El Pistolero y La Dama - Silver Kane

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Bud Miller se apoyó indolentemente a un lado de la puerta y dijo: —Déjanos

pasar, preciosidad. Si no lo haces acabaremos echando la puerta a tierra y será


peor para ti. Los hombres que había tras él le apoyaron con significativos
gruñidos y con insistente tintineo de espuelas. Eran cinco, de modo que
formaban un grupo más que suficiente para cumplir su amenaza. Desde el
interior no partió la menor respuesta. Bud Miller, con voz cariñosa, insistió:
—Vamos, nena, cielito, no consientas que nos quedemos muertos de frío aquí
abajo…

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Silver Kane

El pistolero y la dama
Bolsilibros: Héroes de la pradera - 11

ePub r1.0
Titivillus 26.07.2019

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Silver Kane, 1970

Editor digital: Titivillus


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CAPÍTULO PRIMERO

EL PISTOLERO

Bud Miller se apoyó indolentemente a un lado de la puerta y dijo:


—Déjanos pasar, preciosidad. Si no lo haces acabaremos echando la puerta a
tierra y será peor para ti.
Los hombres que había tras él le apoyaron con significativos gruñidos y con
insistente tintineo de espuelas. Eran cinco, de modo que formaban un grupo
más que suficiente para cumplir su amenaza.
Desde el interior no partió la menor respuesta. Bud Miller, con voz cariñosa,
insistió:
—Vamos, nena, cielito, no consientas que nos quedemos muertos de frío aquí
abajo…
En vista de que tampoco recibía ninguna respuesta, hizo un gesto de repentina
decisión y extrajo su revólver. Los cinco hombres que había tras él, le
imitaron con movimientos calmosos, pasándose la lengua por los resecos
labios, con cierto inconfesable gozo, ante la inminencia de lo que se
preparaba.
—Dispararemos todos a la vez —ordenó Bud.
La descarga simultánea de los seis revólveres, hizo saltar la cerradura y obligó
a huir empavorecidos a todos los pajarillos que tenían su nido cerca de la
casa.
Ésta era una finca campestre, construida con madera blanca, altamente
cuidada en todos sus detalles, rodeada de un magnífico jardín y algo alejada
de la más próxima ciudad. Por eso los seis disparos sólo llamaron la atención
de los pajarillos y de la mujer que estaba encerrada detrás de aquellas paredes.
La puerta fue empujada por un violento puntapié de Bud Miller, y acto
seguido los seis hombres entraron en la casa. Sus espuelas tintinearon
suavemente, como una música cantarina y extrañamente siniestra.
Quizá sea el momento oportuno de decir que todo esto ocurría en 1870 y en
las cercanías de una población llamada Lamed, sobre el río Nebraska, en el
Estado de Kansas, y en un momento en que Dodge City, Wichita y Abilene
estaban en el apogeo de su sangrienta fama.

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Los hombres que acababan de entrar en aquella casa no tenían nada que
envidiar, ni en cuanto a aspecto ni en cuanto a costumbres, a los mejores
pistoleros de esas famosas ciudades. Llevaban las fundas bajas, los cintos bien
repletos de plomo, las camisas abiertas para mostrar el velludo pecho, y al
alcance de su mano, por si los revólveres fallaban, un ancho cuchillo de doble
filo. Pero quizá lo que más llamaba la atención en ellos eran sus ojos, aquellos
ojos un poco sanguinolentos que sabían mirar de una forma intensa y
escrutadora, como los de los felinos y los de las serpientes.
La casa estaba amueblada con gusto, y había muchos detalles en ella que
indicaban que había sido instalada por una persona de buena posición. Bud
Miller se guardó una figurilla de oro que había sobre una mesita e hizo con
sus revólveres un movimiento circular, indicando a sus hombres que se
dispersasen. Pero no llegaron a hacerlo, porque al empujar con el pie una
puerta, Bud vio a la mujer que habitaba la casa, y que era a la que andaban
buscando. Hizo otra seña a sus hombres.
—Quedaos.
Avanzaron los seis en grupo, lentamente, haciendo tintinear sus espuelas. Ese
tintineo llegó a ser obsesionante. Sabían que esto atemorizaba a sus
contrarios, y aunque en ese caso no había nadie a quien atemorizar, les
gustaba hacerlo. La mujer, sentada en un diván, y con las manos a la espalda,
les miraba fijamente.
Lo de las manos a la espalda no gustó a Bud Miller.
—Eh, tú guapa. Si lo que tienes ahí escondido es un revólver, más valdrá que
dejes su empleo para mejor ocasión. Mike Raniero se enfadaría muchísimo si
supiera que has tratado de recibirnos a balazos.
La mujer no contestó. Seguía sin mover las manos y mirándoles fijamente.
Bud comprendió que aquello era peligroso y dio un ágil salto hacia ella. De
un brusco tirón, sujetándola brutalmente por los cabellos, la hizo caer hacia
adelante. La mujer chilló, al sentirse arrastrada de una forma tan violenta, y se
desplomó de bruces sobre el suelo.
Realmente aquella mujer tenía muchas cosas que ver. Desde sus hermosos
cabellos rubios al lunar artificial que tenía marcado en sus desnudos hombros,
o la falda abierta, o sus zapatos de alto tacón, o sus delicadas medias de gasa.
Muchas cosas que ver, muchas. No en vano era la artista más afamada del
saloon de Lamed, y una de las mujeres más peligrosas y seductoras de
Kansas. Pero los seis pistoleros que habían entrado en la habitación no se
fijaron en nada de eso, sino tan sólo en un detalle insospechado y casi
inverosímil: ¡Aquella mujer tenía las manos atadas!

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Alguien se las había unido firmemente a la espalda, empleando el cordón de
un cortinaje. Y lo había hecho endiabladamente bien.
—Pero ¿qué es esto? —Gruñó Bud, tragando saliva—. ¿Quién se ha
entretenido en atarte?
—Yo misma no he podido hacerlo —susurró la mujer, abriendo por primera
vez la boca—. Pero al menos esta postura os ahorra trabajo, porque supongo a
lo que venís.
Uno de los hombres rió, y con la punta de la bota movió la falda de la
muchacha para ver si así podía obtener para sus ojos una perspectiva más
agradable. Bud Miller rió secamente también y felicitó a su compañero con la
mirada.
—Mike Raniero está cansado de ti, muchacha. Te burlaste de él ayudando a
escapar a Morton, y eso no lo perdona. Nos ha enviado aquí para que te
eliminemos, pero antes…
Hizo una seña a su compinche para que moviera la bota con más maestría.
Éste sonrió y se disponía a obedecer, cuando…
—Buenas tardes, amigos.
La frase fue tan inesperada que ninguno de los seis hombres se atrevió a
emplear los revólveres. Se volvieron en bloque, asombrados, y entonces
vieron a aquel tipo.
Estaba sentado en una butaca cercana, a un lado de la habitación, y lo
sorprendente era que hasta aquel momento no lo hubiesen visto.
Obsesionados por la presencia y la quietud de la mujer, no se dieron cuenta de
nada más, pero lo cierto es que aquel tipo no había hecho el menor esfuerzo
por ocultarse.
Vestía bastante descuidadamente, con ropas viejas y polvorientas, y sobre las
rodillas tenía una arqueta con joyas que parecía estar revolviendo. Tenía,
además, un cigarro encendido dentro de un bolsillo de su camisa, de donde
partía un espeso humo.
No debía contar más allá de veintiséis o veintiocho años. Sus cabellos eran
color castaño y sus ojos oscuros, de un tono brillante y alegre. Llevaba dos
revólveres, pero no había hecho ademán de sacarlos aún. Y sus dientes, sanos
y blancos, saludaban también de forma alegre y cordial, como si la carcajada
estuviese a punto de brotar por entre ellos.
Bud Miller, blanco como el papel a causa del asombro, murmuró:
—¿Qué hace usted aquí, si puede saberse?
El otro puso cara de extrañeza.
—¿Yo? ¿Qué voy a hacer? ¿Es que acaso no lo ven? ¡Estoy robando!

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Los ojos de los pistoleros fueron de la arqueta de las joyas a las manos atadas
de la mujer. Y, por absurda que la situación les pareciera, no dejaron de
comprender que entre una y otra había una relación, y que aquel tipo estaba
diciendo la verdad.
—¿Robando? Pero ¿cómo? ¿Quién te ha dejado entrar aquí? —rugió Bud.
—Como dejarme entrar, no me ha dejado entrar nadie. Pero cuando uno se
decide a robar debe conocer algo del oficio, ¿no? Lo que ustedes han hecho
con la puerta lo he hecho yo con una de las ventanas, pero sin tanto ruido.
Bud Miller se mordió los labios. Había algo en aquel tipo que le
desconcertaba, que le daba la sensación de encontrarse ante algo nuevo,
inquietante y desconocido. Hizo girar un poco su revólver derecho.
—Te he preguntado por qué robas a Martha, la artista más importante y
admirada de Lamed.
—¿Importante? ¿Admirada? —sonrió el desconocido—. ¿Y a pesar de todo
esto vais a matarla?
Bud Miller creyó advertir un ligero tono burlón en la voz del desconocido,
cosa en la que no andaba muy descaminado. Y, perdida la paciencia, rugió:
—¡No sé quién eres ni qué haces aquí en realidad! ¡Pero de un modo u otro
vas a pagar con la vida tu falta de oportunidad! ¡Suelta tu nombre y ponte en
pie, si las rodillas te sostienen!
El hombre se puso en pie. Y las rodillas le sostuvieron.
—Me llamo Fred Topeka —declaró sonriente—, y tengo veintisiete años,
durante los cuales no he aprendido a hacer gran cosa. Ni siquiera a distinguir
las joyas, porque, la verdad, no sé cuáles debo llevarme.
—Con este tipo jugué una partida de naipes en el saloon de Lamed —dijo
entonces Martha, desde el suelo— y, naturalmente, hice trampa. Él se dio
cuenta, pero no protestó entonces. Debió pensar que era mejor recuperar lo
suyo entrando a robar en mi casa. Y estaba haciéndolo cuando le sorprendí,
pero me sirvió de poco.
Se refería, indudablemente, a sus dos manos atadas a la espalda. Bud Miller
sonrió, mirando al enigmático y extraordinario Fred Topeka.
—Bueno, de todos modos, nos has hecho un favor, amigo. Reducir a esta
mosquita muerta no hubiese sido nada fácil. Tú nos das el trabajo hecho.
¿Cómo quieres que te lo agradezcamos?
No movía los revólveres, mientras sonreía de una forma cruel y burlona. Fred
se encogió de hombros.
—Dejadme robar a gusto.
—¡Oh, yo sé algo mucho mejor!

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—¿Mejor? ¿Qué es?
—Enviarte al infierno sin hacerte sufrir, con una sola bala.
Casi ni esperó siquiera a ver la reacción que sus palabras producían en el
rustro del otro. Se vio claramente que al instante iba a disparar. Los cinco
tipos que había detrás de él alzaron los revólveres también, y en ese momento
el misterioso ladrón decidió actuar por su cuenta.
El cofre con las joyas salió disparado de sus manos como si lo hubiese
lanzado una catapulta. Dio de lleno en el rostro de Bud Miller mientras las
joyas se esparcían por el aire y chocaban también contra los rostros de los
otros pistoleros. En el acto, procediendo con una desconcertante rapidez, y
como si todo aquello fuera para él infinitamente sencillo, dio un puntapié a la
butaca en que había estado sentado y la volcó sobre Bud Miller, mientras se
dejaba caer al suelo y sacaba los revólveres.
Un huracán de plomo aulló sobre su cabeza. El apretó los gatillos entonces.
Fue Bud Miller el primero en recibir el plomo ardiente en el pecho. Se dobló,
lanzando un alarido, mientras sus hombres saltaban en todas direcciones
dispersándose por la pieza. Fred Topeka presionó el percusor de su revólver
derecho dos veces más, y dos hombres cayeron rodando con orificios
circulares junto al cuello. Los otros se lanzaron hacia las ventanas,
sorprendidos y aterrorizados, incapaces de reaccionar a tiempo. Fred pudo
matar por lo menos a otro mientras le volvían la espalda, pero no lo hizo
porque aquella muerte era innecesaria y porque él sólo mataba hombres a los
que tuviese de frente.
Se levantó poco a poco, guardó los revólveres y dio una chupada al cigarro
que llevaba en el bolsillo de su camisa, y que le había producido ya un
formidable agujero en ésta. Luego miró a la mujer, aquella famosa Martha
que resultaba ser la mejor bailarina de Lamed.
—Gracias —murmuró ella—. Me has salvado la vida.
—¿Es que crees de veras que esos tipos venían a matarte? ¡Hum! ¿Y esos
aprendices son todo lo que Mike Raniero tiene en la ciudad?
Martha trató desesperadamente de liberarse de sus ligaduras, pues no le
tranquilizaba nada la sonrisa indiferente de aquel hombre, pero cesó de hacer
esfuerzos, gimiendo, al ver que resultaban inútiles.
—Guárdate de Mike Raniero si sigues en Kansas. Cada vez que oigas su
nombre, échate el sombrero sobre los ojos para que nadie te reconozca y sal
del lugar donde haya sido pronunciado.
Fred Topeka, sin decir una palabra, recogió su sombrero, se lo echó sobre los
ojos y se dispuso a salir.

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—¡Eh! ¡Bandido! Pero ¿vas a dejarme así? —protestó Martha.
—Claro. ¡Como me has dicho que saliera del lugar donde oyese pronunciar
ese nombre!
La mujer hizo un gesto de desesperación, no sabiendo si empezar a reír o a
llorar ante la actitud de aquel hombre. Él se arrodilló y le cortó las ligaduras
con ayuda de su cuchillo de monte. Martha se incorporó, frotándose las
muñecas y dirigiendo al hombre una mirada venenosa.
—¿Por qué quería matarte Mike Raniero? —inquirió él.
—Porque ayudé a escapar a una de sus víctimas. Un hombre que había
ganado a los naipes jugando conmigo y que me dio lástima. Mike tiene la fea
costumbre de asesinar a los que ganan y con ese hombre no pudo hacerlo. Por
eso me acusó de traición.
Bajó un poco la voz para añadir:
—La pena de los que traicionan a Mike Raniero es siempre la muerte.
Fred Topeka, frente a ella, se rascó la nuca mientras la miraba con atención.
La mujer había terminado por sentarse sobre un diván y había adoptado allí
una actitud que era un poema. No porque la postura resultase artística, ni por
nada de eso. Tampoco porque resultase muy fina. Pero Fred pensó que, si en
ese momento hubiese cobrado a cien dólares la entrada por ver a Martha en
aquella postura, medio Kansas hubiese desfilado por allí, y él se habría hecho
millonario.
Resultaba indudable que la mujer quería deslumbrarle por medio de sus
encantos físicos. Y sabía emplearlos bien, aunque quizá con un poco de
exceso.
Fred Topeka sacó otra vez el cigarro, dio una última chupada y lo arrojó
dentro de un jarrón de porcelana. Luego se puso a contemplar a Martha con la
expresión preocupada del que mira por dónde será mejor levantar un saco que
ha de cargarse a la espalda.
Repentinamente dejó de prestarle atención y se ocupó de trasladar los
cadáveres al exterior de la casa. Cumplida esta tarea, descerrajó de un tiro un
mueble bar que Martha tenía en un ángulo y sacó de él una enorme botella de
ginebra.
—¡No eres más que un granuja! —chilló Martha—. ¡Eso! ¡Un indeseable
granuja!
Fred ni la miró.
—Mira, nena, si estás enfadada porque no te he hecho el menor caso, prueba
otra vez y a lo mejor da resultado. Es que de muchas cosas no me doy cuenta
porque soy corto de vista.

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Martha lanzó un bufido y se levantó de un salto, para dirigirse a él, agresiva.
Ése fue el momento que aprovechó Fred para esquivarla y sentarse en el diván
tranquilamente, poniéndose a beber de la botella. La bailarina le atizó un
puntapié al tobillo con todas sus fuerzas, pero lo único que consiguió fue
perder su zapato sin que el otro se inmutara.
—¡Yo tendré que marcharme de Kansas, pero los hombres de Raniero te
matarán! ¡Te matarán, canalla!
—Ah, pero ¿vas a marcharte de Kansas? —exclamó él, con gesto de sorpresa
—. Bueno, en tal caso nos iremos juntos y tú me pagarás el viaje…
Martha, enfurecida, siguió golpeándole el tobillo a más y mejor, sin darse
cuenta de que lo hacía con el pie desnudo. Por fin exhaló un gemido de dolor
y cayó sentada en el suelo, sujetándose ese pie y mirando a Fred Topeka con
ojos brillantes de rabia.
—¡Pobre, te has hecho daño…! —murmuró él, en actitud compungida.
Se arrodilló de nuevo junto a la mujer, le abrió la boca y empezó a vaciarle en
ella el contenido de la botella de ginebra. A pesar de los chillidos y gorgoteos
femeninos, no cesó de hacerla beber, diciéndole que con aquel traguito se
animaría un poco. Luego, cuando tuvo la sensación de que ella estaba ya
completamente borracha, se tumbó completamente en el suelo y siguió
bebiendo hasta quedar dormido.
Le tenía sin cuidado el que hubiesen logrado escapar de allí unos cuantos
individuos con vida. Y no le preocupaba en absoluto el que éstos hubieran
podido dar ya la alarma en Lamed, a pesar de haber oído hablar de Mike
Raniero y saber que éste no perdonaba las ofensas, mucho menos las que se le
inferían con el revólver en la mano. Y también le tenían sin cuidado unas
joyas que no pensaba robar.
Seguramente no se hubiese despertado ni aun de saber que una tropa de once
jinetes se disponía ya a salir de Lamed en aquellos momentos, en dirección a
la hermosa finca campestre.
Ni se hubiera despertado tampoco de haber adivinado que la rubia bailarina
Martha se aproximaba a él poco a poco con expresión furiosa y llevando en
las manos el mismo pedazo de cordón con que antes la sujetara a ella, igual
que si fuese a estrangularle.
Por el contrario, Fred Topeka se puso a roncar, abrazado a su botella de
ginebra.

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CAPÍTULO II

LA DAMA

Los dos lacayos uniformados hicieron una solemne reverencia a su paso.


—A vuestros pies, milady.
—¡Qué belleza la vuestra, mademoiselle!
—¡Qué finura!
—¡Qué chic!
—¡Qué distinción!
—¡Qué cuerno!
Todos los ojos se volvieron horrorizados al oír esta última exclamación, hacia
el lado de la sala donde acaba de sonar, Pero al ver que el que estaba sentado
allí, con expresión circunspecta, era el honorable, ilustre, respetable y
excelentísimo Jonathan Van Locker, uno de los títulos más envidiados y una
de las fortunas más considerables de la ciudad, los ojos se desviaron poco a
poco y sonaron unos discretos carraspeos de desorientación.
Los lacayos terminaron de inclinarse. El honorable, ilustre, respetable,
etcétera, etcétera. Van Locker debió pensar que luego les dolería la cintura un
mes, pero se abstuvo de decirlo. Y su nieta, la bellísima, elegantísima y
finísima Eleonora de Van Locker entró triunfalmente en el salón, donde
inmediatamente se reanudaron los cumplidos y las exclamaciones de
entusiasmo.
—¡Qué vestido tan precioso el vuestro!
—¡Y qué distinción en el modo de llevarlo!
—Vuestras joyas son lo más admirable que se ha visto en Nueva York este
año.
—No, yo diría que más que vuestras joyas —insinuó un caballero más osado
—, lo más admirable que se ha visto este año en Nueva York es vuestro
escote.
Eleonora Van Locker le fulminó con una mirada llameante, y el atrevido se
quedó más sonrojado que una damisela a quien un carretero hubiese lanzado
un beso por la calle. Luego, ella, continuó su paseo ante los plácemes y la
admiración del público.

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Las fiestas que los Van Locker daban en su casa de Nueva York eran de lo
más resonante en la vida social de la metrópoli. Ricos industriales y
propietarios, altos funcionarios del Gobierno, artistas y escritores de
nombradía, encopetadas damas conocidas por su elegancia o por sus
caprichos,… ésa era la clase de seres que solían reunirse en sus salones.
Todos se dedicaban a elogiarse por delante y criticarse por detrás, devorar la
cena que les era servida y danzar luego a los acordes de alguna orquesta
vienesa, pues los Van Locker no se rebajaban a bailar con una orquesta que
no hubiese venido del Viejo Continente, y, en especial, de la aristocrática
Viena.
Tales fiestas se celebraban cada dos o tres meses y con el menor pretexto, por
lo que eran ya un acto social corrientísimo en la vida social de Nueva York.
Pero a pesar de lo mucho que las fiestas se prodigaban, eso no les quitaba
categoría.
Hoy, sin embargo, debía haber algún motivo extraordinario para la reunión, y
todos lo adivinaron al ver que Eleonora Van Locker lucía las joyas de la
familia, cosa que no había hecho en ninguna de las fiestas anteriores, ni aun
cuando fue presentada en sociedad. Este significativo detalle hizo que los
comentarios subieran en seguida de tono.
La muchacha tenía unos veintiún años en el momento en que se celebraba esa
fiesta. Era rubia, bellísima, espléndidamente formada, y dueña de una
exquisita y refinada educación. Su único defecto consistía en que la habían
mimado tanto que ni las rosas eran dignas de rozarla con sus pétalos.
El honorable Van Locker, su abuelo y dueño de la regia mansión, se adelantó
para enlazarla por la cintura y abrir el baile. Pronto todas las parejas les
imitaron con entusiasmo.
—Estoy seguro de que Eleonora anunciará hoy su compromiso matrimonial
—dijo el mismo caballero atrevido a quien ella fulminara con la mirada un
poco antes.
—¿Compromiso matrimonial? —intervino una mujer delgada, con cara de
envidia—. Eleonora es muy exigente y no se le conoce ningún novio.
—Eso es lo de menos. Su familia habrá tomado ya una determinación. En la
ciudad sobran buenos partidos.
En aquel momento Eleonora pasó danzando junto al grupo, y las
murmuraciones cesaron. Al alejarse ella, el atrevido volvió a decir:
—Apuesto doble contra sencillo a que después de la cena se nos da cuenta del
compromiso.
—Pero repito: ¿con quién?

