T2 - O México Da Independência A 1867 (Jan Bazant)
T2 - O México Da Independência A 1867 (Jan Bazant)
T2 - O México Da Independência A 1867 (Jan Bazant)
HISTORIA
DE
AMÉRICA LATINA
6. AMÉRICA LATINA INDEPENDIENTE,
1820-1870
EDITORIAL CRITICA
BARCELONA
Capítulo 3
MÉXICO
6. Felipe Tena Ramírez, Leyes fundamentales de México, 1808-1973, México, 1973, p. 168.
112 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
leyes y que no había sido seriamente cuestionada durante tres siglos. A l desapa-
recer la autoridad real suprema y al no existir una nobleza o una burguesía
fuerte, el vacío fue ocupado por los héroes populares del ejército victorioso.
Liberado de las restricciones regias, el ejército se convirtió en el arbitro del
poder de la nueva nación. Ya fuera federal o centralista, un general sería el
presidente de la república.
México también adoptó la práctica estadounidense de elegir a un presidente
y a un vicepresidente. Los dos jefes del ejecutivo podían pertenecer a partidos
políticos diferentes u opuestos, con el peligro obvio de que la rivalidad continua-
ra existiendo entre ellos mientras ocuparan los cargos respectivos. El primer
presidente fue un federalista liberal, el general Guadalupe Victoria, un hombre
de orígenes oscuros, y el vicepresidente un conservador centralista, el general
Nicolás Bravo, un rico propietario. Ambos habían luchado por la independencia
en la guerrilla, pero en 1824 pertenecían a dos grupos hostiles. Aún no había
partidos políticos, pero los dos grupos recurrían a las sociedades masónicas
como medio de organizar sus actividades y propaganda. Los centralistas tendían
a ser masones del rito escocés, mientras que los federalistas, con el apoyo del
ministro en la nueva república, Joel R. Poinsett —estadounidense—, eran miem-
bros de la masonería de rito yorkino. Las logias fueron la base sobre la que un
cuarto de siglo después se erigirían los partidos conservador y liberal.
El presidente Victoria intentó mantener en su gabinete un equilibrio entre los
centralistas y los federalistas con la esperanza de aparentar unidad en el gobier-
no nacional. Sin embargo, ya en 1825 Lucas Alamán, el más capaz de los
ministros procentralistas, rápidamente fue obligado a abandonar el cargo debido
a los ataques federalistas. A l año siguiente, después de una larga y dura campa-
ña electoral, los federalistas obtuvieron una importante mayoría en el Congreso,
sobre todo en la Cámara de Diputados. La tensión aumentó en enero de 1827 al
descubrirse una conspiración para restaurar el dominio español. España era el
único país importante que no había reconocido la independencia mexicana, y al
haber aún muchos ricos comerciantes españoles residentes en la nueva república,
y como además había otros españoles que conservaban sus puestos en la buro-
cracia gubernamental, no fue difícil incitar el odio popular contra todo lo espa-
ñol. El nacionalismo mexicano se convirtió en un arma conveniente y eficaz que
los federalistas usaron para atacar a los centralistas de quienes de forma muy
extendida se pensaba que estaban a favor de España. En su ofensiva, en la que
usaron la religión como contrapartida del nacionalismo, los centralistas se ven-
garon de la destitución de Alamán con una campaña en contra del ministro
norteamericano Poinsett, que era protestante. Como que el bien intencionado
pero ineficaz presidente Victoria fue incapaz de controlar a los federalistas, que
eran más agresivos, Bravo, el líder centralista y vicepresidente, finalmente re-
currió a la insurrección en contra del gobierno. Bravo pronto fue derrotado por
el general Guerrero, un antiguo compañero de armas, y se le envió al exilio.
Habían luchado en contra de los españoles uno al lado del otro bajo la dirección
de Morelos, pero Guerrero escogió la causa federalista, lo que le permitió con-
trolar su «tierra caliente» nativa.
La principal consecuencia política fue la próxima elección presidencial pro-
gramada para 1828. La revuelta de Bravo había echado a perder las oportunida-
MÉXICO 113
iban cambiando los gobiernos. Como resultado de estas iniciativas, una década
más tarde México contaba con unas 50 factorías que podían proveer a la pobla-
ción de tejidos de algodón baratos. La industria era especialmente importante en
la ciudad tradicionalmente textil de Puebla y en el estado algodonero de Vera-
cruz, donde la fuerza hidráulica era abundante. La dimensión del crecimiento
puede observarse en las siguientes cifras: en 1838 las factorías hilaron 63.000
libras de hilo y en 1844 más de 10.000.000 de libras; en 1837 tejieron 45.000
piezas de tejido y en 1845, 656.500. Después el crecimiento fue más lento.
