Gunther Montero Linz - Cap 9 Conclusiones. Los Partidos Pol LINZ

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Capítulo 9

CONCLUSIONES. LOS PARTIDOS POLÍTICOS


EN LA POLÍTICA DEMOCRÁTICA: PROBLEMAS Y PARADOJAS
Juan J. Linz

(Texto tomado del libro: Partidos Políticos. Viejos conceptos y nuevos retos.
MONTERO, José, GUNTHER, Richard y LINZ, Juan. pp.277-305)

A comienzos del siglo nos encontramos con una situación paradójica. En todas
las sociedades donde la gente es libre para expresar sus preferencias, existe
un amplio consenso la legitimidad de la democracia como forma de gobierno
(Diamond 1999: 24-31, 174-191). Tanto en las democracias consolidadas como
en las no consolidadas o inestables, también hay un acuerdo considerable en
que los partidos políticos son esenciales para el funcionamiento de la
democracia. Sin embargo, al mismo tiempo, en gran parte de los sistemas
democráticos la opinión pública se caracteriza por una amplia insatisfacción y
desconfianza en los partidos políticos, y existe mucho debate académico
acerca de la obsolescencia o declive de los partidos, tan bien resumido por
Hans Daalder en su capítulo en este libro. Por otra parte, mientras las actitudes
críticas están generalizadas entre los ciudadanos, en la opinión pública
encontramos poco eco de las poderosas ideologías anti-partido, sentimientos y
movimientos del «siglo XX corto», como el historiador Eric Hosbawn ha llamado
al periodo entre 1914 y el fin de la era soviética.

Hasta cierto punto, estas contradicciones aparentes podrían ser el producto de


la incompatibilidad entre la concepción schumpeteriana de la democracia y las
más participativas, que los ciudadanos podrían mantener simultáneamente. En
efecto, estas inconsistencias podrían, por sí mismas, ser una fuente
significativa de la insatisfacción con los partidos. En consecuencia, una
explicación plenamente satisfactoria de estas paradojas requeriría un análisis
empírico mucho más detallado del realizado hasta el momento. Necesitaríamos
saber más acerca de cómo el votante medio percibe la necesidad y las
funciones de los partidos. A falta de esos estudios, desconocemos las ideas
que la gente tiene sobre las funciones y estructuras de los partidos cuando
expresa su desconfianza o insatisfacción con ellos. No hemos sido capaces de
entender adecuadamente estas actitudes y sus implicaciones (pero véase el
capítulo de Mariano Torcal, José Ramón Montero y Richard Gunther en este
libro). Ese descontento ¿es centrará en la decadencia del «partido de masas»,
en la emergencia del partido catch-all en las contradicciones que
inevitablemente rodean el papel del partido en la vida pública? Y el hecho de
que las críticas aparezcan en tantos países con diferentes tipos de partidos,
con distintas formas organizativas, abre también los interrogantes de por qué
estos sentimientos han sido tan ampliamente expresados y cuáles son los
elementos comunes que han provocado esta desconfianza. Que estos
sentimientos negativos se den tanto en democracias parlamentarias como
presidenciales –donde los partidos juegan distintos papeles y toman distintas
formas- sugiere que las razones pueden ser similares y no estar directamente
relacionadas con las formas organizativas de los partidos. Sin más
investigación es imposible determinar si la desconfianza en los partidos

1
responde a los mismos factores o a causas diferentes. Sospechamos ambas
cosas. En este ensayo especulativo examinaré algunas ambigüedades en la
respuesta a los partidos en sistemas parlamentarios que espero puedan
abordarse en futuras investigaciones empíricas.

Desde el inicio, debe notarse que hay algunas diferencias fundamentales entre
los papeles jugados por los partidos en sistemas parlamentarios y
presidenciales, unas diferencias que podrían originar distintos tipos de críticas
a los partidos. El presidencialismo, por su misma naturaleza, podría generar su
propio y distintivo sentimiento anti-partido. Disminuye el papel de los partidos
en la producción y sostenimiento de los gobiernos, una función importante que
fortalece los lazos entre la legislatura y el ejecutivo en los sistemas
parlamentarios. En los sistemas presidenciales es menos probable que los
partidos articulen programas de gobierno y políticas públicas amplias funciones
que son cumplidas más probablemente por los presidentes. Seguramente, en
caso de «gobierno dividido», el Congreso puede frustrar las políticas y
ambiciones de un presidente elegido popularmente, quien, a su vez, muy
probablemente culpe al Congreso y a los partidos de su propio fracaso (Linz
1994). Por su parte, los partidos en el Congreso pueden sostener que están
frenando las políticas autoritarias o populistas de un presidente. En este
contexto, es posible que los apoyan al presidente sean críticos de los partidos,
y los presidentes o candidatos presidenciales podrían basar sus campañas en
apelaciones «anti-partido».

Dejando de lado esta dinámica en la relación entre el Congreso y los


presidentes, la misma naturaleza de las elecciones presidenciales tiende a
debilitar la posición de los partidos. El presidente no es elegido como el líder de
un partido. Los candidatos podrían ser outsiders sin ningún vínculo con los
partidos, e incluso aquellos elegidos con apoyo de los partidos podrían
distanciarse de ellos y pretender estar «por encima de los partidos». Algunas
Constituciones en la Europa poscomunista llegan a estipular que un presidente
no debería tener identificación partidista. Pero aun cuando un presidente es
elegido bajo la etiqueta de un partido, a menudo, especialmente en Estados
Unidos, no es elegido por el partido como organización de líderes electos o
miembros, sino por una base electoral vagamente definida en las elecciones
primarias. Estas nominaciones no son el producto de los esfuerzos colectivos
de las organizaciones partidistas o de los miembros, sino de la auto-promoción,
basada en los propios recursos del candidato y en una pequeña minoría de
votantes. Sin embargo, una vez electo, el presidente tiene la legitimidad del
cargo y una base electoral independiente. En la medida en que los votantes se
identifican con él, pueden considerar mucha de la actividad de los partidos en
el Congreso como un obstáculo al mandato que han dado personalmente al
presidente. Sólo aquellos que apoyaron al candidato oponente pueden ver a su
partido en la oposición como respondiendo a sus deseos. En cambio, los
legisladores pueden representar los intereses de sus bases electorales de
forma más efectiva que en sistemas parlamentarios. Pero, al jugar este papel,
podrían representar (o ser retratados como representantes de) intereses
concretos o «espaciales», que podrían estar en conflicto con los intereses o
prioridades de los partidos. Es lógico que los votantes que esperan que sus

2
representantes electos articulen sus intereses particulares estén descontentos
con los líderes del partido, que deben atender intereses más generales.

En los sistemas presidenciales, los miembros del Congreso pueden oponerse a


las políticas del presidente, votar con la oposición y representar a su base
electoral en su distrito sin poner en riesgo la cohesión del partido: sus acciones
no amenazan la estabilidad del ejecutivo. El peligro es que las políticas amplias
de interés nacional puedan quedar comprometidas por una serie de
negociaciones, enmiendas y gastos que atienden los intereses de bases
electorales particulares. El resultado agregado de cada representante
comportándose de acuerdo con la idea de que «toda la política es local» es que
la legislatura consistirá en embajadores de una miríada de intereses. En el nivel
individual, los votantes de un distrito concreto pueden sentirse satisfechos de
que su representante en la Cámara esté defendiendo sus intereses –algo
menos probable en sistemas parlamentarios europeos-, pero, en el nivel
agregado, la defensa de intereses específicos lleva frecuentemente al descuido
de políticas más amplias de significado social, económico o político. El sistema
electoral mayoritario de distrito uninominal en Estados Unidos refuerza esta
defensa de intereses concretos, como argumentan Shugart y Carey (1992). La
carencia resultante de cohesión, disciplina y compromiso programático o
ideológico de los partidos emerge como otra fuente de insatisfacción con los
partidos.

Cada tipo de sistema de partidos genera también diferentes críticas a los


partidos. Dejando de lado los sistemas pluralistas polarizados con importantes
partidos anti-sistema (o percibidos como tales), cualquier sistema de partidos
generará hostilidad hacia éstos por una u otra serie de razones. Un formato de
competencia bipartidista necesariamente significará que quienes rechazan en
principio a uno de los dos partidos y al candidato a primer ministro, cuando se
sientan alienados o sean muy críticos con su propio partido y sus líderes,
pensarán que el sistema carece de alternativa real alguna. Con una línea
divisoria fuerte entre izquierda y derecha y bajas probabilidades de volatilidad
entre los bloques, la crítica a su propio partido llevará a la crítica del sistema,
que no permite ninguna opción. Un sistema pluralista moderado y no polarizado
–que ofrece más opciones entre los partidos con verdadero potencial de
coalición y sin divisiones profundas en el espectro ideológico- debería ser más
atractivo a los votantes que se sienten excesivamente constreñidos por el
bipartidismo. Sin embargo, un sistema multipartidista podría significar que los
votantes pierdan en último término control sobre la elección de gobierno, que
será determinada por negociaciones entre los partidos. De esta manera, una
coalición, podrían representar una negociación «poco ética», que no responde
a los deseos de los votantes. En consecuencia, mucha gente se sentirá
frustrada tanto con los sistemas bipartidistas (que proveen un vínculo más
fuerte entre la emisión del voto popular y la formación de los gobiernos, pero
con opciones limitadas) como los multipartidistas (que ofrecen un espectro más
amplio de opciones, pero menos control directo del votante en la formación del
gobierno).