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—Eso lo sabremos pronto.
En efecto, pronto iban a saberlo todos, pero no de la forma que tenían
pensado.
Después de unos cuantos bailes, y cuando hubieron sido atendidos los
compromisos más importantes, la madre de Eleonora anunció a ésta que debía
reunirse con ella y con el resto de la familia en un saloncito privado, contiguo
a la sala de fiestas.
La madre de Eleonora era un mujer solemne y encopetada, viuda de un
diplomático que estuvo destinado en Berlín. Allí había aprendido a mostrarse
siempre seria, altiva, y a caminar con cierta marcialidad prusiana. Había veces
en que parecía encabezar un regimiento de granaderos en marcha. Jamás se
mostraba en público sin ir adornada con una tonelada de joyas, no hablaba
con cualquiera, sino nada más con las gentes distinguidas, y no bebía en un
vaso que no fuera de auténtico cristal tallado, aunque se estuviese muriendo
de sed.
Cuando tan solemne dama dijo a Eleonora que debía reunirse con la familia
en el saloncito privado, la muchacha pensó que no tenía más remedio que
obedecer, aun cuando no comprendía muy bien los motivos de aquella
convocatoria.
El abuelo Van Locker se quedó fuera, atendiendo a los invitados. Y entonces,
Eleonora imaginó que aquello no era más que una maniobra para dejarla
indefensa ante su madre y su abuela materna. El abuelo Van Locker era el
único que la hubiese defendido en caso de proponerle alguien un matrimonio
que no le gustara. Estando él fuera, resultaba claro que las dos mujeres
querían hablarle de su próxima boda.
Con cierta expresión de recelo ya esperándola allí, con un perro de lanas
sentado sobre la falda. Su abuela también la aguardaba, con un gato de
Angora entre los brazos. El perro y el gato se miraban con ira y lanzaban
bufidos a cada momento.
—Siéntate, amada hija.
Eleonora obedeció.
—¡Ejem! El inmenso cariño que sentimos por ti nos obliga a hablarte de una
cosa trascendental, cuál es tu próximo matrimonio. Tienes ya veintiún años, y
a tu edad otras mujeres americanas han dado ya al país hijos con qué
engrandecerlo. Nosotros habíamos pensado, pues, hablarte de tu próxima
boda.
Eleonora trató de aparentar inocencia.
—¿Mi próxima boda? Pero ¿con quién? No tengo novio.

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—Eso es lo de menos… —opinó la abuela, mirando significativamente a la
madre.
—En la ciudad hay muy buenos partidos, pero uno de ellos destaca por
encima de los demás. De eso queremos hablarte.
—¡Ah, bueno! Decid su nombre…
—El doctor Figer. Heliotropo Mamerto Figer.
La muchacha tuvo un sobresalto. Sintió como si se le hubiesen quedado
agarrotadas las cuerdas vocales. Se movió inquieto el perro, y hasta el gato de
Angora lanzó un lastimero maullido.
—¡Esto es una trampa! —saltó Eleonora—. ¡Una miserable trampa!
—¡Niña! ¿Dónde has aprendido esas palabrotas?
Eleonora enrojeció.
—Bueno, quiero decir que ésta es una decisión impropia de vuestros elevados
sentimientos y del reconocido cariño que me profesáis. Sospecho que queréis
anunciar mi compromiso ya esta noche, durante la cena, sin darme tiempo
para pensar. Y sospecho que el que el abuelo haya sido obligado a quedarse
fuera, tiene que ver algo con vuestras intenciones, porque sabéis que es el
único de la familia, aparte yo, que no puede ver a Figer.
La abuela carraspeó.
—Mi honorable esposo no se deja engañar por nadie, de modo que, si hubiese
sospechado que pretendíamos tomar una decisión sin él, ya estaríamos atadas,
amordazadas y bajo llave. Lo que ocurre es que ha llegado a la conclusión de
que Heliotropo Mamerto Figer es el mejor partido para ti, aun sin gustarle
personalmente. Y como, luchando entre ambas tendencias, no quiere influir
en tu decisión, ha preferido no intervenir en esto.
La muchacha palideció. Se daba cuenta de que aquello era mucho más serio
de lo que supuso en un principio. Y de que todas sus amistades la acusarían
abiertamente si ella se atrevía a rechazar al marido impuesto por el consejo de
familia. Pues aunque los Estados Unidos era la tierra de la libertad, eso no
rezaba para las viejas y aristocráticas familias apegadas a las tradiciones,
como los Van Locker, cuyo apellido de raíz holandesa acreditaba que eran
descendientes de los fundadores de la ciudad.
—Yo no amo a Figer —se defendió con un hilo de voz—. No podré amarle
nunca.
—¡Pero, hija! ¿Qué es el amor al lado del prestigio social, de la fama, de la
unión de un apellido ilustre, como el nuestro a otro apellido de raigambre en
toda la costa atlántica, como el de Figer? Deberías reflexionar mejor sobre lo
que dices.

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Eleonora inclinó la cabeza. Estaba acostumbrada a obedecer siempre a sus
familiares, porque a ello le obligaba el orgullo de su estirpe, pero en aquello
no podía. ¡No podía!
En ese momento sonaron unos discretos golpecitos a la puerta. La abuela dijo
que se podía entrar, y la acolchada hoja de madera fue empujada tímidamente.
Un rostro masculino apareció por el hueco.
—¿Ya? —preguntó.
Aquel rostro pertenecía a Heliotropo Mamerto Figer. Y la pregunta que
acababa de hacer demostraba hasta la saciedad que estaba en combinación
con los miembros femeninos de la familia Van Locker para llevar a la práctica
aquel enlace matrimonial. Con la única que había olvidado ponerse de
acuerdo era con Eleonora, como si ella no tuviera la menor importancia.
La muchacha le contempló mientras avanzaba tras cerrar la puerta a su
espalda. Sus dientes rechinaban con una sorda e incontenible rabia.
Heliotropo Mamerto Figer era un hombre que estaba cargado de misterios.
Por ejemplo:
Era un misterio su edad. No hablaba nunca de ella, y aunque por su aspecto
debía rondar los cuarenta y cinco o cincuenta años, se enfadaba sobremanera
cuando alguien le atribuía más de treinta.
Era un misterio el color de sus cabellos. A veces mostraba canas en las sienes,
pero al día siguiente habían desaparecido como por encanto. Nadie sabía a
ciencia cierta si Figer empleaba un tinte o es que el día anterior le habían
mirado mal.
Era un misterio su categoría como médico. Unos le llamaban a su espalda
matasanos y otros le atribuían curaciones casi milagrosas. Lo cierto era que el
número de clientes de Heliotropo Mamerto Figer no era muy elevado, y que
disminuía sospechosamente de año en año.
Pero, al lado de todos estos misterios, Figer presentaba dos claras y
magníficas realidades: Su apellido y su dinero. El apellido había brillado
extraordinariamente años antes, en vida de sus padres, cuando éstos daban en
Washington grandes fiestas a las que asistió alguna vez el propio presidente
de los Estados Unidos. El dinero procedía de más antiguo aún, pues los Figer
siempre habían poseído terrenos, buques y factorías, y ahora el último vástago
de la familia había convertido todo eso en suntuosas residencias dentro de la
ciudad y paquetes de acciones en las más prósperas Compañías de un país
donde todo era próspero, hasta las funerarias.
Bueno, y ya que hemos hablado de funerarias será conveniente decir que
Figer tenía una, cerca de la Avenida Lexington, y que la gente murmuraba

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que ese negocio estaba en sospechosa relación con su profesión de médico.
Pero ya se sabe que cuando la gente murmura no hay que hacer demasiado
caso.
Pues, bien. Figer avanzó y besó la mano a las dos damas, inclinándose luego
ante Eleonora en actitud severa y circunspecta.
—Nuestra amadísima pequeña se resiste a dar el sí —dijo la abuela, hablando
con retintín—. Lo siento por ella. Pero siéntese usted, Heliotropo.
Figer se sentó.
—De su actitud, miss Van Locker —manifestó, mirando a la muchacha—,
deduzco que no ha meditado bastante sobre las mutuas ventajas que habría de
reportarnos nuestra unión. Soy un hombre serio y formal, que sabría
respetarla cual merece, y de cuyo trato no tendría usted nunca la menor queja.
Comodidades materiales no habrían de faltarle, porque mi fortuna es una de
las más saneadas de la ciudad. Y en cuanto a apellido, ¿qué decir de uno de
los más envidiados de Nueva York, como el mío? Y en cuanto a amor, ¿qué
decir de la pasión volcánica, tumultuosa, luminiscente, que me arrastra hacia
usted?
—¿Y… en cuanto a juventud? —suspiró Eleonora.
Figer se mordió los labios.
—¡Juventud! ¿Qué es la juventud sino un aire ligeramente perfumado que el
viento de los años se encarga de llevarse lejos? ¿Qué es la tersura de la piel
sino un estado provisional de las células que la forman? ¿Qué decir de la
belleza, sino que es como un pajarillo de tiernas alas que muere apenas
nacer…?
La madre y la abuela le escuchaban extasiadas, porque además de todo, ahora
se daban cuenta de que Figer era poeta. Pero Eleonora estaba esperando con
una maligna sonrisa a que él terminase. Y cuando él terminó, replicó:
—Si la juventud, la tersura de la piel y la belleza son cosas tan
intrascendentes, querido Figer, ¿por qué desea casarse conmigo? Yo, en su
lugar, lo haría con mi madre, que al fin y al cabo es viuda…
Las dos honorables Van Locker lanzaron una exclamación de horror, y la
madre de Eleonora se levantó para abofetearla.
—¡Hija mía, qué cosas tan horribles dices!
—¡Ah! ¿De modo que reconocéis que es horrible hablar de casarse con Figer?
—Una cosa nada tiene que ver con otra —argullo la ilustre dama con una
lógica muy femenina—. Estamos hablando de casarte tú, no yo. ¡Yo debo
fidelidad a la santa memoria de tu padre!
—Cuyo apellido ni siquiera usamos —insinuó, tímidamente, Eleonora.

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Nueva bofetada. La muchacha se mordió los labios.
—¡Basta ya! —clamó la abuela—. Nunca te hemos pegado hasta hoy,
Eleonora y bien sabes que hasta las flores nos parecen algo demasiado burdo
para ti. Pero con tus frases sarcásticas nos estás haciendo perder la paciencia y
hasta la dignidad Esperábamos poder comunicar durante la cena tu enlace
matrimonial con el doctor Figer. ¿Aceptas o no?
—¡No! —clamó Eleonora.
Su madre se enjugó una lágrima.
—Está bien, hija mía. Acabas de arrastrar por el lodo nuestro prestigio,
nuestro renombre y nuestra honradez. Tu negativa es el hecho más inicuo que
se ha registrado en nuestra familia desde Guillermo el Conquistador. O mejor,
desde Jorge Washington, que viene a ser lo mismo. Si persistes en esta
actitud, tendremos que dejar de dar fiestas durante una larga temporada.
Eleonora se puso en pie.
—No será necesario, porque yo os evitaré el bochorno de mi presencia.
Pienso ir a ver a Mme. Pipper.
Mme. Pipper era una fiel discípula del movimiento de Carrie Nation. Y el
movimiento de Carrie Nation tenía por objeto impedir que en los Estados de
la Unión se jugase, se bebiese y se bailaran bailes indecentes. Sus miembros
solían ser damas encopetadas, por lo general procedentes de la aristocracia,
que iban a los bares armadas de un paraguas y se dedicaban a descargarlo a
diestro y siniestro contra todos los que estuviesen sentados ante una mesa,
aunque se hallaran comentando la Biblia. Mme. Pipper había adquirido una
rápida fama en Nueva York, porque rompía siete paraguas por semana, y
ahora se decía que estaba preparando «La obra de su vida». Por eso la
honorable Van Locker imaginó a su única hija rompiendo paraguas por los
bares y lanzó un grito de horror.
—¡Tú nunca harás eso!
—¿No? Pues habéis de saber que Mme. Pipper reúne en su casa lo mejor de la
sociedad neoyorquina. Y como no es ninguna deshonra formar en su grupo,
sino todo lo contrario, iré a verla. De este modo podéis decir que no me caso
con el doctor Figer porque creo tener una elevada misión que cumplir en la
vida. Y eso me impide contraer matrimonio. ¡Ya he dicho todo lo que tenía
que decir!
Dio media vuelta y se desprendió con movimientos rápidos de las costosas
joyas, dejándolas sobre una mesita cercana. Su madre y su abuela, pálidas, no
sabían qué decir. En cuanto a Heliotropo Mamerto Figer, estaba tan quieto y

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pasmado que cualquiera lo hubiese confundido con uno de los clientes de su
acreditada funeraria.
Hecho esto, Eleonora salió de la habitación por una puerta que no daba a la
sala de fiestas, y subió a su dormitorio para cambiarse. Cinco minutos
después estaba convertida en una elegante dama con vestido de viaje. Tomó el
talonario de cheque de su importante cuenta corriente bancaria y salió.
Un coche de alquiler la condujo al local de madame Pipper, que estaba
situado en plena Tercera Avenida. El local se encontraba lleno de mujeres con
gafas, sombrero y paraguas, cuyas facciones agresivas no indicaban nada
bueno para los pobres bebedores.
Mme. Pipper la recibió en su despacho al saber quién era. Ese despacho
estaba adornado con una serie inacabable de paraguas rotos, y madame
Pipper, gruesa y altiva, sentada entre ellos, parecía una reina.
—Tú serás una de nuestras mejores auxiliares —afirmó, al conocer sus
propósitos—. ¡Una Van Locker que contribuirá de modo decisivo al prestigio
y engrandecimiento de nuestro país! Pero —añadió misteriosamente—, lo de
Nueva York se ha acabado. Nuestros esfuerzos son más necesarios en otros
lugares, por ejemplo, en las podridas ciudades del Oeste central. ¡He oído
decir que hay allí hombres que se duermen abrazados a una botella de
ginebra! Por lo tanto, voy a organizar una expedición allí, tú nos
acompañarás.
Eleonora dobló los labios hacia abajo, haciendo una extraña mueca.
—¿Dice que hay hombres que se duermen abrazados a una botella de
ginebra?
—Sí, hija mía. La corrupción humana llega a veces, por desgracia, a
semejantes increíbles extremos.
Y entonces Eleonora hizo más expresiva su mueca, mientras chillaba como si
estuviese a punto de desmayarse:
—¡Qué aaaaaasco…!

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CAPÍTULO III

LA AVENTURA

Fred Topeka se despertó, se rascó la cabeza, buscó la botella y, al no


encontrarla, lanzó una maldición.
Llevaba ya tres días sucediendo lo mismo. Se dormía soñando que estaba
abrazado a una botella, se despertaba para comprobarlo y resultaba que no
había nada, que todo había sido un maldito sueño. Era para desesperarse.
El guardián se acercó y le miró con las manos apoyadas sobre los revólveres.
—¿Qué? ¿Hemos dormido bien hoy, granuja?
—¿Bien? ¿Con esto?
Señalaba con el mentón sus pies que aún estaban atados. Para que la situación
fuera más fastidiosa, le habían seguido atando con el cordón que empleara
Martha, la bailarina, a fin de inmovilizarle.
—No me digas que esto no es cómico —se carcajeó el guardián—. Dejarte
capturar por Martha, una chica cándida que sólo sabe mover las piernas sobre
un escenario. A ver, a ver, explícame otra vez cómo fue. ¡Me mondo cada vez
que lo oigo!
—Me dormí y ella me ató por los pies. ¿Divertido, eh? Luego me fui a
despertar y ella me atizó un botellazo en la cabeza. ¿Divertido, eh? Por fin me
ató también las manos a la espalda. ¿Divertido, eh?
—¡Jo, jo! ¡Divertidísimo! ¡Tú le serviste para hacer méritos otra vez ante
Mike Raniero y para que él la volviera a aceptar a su lado sin protestas! ¡Fíate
de las mujeres, amigo! ¡Fíate y acabarás de este modo!
—Lo peor es que yo no me fiaba —masculló Fred, rascándose la nuca—.
Pero como acababa de salvarle la vida, creí…
—Tú crees demasiadas cosas. Y otra vez te ataré a la espalda las manos, para
que no te muevas tanto. ¡Vamos, échate de bruces sobre la paja!
Fred Topeka, como hacía todas las mañanas, obedeció. El guardián, sin
peligro alguno para él, empezó entonces a desatarle.
Ese guardián no era ningún agente del sheriff, ningún representante de la ley
ni nada por el estilo. Era, sencillamente, un sinvergüenza. Disponía de un
gran almacén en el pueblo, y en él, junto con fardos de paja y sacos de grano,
tenía encerrados a los hombres que convenía a Mike Raniero, ya que éste, a

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pesar de ser el verdadero rey de Lamed, no podía llevar su autoridad al
extremo de encerrarlos en la misma cárcel. Por supuesto, y a pesar de que el
almacén era muy seguro, no se dejaba dormir a nadie allí sin atarle
previamente.
Los detenidos, en esta ocasión, eran solamente dos. Fred Topeka y un hombre
de sesenta años que estaba ya más muerto que vivo, y a quien no se
comprendía por qué Raniero quería tener encerrado. Ese hombre había
dirigido hasta poco antes un periódico que ahora ya no se publicaba y que
durante meses atacó fieramente a Raniero, por lo cual éste le había
sentenciado a muerte. Pero, desde luego, no había motivo para que tomaran
tantas precauciones con un hombre que apenas podía arrastrarse sobre la paja.
—¿Qué piensa hacer Mike Raniero con nosotros? —preguntó Fred—. ¿Es
que vamos a estarnos encerrados aquí hasta que en Lamed se descubra
petróleo?
—Las cuentas os serán ajustadas hoy. Y lo más bonito: Sin que nadie se
entere.
En efecto, tres tipos bien armados aparecieron en aquel momento en el umbral
de la puerta. Tras ellos venía un carro.
—Ata otra vez a esos tipos. Lex —indicó uno de los recién venidos—. Esta
mañana van a salir a dar un paseo.
El llamado Lex los volvió a atar sin que opusieran resistencia. El periodista
era demasiado viejo para eso, y en cuanto a Fred Topeka sabía que era inútil
cuanto intentara.
Una vez atados, el carro empezó a ser cargado de paja. Y los dos fueron
medio enterrados en ella, de modo que sólo aparecieran sus cabezas, y
quedando en tal postura que corrían peligro de morir ahogados si intentaban
la fuga.
Luego el carro echó a rodar pesadamente por las calles de Lamed, cuyos
habitantes empezaban a desperezarse ahora. Hacía un hermoso sol, y los
pajarillos cantaban en todos los árboles. Pero maldita la gracia que a Ted le
hacían los pajarillos y los árboles ahora.
—Oiga —dijo el periodista—. ¿Qué es lo que cree que piensan hacer?
¿Dejarnos ahogar en la paja?
—Si nos movemos demasiado eso será lo que suceda, indudablemente.
Moriremos ahogados. Pero si nos estamos quietos, Mike nos hará matar
igualmente en cualquier lugar cerca de aquí.
Guardaron unos minutos de silencio, mientras el carro enfilaba un camino
polvoriento, perpendicular a la ruta de diligencias. Se bamboleaban a cada

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bache y tragaban paja a cada movimiento. Por fin, Fred inquirió:
—¿Qué es lo que hizo usted, amigo? ¿Por qué le odia Mike Raniero?
—Porque le acusé de ser el hombre que está corrompiendo a Lamed. Puse al
descubierto sus manejos para dirigir la política de la ciudad, y demostré que
todos los antros de vicio de esta población le pertenecen. Demostré también
que todos los que ganaban en sus casas de juego eran asesinados más tarde, y
eso significó el fin. Mike Raniero ha decidido que yo sea eliminado. Un grupo
incendió el local de mi periódico y me capturó. Otro grupo va a matarme
ahora.
A Fred le hubiera gustado rascarse la nuca, pero no pudo.
—Oiga, ¿y el sheriff?
—El sheriff del condado no reside aquí, ni se le ocurrirá acercarse por aquí
nunca. Un alguacil, que es el que representa en Lamed la ley, está comprado
por Raniero.
—De todos modos, no es lógico que se pueda tener a la gente encerrada en un
almacén. Yo esperaba que ocurriese algo de un momento a otro.
—Ya ha ocurrido. Y en cuanto a estar encerrado en el almacén de Lex, no le
extrañe. Oficialmente no hay allí otra cosa que paja y sacos de grano. A nadie
le interesa averiguar más.
—Bueno, pero si pensaba matarnos, ¿por qué no lo hizo en seguida?
El viejo sonrió con una sonrisa cansada, indulgente.
—El gobernador ha estado de visita por esta zona, y no convenía hacer nada
que sonase a escándalo. Bastante en peligro se pusieron al incendiar mi local.
Ahora, Mike Raniero ya puede hacer lo que le dé la gana.
Fred Topeka quiso tragar saliva y tragó paja.
—¡Diablos! ¿Y qué es lo que les dará la gana hacer, si puede saberse?
No tuvieron que esperar mucho para obtener la respuesta a esta pregunta. En
una zona pelada, contigua a la ruta de diligencias, vieron a ocho hombres
parados y formando corro. El carruaje se detuvo.
—¡Vamos! ¡Abajo!
—¿Abajo, cómo? ¿No veis que estamos atados, camellos?
Era Fred el que había hablado, sin perder su buen humor. Uno de los que
conducían el carro empezó a arrojar la paja a puntapiés, y con la paja cayeron
ellos. Luego fueron desatados, pero a Fred sólo le dejaron libres los pies. Las
manos continuaron sujetas.
—Fred —murmuró el viejo, mientras se ponía trémulamente en pie—, no
hemos hablado mucho durante estos días, ésa es la verdad. Pero ahora sé que
voy a morir y necesito decirte algo.

