Sesión 2 La Elección de La Historia y Del Narrador

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Sesión 2.

La elección de la historia y del narrador

2.1. ¿Qué es escribir bien? La buena escritura y la escritura


zombi
Todos somos capaces de distinguir cuando un texto está bien
escrito. Quienes estamos habituados a leer apreciamos enseguida la
calidad de una novela, e incluso, al hojear libros en una librería nos basta
con echar un vistazo a las primeras páginas para saber si la prosa es
buena y estamos dispuestos a comprar esa obra. No necesitamos
preguntar a otras personas de criterio autorizado para corroborar si una
novela está bien o mal escrita. Tenemos nuestro propio criterio, forjado
por la experiencia lectora y gustos literarios adquiridos.
Ahora bien, ¿qué es escribir bien? Resulta difícil explicarlo o llegar
a un consenso. Aunque podemos ser audaces y hacer una triple
clasificación.
1) Escritores con una técnica perfecta y un estilo característico,
pero lo que escriben no nos interesa.
Su prosa es magnífica, impecable técnicamente, con
independencia de si su estilo es conciso o barroco. Por supuesto que
somos capaces de degustar esa narrativa, de embrujarnos con su
musicalidad. Por eso a veces leemos a esos autores, aunque no seamos
capaces de interesarnos por el argumento o resumirlo resulte
dificilísimo. La sensación de flotar literariamente desaparece nada más
cerrar el libro, y no queda nada de él en nuestra memoria porque la
historia no nos ha llegado al corazón ni hecho pensar. Ha sido incapaz
de activar nuestras emociones, que es la finalidad de la novela. James
Joyce —para muchos— puede ser un caso clásico en este aspecto.
2) Escritores con una técnica descuidada y un estilo característico,
pero lo que escriben sí nos interesa.

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Les disculpamos su narrativa deslavazada e incluso desaseada
técnicamente, porque su mundo narrativo nos resulta interesante. Pío
Baroja podría ser un tradicional ejemplo de este tipo de literatos.
3) Escritores con una técnica perfecta y un estilo característico, y
lo que escriben sí nos interesa.
Son los ideales para nosotros al conjugar lo literario y la temática.
Los disfrutamos plenamente por lo que dicen y cómo lo dicen. Se
convierten en autores insustituibles y nuestro grado de identificación
con ellos es muy alto. La buena escritura, por consiguiente, sería aquella
capaz de conmovernos a través de su hermosura. La lista de autores
puede ser interminable: Arturo Pérez-Reverte, Miguel Delibes, García
Márquez, Mario Vargas Llosa…
La mala escritura podría denominarse escritura zombi: es aquella
que está muerta y no lo sabe. ¿Cómo reconocerla? Sería el reflejo en el
espejo de la buena literatura, es decir, todo a la inversa. La narrativa
zombificada se caracteriza por los personajes planos (sin profundidad
psicológica y con personalidad estereotipada), estilo pedestre,
vocabulario escaso, malas construcciones sintácticas, uso y abuso de
frases hechas por parte del narrador, diálogos inverosímiles,
inexistencia de tensión narrativa, ausencia de conflicto, argumento
manido, etc.

2.2. La historia, la trama y las subtramas


La historia es el tema principal de toda novela, el argumento de
una obra de ficción.
La trama es la secuencia de elementos narrativos en los que se
descompone la historia: los personajes y sus acciones, los
acontecimientos que van sucediendo, las peripecias relatadas y el
desenlace.
Las subtramas son ramificaciones de la trama principal, historias
secundarias que pueden transcurrir paralelamente a la trama y al final

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desembocar en la misma o, desde el principio, complican y enriquecen
la trama principal. Puede haber varias subtramas (o ninguna), todo
depende del nivel de complicación narrativa que se le quiera dar a la
novela o de si la historia exige el concurso de subtramas. Esta elección
es una de las más arduas para el escritor, el cual debe guiarse tanto por
su instinto como por su experiencia, pues en última instancia lo
importante es la eficacia: que la historia resulte verosímil en todos sus
aspectos y no chirríe literariamente en ningún sentido.
El manejo de la trama y de las subtramas es una de las cuestiones
más complicadas, y requiere mucho oficio para que capten el interés
del lector y confieran fluidez a la novela.
Vayamos primero con la historia: ¿el autor la busca o ésta busca
al autor? Suceden ambas cosas.
Borges era un lector empedernido de enciclopedias para hallar
historias que desarrollar en sus relatos, y en la Enciclopedia Británica
solía encontrar historias del tipo intelectual que él adoraba para
convertirlas en materia narrativa. Era un avezado y paciente cazador de
historias.
Cuando expliqué la fase de documentación comenté que era
usual en numerosos escritores archivar en carpetas (virtuales o de
cartón y gomas) historias leídas en reportajes, artículos, documentales,
etc., que llamaban su interés con la intención de generar un banco de
datos para el futuro. Y sucede que en algún momento y por alguna
razón, esa historia almacenada genera un chispazo creativo en la mente
del autor y se convierte en historia para una novela. Ese chispazo o big
bang puede proceder de variados frentes: la historia guardada en la
carpeta es relacionada con otra nueva o con una noticia actual, al
escritor le ha sucedido algo en su vida que le despierta el interés por
dicha historia, etc.
Vargas Llosa afirma, rotundo, que «el novelista no elige sus temas,
es elegido por ellos. Escribe sobre ciertos asuntos porque le ocurrieron

