Narcotráfico en El Guadalquivir 3
Narcotráfico en El Guadalquivir 3
Narcotráfico en El Guadalquivir 3
Aquella noche estaba trazando un enfermo plan para vengarme del mundo que consistía
fundamentalmente en dormir. Como una metáfora de los oscuros tiempos que estábamos viviendo
yo me había refugiado de forma permanente en el turno de noche. Tal vez pronto vería la luz al final
del túnel. Me imaginé un futuro idílico comprando un piso en Mazagón y dedicándome a escribir en
la playa. La minúscula biblioteca de la población estaría justo en frente, detrás del cine de verano.
No necesitaba la inspiración proporcionada por un amigo fiel como Platero. Me bastaba con el cielo
azul y el mar con su cortina de fina plata. Pero el mundo me iba ganando la partida con una infinita
ventaja. Las aventuras más literarias ocurrían incluso en los lugares más anodinos. El mal no estaba
haciendo ninguna parada técnica en tiempos de depresión. Más bien al contrario. Una banda que
operaba por toda la geografía nacional le acaba de robar el coche a un amigo para venderlo de
contrabando en Marruecos. Por lo que a mí respecta, yo no quería que mis cuentos formaran parte
de una literatura inocua. Yo quería denunciar todo lo que estaba pasando a mi alrededor. En Huelva
por ejemplo hacía muy poco tiempo cogieron a un famoso modelo que era tertuliano habitual de
ciertos programas de televisión. Por lo visto además de mantener relaciones con mujeres famosas y
sacar grandes sumas de dinero debido a su popularidad, el sujeto en cuestión era un empresario de
éxito en el mundo de gasolineras. Había llegado a tener más de cincuenta creando su propia marca.
Aquello debió de llamar la atención de la policía debido a lo rápido que había subido su imperio a
pesar del monopolio que grandes marcas tienen en ese sector. La realidad era que se dedicaba a
vender el combustible a los traficantes que cruzan a diario el estrecho para traer de forma ilegal el
hachís. Luego estaba el tema del blanqueo que en algunos casos era hasta divertido. Tanto es así,
que hace muy poco tiempo pillaron a una organización que se dedicaba al narcotráfico en la
provincia de Sevilla invirtiendo en comprar una planta de placas solares. El mundo actual contenía
paradojas muy extrañas. Al teniente de la Benemérita que le preguntaron por tan curiosa manera de
lavar el dinero, no se le ocurrió otra respuesta que decir algo simpático. «No sé... se estarán
Sin embargo, yo no me veía nunca envuelto en esas aventuras que salían en las portadas de los
periódicos. Mi vida formaba parte de una intrahistoria mucho más normal pero no menos peligrosa.
despedir estando de baja. Se había empeñado en conseguir un despido nulo. No comprendía que en
España el despido es libre. En otras palabras, su despido era improcedente pero si la empresa
pagaba la indemnización nada podía hacer para recuperar su puesto de trabajo. Ahora caminaba con
una boina militar y una cara amenazante como si hubiera regresado de Vietnam. Otro amigo lo
despidieron en la misma situación y cuando se dio de alta ya había consumido casi todo su derecho
al paro y se quedó sin ningún ingreso. Una especie de terror latente se escondía en una realidad
cotidiana perfectamente normal y ordenada. Se trataba de la locura cotidiana. Justo cuando había
encontrado algo de paz en mi vida sonaba el teléfono móvil. Me encontraba en el Ruperto. Este
de un bar mítico de Triana conocido por sus codornices fritas. Llevaba más de cincuenta años abierto
y en el pasado servían muchas clases de pájaros fritos, incluso gorriones. Eran otros tiempos. Ahora
solo servían cordonices fritas pero estaban tan deliciosas que siempre estaba lleno. Tal vez el cielo
era eso. Tomar una cerveza y agasajar con una cordoniz a una mujer bonita. Nada malo puede
pasarte en Tifannys había dicho la diva de Hollywood. Yo era mucho más vulgar y mis lugares
preferidos tenían menos glamuor. ¿Quién me iba a culpar por ser feliz con unas viandas tan baratas?