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Todos los hombres se habían apartado de ellos, y les miraban formando
círculo desde una veintena de pasos. Quietos y rígidos, parecían los barrotes
de una celda. El sol proyectaba sus sombras fantasmales sobre el suelo
carente de hierba y donde no se ofrecía ningún refugio, ni la menor
protección.
—Bueno, diga —susurró Fred—, aunque la verdad es que me parece un poco
tarde…
El viejo tartamudeaba. Hablaba con ansia. Pero no era a causa del miedo, sino
de la angustia de no llegar a tiempo.
—Yo hice testamento el mes pasado —reveló.
—Bueno, ¿y qué?
—Nunca he sido pobre. Tengo algún dinero. Y lo he dejado todo,
absolutamente todo, para el hombre que, con su influencia, su palabra o su
revólver, pacifique esta ciudad. No hay más que demostrar los hechos
dirigiéndose a Battell & Rosso, firma de abogados de Nueva York. ¿Me
entiende? Demostrar que se ha pacificado la ciudad, y eso basta para entrar en
posesión de la herencia.
Fred, sentado en el suelo aún, se frotó los pies uno contra otro para ayudar a
restablecer la circulación de la sangre. Luego miró al viejo.
—No le acabo de entender, amigo.
—Me descorazona con esas palabras —murmuró, ansiosamente, el periodista
—, porque me doy cuenta de que no es usted el hombre que esta tierra
necesita. Si lo fuera, me habría entendido sin necesidad de repeticiones. He
querido decir que, si alguien derriba el imperio de Mike Raniero, cambia la
ciudad expulsando de ella a los indeseables y hace que las gentes de bien
puedan vivir, entrará en posesión de mi herencia. Todo lo que tengo lo he
dejado para conseguir ese fin. Si el hombre no surge… los bienes serán
repartidos entre las personas necesitadas de esta tierra.
Fred Topeka cerró un momento los ojos. Las palabras que acababa de oír
tenían una rara solemnidad, y eso no le gustaba. Tenían la solemnidad de lo
irremediable, la augusta severidad de la muerte. Y entonces el joven volvió a
abrir los ojos y miró a su inesperado compañero, cuya mandíbula temblaba de
excitación y cuyas rodillas trémulas apenas podían sostenerle. Se dio cuenta
de que, de un modo u otro, aquello significaba el fin para los dos.
—Van a matarnos como a dos corderinos —musitó—. Y crea, amigo, que
lamento no ser, en efecto, el hombre que esta tierra necesita. A la hora de
morir merecería usted a su lado un compañero mejor.

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—No importa —replicó, serenamente, el viejo—. Igualmente van a matarle,
de modo que, aunque usted fuera un hombre capaz de derribar a Mike, de
poco le iba a servir. Mis abogados harán publicar anuncios en todos los
periódicos de Kansas. Rece usted por mí, amigo, porque me parece que yo
voy a ser el primero en caer.
Fred entrecerró los ojos, tratando de mirar hacia adelante sin ser deslumbrado
por el sol. Eran diez hombres los que estaban ahora ante ellos, formando
círculo y con las manos a la altura de las culatas, a punto de «sacar». De entre
ellos reconoció a Mike Raniero porque era el mejor vestido y porque llevaba
unas armas repujadas en plata. El resto de los hombres lucían armas tipo
«Colt», color negro, y usaban camisas vaqueras. La camisa de Mike era
blanca, estaba almidonada y seguramente se le habían aplicado unas gotas de
perfume. Fred Topeka le miró, entornó una poco más los ojos y luego escupió
al suelo. Pero ni en el momento de hacer esto creía que hubiera nadie capaz
de matarles de ese modo.
Se convenció de la trágica realidad cuando Mike Raniero dispuso:
—Vamos, dad un revólver al viejo. Empezaremos por él.

***

Eleonora Van Locker contemplaba el paisaje con la boca abierta, con los ojos
brillantes y extasiados como los de una niña.
Nunca hubiera podido imaginar que su país fuera tan inmenso, tan variado,
tan fabulosamente rico. La rápida diligencia contratada especialmente para
ellas las había conducido con velocidad que entonces parecía meteórica a
través de Pennsylvania, Ohio, Indiana, Illinois, Missouri y ahora Kansas.
Mejor dicho, la diligencia sola no les había servido para todo este viaje, sino
que en buena parte de él emplearon el ferrocarril. Pero, así como éste no le
había causado apenas ninguna nueva sensación, la diligencia era un cúmulo
inagotable de emociones fuertes, rudas y violentas, a las que no estaba
acostumbrada. La diligencia era, en verdad, el Oeste, con sus caminos
diabólicos, sus ranchos diseminados en las llanuras infinitas, sus postes de
telégrafo derribado a trechos, sus ciudades polvorientas y sus aventureros.
Eleonora Van Locker, la aristocrática muchacha, pensaba en verdad haber
sido transportada a otro mundo. Y una emoción que la sobrecogía, que la
hacía vivir más intensamente que toda su existencia anterior, se iba
apoderando de ella conforme la inmensa región que era el Oeste central se iba
extendiendo ante sus ojos.

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En total era siete las mujeres que ocupaban la diligencia. El mayoral y un
ayudante armado se encargarían de defenderlas, pero por si acaso, madame
Pipper llevaba entre las enaguas un monumental «Colt» de seis tiros que
había pertenecido a su esposo, además de un cuchillo capaz de seccionar por
la mitad a un puma. El resto de las mujeres, todas viejas, con gafas y de nariz
ganchuda, excepto Eleonora, iban armadas con sus paraguas.
Desde que entraron en Kansas y empezaron a seguir la corriente del río que
lleva ese mismo nombre, los rostros de las siete mujeres se habían crispado y
habían adoptado una común actitud de desafío y de alerta. Por los rostros de
los hombres en las poblaciones que iban dejando al paso eran cada vez menos
tranquilizadores. Tipos barbudos y de andares indolentes se aproximaban a la
diligencia cada vez que ésta hacía alto y husmeaban por allí como si hubiesen
percibido el olor a hembra. Pero al ver la clase de damas que ocupaban el
carruaje, se evaporaban, lanzando maldiciones por lo bajo. De común
acuerdo, seis damas habían prohibido a la séptima. —Eleonora—, que se
dejase ver en las paradas de la diligencia, por considerarla demasiado
explosiva para aquel ambiente. Pero en cuanto el carruaje avanzaba de nuevo,
la muchacha pegaba el rostro a la ventanilla y contemplaba, maravillada,
aquel mundo salvaje cuya existencia real no había imaginado nunca, tan
lejano e impreciso le pareció siempre.
—¿Dónde nos detendremos? —preguntó a madame Pipper—. ¿En qué sitio
cree usted que debemos centrar nuestras actividades?
—Yo pensaba que nos detuviésemos en Kansas City o en Topeka —dijo la
gruesa dama, palpando el «Colt» a través de sus ropas—, pero como tenemos
dinero he decidido que vayamos un poco más allá. Todas sabéis que nuestra
causa ha recibido importantes donativos últimamente, lo que nos permitirá
residir en esta región un largo tiempo y ayudar a los borrachos y jugadores
que quieran emprender una nueva vida. Bien, y he decidido que en estas
circunstancias debemos llegar hasta Lamed. Lamed es una población que está
a orillas del río Arkansas, el cual seguimos actualmente, y he oído decir que
los pistoleros, los borrachos y los tahúres abundan allí como las setas en
otoño. ¡Poco suponen lo que les espera, en cuanto nuestros paraguas
empiecen a caer sobre sus miserables cabezas!
—Y…, ¿está lejos Lamed? —interrogó una de las damas, deseosa ya de
entrar en combate.
—A poquísima distancia de aquí. De hecho, hemos llegado ya al final de
nuestro viaje. Dentro de poco estaremos reponiendo fuerzas en un cómodo
hotel, y esta noche…

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Se relamió de gusto pensando en los paraguazos que iba a atizar. Pero en ese
momento Eleonora, que estaba como siempre atenta a la ventanilla, dijo:
—Hay varios hombres detenidos en ese campo pelado, a nuestra derecha. Su
actitud es muy rara, como si fueran a sacar los revólveres de un momento a
otro. ¿Qué opina usted, madame Pipper?
La oronda jefe miró a través del cristal, y trató de disimular un gesto de clara
sospecha. Pues conocía bastante el Oeste, y sobre no gustarle aquellos tipos,
había notado ya que la diligencia acababa de acelerar la marcha, síntoma
inequívoco de que tampoco le agradaban al conductor. Susurró:
—Bueno, puede que sea una reunión para discutir de ganado…
—¿Discutir de ganado? ¿Está eso permitido o empezamos ya a
escarmentarles? —preguntó una de las damas, enarbolando su paraguas.
Fue en ese momento cuando sonó el primer disparo. Fue hecho con una
increíble precisión y alcanzó al ayudante del mayoral mortalmente. Eleonora
lanzó un grito de horror al verlo caer bajo las ruedas de la diligencia, mientras
sus dos manos ensangrentadas trataban desesperadamente de sujetarse a algún
saliente de la ventanilla. A pesar de que cerró los ojos, a pesar de que quiso
cerrar su cerebro a aquella sensación horrible, supo que jamás podría olvidar
lo que había visto, y que aquellas dos manos ensangrentadas la perseguirían
siempre desde el fondo de su memoria. Pero la «función» no había hecho más
que empezar. Aquello era el preámbulo.
El mayoral detuvo el carruaje, y los hombres que había formado círculo se
acercaron lentamente con sus armas desenfundadas. Eleonora vio que nueve
de ellos iban vestidos como rudos vaqueros, pero que el otro lucía un
sombrero blanco y una hermosa camisa almidonada. A una seña de este
último, dos de los primeros se volvieron para vigilar a otros dos hombres que
se veían a más distancia, y uno de los cuales parecía estar atado en el suelo.
Madame Pipper tragó saliva, sin saber qué hacer. Comprendió perfectamente
que en esta ocasión de nada les servirían ni sus paraguas ni su revólver.
El de la camisa almidonada llegó a la altura de la diligencia y encañonó a
todos con su revólver, tras abrir violentamente la portezuela. Eleonora vio que
aquel tipo era joven, fuerte y alto, y que en sus labios gruesos y sensuales
había una expresión desdeñosa. Expresión que duró tan sólo los segundos que
tardó en verla. Porque entonces esos labios se entreabrieron en una sonrisa de
admiración, propia del hombre que sabe catalogar bien la clase de
«mercancía» que tiene ante los ojos.
—¡Qué maravilla! —Ponderó—. ¡Qué diabólica maravilla! ¿De dónde vienes,
condenada?

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—Todas nosotras venimos de Nueva York —saltó madame Pipper,
adelantando su poderoso busto—, y nuestra elevada misión es acabar con el
vicio y la podredumbre en esta tierra. De modo que si no quiere ser objeto de
nuestras iras, retírese y déjenos pasar.
Los hombres que había a la espalda de Mike, rieron ostentosamente, haciendo
groseros ademanes de burla al ver aquel grupo de mujeres. Éstas palidecieron
de rabia, de vergüenza y de miedo, pues de repente se dieron cuenta de que
era muy fácil atizar paraguazos a los borrachos de Nueva York, donde
contaban con la protección de la policía, pero muy difícil entendérselas con
los pistoleros de una tierra donde no había ley. O si la había era burlada,
porque precisamente uno de los tipos que se estaba riendo de ellas llevaba una
estrella prendida sobre el chaleco.
—Usted, granuja, ¿no es el sheriff? —preguntó madame Pipper,
amenazándole con su paraguas.
—Soy un agente del sheriff y represento aquí la ley. ¿Por qué lo pregunta,
abuela?
Los músculos del cuello de madame Pipper sufrieron una crispación. Y
Eleonora sintió en su garganta una sensación amarga, muy amarga.
—¿Y la ley permite aquí asesinar cobardemente a los hombres?
—Si se refiere al tipo a quien despachamos, fue un aviso. Pudo resultar
mucho peor. Vamos, bajen todas de ahí para que les veamos bien la cara.
Trémulas e impotentes, dándose cuenta de que nada más podían hacer, las
siete mujeres descendieron del carruaje. Mike Raniero examinó entonces con
más detención a Eleonora Van Locker. Y estuvo a punto de creer que no era
cierto lo que veía, que sus sentidos le engañaban. Porque en todo Kansas, y
aun en todo el Oeste central, no había una mujer así.
Y resolvió entonces impresionar a aquella mujer. Demostrarle que en la tierra
a la que acaba de llegar, él, Mike Raniero, era el dueño absoluto.
—Ahora teníamos un desafío —manifestó—. Esos hombres que ven al fondo
nos han desafiado e insultado gravemente a todos, en presencia del agente del
sheriff.
—Seguimos queriendo saber qué tiene que ver eso con la muerte de nuestro
acompañante —expuso Eleonora, envolviéndolo en una mirada de fuego.
—Fue un aviso —repitió Mike—. ¿O es que acaso no vieron que les
hacíamos señales de alto? ¿Por qué no obedecieron en seguida?
Delante de una frase como aquélla no se podía contestar nada. Y Eleonora
desvió los ojos para mirar a aquellos dos hombres que, según les acababa de
decir, habían «desafiado e insultado gravemente» a un grupo de diez. Pudo

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ver que, de esos dos hombres, uno era ya demasiado viejo para meterse en
aventuras semejantes, mientras que el otro tenía las manos atadas.
—¿Qué piensan hacer? —inquirió—. ¿Qué canallada han imaginado?
—¡Miss Van Locker! —chilló madame Pipper—. ¡La palabra «canallada» no
figura en el léxico de una dama de la buena sociedad! ¿O qué diablos se ha
creído? Digo…, ¿o qué piensa usted?
—No piensen en nada —sonrió Mike—. Limítense a ver. Y si han pensado
que vamos a matar a esos hombres sin darles una oportunidad, están
equivocadas. Podrán defenderse y atacar mientras continúan con vida.
Se volvió a los dos que habían quedado guardándolos y gritó:
—Bueno, ¡allá vamos! ¡Dad un revólver a ese periodista del demonio! ¡Y
luego soltaremos las manos al maldito Fred Topeka!
El agente del sheriff fue quien extrajo una de sus armas y la arrojó con fuerza
hacia el viejo, quien la recogió con manos inseguras y rostro sudoroso.
Adelantó dos pasos y vio entonces que era Mike Raniero quien se había
colocado ante él, en actitud de desafío.

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CAPÍTULO IV

EL DESAFIO

—¿De modo que eres tú quien va a matarme? —susurró—. Creía que tu


fortuna te permitía el lujo de pagar un verdugo.
Mike sonrió.
—Me has ofendido gravemente. Y las ofensas que se hacen a Mike Raniero,
las lava con sangre él mismo.
El viejo tenía ya el revólver en la mano. Mike estaba en actitud de «sacar».
—Pon el arma en tu pantalón, ya que no tienes funda —sugirió, cínicamente,
el pistolero—. ¿O es que quieres que te dé todas las ventajas?
Fred Topeka se estremeció mientras veía a su compañero colocar el revólver
con mano insegura. Aquello no era más que un asesinato, tanto más miserable
cuanto se le pretendía dar un aire de duelo legal en presencia del agente del
sheriff. De repente él, que había visto tantas cosas, tuvo la sensación de que
aquello era lo más cruel, lo más despiadado, lo más inicuo que había
contemplado en su vida. Y gritó:
—¡No dispare! ¡No consienta el duelo! ¡Ese canalla de Mike sabe de sobras
que le matará!
El viejo se volvió un momento hacia él.
—No te preocupes, amigo. Pienso vender cara mi vida.
Se irguió, contemplando a Mike.
—Cuando quieras.
Ante los ojos atónitos de Fred Topeka y los rostros horrorizados de las siete
mujeres, ambos enemigos sacaron sus armas. Lo hizo antes Mike, porque era
más joven y más hábil, y porque además un revólver se maneja mejor desde la
funda. Sin perder su flemática sonrisa hizo un solo disparo, y el viejo se
estremeció. Pero con sus últimas fuerzas pudo disparar también, y una mueca
de asombro y horror se marcó entonces en las facciones de Mike al sentir un
choque duro en su carne. La bala le había alcanzado en el hombro, causándole
un leve rasguño; pero fue suficiente para que de allí brotara la sangre y para
que él sintiera en toda su piel como un ramalazo de horror.
—¡Pudo haberme matado! —masculló, ciego de ira—. ¡Ese canalla pudo
acabar conmigo!

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Y con los dientes apretados, se puso a disparar contra el cuerpo del viejo
periodista, que ya no notó los sucesivos impactos porque estaba más que
muerto. La primera bala le había penetrado por el centro del corazón.
Un silencio espantoso se hizo en el grupo cuando Mike Raniero terminó de
descargar su revólver. En el aire puro de la mañana, el olor a pólvora quedó
flotando como una cosa espesa, desabrida y caliente. Un pájaro inocente se
puso a picotear la tierra, junto al cadáver del viejo.
Mike Raniero apretaba contra el hombro su mano ensangrentada. Dio un
traspiés y miró a Fred Topeka con expresión de odio.
—No estoy en condiciones de matar a ese hombre. Lo siento.
—Lo haré yo, jefe —propuso uno de los pistoleros—. Le aseguro que será un
placer.
—Será un desafío la mar de original —comentó Fred, mascando las palabras
—. Tú, con un revólver; yo, con las manos atadas, no sea que se me ocurra
tirarte una piedrecita.
Pese al tono burlón, había en sus ojos algo que no era corriente ni normal en
él. Esos ojos producían un cierto escalofrío, aunque no se podía precisar por
qué. Recordaban los de una fiera que tiene hambre.
—Desatadle —ordenó Mike—. Y vosotros dos, Pat y Carson, entendeos con
él.
—¿Dos hombres contra uno solo? —Musió Eleonora—. ¿Qué clase de
desafío es éste?
Mike no contestó. Estaba mirando cómo el agente del sheriff desataba a Fred
Topeka, haciendo lo posible para desgarrarle las muñecas con el cuchillo.
Todos sabían bien que, después de tener las manos atadas tanto tiempo, Fred
sentiría hormigueo en ellas y le sería imposible mover los dedos con rapidez.
Pero a pesar de todo aún quería asegurarse más.
—¿Por qué no me clavas el cuchillo de una vez? —barbotó Fred—. Luego
dices que te pusiste nervioso y que se te escapó y te creerán todos un angelito.
El alguacil le hizo sangre en ambas muñecas. Luego le dio un empujón,
enviándolo hacia delante. Fred, que ya se había puesto en pie, estuvo a punto
de caer.
Vio a dos hombres frente a él. Los dos tenían ya las derechas arqueadas
encima de sus revólveres. Se pasó la lengua por los labios secos, miró al
pajarillo que aún seguía picoteando casi a sus pies y se dijo que iba a morir.
Pero el último viaje no lo haría solo.
Un revólver voló hacia él. Lo alcanzó al vuelo, introduciendo ya el índice en
el guardamontes con una increíble facilidad, y volteándolo dos veces. Causó a

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todos la sensación de que, con el revólver, la mano había encontrado a un
viejo amigo y casi comenzaba a sentirse a gusto. Pero los pistoleros
empezaron a palidecer cuando Fred cambió el revólver de mano cuatro veces
en cuatro segundos, soltándolo y volviéndolo a sujetar con una facilidad que
casi parecía mágica.
—Voy a guardarlo —anunció—. Y cuando queráis…
¡Disparad!
Los dos pistoleros «sacaron» en el preciso instante en que él introducía el
revólver entre camisa y pantalón, pensando atraparle desprevenido. Pero Fred,
con un movimiento zigzagueante de su cintura, hizo que el arma saliera de
nuevo a la luz. Y lo que sucedió a continuación hizo palidecer a las mujeres y
dejó helada la sangre de los hombres.
Mientras con la izquierda amartillaba el revólver después de cada disparo, con
la derecha trazaba dos alucinantes movimientos de abanico. Cuatro balas, dos
por cada enemigo, saltaron al aire, y ambos pistoleros se doblaron
trágicamente sin tener siquiera tiempo para disparar. Los dos murieron de dos
balazos idénticos, uno en la cabeza y otro en el corazón, administrados con
una exactitud y una precisión matemáticas.
Quedaban sólo dos balas en el revólver de Fred Topeka. Hizo otro suave
movimiento, encañonando al grupo.
—¿Alguien más…, señores?
Mike Raniero no había visto nunca a un tipo así. Cuando le dijeron lo de Bud
Miller creyó que había sido casualidad, pero ahora se daba cuenta de que
aquel tipo era alguien. Podía tener un pacto con los demonios o ser él el
mismo diablo, pero lo cierto era que mientras viviese, estaría él en peligro.
Aquel hombre, con un revólver en la mano, era como la misma muerte.
Se arrojó al suelo, para que no le alcanzasen las primeras balas, y aulló:
—¡Todos contra él! ¡Todos!
Dos pistoleros fueron a sacar sus armas, y dos detonaciones más rasgaron el
aire.
Con ojos atónitos, Mike vio cómo aquellos dos hombres caían con las cabezas
atravesadas. Se encogió aterrorizado, aun sabiendo que Fred Topeka no tenía
más balas en el cilindro. Y entonces, cuando el joven ya nada podía hacer por
salvarse de la muerte, madame Pipper decidió intervenir.
—¡Al asalto! —ordenó, con voz de general.
Siete paraguas furibundos se alzaron sobre las cabezas de los seis pistoleros
que quedaban con vida. Éstos recibieron el aluvión de golpes sin darse cuenta
aún de dónde venían, al mismo tiempo que Fred Topeka saltaba hacia

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adelante. Su bota derecha fue hacia el mentón de Mike, y se oyó un «clac»
estremecedor mezclado a los gritos de sorpresa de los pistoleros. Mike quedó
sin sentido en tierra, con las facciones bañadas en sangre, mientras otro de sus
hombres caía al recibir un culatazo en el cráneo y los otros cuatro se encogían
ante la lluvia de golpes. Cuando uno quiso reaccionar y sacar el arma, vio de
repente un gran revuelo de faldas ante sus ojos y la agresiva madame Pipper
extrajo un «Colt» que parecía una pieza de artillería.
—Muévete un poco más y lo uso, hijo mío.
Ninguno de los pistoleros se atrevió a reaccionar. La amenaza de aquel
«Colt»» y de los dos que ahora empuñaba Fred Topeka era demasiado
ostensible. Alzaron las manos, avergonzados, sin darse cuenta aún de cómo
era posible que hubiesen sido vencidos.
—¿Lo veis? —exclamó, triunfalmente, madame Pipper—. ¿Os siguen
pareciendo tan invencibles estos ridículos matasiete? ¿Os dais cuenta de que
nosotras, armadas de nuestros paraguas, podemos con cualquiera?
Fred miró el monumental «Colt» que esgrimía la dama.
—Es que ese paraguas es muy bueno, señora…
Las palabras de Fred Topeka hicieron que la atención general se centrase en
él. Las siete mujeres le miraron a un tiempo, pero Eleonora fue la que reparó
antes en las manchas de sangre que se veían en diversas zonas de su cuerpo, y
la que mirándole con una infinita lástima indicó:
—Debemos acompañar hasta Lamed a este pobre joven carente de toda
protección maternal y de toda dulzura de espíritu. Debemos derramar en su
pobre existencia unos rayos vivificadores de luz.
Eleonora se había tomado muy en serio su papel de campeona de la virtud.
Las otras damas asintieron en silencio, mientras repasaban los desperfectos de
sus paraguas.
—Eso. Dejemos que suba en la diligencia con nosotras. ¿Quiere desarmar a
estos caballeros, señor?
Fred Topeka ya lo había hecho. Todos los pistoleros estaban ahora sin nada
en la cintura, tan avergonzados como si se sintiesen completamente desnudos.
—Guardaremos estos revólveres. Tenga, mayoral.
El mayoral, quien estaba más muerto que vivo, recogió todas aquellas armas
con mano temblorosa.
—Vamos, suba, desgraciado joven —ofreció madame Pipper.
—Tiene usted cara de hombre inocente maltratado por la vida y por la
injusticia de los seres humanos —dijo otra de las damas, mirándole
plañideramente—. Le convertiremos en nuestro hijo.

