Gunther Montero Linz - Cap 9 Conclusiones. Los Partidos Pol LINZ
Gunther Montero Linz - Cap 9 Conclusiones. Los Partidos Pol LINZ
Gunther Montero Linz - Cap 9 Conclusiones. Los Partidos Pol LINZ
(Texto tomado del libro: Partidos Políticos. Viejos conceptos y nuevos retos.
MONTERO, José, GUNTHER, Richard y LINZ, Juan. pp.277-305)
A comienzos del siglo nos encontramos con una situación paradójica. En todas
las sociedades donde la gente es libre para expresar sus preferencias, existe
un amplio consenso la legitimidad de la democracia como forma de gobierno
(Diamond 1999: 24-31, 174-191). Tanto en las democracias consolidadas como
en las no consolidadas o inestables, también hay un acuerdo considerable en
que los partidos políticos son esenciales para el funcionamiento de la
democracia. Sin embargo, al mismo tiempo, en gran parte de los sistemas
democráticos la opinión pública se caracteriza por una amplia insatisfacción y
desconfianza en los partidos políticos, y existe mucho debate académico
acerca de la obsolescencia o declive de los partidos, tan bien resumido por
Hans Daalder en su capítulo en este libro. Por otra parte, mientras las actitudes
críticas están generalizadas entre los ciudadanos, en la opinión pública
encontramos poco eco de las poderosas ideologías anti-partido, sentimientos y
movimientos del «siglo XX corto», como el historiador Eric Hosbawn ha llamado
al periodo entre 1914 y el fin de la era soviética.
1
responde a los mismos factores o a causas diferentes. Sospechamos ambas
cosas. En este ensayo especulativo examinaré algunas ambigüedades en la
respuesta a los partidos en sistemas parlamentarios que espero puedan
abordarse en futuras investigaciones empíricas.
Desde el inicio, debe notarse que hay algunas diferencias fundamentales entre
los papeles jugados por los partidos en sistemas parlamentarios y
presidenciales, unas diferencias que podrían originar distintos tipos de críticas
a los partidos. El presidencialismo, por su misma naturaleza, podría generar su
propio y distintivo sentimiento anti-partido. Disminuye el papel de los partidos
en la producción y sostenimiento de los gobiernos, una función importante que
fortalece los lazos entre la legislatura y el ejecutivo en los sistemas
parlamentarios. En los sistemas presidenciales es menos probable que los
partidos articulen programas de gobierno y políticas públicas amplias funciones
que son cumplidas más probablemente por los presidentes. Seguramente, en
caso de «gobierno dividido», el Congreso puede frustrar las políticas y
ambiciones de un presidente elegido popularmente, quien, a su vez, muy
probablemente culpe al Congreso y a los partidos de su propio fracaso (Linz
1994). Por su parte, los partidos en el Congreso pueden sostener que están
frenando las políticas autoritarias o populistas de un presidente. En este
contexto, es posible que los apoyan al presidente sean críticos de los partidos,
y los presidentes o candidatos presidenciales podrían basar sus campañas en
apelaciones «anti-partido».
2
representantes electos articulen sus intereses particulares estén descontentos
con los líderes del partido, que deben atender intereses más generales.
3
en el foco de una letanía notablemente similar de quejas y críticas. ¿Hasta qué
punto representan expresiones de una preocupación razonada sobre los
defectos del rendimiento de los partidos? A la inversa, ¿hasta qué punto
reflejan evaluaciones ambiguas, confusas o incluso contradictorias basadas en
expectativas irrazonables, o carentes de información, sobre las complejidades y
múltiples presiones a las que los partidos están sometidos cuando
desempeñan sus diversos papeles en la política democrática? Es a estos
temas a los que dirigimos ahora nuestra atención.
4
Incluso cuando distinguimos entre quienes expresan una preferencia
por la democracia y quienes, bajo ciertas circunstancias, preferirían un
gobierno autoritario, un número significativo de demócratas tiene poca
o ninguna confianza en los partidos. Las pautas en todos los países son
similares (Linz 2000: 256, sobre datos del Latinobarómetro de 1996). Puede
encontrarse el mismo patrón de creencias en la «necesidad de los
partidos si queremos desarrollo democrático» y en la falta de confianza en los
partidos en los datos para nueve países poscomunistas de Europa del Este
(Bruszt y Simon 1991). Es verdad que los sentimientos antipartidistas pueden
encontrarse en toda sociedad, pero en la mayoría de las democracias
consolidadas y estables tales opciones son sostenidas sólo por minorías. En
España, por ejemplo, solo el 16 por ciento estaba de acuerdo
con la afirmación de que «los partidos no sirven para nada», mientras
que fue rechazada por el 72 por ciento 1. No sorprendentemente, los
sentimientos antipartidistas fueron más fuertes entre los no votantes: un 26
por ciento de ellos estuvo de acuerdo con ese indicador del cuestionario.