hiciera el relevo a un compañero una hora antes porque le había caído un cubata en el pie y se
encontraba muy mal. Yo debí olerme el pastel pero me ganó la bondad y me presenté allí lo más
rápido que pude. Cada uno es dueño de sus actos y a mí no me sirven las excusas. Cuando llegué me
vi frente a un mentecado caradura que se quejaba de una tontería. Simplemente no tenía ganas de
trabajar. Me pareció muy extraño todo. ¿Acaso no era fácil caer en la locura? Luego los psiquiatras
te salían al paso con una lista de diagnósticos que iban desde el trastorno bipolar a la paranoia. ¿No
parecía como una especie de confabulación para molestarme? No. En realidad cada uno tenía su
propio interés. Pero la suma de todos ellos tenía como resultado algo que se asemejaba demasiado
a una broma de mal gusto. Realmente yo estaba más muerto que vivo de tanto trabajar. Llevaba más
de dos años depresivo, vivía apenas sin dormir y muy mal alimentado. Pasar tanto tiempo sentado
me estaba provocando problemas circulatorios y me sentía como un funcionario del absurdo. Sin
embargo, no me encontraba con fuerzas para afrontar demasiados nuevos retos como mandar a
freír espárragos a mi jefe y su hipocondríaco lacayo. Sobre todo porque tenía más de cuarenta y
cinco años y sabía lo que esa edad significaba en el mercado laboral español. Me sentía lejos de todo
y de todos. Eso por no hablar de mi estado de nervios y una interminable lista de achaques de salud.
Pero ajeno a mis numerosos males, aquel individuo pedía un relevo anticipado porque le había
picado un mosquito. Era profundamente indignante como manera de comenzar una ordinaria
jornada de trabajo. Pero claro, aquello solo acababa de comenzar. Mi precario estado de salud y mis
numerosas deudas me habían dejado cara de pobre. Irónicamente trabajaba para la gente más rica
de Sevilla. Pero la ciudad se estaba recuperando de la crisis del coronavirus al menos en cuanto al
estado de ánimo se refiere. Por la tarde me había dado un paseo por la zona de bares de Triana y las
colas en los supermercados y en los centros de médicos ahora habían sido sustituidas por las colas
en los bares. La gente estaba ávida de ocio. Incluso se les estaba agotando el género. Al mismo
tiempo que la ciudad retomaba su pulso los robos iban en aumento. Sin duda la mía era una
profesión de riesgo. Pensando en un casi imposible deseo de abrir un negocio de cualquier tipo me
olvidé ya del asunto del accidente de bar. Luego llegó alguien de la discoteca y me dijo que había
propósito de la poca discreción de los borrachos con sus celebraciones en tiempos de depresión.
Algo que sería totalmente premonitorio de lo que vendría después. Unos clientes muy importantes
de la discoteca habían organizado una gran fiesta, una lujosa boda. El problema era el horario,
puesto que contrataron la barra y los músicos hasta la cinco de la mañana, cuando el horario límite
impuesto por las autoridades andaluzas para el ocio nocturno era hasta las dos. Mi prodigiosa
imaginación no tardó en encontrar un vago parecido entre el virus que permanecía agazapado en
alguna parte entre nosotros, la fiesta y el cuento de Poe «La máscara de la muerte roja». No pasó
nada de eso. Ni siquiera pasó nada interesante. Yo me limité a contemplar el trasiego de mujeres
hermosas y hombres bebidos hasta que aproximadamente a las cuatro de mañana aparecieron dos
hombres con muy malas caras y me enseñaron sus placas de policía. Eran de la policía secreta.
