Antología - Elena Poniatowska

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La identidad – Elena Poniatowska

Yo venía cansado. Mis botas estaban cubiertas de lodo y las arrastraba como si fueran féretros. La
mochila se me encajaba en la espalda, pesada. Había caminado mucho, tanto que lo hacía como
un animal que se defiende. Pasó un campesino en su carreta y se detuvo. Me dijo que subiera. Con
trabajos me senté a su lado. Calaba frío. Tenía la boca seca, agrietada en la comisura de los labios;
la saliva se me había hecho pastosa. Las ruedas se hundían en la tierra dando vueltas lentamente.
Pensé que debía hacer el esfuerzo de girar como las ruedas y empecé a balbucear unas cuantas
palabras. Pocas. Él contestaba por no dejar y seguimos con una gran paciencia, con la misma
paciencia de la mula que nos jalaba por los derrumbaderos, con la paciencia del mismo camino,
seco y vencido, polvoso y viejo, hilvanando palabras cerradas como semillas, mientras el aire se
enrarecía porque íbamos de subida – casi siempre se va de subida -, hablamos, no sé, del hambre,
de la sed, de la montaña, del tiempo, sin mirarnos siquiera. Y de pronto, en medio de la tosquedad
de nuestras ropas sucias, malolientes, el uno junto al otro, algo nos atravesó blanco y dulce, una
tregua transparente. Y nos comunicamos cosas inesperadas, cosas sencillas, como cuando aparece
a lo largo de una jornada gris un espacio tierno y verde, como cuando se llega a un claro en el
bosque. Yo era forastero y sólo pronuncié unas cuantas palabras que saqué de mi mochila, pero
eran como las suyas y nada más las cambiamos unas por otras. Él se entusiasmó, me miraba a los
ojos, y bruscamente los árboles rompieron el silencio. “Sabe, pronto saldrá el agua de las
hendiduras.” “No es malo vivir en la altura. Lo malo es bajar al pueblo a echarse un trago porque
luego allá andan las viejas calientes. Después es más difícil volver a remontarse, nomás
acordándose de ellas”… Dijimos que se iba a quitar el frío, que allá lejos estaban los nubarrones
empujándolo y que la cosecha podía ser buena. Caían nuestras palabras como gruesos terrones,
como varas resecas, pero nos entendíamos.

Llegamos al pueblo donde estaba el único mesón. Cuando bajé de la carreta empezó a buscarse en
todos los bolsillos, a vaciarlos, a voltearlos al revés, inquieto, ansioso, reteniéndome con los ojos:
“¿Qué le regalaré? ¿Qué le regalo? Le quiero hacer un regalo…” Buscaba a su alrededor,
esperanzado, mirando el cielo, mirando el campo. Hurgoneó de nuevo en su vestido de miseria, en
su pantalón tieso, jaspeado de mugre, en su saco usado, amoldado ya a su cuerpo, para encontrar
el regalo. Vio hacia arriba, con una mirada circular que quería abarcar el universo entero. El
mundo permanecía remoto, lejano, indiferente. Y de pronto, todas las arrugas de su rostro
ennegrecido, todos esos surcos escarbados de sol a sol, me sonrieron. Todos los gallos del mundo
habían pisoteado su cara llenándola de patas. Extrajo avergonzado un papelito de no sé dónde, se
sentó nuevamente en la carreta y apoyando su gruesa mano sobre las rodillas tartamudeó:

- Ya sé, le voy a regalar mi nombre.

Estado de sitio – Elena Poniatowska

Camino por las grandes avenidas, las anchas superficies negras, las banquetas en las que caben
todos y nadie me ve, nadie voltea, nadie me mira, ni uno solo de ellos. Ninguno da la menor señal
de reconocimiento. Insisto. Ámenme. Ayúdenme. Sí, todos. Ustedes. Los veo. Trato de imantarlos;
nada los retiene, su mirada resbala encima de mí, me borra, soy invisible. Sus ojos evitan
detenerse en algo, en cualquier cosa, y yo los miro a todos tan intensamente, los estampo en mi
alma, en mi frente; sus rostros me horadan, me acompañan; los pienso, los recreo, los acaricio.
Nosotras las mujeres atesoramos los rostros; de hecho, en un momento dado, la vida se convierte
en un solo rostro al que podemos tocar con los labios. Ámenme, véanme, aquí estoy. Alerto todas
las fuerzas de la vida; quiero traspasar los vidrios de la ventanilla, decir: “Señor, señora, soy yo”,
pero nadie, nadie vuelve la cabeza, soy tan lisa como esta pared de enfrente. Debería gritarles: “Su
sociedad sin mí sería incompleta, nadie camina como yo, nadie tiene mi risa, mi manera de fruncir
la nariz al sonreír, jamás verán a una mujer acodarse en la mesa como lo hago, nadie esconde su
rostro dentro de su hombro…señores, señoras, niños, perros, gatos, pobladores del mundo entero,
créanme, es la verdad, les hago falta.”

