, para poder informar a nuestros hijos primero debemos
informarnos nosotros y, si fuese necesario, consultar las dudas con un
médico de confianza. Y podemos estar tranquilos: el que tengan
información sobre las medidas de protección adecuada no incitará a
nuestros hijos e hijas a tener relaciones sexuales, sino que los ayudará a
hacerlo de un modo más reflexivo y seguro cuando decidan dar el paso. Por
eso también es importante hablar con ellos de las diversas consecuencias,
tanto fisiológicas como psicológicas y sociales, de los embarazos, los partos
y los abortos a temprana edad.
Pero las explicaciones y los consejos, para que lleguen, deben darse con
tacto y prudencia. Debemos tener en cuenta que los adolescentes suelen ser
bastante arrogantes y prepotentes, por lo que, si intentamos darles lecciones,
lo más probable es que se cierren en banda porque «ya lo saben» y
perderemos la oportunidad de que nos escuchen.
Durante la adolescencia, los embarazos y las enfermedades de
transmisión sexual no son los únicos riesgos sobre los que hay que hablar
con los hijos. También hay otros, relacionados con la manera en que se
llevan a cabo las relaciones sexuales, los sentimientos y las emociones
involucrados en ellas, así como el tipo de relación con la pareja, que pueden
dejar importantes secuelas en nuestros hijos.
Si somos padres o madres de un chico, nuestra conversación debe incluir
el mensaje de que las relaciones sexuales han de ser siempre consentidas y
darse en un clima de respeto mutuo. Si la conversación es con nuestra hija,
a lo anterior hay que añadir el mensaje de que esté completamente segura
de cuándo y con quién va a tener relaciones. En ambos casos, hay que hacer
hincapié en que el motivo de tener relaciones sexuales no puede ser nunca
las presiones de la pareja ni de los amigos y, desde luego, en la importancia
de protegerse adecuadamente de embarazos y enfermedades de transmisión
sexual, para lo cual, insisto, el preservativo es lo más recomendable. Sobre
todo, hemos de transmitirles que pueden contar con nosotros en todo
momento, tanto si les ha surgido alguna duda como si tienen que hacer
frente a un problema.
Si nuestro hijo o hija nos sorprende con la noticia de que ya ha tenido
relaciones sexuales, no hemos de reaccionar escandalizándonos ni
reprendiéndolo. Eso solo haría que se sintiera mal y que, en adelante, no
nos contara más cosas, especialmente si se ve ante un problema y necesita
ayuda de nuestra parte. En estos casos, lo que debemos ofrecer es
comprensión y consejo. Es pertinente y hasta necesario darle a nuestro hijo
nuestra opinión sobre el caso y aconsejarlo sobre cómo conducirse con
seguridad si decide volver a hacerlo. La mejor estrategia de prevención de
las conductas sexuales de riesgo es el conocimiento aunado a la
comunicación y la confianza con los padres.
Recomendaciones

Tener en cuenta que la sexualidad no es nada malo, sucio ni feo, sino un aspecto natural de la
vida humana.
Tomar como algo normal que los hijos se toquen o masturben. Es una parte más de su
crecimiento. Se les puede explicar que es mejor hacerlo en la intimidad, pero sin reñirlos.
Hablar de sexo con los niños con naturalidad y sin tapujos, por ejemplo, cuando veamos un
anuncio o una escena con contenido sexual. Aunque pueda resultar incómodo, siempre es
mejor que aprendan de los padres y no de los amigos o de Internet.
No adelantarse a la etapa de madurez del hijo. Supervisar que ellos no lo hacen en Internet,
las revistas o la televisión mirando contenidos que son inapropiados para su edad.
Enseñar con claridad qué está bien, qué está mal y por qué. Una buena educación sexual
contribuye a evitar las conductas de riesgo.
Fomentar buenos hábitos de higiene y cuidado. En caso de duda, preguntar al pediatra o, si
corresponde, al médico de familia.
Según la edad y madurez de los hijos, explicarles los riesgos de las relaciones sexuales y
cómo prevenirlos.
Hacer hincapié en que el porno no es la vida real. Que solo tienen que tener relaciones si les
apetece y no por ningún tipo de presión.
Si nuestra hija nos cuenta que ha decidido tener relaciones, es aconsejable consultar un
ginecólogo para que le recomiende el mejor método anticonceptivo para ella. En general, el
preservativo es el más conveniente porque, además, protege de enfermedades de transmisión
sexual.
Si nuestro hijo o hija nos cuenta que ya ha tenido su primera relación sexual, no
escandalizarse ni reñirlo. Apoyarlo y ofrecerle consejo lo ayudará mucho más. Si la primera
vez no ha sido agradable, aconsejar que la siguiente lo hable con su pareja y planifiquen
mejor el encuentro.
9.
Cambios en la estructura familiar

Las rutinas favorecen la educación de los hijos porque generan un entorno


de seguridad y certidumbre. Cuando hay estabilidad y regularidad, la vida
cotidiana es más fácil porque cada uno sabe lo que tiene que hacer y qué no
tiene que hacer en cada momento. Sin embargo, en ocasiones es inevitable
que esa estabilidad se vea alterada por los cambios propios de la vida, por el
proceso de desarrollo de los hijos, sin ir más lejos, pero también por las
modificaciones relacionadas con los cambios en la estructura familiar, cada
vez más frecuentes. Veamos algunos de ellos y cómo pueden afectar la
educación de nuestros hijos.