Fui avisar al responsable que estaba en el cuarto de al lado bebiendo cerveza. Tenía la sensación que
todo aquello era totalmente absurdo. ¿Eran realmente necesarias aquellas restricciones? ¿Cuánta
gente se estaba quejando a causa del ruido, sin que ya nadie llevara la cuenta? El mundo estaba
enfermo y tenía cada vez menos paciencia para soportar cosas sin sentido. En efecto, cuando llegó el
responsable al interrogatorio policial, la cosa subió de tono debido a su falta de experiencia al tratar
con la policía y a las bravuconadas que le provocaba el alcohol. Sin embargo, el bochorno de lo que
novia que pasaba por allí y le dijo que la celebración había terminado. No me sentía nada cómodo
por eso debería estar escribiendo cuentos en mi casa. Los senderos del mal que me habían llevado a
estar aquella noche inmiscuido en dicho asunto eran muy complejos. La hermana de la novia estaba
cada vez más roja. Ella le respondió preguntándole si estaba de broma. Luego se fue bamboleando
su enorme trasero con aire de estar muy enfadada. Poco después se produjo el desalojo de todos
asistentes. Sin duda la situación era muy distinta, pero a mí me recordó vagamente la genial película
de Buñuel, porque muchos de los invitados se negaban a salir a pesar de los esfuerzos de la policía.
Solo que en este caso era al revés que en la película. No querían salir por un motivo real, seguir
bebiendo. Poco a poco, la situación se fue reconduciendo y la alta sociedad sevillana hizo caso de la
autoridad. Pero querían llevarse las copas a la calle y tuve que llamarles la atención. No estaba
permitido beber alcohol en la vía pública. Mientras tanto, mi mente divagaba con el bar donde antes
de la pandemia yo compraba churros después de trabajar. Fue una víctima colateral del ruido y
ahora estaba más deprimido. Por fortuna todavía no habían desaparecido otros bares de tapas
tradicionales de Triana pero la verdad que no me gustaba como algunas franquicias o incluso
particulares de nuevo cuño se hacían con lugares míticos para abrirlos de nuevo desprovistos de la
anterior magia sevillana. Por poner un poco de humor en el asunto me gustaría hablar del apartado:
lo que perdimos durante la depresión. En mi caso está claro que perdí una hermosa amante de
Nicaragua y otra de Brasil. También perdí los ingresos de un local que tenía alquilado como una
guardería. Pero otros también perdieron. Recuerdo que un amigo que se dedicaba a la venta de
juguetes eróticos a través de internet me llamó bastante cabreado. Y tenía razones para estarlo. En
efecto, durante mi romance con la muchacha de Nicaragua se me ocurrió encargarle varios artículos
entre ellos un enorme consolador para utilizarlo en nuestros encuentros sexuales. Sin embargo,
como a raíz de la tristeza dejamos de vernos en realidad yo no quería ya nada de lo que había
encargado. Meses después me llamó muy enfadado diciendo que le debía cierta suma de dinero y
que tenía en su casa un enorme consolador que no conseguía vender a nadie. Yo sencillamente no le
contesté nada. Porque la respuesta que se me ocurrió era tan evidente que no hacía falta ni siquiera
decirla. (Métete el consolador por donde te quepa). Tengo que decir en mi descargo que no me
encontraba bien de ánimo. Mis amigos tampoco estaban bien. Uno de ellos acababa de ser
ingresado en un psiquiátrico porque le había dado una crisis psicótica. Ahora estaba tomando un
rehabilitación. Vino a buscarme un día que yo estaba de resaca para que le hiciera de seguimiento.
