El Amante Demoniaco Shirley Jackson 1
El Amante Demoniaco Shirley Jackson 1
El Amante Demoniaco Shirley Jackson 1
No había dormido bien; desde la una y media, cuando Jamie se fue y ella demoró en ir a
la cama, hasta las siete, cuando al fin se permitió levantarse e ir a hacer café, había
dormido por ratos, despertándose inquieta para abrir los ojos y mirar a la penumbra,
recordando una y otra vez, cayendo de nuevo en un sueño febril. Pasó casi una hora con
su café —iban a comer un verdadero desayuno en el camino— y luego, a menos que
quisiera vestirse temprano, no tenía nada que hacer. Lavó la taza de café e hizo la cama,
mirando cuidadosamente por sobre la ropa que planeaba ponerse, preocupada
innecesariamente, la ventana, pensando en si sería un buen día. Se sentó a leer, pensó
que en cambio quizá podía escribirle una carta a su hermana, y empezó, con su mejor
letra, «Querida Anne, para cuando recibas esto estaré casada. ¿No suena raro? Yo
apenas puedo creerlo, pero cuando te cuente cómo pasó, verás que es aun más extraño
que eso…».
Sentada, con el lapicero en la mano, dudaba sobre qué decir a continuación, leyó las
líneas escritas y rompió la carta. Fue a la ventana y vio que innegablemente era un buen
día. Se le ocurrió que quizá no debía usar el vestido de seda azul; era demasiado simple,
casi austero, y ella quería que fuera delicado, femenino. Ansiosamente tiró de los
vestidos en el clóset y dudó sobre un estampado que había usado el verano pasado; era
muy juvenil para ella y tenía un cuello con volantes, además era muy pronto en el año
para un vestido estampado, pero de todas maneras…
Colgó los dos vestidos uno junto al otro fuera de la puerta del clóset y abrió las puertas
de vidrio cuidadosamente cerradas sobre el pequeño armario que era su cocina.
Encendió la hornilla bajo la cafetera y fue a la ventana; estaba soleado. Cuando la
cafetera comenzó a crepitar volvió y se sirvió café, en una taza limpia. Me va a doler la
cabeza si no como algo sólido pronto, pensó, todo este café, fumando tanto, sin un
desayuno de verdad. Un dolor de cabeza el día de su boda; fue y tomó la lata de aspirinas
del armario del baño y la metió en su cartera azul. Tendría que cambiar a una cartera
marrón si usaba el vestido estampado, y la única cartera marrón que tenía estaba muy
gastada. Impotente, se puso de pie mirando de la cartera azul al vestido estampado,
luego dejó la cartera, cogió su café y se sentó cerca a la ventana, tomando el café, y miro
con cuidado alrededor del apartamento. Habían planeado regresar esa noche y todo
debía estar en orden. Con súbito horror se dio cuenta de que había olvidado poner
sábanas limpias en la cama; recién había recogido la ropa de la lavandería así que cogió
sábanas y fundas limpias del estante superior del armario y tendió la cama, trabajando
rápidamente para evitar pensar de manera consciente por qué estaba cambiando las
sábanas. La cama era una cama de estudio, con una colcha que la hacía parecer un
mueble, y cuando terminó nadie habría sabido que había puesto sábanas limpias. Llevó
las sábanas y fundas viejas al baño y las metió en el cesto, puso las toallas del baño en
el cesto también, y toallas limpias en los toalleros. Su café estaba frío cuando regresó,
pero lo bebió de todos modos.
Cuando miró el reloj, finalmente, y vio que eran más de las nueve, empezó por fin a
apurarse. Se bañó, y usó una de las toallas limpias, la cual puso en el cesto y reemplazó
con una nueva. Se vistió cuidadosamente, toda su ropa interior fresca y la mayoría
nueva; puso todo lo que había usado el día anterior, incluido su camisón, en el cesto.
Cuando estuvo lista para el vestido, vaciló frente a la puerta del clóset. El vestido azul
era ciertamente decente, sencillo y bastante favorecedor, pero lo había usado muchas
veces con Jamie, y no había nada en él que lo hiciera especial para una boda. El vestido
estampado era muy bonito, y nuevo para Jamie, y sin embargo usar un estampado así
en esta época del año era apresurar la estación. Finalmente pensó, este es el día de mi
boda, me puedo vestir como me plazca, y tomó el vestido estampado del colgador.
