6666 Cap

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 39

CAPÍTULO 6

Argentina: el país de los bandazos


Cuento chino: “Kirchner dice que en el mundo ahora ´a la Argentina se la mira con
otros ojos´” (titular del diario Clarín, 7 de mayo de 2005).

B UENOS AIRES – Lo primero que pensé después de las dos conversaciones


que tuve con el presidente argentino Néstor Kirchner durante una cumbre de
presidentes realizada en Monterrey, México, fue que Argentina probablemente
sería uno de los países que más se beneficiaría de un acuerdo supranacional que
la protegiera de los permanentes golpes de timón de sus gobernantes. Desde
hacía mucho tiempo, Argentina era el país de los grandes bandazos políticos, en
el que cada gobierno culpaba a su antecesor de todos los males y cambiaba de
rumbo. Como resultado, aunque periódicamente tenía fases de bonanza
económica, el país no iba a ningún lado. Kirchner no parecía dispuesto a romper
ese círculo vicioso de marchas y contramarchas que cada diez años llevaba a los
argentinos de la euforia colectiva a la depresión masiva –de campeones del
mundo a basurero de la humanidad—y viceversa. Una afición por el pensamiento
monolítico parecía llevar a los argentinos cada tantos años a asumir
apasionadamente posturas exactamente contrarias a las que habían defendido
con igual ahínco poco tiempo atrás. Esta ciclotimia política había dado al país una
reputación de irresponsabilidad que muchos argentinos eran los primeros en
reconocer, pero de la que no lograban liberarse. Kirchner, por lo que escuché esa
noche, continuaba con la tradición de decir todo lo contrario de lo que habían
dicho sus antecesores –y de lo que él mismo había apoyado hasta su llegada a la
presidencia--, quizá con la premisa de que, si a ellos les había ido mal, a él le iría
mejor.
Kirchner no es, precisamente, un campeón de las relaciones públicas. Ésa fue mi
primera apreciación cuando lo conocí personalmente en el Hotel Camino Real de
Monterrey, México, el lunes 12 de enero de 2004. Allí se hospedaban Kirchner y

171
varios presidentes que asistían a la Cumbre de las Américas, en la que
participaban el presidente Bush y otros treinta y tres líderes del continente.
Cuando me topé con el presidente argentino en el lobby del hotel, me acerqué
respetuosamente y me presenté para solicitarle una entrevista. Kirchner estaba en
la cima de su popularidad: tenía 70 por ciento de imagen positiva en su país y –
favorecido por sus casi 1.90 de estatura—caminaba como si se llevara al mundo
por delante. En Argentina, los medios hablaban del “fenómeno K”. Lo saludé con
un cordial “mucho gusto, señor presidente” y me presenté por mi nombre,
diciéndole –esperando convencerlo de que me diera una entrevista—que quizá se
había topado alguna vez con alguno de mis artículos en The Miami Herald o en el
diario La Nación de Argentina, o había visto alguno de mis comentarios en la CNN,
o en mi programa de televisión Oppenheimer Presenta. Tenía mucho interés en
conocerlo, le dije. “¿Sería tan amable de concederme una entrevista?”
Kirchner se ajustó su traje cruzado con la mano, me estudió detenidamente,
mirándome desde arriba durante unos segundos, y dijo sin el menor atisbo de una
sonrisa: “Sí, sí. Yo sé muy bien quién es usted.
“¡Y déjeme decirle que no me gusta nada lo que usted escribe!”. La respuesta me
tomó tan desprevenido que –no sabiendo qué otra cosa hacer—reaccioné
instintivamente con una sonrisa defensiva. En mis tres décadas de periodismo
jamás me había topado con un presidente –o alguna figura pública—que hubiera
respondido a un gesto de acercamiento con semejante balde de agua fría. Debo
decir que, lejos de interpretarlo como un insulto, la cosa en un principio me pareció
divertida. Como muchos periodistas, estoy acostumbrado a que los presidentes –y
los políticos en general—me saluden efusivamente, fingiendo ser grandes
admiradores míos, o por lo menos aduciendo que siguen mis escritos
religiosamente (un ministro mexicano llegó a abrazarme una vez exclamando:
“¡Andrés, qué guuusto! Todas las semanas te leo en The New York Times”,
cuando sólo he escrito un artículo en mi vida para ese periódico, hace ya más de
veinte años). Aunque los políticos casi siempre mienten cuando felicitan a un
periodista, es parte del ritual. El mismo ritual, por cierto, por el cual los periodistas,
cuando pedimos una entrevista a un político, le decimos que sus declaraciones

172
son cruciales y están siendo esperadas con enorme interés por el público. Pero
Kirchner no era un político común. No parecía tener el menor interés en
congraciarse conmigo. Eso podía significar dos cosas: que se trataba de un
hombre auténtico, que tenía el mérito de decir lo que pensaba, o que su soberbia
sobrepasaba cualquier necesidad de sumar adhesiones para su gobierno, o para
su país.
Sonriendo lo mejor que pude, le pregunté, casi divertido por lo insólito de la
situación: “¿Por qué no le gusta lo que escribo? Que yo sepa, nunca lo he tratado
terriblemente mal”. Era cierto: yo había escrito varias columnas poniendo en duda
la estrategia comunicacional de Kirchner, especialmente por sus diarias
embestidas contra los acreedores internacionales, Estados Unidos y España, a
quienes el presidente argentino acusaba de ser los principales culpables de la
debacle económica argentina de diciembre de 2001. Y había escrito que Kirchner,
aunque hacía bien en negociar con dureza, corría el peligro de caer en la perenne
enfermedad argentina de estar siempre culpando a otros por los males del país y
jamás asumir sus propias responsabilidades.
Pero siempre había terminado mis columnas dándole un cierto beneficio de la
duda, señalando que el presidente argentino no era un Chávez, sino un ex
gobernador provincial lanzando de improviso a la escena nacional, que muy
probablemente maduraría con el pasar del tiempo.
“¿Por qué está siendo tan duro conmigo?”, le pregunté, sin abandonar mi sonrisa
de asombro. Para entonces, ya teníamos a dos o tres caballeros a nuestro
alrededor, incluido el canciller Rafael Bielsa, que había abandonado su
conversación con otra persona, intuyendo que se estaba perdiendo una escena
sabrosa.
Kirchner, con gesto enojado, respondió, siempre mirándome de arriba:
“Usted dice que yo soy un demagogo. ¡Y a mí no me gusta que me llame
demagogo!”. Me hablaba levantando el mentón, casi sacando pecho, como un
futbolista que sale a increpar a otro después de un encontronazo en la cancha.
“Perdón, presidente, pero yo nunca lo he llamado demagogo”, le respondí,
encogiéndome de hombros con la sonrisa más amigable que pude sacar a relucir.

173
Inmediatamente, adivinando a lo que probablemente se estaba refiriendo Kirchner,
agregué: “El que lo llamó demagogo fue Mario Vargas Llosa, en mi programa de
televisión. ¡Pero agárrese con él, no conmigo!”.
En ese momento, uno de sus colaboradores se acercó para pasarle una
llamada en su celular y el presidente se alejó unos metros para tomar he llamado.
Me quedé esperando y conversando con el canciller. Al rato, Kirchner regresó,
por primera vez con una sonrisa, y me acercó el celular diciendo: “Aquí quiere
saludarlo el último amigo que le queda en Argentina”. Tomé el celular, intrigado, y
del otro lado me saludó su jefe de gabinete, Alberto Fernández, a quien había
conocido años atrás, cuando lo entrevisté varias veces para mi libro Ojos venados:
Estados Unidos y el negocio de la corrupción en América latina. Tras intercambiar
un saludo con Fernández, le dije a Kirchner, siempre tratando de quitarle
dramatismo a la situación, que no todo el mundo me odiaba en Argentina.
“Todavía tengo a mi mamá allí”, le señalé, riendo, esperando que eso lo
ablandara. El esbozó una breve sonrisa y, volviendo a su aire anterior, me dijo
que veríamos lo de la entrevista más adelante. Acto seguido, dio media vuelta y
se marchó, con su canciller siguiéndole los pasos.

Los plantones del presidente

La actitud del presidente argentino, según pude saber después, distó mucho de
ser un hecho aislado. Formaba parte de su personalidad. Mientras otros países
pagan millones de dólares a empresas de cabilderos en Washington y las
principales capitales europeas para mejorar su imagen y atraer inversiones, a
Kirchner parecía importarle un rábano quedar bien con el resto del mundo. Hasta
parecía obtener cierta satisfacción personal en no dar señales de interés por lo
que podían decir –o dejar de decir—en los centros del poder mundial. Cuando los
periodistas le preguntaban al respecto, decía que su principal ocupación era
solucionar los problemas de Argentina, y ahí era donde concentraba todo su
tiempo. Y la mayoría de los argentinos, frustrados por los malos resultados de su
apertura al mundo durante la década de los noventa, lo aplaudía. Lo que era

174
considerado como un desplante en el exterior en Argentina era visto como una
muestra de afirmación nacional mezclada con picardía criolla.
En julio de 2003, durante su primera visita a España, Kirchner había
increpado duramente a los principales inversionistas en una reunión en la sede de
la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE), donde se
habían dado cita una veintena de magnates españoles, incluidos los presidentes
de Telefónica, César Alierta; de Repsol YPF, Alfonso Cortina; y del grupo editorial
Prisa, Jesús de Polanco. Tal como lo reportaron el diario Clarín y el madrileño El
Mundo, Kirchner dijo a los empresarios españoles que no podían quejarse por el
congelamiento de las tarifas de los servicios públicos –manejados en su mayoría
por empresas españolas—porque ya habían ganado más que suficiente dinero en
Argentina durante la década de los noventa, y no habían ido al país “para hacer
beneficencia”.
Los españoles no podían creerlo. Argentina había suspendido los pagos de
buena parte de su deuda externa a fines de 2001 y congelado las tarifas de los
servicios públicos en manos de empresas españolas; y todavía se permitía culpar
a estas últimas por los problemas que estaban atravesando en el país. Si era una
estrategia de Kirchner para negociar desde una posición de fuerza, era una táctica
entendible, aunque peligrosa, ya que podía resultar en la retirada del país de más
de una empresa. Pero si realmente creía lo que estaba diciendo, era una señal
más peligrosa aún. Al final de la reunión, el presidente de la CEOE, José María
Cuevas, había dicho a Kirchner: “Presidente, usted nos ha puesto a parir”.
Horas después, Kirchner decía al periódico La Nación: “Hablé con crudeza,
pero con dignidad. Creo que no todos, pero sí muchos empresarios españoles se
beneficiaron muchísimo durante el menemismo, y había que decirlo. Ahora van a
tener que respetar las reglas de juego de nuestro país”. Al día siguiente, El país de
Madrid, el diario más influyente de España, decía en su titular de primera plana:
“Kirchner acusó a los empresarios de aprovecharse de Argentina”. El editorial del
periódico madrileño señalaba que “lo que hizo no sirve para abrir nuevos
horizontes” y que la actitud soberbia del presidente había sido equiparada por un
asistente a la reunió a la “del argentino típico que todos conocemos”. El periódico