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Antes de saber lo que verdaderamente ocurría, Fred ya estaba sentado en la
diligencia y rodeado de damas atentas y solícitas, una de las cuales le ofreció
incluso una botellita de sales. Eleonora, que era la que estaba más cerca,
inquirió:
—¿No nos dice nada, pobre joven? ¿Su timidez le impide despegar los labios?
Y le miró con infinita dulzura.
Fue entonces cuando Fred Topeka reaccionó. Cuando comprendió que tenía
que decir algo. Y acercando su rostro al de Eleonora, que seguía mirándole
compasivamente, gritó:
—¡Chata…!

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CAPÍTULO V

SE REUNEN LOS PERSONAJES

La diligencia se detuvo ante la puerta del único hotel de Lamed, y madame


Pipper descendió de ella pomposamente.
—Oiga, jovencito —dijo, dirigiéndose a uno de los empleados, un viejo
barbudo que mascaba tabaco—, necesitamos que llame usted a un médico
porque traemos en la diligencia a un hombre sin sentido.
—¿Y para eso van a llamar a un médico? Si al menos se tratase de un
moribundo…
—Es que tal vez esté moribundo —opinó madame Pipper—. Puede que pasen
de cincuenta los paraguazos que lleva encima.
Y antes de que el atónito «jovencito» pudiera contestar, las seis mujeres
restantes sacaron a un hombre de la diligencia. Aquel hombre tenía la camisa
rota, los bajos del pantalón rotos, los zapatos rotos y la piel rota. Un par de
varillas de paraguas estaban arrugadas, retorcidas y medio clavadas en su
cabeza. El hombre, desde luego, había perdido el conocimiento, pero diríase
que a pesar de todo estaba soñando en algo muy hermoso, porque sus labios
sonreían y su expresión era beatífica.
Eleonora también ayudó a sacar de allí a Fred Topeka, pero fue sujetándolo
por los cabellos. Estaba más encarnada que una amapola en medio de un
campo de trigo.
—¡Atreverse a llamarme chata! ¡Llamarme chata a mí un pistolero como ése!
El viejo que mascaba tabaco sonrió en ese momento y luego escupió
alegremente.
—¡Chata! —gritó también, mientras madame Pipper le arrugaba la cabeza de
un paraguazo.
El viejo y Fred Topeka quedaron tendidos en la calle, juntos, mientras el
grupo de damas entraba en el hotel. Madame Pipper exigió que les diesen
siete habitaciones limpias y en cuyas paredes no hubiese ninguna pintura
indecente.
—¡Ah, y retiren la basura que tienen enfrente de la puerta! ¡Este hotel es una
birria!

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Cuando las siete damas subieron a sus habitaciones, el encargado salió a ver
qué era aquella «basura». Y vio entonces a su empleado y un tipo a quien no
conocía, desperezándose lentamente sobre el polvo.
Fred Topeka fue el primero en recobrar la noción de las cosas. Miró a su
alrededor con ojos turbios y luego sonrió, rascándose la nuca.
—¡Vaya! ¡Si me han dejado ante la puerta de un hotel!
—¡Oiga! —gritó el viejo—. ¿Quiénes son esas damas? ¿Amigas suyas?
—Lo eran.
Fred se puso poco a poco en pie. Y fue en ese momento cuando vio avanzar a
Martha, la bailarina.
La muchacha llevaba un vestido blanco y una hermosa sombrilla del mismo
color, y parecía llenar de luz el porche mientras pisaba las tablas con sus
pequeños zapatos charolados. Tenía un aspecto envidiable, pues llevaba
adornos y sortijas. Y todo parecía indicar que Mike Raniero había sabido
pagar bien el que ella le entregase atado de pies y manos a Fred Topeka.
—¡Eh, guapa! —llamó él.
La muchacha le vio de repente. Ahogó un grito de horror y quiso salir
corriendo en dirección contraria, pero una mano de Fred la sujetó el cuello
antes de que llegara demasiado lejos. La atrajo hacia sí, y cuando ella creyó
que iba a golpearla, le estampó un beso en la boca.
—¡Es usted un…! —susurró Martha, jadeante.
—¿Un qué?
—Un tipo delicioso. ¡Pero suélteme o Mike Raniero nos matará a los dos,
incauto!
La habitación que había sido asignada a Eleonora estaba en la planta baja. La
muchacha, creyendo que por fin podría sentirse tranquila, descorrió de golpe
las cortinas y vio entonces a dos palmos de ella, al otro lado del cristal, cómo
se besaban Martha y aquel maldito Fred Topeka.
Corrió otra vez la cortina, mordiéndose los labios con tal fuerza que se hizo
sangre en ellos. Fue al espejo, se miró a la cara y se dijo a sí misma, para
convencerse: «Loca, todo esto no te importa». «No te importa absolutamente
nada». Pero se sorprendió de repente mordiéndose los labios otra vez y
golpeando con el puño crispado la superficie del tocador, mientras sus ojos se
llenaban de lágrimas.

***

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—Dudo que Mike Raniero pueda matarnos, al menos por el momento —dijo
Fred, sirviendo ginebra en la copa de la muchacha.
Estaban los dos en el saloon contiguo al hotel, sentados ante una mesa y con
una botella de por medio. Cualquiera que los hubiese visto habría dicho que
no era posible que la mujer hubiese traicionado a Fred Topeka días antes.
—¿Por qué? ¿Qué le ocurre a Mike?
—Deberá guardar cama unos cuantos días para curarse un rasguño. Y para
que desaparezcan los chichones que debe de tener en la cabeza y las
moraduras que afean su rostro.
—¿Fue a matarte? —preguntó la mujer, ansiosamente, sólo con un hilo de
voz.
—Fue a matarme. Pero no lo consiguió.
Martha bebió de un trago su ginebra, abrasándose la garganta. Pero parecía
como si hubiera necesitado infundirse valor para las preguntas que a
continuación formuló:
—Fred, ¿cómo eres, en realidad? ¿Acaso ignoras que fui yo quien te puso en
manos de Mike, aprovechando tu exceso de confianza, y que lo hice sabiendo
que él iba a quitarte la vida?
Fred Topeka la miró a los ojos. La miró a los ojos de una forma muy rara.
Parecía como si en vez de acusarla lo que quisiera fuese infundirle ánimos y
valor. La muchacha sintió esa cálida mirada dentro de sí como un aguijón que
le llegase hasta el fondo de la conciencia.
—Mira, muchacha, yo creo que todos somos malas personas alguna vez.
Quizá por eso pienso que si al que ha obrado mal se le da una oportunidad y
se le trata como si uno ya no se acordara de su falta, puede rectificar a poco
que quede en él de persona decente. Y tú eres aún demasiado joven para estar
podrida del todo. Creo que mereces el que se te dé un margen de confianza y
se te diga: «Muchacha, estabas equivocada. Procura no equivocarte otra vez».
Martha tenía veintidós años y desde los diez estaba corriendo por el mundo.
Pero todo ese tiempo nadie le había hablado como Fred Topeka lo hacía
ahora. Nadie le había dicho que cuando uno causa un mal puede ser
perdonado y se puede dar un margen de confianza para que otra vez obre
bien. En el Oeste era ése un lenguaje tan desconocido como el chino, el turco
y el arameo. Pero ese lenguaje que Martha nunca había oído, penetró hasta el
fondo de su corazón de una manera misteriosa y punzante, haciéndole ver que
en su vida había mucho de rastrero y miserable. Y notó, de repente, que sus
ojos se humedecían, teniendo que hacer un violento esfuerzo para evitar su
impulso femenino de dejar correr las lágrimas.

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—Fred, ¿qué clase de hombre eres tú? —insistió—. ¿Dónde te has criado y
quién fue tu maestro?
—Me he criado en cualquier sitio —repuso Fred—. Donde podía. Y en
cuanto a mis maestros, fueron los peores pistoleros del Oeste central, las
fieras más sanguinarias y crueles que jamás han hollado esta tierra. Pero el
tiempo te hará comprender una cosa, Martha, y es que los malos enseñan
tanto como los buenos. Cuando uno ve acabar desastrosamente a los que
predican la ley del gatillo, por fuerza tiene que pensar que esa ley no es tan
buena como ellos decían. Pero dejemos esas cosas para un día en que estemos
más aburridos. Y no hagas demasiado caso de las palabras que un tipo como
yo, que no es más que un borracho.
Llenó su vaso y lo vació de un golpe. Martha le miró intensamente a los ojos.
—Adivino que el licor te ha ayudado a veces a olvidar cosas desagradables,
Fred. Pero eso sientes afición a él.
—¿Yo? ¡Uf! Aunque el mundo entero fuese un jardín de rosas, les volvería la
espalda para seguir bebiendo como un condenado. No soy más que un
indecente borracho, Martha, y cree que te estoy diciendo la verdad.
—Fred —susurró Martha—. Cuando yo hice aquello estaba aterrorizada. Una
mujer no es aquí nada cuando Mike Raniero la quiere para mal, y necesita a
toda costa congraciarse con él. Me había sentenciado a muerte porque ayudé a
escapar a Morton, a un enemigo suyo a quien sus hombres habían herido. Y tú
eras mi oportunidad. No sé si lo comprenderás alguna vez, y no te pido ni
siquiera que lo comprendas. Pero yo tenía miedo. Y tú estabas allí tan quieto,
tan dormido, tan…
—Tan borracho —terminó Fred, sonriendo.
—No hables así, Fred. No quieres darte cuenta de que estoy pidiendo perdón.
De que te estoy prometiendo que nunca más volveré a obrar como lo hice.
—No es a mí a quien necesitas prometer eso, muchacha. Necesitas
prometértelo a ti misma. Y en cuanto a Mike Raniero, yo supongo que
reflexionará después de lo que ha ocurrido hoy, aunque mucho me temo que
quiera seguir siendo un miserable asesino. Lo que ha hecho esta mañana, por
lo menos, es propio de un hombre que está podrido de la cabeza a los pies y
que ya no tiene redención posible.
Se puso en pie, llevándose la botella. Martha iba a decir algo más, pero en ese
momento oyeron en la calle un gran estrépito, acompañado de gritos y de
músicas alegres. Luego algunos cow-boys que había junto a la puerta del
saloon, empezaron a disparar sus revólveres al aire. Ése era el modo como la

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villa de Lamed, en Kansas, recibía siempre a la diligencia que llegaba del
Este.
—Han llegado viajeros —murmuró Fred Topeka, con los ojos brillantes—.
Vamos a verlos. ¡A lo mejor ha venido alguna chica guapa!
No esperó a conocer la opinión de Martha. Salió a la puerta y vio entonces a
la diligencia que se había detenido en medio de una gran nube de polvo. Las
portezuelas se abrían y por ellas empezaron a descender los viajeros. Un
«¡Oh!» de asombro escapó repentinamente de las gargantas de cuantos
presenciaban el gratuito espectáculo.
La primera en descender era una dama, ya entrada en años, vestida de raso de
la cabeza a los pies y rutilante de piedras preciosas. No se comprendía cómo
la diligencia había llegado hasta allí arrastrando tanto cargamento, y menos
aún cómo no lo habían olido los bandoleros de la frontera. Luego descendió
una dama más joven, tanto que debía ser hija de la primera, pero vestida con
igual ostentación. Por fin, un caballero ya anciano que ayudó a descender a
una muchacha y luego le guiñó el ojo, y por fin un hombre delgado, con
gafas, nariz descomunal, paraguas y un maletín de doctor.
Fred Topeka no conocía los nombres de todos aquellos seres, pero pronto
tendría motivos para saber que la madre y los abuelos de Eleonora Van
Locker habían llegado a Lamed acompañados por Heliotropo Mamerto Figer.

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CAPÍTULO VI

EL Lió

La dama más vieja se acercó a la puerta del saloon, que era al mismo tiempo
la de entrada al hotel, y saludó a Fred Topeka del siguiente modo:
—¡Apártese, borracho!
—¡Hum! Usted también debe serlo, señora. Hace falta haber bebido mucho
para atreverse a entrar en Kansas con toda esa bisutería.
—¡Bisutería! ¿Llama usted bisutería a las joyas de la familia Van Locker,
desgraciado? ¡Dígame cómo se llama usted! ¡Dígame inmediatamente cómo
se llama usted para denunciarlo a las autoridades!
Fred le pasó dos veces por la nariz el gollete de la botella.
—Vamos, no se tome las cosas tan en serio y beba un poco de esta ginebra.
Le hará olvidarse de todas las cosas desagradables, como, por ejemplo, su
edad.
La mujer estuvo a punto de sufrir un ataque de nervios y se puso tan
encarnada como un rábano. Luego encajó el mentón, rechinó los dientes y
pasó por delante del joven sin volver a mirarle.
Tras ella pasó la dama de menos edad, y luego el del maletín, quien dijo por
lo bajo a Fred:
—Vergüenza le debía dar recomendar a las damas estos productos que
destruyen el hígado, caballero.
Intencionadamente se había quedado detrás el anciano, quien al pasar junto a
Fred le arrebató ansiosamente la botella de las manos, bebió un trago y luego
regurgitó satisfecho, entrando en el hotel tras tratar de recobrar nuevamente
su apariencia honorable.
—¡Caballero! —dijo el médico, golpeando con su paraguas el mostrador de
recepción—. ¿Ha llegado aquí hace poco una señorita llamada Eleonora Van
Locker?
El encargado se encogió de hombros.
—Yo no sé si entre las damas que han llegado hace un rato, había una
llamada Van Locker. Lo único que sé es que siete mujeres armadas de
paraguas han ocupado siete habitaciones, y que en el libro registro han
firmado como «Comité Ejecutivo de la Moral Pública».

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—Eso me gusta —murmuró la abuela de Eleonora—. Si las mujeres no nos
ocupásemos de la moralidad en estas tierras dominadas por los hombres, yo
no sé qué llegaría a ocurrir. Pero, dígame: ¿entre esas mujeres no iba una muy
joven, de cabellos rubios y vestida como corresponde a una verdadera dama?
El encargado puso los ojos en blanco. Luego empezó a trazar curvas con las
manos y lanzó por fin, un silbido de admiración.
—¡Diablos! ¡Ya lo creo! ¡Una mujer cañón! ¡Una señora que mareaba! ¡He
estado a punto de preguntarle qué es lo que había que hacer para que me
abriese la cabeza con su paraguas!
La madre de Eleonora no contestó nada. Levantó el pesado tintero de cristal
que había sobre el mostrador y lo dejó caer de golpe sobre la cabeza del
encargado. Éste se arrugó en un segundo y cayó redondo a tierra.
—Ya sabemos que Eleonora está aquí. Sabemos también, ¡ay desgracia!, que
ha despertado sentimientos malsanos en el corazón de los hombres.
¡Busquémosla antes de que sea demasiado tarde!
Eleonora abrió en ese momento la puerta de su habitación, al oír el griterío
que sin darse cuenta causaban sus parientes. Y se quedó petrificada al darse
cuenta de que el consejo de familia en pleno estaba reunido allí. Su madre la
abrazó como si se tratara de salvarla de las fauces de un dragón.
—¡Hija mía!
—¿Cómo es que habéis venido todos detrás de mí? ¿Es que me vas a obligar a
casarme con Figer?
—Supimos que habías ido a visitar a madame Pipper la misma noche de la
fiesta —dijo el abuelo—, y supimos también que esa respetable señora había
salido para el Oeste central a la mañana siguiente. Y como esta tierra no es
recomendable para ti, hemos venido en tu busca.
—Soy mayor de edad —afirmó tajantemente Eleonora—, y puedo fijar mi
residencia en el lugar que a mí me dé la gana.
—¡Hija! ¿Qué expresiones son ésas? ¡Llevas unos pocos días fuera de casa y
ya has aprendido a hablar así!
Eleonora, cuya educación rígidamente puritana no podía destruirse en un
momento, hizo marcha atrás inmediatamente.
—La misión que madame Pipper nos ha impuesto es altamente moral y
educativa —manifestó—. Debemos contribuir a desterrar de esta tierra los
nefastos vicios que la corrompen y la afean. Debemos hacer de Kansas un
paraíso del bien y de la virtud. Y yo os suplico, amados progenitores, que
disculpéis el atrevimiento de mi marcha en gracias a las buenas intenciones
que me animan. —El discursito hubiera hecho sonrojar a cualquier Círculo de

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Damas. Y los parientes de Eleonora hubiesen perdonado a ésta muy
sinceramente de no haber entrado en aquel momento Fred Topeka, quien se
puso a aplaudir como un loco.
—¡Bravo! ¡Así se habla! ¿Por qué no se presenta usted a las próximas
votaciones que habrá para la elección de juez?
Las tres mujeres contemplaron a Fred altivamente, mientras el abuelo se
colocaba detrás para que ellas no pudieran ver que se estaba partiendo de risa.
El joven pareció quedar turbado por un momento, como si no comprendiera
que sus aplausos pudieran ser mal interpretados por aquella gente.
—¿Quién es ése? —murmuró la abuela.
—¿Ése? —articuló Eleonora, mirándole fijamente—. Un pistolero
profesional. Sólo eso.
Hubo en la mirada de Eleonora algo muy extraño, muy intenso. Algo tan mal
reprimido que salió al exterior de una forma brutal y salvaje casi. Los ojos
que contemplaron a Fred Topeka brillaron de un modo que parecía febril. Y él
se dio cuenta de que aquella mujer no había amado nunca aún, y de que en su
espíritu virgen latía un huracán de sentimientos. Se estremeció.
—Perdón —dijo—. Es que nunca había oído hablar así. Les ruego que me
disculpen.
Salió a la calle, un poco cabizbajo y como avergonzado de lo que acababa de
hacer. Pero lo que Fred Topeka sentía en estos momentos no era vergüenza,
sino confusión. Porque había visto en los ojos de Eleonora algo que hasta
entonces no viera jamás.
Martha, la bailarina, que se había alejado de él al llegar la diligencia, pasó de
repente a su lado, sin detenerse, y le dio un rápido golpe con el codo. Fred se
ladeó ligeramente y se encontró con un papel doblado entre los dedos,
mientras la mujer que se lo acababa de entregar seguía a paso vivo a lo largo
del porche, levantando murmullos de admiración a cada movimiento.
Fred desdobló el papel y vio que, en letra pequeña y nerviosa, sin duda de la
misma Martha, había escrito lo siguiente:

«Salga usted inmediatamente de la población. Su única


posibilidad de salvarse está en la fuga. Mike Raniero ha
decidido matarle».

Fred Topeka alzó los ojos, tras doblar lentamente el papel, y vio que desde el
porche frontero cuatro hombres le estaban mirando. Cuatro hombres a los que

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él no conocía, pero que vigilaban cada uno de sus movimientos llevando ya
las manos a la altura de sus culatas.

***

—«Y todos rezamos para que descanse en paz».