A pesar de estas diferencias entre sistemas de partidos y entre democracias


presidenciales y parlamentarias, en todas partes los partidos se han convertido

3
en el foco de una letanía notablemente similar de quejas y críticas. ¿Hasta qué
punto representan expresiones de una preocupación razonada sobre los
defectos del rendimiento de los partidos? A la inversa, ¿hasta qué punto
reflejan evaluaciones ambiguas, confusas o incluso contradictorias basadas en
expectativas irrazonables, o carentes de información, sobre las complejidades y
múltiples presiones a las que los partidos están sometidos cuando
desempeñan sus diversos papeles en la política democrática? Es a estos
temas a los que dirigimos ahora nuestra atención.

ACTITUDES HACIA LOS PARTIDOS:


PARADOJAS, CONTRADICCIONES Y AMBIGÜEDADES

Como hemos señalado, la crítica a los partidos no refleja un rechazo a la


democracia. En muchos países, la gente que da su apoyo a la democracia, que
incluso considera a los partidos como parte necesaria de la misma, expresa
también desconfianza en los partidos y un amplio espectro de actitudes críticas
y a menudo contradictorias. Según veremos, esas actitudes son compartidas
por quienes dan su apoyo el electoral a partidos diferentes, incluso en
proporciones similares a través de todos los partidos importantes de izquierda a
derecha (si es que la información de encuestas españolas presentada más
abajo puede generalizarse).

Los partidos pueden ser necesarios, pero no son confiables

En América Latina, datos del Latinobarómetro de 1997 muestran que un 62 por


ciento de los encuestados estaba de acuerdo con la afirmación de que «sin
partidos políticos no puede haber democracia»; pero al mismo tiempo sólo el
28 por ciento de estos mismos encuestados a firmó tener «alguna» o «mucha»
confianza en los partidos (con el 67 por ciento respondiendo «poca» o
«ninguna»). Cabe añadir que hubo diferencias significativas entre los países en
ambas preguntas. El porcentaje de encuestados que estaba de acuerdo con
que los partidos son necesarios osciló entre un máximo de 79 por ciento en
Uruguay y un mínimo de 44 por ciento en Ecuador, y un 50 por ciento en Brasil
y Venezuela, como o puede observarse en la tabla 9.1. Pero, en cada caso, el
nivel de confianza en los partidos fue mucho mas bajo que la creencia en la
necesidad de los mismos: en Uruguay, el 45 por ciento de los encuestados dijo
que tenía «alguna» o «mucha» confianza, mientras que en Ecuador, Brasil y
Venezuela lo dijo sólo el 16, el 18 y el 21 por ciento, respectivamente. Sin
series temporales no es posible decir si la desconfianza en los partidos llevó a
la baja convicción de que los partidos son necesarios en una democracia, pero
sospechamos que éste es el caso en Venezuela (veáse Meseguer 1998, y en
general Mainwaring y ScuII y 1995).

4
Incluso cuando distinguimos entre quienes expresan una preferencia
por la democracia y quienes, bajo ciertas circunstancias, preferirían un
gobierno autoritario, un número significativo de demócratas tiene poca
o ninguna confianza en los partidos. Las pautas en todos los países son
similares (Linz 2000: 256, sobre datos del Latinobarómetro de 1996). Puede
encontrarse el mismo patrón de creencias en la «necesidad de los
partidos si queremos desarrollo democrático» y en la falta de confianza en los
partidos en los datos para nueve países poscomunistas de Europa del Este
(Bruszt y Simon 1991). Es verdad que los sentimientos antipartidistas pueden
encontrarse en toda sociedad, pero en la mayoría de las democracias
consolidadas y estables tales opciones son sostenidas sólo por minorías. En
España, por ejemplo, solo el 16 por ciento estaba de acuerdo
con la afirmación de que «los partidos no sirven para nada», mientras
que fue rechazada por el 72 por ciento 1. No sorprendentemente, los
sentimientos antipartidistas fueron más fuertes entre los no votantes: un 26
por ciento de ellos estuvo de acuerdo con ese indicador del cuestionario.

Es llamativo y preocupante comprobar que en América Latina la confianza en


los partidos es más baja que la confianza de las Fuerzas Armadas. Como

1
Los datos españoles utilizados en este capítulo proceden de la encuesta 2240, de abril de
1997, del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), sobre «Ciudadanos y elite ante la
política (Encuesta ciudadanos)» que incorporó algunas preguntas sugeridas por el autor. Estoy
agradecido a la entonces directora del CIS, Pilar del Castillo, por proporcionarme esta
información. Muchas de las preguntas del CIS han sido utilizadas a través del tiempo, como
muestran los datos utilizados por Torcal, Montero y Gunther en su capítulo en este libro.
Muchas de las mismas preguntas fueron utilizadas en Portugal e Italia, mostrando la misma
pauta (Bacalhau 1997; Sani y Segatti 2001). También estoy agradecido a María Lagos por
proporcionarme los datos del Latinobarómetro utilizado en este análisis.

5
puede observarse en la tabla 9.2, sólo en Uruguay los encuestados tienen
«mucha» o «alguna» confianza en los partidos (45 por ciento) más
que en la Fuerzas Armadas (4.3 por ciento), y más ciudadanos afirman tener
ninguna confianza en los partidos (17 por ciento) que en las Fuerzas Armadas
(11 por ciento). En América Latina, en promedio, sólo el 26 por ciento de los
encuestados en el Latinobarómetro de 1997 tiene alguna confianza en los
partidos, mientras que casi la mitad (49 por ciento) confía en las Fuerzas
Armadas. En algunos casos, esta fisura de confianza es enorme: la confianza
en los militares excede a la confianza de los partidos por márgenes de 16
frente a 71 por ciento en Ecuador, 21 frente a 63 en Venezuela, 18 frente a 59
en Brasil, 21 frente a 55 por ciento en Colombia. Mientras que el porcentaje de
encuestados que confía en los partidos en Chile (35 por ciento) es segundo
sólo en relación con Uruguay, el hecho de que el 48 por ciento de los chilenos
exprese confianza en los militares es, a la luz de la historia reciente, tan
sorprendente como preocupante. Similarmente, con la excepción de Uruguay,
en cada país más gente sostiene no tener más confianza en los partidos que
en las Fuerzas Armadas. Incluso si descontamos la dimensión «patriótica» de
las actitudes hacia el Ejército, estos datos ilustran los problemas que han
experimentado los partidos en superar la desconfianza y ganar la confianza de
la gente. Aunque menos preocupante que la comparación con las Fuerzas
Armadas (dada la historia de la toma del poder en muchos países por golpes
de Estado), la comparación con la televisión también es llamativa. Con sólo dos
excepciones —Brasil y México—, los niveles de confianza en la televisión son
mayores que la confianza en los partidos.

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Niveles parecidos de baja confianza en los partidos se encuentran en algunos
países de Europa occidental (Torcal 2000). Por ejemplo, en el Estudio General
Electoral de Bélgica de 1995 sólo el 6 por ciento de los encuestados dijo tener
«mucha» o «bastante» confianza en los partidos, mientras que el 62 por ciento
sostuvo tener poca o muy poca. A modo de comparación, el 54 por ciento
expresó confianza en el rey, mientras que sólo el 11 por ciento sintió poca o
muy poca confianza en él.

Competencia y símbolos de unidad

Mucha gente se siente atraída hacia los símbolos de unidad de la nación, del
Estado o de la comunidad local. Hasta cierto punto, esto explica los altos
niveles de confianza en los reyes, las Fuerzas Armadas y la Iglesia (a menos
que hayan jugado un papel divisivo en el pasado). También explica la atracción
de los líderes que se presentan a si mismos por encima de los partidos, al igual
que la atracción de las coaliciones de todos los partidos o de las «grandes
coaliciones». Explica igualmente el resentimiento hacia la acritud de la política
partidista. Sin embargo, al mismo tiempo, la gente siente que algo está mal
cuando «todos los partidos son lo mismo», al percibir correctamente que los
conflictos en la sociedad tienen que ser articulados por los partidos. De esta
manera, los partidos se enfrentan inevitablemente con expectativas
contradictorias por parte de los ciudadanos.

La competencia, sin tener en cuenta quién gane, rompe con la unidad, el


consenso y la idea de que una solución puede ser buena para todos. En su
ensayo Soziologie de Konkurrenz, Georg Simmel (1995 [1908]) analizó los
sentimientos ambivalentes generados por la competencia. Como observó
Simmel, esta ambivalencia es exacerbada por la «competencia negativa»
cuando, más que apelar basándose en la calidad del propio producto, uno
intenta desacreditar a su competidor. En las democracias contemporáneas,
donde los temas son complejos, las ideologías cada vez menos vinculantes y la
política está personalizada, las campañas negativas no benefician
necesariamente a quienes las emplean. Contribuyen, en cambio, al cinismo
sobre la política.

Incluso cuando la gente entiende la necesidad de la competencia para alcanzar


objetivos colectivos, intereses de política pública y valores ideales, la
competencia partidista es también competencia por el poder entre
contendientes con un componente «egoísta» que es menos admirable. Los
partidos son los principales protagonistas en esa lucha, y no es sorprendente la
reacción negativa por parte de muchos votantes, incluso de aquellos que
apoyan a uno u a otro de los contendientes. Tampoco es sorprendente que la
confianza en las instituciones que están por encima del conflicto —no
partidistas, neutrales, unificadoras e integradoras, tales como los jefes de
Estado— sea mayor. De esta manera, los partidos podrían ser las víctimas de
las contradicciones inherentes al papel fundamental que tienen en los
regímenes democráticos: su función básica es representar los intereses de
segmentos específicos de la sociedad en el conflicto institucionalizado,
mientras que la mayoría de la gente continúa valorando la unidad y aferrándose

7
a la noción irreal de que puede haber una unívoca «voluntad general» del
pueblo.

