2005 Leyendas y Mitos Mayas
2005 Leyendas y Mitos Mayas
2005 Leyendas y Mitos Mayas
del quetzal y del venado, la tierra quiché donde floreció la cultura maya. Es una obra
con relatos maravillosos como la leyenda del címbalo de oro, que cuenta la historia
del florecimiento de Uxmal; el tesoro oculto en las lagunas encantadas o el misterio
de Xunáan Túunich…
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Anónimo
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Anónimo, 2018
Diseño de cubierta: Titivillus
Foto de portada: Tati Sidlik
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Introducción
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constituyen todo un cúmulo de pasajes que podrían describir el verdadero destino de
la cultura maya.
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El Popol Vuh
Las teorías mayas sobre la creación de la Tierra y de los seres que la habitan varían
algo de un grupo a otro, pero se asemejan en lo fundamental, particularmente
respecto de la existencia del hombre en varias etapas sucesivas.
El Popol Vuh de los quichés puede tomarse como el compendio más completo y
detallado que se posee sobre el tema; en términos poéticos, estos textos describen la
inmensidad del cielo «móvil, vacío y callado» que precede a la Creación, cuando aún
no se manifestaba la faz de la Tierra. En él se dice que cuando todo era oscuridad los
dioses se reunieron para crear lo que ahora todos vemos…
Al principio no existían seres vivos. Todo estaba vacío y solo. El espacio estaba
inerte, y sobre el desastre descansaba el inmenso mar. En el silencio de la oscuridad
rondaban los dioses Tepeu, Gukumatz y Hurakán. Sus nombres entrañaban el
misterio del origen y la muerte, tanto como de la Tierra y de todos los seres que la
habitarían.
Cuando los dioses llegaron al lugar donde se encontraban las tinieblas, acordaron
qué harían. Entonces dijeron:
Así fue separada el agua de la tierra firme. Hecho esto los dioses declararon:
Y los dioses crearon aves y bestias; eran torpes e insensibles, y al pensar en ello,
declararon:
Las bestias y las aves obedecieron al mandato; después los dioses nuevamente se
reunieron y dijeron:
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«Todo ser vivirá sometido a lo ya dicho, pero no serán servidores
al silencio; el cual es desolación, abandono y muerte. Por tanto, con
los dones que les hemos otorgado y de acuerdo con lo que son, digan
nuestros nombres, alcen su voz y acudiremos, sea de este modo».
Dicho esto, se retiraron, pero las bestias permanecieron ahí abandonadas a su suerte,
y con el pesar de la sentencia dictada.
Después los dioses planearon crear otros seres capaces de hablar, y entonces
dijeron:
«¿Qué haremos para que las nuevas criaturas nos llamen por
nuestros nombres y nos veneren?».
Conversaron y determinaron hacer de barro húmedo a los nuevos seres. Poco a poco
los moldearon y cuando terminaron, las criaturas sólo eran muñecos de barro que no
podían sostenerse en pie, y se desmoronaban con el tiempo. Mas podían hablar; pero
en sus palabras no había conciencia, por ello los dioses dijeron:
Y los dioses se preguntaban qué harían para que las criaturas comprendieran y
tuvieran conciencia, que les veneraran y supieran lo que ellos eran. Así fue que la luz
de un relámpago iluminó la mente de la nueva Creación; los nuevos seres fueron
hechos de madera. En verdad parecían personas, pero pronto mostraron que no tenían
corazón; no comprendían el sentido y propósito de sus orígenes. Hablaban pero sus
palabras eran tan vacías, y ellos tan torpes que no reconocieron a sus creadores,
dueños de todo lo que crece.
A Por esa causa también fueron condenados, y sobre ellos los dioses crearon un
diluvio de ceniza que los exterminó.
Decepcionados los dioses, dispusieron que la Tierra se inundara y que todo ser
vivo sucumbiera; y así fue. Durante mucho tiempo el agua lo anegó todo.
Después los dioses hicieron otros seres. Los hombres se hicieron con plantas
crecidas en los pantanos, y las mujeres fueron creadas de espigas que crecían a los
bordes de pequeños lagos. Pero tampoco fueron lo que los dioses esperaban, y por
ello el pájaro Xecotcovah se estrelló en sus ojos, y sus carnes fueron trituradas por el
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jaguar Cotzabalam. Algunos huyeron hacia las cuevas y los árboles y acabaron por
convertirse en monos; por ese motivo éstos tienen el aspecto de los antiguos seres de
la tierra quiché.
Una vez más se reunieron los dioses y acordaron la creación de criaturas que
serían de carne y hueso, dotadas de corazón e inteligencia. Antes del amanecer,
bendijeron lo que sería el alimento de aquellos seres. De diversos sitios arribaron el
gato, la zorra, el loro y el cuervo; traían la nueva de las mazorcas de maíz amarillo,
que estaban altas y maduras; fueron desgranadas, y con los granos puestos en agua de
lluvia serenada, hicieron sustancias para la prolongación de la vida de los nuevos
seres. De esta naturaleza fueron formados y les pusieron carrizos por dentro y de
inmediato mostraron la calidad de sus conciencias. Fueron cuatro los primeros:
Balam Quitzé o Tigre de Dulce Sonrisa; Balam Acab o Tigre de la Noche;
Mahucutah o Nombre Distinguido, y por último Iquí Balam o Tigre de la Luna.
Surgidos de sus manos, los dioses preguntaron al primero de ellos:
«Por tu propia boca dinos, y por los demás, ¿qué conciencia tienes
de lo que tú y tus hermanos son del mundo que los rodea?»
Al oír esto, los nuevos seres se percataron de que sus sentidos eran completos y
quisieron expresar su gratitud. Balam Quitzé dijo:
Pero los dioses no recibieron con agrado esta declaración, al ver que tenían
demasiada conciencia. Una vez más dialogaron entre sí:
Y para que los nuevos seres no se asemejaran mucho a ellos, formaron con su aliento
una nube sobre sus ojos, y así redujeron su visión para que no pudieran ver
demasiado.
Hecho lo anterior, los dioses decidieron darles compañeras, y crearon a las
mujeres Cakiza o Agua Brillante; Tzununia o Casa del Agua; Choima o Agua
Hermosa y Cahapaluma o Caída del Agua. Los dioses, que dormían al crearlas,
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despertaron porque de veras eran bellas, y al verlas tan delgadas, piel suave y aroma
tan grato, llenos de gozo las tomaron como esposas.
Y de este hecho provino todo el pueblo maya quiché, cuya estirpe se disiparía por
la tierra de la región del Oriente.
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La familia de Balam Quitzé
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«¡Oh hijos nuestros! Vamos a marcharnos, pero regresaremos.
Ahora les dejamos sabias recomendaciones y consejos. Escuchen
todos ustedes que vinieron de una lejana patria… no nos olviden
nunca, pues siempre debemos permanecer en su memoria. Volverán a
contemplar sus hogares y las montañas al pie de las cuales nacieron.
No duden en establecerlos allí. ¡Y que así sea! Luego prosigan su
camino y eso les permitirá ver el lugar de donde vinimos…»
Estas palabras iban dirigidas a Balam Quitzé y a su familia, que fueron los primeros
mayas que poblaron Yucatán, quienes provenían del otro lado del mar, del lugar de
donde siempre nace el sol. Murieron siendo muy ancianos cuando ya se habían
asentado en aquellas tierras numerosas familias. Dejando simplemente en mito el
lugar de donde provenían.
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La grandeza de Izamal
Una vez que los mayas se asentaron en la península de Yucatán, pronto empezaron a
edificarse templos, fortalezas y pirámides; y a su alrededor fueron construidas chozas
para la gente humilde. De esta manera surgiría la primera ciudad maya, llamada
Izamal.
La ciudad de Izamal se encontraba cerca de las costas y era gobernada en forma
téocrática. Con el paso del tiempo fueron edificadas otras ciudades que estuvieron
bajo el mando de sacerdotes. Ante el peligro de sufrir invasiones, se crearon defensas
que dieron pie a una organización guerrera, que adquirió mayor fuerza que la
religiosa.
Al mismo tiempo, los vasallos efectuaban las más duras tareas, como la
construcción de monumentos, cuyos planos eran trazados por los sacerdotes, que
poseían grandes conocimientos matemáticos y astronómicos.
Se manifestó entre la civilización maya la diferencia de castas, que se aprecia en
el fanatismo que muestran los dioses de su mitología y los rituales que se dedicaban
en honor a cada uno de ellos.
Para ese entonces, las construcciones reemplazaron a las tierras; los palacios
tallados prodigiosamente ocuparon el lugar de las antiguas edificaciones de
arquitectura sencilla. Nació la escultura de piedra, lo que llevó a que los dioses
tuvieran una representación física ante la cual el pueblo no dudó ala hora de
arrodillarse. La riqueza de los mayas fue tanta, que las ciudades pudieron ser
fortificadas con murallas que eran casi impenetrables.
En medio de toda esta grandeza, la ciudad que seguía teniendo gran importancia
era Izamal, pues se consideraba divina, debido a que de acuerdo con los mayas,
recibía los dones del cielo. De esta manera se le daba el nombre de Ytzamat-ul (Que
Recibe y Posee la Gracia o Rocío del Cielo) a una pirámide dedicada al dios de la
sabiduría, Zamná. Según la leyenda, poseía el poder de adivinar, además de que miles
de personas de pueblos lejanos fueron testigos de lo maravilloso…
Cierto día, cuando las congregaciones llegaron hasta la gran pirámide con el
objetivo de consultar sobre todas sus dudas y temores, el sacerdote de aquel lugar
miró en los ojos de una joven su profunda tristeza, por lo que le preguntó:
—¿Qué te sucede, bella joven?