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ciertas cosas». El Nobel incluso niega que el escritor ejerza el libre
albedrío en la elección de los temas, porque éstos le vienen dados a
través de ciertas experiencias que marcan su conciencia (o su
subconsciente) «y que luego lo acosan para que se libere de ellas
tornándolas historias». Es decir, al escritor no le queda más remedio que
la catarsis literaria, es decir, escribir sobre aquello que le dejó huella en
algún momento de su vida.
John Steinbeck, de algún modo, corrobora el anterior
pensamiento de Vargas Llosa, pues decía que «para escribir bien sobre
algo tienes que amarlo u odiarlo mucho».
Yo tardé veinte años en ponerme a escribir mi primera novela, La
cofradía de la Armada Invencible. Siendo muy joven leí en una revista
histórica un artículo que especulaba sobre qué hubiese sucedido si la
Gran Armada de Felipe II hubiese desembarcado en Inglaterra en 1588.
Me fascinó la historia y empezó a cocerse en mi cabeza como un pan,
aunque con una enorme lentitud. Durante años leí mucho sobre el
tema histórico, consulté legajos en archivos, viajé a diferentes sitios
históricos, visité exposiciones de la Gran Armada y los personajes y la
trama cobraban forma en mi mente, primero como una fantasmagoría
y luego, con carnalidad. Las cofradías de Semana Santa me interesaban
mucho (fue uno de los aspectos de mi tesis doctoral), por lo que el big
bang me llegó al fundir la historia de la Armada Invencible con una
cofradía de nazarenos y aventurar qué hubiese pasado si la cofradía,
siguiendo órdenes del inquisidor general, hubiese desembarcado en las
islas británicas como apoyo a los tercios de Flandes… Veinte años
después por fin tenía mi historia completa y comencé a escribir la
novela a velocidad de autovía.
Una técnica es la de utilizar dos tramas paralelas. El asedio, de
Pérez-Reverte, por ejemplo. La historia se desarrolla en el Cádiz de la
Guerra de la Independencia, durante el cerco al que los soldados
napoleónicos sometieron a la ciudad. Una trama es de naturaleza

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policiaca: se cometen una serie de horribles crímenes contra unas
muchachas, y un comisario es el encargado de investigarlos y tratar de
capturar al asesino mientras la artillería francesa bombardea la capital.
La otra trama tiene elementos aventureros, amorosos, marineros e
históricos muy bien trabados, y una mujer dueña de una compañía
comercial y un marino gaditano son los protagonistas de ella. Ambas
tramas discurren en carriles paralelos de una misma autopista (la
historia), y engranan a la perfección en el argumento.
En El Quijote encontramos una madeja de subtramas que
enriquecen la historia. Son abundantes los capítulos donde se insertan
una suerte de Novelas ejemplares cervantinas que cobran vida propia
literaria sin llegar a opacar la genial trama principal del hidalgo y su
escudero.
La pericia narrativa —basada en los trucos del oficio— se aprecia,
por ejemplo, en Ken Follett, pues en varios de sus thrillers de
ambientación histórica (La clave está en Rebeca, La isla de las
tormentas, Las alas del águila) y en otros de ambientación
contemporánea (El tercer gemelo, En la boca del dragón) utiliza dos
subtramas que responden al mecanismo del «doble reloj en cuenta
atrás», consistentes en someter a los protagonistas a un doble peligro,
uno en su esfera personal y otro en el plano general (un importante
asunto para su país o para la sociedad), buscando dos anzuelos
narrativos para que pique el lector, y si éste no queda enganchado a
una subtrama, lo hará con la otra. Así, el viejo zorro de Ken Follett se
garantiza el interés de sus lectores de una forma u otra.
Patricia Highsmith, una de las mejoras autoras de novela negra
de todos los tiempos, decía que ella se hacía preguntas en voz alta
conforme desarrollaba la trama y subtramas en cada novela: «¿qué
pasaría si…?». De esa manera se metía en la historia, razonaba con más
precisión y se situaba en la encrucijada de cada uno de los momentos

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decisivos. Y cada vez que tomaba una decisión, escribía y la trama
seguía fluyendo a buen ritmo.
Además, Patricia Highsmith añadía, malévola, que era menester
espesar la trama principal, mejorarla a base de crearle complicaciones
al protagonista (o a sus enemigos). Estos obstáculos eran de mayor
eficacia narrativa cuando acontecían de manera inesperada, para
sorprender al lector y echarle gasolina al suspense.
Algún escritor recurre a la tormenta de ideas para crear sus
tramas, como Joan Didion. Al comenzar una novela ella escribe muchas
ideas, escenas que no llevan a ninguna parte o no están conectadas, y
las pincha con chinchetas en un tablón con la intención de retomarlas
más adelante, cuando el avance en la escritura le va componiendo las
piezas del puzle en la cabeza. No cabe duda de que es un método
aparentemente caótico, aunque resulta funcional.
Como colofón, podemos decir que la historia, la trama y las
subtramas encajan entre sí como un juego de muñecas rusas. De
nuevo, la artesanía del oficio es la responsable de que todo ajuste y
tenga una buena terminación.

