Werther

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WERTHER

Johann Wolfgang Goethe


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He recogido con afán todo lo que he podido
encontrar referente a la historia del desdichado
Werther, y aquí os lo ofrezco, seguro de que me
lo agradeceréis. Es imposible que no tengáis
admiración y amor para su genio y carácter,
lágrimas para su triste fin.
Y tú, pobre alma que sufres el mismo tormento
¡ojalá saques consuelo de sus amarguras, y lle-
gue este librito a ser tu amigo si, por capricho
de la suerte o por tu propia culpa, no encon-
traste otro mejor!

LIBRO I
4 DE MAYO DE 1771
¡CUÁNTO me alegro de mi viaje! ¡Ay, amigo
mío, lo es el corazón del hombre! ¡Alejarme de
ti, a quien tanto quiero; dejarte, siendo insepa-
rable, y sentirme dichoso! Sé que me lo perdo-
nas. ¿No parece que el destino me había puesto
en contacto con los demás amigos, con el exclu-
sivo fin de atormentarme? ¡Pobre Leonor! Y, sin
embargo, no es culpa mía, ¿Podía yo evitar que
se desarrollase una pasión en su desdichado
espíritu, mientras me embelesaba con las gra-
cias hechiceras de su hermana? Así y todo, ¿no
tengo nada que echarme en cara? ¿No he nutri-
do esa pasión? Más aún: ¿no me he divertido
frecuentemente con la sencillez e inocencia de
su lenguaje, que muchas veces nos hacía reír,
aunque nada tenía de risible? ¿No he?.. ¡Oh!
¡Qué es el hombre, y por qué se atreve a quejar-
se? Quiero corregirme, amigo mío; quiero co-
rregirme, y te doy palabra de hacerlo; quiero no
volver a preocuparme con los dolores pasajeros
que la suerte nos ofrece sin cesar; quiero vivir
de lo presente, y que lo pasado sea para mí pa-
sado por completo. Confieso que tienes razón
cuando dices que aquí abajo habría menos
amarguras si los hombres (Dios sabrá por qué
los ha hecho como son) no se dedicasen con
tanto ahínco a recordar dolores antiguos, en
vez de soportar con entereza los presentes.
"Di a mi madre que no dejaré de la mano su
asunto, y que le daré noticias de él lo más pron-
to que pueda. He visto a mi tía: lejos de encon-
trar en ella a la perversa mujer que ahí me
hablaron, te aseguro que tiene excesiva viveza
y excelente corazón. Me he hecho eco de las
quejas de mi madre por la parte de herencia
que le retiene, me ha explicado su conducta y
los motivos que la justifican; también me ha
dicho bajo qué condiciones está dispuesta a
entregarnos aún más de lo que pedimos. Basta
de esto por hoy, di a mi madre que todo se
arreglará. He visto una vez más, amigo mío, en
este negocio insignificante que las equivocacio-
nes de la negligencia causan en el mundo más
daño que la astucia y la maldad; bien es cierto
que éstas abundan menos.
"Por lo demás, aquí me encuentro perfectamen-
te. La soledad de este paraíso terrenal es un
precioso bálsamo para mi alma, y esta estación
juvenil consuela por completo mi corazón, que
con frecuencia se estremece de pena. Cada
árbol, cada planta es un ramillete de flores, y
siente uno deseos de convertirse en abeja, para
revolotear en esta atmósfera embalsamada,
sacando de ella el necesario alimento.
"La ciudad propiamente dicha es desagradable;
pero en sus cercanías brilla la naturaleza con
todo su esplendor. Por eso el difunto conde de
M... hizo plantar su jardín en una de estas coli-
nas, que se cruzan en variado y encantador
panorama, formando los valles más deliciosos.
El jardín es sencillo, y se observa desde la en-
trada que el plan, más que engendro de sabio
jardinero, es combinación de un alma sensible,
deseosa de gozar de sí misma. Muchas lágrimas
he consagrado ya a la memoria del conde en las
ruinas de un pabelloncito, que era su retiro
predilecto y que también es el mío. En breve
seré yo el dueño del jardín: en sólo dos días me
he sabido granjear la buena voluntad del jardi-
nero y te aseguro que no llegará a arrepentirse
de ello."
10 DE MAYO
"Reina en mi espíritu una alegría admirable,
muy parecida a las dulces alboradas de la pri-
mavera, de que gozo aquí con delicia. Estoy
solo, y me felicito de vivir en este país, el más a
propósito para almas como la mía, soy tan di-
choso, mi querido amigo, me sojuzga de tal
modo la idea de reposar, que no me ocupo de
mi arte. Ahora no sabría dibujar, ni siquiera
hacer una línea con el lápiz; y, sin embargo,
jamás he sido mejor pintor Cuando el valle se
vela en torno mío con un encaje de vapores;
cuando el sol de mediodía centellea sobre la
impenetrable sombra de mi bosque sin conse-
guir otra cosa que filtrar entre las hojas algunos
rayos que penetran hasta el fondo del santua-
rio, cuando recostado sobre la crecida hierba,
cerca de la cascada, mi vista, más próxima a la
tierra, descubre multitud de menudas y diver-
sas plantas; cuando siento más cerca de mi co-
razón los rumores de vida de ese pequeño
mundo que palpita en los tallos de las hojas, y
veo las formas innumerables e infinitas de los
gusanillos y de los insectos; cuando siento, en
fin, la presencia del Todopoderoso, que nos ha
creado a su imagen, y el soplo del amor sin
limites que nos sostiene y nos mece en el seno
de una eterna alegría; amigo mío, si los prime-
ros fulgores del alba me acarician, y el cielo y el
mundo que me rodean se reflejan en mi espíritu
como la imagen de una mujer adorada, enton-
ces suspiro y exclamo: "¡Si yo pudiera expresar
todo lo que siento! ¡Si todo lo que dentro de mí
se agita con tanto calor, con tanta exuberancia
de vida, pudiera yo extenderlo sobre el papel,
convirtiendo éste en espejo de mi alma, como
mi alma es espejo de Dios!" Amigo... Pero me
abismo y me anonada la sublimidad de tan
magníficas imágenes,".

12 DE MAYO
"No sé si vagan por este país algunos genios
burlones, o si sólo existe dentro de mí la vívida
y celestial visión que da apariencias de paraíso
a todo lo que me rodea. Cerca de la ciudad hay
una fuente, donde estoy encantado, como Me-
lusina con sus hermanas. Siguiendo la rampa
de una pequeña colina se llega a la entrada de
una gruta; bajando después unos veinte escalo-
nes se ve brotar entre las rocas un agua cristali-
na. El pequeño muro que sirve de cinturón a la
gruta, los corpulentos árboles que le dan som-
bra, la frescura del lugar, todo atrae y todo cau-
sa una sensación indefinible.
"Ningún día paso menos de una hora en este
sitio, al que las muchachas de la ciudad acuden
por agua: ejercicio inocente y necesario que en
otro tiempo desempeñaban las mismas hijas de
los reyes. Sentado aquí, pienso con frecuencia
en las costumbres particulares, veo a los hom-
bres de antaño hacer sus conocimientos y bus-
car sus mujeres en la fuente; sueño con los ge-
nios benéficos, moradores de los arroyos y ma-
nantiales. El que no sienta lo que yo siento no
sabe lo que en un día de verano es la saludable
frescura de un riachuelo después de una jorna-
da penosa."

13 DE MAYO
"¿Me preguntas si debes enviarme mis logros?
¡Por Dios, hombre, no me abrumes con ese au-
mento de equipaje! No quiero que me guíen,
que me exciten, que me espoleen: aquí me basta
mi corazón. Sólo echaba de menos un canto que
me arrullase, y he encontrado en mi Homero
más de lo que buscaba. ¡Cuántas veces templo
con sus versos el hervor de mi sangre! Porque
tú no conoces nada más desigual, ni más varia-
ble que mi corazón. Amigo mío: ¿necesitaré
decírtelo, a ti que has sufrido más de una vez
viéndome pasar de la tristeza a la alegría más
alborotadora, y de una dulce melancolía a la
pasión más violenta? Trato a este pobre co-
razón como a un niño enfermo, le concedo
cuanto me pide. No se lo cuentes a nadie, que
no faltaría quien dijese que con ello cometo un
crimen."
15 DE MAYO
"Ya me conoce y me quiere la gente humilde de
estos lugares: sobre todo los niños. Cuando al
principio me acercaba a ella, le dirigía amisto-
samente tal o cual pregunta, había quien, rece-
lando que quería divertirme a su costa, me
volvía la espalda sin pizca de urbanidad. No
me desanimaba esto, pero me hacía pensar con
insistencia en una cosa que antes de ahora he
observado, y es que los que ocupan cierta posi-
ción social se mantienen siempre impasibles a
cierta distancia de las clases inferiores del pue-
blo, como si temieran mancharse con su contac-
to, habiendo también calaveras y bufones que
fingen acercarse a esta pobre gente, cuando su
verdadero objeto es hacerle sentir con más
fuerza el peso de la voluntad.
"Bien sé que no somos iguales ni podemos ser-
lo; pero, en mi opinión, el que cree preciso vivir
alejado de lo que se llama pueblo para que éste
le respete, es tan despreciable como el mandria
que se oculta de sus enemigos por temor de
que le venzan.
"Hace poco estuve en la fuente y encontré en
ella a una criadita, que, habiendo colocado su
cántaro al pie de la escalinata, buscaba con la
vista a alguna de sus compañeras para que le
ayudase o colocárselo sobre la cabeza. Bajé, y
fijando en ella mi mirada le dije: "¿Quieres que
te ayude, hija mía?" "¡Oh señor!...", balbució,
poniéndose roja como una amapola. "¡Bah!,
fuera escrúpulos..." La ayudé a salir del apuro,
me dio las gracias y se fue."

17 DE MAYO
"He hecho conocimientos de todos géneros,
aunque sin formar sociedad con nadie. Algún
atractivo, que no me doy cuenta, debo de tener
para muchas personas que espontáneamente se
me acercan con deseos de intimar; por mi parte,
siento el separarme de ellas cuando sólo un
breve rato seguimos el mismo camino. Si me
preguntas cómo es la gente de este país, te diré:
"Como la de todos." La raza humana es igual en
todas partes. La inmensa mayoría emplea casi
todo su tiempo en trabajar para vivir, y le
abruma de tal modo la poca libertad de que
goza, que pone de su parte cuanto puede para
perderla. ¡Oh destino de los mortales!
"Por lo demás, la gente es buena. Si algunas
veces me entrego con ella a placeres que aún
quedan a los hombres, como son el charlar ale-
gre, franca y cordialmente en torno a una mesa
bien servida, organizar una expedición al cam-
po, un baile u otra diversión cualquiera, me
encuentro en mi elemento, con tal que no se me
ocurra entonces la idea de que hay en mí otra
porción de facultades que debo ocultar cuida-
dosamente, por más que se enmohezcan no
ejercitándolas. ¡Ah!, esto desgarra el corazón,
pero el hombre nace para morir sin que le
hayan conocido. ¡Ay! ... ¿Por qué no existe ya la
amiga de mi juventud? ¿Por qué la conocí? Me
diré a mí mismo: "¡Insensato! Buscas lo que
nadie encuentra en la tierra." Y, sin embargo,
yo lo he encontrado; yo he poseído aquel co-
razón, aquella alma superior, en cuya presencia
me figuraba ser más de lo que soy, porque era
cuanto yo podía ser. ¿Qué fuerza de mi espíri-
tu, Dios mío, estaba entonces paralizada? ¿No
podía yo desplegar ante ella la maravillosa sen-
sibilidad con que mi corazón abraza el univer-
so? ¿No era nuestro trato una cadena continua
de los más delicados sentimientos, de los ímpe-
tus más vehementes, cuyos matices, hasta los
más superficiales, brillaban con el esmalte del
talento? Y ahora..., ¡ay! Tenía algunos años más
que yo, y ha llegado antes al sepulcro. Jamás
olvidaré su privilegiada razón y su indulgencia
más que humana. Hace algunos días encontraré
a M. V., joven franco y expansivo, y de una
fisonomía que revela felicidad. Ha acabado sus
estudios y, sin presumir de genio, está conven-
cido de que no todos valen lo que él. Mis ob-
servaciones atestiguan que es laborioso; en re-
sumen, sabe algo. Habiendo averiguado que
dibujo y poseo el griego (dos fenómenos en este
país), cultiva mi amistad alardeando frecuen-
temente de erudito, pasa revista desde Bateux
hasta Wood, desde Piles hasta Winkelmann, y
me ha asegurado que conoce la primera parte
de la teoría de Sulzer y que tiene un manuscrito
de Heine sobre el estudio del arte antiguo. Yo le
dejo hablar.
"También he hecho conocimiento con el juez,
hombre excelente y de un carácter abierto y
leal. Dicen que es delicioso verle rodeado de
sus nueve hijos, y todo el mundo se hace len-
guas de la hija mayor. Me ha ofrecido su casa, y
un día de éstos le haré mi primera visita. Por
permiso que le han concedido después de la
muerte de su mujer, vive en una casa de cam-
po, del príncipe, a legua y media de la ciudad.
Ésta y la morada que en ella tenía habían llega-
do a serle insoportables. Por último también he
encontrado aquí algunos entes en los cuales
todo me parece fastidioso, y más fastidioso que
nada, sus demostraciones de afecto.
"Adiós: esta carta te agradará; es historia desde
el principio hasta el fin."

22 DE MAYO
"Muchas veces se ha dicho que la vida es un
sueño, y no puedo desechar de mí esta idea.
Cuando considero los estrechos límites en que
están encerradas las facultades intelectuales del
hombre; cuando veo que la meta de nuestros
esfuerzos estriba en satisfacer nuestras necesi-
dades, que éstas sólo tienden a prolongar una
existencia efímera; que toda nuestra tranquili-
dad sobre ciertos puntos de nuestras investiga-
ciones no es otra cosa que una resignación me-
ditabunda, y que nos entretenemos en bosque-
jar deslumbradoras perspectivas y figuras abi-
garradas en los muros que nos aprisionan; todo
esto, Guillermo, me hace enmudecer. Me re-
concentro en mí mismo y hallo un mundo de-
ntro de mí; pero un mundo más poblado de
presentimientos y de deseos sin formular, que
de realidades y de fuerzas vivas
"Cuantos se dedican a la enseñanza convienen
en que los niños no saben darse cuenta de su
voluntad; pero, por más que para mí sea una
verdad inconcusa, no creerán muchos que los
hombres como los niños, caminando a tientas
sobre la tierra, ignorando de dónde vienen y
adónde van, son poco menos que autómatas y,
exactamente como los niños, se dejan gobernar
con juguetes, confites y azotes.
"Te concederé desde luego (porque sé que me
lo puedes objetar) que los más felices son los
que no se curan del pasado ni del porvenir, los
que pasean, visten y desnudan su muñeca, y los
que, dando cautelosas vueltas alrededor del
armario donde la madre ha encerrado las golo-
sinas, cuando logran atrapar el manjar apeteci-
do, lo devoran a dos carrillos y gritan: "¡Más!"
Estas criaturas son envidiables. También lo son
las que, encareciendo con títulos pomposos sus
frívolas ocupaciones, o tal vez sus pasiones,
reclaman gratitud al género humano, como si
para su salud y su dicha hubieran llevado a
cabo alguna empresa gigantesca. ¡Feliz el que
pueda vivir de este modo! Sin embargo, el
hombre humilde que comprende adónde va
todo a parar; el que observa con cuánta facili-
dad convierte cualquiera su huerto en un paraí-
so, y con cuánto tesón el infeliz que gime en-
corvado bajo el fardo de la miseria prosigue
casi exánime su camino, aspirando, como to-
dos, a ver un minuto más la luz del sol, está
tranquilo, crea un mundo, que saca de sí mis-
mo, y también es feliz, porque es hombre.
Podrá agitarse en una esfera muy limitada; pe-
ro siempre llevará en su corazón la dulce idea
de la libertad y el convencimiento de que saldrá
de esta prisión cuando quiera."

26 DE MAYO
"Hace mucho tiempo que conoces mi modo de
alojarme, mi costumbre de hacerme una cabaña
en cualquier punto solitario donde me instalo,
sin ningún género de comodidades. Pues bien,
aquí he encontrado un rinconcito que me ha
seducido.
"A una legua de la ciudad está la aldea de
Wahlhelm (1). Su situación al pie de una colina
es muy agradable, y cuando, saliendo de la
aldea, se sigue la vereda de una loma, llega a
descubrirse de cuatro años de edad, que se hab-
ía sentado en el todo el valle de una ojeada.
"Una viejecita muy servicial y de muy buen
humor vende en un ventorrillo vino, cerveza y
café. Lo que más me encanta son dos tilos que
dan sombra con su amplio ramaje a una plazo-
leta que hay delante de la iglesia, rodeada de
casas rústicas, de cortijos y de chozas. Conozco
pocos parajes tan ocultos y tranquilos. Hago
que desde mi albergue me lleven a él mi mesita
y mi silla. y tomo café y leo a Homero. La pri-
mera vez que la casualidad me condujo bajo los
tilos, era una hermosa siesta y encontré desierta
la plaza: los aldeanos estaban en el campo. Sólo
vi a un muchacho, como de cuatro años de
edad, que se había sentado en el suelo, estre-
chando contra su pecho a otro niño de seis me-
ses. Le tenía entre sus piernas, formando así
una especie de asiento. A pesar de la vivacidad
con que sus ojos miraban a todas partes, per-
manecía sentado y tranquilo. Este espectáculo
me cautivó. Sentéme yo en un arado que había
enfrente y dibujé con sumo gusto este episodio
fraternal. Añadiendo los setos cercanos, la
puerta de una cabaña y algunos pedazos de
ruedas de carretas, todo con el desorden en que
estaba; vi al cabo de una hora que había hecho
un dibujo bien compuesto y lleno de interés, sin
haber añadido nada de mi propia invención.
Esto me aferró a mi propósito de no atenerme
en adelante más que a la naturaleza. Sólo ella
posee una riqueza inagotable; sólo ella forma a
los grandes artistas. Mucho puede cacarearse
en favor de las reglas; casi lo mismo que en
alabanza de la sociedad civil. Un hombre for-
mado según las reglas, jamás producirá nada
absurdo y absolutamente malo, así como el que
obre con sujeción a las leyes y a la urbanidad
nunca puede ser un vecino insoportable ni un
gran malvado; sin embargo, y dígase lo que se
quiera, toda regla asfixia los verdaderos senti-
mientos y destruye la verdadera expresión de
la naturaleza. "No tanto—dirás tú; la regla no
hace más que encerrarnos en justos límites; es
una podadera que corta las ramas inútiles"
Amigo mío, permite que te haga una compara-
ción. Sucede en esto lo que en el amor. Un jo-
ven se enamora de una mujer, pasa todas las
horas del día a su lado, le prodiga sus caricias y
sus bienes, y así le prueba sin cesar que ella es
para él todo en el mundo. Llega entonces un
vecino, un empleado, que le dice: "Caballerito,
amar es de hombres; pero es preciso amar a lo
hombre. Divide tu tiempo; dedica una parte de
él al trabajo, y no consagres a tu querida más
que los ratos de ocio; piensa en ti, y cuando
tengas asegurado lo que necesites, no seré yo
quien te prohiba hacer con lo que te sobre
algún regalo a tu amada; pero no con mucha
frecuencia; el día de su santo por ejemplo, o el
aniversario de su nacimiento..." Si nuestro
enamorado le escucha, llegará a ser un hombre
útil, y hasta yo aconsejaré al príncipe que le dé
algún empleo; pero ¡adiós el amor!..., ¡adiós el
arte!, si él es artista. ¡Oh amigos míos! ¿Por qué
el torrente del genio se desborda tan de tarde
en tarde? ¿Por qué muy pocas veces hierven
sus olas y hacen que vuestras almas se estre-
mezcan de asombro? Queridos amigos: porque
pueblan una y otra orilla algunos vecinos pací-
ficos, que tienen lindos pabelloncitos, cuadra-
dos de tulipanes y arriates de hierbajos que
serían destruidos, cosa que saben ellos muy
bien, por lo cual conjuran con diques y zanjas
de desagüe el peligro que los amenaza."

27 DE MAYO
"Ahora caigo en que entregado al éxtasis, a las
comparaciones y la declamación, he dado al
olvido referirte hasta el fin lo que fue de los dos
muchachos. Sumergido en el idealismo artístico
de que en desaliñado estilo, te daba razón mi
carta de ayer permanecí dos horas largas sobre
el arado. Una joven, con una cesta al brazo,
vino por la tarde a buscar a los pequeñuelos, y
gritó desde lejos: "Felipe, eres un buen chico."
Me saludó, le devolví el saludo, me levanté, me
acerqué a ella y le pregunté si era la madre de
aquellas criaturas. Me contestó afirmativamen-
te, y después de haber dado un bollo al mayor,
tomó al otro en sus brazos y le besó con toda la
ternura de una madre. "Había encargado a Fe-
lipe que cuidase de su hermanito—me dijo—, y
yo con el mayor de mis hijos he estado en la
ciudad a comprar pan blanco, azúcar y un pu-
chero—todo esto se veía en la cesta, cuya tapa
se había caído—. Quiero dar esta noche una
cena a mi Juan—éste era el nombre del más
pequeño—. El mayor es un aturdido que me
rompió ayer el puchero, peleándose con Felipe
por arrebañarlo." Le pregunté dónde estaba el
mayor, y mientras me contestaba que corriendo
en el prado detrás de un par de patos, apareció
dando brincos y trayendo a Felipe una varita de
avellano. Seguí hablando algunos momentos
con esta mujer, y supe que era hija del maestro
de escuela, que su marido estaba en Suiza en
busca de una herencia que le había dejado un
primo. "Querían engañarle—dijo—y no contes-
taban a sus cartas: por eso ha ido. ¡Con tal que
no le suceda nada malo! Hasta ahora no he re-
cibido noticias suyas." Me separé con pena de
esta mujer; di un kreutzer a los niños mayores,
y otro a la madre para el más pequeño, dicién-
dole que cuando volviese a la ciudad le com-
prase en mi nombre una tortita. Después de
esto nos separamos. Te juro, amigo mío, que
cuando no estoy en calma basta para apagar
mis arrebatos la presencia de una criatura como
ésta, que recorre en un abandono feliz el círculo
estrecho de su vida, sin pensar en el mañana, y
sin ver en la caída de las hojas de los árboles
otra cosa que la proximidad del invierno.
"Desde ese día voy frecuentemente a aquel pa-
raje. Los muchachos se han acostumbrado a
verme; yo les doy azúcar cuando tomo el café, y
por la tarde ellos parten conmigo su pan con
manteca y su cuajada. Ningún domingo dejo de
darles un kreutzer, y si no estoy en casa cuando
salen de la iglesia, lo reciben de mi pupilera, a
quien dejo el encargo de hacerlo.
"Son cariñosos; me cuentan toda especie de
cuentos y me divierto, sobre todo, con sus pa-
siones y la cándida explosión de sus deseos,
cuando se reúnen con otros chicos de la aldea.
Mucho trabajo me ha costado convencer a la
madre que no debe inquietarse con la idea de
que sus hijos puedan, como ella dice, incomo-
dar al señor."

30 DE MAYO
"Lo que te dije el otro día sobre la pintura es
aplicable a la poesía: basta con conocer lo que
es bello y atreverse a expresarlo. En verdad, no
se puede decir más en menos palabras. He asis-
tido hoy a una escena que, fielmente referida,
sería el mesor idilio del mundo; pero poesía,
escenario, idilio..., ¿qué falta hacen? ¿Es preciso,
cuando debemos interesarnos en una manifes-
tación de la naturaleza, que se halle artística-
mente combinada?
"Si después de este exordio esperas oír algo
grande y sublime, te llevas un gran chasco: es
pura y simplemente una joven aldeana que me
ha inspirado esta irresistible simpatía... Como
de costumbre, referiré mal, y, como de costum-
bre me encontrarás, según creo exagerado.
Culpa es de Wahlheim, y siempre de Wahlheim
el que suceda así.
"Se había formado una reunión bajo los tilos
para tomar café. Esto no me hacía gracia, e in-
venté un pretexto para echarme fuera.
"Salió un joven de una casa inmediata y se puso
a componer el arado donde yo había dibujado
poco antes. Me agradó su aspecto y le dirigí la
palabra preguntándole por su manera de vivir.
Pronto nos hicimos amigos, como siempre su-
cede con esta clase de gente; en seguida hubo
intimidad entre los dos. Me contó que servía a
una viuda que le trataba a maravilla. Por lo que
de esto me dijo y por los grandes elogios que
hizo de ella, conocí al punto que el pobre diablo
estaba enamorado. Decía que no era joven, que
había sufrido mucho con el primer marido y
que temblaba ante la idea de contraer segundas
nupcias. Su relato hacía verse de tal modo hasta
qué extremo era a sus ojos bella y encantadora,
y con cuánto afán deseaba que se dignase ele-
girle para borrar el recuerdo de las faltas de su
primer marido, que yo debería repetírtelo pala-
bra por palabra, para darte cabal idea de la in-
clinación desinteresada, del amor y de la fideli-
dad de este hombre. Necesitaría el talento del
mejor poeta para pintar, al mismo tiempo, de
una manera expresiva, la animación de sus ges-
tos, la armonía de su voz y el fuego celestial de
sus miradas. No, no hay palabras que puedan
reproducir la ternura que rebosaba todo su ser
y su lenguaje: cuanto yo te dijera sería pálido.
Llamaba particularmente mi atención verle
temeroso de que yo pudiera formar injustos
pensamientos sobre sus relaciones o dudase de
la intachable conducta de la viuda. El placer
que experimenté oyéndole hablar de su figura y
de su belleza, que, sin tener el encanto de la
juventud, le atraía irresistiblemente y le enca-
denaba, no puedo explicármelo más que con el
corazón. Nunca había visto un deseo apremian-
te, una pasión ardiente, unidos a tanta pureza;
sí, puedo decirlo; nunca había imaginado ni
soñado que existiese tal pureza. No hagas burla
de mí si te confieso que al recuerdo de esta ino-
cencia y de este candor me abraso en oculto
fuego, languidezco y me consumo. Ahora de-
seo encontrar pronto ocasión de conocerla...;
mejor dicho, y pensándolo bien, deseo evitarlo.
Más vale que la vea por los ojos de su amante:
acaso los míos no la verían de la manera que
ahora la veo, ¿y qué gano en privarme de esta
hermosa imagen?"