Cuando lo puso sobre su cabeza se sintió fresco y ligero, pero cuando se miró en el
espejo recordó que los volantes alrededor del cuello no le hacían mucho favor a su
garganta, y la oscilante falda ancha parecía hecha para una niña, para alguien que iba a
correr libremente, bailar, balancearla con sus caderas al caminar. Mirándose en el
espejo, pensó con enojo, es como si tratara de verme más bonita de lo que soy, solo
para él; va a pensar que quiero verme más joven porque se casa conmigo; y se quitó el
vestido estampado tan rápido que una costura bajo el brazo se rompió. En el viejo
vestido azul se sentía cómoda y familiar, pero poco emocionante. No es lo que vistes lo
que importa, se dijo firmemente, y volteó consternada al clóset para ver si podía
encontrar algo más. No había nada ni remotamente apropiado para que ella se case con
Jamie, y por un minuto pensó en salir rápidamente a alguna tienda cercana, a comprar
un vestido. Luego vio que casi eran las diez y no tenía más tiempo que para alistarse el
cabello y el maquillaje. El cabello era fácil, recogido en un moño a la altura de la nuca,
pero el maquillaje era otro delicado balance entre verse lo mejor posible y engañar lo
menos posible. No podía tratar de disfrazar el color cetrino de su piel, o las líneas
alrededor de sus ojos, hoy, cuando podía parecer que solo lo hacía para su boda, y sin
embargo no soportaba pensar que Jamie podía casarse con alguien que se viera tan
demacrada y arrugada. Tienes treinta y cuatro años después de todo, se dijo cruelmente
frente al espejo del baño. Treinta, decía en su licencia.
Era dos minutos después de las diez; no estaba satisfecha con su ropa, su cara, su
apartamento. Calentó café de nuevo y se sentó en la silla junto a la ventana. No puedo
hacer nada más ahora, pensó, no tiene sentido tratar de mejorar algo a último minuto.
Diez y treinta. Se puso de pie y fue con determinación hacia el teléfono. Marcó, esperó,
y la voz metálica de la chica dijo, «…la hora será exactamente diez y veintinueve”. Un
poco inconscientemente retrasó su reloj un minuto; estaba recordando su propia voz
diciendo la noche anterior, en la entrada: “Diez en punto entonces. Estaré lista. ¿Es
realmente cierto?”.
Para las once ya había cosido la costura rota del vestido estampado y guardado su caja
de costura con cuidado en el armario. Con el vestido estampado puesto, estaba sentada
junto a la ventana bebiendo otra taza de café. Podía haberme tomado más tiempo para
vestirme después de todo, pensó; pero ahora él estaba tan retrasado que podía llegar
en cualquier minuto, y ella no se atrevió a tratar de reparar algo sin empezar todo de
nuevo. No había nada para comer en el apartamento excepto la comida que había
comprado para el comienzo de su vida juntos: el paquete sin abrir de tocino, la docena
de huevos en su caja, el pan sin abrir y la mantequilla sin abrir; eran para el desayuno
de mañana. Pensó en ir abajo a la tienda a buscar algo para comer, dejando una nota en
la puerta. Luego decidió esperar un poco más.
A las once y treinta estaba tan mareada y débil que tuvo que bajar. Si Jamie hubiera
tenido teléfono lo hubiera llamado entonces. En cambio, abrió su escritorio y escribió
una nota: «Jamie, fui abajo a la tienda. Vuelvo en cinco minutos». Su lapicero le manchó
los dedos y fue al baño a lavarse, usando una toalla limpia que luego reemplazó. Clavó
la nota en la puerta, revisó el apartamento una vez más para asegurarse de que todo
estuviera perfecto, y cerró la puerta sin llave, en caso de que él llegara.
En la tienda se encontró con que no había nada que le provocara excepto más café, y lo
dejó a medio terminar porque súbitamente se dio cuenta de que Jamie probablemente
estaba arriba esperando e impaciente, ansioso por comenzar.
Pero arriba todo estaba preparado y tranquilo, tal como lo había dejado, su nota sin leer
en la puerta, el aire del apartamento un poco viciado por tantos cigarrillos. Abrió la
ventana y se sentó junto a ella hasta que se dio cuenta de que había estado dormida y
que faltaban veinte minutos para la una.