Separaciones y divorcios

La convivencia tiene sus dificultades y la vida en pareja no es una


excepción, por lo que puede sobrevenir una separación. Cuando hay hijos,
la separación debe tratarse con criterio, porque, de lo contrario, nos
podemos encontrar en situaciones que hacen mucho daño a todos los
componentes de la familia y constituyen un obstáculo para el desarrollo
saludable de los hijos.
Las estadísticas indican que, en España, la proporción de matrimonios
que se divorcian está cerca del cincuenta por ciento. Si a eso le sumamos las
separaciones de parejas que no se han casado, resulta bastante obvio que
hablamos de un gran número de familias.
La separación y el divorcio son hechos de gran impacto porque
transforman de manera radical la base de estabilidad de los hijos. La
familia, en cualquiera de sus múltiples formas, es el ámbito en el que los
hijos encuentran la estabilidad emocional que les permite explorar sin
temores el mundo social. Ante una frustración de algún tipo, siempre se
puede recurrir a uno o más miembros de la familia en busca de consejo y
consuelo. En general, basta volver a casa para que las sensaciones de
inquietud se calmen. Sin embargo, cuando las circunstancias en casa
cambian de manera drástica, el núcleo familiar puede dejar de ser un
refugio para convertirse en una fuente de inquietudes que debemos aprender
a transformar para mitigar los impactos negativos y hasta abrir la puerta a
nuevas posibilidades de ser y de relación.
En una separación, es fundamental tener en cuenta las reacciones y las
creencias que van a tener los hijos en función de su edad. Desde luego, no
es lo mismo comunicar la decisión a un niño de ocho o diez años que a un
adolescente de diecisiete. Gestionar mal el impacto emocional de una
separación en los hijos puede producir muchos cambios no deseados en su
comportamiento. Y gestionarlo bien es difícil, no cabe duda, pero no hay
más alternativa que intentarlo.
Lo que está claro es que, una vez tomada la decisión, lo mejor es
comunicarla a los hijos cuanto antes. Los niños han de saber lo que está
pasando y cómo se procederá a continuación. Hay que buscar el momento
adecuado para darles la noticia y, al hacerlo, hay que escoger palabras que
ellos puedan entender y, sobre todo, el mensaje debe ser exculpador. La
noticia deben darla ambos progenitores juntos y con un discurso
compartido, algo que transmitirá, entre otros mensajes, que se trata de una
decisión conjunta y que los dos componentes de la pareja son igualmente
responsables de esta. Esto contribuye a que los niños no culpabilicen a uno
solo de los padres, pero también a que, pese a la magnitud del cambio, este
no se perciba como una catástrofe, ya que conserva un elemento de
estabilidad en la familia: la posibilidad de una relación de colaboración de
los progenitores en la formación integral de los hijos. Obviamente, una
condición para eso es evitar a toda costa acusar al cónyuge o pareja delante
de los hijos, aun cuando pensemos que la culpa de todo la tiene él o ella.
Como he dicho, el mensaje ha de ser que la separación se debe a
circunstancias de las que ambos progenitores son responsables.
Es fundamental hablar con los hijos y explicarles con palabras sencillas y
con calma lo que está sucediendo entre mamá y papá. En otras palabras,
debemos dejar muy claro que la decisión de los progenitores de seguir
caminos distintos no tiene nada que ver en absoluto con el comportamiento
anterior de nuestros hijos. Hacer mucho hincapié en que nada de lo que
ocurre es por culpa de ellos y que los padres los vamos a querer mucho,
como hasta ahora.
Resulta clave, además, ser sinceros con los hijos al explicarles por qué se
ha llegado a esa situación particular. No menos clave es aprender a
controlarse tanto ante la pareja de la que nos separamos como ante los hijos.
En ocasiones nuestros sentimientos de culpa nos llevan a sobreproteger a
los niños y la frustración puede impulsarnos a descargar en ellos nuestro
enfado.
Es importante ser claros, además de sinceros. Hemos de usar un lenguaje
que les resulte comprensible y hacerlo de forma concisa, sin rodeos. Hay
edades de nuestros hijos en las que una separación o un divorcio no tienen
ningún sentido, por lo que recibirán las noticias sobre este casi únicamente
como pulsos emotivos a los que han de dar forma. En consecuencia, se ha
de prever un tiempo para poder estar con los niños y apoyarlos
emocionalmente tras comunicarles la decisión.
Los hijos necesitarán que les demos tiempo para superar el cambio de
circunstancias y volver a encontrar la estabilidad. Demostrarles nuestro
cariño con besos y abrazos suele ser de mucha ayuda. La razón es que,
siempre en función de la edad y la madurez que tengan, la noticia de una
separación puede generar en ellos sentimientos de culpa, ya que la manera
en que se plantean las cosas suele ser egocéntrica, por lo que tienden a
pensar que los cambios en las circunstancias se deben a acciones cometidas
por ellos y no a los cambios que se producen en las relaciones entre los
adultos. En los casos que no han sido gestionados adecuadamente, no es
raro que los niños establezcan conexiones culpabilizadoras como «Si
hubiese sacado mejores notas, entonces quizá mis padres no se habrían
separado» o «Si me hubiera comido toda la comida, tal vez…». Desde
luego, para un adulto se trata de relaciones inverosímiles, pero ya se sabe
que los niños y los adultos no encontramos inverosímiles las mismas cosas.
Como regla, hay que intentar no discutir delante de los niños, sobre todo
cuando el motivo de la discusión es una desavenencia en algo relacionado
con su educación. En general, los niños actúan con la única intención de
conseguir algo concreto y no desean provocar discusiones. Si discutimos
delante de ellos, se sentirán culpables y asociarán esa culpa al eventual
proceso de separación. Además, nos arriesgamos a que usen esas
discusiones para jugar con nosotros y conseguir aquello que desean.
En todo caso, es bueno darse cuenta de que, en general, quienes mejor
pueden ayudar a los hijos a superar esa profunda transformación en su vida
son papá y mamá. Y siempre haciendo hincapié en lo fundamental: que, a
pesar de la separación, papá y mamá siempre los seguirán queriendo como
hasta ahora. En las circunstancias descritas, ese es, sin duda, el mejor
mensaje que pueden recibir de los padres.
Un estudio publicado por Unicef señala que las consecuencias de un
divorcio para los niños de la pareja pueden situarse en algún lugar de dos
ejes, de moderadas a graves y de transitorias a permanentes. Los principales
factores de los que dependen las precisas consecuencias de la separación
son el grado de intensidad del conflicto entre los padres y, especialmente, si
en ese conflicto se ha involucrado a los hijos; el ejercicio o falta de ejercicio
de la coparentalidad, es decir, de la crianza conjunta de los hijos hasta ese
momento, y, por último, las alteraciones en el estilo de vida que la familia
llevaba hasta el momento de la separación, por ejemplo, el cambio de
domicilio y el deterioro económico que en muchos casos trae aparejado un
divorcio.
Dada su importancia, conviene enfatizar lo que hemos sugerido antes: los
padres no se divorcian ni se separan de sus hijos, sino de su pareja. Por lo
tanto, la función de refugio emocional y promoción educativa esencial de
los progenitores tiene que continuar tras los cambios. Se trata de un deber
tanto del padre como de la madre. De ahí la importancia de hablar con los
hijos, de expresarles cómo nos sentimos y darles la oportunidad de que
manifiesten cómo se sienten ante las nuevas circunstancias. Si, llegado el
caso, uno de los dos dejara de ejercer su papel de educador, los daños sobre
los hijos pueden resultar difíciles o imposibles de revertir.
Ahora bien, las reacciones de los hijos ante una separación también
dependen de la edad de estos. Esas reacciones pueden incluir sentimientos
intensos de dolor, rabia y hasta depresión. Y no es imposible que en algunos
casos se llegue a la violencia. A edades tempranas, los niños pueden volver
a mojar la cama por la noche o, incluso, dejar de hablar por un tiempo. Y,
sin duda, lo peor que les puede ocurrir es que no expresen lo que les está
sucediendo, especialmente cómo se sienten ante ello.
Entre los cinco y los diez años de edad, aproximadamente, siempre en
función de su madurez, lo normal es que los niños tengan una gran
dependencia respecto de sus progenitores. Obtienen de ellos casi todo lo
que necesitan y son los padres quienes aportan la mayor parte de los
elementos que contribuyen a dar forma a su mundo. Además, desde luego,
por lo general son incapaces de comprender cabalmente lo que está pasando
a su alrededor. Sin embargo, un síntoma de que lo están pasando mal y no
están asimilando adecuadamente el proceso de la separación de sus padres
es el fracaso escolar. Si nos vemos ante alguno de estos casos, lo más
conveniente es buscar la ayuda de un profesional.
A partir de los diez años los niños ya tienen una madurez que les permite
entender mejor lo que les acontece y, además, expresar con mayor precisión
y facilidad los sentimientos que esas circunstancias les producen. Con todo,
siempre va bien que tengan una persona adulta de referencia distinta de los
progenitores para que puedan hablar con ella. A estas edades, cercanas a la
adolescencia, los hijos comienzan a experimentar cambios importantes en
su desarrollo psicosocial, en particular aumenta su inclinación a pasar más
tiempo con los amigos, que se vuelven cada vez más importantes y
adquieren un papel de referentes cada vez mayor. A la vez, normalmente se
produce un proceso de desvinculación paulatina respecto de los padres, con
lo cual se les hace más fácil comprender y asumir la nueva situación en la
que se encuentra la familia.
En los niños pequeños es normal que, tras recibir la noticia de la
separación, mantengan una vaga esperanza de que todo volverá a ser como
antes. Esa esperanza puede prolongarse algún tiempo, más si es compartida
por uno de los miembros de la pareja disuelta, y suele ser un problema
cuando aparece una nueva pareja, pero siempre se ha de tener paciencia y
mantener la comunicación. Poco a poco los niños irán asumiendo que
mamá y papá ya no volverán a estar juntos porque eso es lo que han
decidido y, si lo hacemos medianamente bien, se adaptarán a las nuevas
circunstancias.
En todo caso, una vez producida la separación, se ha de evitar criticar a la
expareja en presencia de los hijos. Además, todo intento de mantener las
rutinas de los niños y no tan niños contribuirá a hacerles sentirse más
seguros, a aceptar mejor la nueva situación y, por tanto, a mitigar las
reacciones de tristeza y enfado. Se ha de tener siempre en cuenta que el
objetivo principal es que los hijos crezcan felices y libres de la culpa de que
sus padres, por las razones que fuera, no han conseguido entenderse.
Tras una separación o un divorcio, suele aparecer el problema de la
custodia. Cada vez con mayor frecuencia la solución a este conflicto es la
custodia compartida, aunque todavía suelen ser mayoría los casos en los
que los hijos permanecen con la madre y se establece un régimen de visitas
para ir a casa del padre.
Un problema que puede presentarse en esos casos es que los hijos no
quieran ir a casa de uno de los progenitores cuando toca,
independientemente de lo que se haya pactado o el juez haya ordenado
respecto de la custodia y las visitas. Es evidente que una reacción de este
tipo puede resultar normal al principio, sobre todo si hay una afinidad
mayor con uno de los progenitores, pero también es obvio que se debe
procurar normalizar la situación hasta que los hijos se sientan cómodos en
ambas casas.
El que se haya disuelto la pareja no significa que también deba