16 DE JUNIO
"¿Por qué no te escribo? Tú me lo preguntas;
¡tú, que te cuentas entre nuestros sabios! Debes
adivinar que me encuentro bien y que..., en una
palabra, he hecho una amistad que interesa a
mi corazón. Yo he..., yo no sé...
"Difícil me será referirte de por sí cómo he co-
nocido a la más amable de las criaturas. Soy
feliz y estoy contento; por lo tanto, seré mal
historiador.
"¡Un ángel! ¡Bah! Todos dicen lo mismo de la
que aman, ¿no es verdad? Y, sin embargo, yo
no podré decirte cuán perfecta es y por qué es
perfecta; en resumen, ha esclavizado todo mi
ser.
" ¡Tanta inocencia con tanto talento! ¡Tanta
bondad con tanta firmeza! ¡Y el reposo del alma
en medio de la vida real, de la vida activa!
"Cuando digo de ella no es más que una pala-
bre ría insulsa, una helada abstracción, que no
puede darte ni remota idea de lo que es. Otra
vez..., no quiero contártelo en seguida. Si lo
dejo, no lo haré nunca, porque (dicho sea para
nosotros), desde que he comenzado esta carta,
tres veces he tenido ya intención de soltar la
pluma, hacer ensillar mi caballo y marcharme.
Y, sin embargo, esta mañana me había jurado a
mí mismo no ir; así y todo, a cada momento me
asomo a la ventana para ver la altura a que se
encuentra el sol.
.......................................
"No he podido vencerme: he ido a hacerle una
visita. Heme ya de vuelta, Guillermo, estoy
cenando y escribiéndote.
"Si continúo de este modo, no sabrás al fin más
que al principio. Escucha, pues: procuraré so-
segarme para poderte hacer una detallada rela-
ción de todo.
"Te dije últimamente que había hecho conoci-
miento con el juez S. y que me había invitado a
visitarle en su retiro, o por mejor decir, en su
reinezuelo. No me acordaba de esta visita, y
acaso no la hubiera hecho nunca si la casuali-
dad no me hubiese descubierto el tesoro escon-
dido en este paraje solitario.
"La gente joven había dispuesto un baile en el
campo, al que debía yo asistir. Tomé por pareja
a una señorita bella y de buen genio, pero de
trato indiferente, y convinimos en que yo iría
con un coche a buscar a esta señorita y a su tía,
que la acompañaba, para conducirlas al sitio de
la fiesta y convinimos, además, en que al paso
recogeríamos a Carlota S. "Vais a conocer a una
joven muy guapa", me dijo mi pareja, mientras
atravesábamos la gran selva y nos acercábamos
a la casa. "¡Cuidado con enamorarse!", añadió la
tía. "¿Y por qué?" pregunté yo. "Porque ya está
prometida a un joven que vale mucho y que,
por haber perdido a su padre, ha tenido necesi-
dad de hacer un viaje para arreglar sus asuntos
y solicitar un buen empleo." Escuché estos deta-
lles con bastante indiferencia.
"Descendía el sol rápidamente hacia las monta-
ñas que limitaban el horizonte, cuando el coche
se detuvo en la puerta del patio de la casa. Hac-
ía un calor sofocante, y las señoras tenían mie-
do de que descargase una tempestad, que pa-
recía formarse entre pardas y oscuras nubeci-
llas que cercaban el horizonte. Disipé los temo-
res de mis compañeras, fingiendo tener pro-
fundos conocimientos del tiempo, a pesar de
que también yo presentía que se nos iba a aguar
la fiesta.
"Ya había yo bajado del coche, cuando llegó
una criada a la puerta del patio y nos dijo que
hiciésemos el favor de aguardar un momento,
que la señorita Carlota no tardaría en salir.
Atravesé el patio y avancé con desenfado hacia
la casa; cuando hube subido la escalera y fran-
queé la puerta, contemplaron mis ojos el es-
pectáculo más encantador que he visto en mi
vida. En la primera habitación, seis niños, des-
de dos hasta once años de edad saltaban alre-
dedor de una hermosa joven, de mediana esta-
tura, vestida con una sencilla túnica blanca,
adornada con lazos de color de rosa en las
mangas y en el pecho. Tenía en la mano un pan
moreno, del que a cada uno de los niños corta-
ba un pedazo proporcionado a su edad y a su
apetito. Les repartía las rebanadas con la mayor
gracia, y ellos, gritando, se lo agradecían, des-
pués de haber tenido un buen rato las maneci-
tas levantadas, aun antes que el pan estuviese
cortado. Por fin, provistos de su merienda,
unos se alejaron saltando de contento; otro, de
carácter menos juguetón, se fueron sosegada-
mente a la puerta del patio para ver a los foras-
teros y el coche que debía llevarse a Carlota.
Esta me dijo: "¿Me perdonaréis que haya cau-
sado la molestia de entrar y haber hecho espe-
rar a esas señoras? Distraída en vestirme y en
tomar las disposiciones que en la casa exige mi
ausencia, me había olvidado de dar su merien-
da a los niños, que no quieren recibirla sino de
mi mano." Contesté con un cumplido insignifi-
cante: mi alma estaba absorta en contemplar su
talle, su rostro, su voz, sus menores movimien-
tos. Apenas pude volver de mi sorpresa al verla
entrar presurosa en otra habitación para tomar
los guantes y el abanico. Los niños, permane-
ciendo a cierta distancia, me miraban de reojo;
yo me acerqué al más pequeño, cuya fisonomía
era sumamente interesante. Se retiraba huyen-
do de mí, cuando Carlota, que salía ya por la
puerta, le dijo: "Luis, da la mano a ese caballe-
ro, que es tu primo."
"Obedeció el niño sonriendo, y, aunque tenía
las narices llenas de mocos, no pude resistir la
tentación de darle algunos besos.
"¿ Primo?—dije a Carlota, ofreciéndole la ma-
no—. ¿Creéis que yo merezca la dicha de ser
pariente vuestro?" "¡Oh!—exclamó ella jovial-
mente—; nuestro parentesco es muy antiguo, y
yo sentiría infinito que fueseis el peor de la fa-
milia."
"Al salir, encargó a Sofía, niña de once a doce
años y la mayor de las hermanas que quedaban
en la casa, que cuidase bien de los niños y salu-
dase a su padre cuando volviese de paseo. Re-
comendó a los pequeños que obedeciesen a
Sofía como si fuese ella misma, lo que muchos
prometieron terminantemente; pero una travie-
sa rubilla, que podría tener unos seis años, se
apresuró a decir: "Pero ella no eres tú, Lota, y
nosotros queremos mejor que seas tú." Los dos
hermanos mayores se habían encaramado en el
coche, y, por mi intercesión, Carlota les permi-
tió acompañarnos hasta la selva, aunque
haciéndoles prometer que se mantendrían fir-
mes y que no se pelearían el uno con el otro.
"Apenas nos habíamos colocado nuestros asien-
tos; apenas las damas habían cambiado el salu-
do y las lisonjas de costumbre sobre los trajes,
especialmente sobre los sombrerillos, y pasado
revista a las personas que debían asistir al baile,
cuando Carlota hizo para el coche y mandó a
sus hermanos apearse. Estos quisieron besarle
de nuevo la mano: el mayor lo hizo con toda la
ternura de un adolescente; el más pequeño, con
tanta viveza como atolondramiento. Les en-
cargó una vez más que saludasen a sus otros
hermanos, y continuamos nuestra marcha.
"La tía de mi pareja preguntó a Carlota si había
concluido el libro que últimamente le había
prestado. "No—dijo ella—, no me gusta, y os lo
devolveré pronto; tampoco el anterior me hizo
mucha gracia." Manifesté curiosidad por saber
de qué libros se trataba, y quedé sorprendido al
contestar Carlota que (2). Encontraba en cuanto
decía un talento nada común; cada palabra
añadía nuevos encantos, nuevos fulgores de
inteligencia a su rostro, y observé que se expli-
caba con tanto más gusto cuanto que veía en mí
una persona que la comprendía.
"Cuando yo era más niña—me dijo—mi lectura
favorita eran las novelas. Dios sabe cuánto pla-
cer experimentaba yo cuando podía sentarme el
domingo en algún rinconcillo para participar
con todo mi corazón de la dicha o de la desgra-
cia de alguna miss Jenni. No quiere esto decir
que este género de literatura haya perdido a
mis ojos todos sus encantos; pero, como ahora
son contadas las veces que puedo leer, cuando
lo hago deseo que la obra esté perfectamente
dentro de mi gusto. El autor que prefiero es
aquel en quien hallo el mundo que me rodea, el
que cuenta las cosas como las veo en torno mío,
el que con sus descripciones, me atrae y me
interesa tanto como mi propia vida doméstica,
que indudablemente no es un paraíso, pero sí
una fuente de dicha inefable para mí."
"Procuré ocultar la emoción que me causaban
estas palabras, pero no lo conseguí por mucho
tiempo, pues cuando la oí hablar, incidental-
mente, del vicario de Wakefield, de... (3), no
pudiendo contenerme, le dije cuanto se me ocu-
rrió en aquel instante, y sólo después de un
rato, al dirigir Calota la palabra a nuestras
compañeras, caí en la cuenta de que éstas hab-
ían permanecido como dos marmolillos, sin
tomar parte en la conversación. La tía me miró
más de una vez con un aire de burla, del que no
hice el menor caso.
"Hablamos entonces del baile. "Si bailar es un
defecto—dijo Carlota—, confieso ingenuamente
que no concibo otro de más atractivos. Cuando
alguna cosa me desvela con exceso y me acerco
a mi clavicémbalo, aunque esté desafinado, me
basta con mal tocar una contradanza para darlo
todo al olvido." "¡Con cuánto embeleso mien-
tras ella hablaba, fijaba yo mi vista en los ojos
negros! ¡Cómo enardecían mi alma la anima-
ción de sus labios y la frescura risueña de sus
mejillas! ¡Cuántas veces, absorto en los magní-
ficos pensamientos que exponía dejé de prestar
atención a las palabras con que se explicaba!
Tú, que me conoces a fondo puedes formar una
idea exacta de todo esto. En fin, cuando el co-
che paró delante de la casa del baile yo eché pie
a tierra completamente abstraído. La hora del
crepúsculo, el laberinto de sueños en que vaga-
ba mi imaginación, todo contribuyó a que ape-
nas hiciese alto en los torrentes de armonía que
llegaban hasta nosotros desde la sala ilumina-
da.
"El señor Audran y un tal... (¿quién puede rete-
ner en la memoria todos los nombres?), que
eran las parejas de la tía y de Carlota, nos reci-
bieron en la puerta y se apoderaron de sus da-
mas, yo los seguí con la mía.
"Comenzamos por bailar varias veces el minué.
Saqué una por una todas las señoras y pude
observar que las que valían menos eran las que
hacían más dengues antes de decidirse a poner-
se a bailar Carlota y su caballero comenzaron
una contradanza inglesa: puedes figurarte el
placer que experimenté cuando le tocó hacer la
figura conmigo. ¡Es preciso verla bailar! Lo
hace con todo su corazón, con toda su alma;
todo su cuerpo está en una perfecta armonía, y
se abandona de tal modo con tanta naturalidad,
que parece que para ella el baile lo resume to-
do, que no tiene otra idea ni otro sentimiento y
que, mientras baila, lo demás se desvanece ante
sus ojos.
"Le pedí la segunda contradanza y me ofreció
la tercera, asegurándome que tendría mucho
gusto en bailar la alemanda. "Aquí es costum-
bre—añadió— cada cual baile la alemanda con
su pareja, pero mi caballero valsa mal y me
agradecerá que le releve de esta obligación.
Vuestra compañera tampoco la sabe ni se cuida
de ello, y he observado, durante la danza ingle-
sa, que bailáis a maravilla. Por lo tanto, si quer-
éis bailar conmigo la alemanda, id a pedirme a
mi caballero mientras yo hablo a vuestra da-
ma." Después le di la mano, y se convino en
que, mientras nosotros bailábamos juntos, su
caballero acompañaría a mi pareja.
"Se comenzó, nos entretuvimos un rato en
hacer diferentes pasos y figuras. ¡Qué gracia,
qué agilidad en sus movimientos! Cuando lle-
gamos al vals y las parejas, como las esferas
celestes, empezaron a girar unas alrededor de
otras, hubo un momento de confusión, porque
son contados los que valsan bien. Tuvimos la
prudencia de dejar pasar el primer ímpetu de
los demás; pero cuando los menos hábiles se
retiraron, nos lanzamos de nuevo y dejamos
bien puesto nuestro pabellón, y seguidos de
otra pareja, que eran Audran y su compañera.
Jamás he sido más ligero; yo era ya un hombre.
Tener en mis brazos a la criatura más amable,
volar con ella como una exhalación, desapare-
ciendo de mi vista todo lo que rodeaba, y...,
Guillermo, te lo diré ingenuamente: me hice el
juramento de que mujer que yo amase, y sobre
la cual tuviera algún derecho, no valsaría jamás
con otro que conmigo; Jamás, aunque me costa-
se la vida. ¿Me comprendes?
"Dimos algunas vueltas por la sala para tomar
aliento; después ella se sentó y le presenté, para
que refrescase, unos limones que yo había se-
parado cuando se hacía el ponche, los únicos
que quedaban. Observé que agradecía mi aten-
ción; pero se hallaba al lado una dama indiscre-
ta, a quien ella ofrecía pedacitos por pura cor-
tesía, y cada uno que tomaba era un puñal que
me atravesaba el corazón. En la tercera contra-
danza inglesa nos tocó ser la segunda pareja.
Cuando concluíamos de hacer la cadena y yo
(¡Dios sabe con cuánta voluptuosidad!) me ad-
hería al brazo de Carlota, fijo en sus ojos, que
brillaban con la cándida expresión del placer
más puro y espontáneo, nos hallamos delante
de una señora que, aunque ya se iba alejando
de lo mas florido de su juventud, me había lla-
mado la atención por cierto aire de amabilidad
que hermoseaba su semblante. Miró a Carlota
sonriendo, hizo como que la amenazaba, y pro-
nunció al paso dos veces el nombre de Alberto,
con un tonillo misterioso.
""¿Puedo dije a Carlota—sin cometer una im-
prudencia preguntaros quién es Alberto?" Iba a
responderme; pero tuvimos que separarnos
para ha cer la gran cadena, y cuando llegamos a
cruzar uno al lado del otro, me pareció que
estaba pensativa.
""¿Por qué os lo he de ocultar?—me dijo al
darme la mano para hacer una figura—. Alber-
to es un joven muy apreciable al cual estoy
prometida."
"Aunque esto no era nuevo para mí, porque lo
había sabido en el coche, me causó tanta sor-
presa como si lo ignorase, y es que no me había
ocupado de tal noticia con relación a Carlota,
que en tan breves instantes llegó a serme tan
querida. En una palabra, me turbé, me descon-
certé y embrollé de tal modo la figura, que, sin
la presencia de ánimo de Carlota y la oportuni-
dad con que enmendaba mis torpezas, no se
hubiera podido continuar la contradanza. Aún
duraba el baile cuando los relámpagos que
desde mucho antes esclarecían el horizonte, y
que yo achacaba sin cesar a ráfagas de calor se
hicieron más intensos, y el ruido del trueno
apagaba el de la música. Tres señoras, seguidas
de sus caballeros, abandonaron la contradanza,
se generalizó el desorden y enmudecieron los
instrumentos. Cuando repentino pavor o acci-
dente imprevisto nos sorprende en medio de
los placeres, producen en nosotros, y es natural,
una impresión más honda que de ordinario ya
sea por el contraste que se destaca vigorosa-
mente, ya porque, una vez abiertos nuestros
sentidos a las emociones, adquieren una sensi-
bilidad exquisita. A esta causa debo atribuir los
gestos extraños que vi hacer entonces a muchas
señoras. La más prudente corrió a sentarse en
un rincón, tapándose los oídos y volviendo la
espalda hacia la ventana; otra se arrodilló de-
lante de ella y escondió la cabeza en su regazo;
una tercera se metió entre las dos ventanas y
abrazaba a sus hermanitas, vertiendo torrentes
de lágrimas. Algunas querían volverse a sus
casas; otras, que estaban más amilanadas, ni
siquiera tenían ánimo para reprimir la audacia
de los astutos jóvenes, que se ocupaban afano-
sos en robar de los labios de las bellas afligidas
las temidas plegarias que dirigían al cielo. Al-
gunos hombres habían salido a fumarse tran-
quilamente una pipa, y los demás de la reunión
acogieron con júbilo la feliz idea que tuvo la
dueña de la casa de trasladarnos a otra pieza
donde las ventanas tenían postigos y colgadu-
ras. Carlota, apenas entramos en la nueva habi-
tación, hizo poner las sillas en corro y propuso
un juego. Vi que varios caballeros, enderezán-
dose como para indicar que estaban prontos, se
relamían de gusto, soñando ya en las sentencias
de las prendas. "Jugamos a contar —dijo ella—.
Pestadme atención. Yo iré pasando por toda la
rueda, siempre de derecha a izquierda y voso-
tros al mismo tiempo contaréis desde uno hasta
mil, diciendo a mi paso cada cual el número
que le toque. Debe contarse muy de prisa, y el
que titubee o se equivoque recibirá un bofetón."
Nada más divertido. Carlota, con el brazo ex-
tendido, echó a andar dentro del corro. "¡Uno!",
dijo el primero. "¡Dos!", el segundo. "¡Tres!", el
que estaba al lado, y así sucesivamente. Ella fue
poco a poco acelerando sus pasos, aquello ya
no era andar: volaba. Uno se equivocaba. ¡Plaf!,
bofetón; el que le sigue lanza una carcajada.
¡Plaf!, nuevo bofetón y Carlota corriendo cada
vez más. A mí me alcanzaron dos sopapos, y
con inefable placer creí haber notado que me
los aplicaba más fuerte que a los otros. El juego
concluyó en medio de una risa y una algazara
general antes que la cuenta hubiese llegado al
número mil. Las personas que tenían más inti-
midad formaron conversación aparte; la tem-
pestad había cesado, y yo seguí a Carlota, que
se volvió a la sala. En el camino me dijo: "Los
bofetones han hecho que se olviden de la tem-
pestad y de todo." Nada pude contestarle. "Yo
era—prosiguió—una de las más miedosas; pero
aparentando valor para animar a los demás,
llegué a tenerlo de veras." Nos acercamos a la
ventana; se oían truenos lejanos y el ruido apa-
cible de una abundante lluvia que caía sobre los
campos. Una atmósfera tibia nos acaricia con
oleadas de los más suaves perfumes.
"¡Carlota había apoyado los codos en el marco
de la ventana y miraba hacia la campiña, luego
levantó los ojos al cielo; después los fijó en mí y
vi que los tenía cuajados de lágrimas; por fin,
puso su mano sobre la mía y exclamó: "¡Oh
Klopstock!" (4).
"Abismado en un torrente de emociones que
esta sola palabra despertó en mi espíritu, re-
cordé al instante la oda sublime que ocupaba a
la sazón el pensamiento de Carlota. No pude
resistir: me incliné sobre su mano, se la llené de
besos y de lágrimas de placer, y volvieron mis
ojos a encontrarse con los suyos. ¡Oh insigne
poeta! Esta sola mirada, que debías haber visto,
basta para tu apoteosis. ¡Ojalá no vuelva yo a
oír pronunciar tu nombre tan frecuentemente
pronunciado!"
19 DE JUNIO
"¿En qué punto de mi relato quedé el otro día?
No lo recuerdo. y sólo puedo decirte que eran
las dos de la madrugada cuando me acosté, y
que, si en vez de escribirte, hubiera podido
hablarte, alcaso te hubiera hecho pasar toda la
noche en claro.
"Nada te he dicho aún de lo que sucedió a
nuestro regreso del baile, ni hoy tengo disponi-
ble el tiempo que necesitaría para hacerlo.
"El día amaneció deslumbrador. Algunas gotas
de agua caían de las hojas de los árboles, y la
campiña hacía gala de vivificante humedad.
Nuestras compañeras de viaje comenzaron a
dar cabezadas y Carlota me dijo que, si yo
quería hacer otro tanto, no lo dejase por ella.
"Mientras vea esos ojos abiertos—le contesté,
fijando en ella mi mirada—no hay peligro de
que yo me duerma."
"Uno y otro hemos llegado despiertos a su casa.
La criada le abrió la puerta sin hacer ruido, y
habiéndole preguntado Carlota por su madre y
hermanitos, aseguró que todos seguían bien y
durmiendo a pierna suelta. Despedíme de ella,
pidiéndole permiso para volver a verla el mis-
mo día. Me lo concedió, fui, desde entonces
bien pueden el sol, la luna y las estrellas reco-
rrer sosegadamente sus órbitas, sin que yo sepa
si es de día o de noche, porque todo el universo
ha desaparecido ante mis ojos."

21 DE JUNIO
Paso unos días tan felices como los que Dios
reserva a sus elegidos, y sucédeme lo que me
suceda, no podré decir que no he saboreado los
placeres más puros de la vida. Me he estableci-
do enteramente en mi retiro de Wahlheim que
ya conoces, allí no me separa más que media
legua de distancia de la casa de Carlota; allí
estoy siempre contento, y gozo cuanto el hom-
bre puede gozar en la tierra.
"Cuando elegí a Wahlheim por límite de mis
excursiones, ¿cómo hubiera yo podido figu-
rarme que estuviese tan cerca del cielo? ¡Cuán-
tas veces, prolongando mis largos paseos, he
visto más allá del río, ora desde la cima de la
montaña, ora desde lo hondo del valle, esa casa
de campo que hoy es el centro de todos mis
deseos!
"He hecho, mi querido Guillermo, mil reflexio-
nes sobre el afán con que el hombre trata de
extenderse fuera de sí mismo, de hacer nuevos
descubrimientos y de correr sin objetivo fijo;
después he meditado sobre la oculta inclinación
que le nace buscarse límites y seguir el camino
trillado, sin cuidarse de lo que hay a derecha o
izquierda. Cuando yo vine aquí y contemplé
desde la colina este hermoso valle, me atrajo
hacia él un encanto inconcebible... Allá abajo, el
bosquecillo... ¡Ah, si tú pudieras descansar a su
sombra! Allá arriba, la cumbre de la montaña.
¡Ah, si tú pudieras contemplar desde ella este
soberbio paisaje! Y estas cordilleras de colinas,
y estos valles solitarios... ¡Oh, quién pudiera
perderse en su seno!... Yo iba y venía sin encon-
trar jamás lo que buscaba. Con lo que está dis-
tante de nosotros sucede lo que con el porvenir.
Un horizonte inmenso y oscuro se extiende
delante de nuestro espíritu; en él, a la par que
nuestras miradas, se sumergen nuestros senti-
mientos, y, ¡ay!, ardemos en deseos de entre-
garle por completo nuestro ser, soñando sabo-
rear en toda su plenitud las delicias de una sen-
sación grande, sublime, sin igual. Pero cuando
hemos corrido para llegar, cuando el allí se ha
convertido en aquí, vemos que todo es como
era antes; permanecemos en nuestra miseria,
encerrados en el mismo círculo, y el alma sus-
pira por la ventura que acaba de escapársele
una y otra vez.
"Por eso el hombre más inquieto y vagabundo
vuelve al fin los ojos hacia su patria, y halla en
su lugar, en los brazos de su esposa, en medio
de sus hijos, entregado a los cuidados que se
impone para el bien de tan queridos seres, la
dicha que en vano ha buscado por toda la tie-
rra.
"Cuando al despuntar el día me pongo en ca-
mino para ir a mi nido de Wahlheim, y en el
jardín de la casa donde me hospedo cojo yo
mismo los guisantes, y me siento para quitarles
las vainas al mismo tiempo que leo a Homero;
cuando tomo un puchero en la cocina, corto la
manteca, pongo mis legumbres al fuego y me
coloco cerca para menearlas de vez en cuando,
entonces comprendo perfectamente que los
orgullosos amantes de Penélope puedan matar,
descuartizar y asar por sí mismos los bueyes y
los cerdos. No hay nada que me llene de ideas
más pacíficas y verdaderas que estos rasgos de
costumbres patriarcales, y, gracias al cielo,
puedo emplearlos, sin que sea afectación, en mi
método de vida.
"¡Cuán feliz me considero con que mi corazón
sea capaz de sentir el inocente y sencillo regoci-
jo del hombre que sirve en su mesa la col que él
mismo ha cultivado, y que, además del placer
de comerla, tiene otro mayor recordando en
aquel instante los hermosos días que ha pasado
cultivándola, la alegre mañana en que la plantó,
las serenas tardes en que la regó, y el gozo con
que la veía medrar de día en día."

29 DE JUNIO
"El médico de la ciudad estuvo anteayer en casa
del Juez y me halló, entre los hermanos de Car-
lota, echado en el suelo, donde unos gateaban
sobre mí, otros me pellizcaban y yo les hacía
cosquillas, formando todos juntos un ruido
espantoso. El doctor, sabio maniquí que mien-
tras se arregla los puños y una chorrera que
vale por dos, juzgó mi faena indigna de un
hombre de seso; lo conocí en su semblante. Sin
turbarme ni mucho menos, le dejé mascullar
estupendos discursos, ocupándome, entre tan-
to, en levantar los castillejos de naipes de los
niños que éstos habían echado por tierra; él se
apresuró a decir en la ciudad que los hijos del
juez estaban muy mal criados, y que Werther
acaba de echarlos a perder.
"Sí, querido Guillermo, no hay nada en el mun-
do que interese a mi corazón tanto como los
niños. Cuando los observo y descubro en estos
diablillos los gérmenes de todas las virtudes, de
todas las facultades que algún día les serán
necesarias; cuando veo en su terquedad la cons-
tancia y la entereza futuras en su travieso des-
enfado el buen humor y la indiferencia con que
más adelante sortearán los peligros de la vida...,
todo esto tan puro tan entero...., entonces repito
siempre, las admirables palabras del gran ma-
estro de los hombres: "¡Si no os hacéis semejan-
tes a uno de ellos!" Y, sin embargo, amigo mío,
nosotros tratamos como a esclavos a estas cria-
turas, que son nuestros iguales, y que debíamos
tomar por modelos. No les concedemos volun-
tad propia; pero ¿la tenemos nosotros? ¿Cuál
es, pues, nuestra prerrogativa? ¿Acaso consiste
en la mayor edad e inteligencia? ¡Oh Dios eter-
no! Desde tu cielo ves niños viejos, niños jóve-
nes, y nada más. Hace mucho tiempo que tu
Hijo nos hizo saber cuáles son los que Tú pre-
fieres. Pero los hombres creen en Él y no le es-
cuchan—ésta es también una añeja costum-
bre—y hacen a sus hijos como ellos son y...
"Adiós, Guillermo: no quiero desatinar más
sobre esta materia."

1 DE JULIO
"Mi corazón, que sufre más que el que se con-
sume en el lecho del dolor, comprende lo útil
que debe de ser Carlota para un enfermo. Ésta
va a pasar ahora algunos días en la ciudad,
cuidando a una excelente señora, que, al decir
de los médicos, está cerca de su fin, y desea
llegar al amargo trance en brazos de mi amiga.
La semana pasada hicimos una visita al cura de
***, aldehuela situada en la montaña, a una le-
gua de aquí, Carlota llevaba consigo a la mayor
de sus hermanas, cuando entramos en el patio
de la casa, al que daban sombra dos grandes
nogales; el buen anciano estaba sentado en un
escaño, delante de la puerta. Pareció reanimar-
se a la vista de Carlota; olvidó su nudoso
bastón, y se arriesgó a salir a recibirla. Carlota
corrió hacia él le obligó a sentarse, haciéndolo
ella a su lado: le dio mil recuerdos de parte de
su padre y besó al hijo del cura, que es un me-
quetrefe muy mimado y muy sucio. Si tú la
hubieses visto cómo entretenía al pobre viejo,
cómo alzaba la voz para hacerla penetrar en sus
oídos casi embotados; cómo le hablaba de jóve-
nes robustos que habían muerto de repente, y
de la excelencia de las aguas de Carlsbad,
aprobando la intención que tenía el cura de ir a
tomarlas el verano del año siguiente; cómo le
manifestaba que tenía mejor semblante y un
aire más animado que la última vez que se hab-
ían visto... Mientras tanto, yo ofrecí mis respe-
tos a la mujer del sacerdote. Este se había pues-
to más contento que unas pascuas, y no pu-
diendo yo resistir el deseo de alabar los hermo-
sos nogales que nos daban agradabilísima
sombra, emprendió, no sin algún trabajo, la
tarea de contarnos su historia.
""No sabemos—dijo—quién ha plantado el más
viejo; unos dicen que fue tal cura, otros, que tal
otro. El más joven tendrá cincuenta años cuan-
do llegue octubre: es de la edad de mi mujer. Su
padre, que me precedió en este curato, lo
plantó una mañana, y ella vino al mundo la
noche del mismo día. No podré deciros cuánto
quería él este árbol; pero os diré que no lo quie-
ro yo menos. Siendo un pobre estudiante, vine
aquí por primera vez hace veintisiete años; la
que hoy es mi mujer estaba haciendo media
debajo del nogal, sentada sobre una viga."
"Habiéndole preguntado Carlota por su hija,
dijo que había ido con el señor Schmidt al llano
a ver a los trabajadores; luego continuó su dis-
curso, refiriéndonos cómo le habían tomado
cariño en aquella casa, cómo llegó a ser vicario
de su antecesor y cómo, por último, lo había
reemplazado. Apenas dio punto a su relato,
cuando vimos llegar por el jardín a su hija,
acompañada del señor Schmidt. Saludó a Car-
lota con la mayor cordialidad, y debo confesar
que me fue muy simpática. Es una morenita
vivaracha y esbelta, capaz de hacer pasar a
cualquiera en el campo una deliciosa tempora-
da. Su novio (pues el señor Schmidt se presentó
desde luego como tal) es un joven de buen as-
pecto, pero taciturno; en vano le incitó varias
veces Carlota a que tomase parte en nuestra
conversación. Lo que más me enfadó fue que
creí notar en su tono que aquella tenacidad con
que se oponía a comunicarse, no era hija de la
falta de talento, sino del capricho y el mal
humor. Por desgracia, tuve bien pronto ocasión
para convencerme de ello; pues mientras Fede-
rica paseaba y charlaba con mi amiga, e inci-
dentalmente conmigo, la cara del señor
Schmidt, que era de suyo algo morena tomó un
tinte sombrío, tan pronunciado, que Carlota se
vio en el caso de llamarme la atención y hacer-
me comprender que no debía mostrarme tan
galante con aquella joven. No hay nada que me
disguste tanto como ver a los hombres martiri-
zarse unos a otros, sobre todo cuando en la flor
de la edad, pudiendo abrirse fácilmente los
corazones a todos los deleites del contento,
pierden por tonterías aquellos días hermosos,
sin percatarse hasta muy tarde de que semejan-
te prodigalidad no tiene reparación posible.
Esta idea me atormentaba, y cuando al anoche-
cer volvimos al presbiterio y nos sentamos a
una mesa, donde nos sirvieron lacticinios,
aprovechando la circunstancia de estar hablan-
do sobre los placeres y penas de la vida, troné
con todas mis fuerzas contra el mal humor.
"Los hombres—dije—nos quejamos con fre-
cuencia de que son muchos más los días malos
que los buenos, y me parece que casi nunca nos
quejamos con razón. Si nuestro corazón estu-
viera siempre dispuesto para gozar de los bie-
nes que Dios nos dispensa cada día, tendríamos
bastante fuerza para soportar los males cuando
se presentan."
""El buen o mal humor no obedece a nuestra
voluntad—exclamó la mujer del cura—. ¡Cuán-
tas cosas hay que dependen del cuerpo ! ... To-
do nos fastidia cuando no estamos bien."
"Manifesté que pensaba lo mismo, y añadí:
""Consideremos ese fastidio como una enfer-
medad, y veamos si hay manera de curarla."
""Eso es hablar razonablemente—dijo Carlota—
y por mi parte, creo que podemos hacer mucho:
hablo por experiencia. Cuando alguna cosa me
mortifica y comienzo a ponerme triste, corro a
mi jardín, me paseo tarareando algunas contra-
danzas, y se acabó la pena."
""Eso quería yo decir—repuse al instante—.
Sucede con el mal humor lo que con la pereza.
Hay una especie de pereza a la cual propende
nuestro cuerpo, lo que no impide que trabaje-
mos con ardor y encontremos un verdadero
placer en la actividad, si conseguimos una vez
hacernos superiores a esa propensión".
"Federica estaba muy contenta: su novio me
replicó que no siempre es el hombre dueño de
sí mismo, y sobre todo, que no hay remedio
conocido para manejar los sentimientos.
""Aquí se trata—respondí—de una sensación
desagradable, que ninguno querría experimen-
tar, y mal podemos conocer la extensión de
nuestras fuerzas si no las ponemos a prueba.
Todo el que está enfermo consulta con los
médicos, y nunca rechaza el tratamiento más
penoso ni las medicinas más amargas, si cree
recobrar la salud que desea."
"Adivirtiendo que el buen anciano aplicaba el
oído para participar en la conversación, levanté
la voz, y le dirigí estas palabras:
""Se predica contra muchos vicios; pero no sé
que nadie haya predicado contra el mal
humor." (5).
""Esto toca a los párrocos de las ciudades—dijo
el padre de Federica—; los aldeanos no tienen
ni noticia de tal achaque. Sin embargo, no
vendría mal alguna que otra vez un sermoncito:
a lo mejor, seria una lección para el juez y para
nuestras mujeres."
"Todos nos reímos de este final; él mismo hizo
lo propio, y tanto que rompió a toser, con lo
cual quedó interrumpida la conversación por
algunos minutos. Después tomó la palabra el
señor Schmidt, y me dijo:
""Habéis dado el nombre de vicio al mal
humor, y me parece que eso es exagerar."
""De ningún modo—repliqué—, ¿cómo he de
calificar una cosa que daña a nuestro prójimo y
a nosotros mismos? ¿No basta con que no po-
damos hacernos felices los unos a los otros? ¿Es
también preciso que acabáremos al placer que
cada uno puede procurarse aún a sí propio?
Citadme un atrabiliario que sepa disimular su
mal humor y soportarlo sólo para no turbar la
alegría de los que le rodean. ¿no es más bien un
despecho oculto, hijo de nuestra pequeñez, un
descontento de nosotros mismos loca vanidad?
Vemos gente feliz que no nos debe su felicidad,
y esto nos es insoportable."
"Carlota me miró, riéndose de la vehemencia
conque yo hablaba y una lágrima que sorprendí
en los ojos de Federica me animó a continuar:
""¡Mal hayan—dije—aquellos que utilizan el
imperio que tienen sobre un corazón, para
arrancarle las alegrías inocentes que brotan en
él! Todos los dones, todos los agasajos posibles,
no bastan para pagar un instante de placer es-
pontáneo que suele convertir en amargura la
envidiosa suspicacia de nuestro verdugo."
"Mi corazón estaba lleno de pasión en este
momento, mil recuerdos acudieron a mi alma,
y el llanto se agolpó en mis ojos.
"Continué: "¿Por qué no hemos de decirnos
cada día: todo lo que puedes hacer por tus ami-
gos es respetar sus placeres y aumentarlos to-
mando parte en ellos? ¿Puedes acaso ofrecerles
una gota de bálsamo consolador, cuando sus
almas se hallan atormentadas por una pasión
que aflige, despedazadas por el dolor?... ¡Y
cuando la última, la más espantosa enfermedad
sorprenda a quien hayas atormentado en sus
horas de dicha cuando en el lecho, en el más
triste abatimiento levante al cielo sus apagados
ojos, y el sudor de la muerte se apodere de su
frente lívida, y tú, de pie junto a la cama como
un condenado, veas que nada puedes con todo
tu poder y sientas filtrarse la angustia hasta el
fondo de tu alma, pensando que lo darías todo
por depositar en el seno del moribundo un
átomo de alivio, una chispa de valor!..."
"Estas palabras me hicieron recordar de una ma
nera vigorosa un suceso parecido que yo había
presenciado. Me alejé del grupo, llevándome el
pañuelo a los ojos, y sólo volví en mí cuando la
voz de Carlota me gritó:
"¡Vámonos!"
"¡Cómo me ha regañado durante el camino, por
dedicar a todo un entusiasmo vehemente! ...
Dice que esto me matará si no consigo domi-
narme. ¡Oh, no, ángel mío! Yo quiero vivir para
ti."

6 DE JULIO
"Carlota está siempre al lado de su moribunda
amiga, y siempre es la misma; siempre esta
criatura afable y benéfica, cuya mirada, donde-
quiera que se fija, dulcifica el dolor y hace feli-
ces a las personas. Ayer tarde fue a pasearse
con Mariana y la pequeña Amelia. Yo lo sabía,
me reuní con ellas y caminamos juntos. Des-
pués de haber andado como una legua y media,
volvimos hacia la ciudad, y llegamos a la fuen-
te, que ya me gustaba mucho y que ahora me
gusta mil veces más.
"Sentóse Carlota sobre el pequeño muro, los
demás estábamos de pie delante de ella. Miré
alrededor, y me acordé del tiempo en que mi
corazón estaba solitario. "¡Fuente querida!—me
dije a mí mismo—; ¡cuánto tiempo hace que no
he gozado de tu frescura, y cuántas veces, pa-
sando de prisa junto a ti ni siquiera te he mira-
do!" Bajé los ojos y vi que subía la pequeña
Amelia con un vaso de agua, cuidando de no
verterlo.
"Miré a Carlota y comprendí todo lo que ella es
para mí. En esto, llegó Amelia con su vaso; Ma-
riana quiso quitárselo.
"¡No!—exclamó la niña con la más dulce expre-
sión—, ¡No! Lota, tú has de beber antes que
nadie."
"La verdad, la bondad con que aquella muñeca
pronunció estas palabras, me arrebataron hasta
el punto de que, para expresar mis sentimien-
tos, no supe hacer otra cosa que tomarla en mis
brazos y besarla con tanta efusión, que empezó
a gritar y a llorar.
""Eso no está bien hecho," me dijo Carlota.
"Quedéme confuso.
""Ven, Amelia—prosiguió, cogiéndola de la
mano y haciéndole bajar los escalones—. Láva-
te en seguida en esa agua fresca, y no te suce-
derá nada." Fijé mi atención en la niña, que afa-
nosa se frotaba las mejillas con sus manos mo-
jadas, convencida de que la fuente milagrosa la
limpiaría de toda mancha, quitándole la afrenta
de haber sido tocada por una barba impura.
Carlota le decía: "¡Basta ya!" Y ella continuaba
frotándose con nuevo brío, como si mientras
más lo hiciese, fuera mejor. Guillermo, te ase-
guro que no he asistido a ninguna ceremonia
con más respeto... Y cuando Carlota subió, de
buena gana me hubiera prosternado a sus pies,
como ante los de un profeta redentor de los
pecados de un pueblo. No pude resistirme al
deseo de contar por la noche lo sucedido, con
toda la alegría de mi corazón, a uno que yo
creía sensible, porque tiene agudeza. ¡Cómo me
equivocaba! Censuró la conducta de Carlota,
dijo que no se debía hacer creer nada a los ni-
ños; que estos abusos eran origen de errores y
supersticiones sin número, que hay necesidad
de evitar desde muy temprano... Entonces re-
cordé que ocho días antes había hecho este
charlatán bautizar a un niño, por lo cual, oyén-
dole como el que oye llover, seguí siendo fiel
con todo mi corazón a esta verdad: preciso
obrar con los niños como obra con nosotros el
Señor, que nunca nos hace más felices que
cuando nos deja embriagarnos con una ilusión
agradable."