Yo le dije no. Otro tenía depresión porque se mujer lo había dejado. Era mecánico jefe de Airbus y
tenía un buen sueldo. Unos pocos meses en el paro durante el confinamiento habían deshecho la
pasión de su vida de clase media. Las vendas se habían caído de los ojos. Aunque la suya no del todo
porque seguía enamorado de su mujer. No entendía que su mujer, una dominicana con la que tenía
una hija pequeña nunca estuviera satisfecha. Él se empeñaba en manejar el prejuicio de que como
venía de un mundo de chabolas donde a las mujeres las violaban y crecían entre bandas de matones
que disparaban tiros a altas horas de la madrugada, ahora tenía que ser feliz simplemente con la
hacer idea porque siempre había tenido las necesidades básicas cubiertas. A los inmmigrantes les
movía una fuerza irracional igual que la que expresaba Scarlet O´hara en «Gone with the wind». Ellos
no querían clase media. Venían hasta aquí arrastrados por algo parecido al sueño americano. En
otras palabras, lo querían todo o nada. Yo tampoco estaba bien. Todavía me pasaba las tardes
bebiendo cerveza y escuchando a Bob Dylan en un bar. Allí conocí a un narcotraficante jubilado que
se lamentaba de todo el dinero que había dilapidado invitando a unos falsos amigos. Yo le trataba de
animar diciendo que había sido magnánimo y que no se sintiera mal por ello. Por supuesto que casi
me pega. Como ya he dicho antes yo tampoco estaba bien. Supongo que me estaba recuperando de
la visita de la brasileña que fue francamente mal. Una mujer a la que había querido durante tantos
años y que me mostró su cara más cruel cuando le pedí ayuda. Incluso me tildó de vagabundo con
techo. El esperpento de Valle Inclán habían llegado a mi vida para quedarse. Vino a verme desde
Galicia, es verdad. Pero vino para ver qué podía obtener de mí en lugar de ayudarme. Eso por no
hablar de sus propios problemas. Había engordado mucho. Y se había apuntado a todos los
esterotipos que yo odiaba. Desde vivir de las ayudas hasta comer comida basura. Ya no era la mujer
que un día conocí. Y en absoluto me gustaba el cambio. Al menos ahora podía ser realista. Se había
cerrado el círculo. Me encontraba completamente solo. Antes de que se marchara la Policía, uno de
los invitados volvió y les advirtió que solo unas decenas de metros más abajo se estaba produciendo
una enorme pelea en un masificado botellón. Yo me guardaba de decir lo que pasaba con las lanchas
que transportaban droga todas las noches en el rio porque no quería quedar como un entrometido.
Salí a la puerta y contemplé poco después los coches de la policía local. Terminó el botellón y fue
sustituido por la aglomeración de los invitados a la boda, que una vez desalojados se pusieron a
beber en la puerta de la discoteca. Sin duda eso era incluso peor que la celebración que tenía lugar
con anterioridad y había sido parada por la Policía. Mientras se marchaban los invitados les hice
varios comentarios. Vi a una chica sonreír y a otra romper a reírse a carcajadas. Más tarde, todo
volvió a la calma. La calle se quedó sola y en silencio. Yo volví a mis quehaceres, que en aquellos
cantidad de ruidos que brindaba la noche para un oído despierto. Un ambiente de violencia
soterrada se respiraba por todas partes. Los robos y las agresiones iban en creciente aumento. Era
evidente que se estaba perdiendo el principio de autoridad. La noche era mucho más caótica que
antes de la pandemia. Los ruidos daban buena cuenta de ello. Desde rabiosos gritos que tal vez
anunciaban una lejana agresión o una pelea, hasta canciones beodas y furibundos acelerones de
coches de alta gama y motores fuera borda que cruzan el rio a toda pastilla. Sin duda estábamos
viviendo unos tiempos muy locos. Pero París ya no era una fiesta. El día anterior por ejemplo fui a
tomar una cerveza a un bar un taxista me dijo que había gastado todos sus ahorros durante el
confinamiento y que ahora no paraba de trabajar. Otro hombre por ejemplo quería comprarme un
local que yo tenía en propiedad y la operación se frustró porque me sentí estafado por su enorme
codicia. Al final no era tanto cuestión de la diferencia de precio sino del ego. De hecho, se puso a
darme una improvisada charla de economía que podía resumirse en que él considera la inversión en
locales como el mío en un valor refugio. Los camareros de un bar de toda la vida ahora estaban en la
otra punta de la ciudad y las tiendas cambiaban de manos de una manera completamente acelerada
e inusual. No quería tomar decisiones importantes sin tener claro lo que estaba pasando. Tanto era
así, que me imaginaba que cuando llegara la desaparición del efectivo los narcotraficantes iban a
querer comprar hasta las piedras para lavar el dinero negro que de un día para otro podía quedar sin
valor. Otra veces me imaginaba como el gran Gatsby haciendo dinero rápido para impresionar con
fiestas de moda a un hermoso amor del pasado. Me gustaría escribir de algo más alegre. Escribir por
ejemplo de la emoción que se siente cuando se mira a una mujer hermosa. Y de la hermosa locura
que siento cuando estoy a su lado. Sin embargo, por ahora yo andaba en otras preocupaciones ojalá
que fuera por poco tiempo. La verdad que añoraba sentirme escritor. Pero lo único cierto era que
estábamos viviendo unos tiempos como mínimo igual de locos que los años veinte. Y a veces tenía la
sensación de ser demasiado indiscreto. No podía hablar con nadie de manera ociosa y si expresaba
abiertamente algunas de mis ideas enseguida se creaba a mi alrededor una trama peligrosa.