2.3. El conflicto como elemento nuclear


El conflicto es el principal obstáculo que debe resolver el
protagonista principal, y este puede ser de índole física o psicológica,
realizar un acto heroico, solucionar un problema personal de calado o
resolver un enigma. Sin conflicto, difícilmente hay novela, pues
resultaría muy difícil mantener la atención del lector. Sólo consiguen
esto autores con una voz narrativa muy marcada, muy literaria, donde
el estilo lo es todo y la historia (el argumento) pasan a un segundo
plano.
El conflicto es crucial para el desarrollo de la historia. El autor debe
tener claro cuál es, en qué momento se presenta y cómo se resuelve (el
clímax de la novela, el momento culminante), y eso requiere una buena

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planificación narrativa para graduar los acontecimientos y la tensión,
manteniendo en vilo al lector.
En las novelas negras o policiacas el conflicto es averiguar quién
cometió el crimen o, si se conoce la identidad del asesino, el proceso
investigador hasta que es detenido (o recibe su merecido).
Hay veces que el conflicto y su resolución están muy claros, otras
veces están más diluidos en la historia y es la sagacidad del lector la
responsable de encontrarlos.
En El señor de los anillos sería la búsqueda del anillo mágico,
superar múltiples obstáculos en el camino y, una vez conseguido,
destruirlo. En Papillon, el best seller de Henri Charrière, es la búsqueda
de la manera de fugarse del penal en una isla colonial francesa donde
las condiciones de vida de los presos son terroríficas.

2.4. La voz narrativa


La voz narrativa es la escritura característica y reconocible de
cada autor. Es el resultado de un largo proceso de tanteo, de búsqueda
de un estilo personal hasta que se consigue, quedando consolidado.
Ni en la ciencia ni en ninguna faceta artística se crea de la nada.
Somos producto de una herencia cultural que asumimos en su
integridad o en parte, por eso la voz narrativa es un empeño personal
resultante de un proceso de estudio, de vida y maduración.
Las influencias literarias recibidas son cruciales para la
construcción de la voz narrativa, pero han de ser metabolizadas por el
autor para que queden en un segundo plano, disueltas en su escritura,
para que predomine la potencia de su estilo personal.
Los comienzos de cada escritor están marcados por los
respectivos estilos de sus autores predilectos. No es que los imite o
remede, o que intente hacer una mala copia de ellos. No. El estilo de
esos autores preferidos es la savia que nutre su propio estilo, que va
creciendo con la lentitud de un árbol, hasta que en un momento

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determinado, ese periodo de formación (de búsqueda de un estilo
propio) finaliza y cristaliza la voz narrativa. Una vez adquirida, la
primigenia influencia estilística de esos autores queda diluida.
Hasta aquilatar la voz narrativa, el escritor debe hacer músculo
literario, y los ejercicios puede realizarlos con muy diferentes objetos.
Así, a García Márquez le sirvió sobremanera su oficio de periodista para
aplicar a su literatura la manera de contar al estilo de las crónicas
periodísticas, para insertar aspectos de la realidad en sus recuerdos
sublimados y para tener una fuerte conciencia social. Por su parte,
Miguel Delibes sacó unas oposiciones de profesor de la Escuela de
Comercio memorizando el Código de Comercio, y la prosa precisa y
sobria de los artículos legales le sirvió para pulir su estilo literario, al
convencerse de que debía escribir eligiendo con cuidado las palabras y
huyendo de exuberancias léxicas.
La dureza de la vida que llevó Jorge Semprún durante la Segunda
Guerra Mundial condicionaron para los restos su voz narrativa. Estuvo
prisionero de los alemanes en un campo de concentración, y él
mezclaba autobiografía y ficción al relatar su experiencia como
prisionero de los nazis: «La única manera de hacer palpable el horror es
construyendo una obra literaria novelada». Novelar su experiencia con
el terror fue su catarsis, y lo hizo reiteradas veces.
La conformación de la voz narrativa de Juan Eslava Galán es
elocuente.
Juan Eslava, tras licenciarse en filología inglesa, realizó una
estancia de estudios en Inglaterra impartiendo clase en una
universidad a finales de los años sesenta. Sus intereses vitales y literarios
fraguaron en la infancia y adolescencia, de manera que le interesaban
la historia, el cine, el coleccionismo, la arqueología, la literatura clásica,
las crónicas de Indias y los viajes (una imperiosa necesidad de salir de
los estrechos límites provincianos de la época). Sus estudios
universitarios y la estadía en Inglaterra despertaron su interés por la

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literatura inglesa clásica y contemporánea, lo que sería esencial para el
mestizaje del material narrativo que utilizaría en su obra posterior. Él iba
escribiendo y guardando los borradores de sus novelas en un cajón.
Cuando siendo un autor desconocido gana el Planeta en 1987 con En
busca del unicornio tenía siete novelas inéditas que, andando los años,
retocó y fue publicando paulatinamente.
En busca del unicornio inaugura la etapa de la nueva novela
histórica contemporánea española, y ello por un molde narrativo que,
de manera consciente o no, seguirán el resto de novelistas históricos en
sus respectivas obras. En ella se encuentran los mimbres que
configuran la voz narrativa de Eslava Galán: la influencia de la novela
española clásica, la novela picaresca, la narrativa inglesa decimonónica,
la novela de aventuras (del siglo XIX y comienzos del XX), el sentido del
humor, el paisaje como un elemento protagónico más, el diálogo fluido
y la alternancia de protagonistas humildes y de noble condición.
Sin embargo, la voz narrativa nunca permanece inmóvil del todo,
sino que suele evolucionar. Esto es una consecuencia lógica del proceso
vital, pues las personas cambiamos conforme más vivimos: variamos
determinados aspectos de nuestra manera de pensar, cambian los
gustos, albergamos más caudal de experiencias, leemos otros autores
y releemos a los que más nos gustan. Y como nosotros cambiamos con
el paso del tiempo, también cambia nuestra percepción de lo que
leemos. Incluso al releer un libro años más tarde, descubrimos que el
libro ha cambiado: apreciamos en él nuevos matices, y puede
gustarnos aún más… o menos.
La voz narrativa de los grandes escritores, aunque reconocible
desde su primera obra, evoluciona al compás de su vida.
Basta comparar las dos primeras novelas de Muñoz Molina con
las posteriores para darse cuenta de esto. La voz narrativa de Beatus Ille
y El invierno en Lisboa evolucionará sutilmente a partir de El jinete