8 DE JULIO
"¡Qué niños somos! ¡Con qué vehemencia sus-
piramos por una mirada! Habíamos ido a pie a
Wahlheim, las señoras salieron en coche, y du-
rante nuestro paseo creí ver en los ojos negros
de Carlota... Soy un loco: perdóname. Sería
preciso que vieras estos ojos. Abreviaré, porque
el sueño cierra los míos.
"Las señoras subieron en el coche, y al lado es
tábamos el joven W., Selstadt, Audran y yo.
Charlaban por la portezuela con estos jóvenes
aturdidos que son, por cierto, locos y superfi-
ciales. Yo buscaba los ojos de Carlota. ¡Ay!, sus
miradas vagaban ya a un lado, ya a otro, sin
dirigirse a mí, que sólo de ella me ocupaba. Mi
corazón le dijo adiós mil veces; pero ella no me
veía. Pasó el coche, y una lágrima humedeció
mis párpados. Lo seguí con la vista. Carlota
sacó la cabeza por la portezuela y se volvió a
mirar.... ¡Ah!..., ¿era a mí? Amigo mío, floto en
esta incertidumbre; esto me consuela. Acaso
volvió para verme; acaso... Buenas noches. ¡Oh,
qué niño soy!"

10 DE JULIO
"Quisiera que vieses la cara estúpida que pongo
cuando la gente habla de Carlota, y, sobre todo
cuando me preguntan si me gusta. ¡Gustarme!
Odio de muerte esta palabra. ¿Qué hombre
habrá a quien no le guste, a quien no le robe el
pensamiento, todo el corazón?... ¡Gustar! El
otro día me preguntaron si Ossian me gustaba."

11 DE JULIO
"La señora M.... está muy mala. Ruego a Dios
por su vida, porque sufro viendo que Carlota
sufre. No la veo sino alguna vez en casa de una
de sus amigas donde hoy me ha contado una
historia singular. El señor M... es un viejo ava-
ro, perverso y repugnante, que ha tenido ator-
mentada y muy sujeta a su mujer toda la vida;
ella, sin embargo, ha sabido sacar fruto de su
situación. Habiéndola desahuciado el médico
hace algunos días, mandó a llamar a su marido,
y, en presencia de Carlota, le habló en estos
términos: "Debo confesarte una cosa que, des-
pués de mi muerte, podría ser motivo de in-
quietud y pesares. Hasta hoy he gobernado la
casa con todo el orden y economía posible; pero
debo pedirte perdón porque te he engañado
durante treinta años. Desde nuestro casamiento
fijaste una cantidad muy pequeña para los gas-
tos de comida y demás de la casa. Cuando ésta
ha prosperado, y nuestros negocios han levan-
tado el vuelo, no he podido lograr que aumen-
tes la suma destinada para cada semana; tú
sabes que en el tiempo de nuestros mayores
gastos me obligabas a atender a todo con un
florín diario. He obedecido sin replicar, y cada
semana he tomado del cofre del dinero lo in-
dispensable para cubrir mis atenciones, segura
de que jamás se sospecharía que una mujer
robase a su marido. Nada he malgastado, y sin
hacer esta confesión hubiera entrado tranquila
en la eternidad; pero sé que la que me suceda
en el gobierno de la casa no podrá manejarse
con lo poco que tú das, y no quiero que llegues
a echarle en cara que tu mujer se contentaba
con ello.
"He hablado con Carlota sobre la increíble ce-
guera que hace que un hombre no sospeche
manejo alguno en una mujer que con siete flo-
rines cubre de domingo a domingo todos los
gastos cuando se ve que éstos pasan del doble.
Sin embargo, conozco gente que hubiera reci-
bido en su casa, sin asombrarse, la inagotable
cántara de aceite del profeta."

13 DE JULIO
"No, no me engaño: leo en sus ojos negros el
verdadero interés que le inspiran mi persona y
mi suerte. Conozco, y en esto debo creer en mi
corazón, que ella... ¡Oh! ¿Podré y me atreveré a
expresar en estas palabras la dicha que siento?
Conozco que me ama.
"¡Soy amado!... ¡Si vieras cómo me ofreció aho-
ra; si vieras..., te lo diré, porque tú sabrás com-
prenderme: si vieras lo mucho más que valgo a
mis propios ojos desde que soy dueño de su
amor! Somos realmente el uno del otro por sen-
timiento o sólo por vanidad? No conozco hom-
bre alguno capaz de robarme el corazón de
Carlota, y, a pesar de ello cuando ésta habla de
su futuro esposo, con todo el calor, con todo el
amor posible, me hallo como el desgraciado a
quien despojan de todos sus títulos y honores,
y le obligan a entregar su espada."

16 DE JULIO
"¡Ah qué sensación tan grata inunda todas mis
venas cuando por casualidad mis dedos tocan
los suyos, o nuestros pies se tropiezan debajo
de la mesa! Los aparto como de un fuego, y una
fuerza secreta me acerca de nuevo a pesar mío.
El vértigo se apodera de todos mis sentidos, y
su inocencia su alma cándida, no le permiten
siquiera imaginar cuánto me hacen sufrir esta
insignificantes familiaridades. Si pone su mano
sobre la mía cuando hablamos, y si en el calor
de la conversación se aproxima tanto a mí que
su divino aliento se confunde con el mío, creo
morir herido por el rayo, Guillermo y este cielo,
esta confianza, si llego a atreverme... Tú me
entiendes. No, mi corazón no está tan corrom-
pido. Es débil, demasiado débil... Pero, en esto,
¿no hay corrupción?
"Carlota es sagrada para mí. Todos los deseos
se desvanecen en su presencia. Nunca sé lo que
experimento cuando estoy a su lado: creo que
mi alma se dilata por todos mis nervios.
"Hay una sonata que ella ejecuta en el cla-
vicémbalo con la expresión de un ángel: ¡tiene
tal sencillez y tal encanto! Es su música favorita
y le basta tocar su primera nota para alejar mi
zozobra cuidados y aflicciones.
"No me parece inverosímil nada de lo que se
cuenta sobre la antigua magia de la música
¡Cómo me esclaviza este canto sencillo! ¡Y cómo
sabe ella ejecutarlo en aquellos instantes en que
yo sepultaría contento una bala en mi cabeza!
Entonces, disipándose la turbación y las tinie-
blas de mi alma, respiro con más libertad."

18 DE JULIO
"Guillermo, sin el amor, ¿qué sería el mundo
para nuestro corazón? Lo que una linterna
mágica sin luz. Apenas se introduce la lampari-
lla, cuando las imágenes más variadas aparecen
en el lienzo diáfano. Y aunque el amor no sea
otra cosa que fantasmas pasajeros, esto basta
para labrar nuestra dicha cuando, deteniéndo-
nos a contemplarlos como niños alegres, nos
extasiamos con tan maravillosas ilusiones. Hoy
no he podido ir a casa de Carlota; una visita
inevitable lo ha impedido.
"¿Qué hacer? He enviado a mi criado, sin más
objeto que el de tener cerca de mi a alguno que
la haya visto hoy. ¡Con cuánta impaciencia le
he esperado! ¡Con qué alegría he vuelto a verle!
Le hubiera besado, a no ser el colmo de la locu-
ra.
"Cuentan que la piedra de Bolonia, cuando se
pone al sol absorbe los rayos y puede luego
alumbrar parte de la noche: en este caso se
hallaba mi criado para mí. La idea de que los
ojos de Carlota se habían fijado en su cara, en
sus mejillas, en los botones de su casaca y en el
cuello de su abrigo, hacía todo esto tan sagrado
y tan precioso para mí, que en aquel momento
no hubiera yo dado a mi sirviente por mil es-
cudos. Su presencia me llenaba de gozo. ¡Dios
te libre de reírte! Guillermo, ¿se puede llamar
ilusiones a lo que nos hace felices?"

19 DE JULIO
"¡La veré!, exclamo con júbilo por la mañana
cuando, al despertarme lleno de alegría, dirijo
mis miradas hacia el naciente sol; ¡la veré!, y no
tengo otro deseo en todo el día. Lo demás des-
aparece ante esta esperanza."

20 DE JULIO
"Vuestra idea de que me vaya con el embajador
de... no es aún la mía. No me gusta depender
de nadie, y, además, sabemos que ese hombre
es áspero en su trato. Dices que mi madre se
alegrará de verme ocupado. Deja que me ría.
¿No tengo ya bastante que hacer? Y, en el fon-
do, ¿no es lo mismo que yo cuente guisantes
que lentejas? Todas las cosas de este mundo
vienen a parar en bagatelas, y el que por com-
placer a los demás, contra su gusto y sin nece-
sidad, se fatiga corriendo tras la fortuna, los
honores u otra cosa cualquiera, es siempre un
loco."

24 DE JULIO
"Dado el interés que manifiestas en que no des-
cuide el dibujo, casi preferiría callarme a decirte
que desde hace mucho tiempo apenas me he
ocupado de tal cosa.
"Jamás he sido tan feliz; jamás me ha impresio-
nado la naturaleza tan profundamente: hasta
una piedrecilla, un tallo de hierba..., y, sin em-
bargo, no sé cómo expresarme. ¡Mi imaginación
está tan débil! Todo vaga y oscila ante mí de tal
modo, que ni siquiera puedo captar un contor-
no. A pesar de ello, me figuro que, si tuviese
barro o cera, modelaría perfectamente cuanto
concibo. Si esto dura, me entretendré con barro
común, aunque no haga más que bolitas.
"Tres veces he comenzado el retrato de Carlota,
y las tres me ha salido mal. Esto me es tanto
más sensible cuanto que hace poco tiempo tenía
yo gran facilidad para sacar el parecido. Últi-
mamente he hecho su retrato de perfil; preciso
será que me contente con él."

25 DE JULIO
"Si, Carlota, yo cuidaré de todo y lo arreglaré
todo; sólo os pido que me deis más encargos y
con más frecuencia. También tengo que haceros
una súplica: no uséis la salvadera cuando me
escribáis. He besado con efusión la carta de
hoy, y todavía rechina la arenilla entre mis
dientes."
26 DE JULIO
"Más de una vez me he propuesto no verla tan
a menudo, pero ¿quién podría cumplirlo? To-
dos los días me vence la tentación, y todos
también me digo a mí mismo solemnemente:
"Mañana no iré"; pero, cuando mañana se vuel-
ve hoy, hallo un nuevo y poderoso motivo que
me conduce a su casa antes de haberme dado
cuenta de ello. Ya porque me ha preguntado
por la noche si nos veremos al día siguiente, y
sería una grosería no ir; ya porque me ha hecho
algún encargo y quiero yo mismo decirle el
resultado; ya porque, estando la mañana deli-
ciosa, me voy a Wahlheim, desde donde sólo
falta media legua para llegar a su casa, y su
atmósfera me atrae..., ¡zas!, me planto allí de un
brinco. Sabía mi abuela un cuento de una mon-
taña de imán: los bajeles que se acercaban de-
masiado perdían de pronto todo el herraje; los
clavos volaban hacia la montaña, y los pobres
marineros perecían entre las tablas, que se iban
sumergiendo unas tras otras."

30 DE JULIO
"Alberto ha llegado y yo me marcharé. Aunque
él fuese el mejor y más noble de los hombres, y
yo me reconociera inferior bajo todos concep-
tos, me sería insoportable que a mi vista pose-
yese tantas perfecciones. ¡Poseer! ... Basta, Gui-
llermo; el novio está aquí. Es joven bueno y
honrado a quien nadie puede dejar de querer.
Felizmente, yo no he presenciado la llegada: me
hubiera desgarrado el corazón. Es tan generoso,
que ni una sola vez se ha atrevido aún a abra-
zar a Carlota en mi presencia. ¡Dios se lo pague!
La respeta tanto, que debo quererle. Se muestra
muy afectuoso conmigo, y supongo que esto es
más obra de Carlota que efecto de su propia
inclinación; las mujeres son muy mañosas en
este punto y están en lo firme; cuando pueden
hacer que dos adoradores vivan en buena in
teligencia, lo que sucede pocas veces lo hacen, y
el provecho, indudablemente, es para ellas.
"Sin embargo, no puedo rehusar mi estimación
a Alberto. Su exterior tranquilo forma marcadí-
simo contraste con mi carácter turbulento, que
en vano desearía ocultar. Tiene una sensibili-
dad exquisita y no desconoce el tesoro que po-
see con Carlota. Parece poco dado al mal
humor, que, como sabes es el vicio que más
detesto.
"Me juzga hombre de talento, y mi amistad con
Carlota, unida al vivo interés que pone en todas
sus cosas, da más valor a su triunfo y la quiere
cada vez más. No me meteré en averiguar si
suele atormentarla a solas con tal o cual chispa-
zo de celos; pero confieso que si yo estuviese en
su lugar, no dejaría de sentirlos
"Sea lo que quiera, la alegría que yo experimen-
taba al lado de Carlota se ha desvanecido. ¿Diré
que esto es locura o ceguera? Pero ¿qué impor-
ta el nombre? La cosa no puede ser más clara.
No sé hoy nada que no supiera antes de la lle-
gada de Alberto; no ignoraba que no debía
formar ninguna pretensión respecto a Carlota y
tampoco la había formado..., quiero decir que
únicamente sentía lo que es inevitable sentir al
contemplar tantos hechizos, y así y todo, no sé
qué me pasa al ver que el otro llega y se alza
con la dama.
"Estoy que bramo, y mandaré a paseo a todo el
que diga que debo resignarme, y que esto no
podía suceder de otro modo... ¡Vayan al diablo
los razonadores! Vago por los bosques, y cuan-
do llego a casa de Carlota y veo a Alberto sen-
tado junto a ella entre el follaje del jardinillo, y
tengo precisión de detenerme, me vuelvo loco
de atar y hago mil necedades. "En nombre del
cielo—me ha dicho hoy Carlota—, os ruego que
no repitáis la escena de anoche: estáis espanto-
so cuando os ponéis tan contento." Te diré, para
entre nosotros, que acecho todos los instantes
en que él interviene; de un salto me meto en-
tonces en su casa, y me vuelvo loco de alegría
siempre que ella está sola."
8 DE AGOSTO
"Te ruego, querido Guillermo, que te persuadas
de que no pensaba en ti cuando calificaba de
insoportables a los que recomiendan resigna-
ción, siempre que sucede lo que es lógico que
suceda. Verdaderamente, no se me ocurría en-
tonces que tú fueses del mismo parecer. Tienes
razón en el fondo; pero escucha una palabra,
amigo mío. En el mundo se sale pocas veces de
un apuro con un dilema. Los sentimientos y las
acciones tienen tantos matices como gradacio-
nes hay entre una nariz aguileña y otra chata.
"No creo que te enojes si, admitiendo tu argu-
mento en todas sus partes, procuro salvarme
entre dos supuestos. "O tienes alguna esperan-
za respecto a Carlota—me dices— o no tienes
ninguna. En el primer caso, trata de realizarla,
esfuérzate para ver cumplidos tus deseos; en el
segundo caso, ármate de valor y haz por librar-
te de una pasión funesta que te aniquilará."
Amigo mío, esto está muy bien.... y se dice
pronto.
"¿Puedes exigir al desdichado cuya vida se ex-
tingue poco a poco por irresistible influjo de
una enfermedad lenta, puedes exigir, digo, que
en un instante ponga fin a sus dolores con una
puñalada? El mal que debilita sus fuerzas, ¿no
le quita al mismo tiempo el valor necesario pa-
ra librarse de él? Es verdad que puedes contes-
tarme con una comparación análoga. ¿Habrá
quien no prefiera cortarse un brazo a arriesgar-
se a perder la vida por indecisión y cobardía?
No lo sé; y como no hemos de entablar una
lucha de comparaciones, hago punto. Sí. Gui-
llermo, tengo algunas veces momentos de un
valor súbito y vehemente, y cuando esto suce-
de, me bastaría saber adónde he de ir..., para
irme sin vacilar.
"Por la tarde. Me he encontrado hoy con mi dia-
rio entre las manos, del que apenas me ocupo
hace tiempo, y noto con estupefacción el modo
que he tenido de avanzar a sabiendas paso a
paso, en este asunto, conduciéndome como un
muchacho, a pesar de haber visto siempre con
claridad mi situación. Hoy mismo la veo tan
clara como la luz, y, sin embargo, no hay un
solo síntoma de alivio."
10 DE AGOSTO
"Si yo no fuese uno loco, podría pasarme la
vida más feliz y sosegada. Pocas veces se reú-
nen para alegrar un corazón circunstancias tan
favorables como las que me rodean. Esto afirma
mi creencia de que nuestra felicidad depende
de nosotros mismos. Formar parte de esta ama-
ble familia ser querido de los padres como un
hijo, de los niños como un padre, y de Carlota...
y de este excelente Alberto que no turba mi
dicha con celos ni mal humor, que me profesa
verdadera amistad y que ve en mí a la persona
que más estima en el mundo después de Carlo-
ta... Guillermo, es un placer oírnos cuando va-
mos de paseo y hablamos de ella; nunca se ha
imaginado nada tan dichoso como nuestra si-
tuación, y, sin embargo, las lágrimas algunas
veces humedecen mis ojos.
"Cuando me habla de la virtuosa madre de Car-
lota, y me refiere que poco antes de morir dejó
al cuidado de ella la casa y los niños, y al de él a
Carlota; que desde entonces la joven ha revela-
do dotes inusitadas; que se ha vuelto una ver-
dadera madre para la dirección de los asuntos
domésticos, que todos los momentos de su vida
están esmaltados por la ternura y el trabajo, sin
que jamás hayan sufrido alteración su buen
humor y su alegría... Yo camino junto a él, co-
giendo las flores que encuentro al paso, con las
cuales hago un bonito ramillete y lo arrojo al
cercano río, siguiéndolo con la mirada mientras
se aleja sobre las ondas mansamente. No sé si te
he dicho que Alberto permanecerá en esta ciu-
dad, y que espera de la corte, donde es muy
querido, un buen empleo. Conozco pocas per-
sonas que le igualen en el orden y el apego a los
negocios."
12 DE AGOSTO
"Alberto es indudablemente, el mejor de los
hombres que cobija el cielo. Ayer me pasó con
él un lance peregrino. Había ido a su casa a
despedirme, porque se me antojó dar un paseo
a caballo por las montañas, desde donde te es-
cribo ahora. Yendo y viniendo por su cuarto, vi
sus pistolas. "Préstamelas para el viaje", le dije.
"Con mucho gusto—respondió—, si quieres
tomarte el trabajo de cargarlas, aquí sólo están
como un mueble de adorno." Tomé una; él con-
tinuó: "Desde el chasco que me ha ocurrido por
mi exceso de precaución, no quiero cuentas con
esas armas". Tuve curiosidad de saber esta his-
toria, y él dijo: "Habiendo ido a pasar tres me-
ses en el campo con un amigo, llevé un par de
pistolas; estaban descargadas, yo dormía tran-
quilo. Una tarde lluviosa, en que no tenía nada
que hacer, se me ocurrió la idea, no sé por qué,
de que podían sorprendernos, hacer falta las
pistolas, y... tú sabes lo que son apreciaciones.
Di mis armas al criado para que las limpiase y
las cargara. Jugando éste con las criadas, quiso
asustarlas, y al tirar del gatillo, la chimenea,
Dios sabe cómo, dio fuego, y despidiendo la
baqueta que estaba en el cañón, hirió en un
dedo a una pobre muchacha. Sobre consolarla
tuve que pagar la cura, y desde entonces dejo
siempre las pistolas vacías. ¿De qué sirve la
previsión, querido amigo? El peligro no se deja
ver por completo. Sin embargo..." Ya sabes
cuánto quiero a este hombre; me encocoran sus
sin embargo. ¿Qué regla general no tiene excep-
ciones? Este Alberto es tan meticuloso, que,
cuando cree haber dicho una cosa atrevida ab-
soluta, casi un axioma no cesa de limitar, modi-
ficar, quitar y poner hasta que desaparece cuan-
to ha dicho. No fue en esta ocasión infiel a su
sistema; yo acabé por no escucharle, mecién-
dome en un mar de sueños, con súbito movi-
miento, apoyé el cañón de una pistola sobre mi
frente, más arriba del ojo derecho. "Aparta
eso—dijo Alberto, echando mano a la pistola—.
¿Qué quieres hacer?" "No está cargada", con-
testé. "¿Y qué importa? ¿Qué quieres hacer? —
repitió con impaciencia—. No comprendo que
haya quien pueda levantarse la tapa de los se-
sos. Sólo pensarlo me horroriza." "¡Oh hom-
bres!—exclamé— no sabréis hablar de nada sin
decir: esto es una locura, eso es razonable, tal
cosa es buena, tal otra es mala! ¿Qué significan
todos estos juicios? Para emitirlos, ¿habéis pro-
fundizado los resortes secretos de una acción? ¿
Sabéis distinguir con seguridad las causas que
la producen y que lógicamente debían produ-
cirla? Si tal ocurriese, no juzgaríais con tanta
ligereza." "Tú me concederás—dijo Alberto—
que ciertas acciones serán siempre crímenes sea
el que quiera el motivo que las produzca."
"Concedido—respondí yo, encogiéndome de
hombros— Sin embargo, advierte, amigo mío
que ni eso es verdad en absoluto. Indudable-
mente, el robo es un crimen; pero si un hombre
está a punto de morir de hambre, y con él su
familia, y ese hombre por salvarla, se atreve a
robar, merece compasión o merece castigo?
¿Quién se atrevería a tirar la primera piedra
contra el marido que en el arrebato de una cóle-
ra justa mata a su infiel esposa y al infame se-
ductor? ¿Quién quede acusar a la sensible don-
cella que en un momento de voluptuoso delirio
se abandona a las irresistibles delicias del
amor? Hasta nuestras leyes, que son pedantes e
insensibles, se dejan conmover y detienen la
espada de la justicia." "Eso es distinto—
respondió Alberto—, el que sigue los impulsos
de una pasión pierde la facultad de reflexionar,
y se le mira como a un ebrio o un demente."
"¡Oh hombres de juicio!—exclamé sonriéndo-
me—. ¡Pasión! ¡Embriaguez! ¡Demencia! ¡Todo
esto es letra muerta para vosotros, impasibles
moralistas! Condenáis al borracho y detestáis al
loco con la frialdad del que sacrifica, y dais a
Dios, como el fariseo, porque no sois ni locos ni
borrachos. Más de una vez he estado ebrio, más
de una vez me han puesto mis pasiones al bor-
de de la locura, y no lo siento, porque he
aprendido que siempre se ha dado el nombre
de beodo o insensato a todos los hombres ex-
traordinarios que han hecho algo grande, algo
que parecía imposible. Hasta en la vida privada
es insoportable ver que de quien piensa dar
cima a cualquier acción noble generosa, inespe-
rada, se dice con frecuencia: "¡Está borracho!
¡Está loco!" ¡Vergüenza para vosotros los que
sois sobrios, vergüenza para vosotros los que
sois sabios!"
""¡Siempre extravagante!—dijo Alberto—. Todo
lo exageras, y esta vez llevas la humorada hasta
el extremo de comparar con grandes acciones el
suicidio, que es de lo que se trata, y que sólo
debe mirarse como una debilidad del hombre;
porque, indudablemente es más fácil morir que
soportar sin tregua una vida llena de amargu-
ras."
"Estuve a punto de cortar la conversación: no
hay nada que me ponga más fuera de mí que
razonar con quien sólo responde trivialidades,
cuando yo hablo con todo mi corazón. Sin em-
bargo, me contuve porque no era la primera
vez que le oía decir vulgaridades y que me sa-
caba de mis casillas. Le repliqué con alguna
viveza: "¿A eso llamas debilidad? Te suplico
que no te dejes seducir por las apariencias. ¿Te
atreverías a llamar débil a un pueblo que gime
bajo el insoportable yugo de un tirano, si al fin
estalla y rompe sus cadenas? Un hombre que al
ver con espanto arder su casa, siente que se
multiplican sus fuerzas, y carga fácilmente con
un peso que sin la excitación apenas podría
levantar del suelo, un hombre que, furioso de
verse insultado, acomete a sus contrarios y los
vence: a estos dos hombres, ¿se los puede lla-
mar débiles? Créeme, amigo mío: si los esfuer-
zos son la medida de la fuerza, ¿ por qué un
esfuerzo supremo ha de ser otra cosa?"
"Alberto me miró, y dijo: "No te enojes; pero
esos ejemplos que citas no tienen aquí verdade-
ra aplicación." "Puede ser—le contesté—; no es
la primera vez que califican mi lógica de pala-
brería. Veamos si podemos representarnos de
otro modo lo que debe experimentar el hombre
que se resuelve a deshacerse del peso, tan lige-
ro para otros, de la vida, porque no raciocina-
remos bien sobre ello mientras nos andemos
por las ramas. La naturaleza —proseguí—tiene
sus límites; puede soportar, hasta cierto punto,
la alegría, la pena, el dolor; si pasa más allá,
sucumbe. No se trata, pues, de saber si un
hombre es débil o fuerte, sino de si puede so-
portar la extensión de su desgracia, sea moral,
sea física; y me parece tan ridículo decir que un
hombre que se suicida es cobarde como absur-
do sería dar el mismo nombre al que muere de
una fiebre maligna." "¡Paradoja! ¡Rara parado-
ja!" dijo Alberto. "No tanto como crees—
respondí—. Convendrás conmigo en que lla-
mamos enfermedad mortal a la que ataca a la
naturaleza de tal modo, que sus fuerzas des-
truidas en parte, paralizadas, se incapacitan
para reponerse y restablecer por una evolución
favorable el curso ordinario de la vida... Pues
bien querido amigo: apliquemos esto al espíri-
tu. Mira al hombre en su limitada esfera, y
verás cómo le aturden ciertas impresiones,
cómo le esclavizan ciertas ideas, hasta que
arrebatándole una pasión todo su juicio y toda
su fuerza de voluntad, le arrastra a su perdi-
ción. En vano un hombre razonable y de sangre
fría se compadecerá de la situación del infeliz;
en vano le exhortará; es semejante al hombre
sano que está junto al lecho de un enfermo, sin
poderle dar la más pequeña parte de sus fuer-
zas." Estas ideas parecieron a Alberto poco con-
cretas. Le hice recordar a una joven que había
encontrado ahogada hacía poco tiempo, y le
conté su historia.
"Era una criatura bondadosa, encerrada desde
su infancia en el estrecho círculo de las ocupa-
ciones domésticas, de un trabajo siempre igual,
que no conocía otros placeres que los de ir al-
gunas veces a pasearse los domingos por los
contornos de la ciudad con sus compañeras,
engalanada con la ropa que poco a poco había
podido adquirir, o bailar una sola vez en las
grandes fiestas, y charlar algunas horas con una
vecina, con toda la vehemencia del más sincero
interés, sobre un chisme o una disputa. El ardor
de su juventud le hace experimentar deseos
desconocidos, que aumentan con las lisonjas de
los hombres; sus antiguos placeres llegan paso
a paso a serle insípidos; al cabo encuentra a un
hombre hacia el cual le empuja con incontras-
table fuerza un sentimiento nuevo para ella, y
fija en él todas sus esperanzas; se olvida del
mundo entero, nada oye nada ve, nada ama
sino a él, sólo a él; no suspira más que por él,
sólo por él. No está corrompida por los frívolos
placeres de una inconstante vanidad, y su de-
seo va derecho a su objeto: quiere ser de él;
quiere, en una unión eterna, encontrar toda la
dicha que le falta, gozar de todas las alegrías
juntas al lado del que adora. Promesas repeti-
das ponen el sello a todas sus esperanzas; atre-
vidas caricias aumentan sus deseos y sojuzgan
su alma por entero; flota en un sentimiento va-
go, en una idea anticipada de todas las alegrías;
ha llegado al colmo de la exaltación. En fin,
tiende los brazos apara abrazar todos sus dese-
os... y su amante la abandona. Mírala delante
de un abismo, inmóvil, demente: una noche
profunda le rodea; no hay horizonte, no hay
consuelo, no hay esperanza: la abandona el que
era su vida. No ve el inmenso mundo que tiene
delante ni los numerosos amigos que podrían
hacerle olvidar lo que ha perdido; se siente ais-
lada, abandonada de todo el universo, y ciega,
acongojada por el horrible martirio de su co-
razón, para huir de sus angustias se entrega a la
muerte, que todo lo devora. Alberto, ésta es la
historia de muchos. ¡Ah!.... ¿no es éste el mismo
caso de una enfermedad? La naturaleza no en-
cuentra ningún medio para salir del laberinto
de fuerzas revueltas y contrarias que la agitan,
y entonces es preciso morir. Infeliz del que lo
sepa y diga: "¡Insensata!, si hubiera esperado, si
hubiera dejado obrar al tiempo, la desespera-
ción, trocada en calma, hubiera encontrado otro
hombre que la consolase." Esto es lo mismo que
decir: "¡Loca! ¡Morir de una fiebre! Si hubiera
esperado a recobrar sus fuerzas, a que se purifi-
casen los malos humores, a que cediera el arre-
bato de su sangre, todo se hubiera arreglado y
todavía viviría."
"No Juzgando Alberto muy exacta esta compa-
ración, hizo nuevas observaciones; entre otras
cosas, que yo no había hablado más que de una
joven inocente, y que no debe juzgarse del
mismo modo a un hombre de talento, cuya in-
teligencia menos limitada le permite ver el an-
verso y el reverso de las cosas. "Amigo mío—
exclamé—, el hombre siempre es hombre, y el
talento que tengan este o el otro sirve de poco,
o más bien de nada, cuando al fermentar una
pasión, la naturaleza se arroja a los límites de
sus fuerzas. Más aún...Pero ya volveremos a
hablar de esto", añadí tomando mi sombrero.
"Mi corazón estaba a punto de estallar, y nos
separamos sin haber llegado a entendernos. Es
verdad que en este mundo pocas veces sucede
lo contrario."
15 DE AGOSTO
"Es muy cierto que sólo el amor hace que el
hombre necesite a sus semejantes. Conozco que
contraría a Carlota perderme, y los niños no
piensan en otra cosa sino en que siempre vol-
veré al siguiente día. Hoy he ido a su casa para
afinar el clavicémbalo, lo cual no he consegui-
do, porque los pequeños me perseguían para
que les contase un cuento, y Carlota misma se
empeñó en que debía darles gusto. Les he re-
partido el pan de la merienda, que ahora reci-
ben de mis manos tan contentos como de las de
Carlota, y les he referido la historia de la prin-
cesa servida por encantamiento. Te aseguro que
con esto aprendo mucho, y me asombra la im-
presión que el relato les produce. Como algu-
nas veces me veo obligado a inventar algún
incidente que no recuerdo al repetir el cuento,
en seguida me dicen que antes pasaba de dis-
tinto modo, por lo cual me dedico ahora a refe-
rir siempre lo mismo, sin variante de ningún
género. De esto he deducido que el autor que al
hacer una segunda edición de una obra la mo-
difica, daña necesariamente a su libro aunque
gane desde el punto de vista literario. Recibi-
mos con docilidad toda primera impresión,
porque el hombre está hecho de tal modo, que
llega a persuadirse de que son verdad las cosas
más absurdas, pero desde luego se graban en él
tan profundamente, que infeliz del que preten-
da destruirlas o borrarlas."