La mujer, que no dejaba de postrarse ante la maravillosa construcción, respondió
sin levantar la mirada:
—Señor, mi corazón llora de tristeza, y he venido a pedirle a los dioses se apiaden
de mí para encontrar consuelo.
—¿Qué pena se puede esconder en tu alma pura?
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—Es la pérdida de mi padre, quien, viejo como estaba tuvo que defender nuestras
tierras de los invasores —respondió la bella joven.
Aquel hombre ordenó a la mujer llevar hasta la pirámide los restos de su padre,
que acababa de morir. Ella, sin dudarlo, regresó a su hogar para llevar consigo el
cuerpo de su padre. Una vez que estuvo nuevamente frente ala pirámide, el sacerdote
se acercó y tocó la frente del viejo, quien de acuerdo con la leyenda, se levantó
inmediatamente.
Desde aquel momento la ciudad de Izamal no sólo fue famosa y preferida por los
milagros de adivinar el futuro, sino también por poseer el poder de sanar y hasta de
resucitar.
Aquel sacerdote fue considerado como hijo de dioses y fue él quien eligió el
nombre de las costas, puertos, montañas y demás lugares. Con este proceder, el
pueblo terminó por conceder un papel casi divino a los sacerdotes, lo que puede
explicar la duración del periodo teocrático y el gran territorio que llegó a cubrir.
Por tal motivo, el sumo sacerdote terminó por ser considerado un rey, se le dio el
nombre del dios Zamná y fue visto como la representación viva de la divinidad, digno
de ser adorado.
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La leyenda de la vara alta
En la antigüedad los mayas que vivían en las ciudades tenían un jefe que no
pertenecía a la casta de los príncipes ni a la de los sacerdotes; era una persona del
pueblo llano que había demostrado sabiduría y al que se le daba el nombre de alcalde
de la «Vara Alta». Este personaje era como un director religioso, el cual portaba ese
distintivo, al que también se le denominaba «la majestad» o la «divina majestad».
Ante su presencia los hombres humildes se descubrían o se agachaban, mientras
que sus esposas, madres e hijas se arrodillaban, para avanzar así hasta poder besar los
cordoncillos que pendían de la Vara Alta. Porque todos ellos consideraban este
emblema la representación de su dios.
Por otra parte, el de la Vara Alta era el guardián de los títulos de la tierra, ya que
se cuidaba de asignar a cada familia el terreno que debía cultivar ese año. También
ejercía las funciones de juez. Ante él se exponían las querellas y luego se esperaba el
veredicto con la actitud más sumisa Porque se consideraba que era justo y equitativo.
Existe un mito que nos narra el origen de la Vara Alta…
Más allá de los pueblos tenían los señores las sementaras en las que trabajaba el
pueblo. Se obtenía tal cantidad de cosechas que había para todos, ya fueran amos o
servidores Cuando se dedicaban a la caza o a la pesca, o era tiempo de recoger la sal,
nadie dudaba a la hora de entregar la parte que correspondía a los señores. Todas
estas actividades se realizaban en comunidad.
Los señores eran hijos de los gobernadores y repartían los oficios. Se les llamaba
los Batab y eran amos de las tierras. El pueblo respetaba al Halach uinic, jefe
supremo. Por lo general residían en el mejor lugar dentro de las casas de los señores.
Tenían como mayordomo al Ah kulel, el cual portaba como señal una vara gorda y
corta, a la que se denominaba caluac. Éste era muy respetado por todo el pueblo al
que dirigía. Como se le apreciaba mucho, la gente le obsequiaba aves, maíz, miel, sal,
pescado, ropa y otras cosas, que luego él repartía porque su casa era como la oficina
de su señor.
El Ah kulel también era el gobernante del distrito, pero todo su trato con el
pueblo debía contar con la aprobación del Halach uinic. Una de sus obligaciones
consistía en instruir a la comunidad en las canciones y las danzas sagradas. Se
cuidaba de proteger el tunkul o tronco ahuecado, que era uno de los más importantes
instrumentos musicales mayas, Y se le debía utilizar cuando se entonaran los salmos
dramáticos e históricos de la nación. Otra de sus misiones consistía en dirigir la
Popilmá, que era la casa donde se reunía la genté para discutir los símbolos
sagrados…
Se dice que los conquistadores españoles destruyeron la organización social de las
ciudades mayas; desapareció el Batab o gobernador, pero quedó el Caluac Ah kulel,
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que suponía el símbolo de aquél. Un valor muy poderoso para los mayas
sobrevivientes que se hallaban sometidos. Cuando los monjes franciscanos
escucharon el nombre que los nativos daban a ese objeto, creyeron que estaban
escuchando una palabra parecida a caluac. En seguida se dispusieron a traducirla o a
cristianizarla; le llamaron Vara Alta, acaso sin darse cuenta de que era la función que
cumplía antiguamente. Por eso los indígenas, los antiguos mayas, no dudaron en
aprovecharla. Cosa que han seguido haciendo hasta en nuestros días.
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La leyenda del ser diabólico
Piuya saura
que quiere decir: allí habita un demonio cuyo reino nunca debe ser turbado por el
hombre. Lo singular es que hasta hoy en día nadie ha podido entrar en esa cueva
misteriosa, debido a que los nativos guardan tan celosamente el secreto, que no han
querido revelarlo.
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La leyenda del cura español
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El címbalo de oro
Hace mucho tiempo, en una tierra muy feliz del faisán y el venado, el pueblo de
aquella zona olvidó guerras y sacrificios, cuidó los campos y hasta los cerros
florecieron. El gobernante veía crecer aquella ciudad alrededor del palacio que
habitaba.
Cerca de los dominios de aquel hombre, en la falda de un misterioso monte,
habitado por corcovados, existía un pueblo en el que vivía una anciana hechicera, la
cual conocía los secretos de las hierbas y era capaz de recoger la plata de la Luna.
Vivía en una choza hecha con hojas y lodo en el confín del pueblo. Hacía muchos
años que la vieja quería tener un hijo; con ese propósito, una noche fue al monte de
los corcovados, de los cuales recibió un gran huevo, más grande aún que los de las
águilas, el cual incubó bajo la tierra de su casa.
De aquel huevo nació un niño que no creció más de siete a palmos, pero era tan
despierto como un roedor. Al momento de nacer ya podía hablar y era poseedor de tal
sabiduría que maravillaba a quienes lo conocían. La anciana decía que era su nieto.
La vieja iba todos los días con su cántaro a traer agua al pozo público mientras el
pequeño se quedaba solo en la casa.
Él había puesto atención que su abuela acostumbraba sentarse en las tres piedras
del hogar y, cuando salía, las cubría cuidadosamente. El pequeño quiso saber qué
ocultaba la vieja ahí.
Para esto, como era audaz y malicioso, hizo un agujero en el fondo del cántaro
para que cuando la vieja fuera por agua, no lo pudiera llenar y demorara más de lo
debido, así tendría tiempo de remover las cenizas del fogón.
Ese día, mientras la anciana esperaba que el cántaro se llenara, el pequeño
removió las rocas, luego las cenizas y descubrió un címbalo de oro, que golpeó con
un palo. Éste sonó terriblemente, como si fuera un trueno, provocando que la Tierra
se estremeciera. La anciana corrió a su casa y, desolada, le dijo al pequeño:
—¿Qué has hecho, desdichado? El pequeño contestó:
—Yo no hice nada, ese pavo fue el que gritó dentro del monte —ya había
ocultado presuroso el címbalo bajo las cenizas.
Pero la anciana sabía muy bien lo que el enano había hecho. Escrito estaba que
quien encontrara el címbalo de oro oculto bajo la tierra y el fuego y lo hiciera resonar,
tomaría el lugar del gobernante feliz del vecino pueblo, por lo que la noticia se
extendió por toda la comunidad con gran alboroto. El viejo señor que descansaba en
su casa blanca, despertó, y de los pies a la cabeza tembló con gran espanto.
Hizo marchar a sus hombres por todo el poblado para que buscaran a aquel que
había tocado el instrumento de la terrible música. Cuando encontraron al pequeño, lo
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llevaron ante él, quien lo esperaba sentado en su trono en medio de la plaza que tenía
mil años.
Los consejeros rieron al ver llegar al enano pensando que era muy joven para
destronar a su señor, por lo que aconsejaron a éste que le pusiera algunas pruebas. El
gobernante dijo al pequeño:
—Si tú serás mi sucesor, tendrás que ser más sabio que yo mismo. Dime sin
equivocarte: ¿Cuántos frutos dio esta ceiba que nos tiene a su sombra?
El pequeño miró las ramas del árbol que estaba lleno de frutos y contestó:
—Son diez veces cien mil y dos veces setenta y tres; y si o me crees, sube tú
mismo al árbol a contar hoja por hoja. El hombre, confundido, miró que de la ceiba
salía un enorme murciélago. Éste le susurró:
—El pequeño está en lo correcto.
Mas no se dio por vencido y puso al pequeño una segunda prueba. Entonces dijo:
—Al parecer, saliste airoso de la primera prueba, pero no ha sido suficiente.
Mañana mandaré que en medio de esta plaza alcen un tablado y allí, delante de todo
el mundo, el ministro romperá sobre tu cráneo con un mazo de piedra un costal lleno
de cocos. Si sales ileso, en verdad tú me sustituirás.
Al escuchar esto el pequeño dijo:
—Desde luego, siempre y cuando aceptes sufrir aquella prueba si yo quedo vivo.
—Yo pasaré lo mismo que tú —dijo el gobernante—. Regresa de donde viniste,
que yo te esperaré aquí mañana.