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polaco, pues el escritor incorporará la memoria personal como material
literario, y eso le aportará una enorme originalidad a su narrativa.
Miguel Delibes y Cela son dos ejemplos de voz narrativa dinámica,
propensa a la experimentación. Cada uno de ellos poseía un estilo tan
poderoso por su originalidad que es reconocible en todo momento,
pero a veces apostaban por introducir variantes.
Delibes emplea el monólogo en Cinco horas de Mario, un tour de
force narrativo por la complejidad a la hora de concebir y escribir la
novela, obra que es muy distinta de El camino o Las ratas. Y en Los
santos inocentes, el narrador omnisciente emplea la técnica del flujo de
conciencia para imitar el relato oral, que es la manera tradicional de
contar historias, y la única que conocían las gentes sencillas del campo
español en la época en la que se sitúa la acción novelesca. En Los Santos
inocentes a veces se prescinde de las normas de la sintaxis y ortografía,
porque en los relatos transmitidos oralmente no existen las
construcciones sintácticas perfectas. La novela, de enorme audacia
estilística, tiene además una estructura original, lo que sumado a su
dramática historia la convierten en una obra maestra.
Las dos primeras novelas de Cela, La familia de Pascual Duarte y
La colmena se caracterizan por el tremendismo, la actualización de
ciertos aspectos de la España profunda o negra y la capacidad de hacer
del costumbrismo algo universal literariamente. Las siguientes novelas
circularán por carriles parecidos hasta que la voz narrativa evoluciona
rápidamente con San Camilo 1936, repitiendo el esquema
exitosamente en Mazurca para dos muertos. En estas dos obras, Cela
apuesta por un continuo flujo de memoria y una concepción circular
del tiempo, recreando las maneras de la tradición oral.

2.5. El territorio literario: la singularidad del autor

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Ya hemos visto que la voz narrativa es el estilo propio, los
elementos literarios que lo caracterizan. Ahora vamos a dar un paso
más.
El territorio literario son las señas de identidad de la obra de un
autor, los temas recurrentes que singularizan su novelística. Alcanzarlo
de manera reconocible es una de las grandes empresas de un escritor.
Es algo difícil de conseguir. Los grandes autores, en lugar de replicar el
formato literario de una novela que les dio éxito, lo que hacen es utilizar
su voz narrativa para crear cada vez una obra diferente, aun reconocible
gracias al territorio literario.
Tomemos como ejemplo la obra de Arturo Pérez-Reverte. Su
territorio literario estaría delimitado por: la lealtad entre amigos o hacia
una causa, el héroe cansado (al estilo del cine de John Ford), mujeres
de fuerte personalidad que han llevado una vida intensa, épocas
históricas crepusculares o nacientes, antagonistas tan potentes como
los protagonistas, códigos éticos reconocibles, la aventura, los viajes, el
gusto por la historia, las zonas sombreadas del alma, ciudades
emblemáticas y el mar. En todas sus novelas aparecen en diferente
grado estos componentes. Y sus lectores lo agradecen porque saben de
antemano que el académico, en cada libro, sea cual sea la historia
narrada, tratará sobre ellos.
En muchas ocasiones, el territorio literario queda fijado en la
memoria vivencial del autor, en el recuerdo de los lugares en los que
vivió y fue feliz, y eso se reflejará en las ciudades y paisajes donde sitúe
sus novelas.
2.6. El territorio literario sublimado
El territorio sublimado es el lugar (una ciudad, una comarca, un
espacio geográfico de indeterminados límites) que, por razones
sentimentales desarrolladas en su infancia, alcanza la categoría de
mítico para un autor, o bien que es sublimado en su narrativa al
concederle unas características especiales.

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Antonio Muñoz Molina nació en la ciudad de Úbeda (Patrimonio
de la Humanidad, debido a su excepcional arquitectura renacentista),
municipio enclavado en Sierra Mágina, serranía jiennense que debe el
nombre, probablemente, a una derivación de Mágica. Pues bien, en
varias de sus novelas sitúa la historia en la ciudad de Mágina, trasunto
de Úbeda, siendo reconocible la ciudad en todos sus aspectos: el
nombre de calles y plazas, descripción urbana y paisaje circundante de
huertas y olivares, e incluso incluye numerosas leyendas y tradiciones
populares oídas y vividas durante su infancia en dicha localidad.
Úbeda/Mágina es recreada con sus luces y sombras a través de la
memoria personal, de manera que no se busca construir una especie
de paraíso perdido, sino sencillamente localizar ahí novelas donde el
autor forjó su voz narrativa más reconocible: Beatus ille, Beltenebros,
Plenilunio, El jinete polaco, El viento de la Luna… En Mágina se
describirán las duras formas de vida de los agricultores, la importancia
socioeconómica del olivar y del aceite de oliva, los contrastes a
mediados del siglo XX entre las clases privilegiadas y las humildes, el
ambiente opresivo de una pequeña ciudad provinciana, el fardo de una
rígida educación religiosa y el choque entre las mentalidades abiertas
de los jóvenes y las cerradas de los mayores (apegadas a las formas de
vida rurales tradicionales).
El mexicano Juan Rulfo sitúa la acción de Pedro Páramo en
Comala, un pueblo humilde y desolado, fantasmagórico, imbuido del
peso de la tristeza. Comala —que no es una población real—, es situada
en México, y se inspira en el pueblo de San Gabriel, donde Rulfo vivió un
tiempo durante su niñez. Para documentar su obra, Juan Rulfo (muy
interesado por la antropología) fotografió numerosos paisajes y pueblos
del occidente mexicano porque le resultaban muy sugerentes los
paisajes, la arquitectura colonial y popular y los modos de vida. Él recrea
en Comala una comarca mítica (pero no idílica, al contrario), desolada,
machacada por la injusticia donde habitan los espíritus, algo que el

