Contaminacion Futura 5 Web 1
Contaminacion Futura 5 Web 1
Contaminacion Futura 5 Web 1
vol. 5
Ramiro Sanchiz
Víctor Raggio
(eds)
Primera edición: marzo de 2022
Contaminación Futura vol. 5
Copyright © Alejandro Alonso, Héctor Álvarez,
Libia Brenda, Flor Canosa, Tarik Carson, Francisco
Jota-Pérez, Gonzalo Palermo, Bruno Pozzolo,
Malena Salazar Maciá y Ramiro Sanchiz.
ISBN: 978-9915-40-984-9
© Mig21 Editora
Washington Beltrán 1758 ap 2,
Montevideo, República Oriental del Uruguay
[email protected]
Ilustración de portada: Unlimited Dream Co.
@unltd_dream_co
Diseño y diagramación: Ramiro Sanchiz
Diseño ebook: Carolina Galmés
Selección y notas: Víctor Raggio y Ramiro Sanchiz
EL BAILE DE
LOS GORDOS
Alejandro Alonso
Alejandro Alonso (General San Martín, Provincia de Buenos Aires,
1970). Escritor y periodista de ciencia y tecnología. Ganó en 2002 el
premio UPC con "La ruta a Trascendencia"y publicó la novela Postales
desde Oniris (2004). Relatos suyos han sido nominados varias veces
a los premios Más Allá, Pablo Rido, Norma y Domingo Santos. Su
cuento “La duna del 40º aniversario” obtuvo el premio Axxón en 2001.
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A Néstor Darío Figueiras
Augusto Monterroso ,
«El Búho que quería salvar a la humanidad»
en La oveja negra y demás fábulas
(Honduras, 1969).
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de la Secretaría de Turismo y del Correo, café al paso y
parada de ómnibus. Tenía un kiosco de diarios y revistas
que también despachaba dulces artesanales, y en verano
revelaba dos grandes heladeras verticales con exhibidor,
bien surtidas de aguas saborizadas, fruta fresca y helados
de agua, de los que vienen en palito.
El helicóptero del Ejército los había dejado a unos cien
metros de aquel rancho, en un descampado donde la tierra
todavía era roja y el mundo se asemejaba un poco al que él
recordaba de niño. La estructura del rancho parecía intacta.
Otro grupo se había ocupado de la evacuación. Es posible
que los equipos de la propaladora, en la parte trasera
del rancho, o la antena del servicio de Internet hubieran
contribuido en alguna medida a repeler el peligro.
A tres kilómetros del rancho se levantaba el puente
de cemento armado que marcaba el ingreso a la parte
urbana de la villa. La primera vez que César Binayán había
atravesado aquel puente, a los siete años, el mismo día de su
inauguración, le había parecido exagerado. El hilo de agua
que discurría a treinta metros por debajo del asfalto apenas
lograba mojar las piedras del cauce. Binayán estimaba
que el caudal del río podría aumentar en verano, pero no
concebía una escala lo suficientemente grande como para
justificar semejante infraestructura.
Y tenía razón. La lógica detrás de aquel puente prestaba
oídos a consideraciones políticas, sociales e ideológicas
que Binayán no podía comprender en aquel momento, ni
podía aceptar ahora, cincuenta y cinco años después.
Claro, todo eso era cosa del pasado. El puente aún
mantenía la incongruencia con el paisaje, aunque ya no
parecía tan grande. Binayán no lograba discernir si era
porque él mismo había crecido, cambiando radicalmente
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las proporciones y el punto de vista, o por el inconcebible
trastorno en su naturaleza constitutiva.
El Incidente.
Los colegas de la agencia espacial se lo habían
advertido, y él había hojeado los expedientes de los otros
casos en distintas partes del mundo, mientras viajaba en el
helicóptero: el desierto de Atacama en Chile, el Mar de Aral
del Sur en Uzbekistán, una villa llamada Moy en las Tierras
Altas de Escocia… El doctor César Binayan era uno de los
diez expertos en el fenómeno que se había desencadenado
durante el Incidente. Dos de los otros nueve expertos
habían sido alumnos suyos. Y, aun así, la vista de aquel
puente de palpitante cristal plateado, demasiado aparatoso
como para dar marco al mísero caudal de un riachuelo
modelado en ese mismo material plateado, le provocó
escalofríos. Cuando advirtió a lo lejos una media docena de
bañistas, todos ellos transformados en estatuas plateadas,
el estómago se le dio vuelta y terminó vomitando sobre el
asfalto espejado.