El pastor cerró los ojos y se sumió durante unos instantes en su oración.
«Todos» rezaron.
Ese «todos» consistía únicamente en Fred Topeka, la sola persona que había
acudido al entierro del viejo periodista asesinado aquella misma mañana.
Ni familiares llorosos, ni ceremonia, ni nada. Ni siquiera unos pocos amigos
que le acompañaran en el último viaje. Tan sólo el pastor y Fred Topeka, el
pistolero, unidos bajo la luz turbia del crepúsculo y quietos ante la sencilla
tumba. Los sepultureros, que ya habían acabado de cubrirla de tierra,
afianzaron un poco la cruz, se pusieron los sombreros y se alejaron poco a
poco. Fred Topeka se puso también el suyo, agujereado por una docena de
sitios.
—¿Era amigo suyo? —preguntó el pastor, mirándole de repente—. ¿Muy
amigo?
—Lo conocía tan sólo ocasionalmente. Pero vivimos juntos la última
aventura. ¿Por qué pregunta eso?
—Porque hace falta ser muy amigo de este hombre para venir a su entierro.
Muy amigo o muy loco, aunque la caridad ordene hacer lo que usted ha
hecho.
—No le comprendo bien.
—¿No es cierto que ese hombre fue asesinado por Mike Raniero y sus
cómplices?
—Sí. Esta misma mañana.
—Entonces, ellos no perdonarán que usted haya asistido al entierro. Una cosa
tan simple la considerarán como un desafío. Calcule usted si habrá personas
honradas en Lamed, personas que compartían las mismas ideas que este
hombre, y, sin embargo, nadie se ha atrevido a dar la cara compareciendo
aquí.
Fred sonrió. Su sonrisa no fue visible en la naciente oscuridad.
—Mire Raniero ya no necesitaba esto para considerarme su enemigo. Creo
que a este respecto me tiene bien catalogado. Buenas noches, padre.
Se santiguó brevemente antes de alejarse de la sepultura, y luego emprendió a
paso rápido el camino hacia la población. Lamed brillaba de luces y gritería a

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aquella hora, contrastando de una manera brutal con la quietud del pequeño
cementerio que acababa de abandonar. Pero la verdad, Fred prefería el
griterío, porque allí se sentía en su ambiente.
No dejó de mantenerse vigilante durante el camino por si los hombres de
Mike le habían preparado una trampa, aunque esto era difícil porque no había
rocas ni maleza a los lados. Llegó a la población sin novedad y entró
directamente en el saloon.
Una verdadera juerga se estaba celebrando en aquellos momentos en el
interior.
Todo el conjunto de bailarinas actuaba en el pequeño escenario, que en este
momento estaba abarrotado de hermosas muchachas. Los espectadores
bramaban entusiasmados mientras lanzaban los clásicos gritos y algunos
disparos al aire. Los primeros borrachos estaban ya de bruces sobre las mesas.
Y aun los jugadores de ventaja contratados por el local habían dejado por
unos momentos de atender a las cartas para mirar embelesados a las chicas.
Fred Topeka entró poco a poco, aproximándose a una mesa donde varios tipos
borrachos como cubas jugaban a los naipes una partida monótona y vacilante,
sin darse cuenta siquiera de cuál era la carta que ponían sobre el tapete.
—¿Me permiten mirar, amigos?
—¿Cómo no? Siéntese y beba, compañero. Y vigile a ver si hay entre
nosotros algún sinvergüenza que haga trampas.
Fred se sentó y estuvo contemplando durante unos instantes la partida. En
realidad, estaba allí porque no sabía dónde meterse esa noche. No tenía ni
siquiera unos centavos para alquilar una cama en un tugurio de mala muerte.
E incluso había pensado mientras regresaba del cementerio que dejarse
apresar nuevamente por los tipos de Mike no sería tal vez tan mala cosa,
puesto que al menos le resolvería el problema del alojamiento por aquella
noche.
De momento, mientras pasaban las horas y mientras el saloon estuviese
abierto, se encontraba bien allí. Todo el griterío que había a su alrededor y
todo aquel escándalo, le parecían a él una grata paz.
Pero esa «grata paz» iba a durar bien poco.
La música cesó después de un estruendoso final y las bailarinas se retiraron
entre las aclamaciones delirantes del público. Y entonces entraron «ellas».
«Ellas» eran las damas del paraguas. Madame Pipper y sus seis discípulas.
A los gritos de «borrachos indecentes», «la moral ante todo», «prohibición» y
otros semejantes, se lanzaron al asalto enarbolando sus paraguas. Madame
Pipper tumbó a dos tipos que trataban de levantarse de sus mesas para

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hacerles frente. Las otras comenzaron a botellazos, puntapiés, paraguazos y
bofetadas contra todos los hombres que se les pusieron por delante. Eleonora
vino recta hacia la mesa en que estaba sentado Fred, sin darse cuenta de ese
detalle, y empezó a repartir paraguazos contra los borrachos que la ocupaban.
Los naipes y las botellas saltaron aparatosamente por el aire, mientras los
individuos se sujetaban la cabeza con ambas manos para protegerse de alguna
manera. Fred oprimió con su mano una muñeca de la mujer, y entonces ella
volvió hacia aquel sitio sus ojos.
Hubo un relámpago en ellos, al ver a Fred. Un relámpago violento, doloroso
casi. Trató de desasirse moviendo con energía todo su joven cuerpo. Pero no
lo consiguió.
—¡Socorro! —exclamó uno de los borrachos—. ¡Ni mi mujer me ha pegado
así nunca!
—Esto no es para usted —dijo Fred Topeka, mirando a la mujer al fondo de
los ojos—. Quiere comportarse como una mujer desengañada cuando aún no
ha empezado a vivir. Cásese, tenga hijos, edúquelos bien y no se preocupe de
otra cosa. Y si por cualquier causa no puede hacer nada de eso, compre
entonces un buen paraguas y empiece a romper cabezas de borrachos. Pero le
repito, muchacha. De momento esto no es para usted.
Seguía sin soltarla. La mujer tiró desesperadamente de su muñeca, hasta
librarse. Y con los mismos ojos llameantes, abrió la boca para gritarle:
—¡No he empezado a vivir, ya lo sé! ¡En cambio usted ha vivido mucho,
sinvergüenza!
—¡Diablos! ¿A qué se refiere?
El tumulto seguía creciendo a su alrededor, y parecía ahora como si todo el
saloon hubiera de hundirse. Pero de repente ellos dos tuvieron la extraña
sensación de que ya no estaban allí, de que habían dejado de pertenecer a
aquel ambiente, quedando mágicamente solos en el mundo y aislados de todo,
solos irremediablemente con su problema y su secreto dolor.
—Le he visto besar a una mujer —murmuró ella, sordamente.
Sólo podía referirse a Martha. Fred Topeka se mordió los labios.
—Ella no se opuso. Es cuanto puedo decirle.
—¡Claro que no se opuso! ¡Si es tan sinvergüenza como usted! ¡Si ninguno de
los dos conoce la moral ni la decencia!
Descargó su paraguas sobre Fred, quien empezó a pensar si entre todas
aquellas mujeres no conseguirían lo que no había conseguido Raniero, es
decir, matarle.

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—Decir que me case y que tenga hijos —gritaba Eleonora, mientras le
golpeaba a más y mejor—. ¡Atreverse a decirle eso a una señorita!
—Pero bueno…, ¡alguien se lo tenía que decir! —gritó también Fred, tratando
inútilmente de cubrirse.
Y en ese preciso momento se hizo como por obra de magia un expectante
silencio en el local. Habían sido empujados los batientes y Mike Raniero
acababa de entrar seguido por cinco de sus más eficaces pistoleros.

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CAPÍTULO VII

EL REY DE LA CIUDAD

Aunque no llevaba ningún vendaje visible, se advertía claramente que Mike


no podía mover con facilidad el brazo izquierdo. Lo llevaba plegado sobre el
pecho y lo mantenía quieto en esa postura, todo ello a causa del rasguño que
recibiera aquella mañana. Sus cinco hombres, en cambio, estaban bien frescos
y listos para actuar.
Mike Raniero entró en la sala poco a poco, seguido de sus gun-men. El
tintineo de sus espuelas rompió el silencio bochornoso del local. Todos se
daban cuenta de que la tormenta iba a estallar y evitaban mirar a los recién
venidos, como si desearan permanecer ajenos a cuanto sucediese. Pero Mike
Raniero no parecía tener ganas de bronca al menos por el momento.
Se acercó a la barra y se hizo servir un vaso de ginebra, que bebió con la
mayor calma y sin mirar a nadie en concreto. Luego hizo un fino y cortés
saludo con la mano y salió del local.
Había dejado demostrado ante todos que él tenía intenciones pacíficas.
Los cinco hombres, entre los que se contaba el alguacil se pusieron a beber
tranquilamente de espaldas al local, sin hacer el menor gesto agresivo. Y el
run, run de las conversaciones fue subiendo de tono otra vez, al ir llegando los
espectadores a la tranquilizadora convicción de que allí no pasaría nada.
Fred Topeka estaba convencido de todo lo contrario, pero no tenía más
remedio que esperar los acontecimientos. De otro modo sería considerado
como agresor, y era posible que se le castigase con la horca.
Eleonora, que cuando entró Mike tenía el paraguas levantado y lo había
bajado poco a poco, lo levantó nuevamente de forma poco tranquilizadora.
—¡Atreverse a decir eso a una señorita! —repitió—. ¿Quién se ha creído que
es usted, pirata?
—Bueno, yo no he querido ofenderla, se lo juro. Si usted no quiere casarse, o
nadie quiere casarse con usted, eso no es cuenta mía.
Fred recibió un nuevo paraguazo en el cráneo. Ésa fue la señal para que las
restantes damas reanudasen el ataque con redoblado entusiasmo. Otra vez los
naipes y las botellas saltaron por el aire.

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Pero lo más extraño de esa situación era que Eleonora no se movía de allí.
Parecía centrar su agresividad únicamente en Fred Topeka, y además, la suya
era una agresividad muy rara, porque más que golpearle con el paraguas lo
que parecía era que le acariciase. Igual que si no hubiese otra persona en el
saloon, la muchacha estaba pendiente de los menores movimientos de Fred, a
quien miraba con rutilantes ojos.
—¡Además no me extrañaría que su nombre fuese falso! —Silbó—. ¡Es muy
raro que usted se llame igual que una capital de este Estado!
—No, no, eso sí que no tiene nada de raro —aseguró Fred, con ademán
pacificador—. Como no conocí a mis padres, los pistoleros que me recogieron
me pusieron al azar el nombre de Fred, y como, además, me habían
encontrado en Topeka, me llamaron igual que esa ciudad, a guisa de apellido.
Ya ve usted que mi origen es perfectamente honrado.
—¡Honrado! ¡Llama origen honrado al de un niño a quien los pistoleros
encuentran en plena calle! ¡Y se atreve a mirarme a los ojos a mí, a una Van
Locker!
Le propinó un último golpe de paraguas, éste en serio, y se alejó de allí con
los labios apretados y expresión altiva. Para unirse al resto de sus compañeras
tenía que pasar cerca de la barra, donde estaban los pistoleros y así les ofreció
la ocasión que éstos esperaban para actuar.
Uno de ellos tendió hábilmente la pierna, fingiendo que no había visto a la
muchacha. Ésta tropezó con la bota y cayó al suelo cuan larga era, mientras la
espuela le trazaba una larga carrera en su media.
—¡Cómo lo siento! —dijo el pistolero, inclinándose sobre ella—. Permita que
la levante, señorita.
—¡Me levantaré yo sola! ¡Déjeme!
Pero el pistolero no la dejó. El no dejarla era parte fundamental de su plan. Se
inclinó sobre ella para levantarla, pero lo que hizo en realidad fue ceñirla por
la cintura y clavar sus labios ávidos en el rostro de la muchacha.
—¡Suélteme! ¡Suélteme…!
El hombre la levantó entonces de repente, con enorme violencia.
—Eres muy desgraciada, nena. Yo sólo pretendía ayudarte. ¡Y por desgracia
para ti, has acabado con mi paciencia!
La zarandeó violentamente, besándola otra vez. Eleonora trató de desasirse,
pero fue inútil porque los brazos del pistolero parecían cables de acero.
Un bochornoso silencio se había hecho nuevamente en la sala.
Y entonces Fred Topeka se puso en pie. Llevaba un doble cinto con dos
revólveres que arrebatara aquella misma mañana a los pistoleros de Mike,

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pero parecía como si no quisiera hacer uso de ellos porque tenía los brazos
indolentemente caídos a lo largo del cuerpo.
—Harás bien en soltar a esa mujer, amigo.
Y al instante se advirtió con claridad que aquello no había sido más que una
trampa hábilmente preparada. Con una rapidez excesiva para ser natural, el
alguacil se apresuró a decir:
—Esto no es más que una discusión accidental entre un hombre y una mujer,
y advierto a todo el mundo que no hay motivo para intervenir. El que lo haga
y provoque un escándalo, se atendrá a las consecuencias.
Fred sonrió.
—Perfectamente. Ordene entonces a su amigo que suelte a esa mujer y
termine ahí el incidente. Yo, por mi parte, no tengo el menor deseo de
continuarlo.
El alguacil se volvió hacia el pistolero.
—¿Has oído, Tom? Deja en paz a la chica y terminemos la cuestión. Yo te lo
ordeno.
—Claro que voy a dejarla. ¡Si no deseo otra cosa!
La soltó. Pero hábilmente había pisado ya los pliegues del vestido de
Eleonora, y al alejarse ésta, la falda se rasgó de arriba abajo, dejando al
descubierto parte de su ropa interior. Y menos mal que las señoritas
aristocráticas de la época llevaban bastantes cosas debajo de la falda, porque
de lo contrario, todos los que estaban detrás de Eleonora hubiesen podido
apreciar bien de cerca la calidad de sus piernas. De todos modos, la vergüenza
fue tan grande para una muchacha de sus principios y su educación, que al
darse cuenta de lo sucedido se sonrojó intensamente y estuvo a punto de caer
a tierra. Rápidamente se pegó de espaldas a la barra, donde ya la aguardaba el
mismo pistolero.
—¡Qué desgraciado soy! —dijo plañideramente—. No hago más que
molestarla, señorita. ¡Permita que repare en lo posible mi bochornosa falta!
Y trató de hacer dar media vuelta a Eleonora entre las risotadas del público,
que ya se había dado cuenta del juego. Madame Pipper y sus damas estaban
tan horrorizadas ante aquel cinismo, que no tenían fuerzas ni para intervenir.
Y de nuevo fue Fred Topeka el que alzó la voz para decir:
—No me gusta este juego, amigos. Creo que más valdrá que se aparten de la
mujer.
La voz del alguacil advirtió otra vez:
—Ha sido un accidente que todos lamentamos. ¿Qué te importa a ti esto,
granuja?

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—¿Un accidente tan casual como el duelo de esta mañana, no es verdad?
—¡Fred Topeka, debo recordarte que yo represento a la ley aquí! ¡Y tú me
estás insultando! ¡Hay ante nosotros numerosos testigos que luego dirán lo
que han visto!
—No necesito que lo afirme. Me consta que lo tiene todo perfectamente
preparado.
Se despegó de la mesa, arqueando un poco los brazos. Miraba fijamente al
pistolero y al alguacil, pero sabía de sobra que el ataque no iba a venir por
allí. La incógnita estaba en saber por dónde. Y sus nervios sufrieron una
sacudida al oír:
—¡Tú lo has querido!
Era hacia la derecha. Se dejó caer al suelo, revolviéndose con la rapidez de un
reptil, y extrajo su revólver de aquel lado. Dos detonaciones arañaron el aire,
mientras él caía entre las mesas. El pistolero que había hecho fuego, con las
espaldas pegadas a la barra, sufrió un estremecimiento y dio un traspié como
si estuviera borracho. Todo había sido tan rápido que nadie supo con
precisión si la bala le había alcanzado o había hecho aquel movimiento para
esquivarla. Pero cuando sobre el pecho del hombre apareció una repentina
mancha roja, madame Pipper lanzó un grito de horror.
La función no había hecho más que empezar, sin embargo.
Tres pistoleros más, pues al alguacil le interesaba guardar una neutralidad
respetuosa, se lanzaron entre las mesas en busca de Fred Topeka. El
desbarajuste que allí se produjo fue mucho mayor que el que las damas de
madame Pipper habían ocasionado con sus paraguas. Los hombres y las
bailarinas, las mesas y las botellas fueron por el suelo entre los gritos de
entusiasmo delirante de los que no participaban en la pelea. Fred lanzó una
mesa contra dos de los hombres que venían hacia él y disparó contra el
tercero, que trataba de acribillarle desde la barra. El pistolero cayó hacia atrás,
con la cabeza atravesada, y luego resbaló poco a poco hasta el suelo. Pero
Fred no se entretuvo en verlo.
Dos pistoleros más disparaban contra él entre el monumental lío de personas
y muebles, sin preocuparse demasiado de si sus balas ponían en peligro la
vida de algún inocente. Fred dio un salto hacia atrás, rodó entre las mesas y
desenfundó también su revólver izquierdo, haciendo fuego con él. No hirió a
nadie, pues su postura le hacía imposible precisar el tiro, pero obligó a sus dos
enemigos a cobijarse. Luego rodó sobre sí mismo ágilmente, hasta el pie de la
barra, y desde allí hizo fuego nuevamente. Uno de los pistoleros se encogió,
alcanzado en un hombro, y el otro echó a correr presa del pánico. Fred le hirió

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en una pierna en el momento en que se ponía en pie, y hubiera podido matarle
fácilmente cuando huía, pero él no disparaba contra hombres que le diesen la
espalda. Miró hacia el alguacil, sin soltar los revólveres, y entonces se dio
cuenta de que, a pesar de haber vencido en la pelea, la había perdido en
realidad. Porque el plan de sus enemigos estaba demasiado bien calculado
para que fallase.
El alguacil se parapetaba tras el cuerpo de Eleonora, que estaba impotente en
sus brazos. Y con un revólver apuntaba directamente a la cabeza de Fred.
—Ríndase o atravieso a la chica —silbó.
Fred Topeka, sin decir una palabra, dejó caer los revólveres al suelo.

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CAPÍTULO VIII

LA LEY DE LA SOGA

Los miembros de la honorable familia Van Locker estaban reunidos en el


saloncito del hotel. Tenían todos una cara parecida a la que tendría un
bandolero después de descubrir que el día anterior se olvidó un cigarro
encendido dentro de la caja fuerte.
—Lo que ha hecho ese hombre es digno de admiración —decía en esos
instantes el abuelo—. Por defender a Eleonora, no ha vacilado en enfrentarse
a cinco pistoleros armados. Y luego se ha entregado a la venganza de sus
enemigos con tal de que ella no sufriese el menor mal.
Eleonora tenía los ojos bajos y los labios apretados en una mueca dura y seca.
Cualquiera hubiese dicho que se mantenía ajena a la conversación, pero lo
cierto es que una verdadera tempestad de sentimientos bullía en su pecho. Sus
dedos entrelazados temblaban de una forma que no podía disimular.
—Ese hombre está ahora en la cárcel —dijo la madre—. ¿Puede saberse qué
es lo que harán con él?
—Eso está fuera de toda duda. Ahorcarle.
—¿Ahorcarle? ¿Sin juicio ni nada? ¿Sin organizar al menos la comedia de un
jurado y un juez?
—Eso sería perder el tiempo —opinó el abuelo—, aun cuando el resultado
fuese el mismo. Lo que ese sinvergüenza de alguacil hará, será buscar media
docena de cómplices y organizar un asalto a la pequeña prisión, como si se
tratase de un linchamiento popular. Luego, y si alguna vez se le piden
cuentas, dirá que él no pudo evitarlo y que fue el mismo pueblo el que se
tomó la justicia por su mano. Apuesto a que ni el mismo gobernador le dice
nada después de eso.
—Apostar es de sinvergüenzas —censuró su esposa, mirándole agresivamente
—. Y por cierto ¿cómo sabes tú tantas cosas acerca de las costumbres de esta
salvaje tierra?
El viejo sabía aquello y mucho más, aunque no lo había dicho nunca. Ningún
miembro de su honorable familia conocía el origen de su honorable fortuna, la
cual se inició cuarenta años atrás con un pequeño filón de plata en el Estado
de Nevada, filón que había sido necesario defender con los revólveres y con

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los puños. El viejo Van Locker aún sabía diferenciar a distancia el ladrido de
un «Derringer» y el de un «Colt», sabía dónde hace daño un buen upper-cut y
dónde hay que clavar un puñal «Bowie» para que al enemigo no le queden
ganas de respirar nunca más. Pero, desde luego, de todo eso su familia no
tenía la menor idea. Para los Van Locker, el abuelo era un ser gruñón, pero
pacífico, que había hecho su dinero en negocios de Banca y con la venta de
productos minerales a unos altos hornos del Norte.
—Todo eso lo he leído —mintió—. En los últimos años, los periódicos se han
llenado de historias así.
—¡Hum…! —Gruñó la abuela—. De los periódicos, tú solo lees las noticias
teatrales cuando en el titular aparece el nombre de alguna mujer. Pero vamos
a suponer que sea verdad lo que dices. ¿Vamos a dejar que ese hombre
muera? A mí, la verdad, no me gustan nada sus palabras ni su aspecto, pero
de eso a dejar que le linchen…
—No debemos meternos en lo que no nos importa —suspiró la madre—. Si a
ese hombre no lo linchan por esto, lo lincharán por otra cosa. De modo que
más vale dejar que el destino siga su curso.
Las manos de Eleonora Van Locker temblaron un poco más. La línea de sus
labios se hizo un poco más dura. Y entonces todos vieron que se estremecían
sus hombros, que temblaban sus párpados como si estuviese a punto de sufrir
un ataque. De repente, se puso en pie.
—No sois más que unos cobardes —gritó—. ¡Unos cobardes todos! ¡Vais a
permitir sin hacer nada, que al hombre que me ha salvado le sea aplicada la
salvaje ley de Lynch! ¡Que esta noche cuelguen de un árbol lo poco que
quede de él después del sacrificio! ¡Que luego los que lo han matado vuelvan
a posar los ojos sobre mí…! —Se interrumpió de repente, sufriendo una
sacudida—. ¡Hemos de hacer algo por, salvarlo, aunque todos aborrezcamos a
ese hombre!
Su madre y su abuela la miraron asombradas, pues no estaban acostumbradas
de ninguna manera a que Eleonora les hablase así. Pero en cambio, el abuelo
gritó, dando un salto:
—¡Bravo!
Todos volvieron el rostro hacia él para mirarle asombrados. El abuelo arqueó
las cejas, se dio cuenta de que su actitud era muy poco académica y volvió a
sentarse, pero diciendo:
—Si vosotras no queréis intervenir, entre Eleonora y yo salvaremos a ese
hombre. Naturalmente, contaremos para ello con la ayuda del doctor Figer,

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quien es un hombre exacto y acostumbrado a la puntualidad. Veréis, lo
primero que hay que hacer es llamar al encargado del hotel…
Lo llamó. Mientras éste acudía, el doctor Figer levantó las manos con un
gesto de protesta.
—¡No pueden obligarme a eso! ¡A Eleonora y a mí no pueden meternos en
líos con otro hombre!
—¡Cállese! —gritó el abuelo—. ¡O le hago tomar una de sus medicinas y lo
dejo seco!
El encargado acudió en este momento.
—Quiero un «Colt» y dos buenos caballos. Los quiero en seguida. ¿Puede
usted vendérmelos?
—El «Colt», ahora mismo. Puedo cederle el mío, que es nuevo y de una
inmejorable precisión. Los caballos los tendrá en la puerta dentro de cinco
minutos, ensillados y todo.
Tendió el «Colt» al viejo, quien lo volteó en sus dedos con una especie de
frenesí. Luego lanzó un «yupiii» de alegría, disparó contra una vela que
adornaba con otras un piano y le arrancó la llama. Su honorable hija y su
honorable esposa estaban boquiabiertas y con la sensación de que iban a
morirse de un momento a otro.
—Yo voy a colocarme a la salida norte del pueblo con los dos caballos —dijo
rápidamente el viejo Van Locker, sin dejar reponerse a nadie—. Tú, Eleonora,
ocultarás este revólver en uno de los pliegues de tu vestido e irás a la cárcel
diciendo que tienes que despedirte del prisionero. No pueden negarte eso y te
dejarán pasar. Pero estarás solo unos diez minutos con él, lo suficiente para
poder entregarle el revólver sin que nadie sospeche. El doctor Figer, a cuyo
reloj estará encomendada una parte muy importante de este asunto, cuidará de
recoger a Eleonora en la cárcel cuando hayan transcurrido diez minutos desde
la entrada de ésta. Cuando ella salga de la celda, habrá llegado el momento
para que ese hombre trate de huir, y será conveniente que Figer proteja
también a Eleonora durante el jaleo que se originará. Decidle, sobre todo, que
me hallo en la salida norte de la población. Tendré dos caballos por si alguien
más necesita huir. Tú, Eleonora, sobre todo, no salgas hasta que Figer vaya, a
buscarte, pues dos hombres, aunque uno de ellos sea tu flamante prometido,
siempre harán más en tu defensa que uno solo.
Figer movió su monumental reloj de oro, que pendía de una cadena
cruzándole su floreado chaleco. Él fue el primero en ponerse en pie.
—Sus deseos son órdenes para mí —declaró, haciendo una reverencia—.
Entiendo que debo situarme frente a la cárcel y empezar a contar desde que

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Eleonora entre en ella, ¿no es así?
—Exacto. A menos, claro, que el linchamiento empiece antes de lo previsto.
En tal caso, debería usted entrar inmediatamente.
Figer no necesitaba más explicaciones y salió presurosamente de la
habitación. Quería complacer al abuelo y de paso demostrar a Eleonora que él
también era todo un hombre, aparte de tener su propio plan. Un plan que
todos, excepto él, ignoraban.