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lector descubrirá con pasmo, pues al final todos los personajes son
difuntos y sus voces y recuerdos trascienden las épocas y se fusionan
en un tiempo donde no se sabe dónde empiezan el presente y el
pasado.
Celama es la tierra mítica de Luis Mateo Díez, inspirada en la
comarca del Páramo leonés. El autor, nacido en Villablino (León),
sublima ese territorio hasta el punto de concederle un rango mítico de
origen medieval: Reino de Celama. Él, en su infancia, conoció la extrema
pobreza del áspero Páramo leonés, con tierras a las que no llegaba el
regadío. El viaje interior hasta la conformación de Celama fue largo y
hubo alguna parada intermedia: La ciudad de las estaciones
provinciales (un trasunto de León). El escritor quiso evocar el
crepúsculo de la cultura campesina, los modos antiguos de trabajar la
tierra que ritualizaban las estaciones del año y estructuraban la vida. La
misteriosa cartografía de Celama aparece en la trilogía: El espíritu del
páramo, La ruina del cielo y El oscurecer. El propio autor ha definido a
veces Celama como un espacio que supura atmósferas físicas que se
convierten en atmósferas morales.
La Tierra Media es la inmensa geografía mítica que cartografía
narrativamente Tolkien en El señor de los anillos. El autor concibió y
describió de manera meticulosa ese mundo imaginario poblado de
aldeas, castillos, reinos, bosques, lagunas fantasmales y factorías
maléficas donde situó un épico combate entre las fuerzas del Bien y del
Mal. Se ha especulado muchísimo acerca de la Tierra Media. Lo cierto es
que la brutal experiencia de la Gran Guerra, en los embarrados campos
de Flandes, influyó decisivamente en Tolkien en la concepción de la
obra. Allí perdió a muchos de sus grandes amigos, y el horror que vivió
lo marcó de por vida. Aquella etapa como soldado y el contraste con su
apacible vida como profesor en Oxford le sirvieron para construir su
famosa geografía literaria.

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La poderosa influencia de Faulkner sobre Juan Benet le sirvió
para crear Región, una comarca imaginaria geográficamente localizada
en la zona septentrional de la provincia de León. Región aparece en
varias obras: Volverás a Región, La otra casa de Mazón, El aire de un
crimen o Herrumbrosas lanzas. Benet, que era ingeniero, en un
inteligente ejercicio metaliterario, incluso llegó a dibujar el mapa de
Región a escala 1: 150.000. Región sería un territorio misterioso,
sobrevolado por la ruina, donde una pasada guerra civil dejó un legado
de soledad, agravios, violencia y falta de comunicación entre sus
habitantes. La compleja y densa escritura de Juan Benet ha hecho que
su territorio sublimado no sea tan conocido entre el gran público,
aunque sí ha influido en destacados escritores de la segunda mitad del
siglo XX (Javier Marías es el más sobresaliente de ellos).
J. K. Rowling, creadora de la saga de Harry Potter, sitúa las
historias del joven en el Colegio Hogwarts de Magia. Para crear esta
institución de enseñanza, Rowling tuvo el olfato literario de combinar
varios elementos de enorme tirón universal: los rituales de los colegios
privados británicos, los verdes paisajes ingleses, la arquitectura de estilo
medieval de un típico college del Reino Unido, las emociones propias
de los adolescentes y los elementos de la narrativa de aventuras
juveniles. Hogwarts está basado en el Christ Church de Oxford, donde
impartió clase Lewis Carroll y situó su célebre Alicia en el País de las
Maravillas. J. K. Rowling vivió una temporada en Oporto, donde está la
bellísima librería Lello. Al parecer, tomó prestada la concepción de la
librería —con dos plantas y unas preciosas escaleras de madera— para
crear el sistema de escaleras que aparecen y desaparecen en Hogwarts.
Esta síntesis de lo antiguo y lo nuevo supo conectar con millones de
adolescentes, lo que explica el formidable éxito de lectura de las novelas
de Harry Potter.
Carlos Ruiz Zafón, en La sombra del viento, creó el Cementerio de
los Libros Olvidados, una misteriosa biblioteca subterránea en el que se