Quitando la paranoia que yo me mismo me montaba me había dado cuenta de algo. En efecto, había
un peligro real en hablar con determinada gente que te encontrabas en la calle. Ahora más que
nunca era mejor mantener la boca cerrada. Había un mal ambiente a mi alrededor. Resulta evidente
que en Sevilla se necesitan más efectivos de la Policía. Todo el mundo habla de los recortes, pero
nadie hace caso a lo que está pasando en sus propias narices. Hoy en día hay tal exceso de
información que es muy fácil redirigir la mirada del receptor hacia el lugar interesado. Por ejemplo,
yo había leído «El viejo y el mar» de Hemingway y si no fuera porque hubo una vez que fui de
vacaciones a Cuba y conocí gente igual que las que describe el libro pensaría que el personaje de
Santiago era un personaje de ciencia ficción. Ya no se sabe lo que es verdad y lo que es mentira. En
otras palabras, pasan tantas cosas a la vez que la gente poderosa selecciona previamente de lo que
quiere que hablemos, independientemente de su importancia real o de su veracidad. Por el
contrario, otras noticias tal vez más importantes y con más impacto en nuestras vidas pasan
inadvertidas. ¿Dónde estaban los verdaderos delincuentes? Si en España hubiera una colaboración
más honesta y fluida entre la seguridad privada y la policía yo haría un informe para que pillaran a
esos delincuentes. Pero mis muchos años de experiencia me advertían que si lo hacía no sacaría
nada bueno. En otras palabras, no me pagaban para hacer esas cosas. Sin embargo, apuesto a que
poca gente habla de lo que pasa por la noche, mientras gran parte de la ciudad duerme, debajo de la
Torre del Oro. Si quieres contemplar escenas de organizaciones criminales operando al amparo de la
noche ya no te tienes que ir a ciudades fronterizas ni nada de eso. Basta con sentarte por la noche a
la orilla del Guadalquivir. Es un negocio tan grande y que mueve tanto dinero que supongo que ya no
tienen efectivos para perseguir a todos los narcotraficantes de España. Y no creo que el método sea
demasiado sigiloso. Más bien se trata del método de la saturación. En efecto, cada noche yo escuchó
el paso de unas embarcaciones muy sospechosas a unas horas muy raras. Y eso que estamos
enormes naves de los polígonos industriales de esas poblaciones. No había que ser muy listo para
darse cuenta de que el negocio de la droga era cada vez mayor en todas partes. Porque el
contrabando se da en los pueblos cercanos donde se llama menos atención, en sitios como Utrera o
Dos Hermanas. Vienen rio arriba desde Cádiz y lo hacen debido a la vigilancia de las rutas
tradicionales. En efecto, es un tráfico tanto de hachís como de cocaína. Incluso cuesta guardar el
material de las incautaciones. Tanto es así, que, en Dos Hermanas, un pueblo muy cerca de Sevilla,
se han acumulado una enorme cantidad de lanchas decomisadas a los traficantes en un depósito
improvisado al aire libre, un material muy poco edificante para encontrarse a las puertas de un