Las Consolaciones Por Juana de Norohna (Juana Manso)

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LAS

CONSOLACIONES

Juana de Noronha
LAS
CONSOLACIONES

por

Juana de Noronha
(1856)

Biblioteca Digital Juana Manso

En homenaje a los 202 años de su nacimiento


Buenos Aires, 26 de junio de 2021
Traducción por Ana Maria Bezerra de la edición original
impresa en Río de Janeiro, 1856. Imp. Tip. Dous de Dezembro
de Paula Brito

Revisión y edición a cargo de la Biblioteca Digital Juana Manso


Ilma. Señora
Gabriela da Cunha Vecchy

Pueda este libro ser una consolación para los


que sufren y una revelación para la amiga de
Juana de Noronha
ESTE LIBRO

Si yo pudiera reanimar una esperanza,


robustecer un coraje que vacila,
fortalecer una consciencia perturbada,
consolar, pacificar un corazón enfermo,
juzgaría que estas humildes páginas
no están enteramente perdidas.
Jules Simon

Voy a escribir estas páginas con los ojos fijos en


Dios y la mano sobre la consciencia, convencida de
que la manifestación de las verdades, que penetra en
el espíritu humano, es una deuda sagrada para con la
humanidad.
Corazones desanimados y enfermos, almas
débiles o descreídas, aceptad este libro, porque la
mano que lo escribe pertenece a un ser que vaciló
más de una vez en las tinieblas del escepticismo, se
abandonó a la vehemencia insensata de los dolores
humanos y solo llegó al conocimiento de la verdad
después de larga y dolorosa prueba, ¡luego de acerba
y dura peregrinación!
–6–

LAS CONSOLACIONES

Un día en que la decepción me arrebató una de


las más dulces esperanzas de mi vida, sintiéndome
sola, viendo desaparecer del horizonte la estrella
cándida, que por un momento había iluminado las
tinieblas y guiado mis pasos en dirección a un
Templo, que solo abre sus puertas a las almas elegi-
das, yo lancé una mirada en derredor y abrí un libro
que por casualidad se encontraba al alcance de mi
mano. Este libro se intitulaba –la Religión Natural–
por Jules Simon.
El resultado de su lectura fue la inspiración para
escribir Las Consolaciones. Hubiera podido traducir el
libro de Jules Simon; pero Jules Simon escribió para
los filósofos, para los literatos, para los pensadores, y
yo por el contrario escribo mi libro para los que sufren
y luchan en silencio, mejor dicho, para aquellos que
desheredados del mundo no tienen para consolarse la
ilustración del espíritu, ni los conocimientos científi-
cos. Jules Simon es el expositor de una doctrina, y yo
solo aspiro a verter algunas palabras de consuelo en
–7–

los corazones heridos, inspirándoles la seguridad de


que algún día sus lágrimas serán consideradas, y sus
dolores premiados.

II

La base única, segura y posible de toda


Consolación, es el amor de Dios, la fe en la Providencia
y la convicción firme de que la vida no es más que la
prueba transitoria con que conquistamos la ventura
eterna en la inmortalidad de nuestra alma.
Es preciso no haber vivido, es preciso no saber
qué es la vida, para colocar nuestra esperanza en los
amores de la tierra.
El corazón no es más que un barco desarbolado,
perdido en el mar tempestuoso de las pasiones, cuan-
do le falta el timón de la religión, cuando navega sin
rumbo y no tiene por norte Dios.
El amor, la amistad, la gloria, la riqueza, ¿qué
son en la vida del sentimiento sino novelas pueriles,
arrojadas en la arena movediza de la inconstancia,
mudando de actores y decoraciones?
–8–

¡Y es en estas luchas infructuosas que gastamos


la vida, la mocedad, la fe, las lágrimas!, es en esas
luchas estériles que malgastamos todos los tesoros de
ternura con que Dios dotó nuestro corazón.
Sin embargo, todas esas amarguras que envene-
nan nuestra alegría, que producen el dolor y las lágri-
mas, son tal vez los medios desconocidos con que
Dios se insinúa en nuestra alma.
Es verdad: todo es maravilloso en el orden mis-
terioso del equilibrio universal y del orden social,
desde la organización admirable de los tejidos de
las fibras del tallo que sustenta la corola de la flor,
hasta esas transiciones febriles del drama arcano de
las pasiones humanas. Límites impalpables separan
los segundos, los minutos, las horas, los días, los
meses, los años, los siglos. En el juego de ajedrez de
la vida, el hombre, la humanidad en su totalidad,
son los peones inteligentes movidos por la mano
omnipotente, que hace cumplir en el arcano yo
impenetrable las revoluciones parciales, y en la
fisionomía de los pueblos las grandes revoluciones
sociales, que constituyen la novela de la vida y la
historia de las generaciones.
La conquista de la verdad es difícil, pero no es
imposible.
–9–

Es difícil, porque el corazón es frágil, porque


impulsados por las pasiones, desoímos la razón y nos
divorciamos de la consciencia, encaramos el cumpli-
miento del deber como un sacrificio superior a nues-
tras fuerzas, ¡transigimos con la justicia haciendo las
más extrañas amalgamas, esperando que de la ver-
güenza, de la infamia y la deshonra nos venga, tal
vez, la felicidad!
¡La felicidad! ¡Ese sueño dorado que todos acari-
cian sin definir… porque ella misma en sí no tiene
definición!... Y cuando exhaustos de fuerza, deshe-
chos y heridos caemos a las puertas de la desespera-
ción exclamando: «¡Oh! ¡No existe la felicidad sobre
la tierra, mi Dios!».
Esa última palabra, esa invocación escrita tan
profundamente en nuestra alma, que se mixtura a
todas las alegrías y a todos los dolores, esa palabra –
¡Dios! ¿No nos hará levantar la cabeza y mirar esa
bóveda tranquila llamada –espacio–firmamento–
inmensidad, imagen elocuente y serena de reposo y
de inmortalidad?
¿Y cuando descreídos de la felicidad de los hom-
bres, Dios se ofrece a nuestros ojos, habremos de
cerrar los ojos y levantarnos vacilantes para conti-
nuar la lucha obstinada y material de las pasiones?
– 10 –

La vida es un libro que cada ser escribe de


acuerdo a las fuerzas con que cuenta; feliz de aquel
que no espera que llegue a la última página para
escribir en ella –Dios y mi Deber.
Esas dos palabras encierran en sí todas las con-
solaciones, todas las esperanzas allende la tierra.
Son la base del edificio de la consciencia. Para los
que las comprenden, ellas llenan el vacío tenebroso
de la viudez del alma privada de los goces más legí-
timos e inocentes, cierran el abismo donde se despe-
ña la virtud y confortan la vida con esa resignación
serena que nos torna superiores a la injusticia y a la
ingratitud.

III

¡Qué pocos corazones escaparon, sanos y salvos,


de la batalla de la vida! Y sin embargo es indudable,
que se encuentran como caracteres perdidos en el
tropel de la humanidad, esas existencias tranquilas,
justas, desconocidas, que vivieron en el seno de Dios,
orando y trabajando, cuya esperanza no traspasó el
límite del hogar doméstico.
– 11 –

No queremos hablar de una perfectibilidad ideal,


de un idilio imposible, eso no sería un esbozo de la
vida, sería una poesía. –El dolor y las lágrimas son
los compañeros inseparables del hombre desde que
viene al mundo, por eso, nadie se exceptúa de esa ley
inmutable, como todas las leyes que rigen el mundo.
Pese a ese reparto universal de la humanidad, cada
cosa tiene su lugar, cada mal su compensación, cada
error su penitencia.
La herencia alcanza a todos, cada cual saca su
porción de mal o de bien.
Como en un campo sembrado los mejores traba-
jadores aprovechan el tiempo y ganan más salarios,
que los perezosos.
La fatalidad de la suerte, la injusticia del destino,
son obras nuestras y de ninguna manera debemos
atribuirlas a Dios.
¿Acaso no tenemos en la mente una amiga inte-
ligente, que nos muestra el peligro? ¿No tenemos en
la consciencia una madre austera, que reprueba con
toda la elocuencia de la virtud los malos instintos, las
pasiones desordenadas, las acciones bajas o injustas?
¿Y no tenemos, además de todo eso, la voluntad,
instrumento irresistible de conquista tanto del bien
– 12 –

como del mal, porque las nociones de ambas existen


en nosotros, distintas, diversas y completas?
Por eso, no es la falta de dolor lo que imprime la
serenidad a ciertas existencias y a ciertas fisionomías;
es simplemente el sosiego de la consciencia, el senti-
miento religioso, y la satisfacción del cumplimiento
del deber.
Hay acontecimientos independientes de la
voluntad de los hombres, que imprimen un carácter
benévolo o fatal a los acontecimientos materiales de
la vida; es una verdad: pero esos acontecimientos
fatales, que rigen nuestras afecciones y nuestros
intereses, perturban solo la superficie, la epidermis
del corazón, como esas brisas pasajeras, que agitan
la superficie de las olas sin perturbar o desafiar el
furor del océano.
La calumnia, que denigra y vomita su veneno en
la reputación del justo, jamás podrá causarle un dolor
vehemente y profundo, pero causa una hora de
remordimientos en el seno del criminal.
¿Qué son, Dios mío, todos los bienes transitorios
en este mundo?, ¿sus esperanzas fugaces, sus alegrías
incompletas, sus afectos traicionados, repudiados,
incomprendidos?
– 13 –

¡Tribulaciones pasajeras, ansias que el curso del


tiempo muda en indiferencia, acontecimientos impre-
vistos convertidos en beneficios! – ¡Es locura llorar
cuando la hora que suena, semejante al silbato del
traspunte, cambia las escenas y las decoraciones de la
comedia humana!
¡Triste fragilidad la nuestra, que hasta los espíri-
tus convencidos de esas verdades, son los que más
sufren en ese juego impetuoso de intereses y de afec-
tos opuestos!
¡Quién sabe si la propia autora de las Consolaciones
no buscó un refugio contra los propios dolores, inten-
tando consolar los ajenos!

IV

Cada paso que avanzamos en la vida, marca una


decepción.
El corazón se consuela; nuevas esperanzas lo
mueven, nuevas quimeras lo abrazan y nuevas decep-
ciones lo aguardan.
Si lanzáramos una mirada a nuestro alrededor,
más de un rostro triste y amargo, más de un gemido
– 14 –

sofocado, más de una lágrima furtiva han de revelarnos


un drama ignorado, una lucha obstinada y terrible.
Las almas centradas y observadoras encuentran todos
los días, a cada paso, estas siluetas que pasan
inadvertidas en el mundo.
¿Y con qué derecho, cuando el sufrimiento es la
herencia de la humanidad, nos rebelamos a las pri-
meras amarguras del dolor?
¡Ah! ¡Los delirios febriles del amor, que con-
mueven hasta la última fibra de nuestra alma, son
flores de rico aroma que cuando se destiñen y se
marchitan, la ola impetuosa del tiempo las arroja al
abismo del olvido!
La ambición, la gloria, ¡son fantasmas de la
juventud!
La amistad, esa triste peregrina, esa hermana de
Caridad, que va tocar la puerta del sufrimiento para
compartir dolores y lágrimas, la amistad, esa inspi-
ración de los corazones nobles, clementes como el
propio Dios, también vacila a veces en el día de la
prueba. Como la hoja liviana e indefensa de un
arbusto, es arrebatada por el huracán de las pasio-
nes, y perdida en la noche de la ingratitud, yace,
como el último gemido del moribundo y se apaga en
– 15 –

el silencio profundo de la tumba, que devora todo lo


terrenal.
¡Todo pasa, todo cambia, todo es transitorio y
fugaz… así llegamos a la última escena de la trage-
dia! Se abre la tumba, la losa se levanta, la noche
serena de la muerte desdobla su azulado manto, ¡y
dormimos en su seno el sueño de la Eternidad!...
Sin embargo, más allá de la vida está la inmorta-
lidad, del otro lado del sepulcro está Dios...
Padre misericordioso, él nos tiende los brazos
diciendo: «¡Bienvenida seas, alma que sufres con
resignación! ¡Bienvenida seas, pobre peregrina!
¡Depón tu cruz! – ¡Bienaventurados los que sufren,
porque ellos serán llamados hijos de Dios!».
¡Y el amor de Dios es inmenso, inmutable, eter-
no! ¡Él da fuerzas para soportar el dolor; consuela la
desgracia, reanima la esperanza, sostiene las nobles
luces de la virtud, es, como una estrella serena que
brilla a través de las nubes de la tormenta en el hori-
zonte futuro, indicándonos el puerto donde termina
la cruda navegación de la vida!
¡Oh Dios mío! ¡Qué bueno y misericordioso eres!
¡Providencia, yo te venero, yo espero! ¡Tú nunca me
abandonaste! ¡Después de largo y doloroso martirio,
encuéntrome fuerte en mi consciencia y creencias!
– 16 –

¡La voz de las pasiones humanas, semejante al


eco lejano del trueno que se disipa, todavía resuena
de tiempo en tiempo en mi corazón!
La hora del silencio no está lejos para este cora-
zón que se ofreció al mundo, capaz de todas las devo-
ciones sublimes, de todas las dedicaciones supremas,
de todas las inspiraciones nobles, que el mundo
rechazó, despedazó y clavó en la cruz del martirio...
¡Y este corazón se volvió a Dios…! ¡Y Dios lo aceptó,
porque siento descender esa tristeza serena, crepúscu-
lo luminoso de la resignación!
¡Combatí como los más fuertes y en la lucha
perdí todo, menos la creencia!
¡Hay dos ángeles que conduzco de la mano, Dios
mío! ¡Vela por ellos, porque son tuyos¡ !Cumplo mi
destierro, mi cuerpo quedó en tierra, mi alma voló al
cielo!

