6.2 Desamortizaciones y Sociedad
6.2 Desamortizaciones y Sociedad
6.2 Desamortizaciones y Sociedad
INTRODUCCIÓN.
A principios del siglo XIX España era un país fundamentalmente agrario con una distribución
de la propiedad de la tierra muy desigual. Los grandes propietarios desde la Edad Media eran:
la Corona, la Iglesia (manos muertas), la nobleza (mayorazgos) y los municipios o concejos.
Durante el Antiguo Régimen los terrenos de los estamentos privilegiados estaban exentos de
pagar impuestos y mal explotados. Por lo tanto, no es de extrañar que desde finales del siglo
XVIII se viera en la desamortización (incautación por el Estado de bienes de la Iglesia, de la
Corona y de los municipios que eran “nacionalizados” y después se vendían en pública
subasta) una vía para aumentar los ingresos de la Hacienda, primero por la venta de los
terrenos y después a través de los impuestos. Además, en el siglo XIX hay un grupo social que
quiere acceder a esas tierras: la burguesía liberal. De ahí que con el triunfo de los liberales
triunfen las desamortizaciones.
PRECEDENTES.
Las primeras actuaciones desamortizadoras se remontan a finales del siglo XVIII (Godoy, en
1798) y a las llevadas a cabo por José I y las Cortes de Cádiz en el contexto de la Guerra de la
Independencia (1808 – 1814) y afectaron a la Iglesia; también durante el Trienio Liberal (1820
– 1823) se pusieron en marcha planes desamortizadores, aunque durante el reinado de
Fernando VII se detuvo la desamortización de bienes eclesiásticos. Estas desamortizaciones
tenían como única finalidad recaudar dinero para hacer frente al endeudamiento de la
Hacienda.
El principal objetivo era económico: con este sistema el Estado ingresaba una importante
cantidad de dinero que venía muy bien a las maltrechas arcas estatales.
Además, era una medida política propia de los liberales que pretendían lograr otros objetivos:
Liberalizar la economía con una propiedad de la tierra que pudiera circular sin
restricciones.
De paso, castigar a una institución, la Iglesia, cada vez más contraria al liberalismo.
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A más largo plazo, la desamortización también debía favorecer el desarrollo de la agricultura,
ya que los nuevos propietarios estarían dispuestos a introducir mejoras en las formas de
producción y cultivo.
Se llevó a cabo durante la regencia de la reina María Cristina, cuando tras el pronunciamiento
de sargentos en La Granja, los progresistas se hicieron con el poder. El ministro de Hacienda,
Mendizábal, decretó en 1836 la desamortización de los bienes del clero regular y en 1837 la
de los bienes del clero secular. Los bienes nacionalizados fueron vendidos en subasta pública
y adquiridos con dinero o con vales de deuda pública.
Los pequeños labradores no pudieron entrar en las pujas y las tierras fueron compradas por
nobles y burgueses urbanos adinerados, de forma que no pudo crearse una verdadera
burguesía o clase media en España que sacase al país de su atraso.
Tuvo lugar durante el Bienio progresista (1854 – 1856). Las Cortes aprobaron una nueva Ley
de Desamortización civil y eclesiástica, obra de Pascual Madoz, ministro de Hacienda. Afectó
a los bienes del Estado, de la Iglesia, de las órdenes militares, de las instituciones benéficas y,
sobre todo, de los ayuntamientos (bienes de propios y comunes). Fue la desamortización que
alcanzó un mayor volumen de ventas y tuvo una importancia superior a todas las anteriores.
Económicas
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Sociales
Uno de los objetivos de la desamortización fue permitir la consolidación del régimen liberal y
que todos aquellos que compraran tierras formaran una nueva clase de pequeños y
medianos propietarios adeptos al régimen. Sin embargo, no se consiguió este objetivo, dado
que los grandes propietarios adquirieron la mayor parte de las tierras desamortizadas,
particularmente en el sur de España. Por ello, la estructura de la propiedad de la tierra no se
vio alterada ya que se reforzaron las grandes propiedades y los latifundios.
Los campesinos sin tierra vieron empeorar su situación, explotados por los terratenientes y
sin posibilidad de emigrar a las ciudades por no producirse un desarrollo industrial paralelo.
Así, se convertirán en un caldo de cultivo revolucionario donde se extenderá la ideología
anarquista.
Culturales
Muchos cuadros y libros de monasterios fueron vendidos a precios bajos y acabaron en otros
países, aunque gran parte de los libros fueron a engrosar los fondos de las bibliotecas públicas
o universidades. También muchos fueron a parar a manos de particulares, que, sin tener
noción del valor real de los mismos, los perdieron para siempre. Quedaron abandonados
numerosos edificios de interés artístico, como iglesias y monasterios, con la consiguiente ruina
de estos, pero otros en cambio se transformaron en edificios públicos y fueron conservados
para museos u otras instituciones.
La reforma política liberal dio lugar a la desaparición de los estamentos, la supresión de los
privilegios y de las categorías jurídicas. En el nuevo sistema liberal, el conjunto de la población
constituía una sola categoría jurídica, los ciudadanos, que se organizaban en nuevos grupos
sociales, las clases sociales, en función de la riqueza. Por lo tanto, la división social dejó de
establecerse por nacimiento y pasó a definirse por la riqueza.
En la nueva sociedad, propia del sistema económico liberal-capitalista, todos los ciudadanos
pagaban impuestos, eran juzgados por las mismas leyes y tribunales y gozaban,
teóricamente, de iguales derechos políticos, aunque en la práctica el liberalismo censitario
limitaba el derecho al sufragio y a la participación política.