La noción básica de la representación acarrea también una tensión entre la


necesidad de mantener la disciplina de partido (que, si no necesaria, es
deseable para el gobierno eficaz, especialmente en sistemas parlamentarios) y
la libertad de los legisladores individuales para decidir como individuos sus
posiciones en políticas públicas independientemente del liderazgo partidista.
Esta tensión tiene sus raíces en las concepciones fundamentales de la
representación, así como también en las Constituciones, los Reglamentos
parlamentarios y la jurisprudencia de los Tribunales Constitucionales (Presno
2000; Heidar y Koole 2000). Hay a este respecto algunos datos interesantes.
En 1997, una encuesta realizada a votantes españoles pidió elegir entre las
afirmaciones de que «dentro de los partidos debería haber mayor unidad» y
«en los partidos lo que hay es demasiada unanimidad». Mientras que hubo una
pequeña diferencia sobre cuál de las dos opciones fue preferida por una
pluralidad de quienes apoyaron a distintos partidos —donde los votantes del
Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y del Partido Popular (PP) eligieron
mayor unidad (45 y 35 por ciento, respectivamente), y los de Izquierda Unida
(lII) y los no votantes se quejaron de que hay demasiada unanimidad (por
márgenes de 35 frente a 50 por ciento, y de 33 frente a 37, respectivamente)—,
resulta llamativa la casi idéntica división de la opinión en todos los subgrupos
de la muestra entre estas dos ideas contrarias. En conjunto, el 40 por ciento de
los españoles prefirió mayor unidad, y el 37 por ciento percibió demasiada
unanimidad. A su vez, estas opiniones están estrechamente vinculadas a las
preferencias sobre normas más específicas de comportamiento parlamentario:
un 52 por ciento de quienes deseaban mayor unidad partidaria quería también
disciplina de partido, mientras que el 72 por ciento de los que se quejaron de la
excesiva unidad prefería que los diputados hieran más independientes para
tomar sus propias decisiones.

Los conceptos de la representación democrática que subyacen en estas


distintas preferencias son también relevantes en el proceso a través del cual
los candidatos son seleccionados por los partidos. Una reforma, a veces
propuesta como medio para permitir o generar mayor competencia y debate
dentro de los partidos, consistiría en adoptar un sistema de primarias entre los
miembros del partido2. Este procedimiento podría responder a las
preocupaciones de quienes perciben demasiada unanimidad dentro de los
partidos, pero su adopción ciertamente chocaría con las ideas de los
insatisfechos con la ya excesiva división o conflicto dentro de los partidos. Para
quienes ven los partidos como los proveedores de un equipo de gobierno
cohesivo, la institucionalización de las disputas entre facciones contribuiría a su
insatisfacción con ellos.

¿Son todos los partidos iguales, o sólo sirven para dividir al pueblo?

2
Esto difiere del proceso de selección de candidaturas en Estados Unidos, donde todos los
votantes (y no sólo los miembros del partido) pueden emitir los votos que seleccionan a
quienes representarán a los partidos en la elección general; véanse Gallagher y Marsh (1988) y
Scarrow, Webb y Farell (2000).

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¿Qué quiere decir la gente cuando dice que los «partidos son todos iguales»?
Esta afirmación podría ser considerada una actitud negativa, aunque también
podría ser una descripción realista de la creciente convergencia en muchas
políticas públicas, así como en la organización y función de los partidos. En
muchas democracias hay un acuerdo considerable con este punto de vista. En
España, por ejemplo, el 61 por ciento de todos los encuestados (y el 71 por
ciento (de los no votantes) estuvo de acuerdo o muy de acuerdo con la
afirmación de que «los partidos se critican mucho entre sí, pero en realidad son
todos iguales. Ya que el apoyo a esta afirmación fue más bien uniforme entre
los votantes de todos los partidos, incluyendo los más importantes de los que
han gobernado (58 por ciento y 60 por ciento entre los votantes los PSOE y PP,
por ejemplo), no sería razonable interpretar esta respuesta como
antidemocratica o incluso antipartidista.

¿Y qué decir sobre el opuesto lógico de esa actitud, es decir, la creencia de


que «los partidos sólo sirven para dividir a la gente»? Probablemente, la idea
de que los partidos sólo sirven para dividir ha sido más fuerte en el pasado,
cuando era general una mayor polarización partidaria y social que en el
presente, con partidos catch-all y el debilitamiento de las pasiones ideológicas.
Y, sin embargo, tales actitudes están difundidas entre los españoles (el 36 por
ciento estuvo de acuerdo o muy de acuerdo con esa afirmación) y entre los
italianos (51 por ciento de los cuales estuvo de acuerdo con una afirmación
similar de que «los partidos crean conflictos que no existen», y el 38 por ciento
estuvo de acuerdo con que «los partidos son todos los mismos» (Sani y Segatti
2001: tabla 4.2). Aunque tradicionalmente ésta es una respuesta considerada
antipartidista de los conservadores, en 1997 no hubo diferencia en España
entre los votantes del PP y del PSOE: 36 y el 37 por ciento, respectivamente,
estuvieron de acuerdo o muy de acuerdo con esta afirmación.

Las opiniones de que todos los partidos son lo mismo y, al mismo tiempo,
divisivos pueden ser fácilmente interpretadas como maneras distintas de
expresar una hostilidad hacia los partidos y la política partidista. Lo más
sorprendente es que un número significativo de encuestados españoles (un 30
por ciento) sostuvo simultáneamente ambas opiniones, a pesar de la aparente
contradicción entre ambas. Consistente con nuestra sospecha de que esta
orientación representa la postura más hostil hacia los partidos, y de que el
negativismo indiscriminado de este tipo es más característico de los
ciudadanos alienados, es notable que tales actitudes al parecer contradictorias
fueran especialmente comunes entre los no votantes y quienes lo hacen en
blanco (49 y 50 por ciento, respectivamente) los niveles de acuerdo con ambas
afirmaciones oscilaron desde un 34 por ciento entre los votantes de IU a un 39
por ciento entre los del PSOE y del PP. Las pautas de respuesta entre los
grupos de uno u otro partido en desacuerdo con ambas afirmaciones (esto es,
que implican que los partidos no sólo sirven para dividir al pueblo y que no son
iguales) reflejaron la misma imagen con los niveles más bajos entre los
marginales al proceso electoral (13 por ciento entre los no votantes y 16 por
ciento entre los que votan en blanco), y fueron más elevados entre los votantes
de IU (36 por ciento), con los del PSOE y PP entre los dos extremos (22 y 26
por ciento, respectivamente).

9
El patrón de respuesta opuesto, el de que los partidos no son todos iguales y
no sólo dividen al pueblo, sería el más congruente con los valores
democráticos. Sin embargo, esta configuración de actitudes es característica
de sólo el 17 por ciento de los españoles encuestados en 1997, e incluso
menor entre los votantes en blanco (16 por ciento) y no votantes (13 por
ciento). Curiosamente, los niveles más altos se encuentran entre los partidarios
de IU y el PP (26 por ciento).

El segundo patrón más frecuente es considerar a todos los partidos iguales sin
ser divisivos (23 por ciento). Podría interpretarse como una descripción de la
política en una sociedad donde los partidos más importantes son de tipo catch-
all, cuyas políticas son bastante similares y en la que todos otorgan la máxima
importancia a ser elegidos y llegar a gobernar. El hecho de que el 35 por ciento
de los no votantes sienta de esa manera podría reflejar parte de la alienación
generada por ese estilo de competición partidaria. Sin embargo, no deberíamos
llegar a una interpretación excesivamente pesimita, ya que ésta es también la
opinión del 31 y 29 por ciento de quienes votaron a los dos grandes partidos
democráticos, el PSOE y el PP.

La visión de los partidos generando conflicto y no siendo todos iguales –una


visión conflictiva de la competencia partidista- no es sostenida por mucha
gente. Nos preguntamos si durante los años 1920 y 1930 y en los años
calientes de la Guerra Fría esas actitudes podrían haber estado más
difundidas. Hoy en día, sólo el 4 por ciento de los españoles mantiene esa
opinión.

¿Deberían los partidos estar interesados en opiniones o en votos?

Uno de los indicadores más utilizados de la actitud crítica hacia los partidos y
los políticos es la pregunta del cuestionario que plantea a los encuestados si
están o no de acuerdo con la afirmación de que «los partidos están interesados
en los votos de la gente, pero no en sus opiniones». Un número significativo de
personas en diferentes países estuvo de acuerdo (Holmberg 1999). Aunque
esta pregunta esté pobremente formulada, cabría argumentar también que la
emisión de un voto positivo o negativo es una manera más «audible» y efectiva
de transmitir un mensaje que simplemente expresar una opinión. Las opiniones
pueden ser escuchadas o ignoradas, pero los votos no pueden ser ignorados.
¿Por qué, entonces, tantos encuestados están de acuerdo con esa
formulación? Quizás porque las opiniones pueden lidiar con una miríada de
problemas sobre los cuales pueden tomarse distintas posturas, mientras que al
votar la gente tiene que expresar una opinión sobre un «paquete» de temas
formulados por los partidos y los políticos. Ese paquete podría no incluir las
cuestiones que preocupan a un individuo concreto o a un grupo de gente. Los
partidos, al agregar un gran número de temas, tienen inevitablemente que
seleccionar las opiniones que quieren «escuchar», mientras que ignoran o
minimizan otras. Si uno imagina diez temas sobre los cuales los ciudadanos
podrían tener una clara opción de «si» o «no», las posibles combinaciones
serían muy numerosas. Si además intentáramos ordenar esas preferencias,
podríamos comprobar que sólo un sistema multipartidista inmanejable podría

10
ofrecer «representación», es decir, una voz democráticamente legitimada a
cada subconjunto de ciudadanos que sostienen la misma configuración de
actitudes sobre estos temas.