Alamán no se preocupó sólo de la industria textil, pero no pudo alcanzar resul-
tados tan espectaculares, por ejemplo, en la agricultura, la cual tuvo que recono-
cer, aunque él mismo era un devoto católico, que se veía seriamente obstaculiza-
da por el diezmo eclesiástico.
Bustamente no era lo suficientemente fuerte como para imponer una repú-
blica permanentemente centralizada, y pronto surgieron los grupos políticos
rivales. Francisco García, el gobernador del estado minero de Zacatecas, había
, organizado cuidadosamente una milicia civil muy poderosa y desafió al régimen
proclerical de la capital. Su amigo Valentín Gómez Farías, que era senador y
había apoyado anteriormente a Iturbide, sugirió que el Estado patrocinara un
concurso de ensayos sobre los derechos respectivos de la Iglesia y el Estado
sobre la propiedad. El vencedor, José María Luis Mora, un pobre profesor de
teología, en la exposición que hizo en diciembre de 1831, justificó el desmante-
lamiento de la propiedad eclesiástica y así puso las bases teóricas de la ideología
y el movimiento liberal y anticlerical. El momento era propicio para hacerlo.
Con la derrota de Guerrero y Zavala, los derechos de la propiedad privada
habían quedado definitivamente salvaguardados. Por ello, no existía el peligro
real de que un ataque a la propiedad de la Iglesia se convirtiera en un asalto
radical sobre toda la propiedad en general. La esencia del liberalismo radicaba
precisamente en la destrucción de la propiedad de la Iglesia y, a la vez, en el
fortalecimiento de la propiedad privada.
Mora era más un teórico que un hombre de acción, y le tocó a Gómez Farías
organizar la oposición contra Bustamante. Como que la milicia de voluntarios
de Zacatecas era tan sólo una fuerza local, necesitaba disponer de un aliado en
el ejército profesional. El general Santa Anna se había rebelado contra Busta-
mante en enero de 1832; su ideología era poco clara, pero ante la gente estaba
estrechamente relacionado con Guerrero a quien había apoyado decididamente.
Por ello ahora se le presentaba la oportunidad de beneficiarse de la ejecución de
Guerrero, que había sido una medida muy impopular. Además, como que él aún
era un héroe nacional —tras alcanzar la gloria por haber aplastado la invasión
española de 1829—, podía intentar ocupar el lugar de Guerrero como figura
popular favorita. La campaña liberal de Gómez Farías combinada con la revuel-
ta militar de Santa Anna obligó a Bustamante a despachar a Alamán y a su
ministro de Guerra, José Antonio Fació, los dos hombres que casi todo el
mundo pensaba que habían sido los responsables de la muerte de Guerrero.
Estos cambios en el gabinete no fueron suficientes, y a finales de 1832 Bustaman-
te tuvo que aceptar la derrota. Gómez Farías, como nuevo ministro de Hacienda
en la administración interina que era, controló el gobierno de la capital. A
Zavala, que había regresado a México después de haber pasado más de dos años
116 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
8. W. H. Callcott, Santa Anna, the story of an enigma who once wcis México, Hamden,
Conn., 1964, p. 126.
118 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
9. T. E. Cotner, The military and political career of José Joaquín Herrera, 1792-1854,
Austin, Texas, 1949, p. 146.
10. J. F. Ramírez, México during the war with the United States, ed. W. V. Scholes
(trad. de E. B. Scherr), Columbia, Miss., 1950, p. 38.
I
MÉXICO 121
Por lo tanto aquí falta esta parte de la comunidad que constituye la fuerza de
cada nación: el campesinado libre. Los indios aún no pueden ser considerados en
11. Ramón Alcaraz et al., Apuntes para la historia de la guerra entre México y los
Estados Unidos, México, 1848.