18 DE AGOSTO
"¿Es preciso que lo que constituye la felicidad
del hombre sea también la fuente de su mise-
ria? Este sentimiento, que llena y rejuvenece mi
corazón ante la vivaz naturaleza, que vierte
sobre mi seno torrentes de deliciosas dulzuras y
convierte en un paraíso el mundo que me ro-
dea, ha llegado a ser para mí un insoportable
verdugo, un espíritu que me atormenta y que
me persigue por todas partes. Cuando contem-
plaba otras veces desde las crestas de las rocas,
más allá del río, hasta las lejanas colinas, el
fértil valle, y que todo germinaba con lozanía
en torno mío, cuando veía esas montañas bor-
dadas, desde la falda hasta la cima, de espesos
y corpulentos árboles, estos valles salpicados
de risueña floresta en todos sus contornos: el
arroyo apacible que se deslizaba adormecido
con el murmullo de los cañaverales, reflejando
las matizadas nubes que la brisa suave de la
tarde mecía en el cielo; cuando escuchaba a los
pájaros animando con sus gorjeos la enramada,
mientras copiosísimos enjambres de insectillos
jugueteaban alegremente en los últimos rayos
de sol, a cuyo destello el escarabajo oculto antes
debajo de la hierba abandonaba, zumbando su
prisión; cuando el ruido y la vida llamaban mi
atención hacia la tierra, y el musgo que arranca
su alimento a la dura roca, y las retamas que
crecen en la pendiente de la árida colina areno-
sa, me descubría la íntima, ardiente y santa
vida de la naturaleza, ¡con qué jubilo abrazaba
todos estos objetos mi encendido corazón! Yo
estaba como un dios en este mar de riquezas,
en este inmenso universo, cuyas formas subli-
mes parecían moverse, animando toda mi crea-
ción en el fondo de mi alma. Me rodeaban
enormes montañas; tenía delante de mí pro-
fundos abismos, donde se precipitaban torren-
tes tempestuosos, los ríos se deslizaban bajo
mis pies; oía algo como un rugido en los bos-
ques y los montes agitándose y confundiéndose
todas estas fuerzas misteriosas en las profundi-
dades de la tierra, mientras sobre ésta y bajo el
cielo revoloteaban las razas infinitas de los se-
res que lo pueblan todo de mil diversas formas,
mientras los hombres se juzgan reyes de este
vasto universo, agazapándose juntos en el nido
de sus reducidas moradas. ¡Pobre loco, que
todo te parece mezquino, porque tú eres muy
pequeño! Desde la inaccesible montaña y el
desierto que ningún pie ha pisado aún, hasta la
última orilla de los océanos desconocidos, lo
anima todo tu espíritu del eterno creador,
gozándose en estos átomos de polvo que viven
y le comprenden. ¡Ay cuántas veces deseaba
entonces, con las alas de la garza que pasaba
sobre mi cabeza, trasladarme a las costas de ese
inmenso mar para beber en la espumosa copa
de lo infinito dulcísimas delicias y sentir, aun-
que sólo fuera por un momento, en el espacio
estrecho de mi seno una gota de la felicidad del
ser que todo lo engendra en él y por él! Herma-
no mío, el recuerdo de tales horas basta para
fortalecerme. Más aún: los esfuerzos que hago
para recordar estos sentimientos inefables, para
poder expresarlos, elevan mi alma sobre ella
misma, y me obligan a sentir doblemente lo
angustioso de mi estado actual.
"Parece que se ha levantado un velo delante de
mi alma, y el inmenso espectáculo de la vida no
es a mis ojos otra cosa que el abismo de la tum-
ba, eternamente abierto. ¿Podrás decir "esto
existe" cuando todo pasa, cuando todo se pre-
cipita con la rapidez del rayo, sin conservar casi
nunca todas sus fuerzas, y se ve, ¡ay!, encade-
nado, tragado por el torrente y despedazado
contra las rocas? No hay momento que no te
consuma, que no consuman los tuyos; no hay
un momento en que no seas, en que no debas
ser destructor: tu paseo más inocente cuesta la
vida a millares de pobres insectos; uno solo de
tus pasos destruye los laboriosos edificios de
las hormigas y sumerge todo un pequeño
mundo en un sepulcro.
"¡Ah!, no son las grandes y poco frecuentes
catástrofes del mundo, no son esas inundacio-
nes, esos temblores de tierra, que se tragan a
vuestras ciudades, lo que me conmueve, lo que
me roe el corazón es la fuerza devoradora que
se oculta en toda la naturaleza, y que no ha
producido nada que no destruya cuanto le ro-
dea y no se destruya a sí mismo.
"De este modo avanzo yo con angustia por mi
inseguro camino, rodeado del cielo, de la tierra,
y de sus fuerzas activas: no veo más que un
monstruo ocupado eternamente en mascar y
tragar."
21 DE AGOSTO
"Al sacudir por las montañas el yugo de una
pesadilla, es en vano que extienda los brazos
hacia ella, en vano que la busque por la noche
en mi lecho, cuando un sueño feliz y sencillo
me hace creer que estoy en el campo, sentado a
su lado, estrechando su mano y llenándola de
besos. ¡Ah!, cuando todavía embriagado por el
sueño busco esa mano y me despierto, un to-
rrente de lágrimas brota de mi corazón oprimi-
do y lloro sin consuelo en las tinieblas de lo
porvenir."

22 DE AGOSTO
"Es cosa fatal, Guillermo. Mi actividad se con-
sume en una inquieta indolencia; no puedo
estar ocioso, y, sin embargo, no puedo hacer
nada. Mi imaginación y mi sensibilidad no se
conmueven ante la naturaleza, los libros me
causan tedio. Cuando el hombre no se encuen-
tra a sí mismo, no encuentra nada. Te juro que
muchas veces me alegraría de ser un jornalero
para tener, al menos, al despertarme por la ma-
ñana, la perspectiva de un día ocupado, un
móvil, una esperanza. Envidio con frecuencia a
Alberto cuando le veo enterrado en papeles
hasta los ojos, y creo que sería feliz hallándome
en su lugar. Más de una vez he estado a punto
de escribirte y de escribir al ministro solicitan-
do ese destino en la embajada que, según me
aseguras, me concederían al instante. Así lo
creo. Hace tiempo que me estima el ministro, y
antes de ahora me ha instado mucho para que
acepte un empleo. Suele preocuparme esto du-
rante una hora; pero cuando lo reflexiono y
recuerdo la fábula del caballo que, cansado de
su libertad, se deja poner la silla y la brida para
estar poco después rendido de fatiga.... no sé lo
que debo hacer. Por otra parte, querido Gui-
llermo, este deseo de cambiar de estado que me
subyuga, ¿no será acaso una oculta insoporta-
ble impaciencia que me perseguirá por todas
partes?"

28 DE AGOSTO
"Es indudable que, si mi mal tuviera cura, esta
gente lo curaría. Hoy es mi cumpleaños, y muy
de mañana he recibido un paquetito de Alberto.
Lo primero que ha herido mis ojos al abrirlo ha
sido uno de los dos lazos de color de rosa que
llevaba Carlota la primera vez que la vi, lazo
que después le había pedido varias veces; lo
segundo, dos tomitos en dozavo, las obras de
Homero, de Wetstein edición que tanto he de-
seado para no ir a mis paseos cargado con la
Ernesti. Ya ves cómo previenen mis deseos;
cómo buscan medios para darme estas peque-
ñas pruebas de amistad, mil veces más precio-
sas que esos presentes magníficos conque nos
humilla la vanidad del que nos obsequia. Beso
el lazo infinitas veces al día, y en cada aspira-
ción saboreo el recuerdo de las felicidades con
que me embriagaron esos pocos días felices que
han pasado para siempre. Guillermo, es lo que
debe ser, y no me quejo: las flores de la tierra
sólo son vanas apariencias. ¡Cuántas se marchi-
tan sin dejar ni el más leve rastro! ¡Qué pocas
fructifican y qué pocos de estos frutos llegan a
la madurez! Y, sin embargo..., ¡oh hermano
mío!..., ¿podemos no hacer caso de los frutos
maduros, despreciarlos y dejar que se pudran
sin gozar de ellos?
"Adiós. El verano es magnífico. Trepo algunas
veces a los árboles del jardín de Carlota, y con
una pértiga larga cojo las peras de las ramas
más altas. Carlota está debajo del árbol y recoge
los frutos que yo echo a sus pies."

30 DE AGOSTO
"Desgraciado, ¿no está loco? ¿No te engañas a ti
mismo? ¿Adónde te conducirá esta pasión
indómita y sin objeto? No pienso más en ella;
ya no cabe en mi imaginación otra figura que la
suya, y todo lo que me rodea no lo veo sino con
relación a ella.
"Esto me procura algunas horas de felicidad
que deben concluir tan pronto como sea preciso
que nos separemos. ¡Ah, Guillermo, adónde me
arrastra con frecuencia mi corazón! Siempre
que paso dos o tres horas a su lado, absorto en
la contemplación de su hermosura, de sus mo-
vimientos, de su celestial lenguaje, todos mis
sentidos se excitan insensiblemente, una som-
bra se extiende ante mi vista, y mis oídos se
embotan, siento que oprime mi corazón una
mano homicida; mi corazón, con sus latidos
precipitados, busca consuelo a mis sentidos
oprimidos y no hace más que aumentar el des-
orden...
"Guillermo, muchas veces no sé si estoy en el
mundo y si la tristeza me agobia o si Carlota no
me concede el triste consuelo de aliviar mi mar-
tirio, dejándome bañar su mano con mi llanto.
Necesito salir, necesito huir, y corro a ocultar-
me muy lejos en los campos. Entonces gozo
trepando por una montaña escarpada, abrién-
dome paso entre un bosque impenetrable, entre
las breñas que me hieren y los zarzales que me
despedazan. Entonces me encuentro un poco
mejor, ¡un poco!, y cuando, extenuado de sed y
de cansancio, sucumbo y me detengo en el ca-
mino; cuando en la profunda noche, brillando
sobre mi cabeza la luna llena, me siento en el
bosque solitario sobre un tronco torcido, para
dar algún descanso a mis pies desgarrados, o
me entrego a un sueño tranquilo durante la
claridad crepuscular..., ¡oh Guillermo!, el silen-
cio albergue de una celda, un sayal y el cicilio
son los únicos consuelos a que aspira mi alma.
Adiós. No veo para esta cuita otro fin que el
sepulcro."

3 DE SEPTIEMBRE
"Mi marcha es precisa, Guillermo: te agradezco
que hayas fijado mi resolución vacilante. Quin-
ce días hace que acaricio la idea de dejarla. Mi
marcha es precisa. Está de nuevo en la ciudad,
en casa de una amiga, y Alberto..., y... Mi mar-
cha es precisa."

10 DE SEPTIEMBRE
"¡Qué noche, Guillermo, qué noche tan horrible
he pasado! Ahora tengo valor para todo. No
volveré a verla. ¡Oh!, que no pueda ir volando a
arrojarme en tus brazos; que no pueda, amigo
mío, expresarte con el mayor transporte y de-
rramando un raudal de llanto los sentimientos
que oprimen mi corazón! Heme aquí, delante
de mi pupitre, casi sin aliento, procurando so-
segarme y aguardando a que amanezca, porque
los caballos estarán ensillados al despuntar el
sol.
"¡Ah! Carlota duerme descuidada sin sospechar
que no volverá a verme. He tenido bastante
valor para separarme de ella sin descubrir mi
secreto durante una conversación de dos horas.
¡Y qué conversación, Dios mío!
"Alberto me había ofrecido que iría al jardín
con Carlota después de cenar. Yo estaba en la
explanada, bajo los corpulentos castaños, vien-
do por última vez el sol que se oculta más allá
del risueño valle, y el río que se desliza man-
samente. ¡Había estado tantas veces con ella en
aquel paraje! ¡Había contemplado tantas veces
el mismo magnífico espectáculo! Y ahora . . .
Empecé a ir y venir por aquella alameda, para
mí tan querida, donde un atractivo secreto y
simpático me había retenido frecuentemente
antes de conocer a Carlota. ¡Con qué placer, al
alborear nuestra amistad, nos dimos mutua-
mente cuenta de la preferencia que nos inspira-
ba este sitio, que es, sin duda, uno de los más
seductores que conozco entre las creaciones del
arte!
"A través de los castaños se descubre una vasta
perspectiva. . . ¡Ah! Recuerdo que te he hablado
bastante en mis cartas de estos altos muros de
haya y de esta alameda en que insensiblemente
va desapareciendo la luz cuanto más próximo
está un bosquecillo donde termina y donde
todo se confunde en una plazoleta que parece
impregnada de todas las melancolías de la so-
ledad. Aún me dura la indefinible sensación
que experimenté cuando entré en ella por pri-
mera vez. En el instante en que el sol se hallaba
en lo más alto de su carrera; ya entonces tuve
un vago presentimiento de que aquel alto para-
je sería para mí teatro de infinito dolor y gran-
des alegrías.
"Hacía media hora que estaba entregado a los
dulces y crueles pensamientos de la despedida
y de volvernos a ver, cuando los vi subir por la
explanada. Corrí hacia ellos, cogí con el mayor
entusiasmo la mano de Carlota y se la besé.
Llegábamos a lo más alto cuando apareció la
luna por detrás de los zarzales que cubrían la
colina. Hablamos de cosas distintas y nos
aproximamos a la sombría plazoleta. Carlota
entró y se sentó, Alberto se puso a uno de sus
lados, y yo, al otro, pero mi inquietud no me
permitía permanecer mucho tiempo sentado.
Me levanté me coloqué delante de ella; di algu-
nos pasos y volví a sentarme. Yo sentía algo
parecido a la agonía. Carlota nos hizo observar
el bello efecto de la luna, que por encima de las
hayas alumbraba toda la explanada. El cuadro
era soberbio y tanto más sublime para nosotros
cuanto que nos rodeaba una profunda oscuri-
dad. Después de un breve rato en que todos
guardamos silencio, Carlota tomó la palabra:
"Nunca—dijo—, nunca me paseo a la claridad
de la luna sin acordarme de mis queridos ami-
gos difuntos, sin sentirme conmovida por la
idea de la muerte y de lo porvenir. ¡Nada mue-
re! —añadió con un acento, que revelaba la
sensación más viva—: pero Werther ¿volvere-
mos a encontrarnos? ¿Nos reconoceremos?
¿Qué pensáis de esto? ¿Qué decís?"
""Carlota—exclamé, presentándole mi mano y
con los ojos cuajados de lágrimas—, ¡sí, volve-
remos a vernos! En esta vida y en la otra volve-
remos a vernos."
"No pude decir más, Guillermo. ¿Era preciso
que ella me hiciese esta pregunta cuando toda
mi alma se ocupaba de tan cruel separación?
""Y nuestros queridos muertos—continuó Car-
lota—, ¿saben algo de nosotros? ¿Tienen idea
de que los traemos a la memoria con indecible
cariño en nuestros momentos de felicidad? ¡Oh!
La imagen de mi padre vaga siempre en torno
mío, cuando estoy por la noche sentada tran-
quilamente en medio de sus hijos, de mis hijos,
que se agrupan en mi derredor como se agru-
pan al suyo. Sí, entonces dirijo al cielo mis ojos,
bañados por una lágrima de deseo, anhelando
que vea cómo cumplo la palabra que en su le-
cho de muerte le di de ser la madre de sus
hijos—exclamó llena de emoción—. Perdóna-
me, madre querida, si no soy para ellos lo que
tú fuiste. ¡Ah!, yo hago cuanto puedo: están
vestidos y alimentados y, sobre todo, se los
cuida y se los quiere. Si pudieras ver nuestra
unión, ¡oh alma queridísima!, elevarías las más
vivas acciones de gracias a ese Dios a quien
pedías con las más amargas lágrimas, con las
últimas que brotaron de tus ojos, que hiciera
felices a tus hijos."
"Esto decía Carlota. ¡Oh Guillermo, quién pu-
diera repetir lo que decía! ¿Cómo la letra, fría e
insensible, podría reproducir sus palabras, que
eran flores celestiales de su alma? Alberto la
interrumpió, diciendo con dureza: "Carlota, eso
te afecta demasiado. Comprendo que esas ideas
te son queridísimas, pero te ruego..."
""Alberto—dijo Carlota—, ya sé que no has
olvidado aquellas noches en que nos sentába-
mos alrededor del velador, cuando papá estaba
fuera y habíamos hecho acostarse a los niños.
Tú tenías casi siempre un buen libro, y casi
nunca leías en él. La conversación de aquella
criatura sublime, ¿no era preferible a todo?
¡Qué mujer! Amable, bella, siempre alegre y
siempre trabajadora... ¡Dios sabe las veces que,
arrodillada sobre mi lecho y derramando
lágrimas, le he pedido que me haga semejante a
mi madre! "
""Carlota—exclamé, arrojándome a sus plantas
y estrechando su mano, que bañaba con mi
llanto—; Carlota, siempre os acompañen la
bendición de Dios y el espíritu de vuestra ma-
dre.
""¡Si la hubierais conocido!—dijo, apretándome
la mano—. Era digna de que la conocierais."
Creí que me anonadaba: nunca se había pro-
nunciado en mi elogio una frase más grande,
más gloriosa. Carlota prosiguió: " ¡Y esa mujer
ha muerto en la flor de su edad, cuando su
último hijo no había cumplido seis meses! Su
enfermedad no fue larga: estaba resignada y
tranquila; su única pena era tener que abando-
nar a sus hijos, sobre todo al más pequeñito.
Cuando entraba en la agonía me dijo: "¡Tráeme-
los!" Yo los llevé, los menores no comprendían
su desgracia; los mayorcitos estaban profun-
damente afectados. Cuando rodearon su lecho,
levantó las manos al cielo y rogó por ellos; lue-
go, uno después de otro, los besó; después, les
dio el último adiós, y me dijo: "Tú serás su ma-
dre." Por toda respuesta estreché su mano.
"Mucho me prometes, hija mía —me dijo—.
Frecuentemente he visto en tus lágrimas de
reconocimiento que comprendes lo que hay en
las miradas y el corazón de una madre. Ten lo
uno y lo otro para tus hermanos, y para tu pa-
dre, la fidelidad y la obediencia de la esposa.
Serás su consuelo." Pidió que entrase mi padre,
que había salido para ocultarnos el inmenso
dolor que le abrumaba; tenía el corazón despe-
dazado. Tú Alberto, estabas en la alcoba; oyó
ella que alguno paseaba, preguntó quién era, y
dijo que te acercases. Nos miró a los dos fija-
mente, y su mirada tranquila revelaba la idea
de que juntos habíamos de ser felices." Alberto
se arrojó en sus brazos, exclamando: "¡Lo so-
mos! ¡Lo seremos!" El flemático Alberto estaba
fuera de sí: yo no me conocía a mí mismo.
""Werther—prosiguió Carlota—, ¿y esta mujer
debía morir? ¡Oh Dios! Cuando algunas veces
pienso cómo nos dejamos robar lo que más
queremos en el mundo. Y nadie lo siente con
tanta fuerza como los niños; los míos, mucho
después se quejaban de que los hombres negros
se habían llevado a mamá."
"Carlota se levantó. Yo, temblando, pero sa-
liendo del letargo que me sojuzgaba, permanecí
sentado y estrechando entre las mías una de
sus manos.
""Es preciso volver a casa—dijo—; ya es hora."
Quiso apartar su mano, y yo la retuve con más
brío. "¡volveremos a vernos!—exclamé—. ¡Vol-
veremos a encontrarnos! Sea lo que sea nuestra
aparición, nos reconoceremos. Me voy—
proseguí—, me voy voluntariamente, pero, si
creyera que se trataba de una separación eter-
na, no podría soportar esta idea. ¡Adiós, Carlo-
ta; adiós, Alberto! Volveremos a vernos."
""Creo que mañana", dijo en tono chancero.
Este "mañana" me traspasó el corazón. ¡Ah! Ella
ignoraba, cuando separó su mano de la mía...
Se fueron alejando por la alameda... Yo perma-
necí inmóvil, siguiéndolos con la vista, a la luz
de la luna. Me arrodillé, di rienda suelta a mis
lágrimas, levantéme de súbito, fui corriendo
hacia la explanada, y todavía, a lo lejos, bajo la
sombra de los altos tilos, cerca de la puerta del
jardín, vi brillar su vestido blanco. Extendí los
brazos hacia ella... y desapareció."

LIBRO II
22 DE SEPTIEMBRE DE 1771
"LLEGAMOS ayer. El embajador está indis-
puesto y guardará cama algunos días, si, al
menos, fuera un hombre de buen trato, todo
marcharía bien. Lo veo, lo veo, la suerte me ha
reservado rudas pruebas; pero, ¡ánimo! Un
carácter ligero lo soporta todo. ¡Un carácter
ligero! Risa me da al ver que esta frase se ha
escapado de mi pluma. ¡Ah! si yo fuera algo
más superficial, sería el hombre más feliz de la
tierra. Pero, ¡quía! Otros, pobres de fuerza y de
talento, se pavonean delante de mí con aire de
suficiencia, y yo me aburro con mi superioridad
y mis conocimientos. Tú, Señor, que me has
dado estos bienes, ¿por qué no me negaste la
mitad de ellos concediéndome, en cambio, la
confianza y satisfacción de mí mismo?
"¡Paciencia, paciencia!, esto cambiará. Sí, amigo
mío, confieso que tienes razón: desde que paso
todos los días mezclado con la multitud y veo
lo que son los demás y cómo proceden estoy
mucho más contento de ser como soy. Induda-
blemente, puesto que nos han hecho así y todo
lo comparamos con nosotros mismos, y a noso-
tros mismos con todo, el bien o el mal está en el
objeto que nos sirven para el paralelo, y, por
tanto, nada me parece más pernicioso que la
soledad.
"Nuestra imaginación, propensa por su natura-
leza a exaltarse, alimentada por las fantásticas
imágenes de la poesía, se forja una serie de se-
res, entre los cuales ocupamos el último lugar,
y todo nos parece más grande fuera de noso-
tros, y todas las personas, más perfectas que la
nuestra.
Sin duda, esto es natural; a cada paso vemos
que nos faltan muchas cosas, y precisamente lo
que nos falta nos parece que otro lo posee; le
atribuimos todo cuanto nosotros tenemos, y le
encontramos, además, cierto atractivo ideal.
Así, pues, este hombre es perfectamente feliz,
tal como nosotros le soñamos.
"Al contrario, cuando con toda nuestra debili-
dad y nuestros esfuerzos proseguimos nuestro
trabajo sin distraernos, vemos con frecuencia
que, caminando reposadamente y costeando,
avanzamos más que otros a fuerza de vela y
remo... Y, sin embargo, siempre está contento
de sí mismo el que marcha al lado de los demás
o logra adelantarse."

26 DE SEPTIEMBRE DE 1771
"A decir verdad, comienzo a estar aquí bastante
bien. Lo mejor de todo es que no me falte traba-
jo y que esta gente y estas fisonomías de todas
clases, nuevas para mí, me entretienen de un
modo agradable. He hecho conocimiento con el
conde de C., a quien estimo más cada día. Per-
sona de superior inteligencia, revela un alma
formada por la amistad y la ternura. Se ha en-
cariñado conmigo con motivo de un asunto
cuyo arreglo me encargaron. Desde las prime-
ras frases observó que nos entendíamos y que
podía hablarme de diferente modo que a los
demás. No encuentro palabras para alabar la
franqueza con que me honra, ni hay nada en el
mundo que produzca una alegría tan grande y
tan verdadera como el hallazgo de un alma
privilegiada que nos abre sus puertas."

24 DE DICIEMBRE DE 1771
"El embajador me hace pasar muy malos ratos
cosa que ya tenía yo prevista. Es el tonto más
insoportable de la tierra; caminando paso a
paso y siendo meticuloso como una solterona,
nunca está satisfecho de sí mismo, ni hay me-
dio de contentarle. Me gusta trabajar de prisa y
no retocar lo que escribo: él es capaz de devol-
verme una minuta diciéndome: "Está bien, pero
repasadla; siempre se encuentra alguna expre-
sión mejor, alguna palabra más propia." Cuan-
do esto pasa, me daría a todos los demonios.
No ha de faltar una conjunción; es enemigo
mortal de las inversiones gramaticales que a
veces se me escapan; no comprende más perio-
do que el que escribe con la cadencia del ritmo
tradicional. Es un suplicio tener que entenderse
con semejante hombre.
"Lo único que me consuela es la amistad con el
conde de C. Hace algunos días me manifestó
con la mayor franqueza que le fastidian sobe-
ranamente la lentitud y nimiedad característica
de mi embajador. "Esta gente es una polilla
para sí misma y para los demás—me decía—;
pero hay que sufrirla, como sufre cualquier
viajero el estorbo de una montaña. Si ésta no
existiera, el camino, indudablemente, sería más
fácil y más corto; pero la montaña existe y hay
que pasarla."
"El viejo conoce bien la preferencia que sobre él
me da el conde; esto le quema, y aprovecha las
ocasiones que se presentan para hablar mal de
él en presencia mía. Como es natural, yo le con-
tradigo, y ya tenemos altercado. Ayer, por
ejemplo, me cogió por su cuenta, y me sacó por
completo de mis casillas. "El conde—decía—
conoce bastante bien las cosas del mundo, tiene
facilidad para el trabajo y escribe bien; pero,
como la mayor parte de Los hombres de inge-
nio, carece de conocimientos profundos." Des-
pués hizo una mueca que podría traducirse por
"¿Te alcanza a ti este dardo?", pero no me pro-
dujo ningún efecto. Desprecio a quien piensa y
se conduce de este modo, y le respondí con
bastante viveza, que el conde merece el mayor
respeto, tanto por su carácter como por su ins-
trucción. "No conozco a nadie—añadí—que
haya logrado desarrollar mejor talento y apli-
carlo a multitud de objetos, conservando, sin
embargo, toda la actividad necesaria para la
vida común" Hablar así a este imbécil era
hablarle en griego, y me despedí de él para evi-
tar que me revolviese más la bilis diciendo ma-
jaderías. Y toda la culpa es de los que me habéis
amarrado a este yugo, contándome maravillas
de la actividad. ¡Actividad! Remaría volunta-
riamente diez años más en la galera donde aho-
ra estoy sujeto, si el que no tiene otra ocupación
que la de plantar patatas y el que va a vender
sus granos a la ciudad no hiciera más que yo.
¿Y la miseria brillante que veo, el fastidio que
reina entre esta gente tosca, esta manía de cla-
ses en la cual estriba el que acechen y espíen la
ocasión de elevarse unos sobre otros, fútiles y
menguadas pasiones que se presentan al des-
nudo? Aquí, por ejemplo, hay una mujer que
no habla a nadie de otra cosa que de su nobleza
y de sus fincas; de modo que los forasteros
dirán para sus adentros: "Esta es una sandía a
quien un poco de nobleza y cuatro terrones le
han vuelto el juicio." Pero no es esto lo peor: la
susodicha es simplemente hija de un escribano
de estas cercanías. No puedo comprender a la
especie humana, cuyas pretensiones orgullosas
suelen estar destituidas de todo fundamento.
Es verdad, mi querido Guillermo, que cada día
me convenzo más de lo estúpido que es querer
juzgar a los demás. ¡Tengo tanto que hacer
conmigo mismo y con mi corazón, que es tan
turbulento! ¡Ah! Dejaría de buen grado seguir a
todos su camino, si ellos quisieran también de-
jarme andar por el mío.
"Lo que más me irrita son las miserables distin-
ciones sociales. Sé, cómo cualquiera, cuán nece-
saria es la diferencia de clases y conozco sus
ventajas, de las que yo mismo me aprovecho;
pero no quisiera que viniesen a estorbarme el
paso, precisamente cuando podría gozar aún
alguna pequeña alegría, alguna apariencia de
felicidad. He hecho conocimientos últimamente
en el paseo con la señorita B., criatura amable,
que, en medio del mundo infatuado en que
vive, conserva bastante naturalidad. Nuestra
conversación nos fue grata a los dos, y cuando
nos separamos le pedí permiso para visitarla.
Me lo concedió con tanta franqueza, que ape-
nas pude aguardar la hora conveniente para ir
a verla. No es de aquí, y vive con una tía suya.
La fisonomía de la vieja me desagradó; yo me
mostraba deferente con ella, le dirigía casi
siempre la palabra, y en menos de media hora
adiviné lo que la sobrina me ha confesado des-
pués; esto es, que su querida tía carece, a su
edad, de todo: de fortuna y de talento. No tiene
más recursos que una larga lista de abuelos, en
la que se atrinchera como detrás de un muro, ni
más diversiones que la de mirar con altanería a
la plebe que pasa por debajo de su balcón. Debe
de haber sido hermosa en su juventud y ha
pasado su vida en bagatelas: ha sido por sus
caprichos el tormento de algunos jóvenes infe-
lices, y después, en su edad madura, aceptó
humildemente el yugo de un oficial ya anciano
que, por un mediano pasar, sufrió con ella la
edad de bronce y murió; pero ahora ella se ve
sola en la edad de hierro, y nadie la miraría si
su sobrina fuese menos amable."

8 DE ENER0 DE 1772
"¡Qué pobres hombres son los que dedican toda
su alma a los cumplimientos y cuya única am-
bición es ocupar la silla más visible de la mesa!
Se entregan con tanto ahínco a estas tonterías
que no tienen tiempo para pensar en los asun-
tos verdaderamente importantes. Una de tantas
sandeces me aguó, la semana última, toda una
fiesta.
"¡Necios!, no ven que el lugar no significa nada
y que el que ocupa el primer puesto hace muy
pocas veces el primer papel. ¡Cuántos reyes
gobernados por sus ministros! ¿Cuántos minis-
tros por sus secretarios! ¿Y quién es el primero?
Yo creo que aquel cuyo ingenio domina al de
los demás, de que por su carácter y destreza
convierte las fuerzas y las pasiones ajenas en
instrumentos de sus deseos."

20 DE ENERO
"Necesito escribiros, mi querida Carlota, aquí
en un rincón de una pobre posada de aldea
donde me he refugiado huyendo de una tem-
pestad. Desde que me encuentro en este triste
albergue de D., entre personas extrañas, com-
pletamente extrañas a mi corazón, ni un instan-
te, ni uno siquiera, he dejado de sentir la impe-
riosa necesidad de escribiros. Vuestro ha sido
mi primer pensamiento en esta cabaña, en esta
soledad, en esta prisión, en tanto que la nieve y
el granizo golpean contra mi ventana. Desde
que entré aquí, ¡oh Carlota!, vuestra imagen y
vuestro recuerdo, este recuerdo tan vivo y tan
santo, se han apoderado de mí y he creído,
¡Dios mío!, sentir todas las alegrías de nuestra
primera entrevista.
"¡Si pudierais verme querida Carlota, en medio
del torrente de distracciones que me asedian!
Todas mis sensaciones se enervan y se embo-
tan. Ni un solo momento de regocijo para mi
corazón, ni el más insignificante solaz para mi
alma. Nada, nada: estoy aquí como si asistiera a
una función de sombras chinescas. Veo pasar y
repasar delante de mí hombrezuelos y caballi-
tos y me pregunto muchas veces si no es esto
una ilusión óptica. Yo formo parte de los per-
sonajes y desempeño también mi papel: mejor
dicho, se me obliga desempeñarlo, se me hace
maniobrar como a un autómata. Si cojo la mano
del que tengo más cerca, retrocedo con espanto,
creyendo que es de madera.
"Por la noche hago proyecto de ir a ver la albo-
rada del siguiente día: amanece y me quedo en
la cama. De día acaricio la idea de ver después
la luna, y cuando llega la noche, me olvido de
ello en mi alcoba. Apenas me explico por qué
me levanto y por qué me acuesto.
"El resorte que daba movimiento a mi vida, se
ha roto; el encanto que me tenía despierto en
las tinieblas de la noche y me desvelaba por las
mañanas se ha desvanecido.
"Sólo una criatura he encontrado aquí digna del
nombre de mujer: la señorita B. Se parece a mi
querida Carlota, si es que alguien puede pare-
cerse a vos. "¡Y qué—diréis—, ¿ahora venís con
galanterías?" Sí, no es esto del todo falso: desde
hace algún tiempo soy muy lisonjero... porque
no puedo ser otra cosa. Me doy aires de inge-
nioso, y dicen las damas que nadie podrá hacer
un elogio con más delicadeza que yo. Añadid:
ni mentir, porque lo uno va siempre unido a lo
otro. Os estaba hablando de la señorita B. En el
fuego de sus ojos azules se adivina desde luego
la energía de su alma. Su posición la mortifica,
porque no basta a satisfacer ninguno de los
deseos de su corazón. Aspira a alejarse del tor-
bellino social, y soñamos horas enteras con una
felicidad pura, en medio del campo. ¡Ah, cuán-
tas veces, Carlota, la he obligado a que os ad-
mire!
¿Obligado? No, su admiración es espontánea.
¡Tiene tanto gusto en oír hablar de Carlota! ¡La
quiere tanto! ¡Oh si yo estuviese sentado a
vuestros pies en aquel gabinetito seductor y
tranquilo, con los niños retozando a nuestro
derredor! cuando os molestase el ruido que
hicieran, yo los agruparía y obligaría a guardar
silencio, refiriéndoles algún cuento pavoroso.
El sol declina majestuosamente detrás de las
colinas cubiertas de deslumbradora nieve; la
tempestad ha pasado, y yo... es preciso que me
vuelva a mi jaula. ¡Adiós! ¿Está Alberto a vues-
tro lado? ¿Qué digo? Dios me perdone esta
pregunta."
8 DE FEBRERO
"Hace una semana que el tiempo no puede ser
peor, y me alegro de ello, porque desde que
estoy aquí no he logrado ver un día bueno sin
que algún cócora me lo estropee o me lo robe.
Al menos, cuando llueve de firme, cuando nie-
va, cuando hiela o deshiela, me digo a mí mis-
mo: "Mejor estoy en casa, que fuera." Pero si
amanece con sol, si todo pronostica un buen
día, nunca dejo de exclamar: "He aquí un favor
del cielo, que podemos usurparnos unos a
otros." No hay nada que los hombres no se qui-
ten sin escrúpulos: salud, reputación, alegría,
reposo. Por supuesto, casi siempre con la sonri-
sa en la boca, y, según ellos dicen, con las mejo-
res intenciones. Algunas veces quisiera supli-
carles que no se desgarrasen tan despiadada-
mente las entrañas."
17 DE FEBRERO
"Sospecho que no podré continuar mucho
tiempo al lado del embajador.
"Este hombre es completamente insoportable.
Tiene una manera tan ridícula de trabajar, que
no puedo menos de altercar con él y de obrar
con frecuencia a mi capricho y a mi modo, cosa
que, como es natural, jamás le deja contento.
Últimamente se ha quejado a la corte, y el mi-
nistro me ha reprendido; con mucha blandura,
por cierto, pero ello es que me ha reprendido, y
ya tenía propósito de presentar mi dimisión,
cuando ha llegado a mis manos una carta parti-
cular que me envía... (6), la carta que me ha
hecho arrodillarme para adorar su espíritu no-
ble, sabio y elevado. ¡Cómo elogia el espontá-
neo y juvenil ardor de mis exaltadas ideas de
actividad, de influir en los demás y de energía
en los negocios; buscando, sin destruir esas
ideas, el medio de moderarlas y conducirlas al
punto en que pueden encontrar su verdadero
desarrollo y producir su efecto! Ya me tienes
animado por ocho días y reconciliado conmigo
mismo. ¡Qué hermosa es la paz del alma, y qué
triste, amigo mío, que semejante joya tenga
tanto de frágil como de bello y singular!"
20 DE FEBRERO
"Dios os bendiga, amigos míos, y os dé todos
los días felices que a mí me niega. Alberto te
agradezco que me hayas engañado. Aguardaba
la noticia del día de vuestra boda, porque ese
día tenía resuelto descolgar solemnemente de la
pared el retrato de Carlota, y enterrarlo entre
mis papeles. ¡Ya estáis casados y todavía tengo
aquí su retrato! Aquí permanecerá. ¿Por qué
no? Sé que también estoy con vosotros: sé que,
sin perjuicio tuyo, tengo un lugar en el corazón
de Carlota. Sí; ocupo en él el segundo puesto, y
quiero y debo conservarlo. ¡Oh ! Me volvería
loco si ella pudiese olvidar... Alberto, dentro de
esta idea se encierra el infierno, adiós. Adiós,
Carlota; adiós ángel del cielo."