***

Las cosas no iban a ser sencillas para Eleonora. Cuando salió de allí, en
dirección a la cercana cárcel, ignoraba que la pequeña distancia que le
separaba de ella no iba a serle fácil de recorrer.
La calle estaba mal iluminada en aquel trecho, y bajo los porches había
espesas zonas de sombra. Eleonora los evitó, pues no quería tener ningún
tropiezo desagradable. Durante unos momentos creyó estar soñando, pues le
parecía increíble que ella pudiese ser la misma muchacha que en Nueva York
se aburría en las fiestas y que no bebía en un vaso si éste no era de cristal
tallado.
No podía comprobar por qué se había embarcado en aquella aventura. Al
principio pensó sólo en huir de Figer y las imposiciones de su familia, sin
pensar que el Oeste era una tierra demasiado sangrienta para una muchacha
como ella. Las cosas se habían complicado mucho en breves horas, y aun en
este momento no acertaba a comprender cómo. Si había accedido al plan del
abuelo, ello se debía en parte a un sentimiento de gratitud hacia Fred, y en
parte al entusiasmo repentino que había sentido ante las animosas palabras del
viejo. Pero no estaba segura de sus fuerzas, y tenía la sensación de que todo el
mundo adivinaba el bulto formado por el revólver bajo su pecho.
Trató de preguntarse si había algo de amor también en aquel sentamiento
confuso e inquietante que le impulsaba a ayudar a Fred. Inmediatamente se
respondió que no, que no podía haber amor. Pero la fuerza con que se aseguró
esto a sí misma, fue demasiado violenta para ser sincera.
—¿Sola a estas horas, muñeca?
La voz, repentina y seca como un disparo, la sobresaltó. Fue como si hubiese
sonado dentro de su mismo cráneo. E inmediatamente brotó una mano de la
oscuridad, y Eleonora fue arrastrada hacia la zona de uno de les porches antes
de poder darse cuenta de lo que verdaderamente ocurría.
—¿Quién es usted? ¿Qué pretende?

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No tuvo que repetir aquella pregunta dos veces. Por la forma como aquel
hombre llevaba plegado el brazo izquierdo, adivinó inmediatamente que se
trataba de Mike Raniero. Y esa primera impresión se vio confirmada en
seguida cuando sus ojos se habituaron un poco a la oscuridad y pudo
distinguir el rostro bien afeitado, los cabellos negros y los ojos brillantes del
hombre que tenía dominada a la ciudad.
—Esta mañana no he podido verte con calma, pequeña. Ni tampoco hace un
rato, en el saloon. Pero basta una sola mirada para saber que eres la mujer
más bonita que ha pisado esta tierra. Me gustas, y cuando a Mike Raniero le
gusta algo, lo consigue cueste lo que cueste. Trata de ser un poco amable
conmigo y te convertirás en la reina de esta tierra.
Ella se dio cuenta de que estaban en la oscuridad y de que nadie pasaba por
los alrededores. De hecho, estaban tan aislados como si se encontrasen en una
isla, porque nadie, estando Fred encerrado, se atrevería a intervenir contra
Raniero. Comprendió que tendría que resolver la situación ella sola, y no le
faltó valor. Movió su brazo derecho y trató de aplastar la mano contra la cara
del hombre.
—¡Su sola presencia me asquea y me ofende! —gritó—. ¡Yo soy una Van
Locker!
Pero Mike, a pesar de que tenía un brazo inutilizado, supo mover el otro bien.
Esquivó la acometida de la joven, la enlazó por la cintura y la besó
ansiosamente en la boca.
Era la primera vez que besaban a Eleonora Van Locker. Sintió en la boca un
sabor a la vez pastoso y amargo, y se apartó tan violentamente que cayó al
suelo. Mike no logró sujetarla bien porque sólo podía emplear un brazo. Pero
cuando se inclinó para ceñirla de nuevo, dio dos ágiles vueltas sobre sí
misma, a fin de esquivarle, y entonces cayó el revólver sobre las tablas del
porche.
Eleonora trató de sujetarlo, ahogando un gemido, pero Mike puso antes el pie
encima. Y lo hizo tan rápida y brutalmente, que aplastó en parte la mano de la
muchacha.
—¡Vaya! ¡La palomita tenía el pico de acero, a lo que parece! Ven, yo mismo
guardaré esto. Me sabría muy mal que se te disparase y quemara tu hermosa
piel inútilmente, y desde el suelo, la muchacha trató de evitar lo inevitable,
Mike se guardó el revólver y luego la contempló sonriendo, desde arriba.
—No me gustan las mujeres que llevan armas…
Trató de cazarla con su mano hábil, pero no pudo. Eleonora era demasiado
joven y ágil para eso. Rodó hasta la calle, cayendo desde el porche, y allí se

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puso en pie. Un nuevo zarpazo de Mike y una nueva finta de ella, sirvieron
para convencer al hombre de que sin ayuda no lograría abrazar, y menos
reducir, a la muchacha.
—Vete —dijo de repente, mascando las palabras—. Ya tendremos tiempo
para arreglar nuestros asuntos.
Eleonora se alejó a paso rápido, fingiendo que volvía al hotel, pero en
realidad encaminóse a la cárcel tras dar un pequeño rodeo. Aunque no
contaba con armas, ahora el plan ya estaba trazado, todos se hallaban en sus
puestos y ella no podía volverse atrás. Vería si una vez dentro, a Fred o a ella
se les ocurría alguna cosa.
Desde que Mike vio el revólver, el temerario plan de la muchacha se le
apareció tan claro como si lo estuviese contemplando a través de un espejo. Y
sonrió al verla alejarse, porque al entrar en la cárcel sí que se ponía en sus
manos.
Fue a paso vivo a una casa cercana, donde le esperaban sus nueve últimos
hombres con sus revólveres preparados y con una soga cada uno entre las
manos.

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CAPÍTULO IX

LA ESTRATAGEMA

Heliotropo Mamerto Figer, entretanto, había encontrado un buen puesto para


observar la entrada de la cárcel sin llamar demasiado la atención. Porque
enfrente mismo del pequeño edificio de una planta donde se guardaba a los
presos, había un saloon. No un saloon muy grande, desde luego, pero sí el
más aristocrático de Lamed, si en Lamed había algo que lo fuera.
En ese saloon había varias mesas donde se jugaba y se bebía sin armar
escándalo, una larga barra para beber en pie y un escenario donde cantaba una
chica.
Esa chica iba ligera de ropa. Su voz no importaba nada a los selectos
parroquianos del local. Ni siquiera la oían.
Todos decían que tenía una voz maravillosa, pero si en aquel momento se
hubiese puesto sobre sus ligerísimas ropas de actuar un pesado abrigo de
pieles, todos hubieran dicho que su voz era una birria.
Y lo curioso era que la muchacha había llegado a creer que era una gran
cantante, y que pronto llegaría a escalar las más altas cimas de la Opera. Así
son las cosas en este mundo.
Figer, que a pesar de su aspecto entendía mucho de mujeres y a quien le
gustaba Eleonora precisamente por eso, se quedó alelado al ver a la artista. No
porque pudiera compararse a su prometida, desde luego, sino porque en ésta
había algo más picante, más gracioso, más… Bueno, no hacía falta decir el
nombre de lo que ésta tenía de más. Pero Heliotropo Mamerto Figer se
entendía perfectamente.
Estaba con los batientes ligeramente entreabiertos, mirando hacia el interior,
sin acordarse ya de que pasaban los minutos, cuando una mano se puso en su
hombro.
Se volvió asustado. Y se asustó más aún al ver de quién se trataba.
Era madame Pipper.
—¡Pero, doctor! ¿Qué hace usted aquí presenciando este espectáculo risible y
bochornoso, vergüenza de nuestras costumbres y vituperio de nuestros más
honrados principios morales? Quiero creer que está usted aquí por
equivocación. ¿O es que acaso le gusta la chica?

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Preguntó esto último con tono amenazador. Figer se apresuró a poner en claro
que él no sabía ni siquiera lo que era una chica.
—Yo he venido hasta aquí atraído por la música, la verdad. ¡Es tan romántica,
fina y espiritual esta melodía extendiéndose por entre las sombras de la calle!
¿Cómo cree usted, madame, que yo, hombre de solidos principios, puedo
dedicar mi tiempo a la contemplación de una señorita ligera de ropa?
La expresión de madame Pipper cambió. Contemplo a Figer como si él fuese
el más predilecto de sus hijos. Lo conocía por haberle visitado en Nueva
York, y siempre había dicho que era el último de los médicos decentes que
quedaba en la ciudad, quedando bien entendido que madame Pipper llamaba
médico indecente al que para examinar la garganta le pedía a una que abriese
la boca. En el fondo siempre había estado un poco enamorada de él, y la
máxima ilusión de su vida hubiera sido casarse con un galeno tan renombrado
y honorable, aunque para esto tuviese que dejar de propinar paraguazos en los
bares. Viéndole sólo allí, pensó que tal vez conquistar a aquel hombre no
lucia tan difícil, pese a Eleonora y pese a lodo.
Dulcificó su expresión, puso cara de pan y dijo:
—¡Cuánto me alegra haberle encontrado, doctor Figer!
Figer se removió intranquilo.
—Usted dirá, usted dirá —susurró, con ánimo de cortar pronto.
Pero en ese momento se retiró la chica que cantaba y aparecieron cinco
bailarinas moviendo las piernas al compás de un can-can. El público empezó
a aullar de entusiasmo, y a Figer las gafas se le movían de sitio. Respondió
con monosílabos a la incesante palabrería de madame Pipper, quien en
resumen alababa sus dotes de médico mientras se quejaba de las propias
enfermedades, como si quisiera ser reconocida allí mismo.
Desde luego, olvidó lo apretado de la hora, pese a que Figer tenía un plan. Un
miserable y mezquino plan que le llevaría a casarse con Eleonora Van Locker.

***

Mientras tanto, Eleonora había solicitado del guardián que la dejase hablar
con Fred Topeka. El guardián accedió, pero a condición de que no entrase en
la celda.
Fred, que estaba sentado en el camastro y con gran filosofía tiraba miguitas de
pan a un pájaro que se había posado en la reja, se puso en pie con cierta
violencia al verla acercarse. Pareció en el primer momento como si no creyese

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lo que sus ojos estaban viendo. Luego tragó saliva lentamente, se rascó la
nuca con gesto que era habitual en él, y se aproximó poco a poco a la reja.
—No la esperaba —dijo—. El que sabe que está ciego sin remedio, no tiene
derecho a esperar la luz.
Hubo una mueca seca, un poco triste, en los labios de Eleonora. Con aquella
mueca, pareció como si ella entrase de repente en su mayoría de edad. Como
si en este momento acabase de comprender la vida, aprendiendo que ésta era
mucho más rica, más variada y al mismo tiempo más triste que lo que ella
viera a través de las fiestas suntuosas de su casa de Nueva York.
Inclinando un poco la cabeza, respondió:
—No sabía que fuera también poeta, Fred.
—¿Poeta? —sonrió él—. La única poesía que yo entiendo es la de la pradera.
La palabra, cuando uno va sólo por ella durante días y días, tiene como una
música. Usted no la ha oído nunca, Eleonora, y es triste. Porque tampoco se
ha oído a sí misma.
La mujer levantó poco a poco la cabeza. Su mirada azul, limpia, pura, se posó
en el rostro de Fred. Sus labios intensamente rojos brillaron en la penumbra.
Y Fred supo claramente que ahora ya no le importaba morir.
—Es muy extraño lo que me ocurre. Yo también tengo la sensación de que
jamás me había escuchado a mí misma. De que esa voz interior que a todos
nos habla alguna vez, jamás había existido para mí. Y es triste darse cuenta, a
los veintiún años, de que una no ha vivido, de que ha estado perdiendo el
tiempo sin darse cuenta de lo que es la existencia.
—No debe lamentarlo, Eleonora —musitó él—. Se ha dado usted cuenta a los
veintiún años. Es tan joven que casi da risa pensar que haya podido estar
usted perdiendo el tiempo. De ahora en adelante, vivirá usted más
auténticamente, dejará de prestar atención a las fiestas y eso es todo. Le queda
aún una montaña de años para vivir.
Eleonora apretó los labios.
—Sí, pero ahora será distinto.
Ya estaba dicho aquello. La mujer supo que con aquellas palabras había
hablado mucho más de lo que nunca debió hablar. También lo comprendió así
Fred Topeka. Entre los dos quedó flotando aquella frase que en sí no
significaba nada, pero que habían entendido como se entiende una caricia, un
beso o una mirada. Fred comprendió que todo aquello era como una
gigantesca locura, como un sueño del que bruscamente tendrían que despertar
los dos, sobre todo él, y moviendo la cabeza como para evadirse a la
sugestión obsesionante que sobre él ejercía la muchacha, dijo:

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—Hablemos de cosas prácticas. ¿A qué ha venido aquí, Eleonora? ¿A
despedirse de mí?
Ella miró disimuladamente hacia un lado. El guardián estaba junto a la puerta
exterior y la contemplaba con una sonrisa entre insolente y socarrona. Sin
duda estaba muy al tanto de lo que se iba a organizar allí dentro de poco y
debía pensar que sería muchísimo más divertido con la presencia de la
muchacha. De un modo u otro no podía oír lo que ella decía, y por eso
Eleonora susurró:
—Quiero intentar salvarle.
—¿Está loca? —Fred procuró mantener una expresión impasible, para que no
se notase nada raro—. ¿Se da cuenta del lío gigantesco en que se mete?
Márchese de aquí.
—Lo haré, pero antes le dejaré lo que traigo. Tengo un revólver escondido en
el escote, sujeto por el corpiño. Si usted introduce muy disimuladamente la
mano encontrará con facilidad la culata.
Fred se mordió los labios, mirándola perplejo. Aquella muchacha no sólo se
lo jugaba todo por salvarle, sino que dábale una prueba de confianza y fe que
pocas mujeres hubiesen dado a un tipo como él, considerado uno de los más
famosos pistoleros de Kansas. Lo que Eleonora Van Locker, la orgullosa y
altiva dama de Nueva York hacía por él, era algo tan importante que se
resistía a creerlo. Parpadeó.
—Le he dicho que se vaya de aquí.
—Antes debe buscar el revólver.
La muchacha se arrimó un poco más a la reja. Respiraba entrecortadamente y
Fred veía palpitar su escote con una obsesionante irregularidad. Captaba el
perfume de su piel y recibía su aliento ardoroso en la boca.
—Fred —susurró ella.
Era una invitación. Una invitación que hizo temblar espasmódicamente los
dedos del hombre.
Rozó la piel de la muchacha, sintiendo como una descarga. No tenía
necesidad de ningún contacto indecoroso puesto que la culata del revólver
tenía que estar junto al vestido. Bastaría un leve roce, un leve tirón y ya
estaba. Pero su sorpresa subió al punto al darse cuenta de que allí no había
rastro de ningún revólver. Claro que ignoraba lo que había sucedido poco
antes entre Eleonora y Mike Raniero. Pero aun de haberlo sabido, no habría
sido mayor su asombro. ¿Qué pretendía ella? ¿Qué buscaba con aquella
especie de locura? La miró y vio que ella, intensamente ruborizada, tenía los
ojos clavados en él. Fred comprendió que a partir de aquel momento cualquier

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movimiento que hiciese con la mano sería ya indecoroso, y por eso fue a
retirarla. Pero antes de que pudiera hacerlo, la muchacha chilló:
—¡Cobarde! ¡Granuja! ¡Atreverse a hacerme esto a mí, a una Van Locker!
¡Yo te enseñaré! ¡Yo le haré aprender cómo se trata a una dama!
Su mano derecha fue directa al rostro de Fred Topeka, propinándole un seco
bofetón. El joven, de puro asombrado que estaba, fue incapaz de reaccionar y
ni siquiera supo retirarse a tiempo. El guardián, que estaba junto a la puerta
exterior, comprendió que aquélla era la ocasión para hacerse el guapo delante
de una dama tan sugestiva como Eleonora Van Locker, y saltó hacia la celda
con la velocidad de un tigre.
—¡Ya te daré yo a ti, canalla!
Propinó un puñetazo a Fred, pasando la mano por entre las rejas. Y fue ése el
momento que Eleonora eligió para hacer dos cosas, La primera retirarse hacia
un lado, y la segunda gritar:
—¡Sujétale, Fred! ¡Ya es luyo!
El guardián lanzó una maldición y trató de sacar su revólver, dándose cuenta
de que aquello era una trampa. Pero ya Eleonora le había puesto ambas manos
sobre la culata, impidiéndole sacar el arma a tiempo. Fred, entretanto, le
retorció el brazo con una fuerza y una agilidad increíbles y dejó a su enemigo
jadeante y rendido de espaldas a la reja, sujeto de tal modo que hubiera
podido romperle el brazo con sólo dar un leve tirón.
Fred deslizo entonces la mano izquierda para empuñar el revólver, ayudado
por los movimientos nerviosos de Eleonora.
—Ya ves cómo están las cosas, amigo —elijo, dirigiéndose al guardián—. Un
poco de nerviosismo por mi parte y dos balas se te clavarán en la nuca. De
modo que mueve la manita izquierda y suelta esas llaves que cuelgan de tu
cinto.
—¡Estás loco, Topeka! ¡Sabes que no podrás huir de Lamed!
—¿No, nene?
Hizo un poco más fuerte la presa. El guardián gimió, soltando las llaves, que
cayeron al suelo y que Eleonora se apresuró a recoger, poniéndolas en manos
de Fred. Éste abrió. Y luego, con el revólver, propinó al guardián un culatazo
en la nuca, haciéndolo caer al suelo. Sin decir una palabra y sin perder un
segundo, lo ató con su propio cinturón. Luego miró a Eleonora.
—Tu gesto ha revelado una gran valentía y una gran astucia, muchacha, pero
no acabo de comprenderlo todo. ¿Por qué me has dicho que tenías un
revólver?

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—Porque de otro modo no te hubieras atrevido ni a rozarme siquiera. Sé que
no hubieses aceptado esa farsa. Además, es cierto que tenía un revólver hace
unos minutos. Pero he tropezado con Mike Raniero…
Le explicó en breves palabras lo que había sucedido en la calle. Una mortal
palidez cubrió entonces el semblante de Fred Topeka.
—¿Por consiguiente, sabe que llevabas un revólver? ¿Lo ha visto?
—No sólo lo ha visto, sino que va te he dicho que ahora lo tiene en su poder.
—En tal caso —murmuró Fred—, hay que suponer que ha tomado sus
medidas. Y cuando Mike Raniero toma sus medidas, ya se sabe que hay que
pronunciar una palabra: muerte.
En aquel momento, como si los hechos quisieran darle la razón, se oyeron
pisadas de varios hombres que se aproximaban a la puerta exterior.

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CAPÍTULO X

EL PLAN DEL DOCTOR FIGER

Eleonora estaba tan pálida como una muerta. Se adivinaba que jamás había
vivido una situación así. Fred Topeka trató de reanimarla con una sonrisa en
la que ella supo leer el temperamento de un hombre a quien nada
impresionaba ya y para quien la muerte era un juego en el que, al fin y al
cabo, sólo se podía perder una vez.
—Son los hombres de Raniero, sin duda. Pégate a un lado de la puerta.
La muchacha obedeció, temblando, Fred vio a través de los sucios cristales de
la ventana, que los que se acercaban eran nueve y llevaban antorchas
encendidas. No les importaba llamar la atención, pues aquello era un
linchamiento «en regla».
Figer seguía hablando con madame Pipper, o mejor dicho, fingiendo que
hablaba, pues toda su atención estaba puesta en las piernas de las bailarinas de
can-can. Pero pese a estar tan absorto, no dejó de darse cuenta de que un
grupo se aproximaba a la cárcel con intenciones agresivas.
De acuerdo con lo establecido, él tenía que haber estado ya en la cárcel desde
unos minutos antes, pero se dio cuenta de que aquel retraso favorecía en
cierto modo sus planes. Porque con el tumulto ya organizado, le sería mucho
más fácil conseguir lo que particularmente se proponía.
Esperó a que los nueve hombres estuviesen frente a la puerta. Y entonces se
decidió a cruzar la calle, tras despedirse de madame Pipper.
—Ya continuaremos esta interesante conversación en otro momento, señora.
Me reclaman asuntos urgentes. Beso a usted los pies.
Entre los asaltantes no iba Mike Raniero, pues prefería mantenerse al margen
de aquello para evitar murmuraciones. Pero estaba la totalidad de sus
hombres. Uno de ellos, con el revólver desenfundado, abrió la puerta de un
puntapié.
—¡Muerte para el preso! —gritó, a fin de dar a todo aquello la apariencia de
un tumulto popular—. ¡Muerte para el asesino!
La voz quedó agarrotada en su garganta. Sintió como un calambre le recorría
la espina dorsal al ver a Fred Topeka de pie ante él y apuntándole con un
revólver. Y sobre todo al oír cómo su voz helada, sardónica decía:

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—¿Para qué asesino pides la muerte, amigo? ¿Para tu jefe?
Eran nueve hombres los que estaban frente a la puerta, y Fred era uno solo.
Este pensamiento pasó como un relámpago por las mentes de los sitiadores,
infundiéndoles confianza después de la brutal sorpresa. El que había gritado
lanzó una maldición y arrojó su antorcha hacia adelante, mientras trataba de
disparar. Pero la bala no llegó a saltar de su recámara.
Fred Topeka había movido el dedo dos veces, con aquella alucinante rapidez
que lo había hecho famoso en el norte de Kansas. El de la antorcha cayó, con
el cráneo atravesado, mientras el que estaba junto a él, recibía plomo en la
parte izquierda del pecho, muy cerca del corazón. Inmediatamente se produjo
en la calle un espantoso tumulto, y los siete hombres que quedaban con vida
se alejaron de aquel espacio mortífero que para ellos significaba la puerta.
Fred Topeka había vivido algunas situaciones similares a aquélla, sabía lo que
tenía que hacer. Si daba tiempo a los agresores para que organizasen el cerco,
podía considerarse perdido. Era urgente salir de allí, por suicida que
pareciese, antes de que sus enemigos reaccionaran.
Tomó a Eleonora de la mano y susurró:
—Sal detrás de mí. Trata de correr hasta los porches fronteros y ponte a salvo.
Antes de que ella pudiera contestar, ya la había sacado de su refugio. Salió
primero él, dando un fantástico salto hasta el centro del porche y disparando
en todas direcciones las cuatro balas que le quedaban en el tambor. Cogió a
sus enemigos en el momento en que éstos corrían para buscar buenos
refugios, y derribó a uno de ellos de un balazo en la cadera. La muchacha
salió tras él, temblando, y Fred la protegió con su cuerpo.
—¡Corre! ¡Por Dios! ¡Corre!
Eleonora no necesitaba que se lo aconsejasen. Con su agilidad de gacela llegó
a los porches fronteros antes de que los asaltantes reaccionasen, y allí se
encontró de manos a boca con el doctor Figer.
—Vamos, Eleonora, no hay tiempo que perder.
—Pero, Fred.
—Deja a ese tipo. Bastante has hecho por él.
La tomó del brazo y echó a correr, empujándola. Eleonora se volvió a tiempo
de ver que Fred Topeka, aun sin balas en su revólver, sabía el modo de
defenderse. Había recogido dos antorchas pertenecientes a los muertos,
arrojándolas contra los atacantes más cercanos. Y en seguida, aprovechando
el instante de desconcierto de éstos, se había encaramado de un sallo al tejado
del edificio, sin duda con ánimo de salir por el otro lado. Un verdadero
huracán de plomo siguió ahora cada uno de sus movimientos.