Ningún sistema de partidos limitado (sobre todo uno bipartidista, pero incluso
un sistema multipartidista moderado) podría estar atento a cada una de estas
agregaciones de opiniones de los ciudadanos. Tanto los partidos como los
ciudadanos tienen que poner en orden los paquetes, seleccionando y
formulando los temas para ofrecer opciones razonables peto limitadas. Por su
parte, los partidos reúnen paquetes que atraerían la mayor cantidad de votos.
Al hacer esto, intentan escuchar a una mayoría, o al menos (en sistemas con
representación proporcional y múltiples partidos) a un grupo significativo de
ciudadanos. Esto es distinto a escuchar a ciudadanos individuales (que podrían
ser numerosos, pero, como porcentaje de los votantes, insignificantes) o
escuchar a líderes de opinión y grupos organizados que podrían interesarse a
fondo en tina cuestión, pero no tener interés o capacidad pan agregar tenias
para gobernar. La crítica de que los partidos están solamente interesados en
los votos es implícitamente una crítica a la democracia. Efectivamente, el
interés de los partidos en atraer votos está vinculado a la esencia misma de la
democracia: los votos son necesarios para gobernar o participar en una
coalición de gobierno, y éste es, y debería ser, el objetivo de los partidos en
una democracia. Sólo los partidos «testimoniales» —que conciben las
elecciones como una oportunidad para expresar su rechazo a la democracia, al
Estado y/o a la Constitución, para hacer propaganda de sus ideologías, para
obtener poder de chantaje y que tienen poco interés en asumir la
responsabilidad de gobernar— se sienten libres para rechazar las apelaciones
a los grupos no definidos en principio como su base electoral3 los partidos
llamados a gobernar no pueden hacerlo.

Los partidos deberían representar mis intereses,


pero no «intereses particulares»

Otra crítica dirigida a los partidos es que «no les importan los intereses y los
problemas de gente como yo». En suma, estos críticos creen que los tenias
que afectan de manera muy directa a la gente en un determinado electorado o
distrito son ignorados en el proceso de formulación de políticas públicas, Los
votantes esperan que sus representantes defiendan sus intereses y creen que
los partidos son necesarios para hacerlo, pero, al mismo tiempo, son críticos
con el vínculo entre los partidos y los grupos de interés. Obviamente, tienen
intereses diferentes en mente, oscilando entre los intereses generales de una
clase social, tan grupo étnico o una comunidad religiosa, hasta intereses muy
específicos, como los de una industria concreta o algún otro grupo importante
en un distrito. Cuando afectan al propio grupo del individuo, son considerados
como «nuestros intereses» o «los intereses de personas como yo». Sin

3
Este modo de pensar era característico de los ideólogos marxistas ortodoxos del Partido
Social – Demócrata Alemán (SPD), quienes a fines del siglo XIX criticaban a los reformistas
(como Edgard David) por sus estrategias bauernfängerei («atrapa – campesinos»). Debe
recordarse que incrementó la disponibilidad de los votantes rurales para su captura por el
partido nazi.

11
embargo, cuando el mismo tipo de temas involucra los intereses de otros, son
peyorativamente considerados como «intereses particulares».

Esta inconsistencia era menos problemática cuando estaba basada en una


construcción ideológica (o en los valores ampliamente compartidos de una
sociedad cristiana) o cuando los intereses afectados (como los de la clase
trabajadora) podían ser percibidos como los de la mayoría. En estas
circunstancias, la promoción de esos intereses podía concebirse como el
progreso hacia una sociedad mejor. Sin embargo, con la fragmentación de los
intereses en una sociedad moderna y la diseminación de la información sobre
cómo las políticas afectan a los intereses específicos (tales como el impacto de
las políticas de la Unión Europea en industrias concretas, los derechos de
pesca y la producción agrícola), los individuos han tendido a enfocar su
atención en intereses más específicos y particulares. Al mismo tiempo, los
partidos catch-all no pueden identificarse con intereses particulares, incluso de
categorías amplias como los trabajadores o campesinos, sino que deben luchar
por un cierto equilibrio entre ellos. Y los partidos gobernantes (en contraste con
la mayor capacidad de los partidos de oposición para articular principios
ideológicos) se enfrentan a una gran variedad de demandas en conflicto y de
responsabilidades que reducen aún más su capacidad para defender los
intereses de sus bases electorales.

De esta manera, una persona podría culparlos por no perseguir los intereses
de sus bases electorales, mientras que al mismo tiempo podrían ser criticados
por perseguir los intereses de otra base e lectoral comparable (nunca vista
como igualmente legítima) o los «intereses particulares». Así, es virtualmente
inevitable que la función de representación de intereses lleve a una crítica de
los partidos y de los políticos.

Algunos especialistas y un número significativo de ciudadanos han considerado


los movimientos sociales como una opción más atractiva que los partidos y
como la alternativa del futuro. Esta percepción se basa en una equivocación
acerca de su naturaleza y funciones. Los movimientos sociales, generalmente
centrados en un solo tema, no tienen que sopesar demandas en conflicto y
hacer compromisos, y pueden movilizar el entusiasmo de minorías fuertemente
comprometidas, al menos de forma temporal, de un modo como no lo pueden
hacer los partidos menos ideológicos, que intentan ganarse el apoyo de una
gran y heterogénea mayoría de votantes. Los movimientos sociales pueden
criticar fácilmente a los partidos por sus compromisos y ambigüedades,
contrastando su posición idealista con el pragmatismo de los partidos que
tienen que gobernar o aspiran a gobernar (Dalton y Kuechler 1990; Giugni
1998).

Corrupción: ¿es la culpa de los partidos?

Los partidos también son vistos como estrechamente vinculados con la


corrupción (Del Águila 1995). Ciertamente, los políticos están a menudo
involucrados en la corrupción en la forma más flagrante de ganancia personal o
de favorecimiento ilegítimo de intereses concretos. Pero la capacidad de los
partidos para prevenir estos comportamientos se encuentra severamente

12
limitada. Los partidos tienen que presentar candidatos y personal para un gran
número de cargos electivos y designados, desde concejales hasta primeros
ministros, y es obviamente imposible para la organización central del partido
adquirir pleno conocimiento sobre la honestidad de sus miles de candidatos. La
vulnerabilidad del partido se extiende aún más por las prácticas que intentan
fomentar la «democratización», al sustituir a los funcionarios profesionales por
individuos designados por los partidos en un espectro de instituciones públicas:
consejos judiciales, agencias reguladoras de medios de difusión públicos,
consejos universitarios, consejos de administración de cajas de ahorro,
comisiones de defensa del consumidor, empresas públicas, etc. El proporz
austriaco o la lotizzazione italiana, y la amplia gama de patronazgo y
clientelismo partidista que se encuentra en otras democracias, han posibilitado
la presencia de los partidos en muchos ámbitos de la sociedad (Blondel 2002).
Muchos de esos puestos ofrecen oportunidades para la corrupción, que
terminan en escándalos que son resaltados por los medios y explotados por la
oposición. Muchos son también puestos electivos, presumiblemente para
asegurar el control democrático; pero los votantes están desinformados y
desinteresados, y al votar se basan en sus afinidades partidarias o ideológicas
más que en la calificación de los candidatos. Los partidos son así, en última
instancia, los responsables de su selección y su posterior comportamiento. De
esta manera, es casi inevitable la imagen de los partidos y los políticos como
corruptos. En parte, está basada en la realidad (especialmente dada la
creciente cobertura mediática y la explotación por parte de los partidos de
oposición cuando los individuos son descubiertos), pero la aceptación acrítica
de esta imagen está mucho más extendida en la opinión pública que justificada.
Quizá sólo una reducción de la presencia de los partidos en estas instituciones
y de su hegemonía en la sociedad civil (en el sentido gramsciano) pudiera
reducir la exposición a este tipo de acusaciones.

PERSONALIZACIÓN Y PROFESIONALIZACIÓN DE LA POLÍTICA

Los votantes quieren saber quién asumirá el papel de primer ministro, y tienden
a votar cada vez más al partido que presenta un candidato atractivo. Votarán al
partido y a sus candidatos aunque sean críticos con el programa del partido y
se sientan incómodos con el candidato local, para asegurar que su líder
nacional preferido asuma el poder, o incluso para impedir que sea elegido un
líder menos deseable del otro partido. Por una variedad de razones, la
personalización del liderazgo político ha avanzado más que nunca, incluso en
sistemas parlamentarios. Pero al mismo tiempo existe la convicción de que la
concentración de poder en las manos de un líder nacional debilita la vida
interna de un partido, impide la emergencia de líderes alternativos, refuerza
tendencias oligárquicas en la cima y, por lo tanto, reduce la «democracia». En
este contexto, al «delegar» en el líder, el partido puede ser culposo por
renunciar a su autonomía, es decir, a su función deliberadota. Pero también el
líder puede ser culpado de «matar» la vida interna del partido. O, a la inversa,
el partido puede ser culpado de las divisiones internas, de no apoyar al líder, al
mismo tiempo que el líder es criticado por no controlar el faccionalismo dentro
del partido. En cada uno de estos aspectos, o percepciones, el partido será
criticado por algunos de sus votantes.