15 DE MARZO
"He sufrido una mortificación que me echará de
aquí: estoy furioso. Lo dicho: esto es un hecho,
y vosotros tenéis la culpa de todo; vosotros, que
me habéis soliviantado, atormentado, obligado
a tomar un destino que yo no quería. Nos
hemos lucido. Y con el fin de que no me digas
que lo echo todo a perder con mis ideas exage-
radas, voy, mi querido amigo, a exponerte lo
sucedido, con la sencillez y exactitud de un
cronista.
"El conde de C. me aprecia y me distingue, ya
lo sabes, porque te lo he dicho cien veces. Ayer
comí en su casa. Justamente era uno de los días
en por las tardes tiene tertulia, a la que concu-
rren las damas y caballeros más distinguidos.
Yo no había pensado semejante cosa, y jamás
pude figurarme que nosotros, los menos enco-
petados, sobrábamos allí. Adelante. Comí, y
después de comer estuve paseándome y char-
lando con el conde en el gran salón. Llegó el
coronel B. que terció en nuestras plática, y por
fin, insensiblemente sonó la hora de la tertulia.
¡Bien sabe Dios que no pensaba en ello! Entró la
nobilísima señora de S. con su marido y la pava
de su hija, que tiene el pecho como una tabla y
un talle que no es talle. Pasaron por delante de
mí con el aire desdeñoso que los caracteriza. No
inspirándome la gente de este linaje otra cosa
que una antipatía profunda, resolví retirarme, y
aguardaba sólo a que el conde se viese libre de
su fastidiosa palabrería, cuando entró la señori-
ta B. Como siempre que la veo se impresiona
un poco mi corazón, me quedé, y fui a colocar-
me detrás de su asiento. Llegué a observar que
me hablaba con menos franqueza que la acos-
tumbrada y con algún embarazo. Esto me sor-
prendió. "Es ella como todas estas gentes?", me
pregunté a mí mismo. Estaba picado y quería
retirarme; sin embargo, me quedaba, esperando
con alguna frase que me dirigiera llegaría a
convencerme de que mi pregunta era injusta.
Entre tanto, el salón se llenó. El barón F., que
llevaba encima todo un guardarropa del tiempo
en que se coronó a Francisco 1 (7); el consejero
áulico R., que se anuncia haciéndose llamar su
excelencia con su mujer, que es sorda, etcétera.
No debo pasar por alto a J., el desaliñado, que
tapa los agujeros de su traje gótico con retales
del día. Estas y otras personas fueron entrando,
mientras yo hablaba con algunas conocidas
mías, que me parecieron muy lacónicas. Pen-
sando y ocupándome exclusivamente de B., no
advertí que las señoras cuchicheaban en un
extremo del salón, y que algo extraordinario
sucedía entre los caballeros; no advertí que la
señora de S. hablaba aparte con el conde (Todo
esto me lo ha dicho después la señorita B.) Por
último, el conde se acercó a mí, y me llevó al
hueco de una ventana. "Ya conocéis—me dijo—
nuestras costumbres extravagantes. He obser-
vado que la tertulia en masa está descontenta
de veros aquí, y aunque yo no querría por todo
el mundo..." "Dispensadme, señor —exclamé,
interrumpiéndole—. Debía haber caído en ello,
lo sé, y sé también que me perdonaréis esta
irreflexión—dije al mismo tiempo que le hacía
una reverencia—. Yo ya había pensado retirar-
me, y no sé que espíritu me lo ha detenido."
"El conde me apretó la mano de un modo que
daba a entender cuanto podía decir. Me escurrí
pausadamente y, fuera ya de la augusta asam-
blea, subí a mi birlocho y fui a M., para ver
desde la colina la puesta del sol, leyendo el
magnífico canto en que refiere Homero cómo
Ulises fue hospedado por uno que guardaba
puercos. Hasta aquí todo iba bien.
"Ya de noche, volví a mi posada para cenar.
Sólo encontré algunas personas que jugaban a
los dados en el comedor, en un ángulo de la
mesa, para lo cual habitan levantado un poco
los manteles. Entró el apreciable A. y dejó su
sombrero, mirándome al mismo tiempo; se vi-
no hacia mí y me dijo en voz baja:
"¿Conque has tenido un disgusto?" "¿Yo?" "El
conde te ha echado de su tertulia." "¡Cargue el
diablo con ella! Me salí para respirar un aire
más puro." "Me alegro de que no des importan-
cia a lo que no la tiene; solamente siento que la
cosa se haya hecho pública." Esto dio margen a
que se desertase en mí el enojo. Conforme iba
llegando la gente para sentarse a la mesa, me
miraban, y yo decía para mi sayo: "Te miran
por lo de la reunión." Y esto me quemaba la
sangre.
"Y como ahora, donde quiera que me presentó,
oigo decir que los que me envidian baten pal-
mas, que me citan como un ejemplo de lo que
sucede a los presuntuosos que se creen autori-
zados para prescindir de todas las considera-
ciones porque están dotados de algún ingenio,
y oigo, además, otras majaderías semejantes, de
buena gana me clavaría un cuchillo en el co-
razón. Digan lo que digan de los caracteres
despreocupados, yo querría saber quien es el
que puede sufrir que tanto bellaco murmure de
él de este modo. Sólo cuando carece de funda-
mento la murmuración es fácil depreciar a los
murmuradores."
16 DE MARZO
"Todo conspira contra mí. Hoy he encontrado
en el paseo a la señorita B. Me he visto obligado
a acercarme y, apenas nos hemos alejado un
poco de los demás, le he dado mil quejas por lo
que anteayer me ocurrió con ella. "¡Oh Wert-
her!—me dijo con la mayor ternura—. ¿Cómo
interpretáis tan mal aquella turbación mía, vos
que me conocéis tan bien? ¡Cuánto he sufrido
por vos, desde el instante en que os vi en el
salón! Todo lo adiviné; cien veces estuve a pun-
to de decíroslo. Sabía que las señoras de S. y de
T. se alejarían con sus maridos antes que per-
manecer en vuestra compañía; sabia que el
conde no se atrevería romper con ellos..., ¡y
ahora vos me pedís cuenta!" "¡Cómo señorita!",
dije, ocultando mi turbación y sintiendo que
algo como agua hirviendo corría por mis venas,
a la par que recordaba todo lo que me había
dicho A. al entrar en casa. "¡Cuánto me ha cos-
tado ya todo esto!", exclamó aquella hermosa
criatura con los ojos llenos de lágrimas. Dejé de
ser dueño de mí mismo, y faltó poco para que
me arrojase a sus pies. "Explicaos", le dije. Sus
lágrimas rodaron; yo estaba fuera de mí. Se
enjugó el llanto sin cuidarse de ocultármelo.
""Mi tía—prosiguió—, a quien ya conocéis, se
hallaba presente. ¡Contenta se puso de veros a
mi lado! Werther, ayer tarde y esta mañana he
tenido que sufrir un sermón por ser amiga
vuestra, y me he visto obligada a oír que os
insultaban, que os humillaban, sin poder de-
fenderos y sin atreverme a defenderos más que
a medias."
"Cada palabra que profería era una espada que
atravesaba mi corazón. Sin comprender el bien
que me hubiera hecho ocultándome todas estas
cosas continuó refiriendo lo que aún dirían de
mí, y quiénes se gozarían en el triunfo, ce-
lebrándolo y haciendo saber que se ha castiga-
do mi orgullo y mi desprecio hacia los demás,
cosas que hace tiempo vienen echándome en
cara.
"¡Y oír todo esto de su boca, Guillermo; oírselo
a ella, cuyo afecto para mí es verdadero y pro-
fundo! Quedé anonadado, y todavía fermenta
la cólera en mi pecho. Quisiera qué alguno de
ellos tuviera el valor de pronunciar una sola
palabra delante de mí, para atravesarle de parte
a parte con mi espada. Me sosegaría si viese
correr la sangre. ¡Ah! más de cien veces he co-
gido un cuchillo para acabar con la asfixia que
me ahoga. Se habla de una noble raza de caba-
llos que, cuando están enardecidos y cansados
con exceso, se abren por instinto una vena para
respirar con más libertad. Muchas veces me
encuentro en este caso; querría abrirme una
vena que me proporcionase la libertad eterna."
24 DE MARZO
"He pedido mi cesantía con esperanzas de ob-
tenerla y sé que me perdonarás el que lo haya
hecho sin consultarte. Necesito salir de aquí, y
sé todo lo que pudieras decirme para evitarlo;
así, pues, di a mi madre lo que ocurre, de modo
que no ponga el grito en el cielo. Es preciso que
lleve con paciencia el que no la satisfaga quien
ni a sí mismo logro satisfacerse.
"No dudo que esto le causará mucha pena. ¡Ver
que su hijo se detiene de pronto en la brillante
carrera que le llevaba en línea recta a los pues-
tos de consejero y embajador! ¡Ver que se des-
vía del camino!... Haz todas las objeciones que
se te ocurran y cuantas combinaciones conduz-
can a demostrar en qué casos podía y debía
continuar aquí; he decidido irme, y me voy.
Para que sepas adónde te diré que mi compañía
es muy grata al príncipe de..., y que, cuando ha
tenido noticia de mi determinación, me ha pe-
dido que le acompañe a sus estados para pasar
con él la primavera. Me ha prometido que
tendré libertad absoluta; y como estamos de
acuerdo casi en todo, voy a correr el albur y
marcharme con él."
POST SCRIPTUM, 19 DE ABRIL
"Te agradezco tus cartas. No las he contestado
porque para enviarte ésta esperaba a recibir el
cese de la corte, temía que mi madre influyera
con el ministro y diese al traste con mis planes;
pero ya está todo arreglado puesto que ha sido
aceptada mi dimisión. No te diré la repugnan-
cia con que han accedido a mis deseos ni lo que
me escribe el ministro, porque aumentarían
vuestras lamentaciones. El príncipe heredero
me ha dado una gratificación, veinticuatro du-
cados, diciéndome palabras que me han enter-
necido hasta el punto de hacerme llorar. No
necesito, pues, el dinero que últimamente había
pedido a mi madre."

5 DE MAYO
"Salgo mañana, y como sólo dista seis millas
del camino el lugar donde nací, quiero volver a
verlo y recordar los antiguos días de mi infan-
cia, que pasaron como un sueño.
"Quiero entrar por la misma puerta por donde
salí con mi madre cuando, después de quedarse
viuda, abandonó esta querida y sosegada aldea
para encerrarse en esa horrible ciudad. Adiós,
Guillermo; ya tendrás noticias de mi viaje."

9 DE MAYO
"He visitado el pueblo donde nací, con toda la
devoción de un peregrino, impresionándome
una porción de sentimientos inesperados. Hice
detener el coche cerca del gran tilo que hay a
un cuarto de legua de la población, a la parte
sur; me apeé y mandé al cochero que fuese de-
lante, con objeto de seguir yo a pie y saborear
todos los recuerdos con toda viveza y plenitud
de la novedad. Me detuve bajo el tilo que en mi
infancia había sido objeto y término de mis pa-
seos. ¡Qué diferencia! Entonces con una dichosa
ignorancia me lanzaba impetuosamente hacia
ese mundo desconocido en que esperaba hallar
para mi corazón todo el alimento, todas las
venturas que debían colmar y satisfacer la efer-
vescencia de mis deseos. Ahora vuelvo ya de
ese vasto mundo, y ¡oh amigo mío, cuántas
esperanzas perdidas, cuántos planes destrui-
dos! Aquí están delante de mí las montañas que
mil veces contemplé como el único muro que se
oponía a mis deseos. Entonces podía quedarme
en estos sitios horas enteras, pensando en esca-
lar esas alturas, llevando mi pensamiento al
fondo de los valles y de las alamedas que divi-
saba entre las tintas suaves del crepúsculo; y
cuando llegaba el momento de volver a mi ca-
sa, yo abandonaba este paraje querido con in-
decible pena. Al acercarme al pueblo, he salu-
dado todos los viejos pabellones de los jardines.
Los nuevos me desagradan, como todos los
cambios que he observado. Pasé la puerta que
da entrada a la población, y entonces sí que me
encontré dentro de mis recuerdos. Amigo mío,
no quiero detenerme en detalles, la relación
sería tan pesada como grande ha sido el placer
que he experimentado. Pensaba alojarme en la
plaza, precisamente al lado de nuestra antigua
casa. Observé al paso que la escuela, donde una
buena vieja nos reunía cuando niños, se había
convertido en una abacería. Me acordé de la
inquietud, de los temores, los apuros y las aflic-
ciones que yo había sufrido en aquella especie
de agujero. No daba un paso que no me obliga-
ra a entusiasmarme. No encuentra un peregri-
no en tierra santa tantos lugares consagrados
por religiosos recuerdos, y dudo que su alma
experimente tan puras emociones. Bajé por la
orilla del río adelante hasta una alquería adon-
de iba yo en otro tiempo muy a menudo: es un
paraje reducido, donde los muchachos nos di-
vertíamos en tirar piedras a la superficie del
agua para ver quién las hacia singlar mejor.
Recordé vivamente que me detenía algunas
veces a ver correr el agua, formándome las ide-
as más maravillosas de su curso; recordé las
caprichosas pinturas que me hacía de los países
adonde aquella corriente debía ir a parar; re-
cordé que pronto encontraba mi imaginación
los límites de esos países, y que, sin embargo,
yo iba más lejos, y acababa por perderme en la
contemplación de un paisaje lejano y vagoroso.
Amigo mío, de este modo con esta felicidad,
vivieron los venerables padres del género
humano; tan infantiles fueron sus impresiones
y su poesía. Cuando Ulises habla de la mar in-
mensa y de la tierra, su lenguaje es verdadero,
humano, intimo, sorprendente y misterioso.
¿De qué me sirve poder repetir con todos los
colegas que la Tierra es redonda? ¡La Tierra!
Sólo necesita el hombre algunas palabras para
tener ocupación toda su vida, y menos todavía
para volver a esta tierra de donde salió.
"Estoy ahora en la casa de campo del príncipe.
Se vive muy bien con este hombre: es la verdad
y la sencillez personificada, pero está rodeado
de gente singular que no acabo de comprender.
Sin tener el aspecto de unos bribones, les falta
el talento de los hombres de bien. Algunas ve-
ces me parecen muy respetables, y, sin embar-
go, no llego a fiarme de ellos. Me molesta que el
príncipe hable con frecuencia de cosas que ha
oído decir o que ha leído, copiando siempre
servilmente lo que lee y lo oye. Añade a esto,
que tiene en más mi talento que mi corazón,
este corazón, única cosa de que estoy orgulloso,
única fuente de toda fuerza, de toda felicidad y
de todo infortunio. ¡Ah! Lo que yo sé, cualquie-
ra lo puede saber; pero mi corazón lo tengo yo
sólo."
25 DE MAYO
"Tenía un proyecto del que pensaba hablarte
cuando se hubiera realizado; ahora veo que no
resultará nada, y voy a darte cuenta de mi se-
creto: quería entrar en el ejército. Mucho tiem-
po he acariciado esta idea, causa la más pode-
rosa de cuantas me movieron a seguir al
príncipe, que es general de las fuerzas de ...
Paseando juntos le he descubierto mi designio;
pero me ha disuadido, y sólo hubiera dejado de
ceder a sus razones si fuera en mí una verdade-
ra vocación lo que no pasa de simple capricho."
11 DE JUNIO
"Di lo que quieras; pero necesito irme de aquí,
donde no hago otra cosa que fastidiarme. El
príncipe no puede ser para mi mejor dé lo que
es; sin embargo, no estoy contento a su lado, y
consiste en que en el fondo no hay nada seme-
jante entre los dos. Es un hombre de talento,
pero de talento vulgar. Su conversación no me
causa mayor placer que uno obra bien escrita.
Permaneceré aún ocho días aquí: cuando hayan
pasado volveré a vagabundear. Lo mejor que
he hecho desde que vine, ha sido dedicare al
dibujo. El príncipe no es extraño al arte y aún lo
sería menos si no estuviese forrado de fastidio-
sas fórmulas científicas y de una huera termi-
nología. Más de una vez, arrastrándome mi
loca imaginación por los caminos del arte y de
la naturaleza, me muerdo los labios al ver que,
convencido de que pone una pica en Flandes,
me interrumpe a tontas y a locas para encajar
en la conversación algún término técnico."
16 DE JULIO
"Sí; yo no soy otra cosa que un viajero, un pere-
grino en el mundo. ¿Y tú? ¿Eres algo más?"
18 DE JULIO
"¿Adónde quiero ir? Te lo diré en confianza.
Tengo precisión de permanecer aquí otros
quince días. Después, me he dicho a mí mismo
que deseo visitar las minas de...; pero, en el
fondo, no hay nada de esto: lo que quiero úni-
camente es aproximarme a Carlota. Esto es to-
do. Me río de mi corazón, y hago todo lo que
me manda."
29 DE JULIO
"¡Bien! ¡Muy bien! Todo marcha a maravilla.
¡Yo! ¡Su marido! ¡Oh Dios! si tú, que me has
dado la vida, me hubieses reservado semejante
felicidad, mi existencia hubiera sido una adora-
ción continua. No quiero quejarme contra ti;
perdóname estas lágrimas, perdona mis inútiles
deseos. ¡Ella, mi mujer! ¿Si hubiera estrechado
entre mis brazos a la criatura más amable que
hay bajo el cielo! Guillermo, cuando Alberto
abraza su talle esbelto, tiemblo de pies a cabe-
za.
"¿Me atreveré a decirlo? ¿Y por qué no? Carlota
hubiera sido conmigo más feliz que con él. No;
no es éste el hombre que puede satisfacer todos
los deseos de este ángel. Cierta falta de sensibi-
lidad, cierta falta de... (traduce esto como te
parezca). Yo veo que sus almas no simpatizan;
lo veo cuando, leyendo uno de nuestros libros
favoritos, laten al unísono el corazón de Carlota
y el mío, y lo veo en otras mil ocasiones en que
revelamos los sentimientos que nos producen
las acciones ajenas. ¡Oh Guillermo! ¿Es verdad
que él la ama con toda su alma..., y que, así y
todo, no merece el amor de ella?
"Un importuno ha venido a interrumpirme. Mis
lágrimas se han secado, mi melancolía ha des-
aparecido. Adiós, querido amigo."
4 DE AGOSTO
"No soy el único que se queja. Todos los hom-
bres ven burladas sus esperanzas y son enga-
ñados en lo que desean. Acabo de visitar a la
buena mujer de los tilos: el mayor de los mu-
chachos ha corrido a mi encuentro. Sus gritos
de alegría han anunciado mi llegada a la ma-
dre, que está muy abatida. Sus primeras pala-
bras han sido: "¡Ay, mi buen señor! Mi Juan ha
muerto. "Juan era el menor de los niños. Yo
guardé silencio. "Mi marido—añadió— ha
vuelto de Suiza con las manos en la cabeza a no
ser por algunas buenas almas, se hubiera visto
obligado a venir pidiendo limosna." No se me
ocurrió decirle nada; pero hice un regalillo a su
hijo. Ella me rogó que aceptase unas manzanas,
las tomé y me alejé de aquel sitio de tan triste
memoria."
21 DE AGOSTO
"He cambiado por completo en un abrir y ce-
rrar de ojos. Aunque todavía algunas veces se
ilumina mi vida con la claridad de una luz sua-
ve, no es, ¡ay!, más que por un solo instante.
Cuando me entrego a mis ensueños, no consigo
desechar este pensamiento. "Pues qué, si Alber-
to muriese, ¿no podrías tú ser..., no podría ser
ella...?" Y así continúo corriendo tras esta vaga
sombra, hasta que me conduce al borde del
abismo, donde me detengo con espanto.
"¡Qué diferente me parece todo, cuando salgo
de la ciudad por el camino que recorrí en coche
el día que, para llevarla al baile, fui por Carlota
la primera vez! Todo ha cambiado, todo ha
desaparecido. Ni una señal en la naturaleza, ni
un latido en mi corazón que recuerde aquel día.
Soy como la sombra de un príncipe opulento
que volviese al palacio edificado y decorado
con todo lujo y magnificencia por él en otra
época, para encontrar arruinadas las espléndi-
das maravillas que legó a un hijo queridísimo."
3 DE SEPTIEMBRE
"Hay ocasiones en que no comprendo cómo
puede amar a otro hombre, cómo se atreve a
amar a otro hombre, cuando yo la amo con un
amor tan perfecto, tan profundo, tan inmenso;
cuando no conozco más que a ella, ni veo más
que a ella, ni pienso más que en ella."
4 DE SEPTIEMBRE
"Sí, así es. Al mismo tiempo que la naturaleza
anuncia la proximidad del otoño, siento el oto-
ño dentro de mí y en torno mío. Mis hojas ama-
rillean, y las de los árboles vecinos se han caído
ya. ¿He vuelto a hablarte de un joven aldeano
que conocí cuando vino por primera vez a estos
parajes? He pedido en Wahlheim noticias su-
yas, y me han dicho que, habiéndole echado de
la casa donde servía, nadie ha vuelto a saber de
él. Ayer le encontré, por casualidad, camino de
otra aldea; le dirigí la palabra, y me ha contado
su historia, que me ha impresionado mucho
como comprenderás fácilmente cuando a mi
vez te la refiera. Pero ¿a qué conducen estos
pormenores? ¿No debía yo guardar para mí lo
que me aflige y me angustia? ¿Por qué he de
afligirte también? ¿Por qué he de darte sin cesar
ocasión para que te quejes y me riñas? ¡Bah!,
acaso no es mía la culpa, sino de mi estrella.
"Este hombre respondió a mis primeras pre-
guntas con sombría tristeza, en la que me pare-
ció ver alguna confusión; pero en breve, como
si cayera en la cuenta de con quién hablaba, y
me reconociese, me confesó con franqueza sus
faltas y deploró su desdicha. ¡Que no pueda yo,
amigo mío, recordar una por una sus palabras!
Confesaba, refería (experimentando, al hacer
memoria de ello, una especie de alegría y de
placer) que su amor hacia su ama fue aumen-
tando cada vez más hasta el punto de no saber
lo que hacía ni, hablándote en su lenguaje,
dónde tenía la cabeza. No podía beber, comer
ni dormir; esto le martirizaba, y hacía lo que no
debía hacer y olvidaba lo que le habían manda-
do, parecía que tenía los demonios en el cuer-
po, y por último, un día que ella estaba en una
habitación de un piso alto, lo supo él y la si-
guió, o más bien se sintió arrastrado en pos de
ella. Rogó inútilmente y pretendió hacer uso de
la fuerza. Ignoraba cómo pudo llegar a tal ex-
tremo y ponía a Dios por testigo de que siem-
pre había pensado en ella con toda pureza y de
que su más vehemente deseo había sido casarse
para pasar la vida a su lado. Después de plati-
car un rato de este modo, titubeó, como aquel a
quien aún le falta algo que decir y que no se
atreve a continuar. Al cabo me confesó tímida-
mente que ella le solía tolerar ciertas confianzas
y le había concedido algunos ligeros favores.
Cortó dos o tres veces el relato para repetirme
que no decía esto "por despreciarla"; que la
quería tanto como antes; que jamás había
hablado con nadie de estas cosas, y que sólo me
las refería para que me convenciese de que él
no era un malvado ni un insensato. Y ahora,
amigo mío, vuelvo a mi eterno estribillo: ¡si yo
pudiera pintarte a este muchacho tal como es-
taba, tal como todavía le ven mis ojos; si yo
pudiera decirte perfectamente todo para que
comprendieses cómo me interesa, cómo debo
interesarme por él! Basta; conoces lo que me
pasa, me conoces y sabes demasiado bien cuán-
to me interesan todos los desdichados, y, sobre
todos, este de que te hablo.
"Leo lo escrito, y observo que se me olvidaba
referirte el fin de la historia, que se adivina
fácilmente. La viuda se defendió, llegó su her-
mano, que hacía mucho tiempo odiaba al cria-
do y deseaba echarle de la casa, por temor de
que un nuevo matrimonio de la hermana priva-
se a sus hijos de una herencia que esperaban
fundadamente, puesto que aquélla no tenía
sucesión directa; este hermano plantó al criado
en la calle, y armó tan completo escándalo so-
bre lo ocurrido, que aunque la viuda hubiera
deseado recibir de nuevo al muchacho, no se
hubiera atrevido a ello. Dicen que también aho-
ra está que trina el hermano con otro criado que
tiene la consabida, respecto al cual aseguran
que se casará con ella, cosa que el antiguo está
firmemente resuelto a no sufrir mientras alien-
te.
"No he exagerado ni embellecido esta historia;
hasta puedo decir que la he contado débil, de-
bilísimamente, y que ha perdido mucho de su
sencillez, porque la he encerrado en el molde
de nuestro lenguaje usual y circunspecto.
"Esta pasión, que encarna tanto amor y tanta
fidelidad, no es una ficción poética; vive, cente-
llea con toda su pureza en estos hombres que
apellidamos incultos y groseros nosotros, gente
civilizada hasta el punto de no ser ya nada.
"Lee esta historia con recogimiento, te lo supli-
co. Yo, escribiéndote hoy estas cosas estoy so-
segado, ya lo ves: ni me precipito ni me embro-
llo, como acostumbro. Lee, querido Guillermo,
y piensa quien que ésta es, además, la historia
de tu amigo. Sí, esto es lo que me ha sucedido,
esto es lo que me sucederá a mí, que no tengo la
mitad del valor y la resolución de este pobre
diablo, con el cual apenas me atrevo a compa-
rarme."
5 DE SEPTIEMBRE
"Carlota escribió una nota a su marido, que
estaba en el campo, donde le retenían los nego-
cios. La esquela comenzaba así: "Querido, que-
ridísimo amigo: vuelve lo más pronto que pue-
das; te espero impaciente... "Uno que llegó trajo
la noticia de que algunas ocupaciones impedir-
ían a Alberto regresar tan pronto. La carta
quedó sin concluir sobre la mesa, y por la no-
che vino a dar en mis manos. La leí y sonreí:
Carlota me preguntó la causa. "La imaginación
es una cosa divina—exclamé—, por un momen-
to me había figurado que este escrito era para
mí. "No contestó nada; creo que le disgustó mi
ocurrencia. Yo guardé silencio."
6 DE SEPTIEMBRE
"Mucho me ha costado resolverme a dejar el
frac azul que llevaba cuando bailé con Carlota
por primera vez; pero ya estaba inservible.
"Me he encargado otro idéntico, con cuello y
vuelos iguales, y una chupa y unos calzones
amarillos como los que tenía. Bien conozco que
no es lo mismo llevar uno que otro; sin embar-
go..., ¿quién sabe? Me figuro que, con el tiem-
po, le tocará al nuevo su turno, y será el prefe-
rido."
12 DE SEPTIEMBRE
"Habiendo ido Carlota a ver a Alberto, ha esta-
do ausente algunos días. Hoy, al entrar en su
habitación, salió a mi encuentro y le besé la
mano con indecible júbilo.
"Sobre un espejo había un canario que voló a
sus hombros. Cogiéndole entre sus dedos, me
dijo: "Es un nuevo amigo que destino a mis
niños. Es muy bonito; miradle. Cuando le doy
pan, divierte ver cómo agita las alas y picotea.
También me besa; vedlo: "acercó su boca al pa-
jarillo, y éste se plegó tan amorosamente contra
sus dulces labios, como si comprendiese la feli-
cidad que gozaba.
""Quiero que también os dé un beso", dijo ella,
acercando el pájaro a mi boca. Este trasladó su
piquito desde los labios de Carlota a los míos, y
sus picotazos eran como un soplo de celestial
felicidad.
""Sus besos—dijo—no son completamente des-
interesados; busca comida, y cuando no la en-
cuentra en las caricias que le hacen, se retira
descontento" "También come en mi boca.", ex-
clamó Carlota, presentándole algunas migajas
de pan en sus labios entreabiertos, sobre los
cuales sonreían con voluptuosidad el placer y el
éxtasis de un amor correspondiente.
"Volví la cabeza. Ella no debía hacer lo que hac-
ía, ella no debía inflamar mi imaginación con
estos transportes candorosos de alegría purísi-
ma, ni despertar mi corazón del sueño en que le
arrulla la indiferencia que siento por la vida. ¿Y
por qué no? Es que se fía de mí, es que sabe de
qué modo la amo."