12. Ramírez, México during the war, p. 161.
MÉXICO 123
este término. Son laboriosos, pacientes y sumisos, pero lamentablemente son igno-
rantes. Lentamente están emergiendo del infeliz estado en el que estaban reducidos
... Ahora siete octavas partes de la población vive en míseras chozas sin la más
mínima comodidad. Sólo tienen unos pocos y toscos petates para sentarse y dor-
mir, su alimento consta de maíz, chiles y leguminosas, y sus vestidos son miserable-
mente bastos y escasos. No es que los bajos salarios no les permitan ganarse una
subsistencia más confortable a pesar de los numerosos festivales anuales, sino que
se gastan su dinero o lo dan a la Iglesia católica ... Todas estas miserias se podrían
remediar en gran manera por medio de la educación.13
13. Diplomatic correspondence of the United States concerning the Independence of the
Latin-American Nations, William R. Manning, ed., Nueva York, 1925, III, pp. 1.673-1.676
(reproducido en Lewis Hanke, ed., History of Latín American civilization, I I : The modern age,
Londres, 1967, pp. 22-26).
14. Véase J. Bazant, Cinco haciendas mexicanas. Tres siglos de vida rural en San Luis
Potosí, 1600-1910, México, 1975, pp. 103-108; A concise history of México from Hidalgo to
Cárdenas, 1805-1940, Cambridge, 1977, pp. 64-66 y 88-89; «Landlord, labourer and tenant in
San Luis Potosí, northern México, 1822-1910», en Kenneth Duncan e Ian Rutledge, eds., Land
and labour in Latín America, Cambridge, 1977, pp. 59-82.
124 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
mejor. Era más seguro vincularse a una hacienda y estar siempre allí. Curiosa-
mente, para el peón resultaba ventajoso obtener prestado todo lo que podía y
trabajar lo menos posible porque así no se le despediría nunca. Esta fue otra de
las características del sistema que Ocampo específicamente criticó.
Los indios que vivían en los pueblos estaban mejor porque podían trabajar
como temporeros en las haciendas vecinas. Se trataba de una buena solución,
porque pocos campesinos tenían suficiente tierra para poderse mantener durante
todo el año con lo que ésta producía. Eran hombres libres, pero, por otro lado,
si su cosecha era mala se morían de hambre. Una ventaja del peonaje era que los
peones podían tomar prestado maíz del hacendado.
Hubo otros grupos de población rural que se han de diferenciar de los
peones y los campesinos residentes en pueblos. Había ocupantes de tierras,
rentistas, arrendatarios y aparceros que vivían en los límites de la hacienda,
generalmente en pequeñas parcelas. Como que sólo en raras ocasiones podían
pagar una renta en metálico, a menudo eran forzados a pagar con su propio
trabajo o el de su hijo, y si se resistía se le confiscaba sus animales, o quizás
unas cuantas cabezas de ganado. También podían, por descontado, ser expulsa-
dos, pero probablemente era raro que sucediera porque al propietario le conve-
nía que estuvieran allí como peones potenciales. Obviamente, el hacendado era
el señor de su territorio. Las diferencias sociales y étnicas parece que eran
aceptadas por todos y los peones, los campesinos y los arrendatarios no parece
que se resintieran de su estado inferior. Se limitaban a protestar por los abusos
de los poderosos, de quienes era difícil, si no imposible, obtener una reparación
a través de ios canales normales.
Es una cuestión trascendental para la gente del país saber qué consecuencias
tendrá el hecho de que [los mayas] se encuentren a sí mismos, después de siglos de
servidumbre, una vez más en posesión de armas y siendo cada vez más conscientes
del peso de su fuerza física, pero la respuesta nadie la puede predecir.16
15. Howard Cline, «The henequén episode in Yucatán», Interamerican Economk Affairs,
2/2(1948), pp. 30-51.
16. John Lloyd Stephens, ¡ncidents of travel in Yucatán, Norman, Oklahoma, 1962, 11, p.
214.
MÉXICO 125
17. R. S. Ripley, The war with México (1849), Nueva York, 1970, II, p. 645.
126 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
su piel y sus propiedades, pero perdieron para siempre toda esperanza de inde-
pendizarse de México. Por otro lado, la población del Yucatán había quedado
reducida casi a la mitad.18
Continuaron los pagos de la indemnización y México pudo poner sus finan-
zas en orden. En 1846, el principal capítulo de la deuda pública extranjera
quedó fijado, después de prolongadas negociaciones con Londres, en 51 millo-
nes de pesos. Entonces estalló la guerra y dejaron de pagarse los intereses, pero
en un gesto amistoso hacia México el comité londinense de tenedores de bonos
sacrificó los atrasos y acordó reducir la tasa de interés anual del 5 al 3 por 100.
Después, los razonables pagos se fueron pagando puntualmente hasta 1854.