1
Los datos españoles utilizados en este capítulo proceden de la encuesta 2240, de abril de
1997, del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), sobre «Ciudadanos y elite ante la
política (Encuesta ciudadanos)» que incorporó algunas preguntas sugeridas por el autor. Estoy
agradecido a la entonces directora del CIS, Pilar del Castillo, por proporcionarme esta
información. Muchas de las preguntas del CIS han sido utilizadas a través del tiempo, como
muestran los datos utilizados por Torcal, Montero y Gunther en su capítulo en este libro.
Muchas de las mismas preguntas fueron utilizadas en Portugal e Italia, mostrando la misma
pauta (Bacalhau 1997; Sani y Segatti 2001). También estoy agradecido a María Lagos por
proporcionarme los datos del Latinobarómetro utilizado en este análisis.
5
puede observarse en la tabla 9.2, sólo en Uruguay los encuestados tienen
«mucha» o «alguna» confianza en los partidos (45 por ciento) más
que en la Fuerzas Armadas (4.3 por ciento), y más ciudadanos afirman tener
ninguna confianza en los partidos (17 por ciento) que en las Fuerzas Armadas
(11 por ciento). En América Latina, en promedio, sólo el 26 por ciento de los
encuestados en el Latinobarómetro de 1997 tiene alguna confianza en los
partidos, mientras que casi la mitad (49 por ciento) confía en las Fuerzas
Armadas. En algunos casos, esta fisura de confianza es enorme: la confianza
en los militares excede a la confianza de los partidos por márgenes de 16
frente a 71 por ciento en Ecuador, 21 frente a 63 en Venezuela, 18 frente a 59
en Brasil, 21 frente a 55 por ciento en Colombia. Mientras que el porcentaje de
encuestados que confía en los partidos en Chile (35 por ciento) es segundo
sólo en relación con Uruguay, el hecho de que el 48 por ciento de los chilenos
exprese confianza en los militares es, a la luz de la historia reciente, tan
sorprendente como preocupante. Similarmente, con la excepción de Uruguay,
en cada país más gente sostiene no tener más confianza en los partidos que
en las Fuerzas Armadas. Incluso si descontamos la dimensión «patriótica» de
las actitudes hacia el Ejército, estos datos ilustran los problemas que han
experimentado los partidos en superar la desconfianza y ganar la confianza de
la gente. Aunque menos preocupante que la comparación con las Fuerzas
Armadas (dada la historia de la toma del poder en muchos países por golpes
de Estado), la comparación con la televisión también es llamativa. Con sólo dos
excepciones —Brasil y México—, los niveles de confianza en la televisión son
mayores que la confianza en los partidos.
6
Niveles parecidos de baja confianza en los partidos se encuentran en algunos
países de Europa occidental (Torcal 2000). Por ejemplo, en el Estudio General
Electoral de Bélgica de 1995 sólo el 6 por ciento de los encuestados dijo tener
«mucha» o «bastante» confianza en los partidos, mientras que el 62 por ciento
sostuvo tener poca o muy poca. A modo de comparación, el 54 por ciento
expresó confianza en el rey, mientras que sólo el 11 por ciento sintió poca o
muy poca confianza en él.
Mucha gente se siente atraída hacia los símbolos de unidad de la nación, del
Estado o de la comunidad local. Hasta cierto punto, esto explica los altos
niveles de confianza en los reyes, las Fuerzas Armadas y la Iglesia (a menos
que hayan jugado un papel divisivo en el pasado). También explica la atracción
de los líderes que se presentan a si mismos por encima de los partidos, al igual
que la atracción de las coaliciones de todos los partidos o de las «grandes
coaliciones». Explica igualmente el resentimiento hacia la acritud de la política
partidista. Sin embargo, al mismo tiempo, la gente siente que algo está mal
cuando «todos los partidos son lo mismo», al percibir correctamente que los
conflictos en la sociedad tienen que ser articulados por los partidos. De esta
manera, los partidos se enfrentan inevitablemente con expectativas
contradictorias por parte de los ciudadanos.
7
a la noción irreal de que puede haber una unívoca «voluntad general» del
pueblo.
¿Son todos los partidos iguales, o sólo sirven para dividir al pueblo?
2
Esto difiere del proceso de selección de candidaturas en Estados Unidos, donde todos los
votantes (y no sólo los miembros del partido) pueden emitir los votos que seleccionan a
quienes representarán a los partidos en la elección general; véanse Gallagher y Marsh (1988) y
Scarrow, Webb y Farell (2000).