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almacenan millares y millares de libros. Para acceder a tan secreta
biblioteca hay que ser invitado por alguien que la frecuente (este
elemento mistérico crea una poderosa intriga), y una vez en ella, hay
que elegir un libro (que está destinado a esa persona en concreto) y
comprometerse a defenderlo con la vida propia si es menester. El
Cementerio de los Libros Olvidados se encuentra en la Barcelona de los
años cuarenta y cincuenta, una ciudad de ecos dickensianos a la que
Ruiz Zafón recrea dentro de una atmósfera neblinosa, y este inmenso
almacén de libros especiales se ha convertido en uno de los símbolos
literarios más potentes de las últimas décadas. Dicho cementerio
libresco, construido en el siglo XVIII sobre los restos de una necrópolis,
crece con el paso del tiempo, y está conformado por un laberinto de
pasajes, túneles, puentes y estantes. Es imposible no acordarse de la
biblioteca de la abadía de El nombre de la rosa…
William Faulkner es uno de los escritores que más trascendencia
ha tenido por la originalidad de su voz narrativa, el ensamblaje de sus
estructuras en sus novelas y la creación del territorio mítico de
Yoknapatawpha, situado en el Sur de EEUU. Faulkner imaginó una
comarca depositaria del imaginario sureño (él había nacido en el Sur),
con la pervivencia de modos de vida tradicionales, la sensualidad de los
paisajes (los olores de la Naturaleza), la arquitectura decimonónica de
las grandes plantaciones, el racismo y la violencia latentes o explícitos,
la contraposición entre la cultura popular sureña y la modernidad que
encarnaba el Norte, etc. El condado mítico faulkeriano está enclavado
al Oeste del río Mississippi, tiene como capital a la ciudad ficticia de
Jefferson (el nombre del presidente confederado durante la Guerra de
Secesión), una extensión de 6.200 kilómetros cuadrados y un censo de
6.298 blancos y 19.313 negros en 1939, lo que explica las tensiones
raciales subyacentes en su obra. Encontramos el condado de
Yoknapatawpha en novelas como El ruido y la furia, Mientras agonizo,
Luz de agosto, ¡Absalón, Absalón! o Desciende Moisés.

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Y Macondo.
Gabriel García Márzquez consiguió crear el territorio mítico más
ensoñador de la historia de la literatura: Macondo, la sublimación de su
pueblo natal, Aracataca. En aquella localidad colombiana García
Márquez vivió durante su infancia, y los relatos orales de su abuela
materna (de probable ascendencia gallega) y de su abuelo paterno (un
coronel retirado), aportaron el humus de su material literario, el que
utilizaría para sus novelas adscritas al realismo mágico, la cima del
movimiento activador del boom de la novela hispanoamericana.
Macondo aparece de manera recurrente en: Cien años de soledad, La
hojarasca, Los funerales de la Mamá Grande, La mala hora y El coronel
no tiene quien le escriba.
El Premio Nobel contó cómo surgió el chispazo creativo de
Macondo. Un día acompañó a su madre a Aracataca para solucionar la
venta de la casa familiar, y nada más llegar a su pueblo natal, los
recuerdos entraron en tromba en su mente y en su corazón de una
manera casi carnal. Comprendió que debía enmarcar su literatura allí, y
Macondo surgió de entre la niebla para corporeizarse. Además,
encontró su voz narrativa al rememorar la cara de palo de su abuela al
narrarle las historias, pues descubrió que, para hacerlas creíbles era
necesario un narrador omnisciente que tomara cierta distancia con los
hechos novelados (el realismo mágico). Macondo, por consiguiente, es
la fusión de un territorio sublimado, una voz narrativa originalísima y un
magistral manejo de las emociones poetizadas.

2.7. Tipos de narrador


El narrador es el que cuenta la historia. Hay múltiples definiciones
y clasificaciones, no pocas de ellas alambicadas y destinadas al mundo
académico (al comentario de texto). Por ello, prefiero simplificar y
distinguir entre narrador en primera, segunda y tercera persona, e
incluir también el narrador ambiguo.

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1) El narrador en primera persona.
Es el protagonista quien cuenta la historia, y lo hace a través del
yo. Lo usual es que sea el protagonista principal, aunque también
puede serlo otro personaje que narra la historia que gira en torno al
protagonista principal. En esta segunda variante tenemos como
ejemplo las aventuras de Sherlock Holmes, relatadas por Watson, su fiel
amigo y ayudante. En ese sentido, Conan Doyle introdujo un sesgo de
modernidad literaria que tendrá un enorme recorrido y que, sin duda,
ayudará a popularizar al excéntrico detective y a fijarlo en el imaginario
colectivo del mundo contemporáneo.
Otro ejemplo célebre es el de Moby Dick, pues Herman Melville
elige a un personaje secundario que vivió los extraordinarios
acontecimientos de la caza de la ballena blanca. El comienzo es de una
enorme potencia narrativa: «Llamadme Ismael. Hace años, no importa
cuántos exactamente, hallándome con poco o ningún dinero en el
bolsillo y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me
iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo».
La fórmula del narrador en primera persona permite expresar con
hondura los pensamientos, sentimientos y experiencias de alguien en
particular, pero las del resto de personajes son relatadas a través de su
subjetividad, pues el narrador no es un demiurgo que pueda indagar
en la mente de los demás como si un virus informático hackease el
cerebro ajeno. Hay que tener cuidado para no meter la pata.
La historia puede contarse en el tiempo presente, pero lo normal
es hacerlo en un tiempo pasado, como hace Salinger en El guardián
entre el centeno: «Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo
primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de
mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás
puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles
nada de eso».