No era mucha distancia; podía haber caminado si no hubiera estado tan débil, pero en
el taxi repentinamente se dio cuenta de lo imprudente que sería conducir
descaradamente hasta la puerta de Jamie, exigiéndole. Le pidió al chofer, entonces, que
la dejara en una esquina cerca a la casa de Jamie y, luego de pagarle, esperó hasta que
se alejó para empezar a caminar por la cuadra. Nunca había estado aquí antes; el edificio
era agradable y antiguo, el nombre de Jamie no estaba en ninguno de los buzones del
vestíbulo, tampoco en los timbres. Miró la dirección; era correcta, finalmente tocó el
timbre marcado «Portero». Luego de un minuto o dos el portero automático sonó y ella
abrió la puerta y entró en el pasillo oscuro donde dudó hasta que una puerta al final se
abrió y alguien dijo, «¿Sí?».
Supo en el mismo instante que no tenía idea de qué preguntar, así que se acercó hacia
la figura esperando contra la luz de la puerta abierta. Cuando estuvo muy cerca, la figura
dijo, «¿Sí?» de nuevo y ella vio que era un hombre en mangas de camisa, incapaz de
verla más claramente de lo que ella podía verlo.
Con repentino coraje dijo, «estoy tratando de contactar a alguien que vive en este
edificio y no encuentro su nombre afuera».
«¿Qué nombre busca?» preguntó el hombre, y ella se dio cuenta de que tendría que
responder.
El hombre estuvo en silencio por un minuto y luego dijo, «Harris». Volteó hacia la
habitación dentro de la puerta iluminada y dijo, «Margie, ven acá un minuto».
«¿Ahora qué?» una voz dijo desde el interior, y luego de una espera lo suficientemente
larga como para que alguien se levante de una silla cómoda una mujer se le unió en la
puerta, mirando al pasillo oscuro. «La señorita aquí», dijo el hombre. «La señorita busca
a un hombre con el nombre Harris, vive aquí. ¿Alguien en el edificio?».
«No», dijo la mujer. Su voz sonaba alegre. «Ningún hombre llamado Harris aquí».
«Lo siento», dijo el hombre. Empezó a cerrar la puerta. «Tiene la dirección equivocada,
señorita», dijo, y añadió en un tono más bajo, «o al tipo equivocado», y él y la mujer
rieron.
Cuando la puerta estaba casi cerrada y ella estaba sola en el oscuro pasillo le dijo a la
pequeña grieta de luz que aún se veía, «pero el sí vive aquí; lo sé».
«Mire», dijo la mujer, abriendo un poco la puerta de nuevo, «sucede todo el tiempo».
«Por favor no cometa un error», dijo, y su voz era muy digna, con treinta y cuatro años
de orgullo acumulado. «Me temo que usted no entiende».
«¿Cómo era?», dijo la mujer de manera cansina, la puerta seguía solo un poco abierta.
«Él es más bien alto, y rubio. Usa muy seguido un traje azul. Es escritor».
«Este usaba mayormente un traje azul, pero no sé qué tan alto era», dijo la mujer. «Se
quedó ahí casi un mes».
«Pregúntele a los Royster», dijo la mujer. «Volvieron esta mañana. Departamento 3B».
La puerta se cerró, definitivamente. El pasillo era muy oscuro y la escaleras parecían aun
más oscuras.
En el segundo piso había una pequeña luz proveniente de una claraboya muy por
encima. Las puertas de los departamentos en fila, cuatro en el piso, poco comunicativo
y silencioso. Había una botella de leche afuera del 2C.
En el tercer piso esperó un minuto. Se oía el sonido de música detrás de la puerta del 3B
y podía escuchar voces. Finalmente tocó, y tocó de nuevo. La puerta estaba abierta y la
música salió hacia ella, la transmisión de una sinfonía temprano en la tarde. «¿Cómo le
va?», le dijo educadamente a la mujer en la puerta. «¿Sra. Royster?».
«Así es». La mujer llevaba una bata de casa y el maquillaje de la noche anterior.
«Oh señor», dijo la Sra. Royster. Pareció que abría los ojos por primera vez. «¿Qué
hizo?».
«Oh señor», dijo de nuevo la Sra. Royster. Luego abrió más la puerta y dijo, «pase»,
luego, «¡Ralph!».