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¿Qué quiere decir la gente cuando dice que los «partidos son todos iguales»?
Esta afirmación podría ser considerada una actitud negativa, aunque también
podría ser una descripción realista de la creciente convergencia en muchas
políticas públicas, así como en la organización y función de los partidos. En
muchas democracias hay un acuerdo considerable con este punto de vista. En
España, por ejemplo, el 61 por ciento de todos los encuestados (y el 71 por
ciento (de los no votantes) estuvo de acuerdo o muy de acuerdo con la
afirmación de que «los partidos se critican mucho entre sí, pero en realidad son
todos iguales. Ya que el apoyo a esta afirmación fue más bien uniforme entre
los votantes de todos los partidos, incluyendo los más importantes de los que
han gobernado (58 por ciento y 60 por ciento entre los votantes los PSOE y PP,
por ejemplo), no sería razonable interpretar esta respuesta como
antidemocratica o incluso antipartidista.
Las opiniones de que todos los partidos son lo mismo y, al mismo tiempo,
divisivos pueden ser fácilmente interpretadas como maneras distintas de
expresar una hostilidad hacia los partidos y la política partidista. Lo más
sorprendente es que un número significativo de encuestados españoles (un 30
por ciento) sostuvo simultáneamente ambas opiniones, a pesar de la aparente
contradicción entre ambas. Consistente con nuestra sospecha de que esta
orientación representa la postura más hostil hacia los partidos, y de que el
negativismo indiscriminado de este tipo es más característico de los
ciudadanos alienados, es notable que tales actitudes al parecer contradictorias
fueran especialmente comunes entre los no votantes y quienes lo hacen en
blanco (49 y 50 por ciento, respectivamente) los niveles de acuerdo con ambas
afirmaciones oscilaron desde un 34 por ciento entre los votantes de IU a un 39
por ciento entre los del PSOE y del PP. Las pautas de respuesta entre los
grupos de uno u otro partido en desacuerdo con ambas afirmaciones (esto es,
que implican que los partidos no sólo sirven para dividir al pueblo y que no son
iguales) reflejaron la misma imagen con los niveles más bajos entre los
marginales al proceso electoral (13 por ciento entre los no votantes y 16 por
ciento entre los que votan en blanco), y fueron más elevados entre los votantes
de IU (36 por ciento), con los del PSOE y PP entre los dos extremos (22 y 26
por ciento, respectivamente).
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El patrón de respuesta opuesto, el de que los partidos no son todos iguales y
no sólo dividen al pueblo, sería el más congruente con los valores
democráticos. Sin embargo, esta configuración de actitudes es característica
de sólo el 17 por ciento de los españoles encuestados en 1997, e incluso
menor entre los votantes en blanco (16 por ciento) y no votantes (13 por
ciento). Curiosamente, los niveles más altos se encuentran entre los partidarios
de IU y el PP (26 por ciento).
El segundo patrón más frecuente es considerar a todos los partidos iguales sin
ser divisivos (23 por ciento). Podría interpretarse como una descripción de la
política en una sociedad donde los partidos más importantes son de tipo catch-
all, cuyas políticas son bastante similares y en la que todos otorgan la máxima
importancia a ser elegidos y llegar a gobernar. El hecho de que el 35 por ciento
de los no votantes sienta de esa manera podría reflejar parte de la alienación
generada por ese estilo de competición partidaria. Sin embargo, no deberíamos
llegar a una interpretación excesivamente pesimita, ya que ésta es también la
opinión del 31 y 29 por ciento de quienes votaron a los dos grandes partidos
democráticos, el PSOE y el PP.
Uno de los indicadores más utilizados de la actitud crítica hacia los partidos y
los políticos es la pregunta del cuestionario que plantea a los encuestados si
están o no de acuerdo con la afirmación de que «los partidos están interesados
en los votos de la gente, pero no en sus opiniones». Un número significativo de
personas en diferentes países estuvo de acuerdo (Holmberg 1999). Aunque
esta pregunta esté pobremente formulada, cabría argumentar también que la
emisión de un voto positivo o negativo es una manera más «audible» y efectiva
de transmitir un mensaje que simplemente expresar una opinión. Las opiniones
pueden ser escuchadas o ignoradas, pero los votos no pueden ser ignorados.