Algunos minutos de Eternidad bastan para


imprimir en el rostro de un cadáver, ese carácter
augusto de una placidez que estoy seguro no existe en
la tierra.
– 17 –

La muerte inmoviliza el dolor, la angustia, y los


espasmos de la agonía.
El frágil recipiente que se llama cuerpo humano,
está ahí envuelto por el sudario, ¡tendido en el negro
y último lecho!
¡La risa, el llanto, todo se detuvo en aquellos
labios!
Pasiones mezquinas, nobles sentimientos, todo
enmudeció.
El alma, que había animado ese cuerpo, se des-
prendió de la tierra... Dios la recibió en su seno, y en
el seno de Dios todo sufrimiento desaparece, toda el
dolor se extingue, toda la ira se apaga, ¡todo llanto se
detiene!
¡Hijos repudiados del mundo, parias de la tierra,
Dios os llama!
Dejad al avaro acumular riquezas a costa de las
lágrimas ajenas… Dejad aquellos para quienes los
sentimientos no pasan de palabras, que nunca lucha-
ron, que no saben el valor de un sacrificio; dejadlos
adormecer la consciencia con sofismas brillantes;
dejadlos abandonar la creencia por el escepticismo;
dejadlos entregados al cinismo del vicio… En la
hora suprema de agonía ellos volverán los ojos con
– 18 –

terror a esa Eternidad que los aguarda, a ese Dios,


que despreciaron. Enfrentados con la muerte, ellos
caerán a los pies de la cruz exclamando: –¡Perdón,
misericordia, Dios mío!
¡Y Dios perdonará!
¡Dios no se venga, Dios no maldice!
Las penas imaginarias, las pasiones raquíticas de
los hombres no llegan hasta Dios.
¡Hasta Dios solo se remonta el pensamiento libre
de impureza y de maldad!
¡Solo se remonta el heroísmo del sacrificio!
¡Todo lo que hay en nuestro ser de bueno, de
bello, noble y justo, porque todas esas chispas divinas
que conforman el alma humana, aspiran al eterno
centro de atracción, a Dios!

VI

Hay en el corazón humano dos especies de


dolor. Uno legítimo, sagrado, respetable, santo, que
purifica nuestra alma, y al darnos la corona del
martirio, nos da también la fe en la recompensa, que
sigue naturalmente al sufrimiento, como la luz
– 19 –

sucede a las tinieblas, como la calma a la tempestad,


como el alivio al dolor y el reposo a la fatiga.
Este dolor al que puede llamarse labor de los
elegidos de Dios, hiere al corazón sin envilecerlo,
robustece la fe, e ilumina la frente del mártir con ese
suave reflejo de la resignación y la paz de una cons-
ciencia pura que nos repite en medio de los mayores
padecimientos: ¡Coraje! ¡No mereces tu suerte! ¡Dios
lo sabe y Dios te compensará por tu pena!
¿No es un dolor legítimo el de la mujer que espe-
rando ser madre a cada momento, no tiene para su
hijito que va a nacer ni siquiera un pedazo de paño
para vestirlo?
¿No es dolor legítimo el del esclavo, condenado
como un animal a un trabajo forzado, apartado de
todos los afectos familiares, de todos los nobles senti-
mientos del corazón, privado del reposo, y la libertad
que Dios le donó, desheredado de todos los bienes de
la tierra?
Es también un dolor legítimo el del padre que
lucha y trabaja para sustentar una numerosa familia,
el del hombre de genio que se sacrifica por la
humanidad, que paga el tributo del trabajo, del
llanto y de la dedicación a la libertad y bienestar de
– 20 –

sus hermanos. El desánimo, la decepción y el dolor


causados por esos nobles sentimientos a esas almas
magnánimas es un dolor genuino.
Los dolores ficticios son los que emanan de la
lucha encarnizada del desorden de las pasiones, que
se insubordinan a la voz de la razón y a los reclamos
elocuentes de la consciencia.
¡Esos dolores, desgastan la vida, debilitan la fe,
alientan al crimen, y al hacernos traicionar todos los
deberes, lejos de purificarnos, nos envilecen; son un
martirio sin compensación, cuyo único futuro es el
desprecio de los justos, el arrepentimiento tardío, la
expiación amarga, el remordimiento punzante!
El remordimiento, ese fuego purificador, esa
agua de absolución, que lava la mancha de la falta.
¿Habrá aún quien dude de Dios? ¡Quien se juz-
gue abandonado como un hijo espurio en la rueda de
la humanidad!
Cuando la razón no sirve de freno, cuando la
ceguera desafía la consciencia: por ventura, ¿no nos
queda aún el remordimiento y la penitencia para
reconciliarnos con Dios, y la voluntad del arrepenti-
miento, para reparar el mal que hicimos y volver
sobre el camino andado?
– 21 –

Entonces ese Dios a quien todo debemos, cuyo


amor y cuya misericordia no nos abandonan un ins-
tante sobre la tierra, ¿no merece uno sólo de nuestros
pensamientos?

VII

Encaremos la vida: ¿qué es ella en sí? –un viaje a


través de la tierra–largo o corto, sereno o agitado.
El dolor y el trabajo son su prerrogativa uni-
versal.
La inestabilidad de lo que sucede, es la misma
para el bien o para el mal.
Luego, siendo que todo es inestable en la vida,
no debemos concentrar la fuerza de la sensibilidad ni
en la delicia del placer, ni en la tortura del dolor; en
ambos casos debemos reservarnos la libertad de
dominar la situación.
Es lo que raramente se consigue.
De muchas cosas depende: el orden, la educa-
ción, la época de la vida en que se suceden los acon-
tecimientos, la mayor o menor energía del senti-
miento, el imperio que ejerce la razón sobre la
– 22 –

sensibilidad y el lugar que la consciencia ocupa en


nuestras acciones y en nuestras determinaciones.
El navegante que va a hacer una travesía, se pre-
para para ella. Equipa su barco como para luchar
contra el furor del viento y contra la impetuosidad de
las olas. Hace provisión de velamen, amarras y de
todo tipo de abastecimiento, porque sabe que se va a
lanzar en un frágil pedazo de madera al inmenso
desierto del océano. Solo, en su nave va en búsqueda
de playas lejanas. Una vez alejado de la tierra el
marinero pone proa a su barco, despliega sus mapas,
consulta el curso de los astros y gracias a la ciencia y
a la brújula, tras días de calma y de tormenta, llega
al puerto.
Otros menos felices luchan también, pero sucum-
ben; sucumben por impericia, por negligencia, por
excesiva osadía o, en fin, porque la nave resultó frágil
y la borrasca tan desatada que subyugó la voluntad
de los hombres… ¡porque a veces hay una razón pro-
videncial, que permite la pérdida de unos para ense-
ñanza de otros!
Habiendo pasado en medio de los mares muchas
horas solitarias de mi vida, esta comparación que hoy
traigo a estas páginas, no es nueva en mi espíritu.
– 23 –

La vida es también un viaje a través de la tierra,


pero su verdadero símbolo es un barco en medio del
océano.
Ese océano es la vida –el barco es el hombre, que
sigue el viaje, cuyo puerto es la Eternidad.
Y, convencidos de esa verdad, tan palpable, tan
exacta, ¿por qué no imitar al previsor marinero?
¿Por qué no hacer ese abastecimiento de vela-
men, de amarras y de provisiones?
¿Por ventura, el coraje que lucha, la paciencia
que soporta, la fe que sostiene, no están simbolizados
en los preparativos del navegante?
Él pone proa su barco y busca el rumbo, luchan-
do contra el viento adverso o aprovechando el bueno:
el puerto que busca se llama Londres o Alger, el puer-
to de la humanidad se llama Dios. El marinero con-
sulta el curso indiferente de los astros. Que sea Dios
la estrella que sirva de faro a la humanidad en su
peregrinación por la vida.
No pido a los corazones enfermos la alegría
ruidosa de los espíritus irreflexivos; la vida es seria
y, cuando la prueba es menos ruda para unos que
para otros, el padecimiento de nuestros hermanos
no debe sernos indiferente, porque eso sería egoísmo.
– 24 –

De todos los defectos morales no puede haber uno


más repugnante que la dureza de corazón.
Nuestro tema no es embotar la sensibilidad, pero
sí encaminarla a un fin más noble y más elevado que
esas luchas pueriles de los que rebelándose contra
una vida ya hecha, aspiran a una consolación impo-
sible. Es por esto que la hacen depender de afectos
prohibidos y terrenales.
El sendero del deber es estrecho, el espíritu de
la justicia es recto, severo, lógico, más aún –es mate-
mático.
Podremos engañar al mundo, pero a Dios –
¡nunca!
Podremos acomodar el deber, la retribución será
terrible, el castigo cierto. La consolación que buscá-
bamos, será por contrario nuestro más terrible flage-
lo. Lejos de pacificar el corazón, suscitará en él nue-
vas torturas, porque a la desgracia se sumará la culpa
y entonces serán dos tormentos en lugar de uno.
Navegantes de la vida, no dejemos desvanecer el
coraje, no perdamos la paciencia, no abjuremos de la
fe y con el alma tranquila estemos prontos a presen-
tarnos ante Dios, para depositar a los pies de su
Trono Omnipotente, la corona de espinas goteando
– 25 –

sangre y entonces decirle: – ¡Dios mío, bebí hasta la


última gota del cáliz de la amargura; cargué solo mi
cruz; perdón por mis culpas, perdón a mis verdugos!

VIII

Cuando, poniendo la mano sobre la consciencia,


sentimos la dulce persuasión de no haber merecido
nuestras heridas, percibimos, entonces, cómo es
pequeño todo lo que nos rodea. ¡Cómo es mezquina
la lucha rastrera que los intereses encontrados de la
vida levantan a nuestro alrededor!
Erguir la cabeza, contemplar desde lo alto de
nuestro coraje, de nuestro heroísmo, esa batalla
encarnizada donde la maldad, la ingratitud, la injus-
ticia campean en detrimento de los buenos, y esperar
con serenidad el día de la justicia. ¡He aquí el verda-
dero propósito de un alma noble!
El sufrimiento, siempre; la infamia, ¡jamás!
Sin embargo, ¿cómo robustecer el coraje, la fe de
esas almas postradas y de esos corazones heridos de
muerte de los cuales parece haberse retirado la mano
del Altísimo?
– 26 –

Corazón humano: ¿qué eres tú?


La inteligencia avasalló los mares y conquistó
por medio de la industria, portentos extraordinarios
–todo se estudia, todo se explica, el mundo real y el
mundo metafísico.
¿Y el corazón humano, quién lo descifra?
¡Insondable abismo, que bajo la máscara a la que
llama rostro, nos ilusiona con el fraseado más bri-
llante, cuando la mayor parte de las veces la verdad
queda entre Dios y la persona!
¡Yo impenetrable, donde ni el instinto providen-
cial de una madre puede a veces descender para
sondear una herida, o verter un consuelo!
Cuando procuramos avivar el amor de Dios, la
consciencia del deber, ¿quién nos asegura que nues-
tras palabras no pasen como las notas de una can-
ción errante, que el viento de la noche lleva a lo lejos,
semejante a un quejido vago?...
¿Será esto exacto? ¿La voz alterada de las pasio-
nes que se rebelan contra la razón, atenuará si bien
que momentáneamente, la voz de Dios, que nos
habla en el fondo del alma, en el silencio íntimo de
nuestro ser?
– 27 –

¡Ah! ¡Imposible! ¡El delirio pasajero de algunas


horas febriles no puede anular esa tendencia sublime
que nos impulsa a Dios!
Tarde o temprano esa voz poderosa, apagada un
momento en la lucha, ha de levantarse más imperiosa
y soberana, cuanto mayor haya sido la resistencia que
nuestra tenacidad opuso.
Sólo el escepticismo puede dudar de esa hora
solemne que llega para cada ser humano: los que edi-
fican castillos en la arena movediza del sofisma, los
que desconocen el orden admirable que gobierna el
todo de la creación, los que niegan la justicia, prego-
nan el error en vez del deber y se burlan de la virtud
colocándola en la lista de los prejuicios del espíritu.
Aunque lo duden, nosotros creeremos siempre,
porque la fe es una necesidad moral sin la cual toda
la virtud es imposible, todo sacrificio impracticable,
todo deber un absurdo.
Sin la creencia en un Dios que nos ama, de una
Providencia que nos gobierna, y de un fin hacia
donde se encamina la humanidad, no es posible mar-
char en la vida.
La fe es la luz, que ilumina las tinieblas, es el
refugio de los débiles, es la consigna de los fuertes. El
cimiento de la consciencia, la virtud y la dignidad.
– 28 –

¡Abjurar la creencia es renegar ante la faz de


Dios todo lo que hay de bello, puro y santo sobre la
tierra; es renegar de sí mismo, es romper el lazo que
a nosotros, átomos mezquinos, nos liga al Cielo!