desmantelarse la familia. Lo que sí quiere decir es que se ha de buscar una
fórmula diferente de relaciones que permitan a ambos padres hacer todo lo
posible por el bienestar de los hijos . Se deja de ser «pareja de», pero no
«madre o padre de», por lo que lo único que tiene sentido es esforzarse en ir
a una en todo lo que concierna a los hijos.
Con frecuencia esto no es fácil, especialmente en aquellos casos en que la
ruptura ha sido traumática y hay sentimientos negativos o muy negativos
hacia la expareja. No es raro que, en esas situaciones, esos sentimientos se
transmitan a los niños, ya sea de forma voluntaria o involuntaria. En una
situación ideal, se ha de intentar separar claramente la relación de pareja de
la relación filioparental. En situaciones menos ideales, se ha de procurar
que estas afecten a los hijos lo menos posible, ya que no son ellos los
culpables de los problemas de sus padres y todo lo que hacen estos tiene
efectos sobre su comportamiento. Siempre se debe estar muy atentos a lo
que podemos conseguir en términos de la distinción entre la relación con la
expareja y la relación con los hijos.
Por eso, cuando un hijo o hija no quiere ir a casa de su padre o madre, lo
primero que se ha de hacer es buscar el motivo. Esto no quiere decir que en
casa de la expareja esté ocurriendo algo malo, sino que hay algo que ronda
la cabeza del menor, que eso le quita el deseo de ir con su padre (o madre) y
que para resolver el problema tenemos que saber qué es. Hay veces en que,
pese a los esfuerzos, los menores oyen comentarios negativos y críticas
respecto de la expareja, por lo que acaba tomando partido por uno de los
progenitores. En otras ocasiones, el motivo es que los niños están muy
apegados a su madre y, sencillamente, no quieren salir de casa y alejarse de
ella. También incluye cuando la expareja ha iniciado otra relación
sentimental, algo que puede complicarse incluso más si la otra persona
también tiene hijos y estos se perciben como competidores por el cariño o la
atención del progenitor.
Los estudios indican que, de no mediar situaciones patológicas, tanto
desde el punto de vista psicológico como social, lo mejor para el bienestar
de los hijos es la presencia de ambos progenitores en la vida de los hijos,
especialmente que se priorice su derecho a estar con los dos. Así pues, una
vez estipulado el régimen de custodia y visitas, este se debe respetar. Se les
ha de explicar con precisión cómo es ese régimen, cuándo estarán con
mamá y cuándo con papá, siempre atendiendo a la edad y la madurez de los
menores. Conviene tener presente, por ejemplo, que los niños pequeños no
tienen muy claro el concepto de tiempo, por lo que se ha de ser claro y
paciente a la vez. Además, se debe procurar que los dos progenitores estén
presentes en las actividades en que participen los hijos, tanto en las
escolares como en las extraescolares.
Si, llegado el momento de ir a casa del otro progenitor, el niño se niega
porque está muy apegado a nosotros, es muy importante no enfadarse o, por
lo menos, no demostrar nuestro desagrado. En estas circunstancias, la
paciencia es la actitud más adecuada. Además de explicarle por qué es
bueno que lo haga, podemos buscar soluciones que minimicen la sensación
de separación, como que el padre (o madre) pase a recogerlo por el colegio
en lugar de por nuestra casa. También ayuda si tenemos una buena
comunicación con nuestros hijos. Si tu hija no desea estar contigo o ir
donde vives, puedes hablar con ella y contarle cómo te sientes por ello.
Asimismo, puedes darle la oportunidad de que ella te explique cómo se
siente y por qué no quiere ir a tu casa.
En términos generales, debemos esforzarnos por mantener una relación
sana y de confianza con los hijos, así como una buena comunicación tanto
con ellos como con nuestra expareja. Las visitas a ambos progenitores
deben entenderse como parte de la rutina, como poner la mesa o recoger los
juguetes. Eso hará más llevadera la situación, fomentará la salud de las
relaciones, evitará enfrentamientos innecesarios y aceitará los mecanismos
de resolución de los conflictos que puedan surgir. Es fundamental establecer
fuertes lazos de confianza con los hijos, estar pendientes de ellos, sobre
todo cuando están en nuestra casa, y compartir con ellos actividades que
puedan fomentar el vínculo afectivo, especialmente aquellas que les
agradan a los menores. Es evidente que a ellos no tienen por qué gustarles
las mismas cosas que a los adultos y para que la relación sea posible y sana
es necesario que ambas partes sean tolerantes y comprensivas, aunque,
como es lógico, el mayor esfuerzo le corresponderá al adulto.
Debemos evitar la tentación de criticar lo que hace el otro progenitor
cuando nuestros hijos están con él o ella. Si criticamos a nuestra expareja,
favorecemos en los menores el desarrollo de conductas irrespetuosas con el
otro progenitor, así como sentimientos de rabia y resentimiento hacia los
que criticamos. Tampoco debemos comprometer la estabilidad de nuestros
hijos pidiéndoles que actúen como recaderos o espías del otro. Las
comunicaciones entre los adultos, mejor dejarlas a los adultos y mantener a
los menores al margen. Asimismo, nunca, en ningún momento y por ningún
medio, debemos impedir la comunicación entre nuestro hijo y el otro
progenitor ni con la familia de este. Y jamás jamás se ha de intentar
comprar el cariño o la aprobación de un hijo o hija con regalos o
concesiones desmedidas. Un padre o madre que deja de cumplir con su
papel de padre por ser guay no es buen padre ni buena madre.
Convertir la relación con los hijos en una competición para ver cuál de
los progenitores ofrece más y quién es el más querido de los dos es una de
las peores cosas que podemos hacer. No solo hará que nuestros hijos se
transformen en aviesos calculadores que aprovecharán cada oportunidad
para salirse con la suya y obtener beneficios extra del conflicto, sino que
también degradará la relación filioparental al ponerla al servicio de una
lucha que nada tiene que ver con el amor a los hijos ni con la buena
formación.
Dicho sea de paso, un problema relacionado con el de las parejas
separadas que no consiguen coordinarse para educar a sus hijos es que estos
utilizan las fisuras entre los adultos para provocar conflictos de todo tipo
con el fin de salirse con la suya. «Mamá me deja ver tal o cual programa de
la tele» que a papá le parece inconveniente o «Papá no se molesta si llego
después de las dos» pueden convertirse en arietes con los que forzar las
normas que no les gusta cumplir. Si hay incongruencias entre los
progenitores, los perjudicados serán los hijos. Y, cuando la relación entre
los progenitores no permite la comunicación ni la coordinación, es todavía
más importante mantenerse coherentes y firmes en las normas de la casa,
independientemente de lo que haga la otra parte. Si lo hacemos así, los hijos
aprenderán a aceptar las diferencias de cada casa y se adaptarán a ellas.
Pese a que sean distintas, las normas seguirán estando claras y se
mantendrán las rutinas y la estabilidad, un estado que promueve la
seguridad en nuestros hijos.
Tras una separación, es posible que uno de los progenitores encuentre
una nueva pareja con la que puede llegar a formar una nueva unidad
familiar que incluirá a nuestros hijos y, si los tiene, también a los de la
nueva pareja. En estos casos, cuando se decide ir a vivir con una pareja que
ya tiene hijos de otra relación, es importante tener claro que esos hijos
también deberán ser aceptados en el seno del nuevo núcleo familiar. Ese es
el primer paso para que la nueva relación funcione y pueda formarse una
unión estable que permita la buena convivencia.
La nueva situación seguramente generará cambios que pueden ocasionar
inseguridad e inestabilidad, tanto en los adultos como en los menores. Para
evitar que estas sensaciones afecten demasiado a nuestros hijos, hemos de
planificar con serenidad todo lo referente a la nueva convivencia. El papel
fundamental de los adultos será el de enseñar a los menores a vivir con la
mayor normalidad posible las nuevas circunstancias. Esto costará más o
menos en función de la edad, la madurez y la personalidad de los hijos,
pero, en cualquier caso, se ha de dejar bien claro cuál es el papel que cada
uno desempeña en la nueva estructura familiar.
Lo que hemos de hacer es aceptar las diferencias y, sobre todo, ser
pacientes con los niños o adolescentes, propios y de la nueva pareja. Hay
ocasiones en que les resulta difícil adaptarse a la nueva situación y toda
acción brusca, impaciente, intolerante o poco comprensiva de nuestra parte
no hará más que complicar las cosas. Con frecuencia sucede que los hijos
ven a la nueva pareja como un rival que busca quitarles a la persona
querida. Esto los convierte en presa fácil de los celos y se puede entrar en
un círculo vicioso de malos rollos y hasta agresiones.
Es importante ser muy prudentes en el trato con los hijos de la nueva
pareja. Algunas personas intentan hacer de padres o madres del hijo ajeno
por las bravas, lo que en los menores suele disparar todas las alarmas e
interpretarse como una tentativa de sustitución del progenitor ausente. Por
ejemplo, es contraproducente intentar poner normas no consensuadas con la
madre biológica de los menores o mostrar una actitud autoritaria hacia
ellos. Esto no hará más que generar rechazo y conflictos que harán cada vez
más difícil la relación.
A la nueva pareja no le corresponde el papel de madre o padre. Los
educadores de los hijos son sus padres, no las parejas nuevas de los padres.
La actitud para con los menores debe ser siempre y en todo momento
amistosa y comprensiva a la vez que prudente. Con el tiempo y la
profundización del conocimiento, del respeto y del cariño mutuos, es
posible ir ganándose la confianza de los menores y adquirir un papel más
decisivo en su formación, pero ese es un proceso que no puede forzarse.
Todo cambio de esta naturaleza precisa tiempo para que sea asimilado y
surjan las estrategias de adaptación más constructivas. Las prisas y las
transformaciones bruscas generan inseguridad. Conviene ir buscando
momentos para estar todos juntos, por ejemplo, durante las comidas, e ir
conversando y conociéndose con la mayor naturalidad posible. Las
actividades conjuntas, como las salidas al cine o al campo, también pueden
ser una fuente de unión. Desde luego, como en toda familia, el ejemplo que
den los adultos resultará fundamental, por lo que, si este es respetuoso, se
estará enviando un mensaje muy fuerte a los menores.
Cuando los dos miembros de la nueva pareja aportan hijos puede ocurrir
que los hijos de una de las partes se sientan tratados de manera diferente por
la otra. Esto puede acarrear celos y resentimientos entre los menores de
progenitores distintos, con el correspondiente deterioro de la calidad de la
convivencia. Una manera de prevenir este tipo de sentimientos es dejar muy
claras las normas de funcionamiento de la casa y, especialmente, qué tareas
le corresponden a cada uno, tanto a los adultos como a los menores, en la
nueva situación. De más está decir que, en este aspecto, no se ha de hacer
diferencias entre los hijos propios y los de la pareja. La coherencia y la
equidad son el mejor antídoto para los celos. Y si, llegado el caso, se
presenta un conflicto grave con uno de los menores, quien debe actuar es el
progenitor, especialmente si el problema exige una medida de corrección
drástica. Si se tiene todo esto en cuenta, es más fácil conseguir rutinas y un
clima familiar distendido.
En el nuevo hogar, como en cualquier otro, el desafío para la pareja es
mantener un sano equilibrio entre autoridad y amor. Para hacerlo posible, es
necesario plantear acuerdos con la pareja que permitan avanzar en una
misma línea educativa, teniendo en cuenta que esto debe ir siempre en
beneficio de los menores.