¿Por qué, entonces, tantos encuestados están de acuerdo con esa
formulación? Quizás porque las opiniones pueden lidiar con una miríada de
problemas sobre los cuales pueden tomarse distintas posturas, mientras que al
votar la gente tiene que expresar una opinión sobre un «paquete» de temas
formulados por los partidos y los políticos. Ese paquete podría no incluir las
cuestiones que preocupan a un individuo concreto o a un grupo de gente. Los
partidos, al agregar un gran número de temas, tienen inevitablemente que
seleccionar las opiniones que quieren «escuchar», mientras que ignoran o
minimizan otras. Si uno imagina diez temas sobre los cuales los ciudadanos
podrían tener una clara opción de «si» o «no», las posibles combinaciones
serían muy numerosas. Si además intentáramos ordenar esas preferencias,
podríamos comprobar que sólo un sistema multipartidista inmanejable podría
10
ofrecer «representación», es decir, una voz democráticamente legitimada a
cada subconjunto de ciudadanos que sostienen la misma configuración de
actitudes sobre estos temas.
Ningún sistema de partidos limitado (sobre todo uno bipartidista, pero incluso
un sistema multipartidista moderado) podría estar atento a cada una de estas
agregaciones de opiniones de los ciudadanos. Tanto los partidos como los
ciudadanos tienen que poner en orden los paquetes, seleccionando y
formulando los temas para ofrecer opciones razonables peto limitadas. Por su
parte, los partidos reúnen paquetes que atraerían la mayor cantidad de votos.
Al hacer esto, intentan escuchar a una mayoría, o al menos (en sistemas con
representación proporcional y múltiples partidos) a un grupo significativo de
ciudadanos. Esto es distinto a escuchar a ciudadanos individuales (que podrían
ser numerosos, pero, como porcentaje de los votantes, insignificantes) o
escuchar a líderes de opinión y grupos organizados que podrían interesarse a
fondo en tina cuestión, pero no tener interés o capacidad pan agregar tenias
para gobernar. La crítica de que los partidos están solamente interesados en
los votos es implícitamente una crítica a la democracia. Efectivamente, el
interés de los partidos en atraer votos está vinculado a la esencia misma de la
democracia: los votos son necesarios para gobernar o participar en una
coalición de gobierno, y éste es, y debería ser, el objetivo de los partidos en
una democracia. Sólo los partidos «testimoniales» —que conciben las
elecciones como una oportunidad para expresar su rechazo a la democracia, al
Estado y/o a la Constitución, para hacer propaganda de sus ideologías, para
obtener poder de chantaje y que tienen poco interés en asumir la
responsabilidad de gobernar— se sienten libres para rechazar las apelaciones
a los grupos no definidos en principio como su base electoral3 los partidos
llamados a gobernar no pueden hacerlo.
Otra crítica dirigida a los partidos es que «no les importan los intereses y los
problemas de gente como yo». En suma, estos críticos creen que los tenias
que afectan de manera muy directa a la gente en un determinado electorado o
distrito son ignorados en el proceso de formulación de políticas públicas, Los
votantes esperan que sus representantes defiendan sus intereses y creen que
los partidos son necesarios para hacerlo, pero, al mismo tiempo, son críticos
con el vínculo entre los partidos y los grupos de interés. Obviamente, tienen
intereses diferentes en mente, oscilando entre los intereses generales de una
clase social, tan grupo étnico o una comunidad religiosa, hasta intereses muy
específicos, como los de una industria concreta o algún otro grupo importante
en un distrito. Cuando afectan al propio grupo del individuo, son considerados
como «nuestros intereses» o «los intereses de personas como yo». Sin
3
Este modo de pensar era característico de los ideólogos marxistas ortodoxos del Partido
Social – Demócrata Alemán (SPD), quienes a fines del siglo XIX criticaban a los reformistas
(como Edgard David) por sus estrategias bauernfängerei («atrapa – campesinos»). Debe
recordarse que incrementó la disponibilidad de los votantes rurales para su captura por el
partido nazi.
11
embargo, cuando el mismo tipo de temas involucra los intereses de otros, son
peyorativamente considerados como «intereses particulares».
De esta manera, una persona podría culparlos por no perseguir los intereses
de sus bases electorales, mientras que al mismo tiempo podrían ser criticados
por perseguir los intereses de otra base e lectoral comparable (nunca vista
como igualmente legítima) o los «intereses particulares». Así, es virtualmente
inevitable que la función de representación de intereses lleve a una crítica de
los partidos y de los políticos.
12
limitada. Los partidos tienen que presentar candidatos y personal para un gran
número de cargos electivos y designados, desde concejales hasta primeros
ministros, y es obviamente imposible para la organización central del partido
adquirir pleno conocimiento sobre la honestidad de sus miles de candidatos. La
vulnerabilidad del partido se extiende aún más por las prácticas que intentan
fomentar la «democratización», al sustituir a los funcionarios profesionales por
individuos designados por los partidos en un espectro de instituciones públicas:
consejos judiciales, agencias reguladoras de medios de difusión públicos,
consejos universitarios, consejos de administración de cajas de ahorro,
comisiones de defensa del consumidor, empresas públicas, etc. El proporz
austriaco o la lotizzazione italiana, y la amplia gama de patronazgo y
clientelismo partidista que se encuentra en otras democracias, han posibilitado
la presencia de los partidos en muchos ámbitos de la sociedad (Blondel 2002).
