Doctrina Social de La Iglesia
Doctrina Social de La Iglesia
Doctrina Social de La Iglesia
INTRODUCCIÓN
A partir de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, celebrada en Puebla, en 1979,
el tema de la doctrina o enseñanza social de la Iglesia recobró su importancia y adquirió un nuevo auge, en
tanto que dicha doctrina constituye la praxis cristiana de la auténtica liberación.
Los obispos, reunidos en Puebla, recuerdan lo que desde la Conferencia de Medellín (1968), ya
habían señalado: "un sordo clamor brota de millones de hombres pidiendo a sus Pastores una liberación que
no les llega de ninguna parte... El clamor pudo haber parecido sordo en ese entonces. Ahora es claro,
creciente, impetuoso y, en ocasiones, amenazante... Los Pastores de América Latina tenemos razones
gravísimas para urgir la evangelización liberadora, no sólo porque es necesario recordar el pecado individual
y social, sino también porque de Medellín para acá, la situación se ha agravado en la mayoría de nuestros
países" (DP. 88, 89 y 487).
Frente a esas exigencias de liberación hacen falla una renovación teológica y criterios éticos para la
acción y el compromiso.
La instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación, (1984), señala que una de las
condiciones para la necesaria renovación teológica es recuperar el valor de la doctrina social de la Iglesia que
de ninguna manera está cerrada, al contrario, está abierta a todas las cuestiones nuevas que no dejan de surgir
en el curso de los tiempos. En esta perspectiva, la contribución de teólogos y pensadores de todas las
regiones del mundo a la reflexión de la Iglesia es hoy indispensable (XI, 12).
En efecto, la renovación teológica y los criterios éticos, orientaciones y directrices son
indispensables para el actuar social. Dichas orientaciones se encuentran en la doctrina social que, si bien
no propone un modelo político o económico concreto, sí señala el camino y ofrece principios. (Juan Pablo II,
7 de julio de 1980).
Aún si "todos los hombres se pusieran de acuerdo para construir una sociedad nueva al servicio del
hombre, es necesario saber de antemano qué concepto se tiene del hombre" (OA 39) y en este sentido la
Iglesia ofrece "lo que ella, posee como propio: una visión global del hombre y de la humanidad" (PP 13).
Así, pues, luego de un período de olvido y, en ciertos ambientes, hasta de rechazo, los Obispos ubican
a la doctrina social en su justo sitio. Y es que en América Latina hay situaciones verdaderamente
escandalosas:
Siendo un continente mayoritariamente católico vivimos condiciones de injusticia, de explotación, de
violación de los derechos humanos, de violencia... Estas situaciones se viven, desafortunadamente, en
todo el mundo, pero en América Latina los causantes se consideran católicos, es decir, viven una
religión dualista: lo espiritual, para el alma, se vive en la intimidad del templo, la familia y el grupo
apostólico; lo temporal, para el cuerpo, se vive en la vida diaria sin ninguna relación con lo moral.
Necesitamos, por tanto, una liberación para unir fe y vida, para evangelizar la cultura.
El materialismo ha ido calando hasta muy adentro de culturas y hoy lo importante no es ser, sino
tener. Necesitamos una liberación para que se dé primacía al hombre sobre las cosas.
La brecha entre ricos y pobres no se ha acortado, sino que va en aumento. Necesitamos una
liberación para entender y vivir el destino universal de los bienes y la opción preferencial por los
pobres.
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La participación política, si bien ha aumentado cuantitativamente, no se ve vinculada ni con la moral
ni con el respeto de la dignidad humana. Necesitamos una liberación para construir sociedades
democráticas y participativas a la medida del hombre.
La vida humana no se respeta. Necesitamos una liberación que nos ayude a valorarla.
Los derechos humanos se conocen poco y se respetan mucho menos. Urge reconocer y proclamar
oportuna e inoportunamente la inviolable dignidad de la persona humana.
El trabajo se sigue considerando una simple mercancía, el capital es lo más importante. Necesitamos
una liberación que nos haga ver la primacía del trabajo sobre el capital y de la ética sobre la técnica.
Vivimos una situación casi permanente de violencia, venganzas y odios. Necesitamos una liberación
que nos haga comprender y vivir el perdón.
Vivimos muchas estructuras injustas que requieren no de cambios parciales, sino totales.
Necesitamos una liberación que termine con el miedo a una vida y un mundo nuevo.
Esta relación de necesidades de liberación podría hacerse casi interminable, lo que interesa resaltar es
la necesidad de liberación integral y el papel que puede jugar la doctrina social cristiana cuyo estudio y
aplicación afortunadamente va en aumento.
Tal vez el detonador para revalorizar esta doctrina haya sido, precisamente, el interés que Juan Pablo
II puso en ella. En el discurso inaugural de Puebla, el Santo Padre, dedicó una parte importante a dicha
doctrina y, en cierta forma privilegió su función:
"Esta voz de la Iglesia, eco de la voz de la conciencia humana, que no cesó de resonar a través de los
siglos en medio de los más variados sistemas y condiciones socioculturales, merece y necesita ser escuchada
también en nuestra época, cuando la riqueza creciente de unos pocos sigue paralela a la creciente miseria
de las masas.
"Confiar responsablemente en esta doctrina social, aunque algunos traten de sembrar dudas y
desconfianzas sobre ella, estudiarla con seriedad, procurar aplicarla, enseñarla, ser fiel a ella es, en un hijo
de la Iglesia, garantía de la autencidad de su compromiso en las delicadas y exigentes tareas sociales, y de
sus esfuerzos en favor de la liberación o de la promoción de sus hermanos.
"Permitid, pues, que recomiende a vuestra especial atención pastoral la urgencia de sensibilizar a
vuestros fieles acerca de esta doctrina social de la Iglesia.
"Hay que poner particular cuidado en la formación de una conciencia social a todos los niveles y en
todos los sectores..."
El Sínodo de los Obispos de 1971 emitió un valioso documento titulado La Justicia en el Mundo. En él, los
Obispos señalan: "La acción en favor de la justicia y la participación en la transformación del mundo se nos
presenta claramente como una dimensión constitutiva de la predicación del Evangelio... La misión de predicar el
Evangelio en el tiempo presente requiere que nos empeñemos en la liberación integral del hombre ya desde ahora, en
su existencia terrena. En efecto, si el mensaje cristiano sobre el amor y la justicia no manifiesta su eficacia en la acción
por la justicia en el mundo difícilmente obtendrá credibilidad en tre los hombres de nuestro tiempo".
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Algunos años después, en 1975, en la Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi, Pablo VI señaló, con mu-
cha claridad, que la Iglesia no admite circunscribir su misión al solo terreno religioso, desinteresándose de los
problemas temporales del hombre (EN 34). Es verdad que la misión de la Iglesia es la salvación, pero la salvación,
aunque tiene su cabal cumplimiento en la eternidad, comienza en esta vida (EN 27). Y, además, la salvación no es
salvación de almas, en el sentido de asegurarles el cielo, sino integral, de todo el hombre y de todos los hombres. Como
dice el Concilio: "Es la persona del hombre la que hay que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar. Es,
por consiguiente, el hombre; pero el hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y volun -
tad..." (GetS 3).
Juan Pablo II, en su primera encíclica, Redemptor Hominis, 1979, nos dice: "La Iglesia no puede
abandonar al hombre, cuya 'suerte', es decir, la elección, la llamada, el nacimiento y la muerte, la salvación o la
perdición, son tan estrecha e indisolublemente unidas a Cristo... Este hombre [todo hombre, cada hombre concreto]
es el camino de la Iglesia, camino que conduce en cierto modo al origen de todos aquellos caminos por los que debe
caminar la Iglesia, porque con el hombre —cada hombre sin excepción alguna- se ha unido Cristo de algún modo,
incluso cuando ese hombre no es consciente de ello. 'Cristo, muerto y resucitado por todos, da siempre al
hombre -'a todo hombre y a todos los hombres'— su luz y su fuerza para que pueda responder a su máxima
vocación... La Iglesia de nuestro tiempo debe ser, de manera siempre nueva, consciente de la situación del
hombre. Es decir, debe ser consciente de sus posibilidades, que toman siempre nueva orientación y de este
modo se manifiestan; la Iglesia, al mismo tiempo, debe ser consciente de las amenazas que se presentan al
hombre. Debe ser consciente también de todo lo que parece ser contrario al esfuerzo para que ‘la vida
humana sea cada vez más humana’, para que todo lo que compone esta vida responda a la verdadera dignidad
del hombre..." (RH 14).
Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos
la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta que la propia fe es un
motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno.
Pero no es menos grave el error de quienes, por el contrario, piensan que pueden entregarse totalmente a los
asuntos temporales, como si estos fuesen ajenos del todo a la vida religiosa pensando que ésta se reduce
meramente a ciertos actos de culto y al cumplimiento de determinadas obligaciones morales. El divorcio
entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más gra ves errores de nuestra
época" (GetS 43).
De manera que el caminar de los cristianos hacia su cabal salvación, la eterna, no puede ser ni sólo
espiritual —de quienes esperan solamente el "más allá"—, ni sólo temporal -de quienes sólo creen en el "más
acá"—. Para los cristianos el "más allá" comienza aquí y ahora, dando el justo valor a lo temporal en
razón de la esperanza en lo eterno.
La concepción integral del hombre, de la salvación y de la evangelización llevó a que Pablo VI,
Juan Pablo II y la Tercera Conferencia General del Episcopado Latinoamericano precisaran algunos
aspectos básicos de la misión de la Iglesia:
Cristo mismo explícita la necesidad de esta proclamación aunada a la liberación: "El Espíritu del
Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar
la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de
gracia del Señor". (Lc 4, 18-19).
"La Iglesia considera ciertamente importante y urgente la edificación de estructuras más humanas, más
justas, más respetuosas de los derechos de la persona, menos opresivas y menos avasalladoras; pero es
consciente de que aun las mejores estructuras, los sistemas más idealizados se convierten pronto en
inhumanos si las inclinaciones inhumanas del hombre no son purificadas, si no hay una conversión de cora-
zón y de mente por parte de quienes viven en esas estructuras o las rigen" (EN, 36).
Luego de excluir la violencia como camino de liberación (EN, 37), Pablo VI señala cuál es el aporte
específico de la Iglesia: "El amor de Dios que nos dignifica radicalmente, se vuelve por necesidad
comunión de amor con los demás hombres y participación fraterna; para nosotros, hoy, debe volverse,
principalmente obra de justicia para los oprimidos, esfuerzo de liberación para quienes más la necesitan.
En efecto, 'nadie puede amar a Dios, a quien no ve, si no ama al hermano a quien ve' (Jn. 4, 20
La liberación integral es y debe ser liberación de todo lo que oprime y esclaviza al hombre, pero,
sobre todo, es liberación del pecado y del maligno, dentro de la alegría de conocer a Dios y de ser conocido
por El, de verlo y entregarse a El (DP, 354).
La Buena Nueva -que es comunicada mediante la catequesis y la evangelización, pero sobre todo por
el testimonio y celebrada en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía—, debe calar hondo, más hondo
todavía, en los corazones y las inteligencias hasta el grado de ser capaz de transformar las estructuras y
condiciones injustas de la sociedad para que se respete la dignidad del hombre y sus derechos humanos
fundamentales, es decir, la fe tiene que hacerse vida, porque una fe sin obras es una fe muerta (St. 2, 17).
Podemos, pues, concluir que la acción por la justicia y la defensa y promoción de los derechos
humanos debe hacerse desde la fe y la fe debe ser educada y capacitada para que se exprese en obras
concretas de liberación, justicia y caridad. Para que la fe se haga vida, la Iglesia necesita sensibilizar y
concientizar a los cristianos sobre las consecuencias sociales de dicha fe, al mismo tiempo, la Iglesia requiere
denunciar proféticamente las situaciones de injusticia y la vivencia parcial, comodina y mentirosa de la falsa
fe.
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Es pues, en este contexto de evangelización-liberación donde hay que ubicar a la doctrina social
cristiana, porque, como dicen los Obispos Latinoamericanos, "nuestra conducta social es parte integrante
de nuestro seguimiento de Cristo" (DP, 476).
Anunciar el Evangelio sin implicaciones económicas, sociales, culturales y políticas es una mutilación
o puede ser una complicidad con el orden establecido (DP, 558). No se puede "reducir el espacio de la fe a la
vida personal o familiar, excluyendo el orden profesional, económico, social y político, como si el pecado, el
amor, la oración y el perdón no tuviesen ahí relevancia" (DP, 515). La salvación cristiana ni se agota ni se
confunde con la sola libera ción sociopolítica o socioeconómica, sino que llega hasta la liberación del pecado,
fuente de todo mal. La liberación ciertamente no agota la evangelización, pero sí le es esencial.
Algunas definiciones
El Vaticano II describe a la doctrina social en los siguientes términos: "...La Iglesia en el transcurso
de los siglos, a la luz del Evangelio, ha concretado los principios de justicia y equidad, exigidos por la recta
razón, tanto en orden a la vida individual y social como en orden a la vida internacional, y los ha manifestado
especialmente en estos últimos tiempos" (G et S, 63).
La doctrina social cristiana, dice Kerber, es la formulación del mensaje del Evangelio ante las
múltiples y cambiantes realidades sociales. Bigó la define como conjunto de criterios que orientan a los
cristianos y a los hombres de buena voluntad para establecer relaciones más humanas entre personas y
grupos, en el campo económico, político y cultural, tanto en el análisis y en la reflexión como en la acción.
Ricardo Antoncich habla de que "la doctrina social encarna la presencia profética en la sociedad
actual... es una toma de posesión ante la tendencia secularizante que quiere construir el mundo al margen de
Dios y que justifica su pretensión en la autonomía de los valores temporales".
José María Oses la entiende como "las enseñanzas y valores que concretan el Magisterio de la Iglesia,
contemplando la sociedad a la luz del Evangelio, para que la comunidad cristiana, unida con los demás,
trabaje para la liberación integral de los hombres".
Naturaleza
Juan XXIII decía: "Ante todo, confirmamos la tesis de que la doctrina social profesada por la Iglesia
Católica es algo inseparable de la doctrina que la misma enseña sobre la vida humana" (M et M, 222). La
doctrina social cristiana se afirma, pues, como auténtica doctrina de la Iglesia, es decir, brotada de una fe
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religiosa, del mensaje revelado por Dios '. No es, pues, algo opcional para los cristianos, no es algo añadido a
las verdades de la fe, sino simple y sencillamente la expresión histórica de las exigencias sociales de la fe.
En el sentido más amplio del término, la doctrina social cristiana es la doctrina de la Iglesia sobre la
vida social del hombre. Está constituida por un conjunto dinámico de orientaciones doctrinales
fundamentales acerca del hombre y su vida en sociedad, ofrece "principios de reflexión", "criterios de juicio"
y "directrices de acción" con una finalidad eminentemente práctica, o sea, orientada a la conducta moral.
Intenta guiar a los hombres para que ellos mismos den una respuesta, con la ayuda también de la
razón y de las ciencias humanas, a su vocación de constructores responsables de la sociedad terrena (SRS, 8
y 1).
La doctrina social cristiana es, con más precisión, una ayuda del Magisterio para que los cristianos,
con ayuda de su razón, experiencia y competencia, descubran en su propia vida las exigencias sociales de la
fe. En este sentido "el magisterio de la Iglesia no se sitúa en el nivel doctrinal cuando se refiere a la doctrina
social de la Iglesia, sino en el nivel pastoral. Por eso el nombre "doctrina" no puede ser entendida como
enseñanza dogmática, sino en un sentido menos riguroso, como enseñanza que parte de la fe y es hecha con
autoridad por el magisterio de la Iglesia, pero no como ejercicio de juicio. Se trata del magisterio auténtico
pero no del infalible" .
La Iglesia, dice Juan Pablo II, no tiene soluciones técnicas que ofrecer. En efecto, no propone
sistemas o programas económicos y políticos, ni manifiesta preferencia por unos o por otros con tal que la
dignidad del hombre sea debidamente respetada y promovida, y ella goce del espacio necesario para ejercer
su ministerio en el mundo (SRS, 41).
La doctrina social cristiana se alimenta de nuestra fe, se encuentra y dialoga permanentemente con
las ciencias humanas respetando sus niveles de competencia y dejando claro que entre el actuar científico y
la moral existe una relación tal que la Iglesia no puede ni debe ignorar, pues en todos los actos libres del
hombre se toman decisiones que pueden ser juzgadas desde el punto de vista moral. El paradigma, la
jerarquía de valores o el marco de referencia ético nos lo da, precisamente, la doctrina social cristiana.
Si se pudieran señalar algunas características, como específicas de la doctrina social cristiana serían:
El objeto primario de la doctrina social cristiana es la dignidad personal del hombre, imagen de
Dios,... por tanto, la finalidad de esta doctrina de la Iglesia es siempre la promoción y liberación
integral de la persona humana, en su dimensión terrena y trascendente (DP, 475).
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Especial sensibilidad por los pobres en la línea del documento de Puebla: opción preferencial
por los pobres, no exclusiva ni excluyente, aunada a la concientización e interpelación a los
constructores de la sociedad pluralista (DP, 382, 1165, 1145).
Vocación intrínseca de anuncio de la Verdad, del Evangelio; denuncia de la mentira, de la
injusticia y del pecado personal y social, y acompañamiento solidario para construir estructuras
más conformes al Evangelio (SRS, 4] ;G. ctS.,28).
Respuesta evangélica y evangelizados a la creciente secularización y al materialismo (RH, 15 y
16; LE, 12).
Crítica permanente de las ideologías y de todo tipo de idolatrías para relativizarlas y
cuestionarlas (DP, 535 a 562; 405 y ss.).
Reconocimiento de Cristo como Señor de la historia (DP, 174, 195,276,289,301).
Plena aceptación de una legítima variedad de opciones posibles a partir de una misma fe (OA,
50).
FUENTE
La fuente de esta doctrina, se encuentra en la realidad del mundo sobrenatural que nos manifiesta la
Revelación, en la realidad de este mundo y de nuestra naturaleza racional que fundamentan la ética y el
derecho natural, en la situación cultural y en el momento histórico que se vive. Desde luego, conviene
aclarar que el derecho natural es dinámico y que muchas veces, a lo largo de la historia, algunos elementos
ideológicos, culturales o circunstanciales se asumieron como parte del derecho natural y se propusieron como
normas sin mayor discernimiento. Tal vez por eso hoy esté tan desacreditado el derecho natural.
Sin embargo, aunque la fuente última se encuentra en la revelación y los principios ético-sociales que
expresan los designios de Dios sobre el hombre y explicitan sus exigencias fundamentales, el Magisterio de
la Iglesia ha desarrollado, profundizado y elaborado esta doctrina a lo largo de su propia historia.
En la encíclica Laborem Exercens, Juan Pablo II habla con mayor precisión de la fuente de la
doctrina social cristiana: "tiene su fuente en la Sagrada Escritura, comenzando por el libro del Génesis y
en particular, en el Evangelio y en los escritos apostólicos. Esta doctrina perteneció desde el principio a la
enseñanza de la Iglesia misma, a su concepción del hombre y de la vida social y, especialmente, a la moral
social elaborada según las necesidades de las distintas épocas. Este patrimonio tradicional ha sido después
heredado y desarrollado por las enseñanzas de los Pontífices sobre la moderna "cuestión social", empezando
por la encíclica Rerum Novarum" (LE, 3).
Es por todos sabido que el Magisterio de la Iglesia es competencia del Papa y los Obispos. Y en ese
sentido son ellos quienes tienen autoridad y potestad para autentificar la doctrina social cristiana. Los
teólogos y expertos realizan un papel de sistematizadores y comentaristas que si bien la enriquecen, no por
eso se constituyen en elaboradores, estrictamente hablando.
Aunque ciertas expresiones del Magisterio podrían dar a entender que todo bautizado está facultado para
elaborar la doctrina social cristiana esto no es así.
Por ejemplo Juan XXIII, en Mater et Magistra, señala "El Magisterio de la Iglesia, con la colaboración
de sacerdotes y seglares competentes, ha desarrollado, especialmente en el último siglo, una doctrina
social..." (220). El documento de Puebla también dice: "Esta enseñanza social tiene, pues, un carácter
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dinámico y en su elaboración y aplicación los laicos han de ser no pasivos ejecutores, sino activos
colaboradores de los Pastores..." (473).
En realidad el Magisterio es una facultad del Papa y los Obispos. Los sacerdotes y laicos son,
estrictamente, colaboradores, no elaboradores. Por supuesto, las experiencias y vivencias de la fe
contribuyen y enriquecen la doctrina social. Como señala algún autor, las comunidades cristianas hacen el
papel de pioneras, de grupos de avanzada... luego viene el Magisterio para discernir, autorizar o desautorizar
determinados planteamientos.
Ahora bien, el método sí ha cambiado. Creo que podemos percibir un doble cambio. El primero, es en
cuanto a su argumentación o fundamentación y a su presentación. De León XIII a Pío XII la base del
argumento era el derecho natural -hoy tan cuestionado— y la autoridad papal. La presentación era
sumamente intelectual o académica, inaccesible al pueblo. De Juan XXIII en adelante se percibe con más
claridad, la utilización o auxilio de las ciencias humanas y el estilo es, definitivamente, más pastoral.
Por otra parte el método ya no sólo es deductivo. Anteriormente la comunidad cristiana era simplemente
la aplicadora silenciosa de las orientaciones del Magisterio. El método, ahora, también es inductivo y, me
atrevería a decir, más participativo. En esto la teología de la liberación ha hecho una aportación muy
importante.
Se sabe que los últimos documentos pontificios son fruto de un diálogo y una consulta a toda la
comunidad cristiana: Obispos, sacerdotes y laicos expertos. De manera que, la doctrina social cristiana se
hace, sí en continuidad con las enseñanzas anteriores, pero también como fruto de consultas que permiten
conocer las necesidades, aspiraciones y anhelos de toda la comunidad cristiana. Es la no neutralidad
evangélica de la doctrina social cristiana y su interés por el hombre, lo que hace indispensable que su
elaboración no se realice en gabinetes de expertos, sino a partir de realidades concretas.
El no ser elaboradores directos, ¿significa una minus-valoración de los laicos? Considero que no. "La
diversidad de carismas en el Pueblo de Dios, que son carismas de servicio, no se ha opuesto a la igual
dignidad de las personas y a su vocación común a la santidad" (L C 20). "Que cada uno, con el don que ha
recibido, se ponga al servicio de los demás, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios"
(la. Pe. 4, 10).
Hace más de 20 años, en Populorum Progressio (1967), Pablo VI había hecho una llamada a los laicos:
"Si el papel de la Jerarquía es el de enseñar e interpretar auténticamente los principios morales que hay que
seguir en este terreno, a los seglares les corresponde, con su libre iniciativa y sin esperar pasivamente
consignas y directrices, penetrar de espíritu cristiano la mentalidad y las costumbres, las leyes y las
estructuras de la comunidad en que viven" (81).
Más recientemente, la Instrucción sobre Libertad Cristiana y Liberación señala: "No toca a los Pastores
de la Iglesia intervenir directamente en la construcción política y en la organización de la vida social, esta
tarea forma parte de la vocación de los laicos que actúan por propia iniciativa con sus conciudadanos. Deben
llevarla a cabo, conscientes de que la finalidad de la Iglesia es extender el Reino de Cristo para que todos los
hombres se salven y por su medio el mundo esté efectivamente orientado a Cristo... La orientación recibida
de la doctrina social de la Iglesia debe estimular la adquisición de competencias técnicas y científicas
indispensables. Estimulará también la búsqueda de la formación moral del carácter y la profundización de
la vida espiritual. Esta doctrina, al ofrecer principios y sabios consejos, no dispensa de la educación en la
prudencia política, requerida para el gobierno y la gestión de las realidades humanas" (L C 80).
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Se trata, precisamente, de funciones propias de los carismas y la vocación de cada uno. "Sin un
pueblo que encarne las enseñanzas sociales, éstas se reducen a bellas teorías; sin un Magisterio que
oriente, la lucha puede equivocar su camino", claro que todo esto sólo se entiende desde una perspectiva
de fe.
La doctrina social es dinámica, no un cuerpo estático, completo, definitivo y cerrado, que estaría más
distante de la realidad social cuanto más acelerado fuese el ritmo de evolución social. Se mantiene siempre
abierta y en un proceso nunca acabado, la doctrina social necesita seguir escribiéndose y completándose al
escudriñar los signos de los tiempos y confrontarlos con las exigencias del Evangelio. "Lejos de constituir un
sistema cerrado, queda abierta permanentemente a las cuestiones nuevas que no cesan de presentarse;
requiere además, la contribución de todos los carismas, experiencias y competencias" (L C 72).
Esta doctrina evoluciona continuamente. No se trata de que las nuevas enseñanzas nieguen o ignoren
las anteriores, sino de un proceso evolutivo propio del caminar de la humanidad hacia su plenitud.
Evoluciona en la medida que la propia Iglesia adquiere mayor conciencia de su identidad y misión, sobre
todo en la relación Iglesia-Mundo. Evoluciona también, en la medida que el Magisterio profundiza más en un
determinado tema y encuentra nuevas implicaciones, nuevas relaciones y nuevas consecuencias. Evoluciona,
finalmente, cuando la Iglesia al 'leer' los signos de los tiempos percibe la necesidad de abordar un nuevo
tema.
Tal vez una de las críticas más severas a la doctrina social, provenía de una cierta concepción de
doctrina social que la percibía como estática e innamovible. Esto, afortunadamente, ha cambiado y ciertas
corrientes teológicas que antes la criticaban, cuestionaban y hasta rechazaban, hoy la aceptan fácilmente. Tal
es el caso, por ejemplo, de los hermanos Boff, que en su libro Cómo hacer teología de la liberación, señalan:
"...también con relación a la doctrina social de la Iglesia, la teología de la liberación tiene una relación abierta
y positiva... se trata de discursos con niveles y competencias distintos... pero en la medida que la doctrina
social de la Iglesia ofrece las grandes orientaciones para la acción social de los cristianos, la teología de la
liberación procura, por una parte integrar esas orientaciones en su síntesis y, por otra, procura explicitarlas de
modo creativo para el contexto concreto del Tercer Mundo..."
Digamos algo sobre la actualidad de la doctrina social cristiana ¿No es iluso pretender que las
enseñanzas de León XIII, que datan de hace casi cien años, sigan conservando su actualidad? Evidentemente
hace falta una hermenéutica, es decir una adecuada interpretación, de entrada podemos señalar que casi
siempre conservan su fuerza de llamado a la conciencia, de interpelación.
Juan Pablo II nos dice: "... Continuidad y renovación son una prueba de la perenne validez de la enseñanza de
la Iglesia... Esta doble connotación es característica de su enseñanza en el ámbito social. Por un lado, es
constante porque se mantiene idéntica en su inspiración de fondo, en sus 'principios de reflexión', en sus
fundamentales 'directrices de acción' y, sobre todo, en su unión vital con el Evangelio del Señor. Por el otro,
es a la vez siempre nueva, dado que está sometida a las necesarias y oportunas adaptaciones sugeridas por
la variación de las condiciones históricas así como por el constante flujo de los acontecimientos en que se
mueve la vida de los hombres y de las sociedades" (SRS 3).
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Ahora bien, Pablo VI es muy preciso en una interpelación que nos hace a todos: "Que cada cual se
examine para ver lo que ha hecho hasta aquí y lo que debe hacer todavía. No basta recordar principios
generales, manifestar propósitos, condenar las injusticias graves, proferir denuncias con cierta audacia
profética; todo ello no tendrá peso real si no va acompañado en cada hombre por una toma de conciencia más
viva de su propia responsabilidad y de una acción efectiva. Resulta demasiado fácil echar sobre los demás la
responsabilidad de las presentes injusticias, si al mismo tiempo no nos damos cuenta de que todos somos
también responsables, y que por tanto, la conversión personal es la primera exigencia". (OA 48).
La doctrina social de la Iglesia es, en cierto modo, universal. Se dirige en primer lugar a los fieles
católicos, en segundo, a todos los hombres de buena voluntad. Su base de razón le permite que todo tipo de
públicos acepten sus planteamientos, y pueda en un momento dado asumirlos.
El mensaje que proclama esta enseñanza "cuya luz es la verdad, cuyo fin es la justicia y cuyo impulso
primordial es el amor" (M et M 226), no se cierra sólo al ámbito de los católicos, sino que se proclama a
todos los hombres de buena voluntad, a la sociedad entera. Pues, ciertamente Cristo murió por todos y cada
uno de los hombres y vino al mundo para que todos tuviésemos vida en abundancia. Jesús mismo anuncia la
salvación a todos los hombres; si el mensaje de Jesús es universal, es evidente que la doctrina social también
lo es. Pero la razón fundamental es su base en la razón humana. Cualquier persona, incluso no creyente, con
la sola luz de la razón puede llegar a encontrar por sí misma muchos de los principios que propone la
doctrina social.
Esta posibilidad "ecuménica" de la doctrina social se percibe, por ejemplo, en la encíclica Sollicitudo
Rei Socialis de Juan Pablo II, en donde hace un [Jamado a las grandes religiones del mundo para que
participen en la construcción de un mundo más justo.
ILUMINAR Y SOLIDARIZARSE
En la búsqueda de la liberación de todas las situaciones, estructuras y sistemas que cohíben al hombre
el ejercicio de su verdadera libertad -elegir lo que es conforme con su naturaleza íntegramente considerada-
la Iglesia define su participación:
1) "la gestión política y económica de la sociedad no entra directamente en su misión";
2) pero tiene, por mandato de Cristo, "la palabra de verdad capaz de iluminar las conciencias" y
3) sabe que debe "hacerse realmente solidaria con todo hombre que sufre".
La palabra iluminadora está en enfatizar "el amor a la justicia, la misericordia que llega hasta el
perdón y la reconciliación, las bienaventuranzas que permiten situar el orden temporal en función de un
orden trascendente que, sin quitarte su propia consistencia, le confiere su verdadera medida". Además, "su
doctrina abarca todo el orden moral y, particularmente, la justicia, que debe regular las relaciones humanas".
Por otra parte, ilumina también cuando "denuncia las desviaciones, las servidumbres y las opresiones de las
que los hombres son víctimas" y "se opone a los intentos de instaurar una forma de vida social de la que Dios
esté ausente, bien sea por oposición consciente, o bien debido a negligencia culpable". También cuando
"emite su juicio acerca de los movimientos políticos que tratan de luchar contra la miseria y la opresión
según teorías y métodos de acción contrarios al Evangelio y opuestos al hombre mismo".
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La solidaridad con los que sufren se da en un primer nivel "mediante innumerables obras de
beneficencia que siempre y en todo lugar continúan siendo indispensables". En un segundo nivel "mediante
su doctrina social, cuya aplicación urge, la Iglesia ha tratado de promover cambios estructurales en la
sociedad con el fin de lograr condiciones de vida dignas de la persona humana". En un tercer nivel se
solidariza con los pobres mediante "las comunidades eclesiales de base y otros grupos cristianos formados
para ser testigos de este amor evangélico" que "si viven verdaderamente en unión con la Iglesia local y con la
Iglesia universal, son una auténtica expresión de comunión y un medio para construir una comunión más
profunda". Estas comunidades —advierte la Instrucción— "serán fieles a su misión en la medida en que
procuren educar a sus miembros en la integridad de la fe cristiana, mediante la escucha de la Palabra de Dios,
la fidelidad a las enseñanzas del Magisterio, al orden jurídico y a la vida sacramental".
CRITERIOS DE JUICIO
A la luz de estos tres principios básicos se ha de juzgar qué situaciones, estructuras y sistemas atentan
contra la libertad verdadera de las personas humanas. Y así:
1) "Denunciar las condiciones de vida que atentan a la dignidad y a la libertad del hombre".
2) En cuanto a las estructuras ("conjunto de instituciones y de realizaciones prácticas que los hombres
encuentran ya existentes o que crean, en el plano nacional e internacional, y que orientan u organizan la vida
económica, social y política"), "no se pueden condenar las estructuras en cuanto tales" pues "cuando son
conforme a la ley natural y están ordenadas al bien común, resultan garantes de la libertad de las personas y
de su promoción". Sólo cuando alguna sea deficiente "se puede hablar entonces de estructura marcada por el
pecado". En casos de estas estructuras no hay que olvidar que "dependen siempre de la responsabilidad del
hombre que puede modificarlas".
3) Respecto a los sistemas, "la doctrina social de la Iglesia no propone ningún sistema en particular, pero, a
la luz de sus principios fundamentales, hace posible, ante todo, ver en qué medida los sistemas existentes
resultan conformes o no a las exigencias de la dignidad humana".
4) Pero siempre, aun cuando la raíz de la solución hay que ponerla en la conversión del hombre, pero esta
verdad "en modo alguno elimina la necesidad de un cambio de las estructuras injustas", sin perder de vista
que "las estructuras instauradas para el bien de las personas son por sí mismas incapaces de lograrlo y de
garantizarlo".