15 DE SEPTIEMBRE
"En verdad, Guillermo, que hay para darse al
diablo cuando se ven personas tan desprovistas
de razón y de sentimientos, que desconocen
cuanto tiene valor en este mundo. Tú recor-
darás aquellos nogales del presbiterio, a cuya
sombra me sentaba yo con Carlota. ¡Cuánto me
alegraba el corazón la vista de tan magníficos
árboles y cómo embellecían el patio! ¡Cuánta
frescura había en su sombra y cuánta majestad
en su follaje! Eran recuerdos vivos de los res-
pectivos párrocos que, en un tiempo ya remoto,
los habían plantado. El maestro de escuela nos
ha citado muchas veces el nombre de uno de
éstos, llevaba el mismo de su abuelo, y parece
que era una persona dignísima. Por eso, cuando
me sentaba debajo de aquellos nogales, en este
recuerdo había algo querido y sagrado para mí.
Ayer deplorábamos que los hayan cortado: el
maestro de escuela lloraba. ¡Cortado! Tengo tal
indignación que sería capaz de matar al mise-
rable que les dio el primer hachazo.
"Si yo fuera dueño de dos árboles semejantes,
me bastaría ver a uno secarse de viejo para des-
esperarme. Juzga por esto lo que me afecta el
sacrilegio cometido. ¿De qué sirve la conciencia
a los hombres? Todo el pueblo murmura, y la
mujer del cura actual comprenderá la herida
que ha abierto en los instintos de los buenos
aldeanos, cuando recoja la manteca, los huevos
y los demás tributos voluntarios. Porque ella, la
esposa del nuevo párroco (el que yo conocí ha
muerto también) es la autora; ella, criatura fla-
cucha y enclenque, que hace muy bien en no
interesarse por nadie en el mundo, porque na-
die comete la sandez de interesarse por ella,
marisabidilla que se atreve a disertar sobre los
cánones de la iglesia y a trabajar para la refor-
ma crítico-moral del cristianismo, encogiéndose
de hombros ante las ideas de Lavater, mujer, en
fin, cuya salud raquítica no resiste la más ino-
cente diversión. Sólo un bicho así hubiera sido
capaz de cortar los nogales. ¿Comprendes que
las hojas que se caían, sobre ensuciar el patio de
esta señora, lo llenasen de humedad? Además,
las ramas quitaban la luz, y cuando maduraban
las nueces los chiquillos se entretenían en de-
rribarlas a pedradas, lo cual alborotaba los ner-
vios de la pobrecita, robándole el sosiego en sus
profundas meditaciones, cuando acaso compa-
raba y pesaba juntos a Kennikot, Semler y Mi-
chaelis. Al avistarme con la gente de la aldea,
después de tan importante descubrimiento,
pregunté, sobre todo a los viejos, por qué lo
habían consentido.
""¿Y qué creéis—me respondieron—, cuando el
alcalde manda una cosa, ¿quién ha de oponer-
se?" Hay, sin embargo, en este asunto un lado
cómico. El alcalde y el cura (porque éste pensa-
ba sacar algún provecho del disparate cometido
por su mujer, que con frecuencia le quema la
sangre) el alcalde y el cura, digo, pensaban re-
partirse el fruto de los árboles cortados; pero el
administrador de rentas lo supo y dio con el
plan en tierra, haciendo valer antiguos dere-
chos sobre el patio del presbiterio donde habían
estado los nogales, que fueron vendidos en
pública subasta. En resumen, ya no hay noga-
les... ¡Oh, si yo fuera príncipe, ya les diría a la
mujer del cura, al alcalde y al administrador...!
¡Príncipe! ... ¡Ah!, si yo fuera príncipe ¿qué me
importarían los árboles de mi país?"
10 DE OCTUBRE
"Me basta ver sus ojos negros para ser feliz. Lo
que me apena es que Alberto no parece tan
dichoso como él esperaba y como él mismo
creía. ¡Ah! si yo... No me gusta emplear reticen-
cias; pero no puedo expresarme de otro mo-
do..., y me parece que me explico con bastante
claridad."
12 DE OCTUBRE
"Ossián ha desbancado a Homero en mi espíri-
tu. ¡A qué mundo nos transportan los sublimes
cantos de aquel poeta! ¡Vagar por los matorra-
les, e aspirar el aire de fuego que columpia en
las nubes las sombras del firmamento a los
pálidos rayos de la luna, oír quejarse en la mon-
taña la voz de trueno del torrente de la selva, y
los gemidos de las plantas medio abrasadas por
el viento, confundiéndose quejas y gemidos con
los suspiros de la joven que agoniza al pie de
cuatro piedras cubiertas de musgo, bajo las
cuales reposa el héroe glorioso que fue su
amante! ¡Oh!, cuando en aquel desierto con-
templo al bardo encanecido por los años, que
busca las huellas de sus padres y sólo encuen-
tra sus sepulcros, mientras, sollozando, vuelve
la vista hacia la estrella de la tarde, medio es-
condida entre el oleaje de una mar tempestuo-
sa; cuando veo que renace el pasado en el alma
del héroe, que como en los tiempos en que la
misma estrella irradiaba sobre los bravos gue-
rreros exploradores, o la luna ayudaba con su
propia claridad al regreso de sus naves victo-
riosas, cuando leo en su frente un profundo
dolor, y le veo solo en el mundo caminando
trémulo hacia la tumba, saboreando una su-
prema y dolorosa alegría en la aparición de los
fantasmas inmóviles de sus padres; cuando le
oigo gritar, fijos los ojos en la tierra seca y en la
hierba doblada por el viento: "El viajero vendrá;
vendrá el que me ha conocido en mi esplendor,
y preguntará dónde está el bardo, preguntará
qué ha sido del hijo de Finga! Y su pie hollará
mi tumba mientras su voz llamará en vano! ...
Entonces, amigo mío, quisiera, como leal escu-
dero, sacar la espada, y con ella librar a mi
príncipe de las angustias de una vida que es
una muerte lenta, hiriéndome después a mí
mismo para enviar mi alma en pos de la del
héroe libertado."
19 DE OCTUBRE
"¡Ay de mí! Este vacío, este horrible vacío que
siente mi alma... Muchas veces me digo: "Si
pudiera un momento, uno solo estrecharla con-
tra mi corazón, todo este vacío se llenaría."
26 DE OCTUBRE
"Sí, amigo mío, cada día estoy más convencido
de que la vida de una criatura vale bien poco.
Ayer estuvo a ver a Carlota una amiga suya.
Entré en una pieza inmediata y cogí un libro
para distraerme; pero no tenía la cabeza bastan-
te despejada para fijarme en la lectura. Oí que
hablaban en voz baja. Charlaron de cosas indi-
ferentes, de las novedades que ocurrían en el
pueblo, de que tal persona se había casado y tal
otra se hallaba enferma, muy enferma. "Tiene
una tos seca—dijo la amiga—, las mejillas hun-
didas, la cara más larga. No daría yo un ochavo
por su vida." "M. N.—dijo Carlota— está tam-
bién bastante echado a perder." "Es verdad—
repitió la otra—; tiene el cuerpo hinchado de
una manera que asusta."
"Así platicaban tranquilamente, mientras yo me
transportaba con la imaginación al lado de es-
tos desdichados y veía con cuánta ansiedad
sentían escapárseles la vida, y cómo se asían a
la más débil esperanza. Después de todo, Gui-
llermo, estas jóvenes hablaban del asunto como
habla todo el mundo cuando se trata de la
muerte de un extraño. Yo paseando mi vista en
torno mío, viendo echados acá y allá los vesti-
dos de Carlota, y los papeles de Alberto sobre
estos muebles que han llagado a serme familia-
res hasta el punto de notar la menor alteración,
me decía a mí mismo: "Puede asegurarse que
en esta casa eres todo para todos; tus amigos te
honran, tú contribuyes a su alegría, y parece
que no podríais vivir los unos sin los otros. No
obstante, si tú te alejases de su lado, sentirían...
¿cuánto tiempo sentirían el vacío que tu pérdi-
da dejaría en sus existencias? ¡Ah!, el hombre es
tan versátil por naturaleza, que, aun donde
tenga seguridad de ser apreciado en algo, aun
allí donde pueda dejar un recuerdo profundo
de su existencia o de su paso en la memoria y
en el alma de los que le son queridos, aun allí
debe extinguirse y desaparecer; y esto, ¡ay!,
demasiado pronto."
27 DE OCTUBRE
"Es cosa de arañarse y romperse la cabeza con-
siderar lo poco que valemos unos para otros.
¡Ay de mí! Nadie me dará el amor, la alegría, el
goce de las felicidades que no siento dentro de
mí. Y aunque no tuviera el alma llena de la más
dulces sensaciones, no sabría hacer dichoso a
quien en la suya careciese de todo."
27 DE OCTUBRE POR LA NOCHE
"¡Siento tantas cosas..., y mi pasión por ella lo
devora todo! ¡Tantas cosas! . . . ¡Y sin ella todo
se reduce a nada!"
30 DE OCTUBRE
"Más de cien veces he estado a punto de arro-
jarme a su cuello. Sólo Dios sabe cuánto me
cuesta mirar y remirar tantos encantos, sin
atreverme a extender mis manos hacia ella.
Apoderarse de lo que se ofrece a nuestra vista y
nos embelesa, ¿no es un instinto propio de la
humanidad? ¿No se esfuerza el niño por coger
cuanto le gusta? Y yo..?"
3 DE NOVIEMBRE
"Sólo Dios sabe cuántas veces me he dormido
con el deseo y la esperanza de no despertar
jamás. Y al día siguiente abro los ojos, vuelvo a
ver la luz del sol y siento de nuevo el peso de
mi existencia.
"¡Ah! ¿Por qué no soy uno de esos maniquíes
que se amoldan a todo, a todo, menos a sí mis-
mos? Entonces, al menos, el insoportable fondo
de mi desolación no pesaría sobre mí más que a
medias. Por desgracia, comprendo que la culpa
es únicamente mía. ¡La culpa! No. Bastante es
ya que lleve en mí la fuente de todos los dolo-
res, como hace poco llevaba el manantial de
todos mis placeres. ¿No soy siempre aquel
hombre que otras veces se deleitaba con los
más puros goces de una exquisita sensibilidad
que a cada paso creía descubrir un paraíso, y
cuyo corazón abierto a un amor sin límites, era
capaz de abrazar el mundo entero? Este co-
razón está ahora muerto, cerrado a todas las
sensaciones; mis ojos están secos, y mis acerbos
dolores, que no tienen desahogo, llenan de
prematuras arrugas mi frente. ¡Cuánto sufro!
He perdido ese don del cielo, que por sí solo
embellece mi vida, esa fuerza vivificante que
hacía crear mundos a mi dolor. Cuando desde
mi ventana contemplo el horizonte y tras la
cumbre de las colinas el sol disipa las brumas
matinales y desliza sus primeros rayos hasta el
fondo de los valles, mientras el sosegado río
corre mansamente hacia mí, serpenteando entre
los viejos troncos de los sauces desnudos; este
admirable cuadro, ahora inanimado y frío co-
mo una estampa de color, este espléndido es-
pectáculo que otras veces ha hecho desbordarse
mi corazón, no derrama ahora en él ni una sola
gota de entusiasmo o de contento. Allí está el
hombre, inmóvil, árido, frente a su Dios, siendo
un pozo vacío, una cisterna cuyas piedras se
han roto con la sequía. Muchas veces me he
arrodillado para pedir lágrimas al Señor, como
el labrador implora la lluvia cuando ve sobre su
cabeza un cielo cobrizo y a sus pies la tierra
muriéndose de sed. Pero, ¡ay!, Dios no concede
la lluvia ni el sol a nuestros ruegos importunos.
¿Por qué aquel tiempo, cuyo recuerdo me mata,
era para mí tan dichoso? Porque entonces yo
esperaba, confiado en que el cielo no me olvi-
daría, y recogía las delicias con que me embria-
gaba un corazón lleno de reconocimiento."
8 DE NOVIEMBRE
"Carlota ha censurado mis excesos... ¡pero con
qué tierno interés! ¡Mis excesos! Porque des-
pués de apurar un vaso de vino, sigo algunas
veces bebiendo hasta consumir una botella.
""No volváis a hacer eso—me dijo—; pensad en
Carlota."
""¡Pensar!—exclamé. ¿Qué necesidad tenéis de
recordármelo, puesto que, piense o no piense,
siempre estáis presente en mi alma? Hoy me
senté en el mismo sitio donde en otro tiempo os
bajasteis del coche."
"Cambió la conversación para impedirme que
hablase del asunto.
"Amigo mío, aquí me tienes en un estado tal,
que esta mujer hace de mí cuanto quiere."
15 DE NOVIEMBRE
"Te doy las gracias, Guillermo, por el tierno
interés que me manifiestas y por los buenos
consejos que me das; pero te ruego que no te
alarmes, que me dejes arrostrar la crisis. A pe-
sar de mi abatimiento, me siento aún con bas-
tantes fuerzas para llegar hasta el fin. Respeto
la religión, bien lo sabes: para el que desmaya
es un apoyo; para el que se siente devorado por
la sed es un bálsamo vivificante. Pero ¿puede ni
debe dar a todos la salud? ¿A cuántos ha deja-
do de dársela, y a cuántos no se la dará jamás,
conózcanla o no la conozcan? Y a mí, ¿me sal-
vará? ¿El mismo hijo de Dios no ha dicho que
sólo estarán con él los que su padre le dé? ¿Y si
su padre quiere reservarme para sí, como pre-
siente mi corazón . . .?
"No interpretes mal mis palabras ni veas, en lo
que es una idea sencilla, la menor intención de
mofarse, te lo suplico. Te hablo con el corazón
en la mano. A no ser así, preferiría callarme,
porque no me gusta perder el tiempo diciendo
palabras vanas sobre materias de que los demás
entienden tan poco como yo. ¿Qué otra misión
puede tener el hombre más que la de llenar
todo el camino con sus dolores, y apurar su
cáliz hasta las heces? Y puesto que este cáliz fue
amargo al mismo Dios del cielo cuando lo
acercó a sus labios de hombre, ¿por qué he de
fingir yo una fuerza sobrehumana haciendo
creer que lo encuentro dulce y agradable? ¿Por
qué no he de confesar mi angustia en este mo-
mento en que mi ser tiembla y fluctúa entre la
vida y la muerte, en que el pasado se proyecta
como un relámpago en el sombrío abismo del
porvenir, en que todo lo que me rodea se des-
ploma y en que el mundo parece acabarse
conmigo? ¿No reconoces la voz de la criatura
extenuada, desfallecida, que se hunde sin re-
medio, y a pesar de su inútil lucha, gritando
con amargura: "¡Dios mío, Dios mio! ¿Por qué
me has abandonado? ¿Y ha de darme vergüen-
za esta exclamación. y he de temer que llegue el
momento en que se escape de mi boca, cuando
se escapó de la vida de aquel que, hijo de los
cielos, se ha envuelto en ellos como un suda-
rio?"
21 DE NOVIEMBRE
"Carlota no ve ni conoce que prepara por sí
misma un veneno mortal para los dos, y yo
llevo con voluptuosidad la copa fatal que ella
me presenta. ¿Qué significa el aire de bondad
con que frecuentemente me mira? ¡Frecuente-
mente! No, algunas veces. ; Por qué muestra
complacencia al notar el efecto que su vista me
produce a despecho mío? ¿Qué causa reconoce
la compasión que revela en sus ojos?
"Ayer, cuando me retiraba, me dio la mano
diciéndome: "Buenas noches, querido Werther."
¡Querido Werther! Es la primera vez que me ha
llamado así, y hasta en lo más hondo de mi
alma he sentido una dicha inefable. Más de cien
veces he repetido estas palabras, y por la noche,
al acostarme, hablando conmigo mismo, ex-
clamé, sin darme cuenta de ello: "¡Buenas no-
ches, querido Werther!" No he podido menos
de reírme de semejante puerilidad."
22 DE NOVIEMBRE
"Al dirigir mis ruegos a Dios, no puedo decir:
"¡Conservádmela!" Y, sin embargo, hay mo-
mentos en que creo que me pertenece. Tampo-
co puedo decir: "¡Dádmela!", porque pertenece
a otro. Así es como me agito sin cesar sobre mi
lecho de dolores. Basta; no sé adónde iría a pa-
rar si continuase."
24 DE NOVIEMBRE
"No ignora Carlota lo que sufro. Su mirada ha
penetrado hoy hasta lo más profundo de mi
corazón. La encontré sola: yo no despegaba mis
labios, y ella me miraba fijamente. Absorto ante
aquella mirada sublime, llena de afectuoso in-
terés y dula compasión, no veía en aquel mo-
mento su seductora belleza ni la aureola de
inteligencia que ilumina su frente. ¿Por qué no
me arrojé a sus pies o la estreché en mis brazos
cubriéndola de besos? Se puso al piano: a sus
armoniosos acordes unió su dulce y melodiosa
voz. No he visto nunca más adorables sus la-
bios; parecía que se entreabrían lánguidamente
para aspirar los dulces sonidos del instrumen-
to, y exhalarlos de nuevo, suavizados por su
hálito. ¡Ah, si yo pudiera hacer que compartie-
ses conmigo lo que entonces sentí! Incliné la
cabeza, desfallecido, y me juré no atreverme
jamás a imprimir un beso en aquella boca..., en
aquella boca donde revoloteaban los celestiales
serafines. Y, sin embargo, yo quiero... No; hay
una barrera inaccesible que la separa de mi
alma. ¡Destruir esta pureza! .... Y luego, el casti-
go siguiendo al pecado... ¡Un pecado!...
26 DE NOVIEMBRE
"Suelo decirme a mí mismo: Tu destino no tiene
igual: comparados contigo, los demás hombres
son felices; porque jamás mortal alguno se vio
atormentado como tú. "Entonces leo a cualquier
poeta antiguo y me parece que es el libro mi
propio corazón. ¡Qué! ¿Aún me queda tanto
que sufrir? ¿Y antes que yo ha habido hombres
tan desgraciados?"
30 DE NOVIEMBRE
"Nunca, nunca podrá tranquilizarse mi espíritu.
Por dondequiera que voy encuentro algo que
me pone fuera de mí. Hoy mismo..., ¡Oh desti-
no!, ¡oh pobre humanidad...! Me había ido a
pasear a la orilla del río, a la hora de comer,
porque no tenía ningún apetito. No había na-
die. El oeste frío y húmedo soplaba de la mon-
taña; algunas nubes grises rodeaban el valle. A
larga distancia distinguí un hombre mal vesti-
do que andaba encorvado entre las rocas, como
si buscase algo. Me acerqué a él, y al ruido de
mis pasos se volvió. Tenía una fisonomía inte-
resante, con cierta expresión de tristeza que
revelaba un corazón honrado. Sus negros cabe-
llos le caían en bucles sobre la frente, y los de
atrás descendían hasta la espalda, formando
una apretada trenza. Como su traje indicaba
que era un hombre del pueblo, creí que no se
disgustaría porque me ocupase de él, y le pre-
gunté qué hacía.
"Dando un profundo suspiro, me contestó:
"Busco flores y no las encuentro." "Lo creo—
repuse sonriendo—; ahora no es tiempo de flo-
res." "Hay muchas—añadió, acercándose a
mí—. En mi jardín tengo rosas y dos especies
de madreselvas... Una me la regaló mi padre;
ésta crece con la rapidez que los hierbajos, y,
sin embargo, hace dos días que busco una y no
la encuentro. También aquí hay flores en todo
tiempo: las hay amarillas, azules, rojas... y hay
centenares que son unas florecillas muy lindas.
Pues en vano las busco, no encuentro una si-
quiera."
"Yo notaba en sus palabras y en su aire un no sé
qué zahareño y feroz, y mañosamente le pre-
gunté para qué quería las flores. Una sonrisa
extraña y convulsiva contrajo su semblante. "Si
me prometéis no hacerme traición—dijo, po-
niéndose un dedo sobre la boca—, os diré que
he ofrecido un ramo a mi novia." "Bien, muy
bien", repliqué. "¡Oh!, ella tiene muchas cosas
buenas...; es rica." "Y, aun así, hace caso de
vuestro ramo." "Tiene diamantes... y una coro-
na..." "Pues ¿quién es? ¿Cómo se llama?" Sin
responder a esta pregunta, añadió: "Si el go-
bierno quisiera pagarme, yo sería otro hombre.
Sí; hubo un tiempo en que yo estaba bien; pero
hoy.... todo ha concluido. Ya no soy nada..." Sus
ojos, preñados de lágrimas, se fijaron en el cielo
con viva expresión. "¿Eras feliz entonces?", le
pregunté. "¡Ah ojalá lo fuera ahora lo mismo!
Sí; contento, alegre, dichoso, vivía en un verda-
dero paraíso." "¡Enrique!", exclamó en aquel
instante una anciana que se aproximaba a noso-
tros, ¿dónde te metes? Ando buscándote por
todas partes. Vamos, ven a comer." "¿Es hijo
vuestro?", le pregunté adelantándome hacia
ella. "Sí, señor, es mi pobre hijo. Dios me ha
dado una cruz bastante pesada." "¿Hace mucho
tiempo que está así?" "A Dios gracias, hace ya
seis meses que ha recobrado la tranquilidad.
Pero antes durante un año, ha estado furioso y
fue preciso encerrarle en una casa de salud.
Ahora no hace mal a nadie; pero siempre está
soñando con reyes y emperadores . ¡Era tan
bueno y tan cariñoso! Me ayudaba a vivir con el
producto de su trabajo, porque tenía una letra
preciosa... De repente dio en estar caviloso;
cayó enfermo con una fiebre devoradora, y
ahora... ya veis el estado en que se encuentra. Si
el señor quiere que le cuente..." Interrumpí este
flujo de palabras para preguntarle a qué época
se refería su hijo, cuando decía que había sido
muy dichoso. "¡Ah, señor! El pobre alude al
tiempo en que estaba completamente loco: al
que pasó en el hospital, cuando no tenía con-
ciencia de sí mismo. No cesa de recordar aque-
llos días..." Estas palabras me hirieron como un
rayo. Puse una moneda de plata en las manos
de la anciana y me alejé casi corriendo.
"Entonces eras feliz—pensaba yo, caminando
rápidamente hacia el pueblo. ¡Entonces vivías
alegre en un verdadero paraíso! Pero, señor,
¿estará escrito en el destino del hombre que
sólo puede ser feliz antes de tener razón o des-
pués de haberla perdido? ¡Pobre insensato!
Envidio tu locura, envidio el laberinto mental
en que te pierdes. Tú sales lleno de esperanza a
coger flores para tu reina en medio del invier-
no, y te desesperas porque no les encuentras, y
no comprendes la causa de que no las encuen-
tres... Pero yo..., yo salgo sin esperanza, sin ob-
jeto, y vuelvo a entrar en mi casa como salgo.
Tú sueñas en lo que serías si el gobierno te pa-
gase ¡feliz criatura que sólo en un obstáculo
material hallas tu desgracia, que no sabes que
en el extravío de tu cerebro, en el desorden de
tu espíritu estriba tu daño, del que todos los
reyes de la tierra no podrían librarte! ¿Puede
morir desesperado el que se ríe de los enfermos
que, en su opinión, agravan sus enfermedades
y aceleran su fin yendo lejos a buscar la salud
en aguas minerales maravillosas? ¿Puede morir
desesperado el que insulta a la pobre criatura,
cuya alma oprimida hace voto de visitar el san-
to sepulcro, para librarse de sus remordimien-
tos y calmar sus escrúpulos y cuitas? Cada paso
que dé sobre la tierra dura e inculta por ásperos
senderos que desgarran los pies, es una gota de
bálsamo echado sobre la herida de su alma, y
después de la jornada de cada día, se acuesta
con el corazón aliviado de una parte del fondo
que le agobiaba. ¿Y os atrevéis a llamar esto
necia preocupación, vosotros, charlatanes feli-
ces?... ¡Preocupación!... Dios mío, tú ves mis
lágrimas. ¿Cómo al crear el hombre tan peque-
ño, le das hermanos que hasta le despojan en
sus amarguras, robándole la confianza que ha
puesto en ti, en ti, que nos amas infinitamente?
Porque la fe en la virtud de una planta medici-
nal, o en el agua que destila la vid después de
podada, ¿qué es si no es fe en ti, que al lado del
mal has puesto el remedio y el consuelo que
tanto necesitamos?
"¡Oh padre que no conozco! ¡Padre que otras
veces has llenado toda mi alma, y que ahora te
apartas de mí, llámame pronto a tu lado! No
guardes silencio más tiempo, porque tu silencio
no detendrá a mi alma impaciente. Y si entre
los hombres no podría enojarse un padre por-
que su hijo volviese a su lado antes de la hora
marcada, y se arrojase en sus brazos exclaman-
do: "Héme aquí de regreso, padre mío; no os
incomodéis porque haya interrumpido el viaje
que me habéis mandado terminar; el mundo es
igual por todas partes; tras el dolor y el trabajo,
la recompensa y el placer... ¿Qué me importa?
Yo no estaré bien más que donde vos estéis; en
vuestra presencia es donde yo quiero gozar y
padecer... Tú, padre celestial y misericordioso,
¿podrías rechazarme?"
1 DE DICIEMBRE
"¡Oh Guillermo! Ese hombre de que te he
hablado, ese desdichado feliz, tenía un empleo
en casa del padre de Carlota, y una desgraciada
pasión que concibió por ella..., ¡por ella!, pasión
que ocultó largo tiempo y que al fin descubrió,
le hizo perder su destino. Éste ha sido el origen
de su locura. Estas pocas palabras, llenas de
sequedad, pueden hacerte comprender lo que
esta historia me habrá trastornado, cuando Al-
berto me la refirió con tanta frialdad como aca-
so vas tú a leerla."
4 DE DICIEMBRE
"Te suplico que tengas piedad de mí, porque es
un hecho que no podré soportar más tiempo mi
situación.
"Hoy estaba sentado cerca de ella, que tocaba
diferentes melodías en su clavicémbalo, con
una expresión.... ¡con una expresión!... ¿Cómo
podría pintártela? La más pequeña de sus her-
manas jugaba con sus muñecas sobre mis rodi-
llas. De pronto se me saltaron las lágrimas y
bajé la cabeza; vi entonces en su dedo el anillo
de boda, y mi llanto corrió con más abundan-
cia. En aquel mismo instante comenzaba a tocar
aquella antigua melodía que tanto me impre-
sionaba, y mi corazón sintió una especie de
consuelo, recordando el tiempo en que aquella
música había herido agradablemente mis oídos;
tiempo de felicidad en que las penas eran po-
cas, horas de esperanza que pronto huyeron.
Me levanté y empecé a pasearme por la habita-
ción sin orden ni concierto. Me ahogaba.
""¡Basta—exclamé—, basta, por Dios!" Carlota
se detuvo y clavó en mí una mirada investiga-
dora.
""Werther—dijo, muy malo debéis estar, cuan-
do vuestra música favorita os desagrada de ese
modo. Retiraos, y haced por recobrar la calma."
"Me separé de ella y... ¡Dios mío!, tú que ves
mis sufrimientos, debes ponerles fin."

6 DE DICIEMBRE
"Su imagen me persigue: duerma o vele, ella
sola llena toda mi alma. Cuando cierro los
párpados, en el cerebro donde se encuentra la
potencia de la vista, dispongo claramente sus
ojos negros. Es imposible que te explique esto.
Me duermo, y los veo también: siempre están
allí, siempre fascinadores como el abismo. Todo
mi ser, todo, está absorbido por ellos. ¿Qué es
pues, el hombre, ese semidios tan ensalzado?
¿No le faltan las fuerzas cuando más las necesi-
ta? Y cuando bate sus alas en el cielo de los pla-
ceres, lo mismo que cuando se sumerge en la
desesperación, ¿no se ve siempre detenido y
condenado a convencerse de que es débil y pe-
queño, él, que esperaba perderse en lo infinito?"

EL EDITOR AL LECTOR
CUÁNTO hubiera deseado tener, respecto a los
últimos días de nuestro desgraciado amigo,
suficientes pormenores escritos de su propia
mano, para no verme en la necesidad de inter-
calar relatos en la continuación de las cartas
que él nos ha dejado!
He puesto empeño en recoger los más exactos
detalles de las personas que debían estar mejor
informadas, y estos detalles tienen todos un
carácter uniforme. Las narraciones convienen
hasta en las menores circunstancias. Unicamen-
te en la manera de juzgar los sentimientos de
los personajes difieren algo tanto los pareceres.
Sólo nos resta, pues, referir con fidelidad lo que
nuestras averiguaciones nos han hecho conocer,
añadiendo a esto las cartas o fragmentos de
cartas que ha dejado aquel que ya no existe.
No se debe despreciar el menor documento
auténtico, teniendo en cuenta lo difícil que es
profundizar y conocer los verdaderos motivos,
los móviles secretos de una acción, por insigni-
ficante que sea, cuando emana de un individuo
que sale de la esfera vulgar.
El desaliento y el pesar habían echado profun-
das raíces en el alma de Werther, y poco a poco
habían ido apoderándose de todo su ser. La
armonía de sus facultades se había destruido
por completo. El ciego y febril arrebato que las
trastornaba causó en él los más fuertes estragos,
concluyendo por sumirse en un triste abati-
miento, más penoso aún de soportar que los
males con que había luchado hasta entonces.
Las angustias de su corazón agotaron las fuer-
zas que le quedaban. Su viveza y su sagacidad
se extinguieron. Cada vez se mostraba más
sombrío e insociable, y, a medida que iba sien-
do más desgraciado, se volvía más injusto. Así,
al menos, lo aseguran los amigos de Alberto,
los cuales dicen que Werther no había sabido
apreciar a aquel hombre de corazón recto que,
gozando al fin de una dicha largo tiempo de-
seada, sólo pensaba en afianzar el porvenir de
su felicidad. ¿Como había de comprender se-
mejante anhelo quien disipaba y entregaba al
azar los tesoros de su alma, sin reservarse para
lo sucesivo más que privaciones y sufrimien-
tos?
Afirman también que Alberto no había podido
cambiar en tan poco tiempo, que era siempre el
mismo hombre tan ponderado y estimado por
Werther cuando empezaron a conocerse. Ama-
ba a Carlota sobre todo en el mundo, estaba
orgulloso de ella, y deseaba verla admirada por
cuantos se le acercaban como la más perfecta
criatura. ¿Podía vituperársele porque tratara de
alejar de ella la sombra de una sospecha o por-
que rehusara ceder en lo más mínimo la pose-
sión de tan preciado bien? Confiesan, cierta-
mente, que Alberto abandonaba con frecuencia
la habitación de su mujer cuando Werther se
presentaba en ella; pero no era, según dicen, ni
por odio ni por indiferencia hacia su amigo,
sino únicamente porque había notado el pesar
secreto que su presencia ocasionaba a Werther.
Un día, hallándose enfermo el padre de Carlota
y habiendo tenido necesidad de guardar cama,
mandó el coche en busca de su hija. Era una
hermosa mañana de invierno. Las primeras
nieves habían caído en abundancia y el campo
estaba cubierto de blanca alfombra.
Werther se puso en camino al día siguiente
para ir a reunirse con Carlota y acompañarla a
su casa si Alberto no iba por ella.
El aire fresco y puro de la mañana hizo poca
impresión en su ánimo. Un peso enorme
oprimía su pecho; su espíritu se hallaba ator-
mentado por las más tristes imágenes, y de sus
ideas le hacía vagar entre crueles reflexiones.
Como vivía en un perpetuo hastío de sí mismo,
la situación de los demás le parecía tan violenta
y agitada como la suya. Se imaginaba haber
turbado la buena armonía de Alberto y Carlota,
y se dirigía con este motivo los más severos
reproches, mezclados de sorda indignación
contra el marido. Durante el camino sus pen-
samientos tomaron este rumbo: "¡Ah!—se decía
apretando los dientes con furor—, ya está rota
esa unión tan íntima, tan cordial, tan espontá-
nea. ¿Qué ha sido de aquel tierno interés, de
aquella confianza tranquila que parecía inalte-
rable? Hoy ya no es sino hastío e indiferencia.
El menor asunto interesa a ese hombre más que
su mujer, ¡una mujer tan adorable! Pero ¿sabe él
acaso apreciarla? ¿Sospecha ni remotamente lo
que vale? ¡Y ella le pertenece, es suya!... ¡Oh!,
bien lo sé. Debía haberme acostumbrado ya a
esta idea, y, sin embargo, me desespera y aca-
bará por matarme. Y la amistad que Alberto me
había prometido, ¿qué se ha hecho de ella? ¿No
ve en mi adhesión a Carlota un ataque a sus
derechos y en mis atenciones y cuidados, una
embozada censura? Lo conozco y lo siento; me
ve con disgusto; quisiera tenerme muy lejos de
aquí: mi presencia es un peso para él."
Razonando así, tan pronto aceleraba su marcha
como la detenía. Algunas veces parecía querer
volverse atrás; pero de nuevo emprendía el
camino, sumido siempre en sombrías reflexio-
nes que sólo se adivinaban por algunas pala-
bras entrecortadas que salían de sus labios. De
este modo llegó a la casa sin darse apenas cuen-
ta de ello. Entró preguntando por el juez y por
Carlota, y encontró a toda la gente en conmo-
ción. El mayor de los hermanos de Carlota le
hizo saber que había sucedido una desgracia en
Wahlheim: un aldeano había sido asesinado.
Esta noticia no hizo en él mayor impresión, y se
dirigió a la sala inmediata, donde halló a Carlo-
ta esforzándose por retener a su padre, quien
enfermo y todo como estaba, quería marchar en
seguida al lugar del crimen, para instruir las
primeras diligencias sobre aquel crimen, cuyo
autor era aún desconocido. Se había encontrado
el cadáver por la mañana muy temprano delan-
te de la puerta de un cortijo y las sospechas
recaían ya en alguno. La víctima había estado al
servicio de una viuda, que poco antes despidió
a otro criado con motivo de un grave disgusto.
Cuando Werther supo estas circunstancias, se
levantó de repente exclamando:
—¿Es posible? Se impone que vaya yo sin per-
der un momento.
Se dirigió a Walheim, convencido, luego que
reunió todos sus recuerdos, de que el autor del
crimen era aquel joven a quien él había hablado
tantas veces y que le había inspirado grandes
simpatías. Como era indispensable pasar por
los tilos para llegar al figón donde habían de-
positado el cadáver, no pudo menos de expe-
rimentar cierta turbación a la vista de aquellos
lugares que en otro tiempo le fueron tan queri-
dos. El umbral de la puerta donde los chicos
acudían a jugar frecuentemente estaba lleno de
sangre. Así el amor y la fidelidad sentimientos
los más bellos del hombre habían degenerado
en violencia y asesinato. Parecía que para ar-
monizar con este pensamiento, los corpulentos
árboles, despojados de follaje, se habían cubier-
to de escarcha; el seto vivo que rodeaba las ta-
pias del cementerio había perdido su hermoso
color verde y dejaba ver, a través de anchos
portillos, las piedras de los sepulcros llenas de
nieve.
Al aparecer Werther en el figón, adonde había
acudido todo el pueblo, se dejó oír un grave
murmullo.
A lo lejos se distinguía un pelotón de hombres
armados, y todos comprendieron que traían al
asesino.
No bien dirigió Werther una mirada sobre el
preso, se disiparon sus dudas.
Si, era él; era aquel criado tan enamorado de su
ama, a quien pocos días antes había visto presa
de negra melancolía y luchando contra una
secreta desesperación.
—¿Qué has hecho, desgraciado?—le preguntó
al acercarse.
El preso miró a Werther sin despegar sus labios
luego dijo fríamente:
—Ella no será de nadie, ni nadie será de ella.
Condujeron al asesino a presencia de su víctima
y Werther se alejó precipitadamente. La extraña
y violenta emoción que acababa de experimen-
tar había trastornado su seso; se sintió arranca-
do de su melancólica apatía por el irresistible
interés que le inspiraba aquel joven y por un
deseo ardiente de salvarle. Comprendía tan
bien la desesperación que le había impulsado al
crimen; le encontraba tantas disculpas y se pe-
netraba tan profundamente de la situación de
aquel infortunado, que se creía capaz de hacer
participar de sus sentimientos a todo el mundo.
Ardía ya en deseos de defender a voz en grito
al acusado, el discurso más elocuente pugnaba
ya por brotar de sus labios. Corrió a casa del
juez, ordenando mentalmente los apasionados
argumentos con que pensaba inclinar su ánimo
en favor del prisionero.
Al entrar en el salón encontró a Alberto, cuya
presencia le desconcertó por un instante; pero
bien pronto se repuso, y dirigiéndose al juez, le
manifestó su opinión sobre aquel trágico suce-
so, con la convicción de que se sentía animado.
El juez movió varias veces la cabeza durante el
relato y, aunque Werther hizo uso de toda la
energía, todo el arte persuasivo que un hombre
puede emplear en defensa de un semejante, el
magistrado. como era lógico, no dio señales de
sensibilidad ni vacilación. Sin dejar concluir a
nuestro amigo, refutó con brío sus doctrinas y
le censuró por mostrarse tan decididamente
protector de un criminal. Le demostró que, con
tal sistema, todas las leyes serian fáciles de elu-
dir y la seguridad pública se vería comprome-
tida constantemente. Añadió que, en un asunto
de tal gravedad, no podía intervenir del modo
que lo hacía sin incurrir en una gran responsa-
bilidad, y que era preciso que el proceso siguie-
ra su curso ordinario.
Werther sin embargo, no se desanimó, y su-
plicó al juez que consintiese en hacer la vista
gorda respecto a la evasión del prisionero; pero
también sobre este punto fue inflexible el ma-
gistrado.
Alberto, que hasta entonces había permanecido
silencioso tomó parte en la discusión para apo-
yar lo dicho por el juez. Werther, en vista de
esto, enmudeció y se alejó con el corazón tras-
pasado de amargura mientras el juez repetía:
—No, no; nada puede salvarle.
No es difícil calcular la impresión que estas
palabras hicieron en el ánimo de Werther, co-
nociendo algunas frases escritas, sin duda,
aquel mismo día que hemos encontrado entre
sus papeles.
"¡No es posible salvarte, desgraciado! No; bien
veo que nada puede salvarnos."