175
madrileño ABC, que generalmente reflejaba a los sectores más conservadores,
decía ese mismo día: “Su mensaje fue motivado por cuestiones electorales.
Estaba interesado en dar un mensaje a los argentinos de dureza con las empresas
españolas. No les garantizó nada ni se comprometió a atender sus intereses”. El
diario de negocios 5 Días, de Madrid, decía: “El clima actual entre Buenos Aires y
Madrid dista notablemente de la luna de miel que parecen vivir Madrid y el Brasil
de Lula”.
Me tocó ser testigo muy cercano de uno de los plantones del presidente
argentino pocos meses después. En octubre de 2003, tras aceptar una invitación
de The Miami Herald para ser orador principal de la Conferencia de las Américas,
que el periódico organiza todos los años –y a la que en años anteriores habían
acudido docenas de presidentes latinoamericanos y los principales encargados de
la política exterior de Estados Unidos hacia la región--, Kirchner faltó a la cita, sin
siquiera disculparse. En mi calidad de uno de los organizadores y moderadores
del encuentro, al que asisten anualmente unos cuatrocientos empresarios de
Estados Unidos, había estado involucrado durante meses en el proceso de
invitación al presidente argentino.
Kirchner, a través de su oficina y de la embajada en Washington, había
confirmado su asistencia semanas atrás. El entonces director de The Miami
Herald, Alberto Ibarguen, le había enviado una carta de invitación que había sido
entregada en mano a través de mí a su jefe de gabinete, Alberto Fernández. A
partir de la confirmación del presidente argentino, The Miami Herald había
anunciado su presencia como el orador principal de la conferencia, a la que
también asistirían los presidentes de Ecuador, El Salvador y Nicaragua, el jefe de
gabinete de Chile y Roger Noriega, el entonces jefe de la oficina de Asuntos
Latinoamericanos del Departamento de Estado norteamericano. El periódico, feliz
de contarlo entre sus presidentes invitados, venía publicando casi a diario su
fotografía, por encima de la de los demás presidentes, como el invitado de honor.
Kirchner era el presidente del país más grande entre los invitados y Argentina
estaba en las noticias.

176
Pero 48 horas antes del evento, sin que nadie avisara nada a The Miami
Herald, me enteré casi por casualidad de que el presidente no tenía previsto viajar
a Miami. En una entrevista telefónica, el canciller Bielsa me había señalado, casi
al pasar, que se estaba comentando extraoficialmente que el presidente no
viajaría a Miami. “¿Cómo?”, pregunté, atónito. “¡Si Kirchner ya había confirmado, a
través de su oficina!”, repliqué. Bielsa me dijo que, hasta donde él sabía, Kirchner
había comentado a un colega suyo del gabinete que no viajaría. Alarmado por la
noticia –y por las posibles quejas que la ausencia de Kirchner podría causar ente
los empresarios que habían gastado cientos de dólares para participar del
almuerzo--, pregunté al canciller si lo estaba diciendo como un comentario privado
off the record. “Esto último”, me respondió Bielsa. “No era una respuesta oficial de
la cancillería, porque no es un tema que lleve la cancillería”, agregó. “Sólo la
oficina del presidente está autorizada para informar sobre las actividades del
presidente”.
De ahí en más, siguieron 4 horas de frenéticas llamadas a la oficina
presidencial y a la embajada argentina en Washington, para saber si había un
cambio de planes del presidente. Adie contestaba las llamadas en Argentina el
embajador en Washington – con la mejor buena voluntad – decía que sólo el jefe
de gabinete podía dar una respuesta. Cuando ya faltaba un día para la
conferencia tuvimos una reunión en The Miami Herald para ecidir qé hacer. Había
trescientos empresarios que habían comprado entradas para asistir al almuerzo en
el Hotel Biltmore, donde Kirchner daría su discurso. ¿Qué les íbamos a decir?
¿Había que avisarles ya mismo que Kirchner no vendría? ¿Pero cómo íbamos a
informarles que vendría cuando nadie en la oficina presidencial nos había dicho
que el viaje había sido cancelado? ¿Y si después venía? Decidimos esperar hasta
la mañana siguiente, el día anterior a la conferencia. Al día siguiente, el diario. La
Nación publicó un artículo, citando a fuentes de The Miami Herald, diciendo que
“la participación de Kirchner estaba ciento por ciento confirmada” y que “hasta las
9 de la noche de ayer, las 22 en Buenos Aires, podemos decir que el presidente
Kirchner aceptó la invitación la semana pasada, y que hasta ahora no ha habido
ningún cancelación oficial”. Otros diarios dijeron directamente que el presidente

177
no viajaría. Finalmente, ante las llamadas de los periodistas argentinos, Alarguen
emitió un comunicado de prensa diciendo que el presidente Kirchner no había
notificado a los organizadores de la conferencia sobre la cancelación de su visita y
que había escuchado con “sorpresa” y “preocupación” las informaciones
extraoficiales sobre su posible decisión de cancelar el viaje. “Si llegara a se cierto
que el presidente no vendrá, estamos decepcionados, porque su presencia había
despertado gran interés entre los más de trescientos empresarios que esperaban
participar en el almuerzo en su honor, y porque para nosotros siempre es un honor
recibir en nuestra conferencia a un presidente de Argentina”, decía el comunicado.
Finalmente, en la tarde del día anterior al evento, recibí un llamado de
Alberto Fernández, el jefe de gabinete de Kirchner. Me dijo que, efectivamente, el
presidente no viajaría, “por una lesión en el pie” que había tenido días antes.
“¿Lesión en el pie?”, pregunté. En los periódicos argentinos no se había
mencionado el asunto. Le dije a Fernández que Argentina quedaría mal parada y
que si el presidente dejaba plantados a los trescientos empresarios de las
principales multinacionales con operaciones en América latina, tenía que venir por
lo menos el ministro de Economía, o alguien de ese rango. Fernández asintió y a
las dos horas –faltando poco para la salida del último vuelo comercial del día a
Miami—me informó que el gobierno estaba despachando al vicepresidente Daniel
Scioli para la reunión. Scioli, el más globalizado de los altos funcionarios
argentinos, tenía poco poder –según la prensa argentina ni siquiera era recibido
por el presidente—pero era mejor que una silla vacía. A la mañana siguiente,
habló Scioli. Para el almuerzo en que debía hablar Kirchner, terminó hablando el
presidente de Nicaragua.
Meses después, Kirchner dejaría plantadas a figuras más importantes,
incluyendo al presidente ruso Vladimir Putin y a la entonces presidenta del
directorio de Hewlett-Packard, Carly Fiorina. Con Putin tenía programado un
encuentro en el aeropuerto de Moscú, en camino de su viaje a China, el 26 de
junio de 2004. Kirchner, que estaba en Praga, llegó dos horas tarde. A Putin no le
quedó más que seguir con su agenda previa, que le exigía tomar un vuelo a San
Petersburgo para inaugurar allí una extensión de ferrocarril. Según informó la

178
agencia de noticias oficial argentina Télam, citando al embajador argentino en
Moscú Juan Carlos Sánchez Arnaud, “un frente de tormenta” en la República
Checa había demorado la salida del avión presidencial argentino Tango 01 desde
Praga. Sin embargo, tiempo después, el periodista Joaquín Morales Solá, uno de
los columnistas más serios del país, informaba que no había existido tal frente de
tormenta, sino una sobremesa demasiado extendida en Praga. Morales Solá
señalaba que, según diplomáticos rusos, “el presidente argentino se dejo llevar por
la sobremesa de almuerzo en otro país” y Putin no había querido esperarlo más de
40 minutos. Meses después, un alto funcionario argentino que lo había
acompañado en ese viaje me contó lo sucedido: Kirchner se había quedado
paseando en Praga, fascinado por la belleza de la ciudad. “Todavía hoy, sigue
diciendo que es la ciudad más linda del mundo”, me dijo el alto funcionario.
Finalmente, cuando llegó Kirchner a Moscú, los dos mandatarios intercambiaron
un saludo protocolar por teléfono. “El tema de fondo es que los presidentes
extranjeros le aburren. Es la parte que menos le gusta de su trabajo. Su prioridad
es sacar a Argentina de la pobreza”, me comentó el alto funcionario argentino,
como si una cosa no tuviera nada que ver con la otra.
También a mediados de 2004, Kirchner dejaría plantada a la entonces
presidenta de Hewlett-Packard, la empresaria más poderosa de Estados Unidos.
El 27 de julio de 2004, Fiorina –en gira por Sudamérica para analizar proyectos de
inversión—acudió a la Casa Rosada para una cita previamente acordada con
Kirchner. Pero después de esperar más de 45 minutos para que la atendiera, se
retiró ofendida. El periódico The Financial Times, uno de los más influyentes del
mundo, relataba el incidente de la siguiente manera dos días después: “Hablando
a los periodistas, Fiorina dijo que la segunda economía más grande de
Sudamérica ha adquirido importancia para su empresa: ya es la sede de los ‘call-
centers’ de la empresa para toda la región. ¿Pero tendrá Hewlett-Packard igual
importancia para Néstor Kirchner, el presidente izquierdista del país? Estaba
previsto que recibiera a Fiorina el martes en la casa presidencial. Pero la tuvo
esperando tanto tiempo, que agotó su paciencia, y Fiorina se retiró. Bienvenida a
Argentina, Carly”.

179
Acto seguido, Fiorina partió a Chile, donde fue recibida por el presidente
socialista Ricardo Lagos, y a Brasil, donde no sólo fue recibida por Lula, sino que
este último y su ministro de Desarrollo, Industria y Comercio, Luiz Fernando
Furlán, la acompañaron a las instalaciones de HP en Sao Paulo. Allí, Fiorina
anunció que su empresa –con ingresos anuales de 76 millones de dólares—
duplicaría su tamaño en Brasil en los próximos tres años.
A fines de 2004, Kirchner envió a un colaborador de segundo rango al
aeropuerto para recibir al presidente de China, que –según la prensa argentina—
prometía anunciar inversiones de hasta 20 millones de dólares. Una semana
después había cancelado una cena que iba a presidir en honor del presidente de
Vietnam, aduciendo no sentirse bien. “Cada vez que viene un presidente
extranjero, temblamos todos”, me comentó en ese momento un alto funcionario de
la cancillería argentina, refiriéndose a los constantes plantones del presidente. Y a
mediados de 2005, apenas doce días antes del viaje del presidente de Sudáfrica,
Thabo Mbeki, junto con cuarenta empresarios de ese país a Sudamérica, el
gobierno de Kirchner pidió la postergación del viaje “por motivos de agenda”.
Según funcionarios argentinos, Kirchner quería dedicarse de lleno a la campaña
para las elecciones legislativas de octubre de 2005. “El gesto sorprendió a los
sudafricanos, que debieron reprogramar la gira del mandatario al Cono Sur”,
informó el diario Clarín.