La adolescencia

La adolescencia —que ahora comienza sobre los once años y se prolonga,


por lo menos, hasta los dieciocho— es una etapa complicada, quizá la más
difícil tanto para los padres como para los hijos. En realidad, podríamos
decir que la adolescencia produce cambios que afectan a todo el núcleo
familiar del chico o chica en cuestión.
En esta época de sus vidas nuestros hijos experimentan intensos cambios
físicos y comportamentales. Se vuelven prepotentes, empiezan a tener juicio
crítico, a posicionarse y, sobre todo, a no depender tanto de sus
progenitores, cuya palabra ya no tiene el mismo valor que durante la niñez.
Es característica una actitud permanente de cuestionamiento de todo
mezclada con momentos de apatía y hasta de rebeldía que a los padres por
lo general nos cuesta gestionar. En la base de estas conductas está la
necesidad cada vez mayor de sentirse independientes, incluso para lo que
todavía no están preparados, y exige la guía y la protección de padres y
madres. Esta circunstancia crea tensiones que afectan emocionalmente a
nuestros hijos adolescentes y en ocasiones la manera de resolver esa tensión
entre lo que sienten y lo que deben hacer es rebelándose y desobedeciendo
algunas normas. Es fundamental no tomarse esos actos de rebeldía como
algo personal. Se trata de algo intrínseco de la etapa que están viviendo y es
parte de un proceso en el que los hijos van diferenciándose de los padres.
La conclusión para los padres es que esas normas que ponen límites
necesarios a la independencia de nuestros hijos deben ser adecuadas a su
edad y a la situación que le toca vivir a la familia. Tanto si son excesivas
como si, por defecto, no llegan a cumplir su función de contener y orientar
a los jóvenes, lo más probable es que no hagan más que alentar esa
moderada rebeldía normal. ¿Y cómo saber si nos excedemos o nos falta
decisión?
En términos generales, hay dos claves para «sobrevivir» a la adolescencia
de los hijos. Una de ellas es la comunicación activa y positiva. Intentemos
ponernos en el lugar de nuestros hijos y recordar cómo éramos a su edad,
qué nos importaba en aquella etapa. Seguramente no era nuestra prioridad
convertimos en hombres y mujeres de provecho para nosotros mismos y la
sociedad. Puede que lo más importante fuera que llegara el sábado para
poder estar con los amigos y amigas, para salir de compras o para jugar
aquel esperado partido de fútbol. Entenderlos, no eximirlos de sus
obligaciones. Hemos de usar nuestra experiencia para empatizar con ellos y
tener una idea de cómo se sienten y cómo piensan ayuda a calmarnos y a
buscar vías de comunicación. Siempre teniendo en cuenta que, como hemos
explicado en el capítulo 4, hablar con los hijos no es interrogarlos, sino
compartir ideas, gustos, vivencias. Y compartir, en este caso, indica una vía
de ida y vuelta, hablar y escuchar: dialogar.
Una de las preocupaciones recurrentes de los padres y madres que me
consultan en la asesoría familiar es la pérdida de comunicación con los
hijos adolescentes. La historia se repite de un caso a otro: de pequeños lo
contaban todo, con pelos y señales, pero ahora —un ahora que
habitualmente se inicia en la preadolescencia, con el paso al instituto— no
explican absolutamente nada.
Las dificultades de comunicación pueden darse en todas las edades, pero
son más comunes durante la adolescencia. Los adolescentes comparten cada
vez menos tiempo con el resto de la familia y hay chicos y chicas que pasan
casi todo su tiempo en casa encerrados en su habitación. Lo que suele
suceder en estos casos es que se ha dañado o perdido la comunicación
debido a que padres e hijos hablan lenguas diferentes. Este vacío
comunicativo empuja a los jóvenes a informarse de toda duda que pueda
surgirles a través de los amigos o de Internet, con lo que sus aprendizajes
pueden ir divergiendo de los valores familiares y hasta llegar a ser
completamente erróneos.
La comunicación con los adolescentes es esencial. Todavía necesitan el
consejo de sus padres y madres. Están madurando y nadie puede orientarlos
mejor que ellos hacia la vida como adultos. Sin embargo, para poder
aconsejar a un adolescente se deben cumplir ciertas premisas. La primera,
que ya hemos comentado antes, es recordar la propia adolescencia,
especialmente cómo era la perspectiva del mundo que teníamos en aquel
momento. Eso no quiere decir que nuestros hijos vayan a tener
precisamente esa forma de ver las cosas. La sociedad ha cambiado mucho y
poco o nada tiene que ver con la de veinte o treinta años atrás. Saber que los
adolescentes lo ven todo de manera diferente es de gran ayuda,
especialmente si tenemos en cuenta que también lo sienten todo diferente.
Todo esfuerzo por mantener una relación cordial, por otra parte, facilitará
que los mensajes y los consejos que los progenitores consideramos
oportunos lleguen a destino. Otra cuestión es que los hijos hagan caso a
esos mensajes y consejos, pero el solo hecho de que los reciban, que los
escuchen, ya es una gran parte del trabajo que hemos de hacer como padres.
Los adolescentes no son robots a control remoto, sino personas libres en
formación. Recordemos que, en última instancia, serán ellos quienes tomen
las decisiones de qué hacer y cuándo hacerlo, especialmente en lo que los
atañe solo a ellos. Recordemos, también, que cometer errores es necesario
para madurar. Lo habitual es que alguien que se ha equivocado en una
decisión ponga más atención la próxima vez que deba decidir sobre algo. Y,
desde luego, lo que se conseguirá al recriminarles los errores es aumentar su
desconfianza y la falta de comunicación.
Resulta tranquilizador saber que, por lo general, a medida que vayan
madurando, sobre todo a partir de los dieciséis años, poco a poco
comenzarán a comportarse de un modo más reflexivo, hasta completar su
desarrollo alrededor de los veintiún o veintidós años. La impulsividad no
desaparecerá de un día para otro y hemos de tener en cuenta que el proceso
dura varios años.
El otro factor clave para sacar adelante a nuestros hijos adolescentes es el
establecimiento de una rutina de normas claras, adecuadas a su edad,
madurez y personalidad. Iremos tratando las características de esa rutina a
lo largo de este apartado, pero aquí haremos hincapié en la importancia de
que esas reglas se respeten. Si los menores consiguen salirse con la suya al
saltarse las normas, por ejemplo, aquellas relacionadas con el horario de
llegada a casa o con el tiempo de estudio, cada vez resultará más difícil que
retornen al ritmo que conlleva la rutina. Poner normas no quiere decir que
seamos autoritarios. Uno de los objetivos centrales de las reglas que fijamos
a nuestros hijos es que aprendan a ser responsables de sus elecciones y las
prohibiciones excesivas obstaculizan precisamente ese aprendizaje. Más
aún, sabemos bien que lo prohibido sabe mejor que lo permitido, por lo que
basta que se les prohíba algo para que su curiosidad y su interés por
probarlo se disparen. Además, los adolescentes pasan cada vez más tiempo
fuera del ámbito de supervisión de los padres, por lo que habrá que estar
atentos a establecer solo aquellas normas que podemos supervisar. Por
ejemplo, no tiene sentido prohibir a nuestra hija que fume si puede hacerlo
cuando esté fuera de casa y nosotros ni siquiera nos enteraremos. Sin
embargo, podemos y debemos explicarle por qué nos parece que no debería
hacerlo e imponerle la regla de que en casa no se puede fumar.
Naturalmente, se ha de predicar con el ejemplo.
Cabe decir que el reconocimiento de aquello que hacen bien por parte de
los padres contribuye a mitigar parcialmente el ansia de buscar en otras
partes la aceptación que necesitan con tanta urgencia. Un adolescente que se
siente bien consigo mismo y recibe apoyo de sus padres tiende a facilitar la
comunicación filioparental, porque no tiene que estar defendiéndose todo el
tiempo de los ataques (supuestos o reales) de sus progenitores.
Uno de los factores que más influyen en la modificación de la conducta
de los adolescentes son los profundos cambios fisiológicos, en particular,
los brutales cambios hormonales que se producen durante esta etapa. Los
efectos no son iguales para chicos y chicas. Los primeros suelen tener
comportamientos más agresivos, correlacionados con un aumento de hasta
veinte veces de la hormona testosterona en su cuerpo. Las chicas, en
cambio, tienden a ponerse más emocionales debido al incremento de
estrógenos en su sangre. La científica estadounidense Louann Brizendine
ofrece una gráfica comparación que resulta muy útil para entender un poco
mejor esta etapa. El aumento de la testosterona en los chicos y de los
estrógenos en las chicas es tan pronunciado que su comportamiento es
similar al de un adulto que pasara de beber una a beber ocho cervezas cada
día. Pero, cuidado, comprenderlos no significa que se les haya de permitir
todo, sino que debemos aceptar sus cambios normales, el aumento de su
independencia y su desapego y dejarlos crecer.
El espacio que durante la niñez ocupábamos casi exclusivamente los
progenitores, el del reconocimiento y la aceptación, se ha ido ocupando
cada vez más con los amigos y amigas. Ahora son ellos, sus iguales,
quienes comparten sus intereses, los que validan o no las conductas de
nuestros hijos. Ante un comportamiento indeseado, sin embargo, no
conviene poner la mirada en esos amigos y amigas, sino en las razones que
hacen que nuestro hijo se junte con ellos y no con otras personas de su
edad.
En casa, la transformación más notable en los adolescentes es,
seguramente, la que supone abismales cambios de humor. Sin motivo
aparente, nuestros hijos pasan de la alegría a la tristeza, de mostrarse
cariñosos a una contestación agresiva. Gestionarlo es todo un reto para
cualquiera, por lo que no sorprende que muchas veces eso llegue a
descolocar a los progenitores. Con todo, esta montaña rusa emocional
forma parte del proceso normal de maduración de nuestro hijo o hija y para
ellos es muy real y muy intensa. Nunca debemos minimizar lo que ellos
sienten. Es mejor acompañarlos en esos momentos con «A mí, cuando me
pasaba lo mismo, me sentía igual que tú» sin caer en el «No es nada, ya se
te pasará».
En relación con esto, otra de las características de la adolescencia es la
impulsividad, por lo que algo esencial que hemos de enseñar a nuestros
hijos es a pensar las cosas antes de tomar decisiones. Se trata de todo un
reto, pero también de algo necesario. Y si, por alguna razón, los
encontramos enfadados, es muy importante no entrar al trapo. Hay que
dejar que se reduzca la intensidad de sus emociones y esperar el momento
oportuno para hablar con ellos con tranquilidad.
Una consecuencia de la impulsividad es la volubilidad. Los adolescentes
cambian con rapidez y a veces también cambian sus amigos y amigas. No
hemos de juzgarlos por ello, ya que se trata de un aspecto más del
comportamiento exploratorio natural de las personas en formación. Saber
con quién va nuestro hijo o hija está bien, tanto si son los amigos de antes
como los nuevos. Dejar que los traigan a casa es una manera de conocer a
esos amigos, una manera que, además, ayuda a los adolescentes a estar más
tranquilos y a ser más abiertos con la familia. La aceptación de los amigos,
de hecho, es una de las causas que más provoca discusiones con los padres.
En este sentido, los padres debemos tener muy presente que son los hijos
quienes escogen a sus amigos, no nosotros, y que lo adecuado es
respetárselos, salvo casos de peligro manifiesto.
Todos estos cambios, más los obligados cambios de circunstancias,
pueden generar situaciones que resultan difíciles de manejar por ambas
partes, pero que se han de llevar a buen puerto. En algunos casos, son los
padres los que no consiguen acabar de desprenderse de los hijos. Es como si
se negaran a dejarlos crecer o, mejor dicho, como si tuvieran miedo a que
estos crezcan. En otros casos el problema es la sobreprotección. Pero,
aunque en la infancia nos hayamos excedido en protegerlos y hasta cuando
durante esa etapa les hayamos hecho todo, incluidas cosas que deberían
haber hecho ellos mismos, es importante saber que en la adolescencia
todavía estamos a tiempo de enseñarles a madurar. Es obvio que los
adolescentes piensan que ya son mayores y que todo lo saben y todo lo
pueden. Pero también lo es que muchos progenitores creen que todavía son
niños. La verdad es que no son ni tan mayores como ellos dan por hecho ni
tan pequeños como creen sus padres.
Las diferencias en las prioridades, la rebeldía frente a las creencias y
maneras de hacer de los progenitores, el quebrantamiento de reglas y las
mentiras para evitar regañinas o sermones van minando, muchas veces, la
confianza que los padres tienen en sus hijos adolescentes. ¿Cómo actuar si
nos encontramos en un caso así? Mi recomendación empieza por aceptar