13
Un problema adicional para los partidos que han producido y apoyado
liderazgos personalizados o pseudocarismáticos es que incluso si el líder
abandona el cargo y ha perdido autoridad ante los ojos de los votantes y
miembros del partido, es difícil (si no imposible) silenciarlo (como ocurrió, por
ejemplo, en los casos de Felipe González y de Margaret Thatcher), y tales ex
líderes continúan teniendo un impacto significativo en la imagen del partido. Y
en casos donde exista la división del trabajo entre, por una parte, líderes del
partido que compiten por y ocupan cargos electivos, y, por otra, un líder que
domina la organización del partido (como en el caso de Xavier Arzallus, el ex
presidente del Partido Nacionalista Vasco [PNV]), puede surgir una situación
complicada en la cual el partido habla con dos voces diferentes y a menudo a
diferentes audiencias. Esto en ocasiones no sólo crea confusión, sino que
también contribuye a la falta de accountability: el líder que no es elegido no
puede ser hecho responsable ante los votantes, y cualquiera de sus
declaraciones controvertidas o irresponsables puede ser descartada
simplemente como expresión de sus «opiniones privadas».

Problemas similares ocurren con el tema conexo de la profesionalización de la


política. Es interesante notar que, en una sociedad que cree en el
profesionalismo —devoción total y competente hacia una tarea, basada en el
conocimiento y la experiencia—, la expresión «político profesional» tenga una
connotación negativa4. Existe una noción implícita de que el político no debería
ser sólo político, alguien (para utilizar la expresión gráfica de Schumpeter) «que
negocia con votos», sino, en último término, un ciudadano común. El mito
democrático por el que cualquiera debe ser elegible para competir por un cargo
público tiene su expresión simbólica en la elección griega por sorteo (la bank) y
el mito marxista de pesca por la mañana y administración por la tarde.

La dispensabilidad para dedicarse a la política, sobre la que escribió Max


Weber, ha sido reducida corno consecuencia del tiempo que exige la actividad
política. En el pasado, muchos candidatos conseguían escaños seguros,
especialmente en el caso de los notables o de los líderes sindicales, por lo que
no tenían que hacer campaña o mantener un estrecho contacto con las
organizaciones del partido a nivel local. Las elecciones se han hecho más
frecuentes no sólo en el ámbito nacional sino también para Parlamentos
regionales, gobiernos locales y el Parlamento Europeo. Esto no involucraría al
liderazgo del partido nacional o a los miembros del Parlamento nacional si no
fuera por el hecho de que los votantes utilizan esas elecciones para apoyar o
castigar al partido en el nivel nacional. El tiempo que los medios exigen a los
políticos también ha aumentado, además de las demandas de la organización
del partido, comités locales y nacionales, por no mencionar el tiempo que
implica ocupar un cargo público. Sólo un estudio sistemático del aumento de
las cargas de tales responsabilidades sobre las vidas personales y los recursos
financieros de los políticos nos ayudaría a apreciar la dificultad del servicio
público electivo hoy en día. Finalmente, el debilitamiento del papel de la
burocracia profesional independiente y la «colonización» partidaria de la

4
El sentimiento en contra de la profesionalización de la política fue captado en Italia por Silvio
Berlusconi y Forza cando argumentaron que la política debía ser «desprofesionalizada» y
«confiada a personas que hayan superado con éxito en la sociedad civil» (Sani y Segatti 2001).

14
Administración refuerzan la profesionalización de la política y la dependencia
del partido.

Al mismo tiempo, las exigencias de las profesiones modernas en el sector


privado hacen difícil si no imposible para un individuo entrar en
la política por un tiempo y retornar después a su actividad. Profesiones que en
el pasado podían ser actividades con dedicación parcial requieren hoy un
compromiso a tiempo completo. Quizá sólo los funcionarios, los maestros y, en
algunos sistemas universitarios, los académicos puedan retornar a sus
posiciones después de un tiempo en la política (aunque no es probable que un
profesor, tras cuatro u ocho años de alejamiento de su disciplina, sea
nuevamente bienvenido a la academia). Es imposible pensar en el médico-
político en el Parlamento mientras continúa atendiendo pacientes y enseñando
(como sabemos ocurría en la Tercera República francesa). La mayor
profesionalización de las profesiones limita inevitablemente el número de
políticos aficionados y refuerza la tendencia a la profesionalización de la
política.

Sin embargo, a pesar de la gran dificultad (si no imposibilidad) de ejercer


simultáneamente carreras en la vida pública y privada, el mito de Cincinato
permanece firme. Muchos ciudadanos rechazan la profesionalización de la
política y continúan creyendo en el político aficionado, quien sirve a sus
conciudadanos por un tiempo pero no está dispuesto a abandonar sus otras
actividades. Esta preferencia requiere la existencia de personas calificadas que
hayan establecido sus carreras en profesiones del sector privado, que estén
dispuestos a suspender esa actividad por un tiempo para desempeñar la
función pública y retomar sus profesiones después de un periodo en el cargo.
Por distintas razones, los cambios en la naturaleza de la política y en las
exigencias técnicas de muchas profesiones hacen poco realista esa trayectoria.
Muchos individuos ingresan en la política sin haber consolidado antes una
posición en el sector privado, que proveería de un ingreso o estatus
comparable al de un legislador o funcionario público. Después de una derrota
electoral, encontrarán difícil volver a su carrera en el sector privado; por lo
tanto, dependen del partido para que les proporcione un «beneficio» (por
utilizar el término de Max Weber, originalmente del lenguaje eclesiástico) en la
organización del partido, en posiciones de patronazgo o en algún puesto
público como embajador o mediante nombramientos en organizaciones
internacionales.

Paradójicamente, quienes se oponen a la profesionalización están dispuestos a


apoyar normas que desalienten a la gente a entrar o quedarse en la política,
reduciendo directa o indirectamente el vivero de donde extraer a la dite política.
Entre aquéllas se incluyen normas rígidas de incompatibilidad, diseñadas para
«asegurar la independencia» de los políticos respecto a los intereses sociales.
Incluso los partidos laboristas o socialdemócratas, que por mucho tiempo
contaron con líderes sindicales como candidatos a miembros del Parlamento,
han establecido ahora una incompatibilidad entre el cargo sindical y el mandato
parlamentario. Una encuesta del CIS revela un amplio apoyo a estas normas:
una mayoría de españoles (58 por ciento) estuvo de acuerdo con que los
diputados deberían abandonar cualquier actividad profesional porque eso les

15
haría más independientes, mientras que sólo el 27 por ciento eligió la
alternativa de que «los diputados no deberían abandonar sus actividades
profesionales y dedicarse exclusivamente a la política porque así conocerían y
entenderían mejor los problemas de la gente corriente y estarían más
conectados con la sociedad»; el 15 por ciento no emitió ninguna opinión.
Podría pensarse que el apoyo a las normas de incompatibilidad sería más
fuerte entre los partidarios de la izquierda, mientras que la alternativa de la
actividad profesional ininterrumpida sería apoyada por los votantes más
conservadores. Hay poca evidencia empírica para esta hipótesis. A pesar de
que el 65 por ciento de los votantes de IU favoreció la dedicación exclusiva, el
59 por ciento de los votantes del PSOE y el 59 por ciento del PP mantuvieron
esa misma opinión, en coincidencia incluso con los votantes de un partido
burgués como Convergencia i Unió (CiU).

Pero mientras estas normas hacen imposible ejercer simultáneamente


carreras en el sector público y privado, otras iniciativas populistas socavan
la profesionalización de las carreras políticas a través de la promulgación de
límites de tiempo a los mandatos. Esto coloca a quienes desean ocupar
un cargo electivo en una situación extremadamente difícil. La profesionalización
de la política significa que los hombres y mujeres que entran
en la política y persiguen cargos electivos o en el partido no lo hacen
como una actividad temporal y/o con dedicación parcial, sino como una
actividad a largo plazo y casi de tiempo completo. Algunos han decidido
hacerla temprano en la vida, y no han perseguido ningún otro objetivo
profesional. Para ellos, la política es una vocación, pero también una ocupación
(Beruf en el doble sentido de la palabra en alemán y la concepción
de Weber 1971b [1919]). Pero la imposición de límites de tiempo a los
mandatos concluye las carreras políticas después de un periodo corto en
el cargo, o bien expone a los políticos a enormes riesgos e inseguridad, al
estar forzados a cambiar de una posición electiva a otra, y en ambos casos
independientemente de si sus bases electorales apoyaron sus desempeños
en el cargo o no.

La profesionalización de la política democrática es casi inevitable y, dentro de


ciertos límites, deseable. A la luz de las posiciones contradictorias descritas
anteriormente, la crítica de algunos demócratas radicales debería ser
considerada en muchos aspectos como irresponsable. Las normas y
restricciones que han propuesto y promulgado para evitar
la profesionalización de la política no son solamente indeseables en sus
consecuencias; son contrarias al principio democrático básico de que la
finalización o continuación de un cargo electivo debe ser una decisión de
los votantes representados por cada político.