«Sr. Royster», dijo ella. Era difícil hablar contra la música. «Abajo el portero me dijo que
aquí estuvo viviendo el Sr. James Harris».
«No sé nada de él», dijo el Sr. Royster. «Es uno de los amigos de Dottie».
«No mis amigos», dijo la Sra. Royster. «No era mi amigo». Ella había ido a la mesa y
estaba esparciendo mantequilla de maní en un pedazo de pan. Le dio un mordisco y dijo
densamente, agitando el pan y la mantequilla de maní hacia su marido. «No es mi
amigo».
«Lo recogiste en una de esas malditas reuniones», dijo el Sr. Royster. Empujó una maleta
de una silla junto a la radio y se sentó, cogiendo una revista que estaba junto a él en el
piso. «Nunca le dirigí más de diez palabras».
«Tú dijiste que estaba bien prestarle el lugar», dijo la Sra. Royster antes de dar otro
bocado. «Nunca dijiste una palabra en contra de él, después de todo».
«Si el hubiera sido uno de mis amigos hubieras dicho bastante, créeme», dijo
oscuramente la Sra. Royster. Tomó otro bocado y dijo, «Créeme, él hubiera dicho
bastante».
«Eso es todo lo que quiero oír», dijo el Sr. Royster, por sobre la revista. «Basta».
«Ves». La Sra. Royster apuntó el pan y la mantequilla de maní hacía su esposo. «Así es,
día y noche».
Hubo silencio excepto por la música saliendo de la radio junto al Sr. Royster, luego ella
dijo, en una voz que difícilmente creía que fuera a ser escuchada sobre el ruido de la
radio, «¿se ha ido, entonces?».
«¿Quién?» preguntó la Sra. Royster, mirando por arriba del frasco de mantequilla de
maní.
«¿Él? Se debe haber ido esta mañana, antes de que regresáramos. No hay señal de él
por ninguna parte».
«¿Se fue?».
«Nada fuera de lugar», dijo la Sra. Royster. Agitó su pan y la mantequilla de maní
inclusivamente. «Todo justo como lo dejamos», dijo.
«Ni la menor idea», dijo alegremente la Sra. Royster. «Pero, como dije, dejó todo en
perfecto estado. ¿Por qué?», preguntó de repente. «¿Lo estás buscando?».
«Lamento que no esté aquí», dijo la Sra. Royster. Se aceró educadamente cuando vio
que su visitante volteaba hacía la puerta.
Cuando la puerta se cerró detrás de ella el pasillo estuvo oscuro de nuevo, pero el sonido
de la radio se había reducido. Estaba a mitad de camino en el primer tramo de escaleras
cuando la puerta se abrió y la Sra. Royster gritó escaleras abajo, «si lo veo le diré que lo
estabas buscando».
¿Qué puedo hacer? Pensó, afuera en la calle de nuevo. Era imposible ir a casa, no con
Jamie en algún lugar entre aquí y allá. Se paró en la vereda tanto tiempo que una mujer,
asomada a una ventana de enfrente, volteó y llamó a alguien de adentro para que saliera
a ver. Finalmente, en un impulso, entró a la pequeña tienda de comestibles al lado del
edificio, en el lado que llevaba a su propio apartamento. Había un pequeño hombre
leyendo el periódico, apoyado contra el mostrador; cuando entró él la miró y camino al
interior del mostrador para atenderla.
Sobre el mostrador de cristal lleno de carnes y queso ella dijo, tímidamente, «estoy
tratando de contactar a un hombre que vivió en el edifico de al lado, y me preguntaba
si usted lo conocía».
«¿Por qué no le preguntas a la gente de ahí?» Dijo el hombre, sus ojos entrecerrados,
inspeccionándola.
Es porque no estoy comprando nada, pensó, y dijo, «lo siento. Les he preguntado, pero
no saben nada de él. Creen que se fue esta mañana».
«No sé que quiere que haga», dijo él, moviéndose un poco atrás hacía su periódico. «No
estoy aquí para llevar registro de los tipos que entran y salen de al lado».
Ella dijo rápidamente, «pensé que quizá lo haya visto, eso es todo. Él tendría que haber
pasado por aquí, un poco antes de las diez en punto. Era alto, y usualmente llevaba un
traje azul».
«¿Cuántos hombres en traje azul pasan por acá todos los días, señorita?», preguntó el
hombre. «Usted cree que no tengo nada más que hacer que…».