Una cuestión de temperamento

En Argentina, algunos analistas políticos se agarraban la cabeza ante el aparente


desdén de Kirchner por el mundo exterior, pero eran una minoría. El “estilo K” era
una actitud entre orgullosa, desafiante y transgresora que gustaba a una buena
parte de los argentinos. En un país en el que muchos habían creído en eslóganes
como “Argentina Potencia”, y en el que el Congreso había festejado la suspensión
del pago de la deuda externa a fines de 2001 con gritos de “¡Argentina!
¡Argentina!” como si se tratara de un triunfo deportivo, las encuestas mostraban
que el “estilo K” hacía ganar popularidad al presidente. La política exterior del país
tenía una opinión desfavorable de apenas 11 por ciento de los argentinos,

180
comparada con 53 por ciento de reprobación que tenía antes de que Kirchner
asumiera la presidencia. “La costumbre de Kirchner de actuar como si el resto del
mundo le importara un rábano parece caerles bien a los argentinos, cuyas
históricas sospechas sobre el resto del mundo se exacerbaron con la crisis que
hizo colapsar la economía a fines de 2001”, decía The New York Times.
¿Cómo se explicaba la aversión de Kirchner por el mundo exterior, o su
falta de entendimiento de que los países que más progresan son los que más se
insertan en la economía global? Cuando hice esa pregunta en entrevistas
separadas a dos miembros del gabinete presidencial, me explicaron que no se
trataba de un rechazo ideológico, sino de una cuestión de temperamento.
“Kirchner es un NYC”, me explicó uno de ellos. “¿UN NYC?”, pregunté, sin tener la
más remota idea de lo que estaba hablando. El funcionario me explicó que en la
jerga de la Patagonia, y especialmente de la provincia sureña de Santa Cruz, de
donde venía Kirchner, los NYC son los “Nacidos y Criados” en la Patagonia. Era
un término que se usaba para diferenciarlos de los inmigrantes venidos de Buenos
Aires, o de otros lugares del país. Los “Nacidos y Criados” en la Patagonia eran
gente orgullosa de su terruño y desconfiada por naturaleza de todo lo que venía
de afuera. Y el fenómeno tenía su explicación: Santa Cruz es una provincia
petrolera de apenas 200 mil habitantes, más que autosuficiente, y poseedora de
algunas de las mayores bellezas naturales del país. Según esta explicación,
Kirchner, que había sido gobernador de Santa Cruz por doce años, había
heredado el localismo –o aislacionismo—de sus comprovincianos.
Para Kirchner, hasta poco antes de asumir la presidencia, la ciudad de
Buenos Aires era como Nueva York para muchos habitantes de Buenos Aires: una
metrópoli siempre presente, pero remota. Prácticamente no había viajado al
exterior, no hablaba ningún idioma extranjero y no le interesaba mucho explorar el
resto del mundo. Cuando las compañías extranjeras querían comprar o explorar
petróleo, venían a Santa Cruz. ¿Para qué ir a buscarlas afuera, si eso no haría
más que reducir su capacidad de negociación? Sus propios colaboradores
admitían en privado que el presidente se aburría en las cumbres internacionales.
“Es un hombre obsesivo con las cuentas internas. Todos los días, a las 7 de la

181
tarde, verifica el estado de las reservas del país, el stock de energía y los
movimientos de tesorería, pero no tiene la curiosidad intelectual de saber por qué
avanzan algunos países y retroceden otros”, me dijo un alto funcionario de la
cancillería. “En reuniones con otros jefes de Estado, mira el reloj a cada rato. Son
temas que le aburren.”

La economía y el voto cautivo

Y el “estilo K” caía bien en Argentina, por el pésimo recuerdo que tenía la


población de la década del noventa, cuando el país había glorificado a los
economistas internacionales que recetaban cada vez más apertura económica, sin
advertir que la apertura sin controles contra la corrupción y el amiguismo llevaría al
desastre. Además, había cierta lógica en la estrategia del presidente de
concentrarse en los asuntos internos. Argentina había suspendido los pagos de su
deuda externa de 141 mil millones de dólares en diciembre de 2001, y no tenía
mucho sentido salir a vender un país que acababa de protagonizar el mayor
default de la historia financiera mundial y que todavía no había logrado llegar a un
acuerdo con sus acreedores. ¿Para qué salir a cautivar a los mercados externos si
nadie pondría un peso en Argentina hasta que resolviera su conflicto con sus
acreedores? Para colmo, la forma en que Argentina había decidido su default
había sido escandalosa. El Congreso había hecho el ridículo ante el resto del
mundo, celebrando la suspensión de pagos al grito de “¡Argentina!, ¡Argentina!”.
En una semana, a principios de 2002, el país había tenido nada menos que cinco
presidentes y había sufrido una maxidevaluación que había hecho caer el ingreso
per cápita de 7500 a 2500 dólares por año. De la noche a la mañana, Argentina se
había convertido en un país con una mayoría de pobres. En una conferencia
académica a la que asistí en la Universidad de Florida, en Miami, el 20 de enero
de 2002, algunos de los principales latinoamericanistas de Estados Unidos
llegaron a discutir con la mayor seriedad si Argentina debería ser considerada un
“Estado fallido”, el término utilizado en la jerga diplomática internacional para
países como Angola, Haití y Sudán, que habían perdido la capacidad de ejercer

182
las funciones básicas de un Estado, como preservar el orden o recolectar
impuestos.
El último de la seguidilla de cinco presidentes interinos que asumió tras las
violentas manifestaciones –según muchos, alentadas y pagadas por los caciques
del Partido Justicialista—que derrocaron al ex presidente Fernando de la Rúa,
Eduardo Duhalde, logró estabilizar la situación política con la promesa de
convocar a elecciones, con la teoría de que el país había sido una víctima
inocente de una política económica impuesta por el Fondo Monetario
Internacional. La culpa era de los organismos financieros mundiales y de la
obsecuencia con que el gobierno de Carlos Saúl Menem había seguido sus
recetas en la década de los noventa, decía Duhalde. Era hora de “volver a lo
nuestro”, señalaba, a pesar de que todas las evidencias mostraban que los países
del mundo que estaban progresando se estaban volcando cada vez más
rápidamente hacia afuera, y de que la fórmula había fracasado en Argentina por la
corrupción y la falta de transparencia con que había sido aplicada. A partir de
Duhalde, Argentina se había beneficiado de una serie de factores externos –el
alza de los precios mundiales de las materias primas que producía el país, las
compras cada vez mayores por parte de China y los bajos intereses
internacionales, entre otros—que permitieron remontar la situación más
rápidamente de lo que muchos esperaban. Se había dado la mejor coyuntura
internacional para el país en varias décadas, y la economía había respondido.
Tras caer 4 por ciento en 2001 y 11 por ciento en 2002, la economía creció 9 por
ciento en 2003, crecería otro 9 por ciento en 2004 y –según proyecciones del
FMI—6 por ciento en 2005.
Pero Duhalde, que –al igual que Kirchner después—era un dirigente político
provincial sin mucho interés en el mundo exterior, reintrodujo en Argentina los
peores vicios del viejo peronismo y los conjugó con el antiguo sistema político con
que el PRI había gobernado México durante siete décadas en el siglo XX: una
combinación de clientelismo político con la tradición mexicana de una democracia
hereditaria, en la que los presidentes del partido hegemónico se pasaban el
mando en cada elección. Desde que Duhalde asumió el gobierno en enero de

183
2002, el número de argentinos que recibían subsidios directos del gobierno
aumentó de 140 mil a casi 3 millones, según estimaciones del Centro de Estudios
Nueva Mayoría, de Buenos Aires. “El partido peronista no está ganando más votos
porque tenga más simpatizantes, sino porque tiene más gente que depende de
sus subsidios”, me explicaba en ese momento Rosendo Fraga, el presidente del
centro de estudios. “El nivel de pobreza de Argentina ha crecido de 30 a 60 por
ciento, y el clientelismo político es mayor que nunca.”
El Plan Jefas y Jefes de Hogar iniciado por Duhalde otorgaba subsidios de
alrededor de 50 dólares mensuales a 1 millón 700 mil desocupados. Los críticos
de estos planes señalaban que sus beneficiarios no siempre eran desocupados y
que los funcionarios del partido gobernante los repartían a cambio de la lealtad
política de quienes los recibían. Según un estudio de Martín Simonetta y Gustavo
Lazzari, de la Fundación Atlas, una organización no gubernamental pro-libre
mercado, alrededor de 20 por ciento de los votantes en Argentina dependía
directamente de subsidios estatales y constituían un “voto cautivo”. “En Argentina,
desde la implementación del Plan Jefas y Jefes de Hogar en 2002 se duplicó el
porcentaje de votantes que pueden ser considerados voto cautivo”, me dijo
Simonetta en una entrevista telefónica. “El gobierno federal usa esto como política
de alineamiento de las provincias y los municipios: a mayor alineamiento político,
más planes de subsidios.” Como resultado, la contienda política está teniendo
lugar “con un campo de juego inclinado”, en el cual “hay una competencia desleal
entre el gobierno y el resto de los candidatos”, decía Simonetta.
Y los expertos internacionales dudaban de que los planes asistenciales
argentinos fueran eficaces. Un estudio del Banco Mundial sobre el Plan Jefas y
Jefes de Hogar planteaba serias dudas sobre su efectividad. Según ese estudio,
coordinado por Sandra Cesilini, “la inscripción por parte de los gobiernos locales
favorece el clientelismo y la corrupción, al ser imposible su control”.
Simultáneamente, Duhalde había intervenido de manera abierta a favor de
su candidato, Kirchner, en las elecciones de abril de 2003. Al igual que en el viejo
sistema político mexicano, al que sus críticos llamaban una “dictadura sexenal
hereditaria” porque el presidente saliente aseguraba que su candidato personal lo

184
sucediera –e invariablemente se peleaba con él una vez que asumía el poder--,
Duhalde había proclamado, pocos días antes de la elección, que Kirchner ganaría
y había enviado a sus ministros con mayor popularidad a la televisión para que
aparecieran junto con el candidato oficial. Como era de prever, Kirchner ganó la
elección, aunque con sólo 22 por ciento de los votos.
Años después, cuando la economía argentina ya se había recuperado del
colapso inicial gracias al crecimiento de la economía mundial y –sobre todo—de
las compras de China, el analista político argentino James Nielsen, ex director de
The Buenos Aires Herald, describía el nuevo sistema político argentino como “el
modelo lumpen”. La debacle económica y la pauperización súbita de millones de
personas habían resultado en una transferencia de poder económico del sector
privado a la clase política, que ahora tenía más poder que nunca para decidir
quiénes serían los privilegiados y quiénes los perjudicados. Y mientras la mayoría
de la población se resignaba al despojo, consolándose con la idea de que todo
podía haber sido mucho peor, una coalición de políticos clientelistas, sindicalistas
anacrónicos, cruzados anticapitalistas y empresarios cortesanos que no quieren
saber nada de la competitividad manejaba el país a su antojo. Argentina se había
resignado a “un modelo de administración política de la pobreza” que –de
perpetuarse—no haría más que enriquecer a la clase política, aumentar la
corrupción y condenar al país al estancamiento, decía Nielsen.