Muchos de esos puestos ofrecen oportunidades para la corrupción, que
terminan en escándalos que son resaltados por los medios y explotados por la
oposición. Muchos son también puestos electivos, presumiblemente para
asegurar el control democrático; pero los votantes están desinformados y
desinteresados, y al votar se basan en sus afinidades partidarias o ideológicas
más que en la calificación de los candidatos. Los partidos son así, en última
instancia, los responsables de su selección y su posterior comportamiento. De
esta manera, es casi inevitable la imagen de los partidos y los políticos como
corruptos. En parte, está basada en la realidad (especialmente dada la
creciente cobertura mediática y la explotación por parte de los partidos de
oposición cuando los individuos son descubiertos), pero la aceptación acrítica
de esta imagen está mucho más extendida en la opinión pública que justificada.
Quizá sólo una reducción de la presencia de los partidos en estas instituciones
y de su hegemonía en la sociedad civil (en el sentido gramsciano) pudiera
reducir la exposición a este tipo de acusaciones.
Los votantes quieren saber quién asumirá el papel de primer ministro, y tienden
a votar cada vez más al partido que presenta un candidato atractivo. Votarán al
partido y a sus candidatos aunque sean críticos con el programa del partido y
se sientan incómodos con el candidato local, para asegurar que su líder
nacional preferido asuma el poder, o incluso para impedir que sea elegido un
líder menos deseable del otro partido. Por una variedad de razones, la
personalización del liderazgo político ha avanzado más que nunca, incluso en
sistemas parlamentarios. Pero al mismo tiempo existe la convicción de que la
concentración de poder en las manos de un líder nacional debilita la vida
interna de un partido, impide la emergencia de líderes alternativos, refuerza
tendencias oligárquicas en la cima y, por lo tanto, reduce la «democracia». En
este contexto, al «delegar» en el líder, el partido puede ser culposo por
renunciar a su autonomía, es decir, a su función deliberadota. Pero también el
líder puede ser culpado de «matar» la vida interna del partido. O, a la inversa,
el partido puede ser culpado de las divisiones internas, de no apoyar al líder, al
mismo tiempo que el líder es criticado por no controlar el faccionalismo dentro
del partido. En cada uno de estos aspectos, o percepciones, el partido será
criticado por algunos de sus votantes.
13
Un problema adicional para los partidos que han producido y apoyado
liderazgos personalizados o pseudocarismáticos es que incluso si el líder
abandona el cargo y ha perdido autoridad ante los ojos de los votantes y
miembros del partido, es difícil (si no imposible) silenciarlo (como ocurrió, por
ejemplo, en los casos de Felipe González y de Margaret Thatcher), y tales ex
líderes continúan teniendo un impacto significativo en la imagen del partido. Y
en casos donde exista la división del trabajo entre, por una parte, líderes del
partido que compiten por y ocupan cargos electivos, y, por otra, un líder que
domina la organización del partido (como en el caso de Xavier Arzallus, el ex
presidente del Partido Nacionalista Vasco [PNV]), puede surgir una situación
complicada en la cual el partido habla con dos voces diferentes y a menudo a
diferentes audiencias. Esto en ocasiones no sólo crea confusión, sino que
también contribuye a la falta de accountability: el líder que no es elegido no
puede ser hecho responsable ante los votantes, y cualquiera de sus
declaraciones controvertidas o irresponsables puede ser descartada
simplemente como expresión de sus «opiniones privadas».
4
El sentimiento en contra de la profesionalización de la política fue captado en Italia por Silvio
Berlusconi y Forza cando argumentaron que la política debía ser «desprofesionalizada» y
«confiada a personas que hayan superado con éxito en la sociedad civil» (Sani y Segatti 2001).
14
Administración refuerzan la profesionalización de la política y la dependencia
del partido.
15
haría más independientes, mientras que sólo el 27 por ciento eligió la
alternativa de que «los diputados no deberían abandonar sus actividades
profesionales y dedicarse exclusivamente a la política porque así conocerían y
entenderían mejor los problemas de la gente corriente y estarían más
conectados con la sociedad»; el 15 por ciento no emitió ninguna opinión.