«Lo siento», dijo ella. Lo oyó decir, «por el amor de Dios», mientras salía por la puerta.
Mientras iba hacia la esquina, pensó, él debe haber venido por este camino, es el camino
que habría seguido para ir a mi casa, es el único camino si es que caminaba. Trató de
pensar en Jamie: ¿dónde hubiera cruzado la calle? ¿Qué clase de persona era él
realmente, hubiera cruzado frente a su propio edificio, al azar en medio de la cuadra, en
la esquina?
En la esquina había un puesto de diarios; podían haberlo visto ahí. Se apuró y esperó
mientras un hombre compraba el periódico y una mujer pedía indicaciones. Cuando el
vendedor la miró, ella dijo, «¿Podría decirme si un joven alto en un traje azul pasó por
aquí esta mañana alrededor de las diez en punto?». Cuando el hombre solo la miró, sus
ojos entrecerrados y su boca un poco abierta, ella pensó, cree que es una broma o un
truco, y dijo urgentemente, «es muy importante, por favor créame. No estoy
bromeando».
“Mire, señorita”, comenzó el hombre, y ella dijo ansiosamente, «es un escritor. Puede
que él haya comprado revistas aquí».
«¿Para qué lo busca?», preguntó el hombre. La miró, sonriendo, y ella se dio cuenta de
que había otro hombre esperando detrás de ella y que la sonrisa del vendedor lo incluía.
«No importa», dijo ella, pero el vendedor dijo, «Escuche, quizá sí vino por aquí». Su
sonrisa era cómplice y sus ojos saltaron sobre su hombro al hombre detrás de ella. De
repente ella se volvió extremadamente consciente de su vestido estampado demasiado
juvenil, y se ciñó el abrigo rápidamente. El vendedor dijo, con gran consideración, «no
estoy muy seguro, que conste, pero puede que alguien como su amigo haya venido esta
mañana».
«Alrededor de las diez», asintió el vendedor. «Un tipo alto, traje azul. No me
sorprendería para nada».
Ella retrocedió, ciñendo el abrigo a su alrededor. El hombre que había estado parado
detrás la miró por sobre el hombro y luego él y el vendedor intercambiaron miradas. Se
preguntó por un minuto si debía o no darle una propina al vendedor pero cuando los
dos hombres empezaron a reírse se apuró a cruzar la calle.
Al centro, pensó, eso es, y empezó a subir por la avenida, pensando: Él no tenía que
cruzar la avenida, solo subir seis cuadras y luego voltear por mi calle, siempre y cuando
haya empezado en el centro. Casi una cuadra más allá pasó por una florería; había una
exposición nupcial en el escaparate y pensó, este es el día de mi boda después de todo,
puede que él me haya comprado flores, y entró. El florista salió de la parte de atrás de
la tienda, sonriente y elegante, y ella dijo, antes de que él pudiera hablar, para que no
tuviera tiempo de pensar que ella iba a comprar algo: «Es muy importante que me ponga
en contacto con un caballero que puede haber pasado por aquí para comprar flores esta
mañana. Muy importante».
Se detuvo a tomar aliento, y el florista dijo, «Sí, ¿qué clase de flores eran?».
«No lo sé», dijo ella, sorprendida. «El nunca…». Se detuvo y dijo, «era un joven alto, en
un traje azul. Fue alrededor de las diez en punto».
«Pero es muy importante», dijo ella. «Puede que él haya estado apurado», añadió
amablemente.
«Bueno», dijo el florista. Sonrió cordialmente, mostrando todos sus pequeños dientes.
«Por una dama», dijo. Fue a un atril y abrió un gran libro. «¿Adónde las iban a mandar?»,
preguntó.
«¿Por qué?», dijo ella, «no creo que haya hecho que las envíen. Verá, él estaba
viniendo… o sea, él las iba a traer».
«Por favor trate de recordar», le rogó. “Él era alto, llevaba un traje azul y eran casi las
diez de la mañana”.
El florista cerró los ojos, un dedo en su boca, y pensó profundamente. Luego sacudió la
cabeza. «Simplemente no puedo», dijo.
«Gracias», dijo ella desanimada, y se dirigía a la puerta, cuando el florista dijo con voz
chillona, emocionado, «¡Espere! Espere un momento, señora». Ella volteó y el florista,
pensando de nuevo, dijo finalmente, «¿Crisantemos?» La miró inquisitivamente.