IX

¡Es locura querer regenerar el mundo; locura la


pretensión de corregir los malos instintos, los vicios
secretos, las visiones depravadas, forjadas en el impe-
netrable arcano de cada corazón!
¡Locura!
Pero, el deber estricto del filósofo, del moralista,
y del poeta, es arrojar sobre la tierra la generosa semi-
lla de su inteligencia, enmudecer los convulsivos
lamentos de su alma dolorida, y arrancando las pági-
nas del libro de su corazón, ¡lanzarlas a la multitud!
Si la traición es el pago de un amor verdadero, si
la ingratitud es la remuneración de una noble e inte-
ligente amistad, si el olvido o el odio son la recom-
pensa a un bien hecho, la injusticia y el sarcasmo la
corona del genio; ¡no importa!
Las almas fuertes no carecen de compensación;
como los rayos brillantes de la luz, como el calor
– 29 –

vigorizante del sol, las almas elegidas derraman hasta


en los corazones más endurecidos esos tesoros de
amor y de ternura que constituyen una devoción
indescriptible ante el egoísmo humano, que persona-
liza y pervierte las ideas más elevadas.
¡No importa!
Hay en la vida una voz más fuerte que ese vago
murmullo del mundo; esa voz es la del deber –el
deber, que regula nuestras acciones, que nos sostie-
ne en el día de la prueba y que nos marca el sende-
ro a veces difícil que tenemos que atravesar en la
sociedad.
Fortalecida, inspirada por esa voz, continuaré la
tarea que me impuse a mí misma, y Dios me libere de
esos instantes de desánimo, en que la pluma se cae de
mi mano, en que un suspiro involuntario escapa del
corazón dolorido y no encontrando apoyo a mi lado,
o consuelo, me detenga en mi camino, con las fuerzas
exhaustas, como el viajero cansado después de un
largo y peligroso viaje.
¡De pie! ¡Adelante! ¡He aquí el bordón del pere-
grino! ¡Vamos! Si no encuentras ni en tu inteligencia,
ni en tu instinto maravilloso de mujer esas consola-
ciones supremas que nos vierten en el corazón la paz
– 30 –

y la serenidad de la resignación, por lo menos paga la


deuda con tus hermanos, da la enseñanza del ejem-
plo, lección elocuente, sacrificio ignorado, cuyas
luchas secretas solo se manifiestan a Dios!
¡El ejemplo! ¡La más sublime de las devociones,
la más cara de todas las virtudes, la más difícil de
todas las enseñanzas! El más raro de todos los heroís-
mos, porque se cumple en silencio, en el círculo estre-
cho de la familia, sin que tenga por atributos, ni el
entusiasmo ni la gloria, y cuya única recompensa es
la satisfacción íntima de cumplir un deber.

¡Una larga mirada lanzada sobre el cuadro de las


miserias de la humanidad, puede a veces llevar paz a
un corazón ulcerado y reanimar el coraje abatido;
como la brisa suave de la tarde mejora al pobre enfer-
mo que, ávido de la vida que se fuga, va a pedir al
buen Dios algunas ráfagas de aire puro para renovar
la sangre de sus pulmones resecos!
Nunca se es completamente infeliz cuando se
puede contemplar al aire libre, el cielo, las montañas,
las flores, los árboles, el mar, las rocas, todas las
– 31 –

riquezas que con mano tan pródiga y misericordiosa


derramó Dios en la creación.
Así los males ajenos y los propios, traen casi
siempre una ráfaga de consolación.
Por más insensible que sea la consciencia, por
más oscurecida que esté la razón, no podemos negar
la evidencia de otros males más acerbos que aquellos
de que nos lamentamos: y tal vez la reflexión, que
nos pone ante cada uno de esos cuadros de dolor,
nos muestre dos lecciones a la vez.
La aceptación de un sufrimiento más grande
que el nuestro, es ejemplo de una resignación que
nos falta.
El mendigo que se abriga con los rayos del sol,
comiendo el pan que la caridad le dio por limosna,
es aún más feliz en su miseria, que el criminal ence-
rrado en esa tumba viviente llamada prisión; más
feliz que el enfermo postrado en el lecho de un hospi-
tal, teniendo por únicas consolaciones la voz dura o
indiferente del enfermero, que con mano mercenaria
le ofrece el remedio y el espectáculo fatídico de los
que gimen y mueren a su alrededor.
¡Ah! ¡Para esos, la única esperanza es Dios, el
único consuelo es Dios, el padre, el amigo de los des-
heredados de este mundo!
– 32 –

Luego, en las circunstancias supremas de la vida,


¿es a Dios que el corazón torturado se levanta, es a
Dios que invoca y es de Dios que espera el sustento,
la libertad o el alivio?
¿Y qué responder ante tan elocuente lección?
Si acercándonos al mendigo le preguntásemos:
–¿Quién eres tú, que tocas de puerta en puerta pidien-
do un trozo de pan por el amor de Dios?
Es casi indudable que el mendigo nos responde-
ría:
–¿Quién soy yo? ¡Oh! ¡Mi vida es una larga his-
toria, que, si yo fuera novelista, podría escribirla!
Yo fui rico, tuve una posición en el mundo, tuve
una familia, tuve amigos, ¡tuve aduladores!
La suerte me había asignado un bello papel en la
comedia humana, pero fui un mal actor, me dejé
estar en mis estudios, el apuntador se cansó de gritar,
y silbado, abucheado por la multitud, me recogí entre
bastidores. Aquí estoy, solitario, olvidado, mendigan-
do de puerta en puerta, durmiendo sobre la piedra del
atrio del templo, viendo la multitud que pasa alegre o
indiferente y que se agita entorno a mí.
Ellos tienen todos los bienes de la tierra que yo
poseí –yo tengo a Dios– el mundo se me volvió
– 33 –

extraño. ¡Acá estoy calentándome al sol del buen


Dios, que no rechaza las oraciones del mendigo, ni
las lágrimas del pobre!
Preguntadle entonces si desde el primer día en
que la desgracia lo visitó, él la recibió con la misma
impasibilidad, y el mendigo responderá: – Esto es lo
que yo desearía describir: –las luchas, las amarguras,
las desesperaciones que torturaron mi vida, hasta el
día en que ofrecí mis dolores al Altísimo y me recon-
cilié conmigo mismo...
¡Es la novela de la vida! ¿Quién no tiene una?
Venid conmigo a tocar a la puerta del calabozo oscu-
ro y frío, donde el condenado llora lágrimas amargas
de expiación, o rechinando los dientes, retorciéndose
de ira, lívido y sombrío espera el día en que pueda
devolver a los hombres todas las amarguras, que la
desesperación le acumula en el fondo del alma...
Arrepentido o iracundo, menos feliz que el men-
digo, no puede contemplar el Cielo, calentarse al sol
ni oír el canto matinal de los alegres pajarillos que
vuelan de rama en rama, de arbusto en arbusto, ¡de
flor en flor! No puede contemplar ese azulado firma-
mento, aspirar el aire puro que circula en los ámbitos
del universo... ¡No puede recibir el consuelo de un
– 34 –

hermano, el beso de una esposa… las caricias de los


hijos, y tampoco de los desheredados!
Sentaos a su lado y preguntadle: –¿Quién eres tú,
que encerrado en esas negras paredes, vistes el cilicio
de la penitencia social? Y él os responderá:
Yo entré en la vida por la vereda florida de la
infancia, –dormí el sueño feliz de la inocencia en el
seno de mi madre, ¡acunado por su dulce canto y por
sus besos!
Como hombre, luché contra las pasiones pero la
razón y la consciencia sucumbieron; ¡las pasiones
triunfaron!... Vencida la sabia consciencia, que es la
ley divina, desafié las leyes sociales, ¡y aquí estoy!
¡Me grabaron en la frente la marca de la infamia;
fui tachado de la lista de los vivos! ¡Qué drama som-
brío fue el de mi vida!
Todos se olvidaron de mí. Murmurad entonces
una palabra al oído del criminal: ¡Dios!
Tal vez lance un rugido de cólera, pero, solo, en
su desgracia, un rayo de luz vendrá a acariciar su
rostro delgado y pálido y entonces, los músculos de
su fisonomía contraídos darán lugar a la explosión
del llanto, por largo tiempo contenido, desbordando
de esa alma endurecida y aislada!
– 35 –

Es de noche; la multitud acude a los teatros; en


el dorado salón del rico otra multitud dorada y ruido-
sa canta, ríe, bebe, y danza…
Venid – Aquí está el hospital, entremos.
Dejad el mundo que pasa, que se agita, venid al
lecho del enfermo.
En ese vasto salón hay también una multitud –
¡pero pálida, descolorida, doliente! ¡Aquí no se
danza, se sufre! Aquí no se ríe, se llora.
Acercaos a ese lecho – hablad:
¿Quién eres tú, que gimes solitario en el lecho
que la caridad ofrece al dolor en la indigencia?
Y el enfermo levantando la frente lívida os con-
testará:
–¡Fui una persona que sufrió mucho en la vida!
La Eternidad, cuyas puertas se van a abrir para mí,
me anticipa la paz del túmulo que se yergue a los pies
de este lecho.
¡Sufrí, lloré!… ¡En la última escena del drama de
mi vida la caridad me tendió los brazos, tuve fe en
Dios, oré!
Los desvaríos humanos me trajeron aquí –solita-
rio y olvidado de los vivos. Muero consolado; tengo
mi padre, que está en el Cielo. – Y el mísero enfermo
– 36 –

levantará los ojos, sonreirá dulcemente, e inclinando


la cabeza sobre el pecho, murmurará las plegarias de
agonía, y como última nota del canto, dirá –¡Dios!
¡Él está en la Eternidad!

XI

La idea de Dios es abstracta o confusa, depende


del dogma religioso que la enseña– es simple, fácil y
grandiosa cuando tiene por base la virtud, la caridad,
el amor de la familia y la consciencia.
Hay un elemento poderoso, que es el auxiliar de
esa idea y que la insinúa en el corazón del niño, la
fortalece en el corazón del joven y domina más tarde
en el corazón del hombre. Ese poderoso auxiliar de
que hablamos es la poesía de las costumbres, de la
familia, es la poesía de las tradiciones.
Atravesad con el pensamiento la distancia que
nos separa de esos pueblos donde el materialismo de
nuestro siglo no apagó del todo las tintas suaves de la
poesía santa del hogar doméstico.
Alejaos del ruido aturdidor de las ciudades,
tocad a la puerta de la modesta casita blanca perdida
– 37 –

en la extremidad de alguna de las pintorescas aldeas


de Nueva Inglaterra, o golpead a la ancha tranquera
de alguna granja en la linde del bosque.
Estudiad esa vida doméstica tan regular como el
mecanismo de un reloj donde las horas están dividi-
das entre el trabajo y la oración, entre la caridad y la
lectura.
Id por la noche, cuando el velo tenebroso de la
oscuridad envuelve el cielo y la tierra, el mar y las
montañas. Entrad en esa casa limpia, serena, cuya
apariencia refleja las costumbres cotidianas y puras
de sus habitantes.
Esa familia reunida alrededor de la mesa de tra-
bajo, ese anciano que preside como un patriarca esa
modesta reunión, esas mujeres trabajando y sonrien-
do a esos niños risueños, que revuelcan sobre la
alfombra, ¿no dicen nada al corazón?
Esa familia antes de recogerse para reposar de las
fatigas diurnas, va a arrodillarse delante de la imagen
de Cristo, y entona al unísono, una plegaria de grati-
tud por los dones recibidos. ¿Esa familia no es el sím-
bolo de la paz, y no encierra en el recinto ignorado de
su existencia tranquila, los únicos bienes, y los más
preciados placeres que se puede gozar en la tierra?
– 38 –

La plegaria en nuestra sociedad moderna donde


domina la incredulidad es apenas un nombre vacío
de sentido.
Los menos escépticos, remedan orar, leyendo un
montón de palabras que pronuncian maquinalmente
–¡a eso se le llama rezar!
Y, a pesar de eso, la plegaria, por lo que ella es
en sí, puede bien llamarse el centinela fiel de la cons-
ciencia.
Si la considerásemos como una confidente a
quien, antes de apoyar la cabeza en la almohada,
somos obligados a confiar nuestras acciones del día,
tal vez sería ella el freno que se opondría con más
eficacia a la liviandad o a la maldad; porque es raro
que un alma agitada, en lucha contra la razón, y con
la consciencia se acuerde de orar. Sin embargo si el
hábito de orar existe, y si la plegaria es la confesión
reflejada de las acciones de cada día, la consciencia
triunfa vehementemente y la serenidad sucede a la
lucha.
Nosotros diríamos a los corazones enfermos:
–¡Orad!
Pedíd a Dios cada día coraje, paciencia, resig-
nación.
– 39 –

Por la noche, reflexionad: leed delante de Dios,


en lo íntimo de vuestro pensamiento la página diur-
na de vuestra vida, y ofreced a los pies del Altísimo
los dolores, las luchas, los sacrificios que hubo en el
secreto de la consciencia. – Es bello decir, ¡sufro,
pero estoy pura, Dios mío!
Quien puede hablar así delante de Dios, no es
infeliz.
Quien lava la culpa por expiación, aún puede
estimarse a sí mismo.
Es bello decir – todavía no caí– es sublime decir
– caí, pero me levanté.
Para las almas elegidas el martirio tiene su
embriaguez, dolorosa y atrayente, que enmudece el
instinto de conservación y nos impulsa a resolucio-
nes heroicas.
¡Locos sublimes, que en el Paraíso son llamados
Santos!
– 40 –

XII

A medida que la pluma corre sobre el papel,


tememos no habernos elevado a la altura de la misión
que deseábamos.
El tumulto de las pasiones humanas levanta un
eco semejante al del trueno; para dominarlo sería
necesaria la voz del Arcángel que impusiera silencio
a la multitud. ¿Quién sabe? Tal vez estas páginas
perdidas, escritas en el rincón oscuro de mi aislada
existencia, sean barridas por el viento de la indife-
rencia, como las hojas secas y amarillas del otoño
son barridas por las brisas nocturnas que denuncian
el invierno.
¿Y qué importa?
Recordada u olvidada, no dejaré de proseguir mi
camino con paso firme.
¿Qué importa?
El sol derrama sus tesoros de luz por los ámbitos
del universo, y con su calor vivificante da fuerza a los
hombres, a las plantas, a los pájaros del bosque y a
los peces que están en el fondo del océano.
La planta ofrece el perfume de sus flores, el
árbol sus frutos refrescantes. Puestos en el camino
– 41 –

del hombre su ofrenda es espontánea porque para


eso fueron creados… y porque un temor pueril
dejaría marchitar en el olvido las flores odoríferas de
la inteligencia, los frutos sazonados de la razón…
Los pájaros cantan para Dios sin interesar a los
hombres. Tal vez los oiga y suspire alguna alma dolo-
rida que se consuela contemplando las estrellas del
firmamento, escuchando la ola que murmura, y el
viento que agita suavemente el follaje. Ella bebe una
inspiración en esa poesía misteriosa, escrita en la
creación, con la avidez de aquellos que sienten la
nostalgia de un mundo visto en sus sueños.
¡Es porque no habrá un corazón que encuentre
en estas ignoradas páginas el consuelo, que no
encuentra en la tierra!
El alma del poeta encierra tesoros inagotables;
puede arrojarlos de lleno a las plantas de sus herma-
nos, y sentirse aún bastante rico para sí y para los
suyos.