que es normal que un adolescente oculte según qué cosas a sus
progenitores. Es una manera poco sofisticada de incrementar su intimidad y
de evitar los choques a causa de las diferencias. No todo lo que ocultan es
malo, pero seguramente sientan que el padre o la madre no lo van a
entender. De ahí la importancia de nuestras reacciones. Si no son las
correctas, no harán más que fomentar la distancia y el secretismo. Por otra
parte, la confianza no es algo que se tenga, sino algo que se gana. El padre o
la madre han de dar su confianza al adolescente. Y la confianza no puede
darse sanamente en grados. Se confía o no se confía. Por eso lo único que
puede dejarnos tranquilos como padres es conocer bien a nuestros hijos e
hijas, empatizar con ellos y entenderlos para saber en qué ámbitos podemos
confiar en ellos y en cuáles deberán esforzarse por ganarse esa confianza.
Lo que no debemos hacer es transmitir a los menores una sensación de
pérdida total de confianza, incluso cuando ellos se hayan equivocado
repetidas veces. Esto mina profundamente su autoestima y origina un
círculo vicioso muy difícil de interrumpir.
Es importante que los adolescentes aprendan a madurar y para ello es
necesario que los padres los dejen crecer y desarrollarse. En otras palabras,
nuestros hijos han de ir haciendo las cosas que les tocan según la edad que
tengan, especialmente, ir tomando conciencia y responsabilidad de sus
propias acciones, sean buenas o no tan buenas. Y los padres debemos
fomentar ese sentido de responsabilidad dejando que los adolescentes
tomen sus propias decisiones y se hagan cargo plenamente tanto de sus
aciertos como de sus errores. Es necesario que aprendan a elegir y, sobre
todo, a aceptar lo que suceda como consecuencia de sus elecciones. Hemos
de enseñarles a que no culpen a los demás cuando las cosas no salen como
esperaban.
Como están en un período de maduración, es importante que la madre y
el padre estén ahí para orientarlos y aconsejarlos, pero no para presionarlos.
Es esencial apoyarlos en las decisiones que tomen y, en particular, no caer
en la tentación de reprenderlos cuando no hacen algo bien. Esos «te lo
dije», «ya te lo advertí» o «no aprenderás nunca» no ayudan en nada y
constituyen, de por sí, un lastre más para la autoestima del menor y para la
relación con sus padres. En cierto sentido, basta recordar cómo éramos
nosotros durante la adolescencia para entender mejor cómo piensan y cómo
se sienten nuestros hijos en esta etapa. Tampoco debemos alabarlos en
exceso y endiosarlos si sus decisiones son acertadas. El ego es algo que
hemos de cuidar y los padres deben enseñar a sus hijos a gestionarlo
adecuadamente. En realidad, la humildad es una importante cualidad que
los ayudará a aceptar sus errores y a pedir ayuda cuando la necesiten.
La mejor estrategia es, simplemente, apoyarlos y que ellos mismos vayan
asumiendo la responsabilidad de sus actos, los errores y los éxitos. Si se
equivocan, podemos ayudarlos a corregir sus errores. Intervenir, pero solo
lo justo para que vayan creciendo en lo físico, lo psicológico y lo
emocional. Otra forma de ayudarlos es invitarlos a plantearse objetivos
concretos y a corto plazo, que puedan conseguir sin dificultades excesivas.
Los éxitos aumentarán su autoestima y los harán sentirse bien como
personas.
Dar consejos es una parte esencial del papel de padre o madre, pero
repetirlos o intentar todo el tiempo convencer a nuestros hijos para que los
sigan no lo es y hará que estos desarrollen una actitud negativa frente a las
recomendaciones de los progenitores. No por repetir muchas veces un
consejo lo entenderán mejor ni lo aplicarán, sino que se cansarán de oírlo y
pasarán de él. Muchas veces es más relevante el hecho de que los padres
estén ahí, apoyando a su hijo o hija, que el contenido del consejo que dan.
Por eso es muy importante distinguir bien entre consejos y normas. Los
consejos pueden seguirse o no, pero las normas están para cumplirse. Por lo
tanto, además de las decisiones que deben tomar escogiendo entre
alternativas, nuestros hijos deben tener claro que también hay compromisos
que deben cumplir: por ejemplo, ir al instituto, respetar ciertos horarios,
colaborar en casa recogiendo su ropa o haciendo la cama, preparando la
bolsa de deporte o cualquier otra tarea que le corresponda de acuerdo con la
organización de la casa. Hemos de tener presente que en algún tiempo
nuestro adolescente dejará la casa y ya no tendrá a quien le recuerde lo que
debe hacer ni, mucho menos, alguien que se lo haga. Por lo tanto, no
resolvamos sus problemas. Dejemos que lo hagan ellos y, si los vemos muy
bloqueados o el problema es muy complejo, entonces intervengamos para
orientarlos y aconsejarlos, pero teniendo siempre en cuenta que el problema
se lo han de resolver ellos mismos.
Otra habitual fuente de conflictos durante la adolescencia de los hijos
tiene que ver con las salidas, que se intensifican y alargan. Es una época en
la que se comienza a salir con amigos o amigas sin la supervisión de
adultos. Los padres no podemos evitar las preocupaciones: con quién sale, a
qué hora ha de regresar a casa, si consume alcohol, si tendrá relaciones
sexuales y, especialmente, si lo hará con los cuidados necesarios para evitar
embarazos y enfermedades. Sin embargo, ahora es el o la adolescente quien
tomará esas decisiones. Con todo, es conveniente no olvidar que los padres
son eso, padres y no colegas, por lo que somos nosotros quienes hemos de
poner los límites y, desde luego, mantener con ellos una buena
comunicación. Decirles que no y explicarles nuestra decisión también es
parte de enseñarles a madurar. Todos debemos aprender que nadie puede
hacer todo lo que quiere y durante la adolescencia son los progenitores
quienes nos enseñan lo que no se puede hacer o lo que no toca. Hay algo
esencial en este reconocimiento de que no siempre las cosas son como
queremos: el aprendizaje de la gestión de la frustración.
Hay un problema relacionado con la adolescencia que es particularmente
grave en nuestro país. En efecto, según la Encuesta sobre Uso de Drogas en
Enseñanzas Secundarias en España (ESTUDES), el nuestro es el país en el
que los jóvenes empiezan antes el consumo de alcohol, a edades entre los
trece y los quince años. Edades de inicio tan tempranas suponen un gran
riesgo para la salud mental y física de estos jóvenes. No es extraño ver en
las fiestas populares de algunos pueblos cómo algunos adultos,
especialmente los padres, ofrecen un sorbo de una bebida alcohólica a sus
hijos menores durante las celebraciones, habitualmente acompañado de la
frase: «Por una vez no pasa nada, estamos en fiestas». Pero pasa, y lo que
pasa es que se acostumbran a beber.
Uno de los factores que se contempla para prevenir la adicción al alcohol
y a otras drogas es el de retardar la edad a la que se comienza a consumir,
por lo menos hasta los veintiún años. Este criterio se aplica al consumo de
sustancias legales como el tabaco, el alcohol y los psicofármacos, así como
a las ilegales, como la marihuana, el hachís y la cocaína, entre otras. Los
datos sobre consumo de drogas en adolescentes que ofrece ESTUDES son
realmente alarmantes. De los encuestados de entre catorce y dieciséis años
de edad, casi el sesenta por ciento se ha emborrachado al menos alguna vez
y el cuarenta y dos por ciento lo ha hecho durante el último mes. Las
consecuencias de esta tendencia son que, de aquí a unos años, tres de cada
diez de estos chicos y chicas habrán desarrollado alguna patología en
relación con el consumo de alcohol.
Está comprobado que hay jóvenes que, a causa de ciertos rasgos
característicos de su personalidad o de su situación personal o emocional,
son más proclives a probar el alcohol antes de la edad permitida. En España
la ley prohíbe la venta a menores dieciocho años y, en algunas
comunidades, también el consumo en la calle. Sin embargo, la ley no dice
de manera expresa que los menores no puedan beber. Esto añade un factor
de riesgo más, ya que una ley permisiva contribuye a la falta de conciencia
de la población acerca de los riesgos que comporta el consumo de alcohol.
¿Qué otras causas facilitan el consumo temprano de bebidas alcohólicas?
Entre otros factores, están la presión de los pares y la idea de que beber es
de mayores, la permisividad de los padres y la minimización del riesgo
asociado con esa conducta, el desconocimiento de la ley y de las
responsabilidades en relación con el consumo de alcohol y otras drogas, así
como ciertos rasgos de personalidad de los chavales que, si no son
detectados y tratados a tiempo, predisponen a comportamientos de riesgo,
por ejemplo, baja autoestima, un sentimiento de eficacia insuficiente o
negativo, hiperactividad, hábitos desordenados producto de una educación
sin normas ni límites y la costumbre de salirse siempre con la suya propia
de niños mimados, consentidos y malcriados. También influyen factores
sociales y culturales, como los anuncios publicitarios y la aceptación
general del consumo de alcohol por la sociedad.
Lo ideal ante este panorama es evitar que nuestros hijos entren en
contacto con el alcohol hasta que sean mayores de edad. Para conseguirlo
debemos entender que, según la Organización Mundial de la Salud, el
alcohol es una droga, es decir, una sustancia que al ser ingerida es capaz de
alterar una o varias funciones del organismo, entre ellas su comportamiento
y la toma de decisiones. También debemos saber que hay dos grandes tipos
de bebidas alcohólicas, las fermentadas, como el vino y la cerveza, y las
destiladas, como el whisky , el vodka y la ginebra. Las primeras tienen
menor graduación, es decir, un contenido menor de alcohol que las
segundas, pero todas alteran el comportamiento.
Para que nuestros hijos se mantengan alejados del alcohol, debemos
dotarlos de la capacidad suficiente para saber resistir la presión del grupo y
decir que no pese a las insistencias. Esto se consigue fomentando la
autoestima y la seguridad de los adolescentes al proporcionarles normas,
límites y grandes dosis de cariño durante todo su desarrollo, desde la niñez.
Como en otros temas importantes, hemos de establecer reglas y
posicionarnos con claridad en relación con el alcohol y su consumo.
Además, desde luego, debemos cumplir la ley y mostrar tolerancia cero al
respecto hasta que cumplan dieciocho años. También es importante
fomentar modelos de entretenimiento y diversión en los que el alcohol no
sea el nexo de unión entre los participantes. Por último, no podemos obviar
nuestro papel de supervisores. Hemos de estar pendientes de con quién
salen nuestros hijos y qué hacen, especialmente en qué estado físico y
mental vuelven a casa después de sus salidas.
PARTE III
No todos van para ingenieros
(aceptar y apoyar a los hijos)
Los hijos no son todos iguales, los hay bajos, los hay altos, los hay movidos
y los hay tranquilos. Lo que está claro es que los hijos son todos diferentes,
igual que las personas del mundo son todas diferentes. Como dice el ciclista
Markel Irizar, cada uno es único e irrepetible. Con los hijos pasa
exactamente lo mismo, cada uno es diferente, y los padres y madres hemos
de aceptar, respetar y valorar la individualidad de cada uno de nuestros hijos
e hijas.
Esto me recuerda algo que decía el defensor del menor de la Comunidad
de Madrid. Los niños vienen de dos formas. Unos son redondos. Les
ponemos el pañal de bebés, les damos un ligero empujoncito y allá van,
rodando suavemente por la vida. En la guardería, la maestra siempre nos
dice que el chico es un amor, que se porta superbién. Duermen bien desde el
primer día, cuando les tocan las primeras frutas se las comen como si fueran
rosquillas y todo así. Las maestras de primaria nos comentan lo bien que se
le dan las mates en cada entrevista. En el insti cada tutor nos felicita por la
suerte de tener un hijo así, que estudia, hace deporte y, como si eso fuera
poco, lee. Pero, claro, también hay hijos cuadrados. Una vez puesto el
pañal, les damos el empujoncito y… ahí se quedan. Les damos otro
empujoncito y… lo mismo. Solo avanzan con gran esfuerzo, propio y
nuestro. Cada visita a la guardería es un momento complicado. El niño
llora, no se quiere quedar. Durante la primaria las maestras nos confiesan
que no saben qué hacer para que nuestro hijo se quede quieto o aprenda las
mates que tocan ese año. Y en el instituto…, bueno, bueno, en el instituto
las cosas continúan más o menos así. Debemos estar todo el tiempo
pendientes porque tenemos la sensación de que en cualquier momento las
cosas pueden descarrilar.
Los hijos son todos diferentes; a algunos se les dan mejor ciertas cosas y
a otros otras. Y cuando sean mayores continuarán siendo diferentes, no solo
entre sí, sino también respecto de cómo eran de pequeños. Habrán crecido y
cómo lo hayan hecho dependerá, en gran medida, de cómo los hayamos
educado.
10.
Triunfar en la vida