Lo que Alberto había dicho del criminal en pre-


sencia del juez, causó a Werther extraordinaria
extrañeza. Creyó descubrir en sus palabras una
alusión a él y sus sentimientos, y, por más que
algunas maduras reflexiones le hicieron com-
prender que aquellos dos hombres podían te-
ner razón, se resistía a abandonar su proyecto y
sus ideas.
Entre sus papeles hemos encontrado otra nota
que se refiere a esta circunstancia y expresa tal
vez sus verdaderos sentimientos para Alberto:
"¿De qué sirve decirme y repetirme: es bueno y
honrado? ¡Ah! Cuando así se me desgarra el
corazón, ¿puedo yo ser justo?"

***
La tarde era apacible y el tiempo propendía al
deshielo. Carlota y Alberto se volvieron a pie.
De vez en cuando volvía ella la cabeza, como
echando de menos la compañía de Werther.
Alberto hizo recaer la conversación en su amigo
y le censuró con justicia. Habló de su desgra-
ciada pasión, y dijo que había debido alejarse
por su propio interés.
—Yo lo deseo también por nosotros—añadió—,
Y te ruego, Carlota, que trates de dar otro giro a
sus ideas y sus relaciones contigo, diciéndole
que escasee sus visitas. La gente empieza ya a
ocuparse de esto, y yo sé que somos objeto de
juicios poco caritativos.
Carlota guardó silencio, y Alberto creyó com-
prender el motivo de ésta reserva. Desde aquel
momento no volvió a hablar de Werther: si ella,
por casualidad o intencionadamente, pronun-
ciaba el nombre de su amigo, él mudaba o inte-
rrumpía la conversación. La vana tentativa de
Werther para salvar al infeliz aldeano, fue co-
mo el último resplandor de una llama mori-
bunda. Cayó en un abatimiento cada vez más
profundo, y una desesperación mansa se apo-
deró de él cuando supo que quizá le llamarían
para declarar contra el asesino, que procuraba
defenderse negando su crimen. Todo lo que
había sufrido hasta entonces en el transcurso de
su vida activa, sus disgustos en casa del emba-
jador, sus proyectos frustrados, todo, en fin, lo
que le había herido o contrariado, acudía en
tropel a su memoria y le agitaba terriblemente.
Creyéndose condenado a la inacción por tan
repetidas contrariedades, todo lo veía cerrado a
su paso y se sentía incapaz de soportar la vida.
Así, pues, encerrado perpetuamente en sí mis-
mo, consagrado a la idea fija de una sola pa-
sión, perdido en un laberinto sin salida por sus
relaciones diarias con la mujer adorada cuyo
reposo turbaba, agotando inútilmente sus fuer-
zas y debilitándose sin esperanza, se iba fami-
liarizando cada vez más con el horrible proyec-
to que bien pronto debía realizar
Insertaremos aquí algunas cartas que dejó y
que dan exacta idea de su turbación, de su deli-
rio de sus crueles angustias, de sus luchas su-
premas y del desprecio que sentía por la vida:

12 DE DICIEMBRE
"Querido Guillermo: Me encuentro en un esta-
do que debe parecerse al de los que antigua-
mente se creían poseídos del espíritu maligno.
No es el pesar, no es tampoco un deseo ardien-
te, sino una rabia sorda y sin nombre lo que me
desgarra el pecho, me anuda la garganta y me
sofoca. Sufro, quisiera huir de mí mismo, y pa-
so las noches vagando por los parajes desiertos
y sombríos de que abunda esta estación enemi-
ga.
"Anoche salí. Sobrevino súbitamente el deshielo
y supe que el río se había salido de madre, que
todos los arroyos de Welhein corrían desbor-
dados y que la inundación era completa en mi
querido valle. Me dirigí a él cuando rayaba la
medianoche, y presencié un espectáculo aterra-
dor. Desde la cumbre de una roca vi a la clari-
dad de la luna revolverse los torrentes por los
campos, por las praderas y entre los vallados,
devorándolo y sumergiéndolo todo; vi desapa-
recer el valle; vi en su lugar un mar rugiente y
espumoso, azotado por el soplo de los huraca-
nes. Después, profundas tinieblas; después la
luna, que aparecía de nuevo para arrojar una
siniestra claridad sobre aquel soberbio e impo-
nente cuadro. Las olas rodaban con estrépito...,
venían a estrellarse a mis pies violentamente...
Un extraño temblor y una tentación inexplica-
ble se apoderaron de mí. Me encontraba allí con
los brazos extendidos hacia el abismo, acari-
ciando la idea de arrojarme en él. Sí, arrojarme
y sepultar conmigo en su fondo mis dolores y
sufrimientos. Pero ¡ay qué desgraciado soy! No
tuve fuerzas para concluir de una vez con mis
males, mi hora no ha llegado todavía, lo conoz-
co. ¡Ah, Guillermo! ¡Con qué placer hubiera
dado esta pobre vida humana para confundir-
me con el huracán, rasgar con él los mares y
agitar sus olas! ¡Ah!, ¿no alcanzaremos nunca
esta dicha los que nos consumimos en nuestra
prisión? ¡Qué tristeza se apoderó de mí cuando
mis ojos se fijaron en el sitio donde había des-
cansado con Carlota bajo un sauce después de
un largo rato de paseo! También allí había lle-
gado la inundación, y a duras penas pude dis-
tinguir la copa del sauce. Pensé entonces en la
casa del juez en sus prados... El torrente debía
de haber arrancado también nuestros pabello-
nes y destruido nuestros lechos de césped. Un
luminoso rayo del pasado brilló ante mi alma,
como brilla en los sueños de un cautivo una ola
de luz que le finge praderas ganado o grande-
zas de la vida. Yo estaba allí de pie... ¡Ah! ¿Es
que me falta valor para morir? Yo debía... Y, sin
embargo, heme aquí como una pobre vieja que
recoge del suelo sus andrajos y va de puerta en
puerta pidiendo pan para sostener y prolongar
un instante más su miserable vida."
14 DE DICIEMBRE
"¿Qué es esto, amigo mío? Estoy asustado de
mí mismo. El amor que ella me inspira, ¿no es
el más puro, el más santo y el más fraternal de
los amores? ¿He abrigado nunca en lo más
recóndito de mi alma un deseo culpable? ¡Ah;
no me atrevería a asegurarlo. ¡Si ahora mismo
sueño! ¡Cuánta razón tienen los que dicen que
somos juguetes de fuerzas misteriosas!
"Anoche..., temo decirlo..., la tenía entre mis
brazos, fuertemente estrechada contra mi co-
razón... Sus labios balbuceaban palabras de
cariño, interrumpidas por un millón de besos, y
mis ojos se embriagaban con la dicha que rebo-
saba de los suyos. ¿Soy culpable, Dios mío, por
acordarme de tanta felicidad y porque deseo
soñar otra vez lo mismo? ¡Carlota!, Carlota! ...
Hace ocho días que mis sentidos se han turba-
do; ya no tengo fuerzas ni para pensar; mis ojos
se llenan de lágrimas. No me hallo bien en nin-
guna parte, y, sin embargo, estoy bien en todas.
No espero nada, nada deseo. ¿No es mejor que
me ausente?"
***
La resolución de abandonar este mundo había
ido robusteciéndose y afirmándose en el ánimo
de Werther. Desde su vuelta al lado de Carlota
había considerado la muerte como el término
de sus males y como recurso extremo de que
siempre podría disponer. Pero se había pro-
puesto no acudir a él de una manera brusca y
violenta. No quería dar este último paso sino
con mucha calma e impulsado por la más firme
convicción. Sus incertidumbres, sus luchas se
reflejan en algunas líneas que parecen ser el
principio de una carta a su amigo. El papel no
tiene ninguna fecha:
"Su presencia..., su situación..., el interés que
manifiesta por mi suerte, arrancan lágrimas de
mi cerebro petrificado.
"Levantar el vuelo y seguir adelante: esto es
todo...
¿Por qué asustarse? ¿Por qué dudar? ¿Acaso
porque se ignore lo que hay allá, porque no
vuelve, o más bien porque es propio de nuestra
naturaleza suponer que todo es confuso y tinie-
blas en lo desconocido?"
Cada vez se acostumbraba más a estos funestos
pensamientos, y llegaron a hacérsele en extre-
mo familiares. Su proyecto fue, al fin, determi-
nado de una manera irrevocable. La prueba se
encuentra en la siguiente carta de doble sentido
que escribió a su amigo:
20 DE DICIEMBRE
"Agradezco, querido Guillermo, que tu amistad
haya comprendido tan bien lo que yo quería
decir. Tienes razón; lo mejor que puedo hacer
es ausentarme. Pero la invitación que me haces
para que vuelva a vuestro lado no está muy en
armonía con mi pensamiento. Antes haré una
corta excursión, a la que convidan el frío conti-
nuado que es de esperar y los caminos que es-
tarán en buen estado. Tu deseo de venir a bus-
carme me agrada mucho; pero te ruego me
concedas un plazo de quince días, y que espe-
res a recibir otra carta mía en la que te comuni-
que mis últimas noticias. Di a mi madre que
ruegue a Dios por su hijo; dile también que le
pido perdón por todos los pesares que le he
causado. Sin duda, entraba en mi destino ape-
sadumbrar a las personas a quienes hubiera
querido hacer fe luces. Adiós, mi querido ami-
go; el cielo derrame sobre ti sus bendiciones."
***
No intentamos describir ahora lo que pasaba en
el corazón de Carlota y los sentimientos que en
él despertaban su esposo y su desgraciado ami-
go, por más que el conocimiento que tenemos
de su carácter nos permite formar una idea
aproximada.
Toda mujer dotada de un alma noble se identi-
ficará con ella y comprenderá lo que ha debido
sufrir. Indudablemente, estaba decidida a hacer
cuanto de su parte dependiera para alejar a
Werther. Si aún vacilaba, su vacilación era hija
de afectuosa piedad: sabía bien cuánto había de
costar a su amigo aquel paso supremo, porque
conocía hasta dónde llegaban sus fuerzas. Y, sin
embargo, no tardó en verse obligada a tomar
una resolución. Su marido continuaba guar-
dando silencio sobre el asunto, y ella hacía otro
tanto; pero esto era un nuevo motivo para que
demostrase con hechos que sus sentimientos
encerraban la misma dignidad que los de Al-
berto.
El día en que Werther escribió a su amigo la
última carta que hemos copiado era el domingo
anterior a la Navidad. Fue por la tarde a casa
de Carlota y la encontró sola, entretenida en
preparar algunos regalos que pensaba hacer a
sus hermanos el día de Nochebuena. Con este
motivo él habló de la alegría que iban a expe-
rimentar los niños cuando abriéndose de pron-
to una puerta. viesen aparecer el árbol de la
Navidad lleno de velitas, de dulces y de jugue-
tes.
—Vos también—dijo, ocultando con una sonri-
sa el embarazo que la presencia de Werther le
causaba—tendréis vuestro aguinaldo si sois
juicioso: una vela y alguna otra cosa.
—¿A qué llamáis ser juicioso?—preguntó él—.
¿Cómo debo, cómo puedo yo ser, Carlota?
—El jueves—repuso ella—es la víspera de la
Navidad, y vendrán los niños con mi padre.
Cada uno recibirá entonces su aguinaldo. Ve-
nid también ese día..., pero antes, no.
Werther se quedó aterrado.
—Os ruego—añadió Carlota—que lo hagáis así,
y os lo ruego porque lo exige mi tranquilidad.
Esto no puede continuar, Werther; no, no pue-
de continuar."
Él bajó los ojos y, paseándose por la habitación
a grandes pasos, murmuraba entre dientes:
"Esto no puede continuar."
Carlota, al ver el violento estado en que habían
sumido sus palabras, trató por mil medios de
distraerle de sus pensamientos; pero fue en
vano
—No, Carlota—exclamó—, no volveré a veros.
—¿Por qué, Werther? Podéis y hasta debéis
venir
a vernos, pero también debéis procurar ser más
dueño de vos. ¡Ah! ¿Por qué habéis nacido con
ese fuego indomable y esa apasionada violencia
que mostráis en vuestras afecciones? Os supli-
co—añadió cogiéndole la mano—que procuréis
dominaros. Vuestro talento, vuestras relacio-
nes, vuestra instrucción os tienen reservados
muchos goces. Sed hombre... y triunfaréis de
esa fatal inclinación que os arrastra hacia una
mujer que todo lo que puede hacer por vos es
compadeceros.
Werther rechinó los dientes y la miró con aire
sombrío. Carlota, mientras tanto, retenía entre
sus manos la de su amigo.
—Tened calma—le dijo—. ¿No comprendéis
que corréis voluntariamente a vuestra ruina?
¿Por qué he de ser yo, precisamente yo..., que
pertenezco a otro hombre?... ¡Ah!, temo que la
imposibilidad de obtener mi amor es lo que
exalta vuestra pasión.
Werther retiró su mano y miró a Carlota con
disgusto
—Está bien—asintió—; sin duda esa observa-
ción se le ha ocurrido a Alberto. Es profunda. .
., ¡muy profunda! . . .
—Cualquiera puede hacerla—repuso ella. ¿No
habrá en todo el mundo una joven capaz de
satisfacer los deseos de vuestro corazón? Bus-
cadla; yo os respondo de que la encontraréis.
Hace bastante tiempo que deploro, por vos y
por nosotros, el aislamiento en que os habéis
condenado. Vamos, haced un pequeño esfuer-
zo; un viaje puede distraeros; si buscáis bien,
encontraréis algún objeto digno de vuestro ca-
riño, y entonces podéis volver para que disfru-
temos todos de esa tranquilidad que da una
amistad sincera.
—Podrían imprimirse vuestras palabras—dijo
Werther sonriendo con amargura—y recomen-
darlas a todos los que se dedican a la enseñan-
za. ¡Ah, querida Carlota!, concededme un corto
plazo, y todo se arreglará.
—Concedido; pero no volváis hasta la víspera
de la nochebuena.
Werther iba a responder cuando entró Alberto.
Se saludaron en tono seco y desabrido, y ambos
se pusieron a pasear, uno al lado del otro, visi-
blemente azorados. Werther habló de cosas
insignificantes que dejaba a medio decir; Alber-
to, después de hacer otro tanto, preguntó a su
mujer por algunos encargos que le tenía enco-
mendados.
Al saber que no habían sido terminados, le di-
rigió algunas frases que Werther encontró no
sólo frías sino duras. Éste quiso marcharse, y le
faltaron las fuerzas. Permaneció allí hasta las
ocho, aumentándose su mal humor, cuando vio
que ponían la mesa, tomó su bastón y su som-
brero. Alberto le invitó a quedarse; pero él con-
sideró la invitación como un acto de obligada
cortesía, y se retiró dando fríamente las gracias.
Cuando volvió a su casa tomó la luz de mano
de su criado, que quería alumbrarle, y subió
solo a su habitación. Una vez en ella, se puso a
recorrerla a grandes pasos, sollozando y
hablando solo, pero en voz alta y con calor;
acabó por arrojarse vestido sobre el lecho, don-
de el criado le halló tendido a las once, cuando
entró a preguntarle si quería que le quitase las
botas. Werther consintió que lo hiciera, prohi-
biéndole al mismo tiempo que entrara en su
cuarto al día siguiente antes de que él le llama-
se.
El lunes 21 de diciembre, por la mañana, escri-
bió a Carlota la siguiente carta, que se encontró
cerrada sobre su mesa y fue remitida a la per-
sona a quien se dirigía. La insertamos aquí por
fragmentos, como parece que él la escribió:

"Es cosa resuelta, Carlota: quiero morir y te lo


participo sin ninguna exaltación romántica, con
la cabeza tranquila, el mismo día en que te veré
por última vez.
"Cuando leas estas líneas, mi adorada Carlota
yacerán en la tumba los despojos del desgra-
ciado que en los últimos instantes de su vida no
encuentra placer más dulce que el placer de
pensar en ti. He pasado una noche terrible: con
todo, ha sido benéfica, porque ha fijado mi re-
solución. ¡Quiero morir!
"Al separarme ayer de tu lado, un frío inexpli-
cable se apoderó de todo mi ser; refluía mi san-
gre al corazón, y respirando con angustiosa
dificultad pensaba en mi vida, que se consume
cerca de ti, sin alegría, sin esperanza. ¡Ah!, es-
taba helado de espanto.
Apenas pude llegar a mi alcoba, donde caí de
rodillas, completamente loco. ¡Oh Dios mío!, tú
me concediste por última vez el consuelo de
llorar. Pero ¡qué lágrimas tan amargas! Mil ide-
as, mil proyectos agitaron tumultuosamente mi
espíritu, fundiéndose al fin todos en uno solo,
pero firme, inquebrantable: ¡morir! Con esta
resolución me acosté, con esta resolución, in-
quebrantable y firme como ayer, he despertado:
¡quiero morir! No es desesperación, es conven-
cimiento: mi carrera está concluida, y me sacri-
fico por ti. Sí, Carlota, ¿por qué te lo he de ocul-
tar? Es preciso que uno de los tres muera, y
quiero ser yo. ¡Oh vida de mi vida! Más de una
vez en mi alma desgarrada ha penetrado un
horrible pensamiento: matar a tu marido..., a
ti..., a mí. Sea yo, yo solo; así será.
"Cuando al anochecer de algún hermoso día de
verano subas a la montaña, piensa en mí y
acuérdate de que he recorrido muchas veces el
valle; mira luego hacia el cementerio, y a los
últimos rayos del sol poniente vean tus ojos
cómo el viento azota la hierba de mi sepultura.
Estaba tranquilo al comenzar esta carta, y ahora
lloro como un niño. ¡Tanto martirizan estas
ideas mi pobre corazón!"
Werther llamó a su criado cerca de las diez.
Mientras le vestía, le dijo que iba a hacer un
viaje de algunos días, y que era preciso, por
tanto, sacar la ropa y preparar las maletas; le
mandó, además, arreglar las cuentas, recoger
muchos libros que había prestado y dar a algu-
nos pobres, a quienes socorría una vez por se-
mana, el importe anticipado de la limosna de
dos meses.
Se hizo servir el almuerzo en su cuarto, y des-
pués de haber comido, se dirigió a la casa del
juez, a quien no encontró. Se paseó por el jardín
con aire pensativo que parecía indicar el deseo
de fundir en una sola todas las ideas capaces de
avivar sus amarguras. Los niños del juez no le
dejaron solo mucho tiempo: salieron a su en-
cuentro saltando de alegría y le dijeron que
cuando llegase mañana y pasado mañana, y el
día siguiente, Carlota les daría los aguinaldos:
sobre esto le contaron todas las maravillas que
les prometía su imaginación. "¡Mañana —
exclamó Werther—, y pasado mañana..., y des-
pués otro día!"
Los abrazó cariñosamente, se disponía a aban-
donarlos, cuando el más pequeño dio señales
de querer decir algo al oído. El secreto se redujo
a participarle que sus hermanos mayores hab-
ían escrito felicitaciones para el año nuevo: una
para el papá, otra para Alberto y Carlota, y otra
para Werther. Todas las entregarían por la ma-
ñana temprano el primer día del año. Estas pa-
labras le enternecieron: hizo algunos regalos a
todos y tras de encargarles que saludaran a su
papá, montó a caballo y se marchó llorando.
A las cinco volvió a su casa; recomendó a la
criada que cuidase de la lumbre hasta la noche,
y encargó al criado que empaquetase los libros
y la ropa blanca y metiese en la maleta los tra-
jes.
Parece probable que después de esto debió de
ser cuando escribió el siguiente párrafo de su
última carta de Carlota:
"Tú no me esperas; tú crees que voy a obedecer-
te y a no volver a tu casa hasta la víspera de la
Navidad... ¡Oh Carlota!..., hoy o nunca. El día
de la Nochebuena tendrás este papel en tus
manos trémulas y lo humedecerás con tus pre-
ciosas lágrimas. Lo quiero..., es preciso. ¡Oh,
qué contento estoy de mi resolución!"
Entre tanto, Carlota se encontraba en una situa-
ción de ánimo bien extraña. En su última entre-
vista con Werther había comprendido cuán
difícil le sería decidirle a que se alejara, y había
adivinado mejor que
nunca los tormentos que el infeliz iba a sufrir
separado de ella.
Habiendo participado a su marido, como inci-
dentalmente, que Werther no volvería hasta la
víspera de la Navidad. Alberto se marchó a ver
al juez de un distrito inmediato para ventilar
un asunto que debía retenerle hasta el siguiente
día.
Carlota estaba sola, ninguna de sus hermanas
se encontraba a su lado. Aprovechando esta
circunstancia, se abandonó a sus ideas y dejó
vagar su espíritu entre los afectos de su pasado
y su presente.
Se contemplaba unida a un hombre cuyo amor
y fidelidad le eran bien conocidos y a quien
amaba con toda su alma; a un hombre que por
su carácter, tan entero como apacible, parecía
formado para asegurar la felicidad de una mu-
jer honrada. Comprendía lo que este hombre
era y debía ser siempre para ella y para su fami-
lia. Por otra parte, le había sido tan simpático
Werther desde el momento en que se conocie-
ron, y llegó a serle tan querido, era tan es-
pontáneo el afecto que los unía, y había engen-
drado tal intimidad el largo trato que medió
entre ambos, que el corazón de Carlota conser-
vaba de ello impresiones indelebles. Se había
acostumbrado a contarle todo lo que pensaba,
todo lo que sentía.
Su marcha, por tanto, iba a producir en la vida
de Carlota un vacío que nada podía llenar.
¡Ah!, si ella hubiera podido hacerle su herma-
no, ¡qué feliz habría sido! ¡Si hubiera podido
casarlo con alguna de sus amigas! ¡Si hubiera
podido restablecer la buena inteligencia que
antes reinó entre Alberto y él! Pasó en su mente
revista a todas sus amigas, y en todas encontra-
ba defectos...; ninguna le pareció digna del
amor de Werther. Después de mucho reflexio-
nar concluyó por sentir confusamente, sin atre-
verse a confesárselo, que el secreto deseo de su
corazón era reservárselo para ella, por más que
se decía a sí misma que ni podía ni debía hacer-
lo. Su alma, tan pura y tan hermosa, y hasta
entonces tan inaccesible a la tristeza, recibió en
aquel momento una herida cruel. La perspecti-
va de su dicha se disipaba entre las nubes que
cubrían el horizonte de su vida.
A las seis y media oyó a Werther, que subía la
escalera, preguntando por ella. Al momento
reconoció sus pasos y su voz, y el corazón le
latió vivamente por primera vez, podemos de-
cirlo, al acercarse el joven. De buena gana habr-
ía mandado que le dijesen que no estaba en
casa, y, cuando le vio entrar, no pudo menos
que exclamar con visible azoramiento y llena
de emoción.
—¡Ah!, habéis faltado a vuestra palabra.
—Yo nada os prometí—repuso él.
—Pero debisteis haber atendido mis súplicas,
teniendo en cuenta que os las hice para bien de
amigos.
No se daba cuenta de lo hacía, ni de lo que de-
cía y envió por dos amigas suyas para no en-
contrarse sola con Werther. Éste dejó algunos
libros que había llevado y pidió otros.
Carlota esperaba con afán que sus amigas lle-
gasen, pero un momento después deseaba lo
contrario. Volvió la criada y dijo que ninguna
de las dos podía complacerla.
Entonces se la ocurrió dar a la criada orden de
que se quedara en la habitación inmediata
haciendo labor; pero en seguida cambió de
idea.
Werther se paseaba por la sala con visible agi-
tación.
Carlota se sentó al clavicémbalo y quiso tocar
un minué; pero sus dedos se resistían a secun-
dar su intento. Abandonó el clavicémbalo y fue
a sentarse al lado de Werther, que ocupaba en
el sofá su sitio de costumbre.
—¿No traéis nada que leer?—dijo Carlota.
No traía él nada.
—Ahí, en la cómoda—prosiguió ella—, tengo la
traducción que hicisteis de algunos cantos de
Ossián. Todavía no la he visto, porque esperaba
que vos me la leeríais; pero hasta ahora no se
ha presentado ocasión.
Werther sonrió y fue a buscar el manuscrito. Al
cogerlo experimentó un involuntario estreme-
cimiento; al hojearlo se llenaron de lágrimas sus
ojos. Luego, esforzándose para que su voz pa-
reciera segura, leyó lo que sigue:
—"¡Estrella del crepúsculo que resplandeces
soberbia en occidente, que asomas tu radiante
faz entre las nubes y te paseas majestuosa sobre
la colina!..., ¿qué miras a través del follaje? Los
indómitos vientos se han calmado; se oye lejano
el ruido del torrente; las espumosas olas se es-
trellan al pie de las rocas y el confuso rumor de
los insectos nocturnos se cierne en los aires.
¿Qué miras, luz hermosa? Sonríes y sigues tu
camino. Las ondas se elevan gozosas hasta ti,
bañando tu brillante cabellera. ¡Adiós, rayo de
luz dulce y tranquilo! ¡Y tú, sublime luz del
alma de Ossián brilla aparece a mis ojos! Vedla;
allí asoma en todo su esplendor. Ya distingo a
mis amigos muertos; se reúnen en Lora como
durante mejores días... Fingal avanza con una
húmeda columna de bruma; en torno suyo
están sus valientes. Ved los dulcísimos bardos;
Ulino, con su cabello gris; el majestuoso Ryno;
Alpino, el celestial cantor, y tú, quejumbrosa
Minona! ¡Cuánto habéis cambiado, amigos
míos, desde las fiestas de Selma, donde nos
diputábamos el honor de cantar, como los céfi-
ros de primavera columpian unas tras otras las
lozanas hierbas de la montaña! Se adelantó Mi-
nona, en todo el esplendor de su belleza, con la
vista baja y los ojos llenos de lágrimas. Flotaba
su cabellera a merced del viento que soplaba
desde la colina. El alma de los héroes se entris-
teció al oír su dulce canto, porque habían visto
muchas veces la tumba de Salgar, y muchas
también la agreste morada de la blanca Col-
ma..., de Colma, abandonada en la montaña,
sin más compañía que la del eco de su voz ar-
moniosa. Salgar había prometido ir; pero, antes
que llegase, la noche envolvió en sus tinieblas a
Colma. Escuchad su voz; oíd lo que cantaba
vagando por la montaña:
""COLMA.—Es de noche; estoy sola, extraviada
en las tempestuosas cimas de los montes. El
viento silba en torno mío. El torrente se precipi-
ta con estruendo desde lo alto de las rocas. No
tengo ni una cabaña que me defienda contra la
lluvia, y estoy abandonada entre estos peñascos
azotados por la tormenta. Rompe, ¡oh luna!, tu
prisión de nubes. ¡Dejadme ver vuestros res-
plandores, luceros de la noche! Guíeme un rayo
de luz al sitio donde el dueño de mi amor repo-
sa de las fatigas de la caza, con el arco suelto a
sus pies, con los perros jadeando en su derre-
dor. ¿Es preciso que permanezca aquí, sola y
sentada sobre la roca, encima de la cóncava
cascada? Oigo los rugidos del torrente y del
huracán, pero, ¡ay!, no llega a mi oído la del
que amo. ¿Por qué tarda tanto mi Salgar?
¿Habrá olvidado su promesa? Éstos son la roca
y el árbol, éstas las espumosas ondas. Tú me
ofreciste venir aquí al anochecer... ¡Ah! ¿Dónde
estás, Salgar mío? Yo quería huir contigo, yo
quería abandonar por ti a mi orgulloso padre y
a mi orgulloso hermano. Hace mucho tiempo
que son enemigas nuestras familias; pero noso-
tros no somos enemigos, Salgar. ¡Cálmate por
un momento, huracán! ¡Enmudece por un ins-
tante, potente catarata! Dejad que mi voz re-
suene por todo el valle, y que la oiga mi viajero.
Salgar, yo soy quien te llama. Aquí están el
árbol y la roca. Salgar, dueño mío, aquí me tie-
nes; ven... ¿Por qué tardas? La luna aparece; las
olas, en el valle, reflejan sus rayos; las rocas se
esclarecen; las cumbres se iluminan. Sin em-
bargo, no veo a mi amado. Sus perros, que
siempre se le adelantan, no me anuncian su
venida. ¡Ah, Salgar! ¿Por qué me dejas sola?
Pero ¿quiénes son aquellos que se distinguen
allá abajo entre los arbustos? Hablad, amigos
míos... ¡Oh!, no contestan. . . ¡Qué ansiedad
siente mi alma!... ¡Están muertos! Sus cuchillas
se han enrojecido con la sangre del combate.
¡Oh, hermano mío!..., ¿por qué has matado a mi
Salgar? Y tú mi querido Salgar, ¿por qué has
matado a mi hermano? ¡Os quería tanto a los
dos! ¡Estabas tú tan bello entre los mil guerre-
ros de la montaña! ¡Y él era tan bravo en la pe-
lea! Escuchad mi voz y respondedme, amados
míos. Pero, ¡ay de mí!, se hallan mudos, mudos
para siempre. Sus corazones permanecen hela-
dos como la tierra. ¡Oh!, desde las altas rocas,
desde las cumbres en que se forman las tempes-
tades, habladme vosotros, espíritus de los
muertos. Yo os escucharé sin pavor. ¿Adónde
habéis ido a reposar? ¿En qué gruta del monte
podré encontrarlos? Ninguna voz suspira en el
viento; ningún gemido solloza entre los de la
tempestad. Aquí, abismada en mi dolor, ane-
gada en llanto, espero la nueva aurora. Cavad
su sepultura, amigos de los muertos; pero no la
cerréis hasta que yo baje a ella. Mi vida se des-
vanece como un sueño. ¿Acaso puedo sobrevi-
virlos? Aquí, cerca del torrente que salta entre
peñascos, es donde quiero quedarme con ellos.
Cuando la noche caiga sobre la montaña y silbe
el viento entre los matorrales, mi espíritu se
lanzará al espacio lamentando la muerte de mis
amigos. El cazador me oirá desde su cabaña de
follaje; mi voz le dará miedo y, sin embargo me
amará, porque será dulce mientras llore por
ellos. ¡Los quería tanto! Así cantabas, ¡oh Mi-
nona, bella y pálida hija de Thormann! Nues-
tras lágrimas corren por Colma y nuestra alma
se torna sombría como la noche. Ulino apareció
con el arpa y nos hizo oír el canto de Alpino.
Alpino fue un cantor melodioso, y el alma de
Ryno era un rayo de fuego. Pero uno y otro
yacían en la estrecha mansión de los muertos, y
sus voces no resonaban ya en Selma. Un día,
volviendo Ulino de la caza, antes que los dos
héroes hubiesen sucumbido, los oyó cantar en
la colina. Su canto era dulce, pero no triste. Se
lamentaban de la muerte de Morar, el mayor de
los héroes. El alma de Morar era gemela de la
de Fingal; su espada, semejante a la espada de
Oscar. Murió; gimió su padre, y los ojos de su
hermana Minona se llenaron de lágrimas al oír
el canto de Ulino. Minona retrocedió como la
luna esconde su cabeza detrás de las nubes
cuando presiente la tempestad. Yo acompañaba
con el arpa el canto de las lamentaciones."
""RYNO.— Cesaron ya el viento y la lluvia las
nubes se disipan; el cielo aparece diáfano; el
sol, caminando al ocaso dora con sus últimos
rayos las crestas de los montes. El torrente en-
rojecido rueda por el valle. Dulce es el murmu-
llo del río, pero más dulce es la voz de Alpino
cuando canta a los muertos. Su cabeza está in-
clinada por el peso de los años, y sus ojos, es-
caldados por el llanto. Alpino, celestial cantor,
¿por qué vagas solitario por la montaña silen-
ciosa? ¿Por qué gimes como el viento en el bos-
que y como la ola que se rompe en lejana pla-
ya?"
""ALPINO.—Mi llanto, Ryno, brota por los
muertos. Mi voz va hacia los habitantes del
sepulcro. Tú eres ágil y esbelto, Ryno, eres bello
entre los hijos de la montaña; pero caerás como
Morar, y la aflicción irá también a sentarse so-
bre tu ataúd. La montaña te olvidará, y tu arco
abandonado penderá de lo alto de la muralla.
¡Oh, Morar!, tú eras ligero como el corzo que
ama la colina, terrible como el fuego del cielo
en la oscuridad de la noche; tu cólera era una
tempestad, tu espada era un rayo en el comba-
te, tu voz era el rugido del torrente después de
la lluvia, el del trueno rodando sobre las mon-
tañas. Muchos han caído al golpe de tu brazo;
la llama de tu cólera los ha consumido... Pero
cuando volvías de la guerra, ¡qué dulce y apa-
cible era tu encanto! Tu rostro parecía el sol
después de la tormenta; parecía la luna ilumi-
nando una noche serena. Tu pecho era un refle-
jo del mar cuando se calma el viento que lo
agita. ¡Qué pequeña y sombría es ahora tu mo-
rada! Con tres pasos se mide la sepultura del
que no ha mucho fue tan grande. Cuatro pie-
dras cubiertas de musgo son tu único monu-
mento. Un árbol sin hojas, altas hierbas que
columpia la brisa. Eso es todo lo que revela al
experto cazador el sitio donde yace el poderoso
Morar. Tú no tienes madre ni amante que te
lloren: murió la que te dio el ser: murió también
la hija de Morglan. ¿Quién es aquel hombre que
se apoya tristemente en un bastón? ¿Quién es
aquel hombre cuya cabeza blanquea antes de
tiempo, y no cesa de llorar? Es tu padre, ¡oh
Morar!, tu padre, que no tenía otro hijo. Mu-
chas veces oyó hablar de tu valor, de los ene-
migos que cayeron a los golpes de tu espada:
muchas veces oyó hablar de la gloria de Morar
¡ay!, ¿por qué le contaron también tu muerte?
Llora, desgraciado padre, llora, que tu hijo no
te oirá. El sueño de los muertos es muy pro-
fundo; su almohada de polvo está muy honda.
No se levantará tu hijo al oír tu voz; no se des-
pertará a tus gritos. ¡Ah!, ¿cuándo penetrará la
luz en el sepulcro? ¿Cuándo se podrá decir al
que duerme en él: "despierta"? ¡Adiós, noble
joven; adiós, valiente guerrero! Ya no volverán
a verte los campos de batalla; ya el bosque
sombrío no se iluminará con el centelleo de tu
espada. No has dejado hijos, pero el canto de
los trovadores conservará y transmitirá tu
nombre a la posteridad. Las edades futuras
oirán hablar de tus hazañas y conocerán a Mo-
rar. La aflicción de los guerreros era profunda;
pero los sollozos de Armino la dominaban. Este
canto le recordó la pérdida de un hijo, muerto
en la flor de su edad. Carmor estaba junto al
héroe; Carmor, el príncipe de Galmar. "¿Por
qué suspiras de este modo?" le dijo. ¿Es aquí
donde hay que llorar? La música y el canto que
se dejan oír, ¿no son para reanimar el espíritu,
lejos de abatirle? Ligeros vapores se escapan
del lago, invaden el bosque y humedecen las
flores: el sol aparece brillante, los vapores se
disipan. ¿Por qué estás triste, ¡oh Armino!, tú
que reinas en Gorma, que tiene un cinturón de
olas?"
""ARMINO.—Estoy triste, y tengo motivos po-
derosos para estarlo. Carmor, tú no has perdido
un hijo ni tienes que llorar la muerte de una
hija radiante de hermosura. Colgar, el intrépido
joven, vive aún, y como él la bella Almira. Los
retoños de tu raza florecen, Carmor, pero Ar-
mino es el último de una rama seca. Sombrío es
tu lecho, Daura; sombrío es tu sueño en el se-
pulcro. ¿Cuándo despertarás? ¿Cuándo volverá
a resonar tu voz melodiosa? Levantaos, vientos
del otoño..., desencadenaos sobre la oscura ma-
leza... Torrentes de la selva, desbordaos...
Huracanes, arrancad a vuestro paso las enci-
nas... Y tú, luna, muestra y esconde alternati-
vamente tu pálido rostro entre las rasgadas
nubes. Recuérdame la terrible noche en que
murieron mis hijos, mi valiente Arindal y mi
querida Daura. Daura, hija mía; tú eres tan
hermosa como el astro de plata que esclarece la
colina, blanca como la nieve y dulce, dulce co-
mo la brisa embalsamada de la de la mañana.
Arindal, tu arco era invencible, fuerte tu lanza,
poderosa tu mirada, como la nube que rueda
sobre las olas; tu escudo parecía un meteoro en
el seno de una tempestad. Armar célebre en los
combates, solicitó el amor de Daura, y bien
pronto lo obtuvo. Pero Erath, hijo de Odgall,
temblaba de rabia porque su hermano había
sido muerto por Armar. Vino disfrazado de
batelero; su barca se columpiaba gallardamente
sobre las ondas. Traía el pelo blanco; su sem-
blante era grave y tranquilo. "¡Oh!, tú, la más
bella de las jóvenes, amable hija de Armino—
dijo—, allá abajo, en una roca, no lejos de la
orilla, espera Armar a su querida Daura." Ella
le siguió y llamó a Armar; pero el eco sólo con-
testó a su voz. "Armar, dueño mío, mi bien,
¿por qué me apesadumbras de este modo? Es-
cucha, hijo de Armath, oye mis ruegos... Es tu
Daura quien te llama." El traidor Erath la dejó
sobre la roca, y volvió a tierra riéndose. Daura
se deshizo en gritos, llamando a su padre y a su
hermano: "Arindal, Armino, no vendréis nin-
guno de los dos a salvar a vuestra Daura?"
Arindal, mi hijo, descendió de la montaña car-
gado con el botín de la caza, con las flechas
suspendidas del costado, el arco en la mano y
rodeado de cinco perros negros. Distinguió en
su orilla al imprudente Erath; se apoderó de él
y le ató a un roble con fuertes ligaduras. Mien-
tras Erath llenaba de gemidos el espacio, Arin-
dal, apoderándose de su barca, se dirigió a la
roca donde se hallaba Daura. En esto, llega
Armar, prepara furioso una flecha, silba el dar-
do, y tú. hijo mío, pereces del golpe destinado
al pérfido Erath. En el momento en que la barca
arribó a la roca, Arindal dio el último suspiro.
¡Oh, Daura! La sangre de tu hermano corrió a
tus pies. ¡Cuál sería tu desesperación! La barca
deshecha contra la roca, se sumergió en el
abismo. Armar se arrojó al agua para salvar a
Daura o morir. Una ráfaga de viento baja de la
montaña, arremolina el oleaje, y Armar desapa-
rece y no vuelve a aparecer. Mi desgraciada hija
quedaba sin amparo, sola, sobre un peñasco
azotado por las olas. Yo, su padre, oía sus la-
mentos y nada podía intentar en su auxilio.
Toda la noche permanecí en la orilla, con-
templándola a los débiles rayos de la luna. To-
da la noche estuve oyendo sus clamores. El
viento silbaba, el agua caía a torrentes, y la voz
de Daura se iba debilitando a medida que se
acercaba el día. Pronto se extinguió por com-
pleto, como se desvanece la brisa de la tarde
entre las hierbas de la montaña. Consumida
por la desesperación, expiró, dejando a Armino
solo en el mundo. Mi valor, mis fuerzas y mi
orgullo murieron con ella. Cuando las tormen-
tas bajan de la montaña, cuando el viento del
norte alborota el oleaje, yo me siento en la ribe-
ra, y fijo mis ojos en la funesta roca. Muchas
veces mientras la luna aparece en el cielo, veo
flotar en una penumbra luminosa las almas de
mis ojos, que vagan por el espacio unidas en
abrazo fraternal."