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—¡Corre! ¡Si nos alcanzan nos matarán!
Figer estaba dominado por una lógica impaciencia, pero en lugar de dirigirse
hacia la salida norte del poblado, se dirigía hacia la salida sur. La muchacha
se lo hizo notar inmediatamente.
—No, no es que me equivoque. Pero como supongo que no tendremos tiempo
de llegar hasta los caballos, prefiero apoderarme de ese carruaje que hay
detenido ahí.
Se refería a un tílburi tirado por una hermosa jaca, y cuyo propietario debía
estar bebiendo en el saloon. Figer hizo subir a Eleonora, subió él también de
un salto y arrancó como alma que lleva el diablo.
Pero alguien más estaba atento a sus movimientos y ese alguien era madame
Pipper. Al ver que el hombre amado huía con otra mujer, aunque esa mujer
fuese su prometida, sintió dentro del corazón una cosa que no había sentido
nunca, y montando en cólera blandió su paraguas para dirigirse a otro de los
carruajes.
Había varios en aquel lugar. Montó en el que le pareció más rápido y salió
volando en persecución de Figer.
Fred Topeka, entretanto, saltaba de un lado a otro del tejado, tratando de
llegar a la parte posterior del edificio. Uno de sus enemigos advirtió la
maniobra y corrió para rodearlo.
Hizo fuego cuando Fred saltaba al suelo desde la parte trasera del tejado, y la
bala rozó el pecho del joven produciéndole una especie de calambre. Cayeron
los dos abrazados, lanzando sordas maldiciones, y Fred fue el primero en
incorporarse. Sin molestarse en privar del revólver a su enemigo, movió el
brazo derecho en un cruzado alucinante, y un sordo chasquido de huesos fue
el ruido delator de que el golpe había sido certero. El hombre cavó hacia
atrás, con los brazos en cruz y sin fuerzas para mover un solo dedo. Fred
Topeka le arrebató su arma justo en el momento en que un nuevo enemigo
aparecía por el recodo del edificio.
Las dos detonaciones partieron simultáneas, pero Fred disparó desde el suelo,
mejor protegido que su adversario. Éste recibió la bala en el centro del tronco,
cayendo hacia adelante con un brusco gemido.
Y luego, Fred Topeka echó a correr. Corría mucho, y en sus tiempos de niño
le habían llamado el Gamo, pero quizá nunca había movido las piernas con
tan frenética rapidez como esta noche.

***

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Heliotropo Mamerto Figer sabía que en las poblaciones como Lamed,
levantadas en dos días y que probablemente se hundirían en dos horas, había
casas ruinosas que ya no habitaba nadie, por la sencilla razón de que su dueño
la abandonó para trasladarse a otra mejor, se marchó a otras tierras o, más
simplemente, porque le pegaron un tiro. Y Figer estaba buscando
precisamente una de esas casas.
La encontró tras media hora de galope. Era una cabaña de troncos con el
techo hundido en varios lugares, pero serviría para su propósito.
—Vamos a detenernos aquí.
—¿Aquí? ¿Por qué?
—Nos conviene. Es un buen sitio para evaporarse, si es que alguien nos
persigue.
Eleonora respiró el quieto aire de la noche. Sus nervios vibraban aún.
—Está bien. Vamos.
Descendieron. A la luz de la luna, Figer buscó alguna lámpara que contuviese
restos de petróleo, encontrándola sobre una desvencijada mesa. Con mano
trémula, la encendió, Se veía que estaba increíblemente nervioso.
—¿Por qué enciendes luz? ¿No es ése un modo demasiado claro de señalar
nuestro rastro?
—Es que, la verdad, si hay testigos de esto muchísimo mejor, Eleonora.
—¿Testigos? ¿Para qué?
Figer tragó saliva, intentado decidirse.
—Tú vas a pasar conmigo aquí toda la noche.
—¿Cómo? ¿Estás loco?
Las gafas del médico temblaban de excitación sobre su ridícula nariz. Sus
dedos largos y huesudos tamborileaban en el aire.
—Todo esto forma parte de un plan que he ideado al salir del hotel para
dirigirme a vigilar la cárcel. Pensaba pedirle a Topeka que te dejase huir
conmigo, ya que así corrías menos peligros, pero el azar ha querido que tú
misma vinieras a mis brazos.
Eleonora se estremeció. Vio aquella soledad, palpó aquel silencio, y algo muy
recóndito le dijo que se pusiese alerta. Acercó sus uñas largas y finas al rostro
del doctor Figer.
—Tú tócame —susurró en voz baja, con un gesto de implacable decisión—.
Tú ponme un dedo encima y te juro que te arrancaré los ojos.
—No pienso tocarte, Eleonora. Mi plan no es tan miserable como supones.
—Entonces, ¿qué pretendes? ¿Qué maldita idea ha pasado por tu cabeza de
ratón?

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—Pretendo que todos sepan que hemos pasado una noche juntos. Si reparas
en ello, las apariencias son acusadoras para ti, principalmente ante tu familia.
En lugar de dirigirte al lugar donde tu abuelo aguardaba con los caballos, has
preferido venir conmigo, nos hemos detenido en esta casa y hemos pasado la
noche juntos. No te tocaré un pelo, pero es completamente seguro que
mañana habrás accedido a casarte conmigo.
El plan de aquel hombre apareció entonces con toda claridad ante los ojos de
Eleonora Van Locker. Y se dio cuenta de que, efectivamente, pese a haber
sido tramado sobre la marcha, estaba todo bien calculado, teniendo ella muy
poca cosa que hacer si no empleaba la violencia para salir de allí. Pero,
aunque Heliotropo Mamerto era una birria de hombre, ella, al fin, no era más
que una mujer, y si después de aquello se presentaba en público con los
vestidos o los cabellos desordenados, aún sería muchísimo peor.
—Tu plan no es miserable, Figer, sino algo muchísimo peor. Es mezquino. Es
el producto inevitable de un alma pequeña y rastrera que ni siquiera tiene
capacidad para crear un auténtico mal. Yo no sé si esperas que me rinda a las
apariencias y a las murmuraciones, pero sí puedo asegurarte que no lo haré.
¡Y aunque todo el mundo me señale con el dedo, te juro que no me casaré
contigo! ¡Ahora menos que nunca!
La voz de la muchacha denotaba una inflexible decisión. Figer, con calma,
pues había que dejar que las cosas siguieron su curso, encendió un cigarro.
—Lo que tú quieras.
La muchacha se arrojó sobre él, ciega de ira, y el hombre trató de apartarla.
Lo hizo con cierta violencia, pues tenía miedo. Y en ese momento se abrió la
puerta y el cuerpo de un verdadero gigante apareció en el umbral.
¡Fred Topeka!
Vio claramente que Figer zarandeaba a Eleonora y se dirigió hacia él. De un
solo manotazo lo apartó, y de un solo gancho lo envió hecho un guiñapo
contra la pared frontera.
—¿Qué hacía este tipo? ¿Ha querido aprovecharse de la situación?
—No —dijo Eleonora, con desprecio—. Ha intentado algo tan cobarde como
eso, pero mucho más seguro: obligarme a pasar aquí una noche y dejar que las
murmuraciones corrieran, para que yo no tuviese más remedio que acceder a
casarme con él.
Fred apretó los labios y fue en busca de Figer, que estaba acurrucado en un
rincón. Pero el médico, gimiendo, lloriqueando, se le abrazó a las piernas.
—¡No me pegue! ¡Sé que soy un miserable, un gusano, pero no me maltrate!
¡Tenga piedad dé mí! ¡No soy más que un pobre hombre!

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Fred, que ya había levantado el puño, lo dejó caer blandamente, sin tocar a
Figer.
—Bueno, ¿y qué hago yo con un tipo así? ¿Matarlo?
—Es lo que merecía —masculló Eleonora—, pero no vale la pena.
—Lo mismo pienso yo —sonrió Fred—. Verás, si le pego se me queda tieso
entre las manos. ¿Y quién busca a un médico luego?
—Déjalo —indicó Eleonora—. Déjalo.
Fred se apartó un poco. Pero Figer tenía tanto miedo y se veía aún tan a
merced de aquel tipo, que siguió arrastrándose para abrazarse otra vez a sus
rodillas.
—¡Soy un pobre hombre! ¡Soy un pobre hombre!
—¡Diablos, más pobre soy yo, que no tengo ni siquiera espuelas! Pero
levántese de una vez y deje de lloriquear por el suelo.
—¿De veras no va a matarme? ¿De veras no…?
No podía terminar. Ni hubiese podido tampoco aun de tener más serenidad,
porque en ese momento se abrió de golpe la puerta y madame Pipper apareció
en el umbral.
—Lo sé todo —dijo misteriosamente.
—¿Cómo? ¿Qué quiere decir «todo»? ¿Y qué hace usted aquí?
—He venido siguiendo a estos dos en un tílburi robado, como el suyo. Lo he
dejado cerca de aquí, avanzando luego a pie y en silencio. Desde esa ventana
sin cristales lo he visto todo y lo he oído todo. Y ahora, querido amigo Figer,
ha llegado el momento de que le diga que yo le perdono. Y puesto que un
hombre débil como usted necesita una mujer fuerte como yo para que le
proteja, y como si yo digo lo que sé será usted encarcelado, y como ya es hora
de que me case.
Heliotropo Mamerto Figer se puso de rodillas a los pies de Fred.
—¡No, eso no! ¡Máteme! ¡Desfigúreme a golpes! ¡Cuélgueme de un árbol!
¡Pero no deje que esta mujer haga eso! ¡Nooo!
Fred, mirando a Eleonora significativamente, se encogió de hombros.
—Amigo, en los asuntos del corazón uno no tiene que meterse. Le deseo que
sea muy feliz.
Salió con Eleonora de la cabaña, mientras madame Pipper se abalanzaba
jubilosamente para levantar a Figer. Y éste, con voz, desmayada y lánguida,
murmuró:
—Castigo del cielo. Lo menos que podía pasarme era esto…

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CAPÍTULO XI

UN LOCO EN LA CIUDAD

Mike Raniero golpeó la mesa con ambas manos, a pesar de la herida. La rabia
crispaba sus facciones y le daba expresión de fiera hambrienta. Parecía como
si de un momento a otro fuera a saltar encima de sus hombres, quienes le
miraban inquietos desde el otro lado de la mesa.
—¡No es posible! ¡Este hombre no ha podido escapar!
—Saltó desde el tejado, jefe. Parecía un caballo salvaje. Nunca he visto a
nadie que se moviera con tanta rapidez.
—¡A vosotros, que sois unas malditas tortugas, cualquier hombre os parece
rápido! ¿Sabéis, al menos, por dónde escapó?
—En dirección sur. Robó un caballo en el saloon frontero a la cárcel y salió
disparado con él. Cuando empezamos a perseguirlo, ya se había perdido su
rastro, pues era de noche y él debió galopar por la orilla del río.
—Muy listo. Hasta un niño lo sería peleando contra inútiles como vosotros.
Pero tengo que olvidarme ahora de lamentaciones que a nada conducen, y en
espera del momento de ajustaros las cuentas, trazaré un nuevo plan. ¿Dónde
está ahora ese hombre? ¿Muy lejos de aquí? Si es listo no habrá parado hasta
salir de Kansas.
—Se equivoca, jefe. Ese hombre está aquí, en la ciudad.
Mike Raniero sintió cómo se le atragantaba la saliva.
—¿Queeeeé?
—Sí, está aquí. No sabemos si se ha vuelto loco o se ha emborrachado, pero
lo cierto es que se encuentra en la ciudad. Regresó junto con esa especie de
diosa llamada Eleonora Van Locker.
Los ojos de Mike se entrecerraron. No había dejado de pensar en Eleonora
Van Locker desde el momento en que la vio. Y constantemente, de día y de
noche, se estaba repitiendo que aquella mujer era lo más delicioso que había
visto en su vida. Puesto que él era un verdadero rey en la ciudad y Eleonora
estaba en lo que podía llamar sus dominios, ¿por qué no aspirar a conseguir
de la muchacha lo que le viniese en gana?
Eleonora no sería, en todo caso, la primera mujer que sucumbía en los brazos
de Mike. Su vida estaba llena del recuerdo de mujeres hermosas, y todas

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habían tenido un mal fin. Pero ésta iba a ser la víctima más deliciosa y la más
apetecible.
Uno de sus hombres notó que su expresión acababa de cambiar.
—¿Qué le ocurre, jefe?
—Hay que matar a ese hombre, a ese maldito Fred Topeka. Y hay que raptar
a la chica.
—¿A quién? ¿A Eleonora Van Locker?
—¡Claro! ¡No va a ser a su abuela ni a su madre!
El que había hablado se frotó la mandíbula.
—Está bien, hay que raptarla. Pero ¿cómo? Para hacerlo tendríamos que
organizar una verdadera batalla en Lamed, una batalla que luego no
podríamos justificar. Y usted, jefe, siempre ha procurado dejarse en todas sus
actuaciones una salida legal, por si acaso.
Aquello era cierto. Mike debía su actual posición a su mano dura, su falta de
escrúpulos y su inteligencia. Era evidente que en aquella tierra no había ley,
pero de vez en vez venía alguien y pedía cuentas a la gente. Ese «alguien»
podía ser el gobernador, un agente federal o un miserable periodista como el
que fue eliminado en «duelo legal» poco antes. Pero a Mike Raniero jamás
había sido posible probarle nada, gracias a la doble intención de todos sus
procedimientos. Y por mucho que Eleonora le gustase, tendría que seguir con
el mismo sistema o se arrepentiría algún día.
—Habría que pensar algo —murmuró.
—Creo que yo tengo una idea, jefe —dijo uno de sus hombres.
—¿Una idea? ¿Tú? ¿Y qué es?
—Deberíamos ponernos al habla con ese medicucho. Con ese tipo que se
llama Heliotropo Mamerto no sé cuánto.
—¿Por qué? ¿No es algo así como el novio oficial de Eleonora?
—De eso quería hablarle. Puede ser su novio, pero lo cierto es que no
llegaron juntos a la ciudad. Y hace poco los he visto volver e iban más
separados que el verano y la nieve. El que iba más cerca de la chica era ese
maldito Fred Topeka.
—Bueno, puede que el medicucho y ella estén disgustados. Pero ¿qué tiene
que ver eso con lo que estamos hablando?
—Me da la impresión de que es mucho más que un disgusto. La chica no
puede tragar a Heliotropo. ¿Y quién me dice a mí que éste, resentido, no nos
ayuda en lo del rapto?
Mike contempló fijamente a su subordinado. Reconocía que aquella
posibilidad existía, y de poderse hacer algo en tal sentido, él aparecería con

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las manos limpias si alguna vez se iniciaba una investigación.
Definitivamente, ponerse al habla con aquel sujeto tal vez no fuese una mala
idea.
—Tú te encargarás de eso —ordenó al mismo que le había dado aquella
opinión—. Habla esta misma noche al medicucho y ofrécele la cabeza de Fred
si él nos entrega a la chica. Medios y ocasiones no han de faltarle para ello.
El pistolero dijo que sí, que cumpliría el encargo.
Y así fue como aquella noche alguien habló de negocios con Heliotropo
Mamerto Figer.
Usaba una camisa larga hasta los pies y un gorro de dormir encarnado, cosas
que Eleonora no sospechaba siquiera. De saberlo, aún hubiese sentido mucha
más aversión a la idea de casarse con él. Pues bien, acababa de encasquetarse
el gorro y se disponía a introducirse entre las sábanas, cuando alguien abrió
de repente la puerta de su habitación.
Figer se quedó como quien ve visiones. Un tipo alto, moreno, que llevaba un
revólver en la diestra, penetró en la pieza y se plantó ante él.
—¿Qué… qué desea? ¿Quién es usted, caballero?
—Soy un amigo suyo. A condición de que no haga usted ninguna tontería.
—¿Y cómo ha logrado entrar aquí?
—¡Hum! Tal vez usted ignore esto, pero el hotel donde nos encontramos
pertenece a mi jefe, al igual que casi todos los establecimientos públicos de
Lamed. Naturalmente, obtener una llave duplicada de esta habitación ha sido
lo más fácil del mundo.
—Bien, pero repito: ¿Quién es usted, caballero? ¿Y qué justifica el…
llamémosle honor, de su visita?
—Soy uno de los hombres de Mike Raniero. —Guardó el revólver, al ver el
espanto reflejado en las facciones de Figer, y se sentó en la cama—. Vamos a
entendernos en seguida. ¿Es usted el prometido de Eleonora Van Locker?
—Lo era. Es decir, su familia aún vería con buenos ojos un enlace entre
nosotros, pero ella, no.
—¿Es exigente y orgullosa la niña, eh? ¿Qué daría usted por vengarse de su
orgullo y al mismo tiempo ver muerto a Fred Topeka?
Brillaron los ojillos de Figer, detrás de las gatas.
—Cualquier cosa —replicó, sin cavilar.
—En tal caso, yo puedo ofrecerle la oportunidad que usted anhela. Mi jefe le
entregará el cadáver de Fred Topeka, le ofrecerá su amistad y su ayuda y aun
algunas otras ventajas, si usted le entrega a Eleonora Van Locker.
—¿Y para qué quiere él a Eleonora? —preguntó Figer, sobresaltado.

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El pistolero resolvió ser expeditivo y brutal.
—¿Para qué quiere un hombre como Mike a una mujer como Eleonora?
Dígame, ¿sabía resolver la adivinanza?
Creyó que el médico se asustaría y que opondría alguna resistencia, pero se
sorprendió al ver que aquel hombre odiaba tanto a Fred Topeka y se sentía tan
humillado ante Eleonora, que era ya capaz de cualquier cosa.
—Lo haré. Esa niña necesita una buena lección. Y en cuanto a él…
—De él nos ocuparemos nosotros. Y esta vez nuestros procedimientos no van
a fallar.
—De acuerdo —dijo Figer, con una repentina decisión—. Completamente de
acuerdo. ¿Cuándo quieren a la muchacha?
—Lo antes posible, partiendo de la base de que puedo proporcionarle en
seguida los duplicados de las llaves de todas las habitaciones del hotel. ¿Qué
procedimiento piensa emplear para «convencerla»?
—No la convenceré de ningún modo. La ciencia —y señaló pomposamente
su cabeza— posee ahora medios para neutralizar la voluntad de las personas,
como son los soporíferos y los anestésicos. Yo tengo una buena cantidad de
ellos en mi maletín. Y los emplearé esta misma noche.
—¿Esta misma noche?
—En el Este somos gente muy dinámica, caballero. Dígale a Mike Raniero
que dentro de una hora podrá recoger el cuerpo de Eleonora Van Locker.
El pistolero estaba asombrado ante el buen éxito de su misión. Y más aún lo
estaba ante el desparpajo y la desvergüenza del médico.
—Muy bien, así se lo diré. Pero ¿dónde va a recogerlo?
Figer sonrió.
—Eleonora traía dos grandes baúles, los dos con objetos personales y con
ropa. Entiendo que para que Mike Raniero quede mejor cubierto ante la
opinión pública, debe darse la impresión de que Eleonora Van Locker ha
huido. Para ello es preciso que con su cuerpo desaparezca también su ropa, o
al menos una parte considerable de la misma.
—¡Está usted en todo! —aprobó el pistolero, dándole un alegre golpe en la
rodilla—. ¡Si Raniero le oye, le nombra su lugarteniente!
Figer no se inmutó.
—Emplearemos los dos baúles de una forma sabía y consecuente. Yo
penetraré dentro de poco en el dormitorio de Eleonora, la adormeceré por
medio de un soporífero, la ataré y amordazaré y depositaré su cuerpo en el
baúl rojo. ¿Bien entendido, eh? En el baúl rojo. Éste se lo llevan ustedes
adonde les venga en gana. Sus ropas estarán colocadas en el baúl marrón, el

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cual llevarán sin pérdida de tiempo a una cabaña abandonada que hay hacia la
salida sur de la ciudad, siguiendo la orilla del río. Yo haré desaparecer esas
ropas de modo que no resulte ningún compromiso para Mike. Y si la niña se
pone tonta, tiene las espaldas cubiertas para matarla si lo desea. Déjeme ahora
todas las llaves del hotel, para no andar con líos, y recuerde lo del baúl
marrón y lo del baúl rojo. Si se confunden, lo echan todo a rodar.
El pistolero estaba entusiasmado. Nunca hubiera supuesto tantas facilidades.
Aquello iba a servirle por lo menos para ser convertido en el lugarteniente de
Mike.
—Tenga las llaves. Están aquí las de todas las habitaciones del hotel. No se
puede confundir porque tienen grabado el número.
—Los que no deben confundirse son ustedes, o lo echarán todo a rodar.
Buenas noches. Y vuelvan a la habitación de Eleonora dentro de treinta
minutos. Antes pasen por aquí, donde les esperaré con las llaves y les diré si
todo ha ido bien.
—¡Magnífico! ¡Magnífico! ¡Es usted un hacha, Heliotropo! ¡Hasta dentro de
media hora!
Y salió volando de allí, ansioso de comunicar las buenas noticias a Mike. Pero
otra cara habría puesto de ver cómo Figer sonreía con malicia y se daba dos
golpecitos en la frente.
¿Conque Eleonora, eh? ¡Valiente negocio habían hecho! ¡Pretender
aprovecharse de él, el hombre más astuto de Kansas!