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DIRECTRICES DE ACCIÓN
Dignidad de la persona humana, solidaridad y subsidiaridad son también las bases para una lucha en pro
de unas condiciones, estructuras y sistemas de justicia y de amor cristiano. En consecuencia:
1) No se aprueba la "lucha de clases" en sentido marxista de "una pretendida ley de la historia" por la
que indefectiblemente los explotados se han de convertir en explotadores —dictadura del proletariado
—, sino de "una lucha noble y razonada en favor de la justicia y de la solidaridad social". No es pues
el odio de unos contra otros, sino la solidaridad y el amor de unos y otros en función del bien común.
2) Por eso, "la lucha contra las injusticias solamente tiene sentido si está encaminada a la instauración de
un nuevo orden social y político conforme a las exigencias de la justicia".
3) En esta lucha "el cristiano preferirá siempre la vía del diálogo y del acuerdo".
4) Si hubiera de recurrirse a las presiones en favor del bien común, son "inadmisibles las odiosas
campañas de calumnias capaces de destruir a la persona psíquica y moralmente".
5) Y si no quedara otro medio que la lucha armada, en el documento están estas advertencias:
a) sólo cuando se trata de "poner fin a una tiranía evidente y prolongada que atentara gravemente a los
derechos fundamentales de la persona y perjudicara peligrosamente al bien común de un país"', b)
"después de un análisis muy riguroso de la situación", que incluye, obviamente, la probabilidad de
lograr ese fin bueno y se compensen todos los males que trae consigo la lucha armada (no vaya a ser
que éstos sean peores que los males actuales). Esos males difícilmente podrán compensarse "a causa
del desarrollo continuo de las técnicas empleadas y de la creciente gravedad de los peligros
implicados en el recurso de la violencia"; c) únicamente si han fallado todos los medios pacíficos: "en
el caso extremo de recurrir a la lucha armada... como el último recurso"; y d) entonces sólo con
medios moralmente buenos, no con "medios criminales como las represalias efectuadas sobre
poblaciones, la tortura, los métodos del terrorismo y de la provocación calculada, que ocasionan la
muerte de personas durante manifestaciones populares".
TAREAS A REALIZAR
1) "No toca -aclara la Instrucción- a los Pastores de la Iglesia intervenir directamente en la construcción
política y en la organización de la vida social. Esta tarea forma parte de la vocación de los laicos que
actúan por propia iniciativa con sus conciudadanos".
2) Estos podrán tener "una pluralidad de vías concretas" pero su acción será orientada al bien común y será
conforme al mensaje evangélico y las enseñanzas de la Iglesia. Así "se evitará que la diferencia de
opciones dañe el sentido de colaboración".
5) En el ámbito de h cultura: a) acceso a la cultura "con justicia" cuya "primera condición es la eliminación
del analfabetismo"; b) "la tarea educativa pertenece fundamental y prioritariamente a la familia"; c) el
Estado que "reivindica el monopolio escolar, va más allá de sus derechos y conculca la justicia".
6) En los sistemas: a) respeto "a las libertades"; b) favorecer "la participación de todos"; c) "de esta
participación en la vida social y política nadie puede ser excluido por motivos de sexo, raza, color,
condición social, lengua o religión"; y d) "ni el pretendido principio de la seguridad nacional ni una
visión económica restrictiva ni una concepción totalitaria de la vida social, deberán prevalecer sobre el
valor de la libertad y de sus derechos".
LA PERSONA HUMANA
Juan XXIII lo expresa de la siguiente forma: "En toda convivencia humana bien ordenada y provechosa hay
que establecer como fundamento el principio de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza dotada de
inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes, que
dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello,
universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto”
"Si, por otra parte, consideramos la dignidad de la persona humana a la luz de las verdades reveladas por
Dios, hemos de valorar necesariamente en mayor grado aún esta dignidad, ya que los hombres han sido
redimidos con la Sangre de Jesucristo, hechos hijos y amigos de Dios por la gracia sobrenatural y herederos
de la gloria eterna" (P in T 9y 10).
Los Obispos latinoamericanos reunidos en Puebla, en 1979, señalan que el objeto primario de la
doctrina social cristiana es la dignidad del hombre, imagen de Dios y la tutela de sus derechos inalienables
(D.P. 475).
Esta especial consideración de la dignidad humana ha llevado al catolicismo mundial a una defensa tenaz
del hombre frente a los múltiples y graves peligros que han amenazado y siguen amenazando el núcleo más
íntimo de su personalidad. En lo que va del siglo XX, que ya va tocando a su fin, esos peligros se han
materializado en las acciones verdaderamente atentatorias contra la honra, la vida y la libertad de los seres
humanos, realizadas por los regímenes totalitarios, tanto de izquierda como de derecha. El comunismo
soviético, el fascismo italiano y el nazismo alemán, al considerar los valores de la clase proletaria, del Estado
absoluto o del pueblo, como superiores a los del hombre como persona individual, se constituyeron, desde el
principio, en verdugos implacables de los derechos más elementales del ser humano y de sus libertades
básicas.
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Pero no han sido más los Estados totalitarios —y sus aprendices de brujo, las dictaduras militares y de
partido disfrazadas de democracia— los que con sus cárceles, campos de concentración y otros medios
coercitivos han oprimido al hombre de este siglo. Ha sido, en realidad, toda la civilización contemporánea,
con su publicidad y su propaganda exageradas, con su desenfrenado consumismo y su constante invitación al
goce inmediato, lo que ha herido en lo más íntimo a los hombres y les ha quitado su individualidad y su
capacidad de reaccionar en forma autónoma y responsable. Psicólogos y filósofos como Erich Fromm,
Viktor Frankl, Herbert Marcuse y Martin Buber, entre otros, han hablado muy seriamente de ese grave
proceso de "despersonalización" que se realiza cotidianamente en la sociedad contemporánea, y todos
somos testigos de cómo por medio de la televisión, la radiodifusión y la prensa se va formando un "hombre
masa", con patrones de conducta uniformes y sin ninguna capacidad crítica. Acepta lo que se le dice, sin
discriminación alguna, y sigue el camino que se le señala, sin ponerse a considerar si es o no el correcto o
justo.
El Vaticano II, hermosamente expresa la visión cristiana del hombre: "En la unidad de un cuerpo y un
alma, el hombre, por su misma condición corporal, es una síntesis del universo material, el cual alcanza por
medio del hombre su más alta cima y alza la voz para la libre alabanza del Creador. No debe, por tanto, el
hombre despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio
cuerpo^ como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día. Herido por el pecado, experimenta la
rebelión del cuerpo. La propia dignidad humana pide, pues, que glorifique a Dios en su cuerpo y que no
permita que lo esclavicen las inclinaciones depravadas de su corazón.
Este ser humano —perfectísimo en la naturaleza— ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Por
su razón, conoce su realidad como ente compuesto de cuerpo y espíritu, con un destino marcado por su
misma naturaleza racional y que es alcanzar su plena perfección en la unión con Dios, y por su libertad
tiene la facultad de elegir el camino de su vida y de cumplir ese destino sin que ningún obstáculo pueda ni
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deba impedírselo. El hombre como persona es, pues, racional y libre. Posee una unidad ontológica perfecta
en su ser y una autonomía ontológica perfecta en su obrar.
Pero esto no quiere decir que el ser humano sea ya perfecto desde el principio de su existencia. Su
unidad y su autonomía son apenas una potencia, que tiene que irse desenvolviendo durante toda la vida hasta
convertirse en acto. Dios, que creó al hombre sin su concurso, no lo salvará sin su colaboración. El
desarrollo de la persona, como perfección plena de la naturaleza humana es, en cierto modo, un ideal que hay
que alcanzar mediante luchas y esfuerzos. El hombre tiene que poner todo lo que está de su parte por lograr
ser tan perfecto como su Creador quiso que fuera.
Y aquí aparece ya la indigencia y la contingencia de la persona humana. Indigencia quiere decir pobreza,
carencia, limitación. El hombre es potencialmente rico y perfecto, pero actualmente pobre y necesitado.
Nace pequeño e incapaz de valerse por sí mismo. Crece durante muchos años sin recursos intelectuales y
materiales para llevar una vida autónoma y suficiente. Mientras los animales alcanzan rápidamente su pleno
vigor y su capacidad para sobrevivir aun en ambientes hostiles, el ser humano es durante un largo período
de su vida, débil e impotente. Además, sus fuerzas son muy limitadas. Y por ello necesita la sociedad con
otros seres humanos. Jamás llegará a ser plenamente humano y feliz si no cuenta con la ayuda de sus
semejantes.
Socialmente indigente, el hombre experimenta también durante su vida su radical contingencia. Siente su
soledad, su desamparo interior, su vacío existencial. Sabe que por sí mismo no podrá nunca lograr su
plenitud ontológica y moral. Se da cuenta de que no ha venido a este mundo por sus propias fuerzas ni
logrará llenar sus anhelos y deseos de perfección intelectual, artística, política y moral, si no es por la fuerza
de un Ser superior a él: por la unión con Dios. Por ello el hombre es un ser fundamentalmente teotrópico.
Así como la planta necesita de la luz y del agua para realizar sus funciones vitales, así el ser humano
requiere de la ayuda divina para ser plenamente hombre y plenamente feliz. Se siente atraído por la
omnipotencia divina -y más que todo por el amor divino— como "el ciervo que busca la corriente de las
aguas". Sólo en Dios puede descansar y encontrar su paz y su dicha.
Así la persona humana, creada para la perfección, es grande y pequeña, a la vez, limitada en sus
realizaciones y rica en sus potencialidades, indigente en su aislamiento y opulenta en su capacidad de
comunicación social, contingente y limitada por su condición de creatura y sin embargo abierta, por mil
ventanas, a la perfección absoluta de Dios. ¡Admirable la persona y maravilloso su destino!
El destino del hombre no es vivir aislado y sin comunicación con sus semejantes, sino al con trario
convivir con ellos en múltiples formas: por el amor, por el interés, por la ayuda mutua. Con las cosas,
coexiste', con los demás hombres, convive. En la convivencia, el hombre no sólo suple lo que le falta y alivia
sus numerosas indigencias, sino que además, se enriquece a sí mismo y proporciona a los demás una parte de
su riqueza mental, afectiva y artística. El lenguaje y las diversas formas de expresión corporal sirven
admirablemente a los hombres para comunicarse entre sí y sumar sus esfuerzos para realizar obras que
superan su capacidad individual. Así nace la vida social con todas sus manifestaciones: el arte, la ciencia,
la religión, la moralidad, la política, la economía, el juego, la técnica, el amor.
En final de cuentas, sin embargo, la apertura del hombre acaba por desembocar en el océano infinito de
Dios. En su Señor y Creador encuentra el ser humano la satisfacción de todos los anhelos de verdad, bondad,
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belleza, justicia, santidad. Como dijo san Agustín, en un arranque de profunda sinceridad, al dirigirse a Dios:
"Nos hiciste para ti, Señor, y nuestro corazón permanece inquieto hasta que no descanse en TÍ".
He allí un serio problema que por siglos ha inquietado a los hombres. Y no siempre han encontrado la
solución correcta y acertada. Unas veces se han ido al extremo indivi dualista y han declarado que lo que
debe prevalecer, en todo caso, es el interés individual y los derechos de la perso na. La sociedad, al fin y al
cabo, no es más que una entidad ficticia. Otras veces, en cambio, se han ido al extremo co lectivista y han
proclamado que lo que vale es el todo social y sus intereses. Los individuos deben subordinarse, en todo
momento, a ellos. Y por desgracia las dos posturas extremistas han llevado a los hombres y a la
sociedad a posiciones insostenibles: unas, al egoísmo de los ricos, al desinterés por los problemas
sociales y económicos, y al afán inmoderado de capital y de lucro, sin consideración de las exigencias
de la justicia; otras, a los sistemas totalitarios, a la absorción completa de la iniciativa privada y a la
pérdida de la libertad, no sólo económica, sino política y aun religiosa e ideológica.
Estas dos posiciones extremas están desgarrando al mundo actual, y especialmente a los países que
están en vías de desarrollo y buscan con ansia su progreso económico y la justicia social para los millones de
pobres y desheredados que forman su población.
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Introducción
Hace ya años F. Nietzsche proclamó el nihilismo. Lo había precedido A. Schopenhauer quien
expresó: "Ante nosotros no queda sino la nada'". He aquí el nihilismo. Su predicador, Nietzsche, estaba
convencido de que vivimos en un tiempo de incertidumbre, de decadencia, de vaciedad, de ruina. Para
Nietzsche, el nihilismo es la certeza de que la realidad es vacía, sin sentido, incoherente, sin valor. El
universo entero en un sin sentido, un absurdo. Por consiguiente, los valores morales y religiosos ya no
tienen importancia, a nadie interesan. Porque —dice Nietzsche— los valores que proclama la moral
cristiana son precisamente ¡nada! Dios, el bien, las virtudes, otra vida, etc. Todo esto es ¡nada! La moral
cristiana es, pues, nihilista y debe rechazarse porque "es un crimen contra la vida".
Más aún —prosigue Nietzsche—, las ciencias mismas deben cultivarse sin tomar en cuenta el sentido
de la naturaleza y el sentido de la historia, sencillamente porque no lo tienen. El nihilismo estaba encubierto,
pero debe manifestarse claramente. Hay que vivirlo porque todo es absurdo. Hay que rechazar radicalmente
todo valor, empezando por el Dios de la verdad, y hay que creer fanáticamente que todo es falso. Cada quien
hace su propia verdad, sus propios valores.
Nietzsche pensó que en su tiempo el nihilismo era imperfecto y pasivo. Por eso proclama el
nihilismo activo, el nihilismo de la destrucción violenta. No pensamiento, sino acción. Hay que destruir.
Esto parece ilógico, pero —dice— el nihilista no tiene por qué ser lógico. Para él no hay normas, ni del
pensamiento ni de la acción. En este proceso de exterminio no se debe tener compasión ni siquiera del
hombre, de la persona. No se debe dudar en "inmolar sin piedad victimas humanas, en correr cualquier
peligro, en tomar sobre sí todo lo malo y lo peor: esa la gran pasión".
Este es el futuro del hombre, que deseó y proclamó Nietzsche. Y lo estamos viviendo. El
recomendó una crítica violenta a los valores tradicionales y a todo lo establecido. Contra los denigradores de
la vida y del cuerpo, contra los que predican la virtud, contra los poetas y los santos, contra los compasivos,
contra la vieja costumbre del bien y del mal: un elogio de la vida, del cuerpo, de la salud, de los placeres de
la carne; un elogio de la lucha, de la dureza, del odio y de la guerra; un elogio de las naturalezas fuertes; un
elogio de la inversión de todos los valores y de la voluntad de poder.
Cualquiera advierte que lo que deseó Nietzsche es ahora una dura y terrible realidad. Porque la
persona ha perdido su dignidad y su grandeza. Lo moral y lo cultural tienen su raíz en lo ontológico.
Actualmente ya no importa el ser, sino tan sólo el tener, el poder y el gozar. Estamos en la época de la
"postmodernidad", como se dice. La modernidad es la época de la superación, de la novedad, que debe ser
inmediatamente sustituida por otra novedad en un movimiento constante. Se trata, no de superar, sino de
crear un camino diferente; o si se quiere, se trata de una superación crítica en la que Dios ha muerto y los
valores supremos (espirituales y religiosos) carecen de valor. He aquí el nihilismo. Pero Nietzsche quiere
que este nihilismo sea completo, acabado. En este caso, nihilismo significa, según Nietzsche, la situación
en la que el hombre abandona el centro para dirigirse a lo desconocido, hacia la X. Para Nietzsche,
pues, el nihilismo se resume en la muerte de Dios y en la desvalorización de los valores supremos. Y sin
embargo, el hombre no es feliz. El humanismo está en crisis. Y lo está "porque Dios está muerto, es decir,
que la verdadera sustancia de la crisis del humanismo es la muerte de Dios, no por casualidad anunciada por
Nietzsche, quien es también el primer pensador radical no humanista de nuestra época".
Estamos en plena postmodernidad porque ya estamos viviendo la "muerte" de Dios y la falta de
interés por los valores supremos. En términos filosóficos, se dice que la postmodernidad es la muerte de la
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metafísica (principios). En términos religiosos, la postmodernidad es el comportamiento postcristiano. Sin
Dios y sin metafísica, ¿qué es de la persona?, ¿dónde queda la persona? Ante todo recordemos qué es ser
persona.
En la filosofía occidental hay tres grandes épocas: a) período cosmológico; b) período teológico; c) período
antropológico.
a) Los filósofos griegos se preocuparon por entender la naturaleza —physis—, la realidad. El hombre es
simplemente una parte de la naturaleza; es una cosa entre las cosas, diferente de las cosas por razón del
logos, pero al fin y al cabo cosa también. Tenemos así una filosofía de la naturaleza —cosmocentrismo—
donde el hombre, "animal racional" estaba sometido a las leyes de la materia inmanentes en la naturaleza, de
la que todo procede y a la que todo tiene que volver. Al hombre le basta conocer la naturaleza pues así se
conoce como parte de ella.
b) En el saber teológico el hombre es creado por Dios, como una imagen suya que lleva en sí los rasgos de
la esencia divina. El hombre depende de Dios y por su existencia misma de imagen se refiere a Dios, fuente
de su sentido y de su dignidad. Esta relación a Dios es el fundamento de su ser humano. Por lo que la esencia
del hombre no se debe definir desde abajo —en relación a la naturaleza—, sino desde arriba —en relación a
Dios—. Por ser imagen de Dios el hombre supera con mucho a todo el mundo infra humano. Esta relación a
Dios es un dinamismo que lo impulsa al Absoluto. Si procede de Dios, debe volver a El. Viene de Dios y va a
él. Tenemos así un teocentrismo, en oposición al saber cosmológico. El hombre cristiano y medieval vivía en
un ámbito religioso.
c) Período antropológico: saber acerca del hombre. En el Renacimiento se hace añicos la cosmovisión sacral
de la Edad Media. En la antigüedad el saber estaba centrado en la naturaleza; en la Edad Media, estaba
centrado en Dios, en la época moderna, se centró en el hombre. El hombre empieza la aventura de
preguntarse directamente por sí mismo ¿qué es ser hombre? El teocentrismo es sustituido por el humanismo.
La dirección antropológica que Descartes imprime en la filosofía es todavía tímida, dubitativa, pero ya en
Kant la filosofía es antropología trascendental, y el saber humano es fundamentalmente saber del hombre.
Pero desgraciadamente el hombre creyó que para saber de sí mismo tenía que alejarse de Dios (ateísmo) . El
mismo Nicolás de Cusa considera al hombre solamente en lo que tiene de humano. De ahí su famosa frase "el
hombre no quiere ser sino hombre".
Los filósofos griegos no llegaron a conocer claramente lo que es ser persona. Incluso ni siquiera tenían
una palabra para designar lo que nosotros llamamos persona. Esto se debe a su dualismo radical: por una
parte, el alma, algo absoluto, universal, divino, que se une a la materia; por otra parte, el cuerpo, materia que
tiene que individualizar lo universal del alma. Sin embargo, los griegos sospecharon —a veces lejanamente
— el ser persona. Así tenemos, por ejemplo, a Alemeón de Crotona (h. 500) que señala categóricamente la
diferencia esencial entre hombre y animales: "Sólo el hombre entiende, mientras que los demás animales
perciben por los sentidos, pero no entienden".
En Platón el hombre es un alma encerrada en un cuerpo: su verdadera dimensión es lo espiritual.
Esta doctrina gravitó fuertemente en la comprensión del hombre como persona, pero su insistencia en lo
espiritual lo hace ir a lo universal con detrimento de lo material, de lo singular. También en Aristóteles, cuya
filosofía es de lo universal, el hombre concreto es simplemente un caso, un inferior de un género: hombre.
Tanto es así que el filósofo identifica un hombre, el hombre y este hombre existente.
Pero fue el cristianismo el que dio la respuesta a la pregunta: ¿qué es ser persona? Lo reconocen
incluso los marxistas. Vaya un solo ejemplo: "Los marxistas saben —dice R. Garaudy— que el
cristianismo creó una nueva dimensión del hombre: la de la persona humana. Tal noción era tan extraña
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al racionalismo clásico que los padres griegos no eran capaces de encontrar en la filosofía griega las
categorías y las palabras para expresar esta nueva realidad. El pensamiento helénico no estaba en grado de
concebir que el infinito y el universal pudieran expresarse en una persona.
Los primeros intentos para definir el concepto de persona aparecieron no por exigencias filosóficas
para que el hombre se entendiera a sí mismo, sino para explicar los misterios del cristianismo. La palabra
persona se empleó para designar la "triple manera subsistente de ser en Dios", es decir, el hecho de que
Dios es uno en esencia y trino en personas, como se dice. Y en la cristología se habló de dos naturalezas en
Cristo, pero de una sola persona.
¿Qué es, pues, la persona? ¿Cómo definirla? Sencillamente hay que decir que la persona es
indefinible. Intentar una definición implica proponer 'fines a' y, la persona, desde una cosmovisión cristiana,
es "infinita". Ella es la expresión más clara y profunda del ser. Es la realidad ontológica por excelencia. La
persona es el ente en el que el ser deviene logos —intelección y palabra—. Así, la persona es la síntesis de lo
universal y de lo singular y en su singularidad irrepetible tiene valor de totalidad —es totalidad—. La
persona es la unión vital de espíritu y naturaleza; la síntesis de libertad y necesidad; de tiempo y de eternidad;
de yo y no-yo; de valor y antivalor. La persona es la paradoja viviente, un enig ma indescifrable. En la
persona convergen y se transforman los trascendentales del ser —unidad, verdad y bondad— porque
de hecho la persona es "lo más perfecto que hay en la naturaleza" .
De todo lo dicho se puede concluir que la persona es algo muy especial, un misterio (que diría Marcel). Por
ello puedo decir que la persona es un especial modo de ser en relación. O como dice A. Brunner: la persona
es "una relación sustancial o también, una sustancia relacionada". Esto es claro si partimos de la filosofía
existencialista y del personalismo. Tanto es así que varios teólogos contemporáneos se han orientado en esta
dirección. Nos hallamos ante una luz que aclara profundamente lo que es Dios y lo que es el hombre, que
aclara definitivamente lo que ha de ser la persona; no una sustancia que se cierra a sí misma, sino el
fenómeno de la relación total... De una manera más completa la persona con estas palabras: es el viviente que
tiene la capacidad de autoconocimiento, auto-posesión, comunicación y autotrascendencia.
1. El autoconocimiento o reflexión es volver el sujeto en sí mismo en cada acto cognoscitivo para darse
cuenta, en su núcleo más íntimo, como abierto a la realidad. Entiéndase que el hombre tiene conciencia de sí
al tener conciencia de otra cosa: para conocerse a sí mismo necesita conocer algo diverso de sí. La persona
sólo se conoce precisamente como enfrentada a lo otro, porque la esencia del conocimiento humano está
circunscrita por la unidad de estos dos momentos: la persona se encuentra consigo misma, se conoce como
ella misma, porque en el juicio acerca de algo, ella se destaca precisamente frente a este algo. El hombre
necesita la reflexión, el autoconocimiento, porque en la medida que se conozca a sí mismo podrá conocer a
los demás. ¡Cómo le urge al hombre de nuestros días, desgarrado, escindido, disipado, expatriado de sí
mismo, la reflexión, el recogimiento para que vuelva a encontrar su dignidad perdida, pisoteada! El hombre
actual se ha olvidado del sabio consejo agustiniano: "no vayas fuera, vuelve a tí porque en el interior del
hombre está la verdad"
5. El hombre, un itinerante. Hemos dicho con Tomás de Aquino que la persona es lo más perfecto que hay
en la naturaleza. Y es verdad. Pero también lo es que el hombre, como persona, no tiene la plenitud anhelada.
El hombre es —dijimos— una paradoja viviente. Y es verdad. El hombre se define por la paradoja. Lo
puntualiza dramáticamente Pascal: "Al fin, ¿qué es el hombre en la naturaleza? Una nada frente al infinito,
un todo frente a la nada, un medio entre nada y todo, infinitamente alejado de la comprensión de los
extremos. El fin de las cosas y sus principios están para él invenciblemente escondidos en un secreto
impenetrable. Igualmente incapaz de ver la nada de donde ha sido sacado y el infinito donde es absorbido".
He aquí la condición ambigua del hombre. Tiende a la verdad -está hecho para ella- y ama la mentira; vive en
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este mundo y anhela la dicha de un ultra-mundo; se sabe limitado y sueña en la plenitud; con el nacimiento
fue arrojado al mundo, con la muerte tendrá que dejarlo; oscila constantemente entre la libertad y el
determinismo; tiene hambre de eternidad y se aferra al tiempo; está en tensión entre el todo y la nada. De ahí
la conocida frase de Pascal: "El hombre supera infinitamente al hombre". Es decir, el hombre es un
itinerante, siempre va de camino: aunque no quiera, del tiempo a la eternidad. Esta es la condición del
hombre: ni todo ni nada, ni bestia ni ángel, sino hombre, simplemente hombre en grandeza y en miseria,
vagando en un vasto medio, incierto y flotante, condenado a desaparecer porque siempre va de camino. De
aquí que Pascal exclamó: "¿Qué quimera es, pues, el hombre? ¿Qué novedad, qué monstruo, qué caos, qué
sujeto de contradicciones, qué prodigio? Juez de todas las cosas, imbécil gusano de la tierra, depositario de lo
verdadero, sumidero de incertidumbre y de error; gloria y desecho del universo?" . Esto no es pesimismo,
sino realidad.
6. Dignidad de la persona. Persona es nombre de dignidad. Sólo el hombre es persona porque sólo él es in-
teligente y libre. Hecho a imagen y semejanza de Dios refleja los atributos más claramente divinos:
intelección y amor. Por eso el hombre se realiza como persona mediante la actividad intelectual y el amor. Si los
paganos tenían como sagrado al hombre, desde el punto de vista puramente natural, con mayor razón si
tenemos en cuenta que el hombre es imagen de Dios. Dotado de inteligencia y libertad, responsable y capaz de
gobernarse y orientarse a la religión y a la moral, manifiesta una clara teleología: está llamado a cultivar y
perfeccionar sus facultades, especialmente las superiores, pero también está llamado a un fin sobrenatural: la
visión de Dios. La dignidad más excelsa del hombre está en ser redimido por Cristo, elevado a la categoría
de hijo adoptivo de Dios, constituido miembro del cuerpo místico de Cristo y promovido a su fin último
sobrenatural.
El hombre en sociedad
El hombre vive en sociedad. El hombre necesita de la sociedad. El hombre muere en socieda. Este es
un hecho que conocemos y comprobamos todos los días. No necesita demostración. Es evidente.
Hay que tener en cuenta, ante todo, que la sociedad humana no es una mera agregación o suma de
individuos sin razón de ser. La sociabilidad humana es algo más que el puro gregarismo. Hay animales que
viven comunitariamente, como las abejas, las hormigas, los castores. Otros se juntan frecuentemente en
manadas, como los búfalos y los elefantes. O los patos silvestres o las langostas. Pero lo que diferencia
esencialmente la sociabilidad humana de la gregariedad de los animales es que los humanos son seres
racionales y libres, que actúan conscientemente, por motivaciones conocidas y deseadas, en tanto que los
animales actúan por puro instinto, ciego e ineluctable. Los hombres saben que viven en sociedad; quieren
vivir en sociedad; defienden su vida en sociedad.
En el fondo de la sociabilidad humana hay una aparente paradoja. La sociabilidad en el hombre
implica una carencia y una plenitud. Hay carencia porque el ser humano, aislado y solitario, no podría
sobrevivir desde su infancia. Ya Santo Tomás de Aquino hacía notar, con mucho acierto, que mientras los
animales, en general, nacen dotados con elementos que les permiten adaptarse pronto al ambiente, los
hombres son seres desvalidos e impotentes desde su nacimiento. Sin ayuda de otros, morirían rápidamente.
Además, el desarrollo de todas sus facultades sólo llega a su culminación con la ayuda de otros hombres, que
le proporcionan alimentos, medicinas, educación, formación religiosa y moral, recreación, cultivo artístico,
fuentes de trabajo y de sustento, y tantas otras cosas que le hacen falta para su perfeccionamiento físico y
espiritual. La facultad misma del lenguaje no podría manifestarse si no hubiera otros hombres con los cuales
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comunicarse. El hombre llegaría a degradarse y a convertirse en un salvaje. Aristóteles lo había dicho, con su
habitual precisión: el hombre es un animal político; fuera de la comunidad, o es una bestia o es un dios.
Bien es verdad que hay casos de Robinsones en islas desiertas y de ermitaños o solitarios que viven
en la contemplación de las cosas divinas. Pero precisamente son excepciones a la regla, y hay que recordar
que si pueden vivir en soledad es porque la sociedad los dotó previamente de lo que necesitaban saber para
sobrevivir.
Por otra parte, la sociabilidad humana implica riqueza y plenitud espiritual. Es un reflejo de la vida
divina, en la cual las tres divinas personas viven en el inefable misterio de la Santísima Trinidad, que
implica sociedad y comunicación. La mente del hombre no podría manifestar todas sus potencialidades y
alcanzar la verdad, si no es en el diálogo y el contraste con las opiniones de otros hombres. Es en el
intercambio de ideas, de planes, de proyectos donde se enriquece la inteligencia y se pone en la disposición
de responder a los retosté la realidad problemática y conflictiva. Y sobre todo, los sentimientos de amistad y
amor entre los seres humanos no podrían expresarse sino en la convivencia social. Y así los demás afectos y
sentimientos. El amor es donación y comunicación entre personas inteligentes y libres. Sin sociedad, el
hombre se quedaría en un frío egoísmo.
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4) El desarrollo. La sociedad debe dar a todos los individuos los medios para lograr su óptimo
desenvolvimiento en todos los órdenes. Del bienestar individual multiplicado dependerá, en última
instancia, el bienestar colectivo.
PERSONA Y ESTADO
La existencia política del hombre y sus problemas
Si echamos un vistazo a la vida que llevan los hombres, en la actualidad, en los cinco continentes de
la tierra, veremos que todos y cada uno de ellos llevan una existencia política, esto es, pertenecen a un
Estado, a una agrupación política. Esa existencia, naturalmente varía en conocimiento e intensidad. Hay
hombres cultos y de elevado nivel económico que se interesan por la política y participan activamente en
ella, y otros que apenas si saben que existe la política o bien, sabiéndolo, no se interesan por ella.
Pablo VI, en la carta Octogésima Adveniens señala: "El hombre, ser social, construye su destino a
través de una serie de agrupaciones particulares que requieren, para su perfeccionamiento y como condición
necesaria para su desarrollo, una sociedad más vasta, de carácter universal, la sociedad política" (24).
El Vaticano II es más explícito en su planteamiento sobre el Estado: "Los hombres, las familias y los
diversos grupos que constituyen la sociedad civil, son conscientes de su insuficiencia para lograr una vida
plenamente humana y perciben la necesidad de una comunidad más amplia, en la cual todos conjuguen a
diario sus fuerzas en orden a una mejor procuración del bien común. Por ello forman una sociedad política
según tipos institucionales varios. La comunidad política nace, pues, para buscar el bien común, en el que
encuentra su justificación plena y su sentido, y del que deriva su legitimidad primigenia y propia" (G. et S.
74).
¿Qué es el Estado?
Después de siglos de evolución en los diferentes pueblos, la vida política ha venido a concretarse en
la institución que llamamos el Estado. La denominación viene de la época del Renacimiento italiano, en el
siglo XVI y ha sido aceptada por todos los pueblos civilizados.
El Estado moderno es una organización muy amplia y compleja. A la mera sociedad civil le añade el
elemento de la autoridad o poder público y el del orden jurídico positivo, creado y sostenido por él. La
sociedad estaría invertebrada y débil, sujeta a cualquier viento de pasión personalista o capricho de algún
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jefe popular, si el Estado no viniera a darle cohesión y orden. El Estado es, pues, algo necesario y que, en
principio, está enteramente justificado.
La agrupación estatal de nuestros días se compone de cuatro elementos. Dos de ellos son previos o
anteriores al Estado, como lo afirma el tratadista belga Jean Dabin, y otros dos son propiamente integrantes o
constitutivos de la institución estatal. Los previos son el elemento humano, llamado la población, y el
elemento físico, denominado el territorio. Los elementos que integran propiamente al Estado son el fin que
persigue, que es el bien público temporal, y la autoridad o poder público, que encauza y da forma a la
sociedad estatal. Estos dos últimos se llaman el elemento teleológico y el elemento formal.
Y al decir esto vemos que estos elementos del Estado están relacionados con las causas que señalaban
Aristóteles y los escolásticos para la comunidad política: causa material, los hombres que viven en sociedad;
causa formal, la autoridad o poder público; causa eficiente, el impulso natural de sociabilidad de los seres
humanos; y causa final, el objetivo en vista del cual se constituía la agrupación política. Como lo decía
claramente Aristóteles: "Toda ciudad se ofrece a nuestros ojos como una comunidad; y toda comunidad se
constituye a su vez en vista de algún bien, ya que todos hacen cuanto hacen en vista de lo que estiman ser un
bien". Se trata, entonces, del "bien común".