—Volveré —respondió el pequeño—. Pero el camino hacia mi casa es estrecho y
lleno de piedras; no es camino para que pase un señor. Haré un camino digno de mí y
por él vendré mañana a buscarte. Descansa.
El enano volvió a casa de su abuela. Durante esa sola noche el camino que
llegaba a los dominios del rey fue hecho de piedra lisa y brillante. Por él caminó. Al
amanecer, el pequeño junto con su abuela y otras personas llegaron ante el
gobernante.
Frente a todo el pueblo subió el enano al tablado y el ministro rompió sobre su
cabeza uno por uno, todos los cocos que había preparado, golpeándolos con el mazo
de piedra. El pequeño no se movió y soltó una gran risa. Su abuela le había puesto
secretamente una plancha de cobre encantado bajo el cabello, por eso no sintió nada.
Cuando el señor vio que se levantaba sano y salvo, entre dientes murmuró: «Sí
es».
Pero no cedió, porque el tener poder sobre el pueblo es algo que no se deja
fácilmente. Entonces dijo al pequeño:
—Está bien, pero como tú eres quien me sustituirá, tendrás que pasar por otras
pruebas. Por hoy duerme en mi casa blanca y mañana hemos de ver.
A lo que el pequeño contestó:
—Permaneceré en este pueblo, mas no en tu palacio, que no es digno de un rey
como yo. Esta noche construiré un gran palacio digno de mí, y de ahí me verás salir
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mañana.
Y así fue: frente al palacio blanco apareció al día siguiente un palacio aún más
alto, labrado y deslumbrante, hecho de piedra pulida. Por la puerta salió el pequeño,
que bajó de la escalera en compañía de muchos súbditos (eran los corcovados del
monte). Llegó a donde el gobernante estaba, temeroso del enano, y le planteó la
tercera prueba:
—Hagamos una estatua de nosotros mismos que arderá en el fuego; la estatua que
el fuego respete será la de aquel que gobernará estas tierras.
—Está bien —dijo el pequeño—. Comienza tú.
El señor hizo una estatua de madera que puso al fuego y se redujo a cenizas y
carbón.
Entonces le dijo el pequeño: —Te hago gracia. Fabrica otra si así lo quieres.
El gobernante tembloroso, fabricó otra estatua suya que hizo con la piedra más
dura, pero en cuanto la pusieron en el fuego se deshizo en ceniza de cal.
—Déjame por favor hacer una última —pidió al pequeño suspirando, mientras
éste reía.
Entonces el viejo señor hizo otra estatua, la cual fue de metal, pero en cuanto
encendieron el fuego ésta se derritió como si fuera de cera.
—Vencido estoy, a no ser que la estatua que tú hagas se queme tan fácilmente
como éstas.
El enano sonrió. Fue a traer barro mojado e hizo una figurita parecida a él. La
puso al fuego, y mientras más se cocía, más fuerte y fina era la estatua.
Atónito, el pueblo estaba convencido de que el pequeño sería el nuevo señor, e
hizo fiestas para él. Pero el enano dijo:
—No podré coronarme si no hay un palacio para mi anciana abuela y otros para
mis consejeros, y muchos más para mis guerreros, un templo para las vírgenes del
fuego además de una enorme plaza para espectáculos. Mañana todo esto estará y
mucho más. Ahora, que el viejo gobernante pase por las pruebas que yo he sufrido,
ya que ése fue el trato.
El viejo hombre, puesto a la prueba del martillo, al primer golpe quedó muerto.
Como el pequeño había prometido, al amanecer el pueblo asombrado contempló
una gran ciudad (la grande Uxmal) con muchos palacios labrados en piedra y
numerosos templos y sitios para el juego de pelota.
Fue grande la ceremonia para el nuevo gobernante, y hubo bellas danzas en su
honor. Así floreció Uxmal como ninguna otra ciudad del mundo; el pueblo se dedicó
al cultivo de las bellas artes; moldearon los metales y aprendieron a dibujar en piedra
cosas finas y delicadas, a labrar hilos de colores variados, a tejerlos, a hacer con las
pieles de animales adornos. Muchos secretos para curar con hierbas y la virtud de las
piedras verdes y amarillas. Conocieron el arte de hablar poéticamente y jugar con las
palabras cual si fueran flechas al aire, y fueron perfectos en la música, en la cual
inventaron instrumentos nuevos.
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Después de 60 vidas de hombres falleció el pequeño rey, que hizo mucho más
feliz a su pueblo que antes. Todos lo lloraron y construyeron estatuas en su honor
hechas de barro fino, pintadas de brillantes colores para no olvidarlo nunca, y muchos
hombres nobles guardaron así su tumba, en la cual floreció el árbol del copal.
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Los Ausoles de la Bufa
Nos narra el mito de esas zonas misteriosas, que se conservan en los alrededores de
la Laguna Oscura, la cual se encuentra en las proximidades de la montaña de
Arrancabarba (Honduras).
Cuenta la leyenda que en las entrañas del Cerro Azul había un gran palacio de
oro; allí vivía el señor de la Laguna Oscura. Se decía que el hombre que llegara hasta
él sería poseedor de tales poderes y riquezas, que se convertiría en guía del pueblo, y
dispondría de recursos inagotables que le ayudarían a dominar al mundo. Además,
sería dueño de la mujer más hermosa que la imaginación del maya hubiese
concebido, como prototipo de la belleza femenina. Esta vivía en un palacio
subterráneo esperando al valiente que la elevara a la superficie para volver a
contemplar la luz del sol.
Muchos hombres anhelaban aquellas riquezas, lo mismo que el amor de aquella
bella mujer que calmaría sus ensueños más apasionados. Los mayas realizaban obras
colosales, por eso algunos de ellos hicieron planos, realizaron ecuaciones y
construyeron grandes túneles al borde del Cerro Azul, para así hallar la entrada al
palacio de oro y piedras preciosas.
Pero no siguieron las mismas rutas, pues cavaron túneles hacia varias direcciones
y uno de forma descendente, a pesar de que la roca era muy dura.
Con el paso del tiempo todos perdieron la ilusión, pues la piedra era impenetrable
y comprendieron que luego de tanto esfuerzo no llegarían a ninguna parte. Entonces a
alguien se le ocurrió que la entrada se hallaba en el fondo de la Laguna Oscura.
Todavía se contemplan inmensos túneles en las rocosas laderas del Cerro Azul,
descubriendo sus fauces en tre ruinas de antiguos monumentos de la desaparecida
población…
Sin embargo, este mito se ha conservado al paso de los años. Se sabe que desde la
época de la dominación española han sido muchos los jóvenes que se arrojaron a las
aguas de la Laguna Oscura. Lo realizaban desde pequeños botes. Luego de llenar de
aire sus pulmones, se sumergían nadando con gran energía hacia abajo para llegar
hasta la región tenebrosa, en la que rodeados de negrura buscaban al tacto la
misteriosa puerta que los conduciría al poder, la riqueza y el amor.
Se dice que la mayoría regresaron a la superficie contando cosas fantásticas de su
aventura en los espesos fondos de la laguna; pero otros, los más fuertes y tenaces, no
volvieron jamás, pues murieron ahogados con las manos, o las piernas apresadas
entre las grietas de las rocas o en las tupidas plantas que formaban una trampa mortal.
Cuando estas tragedias sucedían, la gente de los pueblos cercanos no las
consideraban como tales, por el contrario, parecía como si las festejaran:
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«Canek, Ulil, Chalmec y Ulub Puctum hall correcto que los condujo hasta la
misma entrada de la laguna; ahora son ricos y poderosos; conquistaron aquel premio
como muestra de su gran valor que desde luego merecían. ¡Nunca los daremos por
muertos! No; ellos no han encontrado la muerte».
Los sacerdotes y hombres de aquellas tierras se alarmaron por la pérdida de vidas
humanas, sobre todo de hombres jóvenes y fuertes. Por ello, se convocó a una
reunión y después se prohibió bucear en la Laguna Oscura. Para ello se impusieron
diversos castigos y se encomendó al cacique maya Holhán Ostuma la vigilancia de la
laguna. Para este fin, construyeron un mirador en la cumbre de una colina, desde la
cual se podía observar toda la laguna.
A partir de aquel año sucedieron cosas extrañas: las aguas se agitaban
violentamente al llegar la tarde. Olas gigantes se sacudían y se escuchaban terribles
estruendos, como si el fondo de la laguna se sometiera a una enorme convulsión. La
gente empezó a decir que el dios del agua estaba furioso, pues no tenía víctimas
humanas. Así que el Yun (brujo) de Chikilá tuvo que intervenir:
«No maten la ilusión de los jóvenes; déjenlos con sus fantasías; no impidan su
búsqueda de un mundo mejor. Aquellos que salen del agua encienden a los demás la
ambición de luchar y salir victoriosos. Los que no regresan estimulan el coraje y la
razón que impulsa a esa lucha para alcanzar lo que los demás no pudieron. Siempre y
cuando exista aquel ideal y el espíritu de lucha, la grandeza del Mayab será
invencible».
Al año siguiente, una procesión marchó rumbo a la Laguna Oscura para hacer
ofrendas y así conseguir calmar al dios del agua, que empezaba a emanar bufídos que
anunciaban el desastre y el caos. Holkán, el guardián de la laguna, vigilaba desde lo
alto del mirador sosteniendo su hacha de obsidiana. Súbitamente un trueno surgió del
lago, el cual hizo retumbar toda la zona. Comenzó un gran cataclismo: Cráteres
llameantes y columnas de humo se abrieron paso, las casas se derrumbaron, y un
poderoso huracán arrasó los árboles.