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CAPÍTULO XII

DE PILLO A PILLO

Heliotropo Mamerto Figer iba a dormir poco aquella noche. Veamos lo que
hizo.
Fred Topeka no tenía sueño, pues le daba vergüenza estar en un hotel que sin
duda pagaría el abuelo de Eleonora, y por eso iba a dormir poco aquella
noche. Veamos también lo que hizo.
Figer se vistió, eligió entre las llaves la correspondiente a la habitación de
Eleonora y se dirigió cautelosamente hacia allí. Previamente había dispuesto
en algodón una buena dosis de cloroformo, suficiente para dormir a un
caballo. Abrió poco a poco sin hacer el menor ruido, y entró. Eleonora estaba
durmiendo.
Una sonrisa maligna se marcó en los labios de Figer al pensar en lo que
sucedería dentro de poco. ¡Estaba listo Mike Raniero si creía que Eleonora era
bocado digno de un asno como él!
Procurando no mirarla, pues la belleza de la muchacha era como para
desmayar a cualquiera, y a él le convenía estar sereno, acercó poco el algodón
impregnado a su nariz y boca. Eleonora respiro y sin darse cuenta pasó de un
sueño natural a otro del que no iba a despertar en algún tiempo.
Figer la destapó, hizo con las sábanas un cordón y ató a la joven por muñecas
y tobillos, de forma que estuviese completamente indefensa. Luego la
amordazó, poniendo también en el pañuelo, para mayor seguridad unas gotas
de soporífero.
Hecho esto, con una rapidez y una habilidad de las que no le hubiera creído
capaz nadie, abrió… ¡el baúl marrón! Y en él introdujo el cuerpo de Eleonora
cerrándolo luego herméticamente. No había peligro que la muchacha
pereciese asfixiada porque el baúl era grande, y porque vendrían a recogerla
antes de media hora.
Luego abrió el baúl rojo, vaciándolo de ropa que ocultó debajo de la cama y
salió de la habitación teniendo buen cuidado de dejarla cerrada, para
encaminarse con el mayor sigilo a la de madame Pipper esto consistía la
segunda parte de su plan.

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Pudo entrar sin ninguna dificultad en la pieza madame Pipper estaba
durmiendo el sueño de los justos. La gran dama se había puesto para
descansar un ridículo gorro lleno de florecidas pintadas. Figer con una sonrisa
maligna, le puso cerca de la nariz un nuevo pedazo de algodón impregnado de
cloroformo y espero.
Los ronquidos de madame Pipper no tardaron en más profundos y regulares
que antes. Figer la ató de pies y manos, la sacó del lecho, envuelta en su largo
camisón y la arrastró hasta la habitación donde se encontraban los baúles.
Luego salió de nuevo, esta vez para dirigirse al dormitorio de la madre de
Eleonora.
Figer se divertía con sólo pensar en su plan. La sorpresa que iban a llevarse
Mike Raniero y sus gorilas, sería de lo más estruendoso.
Como ellos ocupaban una zona bastante retirada del hotel no era posible que
nadie le viese, pero aun así, Figer extremó las precauciones. De todos modos,
no recordó una cosa: en una habitación cercana a la suya y que normalmente
estaba desocupada, dormía aquella noche Fred Topeka.
Fred, como ya se ha dicho, no podía dormir. El pensamiento de que estaba
sobre una cama que no podía pagar, le consternaba. Y mientras estaba sumido
en toda clase de amargas meditaciones, creyó escuchar ruidos en el pasillo.
Como ni siquiera se había desnudado, se levantó entreabrió un poco la puerta
y vio a Figer que sacaba a rastras, penosamente, a la madre de Eleonora atada
de pies y manos.
En lo primero que se le habría ocurrido pensar a cualquiera al ver aquello es
en un asesino. Pero por el momento, desde luego, la honorable señora gozaba
de muy buena salud, porque sus ronquidos debían oírse hasta en la frontera.
Heliotropo Mamerto introdujo a madame Pipper y la madre de Eleonora en el
mismo baúl —el rojo, que era el más grande— y luego lo cerró frotándose las
manos satisfecho. El rojo era el baúl que debían venir a buscar los hombres de
Raniero, y en él se llevarían a las dos vetustas damas en lugar de llevarse a
Eleonora. A ésta, en cambio, se la llevaría él metida en el baúl marrón. Y una
vez solos en la cabaña que ya conocían y ante la perspectiva de tener que
regresar al poblado en camisa de dormir si él no la ayudaba, Leonora no
tendría más remedio que prometer solemnemente casarse con él. ¡Éste sí que
era un plan que no podía fallarle!
Hecho todo esto, buscó las llaves de los baúles y las puso en las respectivas
cerraduras. Sin más, salió a la puerta del hotel para avisar a alguno de los
hombres de Mike, que sin duda andarían cerca para que viniesen a recoger los
baúles. Cuanto antes lo hicieran, mucho mejor.

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Apenas había desaparecido él del corredor, cuando la puerta de la habitación
se abrió sigilosamente, y en el hueco apareció Fred Topeka. Vio los dos
baúles, penetró ágilmente y se rascó la nuca.
—¡Diablo! —rezongó.
Abrió uno de ellos y vio a Eleonora dormida bajo los efectos del cloroformo y
atada de pies y manos.
—¡Cáspita!
Abrió el otro baúl y vio a las dos opulentas damas.
—¡Diantre!
Fue en seguida hacia la ventana, por la que miró con el mayor disimulo. Pudo
ver a Figer hablando misteriosamente con un tipo en quien reconoció a uno de
los pistoleros de Mike Raniero. Y entonces la luz se hizo instantáneamente en
el cerebro de Fred.
Aun sin poder precisar los detalles, barruntó algo del plan de Figer. Y sin
perder un solo minuto, sacó a Eleonora del baúl marrón y la depositó bajo la
cama, junto a las ropas. Luego llenó el baúl marrón con el cuerpo de madame
Pipper, los cerró los dos y se ocultó tras el alto respaldo de una de las butacas,
porque ya Figer y cuatro hombres entraban en la habitación.
—¿Son ésos los dos baúles?
—Sí. Llévense el rojo, el cual tiene la llave en la cerradura. El marrón me lo
llevarán a la cabaña ya indicada, pero la llave me la quedo yo.
—De acuerdo.
Los cuatro hombres cargaron con los dos baúles y salieron a trompicones de
la estancia, mientras Figer se frotaba las manos satisfecho. ¡Menuda sorpresa
iban a llevarse cuando abrieran el baúl rojo!
—Y ahora…, ¡a la cabaña, a esperar! —dijo en voz alta, mientras salía
disparado por la puerta.
Fred Topeka se puso en pie, se rascó la nuca otra vez, enarcando las cejas, y
luego recogió amorosamente el cuerpo de Eleonora para depositarlo en el
lecho, tapándolo igual que si fuera su hija. Hecho esto, salió él también de la
habitación, cerrándola cuidadosamente.

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CAPÍTULO XIII

SORPRESAS PARA TODOS

Mike Raniero había bebido ya media botella de ginebra, mientras esperaba


impaciente, cuando sus hombres entraron con el baúl.
—¡Vaya! ¿Está ahí Eleonora?
—Si ese maldito Figer ha cumplido su palabra, sí que está, jefe.
Mike aguzó el oído. Sonaban leves ruidos dentro del baúl, como si la persona
que estaba dentro hubiese despertado ya y empezado a removerse. Sonrió con
superioridad, pensando en la sorpresa que iba a llevarse Eleonora. Seguro que
la muchacha no había pensado jamás que pudiera suceder lo que sin duda
sucedería en seguida.
—Dejadme solo —murmuró con los ojos brillantes—. Quiero que no haya
ningún testigo cuando yo abra el baúl.
Los pistoleros salieron uno tras otro, dirigiéndole miradas de oculta envidia.
Mike Raniero se aproximó al baúl y escuchó con delectación los pequeños
ruidos que se producían en el interior, y que indicaban sin lugar a dudas, que
Eleonora estaba tratando inútilmente de librarse de las ligaduras que la
sujetaban. Puso los labios en forma de piñón y susurró:
—No te inquietes, nena, cariño. Yo te desataré.
Un sordo rumor dentro del baúl fue la respuesta.
—¿Estás inquieta, preciosa? No temas. Pronto vas a llevarte una sorpresita…
Pero el que se llevó la «sorpresita» fue él.
La madre de Eleonora, que era la que estaba dentro del baúl, había logrado ya
liberarse de las ligaduras preparadas por la mano poco experta de Figer. Y
con las diez uñas a punto, sólo esperaba que alguien levantase la tapa para
lanzarse sobre él. Mike Raniero fue el afortunado mortal que levantó esa tapa.
—¡Preciosa! —bramó, con gran entusiasmo, antes de mirar lo que había
dentro.
—¡Bandido! —exclamó la dama, antes de mirar lo que había fuera.
Diez uñas bien afiladas y potentes fueron en busca del rostro de Mike, donde
dejaron diez, rastros de sangre, El pistolero lanzó una sorda exclamación de
sorpresa y furor, mientras aquella masa humana se le venía encima. Cayó
plano al suelo, mientras la enfurecida dama, cuyo peso no bajaba de los

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noventa kilos, empezaba a dar saltos sobre él. Mike Raniero creyó por un
instante que habían llegado los últimos minutos de su vida. Al fin hizo una
pirueta, logró sacudirse la asfixiante presión de la mujer y extrajo un revólver.
La culata se aplastó contra la cabeza de la madre de Eleonora, quien cayó
hacia atrás lanzando un gemido.
Los pistoleros que estaban escuchando en la habitación contigua no se
atrevían a entrar. Tuvo que llamarlos Mike, con la amabilidad que en él era
habitual.
—¡Eh, cerdos! ¡Entrad!
Penetraron todos en tropel, creyendo que en el interior se hallaba Eleonora.
Pero cuando vieron a aquella gruesa dama hipando en el suelo, estuvieron a
punto de caer de espaldas.
—¡Jefe, esto es una estafa!
—¡Nos han engañado como a unos imbéciles!
—Y lo peor es que nos haya engañado un tipo tan ridículo como Figer —
murmuró sordamente Mike, con reconcentrado odio—. ¡Pero yo haré que
pague esto!
Poco podía imaginar Raniero que Heliotropo Mamerto Figer estaba ya
«pagando» en aquellos momentos.

***

—¡Cariño! ¡Cariñito! ¿No quieres decir nada al hombre que va a ser tu


esposo? ¿No tienes ni una palabra para el hombre que va a ponerte una casita
en Nueva York para que vivas como una reina?
Demasiado sabía el granuja que había amordazado a la persona que estaba
dentro del baúl. Pero con todas aquellas preguntas, antes de levantar la tapa,
se divertía muchísimo y se sentía hombre importante. ¡Estaba lista Eleonora,
si creía que a él se le hacía desistir fácilmente de sus proyectos!
—¿No dices nada, cielín? Espera, que ahora verás a tu cariñito…
Levantó la tapa y la persona que estaba dentro, la cual también se había
librado de sus ligaduras, se le abrazó frenéticamente, con un entusiasmo que a
Figer se le antojó delicioso. Con los ojos cerrados saboteó su victoria, pues
era evidente que por fin acababa de triunfar. Eleonora se había dado cuenta de
que él estaba decidido a todo, y se rendía a su amor.
—¡Me has raptado! ¡Me has raptado! ¡Eso indica que tú también me amas!
¡Eso quiere decir que hemos nacido el uno para el otro!

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¡Aquella voz! ¡Aquella voz un poco ronca, chillona y de mujer acostumbrada
a mandar! ¡Aquella voz que no se parecía en nada a la de Eleonora Van
Locker!
Figer abrió los ojos. Y entonces se encontró completamente perdido e
indefenso en los brazos de madame Pipper.
—¡Oh, pero yo…!
—¡Tú estás enamorado de mí, cariño! ¡Tú sabes que me amas locamente!
¡Debemos casarnos en seguida!
Figer cayó hacia atrás, puso los ojos en blanco y murmuró:
—¡Dios mío!

***

Entretanto, los acontecimientos se habían ido precipitando rápidamente. Lo


mismo en el hotel donde se alojaban los Van Locker que en la casa donde
Mike Raniero tenía instalado su cuartel general del crimen.
En el hotel, pronto Eleonora se despertó con una sensación de angustia y
vértigo, viendo que la habitación se encontraba con luz encendida y que todo
daba vueltas alrededor suyo. Trabajosamente se sobrepuso a esta sensación, y
se dio cuenta entonces de que las ropas del lecho estaban desordenadas y de
que faltaban sus dos baúles. Rápidamente, tratando de dominar su angustia,
salió para dirigirse a la habitación de su madre. Pero su horror subió de pronto
al darse cuenta de que ésta no se encontraba allí. ¡Había desaparecido!
Dio media vuelta, para dirigirse a la habitación de sus abuelos y entonces se
encontró de manos a boca con Fred Topeka. Éste se hallaba negligentemente
apoyado en una de las paredes del corredor, y a su lado estaba el abuelo,
abrochándose la camisa nerviosamente.
—No te inquietes, muchacha.
Era Fred el que había hablado. Eleonora interrogó mudamente a su abuelo,
con la mirada, y éste se encogió de hombros.
—Fred me lo ha explicado todo. Al parecer, Figer estaba en combinación con
esos bandidos para organizar un rapto. Fred te salvó a ti, pero dejó que se
llevasen a tu madre y a madame Pipper: Ahora lamenta haber seguido la
broma. Pero yo, la verdad, creo que hubiese hecho lo mismo. Ambas
necesitaban una lección.
—¡Abuelo! —clamó Eleonora, con aire recriminatorio, poniéndose
intensamente encarnada.

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—Me he dado una vuelta por el lugar donde están reunidos Mike y Raniero y
sus hombres —dijo Fred, en voz baja—. Tu madre no ha sufrido ningún daño
aparente, excepto el susto. En cambio, Mike tiene las huellas de diez uñas
marcadas en la cara.
—Y… ¿Madame Pipper? —susurró Eleonora.
—Esa apuesto a que se la han llevado a Figer, porque la introduje en el baúl
donde estabas tú. No quiero imaginar lo que el pobre doctorcete debe estar
pasando ahora. Pero, de un modo u otro, no podemos perder ya más tiempo.
La broma ha llegado demasiado lejos. Voy a rescatar a tu madre y a
entendérmelas definitivamente con Mike Raniero. De un modo u otro, adiós,
muchacha.
Se volvió hacia el fundo del pasillo, alejándose rápidamente. Eleonora,
asombrada, lo vio marchar sin un gesto, sin una palabra. Luego se volvió
hacia su abuelo, quien pese a lo trágico de la situación parecía
verdaderamente divertido, como si sólo en aquellos momentos, después de
muchos años de esclavitud, se sintiera libre.
—¿Qué vamos a hacer? —susurró ella—. ¡No podemos permanecer así!
—Por lo pronto, vístete —contestó, calmosamente, el abuelo—. Y luego,
vamos tras ese hombre.

***

Cuando Fred llegó sólo a la casa donde Mike se había reunido con sus
pistoleros los encontró a todos alineados en el porche. En total, eran cinco
hombres, entre los que se contaba el alguacil que se había vendido a Raniero.
Pero esos cinco hombres no estaban solos en la calle. Frente a ellos había un
tipo alto, de blancos cabellos que asomaban bajo un sombrero tejano, y en
cuyo chaleco de piel brillaba una estrella. Era el sheriff del condado, quien
había llegado a aquellas horas a Lamed para ajustar alguna importante cuenta.
Fred supo cuál era esa cuenta al oírle decir:
—Vuestras canalladas han llegado ya demasiado lejos, Raniero. Burnett, el
periodista a quien asesinasteis, tenía buenos amigos en la capital del condado.
Su muerte se ha sabido telegráficamente por medio del capellán del
cementerio, y me he puesto en camino sin perder un minuto. La casualidad ha
querido que os encontrase levantados y saliendo de esta casa. Vengo a
detenerte y a destituir a ese granuja a quien tengo aquí por representante.
¡Arriba las manos, Mike!

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Nadie se había dado cuenta de que Fred Topeka estaba allí. Mike Raniero
sonrió desdeñosamente, viendo que el que le amenazaba era un hombre solo.
—No crea que su estrella me infunde demasiado respeto, sheriff. No hay nada
absolutamente en este mundo ante lo que yo me doblegue. De modo que, si
quiere conservar la vida, vuelva grupas y lárguese de aquí.
El sheriff arqueó un poco los brazos.
—¡Obedece, Raniero, o en caso contrario defiéndete!
—¡Defiéndase usted, sheriff! ¡Le va a hacer más falta!
Los seis hombres iban a empuñar ya las armas cuando Fred Topeka adelanto
unos pasos. Y su alta figura se puso entonces de manifiesto en la penumbra de
la calle.
—Yo fui testigo del asesinato, sheriff. En realidad, yo debería estar muerto
también a estas horas. Si no le molesta que alguien le ayude, en esta fiesta
vamos a ser dos.
El sheriff le miró sólo de reojo. Y sonrió.
—Gracias, amigo.
Mike Raniero, lanzando un aullido de rabia, fue el primero en «sacar». Sus
hombres le imitaron, con gestos relampagueantes. Fred y el sheriff se lanzaron
uno por cada lado, buscando protegerse, mientras sus revólveres salían a la
luz. Una verdadera traca de disparos ensordeció la calle, justo cuando
Eleonora y el abuelo llegaban a ella. Dos de los pistoleros de Mike cayeron
atravesados, mientras el sheriff recibía plomo en una pierna. Fred Topeka,
rodilla en tierra, disparó otras dos veces, con rapidez alucinante, y dos
pistoleros de Mike cayeron también. El jefe quedó solo.
Como una fiera acorralada se lanzó hacia la puerta, tratando de entrar en la
casa. Fred disparó contra esa puerta, impidiéndole tocarla. Mike Raniero se
volvió entonces, con una fría desesperación impresa en sus facciones, y
descargó su revólver con una rapidez frenética. Fred recibió plomo en el
hombro izquierdo, y en el momento de caer hizo fuego una sola vez, Fue
suficiente, porque la bala atravesó la cabeza a Raniero.
Un silencio espantoso se hizo entonces sobre la calle. Fred Topeka se
incorporó débilmente y tambaleándose, fue hasta el sheriff para ayudarle a
levantarse. El abuelo Van Docker llegó corriendo y ayudó a sostenerse a los
dos, porque de lo contrario hubieran rodado por el suelo.
Como por encanto, empezaron a salir hombres de las casas cercanas. Entre
lodos sostuvieron a los heridos y los introdujeron en el saloon, depositándolos
sobre dos mesas. El sheriff balbució:

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—Me ha salvado usted la vida, amigo. Le nombro representante de mi
autoridad en Lamed. Sé que cumplirá las leyes y las hará respetar.
Con la mano que podía mover, Fred se rascó pensativamente la nuca.
—Bien, en tal caso habrá gente que necesite el dinero más que yo… Renuncio
a la herencia que Burnett dejó para el que pacificase esto. Que haga buen
provecho a los pobres.
—En ese momento, y cubierta con una capa que había encontrado en la casa,
salió pomposamente la madre de Eleonora. Con aires de gran tragedia, se
abrazó a la muchacha.
—¡Hija mía, vámonos de aquí! ¡Vámonos de aquí!
—¡De aquí no se marcha nadie! —gritó el abuelo, saliendo en aquel momento
del saloon—. ¡Por fin habéis aprendido que en la vida no todo es ceremonia,
pompa y reverencias estúpidas! ¡Volveremos algún día a Nueva York, quién
lo duda, pero de momento nos quedamos todos aquí!
La madre de Eleonora contempló a la muchacha.
—¿Qué dices tú, hija mía? ¿Vamos a quedarnos en un lugar tan perdido y
salvaje como éste?
—Nos quedamos —dijo Eleonora, apretando los labios—. O por lo menos me
quedo yo.
Se dirigió con paso firme hacia el saloon. En ese momento una mujer que
estaba junto a la puerta, sumariamente vestida, y que no era sino la bailarina a
quien perdonara Fred, murmuro a su paso:
—Haces bien en quedarte junto a él. No encontrarás hombre mejor en tu vida.
Eleonora la miró a los ojos, le estrechó en silencio la mano y luego penetró en
el saloon. Fred y el sheriff, tumbados en dos mesas, estaban jugando una
partida a los dados mientras les curaban las heridas.
—¡Esto se terminó! —gritó Eleonora—. ¡De ahora en adelante dejarás de
jugar y beber o te cortaré las orejas!
—¿Es que… es que vas a vigilarme siempre? —susurró Fred, asustado.
—Siempre, cariño.
Fred Topeka cayó hacia atrás y quedó tieso, en la mesa. El sheriff se inclinó
sobre él.
—¡Estás listo, amigo! ¡Pero qué diablos! ¿Por una mujer así también lo
dejaría yo todo?
Y Eleonora se inclinó sobre Fred, y la dama y el pistolero se dieron un beso
en los labios. En aquel momento, en el exterior se oyó una voz desgarrada que
gritaba:
—¡Auxilio, caballeros! ¡Auxilioooooo!

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Y un tílburi conducido por madame Pipper, y en el que también iba Figer bien
sujeto por un brazo de la robusta dama, pasó como una exhalación por
enfrente del saloon, camino de la casa donde residía el juez de paz.
Heliotropo Mamerto Figer siguió chillando, pero nadie le hizo caso.
Y una hora después, se habían celebrado en Lamed dos bodas: la de la
honorable madame Pipper con el medio muerto Heliotropo Mamerto Figer y
la del pistolero y la dama.
El abuelo quiso ser padrino en las dos. Aseguró que ésta era su venganza.

FIN

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