Tenemos que preguntarnos cómo harán los partidos en el futuro para servir
como canal para la profesión política, como un mecanismo de reclutamiento de
elites, cuando muy poca gente está dispuesta a afiliarse a ellos. Es cierto que
el número de cargos electivos en cualquier sociedad es relativamente pequeño,
pero sabemos, gracias a los estudios de elite en muchos campos, que tiene
que haber un semillero relativamente grande para producir los pocos
candidatos cualificados y motivados necesarios para esos puestos. Los

16
partidos pueden reclutar de los movimientos sociales, pero podría haber alguna
dificultad para que las personas muy comprometidas con un tema único
aceptaran los múltiples papeles y compromisos requeridos por la política
partidista. Existe, especialmente en los niveles más altos, la posibilidad de la
entrada lateral sobre la base de la experiencia en las profesiones, la
universidad, la academia, los negocios, los liderazgos de grupos de interés y la
burocracia. ¿Tienen los así reclutados las calificaciones que pensamos
necesarias para el liderazgo político, incluyendo la capacidad para comunicarse
con los votantes y para articular las esperanzas y temores de una sociedad?
Hay un vivero de políticos en la política y en los gobiernos locales y regionales,
pero ¿cuántos serían reacios a mudarse de ese contexto familiar para
enfrentarse con las incertidumbres, los desafíos y sacrificios requeridos
frecuentemente a quienes persiguen cargos electivos a nivel nacional?

Necesitamos saber más acerca de los incentivos y desincentivos para entrar en


la política en las democracias contemporáneas. Sabemos aún menos acerca
de cómo estas motivaciones afectan a la calidad de la política. Para estudiar
esto tenemos que investigar a los políticos individuales y a la política micra en
varios niveles. Qué imagen proyectan los partidos al electorado cuando
introducen cuotas por edad, género, etnia, y más aún cuando esto significa el
desplazamiento o la postergación de valiosos representantes elegidos y/o de
miembros leales y experimentados?

PARTIDOS, DINERO Y DEMOCRACIA DE PARTIDOS

Los partidos cuestan dinero: pero no el mío,


ni el de mis impuestos, ni el de grupos de interés

La cuestión del dinero en la política también ha generado mucha hostilidad


hacia los partidos y los políticos. Los ciudadanos y los políticos son
reacios a admitir que la política democrática en una sociedad de masas
es muy cara, y, como en varios otros temas discutidos anteriormente, los
ciudadanos tienen sentimientos contradictorios. La gente está menos dispuesta
a hacerse miembro, dar dinero y prestar servicios a sus partidos.
Pero también se queja de cómo los partidos financian sus actividades,
tanto legal como ilegalmente. Una vez más encontramos una ambivalencia
básica. Los partidos y sus actividades son considerados necesarios,
pero el votante no está dispuesto a mantenerlos, y al mismo tiempo no le
gustan las formas alternativas de financiados, especialmente aquellas que
implican fondos «privados» (que podrían crear vínculos con los grupos
de interés y llevar a prácticas corruptas) o la financiación pública a través
de sus impuestos.

¿Están los ciudadanos, los miembros del partido, los que apoyan a uno u otro
Candidato o facción dentro de un partido, dispuestos a pagar por la oportunidad
de elegir? ¿Debería el contribuyente que no es miembro de un partido y que
podría no estar interesado en votar, pagar por esa oportunidad? Si no, ¿cuál
debería ser entonces la fuente de los fondos necesarios para sostener la
actividad de un partido? ¿Podrían ser cuotas pagadas por los miembros del
partido, subsidios públicos, deducciones de los salarios de los funcionarios

17
electos, actividades comerciales «legítimas» de los partidos? ¿Cómo garantizar
la equidad no oligárquica en el acceso a tales fondos? ¿O debería este proceso
basarse en las contribuciones privadas voluntarias de los partidarios? ¿Cabría
permitir a los candidatos la utilización de su propio dinero, que después de todo
deberían ser libres para gastar en un objetivo público? ¿Debería permitírsele a
los candidatos estar involucrados en recaudarlo?

Datos de encuestas en España indican que la gente está dispuesta a votar por
los partidos. Peto cuando se le preguntó «qué haría si el partido por el que
usted siente más simpatía o que está más próximo a sus propias ideas le pide
que contribuya económicamente en alguna actividad propia del partido», sólo el
22 por ciento respondió que probablemente contribuiría, mientras que casi el 68
por ciento contestó que había poca o ninguna posibilidad de que apoyara
financieramente a los partidos (con un 43 por ciento de estos encuestados
respondiendo «definitivamente no»). Como puede observarse en la tabla 9.3,
sólo entre quienes apoyaron a tu, más de uno de cada cuatro votantes expresó
una disposición a contribuir, mientras que aquellos que votaron al PP y al
PSOE se manifestaron igualmente reacios a apoyar financieramente a sus
partidos. Estos datos revelan claramente que los partidos pueden recibir apoyo
electoral de muchos votantes, pero la inmensa mayoría de ellos es free-rider.

Una situación ligeramente diferente aparece cuando examinamos estas


respuestas a partir del auto-posicionamiento de los encuestados en el continuo
izquierda-derecha. Mientras que sólo una minoría de los encuestados en cada
punto de la escala expresó su predisposición a apoyar financieramente a los
partidos, los situados en los extremos de la escala estaban más dispuestos a
contribuir a los partidos que los del centro: el 36 y el 33 por ciento,
respectivamente, de los situados en las posiciones
1 o 2 (extrema izquierda) y en las posiciones 9 y 10 (extrema derecha) dijeron
que existía bastante probabilidad de que apoyaran así financieramente a los
partidos, en comparación con sólo el 22 por ciento de aquellos que se situaban
en el centro de la escala. Los que respondieron «no saben o rehusaron
colocarse en el continuo ideológico fueron los menos dispuestos de todos a
apoyar a los partidos (con sólo el 10 o el 11 por ciento manifestando su
disposición a hacerlo). Estos datos sugieren que, mientras la creciente
moderación podría haber contribuido a la estabilidad y consolidación del
régimen democrático español actual (en contraste con la polarización
ideológica que caracterizó a la Segunda República en 1931-1936), una
consecuencia desafortunada del debilitamiento de la intensidad ideológica
podría ser una disminución de las contribuciones económicas a los partidos
políticos.

18
A partir de la experiencia americana, conocemos los peligros y abusos
conectados con el dinero en la política. Regulémosla, limitándola bajo la
supervisión de las comisiones reguladoras estatales o el poder judicial (aunque
a costa de la autorregulación por los partidos como organizaciones voluntarias).
Sin tales controles, el dinero (más que los votos) se vuelve decisivo para
determinar el resultado de importantes debates de políticas públicas. En las
décadas de 1920 y 1930, cuando los tenias eran altamente ideológicos,
cuestiones de vida o muerte, conflictos existenciales, no había escasez de
voluntarios o de contribuciones masivas de los miembros más humildes de los
partidos. ¿Podrá eso ser cierto en la política contemporánea, más racional y
menos emocional? Probablemente no. Pero entonces otras motivaciones de
menor idealismo «ideológico- serán más importantes.

Los partidos deberían ser más democráticos; pero ¿qué significa eso?

En años recientes han surgido numerosas demandas vagamente formuladas


para incrementar la democracia intrapartidista cuyo significado e implicaciones
son no poco confusas. ¿Qué significa exigir candidatos más personalizados y
rechazar las listas cerradas en sistemas de elección proporcional, dado el bajo
nivel de conocimiento de los candidatos individuales, incluso de cargos tan
visibles como los miembros del gobierno?. En el contexto de los grandes
distritos electorales existentes en las áreas metropolitanas, ¿cómo podrían los
votantes ejercer una opción informada sin campañas adicionales, que
acarrearían gastos considerables y tiempo televisivo? ¿Cambiarían realmente
el comportamiento y los sentimientos de los votantes que están, al mismo
tiempo, cada vez más comprometiendos a elegir a un partido e incluso a un
determinado líder para formar el gobierno?

Desde los escritos de Robert Michels (1962 [1911]), la cuestión de la


democracia interna del partido ha sido intensamente debatida. Incluso los
estatutos de los partidos incluyen requisitos para que sean «democráticos», es
decir, gobernados democráticamente (Linz 1966). En respuesta a la crítica de

19
su carácter oligárquico, algunos partidos han ido más allá de los límites de la
democracia representativa (tal como elecciones a congresos y órganos
ejecutivos) para adoptar procedimientos de democracia directa como las
primarias, en las que todos los miembros pueden votar directamente al
liderazgo nacional del partido (Vargas Machuca 1998; Boix 1998b). La
democracia interna del partido es vista como una cura para los males del
partido, al mismo tiempo que los candidatos en competencia afirman no estar
creando facciones sino defendiendo la unidad del partido, con cuyo programa
se identifican. Mientras que la competencia dentro de la unidad es el leitmotiv,
nadie quiere una pelea entre personalidades. Todos estos esfuerzos se
caracterizan por mucha ambivalencia y un escaso análisis sobre cómo debería
organizarse tal competencia, en la ausencia de miembros muy activos y de
fondos suficientes para la campaña interna del partido.

Estos cambios deberían proporcionar un papel al demos del partido (Hopkin


2001). El problema es que el demos del partido y el demos de los ciudadanos
que eligen a los miembros del Parlamento son dos demoi diferentes: uno es
más bien pequeño, el otro incluye a millones de votantes. ¿A quién debería
rendir cuentas el líder del partido, especialmente si es también la cabeza del
gobierno? Cualquiera de las dos respuestas es probable que deje insatisfecha
a mucha gente.