“Espero cambiar este sistema”

Dentro del gobierno de Kirchner, había quienes estaban muy conscientes de que
los subsidios políticos eran una receta para el atraso económico. En una entrevista
en su despacho en abril de 2005, el ministro de Economía Roberto Lavagna me
aseguró que el Plan Jefas y Jefes de Hogar sería desmantelado muy pronto.
“Espero cambiar este sistema. Estoy tratando de convencer al gobierno de
convertir esta medida de emergencia en un programa de desempleo, que ofrezca
ayuda por un tiempo limitado, digamos un año; y en que los beneficiarios tengan
que buscar un empleo y recibir entrenamiento laboral”, me dijo Lavagna.
¡Interesante!, “¿pero está el presidente Kirchner de acuerdo?”, le pregunté.

185
Lavagna asintió con la cabeza. “El presidente aceptó la idea. La única pregunta es
cuándo vamos a empezar a hacerlo”, aseguró. “Probablemente, esto sucederá
después de las elecciones legislativas de octubre de 2005”, me dijo el ministro.
A pesar de que Lavagna compartía el hábito de Kirchner de culpar a los
demás por los males del país, entendía mejor que otros en el gobierno la
necesidad de atraer inversiones extranjeras para asegurar el crecimiento a largo
plazo. Según Lavagna, ahora que Argentina había logrado recuperarse de su
colapso económico de 2001, para tener un crecimiento anual de 6 por ciento, por
varios años el país necesitaba incrementar las inversiones del equivalente de 21
por ciento de su producto bruto que tenía en la actualidad, a 24. No era mucho,
dijo, pero era una meta crucial para el crecimiento sostenido del país.
Más tarde, cuando dejé la oficina de Lavagna y comenté con entusiasmo a
varios amigos que Argentina pronto desmantelaría el Plan Jefas y Jefes de Hogar
y que iniciaría una ofensiva en busca de inversiones, muchos me miraron con
escepticismo y preguntaron: “¿Y tú les crees?”. “¿Acaso eres tan ingenuo para
pensar que el gobierno disolvería su ejército de desempleados subsidiados, que le
servían como fuerza de choque para llenar las manifestaciones públicas pro-
gubernamentales, o hacer protestas callejeras contra las multinacionales que no
hacían caso a los pedidos del gobierno de no aumentar sus precios?”, me
preguntaban. Y en efecto, al día siguiente de que publiqué mi artículo con las
declaraciones de Lavagna, un funcionario no identificado de la oficina de Kirchner
señalaba a los periodistas que el presidente no había dado su visto al plan del
ministro de Economía. Quizá Lavagna estaba tratando de presionar a su jefe, o
quizás el gobierno no quería hacer el anuncio antes de tiempo para no perder
votos en las elecciones legislativas de fines de 2005, pero lo cierto era que el
hecho de que estuvieran discutiendo internamente sobre la necesidad de atraer
inversiones y abandonar subsidios manipulados con fines políticos era una buena
noticia. Si el gobierno aceptaba lo que proponía Lavagna, la recuperación de los
últimos años dejaría de ser un fenómeno pasajero debido a causas externas y
podría ser el inicio de un largo periodo de prosperidad.

186
¿Qué había llevado a Lavagna, el funcionario encargado de confrontar al
Fondo Monetario Internacional y los acreedores externos, a asumir una línea más
pragmática? Probablemente, no sólo el contacto con los demás ministros de
Economía del mundo, sino un dato concreto: cuatro años después del default
argentino, y aunque la economía había crecido más de lo que habían esperado
hasta los más optimistas, Argentina seguía teniendo una pésima reputación entre
los inversionistas externos. El riesgo país seguía por las nubes, como si no
hubiera existido ninguna recuperación económica.
“Fíjese qué estupidez”, me había dicho Lavagna, momentos antes,
levantándose de la mesa de conferencias en la que estábamos hablando en su
despacho y caminando hacia una de las dos computadoras que tenía en su
escritorio, a unos pocos metros de distancia. En su pantalla aparecían las últimas
noticias, las cotizaciones de Wall Street y el riesgo país –la penalidad que deben
pagar los países considerados riesgosos por los préstamos que reciben—
estimado por las principales empresas financieras del mundo. La noticia del
momento era un golpe constitucional que acababa de ocurrir en Ecuador en medio
de sangrientas protestas callejeras. En el preciso instante en que estábamos
hablando, el entonces presidente de Ecuador, Lucio Gutiérrez, acababa de huir del
palacio presidencial en un helicóptero y se dirigía a la embajada de Brasil,
mientras el Congreso colocaba al vicepresidente en su lugar. Por lo menos tres
manifestantes habían muerto y había docenas de heridos, decían los cables. Y sin
embargo, según me mostró Lavagna en su computadora, el riesgo país de
Ecuador seguía siendo mucho menor que el de Argentina, a pesar de que en este
último país no había crisis política y la economía iba viento en popa.
Mostrándome con la mano las tasas de riesgo país de la compañía
financiera J. P. Morgan, Lavagna me señaló: “Dígame si no es un absurdo total: en
este preciso momento, con los tanques en las calles, el riesgo país en Ecuador es
de 772 puntos, mientras que el de Argentina es de 6 130 puntos”. Obviamente, y
por más que a Lavagna le pareciera un absurdo, lo cierto era que Argentina
estaba pagando un precio muy alto por la retórica confrontacional de su gobierno y

187
el ministro lo sabía. La diferencia entre el riesgo país de Ecuador en plena crisis y
Argentina en un día de total tranquilidad lo decía todo.

La entrevista esperada

La vaga promesa de Kirchner –hecha en el lobby del Hotel Camino Real durante la
Cumbre de las Américas en Monterrey en enero de 2004—de concederme una
entrevista se concretó dos días después de nuestro primer encuentro, antes de su
partida de México. En el bar de hotel, semidesierto a eso de las 3 de la tarde,
grabadora en mano, me senté a preguntarle sobre los cambios que estaba
haciendo en la política exterior e interior del país. ¿Tenía sentido haber declarado
el fin de las “relaciones carnales” del gobierno de Menem con Estados Unidos, en
lugar de tomar decisiones independientes –que podían o no gustarle a
Washington—sin proclamar un alejamiento oficial de Estados Unidos? ¿Tenía
sentido anunciar el restablecimiento de relaciones plenas con la dictadura de
Castro, apenas después de la condena a veinticinco años de prisión a setenta y
cinco periodistas y disidentes pacíficos en Cuba? ¿No estaba premiando la
represión y erosionando la presión internacional sobre la dictadura cubana con
ese anuncio? ¿Tenía sentido su encuentro con el líder cocalero Evo Morales, que
el gobierno boliviano había interpretado como un gesto de apoyo a los grupos
radicales de ese país? ¿No estaba interfiriendo en los asuntos internos de su país
vecino, Uruguay, al apoyar la candidatura del entonces líder de la oposición
izquierdista Tabaré Vásquez? ¿Y no estaba legitimando a la líder de la facción
extremista de las Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini, al recibirla
repetidamente en la Casa Rosada y decir que la sentía como una madre? De
Bonafini abogada públicamente por la lucha armada y había declarado en 2001
que estaba “contenta” por el ataque terrorista contra las Torres Gemelas en Nueva
York. ¿Qué mensajes estaba enviando al mundo con estas adhesiones?
Me interesaba sobremanera el tema de los derechos humanos, porque veía
con preocupación la marcha atrás del gobierno argentino en un tema que
paradójicamente había escogido como prioritario. A diferencia de otros periodistas
a los que el presidente acusaba de haber hecho la vista gorda a las violaciones a

188
los derechos humanos durante la dictadura de los años setenta, Kirchner no podía
meterme en ese paquete. Yo me había ido del país cuando sucedió el golpe militar
de 1976 y había criticado a la dictadura en mis escritos desde su comienzo. De
hecho, mi único artículo para The New York Times había sido una colaboración
firmada en 1978, en la que había atacado las violaciones a los derechos humanos
en Argentina, en momentos en que una buena parte de la sociedad defendía el
gobierno militar del general Jorge Rafael Videla.
Lo que me preocupaba de la política de Kirchner era que, al apoyar
tácitamente o ignorar los atropellos a los derechos civiles y humanos en Cuba,
estaba socavando el principio de la defensa colectiva de la democracia en todo el
mundo y en su propio país. Amnistía Internacional, Human Rights Watch y los
principales grupos internacionales de derechos humanos decían, con razón, que
no se puede ser un campeón de los derechos humanos en casa e ignorar las
violaciones a los mismos derechos afuera. La nueva apatía argentina ante las
violaciones a los derechos humanos en el exterior sentaba un precedente
peligroso: si Argentina y sus vecinos no lanzaban la voz ante los abusos en otros
países, ¿quién iba a venir en auxilio de ellos mismos el día de mañana, si sus
propias democracias volvieran a estar amenazadas? Tal como lo había señalado
el ex canciller mexicano Jorge Castañeda, “la mejor manera de anclar el tema de
los derechos humanos en lo interno es a través de la solidaridad internacional para
denunciar los abusos donde sea que ocurran. En la medida en que los derechos
humanos retrocedan como bandera internacional, también retrocederán a la larga
a nivel nacional”.
Las respuestas de Kirchner durante la entrevista no fueron tan malas como
me esperaba. Lo que dijo frente a la grabadora estaba dentro de los parámetros
del juego democrático, aunque su interpretación selectiva de los derechos
humanos dejaba mucho que desear. Tenía una visión del mundo bastante
obsoleta, basada en concepciones antiguas de la soberanía nacional que ya
habían sido archivadas por casi todas las democracias modernas. Pero no había
en su discurso un mesianismo radical como el de Chávez, ni una vena
abiertamente dictatorial como la de Castro. Kirchner me dijo que se definía como