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La tendencia entre los escritores noveles es dejarse arrastrar por
el magnetismo del narrador en primera persona para trasvasar sus
propias experiencias vitales, porque a priori les parece más fácil
literariamente. Esto es una falsa ilusión, un espejismo, porque para que
funcione narrativamente es necesario disponer de experiencia en el
oficio para que la historia resulte verosímil y bien articulada en su
estructura y argumento.
Hay un escritor francés, Jean Rouaud, que me gusta mucho
aunque se prodiga poco literariamente. Su historia personal es el sueño
de multitud de autores noveles. Trabajaba en un quiosco de prensa y
escribía en sus ratos libres. A la edad de treinta y ocho años envió el
manuscrito de una novela a una editorial. La obra, Los campos del
honor, fue publicada en 1989 y al año siguiente recibió el Premio
Goncourt, el más prestigioso de la literatura francesa. Rouaud emplea
de una manera elegantísima la voz del narrador en primera persona
(hay que prestar atención para darse cuenta), y la novela es una
evocación de la figura de su abuelo y, por extensión, de los hombres que
lucharon en la Primera Guerra Mundial y padecieron aquella masacre.
Su siguiente novela, Hombres ilustres, repite la fórmula narrativa, esta
vez centrándose en su padre, una persona vitalista y enferma del
corazón que participó en la Segunda Guerra Mundial. En ambos libros
el uso de la voz narrativa es tan delicado, que a veces parece fundirse
con la de un narrador omnisciente, alejando al narrador de la egolatría
que en ocasiones adquiere contar en primera persona.
Isak Dinesen lo emplea en Memorias de África, en uno de los
principios más arrebatadores de la narrativa del siglo XX: «Yo tenía una
granja en África, al pie de las colinas de Ngong. El ecuador atravesaba
aquellas tierras altas a un centenar de millas al norte, y la granja se
asentaba a una altura de unos seis mil pies. Durante el día te sentías a
una gran altitud, cerca del sol, las primeras horas de la mañana y las
tardes eran límpidas y sosegadas, y las noches frías».

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Orhan Pamuk lo usa en su obra más conocida, Estambul: «Desde
niño me he pasado largos años creyendo en un rincón de la mente que
en algún lugar de las calles de Estambul, en una casa parecida a la
nuestra, vivía otro Orhan que se me parecía en todo, que era mi gemelo,
exactamente igual a mí».
Uno de los libros más polémicos desde su aparición (hoy en día
aún más) es Lolita, de Vladimir Nabokov. Su comienzo deja claro el tono
de la historia: «Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío,
alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres
pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los
dientes. Lo. Li. Ta».
Umberto Eco, que además de un genio como escritor era un
cachondo mental al que le encantaba desconcertar a los lectores, en su
novela Baudolino, ambientada en la Edad Media, utiliza el narrador en
tercera persona, pero en el primer capítulo recurre al narrador en
primera persona. En el capítulo inicial, el protagonista, Baudolino, es un
niño que escribe en una extraña jerga, un idioma inventado por
Umberto Eco que suena a una mezcla de latín macarrónico y lengua
romance, por lo que el lector se queda perplejo (no entiende nada),
hasta que le pilla el tranquillo, capta el sentido del humor y se sumerge
en ese mundo idiomático: «Ratispone Anno Domini mense decembri
mclv kronica Baudolini apelido de Aulario. Ego io Baudolino de
Galiaudo de los Aulari con ena cabeza ke semblat uno lione alleluja sien
dadas Gratias al sinior ke me perdone».
Jonathan Littell, con Las benévolas, obtuvo un resonante eco y
causó cierta polémica. La novela se centra en los recuerdos de un
antiguo oficial de las SS que, convertido en anciano, no se arrepiente ni
un ápice de su actuación criminal durante la Segunda Guerra Mundial.
La prolijidad en las descripciones (sin omitir escenas escabrosas), el
humor negro y la falta de empatía del protagonista (un psicópata, es
decir, una persona sin conciencia, incapacitado para tener

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sentimientos) se plasman por medio del narrador en primera persona,
con la particularidad de que la historia se relata en un presente
continuo: arrastra al pasado hasta el presente. El primer párrafo da el
tono de la narración: «Hermanos hombres, dejadme que os cuente
cómo ocurrió. No somos hermanos tuyos, me replicaréis, y nos importa
un bledo. Y es muy cierto que se trata de una tenebrosa historia, aunque
también edificante, un auténtico cuento moral, os lo aseguro».
Pérez-Reverte recurre a este narrador en Hombres buenos,
aunque con un interesante matiz. La novela está narrada por el autor
(él mismo), por un académico de la RAE que decide escribir acerca de
dos académicos de la Española que durante el fértil reinado de Carlos
III reciben el encargo de la junta gubernativa de la RAE de viajar a París
para comprar todos los tomos de la Enciclopedia, la obra literaria
imprescindible de la Ilustración. Sin embargo, Arturo Pérez-Reverte
juguetea con el lector porque, cuando él u otros personajes reales
hablan de sus novelas anteriores, les cambian ligeramente el título, y
como en ningún momento de la narración se refieren al autor con su
verdadero nombre, se produce un inteligente juego de autoría.
Además, los capítulos ambientados en el siglo XVIII adoptan la forma
de un narrador en tercera persona omnisciente.
En las novelas de Alatriste, el narrador es en primera persona,
pero no es el capitán quien cuenta la historia, sino Íñigo de Balboa, con
la particularidad de que lo hace una vez que Alatriste falleció en la
batalla de Rocroi.
Patricia Highsmith afirma que este narrador es el más difícil para
personajes de mucha introspección (como suelen ser los suyos, tan
complejos psicológicamente), y por eso es partidaria de narrar en
tercera persona.
2) Narrador en segunda persona.
Es como si tuviésemos amnesia y nos contaran nuestra propia
vida. O dicho de otro modo, crea el efecto de estar contándose la