Parece que la economía en conjunto mejoró. A partir de las tablas de acuñación
de monedas y de la minería de plata y oro —la principal industria—, se observa
una recuperación. De un promedio anual de producción de más de 20 millones
de pesos que había antes de la guerra de la independencia y que en 1822 había
caído a 10 millones de pesos, se produjo después un aumento gradual, alcanzan-
do de nuevo en 1848-1850 —cuando ya se cobraba la indemnización— casi los
20 millones de pesos anuales. A continuación, en 1854, se redujo a 16 millones
de pesos y de nuevo aumentó en la década de 1858-1867 hasta alcanzar los
17.800.000 pesos.
Los últimos meses de 1850 presenciaron la celebración de nuevas elecciones
presidenciales en México. El favorito de Herrera era su propio ministro de la
Guerra, el general Mariano Arista, un liberal moderado. Otros grupos apoyaban
a sus propios candidatos y, aunque Arista no tenía la mayoría, aseguraba un
mando rector. A principios de enero de 1851 la Cámara de Diputados le eligió
presidente, mientras que las delegaciones de ocho estados le votaron frente a
cinco que preferían al general Bravo. Esta fue la primera ocasión desde la
independencia en que un presidente no sólo pudo terminar el periodo de su
mandato —si bien éste no fue completo—, sino también entregar el cargo a un
sucesor elegido legalmente. Sin embargo, el proceso constitucional pronto iba a
romperse de nuevo.
Como que la subversión social amenazaba el orden establecido, los liberales
y los conservadores estaban deseosos de unirse para la defensa mutua. El conser-
vador y antinorteamericano Alamán incluso se quejó de que se hubiera ido el
odiado ejército de ocupación protestante porque protegía sus propiedades y las
de todo el mundo contra los bandidos y rebeldes. Mora, el oráculo liberal, desde
Europa había escrito a sus amigos mexicanos diciendo que las revueltas indias
debían ser rigurosamente suprimidas. Pero una vez desapareció el peligro inmi-
nente, la oposición conservadora al régimen liberal moderado se intensificó de
nuevo. Más de un tercio de los votos de las elecciones de principios de 1851
fueron para el conservador Bravo. Además, las perspectivas financieras del nue-
vo gobierno no eran nada prometedoras; los fondos de la indemnización de los
Estados Unidos casi habían desaparecido; los ingresos del gobierno habían des-
cendido debido a que el contrabando aumentaba porque resultaba más fácil
gracias a que la frontera con los Estados Unidos ahora estaba más próxima; se
redujo el tamaño del ejército, pero los gastos militares todavía eran enormes
19. En el periodo de 1821-1867 los gastos del gobierno fueron de un promedio anual de
17,5 millones de dólares, mientras que el promedio de los ingresos fue de 10 millones.
128 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
raron un programa que fue modificado diez días después en Acapulco. Sus
principales puntos eran: la destitución de Santa Anna, la elección de un presiden-
te provisional por parte de los representantes nombrados por el comandante en
jefe del ejército revolucionario, y la convocatoria de un Congreso extraordinario
para elaborar una nueva constitución. Llamamientos parecidos se habían hecho
antes y en otros sitios pero con escaso resultado. Este manifiesto de Ayutla-Aca-
pulco no mencionaba las demandas liberales ya conocidas y nadie podía sospe-
char que de este pronunciamiento militar con escasos objetivos pudiera nacer el
México liberal. En Acapulco, el oscuro coronel que había propulsado la insurrec-
ción de Ayutla fue sustituido por el coronel retirado Ignacio Comonfort, un rico
comerciante y propietario, amigo del general Juan Álvarez, el cacique del siem-
pre revoltoso sur.
Álvarez había heredado el control sobre la «tierra caliente» de Guerrero,
quien a su vez había heredado el prestigio de Morelos. Todos habían luchado
juntos en la guerra de la independencia. El poder de Álvarez, que era un hacen-
dado, se basaba en el apoyo de los indios cuyas tierras protegía. Formó su
ejército con los indios y su apoyo fue suficiente para asegurarle el control sobre
la costa del Pacífico por más de una generación. El área bajo su control fue
desmembrada del estado de México para formar el nuevo estado de Guerrero.
No tenía otra mayor ambición y en la medida en que el gobierno central, fuera
liberal o conservador, no se interceptó en su dominio, su relación con él fue
buena. Es cierto que Santa Anna no le había gustado porque eligió a Alamán al
formar gabinete, y éste era-^considerado el autor de la ejecución de Guerrero,
pero como que este ministro conservador murió pronto, las relaciones entre
Santa Anna y Álvarez mejoraron.