189
un “progresista en el liberalismo económico”, una definición que no me pareció
mala, a pesar de que las ideas que él veía como “progresista” eran vistas como
retrógradas en gran parte del mundo moderno. “Yo creo en los grandes temas del
liberalismo económico, en un progresismo claro en el liberalismo económico,
liberalismo con justicia y con equidad”, me dijo Kirchner. “Es lo que yo creo, y lo
aplico.”
Cuando tocamos el tema de Cuba, le pregunté cómo podía él, un crítico de
la dictadura militar argentina, aceptar sin reproches otra dictadura militar, como la
cubana. Kirchner había elevado las relaciones con Cuba, enviando al primer
embajador argentino a la isla en tres años, tras un congelamiento de las relaciones
bilaterales durante el gobierno del ex presidente Fernando de la Rúa, que había
votado en contra de Cuba en la Comisión de Derechos humanos de la ONU. Y el
flamante embajador argentino, Raúl Taleb, había anunciado la normalización de
las relaciones con el régimen de Castro poco después de la peor ola represiva en
la isla en varias décadas, lo que había sido una bofetada a la oposición
democrática cubana. “¿Acaso la posición correcta no debería ser estar en contra
de todas las dictaduras, sean de derecha o de izquierda?”, le pregunté, “¿O cree
usted que hay dictaduras buenas?”
Kirchner respondió: “Mire, nosotros estamos por la autodeterminación de
los pueblos. No nos gusta interferir en la vida interna de los pueblos… La
situación de Cuba, por muchos aspectos, es muy particular. El problema del
pueblo cubano lo debe resolver el pueblo cubano”. “Precisamente”, le contesté.
“Lo debe resolver el pueblo cubano. Pero ocurre que el pueblo cubano no puede
votar, ni tener un periódico independiente, ni programas de radio no oficiales, ni
nada.” Además, agregué, “el ´principio de no interferencia´ y la ´autodeterminación
de los pueblos´ son muletillas que suelen usar los dictadores de derecha e
izquierda para evitar el monitoreo internacional de los abusos a los derechos
fundamentales en sus países. De hecho, en el mundo de hoy, el principio de no
interferencia´ ante la violación de los derechos políticos y humanos. Tal como lo
señala la propia carta de las Naciones Unidas, nacida tras los horrores de la
Segunda Guerra Mundial, los derechos humanos son universales y ningún país

190
puede escudarse detrás de la ´ no interferencia´ para violarlos”, le señalé. ¿Sabía
Kirchner que en Cuba hay presos políticos por “crímenes” como repartir copias
mimeografiadas de la Carta de las Naciones Unidas?
Kirchner respondió: “Y bueno, también el pueblo cubano no quiere el
aislamiento, no quiere sectarismo. Yo creo que es un tema que lo debe resolver el
pueblo cubano. Nosotros en ese tema respetamos a todas las naciones, y por lo
tanto nos abstenemos de intervenir en sus asuntos internos”. Entonces, ¿por qué
no hacer lo que hacen todas las democracias europeas y muchos países
latinoamericanos, que es oponerse tanto al embargo comercial de Estados Unidos
como a los abusos a los derechos humanos en Cuba?, le pregunté. ¿Por qué no
hacer las dos cosas? Kirchner volvió a repetir el cassette anterior sobre la
autodeterminación de los pueblos, agregando casi al final que “cada uno tiene una
visión del tema. Yo creo que los últimos acontecimientos del año pasado (las
condenas a veinticinco años de prisión a opositores pacíficos) en Cuba
repercutieron negativamente. No fueron un acierto, precisamente, de Fidel. Por
eso, me parece, cada uno en este tema puede opinar diferente”.
El tema de Cuba no parecía apasionado, ni para un lado ni para el otro. De
todas maneras, le hice una última pregunta: ahora que Argentina iniciaba un
acercamiento con el régimen cubano, ¿no hablaría con nadie más que con Fidel
Castro en la isla? ¿O hablaría también con la oposición, como lo había hecho
Castro con los grupos de ultraizquierda durante su visita a Buenos Aires en 2002,
o en cada uno de sus viajes al exterior? “Nunca se puede ser tan taxativo en la
vida”, respondió Kirchner. “Hacer una definición tan cerrada (como decir que no
tendría contacto con la oposición) sería un equívoco. Habrá que ver.” La respuesta
denotaba que, por suerte, no era tan ingenuo como para sentir admiración por la
dictadura cubana. Pero, al mismo tiempo, no parecía tener la menor noción del
mal que le estaba haciendo a la causa de los derechos humanos ala contribuir
tácitamente a la idea de una parte de la sociedad argentina de que hay tal cosa
como dictaduras buenas.
Cambiando de tema, le pregunté sobre Bolivia. “Cuando habló con el líder
cocalero Evo Morales, se dijo en los periódicos que usted lo había apoyado”, le

191
recordé. “¿Lo apoyó” Kirchner respondió: “Yo no le dije a Evo Morales que lo
íbamos a apoyar. No estoy interviniendo en la vida interna del pueblo boliviano. Lo
que le dije a Evo Morales era que yo pensaba que era fundamental abandonar
cualquier idea insurreccional, apoyar fuertemente la defensa y la consolidación de
las institucionales, y que apoyar las instituciones en ese momento pasaba por
apoyarlo a Carlos Mesa, el actual presidente boliviano. Y Mesa me dijo que, hoy
en día, Evo Morales estaba actuando con mucha madurez, y estaba apoyando.
Cosa que me alegra. Ahora, yo no voy a apoyar a un candidato de otro país, eso
es absurdo. Sería una intromisión inaceptable”.
Sin embargo, lo hizo con Tabaré Vásquez, cuando este último era el
candidato de izquierda en Uruguay, le señalé. El propio gobierno del presidente
Jorge Batlle había dicho públicamente que Kirchner había tomado partido
abiertamente por Vásquez, que luego ganó la presidencia de Uruguay. Kirchner,
algo molesto, relativizó las acusaciones de Batlle. “En Uruguay hay una pelea
política muy fuerte entre los partidos tradicionales y el Frente Amplio (de
izquierda). Está muy polarizado. Y el intendente de Montevideo (Mariano Arana)
nos invitó a nosotros, a Mesa, a Duhalde y a Lula, para entregarnos la llave de la
ciudad. Y algún colaborador del presidente Batlle salió a decir –después lo
desautorizaron—que estábamos interviniendo en la vida interna. Bajo ningún
aspecto… No interfiero”.
“¿Y no ayudó a legitimizar a Hebe de Bonafini, la líder del sector
antidemocrático de las Madres de Plaza de Mayo, que apoyaba la lucha de clases
e incluso el terrorismo, al darle tanta entrada a la Casa Rosada?”, le pregunté.
“Tengo un gran cariño con ella”, respondió Kirchner. “Siempre estuvimos
políticamente en veredas diferentes. Siento que la pérdida… Ella era un ama de
casa que fue destrozada por la pérdida [de un hijo], y se convirtió en una militante
revolucionaria, como dice ella, y yo evidentemente, en nombre de las madres que
sufrieron tanto, la recibo permanentemente cuando viene a verme. Eso no significa
coincidir con todas las definiciones que ella tiene. Si tuviera que coincidir con cada
uno que viene a mi despacho, no podría recibir a nadie… Recibo a todo el mundo.
Eso no significa que tenga que coincidir con las posiciones de todos.”

192
¿Y cómo se sentía Kirchner cuando lo encasillaban en un eje con Brasil,
Venezuela y Cuba? ¿Le molestaba? ¿O no? “Bueno, ni me molesta ni me deja de
molestar, porque cada uno sabe lo que es. Del único eje cierto que te puedo
hablar en Sudamérica es el de Brasil y Argentina/Argentina y Brasil. Ésta es la
realidad. El periodismo tiene derecho a opinar, a hacer sus evaluaciones, pero
basta ver qué políticas conjuntas hemos hecho (con Venezuela y Cuba), y no
hemos hecho ninguna, lo que no significa que yo estoy de acuerdo con que aíslen
a Chávez o a cualquier presidente. Por el contrario, creo que el diálogo es
fundamental.”
Salí de la entrevista favorablemente impresionado con Kirchner. Por lo que
había dicho, parecía bastante más democrático y tolerante que la impresión que
muchos teníamos de él. Quizá se trataba de un hombre con un estilo personal
prepotente y confrontacional, pero que en el fondo tenía una mentalidad tolerante,
pensé. Sin embargo, mi incipiente optimismo sobre Kirchner se diluyó en alguna
medida al día siguiente, tarde en la noche, cuando tuve otra larga conversación,
más distendida y privada, una vez terminada la cumbre.

El país de los extremos

Eran como las 11 de la noche. Yo acababa de enviar mi columna a The Miami


Herald, había cenado en mi habitación, y bajé al lobby del hotel para ver si
quedaba algún funcionario con quien hablar. Cuando me asomé al bar, allí
estaban, en una mesa, Kirchner con su mujer, la senadora Cristina Fernández, y
su canciller, Bielsa. Estaban tomando un café, matando el tiempo mientras
bajaban sus maletas y esperaban que el avión presidencial estuviera listo para su
regreso a Argentina. Entré al salón, me acerqué a saludar y –supongo—me quedé
parado delante de la mesa el tiempo suficiente como para que no les quedara más
remedio que invitarme a sentarme con ellos. Al poco rato estábamos hablando de
los principales temas que habían centrado la atención de todos durante la cumbre.
Como se trató de una conversación privada, off the record, nunca publiqué lo que
dijo Kirchner, ni lo haré en esta oportunidad. Me limitaré a contar lo que le dije yo y
la impresión que me causaron sus respuestas.

193
Fue una conversación que me dejó preocupado. En la charla informal,
Kirchner parecía estar bastante alejado del “progresismo dentro del liberalismo
económico”, con el que se identificaba públicamente, y daba la impresión de estar
mucho más cerca de la izquierda retrógrada según la cual la explicación para
todos los fracasos nacionales era el “imperialismo” norteamericano y los
organismos financieros internacionales.
Durante la charla, tocamos nuevamente los temas de Venezuela, Cuba,
Bolivia, Uruguay y la propia Argentina. Y esta vez, sin grabadora de por medio,
Kirchner volvía una y otra vez a la responsabilidad que tenían Estados Unidos, el
Fondo Monetario Internacional, las reformas económicas ortodoxas de los años
noventa y su predecesor, Menem. Algunas de las cosas que sugería eran ciertas,
como que Washington había dejado solo a Bolivia después de exigirle un sacrificio
enorme para destruir sus plantaciones de coca. Otras, como culpar al Fondo
Monetario Internacional de la debacle económica argentina, eran bastante
relativas, porque el presidente argentino parecía omitir cualquier responsabilidad
de su propio país en la crisis que acababa de sufrir. Después de pasar revista a
varios países y escuchar las mismas explicaciones de Kirchner, y notando que le
presidente o estaba cansado o no parecía demasiado interesado en escuchar mi
opinión, decidí mantenerme en el rol de preguntador complaciente y reservarme
mi opinión para el final de la noche. Pensé muy bien qué decirle, para poder –con
suerte—aportar alguna idea que le pudiera quedar registrada. De manera que,
después de unos 40 minutos de conversación, durante los cuales se nos habían
unido el ministro de Economía Lavagna y dos o tres asesores de Bielsa, le solté mi
punto de vista.
“Presidente”, le dije, “muchas de las cosas que usted dice son ciertas. Es
innegable que Estados Unidos tiene una historia dudosa en la región, sobre todo a
principios del siglo XX, aunque hay que reconocer que en las últimas tres décadas
Washington ha aprendido algunas lecciones, y ha aumentado su respaldo a la
democracia y los derechos humanos en la región. Pero si me permite una crítica
constructiva, su gobierno a veces da la impresión de querer hacer todo lo contrario
de lo que se hizo en la década de los noventa, ya sea bueno o malo”. Kirchner me