De todo esto sacamos como conclusión que el Estado es algo más amplio que el mero gobierno. El
gobierno es una parte del Estado, pero no es todo. Aunque muchas veces los gobernantes pretendan
identificarse con el Estado, esto no se justifica, porque también son parte integrante del Estado los
ciudadanos. El Estado no es un monopolio del gobierno. Es un binomio gobierno-pueblo.
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LA SOLIDARIDAD
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constituida se sigue necesariamente, como propiedad esencial, la necesidad de relación con otros seres humanos para
constituir la sociedad y realizar en ella el bien común. La realidad ontológica de la sociedad consiste en que ésta es una
relación real entre las personas individuales asociadas para la realización convergente del fin o bien común. Co mo ser
sustancial, tienen la persona indudable prioridad ontológica respecto de la sociedad; esta resulta de la rela ción entre las
personas. En sus líneas básicas, ésta es la ontología de la sociedad solidaria y democrática, respetuosa de las
personas y vivificada por ellas. Si en la sociedad no se diera relación real de interdependencia y convergencia di-
námica entre las personas individuales, con miras al bien común, tendría razón de ser el individualismo asocial. Si la
sociedad subsistiera en sí misma y para sí misma, y no en, por y para las personas asociadas, se justificaría el colecti -
vismo despersonalizador.
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antisolidaria entre México y los mexicanos pondrá de manifiesto que el bien de los mexicanos no es posible sin el bien
de México ni éste puede prosperar sobre la ruina de la mayoría de los compatriotas.
"El ejercicio de la solidaridad dentro de cada sociedad es válido sólo cuando sus miembros se reconocen unos a otros
como personas. Los que cuentan más, al disponer de una porción mayor de bienes y servicios comunes, han de sentirse
responsables de los más débiles, dispuestos a compartir con ellos lo que poseen. Estos, por su parte, en la misma línea
de solidaridad, no deben adoptar una actitud meramente pasiva o destructiva del tejido social y, aunque reivindicando
sus legítimos derechos, han de realizar lo que les corresponde, para el bien de todos" (S.R.S. 39).
LA SUBSIDIARIDAD
1. La subsidiaridad, desde el punto de vista etimológico, viene de la palabra latina subsidium, que significa ayuda. En
la realidad, se trata de la complementariedad escalonada, que regula constructivamente las relaciones entre desiguales:
entre persona y persona, persona y sociedad y viceversa, entre sociedad y sociedad. La subsidiaridad presupone, por
tanto, la existencia de personas físicas o morales que se relacionan y son desiguales entre sí. Estas características se
manifiestan al hablar de complementariedad escalonada porque en esta expresión aparece la diferente altura de los
escalones y la necesidad de mutua complementación entre ellos. Para que la relación entre desiguales sea constructiva
debe basarse e inspirarse en la solidaridad que, sobre el fundamento de la benevolencia, el respeto y la cooperación,
establece valores y fines comunes, que vinculan a los desiguales. Por esto, la subsidiaridad se puede definir como la
solidaridad entre desiguales.
2. La subsidiaridad se aplica, por tanto, a todas las formas de relación solidaria: entre personas, entre persona y
sociedad y viceversa y entre sociedades. Hay que mencionar estos tres tipos de relación para captar en forma plena y
correcta el principio de subsidiaridad. En efecto, las formas más complejas de relación humana no pueden existir ni
desarrollarse sin las más sencillas y fundamentales, en las que se apoyan. No son posibles las auténticas relaciones en-
tre sociedades si no se basan en las relaciones de las personas con la sociedad y de ésta con aquéllas y en las relacio-
nes de las personas entre sí. Imagínese, por ejemplo, la dificultad insuperable de lograr relaciones justas entre las so-
ciedades incluidas en una federación, cuando, por hipótesis, no existen relaciones justas entre cada una de las socie-
dades y sus miembros ni entre los miembros individuales de las sociedades federadas. En la teoría y en la práctica hay
que acentuar la necesidad e interdependencia de los tres tipos de relación mencionados, que se influyen recí -
procamente para bien o para mal, para el progreso o la decadencia, para la unión constructiva o la división mortal.
3. Como solidaridad entre desiguales, la subsidiaridad reconoce el hecho de la desigualdad en los tres tipos de
relación antes mencionados. La desigualdad puede ser justa o injusta y proceder del interior o del exterior del ser desi -
gual. Por ejemplo, las personas individuales nacen con dotación distinta de cualidades y defectos; difieren en el es-
fuerzo realizado frente al propio ser y viven en ambientes diversos, que aumentan o disminuyen la desigualdad. La
subsidiaridad se refiere, ante todo, a las desigualdades jus tas y razonables, pero no se limita a ellas; toma también en
cuenta las desigualdades nacidas del desamor y la injusticia. Por otra parte, todo ser individual es necesariamente
distinto de cualquier otro individuo en el mismo género y espe cie. Esto significa que la existencia en cuanto tal implica
•desigualdad o negación de identidad. Por tanto, la exigencia de solidaridad entre personas físicas y morales necesa-
riamente desiguales es llamamiento universal, sin excepción alguna posible, al amor y a la justicia en todo tipo de
relación humana. La subsidiaridad se manifiesta así como la manera humana y cristiana de contrarrestar, dentro de
ciertos límites, la inevitable limitación de la individualización de los seres humanos.
4. La subsidiaridad debe darse en la relación entre personas humanas desiguales, vinculadas por la solidaridad. Sin
ésta, la desigualdad se hace ventaja ilícita del que sabe, puede o tiene más respecto del que sabe, puede o tiene me nos.
En una correcta concepción ético-religiosa, la desigualdad existe para la complementación mediante la solidaridad
del amor y la justicia. Si se niega la solidaridad, la desigualdad es oportunidad irresistible de dominio injustificado y
perjudicial. Veamos un ejemplo de trascendencia decisiva: la relación entre los padres y los hijos. La subsidiaridad
exige que el padre y la madre respeten al hijo en su identidad, capacidad y desarrollo personal, de tal manera que el
hijo actualice y aumente su propio saber, poder y tener; haga todo lo que pueda por sí mismo y sea ayudado y
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complementado por su padres en lo que rebasa las posibilidades filiales concretas. En una fórmula breve podemos de-
cir que, de acuerdo con la subsidiaridad, debe haber tanta iniciativa, actividad y responsabilidad del hijo cuanta sea
posible y tanta intervención de la autoridad y actividad de los padres cuanta sea necesaria. Si se invierten los términos
de esta proporción, resulta una fórmula de despersonaliza ción del hijo, constante e indebidamente inutilizado en sus
capacidades de sana autoafirmación. Cambiando lo que deba cambiarse, la subsidiaridad exige en todas las relacio-
nes entre personas concretas que el superior, sea cual sea la razón de su superioridad, respete la dignidad y las
capacidades de propia realización del inferior, sin absorberlo ni inutilizarlo.
5. Como solidaridad entre desiguales, la subsidiaridad debe darse también en las relaciones recíprocas entre la persona
y la sociedad. En la vida social, económica, política y cultural se manifiesta siempre la exigencia de subsidiaridad entre
las diversas formas de comunidad o sociedad y las personas concretas. Respecto de su propio bien común, cada una de
las sociedades o comunidades dispone de medios más abundantes y eficaces que los medios puestos a disposición de la
persona y debe afrontar con honradez las exigencias de la relación subsidiaria. La familia, la empresa, la escuela, las
diversas formas de organización política, las instituciones religiosas, deben respetar y complementar a sus miembros en
vez de anularlos y despersonalizarlos. Un ejemplo decisivo de la importancia de la subsidiaridad entre la sociedad y la
persona lo constituye todo el conjunto de actividades y decisiones económicas, de derechos y obli gaciones de la
persona en la economía, tan frecuente y arbitrariamente menospreciados y violados por la autoridad política o por los
grandes intereses económicos particulares. Es antisubsidiario, injusto y opresor el poder político cuando no permite
que, en materia económica, los particulares hagan todo lo que saben, pueden y quieren hacer, dentro de un orden
justo. Pero son también antisubsidiarios, injustos y opresores los particulares prepotentes que, en la actividad
económica, aniquilan a los que tienen y pueden menos. Las exigencias de la subsidiaridad no deben encerrarse de
manera excluyente en el marco de las relaciones entre el gobierno y los particulares. Deben aplicarse con inflexible
congruencia a todos los tipos de relación entre la persona y las diversas formas de organización.
6. Puesto que existe la relación entre una y otra sociedad, a ellas debe también aplicársela solidaridad entre desiguales.
En su nivel y proporción correspondiente, tanto las organizaciones públicas como las privadas pueden practicar el do-
minio ilegítimo de la sociedad más fuerte e influyente sobre la sociedad más débil y vulnerable. En política la
subsidiaridad exige que el poder no se encuentre de manera abusiva en la instancia suprema de la organización del
Estado. Si aplicamos esta exigencia a nuestra estructura constitucional, significa que la entidad federativa no debe
hacer lo que puede y debe hacer el municipio, ni la federación debe quitar a las entidades federativas las actividades
que éstas deben y pueden realizar, de acuerdo con su capacidad y competencia. En la vida económica, la subsidiaridad
es valor y norma fundamental que no sólo limita el campo de acción estatal sino que también modera y regula las
relaciones entre las diversas unidades económicas, unipersonales o asociadas. Los beneficios de una justa competencia
económica no se pueden lograr si las unidades económicas más fuertes no respetan a las unidades más débiles y
expuestas a peligro. Como solidaridad entre desiguales, la subsidiaridad tiene aplicación adecuada en la relación de
competencia del mercado. Sin subsidiaridad, la competencia económica se auto-destruye y abre el paso a las formas
monopólicas, que niegan la posibilidad misma de mercado auténtico. Por otra parte, la subsidiaridad se aplica también
en la vida interna de las empresas como norma reguladora de la colaboración y respeto que vinculan a las personas en
distintos niveles de aptitud y competencia.
7. Como solidaridad entre desiguales, la subsidiaridad tiene dos aspectos básicos en cada una de las relaciones
mencionadas: persona-persona, persona-sociedad y viceversa, sociedad-sociedad. El primer aspecto de la
subsidiaridad se refiere al elemento superior en la relación, al que sabe, tiene o puede más y le exige respetar los
derechos y justas actividades del inferior, que sabe, tiene o puede menos. De ordinario, éste es el aspecto que más se
menciona al hablar de la subsidiaridad, sobre todo en la relación entre el gobierno y los particulares. El segundo
aspecto de la relación subsidiaria se refiere al elemento inferior y le exige el cumplimiento máximo de sus obligaciones
y el más grande ejercicio de capacidades en la actividad propia. Sin esta exigencia de actividad responsable del
inferior, la subsidiaridad podría contribuir a justificar deficiencias, inaceptables en la vida personal y social. Por
ejemplo, en el ambiente mexicano habla la iniciativa privada de poner frente al gobierno el dique de la subsidiaridad
para evitar el desbordamiento del poder público hacia actividades que no le corresponden. La concepción integral de
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este problema exige que la subsidiaridad como dique o barrera de contención frente al superior se complete con la
subsidiaridad como exigencia de máximo cumplimiento posible de las obligaciones del inferior. De esta manera se
realiza el potencial completo de la subsidiaridad. Si, por ejemplo, se critica y condena la medicina social porque se
considera ilegítima intromisión del Estado en el campo de la iniciativa privada, deberían los particulares demostrar con
hechos que la medicina privada, por su amplitud, calidad y costo accesible podría satisfacer las necesidades médicas de
toda la población que ahora acude al Seguro Social y que no puede pagar los precios de los médicos, las clínicas y
medicinas particulares. De lo contrario, la defensa unilateral de la subsidiaridad como dique contra el Estado
conduciría a generalizar la falta de servicios médicos en una gran parte de la población. En esta hipótesis negativa, en
nombre de la subsidiaridad como dique se atacaría la medicina social, pero tampoco satisface-ría la privada las
necesidades de la población. Se pone así de manifiesto la proporción que vincula a la subsidiaridad como dique con la
subsidiaridad como incentivo de cumplimiento: a mayor presencia del dique contra el Estado debe corresponder mayor
eficacia y servicialidad en la actividad responsable de los particulares. Por lo demás, hay que reconocer la necesidad
del Estado y del gobierno en toda sociedad ordenada de acuerdo con los requerimientos de la naturaleza humana, y la
existencia de tareas y funciones estatales intransferibles, que nunca deberán ni podrán asumir los particulares.
8. El tema de la subsidiaridad se enriquece con textos tomados de diversos documentos de doctrina social cristiana.
Veamos algunos ejemplos concretos. Dice Pío XI, en el número 79 de la encíclica Quadragesimo Anno, que "toda
acción de la sociedad por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero
no destruirlos y absorberlos". Se aclara así el significado del subsidium, que se expresa en la subsidiaridad. En este
sentido, el carácter subsidiario de la vida social consiste en que nadie se asocia para ser destruido y absorbido por
personas o instituciones más poderosas o importantes. La vida social, de acuerdo con la subsidiaridad, se orienta
necesariamente al bien común, que es un marco social posibilitador de ayuda y complementación para el auténtico
desarrollo de los seres humanos. En el mismo número continúa la encíclica citada: "Aun siendo verdad, y la historia lo
demuestra claramente, que por el cambio operado en las condiciones sociales, muchas cosas que en otros tiempos po -
dían realizar incluso las asociaciones pequeñas, hoy son posibles sólo a las grandes corporaciones, sigue no obstante,
en pie y firme en la filosofía social aquel gravísimo principio inamovible e inmutable: como no se puede quitar a los
individuos y dar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria, así tampoco es justo y
constituye un grave perjuicio y perturbación del recto orden quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas
pueden hacer y proporcionar y dárselo a una sociedad mayor y más elevada". Aparecen aquí dos de los tres tipos de
relación solidaria: la relación entre la persona y la comunidad y la relación entre comunidades de diverso nivel y
magnitud.
9. La encíclica Mater et Magistra (1961) de Juan XXIII sostiene que "es menester afirmar continuamente el
principio de que la presencia del Estado en el campo económico, por dilatada y profunda que sea, no se encamina a
empequeñecer cada vez más la esfera de la libertad en la iniciativa de los ciudadanos particulares, sino antes a
garantizar a esa esfera la mayor amplitud posible, tutelando efectivamente, para todos y cada uno, los derechos
esenciales de la persona. Entre éstos hay que reconocer el derecho que cada persona tiene de ser estable y
normalmente el primer responsable de su propia manutención y de su propia familia, lo cual implica que en los
sistemas económicos está permitido y facilitado el libre desarrollo de las actividades de producción". En este texto se
señala claramente que, en las relaciones entre el Estado y los particulares, la subsidiaridad no consiste en la ausencia
del Estado, sino en la pre sencia justa del poder político que respete la libertad e ini ciativa de los gobernados. Contra
exageraciones de signo individualista, la subsidiaridad no consiste en la supresión del Estado, sino en la sujeción del
mismo al bien común y a la justicia.
10. La falta de vigencia práctica de la subsidiaridad integral, que limita la indebida expansión del poder público y
estimula y encuadra en el bien común la actividad de los particulares, conduce á abusos de signo contrapuesto, como
señala Juan XXIII en el número 57 de Mater et Ma-gistra: "La experiencia efectivamente atestigua que donde falta
la iniciativa personal de los particulares hay tiranía política; pero hay, además, estancamiento de los sectores
económicos destinados a producir sobre todo la gama indefinida de bienes de consumo y de servicios que se refieren
no sólo a las necesidades materiales sino también a las exigencias del espíritu: bienes y servicios que ocupan de un
modo especial la genialidad creadora de los individuos. Por otro lado, donde falta o es defectuosa la debida
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actuación del Estado reina un desorden irremediable, abuso de los débiles por parte de los fuertes menos
escrupulosos, que arraigan en todas las tierras y en todos los tiempos, como la cizaña entre el trigo". Solamente la
subsidiaridad integral puede evitar los extremos antagónicos: por una parte, la tiranía política y el descuido del
ilegítimo consumo de los particulares; por otra, el desorden y los abusos de particulares prepotentes en el ambiente de
la anarquía propiciada por la ausencia o la debilidad del Estado. Se manifiesta, una vez más, que la auténtica
subsidiaridad no equivale a la hostilidad contra el Estado en cuanto tal ni a la exigencia de supresión del mismo.
11. En relación con la libertad y la responsabilidad, la subsidiaridad reclama tanta responsabilidad activa de la persona
o sociedad que sabe, tiene o puede menos cuanta sea posible; tanta ayuda complementaria suministrada por la persona
o sociedad que sabe, tiene o puede más cuanta sea necesaria o indispensable. Es muy orientador el texto siguiente, que
se encuentra en el número 7 de la Declaración sobre la libertad religiosa del Concilio Vaticano II: "Se debe observar la
regla de la entera libertad en la sociedad, según la cual debe reconocerse al hombre el máximo de libertad, y ésta no
debe restringirse sino cuando es necesario y en la medida en que lo sea". Es clara la íntima vinculación de la
subsidiaridad con la libertad responsablemente ejercitada, de tal manera que se puede formular el principio de
subsidiaridad al decir que debe haber tanta libertad personal y social cuanta sea posible y tanta restricción de esta
libertad cuanta sea justificadamente indispensable. Por consiguiente, toda actitud antisubsidiaria es ne gación de la
libertad responsable y predominio injusto del poder desbordado.
Desde la encíclica Rerum Novarum del Papa León XIII, de 1891, hasta la Sollicitudo Reí Socialis de Juan Pablo II,
1987, la definición del principio de subsídiaridad en la doctrina social de la Iglesia ha variado poco. Primero veremos
cómo se define este concepto en los principales documentos, después algunas aplicaciones prácticas y por fin la rela-
ción de este concepto con otro, es decir los derechos individuales frente al Estado.
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El Papa Juan XXIII, en sus encíclicas Mater e t Magistra y Pacem in Terris, de 1961 y 1963. respectivamente, señala
esta creciente intervención del Estado en la economía y relaciones sociales:
A los gobernantes, cuya misión es garantizar el bien co mún, se les pide con insistencia que ejerzan en
el campo económico una acción multiforme mucho más amplia y más ordenada que antes y ajusten de modo
adecuado a este propósito las instituciones, los cargos pú blicos, los medios y métodos de actuación (Mater et
Magistra 54).
Pero:
Esta acción del Estado que fomenta, estimula, ordena, suple y completa, está fundamentada en el
principio de la junción subsidiaria, formulado por Pío XI en la encíclica Qiiadrages'uno Anno (Mater et
Magistra. 53).
Y en seguida cita Juan XXIII el párrafo de Quadragesimo Anuo arriba citado (79). Y añade algunas advertencias,
refiriéndose a la experiencia historica de los sistemas totalitarios, para destacar la importancia de la subsidiaridad:
Manténgase siempre a salvo el principio de que la inter vención de las autoridades públicas en el campo econó mico,
por dilatada y profunda que sea, no sólo no debe coartar la libre iniciativa de los particulares, sino que, por el
contrario, ha de garantizar la expansión de esa li bre iniciativa, salvaguardando, sin embargo, incólumes los derechos
esenciales de la persona humana. Entre éstos hay que incluir el derecho y la obligación que a ca da persona
corresponde de ser normalmente el primer responsable de su propia manutención y de la de su fa milia, lo cual
implica que los sistemas económicos per mitan y faciliten a cada ciudadano el libre y provecho so ejercicio de las
actividades de producción (Mater et Magistra, 55).
Y termina el Papa Juan XXIII optando por un sistema de economía mixta, en el cual los particulares son los pri-
meros derechohabientes y obligados para ejercer las funciones productivas, pero en los cuales el Estado debe
intervenir para defender a los débiles contra los abusos de los fuertes:
Por lo demás, la misma evolución histórica pone de relieve, cada vez con mayor claridad, que es
imposible una convivencia fecunda y bien ordenada sin la colaboración en el campo económico, de los
particulares y de los poderes públicos, colaboración que debe prestarse con un esfuerzo común y concorde, y
en la cual ambas partes han de ajustar ese esfuerzo a las exigencias del bien común en armonía con los
cambios que el tiempo y las costumbres imponen (Mater eí Magistra, 56).
La experiencia diaria prueba, en efecto, que cuando falta la actividad de la iniciativa particular, surge la tiranía
política. No sólo esto. Se produce, además, un estancamiento general en determinados campos de la economía,
echándose de menos, en consecuencia, muchos bienes de consumo y múltiples servicios que se refieren no sólo a las
necesidades materiales, sino también y principalmente, a las exigencias del espíritu; bienes y servicios cuya obtención
ejercita y estimula de modo extraordinario la capacidad creadora del individuo (Mater et Magistra, 57).
Pero cuando en la economía falta totalmente, o es defectuosa, la debida intervención del Estado, los pueblos caen
inmediatamente en desórdenes irreparables y surgen al punto los abusos del débil por parte del fuerte, moralmente
despreocupado (Mater et Magistra, 58).
Con más énfasis todavía que el Papa Juan XXIII, subraya el Papa Juan Pablo II, en Laborem Exercens, de 1981, el
derecho de la persona humana al trabajo y la necesidad de que los particulares y el Estado colaboren en la
creación del empleo. El derecho al empleo digno y salario justo y el bien común puede pedir "la socialización, en las
condiciones oportunas, de ciertos medios de producción" (Laborem Exercens 14), pero en seguida explica el Papa
Juan Pablo II, que esta socialización no equivale a la propiedad estatal de estos medios de producción. Más bien
piensa en que los mismos ciudadanos y trabajadores sean copropietarios y cogestionarios de estos medios de
producción, conforme al principio de la función subsidiaria:
El grupo dirigente responsable puede cumplir su cometido mal, reivindicando para sí al mismo tiempo el monopolio de
la administración y disposición de los medios de producción y no dando marcha atrás ni siquiera ante la ofensa de los
derechos fundamentales del hombre. Así, el mero paso de los medios de producción a propiedad de Estado dentro del
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sistema colectivista, no equivale ciertamente a la socialización de esta propie dad. Se puede hablar de socialización
únicamente cuando queda asegurada la subjetividad de la sociedad (...). Un camino para conseguir esta meta podría ser
la de asociar, en cuanto sea posible, el trabajo a la propiedad del capital y dar vida a una rica gama de cuerpos inter -
medios con finalidades económicas, sociales, culturales: cuerpos que gocen de una autonomía efectiva respecto a los
poderes púb!icos... (Laborem Exercens, 14).
En su Instrucción Libertad cristiana y liberación el cardenal Ratzinger, cinco años después (en 1986), establece que
estos dos principios, de la solidaridad y la subsidiari dad, son los principios básicos para la ordenación adecuada de
la convivencia humana en una sociedad determinada, no sólo en el primer y segundo mundos, sino también en los
países del tercer mundo:
El mandamiento supremo del amor conduce al pleno reconocimiento de la dignidad de todo hombre, creado a
imagen de Dios. De esta dignidad derivan unos derechos y unos deberes naturales. A la luz de la imagen de Dios, la
libertad, prerrogativa esencial de la persona humana, se manifiesta en toda su profundidad. Las personas son los sujetos
activos y responsables de la vicia social.
A dicho fundamento, que es la dignidad del hombre, están íntimamente ligados el principio de solidaridad y el
principio de subsidiaridad.
En virtud del primero, el hombre debe contribuir con sus semejantes al bien común de la sociedad, en todos
los niveles. Con ello, la doctrina social de la Iglesia se opone a todas las formas de individualismo social o
político.
Asimismo advierte la Instrucción en términos contundentes contra el monopolio educativo del Estado y demanda
respeto al principio de la función subsidiaria:
El derecho de cada hombre a la cultura no está asegurado si no se respeta la libertad cultural. Con demasiada
frecuencia la cultura degenera en ideología y la educación se transforma en instrumento al servicio del poder político y
económico. No compete a la autoridad pública determinar el tipo de cultura. Su función es promover y proteger la
vida cultural de todos, incluso de las minorías.
La tarea educativa pertenece fundamental y prioritariamente a la familia. La función del Estado es subsidiaria; su
papel es el de garantizar, proteger, promover y suplir cuando el Estado reivindica el monopolio escolar, va más allá de
sus derechos y vulnerar la justicia. Compete a los padres el derecho de elegir la escuela a donde enviar a sus propios
hijos y crear y sostener centros educativos de acuerdo con sus propias convicciones. El Estado no puede, sin cometer
injusticia, limitarse a tolerar las escuelas llamadas privadas, listas prestan un servicio público y tienen, por
consiguiente, el derecho a ser ayudados económicamente (LCL, 93-94).
Vemos entonces, que la convivencia humana debe organizarse conforme a estos dos principios fundamentales de la
solidaridad y subsidiaridad. El principio de la solidaridad implica que los hombres deben dividir el trabajo y
distribuir la riqueza de tal manera que todos dispongan de bienes materiales y culturales suficientes para vivir
dignamente como personas humanas. El Estado interviene en las acciones de los particulares y comunidades e
instituciones intermedias para coordinar y complementarlas en función del bien común, conforme al principio de
solidaridad. Por otro lado, tiene el mismo Estado la obligación de respetar lo más posible la libertad, creatividad e
iniciativa de las personas e instituciones particulares y no absorber sus actividades.
Juan Pablo II, en Sollicitudo reisocialis, habla precisamente del derecho de iniciativa económica en el vasto campo
de los derechos humanos (Cfr. SRS, 15).
Es mejor que los grupos particulares organicen escuelas y empresas y que el Estado no les quite la iniciativa. Lo que
puede hacer la comunidad menor no lo debe hacer la comunidad mayor: lo que el municipio puede hacer no lo debe
hacer la Federación. Según el principio de subsidiaridad, el Estado debe dar preferencia a las iniciativas de las
personas particulares, cuerpos intermedios y comunidades menores y no absorberlas o marginarlas. Nada más en el
caso de que los particulares no quieran o no puedan servir al bien común, debe intervenir el Estado coordinando y
complementando sus actividades y, en ciertas circunstancias, expropiando los medios de producción.
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Si el Estado no respetara el principio de subsidiaridad, todos los ciudadanos económicamente activos serian empleados
del Estado. Todos los maestros enseñarían lo que el Estado dictara. Todos los periódicos y noticieros de tele visión
darían la información que conviniera al Estado. To dos los sindicatos formarían parte del partido del Estado y no
serían independientes. Uno podría decir, desde el punto de vista de la filosofía hegeliana, que el Estado es el único que
entiende la razón de la Historia y, por eso, nos conviene depender del Estado, así como los niños dependen de sus
papas. La filosofía social cristiana es contraria a estos conceptos totalitarios de Hegel y sus seguidores de derecha e
izquierda, entre otros, Marx, Lenin y Hitler. En el concepto de la Iglesia Católica "cada ser humano es persona, dotada
de conciencia y voluntad libre, capaz de autopose-sión y por lo mismo responsable y dueña de sí misma, y nunca debe
convertirse en medio o instrumento de proyectos ajenos" (Comisión Episcopal de Pastoral Social, El Católico frente al
compromiso sociopolítico actual, 18 de octubre de 1982). La justificación filosófica del principio de la subsidiaridad
se basa en este concepto de la persona humana como libre y responsable. El Estado debe ser instrumento de
ciudadanos libres y responsables, para realizar y guardar el bien común. Los ciudadanos no deben ser instrumentos
del Estado, para servir los proyectos ajenos del grupo que se apoderó del Estado.
"Sí el Estado llegara a sacrificar el principio de la subsidiaridad a la solidaridad, se volvería un
Estado totalitario. SÍ, por el contrario, el Estado sacrificara el principio de la solidaridad a la subsidiaridad,
ella perdería su capacidad de proteger a los económicamente débiles contra el abuso de los fuertes y la
sociedad retrocedería a un estado de capitalismo liberal del siglo pasado. La Iglesia condena tanto el
colectivismo totalitario -que destruye la subsidiaridad-. como el capitalismo liberal -que destruye la
solidaridad " (Juan Auping, La crisis actual a la luz de la filosofía social cristiana, CIAS-UIA, 1982 y Buena
Prensa. Interacción, revista quincenal. No. 27).
¿Dónde está el justo medio que integra los principios de la subsidiaridad y de la solidaridad? Esto depende de cada
país y de las circunstancias particulares en las que se encuentra. ¿Qué garantiza que el Estado respete estos prin-
cipios? La única garantía que el hombre y la sociedad tienen es la DEMOCRACIA. La organización democrática
del poder político es la garantía de que la sociedad se organice conforme a los principios de subsidiaridad y solidaridad.
La democracia obliga a los diferentes grupos de interés y estratos sociales a llevar sus conflictos al Poder Legislativo,
por medio de elecciones libres entre los varios partidos políticos. Generalmente, los grupos y estratos sociales que
dan más importancia a la solidaridad e igualdad que a la subsidiaridad y libertad se dejan representar por
partidos de la izquierda. Y los grupos y estratos sociales que dan más importancia a la subsidiaridad y libertad
que a la solidaridad e igualdad prefieren partidos de derecha. En cambio, los partidos del centro del espectro
político –entre ellos muchas veces los demócrata-cristianos- buscan una integración equilibrada de solidaridad y
subsidiaridad. Precisamente las elecciones libres en una auténtica democracia permiten a los ciudadanos corregir la
manera en que los Poderes Ejecutivo y Legislativo (el Gobierno) organizan a la sociedad. Si el Gobierno está
sacrificando la solidaridad y justicia social a la subsidiaridad y libertad -aun la liber tad de los fuertes para abusar
de los débiles-, los ciudadanos, en unas elecciones libres, pueden dar su voto mayoritario a una coalición centro-
izquierda, y así equilibrar el balance en favor de la solidaridad. Pero si un gobierno sacrifica la libertad y
subsidiaridad en materia económica, cultural, educativa y social a la pretensión de promover la igualdad, los
ciudadanos pueden, en las siguientes elecciones libres, dar su voto mayoritario a una coalición centro derecha y, otra
vez. corregir el rumbo que los gobernantes, equivocadamente, han tomado. Por eso decimos que la auténtica
democracia, sin fraude electoral, es la garantía y el instrumento en manos de los ciudadanos, para que la so -
ciedad se organice según los principios de solidaridad y subsidiaridad, en un justo equilibrio, que se logra a lo
largo de una historia de gobiernos de centro-derecha y centro-izquierda, elegidos democráticamente, que se
alternan en el poder. Esto es exactamente lo que podemos observar en países democráticos con elecciones
verdaderamente libres, entre distintos partidos que presentan opciones realmente diferentes.
Por fin conviene destacar que el principio de subsidiaridad, aunque no se le denomina con este nombre, es per-
fectamente reconocido por la ONU en la Carta internacional de derechos humanos, de 1948. en el Pacto internacional
de derechos económicos, sociales y culturales y en el Pacto internacional de derechos civiles y políticos, ambos de
1966 y ambos ratificados por México en diciembre de 1981, con algunas cláusulas de excepción, precisamente en lo
tocante a algunos artículos sobre el derecho de los padres para elegir preferentemente la educación religiosa y moral
que ellos prefieran para sus hijos, la libertad sindical y la libertad religiosa.
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En estas áreas, como en las áreas políticas, económicas y comunicativas queda todavía mucho por hacer, para que se
llegue al pleno respeto y justo equilibrio de los principios de solidaridad y subsidiaridad.
Obviamente, no es compatible la doctrina social católica, por el lugar importante que en ella ocupa la subsidiaridad.
con el marxismo, que rechaza totalmente este principio social tan importante. Por eso se entienden las repetidas
advertencias del Magisterio Pontificio contra el uso del análisis marxista, la metafísica marxista y la praxis revolu-
cionaria marxista, ya que conducen al tipo de Estado totalitario que elimina la subsidiaridad. Sobre todo el Papa Pablo
VI, en Octogésima Adveníais, de 1971, y el cardenal Ratzinger en su Instrucción de 1985, "Libertatis tmntius" sobre
algunos aspectos de ¡a teología de la liberación, advierten explícitamente contra esta confusión de marxismo y filosofía
social católica, que se da en algunos miembros y teólogos de la Iglesia.
Contrario al principio de la función subsidiaria es también el principio de la "concesión" que es parte de la ideología
oficial del actual grupo gobernante de México. Este grupo considera que las actividades particulares en materia
educativa y económica son una "concesión" del Estado a los particulares, como si el Estado, y no los ciudadanos fueran
los primeros derechohabientes para desempeñar estas funciones sociales y económicas. Solamente porque el Estado no
puede con todo, deja también a los particulares actuar independientemente, pero al margen de las actividades del
Estado y con exceso de reglamentación burocrática. Esta filosofía social gubernamental de la "concesión" es
precisamente contraria al principio de la subsidiaridad según la cual las personas y los grupos intermedios son los que
deben desempeñar con preferencia las funciones económicas, educativas, informativas y sociales y el Estado intervenir
nada más en la medida que los particulares no pueden o quieren, para suplirlos, y además coordinando, fomentando y
estimulando su actividad, para así garantizar educación, empleo digno e ingreso justo para todos, es decir el bien
común.