Podría pensarse que el apoyo a las normas de incompatibilidad sería más
fuerte entre los partidarios de la izquierda, mientras que la alternativa de la
actividad profesional ininterrumpida sería apoyada por los votantes más
conservadores. Hay poca evidencia empírica para esta hipótesis. A pesar de
que el 65 por ciento de los votantes de IU favoreció la dedicación exclusiva, el
59 por ciento de los votantes del PSOE y el 59 por ciento del PP mantuvieron
esa misma opinión, en coincidencia incluso con los votantes de un partido
burgués como Convergencia i Unió (CiU).
Tenemos que preguntarnos cómo harán los partidos en el futuro para servir
como canal para la profesión política, como un mecanismo de reclutamiento de
elites, cuando muy poca gente está dispuesta a afiliarse a ellos. Es cierto que
el número de cargos electivos en cualquier sociedad es relativamente pequeño,
pero sabemos, gracias a los estudios de elite en muchos campos, que tiene
que haber un semillero relativamente grande para producir los pocos
candidatos cualificados y motivados necesarios para esos puestos. Los
16
partidos pueden reclutar de los movimientos sociales, pero podría haber alguna
dificultad para que las personas muy comprometidas con un tema único
aceptaran los múltiples papeles y compromisos requeridos por la política
partidista. Existe, especialmente en los niveles más altos, la posibilidad de la
entrada lateral sobre la base de la experiencia en las profesiones, la
universidad, la academia, los negocios, los liderazgos de grupos de interés y la
burocracia. ¿Tienen los así reclutados las calificaciones que pensamos
necesarias para el liderazgo político, incluyendo la capacidad para comunicarse
con los votantes y para articular las esperanzas y temores de una sociedad?
Hay un vivero de políticos en la política y en los gobiernos locales y regionales,
pero ¿cuántos serían reacios a mudarse de ese contexto familiar para
enfrentarse con las incertidumbres, los desafíos y sacrificios requeridos
frecuentemente a quienes persiguen cargos electivos a nivel nacional?
¿Están los ciudadanos, los miembros del partido, los que apoyan a uno u otro
Candidato o facción dentro de un partido, dispuestos a pagar por la oportunidad
de elegir? ¿Debería el contribuyente que no es miembro de un partido y que
podría no estar interesado en votar, pagar por esa oportunidad? Si no, ¿cuál
debería ser entonces la fuente de los fondos necesarios para sostener la
actividad de un partido? ¿Podrían ser cuotas pagadas por los miembros del
partido, subsidios públicos, deducciones de los salarios de los funcionarios
17
electos, actividades comerciales «legítimas» de los partidos? ¿Cómo garantizar
la equidad no oligárquica en el acceso a tales fondos? ¿O debería este proceso
basarse en las contribuciones privadas voluntarias de los partidarios? ¿Cabría
permitir a los candidatos la utilización de su propio dinero, que después de todo
deberían ser libres para gastar en un objetivo público? ¿Debería permitírsele a
los candidatos estar involucrados en recaudarlo?
Datos de encuestas en España indican que la gente está dispuesta a votar por
los partidos. Peto cuando se le preguntó «qué haría si el partido por el que
usted siente más simpatía o que está más próximo a sus propias ideas le pide
que contribuya económicamente en alguna actividad propia del partido», sólo el
22 por ciento respondió que probablemente contribuiría, mientras que casi el 68
por ciento contestó que había poca o ninguna posibilidad de que apoyara
financieramente a los partidos (con un 43 por ciento de estos encuestados
respondiendo «definitivamente no»). Como puede observarse en la tabla 9.3,
sólo entre quienes apoyaron a tu, más de uno de cada cuatro votantes expresó
una disposición a contribuir, mientras que aquellos que votaron al PP y al
PSOE se manifestaron igualmente reacios a apoyar financieramente a sus
partidos. Estos datos revelan claramente que los partidos pueden recibir apoyo
electoral de muchos votantes, pero la inmensa mayoría de ellos es free-rider.
18
A partir de la experiencia americana, conocemos los peligros y abusos
conectados con el dinero en la política. Regulémosla, limitándola bajo la
supervisión de las comisiones reguladoras estatales o el poder judicial (aunque
a costa de la autorregulación por los partidos como organizaciones voluntarias).
Sin tales controles, el dinero (más que los votos) se vuelve decisivo para
determinar el resultado de importantes debates de políticas públicas. En las
décadas de 1920 y 1930, cuando los tenias eran altamente ideológicos,
cuestiones de vida o muerte, conflictos existenciales, no había escasez de
voluntarios o de contribuciones masivas de los miembros más humildes de los
partidos. ¿Podrá eso ser cierto en la política contemporánea, más racional y
menos emocional? Probablemente no. Pero entonces otras motivaciones de
menor idealismo «ideológico- serán más importantes.
Los partidos deberían ser más democráticos; pero ¿qué significa eso?