Cuando todo pasó y se extinguió el eco del último estampido, la gente se dirigió a
la laguna para enterarse de lo que había sucedido. El mirador en el cual se encontraba
Holkán no existía más; en su lugar surgieron ausoles que arrojaban columnas de
Vapor ardiente. Los Ausoles de la Bufa nacieron mientras ocurría la tragedia.
Hoy en día todavía se mantienen en pie; aparentan ser pozos pequeños de agua
fresca; sin embargo, en cuanto escuchan la vibración de la voz humana se rebaten
furiosos y comienzan a hervir con tétrico sonido, como si fueran alimentados por
altas temperaturas. Al mismo tiempo se escuchan fuertes rugidos que son como
explosiones de un diabólico ser lleno de ira. Por eso se conoce a aquel lugar como La
Bufa.
En los alrededores de la Laguna Oscura hay indicaciones antiguas de poblaciones
mayas. Los habitantes de la montaña de Arrancabarba relatan aquella historia
mostrando temor, y se mantienen alejados de la zona porque, dice, es de mal agüero.
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Se tiene registro de que en 1968 grandes terremotos ocurrieron en el
departamento de Copán. Después, todos estuvieron de acuerdo en que aquellos
desastres provenían del fondo de la laguna, iniciando así una nueva era de temor en la
zona.
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La flor del agua
En los orígenes de la población maya nació Nikté-Ha entre un colchón de flores que
alfombraba una zona del lago Yojoa. Al igual que Venus, surgió del fondo del agua,
entre espumas y translúcidas gotas de agua, después se alejó del espejo del lago
chapoteando. Era un día del mes de abril, cuando la tierra ardiente por el sol de
primavera exhalaba vapores sofocantes. Los pájaros volaban con los picos
entreabiertos pidiendo agua, estridentes. Las bestias rugían con tono incisivo
urgencias de la especie, y el ambiente que flotaba misterioso, pasó por una gran
transformación. Lejos de ahí graznó un pato silvestre entre las algas, y los piches de
pico sonrosado se fueron en bandadas a buscar agua entre los densos camalotales.
Más allá, el sol comenzaba a ocultarse. La tranquilidad fue herida por el eco de un
grito triunfal surgido de una maravillosa figura femenina que se elevaba airosa en el
esplendor de su extasiante belleza. Se produjo el milagro que anunciaba el nacimiento
de Nikté-Ha suave y delicada, vaporosa y primaveral.
Ese mismo día, Canek, príncipe de Yojoa, pescaba a la orilla del lago. En ese
momento surgió del agua una deslumbrante aparición que lo llenó de miedo; Corrió
al pueblo y contó lo que acababa de contemplar. Cuando hubo terminado su relato los
ancianos dijeron:
«Es Nikté-Ha, la flor del agua, hija del gran dios del agua; será mejor que te
alejes de su camino. No intentes acercarte a ella, pues provocarás la cólera de su
padre. Esta niña no provoca ningún daño. Su aparición predice un buen invierno.
Gusta de vagar sola entre las algas asustando a las aves bulliciosas».
Esto no impidió que Canek fuera día a día con su bote al lago para dirigirse al
lugar en donde vio a Nikté-Ha saliendo del agua. Cuanto más contemplaba su belleza,
con mayor fuerza sentía que la pasión lo devoraba y lo ponía al borde de acercarse a
la criatura del agua. Aparecía día a día frente a él, le clavaba sus ojos un instante,
para después huir jugando con las mariposas.
Cierta mañana Canek no se resistió a la tentación. Al surgir la dama del agua,
aproximó su bote y le dijo:
—¡Te amo, Nikté-Ha! Estoy prendado de ti. Escúchame por favor, no huyas de
mí.
Nikté-Ha se detuvo por un instante. Su voz ofrecía el tono cantarino como agua
de las cascadas, y con ese bello sonido respondió:
—Yo no puedo amarte así. Sólo podrás verme. No trates de aproximarte. Jamás
trates de tocarme, ni intentes aprisionarme entre tus brazos. Aléjate de mí o de lo
contrario morirás. Me disolveré en un suspiro y tu pueblo perecerá ahogado en una
inundación.
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Pero la pasión de Canek día a día se hacía más grande. Así, una tarde, olvidando
las sabias palabras de los ancianos y las advertencias de la joven, llegó al lago con la
intención de raptarla. Cuando ella apareció cerca de su bote le gritó:
—He venido a llevarte conmigo, pues mi amor no puede aguantar más.
Se lanzó al agua detrás de la figura de la joven, que se desvanecía entre la niebla.
Cayó cerca de un tronco que flotaba a su lado. Canek no sabía nadar, así que tomó el
tronco con ambas manos. Luego se montó sobre él y lo que parecía un tronco
adquirió vida en un instante. Se agitó con violencia, sacudiendo las aguas y se hundió
hasta el fondo del lago.
Había más hombres del pueblo de Yojoa que estaban pescando en los alrededores,
quienes dominados por una espantosa angustia, fueron testigos de la muerte del
muchacho. Cuando contaron aquella tragedia, uno de ellos añadió:
—Posiblemente Canek usó como apoyo el tronco y era un lagarto gigante
cubierto de algas.
—No —sentenció uno de los ancianos—. Fue el terrible Castigo que el dios de las
aguas da a aquellos que tocan a Nikté-Ha. Vayamos al lago a hacer rogativas para
calmar la cólera y evitar que nuestro pueblo se destruya con una inundación.
El pueblo de Yojoa fue muy famoso durante la época de la Colonia. Esta historia
se continuó narrando hasta el año de 1856, pues ahí mismo un joven misionero de
nombre Jesús Subirana llegó al lugar al escuchar este relato. Recomendó que todos se
trasladaran a otro sitio, lo cual justificó con estas palabras:
«No sé si la leyenda tenga origen en acontecimientos misteriosos, pero lo que sí
sé es que el peligro de inundación es real. Será mejor prevenir ahora que lamentar
después».
Y el antiguo pueblo Yojoa fue abandonado.
En la actualidad se puede contemplar una hermosa iglesia que resistió ya tres
inundaciones.
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Maa Xech
Hace mucho tiempo, cuando la ciudad de Copán era el corazón de los pueblos
mayas, vivía allí una joven poseedora de deslumbrante belleza; sus ojos eran tan
verdes como las esmeraldas. Era hija de un alto dignatario, y había sido destinada a
cuidar del incensario sagrado. En éste se quemaba el copal aromático y resinoso; su
humo llevaba las ceremonias religiosas que se elevaban a Kinich Ahu, el gran dios
del sol.
La atractiva indígena quebró su voto de pureza y castidad, el cual era primordial
para entrar al servicio del culto solar, pues se enamoró del príncipe de una ciudad
vecina.
Las doncellas designadas a este culto eran intocables y debían ostentar pureza.
Nunca en su pensamiento debía anidar una idea sensual, nunca en su corazón
abrigarse un sentimiento pecaminoso, ni a su virginal pecho se le permitía inflamarse
en el fuego de la pasión. Según las leyes que venían aplicándose desde los primitivos
horizontes, aquel que violara la castidad de una elegida, recibiría la pena de muerte,
siendo traspasado por saetas doradas que simulaban los rayos del sol. Y la sacrílega
que cediera su amor rango y sería encerrada en la casa de las viudas.
Este joven la vio durante el ritual de encender el Fuego Nuevo en la gran plaza de
ceremonias. La muchacha vestía una túnica azul y un pectoral de jade del cual
colgaba un collar hecho de conchas marinas; su bello rostro parecía estar iluminado
por los rayos del sol. Al pasar ella balanceando el incensario en el cual ardía el copal,
el hijo del gobernante quedó atónito ante tal hermosura. Cuando los asistentes al rito
del fuego nuevo se dispersaron, logró acercarse a ella para confesarle la ardiente
pasión que en su corazón se había encendido:
—Desde el momento que te vi, mi amor ha brotado locamente. Jamás podré amar
a alguna otra mujer, pues tú llenas desde hoy toda mi vida. Ven conmigo, fundaremos
una nueva ciudad lejos de aquí. Allí vivirá nuestro linaje, para perpetuar este
sentimiento maravilloso.
La doncella también se enamoró del príncipe. Olvidó su misión sagrada y las
terribles penas que su acción provocaría. Cegada por el amor desencadenó la
tragedia.
—Yo también te amo. Pediremos a Ah Kin Mai la licencia para abandonar los
servicios al dios del sol. Así podremos casarnos. Vayamos los dos a rogarle.
Pero el permiso fue negado. Sólo podía concederse en casos excepcionales, pero a
la encargada del incensario sagrado jamás.
Desafiando sus costumbres religiosas, ambos se reunían en secreto en una cueva
que estaba al otro lado del río Amarillo. Pero cierto día fueron descubiertos y
apresados. Al hijo del gobernante se le ejecutó de la forma mencionada y a la
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sacrílega doncella, que ya no era virgen y, por tanto, era indigna ante la voluntad de
los dioses, se le confinó a un lugar donde no volvería a ver a ningún hombre.
Ya había pasado un año. Los astrónomos anunciaron que la Tierra estaba a punto
de completar un nuevo ciclo alrededor del Sol; este suceso sería anotado en su
cálculo, Ese día la vestal caída se encontraba sola y encontró sobre su pecho un
insecto luminoso que tomó entre sus manos y al cual le preguntó con tristeza:
—Maa Xech, ¿quién eres?
El extraño insecto contestó con una voz nítida:
—¿Cómo estás? No tengas miedo. He venido en esta forma para estar contigo
siempre; ahora ya nadie nos separará. No te preocupes por mí, pues yo no como ni
bebo. Así estaré a tu lado eternamente.
Maa Xech se llamó desde entonces a un escarabajo adornado con piedras de
colores que las Jóvenes mayas utilizan como adorno sobre su pecho, pendiendo de
una cadena, que simboliza el amor eterno.