Aunque el título de este capítulo pueda sonar un poco rimbombante y


parecer un tópico de un libro de autoayuda, en el fondo, todos buscamos
triunfar en la vida . Y, desde luego, deseamos lo mismo para nuestros hijos,
pero ¿qué significa triunfar en la vida ?
Comenzaré por decir que el triunfo al que me refiero no es el del dinero y
la fama que se pregona todo el tiempo en la televisión o en las redes
sociales, sino otro muy distinto. Tampoco es el éxito constante en todo lo
que se emprende, entre otras cosas porque eso es imposible. A lo que me
refiero es al éxito que logramos cuando nos convertimos en las personas
que queremos ser y, pese a los altibajos normales de toda vida, somos
felices. Este éxito, por supuesto, es diferente para cada persona y, por tanto,
lo que hay que hacer para conseguirlo también lo es. Para algunos, triunfar
es llegar a ser músico o ebanista, para otros lo es formar una familia, ser
buena persona o viajar por el mundo. La lista es tan numerosa como las
personas que habitan la Tierra, pero lo que todos o casi todos los triunfos
tienen generalmente en común es lo siguiente: alcanzar las metas que nos
proponemos.
Sin embargo, las cosas no siempre nos salen como deseamos, por lo que
no podemos pretender el éxito constante en todo lo que emprendemos.
Trabajamos, nos esforzamos, les damos vueltas a las ideas y a las
circunstancias, ponemos empeño y dedicación y, por las causas que sean, a
veces no obtenemos el resultado que queríamos. ¿Quiere decir entonces que
hemos fracasado? En absoluto o, por lo menos, no quiere decir que
hayamos fracasado en la vida . Todos los seres humanos nos equivocamos y
fallamos de vez en cuando, incluso cuando damos lo mejor de nosotros,
pero eso es normal, el éxito puede estar un poco más allá o incluso en otro
lugar si nuestro error ha estado en la elección del objetivo planteado. Lo
peor que podemos hacer cuando algo no sale como esperamos es venirnos
abajo y pensar en nuestros fallos como si fueran nuestros enemigos. Es
posible que los resultados lleguen después de lo previsto o que finalmente
debamos cambiar nuestros objetivos, pero lo que no podemos hacer nunca
es dejar de sentirnos felices y satisfechos por el esfuerzo realizado. El saber
que lo hemos dado todo debería bastarnos como motivo de satisfacción,
incluso cuando las cosas se tuercen un poco. Tampoco quiere decir que no
podamos enfadarnos o estar tristes un día, pero sí que debemos ponernos las
pilas cuanto antes y volver al ruedo a seguir intentándolo.
Pues eso mismo hemos de enseñarles a nuestros hijos. Que triunfar es
conseguir los objetivos propuestos, sí, pero que triunfar en la vida es eso y
algo más. Me gustaría añadir, entonces, algo que ya he planteado al
comienzo de este libro: triunfar en la vida es llegar a ser la mejor versión
de uno mismo.
Aquí es donde entramos los padres y las madres, ya que nuestro papel de
educadores consiste, precisamente, en enseñar a nuestros hijos e hijas cómo
actuar para triunfar en la vida, para lograr sus metas, aprender de sus
fracasos y ser la mejor versión posible de ellos mismos.

Qué metas proponer y cómo alcanzarlas


Si triunfar es, como hemos dicho, alcanzar las metas que nos hemos
propuestos, parece obvio que hay al menos dos cosas que debemos tener
bien claras: las metas u objetivos que nos propondremos y los medios
adecuados para alcanzarlos.
Cuando nuestros hijos son pequeños, las metas las fijaremos nosotros,
pero ellos irán participando cada vez más en su establecimiento a medida
que vayan creciendo, se vaya definiendo su personalidad y vayan
aprendiendo a ser autónomos.
Lo primero que hay que decir sobre las metas en sí es que tanto si las
proponemos nosotros como si lo hacen nuestros hijos estas deben ser
realizables. Por supuesto, esto no quiere decir que no se puedan plantear
metas realmente difíciles a largo plazo, sino que siempre hemos de
ponernos objetivos más inmediatos, asequibles en el corto plazo, que nos
vayan conduciendo, paso a paso, hacia esas metas más ambiciosas. Por
ejemplo, de nada sirve plantearse la meta de ganar un Nobel de Medicina si
antes no se han planteado y superado objetivos más cercanos, como acabar
el instituto, el bachillerato, estudiar la carrera de medicina, hacer las
prácticas y dedicarse a la investigación con mucho tesón. Planteadas de esta
manera, hasta las metas más complejas y lejanas se transforman en una
sucesión de objetivos realizables cuya consecución nos hace avanzar un
paso hacia ellas y, sobre todo, nos estimula a seguir adelante.
Afortunadamente, no solo podemos disfrutar de lo conseguido, sino
también del intento mismo de lograr lo que nos hemos propuesto. De lo que
se trata es de levantarnos cada día con ganas de vivir y de hacerlo todo un
poco mejor que el día anterior, y eso vale tanto para los padres y madres
como para los hijos.