Sin embargo, el envejecido dictador cometió un error, quizá porque ya no
confiaba más en Álvarez o simplemente porque quería continuar con su plan de
centralizar la administración. Fuera por la razón que fuera, destituyó a algunos
oficiales del ejército y a algunos funcionarios civiles de la costa del Pacífico que
se reunieron en torno a Álvarez. Fue en su hacienda donde se planeó la revolu-
ción. La estrategia era unificar a la nación en contra de Santa Anna y por este
motivo el programa sólo contenía puntos generales. La única indicación de que
la revolución podía tener carácter liberal era la presencia de Comonfort, un
liberal moderado. Álvarez asumió el liderazgo pero, al igual que había sucedido
con Guerrero, no se sabía cuál era su punto de vista sobre las cuestiones nacio-
nales básicas. La revuelta se extendió irresistiblemente y en agosto de 1855 Santa
Anna abandonó la presidencia y se embarcó hacia el exilio. El gobierno revolu-
cionario confiscó sus bienes, que habían llegado a valer la enorme suma de un
millón de pesos.21 Pronto se le olvidó y no se le permitió volver al país hasta
1874 cuando el entonces presidente, Sebastián Lerdo, le permitió regresar a la
Ciudad de México donde murió dos años más tarde.
Como que la capital estaba en manos de los soldados indios de Álvarez, no
debe sorprender que fuera elegido presidente por los representantes que él había
elegido de entre los líderes de la insurrección y de los intelectuales liberales que
21. Robert A. Potash, «Testamentos de Santa Anna», Historia Mexicana, 13/3 (1964),
pp. 428-440.
130 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
habían salido de la cárcel y regresado del exilio. Bravo había muerto hacía poco
y él era el único héroe sobreviviente de la guerra de la independencia, y por lo
tanto su elección simbolizaba la tradición revolucionaria de Hidalgo, Morelos y
Guerrero. Sin embargo, Álvarez no había buscado la presidencia: tenía 65 años
y en la capital no se sentía en su casa. Debía también estar resentido del modo
en que tanto los conservadores como los liberales moderados, que temían una
nueva guerra racial y de clases, le habían tratado a él y a sus indios. Quizá de
forma instintiva recordaban la corriente democrática de la rebelión de Morelos y
la vinculación de Guerrero con el radical Zavala. Álvarez tenía ahora la oportu-
nidad de castigar a los grupos dominantes y vengar la muerte de Guerrero, pero
sus objetivos puede que se limitaran a fortalecer su control sobre el sur al
ampliar el estado de Guerrero y al colocar las fronteras del estado más cerca de
la capital. Fueran los que fueran sus deseos, no tuvo en cuenta los consejos de
Comonfort y, con una excepción, formó un gabinete con los liberales radicales,
o puros, como se les llamaba. Reservó el Ministerio de la Guerra a Comonfort
que, como moderado, podía haber esperado estar juntos a la cabeza del ejército.
Álvarez confió la cartera de Asuntos Exteriores a Melchor Ocampo y nombró a
Benito Juárez para el Ministerio de Justicia, a Guillermo Prieto al frente del
Tesoro, a Miguel Lerdo de Tejada para el Ministerio de Fomento y a Ponciano
Arriaga para el Ministerio del Interior.
Estos cinco ministros pertenecían a una nueva generación y no tenían ningún
vínculo con los fallos de los gobiernos liberales anteriores. Todos, excepto uno,
habían nacido durante la guerra de la independencia y sólo podían recordar un
México independiente en perpetuo desorden. Aunque soñaban con un régimen
tranquilo basado en la ley, ninguno de ellos era un pensador o un teórico
sistemático. Ello probablemente no era ningún problema porque Mora ya había
elaborado el programa liberal hacía muchos años. Con la excepción de Lerdo,
todos compartían una cosa en común: todos habían sido perseguidos por Santa
Anna.