Es la gran falta de respeto al principio de la subsidiaridad en México la que conduce al Estado "megalómano" a los
enormes déficit del gasto público (que en 1982 y 1986 llegaba a más del 16% del PIB), paraestatales y enormes bu -
rocracias del gobierno federal (en 1986 más de tres millones de empleados). Este déficit se cubre con endeudamiento
externo e interno y emisión de circulante, produciendo las deudas externa e interna y la inflación de tres dígitos. La
deuda pública produce el enorme gasto público por concepto de intereses, de las paraestatales y de los subsidios. El
gasto creciente por concepto de intereses empuja el gasto social por concepto de educación y salud hacia abajo (del
11% del gasto en 198 1 al 6% en 1985) y la inflación es la causa de la baja del poder adquisitivo del salario míni mo
urbano (en más de 40%, de 1982 a 1986). Es decir, LA FALTA DE SUBSIDIARIDAD ES LA CAUSA PRINCI-
PAL DE LA FALTA DE SOLIDARIDAD O JUSTICIA SOCIAL. Si pretendemos realizar la solidaridad,
pisoteando la subsidiaridad, el resultado es que nos quedamos sin subsidiaridad y sin solidaridad. Es tiempo de que la
Iglesia Católica, consciente del tesoro que posee en su doctrina social, pregone con más audacia y confianza el
principio de la función subsidiaria, cuya realización es condición imprescindible de la justicia social.
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EL TRABAJO HUMANO
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valor del trabajo humano debe tomar en cuenta estos tres criterios, correctamente jerarquizados. El valor del
trabajo humano depende, ante todo, de la calidad humana del trabajador, es decir, del hecho de que es persona
humana quien lo ejecuta. Un juicio justo del valor del trabajo no debe prescindir del tipo de trabajo que se realiza ni
del resultado del mismo, pero estos dos criterios nunca deberán suplantar al criterio fundamental, que es la dignidad
humana del trabajador. Dice Juan Pablo II en la encíclica Laborem Exercens, 1981, 6: "El cristianismo, ampliando
algunos aspectos ya contenidos en el Antiguo Testamento, ha llevado a cabo una fundamental transformación de
conceptos partiendo de todo el contenido del mensaje evangélico y sobre todo del hecho de que Aquel que, siendo
Dios, se hizo semejante a nosotros en todo, dedicó la mayor parte de los años de su vida terrena al trabajo manual junto
al banco del carpintero. Esta circunstancia constituye por sí sola el más elocuente 'Evangelio del trabajo', que
manifiesta cómo el fundamento para determinar el valor del trabajo humano no es en primer lugar el tipo de
trabajo que se realiza sino el hecho de que quien lo ejecuta es una persona. Las fuentes de la dignidad de trabajo
deben buscarse principalmente no en su dimensión objetiva sino en su dimensión subjetiva".
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hombre respecto de las cosas. Todo lo que está contenido en el concepto de 'capital' -en sentido restringido-es
solamente un conjunto de cosas. El hombre como sujeto del trabajo, e independientemente del trabajo que realiza
el hombre, el sólo, es una persona. Esta verdad contiene en sí una consecuencia importante y decisiva". (Laborem
Exercens. 12). Si se compara la personalidad humana de los integrantes del grupo designado como "capital" con la
personalidad humana de los trabajadores, debe reconocerse una identidad esencial entre ambas. De aquí, sin embargo,
no se sigue la legitimidad de las notorias diferencias que. en la existencia concreta, separan al "capital" del tra bajo. La
concretización existencial de los derechos fundamentales de 1a persona humana encuentra grandes y frecuentes
obstáculos e injusticias, cuya solución debe encontrarse precisamente en el respeto a la dignidad y a los derechos
de las personas involucradas, aunque actúen en grupos opuestos. Respecto de la propiedad y de los propietarios del
capital, tanto en el sentido de dinero de inversión como de medios de producción producidos, hay que afir mar que si
este capital se considera simplemente como una concentración de poder económico a favor de los propietarios y contra
el trabajo para realizar la explotación de este último, se pervierte radicalmente el sentido del capital, de los recursos y
medios de producción y de su propiedad. "Los medios de producción no pueden ser poseídos contra el trabajo, no
pueden ser ni siquiera poseídos para poseer, porque el único titulo legítimo para su posesión -y esto ya sea en la
forma de la propiedad privada, ya sea en la de la pública colectiva— es que sirvan al trabajo; consiguientemente,
que, sirviendo al trabajo hagan posible la realización del primer principio de aquel orden, que es el destino universal
de los bienes y el derecho a su uso común" (Laborem Excercens, 14).
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redención al soportar la fatiga y los demás aspectos negativos en unión con Cristo crucificado. Se debe aplicar al
trabajo la misteriosa posibilidad de completar con el propio sufrimiento lo que falta a la pasión de Cristo.
EL SALARIO JUSTO
De la Esclavitud al Capitalismo
Prescindiendo de las imaginaciones marxistas o simplemente positivistas sobre el modo de vida de los
hombres durante los primeros milenios de la humanidad, y concretándonos a lo que tiene base histórica,
podemos decir que el sistema socio-económico que prevaleció durante la Edad Antigua, con la
excepción —histórica— del pueblo de Israel, fue la esclavitud, según la cual el esclavo es cosa, y en
cuanto tal, propiedad del señor, y, en consecuencia, cuanto produce pertenece al dueño, como las crías de
los ganados o los frutos de las huertas y sembradíos. Y tal sistema parecía "natural", al grado que aún los
más grandes pensadores, como Aristóteles, lo justificaban.
Fue la Iglesia la que con su doctrina empezó a minar las bases de la esclavitud. Todos los hombres
somos creados por el mismo Dios con idéntica naturaleza, redimidos por el propio Cristo y llamados a
heredar el único Reino de los Cielos. Y a golpes de predicación y de testimonio de caridad fraterna, logró
que paulatinamente fuera transformándose el sistema hasta convertirse en el feudalismo, que cambió la
esclavitud en mera servidumbre.
El paso de la esclavitud a la servidumbre es un paso trascendental —ontológico, diríamos— porque es
tránsito en categoría: de hombre-cosa (esclavitud) a hombre-persona (feudalismo). La servidumbre fue
todavía sistema duro, pero que ya enfilaba a la libertad.
Entremos ya a tratar de la doctrina católica sobre el salario. Podemos considerar tres etapas: la del salario
justo; la del salario familiar; la del salario templado o complementado por el contrato de sociedad.
Salario justo:
Lo que baste para vivir
La doctrina católica, desde el Antiguo Testamento ha enseñado invariablemente que la retribución que debe
percibir el trabajador por su servicio ha de ser justa y por justo se ha entendido lo que le baste para
vivir, sin precisar cantidades, ni especificar prestaciones.
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En los libros sagrados del Antiguo Testamento se reitera mucho la idea de que debe darse al trabajador su
salario justo y de que toda injusticia clama al Cielo; y más aún, que ni siquiera puede retenérsele porque el
salario del trabajador retenido quema las manos del patrón que comete tal injusticia.
"No oprimas al mercenario pobre e indigente -ordena el Deuteronomio, XXIV, 14-, sea uno de tus
hermanos, sea uno de los extranjeros que moran en tu tierra, en tus ciudades. Dale cada día su salario,
sin dejar pasar sobre esta deuda la puesta del sol porque es pobre y lo necesita. De otro modo clamaría a
Yahvé contra ti y tú cargarías con un pecado".
Fue hasta el siglo pasado cuando se planteó el problema del salario: ¿cuánto ha de pagarse al trabajador,
en justicia, por su trabajo? El Capitalismo liberal, abusando de la necesidad del obrero y de su debilidad,
consideró que de acuerdo con el principio jurídico liberal que inspiraba la legislación de la época de que "la
voluntad de las partes es la suprema ley de los contratos", el capitalista era libre de ofrecer al obrero como
salario cualquier cantidad, por mínima que fuera, y que si el trabajador la aceptaba el con trato era válido y
justo. Y los abusos proliferaron.
Muchos consideran que la Encíclica Rerum Novarum promulgada por León XIII el 15 de mayo de 1891 es
la primera enseñanza de la Iglesia en materia social. Si se alude a enseñanza formal y solemne, y respecto a
la cuestión social moderna, a la creada por la industrialización, sí, pero ya vimos que el problema social con
otras manifestaciones, siempre había sido motivo de solicitud por parte de la Iglesia.
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Salario justo y bien aprovechado: Mons. Ketteler
Y aún la misma Encíclica fue precedida de importantes enseñanzas de obispos, sacerdotes y laicos. Sólo por
razón de edad citaré primero al seglar, Federico Le Play, y después al obispo —de Maguncia—, Mons.
Guillermo Ketteler.
Le Play, sociólogo abnegado y fervoroso católico, creador o al menos sistematizador del método sociológico
de la observación en el lugar, y de la encuesta o, como ahora se dice, el trabajo de campo, en varias de sus
obras, sobre todo en el conjunto de treinta y seis monografías publicadas en 1856 bajo el título "Los obreros
Europeos", describe la miserable situación de los obreros y propone la solu ción: religión, propiedad y
familia para lo cual es necesario, entre otras varias cosas, que el obrero reciba, por su traba jo, un salario
suficiente. Tampoco lo cuantifica, pero seña la el criterio y, con el prestigio científico de que ya gozaba, los
doctrinarios al menos, le daban la razón.
Mons. Ketteler observa y estudia el doloroso problema social y se duele del sufrimiento de la clase obrera y
desde 1848 en que participa en la Asamblea de Maguncia —que abrió la serie de congresos católicos que se
ocuparon de la "cuestión social"—, sería vanguardia en Alemania. Desde ese momento sus sermones van
exponiendo la doctrina social católica y poco a poco irá entrando en el campo de la política social.
"La religión -decía Ketteler- también exige que el trabajo humano no sea considerado como una
mercancía, ni evaluado puramente según las indecisiones de la oferta y la demanda...: es justo reintegrar
al trabajo humano y al obrero la dignidad que los principios de la economía liberal le han arrebatado". Pero,
aún otorgado el salario justo, es necesaria la religión para infundir en el obrero la sobriedad y la
moralidad que le permita aprovechar al máximo ese salario, pues de otro modo, las cantinas que pululan
alrededor de las fábricas —y con el visto bueno de los gobiernos por los rendimientos que les producen-
se lo quitarían sin escrúpulos.
La excesiva duración de la jornada de trabajo derivaba también de la deshumanización del obrero,
considerado como máquina, y no se le pedían las veinticuatro horas de trabajo porque era imposible, pero le
pedían al máximo: doce, catorce, y aún más. Al reconocerse la dignidad del trabajador era lógica la
moderación de su jornada de trabajo. Y la falta de días de descanso Ketteler la explicaba por el mismo
concepto liberal del "homo economicus" y la combatía con el mismo razonamiento: el hombre necesita un
día de descanso a la semana. Pero la reducción de la jomada y el descanso semanal son para humanizarse
en el trato con la familia y no para alargar la estancia en la taberna.
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por la lucha de clases; las riquezas son caducas y en todo caso sólo medio para cumplir los fines
temporales y eternos del hombre; la propiedad privada y el uso son legítimos, pero están gravados por el
deber de dar lo necesario; la pobreza bien entendida es fuente de virtud.
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Y en cuanto al monto del salario Pío XI señaló tres factores para determinarlo: las necesidades del
obrero, las posibilidades de la empresa y el bien común.
Las necesidades del obrero, no las personales de cada uno, sino las necesidades promedio en el ambiente de
que se trate, como antes dijimos.
Las posibilidades de la empresa ya que manifiestamente no se le pueden pedir salarios superiores a las
posibilidades reales del negocio pues se provocaría la quiebra de la empresa, que significaría mayor perjuicio
para el trabajador. El problema se plantearía si las posibilidades de la empresa fuesen mínimas y el salario a
los obreros por debajo del mínimo vital y el Papa insinúa la conveniencia, en este caso, de liquidar la
empresa y proveer a los obreros de alguna otra forma.
Y el bien común, como regulador de las relaciones entre los particulares, evitando repercusiones que
desequilibren otros aspectos del bien general.
Así pues, con Pío XI se define la licitud del contrato de trabajo y del régimen del salariado que de él deriva;
la conveniencia de fomentar el contrato de asociación; la obligatoriedad del salario familiar y las bases para
determinarlo: necesidades promedio del trabajador, posibilidades reales de la empresa, y exigencias del bien
común.
Veinte años más tarde, el 15 de mayo de 1961, septuagésimo aniversario de la Rerum, Juan XXIII
promulgó la Encíclica Mater et Magistra en la cual desarrolla la doctrina social en general y la del
salario y puntos conexos.
Conclusiones
Creo que la doctrina católica sobre el salario puede resumirse así:
lo.-El trabajo humano participa de la dignidad de la persona que lo ejecuta, por lo que no sólo ha de verse
como medio de subsistencia, sino como instrumento de realización personal y social.
2o.-El trabajo debe realizarse en jornadas razonables y ambiente salubre y decoroso y a cambio ha de darse a
quien lo realiza una retribución justa que permita a él y a su familia una vida digna en lo material, social,
cultural y espiritual.
3o.-Los criterios para fijar tal retribución son:
a) la utilidad del servicio prestado,
b) las necesidades del trabajador,
c) las posibilidades de la empresa, y
d) las exigencias del bien común nacional e internacional.
4o.-El salario debe comprender aquellas prestaciones necesarias para la integridad humana del trabajador,
como servicios médicos, vacaciones, jubilación y otras que las leyes establezcan atentas las circunstancias
del medio.
5o.-El sistema -salariado- que deriva del contrato de trabajo es de suyo justo; pero,
6o.-el humanismo que ha de inspirar el orden económico pide que se atempere el contrato de trabajo con el
de sociedad, que permita al obrero participar más plenamente en la empresa, de modo que su trabajo no se
preste mecánicamente -como animal de carga o como esclavo- sino como ser inteligente y libre que se
interese por el mayor desarrollo de la empresa y que pueda -por tanto— participar más de sus beneficios.
Esto es, a grandes rasgos el desarrollo y estado actual de la doctrina social de la Iglesia sobre el salario-
Queda pendiente el estudio acucioso de las aportaciones de los sociólogos y economistas católicos -
sacerdotes y laicos- a la doctrina social de la Iglesia, ya como datos previos que iluminaron el camino, ya
como comentarios y sistematizaciones a las definiciones que va pronunciando el magisterio.
1. Definición de la propiedad
La propiedad es la facultad de disponer de una cosa conforme a derecho. La posesión es la facultad de
disponer de una cosa de hecho. La diferencia entre propiedad y posesión se refiere a uno de los juicios
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básicos de la conciencia moral: la diferencia irreductible entre hecho y derecho, ti hecho expresa la existencia
de algo y prescinde tanto de la normatividad del ser como de la conformidad de lo existente con la norma;
por el contrario, el derecho se refiere a lo que debe ser, aunque de hecho no sea: destaca la exi gencia de
conformidad de lo existente con la norma, pero no afirma la existencia de hecho de tal conformidad. Sin la
distinción irreductible entre el hecho y el derecho desaparece toda vida moral y jurídica al identificarse
equivocadamente la facticidad con la moralidad y la juridicidad, el ser de hecho con el deber ser de la
obligación moral o jurídica. Al reconocer las limitaciones del hombre en la vida personal y social respecto de
la comprobación del derecho, se establecen normas y procedimientos encaminados a legitimar determinadas
formas de posesión cuando reúnen características legales de duración, publicidad, actitud de dueño y buena
fe. De esta manera, la posesión se puede transformar legalmente en propiedad.
2. Formas de Propiedad
Las formas principales de propiedad se obtienen combinando dos pares de criterios: propiedad
privada o pública, propiedad individual o colectiva. Resultan así tres formas de propiedad aceptables desde el
punto de vista ético y jurídico: propiedad privada individual, propiedad privada colectiva (de dueños de
capital o de trabajadores) y propiedad pública colectiva. lis inaceptable una de las cuatro combinaciones
posibles, a saber, la propiedad pública individual. Esta forma de propiedad significa que el titular de un
puesto o función pública es dueño particular o privado de los bienes que se le atribuyen para el cumpli miento
de la función pública y la promoción del bien común. En realidad, se da con lastimosa frecuencia la pro-
piedad pública individual, no como forma legítima de dominio de los bienes, sino como manifestación de
corrupción. En sí mismo, el derecho de propiedad tienen al mismo tiempo carácter público y privado, y esta
doble función de la propiedad debe respetarse y promoverse en todas las formas de la misma. "Hay que evitar
cuidadosamente el chocar contra un doble obstáculo. Como negado o atenuado el carácter social y público
del derecho de propiedad, por necesidad se cae en el individualismo o al menos se acerca uno a él, de
semejante manera, rechazado o disminuido el carácter privado e individual de ese derecho, se precipita uno
hacia el colectivismo o, por lo menos se rozan sus errores" (Pío XI Quadragesimo Anno 46).
8. Propiedad Pública
La índole social de la persona humana es el fundamento de las sociedades naturales, como la familia y el
Estado. La sociedad políticamente organizada constituye el Estado, que tiene por fin la realización y
promoción del bien común global de la convivencia humana. Las personas humanas tienen prioridad respecto
del Estado en el orden del ser y de los fines, ya que "es y debe ser la persona humana el principio, el sujeto y
el fin de todas las instituciones sociales" (GS, 25). En un justo orden social, la sociedad, políticamente
organizada y dotada de autoridad gubernamental, tiene derecho a la propiedad pública de acuerdo con la
subsidiaridad y las exigencias concretas del bien común. Por consiguiente, no se puede sostener que la
propiedad pública debe alcanzar la máxima magnitud posible sino que por el contrario, debe tener los limites
cuantitativos y las calidades exigidas por el bien común concreto de la sociedad. "En la época moderna existe
la tendencia hacia una progresiva ampliación de la propiedad cuyo sujeto es el Estado u otras entidades de
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derecho público. Este hecho encuentra una explicación en las funciones cada vez más vastas que el bien
común exige a los poderes públicos, pero también en esta materia debe seguirse el principio de su misión
subsidiaria ya enunciado. Por lo tanto, no debe extender su propiedad el Estado ni las otras entidades de
derecho público sino cuando lo exigen motivos de manifiesta y verdadera necesidad de bien común, y no con
el fin de reducir la propiedad privada, y menos aún de eliminarla" (Juan XXIII, Mater et Magistra, 117).
El tema del derecho natural y su valor como punto de referencia para determinar la validez del orden
jurídico, es tan antiguo como el cristianismo e, incluso, pueden encontrarse referencias en el Antiguo
Testamento.
El tema aparece con clara expresión en numerosos pasajes del Nuevo Testamento, tanto en
expresiones de Nuestro Señor Jesucristo, como en los Hechos de los Apóstoles, en las cartas de San Pedro y
San Pablo. Más adelante fue un tema abundantemente tratado por la Teología y la Filosofía, hasta adquirir
especial vigencia a raíz de la quiebra de la noción de derecho y justicia, como resultado de los diversos
positivismos que se han dado en el mundo moderno y contemporáneo.
El punto de partida de esta doctrina se encuentra en la noción misma de la existencia de un orden
natural del Universo, que es expresión del gobierno de Dios sobre el mundo. Esta noción providencialista
implica la existencia de un Principio que regula todas las cosas. Este principio tiene que ser una ley que las
gobierna y que procede de una razón que se las ha impuesto y esta es la razón divina. De ahí procede el orden
de la naturaleza plasmado en la esencia de las cosas; esencia que permanece inmutable en el tiempo y el
espacio, a pesar de los cambios que sufran los seres.
No hay, pues, una "casualidad" que incida sobre los sucesos. Es Dios mismo quien gobierna el
mundo. Sin embargo, este gobierno no se ejerce de manera directa, sino a través de causas segundas. La
libertad del hombre es una de estas causas ejecutoras, aunque su acción, por desviada que sea, no puede
alcanzar a la modificación del orden total del Universo. Este, decía San Agustín, escapa a nuestro alcance y
es inmutable, pues Dios conduce la historia hacia su culminación, dejando al mismo tiempo un amplio
margen para la actuación de la libertad del hombre.
Por ello, la ley natural ha sido definida como "una participación de la ley eterna en la criatura
racional", que se proyecta sobre su actuación, sobre todo en la conformación del orden de la sociedad misma.
A ello hace alusión el Papa Pío XII. cuando recuerda que existe un "orden objetivo humano y civil,
establecido por la mente altísima del Supremo Hacedor", que lo abraza todo, incluida la vida pública, en
cada una de sus manifestaciones. De ahí que la ruptura de dicho orden sea la causa de la pérdida de la
paz en el mundo, como explicara el Papa Juan XXIII en su conocida encíclica sobre el tema.
El orden de la naturaleza, y del hombre mismo, está plasmado en su esencia, en su ser. De tal suerte
que su perfección depende de un desarrollo fiel de dicha naturaleza, en tanto que negarla es la causa misma
del desorden en el hombre, en el mundo. Perfeccionarse en esa línea, es lo propio del hombre, es su
derecho, de ahí la expresión de derecho natural en referencia a la ley natural que lo configura.
Su conocimiento, señala la Iglesia, puede lograrse por dos vías: mediante la razón o la revelación.
Ahora bien, éste es un tema de preocupación directa del Magisterio, porque, como señalara el Papa Pío XII,
"su enunciación, interpretación y aplicación pertenecen bajo su aspecto moral a la jurisdicción de la Iglesia.
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En efecto, la observancia de la ley natural, por disposición de Dios, está en relación con el ca mino por el que
el hombre ha de llegar a su fin sobrenatural".
Establecidos estos principios, la Iglesia los señala como punto de referencia respecto del cual se debe
contrastar la configuración del Estado y, por ende, el orden jurídico del mismo. Por ello, enseña que un
orden político que se funde en la ley natural "será resueltamente contraria a aquella corrupción que
atribuye a la legislación del Estado un poder sin freno ni límites".
Ahora bien, la Iglesia funda en esa misma concepción la necesidad de una ley positiva como
principio de ordenación de la sociedad, y señala la necesidad de su límite, con una condición: que la norma
positiva reconozca y respete a aquélla. No hacerlo hace inválida a la ley e, inclu so, pone en entredicho a la
autoridad que pretende imponerla: "El derecho de mandar constituye una exigencia del orden espiritual y
dimana de Dios. Por ello, si los gobernantes promulgan una ley o dictan una disposición cualquiera
contraria a ese orden espiritual y, por consiguiente, opuesta a la voluntad de Dios, en tal caso ni la ley
promulgada ni la disposición dictada pueden obligar en conciencia al ciudadano, ya que es necesario
obedecer a Dios antes que a los hombres (Act 5, 29); más aún, en semejante si tuación, la propia autoridad
se desmorona por completo y se origina una iniquidad espantosa", enseña Juan XXIII en la Pacem in
Terris.
Por tanto, toda obra legislativa que quiera ser humanamente eficaz, debe respetar el derecho natural y
fundarse en él mismo. Así lo clamaba el Papa Pío XII al asumir su pontificado y señalar las condiciones del
orden social que debería fundar la convivencia de las naciones una vez terminada la Segunda Guerra: "El
orden nuevo del mundo que regirá la vida nacional y dirigirá las relaciones internacionales no deberá en
adelante apoyarse sobre la movediza e incierta arena de normas efímeras, inventadas por el arbitrio de un
egoísmo utilitario, colectivo o individual, sino que deberá levantarse sobre el inconcluso y firme fundamento
del derecho natural y de la revelación divina. Es aquí donde debe buscar el legislador el espíritu de equili brio
y la conciencia de su responsabilidad, sin los cuales fácilmente se desconocen los límites exactos que separan
el uso legítimo del uso ilegítimo del poder".
Advierte la Iglesia que no todo derecho se somete al derecho natural, pues como señala el Papa León
XIII, hay leyes positivas que no dependen de aquél, sino de manera indirecta y remota, ya que determinan
una variedad de cosas que han sido reguladas por la naturaleza de modo general y en conjunto.
"La majestad del derecho positivo humano es inapelable únicamente cuando ese derecho se conforma
-o al menos no se opone- al orden absoluto establecido por el Creador e iluminado con una nueva luz por la
revelación del Evangelio".
El Ciudadano y la Ley
Establecido el criterio general de referencia para evaluar la ley, la Iglesia establece cual debe ser la
actitud de los hombres frente a ella, tanto en el caso de la ley justa como injusta.
En el primer caso, el magisterio no duda en señalar y hacer énfasis en que la observancia de la ley
positiva es un elemento indispensable del orden y de la paz e, incluso, es un medio para manifestar la
voluntad divina sobre el hombre. De ahí que sea moralmente obligatoria y necesaria la obediencia de la
misma.
En cambio, ante la ley injusta las expresiones de la Iglesia son tajantes y numerosas: Ya el Papa
León XIII señaló en su tiempo el deber ciudadano de luchar por la modificación de la ley mal orientada:
"Desplegar la propia actividad y usar de la influencia personal para hacer que los gobiernos cambien en bien
las leyes injustas o carentes de prudencia, es dar pruebas de una consagración a la patria tan acertada como
valiente, sin aceptar la menor sombra de hostilidad a los poderes encargados de regir la cosa pública".
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El juicio del Magisterio respecto de la ley injusta es ta jante: es nula. No existe como norma
obligatoria para la conciencia. No debe ser obedecida. V esto, como el afán por cambiarla, puede adquirir
el carácter de deber en algunas ocasiones.
La encíclica Sapientae Charistianae señala: "La ley no es otra cosa que una ordenación de la recta
razón, promulgada por la autoridad legítima para el bien común. Ahora bien, ni hay autoridad verdadera y
legítima si no proviene de Dios, gobernador supremo y dueño de todos, único que puede dar poder al
hombre respecto al hombre; ni la razón merece el calificativo de recta, cuando se aparta de la verdad y de la
razón divina; ni el bien puede ser verdadero si está en contradicción con el sumo e inconmutable y des vía y
aleja las voluntades del amor de Dios".
Advertencia
Cuando la doctrina social Cristian aborda los temas de autoridad y de bien común lo hace con sencillez, sin
tecnicismos. Y es lógico que así sea, pues, su objetivo no es científico, sino moral y pastoral.
Introducción
En la vida diaria encontramos múltiples ejemplos que nos muestran la necesidad de la autoridad. La
familia, la empresa, la escuela, el equipo de fútbol, la Iglesia y la propia sociedad necesitan inevitablemente
de una autoridad que coordine, armonice y encauce los diferentes intereses, objetivos, pareceres y
capacidades hacia el logro del bien común y, al mismo tiempo, que sancione a quien no cumple o coopera.
Cuando en un grupo humano no existe autoridad, cada uno hace lo que quiere; si alguien propone
algo, muchas veces se hace pensando sólo en los intereses particulares, si no hay quien obligue se deja de
hacer la parte que a cada uno corresponde. No hay sociedad ni grupo humano que subsista sin una autoridad.
Hoy es más común entender la autoridad como servicio y no como privilegio; existe además mayor
información sobre la actuación de la propia autoridad y sobre los derechos inviolables de la persona. Por esta
mayor conciencia la comunidad social repudia los regímenes autoritarios y las dictaduras de un partido o de
un hombre, por no ser conformes con la dignidad humana. AI mismo tiempo crece la conciencia de
participar en la construcción y en los beneficios del bien común: esa mayor participación que hoy se ve como
una esperanza, debe fomentarse. Ya lo decía el Concilio: "Es necesario estimular la voluntad de participar en
los esfuerzos comunes. Merece alabanza la conducta de aquellas naciones en las que la mayor parte de los
ciudadanos participan con verdadera libertad en la vida pública..." (GS 31). La doble aspiración hacia la
igualdad y la participación trata de promover un tipo de sociedad democrática de la que todos somos
corresponsables. (OA 24).
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Naturaleza de la Autoridad Política
La autoridad política representa la organización y estructuración del poder en la sociedad. Ya Santo
Tomás decía: "Una pluralidad sólo puede vivir como sociedad cuando uno preside y cuida el bien común,
pues una pluralidad persigue muchos fines, pero uno solo persigue uno solo". (STlq96, a 4).
En esta línea también se expresa León XIII: "La sociedad no puede subsistir ni siquiera concebirse, si
no encuentra a nadie para coordinar las voluntades individuales, conducir a la unidad las diversas tendencias
y hacerlas concurrir por su armonía a la unidad común" (Diuturnum Illud). Juan XXI11 nos dice lo siguiente:
"Una sociedad bien ordenada y fecunda requiere gobernantes, investidos de legítima autoridad, que
defiendan las instituciones y consagren, en la medida suficiente, su actividad y sus desvelos al provecho
común del país" (PT46).
La Gaudium et Spes no es menos clara: "Son muchos y diferentes los hombres que se encuentran en
una comunidad política y pueden con todo derecho inclinarse hacia soluciones diferentes. A fin de que, por la
pluralidad de pareceres, no perezca la comunidad política, es indispensable una autoridad que dirija la acción
de todos hacia el bien común, no mecánica ni despóticamente, sino obrando principalmente como una fuerza
moral que se basa en la libertad y en la responsabilidad de cada uno" (GS 74).
Todos los textos anteriores fundamentan la necesidad de la autoridad. Sin embargo, siendo
indispensable, no es absoluta: "La autoridad, no puede considerarse exenta de sometimiento a otra superior.
Más aún, la autoridad consiste en la facultad de mandar según la recta razón. Por ello, se sigue evidentemente
que su fuerza obligatoria procede del orden moral, que tiene a Dios como principio y último fin" (PT 47).
"Por este motivo, el derecho de mandar que se funda exclusiva o principalmente en la amenaza o el
temor de las penas o en la promesa de premios, no tiene eficacia alguna para mover al hombre a laborar por
el bien común, y, aun cuando tal vez tuviera esa eficacia, no se ajustaría en absoluto a la dignidad del
hombre, que es un ser racional y libre. La autoridad no es, en su contenido substancial, una fuerza física; por
ello tienen que apelar los gobernantes a la conciencia del ciudadano, esto es, el deber que sobre cada uno
pesa de prestar su pronta colaboración al bien común. Pero como todos los hombres son entre sí iguales en
dignidad natural, ninguno de ellos, en consecuencia, puede obligar a los demás a tomar una decisión en la
intimidad de su conciencia. Es éste un poder exclusivo de Dios, por ser el único que ve y juzga los secretos
más ocultos del corazón humano.
“"Los gobernantes, por tanto, sólo pueden obligar en conciencia al ciudadano cuando su autoridad
está unida a la de Dios y constituye una participación de la misma”. “Sentado este principio, se salva la
dignidad del ciudadano, ya que su obediencia a las autoridades públicas no es, en modo alguno,
sometimiento de hombre a hombre, sino, en realidad, un acto de culto a Dios, Creador solícito de todo,
quien ha ordenado que las relaciones de la convivencia humana se regulen por el orden que El mismo ha
establecido..." (PT 48 y 49).
Con estos elementos los Obispos Latinoamericanos señalan: "La autoridad, necesaria en toda
sociedad viene de Dios y consiste en la facultad de mandar según la recta razón. Por consiguiente su fuerza
obligatoria procede del orden moral y dentro de éste debe desarrollarse para que obligue en conciencia. La
autoridad es sobre todo una fuerza moral" (DP 499).
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La autoridad política tiene como razón de ser el bien común y como función dos grandes tareas: el
gobierno de los hombres y la administración de las cosas. El gobierno de los hombres se realiza mediante
leyes, códigos, reglamentos... de manera que es mediante un procedimiento jurídico y, dicho con más
precisión, moral, porque son preceptos que crean un deber de conciencia. En este sentido podríamos decir
que, para el gobierno, la autoridad usa normalmente de la convicción y de la obligación.
Ahora bien, aunque no se puede señalar una norma universal sobre cuál es la mejor forma de
gobierno, pues, debe tomarse en cuenta la situación y circunstancias de cada pueblo, la Iglesia juzga que la
democracia es la más conforme con la naturaleza humana y considera, además, que la real separación de
poderes — Ejecutivo-legjslativo y judicial- es altamente provechosa. (PT 69 y GS 75). Sencillamente
porque el principio capital que debemos sostener y defender es que el hombre es necesariamente fundamento,
causa y fin de todas las instituciones sociales y sólo la auténtica democracia puede asegurar esto (MM 219).
Por otra parte, aunque la Iglesia siempre ha manifestado que la autoridad es indispensable y que
estima altamente el servicio de quienes se consagran al bien de la vida pública (GS 75), sostiene que la
función de la autoridad es una función subsidiaria que no debe absorber ni aniquilar las responsabilidades y
derechos del individuo, de la familia y de los demás grupos sociales.