Un torrente de lágrimas que brotó de los ojos


de Carlota, desahogando su oprimido corazón,
interrumpió la lectura de Werther. Éste arrojó a
un lado el manuscrito y, apoderándose de una
de las manos de la joven, vertió también amar-
go llanto. Carlota, apoyando la cabeza en la
otra mano, se cubrió el rostro con su pañuelo.
Víctimas él y ella de una terrible agitación, ve-
ían su propio infortunio en la suerte de los
héroes de Ossián y juntos lo deploraban. Sus
lágrimas se confundieron. Los ardientes labios
de Werther tocaron el brazo de Carlota. Ella se
estremeció y quiso alejarse; pero el dolor y la
compasión la tenían clavada en su asiento, co-
mo si una masa de plomo pesase sobre su cabe-
za. Ahogándose y queriendo dominarse, su-
plicó, sollozante, a Werther que prosiguiese la
lectura, su voz rogaba con un acento celestial.
Werther, cuyo corazón latía con tal violencia,
que parecía querer salirse del pecho, temblaba
como un azogado, tomó el libro y leyó con in-
segura voz:
—¿Por qué me despiertas, soplo embalsamado
de la primavera? Tú me acaricias y me dices:
"Traigo conmigo el rocío del cielo; pero pronto
estaré marchito, porque pronto vendrá la tem-
pestad que arrebatará mis hojas. Mañana lle-
gará el viajero; vendrá el que me ha conocido
en toda mi belleza; su vista me buscará en torno
suyo, me buscará y no me encontrará."
Estas palabras causaron a Werther un profundo
abatimiento. Se arrojó a los pies de Carlota,
completa y espantosamente desesperado, y
cogiéndole las manos, las oprimió contra su
frente.
Carlota sintió entonces un vago presentimiento
de un siniestro propósito. Turbado su juicio,
cogió a su vez las manos de Werther y las co-
locó sobre su corazón. Inclinóse hacia él con
ternura, y sus abrasadas mejillas se tocaron. El
mundo desapareció para ellos; él la estrechó
entre sus brazos, la apretó contra su pecho y
cubrió de frenéticos besos los temblorosos la-
bios de su amada, que balbucía palabras entre-
cortadas.
—¡Werther!—murmuraba ella con voz ahogada
y desviándose—. ¡Werther!—repetía, y con
suave movimiento trataba de alejarse—. ¡Wert-
her!—exclamó por tercera vez, ya con acento
digno e imponente.
Él se sintió dominado; la soltó y se arrojó al
suelo como un loco.
Carlota se levantó y, completamente turbada,
indecisa entre el amor y la cólera, le dijo:
—Es la última vez, Werther; no volveréis a
verme
Y, lanzando sobre aquel desgraciado una mira-
da llena de amor, corrió a la habitación inme-
diata y se encerró, afligida, en ella.
Werther extendió las manos sin atreverse a de-
tenerla. En el suelo, Y con la cabeza apoyada en
el sofá, permaneció más de una hora sin dar
señales de vida.
Al cabo de este tiempo oyó ruido y volvió en sí.
Era la criada qué venía a poner la mesa. Se le-
vantó y empezó a pasear por la habitación.
Cuando volvió a quedarse solo, se aproximó a
la puerta por donde había desaparecido Carlo-
ta, y exclamó en voz baja:
—¡Carlota! ¡Carlota! Una palabra sola, un adiós
siquiera...
Ella guardó silencio. Esperó él, suplicó, esperó
de nuevo... Por último, se alejó de la puerta
gritando:
— ¡Adiós, Carlota...; adiós para siempre!
Llegó a las puertas de la ciudad; los guardias,
que estaban acostumbrados a verle, le dejaron
pasar. Caían menudos copos de nieve; él, sin
embargo, no volvió a la población hasta una
hora antes de medianoche.
Cuando llegó a su casa, el criado notó que no
llevaba sombrero; pero no se atrevió a decírse-
lo. Le ayudó a desnudarse; toda la ropa estaba
calada. Más tarde encontraron el sombrero en
un peñasco que se destaca sobre todos los de la
montaña y que parece querer desgajarse sobre
el valle. No se comprende como en una noche
lluviosa y oscura pudo llegar a aquel punto sin
despeñarse.
Se acostó y durmió largo tiempo: cuando el
criado entró en el cuarto al día siguiente para
despertarle, le halló escribiendo, y le pidió café,
que le sirvió en seguida.
Entonces Werther añadió estos párrafos a la
carta que tenía empezada para Carlota:

"Ésta es la última vez que abro los ojos; la últi-


ma, ¡ay de mí! Ya no volverán a ver la luz del
sol, que hoy se oculta detrás de una niebla den-
sa y sombría. ¡Si, viste de luto, naturaleza! Tu
hijo, tu amigo, tu amante se acerca a su fin. ¡Ah,
Carlota!, es una cosa que no se parece a nada y
que sólo puede compararse con las percepcio-
nes confusas de un sueño, el decirse: "¡Esta ma-
ñana es la última!" Carlota, apenas puedo dar-
me cuenta del sentido de esta palabra: "¡La
última!" Yo, que ahora tengo la plenitud de mis
fuerzas, mañana estaré sobre la tierra rígido y
sin vida. ¡Morir! ¿Qué significa esto? Ya lo ves:
los hombres soñamos siempre que hablamos de
la muerte. He visto morir a mucha gente; pero
somos tan pobres de inteligencia, que a pesar
de cuanto vemos, cunea sabemos nada del
principio ni del fin de la vida. En este momento
todavía soy mío..., todavía soy tuyo, si, tuyo,
querida Carlota; y dentro de poco..., ¡separa-
dos.... desunidos, quizá para siempre! ¡No, Car-
lota, no! ¿Cómo puedo dejar de ser? Existimos,
sí. ¡Dejar de ser! ¿Qué significa esto? Es una
frase más, un ruido vano que mi corazón no
comprende. ¡Muerto, Carlota! ¡Cubierto por la
tierra fría en un rincón estrecho y sombrío! Tu-
ve en mi adolescencia una amiga que carecía de
apoyo y de consuelo. Murió y la acompañé has-
ta la fosa, donde estuve cuando bajaron el
ataúd; oí el crujir de las cuerdas cuando las
soltaron y cuando las recogieron. Luego arroja-
ron la primera palada de tierra, y la fúnebre
caja produjo un ruido sordo, después más sor-
do, y después más sordo todavía, hasta que
quedó completamente cubierta de tierra. Caí al
lado de la fosa, delirante, oprimido, y con las
entrañas hechas pedazos. Pues bien: yo no sé
nada de lo que hay más allá del sepulcro.
¡Muerte! ¡Sepulcro! No comprendo estas pala-
bras.
"¡Oh! ¡Perdóname, perdóname! Ayer... aquél
debió ser el último momento de mi vida. ¡Oh
ángel! Fue la primera vez, si, la primera vez
que una alegría pura y sin límites llenó todo mi
ser.
"Me ama, me ama... Aún quema mis labios el
fuego sagrado que brotaba de los suyos; todav-
ía inundan mi corazón estas delicias abrasado-
ras. ¡Perdóname, perdóname! Sabía que me
amabas; lo sabía desde tus primeras miradas
aquellas miradas llenas de tu alma; lo sabía
desde la primera vez que estrechaste mi mano.
Y, sin embargo, cuando me separaba de ti o
veía a Alberto a tu lado, me asaltaban por do-
quiera rencorosas dudas.
"¿Te acuerdas de las flores que me enviaste el
día de aquella enojosa reunión en que ni pudis-
te darme la mano ni decirme una sola palabra?
Pasé la mitad de la noche arrodillado ante las
flores, porque eran para mí el sello de tu amor;
pero, ¡ay!, estas impresiones se borraron como
se borra poco a poco en el corazón del creyente
el sentimiento de la gracia que Dios le prodiga
por medio de símbolos visibles. Todo perece,
todo; pero ni la misma eternidad puede des-
truir la candente vida que ayer recogí en tus
labios y que siento dentro de mí. ¡Me ama! Mis
brazos la han estrechado, mi boca ha temblado,
ha balbuceado palabras de amor sobre su boca.
¡Es mía! ¡Eres mía! Sí, Carlota, mía para siem-
pre. ¿Qué importa que Alberto sea tu esposo?
¡Tu esposo! No lo es más que para el mundo,
para ese mundo que dice que amarte y querer
arrancarte de los brazos de tu marido para re-
cibirte en los míos es un pecado. ¡Pecado!, sea.
Si lo es, ya lo expío. Ya he saboreado ese peca-
do en sus delicias, en sus infinitos éxtasis. He
aspirado el bálsamo de la vida y con él he forta-
lecido mi alma. Desde ese momento eres mía,
¡eres mía, oh Carlota! Voy delante de ti; voy a
reunirme con mi padre, que también lo es tuyo,
Carlota; me quejaré y me consolará hasta que tú
llegues. Entonces volaré a tu encuentro, te co-
geré en mis brazos y nos uniremos en presencia
del Eterno; nos uniremos con un abrazo que
nunca tendrá fin. No sueño ni deliro. Al borde
del sepulcro brilla para mí la verdadera luz.
¡Volveremos a vernos! ¡Veremos a tu madre y
le contaré todas las cuitas de mi corazón! ¡Tu
madre! ¡Tu perfecta imagen!"

A las once llamó Werther a su criado y le pre-


guntó si había regresado Alberto. El criado con-
testó que le había visto pasar a caballo. Enton-
ces le mandó una esquela abierta que sólo con-
tenía estas palabras:
"¿Quieres hacerme el favor de prestarme tus
pistolas para un viaje que he proyectado?
Consérvate bueno. Adiós."
***
La pobre Carlota apenas había podido dormir
la noche anterior. Su sangre pura, que hasta
entonces había corrido tranquilamente por sus
venas, se agitaba en curso febril. Mil sensacio-
nes distintas con movían su noble corazón. ¿Era
que abrasaba su seno el calor de las caricias de
Werther o que estaba indignada de su atrevi-
miento? ¿Era que le mortificaba comparar su
situación del momento con su vida pasada, con
sus días de inocencia, sosiego y confianza?
¿Cómo presentarse a su esposo? ¿Cómo confe-
sarle una escena de que ella misma no quería
darse cuenta, por más que no tuviese nada de
que avergonzarse? Mucho tiempo hacía que
marido y mujer no hablaban de Werther, y pre-
cisamente ella debía romper el silencio para
hacerle una confesión no menos penosa que
inesperada. Temía que el solo anuncio de la
visita de Werther fuese para Alberto una gran
mortificación. ¿Qué sucedería cuando supiera
él todo lo ocurrido? ¿Podría esperarse que juz-
gara las cosas sin pasión y las viese tales como
habían pasado? ¿Podría desearse que leyera
claramente en el fondo de su alma? Y, por otra
parte, ¿cómo disimular ante un hombre para
quien el pecho de ella había sido siempre un
transparente cristal y a quien no había ocultado
ni quería ocultar nunca el menor pensamiento?
Estas reflexiones la abrumaban, abismándola
en una cruel incertidumbre, y siempre se volvía
su pensamiento hacia Werther que la adoraba;
hacia Werther, a quien no podía abandonar y a
quien era preciso que abandonase. ¡Ah..., qué
vacío para ella!
Aunque la agitación de su espíritu no le permi-
tiese ver claramente la verdad de las cosas,
comprendió que pesaba sobre ella la fatal des-
avenencia que separaba a su marido y Werther;
dos hombres tan buenos y tan inteligentes que
empezando por ligeras divergencias de senti-
miento, habían llegado a una mutua reserva y a
una indiferencia glacial. Cada uno se encerraba
en el círculo de su propio derecho y de los erro-
res del otro. Se había aumentado la tirantez por
ambas partes y había llegado a ser tal la situa-
ción, que ya no podía despejarse sin violencia.
Si los hubiera unido más una dichosa confianza
en los primeros momentos, si la amistad y la
indulgencia hubieran abierto sus almas a algu-
nas dulces expansiones, acaso habría sido posi-
ble salvar al desgraciado joven. Una circuns-
tancia particular aumentaba la perplejidad de
Carlota. Werther, como hemos visto en sus car-
tas, no ocultó nunca su deseo de abandonar el
mundo. Alberto había combatido esta idea mu-
chas veces, y con frecuencia había cuestionado
sobre ella con su mujer. Impulsado por una
instintiva repugnancia hacia el suicidio, Alberto
había sostenido muy a menudo, con una rude-
za impropia de su carácter, que semejante reso-
lución no era de hombre serio, y hasta se había
permitido alguna burla sobre el asunto, hacien-
do así que su incredulidad se reflejara un tanto
en Carlota. Esto la tranquilizaba un poco cuan-
do en su espíritu aparecían siniestras imágenes;
pero esto mismo impedía que participara sus
temores a su marido.
No tardó Alberto en llegar, y ella salió a recibir-
le con una solicitud no exenta de embarazo.
Alberto parecía disgustado. No había podido
terminar sus asuntos por ciertas dificultades,
hijas del carácter intratable y minucioso del
juez. El mal estado de los caminos había acaba-
do de ponerle de mal humor.
Preguntó si había ido alguien durante su au-
sencia, y su mujer se apresuró a decirle que
Werther había estado allí la víspera por la tar-
de. Informado después de que en su cuarto
tenía algunas cartas y paquetes que habían lle-
vado para él, dejó sola a Carlota. La presencia
del hombre por quien sentía tanto cariño y tan-
to respeto, operó una nueva revolución en el
espíritu de ella. El recuerdo de la generosidad
del esposo, de su amor y de sus bondades, le
devolvió el sosiego. Experimentó un secreto
deseo de seguirle, y decidida a ello, hizo lo que
hacía muchas veces: ir a buscarle a su cuarto.
Le encontró abriendo y leyendo las cartas; al-
gunas parecían preñadas de noticias desagra-
dables. Le formuló varias preguntas sobre esto,
y él contestó lacónicamente, poniéndose luego
a escribir.
Durante una hora permanecieron silenciosos,
uno enfrente del otro. Carlota se entristecía por
momentos. Comprendía que, aunque su mari-
do estuviese del mejor humor del mundo, iba a
verse apurada para darle cuenta de lo que sent-
ía su corazón, y cayó en un abatimiento que se
tornaba más profundo a medida que se esfor-
zaba ella por ocultar y devorar sus lágrimas.
La llegada del criado de Werther aumentó la
turbación que experimentaba. El hombre en-
tregó la carta de su amo, y Alberto, después de
leerla, se volvió fríamente hacia su mujer, y le
dijo:
—Dale mis pistolas—y volviéndose luego al
criado, añadió—: Decid a vuestro amo que le
deseo un buen viaje.
Estas palabras produjeron en Carlota el efecto
de un rayo. Apenas tuvo fuerzas para levantar-
se. Se dirigió lentamente a la pared, descolgó
las armas y las limpió con mano temblorosa.
Estaba indecisa, y habría tardado largo rato en
entregárselas al criado si Alberto, con una mi-
rada interrogadora, no la hubiese obligado a
obedecer al punto. Carlota entregó las pistolas
al criado sin poder articular una sola palabra.
Cuando éste hubo salido, ella volvió a tomar su
labor y se retiró a su cuarto, presa de una tur-
bación espantosa y con el corazón agitado por
siniestros presentimientos.
Tan pronto quería ir a arrojarse a los pies de su
marido y confesarle la escena de la víspera, la
turbación de su conciencia y sus terribles temo-
res, como desistía de hacerlo, preguntándose de
qué serviría aquel paso. ¿Podría esperar que su
marido, atendiendo a sus ruegos, corriese in-
mediatamente a casa de Werther?
La comida estaba en la mesa. Llegó una amiga
de Carlota sin más objeto que charlar un poco,
pero temiendo importunar, quiso retirarse. Car-
lota la retuvo en su compañía. Esto dio margen
a una conversación que animó la comida, y,
aunque esforzándose, se charló, y al cabo se dio
todo al olvido.
El criado de Werther llegó a su casa con las
pistolas y las entregó a su amo, que se apresuró
a cogerlas al saber que venían de manos de
Carlota.
Mandó que le llevaran pan y vino, y encargan-
do después a su criado que fuera a comer, se
puso a escribir:
"Han pasado por tus manos; tú misma les has
quitado el polvo, tú las has tocado..., y yo las
beso ahora una y mil veces.
"¡Angel del cielo, tú favoreces mi resolución!
Tú, Carlota, eres quien me presentas este arma
destructora, así recibiré la muerte de quien yo
quería recibirla. ¡Qué bien me he enterado por
el criado de los menores detalles! Temblabas al
entregarle estas armas...; pero ni un adiós me
envías. ¡Ay de mí!, ni un adiós. ¿Acaso el odio
me ha cerrado tu corazón por aquel instante de
embriaguez que me ha unido a ti para siempre?
¡Ah, Carlota!, el transcurso de los siglos no bo-
rrará aquella impresión; y tú, estoy seguro de
ello, no podrás aborrecer nunca a quien tanto te
idolatra."
Después de comer mandó al criado que acabase
de empaquetarlo todo. Rompió muchos pape-
les, salió a pagar algunas cuentas que tenía
pendientes y se volvió luego a su casa. Más
tarde, a pesar de que llovía, salió de nuevo y
llegó hasta el jardín del difunto conde de M.,
fuera de la población. Estuvo paseándose largo
tiempo por los alrededores y regresó a su mo-
rada al anochecer. Entonces se puso a escribir:
"Guillermo: por última vez he visto los campos,
el cielo y los bosques. También a ti te doy el
último adiós. Tú, madre mía, perdóname. Con-
suélala, Guillermo. Dios os colme de bendicio-
nes. Todos mis asuntos quedan arreglados.
Adiós, volveremos a vernos..., y entonces sere-
mos más felices."
***
"Mal he pagado tu amistad, Alberto; pero sé
que me perdonas. He turbado la paz de tu
hogar, he introducido la desconfianza entre
vosotros... Adiós: ahora voy a subsanar estas
faltas. ¡Quiera el cielo que mi muerte os de-
vuelva la dicha! ¡Alberto, Alberto!, haz feliz a
ese ángel para que la bendición de Dios des-
cienda sobre ti."
***
Por la noche aún estuvo revolviendo sus pape-
les; rompió muchos, que arrojó al fuego, y cerró
algunos pliegos dirigidos a Guillermo. El con-
tenido de éstos se reducía a breves disertacio-
nes y pensamientos sueltos, de los cuales no
conozco más que una parte. A eso de las diez
hizo que encendieran lumbre, mandó que le
llevaran una botella de vino y envió a dormir a
su criado. El cuarto de éste, como los de todos
los que vivían en la casa, se hallaba a gran dis-
tancia del de Werther. El criado se acostó vesti-
do para estar dispuesto muy temprano, porque
su amo le había dicho que los caballos de posta
llegarían antes de las seis de la mañana.
DESPUÉS DE LAS ONCE
"Todo duerme en torno mío, y mi alma está
tranquila. Te doy gracias, ¡oh Dios!, por haber-
me concedido en momento tan supremo resig-
nación tan grande. Me asomo a la ventana,
amada mía, y distingo a través de las tempes-
tuosas nubes algunos luceros esparcidos en la
inmensidad del cielo. ¡Vosotros no desapare-
ceréis, astros inmortales! El Eterno os lleva, lo
mismo que a mí. Veo las estrellas de la Osa, que
es mi constelación favorita, porque, de noche,
cuando salía de su casa, la tenía siempre delan-
te. ¡Con qué delicia la he contemplado muchas
veces! ¡Cuántas he levantado mis manos hacia
ella para tomarla por testigo de la felicidad de
que entonces disfrutaba! ¡Oh Carlota!, ¿qué hay
en el mundo que no traiga a mi memoria tu
recuerdo? ¿No estás en cuanto me rodea? ¿No
te he robado codicioso como un niño, mil obje-
tos insignificantes que habías santificado con
sólo tocarlos?
"Tu retrato, este retrato querido, te lo doy su-
plicándote que lo conserves. He estampado en
él mil millones de besos, y lo he saludado mil
veces al entrar en mi habitación y al salir de
ella. Dejo una carta escrita para tu padre,
rogándole que proteja mi cadáver. Al final del
cementerio, en la parte que da al campo, hay
dos tilos, a cuya sombra deseo reposar. Esto
puede hacer tu padre por su amigo, y tengo la
seguridad de que lo hará. Pídeselo tú también.
Carlota. No pretendo que los piadosos cristia-
nos dejen depositar el cuerpo de un desgracia-
do cerca de sus cuerpos. Deseo que mi sepultu-
ra esté a orillas de un camino o en un valle soli-
tario, para que, cuando el sacerdote o el levita
pasen junto a ella, eleven sus brazos al cielo,
bendiciéndome, y para que el samaritano la
riegue con sus lágrimas. Carlota, no tiemblo al
tomar el cáliz terrible y frío que me dará la em-
briaguez de la muerte. Tú me lo has presenta-
do, y no vacilo. Así van a cumplirse todas las
esperanzas y todos los deseos de mi vida, to-
dos, sí, todos.
"Sereno y tranquilo voy a llamar a la puerta de
bronce del sepulcro. ¡Ah, si me hubiese cabido
en suerte morir sacrificándome por ti! Con
alegría con entusiasmo hubiera abandonado
este mundo, seguro de que mi muerte afianza-
ba tu reposo y la felicidad de toda tu vida. Pero,
¡ay!, sólo algunos seres privilegiados logran dar
su sangre por los que aman y ofrecerse en holo-
causto Para centuplicar los goces de sus precio-
sas existencias. Carlota, deseo que me entierren
con el traje que tengo puesto, porque tú lo has
bendecido al tocarlo. La misma petición hago a
tu padre. Prohibo que me registren los bolsillos.
Llevo en uno aquel lazo de cinta color de rosa
que tenías en el pecho el primer da que te vi
rodeada de tus niños... ¡Oh! Abrázalos mil ve-
ces y cuéntales el infortunio de su desdichado
amigo. ¡Cuánto los quiero! Aún los veo agru-
parse en torno mío. ¡Ay, cuánto te he amado
desde el momento en que te vi! Desde ese mo-
mento comprendí que llenarías toda mi vida...
Haz que entierren el lazo conmigo... Me lo diste
el día de mi cumpleaños, y lo he conservado
como sagrada reliquia. ¡Ah!, nunca sospeché
que aquel principio tan agradable me condujese
a este fin. Ten calma, te lo ruego; no te desespe-
res... Están cargadas... Oigo las doce... ¡Sea lo
que ha de ser! Carlota..., Carlota... ¡Adiós,
adiós!"

Un vecino vio el fogonazo y oyó la detonación;


pero como todo permaneció tranquilo, no se
cuidó de averiguar lo ocurrido. A las seis de
mañana del siguiente día entró el criado en la
alcoba con una luz, y vio a su amo tendido en el
suelo, bañado en su sangre y con una pistola al
lado. Le llamó y no obtuvo respuesta. Quiso
levantarle y observó que todavía respiraba.
Corrió a avisar al médico y a Alberto. Cuando
Carlota oyó llamar, un temblor convulsivo se
apoderó de todo su cuerpo. Despertó a su ma-
rido y se levantaron. El criado, acongojado y
sollozando, les dio la fatal noticia. Carlota cayó
desmayada a los pies de su marido.
Cuando el médico llegó al lado del infeliz
Werther, le halló todavía en el suelo y en un
estado deplorable. Latía el pulso aún; pero to-
dos sus miembros estaban paralizados. Había
entrado la bala por encima del ojo derecho,
haciendo saltar los sesos. Le sangraron de un
brazo, y corrió la sangre; todavía respiraba.
Unas manchas de sangre que se veían en el
respaldo de su silla indicaban que consumó el
suicidio sentado delante de la mesa donde es-
cribía y que en las convulsiones de la agonía
había rodado al suelo. Se hallaba tendido boca
arriba, cerca de la ventana, vestido y calzado,
con frac azul y chaleco amarillo.
La gente de la casa y de la vecindad, y poco
después todo el pueblo, se pusieron en movi-
miento. Llegó Alberto. Habían acostado a
Werther en su lecho con la cabeza vendada. Su
rostro tenía ya el sello de la muerte. No se mov-
ía; pero sus pulmones funcionaban aún de un
modo espantoso: unas veces casi impercepti-
blemente, otras con ruidosa violencia. Se espe-
raba que de un momento a otro exhalase el
último suspiro.
No había bebido más que un vaso de vino de la
botella que tenia sobre la mesa. El libro Emilia
Galotti (8) estaba abierto sobre el pupitre. Eran
indescriptibles la consternación de Alberto y la
desesperación de Carlota.
El anciano juez llegó turbado y conmovido.
Abrazó al moribundo, bañándole el rostro con
su llanto. No tardaron en reunírsele sus hijos
mayores, y se arrodillaron junto al lecho, be-
sando las manos del herido y no pudieron con-
tener el más intenso dolor. El mayor, que había
sido siempre el predilecto de Werther, se colgó
al cuello de su amigo y permaneció abrazado a
él hasta que expiró.
La presencia del juez y las medidas que tomó
evitaron todo desorden. Hizo enterrar el cadá-
ver por la noche a las once en el sitio que había
indicado Werther. El anciano y sus hijos fueron
formando parte del fúnebre cortejo; Alberto no
tuvo valor para tanto.
Durante algún tiempo se temió por la vida de
Carlota.
Werther fue conducido por jornaleros al lugar
de su sepultura, sin que le acompañara ningún
sacerdote.

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