Antes ya se ha mencionado a Ocampo y Lerdo. Ocampo, bien como gober-
nador del estado de Michoacán bien como ciudadano, se había hecho famoso
por atacar las altas tasas parroquiales, que eran una de las principales causas del
endeudamiento de los peones de las haciendas. Como tanto las tarifas de naci-
mientos como las de defunciones eran altas, los trabajadores de las haciendas se
gastaban gran parte de su dinero en bautizos y funerales. En la mayoría de los
casos, el hacendado los pagaba y después lo cargaba en las cuentas de los
peones. La cuota para los matrimonios también era tan alta que muchas parejas
no se casaban. A l golpear en la raíz del problema, Ocampo inevitablemente
atrajo el odio de cientos de curas de parroquia cuya manutención dependía de
estas imposiciones, mientras que la alta clerecía, obispos y canónigos, básicamen-
te vivían de los ingresos de los diezmos (cuyo pago era voluntario desde 1833).
No es sorprendente que Ocampo se hubiera exiliado de México poco después de
que Santa Anna obtuviera su última presidencia. En Nueva Orleans, donde se
reunieron los liberales, Ocampo se hizo amigo de Benito Juárez —el único indio
del grupo—, que había sido gobernador de Oaxaca y que se había tenido que
exiliar por haberse opuesto a Santa Anna en la guerra mexicano-estadounidense.
Bajo la influencia de Ocampo, Juárez se convirtió en un liberal radical. En
MÉXICO 131
noviembre de 1855, Juárez como ministro de Justicia promulgó una ley que
restringió la jurisdicción de los tribunales eclesiásticos a las cuestiones religiosas.
También propuso arrancar algunos privilegios a los militares. Pensando quizá
que ya había hecho demasiados cambios irreversibles, o impulsado quizá por la
tormenta de protestas que levantó la llamada «Ley Juárez», Álvarez nombró a
Comonfort como presidente sustituto a principios de diciembre y dimitió unos
días después. Aunque su presidencia fue corta —sólo dos meses—, fue decisiva
para el futuro del país.
Comonfort nombró un gabinete de liberales moderados, pero ya era dema-
siado tarde. En diferentes partes del país, se habían rebelado grupos de seglares,
oficiales del ejército y curas bajo el grito de religión y fueros. Un grupo armado
pidió la anulación de la Ley Juárez, la destitución de Comonfort y la reimplan-
tación de la constitución conservadora de 1843. En enero de 1856, tomaron la
ciudad de Puebla y allí establecieron un gobierno. Comonfort, aunque era mo-
derado, tenía que terminar con el levantamiento y a finales de marzo logró la
rendición de Puebla. El obispo de esta ciudad, Labastida, intentó desvincularse
de los rebeldes, pero Comonfort culpó a la Iglesia de los hechos y decretó el
embargo de las propiedades de la diócesis hasta que hubiera sufragado los gastos
de la campaña. Considerando que no se tenía que culpar a la Iglesia por la
insurrección, Labastida rehusó pagar la indemnización, de modo que el gobierno
le expulsó y confiscó las propiedades. De una manera u otra, los bienes de la
Iglesia habían servido para financiar la rebelión contra el gobierno y la respuesta
debía ser la confiscación. Pero ante la violenta reacción producida por el decreto
confiscatorio de Puebla, parece necesario tratar de hacer un análisis diferente e
indirecto que puede parecer menos anticlerical. Esta probablemente fue la razón
que había detrás de la ley desamortizadora que Lerdo de Tejada, entonces
ministro de Hacienda, puso en marcha a finales de junio de 1856.
También se ha mencionado ya a Lerdo de Tejada, el liberal radical que
desde el consejo municipal de la capital «colaboró» con la ocupación armada de
Estados Unidos y después con el reaccionario Santa Anna en el Ministerio de
Fomento. Había sido pesimista en cuanto a la capacidad de México para realizar
una revolución liberal; creía que ésta debería ser impuesta desde arriba o desde
fuera. Pero, finalmente, en 1856 tuvo la oportunidad de llevar a cabo un progra-
ma de anticlericalismo radical. La principal característica de la llamada «Ley
Lerdo» fue que la Iglesia debía vender todas sus propiedades urbanas y rurales
a quienes las tenían arrendadas y establecidas a un precio que las hiciera atracti-
vas a los compradores. Si éstos no las querían comprar, el gobierno las vendería
en subasta pública. Las órdenes regulares fueron las instituciones religiosas más
afectadas por la ley. Los monasterios poseían grandes propiedades en el campo
y también casas en las ciudades, y los conventos eran propietarios de las mejores
fincas urbanas. El alto clero no se vio muy afectado porque su riqueza tenía otra
naturaleza, y los curas párrocos tampoco lo fueron directamente porque las
parroquias generalmente no poseían otra propiedad que la casa parroquial.22 Sin
embargo, en los pueblos había hermandades y cofradías dedicadas a propósitos
22. Los curas párrocos, desde luego, tenían tierras propias, pero éstas no estaban afecta-
das por la ley.