XIII

El epígrafe de mi libro es el programa al que


aspiro completar.
– 42 –

¿Hasta aquí habré tenido, realmente, la felicidad


de desarrollar el pensamiento sublime de Julio Simon?
Estas páginas son escritas en el silencio de las
noches cuando mi corazón se manifiesta dolorido y
enfermo, pidiendo a Dios, con la voz elocuente del
dolor, el consuelo que le rechazaron en este mundo.
¿Será que estas páginas tan felices van efectivamente
a suavizar penas?
¡Ah! ¿Es que es muy difícil emprender la cura de
un alma enferma o descreída– alentar una esperanza
moribunda, reanimar un coraje extinguido y tranqui-
lizar una consciencia no perturbada, pero si abruma-
da y oprimida por el yugo tiránico de alguna pasión
vehemente.
Es lo mismo; se intenta, sin obtener respuesta.
De esto y de todo a que se aventura el hombre,
¿cuál es el resultado?
El sufrimiento aquí, la compensación en el cielo.
¡Sembrad, inteligencias nobles; amad, corazones
generosos: esa es vuestra misión en este mundo!
Caminad con la frente erguida y dejad que las
espinas dificulten la senda estrecha que seguís; dejad
que os laceren los pies.
– 43 –

Dejad que la ingratitud os niegue, que la envidia


os calumnie y la indiferencia sonría, ¿qué importa?
Trabajad para la humanidad, y para Dios.

XIV

Las desigualdades sociales, produciendo una


diferencia de condición en la existencia de los hom-
bres, traen humillaciones y decepciones que provo-
can dolores y resentimientos, que el hombre respon-
sabiliza a Dios.
Es menester tener mucho cuidado con esto.
Escuchemos lo que dice Julio Simon:
«Dios no hizo ni tiranos ni esclavos, ni ricos ni
pobres, ni nobles ni plebeyos: no pasan de invencio-
nes humanas, consecuencia de nuestros vicios, usur-
paciones consagradas con el nombre de derecho. Y
Dios tampoco nos hizo ni avaros, ni asesinos, ni
voluptuosos, ni perjuros. Él nos creó libres, más incli-
nados a la virtud que al vicio, con suficiente inteligen-
cia para resistir al mundo y para modificarlo según
nuestras necesidades; bastante numerosos para que
nos socorramos mutuamente y menos numerosos
– 44 –

para que con el trabajo encontremos una subsistencia


segura en los bienes de la tierra. Así somos por Él; lo
demás es nuestro. Él nos bendijo; quejémonos de
nosotros mismos».
De la existencia de Dios nadie duda.
La libertad del pensamiento y del sentimiento,
son también hechos irrecusables – la libertad de
acción puede a veces depender de circunstancias aje-
nas a nuestra voluntad que nos arrastran, o por el
contrario reprimen la manifestación de la resolución
interior.
Ni por eso deja de quedar asentado como base de
la doctrina que deseamos desarrollar, que el hombre
es libre; y la prueba irrefutable de su libertad son sus
propias acciones en oposición directa con su razón y
su consciencia.
Probado el hecho de la libertad humana, la con-
secuencia inmediata y lógica es, que la mayor parte
de los males de que nos quejamos son el resultado de
nuestros vicios. Son la prueba de nuestra debilidad o
nuestra tenacidad, obra enteramente nuestra.
Marchar en la vida en oposición directa a los
consejos de la razón y las afirmaciones de la cons-
ciencia, es tejer la propia desgracia y la de los seres
queridos que de nosotros dependen.
– 45 –

Marchar en oposición a las leyes humanas, es


buscar el oprobrio y el castigo.
Dios no puede ser ni partícipe ni responsable de
las locuras y los desvaríos humanos.
El escepticismo dice a veces hasta por la boca de
los niños: –Yo confieso la existencia de Dios. – No
creo en la Providencia. – El hombre es un átomo per-
dido en la creación. – Dios no se ocupa de lo que se
pasa aquí en la tierra.
¡Ciegos!
¿Por qué no dudáis de la existencia de Dios?
«Es porque la naturaleza, la sociedad y la cons-
ciencia os hablan de ella».
«Es porque su ley está escrita con caracteres
indelebles en el fondo de nuestra alma».
¿No crees en la Providencia?
¿Y por qué invocáis a Dios en las horas de
amargura, y en todas las crisis de la miseria y de la
desventura?
Es porque hay una voz arcana que se eleva
espontáneamente del corazón, invocando esa
Providencia invisible, ese consuelo supremo, que a
despecho del sofisma, es la última esperanza que
nos alienta en la desgracia y que nos sonríe más allá
del túmulo.
– 46 –

El hombre es un átomo en la creación: aunque lo


sea en relación a la inmensidad de Dios, ¿no es cierto
que hay leyes universales que conducen a la humani-
dad en su peregrinación a través de los siglos?
¿Por ventura las leyes sociales no son escritas en
el mismo sentido genérico?
¿Dicen ellas respecto a un hombre o a la socie-
dad en su totalidad?
¿Y por qué exigir de Dios el error que el espíritu
estrecho del hombre no sería capaz de producir?
¿Pues no sería absurdo escribir un Código penal
para cada individuo en particular?
La ley de Dios está escrita en nuestra razón, en
nuestra consciencia.
Los vicios son agregados de la fragilidad huma-
na, y son necesarios al equilibrio de nuestra propia
constitución. Sin vicios y sin virtudes, no habría
luchas; sin errores, no habría castigos; todo se enca-
dena en el orden misterioso de la compensación, que
forma el equilibrio del mundo moral, cuyas leyes
metafísicas son tan exactas y sujetas al cálculo como
las leyes físicas del mundo positivo.
Dios está con nosotros; su amor es nuestro;
amando lo que es justo, amamos a Dios; amar lo
– 47 –

bello, lo bueno, es amar a Dios. La esperanza es el


resultado de ese amor.
No hablamos de las esperanzas quiméricas, de
los devaneos del mundo… hablamos de esa dulce
esperanza que refresca el corazón con una promesa
sublime de que no luchamos en vano, que una recom-
pensa premiará esa lucha. Y eso es una realidad;
porque la ley de Dios es inmutable y, por eso mismo,
es también infalible. –Todas las desventuras aglome-
radas sobre una persona infeliz no podrían robarle la
convicción íntima de la serenidad del alma, resultado
positivo de una consciencia sin mancha, así como
todas las riquezas y todas las alabanzas del mundo no
podrían debilitar jamás esa voz oculta que nos acusa
y nos tortura cuando cara a cara con la consciencia,
no podemos evadirnos de su testimonio irrefutable.
¡Oh esperanza! ¡Estrella luminosa del futuro!
¡Hada benévola, que surges tan bella y serena de la
propia inestabilidad humana, como la luna despren-
dida de los vapores que la oscurecían, surca pálida y
dulce, las regiones ignotas del firmamento!
¡Esperanza! ¡Dios te donó al corazón afligido, como
una consolación suprema! Renegarte es despojarnos
del bien celestial, que hace tolerable el infortunio, es
– 48 –

condenarnos a la desesperación perpetua en este


mundo, es perder nuestra alma en el otro!

XV

No titubeamos en confesar que este libro está


escrito más para las mujeres que para los hombres.
La vida social en su lucha diurna, si no consuela,
distrae la imaginación: el tumulto de los intereses
materiales embota la susceptibilidad del corazón; el
hombre trabaja activamente y la conquista de los bie-
nes terrestres absorbe la mejor porción de su tiempo
y de su pensamiento.
La vida de la mujer, al contrario, encadenada al
hogar doméstico, pasa en ese recinto silencioso,
dejando que la sensibilidad ejerza una influencia
directa e inmediata sobre la inteligencia y sobre el
corazón.
Es principalmente en nuestra sociedad, donde
la mujer completamente desheredada de los atribu-
tos de la inteligencia está reducida a un círculo exce-
sivamente limitado, necesita más eficazmente de las
consolaciones de la esperanza, de la fuerza, del
coraje, de la susceptibilidad de la consciencia y de la
– 49 –

inteligencia del deber, para seguir por el sendero


solitario donde el prejuicio la encerró.
El amor, causa primitiva de todas las pérdidas
de la vida, es la única puerta de pensamiento y de
acción que dejaron a la mujer.
Ella nació para amar, su único papel en el
drama social es –amar, su única misión en el mundo
es–amar. Su vida entera debe ser, o un ejemplo
sublime, o una prostitución vergonzosa.
Entre estos dos extremos, se encuentra el térmi-
no medio.
El de la mujer que ama y desama, que lucha y
que cede, que se arrepiente hoy y vuelve a caer
mañana y torna a arrepentirse.
¿Podría la definición del amor dejarnos un
resultado moral?
Sin duda, no es calumniando al amor que logra-
remos defendernos de su poderosa influencia, por el
contrario, es en la piedra de toque que se prueba la
pureza del metal, y se aprende a distinguir el oro del
cobre, la plata de la liga de metales falsos, o el bri-
llante del agua-marina.
Los materialistas reducen el amor al instinto del
placer, que sirve a la propagación de la especie
humana.
– 50 –

Admitir esa definición es privar el alma humana


de su sentimiento más puro, más elevado y más
noble.
Proclamemos, por el contrario, el amor como la
savia regeneradora que robustece la fe, que eleva
nuestra alma, que inspira el heroísmo y la devoción
en las almas más egoístas y endurecidas, y nos impul-
sa a las más heroicas resoluciones y a los sacrificios
más sublimes.
El amor no es el instinto, como el instinto no es
el amor.
Puro, supremo, ideal, el amor se eleva del cora-
zón; como la emanación del aroma de una flor se
desprende de su cáliz; el perfume de la flor embalsa-
ma el aire, el amor perfuma la vida.
Consuela e inspira las virtudes más sublimes.
Único en su esencia, se reviste de formas diferen-
tes, y toma diferentes nombres; nos liga a Dios por el
amor a la humanidad, y nos liga a la sociedad por los
lazos de familia.
Así, pues, todo sentimiento cuya tendencia sea
desviarnos de la senda del deber, del amor, de la fami-
lia, y de la propia estima, no será, de ninguna mane-
ra, el amor.
– 51 –

Todo amor que tenga por base el egoísmo, no


pasará de un instinto grosero, cuyo apetito ciego está
dispuesto a pisotear las leyes severas de la moral divi-
na y de la moral social.
El amor que se deleita en elevar y ennoblecer el
objeto amado no puede ser confundido con el estímu-
lo lascivo que es incurable y que para alcanzar sus
fines habrá de clavar el nombre de una mujer en el
caballete de la infamia.
Todo amor verdadero tiene por base necesaria,
lógica e inmutable, la abnegación. Donde no existe la
abnegación, no existe el amor.
Las almas crédulas y devotas deben tener presen-
te esta verdad.
Hay diversas maneras de sentir, pero el senti-
miento es único e indivisible en su esencia; así pues,
no se adapta a los temperamentos. Por el contrario, es
él que los modifica, porque la materia nunca actúa
sobre el espíritu; es el espíritu quien obra sobre la
materia.
Esas verdades están escritas en nuestra conscien-
cia, y por poco que la quisiéramos escuchar, ella nos
convencería de su veracidad.
Es verdad que el vicio necesita una máscara, el
crimen un vestuario brillante, y entonces se evoca
– 52 –

todo lo que hay de noble, de puro y de bueno sobre la


tierra; y a despecho de la consciencia, nos enmasca-
ramos atrevidamente y entramos con paso firme en el
templo del sofista, cuyas puertas de salida son el des-
engaño y el arrepentimiento.