Para ejercer la subsidiaridad es necesario que "los ciudadanos por su parte, individual o
colectivamente, eviten atribuir a la autoridad política poder excesivo y no pidan al Estado, de manera
inoportuna, ventajas o favores en demasía, con riesgo de disminuir la responsabilidad de las personas, de las
familias y de las agrupaciones sociales" (GS 75). "Debe cuidarse de que los ciudadanos no vayan ca yendo en
una actitud de pasividad con respecto a la sociedad o de irresponsabilidad y egoísmo" (GS 69).
En realidad la doctrina de la Iglesia sobre la autoridad es muy antigua. Cristo mismo le dice a Pilato: "No
tendrías contra mí ningún poder, si no te hubiera sido dado de arriba" (JN. 19, 11). San Pablo también
escribe: "Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y
las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que quien se opone a la autoridad, se rebela contra
el orden divino, y los rebeldes se atraerán sobre sí mismos la condenación. En efecto, los magistrados no son
de temer cuando se obra el bien, sino cuando se obra el mal. ¿Quieres no temer a la autoridad? Obra el bien y
obtendrás de ella elogios, pues es para ti un servidor de Dios para el bien. Pero, si obras el mal, teme: pues no
en vano lleva espada, pues es un servidor de Dios para hacer justicia y castigar al que obra mal. Por tanto, es
preciso someterse, no sólo por temor al castigo, sino también en conciencia. Por eso precisamente pagáis los
impuestos, porque son funcionarios de Dios, ocupados asiduamente en ese oficio. Dad a cada cual lo que se
le debe; a quien impuestos, impuestos; a quien tributo, tributo; a quien respeto, respeto; a quien honor,
honor" (Rom. 13, 1-7).
En otro pasaje San Pablo escribe: "Ante todo recomiendo que se elevan súplicas, oraciones, peticiones
y acciones de gracias por todos los hombres, por los reyes y por todos los que ostentan autoridad" (1 Tim. 2.
1-2). San Pedro nos dice: "Sed sumisos a toda institución humana a causa del Señor; sea al rey como al que
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posee la autoridad suprema, sea a los gobernantes como a los que ha delegado para castigo de los malos y
alabanza de los buenos. Pues tal es la voluntad de Dios"(l Pe. 2,13-17).
Desde luego, no podemos entender estas enseñanzas como algo que se pueda traspasar, sin más, a nuestra
época. Pero hay un espíritu en todos estos textos que mucho nos pueden ayudar.
Origen de la Autoridad
Juan XXIII, citando a San Juan Crisóstomo nos dice: ¿Qué dices? ¿Acaso todo gobernante ha sido
establecido por Dios? No digo esto, no hablo de cada uno de los que mandan, sino de la autoridad misma.
Porque el que existan autoridades, y haya gobernantes y súbditos, y todo suceda sin obedecer a un azar
completamente provisional, digo que es obra de la divina sabiduría. En efecto, como Dios ha creado a los
hombres sociales por naturaleza y ninguna sociedad puede conservarse sin un jefe supremo que mueva a
todos y a cada uno con un mismo impulso eficaz, encaminado al bien común, resulta necesaria en toda
sociedad humana una autoridad que la dirija; autoridad que, como la misma sociedad, surge y deriva de la
naturaleza, y, por tanto, del mismo Dios, que es su autor" (PT46).
Ahora bien, del hecho de que la autoridad proviene de Dios no debe en modo alguno deducirse
que los hombres no tengan derecho a elegir los gobernantes de la nación, establecer la forma de
gobierno y determinar los procedimientos por tanto, es conciliable con cualquier clase de régimen
auténticamente democrático. (PT 52).
Es tradición de la moral cristiana sostener que, efec tivamente, toda autoridad proviene de Dios, pero
esta autoridad no es directamente una delegación de Dios a un hombre o a un partido, sino que la voluntad de
Dios se manifiesta a través de la voluntad del pueblo. La razón de esto, dicen, es que sólo el Autor tiene
derecho sobre su obra, el autor del hombre es Dios y él es el único con autoridad directa sobre el hombre. De
suerte que son los hombres quienes, voluntaria y libremente, mediante procedimientos que pueden ser muy
variados, tienen derecho a elegir a su autoridad política, y por lógica consecuencia, a destituirla si fuera el
caso y a elegir también el sistema de gobierno que desean. La Iglesia ni propone ni prefiere a ningún
sistema, sólo pide que se respete la dignidad del hombre y sus derechos fundamentales. (SRS41).
"Los hombres, las familias y los diversos grupos que constituyen la sociedad civil son conscientes de
su insuficiencia para lograr una vida plenamente humana y perciben la necesidad de una comunidad más
amplia, en la cual todos conjuguen a diario sus fuerzas en orden a una mejor procuración del bien común. Por
ello forman una sociedad política según tipos institucionales varios. La comunidad política nace, pues, para
buscar el bien común, en el que encuentra su justificación plena y su sentido, y del que deriva su legitimidad
primigenia y propia..." (GS 74).
Ahora bien, ¿qué es el bien común? "El bien común abarca todo un conjunto de condiciones sociales
que permiten y favorecen a los ciudadanos el desarrollo expedito y pleno de su propia perfección" (MM 65).
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"El bien común abarca el conjunto de aquellas condiciones de vida social con las cuales los hombres,
las familias y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección" (GS 74).
El bien común consiste en la realización cada vez más fraterna de la común dignidad, lo cual exige no
instrumentalizar a unos en favor de otros y estar dispuestos a sacrificar aún bienes particulares. (DP 317).
En otras palabras, el bien común, no es, no puede ser, ni la suma de bienes particulares porque se trata
de una realidad distinta, mayor y superior a la mera agregación, ni el bien de unos cuantos, de una minoría o
de la mayoría, sino el bien de todos. Un bien que tomando en cuenta la naturaleza humana tiene que ser
integral, material y espiritual.
Es frecuente señalar que el bien común de un país está constituido, en forma dinámica, por tres
bloques de elementos: 1.- la herencia cultural, histórica y de recursos naturales; 2.- las realizaciones de la
sociedad políticamente organizada: obras públicas, leyes, sistema de gobierno, etc. y 3.- el aporte responsable
de cada persona. Todo este conjunto de elementos debe permitir y favoreceré desarrollo integral de todos y
cada uno de los individuos. Evidentemente el bien común no va a proporcionar un igualitarismo, sino a dar
las mismas oportunidades a cada hombre, luego, cada uno, según sus facultades y capacidades aprovechará y
desarrollará en forma individual su ser personal. Habrá quienes lo hagan bien y quienes lo hagan regular o no
lo hagan, lo importante es que a todos se les den las mismas oportunidades y los mismos servicios. "El bien
común consiste principalmente en la defensa de los derechos y deberes de la persona humana" (PT 60).
Ahora bien, si la razón de ser de la autoridad política es el bien común, las autoridades deben observar
ciertos principios:
Han de orientar sus esfuerzos en provecho de todos, sin preferencia alguna por persona o grupo social
determinado, (PT 56).
Deben tener especial cuidado por los ciudadanos más débiles. (PT56).
Deben reconocer y defender los derechos y los deberes del hombre, de todo hombre y de todos los
hombres. (PT 60, 61 y 66).
Deben favorecer el ejercicio de los derechos humanos, armonizarlos y legislar de tal manera que siempre
sean tomados en cuenta. (PT 63 y 65). Es importante además que el Estado asegure y promueva
eficazmente la tutela de la libertad religiosa, como lo reafirma constantemente Juan pablo II.
Deben promover la activa participación de los ciudadanos en todo lo que tiene que ver con la vida de la
comunidad política, en especial deben permitir y favorecer la formación política de los jóvenes y de las
mujeres y abrir espacios para su participación activa en funciones decisorias, además de promover el
respeto y desarrollo de la dignidad humana de la mujer.
Por otra parte el Vaticano II señala obligaciones para la autoridad y para los ciudadanos:
"Es perfectamente conforme con la naturaleza humana que se constituyan estructuras jurídico-
políticas que ofrezcan a todos los ciudadanos, sin discriminación alguna y con perfección creciente,
posibilidades efectivas de tomar parte libre y activamente en el establecimiento de los fundamentos jurídicos
de la comunidad política, en el gobierno de la cosa pública, en la fijación de los campos de acción y de los
límites de las diferentes instituciones y en la elección de los gobernantes. Recuerden todos los ciudadanos el
derecho y el deber que tienen de votar con libertad, para promover el bien común. Los cristianos deben tener
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conciencia de la vocación particular y propia que tienen en la comunidad política; en virtud de esta vocación
están obligados a dar ejemplo de sentido de responsabilidad y de servicio al bien común: así demostrarán
también con los hechos cómo pueden armonizarse la autoridad y la libertad, la iniciativa personal y la
necesaria solidaridad del cuerpo social, las ventajas de la comunidad combinada con la conveniente
diversidad. El cristiano debe reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales discrepantes y debe
respetar a los ciudadanos que, solos o agrupados, defienden lealmente su manera de ver,.," (GS 75).
“Cuando la autoridad política, rebasando su competencia propia, oprime a los ciudadanos, éstos no deben
rehuir las exigencias objetivas del bien común; les es lícito, sin embargo, defender sus derechos y los de sus
conciudadanos contra el abuso de tal autoridad, guardando los límites que señala la ley natural y evangélica".
(GS 74).
La función de la autoridad política es pues, compleja y exige muchos y muy diversos deberes, pero
el papel de los ciudadanos no es menos exigente. Para que la autoridad cumpla su cometido, el bien común,
"es necesario que los gobiernos pongan todo su empeño para que el desarrollo económico y el progreso
social avance al mismo tiempo y para que, a medida que se desarrolla la productividad de los sistemas
económicos, se desenvuelvan también los servicios esenciales, como son, por ejemplo, carreteras,
transportes, comercios, agua potable, vivienda, asistencia sanitaria, medios que faciliten la profesión de la fe
religiosa y, finalmente, auxilios para el descanso del espíritu. Es necesario también que las autoridades se
esfuercen por organizar sistemas económicos de previsión para que el ciudadano, en el caso de sufrir una
desgracia o sobrevenirle una carga mayor en las obligaciones familiares contraídas, no le falte lo necesario
para llevar una vida digna. Y no menos empeño deberán poner las autoridades en procurar y en lograr que a
los obreros aptos para el trabajo se les dé la oportunidad de conseguir un empleo adecuado a sus fuerzas; que
se pague a cada uno el salario que corresponda según las leyes de la justicia y de la equidad; que en las
empresas puedan los trabajadores sentirse responsables de la tarea realizada; que se puedan constituir
fácilmente organismos intermedios que hagan más fecunda y ágil la convivencia social; que, finalmente,
todos, por los procedimientos y grados oportunos, puedan participar en los bienes de la cultura" <PT 64).
Los ciudadanos, por su parte, no sólo deben respetar a la autoridad, sino ayudarla en todo lo que
cada uno pueda, pagar impuestos, aceptar los cargos que se le impongan, sugerir, opinar, evaluar y, cuando
el caso lo requiera, denunciar todo lo que vaya en contra de la dignidad humana y del bien común.
Si bien es cierto que la enseñanza de la Iglesia reconoce la necesidad de la autoridad política también
es cierto que le señala límites:
El primero es el relacionado con su propia naturaleza: "su misión no es, en principio, la de asumir
directamente las funciones económicas, culturales y sociales que pertenecen a otras competencias". (Pío XII
14-7-1954).
El segundo límite se refiere a su vinculación con el orden moral: "El derecho de mandar constituye
una exigencia del orden espiritual y dimana de Dios. Por ello, si los gobernantes promulgan una ley o dictan
una disposición cualquiera contraria a ese orden espiritual y, por consiguiente, opuesta a la voluntad de Dios,
en tal caso ni la ley promulgada ni la disposición dictada puede obligar en conciencia al ciudadano, ya que es
necesario obedecer a Dios antes que a los hombres..." (PT 51).
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Otros límites hacen referencia al reconocimiento de la naturaleza, dignidad y responsabilidad de las
personas:
La actividad económica es función fundamental, no exclusiva, de los particulares (MM 51). Ahora bien,
la actividad económica no se puede dejar al libre juego de la oferta y de la demanda ni a la sola decisión
de la autoridad pública, sino que tiene que estar regulada por los criterios de solidaridad y subsidiaridad.
(GS 65 y SRS).
Las empresas económicas del Estado o de las instituciones públicas deben ser confiadas a aquellos
ciudadanos que sobresalgan por su competencia técnica y su probada honradez. (MM 118).
A la autoridad política corresponde impedir que se abuse de la propiedad privada en contra del bien
común. (GS 70 y PP 24).
Con respecto a la cultura a la autoridad pública compete, no al determinar el carácter propio de cada
cultura, sino el promoverla y facilitarla a todos. (GS 59). Porque no pertenece ni al Estado ni siquiera a
los partidos políticos el tratar de imponer una ideología, por medios que desembocarían en la dictadura
de los espíritus. (OA 25).
A la autoridad política corresponde también facilitar el acceso de todos a la vida pública. (GS 75).
Con respecto a los medios de comunicación social corresponde a la autoridad cuidar la veracidad y
moralidad de lo que se informa. (OA 20).
Finalmente a la autoridad toca el velar por los débiles y marginados y, en este sentido, equilibrar la
posesión de los bienes y riquezas sea mediante impuestos o leyes que favorezcan el bien común.
En resumen, la validez de este enfoque de la autoridad política y el bien común que nos ofrece la
doctrina social cristiana radica, no en un llamamiento a la inconsciente sumisión ciudadana, sino en pugnar
por un justo equilibrio entre sociedad política y sociedad civil, en el marco de los derechos humanos, el
marco del Evangelio.
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IGLESIA Y POLÍTICA
El tema es complejo y rico en aspectos. El problema que se plantea es el de la intervención de la Iglesia en
la vida política. ¿Es legítimo, e incluso es obligatorio para la Iglesia intervenir en la política, sea nacional, sea
internacional? Y si debe intervenir, ¿de qué modo, dentro de qué límites? ¿No sostiene la misma Iglesia la
'autonomía' de lo 'secular', y por tanto la autonomía de lo político respecto de lo religioso? Y si interviene en la
política ¿se mantiene el principio de la autonomía de lo secular? Pero por otra par te, la política es una realidad
humana que marca profundamente la vida de individuos y pueblos: la política es profundamente humana. Y
entonces ¿puede ser extraño a la Iglesia lo que es profundamente humano? ¿No es verdad que "los caminos de la
Iglesia pasan por los caminos del hombre"? Lo que afecta profundamente al hombre no puede quedar fuera del
interés y de las tareas de la Iglesia, fundada para el servicio de salvación de todo e! hombre y de todos los
hombres.
Problemas
El pensamiento ilustrado liberal sostiene que la religión está confinada al reducto de la conciencia
individual y aL ámbito de la familia, pero que no debe estar presente en el ámbito público. El ámbito público, el
campo de lo cívico, de lo social, de lo político, queda vedado para la religión y por tanto para la Iglesia, porque lo
religioso es asunto de la conciencia individual, de las relaciones íntimas, personales del hombre con Dios, se
realiza en el campo de lo espiritual separado de la vida material del hombre. Incluso el liberalismo ilustrado
utiliza un argumento teológico queriendo enseñarles teología a los teólogos. Jesús dijo: "dad al César lo que es de!
César y a Dios lo que es de Dios" (Mt 22, 21). Lo político pertenece al César, lo religioso a Dios. El mismo Jesús
habría separado lo político que es propio de los políticos (el César) y lo religioso que pertenece a Dios. La Iglesia,
dedicada por su fundador a lo religioso, no debe intervenir en la política.
Se manejan también otros argumentos, pero todos suponen la concepción filosófica individualista del
hombre sostenida por el liberalismo ilustrado. El hombre es esencialmente un individuo perfecto y solitario
dotado de libertad individual. La sociedad, entonces, no proviene de la naturaleza del hombre, sino de una
conformidad libre entre los hombres. Y así, supuesto que la religión pertenece a la naturaleza del hombre, a su
conciencia y libertad, no pertenece a la naturaleza humana la manifestación social de la religión, sino al acuerdo
libre de los hombres. Pero es falsa esta concepción individualista del hombre. En efecto, el hombre es por
naturaleza un ser personal, dotado de conciencia y libertad en donde se realiza la subjetividad individual más
íntima. Pero también por naturaleza es un ser social que se constituye y se construye por sus relaciones con los
demás hombres: naturalmente se constituye y se construye por la asimilación de la cultura de un Pueblo, por
tanto, por su referencia natural a lo social. De aquí que por la naturaleza del hombre todos los aspectos humanos,
lo artístico, lo científico, lo ético, lo religioso, lo político, lo económico, etc., que tienen una presencia peculiar en
la intimidad de la subjetividad humana, en la interioridad de la conciencia y la libertad, pueden por naturaleza
también manifestarse en la exterioridad de lo social y público. Así, el derecho a la libertad religiosa fundado en la
dignidad peculiar de la naturaleza espiritual encarnada de la Persona humana, es también por exigencia natural de
la sociabilidad del hombre, derecho a la manifestación social y pública de la fe religiosa.
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Presencia del Evangelio en el mundo humano
Pero vengamos ya al problema teológico: ¿Por qué la Iglesia puede y debe estar presente con su acción
salvífica en el campo de la política? La respuesta tiene como eje el concepto y la realidad de la salvación que es la
responsabilidad y encargo, función y misión de la Iglesia.
a. Salvación e Historia
En efecto, la salvación tiene su consumación en el mundo futuro que esperamos, pero se prepara ya en esta
historia humana de individuos y de Pueblos. La salvación se está realizando en nuestra historia. San Pablo usa a
veces el futuro y otras veces el pasado al hablar de la salvación: "seremos por él salvos de la cólera" (Rom 5, 9-
10) se compagina con la idea de que "nuestra salvación es objeto de esperanza" (Rom 8, 24); en cambio también
dice que "habéis sido salvados por su gracia" (Ef 2, 8). La intervención de Dios en la historia humana hace de esta
historia una historia de salvación: en efecto, todas las acciones de los hombres en este mundo, todas sus
decisiones en todos los ámbitos de la vida humana, sea en la interioridad de la conciencia, sea en la exterioridad
de la política, les servirán para su salvación o condenación (2 Cor 5, 10). Así, en la actividad política también se
juega la salvación. Se impone entonces la pregunta: ¿No acaso es legítimo y un deber de la Iglesia hacer presentes
los valores del Evangelio en el mundo de la política, para que los mismos políticos los asuman en sus tareas
políticas y conviertan su historia en historia de salvación?
b. Creación y salvación
La realidad de la salvación en la historia humana, —acción de Dios y respuesta activa del hombre—, es el
eje que desde la creación hasta la parusía (presencia gloriosa de Cristo que inaugura el mundo que esperamos)
atraviesa la historia de la salvación y fundamenta la legitimidad y necesidad de la presencia de la Iglesia en el
campo de la política. El Dios creador es el Dios salvador. La misma acción creadora es ya el primer acto de la
historia de la salvación. No pueden disociarse creación y salvación porque el fin de la creación es Cristo:
"todo fue creado por El y para El" (Col. 1, 16). Jesús de Nazaret –Hijo de Dios hecho hombre en su concreción
y singularidad es el primer predestinado de todo lo creado, y por razón de El todo lo que existe fue creado. El
mundo humano y toda la historia de los hombres tiene el mismo destino en el plan de Dios: "Si vivimos para el
Señor vivimos; y si morimos para el Señor morimos... Porque Cristo murió y volvió a la vida para eso. para ser
Señor de vivos y muertos" (Rom 14, 8-9). El destino que da sentido a todo lo humano y a todos los hombres se
expresa en términos de señorío, de dominio. De aquí que el acto de crear se realice como acción salvadora
centrada en Cristo. Ahora bien, toda la vida pública del hombre, la vida social y política, están en el orden de la
creación, pertenecen a la creación de Dios Padre. Por consiguiente, en el plan de Dios el mundo de la política
debe estar orientado salvíficamente hacia Cristo. La Iglesia, haciendo presente el Evan gelio en este mundo, es el
instrumento de Cristo resucitado para realizar este destino.
c. Encarnación y salvación
El eje de la historia de la salvación comienza con la creación y llega hasta la Parusía, pero pasa por la
historia humana del Hijo de Dios encarnado en Jesús de Nazaret. Salvación como comunión entre Dios y el
hombre se realiza ya en la unión substancial de lo humano y lo divino en la Persona del Hijo de Dios. La
encarnación es salvadora porque es esa comunión. Ahora bien, los Padres Griegos afirman: "lo que el Hijo de
Dios no asumió no lo salvó". Así, habiendo asumido todo lo que es humano —pues es "hombre perfecto" al que
nada humano le falta— es salvación para todo lo humano. Pero todo lo público, la vida política y social pertenece
a la naturaleza del hombre. Luego el Hijo de Dios asumiendo todo lo humano en la encarnación es oferta de
salvación para el mundo de la vida pública, para el mundo de la política. Ante esto uno se pregunta: ¿No son
éstas, fantasías teológicas o ingenuidad cristiana? ¿No es la política un poder de este mundo que "yace entero en
poder del Maligno"? El llamado 'realismo' de la política está lejos del 'reino de Dios'. ¿Pero acaso no es verdad
que Dios amó de tal modo a este mundo que le dio a su Hijo único para que el inundo se salve por El? (Jn. 3, 16-
17). La maldad de la política puede ser vencida por el amor de Dios.
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d. Salvación y escatología
La Parusía, presencia poderosa de Cristo resucitado en su segunda venida es la inauguración del mundo
futuro que esperamos. Con ella termina la historia de este mundo, lucha del 'misterio de iniquidad' contra el poder
del Espíritu de Dios. Con la Parusía comienza el mundo escatológico, definitivo. Pero este mundo escatológico ya
está presente en Cristo resucitado. Es en el hombre futuro, definitivo, ya presente en nuestra historia y activo en y
por medio de la Iglesia. La escatología ya está realizada en Cristo y está todavía por realizarse en "los que son de
Cristo". Pero la victoria del Señor resucitado ya está de antemano asegurada (Jn 16, 33: 1 Cor 15, 24-28). Ahora
bien ¿cuáles son los caminos de la victoria? ¿Cómo vencerá a todos los poderes enemigos de este mundo? Dios
sólo conoce estos caminos. A la Iglesia sólo le corresponde-hacer que toda la historia del hombre, en todos los
ámbitos de la vida humana, en el ámbito de la intimidad de la conciencia y en el de la publi cidad de lo político se
haga presente el poder del resucitado para la salvación de todos.
e. Fidelidad de la Iglesia
Cristo, el Señor resucitado, está presente en su Iglesia por medio del Espíritu, y la impulsa con el poder de
su resurrección para que continúe fiel a su misión salvífica. La salvación no es sólo 'espiritual', no es sólo
salvación del alma, sino también del cuerpo, es decir, de todo el hombre; no se realiza sólo por actos religiosos,
como la oración, los sacramentos, el sacrificio de la misa, sino también a través de todos los actos de la vida
humana que conforman la historia personal, y a través de las decisiones de todos que van constituyendo la
historia de los Pueblos. La Iglesia, por tanto, tiene el deber de evangelizar toda la vida humana en todos sus
aspectos, pues esa es su misión. Los hombres, oído el Evangelio, libremente lo aceptan o lo rechazan. Esa es su
responsabilidad frente a la historia de salvación. Con ello determinan definitivamente su destino. La Iglesia sería
infiel a su misión si no intentara hacer presente el Evangelio en todos los ámbitos de la vida humana.
f. El pensamiento liberal
¿Qué decir de los argumentos del pensamiento ilustrado liberal? Concebir lo religioso reducido a lo
espiritual, confinado a la esfera de la conciencia individual, es una visión dicotómica del hombre no avalada por
la experiencia humana. En el fenómeno humano todo está dividido, lo político y lo religioso, lo individual y lo
social, lo espiritual y lo económico. El hombre es una unidad plurivalente, en la que todos los aspectos deben
estar integrados equilibradamente. La razón -y además la fe. en el creyente - se encarga de realizar esa
integración. Por otra parte, el argumento tomado de las palabras de Jesús es una falsa interpretación de ellas
consideradas en su contexto.
Los fariseos y los herodianos le tendieron una trampa al Señor queriendo "sorprenderle en alguna palabra"
(Mt 22, 15). El saber teológico de los fariseos y la 'sabiduría' política de los herodianos, partidarios del Imperio
romano, le hacen una pregunta política a Jesús: "¿es lícito pagar tributo al César o no?" (Mt 22, 1 7). Jesús se dio
cuenta de su malicia y les dijo "mostradme la moneda del tributo" (Mt 22, 18). La moneda con la que el pueblo
arregañadientes pagaba el tributo a los romanos tenía la imagen del César y una inscripción que decía: "divo
Caesari" ("al César divino"). Y fundándose en esta inscripción Jesús contesta: "dad (o devolver) al César lo del
César y a Dios lo de Dios". Los pueblos no deben divinizar al César, pues sólo Dios es Dios y es el único
adorable. Hay que dar al César lo que en justicia le pertenece, pero nunca tratarlo como si fuera Dios. Como se ve
Jesús dio aquí a la vez, una lección religiosa y política, pero no aboga con sus palabras por la separación de lo
religioso y de lo político.
Modalidades de la acción eclesial
Avancemos finalmente hacia el segundo problema: ¿de qué modo debe la Iglesia intervenir en la política?
Quizás el término "intervenir" no sea teológicamente muy exacto. La misión de la Iglesia es de 'servicio salvífico',
y el termino 'intervención' tiene un matiz de acción: mediación con autoridad, con poder. Pero la exactitud o no
del término es secundaria y podrá aparecer en el análisis siguiente. Por otra parte hay que tener en cuenta que la
Iglesia está formada por la Jerarquía y el laicado. Así la palabra Iglesia puede entenderse de toda la Iglesia, o de
parte de ella.
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Praestantissimum (1888), acerca de la libertad humana y el liberalismo; Sapientiae Charistianae (1890),
acerca de los deberes cívico políticos de los católicos; Au milieu des sollicitudes (1892), dirigida a los obis-
pos franceses, acerca de las relaciones entre la Iglesia y el Estado; y Graves de Communi (1901), acerca de la
democracia cristiana. Escribió, además, multitud de resoluciones y dictámenes sobre problemas políticos
concretos que se le plantearon.
Los papas que siguieron a León XIII -San Pío X y Benedicto XV- no trataron de un modo directo y
específico los problemas políticos. Pasada la Primera Guerra Mundial, en cambio, el Papa Pío XI (1922-
1939) sí se ocupó de graves cuestiones políticas con las que tuvo que enfrentarse durante su pontificado. En
lucha contra las diversas formas de totalitarismo estatal, escribió diversos documentos muy significativos:
Non abbiamo bisogno, contra los excesos del fascismo italiano; la encíclica Divini Redemptoris, contra el
comunismo ateo de la Unión Soviética; y la encíclica Con viva inquietud (Mit brennender Sorge), contra los
errores del nacional socialismo alemán. Escribió, además, la gran encíclica Quadragesimo Anno, para
conmemorar el aniversario de la Rerum Novarum, de León XIII. Su sucesor, el Papa Pío XII, en su primera
encíclica Summi Pontificatus y en sus claros y profundos radiomensajes de Navidad, durante los años de la
Segunda Guerra Mundial, renovó y dejó claramente asentada la doctrina política de la Iglesia, especialmente
en el tema de la democracia cristiana, en sus relaciones con la paz. y la justicia internacional.
El Papa Juan XXIII, en su breve pontificado de cinco años, nos dejó dos magníficas encíclicas, sobre
la cuestión social, una: Mater et Magistra (1961), y sobre la paz entre los pueblos, otra: Pacem in Terris
(1963). En las dos trató, de prevenir, pero en forma muy importante, los problemas políticos. Lo mismo hizo
el Papa Paulo VI, en su encíclica Populorum Progressio, sobre el desarrollo de los pueblos (1967), y en su
carta apostólica Octogésima Adveniens (1971), acerca de los nuevos aspectos de la cuestión social, al cumplir
ochenta años la encíclica Rerum Novarum. El Papa Juan Pablo II no se ha ocupó directamente, de temas
políticos, pero también hizo referencias circunstanciales a los principios de la Iglesia en esa materia, en sus
numerosas alocuciones y encíclicas.
Totalitarismo
Atenta, pues, a los grandes problemas políticos de la humanidad, la Iglesia Católica se ha enfrentado
con valor y decisión a los desafíos que cada época le ha presentado. El tiempo en que estuvo en apogeo el
liberalismo político, con sus resabios anticlericales y secularistas, luchó por aclarar el punto de la legitimidad
del poder del Estado y su compatibilidad con el poder eclesiástico, así como los deberes cívicos y políticos de
los católicos. Señaló que todas las formas de gobierno eran lícitas con tal de que buscaran el bien común.
Más tarde, cambiadas las circunstancias, tuvo que pugnar por la defensa de los derechos fundamentales de la
persona humana contra las diversas formas de totalitarismo estatal. Ese totalitarismo se desarrolló en la
primera postguerra europea, entre los años de 1919 a 1945.
¿Qué era el totalitarismo? ¿Qué significado tenía? Era. ante todo, una expresión del poder absoluto
del Estado. Se basaba, en el fondo, en la concepción hegeliana del Estado absoluto: el estado era la
personificación del orden moral en el mundo; más todavía, del orden divino; el Estado era dios en la Tierra.
Con este antecedente resultaba que el Estado era muy superior a los individuos que lo componían. El Estado
era el todo, los individuos las partes. Los presuntos derechos que éstos pudieran alegar, eran una aprobación
del Estado y nunca podrían hacerse valer contra él. Con esto quedaba claro que el totalitarismo estatal era
algo más amplio y radical que la simple dictadura de un jefe del Estado. Afectaba al sistema mismo y lo
constituía en un demonio del que nadie podía escapar.
El Estado totalitario adoptó tres formas principales en el continente europeo, a partir de la Primera
Guerra Mundial hasta la Segunda: la del comunismo soviético, desde 1917, en el viejo imperio ruso; la del
fascismo, desde 1922, en Italia; y la del nazismo o nacional socialismo, desde 1933, en Alemania. Sus
grandes jefes y promotores fueron Lenin, en la Unión Soviética; Benito Mussolini, en Italia, y Adolfo Hítler,
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en el ámbito germánico. Las tres formas de totalitarismo diferían mucho entre sí en cuanto a sus metas y sus
modos de acción, pero coincidían, en lo fundamental, en cuanto a su concepción del Estado absoluto
omnicomprensivo.
Mussolini fue el forjador de las frases que expresaban claramente la estructura y la finalidad del Estado
totalitario: "Todo dentro del Estado. Nada fuera del Estado. Nada, absolutamente nada, contra el Estado".
Con esto se quería dar a entender que ni los hombres, como personas individuales, ni los grupos sociales,
quedaban fuera del radio de la acción estatal. El Estado lo abarcaba todo y actuaba en forma absoluta.
Frente a este terrible peligro del totalitarismo, que era una forma más refinada de esclavitud política y
amenazaba extenderse a otros países del mundo, la Iglesia Católica reaccionó pronta y eficazmente, por
medio de las encíclicas sociopoliticas del Papa Pío XI, con el fin de denunciar ante la opinión pública
mundial y orientar a todos los católicos y hombres de buena voluntad acerca de los males de los Estados
totalitarios. Primero fue la encíclica Non abbiamo bisogno, de 1931, en la que el Romano Pontífice condenó
los abusos de la dictadura italiana; vino después la carta llamada en alemán Mit brennender Sorge (Con viva
inquietud), en la que denunció valientemente los errores y excesos del nacional socialismo alemán, el 14 de
marzo de 1937; y, por último, 5 días después, el 19 de marzo de 1937, la encíclica Divini Redemptoris, en la
que señaló los males del comunismo ateo, practicado por la Unión Soviética. Con estas tres encíclicas dejó
clara la postura de la Iglesia ante la amenaza totalitaria. Y los documentos pontificios sirvieron de base y de
aliento a otros importantes movimientos católicos acerca del mismo tema. La XXIX sesión de las Semanas
Sociales de Francia, llevada a cabo en 1937, tomó como tema el de "la persona humana en peligro" y
constituyó un comentario amplio y de fondo al pensamiento papal. Y, a su vez la XXX sesión de dichas
Semanas se ocupó del problema de la libertad y las libertades en la vida social, en el año 1938. Las dos
semanas constituyeron una magnífica defensa del hombre frente al totalitarismo.
Autoritarismo
Desde la época en que iban cobrando auge los Estados totalitarios en la Unión Soviética, Italia y
Alemania, aparecieron en Europa algunas formas de regímenes autocráticos que repudiaban la democracia
liberal y buscaban nuevas formas de democracia orgánica. Era una democracia nacionalista, corporativa y
funcional. Se extendieron, sobre todo, en la península ibérica, con los gobiernos de Oliveira Salazar, en
Portugal, y de Franco en España. Esos gobiernos tenían mucho de dictadura personalista, pero también, en el
fondo, constituían ensayos de democracia más disciplinada, más orientada hacia el orden que a la libertad.
Duraron varías décadas, pero no pudieron sobrevivir a la muerte de sus jefes de Estado.