Permaneció un minuto mirando el fruto de sus tripas
deslizarse libremente por aquella superficie engañosamente
lisa, que en su íntimo estremecimiento variaba del
tornasolado al blanco fulgurante, como si respirara en
colores. El vómito seguía siendo vómito. Lo que fuera que
había provocado el Incidente no estaba actuando ahora.
Se limpió la boca con el dorso de la mano.
Uno de los gendarmes desplegó un mapa de la villa en
la pantalla de su tablet y se lo mostró a Binayán.
—El agua está retenida en este punto. Se formó un
tapón de esta… sustancia. Lo que vemos acá abajo es el
flujo que había en el momento del Incidente.
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El viejo se llevó la mano a la boca. El gendarme se
apresuró a extenderle la cantimplora. Binayán bebió hasta
la última gota y la dejó caer. El gendarme interpretó el gesto
como una demostración de que el puente era inofensivo.
La cantimplora rebotó en el piso de cristal sin abandonar
su naturaleza de cantimplora. Si aquel gendarme hubiera
conocido mejor a Binayán, tal vez habría podido evaluar
ese gesto de desprecio como lo que realmente era.
—Ya veo —observó el viejo—. Eso nos va a dar tiempo
de recorrer el lecho. Pero ahora tenemos que llegar a la
parte urbana. Parece seguro avanzar.
Desenganchó su propia cantimplora del cinturón y se
entretuvo haciendo gárgaras, mientras los demás tomaban
la delantera. Binayán pesaba más de 160 kilos, pero sus
piernas eran absurdamente delgadas. La artritis, el asma,
la acidez estomacal y ese lodo pringoso, mezcla de polvo
rojo, sudor y gel para el pelo que se abría paso a través de
los parches de calvicie del viejo, para luego descolgarse por
los vértices de las cejas gruesas y cortas, demasiado cortas
como para proteger los pequeños ojos oscuros, las mejillas
apagadas, los labios finos apenas rosados… Todo eso
era un gran lastre. Aun así, él tenía que seguir, aparentar
control, infundir seguridad.
Los botines semirrígidos de trekking y los pantalones
nanomecanizados (los mismos que la agencia pensaba usar
para entornos de alta gravedad) lo ayudaban a mantener el
paso.
—¿Ya podemos desplegar los drones? —gritó, acaso
para que no lo dejaran olvidado—. Si nos pasa algo, quiero
que todo quede documentado.
El oficial de Comunicaciones activó la holopantalla y
ejecutó algunos comandos. Un enjambre de puntos negros se
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distribuyó uniformemente en el cielo nublado, esparciendo
al viento aquel zumbido como de abejas alborotadas por el
fuego. Titilaban en tres colores, formando constelaciones
a pleno día, cuya configuración fue cambiando a medida
que decidían autónomamente cuáles quedarían en lo alto
y cuáles bajarían a la altura de la comitiva. Los algoritmos
concluyeron que una veintena de drones podía desplegar
las antenas para cubrir las necesidades de comunicaciones.
Otros veinte verificarían cualquier cambio significativo en
el paisaje a través de una docena de sensores, filtros y lentes
especiales. Los diez restantes se distribuyeron alrededor de
la comitiva en modo silencioso.
De todos los sitios del mundo, ¡justo tenía que ser éste!,
pensó Binayán, como si la villa fuera, toda ella, una paciente
espada de Damocles. No era un tipo particularmente
creyente, pero las continuas punzadas de angustia le
advirtieron que muy posiblemente su estómago sí lo fuera.
Eso lo cambiaba todo, reflexionó. Dado que el estómago
y las tripas ocupaban un volumen muy superior al del
cerebro, era justo admitir que la mayor parte de Binayán sí
era creyente, y que su cerebro gobernaba en minoría.