132 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
1856 las cuestiones y los problemas eran distintos de los que Ocampo tuvo en
1842 y aún más distintos de los que Gómez Farías afrontó en 1833. La guerra
con los Estados Unidos indudablemente había dejado una huella profunda en la
mente de la mayoría de los liberales. Por ejemplo, en 1848 Ocampo calificó la
lucha entre los estados y el gobierno central federal como una «anarquía siste-
mática».25 Llegó a la conclusión de que la federación, tal como existía en México
desde la adopción de la constitución de 1824, había favorecido la independencia
de Texas y la secesión temporal de Yucatán, y que por lo tanto había sido causa
de la derrota y la desmembración del país. Debía haberse acordado de la opinión
de Servando Teresa de Mier que consideraba que México necesitaba un gobierno
central fuerte en la primera fase de su independencia. Quizá después de todo el
centralismo fuera el camino correcto, pero no si significaba el dominio del
ejército y la Iglesia. Ahora que había un gobierno liberal en el poder era reco-
mendable fortalecerlo, sobre todo teniendo en cuenta que la proximidad de la
frontera norteamericana debilitaba el control del México central sobre los esta-
dos del norte, haciendo posible que en el futuro el país sufriera otra desmembra-
ción. Por lo tanto los liberales se convirtieron en tan centralistas como sus
rivales conservadores, si bien de palabra continuaban con el federalismo con el
que el liberalismo había estado tan identificado durante tanto tiempo. La nueva
constitución, aprobada el 5 de febrero de 1857 tras un año de discusiones,
conservó la estructura federal pero, significativamente, mientras que el título
oficial del documento de 1824 había sido el de Constitución Federal de los
Estados Unidos Mexicanos, ahora se le llamaba Constitución Política de la
República Mexicana.
Ahora que el federalismo había perdido su significado, la Iglesia se convirtió
en el principal problema entre los liberales y los conservadores. Partiendo de los
principios radicales de los proyectos constitucionales de 1842, e incluso más de
los de la constitución de 1824, en 1856 los liberales deseaban introducir la
libertad de cultos o, en otras palabras, la tolerancia religiosa. La propuesta
resultó ser demasiado avanzada. La población mexicana estaba básicamente
constituida por campesinos fieles a su Iglesia y, aunque la clase ilustrada podía
ser tan liberal como su homologa europea, no podía ponerse en contra de la
masa de campesinos que eran'instigados por los curas. El ministro del Interior
ya advirtió al Congreso de que «los indios están excitados y por esta razón es
muy peligroso introducir un nuevo elemento que podría ser exagerado por los
enemigos del progreso a fin de ahogarnos en una anarquía auténticamente terro-
rífica».24 La propuesta fue retirada pero, a la vez, se omitió la tradicional
afirmación de que México era una nación católica romana, dejando así un
curioso agujero en la constitución. Sin embargo, sin preocuparles alterar la
imagen, sagrada para la gente corriente, de un México católico, los delegados
incluyeron en la constitución todas las otras medidas anticlericales, especialmen-
te los conceptos básicos de la Ley Juárez (1855) y de la Ley Lerdo (1856).
23. Moisés González Navarro, Anatomía del poder en México (1848-1853), México, 1977,
p. 378.
24. Francisco Zarco, Historia del Congreso Constituyente (1856-1857), México, 19562,
p. 630.
134 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
25. Ralph Roeder, Juárez and his México, 2 vols., Nueva York, 1947, I , p. 161.
136 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
26. Walter V. Scholes, Mexican politics during the Juárez regime, 1855-1872, Columbia,
Sliss., 19692, p. 36.
138 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
1854 iban a recibir parte de los intereses que se les debía. Era demasiado tarde:
los liberales se estaban acercando a la capital.
A principios de diciembre de 1860, la victoria era tan clara que el gobierno
liberal de Veracruz finalmente decretó la tolerancia religiosa total. Ya no tenía
ninguna importancia lo que pudieran pensar los curas que adoctrinaban a los
indios. Los liberales habían ganado la guerra. El 22 de diciembre, el comandante
militar liberal, el general Jesús González Ortega, que antes había sido periodista
en Zacatecas, derrotó a Miramón en la batalla por el control de la Ciudad de
México y la ocupó tres días después, el día de Navidad. El presidente Juárez
llegó de Veracruz tres semanas más tarde. Con las ciudades en manos de los
liberales, y los conservadores desparramados en grupos de guerrillas rurales,
México era libre para disfrutar de una campaña política, y la competición para
la presidencia empezó así que llegaron el presidente y su gabinete.