XVI

Madame De Staël dice que el amor es la novela


de la vida de la mujer, mientras que para el hombre
es apenas un episodio.
Desde la doncella tímida, que ama por vez pri-
mera con esa sencillez encantadora de la gracia virgi-
nal, hasta la mujer de mundo, que gasta en devaneos
y amores livianos, hasta los últimos años de la juven-
tud; el amor es el blanco y el móvil que dirige todas
las acciones de la vida de la mujer. Como el placer es
el móvil que dirige las acciones del hombre.
Esta es la práctica mundana: no inventamos,
narramos lo que vimos, lo que la triste experiencia de
veinte años de sufrimiento y de estudio nos enseñó.
En la vida de la mujer, pues, el amor es el agente
principal; todas las heridas de su corazón fueron
hechas por la mano del amor.
– 53 –

Sus recuerdos, sus remordimientos, sus faltas,


sus expiaciones, sus arrepentimientos, sus lágrimas,
sus alegrías, todo tiene por única base el amor.
El sentimiento es único, indivisible en su esencia,
las maneras de sentir son diferentes, ya lo dijimos.
Hay un corazón de mujer que ama por vez pri-
mera, pero es raro que el himeneo corone el primer
amor.
Los corazones de temple superior, aman una
sola vez; ese amor perdido, traicionado o desconoci-
do, es lo mismo; se acabó la novela, atraviesan la vida
solitarios, envueltos en el velo luctuoso del dolor, con
los ojos mirando al cielo.
Hay mujeres que, antes de llegar al capítulo del
matrimonio, amaron y desamaron con la misma
facilidad.
Unas veces el matrimonio es el capítulo final;
otras veces no es más que el final del primer volumen,
en ese caso la lucha ocupa los primeros capítulos del
segundo tomo, las faltas los capítulos del medio, y
con la expiación finaliza la novela.
Como se evidencia en nuestro lenguaje, nuestro
espíritu está dominado por una creencia invariable,
la del principio eterno, inmutable de la justicia; por
eso, cuando el acaso nos pone al alcance el estudio
– 54 –

de alguna de esas peripecias de la vida, sacamos la


conclusión lógica de que el fin ha de ser un resultado
aritmético del principio.
Cuando comenzamos nuestro libro, llamamos
hacia nosotros los corazones desanimados, enfermos,
las almas débiles o descreídas, porque esas son preci-
samente las almas que luchan, las que necesitan de
consuelo, de coraje y de fe.
Consciencias timoratas, que dudan en aceptar
sus deberes, y que desearían tener una amistad inteli-
gente y sincera en cuyo seno poder descargar sus
aflicciones y sus amarguras.
A ese pensamiento oculto, a esa necesidad secre-
ta, nosotros respondemos con este libro.
No exigimos el heroísmo; queremos apenas la
resignación.
¿Debería ser condenado el corazón generoso que
intentase buscar en sus propios dolores consolación
para los dolores ajenos? ¿Quién repitiese al oído del
otro corazón enfermo — ¡coraje!, quién buscase las
armas con que se combaten las malas pasiones, y
enseñase el uso de esas armas, como el médico ense-
ña la aplicación de los remedios con que se combaten
las enfermedades físicas?
Pensamos que no.
– 55 –

XVII

Hay deberes imprescriptibles. El primero de


todos es la dignidad individual, el respeto a nosotros
mismos.
Quien se respeta a sí, respeta los deberes escritos
en la consciencia y los que nos ligan a la sociedad.
La inteligencia sobre esos deberes es importante
para todas las determinaciones de la vida, y su cum-
plimiento es la consolación suprema del sufrimiento.
En la vida de la mujer, donde el amor es todo,
el matrimonio es el paraíso o el infierno, la vida o la
muerte, el apogeo de la felicidad humana o la con-
denación a cadena perpetua.
Después del matrimonio — la familia. Es decir,
el complemento de la dicha o la compensación de la
desgracia.
El matrimonio, sancionado por la ley social,
santificado por la Iglesia, es indubitablemente la
institución que sirve de pedestal al edificio de la
moral social, dignificando a la mujer y creando a la
familia—nombre tan dulce que simboliza todos los
goces más puros y los amores más sagrados al
corazón.
– 56 –

Como no nos proponemos reformar abusos, ni


corregir defectos, como nuestra única ambición es
sufrir con los que sufren, no cuestionaremos sobre
los vicios de una institución. La aceptamos sin discu-
sión –doblemente sagrada para nosotros – como
institución moral, social y Divina. En ese triple
carácter y en el centro de ese triángulo maravilloso
está ubicada la mujer casada– venturosa o infeliz.
Uniendo su destino a un hombre, la mujer
asume deberes ante el mundo y su nuevo estado le
revela otras obligaciones que son del dominio exclu-
sivo de la consciencia.
¿Cuáles son esos deberes de que el mundo nos
hace responsables? ¿Ellos están de acuerdo con la ley
natural escrita en el fondo de nuestra consciencia?
Veamos.
La fidelidad al marido –cuando no fuese impues-
ta por ley– el pudor y la honestidad la enseñarían.
La obediencia – ¿no es dulce obedecer a quien
se ama? ¿No es en sí una necesidad del amor que se
forma en un intercambio mutuo de protección y
docilidad esa unión de la fuerza y la debilidad?
Hasta aquí la sociedad y el corazón están de
acuerdo.
– 57 –

La ley del mundo es terminante y seca –pero el


alma de la mujer que ama es inagotable, porque ella
va más allá del mundo. Las dedicaciones supremas,
los sacrificios sublimes le son impuestos solo por el
hecho de la generosidad de sus sentimientos.
Es una triste verdad –no hay devoción, no hay
virtud, no hay sacrificio que salvaguarde a la mujer
contra la ingratitud, la inconstancia y hasta contra el
abandono público o privado del marido.
Volveremos la página de este capítulo, dejaremos
de lado esa decepción, la más amarga de las decep-
ciones de la vida.
La humanidad es ingrata, voluble y egoísta.

XVIII

Venturosa o infeliz, la mujer casada, decimos,


está ubicada en el centro de ese triángulo formidable
cuyos ángulos se llaman:
–Dios–Deber–Familia; feliz en su unión, ella
tiene en su compañero el apoyo, el sustento, la conso-
lación de todos los males y provocaciones ligadas a la
vida. Camina, entonces con paso firme, agarrándose
– 58 –

del brazo del padre de sus hijos. Dios es su norte, el


deber la ocupación de todos los instantes de su vida,
la familia el centro de todos sus afectos.
Infeliz en el matrimonio, se libra una lucha terri-
ble en su corazón.
Celos sofocantes, amarguras infinitas, días de
lágrimas, noches de insomnio, suplicio de todos los
instantes en que para no sucumbir es preciso destro-
zar el corazón y arrancar vivo y palpitante el amor
que se juzgaba que iba a cubrir toda la vida.
Otras almas superiores, aisladas y traicionadas,
conservan, a pesar de todos los desengaños, ese amor
que ni la razón ni el dolor del sufrimiento, podrían
arrancar… es en esos amores incontrastables que se
prueba la sublimación del sentimiento, la excelencia
del corazón, la elevación del alma.
¡Cuántos tipos a estudiar entre esa multitud de
mujeres desencantadas!
¡Cuántos sacrificios consumados en el silencio
de la consciencia! ¡Cuántas generosas resoluciones!
¡Y cuántos lamentables errores también!
¡Ah! ¡No tenéis razón, vosotras que desertáis de
una buena causa!
– 59 –

¡Las que preferís el oprobrio al martirio, y las


coronas insignificantes de los amores lascivos a la
sencilla aureola del mártir!
¡Qué! ¿En la práctica de los deberes de madre,
en la tranquilidad de la consciencia, no hallareis un
consuelo providencial?
¿Creéis por un segundo en la castidad y en la
pureza del adulterio?
¿Creéis que desoyendo la razón y ahogando la
susceptibilidad de la consciencia, renegando de Dios
que os llama por medio de esas dos grandes voces del
alma encontrareis una felicidad imposible?
¿Creéis que pisoteando vuestros deberes, seréis
respetadas por el amante a quien entregáis vuestra
honra?
¡Engaño!
¿Creéis que escupiendo en la frente virginal de
una hija, renegando el derecho sagrado de orar sobre
la cuna de un hijo, obtendréis en cambio el amor
puro y la estima de un hombre de honor?
¡Despropósito!
El hombre de honor que se sienta inclinado,
para su infelicidad, por una mujer honesta, una hon-
rada madre de familia, creedme, ese hombre de bien
– 60 –

con su sacrificio huirá de la madre de familia que no


quiere ser deshonrada… Si en el delirio supremo de
una pasión invencible él deja escapar su secreto y la
mujer lo acepta, ese hecho será suficiente para rom-
per el ídolo y desestimar a aquel que perdió su pues-
to elevado en el orden social, que traicionó lo más
casto, lo más sublime, lo más santo de todos los
amores de la tierra: el amor maternal.
¿Qué respeto, qué recompensa, qué ventura
puede esperar para el futuro, aquella que traicionó la
confianza inocente de sus hijos, sobre cuyas cabezas
infantiles, en vez del bautismo celestial de besos y de
lágrimas ella derrama el oprobio y la vergüenza?
¿Y cuando los labios impuros, que juran amor a
otro hombre, se imprimen en la frente del hijo, el
corazón de la madre permanecerá mudo e impasible?
¿Y si la muerte hiriese a uno de esos hijos conde-
nados a la infamia desde la cuna, por una madre cri-
minal, esa mujer podría elevar su corazón a Dios y
murmurar las plegarias religiosas cuando ella misma
se ha privado del derecho de orar por sus hijos?
¡He aquí el abismo de la vergüenza! ¡Antro tene-
broso donde la vanidad estólida, el egoísmo brutal o
la lascivia desenfrenada de algunos hombres, arrastra
– 61 –

a una desgraciada mujer, y después de hacerla caer en


desgracia, sigue y va en busca de nuevas víctimas,
nuevos trofeos o nuevos apetitos!
¿Si el resultado fue la vergüenza de una familia,
o la muerte de una mujer, qué importa?
La ley escrita en el código penal es terminante –
el robo de dinero tiene una pena– el ladrón de la
honra ajena puede andar tranquilo que la sociedad, si
tiene un castigo, es solo para su víctima.

XIX

Todo se encadena en el orden misterioso de la


creación, como en los hechos de la vida íntima.
La senda del deber es estrecha, solitaria, cruda,
espinosa, un solo paso fuera de ella, nos desvía sin
retorno.
Una vez encaminados en la ancha vereda del
vicio, los hechos se encadenan naturalmente y con-
ducen a la mujer o al hombre, por un declive rápido
al fondo del abismo.
Todos los consejos son inútiles, todas las conso-
laciones son imposibles.
– 62 –

¡Todo el esfuerzo supremo intentado para impedir


la caída es infructuoso!
Es en la puerta del arrepentimiento que se debe
esperar al pecador, cuando el dolor de la expiación lo
clave al pie de la cruz o en el lecho de la agonía…
Entonces se comprende toda la sublime poesía
de la religión, que consuela a los tristes y perdona a
los culpables.
Y antes de ese día, ¡cuántos corazones destroza-
dos, cuántas lágrimas amargas!
El instinto de conservación, el egoísmo instintivo
que nos guía en las cosas corrientes de la vida, es el
primero que naufraga en los intereses vitales de los
hechos morales… ¡Esa misma mujer que guarda sus
adornos más vistosos para aparecer con ellos en la
calle, es la misma que hace buen mercado de su repu-
tación ante el mundo, de su consciencia ante Dios y
su vergüenza delante de sus hijos!
¡Qué amarga contradicción!

XX

Y, sin embargo, los medios de salvación están en


vuestra mano, existen en la propia voluntad.
– 63 –

No hay una sola persona que desconozca su


error. La consciencia es inexorable y aunque sea tor-
turada por el imperio funesto de la degradación y del
vicio, ella lanza de tiempo en tiempo un quejido
doliente como la expresión de agonía del hombre
condenado a morir en el calvario de la tortura.
Dejadme leeros en voz alta una página suelta de
ese libro del corazón humano – episodio de la vida
del poeta y del filósofo que estudia la humanidad en
la práctica diurna de sus relaciones con las otras
personas.
Al finalizar 1848 yo me encontraba en Nueva
York hospedada con mi marido y mis dos hijas en un
hotel o casa de huéspedes de Beckman Street. Uno de
los barcos de La Habana trajo como huésped a ese
mismo hotel una muchacha de unos veinte y ocho
años de edad.
No era mal parecida, se vestía con mucha ele-
gancia y decía que venía a tramitar una contratación
como corista en la compañía de canto que en aquel
entonces acababa de organizarse en New York.
Yo la veía pasar por la puerta entreabierta de mi
habitación, donde estaba todo el día con mis dos
angelitos… No sé porque, la vista de aquella criatura
– 64 –

me afligía, no veía en su rostro nada que me indicara


que se trataba de una mujer honesta, por el contrario,
su primera aparición me reveló quien era ella.
Las personas de la casa enseguida comprendie-
ron quién era la nueva pasajera, y aquella mujer repu-
diada de la sociedad encontró allí lo que ese tipo de
personas encuentran en todos lados: –el desprecio y
la aversión.
Yo, por mi parte, me limitaba a lamentarla.
Un día la mujer se enfermó. Nadie hizo caso de
eso, ni los propios dueños del hotel.
Ese primer día la mujer gimió solita. A la tarde-
cita una empleada, rezongando, vino a ver lo que ella
necesitaba y decía, entre otras cosas, que una mujer
de aquel tipo era peor que un perro y que se debía
dejar morir.
Yo consulté mi consciencia y le dije a mi mari-
do: “Mi amigo, yo voy a asistir a esa mujer. Ella es mi
prójimo y yo no soy su juez” Mi marido me contestó.
“Ve, tienes razón: en lugar de perder, ganas.”
Durante ocho días que duró la enfermedad de
aquella desgraciada, yo estuve siempre a la cabecera
de su lecho.
Ella lloraba de reconocimiento.
– 65 –