Todavía perdura en algunas regiones hondureñas la esencia de tradiciones
inextinguibles acerca del amor prohibido, que fue siempre maldecido por la raza
maya, pues su religión en muchos aspectos representaba un obstáculo inmenso,
imposible de romper.
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El quetzal
Cuenta la leyenda que Kuk, quien era hijo de los antiguos dioses mayas, se convirtió
en una hermosa ave de colorido plumaje que habitó años más tarde en las selvas
tropicales del sureste de México.
Se dice que cuando reinaba el silencio y no existían los hijos de los habitantes en
el mundo entero, los dioses y dioses se reunieron para crear el universo.
Discutieron acerca del nacimiento de la Tierra, las montañas, los ríos y los valles
y su distribución en bosques, barrancos, maleza y hierbas. Tuvieron algunos días de
acuerdo, para finalmente dar por terminada su perfecta Creación.
Sin embargo, Kuk el pequeño no se mostraba en acuerdo con lo hecho por los
dioses; su rostro y cabellera negra sólo reflejaban su inconformidad y deseo de bajar
para poder convivir con las criaturas de la entonces Tierra. De esta manera hizo sus
súplicas a Cabagil (Corazón del Cielo):
—¿Por qué no he de poder bajar a la que llaman ahora Tierra?
El dios del cielo no comprendía lo que el joven quería decir.
—Quisiera poder jugar con los pájaros y bestias que ustedes mismos han creado
—insistió el pequeño.
Cabagil, muy asombrado, de inmediato se dirigió al consejo principal de los
dioses, integrado por Gukumatz (Poderoso del Cielo), Tzakol (Constructor), Bitol (F
ormador), Tepeu (Dominador), Alom (Procreador) y Cajolom (Engendrador). Sin
embargo, los dioses rechazaron de inmediato la súplica del pequeño Kuk.
Pero Ixpiyacoc e Ixcumané, abuelos de Chirakán (Sol) accedieron a los deseos del
joven. Ya sin más qué decir, el resto de los dioses permitieron que Kuk emprendiera
su viaje a la Tierra.
De esta manera Kuk, cubierto de piedras preciosas, bajó a la Tierra, carente de
ropa y cualquier otra cosa con la que pudiera defenderse. Todas las criaturas que
habitaban en aquel lugar eran demasiado bellas y el joven no quedó opacado por ello,
ya que la suavidad de su piel contrastaba con el espesor de los matorrales.
Al verlo pasar las aves, las fieras y hasta los propios lagos, se quedaban
asombrados de tan hermoso ser. Cuentan los historiadores mayas que por las noches
el joven se bañaba entre las corrientes de aguas cristalinas. Para entonces, las fieras
quedaron perdidamente enamoradas de él, llevándole piedras preciosas. El joven Kuk
agradecía el detalle colocándolas en su piel.
El brillo de las esmeraldas, jades y chalchihuites, mezclado con el resplandor de
las aguas en la piel de Kuk eran un espectáculo exquisito. Kuk se sentía feliz
viviendo entre las aves, reptiles y fieras, quienes también lo admiraban y querían.
Con el paso del tiempo, la soberbia y el narcisismo comenzaron a apoderarse de
Kuk, quien ya no pasaba horas jugando y conviviendo con los animales, sino
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observándose en las aguas de los arroyos y en cualquier superficie reflejante.
Ante esto, los dioses se reunieron alarmados. Tomaron la decisión de regresar a
Kuk al manto verde o mansión del cielo, llamado Gug, y crear otros seres que
poblaran la Tierra. Éstos serían creados por el dios que manejaba el maíz y la madera.
Kuk estaba realmente furioso, no quería que nadie más habitara la Tierra. Pensaba
que estos seres infelices de madera no tendrían la suficiente inteligencia como para
caer postrados ante su inigualable belleza. Así que el joven soberbio se reveló contra
los dioses, a pesar de que éstos le habían advertido que Xecoteoguah le sacaría los
ojos, Camalotz le cortaría la cabeza, Tucumbalam le trituraría los huesos y le
rompería los nervios; y que, finalmente, Cotzbalam lo devoraría.
Mas Kuk, que no sentía miedo absoluto más que a perder su belleza, se
amedrentaba contra la decisión para él ingenua de los dioses. Esto enfureció día a día
a los pobladores del Gug, quienes finalmente decidieron que los abuelos bajaran a la
Tierra como emisarios para tratar de convencer al joven. Una vez que los abuelos
descendieron a la Tierra, el pequeño Kuk se ocultó entre la maleza, eligiendo como
refugio perfecto las selvas.
Por fin Tucumbalam lo vio desde el cielo y lo llevó ante los abuelos. Las súplicas
de Ixpiyacoc y las lágrimas de Ixcumané no surtieron efecto ante el engreído
muchacho. Así que los dioses decidieron darle un castigo ejemplar.
Cuenta la leyenda que al día siguiente, los animales se reunieron, asombrados,
para ver una nueva especie de pájaro, la cual era un ave hermosa con plumaje color
gris, alas prolongadas, cola larga y la cabeza coronada por un resplandeciente
penacho verde. Desde aquel momento el ave gallardamente permanecía entre las
ramas de un árbol. Al ver los ojos expresivos del ave, las fieras y los animales
supieron de quién se trataba: ¡Era Kuk, el hijo de los dioses!, que había sido
transformado para embellecer los bosques de las montañas de México y
Centroamérica.
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El guerrero que disparaba flechas a las estrellas
En una elevada región de terrazas y candiles rocosos a las orillas del río Jicatuyo
(que es afluente del caudaloso Ulúa, en Honduras) y cuyo cañón es bastante alto, casi
cortado a pico, liso y perpendicular, se asentó la floreciente población maya Yamalá,
que en la antigüedad competía con Tencoa en importancia y riquezas. Se cuenta que
en el año de 1537, Yamalá fue destruida por órdenes de Francisco de Montejo, debido
a que sus habitantes se habían rehusado a someterse al dominio de España y a pagar
tributo en oro. Los sobrevivientes se dispersaron y jamás volvieron a repoblar el
lugar. En sus cercanías todavía se pueden observar montículos que cubren vestigios
de esa ciudad.
Yamalá desapareció como pueblo; pero ha quedado en el aire flotando, como un
fluido sutil que reaviva nostalgias. Y también el recuerdo de un pintoresco mito que
los antiguos indígenas perpetuaron en la alta muralla del río, con una expresiva
alegoría grabada en bajorrelieve que representa la imagen de un fornido guerrero con
una rodilla en tierra, mientras tiene un arco en actitud de disparar una flecha a través
de un espacio vacío, al farallón opuesto, en donde aparece esculpida una estrella de
gran tamaño. La alegoría describe la historia de un gran amor y de una dolorosa
tragedia de un guerrero enamorado que arrojaba flechas a las estrellas y de una
terrible destrucción de Yamalá. La naturaleza de este territorio es agreste; se
encuentra poblada de árboles, erizada de picos altivos que rodean un fresco valle en
donde estuvo asentada dicha población. Era un pueblo laborioso y culto, que
trabajaba, amaba y permanecía ajeno al tenebroso vaticinio de la llegada a tierras de
América de los hombres barbados que aplastaban la cultura secular.
La comunidad era gobernada sabiamente por un bondadoso cacique que tenía una
hija de 17 años, famosa en la comarca por su belleza y pretendida por los hijos de los
señores de los pueblos vecinos: se llamaba Ixtab. Su hermoso semblante lucía con
esplendente serenidad del lucero del alba donde fuera a refugiarse el dios Kukulkán.
La joven tenía grandes ojos castaños, rasgados y profundos, como esos remansos
misteriosos de los ríos bajo el follaje susurrante de los robles. Su boca pequeña era
tan roja como la sangre más pura, y sus dientes blancos, como las piedras nacaradas
de los collares de las doncellas vírgenes asomaban tras el telón de los labios
húmedos. Había pasado la ceremonia de la pubertad, en la cual le había sido retirado
el cinturón de castidad, para indicar que era apta para contraer matrimonio.
Demasiados fueron los pretendientes de la joven, la flor de Yamalá, pero su padre
se la había prometido al señor de Tencoa con el propósito de concertar una alianza
para resistir a los mexicanos, quienes cada año en el verano, después de la
recolección de la cosecha, entraban a saquear la ciudad de Mayab pero ella había sido
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picada por las moscas azules que inoculan el amor, lo que apresuró que entregara su
amor al apuesto Holkán, quien la amaba con igual intensidad.
Ambos se conocieron en la fiesta de Tzolkin, en cuyas celebraciones participó
Ixtab, con otras doncellas de su edad. Holkán la vio danzar con el rostro radiante a la
luz de las fogatas, interpretando la insinuante y tentadora danza de la fecundidad. Las
bolas de copal ardían en los braseros, de los cuales salía el humo aromático para
extenderse por todas partes, pero resultaba más agradable la fragancia de su cuerpo
moreno bañado en esencias de flores silvestres y en cáscaras de palo de rosa. Cuando
pasaba muy grave y solemne ejecutando el ritmo ceremonial, una fragancia olorosa
penetraba en el olfato masculino despertando sensaciones desconocidas. En un giro
de la danza, la joven deslumbró un instante frente a él y le clavó muy hondo su
ardiente mirada, que brillaba como el resplandeciente sol en la costa.
Holkán se sintió prendado de la bailarina y le propuso matrimonio, pero ella debía
unirse al señor de Tencoa, porque así había sido dispuesto por su padre, y nunca una
mujer maya formada en el respeto a sus progenitores se revelaba contra la decisión
paterna. Solamente un suceso imprevisto podía cambiar aquel destino.