El fenómeno del autoritarismo supone siempre un predominio del elemento autoridad de los
gobernantes sobre la libertad de los individuos y grupos, pero sin caer en los excesos del totalitarismo con su
concepción y realización del Estado absoluto. En las últimas décadas se ha manifestado, sobre todo, de una
manera muy típica, en la América Latina bajo la forma de dictaduras militares o regímenes de "seguridad
nacional". Han sido dictaduras transitorias que no han tenido más justificación que la de salvar a los res -
pectivos países de situaciones peligrosas de emergencia. En muchas ocasiones han desaparecido, una vez
pasada su necesidad, para dar lugar a nuevos regímenes democráticos. Cuando esas dictaduras perduran y
quieren convertirse en permanentes, pierden toda legitimidad.
Otra forma de autoritarismo es la de algunos países socialistas que pretenden seguir el modelo
marxista leninista de la Unión Soviética. En este caso, que por desgracia se ha reproducido en diversos
continentes desde fines de la Segunda Guerra Mundial, es difícil hablar de un simple autoritarismo,
propiamente dicho. Se trata, en realidad, de un verdadero totalitarismo comunista, con las características que
son propias de esta forma de Estado, aun cuando los gobiernos pretendan disfrazarse, hipócritamente, de de-
mocracias o repúblicas populares.
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De todas maneras, la tendencia al autoritarismo sigue siendo muy fuerte en el mundo actual, y hay
que seguir luchando, de una manera constante, por la democracia y la libertad. Así lo sostiene la doctrina
social y política de la Iglesia Católica.
Democracia
Frente al totalitarismo y al autoritarismo de la época contemporánea, la Iglesia ha defendido siempre
la democracia, como la expresión no sólo de una mejor forma de gobierno, sino de un régimen político y
social que va de acuerdo con la dignidad de la persona humana, su libertad y su destino trascendente. Se
trata, pues, de la democracia como un estilo de vida propio de un pueblo maduro y responsable.
Desde León XIII, con su encíclica Graves de Communi, los Romanos Pontífices han propuesto a los
hombres el ideal de una democracia inspirada en las normas cristianas, o sea. que reconozca y respete las
características de los hombres con su dignidad de hijos de Dios y partícipes de la redención de Cristo.
El que quizá explicó de una manera más amplia y profunda la doctrina sobre la verdadera democracia
en el pensamiento de la Iglesia Católica, fue el Papa Pío XII (1 939-1958) en su radio mensaje al mundo
entero del 24 de diciembre de 1944, o sea, la víspera de la Navidad del sexto año de guerra. En esa ocasión,
todavía trágica y luctuosa de un mundo envuelto en llamas, hizo brillar con sus palabras la aurora de la
esperanza para los pueblos que tanto habían sufrido. Y les hizo ver que los acontecimientos del conflicto
bélico habían despertado a los hombres de su letargo y los habían puesto en una nueva actitud frente al
Estado y los gobernantes: una actitud interrogativa, crítica, desafiante. Ya no podían admitir los privilegios
de un poder dictatorial, incontrolable e intangible, y reclamaban un sistema de gobierno que fuera más
compatible con la dignidad y la libertad de los ciudadanos. Ese sistema tenía que ser el democrático.
El Papa recuerda, a este respecto, que según la enseñanza de la iglesia, no está prohibido el preferir gobiernos
moderados de forma popular, con tal de que quede a salvo la doctrina católica sobre el origen y el ejercicio
del poder público, y que la Iglesia no reprueba ninguna de las diversas formas de gobierno con tal de que
sean aptas, en sí mismas, para procurar el bien de los ciudadanos. Por eso se admite que la democracia,
entendida en un sentido amplio, puede revestir diversas formas y realizarse lo mismo en las monarquías que
en las repúblicas.
Y después de aclarados estos presupuestos básicos, Pío XII se plantea dos cuestiones de capital
importancia: ¿Cuáles deben ser los caracteres distintivos de los hombres que viven en democracia y bajo el
régimen democrático? Y ¿cuáles son los caracteres distintivos de los hombres que en una democracia ocupan
el poder público? Respecto de la primera, el Romano Pontífice subraya que en una democracia la opinión
personal de cada uno es de suma importancia. El Estado democrático no debe basarse en una aglomeración
amorfa de individuos, sino en la unidad orgánica y organizadora de un verdadero pueblo. Pueblo y masa no
son lo mismo. El ciudadano debe ser libre y responsable. Y respecto de la segunda cuestión, se establece que
los poseedores del poder público deben cumplir las exigencias de orden moral y espiritual que imponen las
reglas jurídicas y de justicia, y evitar, sobre todo, el absolutismo del Estado.
Así se establece y defiende la doctrina católica sobre la democracia.
Al distinguir los órdenes del conocimiento de la fe y de la razón, el Concilio Vaticano II reconocía y alentaba
una justa libertad de investigación de las ciencias y la cultura. Ello pide -dice la constitución Gaudium el Spes- que el
hombre "salvados el orden moral y la común utilidad, pue da investigar libremente la verdad y manifestar y propagar su
opinión, lo mismo que practicar cualquier ocupación y, por último, que se le informe verazmente acerca de los su cesos
públicos".
Esta declaración se hace eco y reafirma el mensaje del Papa Juan XXIII primero en expresar a todo el mundo,
de manera clara, el Derecho a la Información, en el contexto de los derechos humanos fundamentales que deben ser
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respetados y promovidos como fundamento para la paz. Así había dicho en la encíclica Pacem in Terris: "todo ser
humano tiene el derecho natural al debido respeto de su persona, a la buena reputación, a la libertad para buscar la
verdad y dentro de los límites del orden moral y del bien común, para manifestar y defender sus ideas, para cultivar el
arte y, finalmente, para tener una objetiva información de los sucesos públicos".
El Concilio Vaticano II recogió una rica tradición de enseñanza pontificia en materia de comunicaciones socia-
les, que parten de la ética y la organización social, pero que se proyectan, incluso, en el campo de una teología de la
comunicación.
Ante la importancia de los medios de comunicación social, el último concilio les dedicó un documento
especial, el decreto Intermirifica, del cual se deriva, a su vez. la instrucción pastoral Communio et Progressio, de la
Pontificia Comisión para las Comunicaciones Sociales, elaborada por mandato de los padres conciliares. Ambos
documentos, junto con algunas referencias de la Gaudium et Spes, el decreto De Documenismo, la declaración De
Libertate Religiosa y el decreto De Activitate Missionali, son la síntesis de una enseñanza pastoral iniciada con el Papa
Gregorio XVI y continuada hasta nuestros días.
Principios Generales
Asociándolas al tema de la cultura, la Iglesia señala que, la información y la comunicación están al servicio del
desarrollo pleno del hombre y de la sociedad, la promoción del bien, la comunión y el progreso en la convivencia
humana, para que unidos en paz y con justicia, los hombres aprovechen los bienes de la tierra y, sobre todo, amen y
sirvan a Dios, mediante el conocimiento de su mensaje de salvación. Por eso se afirma que la ''comunión y el progreso
en la convivencia humana son los fines principales de la comunicación social y de sus instrumentos".
Si bien en el pasado, y ante la agresión que por medio de la prensa sufría, la Iglesia pudo reaccionar de una ma -
nera defensiva: rápidamente promovió su aprovechamiento, tanto para el cumplimiento de la misión de la Iglesia, como
para garantizar una mayor integración de la sociedad y el perfeccionamiento del hombre. Por ello reconoce a los
medios de comunicación, a todos, como dones de Dios, conforme a sus designios y que sirven al cumplimiento del
mandato divino de poseer y dominar la tierra.
Sin embargo, advierte acerca del correcto uso de los mismos, por lo que recuerda que deben usarse para el
descubrimiento y conquista de la verdad; deben ser honestos y contemplar al hombre en su integridad; deben
orientarse al bien común y, por tanto, sus mensajes deben ser útiles a la vida y al progreso de la sociedad y,
finalmente, deben guardar equilibrio entre noticias, enseñanzas y pasatiempos, así como entre diversiones selectas y
populares.
Al respecto de los mensajes, la Iglesia recuerda con especial énfasis que éstos se dirigen directamente a indivi-
duos, aunque por el modo de propagarse, afectan y mueven a toda la sociedad, ya que a través de ellos se muestra la
vida del mundo de hoy, su estilo de vida y la mentalidad de nuestro tiempo. Asimismo, observa y advierte que con las
nuevas tecnologías y medios ha aparecido un lenguaje nuevo.
Para su correcto uso propone el modelo de la eterna comunicación entre el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo, que se continúa mediante la comunicación de Dios a los hombres, iniciando la historia de la salvación, hasta
comunicarse El mismo, con la Encarnación, hasta compartir, con la Redención, la verdad y la vida de Dios mismo, con
lo que Cristo aparece como mediador entre el Padre y los hombres, y asume el papel del perfecto comunicador, pues al
darse en la Eucaristía asegura la comunión perfecta entre Dios y los hombres.
Información y Comunicación
Aunque utilizados continuamente en los textos pontificios, en los últimos tiempos hay una mayor conciencia de
su distinción, señalando que la información debe dar cuenta de los acontecimientos en su contexto, sin aislarlos de la
realidad, de manera que cuantos reciban sus mensajes, comprendan los problemas de la sociedad y puedan prestar
atención a los mismos y esforzarse en su perfeccionamiento.
En cuanto a la comunicación, se emiten criterios de conducta ética que parten de la ley de la sinceridad, la hon-
radez y la verdad. No basta, pues, la buena intención y la recta voluntad, para que la comunicación resulte, sin más,
honesta. Es además necesario que la comunicación, difunda los hechos a partir de la verdad, esto es, que dé una imagen
verdadera de las cosas y que ella misma tenga su propia verdad intrínseca, se enseña.
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Además, la Iglesia recuerda que el valor moral de los mensajes no sólo depende de su contenido o de su
enseñanza teórica, sino también del motivo que la determina, del modo y técnica de expresión y persuaden, de las
circunstancias y de la diversidad de los hombres a los que se dirige.
Por ello, al proponer la verdad, debe impulsar al hombre a realizar el bien y al disfrute de la belleza. Sin
embargo, advierte que es necesario evitar que la solicitación constante a los sentidos se imponga al uso mismo de la
razón.
Acepta la Iglesia la libertad de expresión e, incluso, señala la necesidad de la formación de una auténtica
opinión pública, aunque remarca e insiste que sus límites son la honestidad y el bien común. Por ello, el derecho a la
información, que es un derecho individual, es, también, una exigencia de bien común.
Deberes Profesionales
Los sucesivos documentos Pontificios reconocen la importancia y trascendencia de la labor de los
profesionales de la comunicación, por lo que constantemente apela a ellos para que desarrollen un recto ejercicio de la
misma, recordándoles, que el objeto de la misma debe ser la información verdadera y, "salvadas la justicia y la caridad,
íntegra".
Por tanto, corresponde a los profesionales prepararse adecuadamente para ejercer con capacidad y responsabili-
dad la tarea de investigar los hechos -respetando los derechos y dignidad del hombre-, como de difundirlos, de tal
manera que exalten la verdad y el bien, ya que "informando e incitando, pueden dirigir recta o desgraciadamente al
género humano".
Recuerda la Iglesia que los profesionales no deben pretender imponer su mensaje al receptor pasando sobre su
libertad, de tal suerte que se pretenda imponer un dominio colectivo de las conciencias. "Sería un abuso manifiesto -
escribe Juan XXIII- el que esta misma información escrita, auditiva o visual, se convirtiese en lo que se llama hoy una
acción psicológica, que tiene por objeto imponer a las masas criterios prefabricados; pues el pueblo se con vertiría en
masa, según la distinción puesta de relieve con tanta claridad por Pío XII en su mensaje de navidad de 1944".
Receptores
Es la Iglesia la primera institución en llamar la atención a los receptores para no permanecer pasivos, sino
actuar críticamente frente a los medios, de tal manera que se encuentren preparados para interpretar cuanto les ofrecen
los mismos, ya que ello les permite aprovecharlos y beneficiarse lo más posible de ellos, rechazar los mensajes
inadecuados y, finalmente, participar activamente en la vida social.
Asimismo, considerando que la opinión pública ejerce Un poderoso influjo en la vida pública y privada, es
deber de todos, por justicia y caridad, formarse y extender una recta opinión, con ayuda de los medios de
comunicación.
Insiste la Iglesia en que los hombres tengan cuidado en recibir información por personal y libre elección de los
medios, de tal suerte que favorezcan aquellos que impulsen la virtud, la ciencia y el arte, y se eviten los que provocan
daño espiritual, el mal ejemplo o promueven el mal.
Para la formación de un recto criterio, la Iglesia pide atender los juicios de la autoridad competente, y
acatarlos. También exhorta a entender a fondo lo oído, visto y leído, para lo cual recomienda la integración de grupos
de análisis de los mensajes, en donde se aprenda el uso de los medios, según la edad de los receptores.
Particular llamado de atención se hace a los padres de familia, a quienes corresponde vigilar los espectáculos y
lecturas, de tal suerte que no penetren al hogar los que son dañinos a los hijos, o para que éstos no acudan a ellos.
Autoridad
Corresponde a la autoridad civil asegurar y garantizar la verdadera y justa libertad de información, fomentar la
religión, la cultura y las bellas artes, así como defender a los destinatarios para que puedan gozar libremente de sus de -
rechos.
La Iglesia solicita de la autoridad la promulgación y ejecución de las leyes que eviten daños a la moral pública,
y que alienten el progreso social, impidiendo el uso depravado de los medios de comunicación social, ya que ello res-
tringe la auténtica libertad de los hombres.
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Siempre celosa de la correcta interpretación de la libertad, la iglesia ha señalado sus condiciones y límites. El
Papa Juan XIII dijo en un mensaje a los abogados italianos:
“El derecho a la verdad y a la orientación hacia una norma moral objetiva, fundada sobre la perpetuidad de las
leyes divinas, es anterior y superior a otros derechos y exigencias. La libertad de Prensa debe encuadrarse y discipli-
narse en este respecto a las leyes divinas reflejándose en las humanas, como la libertad de los individuos está encuadra -
da y disciplinada por la observancia de las leyes positivas.
"Y así como no es lícito al ciudadano libre -por el hecho- de proclamarse libre- inferir ofensa violenta y daño a
la libertad, a los bienes, a la vida de su prójimo, así no puede ser lícito a la prensa -bajo pretexto de que ésta debe ser
libre - atentar diaria y sistemáticamente contra la salud religiosa y moral de la humanidad.
"Toda otra exigencia de lucro y de difusión de noticias debe estar sujeta a estas leyes básicas.
"Esta conciencia clara va unida a la exacta comprensión de la misión propia de cada uno. Tal misión es, en
efecto, no sólo informativa, sino formativa, es decir, mira a dar una educación. Nadie puede negar, en efecto, que los
órganos de prensa sean no sólo medios con los que se expresa la opinión pública, sino también instrumento de orienta-
ción, de formación y, por lo tanto, a veces también de deformación de la opinión pública.
"Las posiciones de firmeza exigidas a los católicos son, pues, las siguientes: no tener miedo a ser tachados de
escrupulosos o de exagerados en mantener una actitud de reprobación hacia cierta prensa. Por lo tanto, no cooperar, no
contribuir al crédito, no favorecer y ni siquiera nombrar a la prensa perversa. No temer valerse de todos los medios
para hacer entrar a este sector en la disciplina humana y civil, todavía antes que cristiana. A tal obra de defensa y de
firmeza están llamados principalmente los católicos y todos cuantos tengan una recta conciencia y una sincera voluntad
de ser útiles a la sociedad, porque, sobre todo en este campo, se debe sentir la gravedad del pecado de omisión".
Publicidad
Por último, conviene recordar que la Iglesia no se opone a la publicidad, aunque advierte que su finalidad y
métodos deben ser dignos del hombre, por lo que debe someterse a los dictados de la verdad y las normas del bien co-
mún, tanto nacional como internacional, referido a los individuos o a las colectividades.
Rechaza, en cambio, cualquier forma de persuasión que se oponga al bien común, que intente impedir la públi -
ca y libre opinión, que deforme la verdad o infunda prejuicios en las mentes de los hombres, difundiendo verdades a
medias o discriminándolas según un fin preestablecido, o pasando por alto algunas verdades importantes.
La publicidad, dice la instrucción Communio et Progressio, "es ciertamente muy útil a la sociedad. Por ella el
comprador conoce los bienes y los servicios que se ofrecen; y así también se promueve una más amplia distribución de
los productos. Con esto se ayuda al desarrollo de la industria, que contribuye al bien general. Esto es saludable con tal
que quede siempre a salvo la libertad de elección por parte del comprador, y aunque se utilicen las necesidades
primarias excitando el deseo de unos bienes, la publicidad debe tener en cuenta la verdad dentro de su estilo
característico.
"Pero si la publicidad presenta al público unos artículos perjudiciales o totalmente inútiles, si se hacen
promesas falsas en los productos que se venden, si se fomentan las inclinaciones inferiores del hombre, los difusores de
tal publicidad causan un daño a la sociedad humana y termina por perder la confianza y autoridad. Se daña a la familia
y a la sociedad cuando se crean falsas necesidades, cuando continuamente se le incita a adquirir bienes de lujo cuya
adquisición puede impedir que atiendan a las necesidades realmente fundamentales. Por lo cual, los anunciantes deben
establecerse sus propios límites de manera que la publicidad no hiera la dignidad humana ni dañe la comunidad. Ante
todo debe evitarse la publicidad que explota sin recato los instintos sexuales buscando el lucro o que de tal manera
afecta al subconsciente, que se pone en peligro la libertad misma de los compradores."
La Iglesia anota, además, el peligro que representan para la libertad de los medios, los grandes recursos
económicos canalizados a la publicidad, o de que este dinero sólo se canalice a los medios más poderosos, en perjuicio
de los más modestos, lo que pondría en peligro la necesaria pluralidad de medios de comunicación disponibles para los
receptores. Una visión mercantilista puede llegar a provocar que el público termine por menospreciarlos bajo la idea de
que su único objetivo es estimular las necesidades para propagar el uso de cualquier producto.
Corresponde pues a todos: empresarios de los medios, profesionales, público, autoridades y publicistas, asumir la parte
que a cada cual corresponde en la recta ordenación de los mismos, para que sean elementos de búsqueda y difusión de
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la verdad, de la promoción del arte y la belleza y el fomento de la virtud y el bien, como elementos en los que se funde
la relación de los hombres, su vida común, su desarrollo integral y el logro del bien común.
Tradicionalmente, las cuestiones relativas a la población, a la paternidad responsable o al control natal se consideraban
como problemas relacionados con la moral individual, especialmente con la moral sexual y familiar. Poco a poco ha
ido creciendo la conciencia de que los problemas poblacionales están íntimamente relacionados con la moral
sociopolítica. Como afirman los obispos del Brasil:
Actualmente, en el caso de la fecundidad, es el destino de una nación y del mundo lo que está en juego.
No se trata sólo de un problema de ámbito exclusivamente conyugal o familiar. No se trata sólo de salvar los
derechos de los individuos y de los esposos. La nación y el mundo tienen el derecho de multiplicar sus hijos en
la medida en que pueden alimentarlos y educarlos. Se trata, en último término, de una exigencia del bien co-
mún. Hoy, por lo tanto, el valor moral de la procreación, es el resultado también de consideraciones de orden
económico, social y demográfico.'
De hecho, desde el pontificado de Juan XXIII, los Papas y las Conferencias Episcopales se han preocupado fre-
cuentemente de orientar a los fieles acerca de los aspectos sociopolíticos del problema demográfico, sin descuidar claro
está, aquellos aspectos que afectan más al individuo y a la pareja.
A) EL PROBLEMA DEMOGRÁFICO
Comenzaremos, pues, planteando la realidad del problema demográfico para pasar luego al estudio de las dis-
tintas soluciones que se han dado y al análisis de la posición del magisterio social de la Iglesia en este campo.
Quizá lo principal del llamado problema demográfico queda magníficamente expuesto en el comienzo del
párrafo que Pablo VI le dedica en la Populorum Progressio:
Es cierto que muchas veces un crecimiento demográfico acelerado añade sus dificultades a los problemas del
desarrollo; el volumen de la población crece con más rapidez que los recursos disponibles y nos encontramos,
aparentemente, encerrados en un callejón sin salida (n. 37).
En este texto conviene subrayar la expresión "crecimiento acelerado". El problema no se plantea tanto en tér-
minos de cantidad de población cuanto en términos de "ritmo de crecimiento de la población", especialmente cuando
comparamos "ritmos de crecimiento demográfico"
con "ritmo de crecimiento económico"; aunque desde luego no identificamos de ningún modo desarrollo con mero
crecimiento económico.
Distingamos, pues, entre "explosión demográfica" y "superpoblación". Para poner un ejemplo, si México en
1986 tenía una población de 80 millones de habitantes, con un crecimiento algo superior al 2% anual, podemos afirmar
que México no es un país superpoblado (su densidad es de sólo 40 habitantes por km2), pero es un país con un fuerte
problema demográfico, no sólo porque frente al crecimiento poblacional su crecimiento económico ha sido negativo en
1986 (- 3%), sino también por las graves injusticias que se dan en la distribución del ingreso mexicano (recordemos las
cifras que nos señalan que el 10% de las personas más ricas en México tienen el 36.7% de la riqueza nacional, mientras
que el 40% más tiene solamente el 10.3% En otras palabras: en México los más ricos tienen 50 veces más que los más
pobres). Con las actuales estructuras México no podrá soportar los 580 millones de habitantes que tendrá dentro de
cien años si su población sigue creciendo al ritmo actual.
En el extremo contrario un país sobrepoblado como Holanda, con 423 habitantes por km2, no tiene problema
demográfico debido a su magnífica situación económica y a la equitativa distribución de la riqueza. Más bien el pro -
blema que comienza a presentarse es la posibilidad de que dentro de poco la población vaya disminuyendo, debido a la
fuerte limitación de los nacimientos.
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Además del problema demográfico de muchas naciones, sobre todo en el Tercer Mundo, la cuestión se presenta
también a nivel mundial. Las cifras nos revelan que en el planeta Tierra existe una auténtica explosión demográfica. Si
alrededor de 1650 la población mundial era de unos 500 millones, en 1930 llegó a los dos mil millones, para duplicarse
45 años después en 1975. En 1987 hemos llegado a los cinco mil millones de habitantes.
En plan ya de prospectiva, los demógrafos indican que manteniendo el índice actual de crecimiento del 1.1% anual, en
el año 2150 la población mundial sería de 85 mil millones y para dentro de unos 700 años habría en la tierra una
persona por metro cuadrado, incluyendo las áreas marítimas. Está claro que algo se hará para no llegar a este extremo.
1. Los gobiernos neomalthusianos. encabezados por los Estados Unidos, han defendido la tesis de la necesidad
ineludible del control de los nacimientos, recurriendo si es preciso a medidas represivas. Para estos gobiernos el creci -
miento incontrolado de la población es la causa principal de la pobreza, hambre, destrucción del medio ambiente y
otros males. Es necesario, según ellos, actuar primero sobre la fecundidad. Si se disminuye la población por la difusión
de técnicas anticonceptivas, esterilizantes y abortivas, se reducirán las cargas que implica el aumento poblacional. y los
capitales podrán dedicarse a mejorar los distintos (actores del desarrollo. Como dijo Robert McNamara. ex presidente
del Banco Mundial, "el mayor de los obstáculos al progreso económico y social de casi todo el mundo subdesarrollado
es el desenfrenado crecimiento demográfico". Las políticas consiguientes se inspiran en la frase del ex-presidente de
los Estados Unidos. Lindon Johnson: "Son más rentables cinco dólares invertidos en el control de la natalidad que cien
invertidos en el desarrollo económico".
De acuerdo con esta ideología, los Estados Unidos, con la ayuda de ciertos organismos de la ONU y de algunos
países europeos, han instalado toda una serie de agencias demográficas que con la colaboración de sus filiales en el
Tercer Mundo, procuran llevar a la práctica sus postulados neomalthusianos, sin respetar normalmente el derecho de
los padres de familia a determinar el número de sus hijos y el espaciamiento entre ellos. (Uno de los casos más graves
de esta política neomalthusiana es el de Puerto Rico, en donde el 33% de las mujeres en edad de procrear han sido
esterilizadas, la mayoría sin su consentimiento. Otro caso típico, aunque sin la intervención de Norteamérica, es la
actual campaña del “hijo único por pareja”, que se está llevando a cabo en la China comunista
2. La otra postura frente al problema demográfico es la del desarrollismo. Los gobiernos e instituciones que la
defienden insisten en la prioridad del desarrollo socio-económico y de la más justa distribución de la riqueza. De hecho
se ha comprobado que el aumento del nivel de vida es uno de los factores claves para frenar la explosión demográfica.
Con acertada expresión se ha dicho que "el desarrollo es la píldora anticonceptiva más eficaz". Se argumenta en contra
de los neomalthusianos, que los datos históricos muestran que el crecimiento de la población es muchas veces
ventajoso para los países, mientras que gran parte de los efectos negativos que se le atribuyen son en realidad
consecuencia de inadecuadas estructuras sociales y de las relaciones desiguales de intercambio con las que funciona la
economía mundial.
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Refiriéndose ya concretamente a la cuestión demográfica, el mismo Pablo VI afirmaba:
Cuando la Iglesia se interesa por los problemas de la población, lo hace por deber de fidelidad a su
misión. Esta preocupación procede de su interés por la promoción del bien integral, tanto material como
espiritual, de todo el hombre y de todos los hombres. La Iglesia sabe que población significa hombres, seres
humanos. Por el hecho de ser depositaría de una Revelación en la cual el Autor de la vida nos habla del
hombre, de sus necesidades, de su dignidad, la Iglesia lleva muy dentro del corazón todo lo que puede servir al
hombre. Y al mismo tiempo, se procupa por todo lo que puede comprometer la dignidad innata y la libertad de
la persona humanas.
1° Frente a la acusación, muy generalizada en ambientes extraeclesiales. de que la Iglesia está a favor de un
crecimiento demográfico incontrolado, los textos del Magisterio afirman que la doctrina católica en cuestiones de na-
talidad no constituye, tal como afirmó Pablo VI en la inauguración de la Conferencia de Medellín, "una ciega carrera
hacia la superpoblación; ni disminuye la responsabilidad ni la libertad de los cónyuges a quienes no prohíbe una
honesta y razonable limitación de la natalidad, ni impide las terapéuticas legítimas, ni el progreso de las
investigaciones científicas".
Oigamos, entre otros muchos textos, la voz de los obispos de la República Dominicana: "Defender, sin más,
hoy en nombre de la Iglesia, como ideal, la familia ilimitada, confiados en la providencia divina, sería falso. La Iglesia
aprueba una legítima regulación de la familia. Es más, la defiende".
Es importante recalcar que el Magisterio de la Iglesia puede afirmar que en ciertas circunstancias se hace nece -
sario el control de la natalidad, como consecuencia de la paternidad responsable. Así lo han declarado, por ejemplo, los
obispos de México:
El episcopado reconoce que en México existe un grave problema demográfico, consiste en el
desequilibrio entre el aumento de la población y el mejoramiento de condiciones de vida dignas de la persona
humana, especialmente cuando se trata de las grandes mayorías. Reconoce que. en tanto no se logra el
equilibrio entre aumento de la población y mejoramiento de condiciones de vida, digna de la persona humana,
se ve la necesidad de una honesta regulación de la natalidad.
Ciertamente para que sea lícita esta regulación o control de la natalidad, deben darse dos condiciones: a)que
sea fruto de la paternidad responsable; b) que se haga por medios moralmente lícitos, ya que como señala la Gaudium
et Spes: "Cuando se trata de conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de la vida, la índole moral de la
conducta no depende solamente de la sincera intención y apreciación de los motivos, sino que debe determinarse con
criterios objetivos tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos" (n. 51). Se admite el uso de los métodos
naturales.
3º “Juzgamos que la única solución del problema demográfico consiste en un desarrollo económico y social
que conserve y aumente los verdaderos bienes del individuo y de toda la sociedad". Esta afirmación de Juan XXIII en
la Mater et Magistra (n. 192) es fundamental en el Magisterio de la Iglesia sobre la cuestión demográfica. Pablo VI
insistió en la misma idea en diversos documentos: "La solución del problema de la población está en función de los
esfuerzos emprendidos para hacer realidad la justicia social". "Todo programa relativo a la población debe ponerse al
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servicio de la persona humana... Uno de los grandes temas que debe ser examinado es, pues, el tema de la jus ticia
social".
Como afirman los obispos brasileños: "El desarrollo social simultáneo con el desarrollo económico es la
alternativa más válida hacia la promoción de un pueblo para el ejercicio social simultáneo con el desarrollo económico
es la alternativa más válida hacia la promoción de un pueblo para el ejercicio responsable de la paternidad y la más
consecuente con el respeto debido a la dignidad humana y a la justa liberstad de los cónyuges".
Como consecuencia los obispos de diversas naciones denuncian las presiones ejercidas sobre el crecimiento
poblacional de los países del Tercer Mundo como alternativa a los cambios sociales urgentes. Una auténtica polí tica de
desarrollo integral es más exigente, pero jamás puede ser sustituida por unas campañas, más o menos impuestas, de
control de la natalidad.
4° La Iglesia considera que las actuales campañas antinatalistas son un acto de agresión de los países ricos
contra los pobres, fruto de lo que en algunos documentos se llama "colonialismo inadmisible del imperialismo
neomalthusiano".
EI Papa Pablo VI atacó duramente estas campañas en su discurso a los participantes en la Conferencia Mundial
de las Naciones Unidas sobre la alimentación, celebrada en Roma en noviembre de 1974:
Es inadmisible que los que tienen el control de los bienes y de los recursos de la humanidad intenten
resolver el problema del hambre impidiendo a los pobres nacer, o dejando morir de hambre a los niños cuyos
padres no entran dentro del cuadro de planes teóricos fundados sobre puras hipótesis concernientes al futuro de
la humanidad. En otro tiempo, en un pasado que esperamos esté superado, las naciones han hecho la guerra
para apoderarse de las riquezas de los vecinos. Pero, ¿no es una nueva forma de guerra imponer una política
demográfica limitativa a las naciones, para que éstas no puedan reclamar su justa parte de los bienes de la
tierra.
El Papa Juan Pablo II, por su parte, condenó también lo que se ha llamado el "chantaje demográfico";
La Iglesia condena, como ofensa grave a la dignidad humana y a la justicia, todas aquellas
actividades de los gobiernos o de otras autoridades públicas, que tratan de limitar de cualquier modo la
libertad de los esposos en la decisión sobre los hijos. Por consiguiente hay que condenar totalmente y
rechazar con energía cualquier violencia ejercida por tales autoridades en favor del anticoncepcionismo e
incluso de la esterilización y del aborto procurado. Al mismo tiempo, hay que rechazar como gravemente
injusto el hecho de que en las relaciones internacionales, la ayuda económica concedida para la promoción de
los pueblos esté condicionada a programas de anticoncepcionismo, esterilización y aborto procurado
(Familiaris Consortio, 30).
Hay muchos documentos de los episcopados que condenan estas campañas antinatalistas. promovidas especial-
mente por Estados Unidos. En honor a la verdad, hay que afirmar que fueron los mismos obispos de los Estados Uni-
dos los primeros que las denunciaron en un documento del 18 de noviembre de 1966. En él se afirma: "Deploramos
que la ayuda en alimentos o en dinero esté sometida a condiciones, expresas o no. que impliquen la prevención de na-
cimientos. Nuestro país no puede permitirse el imponer sus puntos de vista a otro, ya se trate de su desarrollo o del nú -
mero de hijos".
5º Al analizar mas en profundidad las causas que han provocado las actuales campañas neomalthusianas,
diversos episcopados se refieren a una política demográfica que tiene por finalidad mantener intactas las actuales
posiciones de privilegio de los países ricos, especialmente desde el punto de vista económico. Algunos documentos
hablan del propósito de mantener la actual situación de dependencia.
6° La Populorum Progressio señala que "los poderes públicos, dentro de los límites de su competencia, pueden
intervenir (en materia demográfica), llevando a cabo una información apropiada y adoptando las medidas convenientes,
con tal de que estén de acuerdo con las exigencias de la ley moral y respetan la justa libertad de los esposos" (n. 37).
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En un interesante documento los obispos chilenos complementan esta doctrina subrayando el hecho de que,
para preservar la justa privacidad de la vida sexual de los esposos, la intervención subsidiaria del Estado en las cuestio-
nes demográficas debe ser por vía indirecta. Esto significa que el Estado puede intervenir por medio de la educación,
por medio de la seguridad social y por medio de la formación de una conciencia solidaria, lo cual lleva consigo la
posibilidad y la obligación de elaborar políticas demográficas. Ahora bien, al proporcionar elementos que capaciten,
posibiliten y motiven para una paternidad responsable, las autoridades deben hacerlo sin presiones que impidan la li -
bertad personal.