Me gustaría pensar que me oyen pero sé que no es cierto. Nadie me espera. Sin embargo, todos
los días tercamente emprendo el camino, salgo a las anchas avenidas, a ese gran desierto íntimo
tan parecido al que tengo adentro. Necesito tocarlo, ver con los ojos lo que he perdido, necesito
mirar esta negra extensión de chapopote, necesito ver mi muerte.

El recado –Elena Poniatowska

Vine Martín, y no estás. Me he sentado en el peldaño de tu casa, recargada en tu puerta y pienso


que en algún lugar de la ciudad, por una onda que cruza el aire, debes intuir que aquí estoy. Es
este tu pedacito de jardín; tu mimosa se inclina hacia afuera y los niños al pasar le arranzan las
ramas más accesibles... En la tierra, sembradas alrededor del muro, muy rectilíneas y serias veo
unas flores que tienen hojas como espadas. Son azul marino, parecen soldados. Son muy graves,
muy honestas. Tú también eres un soldado. Marchas por la vida, uno, dos, uno, dos... Todo tu
jardín es sólido, es como tú, tiene una reciedumbre que inspira confianza.

Aquí estoy contra el muro de tu casa, así como estoy a veces contra el muro de tu espalda. El sol
da también contra el vidrio de tus ventanas y poco a poco se debilita porque ya es tarde. El cielo
enrojecido ha calentado tu madreselva y su olor se vuelve aún más penetrante. Es el atardecer. El
día va a decaer. Tu vecina pasa. No sé si me habrá visto. Va a regar su pedazo de jardín. Recuerdo
que ella te trae una sopa cuando estás enfermo y que su hija te pone inyecciones... Pienso en ti
muy despacio, com si te dibujara dentro de mí y quedaras allí grabado. Quisiera tener la certeza de
que te voy a ver mañana y pasado mañana y siempre en una cadena ininterrumpida de días; que
podré mirarte lentamente aunque ya me sé cada rinconcito de tu rostro; que nada entre nosotros
ha sido provisional o un accidente.

Estoy inclinada ante una hoja de papel y te escribo todo esto y pienso que ahora, en alguna cuadra
donde camines apresurado, decidido como sueles hacerlo, en alguna de esas calles por donde te
imagino siempre: Donceles y Cinco de Febrero o Venustiano Carranza, en alguna de esas
banquetas grises y monocordes rotas sólo por el remolino de gente que va a tomar el camión, has
de saber dentro de tí que te espero. Vine nada más a decirte que te quiero y como no estás te lo
escribo. Ya casi no puedo escribir porque ya se fue el sol y no sé bien a bien lo que te pongo.
Afuera pasan más niños, corriendo. Y una señora con una olla advierte irritada: "No me sacudas la
mano porque voy a tirar la leche..." Y dejo este lápiz, Martín, y dejo la hoja rayada y dejo que mis
brazos cuelguen inútilmente a lo largo de mi cuerpo y te espero. Pienso que te hubiera querido
abrazar. A veces quisiera ser más vieja porque la juventud lleva en sí, la imperiosa, la implacable
necesidad de relacionarlo todo con el amor.

Ladra un perro; ladra agresivamente. Creo que es hora de irme. Dentro de poco vendrá la vecina a
prender la luz de tu casa; ella tiene llave y encenderá el foco de la recámara que da hacia afuera
porque en esta colonia asaltan mucho, roban mucho. A los pobres les roban mucho; los pobres se
roban entre sí... Sabes, desde mi infancia me he sentado así a esperar, siempre fui dócil, porque te
esperaba. Sé que todas las mujeres aguardan. Aguardan la vida futura, todas esas imágenes
forjadas en la soledad, todo ese bosque que camina hacia ellas; toda esa inmensa promesa que es
el hombre; una granada que de pronto se abre y muestra sus granos rojos, lustrosos; una granada
como una boca pulposa de mil gajos. Más tarde esas horas vividas en la imaginación, hechas horas
reales, tendrán que cobrar peso y tamaño y crudeza. Todos estamos --oh mi amor-- tan llenos de
retratos interiores, tan llenos de paisajes no vividos.