El fracaso como aprendizaje


Es cierto que hay pocas sensaciones tan placenteras como la satisfacción de
haber logrado lo que nos hemos propuesto. Sin embargo, uno de los errores
más frecuentes a la hora de educar a los hijos es la sobreprotección. Los
padres no queremos que nuestros hijos sufran, se frustren o se traumaticen.
Muchos piensan que así serán más felices, pero se equivocan. La razón de
esta equivocación es que, si los sobreprotegemos, los niños crecen
pensando que todo les saldrá bien y, cuando las cosas no les salgan como
quieren, cuando ni papá ni mamá puedan ayudarlos, esos jóvenes no
tendrán los recursos necesarios para afrontar las circunstancias adversas.
Entonces aparecerán los problemas, las rabietas, las depresiones.
Una persona feliz no es la que nunca se equivoca, sino aquella que sabe
afrontar sus errores y la adversidad. Una de las formas de conseguir que
sepan hacer frente a la vida es enseñarles que no todo va a salir bien
siempre. Cuando finalmente suceda y las cosas no marchen según los
deseos del chico o la chica, los padres tenemos que disponer de las
estrategias para apoyarlos y ayudarlos a continuar adelante.
Muchos niños y niñas se sienten fracasados porque algo no les ha salido a
la primera o, sencillamente, alguien les ha dicho que no a algo que querían.
La respuesta de estos chavales es insistir en que no pueden, que es muy
difícil, que lo quieren ahora mismo, y buscan que los padres les solucionen
la papeleta o les den lo que quieren. Si no lo logran, sufren una angustia o
malestar que se llama frustración.
Todas las personas sentimos frustración en algún momento de nuestras
vidas y debemos aprender a asumir y a gestionar ese sentimiento. Pero, si
les ahorramos esas emociones negativas, nunca aprenderán a gestionarlas.
Este aprendizaje es esencial en los niños para que, cuando crezcan, sean
capaces de enfrentar las dificultades que les irá trayendo la vida. En
consecuencia, enseñarles cómo desarrollar esa capacidad es labor de los
padres.
Voy a desarrollar dos tipos de sensación de fracaso que pueden tener
nuestros hijos. Uno es el que se da cuando una tarea determinada no les sale
bien. En estos casos, lo primero que hemos de trabajar como padres o
madres es que nuestros hijos aprendan a no ver los fracasos puntuales como
algo negativo, sino como una oportunidad de aprendizaje. Enseñarles a
mirar sus circunstancias sin engaños y a hacerles frente cuando son difíciles
es una tarea fundamental de los padres en la educación de los pequeños. Si
un ejercicio no les sale bien o les han puesto una mala nota en un trabajo de
la escuela, los padres hemos de hablar con nuestros hijos y analizar con
ellos en qué se han equivocado. Paralelamente, hemos de explicarles que
los errores son normales, que todos los cometemos y que, si prestan
atención, seguramente no volverán a cometer la misma equivocación en el
futuro. Sobre todo, no debemos enmendar su error nosotros, sino que deben
resolverlo ellos. En muchos casos, sobre todo en lo relacionado con la
escuela, los padres tenemos la sensación de que una mala nota del hijo es
una evaluación de cómo lo han hecho los padres. Esto, desde luego, no es
así. No pasa nada por un fracaso puntual. Además, la mejor forma de
aprender es el ensayo-error. Hemos de enseñar a nuestros hijos a tener una
actitud positiva ante los fracasos puntuales y a no darle vueltas al problema
que han tenido, sino a la solución que deben plantear.
El otro tipo de sensación de fracaso que suelen tener los niños se da
cuando no consiguen lo que quieren y, ante la falta de habilidad para
gestionar el sentimiento de frustración que eso les provoca, estallan en una
rabieta. En estos casos los padres no podemos ceder al escándalo y darles lo
que quieren. Hacerlo equivale a reforzar ese tipo de conducta, enseñarles
que los berrinches son la forma rápida de conseguir las cosas que desean. Y
debemos recordar que no es lo mismo una rabieta de un niño pequeño que
la de un adolescente. Si nuestro niño o niña se acostumbra a conseguir
cosas con sus rabietas, las seguirá utilizando a medida que crezca. El
problema grave es que, en ocasiones, la rabia se puede convertir en
violencia. Por lo tanto, cuando a nuestro hijo le sobrevenga una pataleta,
debemos dejar que se le pase antes de intentar hablar con él. Mientras tiene
la rabieta no escucha y, además, es posible que esta se haga más intensa.

Tipos de personas: las que triunfan y las que no

Hay personas que hacen cosas que las llevan a triunfar en la vida y otras
que hacen cosas que no las conducen a ninguna parte, especialmente a los
objetivos que han soñado. Y hay personas que, sencillamente, aunque se
pasen el día soñando, no hacen nada de todo aquello que podría acercarlas a
sus sueños. Desde luego, hemos de educar a nuestros hijos para que sean
personas del primer tipo. Pero comencemos describiendo cómo son las
personas que no consiguen lo que quieren o dicen querer.
En términos generales, podemos identificarlas porque viven en un estado
de grave incongruencia entre lo que creen de sí mismas y la realidad de lo
que son, entre sus pretensiones y lo que hacen. Las personas que no triunfan
en la vida suelen creerse mejores que los demás y de lo que realmente son.
Por ello, casi nunca permiten que otros les corrijan lo que dicen o hacen. O
sea, no suelen darse cuenta de sus errores y limitaciones y por eso mismo
tienen enormes dificultades para aprender de ellos. En segundo lugar, estas
personas son extremadamente impacientes. Cambian constantemente de
proyectos porque no tienen metas claras o las abandonan porque no están
dispuestas a realizar los esfuerzos necesarios para alcanzarlas. Es habitual
que hagan planes fantasiosos, cuya realización exigiría mucho tiempo y
esfuerzo, pero, a la vez, no se fijan los objetivos realistas de medio y corto
plazo que les permitirían cumplir sus sueños. Estas personas carecen de la
disciplina necesaria para mantener una rutina de trabajo y el esfuerzo
sostenido que exige toda meta ambiciosa. Además, como su soberbia y
necedad les impiden aprender de otras personas y de sus propias
equivocaciones, acaban cometiendo los mismos errores una y otra vez.
Como dijo Albert Einstein: «Si haces siempre lo mismo, no esperes
resultados diferentes».
Ya hemos dado un primer paso para saber cómo son y qué es lo que
hacen las personas que no triunfan en la vida, pero ha llegado el momento
de explicar cómo son y qué hacen las personas que sí triunfan en la vida.
Los padres deseamos que nuestros hijos sean como ellas y, por eso, a la
hora de educarlos debemos tenerlas en cuenta como modelos. Estas
personas se caracterizan por intentar hacer todo lo mejor que pueden.
Siempre apuntan alto porque saben que, aunque realistas, nuestras metas
deben ser ambiciosas. Pero no son ambiciones desconectadas de la realidad,
sino arraigadas en ella a través de objetivos realizables a corto y medio
plazo. Por ello, se trata de personas esforzadas y constantes, porque saben
que la cualidad más importante para obtener el éxito es la perseverancia.
Por lo tanto, las personas que triunfan son pacientes, tienen muy presente
que las metas, sobre todo las que merecen la pena, no se consiguen de un
día para otro y mucho menos sin esfuerzo. En consonancia con ello, se
plantean metas que, aunque ambiciosas, no son más que el producto final de
una serie de objetivos cercanos y realistas que se alcanzan poniendo en
práctica planes que llevan a cabo paso a paso. Por regla general, el éxito no
nos cae del cielo, sino que es el fruto de nuestro trabajo. Muchas personas
talentosas se pierden por el camino solo porque no han aprendido esta
máxima.
Otra cualidad habitual en las personas que triunfan en la vida es que
comprenden el valor que tienen la adversidad y el fracaso puntual en todos
los procesos de aprendizaje. Las dificultades y las equivocaciones son
grandes maestras y las personas de éxito son hábiles en aprender de sus
propios errores.
Hoy en día abundan las historias de superación personal protagonizadas
por individuos que deben convivir con dificultades de todo tipo y que salen
adelante gracias a su empeño y su tesón. Un ejemplo es el caso de la
paratleta Sarah Reinertsen.
Sarah nació en Nueva York en 1975 con una deficiencia tan grave en el
fémur que obligó a los médicos a amputarle la pierna derecha por encima de
la rodilla cuando tenía solamente siete años. Sarah no dejó que eso le
impidiera estudiar y se graduó en comunicación por la Universidad George
Washington, tras lo cual también obtuvo un máster. Pero a Sarah le gustaba
mucho el deporte. A los once años había comenzado a correr y, gracias a la
inspiración de otra paratleta, la corredora Paddy Rossbach, se propuso
participar en un triatlón conocido como Ironman a causa de la dureza de la
competición.
La prueba consiste en cubrir 3,8 kilómetros nadando, seguidos de 180
kilómetros en bicicleta y, finalmente, de todo un maratón, es decir, correr
42,195 kilómetros. Si esta es una prueba difícil para cualquier persona con
las dos piernas sanas, ya podemos imaginarnos el reto que significaba para
Sarah, que solo contaba con una pierna. Podemos imaginar también que
más de una vez, y aunque solo fuera por un instante, durante los
entrenamientos y durante la propia competición, habrá sentido que el
esfuerzo era demasiado para sus músculos, que seguramente nadie le
recriminaría abandonar su proyecto porque, después de todo, solo tenía una
pierna. Quizá se le ocurrieron decenas de ideas que podrían haberle servido
de excusa para dejarlo, para descansar. Al fin y al cabo, ¿quién podría
reprochárselo?
Pero Sarah no lo hacía por los demás, sino por ella misma, y la ilusión y
las ganas pudieron más que las dificultades. Sarah consiguió llevar adelante
correctamente su preparación y convertirse en la primera mujer amputada
en finalizar el Ironman de Hawái.
Sarah alcanzó las metas que se había propuesto, esta y muchas más,
sencillamente porque no se rindió nunca. No permitió que las ideas
derrotistas se alimentaran de sus sensaciones negativas para convertirlas en
excusas. Después de todo, como dice un antiguo proverbio árabe:

Quien quiere hacer algo encuentra un medio.