El problema consiste muchas veces en que el grado de ignorancia y de pobreza llega a tal extremo que las
personas son incapaces de comprender, y mucho menos practicar, la paternidad responsable. Se impone, pues, el desa-
rrollo liberador como única alternativa para llegar a una educación para dicha paternidad responsable, que tenga
también en cuenta las necesidades nacionales y mundiales.
El mismo Papa en su encíclica Sollicitudo reí Socialis se ha referido al "lanzamiento de campañas sistemáticas
contra la natalidad... en contraste no sólo con la identidad cultural y religiosa de los mismos países, sino también con la
naturaleza del verdadero desarrollo". Y añade:
Sucede a menudo que tales campañas son debidas a presiones y están financiadas por capitales
provenientes del extranjero y, en algún caso, están subordinadas a las ayudas y a la asistencia económico-
financiera. En todo caso, se trata de una falta absoluta de respeto por la libertad de decisión de las personas
afectadas, hombres y mujeres, sometidas a veces a intolerables presiones, incluso económicas para someterlas
a esta nueva forma de opresión. Son las poblaciones más pobres las que sufren los atropellos, y ello llega a
originar en ocasiones la tendencia a un cierto racismo, o favorece la aplicación de ciertas formas de eugenismo
(no mezclarte con otras culturas, pueblos, familia para no bajar la calidad de la especie). Igualmente racista.
En los veinte años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial la mayoría de los países de Asia y
África se independizaron, empezando con India, bajo el liderazgo espiritual de Gandhi.
Pero la independencia política no siempre implicaba una verdadera independencia y justicia
económica y financiera. A las nuevas relaciones que surgieron entre los países ricos y pobres, con sus nuevos
problemas, respondió la Iglesia en las encíclicas Mater et Magistra (nos. 157-184) y Pacem in Terris (nos.
80-145) del Papa Juan XXIII de 1961 y 1963, respectivamente.
Entre las sugerencias concretas de Mater et Magistra están: que no se destruya la sobreproducción
agrícola de los países ricos, sino que se la done a los países en vía de desarrollo, compensando a los
agricultores del primer mundo (MM, 161-162); la cooperación científica, técnica y financiera por
medio de "préstamos de capitales"- a los países subdesarrollados (MM. 163-165); y todo sin repetir
los errores que cometieron los países ricos en el siglo XIX (MM, 169-170); evitando el neocolonialismo,
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es decir ayudar "sin intención alguna de dominio político" (MM, 171-174); respetando, además "la
integridad del sentido moral de estos pueblos" (MM. 175-177); siendo en todo este esfuerzo la Iglesia
Católica como un fermento (MM. 178-184).
Es de notar que cuando Mater et Magistra habla de "los préstamos de capitales" a los países
subdesarrollados, no menciona para nada el problema de la deuda externa, que en aquel entonces
nadie vislumbraba o preveía.
Dada la creciente interdependencia económica, social y política de todos los países del mundo y dada la
imprescindible conexión que existe entre el ejercicio de la autoridad pública y la promoción del bien común,
el Papa Juan XXIII pide que las facultades de la Organización de las Naciones Unidas sean amplificadas
hasta llegar a una autoridad mundial que gobierna al mundo, respetando la competencia propia de cada
Estado, según el principio de la función subsidiaria (PT. 130-145).
La encíclica Populorum Progressio, (1967). del Papa Pablo VI, entra más en detalle con respecto a las
relaciones comerciales y financieras entre países ricos y pobres. Distingue exigencias de solidaridad (nos. 45-
55), de justicia social en las relaciones comerciales (nos. 56-65) y exigencias de la caridad universal (nos. 66-
80) en las relaciones económicas de los países ricos y pobres. Entre las exigencias de solidaridad
internacional se destaca la lucha mundial contra el hambre, que debe acabar con el escándalo de que
anualmente mueren millones de niños en tierna edad: "lo superfino de los países ricos debe servir a los países
pobres" (PP, 49). Entre las exigencias de justicia social está una regulación internacional de los precios de las
materias primas que los países pobres exportan a los países ricos, y de los productos de consumo y de los
bienes de capital e insumos que los países ricos exportan a los países pobres (PP, 57). No es lícito el
neoliberalismo en las relaciones comerciales internacionales (PP, 58). No se deben permitir las bruscas
variaciones en los precios de los productos de exportación de los países pobres a los países ricos, de modo
que se debe aplicar lo dicho por el Papa León XIII sobre las limitaciones de la libertad de contrato en función
de la justicia social, "a los contratos internacionales" (PP, 59). Lo mismo dirá en 1986 la Comisión de
Justicia et Pax sobre los contratos de la deuda.
I. Principios Éticos
En primer lugar debe haber solidaridad "en lugar del dominio de los más fuertes". En segundo lugar, "la
aceptación de una corresponsabilidad en la deuda internacional respecto de las causas y las soluciones". En tercer
lugar "relaciones de confianza en vista de una cooperación en la búsqueda de soluciones". En cuarto lugar,
"compartir... los sacrificios necesarios, teniendo en cuenta la prioridad de las necesidades de las poblaciones mas
indefensas". En quinto lugar, "la búsqueda de soluciones incumbe ante todo a los actores financieros, pero
incumbe también a los responsables políticos y económicos". En sexto tugar, "la urgencia impone soluciones
inmediatas en el marco de una erica de supervivencia" y además "medidas de largo plazo".
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Entre las causas del endeudamiento están "las fluctuaciones de la moneda" y "la brusca caída de las
cotizaciones del petróleo". La corresponsabilidad arriba mencionada requiere aquí "medidas inmediatas a tomar"
para controlar estos "mecanismos globales que parecen escapar a todo control".
Entre las medidas que los países en desarrollo deberían tomar destacan las siguientes:
En primer lugar, se debe "promover un crecimiento económico sostenido y asegurar el desarrollo del
país". Los factores del crecimiento económico son entre otros, "la elección de los sectores prioritarios, la
selección rigurosa de las inversiones, la reducción de los gastos del Estado, una muy estricta gestión de las
empresas públicas, el control de la inflación, el sostén de la moneda, la reforma fiscal, una sana reforma agraria,
las incitaciones a las iniciativas privadas, la creación de empleos".
En segundo lugar, se debe buscar "una apertura" internacional de la economía nacional, evitando, sin
embargo, "una liberalización inmediata y total de los intercambios internacionales (que) corre el peligro de crear
una competencia peligrosa para las economías de los países en desarrollo".
En tercer lugar, se debe fomentar "la cooperación regional, especialmente entre los países en desarrollo".
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III. 3 Responsabilidades de los acreedores respecto a los deudores
Por un lado, se debe reconocer que los países deudores pueden encontrarse ante situaciones de urgencia en
las que son "incapaces de satisfacer el servicio de su deuda -y ni siquiera el pago de los intereses anuales-". Ante
estas situaciones los acreedores deben asumir una actitud que refleja "una solidaridad de supervivencia".
Por otro lado, "tienen los acreedores derechos reconocidos por los deudores en orden al pago de intereses,
a las condiciones y plazos de reembolso". Sin embargo, los acreedores no pueden exigir su ejecución por todos los
medios, sobre todo si el deudor se encuentra en una situación de extrema necesidad.
Entre las medidas que deben adoptarse están, en primer lugar, "condiciones de reembolso que son
compatibles con la cobertura de las necesidades esenciales de cada deudor". Estas condiciones son, entre otras,
"la disminución de las tasas de interés, la capitalización de los pagos (que van) más allá de una tasa de interés
mínimo, una reestructuración de la deuda en un plazo más largo, facilidades de pago en moneda nacional".
Además, "en algunos casos, los Estados acreedores podrán convertir los préstamos en donaciones" e "incitarán a
los bancos comerciales a continuar los préstamos a países en desarrollo".
En segundo lugar, deben los bancos comerciales acreedores aceptar una "reestructuración de la deuda,
revisión de las tasas de interés (y) un nuevo impulso de las inversiones Hacia los países en desarrollo". El
(mandamiento, por medio de nuevos préstamos, debe estar "en función de su impacto sobre el crecimiento, de
preferencia a otros proyectos cuya rentabilidad es más inmediata y más segura".
En tercer lugar, deberían las empresas multinacionales participar en la "repatriación de capitales
(beneficios y amortizaciones)" y en "nuevas inversiones (y) reinversiones en el mismo lugar".
En la lucha entre liberales y conservadores, que se dio especialmente en el siglo pasado, la Iglesia
Católica dio la impresión con demasiada frecuencia de ser partidaria del mantenimiento del "antiguo
régimen", es decir: de unas estructuras sociales que no respetaban los derechos fundamentales de la persona
humana.
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Sin embargo, a partir del pontificado de León XIII se fue dando en la Iglesia un cambio significativo
que la llevó, en nombre de la fidelidad al Evangelio, a una actitud más favorable a los aspectos positivos de
las libertades modernas. Se fue, pues, eliminando el talante exclusivamente conservador de la Iglesia, en un
movimiento que culminó en el Concilio Vaticano II y que todavía continúa.
En todos los niveles del Pueblo de Dios se ha dado un proceso de concientización que ha llevado a
una mayor sensibilidad frente a las injusticias de todo tipo que afligen a gran parte de la humanidad. Hoy
todo cristiano sabe, al menos teóricamente, que Dios no quiere la miseria inmerecida de los pobres.
El comienzo de la constitución pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo de hoy, es
significativo de este cambio de mentalidad:
Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo,
sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de
los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La
comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu
Santo en su peregrinar hacia el Reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para
comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de
su historia, (n. 1).
Además, a la luz del mensaje del Evangelio (cf. las parábolas del juicio final y del buen samaritano:
Mt 25, 31-46 y Lc 10, 29-37) los cristianos vamos comprendiendo mejor que no es posible el amor a Dios
sin un amor efectivo, y no sólo afectivo, al prójimo, En palabras de los obispos en el Documento de Puebla:
"La Iglesia profesa que todo atropello a la dignidad del hombre es atropello al mismo Dios, de quien es
imagen" (n, 306).
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En los países en vía de desarrollo no menos que en los otros, los seglares deben asumir como
tarea propia la renovación del orden temporal. A los seglares les corresponde, con su libre iniciativa y
sin esperar pasivamente consignas y directrices, penetrar de espíritu cristiano la mentalidad y las
costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en que viven. Los cambios son necesarios, las
reformas profundas, indispensables: deben emplearse resueltamente en infundirles el espíritu
evangélico (n. 81 : cf. OA, 48).
Juan Pablo II ha insistido también en que, ante la gravedad de la situación actual, el católico no puede
convertirse en defensor del statu quo, sino en artífice del cambio necesario.
Así lo afirmaba en su primer viaje a Estados Unidos, después de señalar que no es suficiente la ayuda de
tipo asistencial.
No debéis retroceder ante reformas, incluso profundas, de actitudes y estructuras que pueden
resultar necesarias para volver a crear una y otra vez las condiciones necesarias en las que los
desvalidos gocen de oportunidades nuevas en la dura batalla de la vida. Los pobres de Estados Unidos
y del mundo son vuestros hermanos y hermanas en Cristo. No podéis contentarnos nunca con dejarles
sólo las migajas de la fiesta. Tenéis que tomar de vuestras posesiones - y no de lo que os sobra- para
ayudarles. Y debéis tratarlos como invitados de vuestra mesa familiar.
El mismo Juan Pablo II en su primera encíclica Redemptor Hominis afirmaba refiriéndose al pasaje
evangélico del juicio final (Mt 25, 31 -46):
Esta escena escatológica debe ser aplicada siempre a la historia del hombre, debe ser siempre
"medida" de los actos humanos como un esquema esencial de un examen de conciencia para cada uno
y para todos: "tuve hambre y no me disteis de comer;... estuve desnudo y no me vestísteis;... en la
cárcel y no me visitasteis". Estas palabras adquieren una mayor carga amonestadora, si pensamos que,
en vez del pan y de la ayuda cultural, a los nuevos Estados y naciones que se están despertando a la
vida independiente, se les ofrece a veces en abundancia armas modernas y medios de destrucción,
puestos al servicio de conflictos armados y de guerras que no son tanto una exigencia de la defensa de
sus justos derechos y de su soberanía sino más bien una forma de "patriotería", de imperialismo, de
neocolonialismo de distinto tipo. Todos sabemos bien que las zonas de miseria o de hambre que
existen en nuestro globo, hubieran podido ser "fertilizadas" en breve tiempo, si las gigantescas
inversiones de armamentos que sirven a la guerra y a la destrucción, hubieran sido cambiadas en
inversiones para el alimento que sirvan a la vida (n. 16).
En estas últimas palabras, Juan Pablo II hace referencia a un aspecto de la cuestión que es preciso
subrayar. Si en la actualidad hay hambre, pobreza y "miseria no merecida" (PP, 9) no es a causa de un
fatalismo histórico, sino porque falta voluntad eficaz para cambiar la organización socio-política vigente.
Como ha dicho un célebre filósofo, hoy es posible "el final de la utopía", es decir: existen los medios
adecuados y suficientes para cambiar las cosas; hoy es posible eliminar lo que en otros tiempos era
imposible, utópico, Es ésta una razón muy seria por la que todos debemos luchar por el cambio necesario.
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toda iniciativa y de toda responsabilidad, viviendo con frecuencia en condiciones de vida y de trabajo
indignas de la persona humana...
Cada día se agudiza más la oposición entre las naciones económicamente desarrolladas y las restantes,
lo cual pone en peligro la misma paz mundial. Los hombres de nuestro tiempo son cada día más sensibles a
estas disparidades, porque están plenamente convencidos de que la amplitud de las posibilidades técnicas
y económicas que tiene en sus manos el mundo de hoy puede y debe corregir este lamentable estado de co-
sas. Por ello son necesarias muchas reformas en la vida económico social y un cambio de mentalidad y de
costumbres en todos (GS 63).
Así pues, el magisterio social de la Iglesia enseña con claridad y firmeza que los católicos deben
empeñarse en cambiar los "mecanismos que, por encontrarse impregnados no de un auténtico humanismo,
sino de materialismo, producen a nivel internacional, ricos cada- vez más ricos a costa de pobres cada vez
más pobres" (Puebla, 30).
En realidad, la relación entre conversión y cambio de estructuras no debe plantearse desde una
posición de antes o después. Es necesario trabajar al mismo tiempo en ambos aspectos, ya que entre los dos
se da un influjo mutuo: la conversión ayuda a que se den cambios eficaces de estructuras, pero éstos facilitan
al mismo tiempo el necesario proceso de conversión interior. El Documento de Puebla ha expresado muy
bien esta dialéctica en los dos siguientes textos:
El cambio necesario de las estructuras sociales, políticas y económicas injustas no será verdadero y
pleno si no va acompañado por el cambio de mentalidad personal y colectiva respecto al ideal de una vida
humana digna y feliz que a su vez dispone a la conversión (n. 1155)
La Iglesia llama, pues, a una renovada conversión en el plano de los valores culturales para que desde
allí se impregnen las estructuras de convivencia con espíritu evangélico. Al llamar a una revitalización de los
valores evangélicos, urge a una rápida y profunda transformación de las estructuras, ya que éstas están
llamadas, por su misma naturaleza, a contener el mal que nace del corazón del hombre, y que se manifiesta
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también en forma social, y a servir como condiciones pedagógicas para una conversión interior en el plano de
los valores (n. 438).
La democracia moderna designa ante todo una filosofía general de la vida humana y de la vida política y un
estado de espíritu, que encuentran su realización más natural en la forma de gobierno del mismo nombre, que consiste,
según la conocida expresión, en el "gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo".'
El principio filosófico fundamental en el que se apoya la democracia es la igualdad esencial de los seres
humanos; por ello la raíz de la democracia es la filiación divina de todos los redimidos supuesto que todos somos
hermanos Cristo.
Bajo la inspiración evangélica en función de la historia, la conciencia profana ha comprendido que un solo
principio de la liberación, un solo principio de esperanza, un solo principio de paz, puede levantar la masa de
servidumbre e iniquidad y triunfar de ella, porque este principio desciende en nosotros de la fuente creadora del
mundo, más fuerte que el mundo, el amor fraternal cuya ley promulgó el Evangelio para escándalo de los poderosos, y
que es, el cristiano lo sabe, la caridad misma de Dios derramada en los corazones.
Y esa conciencia profana ha comprendido que en el orden temporal, social y político, el alma y el vínculo
constitutivo de la comunidad social, más allá de la amistad cívica es el amor fraternal. Es la fe en la fraternidad huma -
na, el sentido del deber social de compasión para el hombre en la persona de los débiles y de los que sufren, la con -
vicción de que la hora política por excelencia es la de hacer la vida común mejor y más fraternal, y de trabajar para
hacer, de la arquitectura de leyes, de instituciones y de costumbres de esta vida común, una casa para hermanos.
Pero esta casa para hermanos no podría constituirse sin la participación de todos cuantos estuvieran
interesados en la obra; la casa de todos tiene que ser la obra de todos, por ello la participación es la palabra clave de la
democracia moderna. Cada vez en mayor medida mayor número de ciudadanos quieren asumir plenamente la
responsabilidad de vivir en sociedad y ser coautores del orden político-jurídico “que proteja mejor en la vida pública
los derechos de la persona, como son el derecho de libre reunión, de libre asociación, de expresar las propias opiniones
y de profesar privada y públicamente la religión. Porque la garantía de los derechos de las personas es condición
necesaria para que los ciudadanos, como individuos o como miembros de asociación, puedan participar activamente en
la vida y en el gobierno de la cosa pública... a fin de que todos los ciudadanos, y no solamente algunos privilegiados,
puedan hacer uso efectivo de los derechos humanos”. La dignidad humana reclama que “los hombres puedan con pleno
derecho dedicarse a la vida pública”, de la cual “se siguen para los ciudadanos nuevas y amplísimas posibilidades de
bien común, porque, primeramente, los gobernantes, al ponerse en contacto y dialogar con mayor frecuencia con los
ciudadanos, pueden conocer mejor los medios que más interesan para el bien común, y, por otra parte, la renova ción
periódica de las personas en los puestos públicos no sólo impide el envejecimiento de la autoridad, sino que además le
da la posibilidad de rejuvenecerse en cierto modo para acometer el progreso de la sociedad”.
Hace más de cuatro décadas, Pío XII anunciaba un aura de esperanza que brotaba desde lo más hondo del co -
razón de los pueblos oprimidos: “Los pueblos despiertan del letargo prolongado en que yacían y asumen, con rela ción
al Estado y aquellos que lo rigen, una actitud nueva. La actitud que interpela, que critica, que desconfía. Aleccionados
por amargas experiencias, los pueblos se oponen hoy con mayor agresividad contra toda concentración dictatorial,
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intocable e incensurable, y claman por un sistema de gobierno más en consonancia con la dignidad y la libertad de los
ciudadanos".(Alocución para la democracia el 24 de diciembre de 1944)
De la magnitud y la naturaleza de los sacrificios que se exigen a todos los ciudadanos especialmente cuando las
actividades del Estado son tantas y tan decisivas como en nuestros días, "para muchos -dice Pío XII- la forma de -
mocrática de gobierno viene a ser postulado natural impuesto por la razón misma".
La Gaudium et Spes reitera y desarrolla este postulado al decir que "es perfectamente conforme con la naturaleza
humana que se constituyan estructuras político-jurídicas que ofrezcan a todos los ciudadanos, sin discriminación
alguna y con perfección presente, posibilidades efectivas de fornar parte libre y activamente en la fijación de los
fundamentos jurídicos de la comunidad política en el gobierno de la cosa pública, en la determinación de los campos de
acción y de los límites de las diferentes instituciones y en la elección de los gobernantes". Y esto es así porque la
democracia es el único camino para obtener una racionalización de la política, o, en otros términos, es la organización
de las libertades fundada en la ley.
La democracia, por otra parte, como la concibe una sana filosofía política moderna y se desprende de la doctri -
na social de la Iglesia, no se reduce únicamente a lo político, sino que abarca lo social y lo económico, y a la que se
puede denominar como Democracia integral o Democracia solidarista. Para calificar a un sistema como verdaderamen -
te democrático (y vitalmente cristiano) debe de considerarse el grado de participación del pueblo en el poder (de-
mocracia política), en el ingreso (democracia económica) y en la cultura (democracia social).
Se requiere para ello un cambio de estructuras políticas, económicas y sociales. En otros términos, se trata de
"promover a todos los hombres y a todo el hombre", lo que sólo será posible mediante un profundo cambio de estructu-
ras y de instituciones de la sociedad orientado al establecimiento de un régimen político que concilie el respeto y
vigencia de los derechos y libertades políticas con la realización de la justicia social.
Pero se debe tomar conciencia de que "la transformación de estructuras es una expresión externa de la conver-
sión interior. Sabemos que esta conversión empieza por nosotros mismos... pues el cambio necesario de las estructuras
sociales, políticas y económicas injustas no será verdadero y pleno si no va acompañado por el cambio de mentalidad
personal y colectiva respecto al ideal de una vida humana digna y feliz que a su vez dispone a la conversión".
Por otro lado, es necesario insistir en que sin democracia política, sin elecciones libres y respetadas, no es
posible la democracia económica, pero debe tomarse en cuenta también que la pura democracia formal, como nos lo
muestra la experiencia, en muchas ocasiones se reduce a simples postulados legales o formulación de principios sin
ninguna eficacia real para la inmensa mayoría de los ciudadanos, sobre todo los más débiles, por ello "diversos grupos
tienden a cuestionar una democracia puramente electoral que no garantice, después del sufragio, una democracia social
y económica por la que todos los sectores y todos los ciudadanos tengan acceso a los bienes necesarios para una vida
humana digna de tal nombre. No puede haber, pues, verdadera democracia, si se atiende sólo a la participación electo-
ral y se descuida la justicia social". Es por ello necesario que los poderes públicos intervengan, dentro de sus justos
límites y sin lesionar los derechos de las personas o de los grupos sociales, en el campo social, económico y cultural
"para crear condiciones más favorables, que ayuden con mayor eficacia a los ciudadanos y a los grupos en la bús queda
libre del bien completo del hombre". La experiencia enseña de hecho que, "cuando falta una acción apropiada de los
poderes públicos en lo económico, lo político o lo cultural, se produce entre los ciudadanos, sobre todo en nuestra
época, un mayor número de desigualdades en sectores cada vez más amplios, resultando así que los derechos y deberes
de la persona humana carecen de toda eficacia práctica".
No habrá, pues, un auténtico sistema democrático, ahí donde existe un partido hegemónico, que impida a los
demás partidos políticos la alternancia real en el poder; ahí donde no exista un sistema racional y una voluntad política
firme de respeto al sufragio; ahí donde no se realice el principio de la división orgánica de poderes; ahí donde no se
respeten los derechos humanos, sobre todo para los más desvalidos; ahí donde se desconozca un auténtico régimen de
libertad de prensa; ahí donde no haya un sistema de normas para la distribución equitativa de la riqueza; ahí donde no
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se jerarquice el gasto público con la atención preferente a los más pobres; ahí donde se considera el poder, no como
vocación de servicio, sino como botín y apetito desordenado; ahí donde la legislación constitucional violente el
derecho a la libertad religiosa y este derecho se tolere como concesión graciosa y extralegal del poder público. No
podrá haber democracia ahí donde el hombre no es "de hecho el sujeto, el fundamento y el fin del orden social" y el
pueblo no participa activamente de la construcción de su propio destino.
Hoy, como nunca, los signos de los tiempos apuntan hacia un cambio profundo a la democracia, como aspira -
ción inevitable de los pueblos y como exigencia necesaria de la dignidad humana. Es indudable "que en nuestro tiempo
los hombres van adquiriendo una conciencia cada vez más viva de su propia dignidad y se sienten, por tanto,
estimulados a intervenir en la vida pública y a exigir que sus derechos personales e inviolables se defiendan en la
constitución política del país... y exigen, además, que las autoridades se nombren de acuerdo con las normas consti-
tucionales y ejerzan sus funciones dentro de los términos establecidos por las mismas".
LA REVOLUCIÓN Y LA NO-VIOLENCIA
A. Sindicatos y Huelga
Con respecto a la legitimidad de ciertos medios para lograr el fin, el cambio socioeconómico y político
deseado, la doctrina social católica ha conocido una evolución, respondiendo a circunstancias nuevas que se presentan
en el desarrollo de las sociedades.
En la encíclica Rerum Novarum (1891) del Papa León XIII, se conoce al "socialismo" como una ideología que,
pretende abolir del todo la propiedad privada, y como tal se le rechaza (nos. 2a 11), Como en ese tiempo el derecho de
voto todavía no se había extendido a todos los hombres adultos, en todos los países (solamente en Francia ya existía a
partir del año 1875, pero no se instauró, por ejemplo, en Inglaterra hasta 1918), los medios democráticos para lograr el
cambio social deseado eran todavía poco eficaces en muchas naciones, por lo que se asociaba la huelga con la lucha de
clases. Por eso no reconoce León XIII en su encíclica el derecho a huelga, y recomienda más bien leyes que previenen
la huelga y el conflicto entre patrones y obreros, quitando la causa, que es la injusticia social:
El trabajo demasiado largo y pesado y la opinión de que el salario es poco, dan pie con frecuencia a los
obreros para entregarse a la huelga y el ocio voluntario. A este mal frecuente y grave se ha de poner remedio
públicamente, pues esta clase de huelga perjudica no sólo a los patronos y a los mismos obreros, sino también
al comercio y a los intereses públicos; y como no escasean la violencia y los tumultos, con frecuencia ponen en
peligro la tranquilidad pública. En lo cual lo más eficaz y saludable es anticiparse con la autoridad de las leyes
e impedir que pueda brotar el mal, removiendo a tiempo las causas de donde parezca habrá de surgir el
conflicto entre patronos y obreros (RN. 29).
Vemos que en la visión de León XIII, la huelga está envuelta en el contexto de lucha de clases entre patronos y
obreros, violencia y tumultos. Por esta razón rechaza con la lucha de clases y la violencia también la huelga y opta por
la legislación social, que previene estos fenómenos sociales violentos quitando su causa, que es la injusticia.
Después de esta encíclica, todos los países de Europa y Norteamérica extendieron el derecho a voto a todas las
personas adultas, independientemente de posición económica, sexo y raza, pero también sucedió otro fenómeno: la
revolución en Rusia, de 1917, envuelta en violencia y huelga general. El Papa Pío XI parece asociar la revolución y la
huelga y rechaza tanto el comunismo como la huelga, en términos más tajantes que el Papa León XIII; estamos en el
año 1931:
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Quedan prohibidas las huelgas; si las partes en litigio no se ponen de acuerdo, interviene la
magistratura (Quadragésimo Anno, 94).
Todavía no se diferencian la lucha de clases y el uso de la huelga como conflicto institucionalizado y ordenado.
Por tanto, León XIII y Pío XI establecieron el derecho a organizarse en sindicatos de patronos y obreros. El Papa Pío
XI tuvo una marcada preferencia por las asociaciones profesionales en donde patronos y obreros de una misma rama de
la economía se organizan juntos, siempre en el afán de prevenir la lucha de clases.
En Mater et Magistra (1961) del Papa Juan XXIII, se vuelve a reconocer el derecho de los trabajadores a sindi-
carse y se reconoce explícitamente que el modo de obrar de estos sindicatos obreros es distinto del fomento de la lucha
de clases, razón por la cual desaparece la prohibición de la huelga. Todavía no se reconoce el derecho de huelga
explícitamente, sino implícitamente, porque el Papa Juan XXIII alaba a la Organización Internacional del Trabajo
(OIT), la cual lucha por el respeto a los legítimos derechos de los obreros. Ahora bien, aunque el Papa no lo dice, es
sobreconocido que entre estos legítimos derechos avalados por la OIT está el derecho a huelga:
Es una realidad que, en nuestra época, las asociaciones de trabajadores han adquirido un amplio desarrollo, y
generalmente han sido reconocidas como instituciones jurídicas en los diversos países e incluso en el plano in -
ternacional. Su finalidad no es ya la de movilizar al trabajador para la lucha de clases, sino la de estimular más bien la
colaboración, lo cual se verifica principalmente por medio de acuerdos establecidos entre las asociaciones de
trabajadores y empresarios (mm, 97). No podemos dejar de felicitar aquí y de manifestar nuestro cordial aprecio por la
Organización Internacional del Trabajo, la cual desde hace ya muchos años viene prestando eficaz y valiosa
contribución para instaurar en todo el mundo un orden económico y social inspirado en los principios justos de justicia
y humanidad, dentro del cual encuentran reconocimiento y garantía los legítimos derechos de los trabajadores (mm,
103).
De aquí al reconocimiento explícito del derecho a huelga, es solamente un paso. Este paso se daría cuatro años
después, en 1965, en Gaudium et Spes, del Concilio Vaticano II:
Entre los derechos fundamentales de la persona humana debe contarse el derecho de los obreros a
fundar libremente asociaciones que representan auténticamente al trabajador y puedan colaborar en la recta
ordenación de la vida económica, así como también el derecho de participar libremente en las actividades de
las asociaciones sin riesgo de represalias. (...) En caso de conflictos económicosociales hay que esforzarse por
encontrarles soluciones pacíficas. Aunque se ha de recurrir siempre primero a un sincero diálogo entre las
partes, sin embargo, en la situación presente, la huelga puede seguir siendo medio necesario, aunque extremo,
para la defensa de los derechos y el logro de las aspiraciones justas de los trabajadores. Búsquense, con todo,
cuanto antes, caminos para negociar y para reanudar el diálogo conciliatorio (GS, 68).
El Papa Pablo VI mantiene en su encíclica Octogésima Adveniens la misma línea que Gaudium et Spes:
reconocimiento explícito del derecho a huelga, pero advirtiendo contra el abuso y exhortando al diálogo:
Se debe admitir la función importante de los sindicatos: tiene por objeto la representación de las
diversas categorías de trabajadores (...) Su acción no está con todo, exenta de dificultades; puede sobrevenir,
aquí o allá, la tentación de aprovechar una posición de fuerza para imponer, sobre todo por la huelga —cuyo
derecho como medio último de defensa queda ciertamente reconocido—, condiciones demasiado gravosas para
el conjunto de la economía o del cuerpo social, o para tratar de obtener reivindicaciones de orden directamente
político. Cuando se trata en particular de los servicios públicos, necesarios a la vida diaria de toda una
comunidad, se deberá saber medir los límites, más allá de los cuales los perjuicios asociados son absolutamente
reprobables (OA, 14).
Vemos, entonces, con respecto a la huelga una evolución en la doctrina social católica: León XIII la considera
un mal y busca su prevención por medio de la legislación social (1891); el Papa Pío XI la prohíbe de plano (1931); el
Papa Juan XXIII ya no la prohíbe y reconoce el derecho a huelga implícitamente (1961); el Concilio Vaticano II (1965)
y el Papa Pablo VI (1971) reconocen el derecho a huelga explícitamente, pero el Papa pone condiciones y límites para
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uso legítimo: en casos extremos; buscando siempre el diálogo o la reanudación del mismo; sin perjuicio del bien co-
mún; sin fines políticos (1971).
El Papa Juan Pablo II, en su encíclica Laborem Exercens, de 1981, reitera las enseñanzas del Papa Pablo VI,
con respecto a la actividad sindical y la huelga, pero añade una consideración interesante sobre la diferencia entre la
lucha de clases y la lucha por la justicia, aun con carácter de oposición a los demás, es decir, con carácter de conflic to
social. Con este último matiz, la doctrina social católica con respecto a la actividad sindical y la huelga parece haber
recibido su último toque:
Los sindicatos son un exponente de la lucha por la justicia social, por los justos derechos de los
hombres de1 trabajo según las distintas profesiones. Sin embargo,- esta "lucha" debe ser vista como una
dedicación normal "en favor" del justo bien: en este caso, por el bien que corresponde a las necesidades y los
méritos de los hombres del trabajo asociados por profesiones; pero no es una lucha "contra" los demás. Si en
las cuestiones controvertidas asume también un carácter de oposición a los demás, esto sucede en
consideración del bien de la justicia social; y no por "la lucha" o por eliminar al adversario (LE, 20),
Luego expresa el Papa Juan Pablo II cuáles son las limitaciones del derecho a la huelga:
Actuando en favor de los justos derechos de sus miembros, los sindicatos se sirven también del método
de la "huelga", es decir del bloqueo del trabajo, como una especie de ultimátum dirigido a los órganos
competentes y sobre todo a los empresarios. Este es un método reconocido por la doctrina social católica como
legítimo en las debidas condiciones y en los justos límites. En relación con esto los trabajadores deberían tener
asegurado el derecho a la huelga, sin sufrir sanciones penales por participar en ella. Admitiendo que es un
medio legítimo, se debe subrayar al mismo tiempo que la huelga sigue siendo, en cierto sentido, un medio
extremo. No se puede abusar de ella; no se puede abusar de ella especialmente en función de los "juegos
políticos"
Por lo demás, no se puede jamás olvidar que cuando se traía de servicios esenciales para la convivencia
civil, éstos han de asegurarse en todo caso mediante medidas legales apropiadas, si es necesario. El abuso de la
huelga puede conducir a la paralización de toda la vida socio-económica, y esto es contrario a las exigencias
del bien común de la sociedad, que corresponde también a la naturaleza bien entendida del trabajo mismo (LE.