«Oh, no», dijo ella; su voz tembló un poco y esperó un minuto antes de seguir. «No para
una ocasión como esta, estoy segura».
El florista apretó los labios y apartó la mirada con frialdad. «Bueno, claro que no sé de
qué ocasión se trata», dijo, «pero estoy casi seguro que el caballero por el que pregunta
vino esta mañana y compró una docena de crisantemos. Sin envío».
«Más que seguro», dijo enfáticamente el florista. «Definitivamente ese era el hombre».
Sonrió brillantemente, y ella le sonrió de vuelta y dijo, «bueno, muchas gracias».
«Las damas siempre se ven mejor con flores», dijo él, inclinando su cabeza hacia ella.
«¿Orquídeas quizá?».
«No, gracias», dijo ella, y el dijo, «espero que encuentre a su joven», e hizo un sonido
desagradable.
Subiendo por la calle ella pensó, todos creen que es muy gracioso: y se ciñó aún más el
abrigo, de manera que solo se veía el volante alrededor de la parte inferior del vestido
estampado.
Había un policía en la esquina y pensó, por qué no voy a la policía, uno va a la policía
cuando alguien desaparece. Y luego pensó, qué tonta parecería. Tuvo una rápida imagen
de sí misma parada en la estación de policía, diciendo, «sí, nos íbamos a casar hoy, pero
él no llegó», y los policías, tres o cuatro de ellos parados a su alrededor escuchando,
mirándola, mirando el vestido estampado, su maquillaje demasiado brillante, sonriendo
entre ellos. No podía decirles nada más que eso, no podía decir, «sí, ya sé que suena
tonto, ¿no es verdad?, yo toda vestida y tratando de encontrar al joven que prometió
casarse conmigo, ¿pero qué hay de todo lo que ustedes no saben? Yo tengo más que
esto, más de lo que ustedes ven: talento, quizá, y humor de algún tipo, y soy una dama
y tengo orgullo y afecto y delicadeza y una cierta visión clara de la vida que podría
satisfacer a un hombre y hacerlo productivo y feliz; hay más de lo que ustedes creen
cuando me miran».
La policía era obviamente imposible, dejando de lado a Jamie y lo que él podría pensar
cuando se enterara de que ella puso a la policía a buscarlo. «No, no», dijo en voz alta,
apurando sus pasos, y alguien que pasaba se detuvo y la miró.
«Mire», dijo ella, las palabras saliendo antes de pensarlas, «lamento molestarlo, pero
estoy buscando a un joven que pasó por aquí a eso de las diez de esta mañana, ¿lo vio?».
Y comenzó su descripción, “alto, traje azul, llevando un ramo de flores”.
El viejo empezó a asentir antes de que terminara. «Lo vi», le dijo. «¿Es amigo suyo?».
El viejo parpadeó y dijo, «recuerdo que pensé, vas a ver a tu chica, jovencito. Todos van
a ver a sus chicas», dijo, y movió la cabeza con tolerancia.
«Así es», dijo el viejo. «Se lustró los zapatos, tenía sus flores, iba arreglado, estaba muy
apurado. Tienes una chica, pensé».
Por primera vez estaba segura de que el la estaría esperando, y se apuró esas tres
cuadras, la falda del vestido estampado balanceándose bajo su abrigo, y volteó en su
propia calle. Desde la esquina no podía ver sus ventanas, no podía ver a Jamie mirando
hacia afuera, esperándola, y bajando la cuadra estaba casi corriendo para llegar a él. En
la puerta de abajo la llave temblaba en sus dedos, y mientras miraba la tienda pensó en
su pánico, bebiendo café ahí esta mañana, y casi rio. Ya en su propia puerta no podía
esperar más, y empezó a decir, «Jamie, estoy aquí, estaba tan preocupada», aun antes
de que la puerta estuviera abierta.
«Nunca lo vi», dijo el empleado de la tienda. «Lo sé porque me hubiera dado cuenta de
las flores. Nadie así ha venido».
El viejo en el puesto de lustrabotas despertó de nuevo para verla parada frente a él.
«Hola de nuevo», le dijo, y sonrió.
«Yo lo vi», dijo el viejo, circunspecto por el tono de ella. «Pensé, ahí va un joven que
tiene una chica, y lo vi entrar en esa casa».