194
miró con cara de piedra y con un aire que percibí como de desconfianza. Yo seguí
diciendo: “Los grandes bandazos políticos o económicos les hacen mal a los
países. Generan desconfianza interna y externa, que se traduce en menores
inversiones, mayor fuga de capitales, menos crecimiento y más desempleo. Los
países que mejor andan, como España, Irlanda o Chile, son aquéllos donde gana
la izquierda, gana la derecha o gana el centro y no pasa nada dramático. Ningún
inversionista va a huir despavorido de España, o de Chile, porque gane un partido
u otro. Son países que tienen un rumbo fijo, previsible. Quizás un gobierno
aumentará más los impuestos, o cambiará la balanza de gastos estatales hacia un
sector u otro, pero no van a dar un golpe de timón radical, que los aparte de la
senda. Eso no ha funcionado en ningún lado”.
Acto seguido, mientras Kirchner me miraba en silencio, le señalé que la
historia argentina reciente no era más que una serie de vaivenes políticos.
“Argentina es el país del zigzag”, le dije. Desde que los argentinos tenían
memoria, prácticamente no habían existido periodos extendidos de estabilidad. La
historia estaba signada por los extremos. La búsqueda del centro era la excepción.
Tan era así, que mientras en el resto del mundo la moderación era vista como una
virtud, en Argentina era considerada un síntoma de debilidad. “Argentina es el
único país en que un partido de centro, uno de los más tradicionales del país, se
llamaba ´partido radical´. Aunque ya nadie tomara literalmente el significado de
dicho nombre, ¿no era absurdo un partido ´radical´ en el siglo XXI, cuando los
países compiten por mostrarse como los más moderados y pragmáticos para
atraer más inversión?” Como para amenizar el recuento, le recordé que a
mediados del siglo pasado el partido radical –que paradójicamente representaba a
la clase media urbana—se había escindido y los que se habían ido se refundaron
bajo el nombre de Unión Cívica Radical Intransigente, como para que nadie
llegara a pensar que podrían incurrir en vicios como la flexibilidad, la apertura
mental y la búsqueda de consensos.
Argentina había pasado sucesivamente del populismo nacionalista del
peronismo de los años cincuenta al antiperonismo recalcitrante de los sesenta, al
efímero regreso del peronismo, esta vez de la mano con la izquierda, en 1973, a

195
una dictadura militar de derecha de 1976, a los débiles gobiernos democráticos de
los ochenta, a la apertura económica marcada por la corrupción bajo Menem en
los noventa, al gobierno actual, que decía que todas las medidas aperturistas
tomadas en los años ochenta y noventa eran deleznables. En resumen, le dije a
Kirchner que me parecía excelente que denunciara la corrupción del gobierno de
Menem, y lo felicitaba por hacerlo. Pero una cosa era atacar la corrupción y
algunas políticas concretas, y otra era atacar el concepto de apertura económica y
competencia por las inversiones, que era precisamente la receta que estaba
dando resultados en China, India y Europa del Este, reduciendo la pobreza un
lugares tan disímiles como China y Chile.
Kirchner no me escuchó, o por lo menos dio la impresión de no haber
escuchado. Se encogió de hombros, me miró de arriba y me recitó un discurso
sobre las “barbaridades” de las políticas neoliberales de Menem, sin siquiera
referirse a mi argumento de que ningún país podía avanzar con constantes golpes
de timón. Me despedí del presidente pocos minutos después, con la sensación de
haber fracasado miserablemente en mi intento de hacer una crítica constructiva.
Mi único consuelo fue que, al salir del bar del hotel, su mujer me comentó algo así
como que yo tenía razón en decir que ningún país podía desarrollarse cambiando
de políticas cada cuatro años, pero que tenía que entender que el desastre
económico argentino había sido tal que no se podía hacer otra cosa que buscar un
camino diferente. No me convencieron sus argumentos, pero por lo menos había
escuchado los míos.
Poco después, cuando Kirchner y sus colaboradores inmediatos se retiraron
del hotel y me quedé en el lobby conversando con algunos funcionarios de
segunda línea, uno de ellos me comentó: “Andrés, me dijeron que estuviste
durísimo con el presidente”. Su comentario me asombró. “¿Qué?”, reaccioné. “¿Te
parece? Si le dije lo más obvio, lo que los días”, me encogí de hombros,
sorprendió. El funcionario meneó la cabeza negativamente y me dijo: “Te
equivocas. El último que le dijo algo así fue un empresario petrolero, y nunca más
lo volvió a recibir”.

196
La visión de Washington

Mi conversación con el presidente argentino no fue la única sorpresa que me llevé


en esa cumbre. La otra fue la cobertura que había hecho la prensa argentina,
según la cual la reunión de Kirchner y Bush durante el evento había sido un éxito
rotundo. “El gobierno mejoró los lazos con E.E.U.U.”, tituló La Nación el 15 de
enero, señalando en el texto de su artículo de primera plana que “el gobierno
calificó ayer como un “éxito total” la participación de Néstor Kirchner en la Cumbre
de las Américas. El diario de mayor circulación en el país, Clarín, titulaba: “Bush
dio un nuevo apoyo, pero pidió una señal clara por la deuda”, y señalaba en su
análisis del viaje que “Kirchner sorteó bien su segunda reunión en siete meses con
el jefe de la Casa Blanca”.
Sin embargo, los altos funcionarios del gobierno de Bush en la reunión nos
decían algo totalmente diferente a los periodistas de medios de Estados Unidos.
En efecto, la reunión de Kirchner con Bush había sido civilizada, y hasta buena,
me dijo ese día en Monterrey uno de los principales funcionarios de la Casa
Blanca para América latina. Pero pocas horas más tarde, cuando Kirchner leyó un
discurso en el que prácticamente culpaba a Estados Unidos por los males de la
región, exigiendo un Plan Marshall para América latina, el ambiente positivo que
se había generado se disipó en cuestión de segundos. A tal punto que Bush se
había quitado los audífonos de traducción simultánea en la mitad del discurso,
según me confirmaron luego funcionarios de la Casa Blanca que se encontraban a
su lado.
“Habían tenido una muy buena reunión bilateral, al margen de la cumbre, y
luego Kirchner dio un discurso de cierre que fue tan peronista de la vieja guardia,
que no sólo el presidente Bush sino muchos otros se preguntaron si éste era el
mismo personaje con el que se habían reunido minutos antes”, me dijo un alto
funcionario de Estados Unidos. “Había un ambiente de decepción en la delegación
estadounidense. Habíamos estado haciendo progresos, el presidente Bush se la
había jugado por Kirchner ante el Fondo Monetario Internacional, y ahora se venía
con ese discurso.”

197
Otro funcionario, el entonces embajador especial de la Casa Blanca para
América latina, Otto Reich, me confirmaría más tarde en una entrevista que “la
reacción en la delegación de Estados Unidos fue de incredulidad ante la retórica
tan anticuada del presidente argentino. Fue un discurso tercermundista, de los
años sesenta”. Reich agregó que “lo que afectó la percepción de la delegación
norteamericana tan negativamente fue que el discurso de Kirchner tuviera lugar en
la clausura de la Cumbre de las Américas”, que el presidente argentino tenía a su
cargo como representante del país huésped de la próxima cumbre, que se
realizaría en Argentina en noviembre de 2005. “La cumbre había estado dedicada
a promover el desarrollo, y todo el día y medio se había estado hablando de cosas
como aumentar el empleo mediante la reducción de los trámites y otras barreras
impuestas por los Estados para la creación de empresas. Y en lugar de hablar de
cómo generar crecimiento y empleo reduciendo la intervención del Estado, nos
encontramos con alguien que todavía estaba pensando en términos de la teoría de
la dependencia.”
En Buenos Aires nunca se enteraron del pésimo impacto que había tenido
la presentación de Kirchner en la delegación estadounidense. Por el contrario, el
gobierno argentino regresó al país con un aire triunfalista, como si hubiera logrado
quedar bien con Dios y con el diablo, sin sacrificar nada. Según el canciller Bielsa,
“estamos demostrando que se puede disentir sin que eso nos haga perder el
respeto y la madurez en la relación con Estados Unidos”. Todos los periódicos y
cadenas de televisión argentinas calificaron el viaje como un éxito, en el que el
presidente Kirchner supuestamente había logrado un importante acercamiento con
el gobierno de Estados Unidos. Para los pocos periodistas que estábamos
hablando con funcionarios de ambos países, era cosa de risa: los norteamericanos
nos decían que, tras su actuación en Monterrey, Kirchner se podía olvidar por un
tiempo de tener un amigo en la Casa Blanca.
Y así fue. Meses después, Kirchner realizó su primer viaje oficial a Estados
Unidos, con una visita a Nueva York y Washington. Y a pesar de todos los
esfuerzos de la embajada argentina por lograr una entrevista con Bush, con el
entonces secretario de Estado Colin Powell o con la entonces consejera de

198
Seguridad Condoleeza Rice, el gobierno de Bush no le dio una cita ni con el
portero de la Casa Blanca. “La embajada argentina estaba tratando de concertar
una cita a nivel informal”, me confirmó meses después un funcionario de la Casa
Blanca. “Pero recibimos un mensaje de la Oficina Oval, mucho antes del viaje,
diciéndonos: Forget it (olvídense)”.
Según el funcionario, el entonces asesor de la Casa Blanca para América
latina, Reich, trató en vano de convencer al jefe de gabinete de Bush de que se
cambiara la decisión y se recibiera a Kirchner, aunque fuera por un minuto, pero
no tuvo suerte. “Nosotros creíamos que, en un caso en el que no hay una relación
abiertamente hostil, era conveniente que se realizara la reunión. Pero ambos se
habían visto recientemente en Monterrey, y después en Nueva York, y muchos en
la oficina del presidente (Bush) se decían: “¿Para qué diablos otra reunión?
¿Vamos a tener otra reunión agradable, y luego, vaya uno a saber, va a salir
dando un discurso contra nosotros?”, dijo el funcionario. Finalmente, el gobierno
de Bush decidió que nadie de alto nivel daría una cita a Kirchner. El presidente
argentino terminó entrevistándose con el entonces presidente del Banco
Interamericano de Desarrollo, Enrique Iglesias, a pocas cuadras de la Casa
Blanca. Previsiblemente, al día siguiente, la prensa argentina informaba del
“exitoso” viaje de Kirchner a Washington. Y Bush se demoraría más de un año en
volver a hablar con el presidente argentino: recién lo hizo en marzo de 2005,
cuando necesitaba su ayuda para contener a Chávez en Venezuela y para
preparar la agenda de la próxima Cumbre de las Américas en Argentina.