Entre los líderes liberales había cuatro presidentes posibles: Melchor Ocam-
po, Miguel Lerdo, Benito Juárez y González Ortega. Ocampo no buscaba la
presidencia. Considerado el heredero de Mora, estaba satisfecho con ser el pro-
feta del liberalismo y, por lo tanto, ayudó a Juárez, su protegido, frente a
Lerdo, en quien veía un rival. Juárez podía necesitar tal ayuda porque, a pesar
de ser el presidente, algunos le miraban como un segundón comparado con
Ocampo y Lerdo. Reservado y no presuntuoso, más tarde se le describió como
«no un líder que concibiera e impulsara programas, reformas o ideas. Esta tarea
correspondía a los hombres que le rodeaban y él aprobaba o rechazaba su
liderazgo».27 Como autor de las revolucionarias leyes que afectaban a la riqueza
de la Iglesia, Lerdo tenía prestigio y autoridad y era popular entre los liberales
radicales. González Ortega a su vez era el héroe nacional, el hombre que había
derrotado al ejército conservador. Estos tres hombres —Juárez, Lerdo y Gonzá-
lez Ortega— eran los candidatos al puesto más alto.
A finales de enero de 1861, parecía que seis estados estaban a favor de
Juárez, seis de Lerdo y cinco de González Ortega; no había información de los
siete estados restantes. Lerdo ganó en la capital y en otros dos estados, pero
murió el 22 de marzo. El prolongado sistema de elección indirecta continuó con
los dos candidatos restantes, Juárez y González Ortega; en el recuento final
Juárez obtuvo el 57 por 100 de los votos, Lerdo casi el 22 por 100 y González
Ortega más del 20 por 100. Parece que en los estados donde hubo elecciones
después de la muerte de Lerdo, sus seguidores votaron a Juárez. Una explicación
obvia es que los liberales no confiaban en los militares. Los liberales más impor-
tantes habían sido civiles: Zavala, Mora, Gómez Farías, Ocampo, Lerdo, Otero
y De la Rosa. Ninguno de ellos había sido presidente. El ejército, por naturaleza
conservador, no estaba deseoso de compartir el poder con ellos. Con la excep-
ción de la presidencia transitoria de De la Peña, no había habido ningún civil
jefe de Estado antes de Juárez. Aunque González Ortega era un buen liberal, era
un general y, por lo tanto, no se le tenía confianza.
En junio de 1861, el Congreso declaró a Juárez presidente de México. Tuvo
que soportar toda la carga del puesto solo, porque Ocampo hacía poco que
27. Frank Averíll Knapp, Jr., The Ufe of Sebastián de Tejada, 1823-1889, Austin, Texas,
1951, p. 157.
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sangre real podría exigir el respeto de todos, parar las ambiciones personales y
ser un juez imparcial en sus disputas. ¿No había sido el imperio del Plan de
Iguala de 1821, que había insistido en la conveniencia de llevar a un príncipe
europeo, la única fuerza capaz de aglutinar a toda la nación? La respuesta, por
supuesto, era que lo había logrado, pero que había llegado demasiado tarde. Si
se hubiera implantado inmediatamente después de la independencia pudo haber
dado alguna estabilidad al nuevo país. Pero ahora México contaba con un grupo
de hombres capaces de mandar, tal como pronto lo demostrarían, y fueron estos
hombres los que se opusieron y derrotaron al imperio.
Restaurada por Juárez en 1867, la república liberal duró hasta 1876, cuando
el general Porfirio Díaz, un héroe de la patriótica guerra contra los franceses,
destituyó al presidente civil Sebastián Lerdo, un hermano pequeño de Miguel
Lerdo y el sucesor de Juárez una vez éste murió. Recurriendo a algunos compo-
nentes de la maquinaria política de su predecesor, Díaz construyó otra nueva
con la que pudo retener el poder en sus manos durante 35 años. Dio una
estabilidad considerable a México, haciendo posible un desarrollo económico sin
precedentes. Sin embargo, controlaba totalmente los cargos políticos, lo que
para la mayoría de jóvenes de entonces constituía la gran tiranía del régimen, y
fue lo que finalmente provocó su caída en 1911 en lo que fue el primer episodio
de la revolución mexicana.