Cuando ella curó me pidió licencia para hacerme


compañía y yo le concedí.
Durante sus días de sufrimiento me hizo una
confesión general de su vida, que escuché, sintiéndo-
me ruborizar el rostro y oprimir el corazón.
Aquella infeliz había sido una chica honesta,
una virgen cándida. Casada muy joven, fue seducida
por otro hombre que la hizo huir del lado de su mari-
do y que después la abandonó, porque es natural que
al adulterio le siga el abandono.
Joven y bonita, dado el primer paso en la senda
fatal, fue descendiendo escalón por escalón hasta el
infierno de la prostitución más vergonzosa!
¡Cuántas exclamaciones de dolor emitió aquella
mujer! ¡Qué accesos de dolor y de desesperación en
medio de aquella negra historia!
¡Ah, señora! me decía ella: ¡Cuánto daría por ser
todavía pura y honesta! ¡Cuando recuerdo que fui
como esas hijas suyas, una niñita inocente que dor-
mía en los brazos de mi madre, más… hoy… !
¡Y desataba en llantos!
¡Cuántos consejos yo le di a aquella mujer infeliz
y cuánto le insté para que aprovechara esos buenos
impulsos que sentía!
– 66 –

Ella había salido de Brasil para New Orleans y


quería volver a Río. Yo la apoyé en esa determina-
ción. Le faltaban los medios, yo la orienté, la acom-
pañé, le hice vender una parte de sus adornos y de sus
joyas, compradas con tanto esfuerzo, ¡y por fin la vi
encaminada!
Yo le había dicho: –Usted perdió el hábito del
trabajo. Como criada nadie la recibirá en su casa:
¡vaya servir en un hospital o en un hospicio de locos!
Allí si no puede rehabilitarse ante el mundo se podrá
rehabilitar ante Dios. El mundo es lo de menos, Dios
es todo.
Pasados tal vez dos meses, un día encontré en la
calle una mujer pálida que se arrastraba con dificul-
tad y en cuyo rostro macilento y amarillo el vicio
había imprimido su signo repugnante. Esa mujer
levantó los brazos hacia mí con la misma desespera-
ción con que los condenados deben erguir los suyos
hacia Dios, gritándole: ¡misericordia! ¡Esa sombra
horrible era mi protegida de Nueva York!
Yo ya sabía que lejos de seguir mis consejos ella
había proseguido su antigua vida, y entonces se cum-
plía la predicción que le había hecho en 1848.
– 67 –

Ella levantó los brazos hacia mí, en el medio de


la calle, y yo pasé huyendo de ella con horror… Yo
no soy Jesús, soy apenas una pobre mujer.
¿Por ventura yo no le había dado lo que todos
nosotros debemos al mundo o sea la protección
mutua?, ¿el ejemplo y el consejo?
¿No le había dicho que no hay culpa que no se
lave y no hay mal que no se pueda reparar delante de
Dios?
Si se detiene en su camino, algún día tendrá la
recompensa, si prosigue como hasta ahora, irá a
morir en el lecho de un hospital. Perdido su cuerpo y
perdida su alma, habrá perdido el derecho a la com-
pasión de los buenos, al igual que su tenacidad le
cerrará la puerta del arrepentimiento, único refugio
del pecador.
Todo fue inútil… después del día en que la
encontré, la he visto de lejos. Hace más o menos de
un mes ella desapareció completamente: ¿estará en el
hospital?, ¿se habrá muerto?
Eso lo ignoro.
¡Ah! El resultado es lógico. La verdad es una, la
justicia es inmutable.
Los errores ajenos no autorizan los propios.
– 68 –

Cuando trasgredimos las leyes del deber, el


primer castigo es nuestra vergüenza
El resultado lógico es una expiación infalible.

XXI

Dijimos al principio de este libro que la voluntad


era el instrumento irresistible tanto en la conquista
del bien, como en la conquista del mal.
En la organización maravillosa de alma huma-
na, el vicio sirve para probar la virtud, la virtud no
existiría sin la contraposición del vicio. Son dos ele-
mentos contrarios cuya noción nos es suministrada
por la consciencia por medio de la razón que nos
transmite todos los fenómenos del alma, los estudia,
los juzga y los clasifica.
Nosotros sentimos, conocemos y sabemos que el
mal es el mal, y que el bien es el bien. La consciencia
da la medida de lo justo y de lo injusto, y nuestra
voluntad es quien decide. Si la libertad de acción no
existiera: ¿dónde estaría el mérito del sacrificio y el
oprobio de la caída?
– 69 –

Si admitiéramos la intervención de un poder


fatal invisible que nos impeliera al mal, arrastrando la
voluntad contra los consejos de la razón y contra las
manifestaciones de la consciencia, ¿qué sería enton-
ces del principio eterno e invariable de la Justicia?
¿Qué sería de Dios?
No, el hombre es libre. Si cede al impulso funesto
de las pasiones, nadie, sino él mismo, es solidario en
sus acciones. La consumación del hecho antecedió a
la formación de la culpa, reconoció la injusticia, su
razón se opuso, su consciencia protestó, la voluntad
deliberó, decidió y ejecutó.
Si por el contrario, el triunfo es el resultado de la
lucha, todos los halagos son para la voluntad que te
da fuerza para vencer el mal y sacrificar un afecto
criminal o un mal pensamiento.
Hay circunstancias que parecen autorizar un mal
proceder. Es simplemente un efecto de óptica.
Si no hay ninguna circunstancia que justifique el
suicidio del cuerpo, ¿por qué admitiríamos la justifi-
cación del suicidio de la honra, del deber y de la
vergüenza?
¿Por qué las culpas ajenas servirían para autori-
zar las propias?
– 70 –

Los deberes no son relativos, como las otras


cosas de este mundo. El deber está escrito en el cora-
zón y no hay fuerzas humanas que puedan relevarnos
de su cumplimiento.
La libertad de acción no constituye el derecho a
transgredir la ley social, ni la ley divina.
No existe otra compensación secreta de los
males de la vida, a no ser la consciencia de no haber-
los merecido, la serenidad del justo y la confianza de
sí mismo.
Las infamias practicadas a escondidas del mundo
no son compensaciones, son simplemente infamias
que no se ocultan enteramente a los ojos del mundo,
ni se disculpan a los ojos de Dios.

XXII

Todos los consejos y todas las demostraciones no


sabrían garantizar un corazón débil y acostumbrado
a transigir consigo mismo.
Sin la creencia en Dios, sin el sentimiento religio-
so, sin el respeto por sí mismo, ¿de qué valen las pala-
bras, aunque ellas traduzcan cuanto el pensamiento
– 71 –

tiene de más sublime, cuanto la moral tiene de más


puro y cuanto el corazón tiene de más tierno?
El sofisma triunfa, la razón calla, el deber
sucumbe, se expulsa el ángel del bien y se reclina la
cabeza en el seno del ángel del mal, mientras Satanás
ríe a carcajadas y aplaude la victoria.
¡Pobre humanidad!
¡Pobre poeta, viajero solitario, perdido entre
muchedumbre de los hombres! ¡Tu canción se perde-
rá en el tumulto de las pasiones desencadenadas!
¡Pobre filósofo! ¡Apóstol desconocido de la
ciencia, escribiendo en la oscuridad de tus noches
las páginas donde se revela tu genio y que tal vez
nadie leerá!
¡Tú lucharás contra el mal que querrás desviar
de tus hermanos, buscarás en tu mente la construc-
ción de sistemas científicos que te consumirán la
mitad de tu vida y morirás pobre y huérfano como
viviste, calumniado tal vez, juzgado por el primer
engreído que considerará tu asiduo trabajo como una
palabra sin sentido, de esas que arrojan el polvo dora-
do del charlatanerismo a los ojos del mundo!
– 72 –

XXIII

¿Por qué desconocer los tesoros que la bondad


divina acumuló en nuestros corazones?
¿La inteligencia, la caridad, la sensibilidad no
son las armas poderosas con que combaten en la vida
quienes se sirven de ellas?
¡Oh! ¡Aunque mártires, abramos el corazón sin
temor a esas dulces impresiones que excitan a todos
los nobles instintos y simbolizan cuánto hay de puro
y bello sobre la tierra!
El estoicismo mata la sensibilidad; el egoísmo
diluye el dulce llanto de la caridad, y la inteligencia
se vuelve inútil como esos árboles esmirriados que no
dan frutos porque la savia de la inteligencia es esa
sensibilidad caritativa con que se comparten los
males ajenos.
¡El sufrimiento moral tiene una razón divina,
respetémosla!
¡Llevemos a los pies del Altísimo la ofrenda
poderosa del llanto y de la resignación que un día nos
será retribuida con holgura por la mano de aquel que
según Jesucristo, cuenta uno por uno los cabellos de
nuestra cabeza!
– 73 –

En la escuela de la adversidad se prueba la


paciencia y la virtud, el dolor prueba la templanza
del corazón y como un fuego sagrado consume todo
pensamiento impuro y mezquino.
El dolor que destroza el alma, enciende esa ins-
piración ardiente que arranca notas divinas a
Beethoven, cantos inmortales a Tasso, ¡gemidos dolo-
rosos a Byron!
¿Qué drama horrible y gigantesco pasaría por el
alma de Dante, antes de que escribiera la Divina
Comedia?
¿Quién, que nunca sintió el corazón destrozado
puede decir todo lo que contienen de amargura y de
llanto esas concepciones del pensamiento que se lla-
man –pintura, escultura, música y poesía?
¿Es posible que esos espíritus inspirados, que
dominan la humanidad y leen con increíble lucidez
ese libro confuso que se llama corazón humano, no
hayan tenido por maestro la decepción, el sufrimien-
to, la ingratitud?
¿Serán ellos, por ventura, otra cosa que narrado-
res más o menos exactos, encargados de describir su
propio pensamiento y su propio corazón?
Indudablemente, sí.
– 74 –

XXIV

Hay dos especies de luchas en el corazón: –la


lucha del deber y la lucha del dolor.
En la primera, tenemos por adversarios la razón
y la consciencia– en la segunda la fragilidad y la ter-
nura del corazón.
Frente a una evidente ingratitud, incluso cuando
la resignación acuda, no es suficiente a veces, para
calmar las primeras convulsiones del dolor.
¡La acción lenta del tiempo es la única que gasta
esas torturas, destiñe esas memorias y cicatriza esas
heridas!
Sin embargo, en esos días amargos, nublados y
tristes evoquemos a Dios en el fondo del corazón,
pidamos con toda la fuerza de voluntad un consuelo
y que el alivio serene la fiebre del martirio.
Esperemos, porque nuestra esperanza se realiza-
rá, pues hay leyes inalterables que gobiernan la
humanidad, leyes infalibles que la acción lenta del
tiempo desarrolla y basta esperar con fe para verlas
cumplirse.
La crisis pasa, el llanto cesa, el dolor se debilita
y el corazón afectado violentamente vuelve poco a
poco a su estado normal.
– 75 –

A veces el dolor se debe medir en relación a la


fuerza de resistencia: ¿por qué rebelarnos contra esos
corazones débiles y tiernos que sucumben y se retuer-
cen en las angustias del pesar?
¡Oh! ¡Indulgencia, compasión, misericordia para
esas pobres almas! ¡Coraje y resignación para esos
corazones doloridos!

XXV

Existen, pues, compensaciones fuera del yo mis-


terioso. ¡Hay en las lágrimas de simpatía que un cora-
zón extraño dedica a nuestros dolores y a nuestras
desventuras una recompensa inmaterial, pero que
consuela y fortifica!
¡Hay almas de mármol…, corazones de acero
pulido, incapaces de una buena acción, de una devo-
ta amistad! Si fuerais a pedirle, desgraciados y afligi-
dos, en la angustia del paroxismo del dolor, un con-
suelo y una lágrima, seríais recibidos con los ojos
secos y los brazos cruzados. Por el contrario, otras
veces la casualidad os introduce en un círculo de
personas que nunca habéis visto, completamente
– 76 –

extrañas…, y se habla de la vida, del sufrimiento y


de la desgracia. Como casi siempre ocurre, cuando
se intenta dar un consuelo, el corazón dolorido da
un gemido profundo y palpitante que, como una
nota tenuta, vibra un sonido melancólico, y traduce
el sentimiento de la propia desventura con esa elo-
cuencia simple de la verdad.
Es un noble corazón aquel que nutre el remordi-
miento constante de su degradación y que hace una
expiación pública, mostrándose al mundo en la des-
nudez de su falta...
Cada uno juzga que su propio dolor es el más
grande. Cada uno cree haber llegado al final de los
sufrimientos humanos…, sin embargo basta volver
los ojos para encarar un cuadro más lúgubre, ¡una
lucha más encarnizada!
¿Sabéis acaso lo que es esa batalla reñida de un
espíritu elevado, de un alma noble, contra el materia-
lismo de la vida?
¿Sabéis lo que es esa lucha larga y terrible de la
miseria y de las privaciones? Sabéis lo que es quedar-
se con toda la incomodidad de lo estrictamente nece-
sario para dejar a la familia la mayor porción de
bienestar y de alimento?
– 77 –

Sentir en la mente el instinto de lo bello y de lo


ideal, sentir en el alma esa inquietud vaga, esa atrac-
ción irresistible de la vida del pensamiento, de la
existencia febril, de la vida de la inteligencia y sentir-
se al mismo tiempo presa en el materialismo de una
miseria lenta, que os encadena a todos los detalles
más mezquinos y positivos del materialismo… Y
sola, sin un apoyo, sin una amiga, sin un consuelo,
luchar todos los días, todas las horas, murmurando
en el secreto de su corazón. ¡Dios mío! ¡Paciencia!
¡Dios mío, coraje, mi Dios, resignación!
¡Es tan dulce recibir como recompensa de esa
lúgubre revelación de un mal incurable, las lágrimas
espontáneas que supiste arrancar a un extraño!
Gracias, señora, por ese noble impulso de vues-
tro corazón… gracias por ese abrazo extraordinario
que usted me dio como le daría a una hermana…
gracias por esas lágrimas… ¡ellas me hicieron un
bien, que Dios os ha de tenerle en cuenta!... Si algún
día este pobre libro fuera publicado y usted lo leye-
se, acepte estas líneas que le fueron consagradas –un
alma tan inteligente y que tan bien comprende el
infortunio, es un alma noble, señora. Ore, Dios ha
de oírla.
– 78 –

XXVI

Nuestra tarea va a finalizar.