“Excelentes relaciones”

En público, el gobierno de Bush hablaba positivamente de Argentina, decía que


sus relaciones con el gobierno de Kirchner eran excelentes, y de paso recordaba a
todo el mundo que Bush personalmente había intercedido ante el FMI para lograr
que el organismo financiero tuviera mayor flexibilidad en sus negociaciones con
Argentina. Incluso después de ocasionales roces por el tema de Cuba, el gobierno
norteamericano le ponía buena cara a la relación. El subsecretario de Asuntos
Hemisféricos del Departamento de Estado, Noriega, me dijo en una entrevista a

199
fines de 2004 que “los argentinos reconocen que no tienen un amigo mejor que
Estados Unidos” –presumiblemente refiriéndose al tema de la deuda—y que
“Argentina era un buen socio de Estados Unidos”. Y el embajador estadounidense
en Buenos Aires, Lino Gutiérrez, decía: “Teníamos excelentes relaciones antes y
las seguiremos teniendo”. Pero, en privado, los principales funcionarios de
Estados Unidos levantaban las cejas cuando se les preguntaba sobre Argentina,
como frustrados de que un país con tanto potencial no se encontrara más
insertado en la economía global y estuviera quedándose cada vez más atrás en el
contexto mundial. Para Washington, Argentina había dejado de ser aliado cercano
y tampoco era un mercado tan interesante en el nuevo contexto internacional, en
el que sobraban los países de Asia, Europa del Este y la propia Sudamérica que
se esforzaban por ser más amigables hacia las inversiones extranjeras. No fue
casual que, en su primer viaje a Sudamérica tras asumir su cargo, la secretaria de
Estado Condoleeza Rice haya visitado Brasil, Colombia, Chile y El Salvador,
pasando por alto a Argentina. Poco después, Rice dejaba traslucir en una
entrevista con The Miami Herald en Washington –que nunca fue reproducida en
Argentina—que Argentina no estaba entre sus mejores amigos en la región. Tras
afirmar que no le preocupaba la proliferación de gobiernos de centroizquierda en
Sudamérica, Rice señaló que Estados Unidos tiene “excelentes relaciones con
Chile”, “muy buenas relaciones con Brasil” y “buenas relaciones en una cantidad
de temas con Argentina”. La escala descendente de los adjetivos lo decía todo.
En rigor, lo mismo podía decirse de lo que manifestaban los funcionarios
argentinos sobre Estados Unidos. Así como el gobierno y la opinión pública eran
casi unánimemente críticos de Estados Unidos –según las encuestas, Argentina
estaba entre los países que tenían la peor imagen de Estados Unidos en el
mundo--, la opinión ilustrada en Washington no tenía mucho de bueno que decir
en Argentina. Apenas se retiraban del gobierno, cuando podían hablar libremente,
los funcionarios estadounidenses decían exactamente lo contrario de lo que
estipulaba la línea oficial.
Cuando pregunté a Manuel Rocha, ex encargado de negocios de Estados
Unidos en Argentina entre 1997 y 2000, sobre las declaraciones que acababan de

200
hacer sus ex colegas Noriega y Gutiérrez, me señaló: “El rol de un subsecretario
de Estado y de un embajador no es necesariamente hablar verdades, sino
promover las buenas relaciones. Ellos están cumpliendo su rol”. Y agregó: “Si me
hubieras preguntado esto estando yo de embajador, te hubiera dado las mismas
respuestas que dieron ellos”.

“Un país adolescente”

¿Qué pensaba Rocha ahora, que ya se había retirado del Departamento de


Estado de Estados Unidos? ¿Cómo veía el futuro de Argentina? “Oscuro”, me
contestó. “Porque no hay un consenso de la clase dirigente sobre un proyecto de
nación… En la clase dirigente hay una tremenda división. En Chile, uno habla con
un socialista, con una persona de centro y con una persona de la derecha, y
encuentra que en términos de política económica hay mucha coincidencia. En
Argentina, en política económica, ni siquiera dentro del peronismo hay un
consenso sobre un proyecto nacional.” Según Rocha, eso se debe “a la
incapacidad de una clase dirigente inmadura, que no ha sabido estar a la altura
del país que tiene, que en parte viene por el modelo que nace con el peronismo. Y
a la incapacidad de la clase empresarial también. They don´t get it – No captan lo
que está pasando (en el mundo)”.
¿Pero acaso no tiene Argentina una clase intelectual, política y empresarial
muy sofisticada?, le pregunté. ¿Acaso no es el país sudamericano con más
teatros, óperas, museos, conferencias y libros publicados? “Es gente sofisticada,
pero sólo en apariencia. Son sofisticados en apariencia. Usan ropa inglesa,
etcétera, pero comparados a un tipo de Hong Kong, Singapur, e incluso a un
jerarca del Partido Comunista Chino, los tres son más sofisticados que un
dirigente político o empresarial argentino. Eso se debe a que en Argentina se ha
creado una cultura que es muy individualista, muy sálvese quien pueda, y haga
plata quien pueda, de la manera como se pueda.”
Rocha citó el ejemplo del tan celebrado gol de Diego Maradona en el
Mundial de 1986 en México, cuando en un partido contra Inglaterra metió la pelota
en el arco con la mano sin que se percatara el árbitro, y luego, interrogado por los
201
periodistas, dijo que “fue la mano de Dios”. Los argentinos celebran la ocurrencia
hasta el día de hoy. De hecho, muchos años después del retiro de Maradona,
cuando una encuesta del gobierno argentino preguntó en 2005 quién era la
personalidad actual más representativa del país, Maradona salió en el primer lugar
con 51 por ciento de las menciones, seguido por Kirchner con 31 por ciento. “Es
un país maravilloso, con un talento tremendo, en el que no obstante ese talento se
aplaude al que mete el gol con la mano, cuando esa persona no tendría la
necesidad de meter el gol con la mano”, dijo Rocha. “Se aplaude la viveza criolla y
no el trabajo disciplinado.” No era casual que el Congreso argentino hubiera
celebrado la cancelación de la deuda con cánticos festivos, o que el gobierno de
Kirchner luego culpara a todo el mundo –los acreedores, el Fondo Monetario
Internacional y los bancos—por la suspensión de la deuda, afirmaba el ex
diplomático estadounidense.
“Gran parte de la inmadurez argentina se debía al Estado paternalista
creado por el peronismo, basado en el modelo corporativista que el general Juan
D. Perón había aprendido durante su estadía en la Italia de Benito Mussolini”,
agregó Rocha. “El peronismo creó una relación entre el individualismo y el Estado
que hizo que el individuo sea dependiente del Estado. El argentino espera que el
Estado resuelva su problema, ya se trate de un piquetero, un jubilado o una
comunidad. Siempre espera que el Estado le resuelva… En Argentina no se usan
las palabras de John F. Kennedy, ´No preguntes lo que tu país puede hacer por ti,
sino lo que tú puedes hacer por tu país´. En Argentina la gente pregunta qué
puede hacer el país por mí. Por lo tanto, cuando se culpa a alguien, se culpa al
Estado, al FMI, al capitalismo, al neoliberalismo, pero nunca se toma la
responsabilidad que de pronto la culpa puede ser interna. Es un país inmaduro,
adolescente, y por el momento está demostrando que no puede salir de sus crisis
por su incapacidad de hacer lo elemental, como respetar la ley y los contratos.”
En rigor, la visión de Rocha sobre el peronismo es tan generalizada en los
países ricos, que la propia secretaria de Estado Condoleeza Rice –aparentemente
sin advertir que estaba diciendo algo que podría incomodar al gobierno
argentino—manifestó en una audiencia pública del Congreso el 12 de mayo de

202
2005 que Perón, al igual que Chávez en la actualidad, había sido un presidente
“populista” cuya “demagogia” no le había hecho ningún bien a su país. Y hasta en
el vecino Chile, el canciller del gobierno socialista de Lagos, Ignacio Walker, había
tenido que disculparse ante el gobierno argentino al asumir su cargo por haber
escrito en noviembre de 2004 un artículo en el periódico El Mercurio titulado
“Nuestros vecinos argentinos”, en el que había dicho que “el verdadero muro que
se interpone entre Chile y Argentina no es la cordillera de los Andes, sino el
legado del peronismo y su lógica perversa”. Walker se refirió al Partido Justicialista
de Kirchner como un movimiento con “rasgos autoritarios, corporativos y
fascistoides” y agregó: “Diríamos que desde que Perón se instaló en el poder, en
1945, el peronismo y el militarismo se han encargado de destruir sistemáticamente
a Argentina”.
“¿Y no puede ser que Kirchner esté haciendo las cosas por etapas?”,
pregunté a Rocha. Uno podía especular que Kirchner no entiende cómo funciona
el mundo, pero también podía pensar que el presidente argentino tenía que poner
la casa en orden y llegar a un acuerdo con los acreedores internacionales antes
de dejar en marcha políticas para alentar las inversiones. De hecho, Kirchner
había logrado una quita importante en el pago de la deuda externa, y eso no era
un dato menor en un país quebrado y herido en su orgullo nacional. “Yo quisiera
creer que lo segundo es lo cierto, pero me temo que no es así. Estamos hablando
de individuos que están en el liderazgo argentino, y cuya capacidad de entender lo
que ha pasado y va a pasar en el mundo es nula”, concluyó Rocha.

La importancia de la reputación

James Walsh, el embajador de Estados Unidos entre 2000 y 2003, veía a


Argentina con ojos menos pesimistas que su antecesor, pero en el fondo su visión
no era muy diferente. Walsh tenía lazos efectivos con el país, que venían de su
juventud: a los 17 años había ido a estudiar en un programa de intercambio a la
provincia argentina de Córdoba y luego había regresado como funcionario de la
embajada de Estados Unidos en Buenos Aires a fines de la década del sesenta,
antes de su designación como embajador varios años después. Durante su última

203
estadía oficial en Argentina, antes de su retiro, había sido protagonista de la mayor
crisis política de la historia reciente del país: la sucesión de cinco presidentes en
una semana. “Yo era el tipo que iba todos los días a la Casa Rosada con una nota
que decía: ´Es un honor para el gobierno de Estados Unidos reconocer el nuevo
gobierno de Argentina´ recordaba ahora, divertido. “Un periódico me sacó una foto
saliendo de la Casa Rosada por cuarta o quinta vez seguida el sábado por la
mañana, sin corbata, y dijo medio en sorna que los cambios presidenciales se
habían hecho tan rutinarios que el embajador de Estados Unidos ya iba a
presentar sus cartas de reconocimiento vestido de sport.”
Para Walsh, Argentina adolescente, el país de la “viveza criolla” que
describía Rocha, era un fenómeno más bien de la capital, que no se extendía al
interior del país. Durante sus años en Córdoba, nunca había visto esa glorificación
del “sálvese quien pueda” que había visto luego en Buenos Aires. “Cuando vas al
interior del país, te encuentras con que el concepto de la honestidad, del valor de
la palabra, existe. Decir que alguien es vivo en Córdoba no es ninguna alabanza.
En Buenos Aires hay una actitud diferente: el mismo concepto es visto como algo
simpático, positivo.” Pero Walsh coincidía en que el gobierno de Kirchner y –a
juzgar por las encuestas—la mayoría de los argentinos estaban viviendo en la
fantasía al celebrar su crecimiento económico de 2003, 2004 y 2005 como el
comienzo de una larga era de prosperidad. Como casi todos los diplomáticos en
Washington y los empresarios en Estados Unidos y Europa, Walsh veía el 8 por
ciento de crecimiento económico de Argentina en 2004 como el resultado de
varios factores externos, que no durarían mucho, como el vigoroso crecimiento
económico de Estados Unidos, que estaba haciendo aumentar las exportaciones
de manufacturas argentinas, el creciente apetito de China por los productos
agropecuarios sudamericanos, el aumento de los precios de las materias primas
agrícolas que exportaba el país y las bajas tasas de interés internacionales, que
facilitaban el pago de intereses de las deudas comerciales. Y, claro, Argentina no
estaba pagando su deuda externa, lo que le dejaba más divisas disponibles para
guardar en sus reservas.