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historia a sí mismo o a un yo desdoblado. Se pretende crear un lector
real o imaginario al que se dirige específicamente el contador de la
historia, generando una relación de confianza, casi de complicidad. Es
el tipo de narrador más inusual por la enorme dificultad que tiene, pues
requiere mucha pericia técnica. Para meter al lector en la historia es
crucial construir una atmósfera creíble y manejar con habilidad las
emociones, generando un clima envolvente.
Juan Marsé lo emplea en ocasiones en Últimas tardes con Teresa,
cuando el personaje habla consigo mismo a través de los paréntesis.
Muñoz Molina demuestra su magisterio al emplearlo en alguna
de sus novelas, como La noche de los tiempos o Sefarad. Pero Muñoz
Molina juega —con un recurso de gusto cervantino— con el lector en
varias novelas al pasar de un tipo de narrador a otro en determinados
capítulos (normalmente en el tramo final), en unas sibilinas transiciones
narrativas. Así, en El jinete polaco usa habitualmente el narrador en
tercera persona, y al final de la novela opta por la primera persona, lo
que sorprende al lector y enfatiza las emociones evocadas.
Paul Auster usa la segunda persona en Diario de invierno, un libro
memorialista con formato de novela. Veamos el comienzo: «Piensas
que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única
persona del mundo a quien jamás ocurrirán esas cosas».
Jorge Semprún solía utilizar este tipo de narrador —como en El
largo viaje— porque le resultaba más fácil hablar de sí mismo
autobiográficamente cuando relataba su vida clandestina (como
activista del Partido Comunista de España) en la España franquista.
Durante sus actividades clandestinas políticas se construyó una falsa
identidad, se hacía llamar Federico Sánchez, y ese mismo nombre lo
usó en alguna de sus novelas.
3) Narrador en tercera persona:
Es el más utilizado, sobre todo la variante del narrador
omnisciente ajeno a los acontecimientos, relatados con objetividad,

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como un notario que levanta acta de todo cuanto sucede. Es un Gran
Hermano que todo lo ve, todo lo oye y todo lo siente. Se populariza en
el siglo XIX (el gran siglo de asentamiento de la novela moderna). Su
naturaleza ubicua le permite saltar en el tiempo y el espacio sin ningún
problema. Puede ejercer de psiquiatra, al interpretar la conducta de los
personajes y sus motivaciones.
Vargas Llosa lo emplea en La fiesta del chivo y El sueño del celta.
García Márquez lo usa en El general en su laberinto, cuyo comienzo es
tan absorbente como el de todas las novelas del colombiano: «José
Palacios, su servidor más antiguo, lo encontró flotando en las aguas
depurativas de la bañera, desnudo y con los ojos abiertos, y creyó que
se había ahogado».
El Quijote, como en casi todo, es punto y aparte. La absoluta
genialidad estriba también en la modernidad de los narradores
utilizados. En plural. En el archiconocido principio el narrador es en
primera persona: «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero
acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza
en astillero…». Pero Miguel de Cervantes, que es un maestro en el juego
de espejos literario, dirá en algunos momentos que el narrador es un
cronista árabe llamado Cide Hamete Benengeli, y recurriendo al tópico
literario del manuscrito encontrado, mantendrá que la narración
quijotesca no es sino una variante o una transcripción de dicho
manuscrito. Asimismo se dice en alguna ocasión que hay un traductor
que proporciona al narrador la versión en castellano del manuscrito en
árabe. Además, el narrador fluctúa entre la omnisciencia y la no
omnisciencia, pero se hace con tal naturalidad que el lector jamás se
extraña ni se desconecta de la historia, sino que se mete en ella con
creciente interés.
Faulkner es un escritor que exige un esfuerzo por parte del lector,
una deliberada voluntad de integrarse en una voz narrativa
machihembrada con la estructura novelesca. El ruido y la furia,

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ambientada tras la Guerra de Secesión, tiene varios narradores, que se
van alternando en cada capítulo. Cada uno de ellos cuenta la historia
desde su punto de vista, y si bien al principio eso nos desconcierta
porque pensamos que las historias están desconectadas entre sí, luego
comprendemos que la polifonía de voces aporta una visión global de la
historia principal. Ello consigue despertar la curiosidad en el lector,
absorberlo.
E incluso podríamos hablar del narrador ambiguo cuando no está
claro quién es, si cuenta la historia desde dentro o desde fuera del
mundo narrado. El autor envuelve en la niebla al narrador para
desdibujar las fronteras entre la primera, segunda o tercera persona, e
incluso lo hace evolucionar, como es el caso de Javier Marías en Todas
las almas, donde el narrador advierte que aunque cuenta su
experiencia personal, él ya no es el mismo que vivió aquello, y por eso
intercala sus pensamientos actuales al narrar acontecimientos del
pasado.
Günter Grass, en El tambor de hojalata, cambia constantemente
de persona en el narrador, variando en un mismo párrafo de la tercera
a la primera y viceversa, lo que dificulta mucho la lectura y exige una
atención enorme y una disposición favorable para embaularse el libro y
meterse en la peculiar voz narrativa del Nobel alemán.
Para concluir, Vargas Llosa establece que «el narrador es un ser
hecho de palabras, no de carne», e incluso aunque el autor escriba en
primera persona y maneje su biografía como material literario, jamás
debe confundirse con el narrador, ya que éste sólo existe dentro de la
novela, y en definitiva, el narrador es un ser inventado, un personaje de
ficción. Incluso aún más importante que los personajes.

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