Quien no pone una excusa.

Por lo tanto, debemos animar a nuestros hijos e hijas a seguir el ejemplo de


las Sarahs Reinertsen del mundo, que afortunadamente abundan, a pesar de
que los medios no nos hablen de ellas. Debemos enseñar a nuestros
chavales a afrontar las dificultades que les toca vivir, a proponerse metas, a
realizar los esfuerzos necesarios para alcanzarlas, a resistir las sensaciones y
emociones negativas que puedan acompañar a esos esfuerzos en ciertos
momentos y, sobre todo, a rechazar de manera rotunda las excusas que les
abren la puerta a la inmovilidad y, por ende, al fracaso. En resumen,
debemos enseñar a nuestros hijos a ser personas que triunfan en la vida,
pero no mirando únicamente sus resultados, sino el recorrido, el esfuerzo, la
superación de obstáculos y la corrección de errores que han tenido que
realizar para alcanzarlos.

Las cinco cosas que no nos gustan (pero debemos hacerlas igual)
Como dice mi amigo Josean, hay personas que se enfadan con el día. Salen
por la mañana: «¡Vaya día, está lloviendo y me he dejado el paraguas!».
Más tarde, en el bar: «Este cortado está frío». Y así todo el día. Y así, al día
siguiente, salen con el paraguas y hay un sol de justicia: «Y ahora qué hago
yo con el paraguas, seguro que me lo olvido en algún lugar». En el bar:
«Este café está tan caliente que no puedo tomármelo». Y así siguen, todo el
día. Y eso mismo ocurre muchas veces con los hijos porque no les
enseñamos una cosa básica. Es la regla de las cinco cosas que suelo exponer
en mis charlas: cada día hemos de hacer por lo menos cinco cosas que no
nos gusten.
Y eso es lo que debemos enseñarles a nuestros hijos, que todos tenemos
que hacer cosas que no nos gustan. Desde luego, debemos hacerlo con
mucho cariño y mucha paciencia, pero es algo necesario para que aprendan
a vivir sin enfadarse en una realidad que no siempre es agradable. Me pasa
cada día cuando llego a casa después de haberme levantado a las seis de la
mañana y haber trabajado todo el día en varios lugares, sin apenas tiempo
para comer algo a mediodía. Entonces, después de cenar, lo que me apetece
es sentarme un rato en el sofá, conversar con mi mujer, ver un rato de tele,
pero sucede que tengo que bajar la basura. ¡Y no me gusta bajar la basura!
Por lo tanto, tengo dos opciones: o la bajo o la bajo. Quiero decir, puedo
bajar la basura despotricando como esos que viven enfadados con el día:
«Vaya día, esto no me gusta, no quiero hacerlo…», o bien puedo bajarla con
rapidez y subir para dedicarme a otra cosa, pero sin enfadarme. Y esto
hemos de enseñárselo a nuestros hijos. Si no te gusta algo, cámbialo, pero,
si no puedes cambiarlo, cambia de actitud.
Como he dicho antes, todo se educa, y enseñar a hacer esas cosas que,
aunque no nos gusten, son buenas para nosotros y nuestros seres queridos es
una tarea que corresponde a padres y madres.
En relación con esto, siempre recuerdo a un compañero de trabajo que
cada vez que me veía me decía: «¡Qué bien que vives, Francisco!». Y yo
me quedaba pensando: «Me he levantado a las seis de la mañana y no he
parado un segundo. He llevado a los niños al cole, he estado en la asesoría
toda la mañana, he salido pitando para dar clases…». Y, así, cada vez que
mi compañero me decía: «¡Qué bien que vives!», yo me ponía a repasar
todo lo que había hecho hasta ese momento y me preguntaba: «¿Por qué me
lo dice? Si él tiene un solo trabajo, no tiene hijos que llevar al cole,
comparte la afición que le apasiona con su mujer…». Debo confesar que no
solo me sorprendía, sino que hasta me molestaba un poco. Y, así, cada vez
yo volvía a preguntarme: «¿Por qué me lo dice?». Hasta que un día me di
cuenta y sonreí. Me lo decía porque siempre me veía contento. No era mi
vida lo que él encontraba bien —que es una buena vida y no me quejo—,
sino mi actitud. Y desde entonces mi vida es todavía mejor, y cuando él me
lo recordaba con su cotidiano: «¡Qué bien que vives!», yo pensaba en
silencio: «¡Qué razón tienes!».

Recomendaciones

Inculcar a nuestros hijos los valores de constancia, perseverancia y esfuerzo. Son


fundamentales para superar los fracasos puntuales.
No resolverles todos los problemas ni darles todo lo que pidan. Si lo hacemos, cuando algo
salga mal tenderán a culparnos de su fracaso.
Enseñarles a valerse por sí mismos y a gestionar la frustración cuando no consiguen lo que
quieren.
Ayudar a los hijos a fijarse objetivos realistas y alcanzables. Los pequeños triunfos refuerzan
las actitudes que han conducido a ellos y evitan el desaliento.
Si no podemos cambiar la realidad, siempre podemos cambiar nuestra actitud respecto de la
realidad.
Su opinión es importante.
En futuras ediciones, estaremos encantados
de recoger sus comentarios sobre este libro.

Por favor, háganoslos llegar a través de nuestra web:

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Para adquirir nuestros títulos, consulte con su librero habitual.

«Ni en el corazón de los individuos ni en las costumbres de las sociedades habrá una
paz duradera mientras la muerte no quede fuera de la ley.»*
ALBERT CAMUS

«I cannot live without books .»


«No puedo vivir sin libros.»
THOMAS JEFFERSON

Plataforma Editorial planta un árbol


por cada título publicado.

* Frase extraída de Breviario de la dignidad humana (Plataforma Editorial, 2013).


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Una nueva forma de entender el rol masculino en la relación con los hijos.
Jacques Lacan, uno de los mejores lectores de Freud, sostenía que toda la
investigación freudiana se reduce a una cuestión: ¿qué es ser un padre? El
propósito de este libro es dar respuesta a tan difícil pregunta a partir de la
perspectiva de la terapia Gestalt, uno de cuyos principales exponentes en la
actualidad es su autor, Albert Rams, reconocido psicólogo, psicoterapeuta
de padres e hijos y formador de terapeutas. Ser padre hoy es una profunda
reflexión, que aborda diversas perspectivas, alrededor de la paternidad en el
siglo XXI: una progenitura cuya hombría debe entenderse como un
compromiso con "la verdad", y que sostiene que la fuerza del padre nace de
la conciencia de la propia vulnerabilidad y de la superación de lo patriarcal.
Es también una lectura de los diferentes modos de ejercer la paternidad y un
valioso manual para profesionales de la salud sobre cómo hacer frente al
trabajo terapéutico con los padres y los hijos. Y es, por encima de todo, un
estudio en torno a la experiencia del autor como padre, que le ha servido
como vía de autoconocimiento, apertura al amor y para dar lo mejor de sí
mismo.

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El cerebro del niño explicado a los
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Bilbao, Álvaro
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Cómo ayudar a tu hijo a desarrollar su potencial intelectual y


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Durante los seis primeros años de vida el cerebro infantil tiene un potencial
que no volverá a tener. Esto no quiere decir que debamos intentar convertir
a los niños en pequeños genios, porque además de resultar imposible, un
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Este libro es un manual práctico que sintetiza los conocimientos que la
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y fomenten un desarrollo cerebral equilibrado y para que los profesionales
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neuropsicóloga infantil, directora de NeuroPed
"Imprescindible. Un libro que ayuda a entender a nuestros hijos y
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padres. Todo con una gran base científica pero explicado de forma amena y
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directora de la Fundación Aladina y madre de dos niños
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psicopedagoga, maestra y madre de dos niñas

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El Dr. Mario Alonso Puig nos ofrece un mapa con el que conocernos mejor
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el mundo.

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Este libro pretende hacerte pensar, de forma amena y clara, para ordenar
ideas, para priorizar, para ayudarte a tomar decisiones. Con un enfoque muy
sencillo, cercano y práctico, este libro te quiere hacer reflexionar sobre la
importancia de vivir una vida con sentido. Valoramos a las personas por su
manera de ser, por sus actitudes, no por sus conocimientos, sus títulos o su
experiencia. Todas las personas fantásticas tienen una manera de ser
fantástica, y todas las personas mediocres tienen una manera de ser
mediocre. No nos aprecian por lo que tenemos, nos aprecian por cómo
somos. Vivir la vida con sentido te ayudará a darte cuenta de que lo más
importante en la vida es que lo más importante sea lo más importante, de la
necesidad de centrarnos en luchar y no en llorar, de hacer y no de quejarte,
de cómo desarrollar la alegría y el entusiasmo, de recuperar valores como la
amabilidad, el agradecimiento, la generosidad, la perseverancia o la
integridad. En definitiva, un libro sobre valores, virtudes y actitudes para ir
por la vida, porque ser grande es una manera de ser.

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Fernández, Sergio
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Los problemas de dinero nunca se han solucionado con dinero, sino con
ideas nuevas. Sin embargo, cuando pasamos por dificultades económicas,
toda nuestra energía se canaliza en tratar de resolverlas, y –
paradójicamente– no generamos ideas nuevas. Por eso este libro no trata
tanto sobre dinero, sino sobre cómo recuperar la libertad sobre tu tiempo y
tu energía. Para ello, debes aprender primero qué es el dinero, los mitos y
las creencias que tenemos sobre el mismo, así como las actitudes necesarias
para mejorar tu situación económica. La mayoría de las personas no ha
estudiado nada sobre el dinero, aunque se trate de una herramienta que
emplean cada día. Esta nueva obra de Sergio Fernández, autor de los best
sellers Vivir sin jefe y Vivir sin miedos, entre otros libros, explica, como
nadie lo ha hecho hasta ahora, todo lo que debes saber para cambiar de una
vez tu economía y tu vida.

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