¿Habremos conseguido hacer comprender a los
corazones descreídos que el amor de Dios alivia
todos los trabajos y es la esperanza y la consolación
de todos los males?
¿Habremos conseguido fortalecer el coraje de los
que luchan contra el mal y sienten vacilar su fe?
¿Habremos conseguido inspirar el deseo y la
resolución de reparar una falta en la consciencia per-
turbada de aquellos que en un momento de desespe-
ración, tratando de minimizar el sufrimiento, acumu-
lan sobre sus resentimientos y sus tristezas el remor-
dimiento y la vergüenza de la infamia?
¿Conseguirá la lectura de estas páginas pacificar
y consolar algún corazón enfermo?
Ignorado o recibido con aplausos, este libro no
será completamente inútil: dejadme abrigar como
recompensa de mi trabajo esa dulce persuasión.
Si en un alma tan desencantada de las glorias de
este mundo como la mía, pudiese existir todavía
algún atisbo de ambición, esa ambición sería que la
lectura de estas páginas hiciera nacer las simpatías
– 79 –

ignoradas en corazones extraños que sufren, que


nunca me han visto y que no me conocen.
Consolación por lo que me han hecho padecer
aquellos a quien yo he ofrecido en este mundo las
flores de mi alma y lo único que me dieron a cambio
fue ingratitud. Dios les perdone como yo lo hago, la
frente alta, la mano sobre el corazón, ante Dios y
ante el mundo.
Ellos consiguieron destrozar mi corazón, pero
no pudieron envilecerme.
Me desheredaron de una porción de los bienes
de este mundo, pero no pudieron arrancarme el
coraje de conservarme pura y de luchar, en el infor-
tunio, contra los dolores morales y los conflictos de
la miseria.
Que no os parezca extraordinario ese coraje,
lejos de juzgarlo maravilloso, consideradlo como la
cosa más fácil, más simple o más accesible de este
mundo.
No exageréis en el dolor, comparadlo con el dolor
ajeno y vuestra cuota os parecerá la más reducida.
Comparad el sufrimiento de la virtud con el
oprobrio de la infamia y daréis gracias a Dios desde
el fondo de vuestra consciencia, por haberos hecho
preferencia. Vuestra cruz os ha de parecer pequeña.
– 80 –

Disminuid vuestros deseos y os parecerá que


todavía sois bastante ricos, – porque viviendo con lo
estrictamente necesario, todo os ha de sobrar.
Este proceder es fácil, depende de una resolu-
ción, – nada más.

XXVII

El olvido es una cobardía, dice Víctor Hugo. El


estoicismo no es una resignación, os digo yo, así
como la audacia no es coraje.
Si el estoicismo es el antídoto para la sensibili-
dad, también es una cobardía, y está lejos de ser una
fuerza que robustece el corazón. El estoicismo es la
coraza del egoísta. El coraje desafía el dolor y sopor-
ta noblemente la lucha contra la desgracia.
¡Coraje! ¿Dónde encontrarte?, virtud divina,
remontaste al cielo:
Dios puede revelar en los corazones de los hom-
bres que sufren lo que es esa virtud que enmudece el
gemido listo a escapar de nuestros labios… que hace
retroceder el llanto de los párpados, listos a derramar
sobre el corazón que lo recibe dolorido, pero sereno
en medio de su martirio.
– 81 –

¡Coraje! Tú no eres la audacia.


¡Nobles sentimientos que la mano omnipotente
puso en el corazón humano, que horrible traducción
os da el lenguaje de las pasiones!
El coraje se detiene ante la voz de la consciencia,
destroza su propio corazón, calla y se aleja. El coraje
es el sacrificio.
La audacia pisotea la consciencia, no se fija en
los medios de que se sirve para alcanzar sus fines. La
audacia es la hermana del crimen.
Tachad de vuestro diccionario filosófico las pala-
bras estoicismo, impasibilidad y audacia. Escribid en
su lugar:
Sensibilidad, resignación y coraje.
Ved cuanta diferencia hay en el sentido moral de
esa media docena de palabras.
El buen sentido moral es un libro escrito por la
experiencia del corazón humano y por el resultado
lógico que suministra el estudio de los hechos.
¿Qué es esa multitud de refranes y proverbios
que andan en la boca del pueblo? Por poco que se
tenga conocimiento del mundo, por poco hábito de
la reflexión que se tenga, se reconoce que fue la
experiencia quien escribió en el decurso de los siglos
– 82 –

esos dichos que hasta los niños repiten sin saber lo


que dicen.
Todos, o la mayor parte de ellos, encierran un
precepto moral incontestable y sencillo como la ver-
dad, e incontrastable como la justicia.
Si quisiéramos seguir su precepto, evitaríamos
muchos males, enmendaríamos muchos errores y
conseguiríamos luchar con ventaja contra el mundo y
contra nosotros mismos.
¡Y ved como la bondad divina hasta en eso se
manifiesta! No bastan los elementos de virtud y de
justicia mantenidos en germen en nuestro corazón,
hay miles de voces que responden a esos sentimien-
tos confusos de los arcanos de la consciencia y que
son los ecos poderosos de la ley inmutable de la
justicia eterna.
Porque todas las nociones de bien contenidas en
el alma humana serían inútiles si la inteligencia no las
definiese, estudiase y las consagrase claras, distintas y
palpables hasta en esa simple filosofía del pueblo que
es la práctica usual de la vida y que constituye el buen
sentido moral.
– 83 –

XXVIII

Pobre corazón herido, enfermo, abrumado, ren-


dido por luchar y sufrir, indiferente a las consolacio-
nes de la amistad, encerrado en el propio dolor, sordo
a la naturaleza, perdido en la noche, sin otro deseo
que no sea encerrarse en la tumba, dormir en el seno
de la tierra!
¡Infeliz! ¿Y si la muerte no fuera esa extinción
completa de tu ser, como tú piensas? ¿Y si ella no
fuera sino el aniquilamiento físico del cuerpo y que tu
alma hubiera de continuar a sufrir más terriblemente
que nunca? ¿Qué harías, pobre?
¿No intentarías un esfuerzo supremo para sacu-
dir las cadenas que te prenden al mal?
¡La obstinación, semejante a la locura, obscurece
la razón!
El naufragio es inminente.
Es en la fuerza de las pasiones, en la época de
las crisis morales, que se encuentra ese estado
ardiente, de excitación nerviosa que, como esas
complicadas enfermedades en que se agota la cien-
cia, desafían los esfuerzos de la filosofía, de la reli-
gión y de la razón.
– 84 –

Dotada de una triste penetración, he encontrado


más de un ejemplo funesto de este género y he orado
sobre más de una tumba que encerró un misterio
semejante.
¿Encontrareis en esto un dato que pruebe la fata-
lidad?
¡No! Hay una razón providencial que permite,
como ya lo dijimos, la pérdida de unos para la ense-
ñanza de otros.
Además, es raro, muy raro, que en los paroxis-
mos de la muerte, el alma y el pensamiento no se
vuelvan a Dios con todas las lágrimas del arrepenti-
miento y de una sana expiación.
Ved en este bosquejo, infelizmente tan verdade-
ro, un nuevo deber impuesto por la fraternidad a los
corazones rectos, a las almas compasivas: ¿sabéis
cuál es?
Bendecir nuestros dolores, si podemos ofrecer
una parte de ellos como rescate de la obcecación de
ciertas almas, en las cuales la pasión dominó hasta la
libertad. Si vacilaron fue para caer, si cayeron fue
para no levantarse.
Evitemos ese ejemplo funesto, como evitamos la
vista de la demencia furiosa, como evitamos la vista
del leproso.
– 85 –

La obstinación es la demencia que no se confiesa.


La prostitución es la lepra del alma.
La degradación del alma es de lamentar mil
veces más que la lepra del cuerpo.
Evitemos, cuanto estuviere en nuestras manos,
esa desgracia irreparable, pero no maldigamos los
que tuvieron la infelicidad de caer.
Es por los malos que se debe pedir a Dios, de
preferencia.
Nuestro lema es: “Severos con nuestras faltas,
indulgentes con las ajenas”.

XXIX

Hacer el bien por el bien, sin otra recompensa


que el amor sublime de la virtud. Sin otra aspiración
que no querer manchar el alma que recibimos de
Dios, es un heroísmo que no se puede exigir de todas
las almas.
La pasión es a veces superior a la razón. Se cono-
ce el mal y no hay fuerza con que dominarlo o alejar-
lo; es en esos casos que el sentimiento religioso es el
– 86 –

único capaz de vencer la obstinación del error o el


embrutecimiento del vicio.
La creencia en la bondad divina, la creencia en
la inmortalidad del alma nos daría fuerzas para
soportar las pruebas de la vida, convencidos de que
existe una recompensa más allá de la vida material,
pero esa recompensa, es el salario del trabajo que nos
tocó en partida y que es necesario completar en toda
su extensión para merecerla.
Aun cuando todos los dolores fuesen para los
buenos y todos los placeres para los malos, dice Julio
Simón, no por eso deberíamos desanimarnos.
Nuestra confianza en las leyes providenciales
debe ser ilimitada. Nuestra creencia en Dios debe
hacerse parte de nosotros mismos, nuestra fe en la
vida futura debe ser incontrastable. La idea plena de
libertad de acción debe darnos la seguridad de que
en este, como en el otro mundo, nuestro destino es
obra nuestra.
La lucha tiene por horizonte la recompensa. ¡La
caída es el abismo de la vergüenza ante el mundo, y
ante Dios es tal vez la expiación eterna!
– 87 –

XXX

La diferencia entre el filósofo que raciocina y el


corazón que siente y sufre es como la diferencia entre
el médico y el paciente.
El mundo de la razón y el dominio trágico de las
pasiones.
La razón estudia y discute. – La pasión no racio-
cina, sufre.
El filósofo hace la anatomía del corazón con el
escalpelo de la ciencia. Los novelistas, los poetas, los
dramaturgos, ¿qué son sino médicos de la humani-
dad, cuya mano certera recorre el clave del corazón y
hace vibrar libremente todas las cuerdas extendidas
en él?
Leed un tratado de filosofía: hallareis allí la
explicación de vuestras propias sensaciones, defini-
ción de los fenómenos que sentís.
Recorred las páginas de una novela, habéis de
hallar más de una analogía con vuestros sentimientos
y con los hechos de vuestra vida íntima. La novela es
la historia filosófica y analítica de las pasiones.
El drama es la vida en acción, allí habéis de
hallar también esbozos más o menos semejantes a
vuestras propias impresiones.
– 88 –

¡La poesía! No se define lo que es indefinible. La


poesía no se explica, se siente.
La poesía es el mito del corazón y del pensa-
miento.
Es la música arcana, cuyas notas se elevan en los
ámbitos del firmamento, en las estrellas, en la luz de
la luna, en las montañas, en los valles, en los mares,
en las flores, en el follaje, en las tintas de la vegeta-
ción, en toda la naturaleza, y en nuestra alma. Notas
que se elevan de la creación, como un himno gigan-
tesco y profundo que la naturaleza y el hombre can-
tan al supremo creador.
Y esa reproducción múltiple del sentimiento,
como esa naturaleza tan bella y grandiosa, ¿no son,
por ventura, consolaciones supremas que están allí al
alcance de las almas enfermas o descreídas?
Cuando estamos concentrados en nosotros mismos,
por más enfermos o tristes que estemos, y lanzamos una
mirada al horizonte de uno de esos días serenos, claros
y límpidos, no sentimos, por ventura, un sentimiento
inefable como si la calma de la naturaleza se comunicase
con nuestra alma, como si ese velo azulado de la noche
que invade la naturaleza, nos envolviera en sus amplios
pliegues y nos adormeciera el corazón con el sueño
– 89 –

hipnótico con que el magnetizador le resta sufrimiento


físico al enfermo?
¡Tregua benéfica de reposo y quietud en medio a
la lucha ardiente de las pasiones!
La doctrina de la moral es inflexible. El corazón
del cristiano es todo amor, todo misericordia.
La ley levanta su perfil severo, su frente de bron-
ce, estatua colosal que domina las sociedades.
La caridad humilde y sencilla, va como una
madre indulgente, a buscar al hijo que está en peni-
tencia para besarlo y acariciarlo.
No queremos admitir la fatalidad como motor
esencial de la tragedia humana.
La libertad completa de acción de pensamiento y
de sentir es nuestra bandera, porque tornando al
hombre solidario en sus acciones afirmamos el prin-
cipio del bien y del mal, del vicio y de la virtud, de la
justicia eterna que marca la recompensa o el castigo.
Mas estamos lejos de querer agobiar los corazo-
nes débiles, los espíritus estrechos.
No.
Dédalo intrincado, laberinto confuso es el juego
de esta vida para que no se perdone alguna cosa,
para que no se tome en cuenta la inexperiencia, la
– 90 –

fragilidad, la compasión que hace olvidar el deber, el


infortunio y el aislamiento que predispone el cora-
zón a la ternura, la ambición de un amor inmenso
que domina algunas almas.
¡Dios mío! Tus miradas son impenetrables, tus
leyes, arcanos impalpables e incomprensibles.
Los martirios íntimos de cada ser humano llegan
a un final: ¿cuál será él? ¡Ah! ¡La cuna, la vida, la
tumba, que son sino los secretos de Dios!
Respetemos su Sabiduría Infinita, enjuguemos
las lágrimas ajenas y oremos a Dios desde el fondo
de nuestro corazón.