Ha caído la noche y ya y casi no veo lo que estoy borroneando en la hoja rayada. Ya no percibo las
letras. Allí donde no le entiendas en los espacios blancos, en los huecos, pon: "Te quiero..." No sé
si voy a echar esta hoja debajo de la puerta, no sé. Me has dado un tal respeto de ti mismo... Quizá
ahora que me vaya, sólo pase a pedirle a la vecina que te dé el recado: que te diga que vine.

Las lavanderas – Elena Poniatowska

En la humedad gris y blanca de la mañana, las lavanderas tallan su ropa. Entre sus manos el mantel
se hincha como pan a medio cocer, y de pronto revienta con mil burbujas de agua. Arriba sólo se
oye el chapoteo del aire sobre las sábanas mojadas. Y a pesar de los pequeños toldos de lámina,
siento como un gran ruido de manantial. El motor de los coches que pasan por la calle llega
atenuado; jamás sube completamente. La ciudad ha quedado atrás; retrocede, se pierde en el
fondo de la memoria.

Las manos se inflaman, van y vienen, calladas; los dedos chatos, las uñas en la piedra, duras como
huesos, eternas como conchas de mar. Enrojecidas de agua, las manos se inclinan como si fueran a
dormirse, a caer sobre la funda de la almohada. Pero no. La terca mirada de doña Otilia las
reclama. Las recoge. Allí está el jabón, el pan de a cincuenta centavos y la jícara morena que hace
saltar el agua. Las lavanderas tienen el vientre humedecido de tanto recargarlo en la piedra porosa
y la cintura incrustada de gotas que un buen día estallarán.

A Doña Otilia le cuelgan cabellos grises de la nuca; Conchita es la más joven, la piel retirada a
reventar sobre mejillas redondas (su rostro es un jardín y hay tantas líneas secretas en su mano); y
doña Matilde, la rezongona, a quien siempre se le amontona la ropa.

-Del hambre que tenían en el pueblo el año pasado, no dejaron nada para semilla.
-Entonces ¿este año no se van a ir a la siembra, Matildita?
-Pues no, pues ¿qué sembramos? ¡No le estoy diciendo que somos un pueblo de muertos de
hambre!
-¡Válgame Dios! Pues en mi tierra, limpian y labran la tierra como si tuviéramos maíz. ¡A ver qué
cae! Luego dicen que lo trae el aire.
-¿El aire? ¡Jesús mil veces! Si el aire no trae más que calamidades. ¡Lo que trae es puro chayotillo!

Otilia, Conchita y Matilde se le quedan viendo a doña Lupe que acaba de dejar su bulto en el borde
del lavadero.

-Doña Lupe ¿por qué no había venido?


-De veras doña Lupe, hace muchos días que no la veíamos por aquí.
-Ya la andábamos extrañando.
Las cuatro hablan quedito. El agua las acompaña, las cuatro encorvadas sobre su ropa, los codos
paralelos, los brazos hermanados.

-Pues, ¿qué le ha pasado Lupita que nos tenía tan abandonadas?

Doña Lupe, con su voz de siempre, mientras las jícaras jalan el agua para volverla a echar sobre la
piedra, con un ruido seco, cuenta que su papá se murió (bueno, ya estaba grande) pero con todo y
sus años era campanero, por allá por Tequisquiapan y lo querían mucho el señor cura y los fieles.
En la procesión, él era quien le seguía al señor cura, el que se quedaba en el segundo escalón
durante la santa misa, bueno, le tenían mucho respeto. Subió a dar las seis como siempre, y así,
sin aviso, sin darse cuenta siquiera, la campana lo tumbó de la torre. Y repite doña Lupe más bajo
aún, las manos llenas de espuma blanca.

-Sí. La campana lo mató. Era una esquila, de esas que dan vuelta.

Se quedan las tres mujeres sin movimiento bajo la huida del cielo. Doña Lupe mira un punto fijo:

-Entonces, todos los del pueblo agarraron la campana y la metieron a la cárcel.


-¡Jesús mil veces!
-Yo le voy a rezar hasta muy noche a su papacito...

Arriba el aire chapotea sobre las sábanas.

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