Cierto día, unos mensajeros llegaron asustados a Yamalá trayendo noticias
aterradoras: los mexicanos se acercaban tocados con penachos de águilas dispuestos a
atacar la serpiente (centro) del Mayab. En casos de guerra el Holkán tenía el mando
militar debiendo encabezar los ejércitos de fensores. Reunió éste a los guerreros aptos
para la pelea y luego envió a las mujeres y niños a un apartado lugar que consideraba
lo suficientemente seguro para resguardar sus vidas. Antes de partir, la india Ixtab
con el rostro bañado en lágrimas, dijo a su amado:
—Holkán, que el espíritu de Kukulkán sea tu guía en esta lucha, para que resultes
victorioso ante el mexicano para así volver con bien a casa. Si no lo hicieras moriré
de pena y mi alma volará a lo alto convertida en una estrella que te buscará por la
eternidad en la oscuridad.
La horda atacante superaba fácilmente en número a los defensores. Por ello se
vieron arrojados a orillas del río Ulúa. Una vez que tuvieron despejado el camino de
Yamalá cayeron en la población indefensa, haciendo en ella una verdadera carnicería.
Se salvaron los más ágiles, que escaparon del alcance de las flechas y del filo de las
armas de obsidiana. Ixtab y las doncellas que la acompañaban perecieron bajo el
brutal ataque; igual que flores abatidas por el más cruel de los vendavales.
Cuando Holkán logró reagrupar a su ejército ya era demasiado tarde. Sólo
encontró un campo de muerte y escombros humeantes. Enloquecido de dolor levantó
la cabeza al cielo y se quedó mirando fijamente a una luciente estrella que
parpadeaba en lo alto del firmamento como haciéndole guiños cariñosos. Su mente
aún turbada, imaginó que aquella estrella era el espíritu luminoso de su amada.
Desde aquel día, Holkán cada noche subía a la cima del monte con una abundante
provisión de flechas. Tendiendo el arco hacia el cielo las arrojaba una tras otra, como
queriendo arrancar la estrella lejana. A veces, con rápidas exhalaciones, cruzaban en
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el firmamento estrellas fugaces que iluminaban el cielo; al mismo tiempo, varios
bólidos llameantes encendían el horizonte unos momentos para después hundirse en
el vacío. El guerrero enloquecido se animaba creyendo que estaba alcanzando el
blanco. La gente de Yamalá decía:
«¡Es el Holkán que está desprendiendo estrellas!»
Una noche el Holkán realizó un gran esfuerzo lanzando una flecha en el mismo
instante en que una estrella fugaz se precipitaba hacia la Tierra. Su luz se reflejó allí
abajo en la quieta poza del río, y Holkán queriendo aprisionarla, se arrojó desde el
borde del farallón y cayó al agua. Como no tenía la suficiente profundidad, se
destrozó la cabeza al chocar con las piedras del fondo.
A pesar de que los siglos han pasado desde que se hicieron aquellas inscripciones
en lo alto de la roca, todavía pueden verse con bastante claridad, recordando el mito
de Yamalá, en la imagen del «Guerrero que disparaba flechas a las estrellas», con el
único objeto de regresar a su amada a la Tierra.
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El médico-brujo
Se dice que el Sukia era el curandero en algunos de los pueblos mayas, quien
además también hacía el papel de mago y de encantador de serpientes. Conocía las
propiedades medicinales de muchas plantas y elaboraba antídotos contra la mortal
mordedura de la barba amarilla y otras alimañas venenosas.
Por sus conocimientos, el Sukia tenía la facultad de allegar pareja al hombre que
deseaba formar un hogar. El pretendiente no se dirigía al padre de la muchacha, sino
que iba a donde estaba el Sukia para manifestarle el deseo de tener una compañía.
Éste hacía los arreglos y llevaba a la joven a la cabaña del novio, donde debía vivir
seis meses bajo la tutela y enseñanzas de la madre de su futuro marido, la cual le
instruía en los hábitos y costumbres de aquél para que no surgieran
incompatibilidades por razón de la ignorancia del modo de ser que cada uno tenía.
El Sukia había acumulado grandes poderes mágicos. Las Medicinas que
suministraba no curaban tanto por sus propiedades como por la fuerte dosis de
encantamientos que llevaban. Los Mayas más humildes creían en este médico-brujo y
le respetaban. Por ello, el Sukia caminaba con gran dignidad: vestido con un traje
hecho de una sola pieza extraída de la corteza de un árbol llamado tuno, que
presentaba el aspecto de una tela dura y resistente. Llevaba en la cintura una hilera de
piedras del monte y del río y otra con variadas hierbas y raíces. Como cinturón usaba
una cuerda de majao.
Este hombre poseía una vista muy penetrante que hipnotizaba a ciertos animales
ponzoñosos, como el escorpión. El Sukia le clavaba la vista a este peligroso animal,
el cual de inmediato quedaba inmóvil, como adormecido. Entonces lo tomaba por el
aguijón y se lo colocaba en el pecho como una prenda de adorno.
«Es un pájaro adormecido», decía a la gente que lo miraba temerosa.
Lo mismo hacía con las serpientes: las adormecía y las enroscaba en el cuello
hasta que decidía abandonarlas en la maleza para liberarlas de la fuerza hipnótica que
las detenía.
En un poblado cercano a puerto Lempira, en el noreste hondureño, se cuenta un
caso extraordinario que revela el poder y la magia de un Sukia maya.
Cuenta la leyenda que hace muchos siglos, un grupo de jóvenes caminaba en
tropel hacia el río arrojando piedras, gritando y azotando con varas los matorrales de
la orilla del camino. De pronto uno de ellos dio un alarido de pavor exclamando:
«¡La culebra, me mordió la barba amarilla!»
Los demás jóvenes tomaron al que había sido mordido llevándolo con rapidez
ante el Sukia, quien cauterizó la herida y luego le aplicó el antídoto que siempre tenía
listo para emergencias. Pero el veneno que el reptil inyectó estuvo a punto de matar al
joven.
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El Sukia se puso furioso debido al ataque de la culebra. Se vistió con sus
ornamentos rituales y marchó hasta el río, precisamente al lugar en el que el joven fue
mordido. Mucha gente le siguió ansiosa de saber lo que pasaría. Al llegar a un
pequeño claro cercano al bosque, el Sukia se detuvo, y extendió los brazos hacia la
selva exclamando:
«¡Serpientes, víboras del bosque y de los pantanos, acudan aquí que debo castigar
a la que intentó matar al joven, sin que éste la provocara! ¡Yo las conjuro a
comparecer para señalar a la culpable!»
A medida que repetía aquellas extrañas palabras, la voz del Sukia se iba tornando
chillona y aguda, hasta que se convirtió en un silbido que imitaba el movimiento
reptante de la culebra.
Repentinamente, ocurrió lo inimaginable. Aparecieron cientos de culebras, de
entre las cuales se separó una barba amarilla, que se dirigió lentamente al sitio
ocupado por el Sukia, se detuvo a un metro de éste y se enroscó ocultando la cabeza
en su propio cuerpo.
Todos los presentes se hallaban mudos de espanto, pero todavíafaltaba algo más.
El Sukia miró a la culebra que permanecía enroscada; levantó el brazo derecho
señalándola y exclamó con voz grave:
—¿Acaso fuiste tú? ¡En castigo serás desterrada a la isla del Cañón, porque eres
un gran peligro para los humanos!
Después se acercó la culebra, la levantó con ambas manos y se la colocó en el
cuello a manera de un collar, con la cabeza y la cola balanceándose como puntas de
un lazo grueso y viscoso. Así se encaminó a la orilla del río, subió a un pequeño bote
y remó con fuerza dirigiéndose a la isla del Cañón.
Cuando regresó, luego de abandonar a la víbora, mostró un pequeño frasco que
contenía un líquido diciendo:
«Es el veneno que he extraído de la barba amarilla, con el cual preparo los
antídotos contra las mordeduras —contó a los que estaban esperándolo—. ¡Esa
malvada no volverá a hacerle daño a ningún otro joven maya!»
Gracias a esta leyenda, los investigadores creen que los mayas ya contaban en ese
tiempo con los antídotos necesarios para contrarrestar los efectos de todos aquellos
animales que la selva ocultaba.
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La destrucción de Boloncal
A orillas del antiguo cauce del río Ulúa, a cuatro kilómetros de su curso actual, al
sur de Villa Nueva se hallaba la ciudad de Boloncal. Sus habitantes se distinguían por
ser pacíficos y laboriosos, los cuales gozaban de una existencia casi feliz. Disponían
de todo lo que entonces hacía amable la existencia, y la fama de su floreciente
prosperidad llegaba a lugares distantes, despertando respeto y admiración.
Los sacerdotes educaban a los jóvenes gracias a las lecturas de los libros
sagrados, enseñándoles de memoria las historias que llenaban las tradiciones de su
raza. Los cazadores recorrían los bosques vecinos en busca de piezas escurridizas y
los pescadores se deslizaban en rápidas canoas sobre el agua, o se adentraban a pie en
riachuelos poco profundos con la fizga (arma) delgada lista. Pronto traerían los
suculentos pescados que arderían apetitosamente en las orillas tiznadas por leños. Las
cazuelas permanecían repletas de maíz y frijoles.
Allí no se sufrían guerras que sembraran sombras de zozobra; respetaban a sus
autoridades y veneraban a sus dioses, cuyos mandatos acataban sin protestar, porque
formaban parte de un pueblo impregnado de un profundo sentimiento religioso.