204
“Se han salvado por el momento, pero el hecho es que tarde o temprano los
intereses van a subir, los precios de las materias primas van a bajar y la burbuja
va a explotar”, me dijo Walsh. “La idea de que los argentinos se pueden cruzar de
brazos y decir que el Fondo Monetario Internacional se equivocó y que el
Consenso de Washington era una sarta de tonterías, es muy simplista. Lo cierto
es que un país crea una reputación de mantener sus promesas, o no. Y si no tiene
esa reputación, la gente no le va a prestar dinero, ni invertir en él, habiendo tantos
otros lugares donde invertir.”
“¿Y qué le respondían los funcionarios de Duhalde y de Kirchner cuando les
decía estas cosas?”, pregunté. “La mitad de ellos me decían que estaban de
acuerdo, que tenían que hacer algo al respecto y luego no pasaba nada. Y
después, la economía comenzó a mejorar (en 2003) y entonces uno empezaba a
escuchar a la gente haciendo comentarios como ´ven, no teníamos que hacer
nada de lo que nos aconsejaban´. Y eso es una tontería, porque por supuesto
tenían que hacer todas esas reformas institucionales y estructurales que se les
aconsejaban. Porque si no haces esos cambios cuando las cosas van bien,
¿cómo los puedes hacer cuando la economía vuelva a caer, como tarde o
temprano ocurrirá? Cuando estás en el pico, es el momento de hacer esas
reformas.” Y, obviamente, Kirchner no estaba haciendo las reformas necesarias.
“Por lo que veo ahora desde lejos, leyendo los periódicos argentinos, una gran
parte de esa retórica optimista es una ilusión.”

Las presiones a la prensa

Parte del problema era que un sector importante de la prensa argentina había
perdido gran parte de su valentía de antes. Con pocas excepciones, como el
periódico La Nación o la revista Noticias, los medios argentinos casi siempre
reflejaban sin cuestionamiento las buenas noticias suministradas por la Casa
Rosada. Y según las organizaciones internacionales de defensa de la libertad de
prensa, quienes no lo hacían recibían telefonazos del gobierno, a menudo del
propio presidente de la nación –especialmente en el caso de la televisión--, hasta
por las críticas más inofensivas. Un alto funcionario de un canal de televisión me

205
contó que Kirchner se había quejado personalmente por la cara de escepticismo
que había puesto un periodista al anunciar una medida de gobierno. Era el
presidente más pendiente de lo que decía la prensa en la historia reciente del país
y el que más se enojaba por cualquier cosa, decían los periodistas argentinos. Yo
lo había constatado en carne propia durante mi encuentro con Kirchner en
Monterrey, pero en mi caso no pasaba de ser un episodio anecdótico: en mi
calidad de representante de un diario de Estados Unidos, el hecho de que a
Kirchner le gustaran o no mis artículos no tenía incidencia alguna en mi vida
profesional. Pero para los periodistas argentinos que se ganaban la vida en
empresas endeudadas, que en algunos casos dependían de la publicidad oficial
del gobierno, los enojos del presidente no eran un dato menor.
Con el correr del tiempo, los reportes sobre “aprietes” del gobierno a los
periodistas se hicieron cada vez más frecuentes y públicos. En general, Kirchner
toleraba la crítica en las columnas de opinión de los periódicos, pero exigía un
alineamiento casi total en las páginas de información, como cuando se
comunicaban los éxitos del presidente en sus viajes al exterior. Y los periodistas
argentinos, que por supervivencia profesional optaban por no hablar públicamente
de las presiones que recibían, lo hacían cada vez más en privado, y con las
organizaciones internacionales de prensa. La organización no gubernamental
Freedom House, de Estados Unidos, señaló en su informe anual de 2005 que la
libertad de prensa es “parcial” en Argentina y ubicó al país en el puesto 92 entre
192 naciones, una caída de 14 lugares respecto de la posición del año anterior. La
Sociedad Interamericana de Prensa, SIP, luego de visitar el país ese mismo año,
concluyó que aunque “es posible afirmar que hay libertad de prensa en Argentina,
con restricciones”, existen “tendencias y hechos preocupantes que, de continuar,
constituyen una amenaza a la libertad de prensa”. Además de los “telefonazos”
intimidatorios, existe una manipulación política de la publicidad oficial por parte del
gobierno para beneficiar a algunos medios y castigar a otros con fondos que –al
menos en teoría—son patrimonio de todos los contribuyentes, señalaba la
organización. Lo que decía la SIP era vox populi entre los periodistas. La Nación,
por ejemplo, había recibido en el año 2004 la misma cantidad de publicidad estatal

206
que el oficialista Página /12, a pesar de que el primero tenía una tirada más de
diez veces mayor. La misión de la SIP había encontrado “discriminación
gubernamental en la asignación de publicidad”, así como “discriminación en la
información”, mediante la negativa del gobierno a que sus funcionarios fueran
entrevistados por medios que consideraba hostiles. Por el momento, el “apriete”
estaba funcionando y no afectaba la popularidad de Kirchner. Pero tras hablar con
periodistas de varios medios en Buenos Aires, me quedé con la impresión a que
en muchos de ellos estaba creciendo el resentimiento hacia el presidente. “Ahora,
todos le siguen el tren. Pero espera a que descienda a 49 por ciento en las
encuestas, y todos le van a caer encima”, me señaló un conocido periodista,
reflejando el sentimiento generalizado en el medio. Kirchner, como en muchos
otros frentes, estaba apostando fuerte y jugando con fuego.

“La Argentina está bien, pero va mal”

Eufórico por la recuperación económica y desafiando a quienes lo criticaban por


no emprender las reformas necesarias para volver a poner el país en una senda
de crecimiento a largo plazo, Kirchner cerró el año 2004 proclamando
victoriosamente que el crecimiento económico del país constituía “una verdadera
lección a los diagnosticadores que pronosticaban un futuro negro”. En su discurso
de cierre de fin de año en Moreno, una localidad de la provincia de Buenos Aires,
el presidente parecía convencido de que había logrado iniciar una nueva era de
crecimiento gracias a haber hecho caso omiso de las recetas ortodoxas del Fondo
Monetario Internacional, y de quienes le aconsejaban llegar a un acuerdo con los
acreedores y crear un clima favorable a la inversión cuanto antes, para insertar al
país nuevamente en la economía global. ¿Acaso no veían los extranjeros cómo
los comercios de Buenos Aires estaban nuevamente llenos, el desempleo estaba
bajando y las industrias comenzaban a calentar los motores por primera vez
después de la crisis?, decía el presidente a sus visitantes extranjeros.
Meses después, en junio de 2005, cuando Argentina logró renegociar
exitosamente la mayor parte de sus casi 100 mil millones de dólares en bonos en

207
default –la mayor negociación de deuda del mundo--, Kirchner podía ufanarse con
cierta razón de que su estilo le había redituado buenos resultados al país, que
había logrado un quita de casi 75 por ciento en el precio de los bonos, lo que
según Lavagna significaba un ahorro de 67 mil millones de dólares en pagos de
deuda, y una luz verde para que Argentina regresara a los mercados de crédito
por primera vez desde la debacle de 2001.
El argumento del presidente tenía su mérito, pero también era un hecho que
se estaba malogrando una gran oportunidad en momentos en que otros países
avanzaban a todo vapor. Probablemente, Kirchner había sido un buen presidente
para un país en default, que necesitaba negociar con dureza mejores condiciones
de pago, pero –de no cambiar su estilo y su visión del mundo—no sería tan bueno
para un país normalizado y necesitado de lograr inversiones productivas. Su
gestión obligaba a preguntarse si no había perdido una oportunidad de oro.
Kirchner había desperdiciado la mejor coyuntura externa del país en cinco
décadas al no hacer –y ni si quiera tratar de hacer—alguna de las
transformaciones institucionales y económicas que se habían realizado en los
países exitosos para aumentar la competitividad. Argentina se estaba
recuperando, una vez más, gracias a los precios de las materias primas
agropecuarias, que carecían de alto valor agregado y que –en la economía del
conocimiento del siglo XXI—eran las menos rentables a largo plazo. Pero en lugar
de reconocerlo, aprovechar el momento y, aunque no fuera, empezar a predicar la
necesidad de competir en la economía global, Kirchner –al menos hasta el
momento de escribirse estas líneas—se había quedado mirando hacia adentro y
festejando.
En un viaje posterior a Argentina, me encontré con un alto funcionario del
gobierno de Kirchner en un restaurante de Puerto Madero, la zona portuaria cuyos
enormes silos y hangares habían sido convertidos en lujosos restaurantes pocos
años antes. Cuando nos sentamos a tomar un café y comenzamos a debatir el
tema obligado –el futuro del país--, le dije sinceramente lo que pensaba: sin duda,
Argentina estaba mejor que dos años antes. Pero, en el mundo globalizado, un
país no se puede comparar consigo mismo, sino que se tiene que comparar con

208
los demás porque de otra manera tendrá cada vez menos inversión, menos
competitividad, menos exportaciones y más pobreza. “Argentina está bien, pero va
mal”, le dije. Si Argentina no aprovechaba los vientos favorables para lograr una
mayor competitividad, promover la educación, la ciencia y la tecnología, y todo lo
que le permitiera insertarse en la economía global para vender productos más
sofisticados, su futuro sería muy incierto.
El funcionario asintió con la cabeza y replicó: “Tiene razón, pero la crisis ha
sido tan profunda, que todavía es muy difícil hablar del mañana”. Para quienes
vienen de afuera era fácil ver lo que necesita hacer Argentina y probablemente
tiene razón, agregó. Pero para quienes viven allí, todavía no se había salido del
shock del peor colapso económico de la historia del país. “Antes de que el barco
pueda zarpar, tenemos que tapar los agujeros del casco”, concluyó. Era un buen
razonamiento, que demostraba inteligencia y pragmatismo. Le dije que en parte
tenía razón y que era una forma de ver las cosas que yo debía tener en cuenta en
mis futuros escritos sobre Kirchner. Pero también era cierto que si el barco no
salía del puerto mientras la marea estaba alta, sería mucho más difícil moverlo
cuando bajara.

209

También podría gustarte