«Justo ahí», dijo el viejo. Se inclinó hacia adelante para apuntar. «En la siguiente cuadra.
Con sus flores y sus zapatos lustrados y yendo a ver a su chica. Justo a su casa».
«¿Cuál?», dijo ella.
«Casi a la mitad de la cuadra», dijo el viejo. La miró con sospecha y dijo, «¿Qué intenta
hacer, de todos modos?».
Ella casi corrió, sin detenerse a decir «gracias». En la siguiente cuadra caminó
rápidamente, escrutando las casas desde afuera para ver si Jamie miraba desde una
ventana, prestando atención para escuchar su risa adentro en algún lugar.
Una mujer estaba sentada frente a una de las casas, empujando un coche de bebé
monótonamente de atrás hacia adelante la longitud de su brazo. El bebé adentro
dormía, moviéndose de atrás a adelante.
La pregunta era fluida, para entonces. «Lo siento, ¿pero vio a un joven entrar a una de
estas casas alrededor de las diez de esta mañana? Era alto, llevaba un traje azul y un
ramo de flores».
«Escuche», dijo cansada la mujer, «el niño tuvo su baño a las diez. ¿Vería yo a un extraño
caminando por aquí? Le pregunto».
«¿Un montón de flores?» preguntó el chico, jalándole el abrigo. «¿Un montón de flores?
Yo lo vi, señora».
Ella miró abajo y el chico le sonrió insolentemente. «¿A qué casa entró?» le preguntó
cansinamente.
«Esa no es una pregunta amable para hacerle a la señora», dijo la mujer meciendo el
coche.
«Escuche», dijo el niño. «Lo he visto. Entró ahí». Señaló a la casa de al lado. «Yo lo seguí»,
dijo el niño. «Me dio una moneda». El niño agravó su voz, y dijo, «”Este es un gran día
para mí, niño”, dijo. Deme una moneda».
«Al último piso», dijo el niño. «Lo seguí hasta que me dio la moneda. Hasta el último
piso». Retrocedió a la vereda, fuera de alcance, con el billete de un dólar. «¿Se va a
divorciar de él?», preguntó de nuevo.
«¿Llevaba flores?».
«Sí», dijo el niño. Comenzó a chillar. «¿Se va a divorciar de él, señora? ¿Le descubrió
algo?» Se fue a toda velocidad calle abajo, gritando, «le descubrió algo al pobre tipo», y
la mujer meciendo al bebé se rio.
La puerta principal del edificio no tenía seguro; no había timbres en el vestíbulo exterior
y no había lista de nombres. Las escaleras eran estrechas y sucias; habían dos puertas
en el último piso. La delantera era la de la derecha; había un papel de florería arrugado
en el suelo afuera de la puerta, y una cinta de papel enlazada, como una pista, como la
última pista en la persecución.
Tocó la puerta y creyó escuchar voces adentro, y pensó, súbitamente, con terror, ¿qué
debería decir si Jamie está ahí, si abre la puerta? Las voces parecieron callarse
repentinamente. Tocó de nuevo y hubo silencio, excepto por algo que pudo haber sido
una risa muy lejana. Él podría haberme visto por la ventana, pensó, es el departamento
frontal y ese niño hizo un ruido espantoso. Esperó, y tocó de nuevo, pero hubo silencio.
Finalmente fue a la otra puerta en el piso, y tocó. La puerta se abrió bajo su mano y vio
el ático vacío, listones desnudos en las paredes, entarimados sin pintar. Avanzó un poco
hasta entrar, mirando alrededor; la habitación estaba llena de bolsas de yeso, pilas de
periódicos viejos, un baúl roto. Había un ruido que ella reconoció repentinamente como
una rata, y luego la vio, sentada muy cerca de ella, junto a la pared, su cara malvada
alerta, sus ojos brillantes mirándola. Se tropezó en su apuro por salir y cerrar la puerta,
y la falda del vestido estampado quedó atrapada y se rompió.
Sabía que había alguien adentro del otro departamento, porque estaba segura de que
podía oír voces bajas y a veces risas. Regresó muchas veces, todos los días la primera
semana. Iba en su camino al trabajo, en las mañanas; en las tardes, en el camino a comer
sola, pero no importaba cuán seguido o qué tan fuerte tocara, nadie nunca abrió la
puerta.