La hija del Holpol había cumplido los 15 años y se llamaba Nikté. Era como una
flor de mayo: vaporosa y primaveral. Muchos hombres deseaban casarse con ella. La
pretendía con vehemencia Cochan, el cazador fuerte y raudo, que siempre traía sobre
sus hombros presas abatidas por sus flechas mortales. También la cortejaba el fornido
capitán de pelota de Naco, quien le ofrecía el próximo juego del Tzolkin, y como
presente, la cabeza del rival del equipo de Copán. La amaba igualmente el Holcab,
que comandaba un pequeño ejército de bravos guerreros, los cuales desconocían el
temor a la muerte; y la adoraba el astrónomo Nachín, que creía ver en sus ojos el
suave fulgor de las estrellas. Todos ofrecían trabajar cinco años para el padre de
Nikté, con el fin de merecer el privilegio de obtenerla; pero la joven esquiva
respondía invariablemente a los requerimientos amorosos:
—Ma in ka ti (no quiero).
—¿Por qué eres tan dura conmigo? —inquirió el Holcab—. Acepta ser mi esposa,
Nikté, que necesito una cariñosa y fiel sirviente para la siembra del tunasmil (la
última siembra del año).
—Ma in ka ti. Amo al sacerdote joven de la vestidura azul que predice la lluvia y
los eclipses, el mismo que en las mañanas radiantes camina hacia Kinich Ahau
(Señor Sol) con los brazos extendidos mostrando en las manos gajos frescos de
campánulas azules.
—¿No comprendes que eso sería un sacrilegio, Nikté? —preguntó alarmado el
joven—. Cambia de idea, que tu insistencia podría irritar al huracán, que traería
consigo grandes males a nuestra tierra. Cásate con alguno de tus pretendientes.
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—Pero la joven, que era obstinada, arrugó con desdén la nariz al responder:
—Ma in ka ti. Hieden a zorrillo y no saben contar cosas bellas. El sacerdote me
dijo que yo era tan bella como el amanecer en primavera y olía igual que una bella
flor crecida en el lago Yojoa.
Así se encontraban las cosas en Boloncal. Cierto día que la estrella de la mañana,
Venus que precede al alba, acababa de mostrarse en el firmamento y las mujeres se
levantaban a soplar el tizón que permanentemente ardía en el fogón de la cocina
maya, súbitamente se escuchó un sonido espantoso, tan fuerte que rompió con el
silencio de la mañana, estremeciendo y llenando de pavor las almas de los habitantes.
Frente a Boloncal se apiñaba una flota de grandes canoas, y de ellas saltó a tierra
una horda de demonios con figuras horribles que tenían un solo ojo.
Todos estos seres atacaron al pueblo con una furia satánica, pasando a cuchillo a
los moradores y prendiendo fuego a las casas. Cuando se hizo de día, un sol casi
oculto por el humo denso de los incendios alumbraba débilmente el campo arrasado,
donde imperaba la muerte. Aquella horda cruel y despiadada no satisfecha aún con la
ruina provocada, arrastró con ellos a las jóvenes que se habían salvado de ser
degolladas, con el fin de sacrificarlas al desahogo de su salvaje instinto sexual
engendrado en el infierno. Y Nikté, la dulce y grácil virgen, sucumbió también en
aquella bacanal, cuyo horror da forma aún al mito que se ha ido transmitiendo hasta
la fecha.
Los libros sagrados, los ornamentos y utensilios de culto, cascabeles de bronce,
etc., fueron salvados por algunos sacerdotes que escaparon de la matanza. Los
guardaron celosamente en tres cavernas, distantes algunas leguas unas de otras. Los
indios que conocían el secreto nunca lo revelaron y murieron al igual que los
sacerdotes dejando pendiente el enigma.
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La piedra de Uxmal
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«Hija, tú que has sido mala con tu pueblo, el dios de nuestros padres y nuestros
hijos hará que te conviertas en piedra, como escarmiento para las generaciones
venideras. Con tu ejemplo, los malos hijos que amen a los enemigos de su pueblo,
sabrán que su castigo será morir».
Se cuenta que años más tarde se edificó la ciudad con mayor majestuosidad que
antes, incluso hay quienes aseguran que hoy en día se ve empotrado al pie de uno de
los edificios de las ruinas de Uxmal el busto en piedra de una preciosa india que los
lugareños conocen con el nombre de Xunáan Túunich. Por las noches la roca deja
escapar los suspiros de un amor que fue truncado.
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La leyenda de las cuevas de Yucatán
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—¡No vaya hacia allá, es peligroso! —pensando en que faltaba poco para
encontrarse con las cañadas, lo cual representaría la muerte segura para el forastero.
Al continuar su andar, la joven trataba de adivinar de dónde provenía aquel sujeto
que no escuchaba sus advertencias.
Se cuenta que al llegar a la orilla de las cañadas, la joven hizo un esfuerzo por no
caerse, mientras miraba cuál había sido el lugar exacto en donde aquel pobre sujeto
ignorante de sus advertencias había caído:
—¿Estará vivo? —se preguntaba.
Sin embargo, estaba de más saber que cualquier sobreviviente en aquellas
cañadas sería presa fácil de algún animal salvaje. Por lo que sin pensarlo más, regresó
al pueblo para dar aviso de lo ocurrido. Cuando los mayas llegaron al lugar señalado
por la joven, no encontraron más que unas pisadas que daban paso a la entrada de una
cueva desconocida.
—¿Podría ser enemigo? —se preguntaron, pensando en llamar a los guerreros.
—Deberíamos asegurarnos —dijo quien estaba al mando.
De esta manera entraron con antorchas encendidas a la cueva. Allí no encontraron
a ningún hombre; por el contrario sólo hallaron restos de viejos moradores. Quienes
cuentan la leyenda se contradicen en lo que les ocurrió después, ya que algunos
cuentan que sólo una sombra en la oscuridad les habló explicándoles los peligros que
vendrían y otros tantos aseguran que fue una serpiente gigante la que les dio el
augurio:
«Esta cueva debe ser explorada por su pueblo, quienes la deberán conocer de
extremo a extremo, ya que grandes peligros se acercan. Éste será su refugio ante los
barbados que llegarán de las aguas, devorando toda tierra».
Los mayas obedecieron la advertencia creyendo que éste había sido un mandato
de sus dioses. Décadas más tarde aquellas cuevas sirvieron como refugio para que
muchos de ellos lograran sobrevivir por un tiempo. De esta manera se dio vida a la
leyenda de seres extraños que merodean en el interior de los millares de cuevas de la
tierra maya.
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La leyenda del perfume de las ceibas mayas
En la península de Yucatán existe una bella flor que perfuma las ceibas de la región
del Mayab, pero la leyenda acerca de su origen es aún más hermosa que su misma
fragancia.
En cierta región de la península de Yucatán vivían dos mujeres cuya naturaleza y
carácter eran totalmente opuestos. Xtabay, una de ellas; era realmente bella aunque el
pueblo la llamara Xkeban, que significaba «prostituta». Una joven llena de pasión,
seductora y que ofrecía su amor a cualquier viajero, sin importarle lo que opinaran de
ella; siempre se mostraba amable y alegre ante cualquier circunstancia.
Muy cerca de su hogar vivía otra joven llamada Utzcolel, que quiere decir buena
y decente mujer; la dama era virtuosa, recta y honesta. Todos en la región sabían que
no era capaz de cometer ningún desliz o pecado ni con el pensamiento. Las dos
jóvenes eran muy parecidas en su belleza corporal.
Sin embargo, tenían un corazón muy distinto. Xkeban ayudaba a los enfermos y
desamparados, sin importarle tener que caminar grandes distancias para poder llegar
hasta ellos. Continuamente se le veía despojarse de sus más valiosas y preciadas
prendas para cubrir a los demás. Soportaba humildemente los insultos de la gente que
no la conocía del todo pues la tachaban de pervertida. En cambio, Utzcolel era fría y
orgullosa, de corazón tan duro que sentía repugnancia por el pobre. El color verdoso
de su piel semejaba a una venenosa serpiente. Y aunque siempre fue virtuosa no
ocultaba su egoísmo.
Un día la gente del pueblo no vio salir de su casa a Xkeban y creyeron que andaba
ofreciendo su cuerpo y sus pasiones indignas por otros lugares. Transcurrieron
algunos días sin que Xkeban apareciera. Hasta que cierta tarde, en la región del
Mayab, la gente comenzó a percibir un fino y dulce aroma de flores; se trataba de un
perfume tan delicado y exquisito que los pobladores siguieron su rastro. El aroma los
llevó hasta la casa de Xkeban, a la que encontraron muerta. Dentro del cuarto, el
sopor y los vapores aromáticos que expelía su cuerpo frío eran de lo más
extraordinario, pero fue más sorprendente encontrar a Xkeban acompañada de los
animales de la región: venados y aves multicolores que velaban su cuerpo.
Cuando Utzcolel llegó hasta la morada de la pobre difunta, gritó y maldijo:
«No creo que un cuerpo tan corrupto como el de Xkeban emane estos dulces
perfumes».
Señaló que de ella sólo podía emanar podredumbre, y que ese aroma no era más
que algo relacionado con los malos espíritus y que en aquella morada estaba presente
dios maligno. Añadió:
«Si de una mujer tan mala y perversa escapa ese perfume, cuando yo muera, el
olor que despedirá mi cuerpo será mucho más aromático y agradable».
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Sólo un grupo de pobladores fue a enterrar a Xkeban, más por compasión que por
otra cosa. Lo sorprendente es que al día siguiente la tumba estaba totalmente cubierta
de flores aromáticas y hermosas; semejaba una cascada de olorosas florecillas hasta
entonces desconocidas en el Mayab. Y así se mantuvo por mucho tiempo perfumando
la región.