19
su carácter oligárquico, algunos partidos han ido más allá de los límites de la
democracia representativa (tal como elecciones a congresos y órganos
ejecutivos) para adoptar procedimientos de democracia directa como las
primarias, en las que todos los miembros pueden votar directamente al
liderazgo nacional del partido (Vargas Machuca 1998; Boix 1998b). La
democracia interna del partido es vista como una cura para los males del
partido, al mismo tiempo que los candidatos en competencia afirman no estar
creando facciones sino defendiendo la unidad del partido, con cuyo programa
se identifican. Mientras que la competencia dentro de la unidad es el leitmotiv,
nadie quiere una pelea entre personalidades. Todos estos esfuerzos se
caracterizan por mucha ambivalencia y un escaso análisis sobre cómo debería
organizarse tal competencia, en la ausencia de miembros muy activos y de
fondos suficientes para la campaña interna del partido.
20
estar sujetos al control del congreso del partido. Esto podría implicar una forma
de mandato imperativo e incluso una mayor dependencia de los miembros del
Parlamento y del gobierno respecto del partido, en contradicción con el
mandato libre que ha dominado el pensamiento y las Constituciones de las
democracias modernas. A ello debemos sumar el intento de separar el cargo
de líder de la organización del partido del de líder del grupo parlamentario o
jefe del gobierno. Esta separación podría establecer una diarquía apoyada en
bases electorales diferentes, creando una estructura de accountability ante dos
cuerpos distintos: ante los miembros del partido y ante los votantes. Los
problemas asociados con la diarquía son suficientemente conocidos por la
historia y la sociología.
21
información y tener conocimiento suficiente sobre los temas en cuestión? ¿De
dónde provendrán los candidatos cualificados si recordamos las quejas acerca
de la calidad de quienes se presentan para un número mucho menor de
cargos? Si los candidatos para esas nuevas posiciones electivas fuesen
propuestos por los partidos, y si la mayoría de la gente continuara la mayor
parte del tiempo con su hábito de votar según su identificación de partido, ¿no
estaría esta democratización simplemente favoreciendo la partitocrazia, de la
cual mucha gente ya se queja? Si los partidos no cumplen el papel central al
nominar candidatos, ¿quién lo hará entonces, los grupos de interés, los medios
o los candidatos mismos (que casi seguramente serán personas con
suficientes recursos económicos como para montar sus propias campañas)? Y
si los votantes no pueden contar con la etiqueta del partido para adquirir con el
mínimo esfuerzo información básica acerca de cómo se ubicarán los
candidatos en cuestiones claves, ¿en qué basarán sus decisiones? Dados los
extremadamente bajos niveles de información de gran parte de los votantes
sobre las posiciones de los candidatos por debajo del liderazgo nacional de los
partidos5, esta última consideración podría suponer un fallo en las propuestas
para una democratización más amplia de todo tipo de instituciones sociales.
22
entre fines y medios-, y esto podría implicar que se ignoren las opiniones del
electorado. Los votantes no poseen los hechos, la preparación técnica, el
conocimiento ni la experiencia que suponemos (o que al menos esperamos)
tienen los políticos. Los votantes responden a una situación inmediata, a
estímulos simples, no a la complejidad de los temas o a las consecuencias a
medio y largo plazo. ¿No es ésta una crítica a la democracia? No, porque la
democracia dominada por las urnas ignora un elemento fundamental de la
política democrática: ignora a los líderes que forman, cambian o resisten las
opiniones cuando consideran que están empujando en la dirección equivocada.
Liderar no significa desconocer a la gente, sino apelar a ella, explicar y justificar
políticas y hacerse responsable por las acciones. Los votantes tendrán la
oportunidad de premiar o castigar a los líderes en la próxima elección. En el
fondo, la democracia es que los elegidos rindan cuentas (es decir, que sean
accountable) cada cierto tiempo ante los votantes. Esa formulación general no
nos dice mucho acerca de quién rinde cuentas a quién, aunque en las
democracias parlamentarias el gobierno de partidos hace que el partido y los
miembros del Parlamento rindan cuentas por las acciones y políticas del
gobierno que apoyaron. Sin embargo, en la práctica el partido y su liderazgo
nacional son de hecho responsables también por las acciones de los que
resultaron elegidos en otros contextos: gobiernos regionales y locales, así
como legislaturas o municipios presumiblemente no elegidos o seleccionados
por el liderazgo nacional del partido, sino por cuerpos electorales diferentes. No
obstante, en la medida en que el partido es percibido como una unidad, las
diferentes acciones de esas instituciones y personas afectan al partido en su
totalidad. Al mismo tiempo, esos representantes y sus bases electorales están
dispuestos a protestar por cualquier interferencia en su autonomía. Por lo tanto,
se culpa al partido y a su liderazgo por la mala conducta a nivel local o regional,
y al mismo tiempo se les culpa por los intentos de controlar estos otros niveles,
interfiriendo en la elección libre por las bases electorales o intrapartidistas
relevantes. Además, sobre todo en los Estados federales y ahora en las
elecciones para el Parlamento Europeo, los votantes no se limitan a
responsabilizar a los representantes por su desempeño o por sus calificaciones
(sobre lo cual saben muy poco), sino que utilizan esas elecciones para
expresar su descontento con el gobierno nacional, el liderazgo del partido y el
Parlamento nacional. La frecuencia de las elecciones en los niveles europeo,
estatal, autonómico, regional y local permite la articulación y la expresión del
descontento sin asumir la accountability hasta una fecha posterior (Linz 1998a).