Las diferencias de riqueza y las duras condiciones de vida y de trabajo de la nueva clase
obrera y de los campesinos pobres dieron lugar a nuevos movimientos sociales, conflictos de
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clase, en los que nuevas ideologías (socialismo, anarquismo y democracia) y nuevas formas
de organización (obrerismo y sindicalismo) se enfrentaron al liberalismo capitalista, que
había establecido una igualdad jurídica pero que había ahondado la brecha de la desigualdad
económica.
La nobleza.
La pequeña nobleza, los hidalgos, sufrió un proceso de deterioro económico y social y fue
diluyéndose entre el grupo de la clase media de propietarios agrarios.
La Iglesia.
La Iglesia vio disminuir su poder económico con las leyes desamortizadoras, la supresión de
conventos y la abolición de los diezmos, aunque el alto clero secular mantuvo su riqueza.
Además, sus fuertes vinculaciones con la Corona y las clases altas le permitieron conservar su
influencia social e ideológica, dominar la enseñanza y participar en política. (Documentos
pág. 207).
La simbiosis entre la antigua aristocracia y los nuevos grupos burgueses dio lugar a la
configuración de una nueva élite. Ambas clases constituyeron una nueva oligarquía que tenía
el poder económico e imponía las formas sociales y culturales y que, gracias a un régimen
liberal de carácter censitario, detentó el monopolio del poder político durante decenios.
La alta burguesía.
Era un grupo vinculado a los negocios: la compra de tierras procedentes del proceso
desamortizador, las operaciones comerciales, las inversiones en Bolsa, especialmente en el
ferrocarril, el capital extranjero y la banca.
El centro de los negocios y la residencia habitual de la alta burguesía fue Madrid, aunque esta
procediera de regiones diversas, especialmente del norte (Asturias, Cantabria, País Vasco) y
Andalucía. También existieron grupos burgueses ubicados en el resto de las regiones,
vinculados a la administración de las propiedades agrarias y de las inversiones mineras,
comerciales e industriales de la gran burguesía residente en Madrid.
La burguesía industrial.
Fue básicamente catalana y vasca. Lejos de las esferas de poder, se esforzaron por conseguir
que el Estado aplicara la necesaria política proteccionista para su incipiente industria. Su
escaso número, su escaso poder económico y su situación periférica impidieron que se
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desarrollase un modelo de sociedad industrial diferente al modelo de capitalismo agrario que
propugnaba la burguesía terrateniente.
Era un grupo de escaso número, no más del 15% de la población, entre las clases poderosas y
los asalariados. Reunía medianos propietarios de tierras, comerciantes, pequeños fabricantes,
empleados de la Administración, miembros del Ejército y el sector de los profesionales
liberales (abogados, notarios, arquitectos, médicos, constructores, etc.).
Su estilo de vida, su nivel de instrucción y sus formas de ocio eran similares a los de la alta
burguesía, pero su menor nivel económico les hacía llevar una vida más privada y doméstica.
La burguesía fue una clase fundamentalmente urbana. En el siglo XIX las ciudades
experimentaron un gran crecimiento y grandes cambios: planes de ensanche, alumbrado,
alcantarillado, empedrado, agua corriente, tiendas con escaparates, los primeros tranvías,…
Los grupos sociales burgueses impusieron nuevos hábitos: el valor dado a la educación, la
expansión de la prensa, la costumbre del veraneo, las tertulias políticas o literarias, los locales
de espectáculos y el ocio. (Documentos págs. 210 – 211).
El crecimiento urbano y la estructura del nuevo Estado liberal concentró en las ciudades una
serie de trabajadores de servicios en el límite entre las clases medias y las clases populares:
los relacionados con las infraestructuras urbanas (limpieza, alumbrado, transportes…),
pequeños funcionarios, empleados de banca, dependientes de comercio.
Entre las clases más humildes predominaban las mujeres empleadas en el servicio doméstico,
procedentes en su mayoría del campo. Otras mujeres trabajaban como lavanderas,
planchadoras, costureras o amas de cría. También había mozos de comercio y pequeños
vendedores autónomos, en puestos de mercado y similares. Por debajo se encontraban las
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personas sin trabajo o enfermas que no tenían otro recurso que mendigar, realizar trabajos
ocasionales o delinquir.
El proletariado industrial.
A mediados del siglo XIX el número de obreros era todavía muy escaso y se concentraban en
la industria textil catalana y más tarde en Asturias y el País Vasco (minería y
siderometalurgia).
Las condiciones de vida y de trabajo de los obreros industriales eran muy precarias. Las
jornadas laborales eran de 12 a 14 horas en establecimientos oscuros, húmedos y mal
iluminados. Los salarios apenas daban para comer y mujeres y niños cobraban entre un 30 y
un 50% menos que los hombres. Se trabajaba seis días a la semana, se cobraba por día
trabajado y no existía ninguna protección en caso de paro, enfermedad, accidente o vejez.
Las viviendas obreras carecían de todas las condiciones para ser habitables: sin ventilación,
apenas luz, sin espacio, sin medios de calefacción y sucias. Se situaban en barriadas hacinadas
sin alumbrado, agua corriente, alcantarillado y empedrado. Las enfermedades infecciosas
(tuberculosis, cólera) se propagaban con facilidad entre una población muy vulnerable, mal
alimentada y con un trabajo agotador. No existía asistencia médica y los niños apenas iban a la
escuela.
El campesinado.
Se formó, por tanto, un amplio grupo de campesinos sin tierra o con pequeñas parcelas, que,
al no tener la salida de la industria, permanecieron en el campo como jornaleros con salarios
muy bajos, paro estacional y pobreza, que obligaba a mujeres y niños a trabajar. Esta
situación propiciaba que los campesinos siguieran sometidos a un sistema en el que el poder e
influencia del rico (cacique) eran considerables.