Tiempo después murió Utzcolel. A su entierro acudió todo el pueblo, que siempre
había reconocido todas sus virtudes y honestidad, admirando su pureza y virginidad.
Muchos lloraron de verdadera pena. Recordaron lo que había dicho en vida acerca de
que al morir su cuerpo exhalaría un perfume más exquisito que el de Xkeban, pero no
fue así, ya que, ante el asombro de los pobladores, el cuerpo de Utzcolel comenzó a
descomponerse de inmediato; el cadáver putrefacto despedía un olor tan
nauseabundo, que todos los pobladores se retiraron a sus casas con el hedor
impregnado en la nariz.
Hoy en día los ancianos de la región continúan relatando la historia en lengua
maya. Argumentan que la flor nacida en la tumba de la joven y bella Xkeban, la
pecadora, es la actual xtabetún, la flor más humilde y bella que se da en forma
silvestre. Su jugo y aroma embriagan como lo hizo en vida el amor de Xkeban.
En cambio, lo que germinó sobre la tumba de Utzcolel es el tzacam, un cactus
plagado de espinas y de mal olor, intocable y nauseabundo como el carácter y la falsa
virtud d la mujer decente.
Según la leyenda, Xtabay es la mujer hermosa, inmensamente bella que
acompaña al viajero en los caminos del Mayab; al pie de la ceiba del bosque lo atrae
con frases dulces de amor, lo seduce, lo embruja y, finalmente, lo destruye. Los
cuerpos de estos incautos viajeros enamorados aparecen al día siguiente con huellas
de rasguños y el pecho abierto con uñas afiladas como garras.
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El gran terremoto
Ese día en la gran ciudad de Palenque se celebraba la fiesta del Enzete, en el mes
Pax. De acuerdo con la tradición maya, en esta fecha se organizaban procesiones a la
cima del Cerro, donde se realizaban ofrendas y sacrificios en honor a la diosa del
maíz. Esta se representaba por una escultura sin cabeza, de cuyo cuello brotaban siete
chorros de sangre que fertilizaban la tierra.
Eran los tiempos en que el culto sufría sensibles modificaciones al ser introducida
la adoración al «Nacon», quien era el jefe de los ejércitos. En honor a éste se
quemaba incienso como si se tratara de una deidad. Los sacerdotes y astrónomos
habían sido sustituidos por aquel personaje, por eso había grandes calamidades entre
la población, que se debían a la práctica de la herejía.
Aquel día la procesión marchaba por la escalinata que conducía a la cumbre del
cerro donde se oficiaban ceremonias religiosas. Las bolas de copal pintadas de color
azul ardían en los incensarios y esparcían columnas de humo aromático. Sonaban
innumerables pitos, cascabeles de cobre y tunkules, encabezando el desfile; detrás,
cuatrocientas don cellas portaban floridas cañas de maíz y entonaban el cántico ritual:
«Oh dios, madre mía, padre mío, dios de la colinas y los valles, señor de los
bosques, padre del maíz».
Detrás caminaba el Nacon con su tocado de plumas que caían por la espalda. Los
seguían los nobles y dignatarios con sus insignias engalanadas con flecos; y por
último, la multitud que llevaba patos, gallos y otras aves para el sacrificio.
En lo alto de la terraza, el sacerdote principal abrió los brazos sobre la multitud
que subía jadeando. De repente se escuchó un estruendo escalofriante que ensordeció
a los presentes, mientras tanto una ráfaga de aire caliente envolvió a la multitud como
si fuera un sudario asfixiante.
La tierra se estremeció y se abatió sobre la gente con la fuerza de una catapulta; la
montaña misma pareció estallar como si fuera una erupción. La escalinata se
derrumbó crujiendo con gran estrépito; la montaña se resquebrajó. Entonces la
multitud que cubría la escalinata se aplastó hasta precipitarse como un montón en las
aguas del río, que ya había sido oscurecido por la muerte. La destrucción fue total.
Palenque desapareció. La tragedia desmoralizó sobrevivientes, que no se
animaron a restaurar la ciudad a los que la creían maldecida por los dioses,
diciéndose para sí:
«¿Para qué? La historia se repite —explicaron los sacerdotes—. Lo que sucedió
en un katún se repitió, después de un ciclo de 400 años».
Los astrónomos sacerdotes sucumbieron ante la gran catástrofe, Los jóvenes
discípulos que transmitirían los conocimientos murieron también. Sus templos y sus
ídolos quedaron demolidos. Aquéllos se preguntaba…
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«¿Valdrá la pena regresar?»
La selva avanzó implacable sobre la ciudad destruida y el silencio de los siglos se
tendió como un manto de olvido. Lo que sobrevivió de aquella majestuosa ciudad
sólo se reducía a restos del viejo muro de piedra y la escalinata a lo alto de la
montaña. Se veían terrazas destruidas y a los alrededores calzadas cubiertas por la
vegetación. Aparecieron estructuras de edificios perdidos y montículos de
construcciones mayas.
Las cámaras sepulcrales fueron descubiertas por el río, a pesar de la profundidad
que éstas tenían; en ellas había objetos de jade, obsidiana y estatuas de piedra y
numerosos artículos de cerámica con pinturas que muestran a misteriosos ejecutantes.
En el lugar también se halló un retrato del Nacon, quien aparecía en forma arrogante,
y una más con dos danzantes en una composición pura y delicada.
En ninguna otra ciudad maya había pinturas que se compararan con las de
Palenque, que ahora tienen una antigüedad de más de 2,000 años.
Cuando llegaron los españoles en 1524, un triste cacique que era el último
descendiente de los señores de Palenque vagaba solitario por los alrededores de su
desaparecida ciudad, y fue él quien precisamente relató la leyenda de cómo un
terremoto, un gran terremoto había destruido la magnífica ciudad de Palenque y a
todos sus moradores. Los españoles se resistieron a creer que toda una civilización
desapareciera a causa de un terremoto. Y sin darle más importancia continuaron con
sus preguntas:
—¿Cómo te llamas? —le preguntaron.
—Ah kulel —respondió.
—Parece el nombre de un pájaro —comentó el español—. Desciendes de reyes,
así que te nombraremos Santiago Rey Caballero.
Desde aquellas remotas fechas se llama Santiago a la aldea cercana a la antigua
civilización de Palenque, la cual misteriosamente desapareció sin dejar rastro alguno.
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La leyenda del sol y la luna infiel
Los mayas tenían como deidad del sol a Kinich Ahau, quien se decía era tan
caprichoso que a veces quemaba los campos de siembra. Era identificado por sus ojos
cuadrados, de pupilas retorcidas hacia adentro y dentadura alineada en forma de T y
la parte delantera de los labios igual a la de un pez-gato. Llevaba en la frente el signo
Kin, con el cual advertía que habría modificaciones en la noche cuando la divinidad
descendiera al submundo.
Cuenta la leyenda que la diosa de la luna era Ixchel, a la que se consideraba
esposa del dios sol; sin embargo, ella le era infiel, pues cierto día escapó con el rey de
los buitres. Al enterarse de ello el dios sol se disfrazó con una piel de venado, y
luego, se tiró al suelo como si estuviera muerto. Pues antes envió a un mosquito al
mundo de los buitres, que les indicaría en dónde podían darse un gran festín.
Cuando el primer buitre apareció, el ave carroñera intentó devorar al dios sol,
pero éste la atrapó por el cuello, y después la forzó a que lo guiara hasta el castillo de
su rey. Ahí pudo encontrar a su esposa, a quien aprisionó entre sus brazos y la llevó
de regreso a los cielos, no sin antes devorar con su luz al rey buitre.
Los mayas aún creen en esa leyenda, ya que si sus cosechas son quemadas por el
fuerte sol, atribuyen este acontecimiento a la luna infiel, quien, aseguran, escapó con
un nuevo pretendiente, despertando la ira del dios sol.
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La cruz de los mayas
Sobre este tema existe una historia muy interesante en el mundo maya: cuando los
españoles recorrieron Yucatán, se sorprendieron al descubrir que ahí había cruces.
Llamó su atención una que estaba hecha de piedra y tenía la altura de diez palmos.
Ésta ocupaba todo el centro de un patio. Se hallaba próxima a un templo muy
llamativo. No tardaron en comprobar que era visitada por un gran número de
indígenas.
Este templo estaba adornado por un símbolo correspondiente al maíz, planta
sagrada para los mayas. Se podía contemplar en la coronilla de una extraña máscara
que representaba al dios de la tierra. En la zona alta se elevaba el quetzal, el ave
divina de «los maestros de las estrellas». Aparecían las figuras de dos sacerdotes
ofreciendo sacrificio a los dioses. Este monumento se hallaba en la isla de Cozumel,
próxima a la tierra firme de Yucatán. Se atribuía al dios del agua o de la lluvia. Al ser
interrogados los nativos sobre dónde o a quién habían oído hablar de este signo,
contestaron que a un hombre muy alto, hermoso y de piel blanca, que había recorrido
el territorio hacía muchos años.
Este hombre había dejado la cruz para que no lo olvidaran. Los viejos de la aldea
explicaron:
«Esa cruz es adorada por nuestro pueblo porque en ella perdió la vida un hombre
lleno de luz más resplandeciente que el sol».
Esta historia podría demostrar las teorías acerca de que llegaron a tierras
mexicanas misioneros cristianos mucho antes de que Cristóbal Colón descubriera el
continente. Nadie mejor que ellos para señalar la adoración a la cruz y hablar de
Jesucristo.
Por otra parte, la religión maya presentaba importantes similitudes con la
cristiana, por lo que la cruz no es un símbolo exclusivamente cristiano, pues fue
utilizada por antiguas civilizaciones muchos siglos antes de la muerte de Jesucristo.
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