XXXI

Heme aquí, llegada a la última página de mi


libro. Fue un amigo invisible en cuyo seno derramé
mis dolores, y él irá a su vez a repercutir como un eco
lejano en el corazón de otras personas que son más
infelices que yo.
Mi pobre libro, al transponer el umbral del arca-
no que te envolvió hasta hoy, te veo partir como a un
hijo que sale de la casa paterna para no volver a rea-
parecer en el hogar de la familia.
– 91 –

¿Qué pensará el mundo de ti?


¿Cómo te acogerá la crítica? Cómo te acogerán
los que como Paulo Gandin de los Parisienses, por
falta de talento y de creaciones, escupen sin miseri-
cordia sobre las obras ajenas?
¡Y!, ¿qué me importa?
¿Es este un libro religioso?, ¿filosófico?, ¿es una
poesía sin rima?
Yo, menos que nadie, podría decirlo. Es un estu-
dio de los sufrimientos del corazón humano. Es la
moral que aconseja el deber a la resignación y a la
paciencia.
Llegada a esa época de la vida en que la razón
domina los sentimientos, en que el prisma de la
juventud toma los colores tristes del crepúsculo, este
libro es ante todo el desahogo de un alma herida
tanto en sus afectos, como en sus creencias; en sus
esperanzas, como en su orgullo. Es el libro del sufri-
miento resignado que se consuela con la idea de
Dios, que procura exaltar el sentimiento religioso
para hacer frente a las últimas escenas de la batalla y
curar las heridas recibidas en ella.
¿Qué pensará el mundo de este libro escrito por
una actriz?
– 92 –

¿Por una cómica?


Tristes anomalías que se encuentran en los acon-
tecimientos imprevistos de este mundo por donde
caminamos a tientas.
Felizmente la excomunión fue levantada –y las
vestes teatrales fueron quitadas. Aún soy una madre
de familia y no perdí el derecho de elevar la voz
desde el rincón oscuro y solitario donde la desgracia
me colocó.
Ve, pues, mi pobre libro, anda sin temer, tú no
tienes otra ambición que la de curar enfermos y con-
solar afligidos aun cuando el sarcasmo te acogiera,
tu encontrarás quien te reciba con simpatía, como se
recibe a un amigo inteligente, a un consejero desin-
teresado, que habla del bien, por amor al bien, a
quien la rectitud de su pensar da fuerzas para hablar
el lenguaje austero de la verdad y a quien su amor
por la humanidad da, tal vez, la elocuencia para
consolar.
Perdida en la multitud: ¿qué autoridad evocar a
no ser la de las propias leyes que Dios escribió en
nuestro corazón?
La misma posición social, lejos de ser una garan-
tía, está en oposición al sentido de este libro. Yo no
– 93 –

pude defender del infortunio la posición de escritora.


Era la miseria para mí y para los míos, deserté y fui a
pedir el pan de mi familia a un arte que me ofrecía
otras garantías.
Sin embargo todavía soy la misma mujer del 52.
La misma que fui siempre.
Aceptad, pues, mi pobre libro, –corazones enfer-
mos o descreídos, –aceptadlo como el tributo que
debe a la humanidad una inteligencia clara y un
alma justa.
Ojalá mi voz pudiera resonar en el fondo de
todas las consciencias y mis palabras hacer revivir el
espíritu puro y sublime del cristianismo. ¡Pudiese
mostrar a todos los ojos, que el corazón que se abre
a la caridad y a la religión, deja de padecer esas
angustias febriles de los que siguen ciegos a la
pasión, corriendo por la vereda del desvarío, como
ese caballo desenfrenado que atropella y despeña en
el precipicio!
Si yo siento como siento, si pienso como pienso,
y si tengo la fuerza de lanzar al mundo las páginas
de mi alma, es cierto que obedezco a una inspiración
de Dios. Es cierto que hay un razón Providencial que
me puso la pluma en la mano, y me dijo: escribe; a
– 94 –

mí, pobre actriz obscura, pobre mujer sin autoridad


social.
¡Dios mío! Si esto es verdad, el libro no será
inútil y yo tendré la dulce satisfacción de ofrecértelo,
como una obra meritoria, que disculpará de algunas
faltas involuntarias, porque hasta donde mi voluntad
puede luchar, luchará siempre, en beneficio del bien.
¡Y si alguna vez quedare vencida tendrás piedad de
mí, Señor, como tienes piedad de los que sufren y de
los que pecan, cediendo a la fragilidad humana, pero
siempre listos para reconocer su error, a expiarlo por
la corrección y por el arrepentimiento!
No está al alcance de nadie destruir o envilecer
la nobleza moral, esta es una consolación suprema.
Marchar en la vida con la frente en alto, poseído del
sentimiento de la propia dignidad y dispuesto a
extender sobre las faltas ajenas, ese velo de indulgen-
cia y de olvido que la virtud y la caridad de buen
grado dispensan a un hermano.
¡Despreciar la semilla generosa que derramaste
en el alma humana, Dios mío, es la más triste de las
aberraciones del espíritu!
En la noche del exilio y de la proscripción, en la
cruz del martirio y de la agonía, a la vera de un
– 95 –

túmulo que nos arrebata un ser que idolatrábamos,


frente a frente con la ingratitud, la injusticia y la trai-
ción, en el último escalón de la miseria y la desespe-
ración, basta volver los ojos a esa claridad misteriosa
que brilla en el horizonte de la Eternidad, como la
lámpara sagrada ante la imagen venerada del altar,
basta girar los ojos a ti, Dios de misericordia y per-
dón. ¡Basta evocarte en el fondo del corazón herido
y afligido para ver surgir de las tinieblas funestas de
la borrasca humana los rayos serenos de la luz de tu
amor interpretado por la Fe, por la Esperanza y por
la Caridad! ¡Símbolos sublimes del amor de Dios y
de todas las virtudes!

La Fe

Símbolo de la creencia y de la Providencia –las


fuerzas morales que constituyen la Fe. ¿De qué mane-
ra vigorizas tú el alma humana, que la preparas y
sustentas en su lucha de siglos? ¿Qué mano te elevó
en el pensamiento de la humanidad, que ni el exilio,
ni la prisión, ni las torturas, ni la muerte ignominiosa
te pudieron torcer o aniquilar?
– 96 –

Las ideas que germinan en las almas generosas,


y que van atravesando los siglos, conduciendo la
humanidad al progreso y a la libertad, de generación
en generación, son la demostración más evidente que
la Fe es la vida de la inteligencia y del corazón; sin
ella el mundo sería el caos.
Las ciencias y las artes no existirían, porque es
necesario una fe robusta, una fe sin límites, para
aceptar la dolorosa misión del martirio.
Desde el comienzo del mundo, dos principios se
disputaron el dominio del hombre y el dominio de las
sociedades.
Llamad a esos principios, el bien y el mal –lla-
madlos la Fatalidad y la Libertad– la ley y el despo-
tismo. Llamadlos como queráis, la obstinación impul-
sa siempre al mal, la fe sustentará siempre el bien.
¿Qué otra fuerza invisible que no fuese la Fe
podría sustentar las grandes luchas del pensamiento?
Las grandes acciones como las grandes resolu-
ciones, tienen por origen la Fe. Los emprendimientos
colosales tuvieron como soporte la Fe.
Sacad del hombre esa virtud tan necesaria y
decidme después lo que será de su porvenir y de su
presente.
– 97 –

¿Qué fuerza animará su pensamiento, que mano


invisible lo sostendrá en las luchas de cada día con el
mundo y con los otros hombres?
Todos los amores de la tierra necesitan de la Fe y
sin la Fe en la Providencia y en la inmortalidad la
vida sería insoportable.
En los corazones menos creyentes, en el propio
corazón del ateo, llega una hora de fe que ilumina la
noche tenebrosa del desaliento y de la incredulidad.
La Fe instintiva en la infancia – es la antorcha
brillante de la juventud, es el sol resplandeciente que
aviva el pensamiento en la edad adulta, y la estrella
serena de la vejez que toca a la puerta del túmulo
dejando tras de sí la infancia risueña, la juventud tur-
bulenta, y la pensativa madurez.

Esperanza

La Esperanza emana de la Fe – Es el atributo de


los corazones fuertes, es el consuelo de las almas
angustiadas; es necesaria a la vida que sin una prome-
sa futura, se tornaría una lucha horrible contra la
desesperación.
– 98 –

Sin la esperanza, la vida sería la noche tenebrosa,


sería un infierno de expiación y de tortura.
Aun admitiendo que ella no pasase de una ilu-
sión: ¿deberíamos, por ventura, privarnos de su bené-
fica e inocente influencia?
¿Deberíamos condenarnos al caos de la duda, al
cilicio del escepticismo que atrofia el espíritu y diseca
el corazón?
Partamos del siguiente principio eterno e inmu-
table: las grandes verdades, las grandes ideas atrave-
saron los siglos en las alas de la Fe, que sustentó la
lucha en las borrascas, conducida por la Esperanza;
que nunca deja de creer en Dios y en los instintos
generosos de la humanidad.
La humanidad no es retrógrada y marcha a un
fin, tiene un destino que se ha de cumplir en el trans-
curso de los siglos, según las leyes incontrastables del
Progreso que rige el mundo.
Aunque estuviéramos desheredados de todos los
bienes de la fortuna, de todos los goces de la familia,
de todas las sonrisas del amor, de todas las consola-
ciones de la amistad: ¿por qué renegaríamos de la
esperanza?
– 99 –

La esperanza que nos habla de Dios, que nos


consuela en la desgracia y que nos fortifica en las
pruebas del infortunio.
¡Oh! No, hada benéfica que aun a las puertas de
la Eternidad sonríes dulce y consoladora al moribun-
do, renegarte es suicidar el alma y caer en el abismo
sin fondo de la desesperación!
Compañera solitaria del corazón repudiado,
¡qué extraña calma le infundes, que lo sustentas en
el día de la ingratitud y lo consuelas en la noche del
abandono!
¡Humanidad! ¡Humanidad! ¿Por qué manchas tu
libertad, por qué prefieres el error a la verdad, el vicio
a la virtud, por qué te privas a ti misma, ¡qué ciega
eres!, de los dones sublimes que el amor sin límites
del creador te ha dotado para luchar y para vencer?
¡Oh! ¡Esperanza, última tabla del naufragio de la
vida! Llévame a las playas de la Eternidad, rayo sere-
no y misterioso!, ¡ilumina las tinieblas de mi camino,
conduce mi alma a los ámbitos de la luz y de la
inmortalidad!
– 100 –

Caridad

¡Qué dulzura inefable! ¡Qué enseñanza suprema


está contenida en esta única palabra–Caridad!
Tú visitas al enfermo postrado en el lecho del
sufrimiento, tú enfrentas dulce y consoladora todas
las llagas cancerosas que torturan el cuerpo, tú secas
las lágrimas del huérfano, rezas al pie del moribundo
y extiendes tu mano derecha al criminal.
¡La corona de la fe en la frente, tu báculo de la
esperanza en la mano, tu corazón es de la humanidad!
¡Tú no juzgas, perdonas!
¡No acusas, consuelas!
Las lágrimas del infortunio y el pan de tu sus-
tento los divides en partes iguales y canjeas uno por
otro.
Das por mitad tu pan, recibes por mitad las
lágrimas ajenas.
¡Todo es semejante delante de ti, Caridad, espí-
ritu sublime! Caridad, tu mano siempre dulce, se
tiende indiferentemente al desgraciado y al pecador
que se arrepiente, como al que está entumecido en el
crimen.
– 101 –

Simple en tu grandeza, tú no esperas que te


llamen, tú apareces donde eres necesaria, ¡oh
mensajera de la Providencia!
¡Caridad, tú perdonas las ofensas y disimulas las
fragilidades!
¡Perdonar!
Virtud sublime, sentencia suprema, con que
Jesús unió la humanidad al principio eterno de la
justicia.
«Señor, perdona mis faltas cuando yo hubiere
perdonado a las de mis enemigos. Lógicos del escep-
ticismo: ¿qué respondéis a esto?»
Quien perdonó será perdonado, quien se vengó
será juzgado del mismo modo como juzgó.
¡La misericordia de Dios está patente en toda su
infinita grandeza y majestad!
Todos sus preceptos tienden a mejorar, a enno-
blecer a la humanidad y todos le hablan, con una
elocuencia matemática, de la vida futura y de la
recompensa de una otra vida.
¡Caridad, un rayo divino del amor infinito del
Altísimo! ¡Serenando el corazón afligido, tú nos das
la paz en la tierra y la ventura eterna en el cielo!
– 102 –

¡Qué bella misión la de secar el llanto del


infortunio, la de socorrer la miseria y consolar la
aflicción!
Si esos corazones torturados por la necesidad
de un amor inmenso se entregasen al amor de Dios,
simbolizado en el amor puro, desinteresado, subli-
me a la humanidad; si hicieran de la Caridad el
sueño de su vida dolorosa y desolada, ellos sentirían
un gran alivio.
¡Oh Caridad, que consuelas! ¡Caridad que ense-
ñas el perdón de las injurias! ¡Cuando nadie en la
creación nos hablase de Dios, nos hablarías tú, por-
que ni el propio cinismo puede negar tu origen
Divino y tu sublime misión en la tierra!

Fin

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