El partido y sus líderes pueden también evitar la responsabilidad y la rendición
de cuentas al no tomar decisiones difíciles. Una manera es desplazar la
decisión a los votantes convocando un referéndum, en el que resultará
probable que éstos estén guiados por los partidos. Un mecanismo alternativo
es sacar el tema fuera del proceso democrático de toma de decisiones y
llevarlos a los tribunales, o remitir la cuestión a órganos independientes o a
comisiones no partidistas, bien sean corporativas en su composición
(incluyendo representantes de sindicatos, asociaciones empresariales u
organizaciones campesinas), bien de otro tipo. Debería notarse que este
cambio de la accountability vertical de los políticos electos a la accountability
horizontal de las comisiones u otros organismos no partidistas y electoralmente
irresponsables va en contra del principio básico de la responsabilidad
democrática en la formulación de políticas públicas.
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LA DESCONFIANZA EN LOS PARTIDOS Y LA LEGITIMIDAD DE LA
DEMOCRACIA.
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Es importante notar que, en contraste con la primera mitad del siglo XX, ya no
parece que las ideas críticas sobre los políticos en el poder y los partidos vayan
unidas a la defensa de ideologías alternativas a la democracia liberal. En las
democracias estables no existen defensores políticamente significativos de un
sistema no democrático (un sistema sin elecciones competitivas, o uno con
partido único o sin partidos). Desde el punto de vista de la estabilidad
democrática, esto podría ser un desarrollo positivo, pero también ha privado a
los partidos de sus defensores tradicionales. En el pasado, los demócratas
comprometidos estaban dispuestos a defender el sistema e indirectamente a
quienes ocupaban los puestos elegidos, ignorando sus defectos; hoy en día, la
ausencia de desafíos ideológicos radicales a la democracia permite una
discusión mucho más abierta de los defectos reales de las instituciones
democráticas.
OBSERVACIONES FINALES
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Estas paradojas no han estado en el centro de la investigación sobre los
partidos políticos, que en cambio se ha centrado en los sistemas de partidos,
los sistemas electorales y los estudios de sociología electoral de diferentes
países, así como también en la organización partidaria, los tipos y los modelos
de partidos. Todo ello apunta a la necesidad de ampliar nuestro foco de
investigación para entender mejor el funcionamiento de los partidos político y la
imagen que tienen los ciudadanos de ellos y de los políticos. Necesitamos
saber más acerca de los políticos de lo que podemos llegar a aprender de los
estudios clásicos de elite sobre la base social y la carrera de los electos, en
especial cuando hemos descubierto cómo se ha homogeneizado la elite política
respecto a las características normalmente estudiadas. Necesitamos también
entender mejor hasta qué punto un clima de opinión típico, si no hostil, sobre
los partidos y los políticos afecta al proceso de auto-selección de las elites
políticas.
A partir de los temas expuestos en este capítulo (ilustrados por algunos datos
de encuestas de España y América Latina), podemos preguntarnos si ha
llegado el momento de explotar nuevos temas en el estudio de los partidos en
general, más que en el partido que la gente vota. ¿Qué imágenes tienen los
votantes, qué expectativas desarrollan, qué tipo de comportamientos de los
partidos frustran sus expectativas, cuál es su respuesta ante diferentes
sistemas de partidos y ante reformas institucionales alternativas? Éstos son
temas que deberían ser estudiados sin referencia a un partido determinado,
aunque en el análisis prestáramos atención a las diferencias entre quienes
apoyan a distintos partidos respecto a la distribución de esas actitudes. Al
diseñar encuestas, deberíamos intentar que fuera fácil para el encuestado
expresar las opiniones que desde nuestra perspectiva de observadores
académicos externos consideraríamos contradictorias o incompatibles.
Podemos esperar muchos debates sobre cómo cambiar a los partidos y
muchos intentos para hacerlo, pero es dudoso que sean capaces de evitar los
problemas y paradojas con los que he iniciado este capítulo.
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