La democracia directa dentro de los partidos es en principio atractiva para los


demócratas, pero no deberíamos ignorar algunas de las consecuencias no
intencionadas, a veces disfuncionales, y curiosamente no anticipadas (por
muchos de sus defensores). ¿Por qué están siendo cuestionadas la
democracia representativa dentro de los partidos, las convenciones o
congresos a favor de la democracia directa, es decir, de la elección de los
líderes a través de primarias? Además del sentimiento «anti-político» y el
atractivo «participativo» de la democracia directa, podríamos encontrar alguna
explicación en la manera en que han cambiado los congresos de los partidos.
En lugar de ser arenas para los debates internos entre las elites del partido de
nivel medio que conocen a los candidatos, se han convertido en la vitrina del
partido, una oportunidad para la expresión pública de solidaridad y unidad, un
lugar prominente para los discursos de notables, líderes de partidos amigos e
incluso líderes extranjeros. El resultado es un calendario apretado y bien
planificado con anticipación que impide el lento trabajo de los comités y los
debates prolongados, que podrían desorganizar tan apretado horario. El
resultado final es que lo que originalmente había sido una convención
deliberativa se ha convertido en democrática», en contraste con las primarias
directas.

Este síndrome incluye también la desconfianza hacia la representación


parlamentaria del partido, que culmina en los esfuerzos por limitar la influencia
de los parlamentarios en distintos órganos del partido. El argumento en contra
de un papel importante de los parlamentarios es que son nominados por la
maquinaria del partido. De acuerdo con esta visión, la democracia sólo puede
lograrse a través de la democratización del aparato o evitando ese aparato.
Estos sentimientos también han provocado un intenso debate (desde el tiempo
de Robert Michels) sobre si el partido parlamentario y su liderazgo deberían

20
estar sujetos al control del congreso del partido. Esto podría implicar una forma
de mandato imperativo e incluso una mayor dependencia de los miembros del
Parlamento y del gobierno respecto del partido, en contradicción con el
mandato libre que ha dominado el pensamiento y las Constituciones de las
democracias modernas. A ello debemos sumar el intento de separar el cargo
de líder de la organización del partido del de líder del grupo parlamentario o
jefe del gobierno. Esta separación podría establecer una diarquía apoyada en
bases electorales diferentes, creando una estructura de accountability ante dos
cuerpos distintos: ante los miembros del partido y ante los votantes. Los
problemas asociados con la diarquía son suficientemente conocidos por la
historia y la sociología.

En su origen histórico, los partidos eran agrupaciones de miembros del


Parlamento con la misma opinión; luego desarrollaron organizaciones para
asegurar la elección de sus miembros y otras organizaciones de afiliados, y
finalmente evolucionaron hacia organizaciones más o menos burocráticas y
profesionales de gran escala, cuya misión principal era competir en las
elecciones. En el curso de la evolución de los partidos, los especialistas se han
centrado en diferentes aspectos y niveles, pero olvidando cada vez más al
partido en el Parlamento (pero véanse von Beyme 1985; Bowler 2000; Heidar y
Koole 2000). En consecuencia, antes de que podamos explorar efectivamente
muchas de las cuestiones cruciales que han surgido de los esfuerzos actuales
para «democratizar» a los partidos políticos, los especialistas necesitamos
saber más acerca de la naturaleza de la relación entre la organización del
partido y el grupo parlamentario, sobre los procesos de toma de decisiones
dentro de las organizaciones partidarias y sobre las preferencias de los
miembros del partido y del electorado en su conjunto.

Un tema central en la teoría democrática y más específicamente en el debate


sobre los partidos es que la democracia, para que funcione, requiere más
democracia —esto es, que el control democrático debería establecerse dentro
de una amplia gama de instituciones sociales—. Tales demandas son
formuladas prestando poca o ninguna atención a las actitudes y al
comportamiento de los ciudadanos y de los miembros de los partidos, y Sin
analizar sus implicaciones para el gobierno democrático del Estado. Los
defensores de estos puntos de vista sostienen que los bajos niveles de
participación son simplemente una reacción ante el estado actual de los
partidos y de las instituciones políticas, y que los ciudadanos participarían ¡mIs
si existiera una democratización más amplia de las instituciones, Al hacer estas
afirmaciones, suele contrastarse el activismo y el entusiasmo existentes dentro
de los movimientos sociales con los partidos políticos, olvidando la
participación y el entusiasmo minoritario y a menudo cambian te en los propios
movimientos sociales.

Comencemos primero con la democratización de las instituciones y con hacer


electivas más posiciones en el Estado y la sociedad. Son pocos los defensores
de tales procesos que tienen en cuenta la cantidad de conocimiento necesario
para realizar tina opción informada. ¿A través de quién y cómo podrá esa
información ser generada y distribuida, y cuán dispuestos estarán los
ciudadanos a hacer el esfuerzo de conocer a fondo este volumen de

21
información y tener conocimiento suficiente sobre los temas en cuestión? ¿De
dónde provendrán los candidatos cualificados si recordamos las quejas acerca
de la calidad de quienes se presentan para un número mucho menor de
cargos? Si los candidatos para esas nuevas posiciones electivas fuesen
propuestos por los partidos, y si la mayoría de la gente continuara la mayor
parte del tiempo con su hábito de votar según su identificación de partido, ¿no
estaría esta democratización simplemente favoreciendo la partitocrazia, de la
cual mucha gente ya se queja? Si los partidos no cumplen el papel central al
nominar candidatos, ¿quién lo hará entonces, los grupos de interés, los medios
o los candidatos mismos (que casi seguramente serán personas con
suficientes recursos económicos como para montar sus propias campañas)? Y
si los votantes no pueden contar con la etiqueta del partido para adquirir con el
mínimo esfuerzo información básica acerca de cómo se ubicarán los
candidatos en cuestiones claves, ¿en qué basarán sus decisiones? Dados los
extremadamente bajos niveles de información de gran parte de los votantes
sobre las posiciones de los candidatos por debajo del liderazgo nacional de los
partidos5, esta última consideración podría suponer un fallo en las propuestas
para una democratización más amplia de todo tipo de instituciones sociales.

«RECEPTIVIDAD», RESPONSABILIDAD Y ACCOUNTABILITY

La gente se siente incómoda ante el hecho (o la percepción) de que los


políticos estructuran sus campañas, sus posiciones y quizá cada vez más sus
políticas sobre la base de encuestas de opinión pública y de focus groups esto
es, en términos de los que ellos creen que atraerá a los votantes. Algunos
encuentran perturbadora y molesta la democracia dominada por las encuestas.
Pero traduzcámoslo a otro lenguaje: los políticos deben expresar y llevar a
cabo la voluntad del pueblo, o al menos de los que votan por ellos. Deberían
ser receptivos. ¡Eso es la democracia! El perseguir sus propias preferencias,
más que las de los votantes, ha sido la base de la crítica a la democracia
elitista6.

¿Cuál es, entonces, el origen de este malestar? La respuesta es compleja,


pero está basada fundamentalmente en el hecho de que la responsabilidad, el
liderazgo democrático y el compromiso con valores básicos, creencias y la
(Dios no lo permita) ideología están siendo sacrificados a la receptividad frente
a una opinión pública difusa. El comportamiento responsable implica que se
otorga la debida consideración a las consecuencias –a la relación adecuada
5
Por ejemplo, las encuestas poselectorales españolas tras las consultas de 1982 y 1993
indican que, fuera de Madrid (donde los políticos que encabezaron las listas eran los líderes
nacionales de sus respectivos partidos), sólo entre el 16 y 17 por ciento de los votantes
pudieron nombrar correctamente al cabeza de lista por el cual votaron para el Congreso de
Diputados (Montero y Gunther 1994:50). Mayor corroboración sobre la falta general de
conocimiento acerca de los candidatos individuales que están por debajo de los niveles
superiores del liderazgo nacional puede observarse en el comportamiento electoral respecto a
las elecciones para el Senado: el factor más importante para predecir el voto en las
candidaturas al Senado fue con mucho el orden alfabético en listas abiertas (con un
ordenamiento alfabético estricto de los candidatos en un 86 por ciento de los escaños
asignados en 1993); cf. Montero y Gunther (1994:72).
6
Para una discusión más extensa sobre la relación entre «receptividad», responsabilidad y
accountability en la política democrática y en la democracia de partidos, véanse Linz (1998b) y
Manin, Przeworski y Stokes (1999).