20).
Interesante y urgente para el caso de México es la prohibición explícita del Papa Juan Pablo II de que los sindi-
catos no sean parte de un partido político, ni sirvan fines políticos:
Los sindicatos no tienen carácter de "partidos políticos" que luchan por el poder y no deberían ni
siquiera ser sometidos a las decisiones de los partidos políticos o tener vínculos demasiado estrechos con ellos.
En efecto, en tal situación ellos pierden fácilmente el contacto con lo que es su cometido especifico, que es el
de asegurar los justos derechos de los hombres del trabajo en el marco del bien común de la sociedad entera y
se convierten en cambio en un instrumento para otras finalidades (LE, 20).
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Era necesario delinear la evolución de la doctrina social católica con respecto a los sindicatos y la huelga y el
conflicto social ordenado, para, en contraste, entender mejor su constante rechazo a la lucha de clases y, últimamente, a
la revolución y la violencia como medios para conseguir el fin del cambio socioeconómico o político. Es decir, so -
lamente si se entiende la distinción que la doctrina social católica hace entre conflictos sociales ordenados e institu-
cionalizados por la ley, por un lado, y conflictos sociales violentos y destructivos, por otro lado, se puede entender, en
consecuencia, el rechazo de éstos y la aceptación de aquellos. También los sociólogos conocen esta distinción, por
ejemplo Lewis Coser (discípulo de Robert Merton, que es, con Talcott Parsons, el fundador del pensamiento
estructural-funcionalista en la sociología), en su libro The functions of Social Conflict (las funciones del conflicto
social), distingue los conflictos sociales limitados y funcionales de los conflictos sociales totales y disfuncionales.
El primer Papa de los tiempos modernos que menciona esta antigua teoría en relación con el deseado cambio
socio-económico o político es el Papa Pablo VI, en Populorum Progressio de 1967. Sostiene el Papa Pablo VI que la
violencia como medio para remediar la injusticia social engendra generalmente nuevas injusticias mayores. Pero
admite que pueden existir casos extremos y rarísimos que legitiman el uso de la violencia:
Es cierto que hay situaciones cuya injusticia clama al cielo. Cuando poblaciones enteras, faltas de lo
necesario, viven en una tal dependencia que les impide toda iniciativa y responsabilidad, lo mismo que toda
posibilidad de promoción social y de participación en la vida social y política, es grande la tentación de
rechazar con la violencia tan graves injurias contra la dignidad humana. Sin embargo, como es sabido -salvo
en el caso de tiranía evidente y prolongada que atentase gravemente a los derechos fundamentales de la
persona y dañase peligrosamente el bien común del país- engendra nuevas injusticias, introduce nuevos
desequilibrios y provoca nuevas ruinas. No se puede combatir un mal real al precio de un mal mayor.
Entiéndasenos bien: la situación presente tiene que afrontarse valerosamente y combatirse y vencerse las
injusticias que trae consigo. El desarrollo exige transformaciones audaces, profundamente innovadoras. Hay
que emprender, sin esperar más, reformas urgentes (PP, 30-32)
Cuatro años después, en 1971, el Papa Pablo VI repite estas advertencias con más fuerza, refiriéndose ya
explícitamente a la tentación que presenta el marxismo para muchos cristianos comprometidos con la justicia social, en
su carta apostólica Octogésima Adveniens, El Papa Pablo VI distingue, con estos cristianos comprometidos y tentados
cuatro distintos niveles en el marxismo, pero les advierte, con una frase ya célebre, que "es sin duda ilusorio y
peligroso olvidar el lazo íntimo que los une radicalmente", de modo que en cualquier nivel, el uso del marxismo por
católicos es rechazable
Los cuatro niveles que se pueden distinguir, según el Papa, en el marxismo son los siguientes:
1. "Una práctica activa de la lucha de clases"
2. "El ejercicio colectivo de un poder político y económico bajo la dirección de un partido único que se consi-
dera -él sólo- expresión y garantía del bien de todos, arrebatando a los individuos y a los demás grupos toda
posibilidad de iniciativa y de elección"
3. "Una ideología socialista basada en el materialismo histórico y en la negación de toda trascendencia"
4. "Se presenta bajo una forma más atenuada, más seductora para el espíritu moderno: como una actividad
científica, como un riguroso método de examen de la realidad social y política, como el vínculo racional y
experimentado de la historia entre el conocimiento teórico y la práctica de la transformación revolucionaria"
(OA, 33)
Ahora bien, existen cristianos por el socialismo, que dicen aceptar el primer y cuarto nivel y rechazar el segun -
do y tercer nivel. El Papa Pablo VI les advierte que es ilusorio y peligroso pensar que se puede manejar el primer nivel,
sin caer en el segundo, y asimismo, manejar el cuarto nivel, ignorando sus relaciones con el tercero:
"Si bien en la doctrina del marxismo, tal como es concretamente vivido, pueden distinguirse estos
diversos aspectos, que se plantean como interrogantes a los cristianos para la reflexión y para la acción, es sin
duda ilusorio y peligroso olvidar el lazo intimo que los une radicalmente, el aceptar los elementos del análisis
marxista sin reconocer sus relaciones con la ideología, el entrar en la práctica de la lucha de clases y de su
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interpretación marxista, omitiendo el percibir el tipo de sociedad totalitaria y violenta a la que conduce este
proceso". (OA, 34).
¿Y qué decir de las expresiones históricas concretas del marxismo, es decir comunismo y socialismo? Según
Mater et Magistra (1961), "la oposición entre el comunismo y el cristianismo es radical" y "los católicos no pueden
aprobar en modo alguno la doctrina del socialismo moderado" (MM, 34), pero esto no impide, según Octogésima
Adveniens (1971) un "grado de compromiso posible" entre los socialistas moderados y los cristianos, "quedando a
salvo los valores, en particular de la libertad, de la responsabilidad y de la apertura a lo espiritual" (OA, 3 1).
En Evangelii Nuntiandi, nos. 29-39, de 1975, el Papa Pablo VI ya entra directamente en discusión con la teolo-
gía de la liberación y menciona 5 aspectos de la relación evangelio-liberación:
1. Existen lazos fuertes entre la liberación humana y temporal y la salvación en Cristo proclamada en la evangelización.
2. Existe el peligro de reduccionismo: reducir la salvación a la liberación humana y temporal, omitiendo la liberación más
importante: la liberación del pecado, por el perdón.
3. Una teología de liberación reduccionista ni siquiera logra el objetivo que ella pretende, el de la liberación
temporal y humana, porque ésta no se logra sin estar integrada en la salvación en Cristo.
4. No basta un cambio de estructuras para que llegue el Reino de Dios; es necesario, además, la conversión del
corazón y de la mente de los que viven en estas estructuras o las rigen.
5. Rechaza el uso de la violencia y de la revolución como camino de la liberación, por engendrar otras opresiones a
veces más graves que aquellas de que se pretende liberar.
Este último punto es una repetición de las advertencias ya dadas en Populorum Progressio no. 31 y en
Octogésima Adveniens no. 34, arriba citadas:
La Iglesia no puede aceptar la violencia, sobre todo la fuerza de las armas... como camino de liberación,
porque sabe que la violencia engendra forzosamente nuevas formas de opresión y esclavitud, a veces más
graves que aquellas de las que se pretende liberar (...) Os exhortamos a no poner vuestra confianza en la
violencia ni en la revolución: esta actitud es contraria al espíritu cristiano e incluso puede retardar en vez de
favorecer la elevación social a la que legítimamente aspiran (EN, 36-37)
Estas exhortaciones del Papa Pablo VI en Populorum Progressio (1967), Octogésima Adveniens (1971) y
Evangelii Nuntiandi (1975) fueron bien acogidas por los creyentes católicos, aunque algunos teólogos no parecían
impresionarse, lo que hizo necesario una llamada de atención más fuerte. Esta vino en la instrucción Sobre algunos
aspectos de la teología de la liberación, del cardenal Ratzinger. Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe,
en agosto de 1984. Sin mencionar algún teólogo en particular, sino refiriéndose a algunos aspectos de la teología de la
liberación en general, tal como se daba en este momento, el cardenal Ratzinger señala en la instrucción como algunos
teólogos tienen, en diferentes grados, cierto enfoque marxista, echando mano del marxismo como "examen de la
realidad social y política" y como praxis revolucionaria "de la lucha de clases", pretendiendo siempre evitar el
materialismo ateo y el colectivismo unipartidista. Pero esta pretensión fue ilusoria, tal como ya había advertido el
Papa Pablo VI en Octogésima Adveniens de 1971.
La instrucción Sobre algunos aspectos de la Teología de la Liberación señala, específicamente, cuatro errores
peligrosos:
1. "Préstamos de autores marxistas", sobre todo ideológicos, en contradicción con la fe cristiana: estos présta-
mos son generalmente más "patos" que "científicos" (VII: 2,6.7,9, 12);
2. La abolición de la ética cristiana, implícita en la afirmación, que solamente en la "praxis" de la lucha de
clases se puede conocer la verdad, de modo que fuera de esta "praxis" no hay criterio moral con el cual se
pueden juzgar los aspectos éticos de la conducta revolucionaria: esta "praxis" de la lucha de clases se presenta
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no como una libre elección personal o grupal, sino como una necesidad, impuesta por la ley inmanente de la
historia, la cual determina el curso de los acontecimientos sociales e históricos así como las leyes de la física
los acontecimientos de la materia: en consecuencia sería ingenuo el querer discutir esta ley inmanente de la
historia, queriéndola confrontar con hechos históricos que la contradicen o con criterios morales (VIII: 3.5.6, 7,
9);
3. Una reducción de la fe, esperanza y caridad a un compromiso con los pobres a la manera de la lucha de
clases, que se da también dentro de la Iglesia, de modo que se rechaza a la jerarquía como parte de la clase
opresora y se pone el compromiso con los pobres por encima del compromiso con la Iglesia jerárquica (IX:
1,3.4,5,13)
4. Relectura exclusivamente sociopolítica de la Escritura y politización de los sacramentos.
Estas críticas a algunos aspectos de la teología de la liberación fueron rechazadas por algunos teólogos de li -
beración de cierta fama, en el sentido de que no se les aplicaba a ellos.
Posteriormente, el cardenal Ratzinger emitió una nueva instrucción, ya anunciada en la de 1984, titulada
Libertad cristiana y liberación (marzo de 1986), en la cual expone positivamente en que consiste la libertad y liberación
cristianas y cuáles son sus principios básicos y criterios de juicio y directrices para la acción. Por lo pronto nos interesa
muy particularmente un aspecto de esta segunda instrucción, es decir la continuidad de sus enseñanzas en relación con
la primera. Es que algunos teólogos de la liberación, de los arriba mencionados, argumentaron que la jerarquía había
dado marcha atrás y, ahora sí, aceptados sus puntos de vista. Sin embargo, la segunda instrucción, mantiene las críticas
de la primera, aunque las presente en una forma más breve, dando espacio a la exposición positiva de la libertad y
liberación cristianas, la cual es su principal objetivo. Siguen en pie el rechazo contundente a la violen cia, como medio
de cambio sociopolítico, a la lucha de clases, al odio individual o colectivo, al mito de la revolución y al reduccionismo
teológico que reduce la salvación a una liberación humana y temporal exclusivamente, sin negar que esta última es
parte de la liberación integral que se concibe en la salvación por Cristo.
Cristo nos ha dado el mandamiento del amor a los enemigos. La liberación según el espíritu del Evan-
gelio es, por tanto, incompatible con el odio al otro, tomado individual o colectivamente, incluido el enemigo.
(LCL, 77)
El rechazo a la violencia como medio de cambio socio-político y a la lucha de clases, implica el rechazo a la
revolución, que no es otra cosa sino la lucha de clases con medios violentos:
"Determinadas situaciones de grave injusticia requieren el coraje de unas reformas con profundidad y
la supresión de unos privilegios injustificables. Pero quienes desacreditan la vía de las reformas en provecho
del mito de la revolución, no solamente alimentan la ilusión de que la abolición de una situación perversa es
suficiente por sí misma para crear una sociedad más humana, sino que incluso favorecen la llegada al poder de
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regímenes totalitarios. La lucha contra las injusticias solamente tiene sentido si está encaminada a la
instauración de un nuevo orden social y político conforme a las exigencias de la justicia. Esta debe ya marcar
las etapas de su instauración. Existe una moralidad de los medios" (LCL, 78)
La instrucción cierra todavía más la puerta de la lucha armada, moralmente legítima, contra la tiranía, que el
Papa Pablo VI había abierto un poco, y recomienda aún en estas situaciones la no-violencia. Es la primera vez que un
documento oficial de la Iglesia recomienda explícitamente la no-violencia en general, de la cual la huelga es solamente
una de las tácticas:
"Estos principios deben ser especialmente aplicados en el caso extremo de recurrir a la lucha armada,
indicada por el Magisterio como el último recurso para poner fin a una "tiranía evidente y prolongada que aten-
tara gravemente a los derechos fundamentales de la persona y perjudicara peligrosamente al bien común de un
país" (P. P., no. 31). Sin embargo, la aplicación concreta de este medio sólo puede ser tenida en cuenta después
de un análisis muy riguroso de la situación. En efecto, a causa del desarrollo continuo de las técnicas
empleadas y de la creciente gravedad de los peligros implicados en el recurso a la violencia, lo que se llama
hoy "resistencia pasiva" abre un camino más conforme con los principios morales y no menos prometedor de
éxito" (LCL, 79).
Por fin rechaza la instrucción la noción de que el cambio de las estructuras produce por sí solo al hombre
nuevo y reitera la primacía de las personas sobre las estructuras y 1a incapacidad de las estructuras de garantizar por sí
solas el bienestar y la moralidad de la sociedad, sin conversión del corazón humano de las personas que viven dentro
de estas estructuras, aunque éstas sean justas:
Es verdad que las estructuras instauradas para el bien, de las personas son por sí mismas incapaces de
lograrlo y garantizarlo. Prueba de ello es la corrupción, que en ciertos países alcanza a los dirigentes y a la
burocracia del Estado y que destruye toda vida social y honesta. La rectitud de las costumbres es condición
para la salud de la sociedad. Es necesario, por consiguiente,
actuar tanto para la conversión de los corazones como para el mejoramiento de las estructuras, pues el pecado
que se encuentra en la raíz de las situaciones injustas es, en sentido propio y primordial, un acto voluntario que
tiene su origen en la libertad de la persona. Sólo en sentido derivado y secundario se aplica a las estructuras y
se puede hablar de "pecado social" (LCL, 75)
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“Todo es posible para quien cree” (Mc 9, 14-29)
Al terminar la lectura de los temas, empezaremos la meditación, siguiendo los pasos que en seguida
se indicarán.
Primer paso. Un paso o dos delante del lugar donde voy a meditar, me pondré en pie
considerando cómo Dios nuestro Señor me mira. Lo saludo con un gesto de reverencia y me pongo a su
disposición, por ejemplo, con las palabras: "Aquí estoy, Señor, habla que tu siervo escucha" u otras palabras
de disponibilidad.
Tercer paso. Demandar a Dios la gracia que busco en esa meditación, por ejemplo que "ayude
a mi poca fe" (Mc 9, 24) "para que no sea sordo a su llamamiento" (EE 91) sino dispuesto para ir con él y
conquistar este mundo de miseria e incredulidad para él.
Cuarto paso. Abro el Evangelio y empiezo a leer el texto indicado, pero muy lentamente,
interrumpiendo la lectura en cada uno de los siguientes puntos y quedándome en cada punto, sin prisa para
seguir adelante, hasta que se me encuentre satisfecho:
1º. punto. Ver las personas de la historia del Evangelio y reconocerlas en mi propia vida y buscar
cuál es mi papel en la historia: Jesús, el padre incrédulo, su hijo enfermo, los discípulos, los escribas y
"mucha gente" que les rodeaba.
Los protagonistas son Jesús, el padre y su hijo. Estos dos están enfermos. El padre sufre de la
enfermedad de la poca fe y el hijo de epilepsia, la cual, en la visión de San Marcos, implica la posesión
de un "demonio". Nosotros tenemos el papel del padre. Queremos ayudar a este mundo que está enfermo
y sufre está poseído por malos espíritus, pero somos impotentes por nuestra falta de fe. Necesitamos
primero curarnos nosotros mismos, para que Jesús pueda ayudar al mundo, a través de nosotros.
2º punto. Oír el diálogo entre Jesús y el padre que lleva al reconocimiento del padre de su propia
enfermedad y la petición de curación: "Creo, ayuda a mi poca fe" (Mc. 9, 24); luego la orden de Jesús al
espíritu sordo y mudo, este espíritu malo que impide que el mundo escuche a Jesús o hable de él. que
busca que Dios desaparezca de nuestro mundo; y, por fin. el diálogo entre Jesús y sus discípulos. Jesús y
nosotros, en el cual nos explica la relación entre la fe humana y la intervención poderosa de Dios en
nuestra historia.
3° punto. Mirar lo que hacen- Lo que hace Jesús, enojarse con el padre, curar al hijo, enseñar a
los discípulos; lo que hace el padre, conocerse y humillarse; y el hijo, levantarse; y los discípulos,
primero discutir estérilmente con los escribas y luego, aprender de Jesús a creer poderosamente. Y ver
donde lo hacen en mi vida, donde lo hice yo y qué es lo que debo hacer para Cristo.
Jesús se enoja y nos regaña. ¿Por qué él, siempre tan sufrido y paciente, a veces pierde la paciencia con
nosotros y nos hace sufrir con palabras tajantes? Por nuestra falta de fe:
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"¡Oh, generación incrédula!
¿Hasta cuándo estaré con ustedes? ¿Hasta cuándo habré de soportarlos?" (Mc 9,19).
"¿Qué es eso de 'si puedes'? ¡Todo es posible para quien cree!" (Mc 9,23).
"Jesús les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón por no haber creído a quienes le habían
visto resucitado" (Mc. 16, 14).
En momentos somos insoportables para Jesús. Si nos sigue soportando, no es tanto por ser agradable
compañía para él, sino por estar tan necesitados de él. Y si se enoja con nosotros, no es tanto por un amor
propio herido, sino por ver cómo nosotros, por nuestra falta de fe, le hacemos imposible hacer el bien en este
mundo: "No podría hacer allí ningún milagro (...) y se maravilló por su falta de fe" (Mc 6, 5-8). Por eso
estamos como estamos. Por eso tiene este mundo la apariencia de estar abandonado por Dios. Por nuestra
falta de fe le impedimos que él haga lo que pudiera hacer para ayudarnos. Esta es la razón de que el mundo
casi se hunde en sus vicios y sufrimientos, en hambre y guerra, en opresión e injusticia, en guerrilla y
represión, en infidelidad y frivolidad. Y esta es la razón de que la vida se nos pasa, como agua por los dedos,
y no sabemos vivirla plenamente.
Los problemas parecen vencernos. ¿Quienes somos nosotros para cambiar al mundo? ¿Quién soy yo?
Nos sentimos confusos e impotentes"
"Nadie podía sujetarlo" (Mc 5, 3).
"¿Cómo podrá alguien saciar de pan a éstos, aquí en el desierto?" (Mc 8, 4).
"¿Por qué nosotros no pudimos...?" (Me. 9, 28)
"¿Quién se podrá salvar?" (Mc 10, 26).
Los problemas, como la tempestad, parecen invencibles. Nosotros impotentes. Y Dios parece que está
dormido:
"En esto, se levantó una fuerte borrasca y las olas irrumpían en la barca. El estaba en popa, durmiendo
sobre un cabezal. Le despiertan y le dicen: "Maestro, ¿no te importa que perezcamos? El, habiéndose
despertado, reprendió al viento y dijo al mar: '¡Calla, enmudece!' El viento se calmó y sobrevino una gran
bonanza. Y les dijo: '¿Por qué están con tanto miedo?' “¿Cómo no tienen fé?" (Mc 4, 37-40).
Para Jesús el problema no es tanto la fuerza del mal. la magnitud de los problemas, o nuestra
impotencia, sino nuestra falta de fe. El es consciente de que los problemas son grandes y nosotros
impotentes. Cuando nosotros dudamos de que este mundo puede salvarse, lo admite:
"Jesús, mirándolos fijamente, dice: “Para los hombres imposible: pero no para Dios, porque todo es
posible para Dios” (Me. 10, 26-27).
El problema no es que nosotros solos no podamos, porque nadie dice que debamos salvarnos solos- El
problema tampoco es que Dios no quiera o no pueda ayudarnos. El sí quiere y sí puede. El problema es que
no tenemos fe. Toma tiempo para que lleguemos a esta conclusión. También en la meditación. Hay que
tomar tiempo para llegar a conocerte, al fondo de tu problema, tu poca fe. Porque somos tan hábiles para
racionalizar nuestra falta de fe. Echamos la culpa a la Iglesia, a otros: "Ellos no han podido" (Mc 9, 18). Ya
no somos ingenuos, ya no creemos en los reyes magos, ya somos sabios: esta situación no cam bia, este país
no cambia, esta persona no cambia, porque él es así, porque existe esta causa, porque ellos tienen un control
inquebrantable, porque ellos no quieren, porque ellos no pueden.
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La respuesta enérgica de Jesús logra, por fin, romper la máscara de las racionalizaciones: "Qué es eso
de 'si puedes'. ¡Todo es posible para quien cree!" (Mc 9, 23). Lo que en otros lugares se dice nada más de
Dios - todo es posible para Dios-, aquí se dice del hombre: todo es posible para quien cree. El problema no es
que Dios no pueda con este problema, sino que yo no lo dejo, por mi falta de fe. Todo este tiempo el
muchacho sigue "revolcándose, echando espumarajos" (Me. 9, 20). Jesús lo deja, sin ayudarle, como si no
pudiera, como si no se compadeciera. Lo que pasa es. que Jesús quiere primero curar al padre. Necesita la fe
del padre para curar a su hijo. Necesita nuestra fe. para ayudar a nuestro mundo. El Padre, por fin. llega a
reconocer su problema. En lugar de pedir ayuda para su hijo, pide ayuda par sí. ¡El buen juez, por su casa
empieza!: "¡Creo, ayuda a mi poca fe!" (Mc 9, 24).
Ahora, que hay fe, el poder y la compasión de Dios se vuelcan sobre nosotros y nuestro pobre mundo:
"Espíritu sordo y mudo, yo te lo mando: sal de él y no entres más en él. Y el espíritu salió dando gritos y
agitándole con violencia" (Mc 9. 26). Nuestra fe es la puerta por donde Dios entra e interviene en este
mundo. La podemos cerrar o abrir. "A ti te daré las llaves del Reino..." (Mt 16, 19). María dio entrada a Dios,
porque tuvo fe: "porque creyó que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor" (Lc 1, 45).
Si hay fe, hay cambio. Por la fe participamos en el poder de Dios, Dios hace en este mundo el bien, no
a medida de su poder o su amor (que son infinitos), sino a medida de nuestra fe. Por esta razón, Jesús le dice
a la mujer hemorroisa de Cafarnaúm: "Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu
enfermedad" (Mc 5, 34). No dice: "yo te salvé", sino "tu fe te ha salvado", para inculcarnos la importancia de
la fe en la salvación del mundo. Así dice también al ciego de Jericó: "Vete, tu fe te ha salvado. 'Y al instante,
recobró la vista y le seguía por el camino' " (Mc 10. 52). Este es el sentido profundo de la doctrina de San Pa -
blo sobre la fe y la justicia. Nosotros somos impotentes. Nuestras obras no nos salvan. Pero Dios no obra, si
nosotros no tenemos fe. No se trata, entonces, de una fe sin obras, sino de una fe que permite que Dios obre,
poniendo nosotros de nuestra parte lo poco que podamos.
Esta fe de nosotros no es una fe puramente espiritual. Nosotros somos cuerpo y espíritu. Nuestra fe,
entonces, requiere un cuerpo. En el Evangelio, la oración y el ayuno son el cuerpo de la fe. Y la fe debe ser el
alma de nuestra oración y penitencia, para que no sean fórmulas y rituales muertos. Fe, por un lado, y oración
y ayuno, por otro lado, son intercambiables, en el Evangelio. A la pregunta de los discípulos: "¿Por qué
nosotros no pudimos expulsarle?" (Mc 9, 29; Mt 1 7, 19), Jesús, según San Mateo, contesta: "Por su poca fe"
(Mt 17, 20). y, según San Marcos: "Esta clase con nada puede ser arrojada sino con la oración y el ayuno"
(Mc 9, 29). Para San Marcos, tener fe significa pedir fe:
"Tened fe en Dios. Yo les aseguro que quien diga a este monte: 'Quítate y arrójate al mar' y no vacile
en su corazón sino que crea que va a suceder lo que dice, lo obtendrá. Por eso les digo todo cuanto pidan en
la oración, crean que ya lo han recibido y lo obtendrán" (Mc 10, 22-24).
¿Es esta no una actitud mágica? ¿Manipular a Dios? La gran diferencia entre la magia pagana y la fe cristiana
reside en lo siguiente: la magia pretende ser una técnica para servirse de Dios para nuestros fines (salud,
éxito, riqueza, cosecha, protección, afecto, venganza, victoria, etc.) y la fe cristiana pretende que Dios se
sirva de nosotros para sus fines, es decir para salvar al mundo y transformarlo en su Reino. En la oración
mágica se busca la cooperación de Dios, para que él haga nuestra voluntad y en la oración cristiana se busca
cooperar con Dios para "cumplir su santísima voluntad" (EE 91). Por eso sucede, a veces, que decimos Dios
no escucha nuestras oraciones. Eran oraciones mágicas y no cristianas. Necesitamos pedir "en nombre de
Cristo", es decir, conforme a su voluntad, para ser escuchados. Una vez que nos pongamos en este plan de
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servir a Dios y no servirnos de él, y hacer su voluntad y no la nuestra, no existen en este mundo obstáculos,
montes, adversarios, contrariedades que puedan impedirnos llevar a cabo su obra.
En la oración, entonces, no conviene que seamos demasiado piadosos y le ofrezcamos a Dios todo lo
que queremos hacer para él. Porque lo más probable es que le propongamos algo que es posible, a la medida
de nuestras posibilidades, en lugar de abrirnos a las posibilidades ilimitadas de Dios. Es mejor que él nos
proponga lo que él quiera que hagamos para él. Lo más probable es que sea algo humanamente imposible.
Esto tiene dos ventajas. En primer lugar, el bien que así se hace es mucho mayor, y en segundo lugar,
nosotros, al hacerlo, nos vemos obligados a apoyarnos en él, lo que ayuda para no desanimarnos y gloriarnos
en él y no en nosotros mismos.
Orar y actuar en la fe es como caminar sobre las aguas, algo imposible: "Ellos, viéndolo caminar
sobre el agua se pusieron a gritar, pues todos lo habían visto y estaban turbados. Pero él, al instante, les habló
diciéndoles: 'Animo, que soy yo, no tengan miedo" (Mc 6, 49-50). Luego, Pedro se arriesga y sigue el
ejemplo de Jesús, pero cuando le entra miedo por la tormenta y comienza a hundirse, grita: 'Señor, sálvame' y
Jesús, tendiendo la mano, lo agarra y le dice: "Hombre de poca fe, por qué dudaste?" (Mt 14, 28-31).
Caminar en la fe es como caminar sobre el agua. Es humanamente imposible y arriesgado. Falta fe para
aceptar libremente este riesgo, sin huirlo y sin dudar que, "la debilidad divina es más fuerte que la fuerza de
los hombres" (1 Cor. 1, 25). Caminar en la fe es tan arriesgado como, por ejemplo, enfrentarse al poder de
faraón, siendo débil como Moisés; o enfrentarse a la fuerza del gigante Goliat, siendo pequeño como David;
o enfrentarse al rey y a los falsos profetas y al pueblo entero, estando solo como Jeremías; o enfrentarse a los
fariseos, siendo pobre e indefenso como Jesús. Caminar en la fe es tan arriesgado como caminar sobre las
aguas en medio de la tormenta. San Pablo lo hacía "con sumo gusto":
"Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite
en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades,
en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando
soy fuerte" (2 Cor. 12, 9-10).
El Nuevo Testamento apuesta que la fuerza suave de Dios es más fuerte que la fuerza dura de los
hombres, que decir la verdad en amor, pobre y humillado, es más eficaz, a largo plazo, para el Reino que
confiar en armas, dinero y publicidad. Eso no quiere decir que para el Reino de Dios nunca se deba uti lizar
estos medios, sino ser conscientes, con el realismo de la fe. que no son éstos que nos dan la victoria sobre el
adversario, sino Dios.
Caminar en la fe parece, desde fuera, insolencia, temerario, providencialismo, locura. Esto y otras
cosas más nos dirán si aceptamos el riesgo humano de "caminar sobre las aguas". El que no quiere que lo
critiquen, mejor no se comprometa con Cristo. Tal vez, nuestra dificultad para caminar en la fe. tiene que ver,
en parte, con nuestra dificultad para sufrir injurias, persecuciones y angustias. Parece un camino demasiado
escandaloso para los que son sabios y prudentes, como los diplomáticos fariseos, en este mundo: "Que baje
ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos" (Mc 15. 32). ¿Qué es lo que quiero y elijo? "Conquistar todo
el mundo" (EE. 95) por la fe y, entonces, "ser estimado por vano y loco por Cristo, que primero fue tenido
por tal" (EE. 167) o acoplarme y "ser estimado por sabio y prudente en este mundo" (EE, 167).
Quinto paso. Los últimos minutos de la meditación platicar con Cristo, como un amigo con su
amigo, y decirle, si él me inspira, que "yo quiero y deseo y es mi determinación deliberada, sólo que sea su
mayor servicio y alabanza, de imitarlo en pasar todas injurias y todo oprobio, reproche y toda pobreza, así
actual como espiritual" (EE, 98).
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Evaluación de la meditación. Al acabar la hora de la meditación sentarse o pasearse unos diez a quince
minutos, para evaluarla meditación, contestando estas tres preguntas:
1. ¿Dónde estuve cuando no estuve con él?, es decir ¿cuál fue el contenido de mis distracciones: y ¿qué
estaba pensando cuando me sentí desolado?
2. ¿.Dónde estábamos juntos?, es decir, ¿cuáles fueron los pensamientos de la consolación? y ¿cuáles
fueron las palabras del Evangelio y cuál su interpretación que me dieron consolación?
3. ¿Qué siento para él y por él, ahora, después de la meditación?, es decir, ¿percibo todavía su presencia
aunque yo no medito su palabra?
OBJETIVO: Que el agente de pastoral se interese y conozca algunos principios que los cristianos y el
magisterio de la iglesia han usado para indicar pautas de conductas más acordes con el evangelio. Y, que
conociéndolos, los valore, se identifique con ellos y los asuma relacionándolos con su vida cristiana.
Febrero:
06 Naturaleza y características de la Doctrina Social Cristiana. Pág. 11 - 71
13 Naturaleza y características de la Doctrina Social Cristiana.
20 Los grandes principios de la Doctrina Social Cristiana
La persona Humana Pág. 75
La dignidad de la persona humana Pág. 85
Persona humana y sociedad Pág. 105
Persona y estado
27 La solidaridad. La subsidiaridad. Pág. 113 y 123
La subsidiaridad, el Estado y los derechos humanos Pág. 139
Marzo:
06 El trabajo humano Pág. 153
El salario justo Pág. 161
13 La propiedad privada y su dimensión social Pág. 175
20 Derecho natural y orden jurídico
Autoridad política y bien común Pág. 191
27 Iglesia y política Pág. 205
Resumen de los principios fundamentales Pág. 213
(Película de Mons. Romero)
Abril:
03 La política: totalitarismo, autoritarismo, democracia Pág. 247
10 LUNES SANTO
17 VACACIONES
24 Los medios de comunicación social Pág. 255
Mayo:
01 SUSPENSION DE CLASE
08 La demografía y el control natal Pág. 265
15 La colaboración económica internacional Pág. 277
Cambio estructural y personal Pág. 289
22 El cambio institucionalizado y la democracia Pág. 297
29 La revolución y la no violencia Pág. 303
Junio:
05 La condición humana de insuficiencia, la fe y esperanza cristiana Pág.319
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12 Película: Teresa de Calcuta
19 Trabajo final:
Investigar y analizar sobre alguna realidad concreta de Chilpancingo, por ejemplo: prostitución, violencia o
desvalorización contra la mujer, corrupción, desempleo, etc...Documentándose no sólo en lo ya visto o por propia
conclusión sino también en lo que las mismas instancias tienen como información.
Iluminar esta situación con los documentos de la Iglesia, desde la moral y desde nuestra conciencia cristiana.
Bibliografía: Manual de Doctrina Social Cristiana “Los grandes principios de la doctrina social cristiana” (Instituto
Mexicano de doctrina Social Cristiana) México 1991.
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