22
entre fines y medios-, y esto podría implicar que se ignoren las opiniones del
electorado. Los votantes no poseen los hechos, la preparación técnica, el
conocimiento ni la experiencia que suponemos (o que al menos esperamos)
tienen los políticos. Los votantes responden a una situación inmediata, a
estímulos simples, no a la complejidad de los temas o a las consecuencias a
medio y largo plazo. ¿No es ésta una crítica a la democracia? No, porque la
democracia dominada por las urnas ignora un elemento fundamental de la
política democrática: ignora a los líderes que forman, cambian o resisten las
opiniones cuando consideran que están empujando en la dirección equivocada.
Liderar no significa desconocer a la gente, sino apelar a ella, explicar y justificar
políticas y hacerse responsable por las acciones. Los votantes tendrán la
oportunidad de premiar o castigar a los líderes en la próxima elección. En el
fondo, la democracia es que los elegidos rindan cuentas (es decir, que sean
accountable) cada cierto tiempo ante los votantes. Esa formulación general no
nos dice mucho acerca de quién rinde cuentas a quién, aunque en las
democracias parlamentarias el gobierno de partidos hace que el partido y los
miembros del Parlamento rindan cuentas por las acciones y políticas del
gobierno que apoyaron. Sin embargo, en la práctica el partido y su liderazgo
nacional son de hecho responsables también por las acciones de los que
resultaron elegidos en otros contextos: gobiernos regionales y locales, así
como legislaturas o municipios presumiblemente no elegidos o seleccionados
por el liderazgo nacional del partido, sino por cuerpos electorales diferentes. No
obstante, en la medida en que el partido es percibido como una unidad, las
diferentes acciones de esas instituciones y personas afectan al partido en su
totalidad. Al mismo tiempo, esos representantes y sus bases electorales están
dispuestos a protestar por cualquier interferencia en su autonomía. Por lo tanto,
se culpa al partido y a su liderazgo por la mala conducta a nivel local o regional,
y al mismo tiempo se les culpa por los intentos de controlar estos otros niveles,
interfiriendo en la elección libre por las bases electorales o intrapartidistas
relevantes. Además, sobre todo en los Estados federales y ahora en las
elecciones para el Parlamento Europeo, los votantes no se limitan a
responsabilizar a los representantes por su desempeño o por sus calificaciones
(sobre lo cual saben muy poco), sino que utilizan esas elecciones para
expresar su descontento con el gobierno nacional, el liderazgo del partido y el
Parlamento nacional. La frecuencia de las elecciones en los niveles europeo,
estatal, autonómico, regional y local permite la articulación y la expresión del
descontento sin asumir la accountability hasta una fecha posterior (Linz 1998a).
El partido y sus líderes pueden también evitar la responsabilidad y la rendición
de cuentas al no tomar decisiones difíciles. Una manera es desplazar la
decisión a los votantes convocando un referéndum, en el que resultará
probable que éstos estén guiados por los partidos. Un mecanismo alternativo
es sacar el tema fuera del proceso democrático de toma de decisiones y
llevarlos a los tribunales, o remitir la cuestión a órganos independientes o a
comisiones no partidistas, bien sean corporativas en su composición
(incluyendo representantes de sindicatos, asociaciones empresariales u
organizaciones campesinas), bien de otro tipo. Debería notarse que este
cambio de la accountability vertical de los políticos electos a la accountability
horizontal de las comisiones u otros organismos no partidistas y electoralmente
irresponsables va en contra del principio básico de la responsabilidad
democrática en la formulación de políticas públicas.

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LA DESCONFIANZA EN LOS PARTIDOS Y LA LEGITIMIDAD DE LA
DEMOCRACIA.

¿Cómo afecta el preocupante bajo nivel de confianza en los partidos políticos a


la legitimidad de la democracia? Hay alguna evidencia que vincula la confianza
en los partidos con un mayor apoyo a la democracia, y la desconfianza con un
menor compromiso con la democracia y una mayor disposición para considerar
deseable un gobierno autoritario en ciertas circunstancias, o que «no implica
ninguna diferencia para gente como yo»; el capítulo de Torcal, Montero y
Gunther contiene más datos sobre estas cuestiones.

El examen de los datos al respecto en España, Chile y Ecuador muestra un


panorama complicado. En España, donde la creencia general en la democracia
es alta (81 por ciento), el apoyo a la democracia disminuye ligeramente al 75
por ciento entre quienes no tienen confianza en los partidos (tabla 9.4). En
Ecuador, donde los niveles de apoyo a la democracia son mucho más bajos,
existe también una falta de relación clara entre las actitudes hacia la
democracia y la confianza en los partidos. Sin embargo, en Chile, donde el
apoyo general a la democracia es del 54 por ciento y donde la alternativa
autoritaria encuentra apoyo entre el 19 por ciento de los encuestados (en
comparación con el 8 por ciento en España), la diferencia entre aquellos que
tienen «mucha» o «alguna» confianza en los partidos y los que tienen «poca» o
«ninguna» es bastante significativa: las actitudes favorables a la democracia
decrecen notablemente, del 70 al 61, al 55 y al 49 por ciento entre los
subgrupos de la muestra con niveles decrecientes de confianza en los partidos.
En Chile, donde la democracia es cuestionada por una parte significativa de la
población, la confianza en los partidos parece tener un impacto en el
compromiso con la democracia. Obviamente, podría utilizarse el argumento
contrario, pero nos inclinamos a pensar que la actitud hacia la democracia es
anterior en el tiempo y más relevante.

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Es importante notar que, en contraste con la primera mitad del siglo XX, ya no
parece que las ideas críticas sobre los políticos en el poder y los partidos vayan
unidas a la defensa de ideologías alternativas a la democracia liberal. En las
democracias estables no existen defensores políticamente significativos de un
sistema no democrático (un sistema sin elecciones competitivas, o uno con
partido único o sin partidos). Desde el punto de vista de la estabilidad
democrática, esto podría ser un desarrollo positivo, pero también ha privado a
los partidos de sus defensores tradicionales. En el pasado, los demócratas
comprometidos estaban dispuestos a defender el sistema e indirectamente a
quienes ocupaban los puestos elegidos, ignorando sus defectos; hoy en día, la
ausencia de desafíos ideológicos radicales a la democracia permite una
discusión mucho más abierta de los defectos reales de las instituciones
democráticas.

OBSERVACIONES FINALES

A partir de nuestro análisis, parece dudoso que la imagen de los partidos


políticos y de los políticos pueda mejorar sustancialmente. Las ambigüedades
podrán ser descritas y entendidas, pero no eliminadas. Las reformas podrán
servir para remendar los problemas, pero, como las primarias intrapartidistas,
generan frecuentemente nuevos problemas.

¿Cuánto pueden crecer en la población, y con cierta intensidad, la


insatisfacción, la desconfianza en los partidos y los políticos (más que en
determinados líderes) sin llevar a un cuestionamiento de principio de la función
de los partidos en una democracia, sin despertar el rechazo a la democracia
representativa y sin generar la búsqueda de formas alternativas de
legitimación, como ocurrió en el «siglo XX corto», gracias a los atractivos
ideológicos antidemocráticos del comunismo, el fascismo, el corporativismo y el
autoritarismo militar? El atractivo del populismo presidencialista anti-partido o
por encima de los partidos es uno de esos peligros, como sabemos por algunos
casos recientes en América Latina.

Existe poca discusión y menos investigación aún sobre las raíces de la


insatisfacción con los partidos políticos entre quienes creen en su necesidad y
les votan regularmente. Sin un mejor entendimiento de la crítica a los partidos
políticos, a la democracia representativa tal como existe y a los políticos, será
imposible iniciar reformas que puedan reducir esa actitud crítica. Hay un debate
interminable acerca de las posibles reformas de las instituciones y dentro de los
partidos, sin mucho análisis de sus implicaciones. Mi opinión es que alguno de
los problemas de los partidos políticos son casi inherentes a su naturaleza, y
que por lo tanto resultan difíciles, si no imposibles, de corregir mediante la
ingeniería institucional, que a menudo suele terminar en una mera chapuza.
Afortunadamente, la ambivalencia hacia los partidos políticos que encontramos
en nuestras sociedades democráticas, al menos por el momento, no ha llevado
a su rechazo en principio, como lo hizo en la primera mitad del siglo XX. A
pesar de que los políticos son objeto de una crítica constante, acertada o
incorrecta, incluyendo la que hacen sus propios votantes, la idea de que la
minoría elegida tiene derecho a gobernar como resultado del proceso
democrático está menos cuestionada que en el pasado.

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Estas paradojas no han estado en el centro de la investigación sobre los
partidos políticos, que en cambio se ha centrado en los sistemas de partidos,
los sistemas electorales y los estudios de sociología electoral de diferentes
países, así como también en la organización partidaria, los tipos y los modelos
de partidos. Todo ello apunta a la necesidad de ampliar nuestro foco de
investigación para entender mejor el funcionamiento de los partidos político y la
imagen que tienen los ciudadanos de ellos y de los políticos. Necesitamos
saber más acerca de los políticos de lo que podemos llegar a aprender de los
estudios clásicos de elite sobre la base social y la carrera de los electos, en
especial cuando hemos descubierto cómo se ha homogeneizado la elite política
respecto a las características normalmente estudiadas. Necesitamos también
entender mejor hasta qué punto un clima de opinión típico, si no hostil, sobre
los partidos y los políticos afecta al proceso de auto-selección de las elites
políticas.

A partir de los temas expuestos en este capítulo (ilustrados por algunos datos
de encuestas de España y América Latina), podemos preguntarnos si ha
llegado el momento de explotar nuevos temas en el estudio de los partidos en
general, más que en el partido que la gente vota. ¿Qué imágenes tienen los
votantes, qué expectativas desarrollan, qué tipo de comportamientos de los
partidos frustran sus expectativas, cuál es su respuesta ante diferentes
sistemas de partidos y ante reformas institucionales alternativas? Éstos son
temas que deberían ser estudiados sin referencia a un partido determinado,
aunque en el análisis prestáramos atención a las diferencias entre quienes
apoyan a distintos partidos respecto a la distribución de esas actitudes. Al
diseñar encuestas, deberíamos intentar que fuera fácil para el encuestado
expresar las opiniones que desde nuestra perspectiva de observadores
académicos externos consideraríamos contradictorias o incompatibles.
Podemos esperar muchos debates sobre cómo cambiar a los partidos y
muchos intentos para hacerlo, pero es dudoso que sean capaces de evitar los
problemas y paradojas con los que he iniciado este capítulo.

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