—Se mueven, como si fuera un latido —advirtió Sergei
Ímola, el otro experto que viajaba en la comitiva, señalando
las estatuas plateadas de los bañistas. Era más joven que
Binayán, aunque igualmente grueso de vientre. Se volvió
hacia su colega, esperando alguna señal de entusiasmo—.
¿Será posible? Podrían ser cristales de tiempo, ¿verdad?
Cristales naturales…
El viejo asintió con un gesto sombrío, se tomó la barriga
y volvió a vomitar.
El joven investigador apenas pudo esquivar el vómito.
No tenía por qué saber que, a pocos kilómetros del puente,
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detrás del bosquecito de frutales, esperaban Catalina y
Juliana… o lo que quedara de ellas.
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conforman un cristal espacial macroscópico de señores
obesos. La estructura de la materia se repite formando
patrones a lo largo de algunos de los ejes espaciales, como
mínimo los ejes x e y, pues nada dijimos de que los chanchos
pudieran volar. Sin embargo, este cristal es simétrico en
el tiempo. Por ejemplo, todos los ombligos de los gordos
apuntan para el mismo lado, no importa en qué momento
hagamos la observación.
En este punto, Binayán recorría con la mirada el
auditorio, mostrando una sonrisa amable: su canto de
sirenas. Si algún cándido levantaba la mano, lo ignoraría
olímpicamente so pretexto de no haber terminado el
relato. Siempre había algún atolondrado que naufragaba
contra las piedras.
—Baje la mano, señorita, si me hace el favor. Todavía
estoy in media res. Entonces, ¿qué pasaría si movemos unos
centímetros una de las paredes, haciendo que la habitación
se vuelva más pequeña? —Esta segunda pausa era mucho
más corta, como para dejar en claro que la pregunta era
retórica, sin embargo nunca faltaban tres o cuatro entusiastas
literales—. Los gordos empezarán a moverse y, dado que
necesitan mantener una cierta equidistancia, lo harán a
través de una danza acompasada. Podemos imaginar para
cada uno de los gordos un recorrido ordenado y periódico,
fruto de las infinitas interacciones entre esos cuerpos
pringosos y transpirados, que cada cierto tiempo dejará a
cada uno de estos gordos en su posición inicial. Vale decir:
periódicamente, de manera simultánea, todos los gordos
terminan pasando por el sitio de donde salieron. Ahora sí
tenemos un cristal en el tiempo, porque ese movimiento
periódico rompe la simetría temporal y crea estructuras
con valores que se repiten periódicamente. Nótese que el
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sistema está en su estado energético más bajo, el sistema no
recibe ni emite energía. Todo se mueve en base a la simple
aversión al contacto físico. Ahora bien, cambiando de
escala, si reemplazamos esos gordos por iones de iterbio…
Al mencionar los iones de iterbio, algunos asistentes se
agitaban en sus asientos, pero la mayoría permanecía en
silencio, rezando por un final piadoso, o desafiando con
el simple gesto a cualquiera que quisiese alzar la mano.
El discurso de Binayán lograba ofuscarlos a tal punto que
hasta el presentador de las charlas tenía que salir a tomar
aire.
Todo aquel teatro era moneda corriente en los tiempos
del primer hype de los cristales de tiempo, cuando los
barbijos, las gorras de visera y el alcohol en gel todavía
eran accesorios imprescindibles de la moda, y muchos
se resistían a los encuentros masivos incluso en espacios
abiertos. Después llegaría la tesis de Sergei Ímola, que
Binayán había supervisado, y las cartas, y el paper publicado
en Physical Review, el juego de las comprobaciones
cruzadas, la invitación de su colega en la agencia espacial…
Ímola quería demostrar que las partículas que formaban
parte de ciertos cristales de tiempo (un grupo específico de
cristales que se obtenía a partir de las tierras raras) podían
además oscilar entre un estado de máxima materialidad y
un estado de materialidad nula. Cuando empezó a escribir
la versión final de su tesis tenía veintitrés años. Era morocho
y espigado, y blandía una timidez a prueba de balas. Tenía
pocos amigos y casi ninguna actividad extracurricular, por
lo que podía dedicar una importante cantidad de horas-
culo a la investigación de los papers de Binayán.
En el momento de defender la tesis, cinco años después,
el moreno pesaba 130 kilos, era adicto al chocolate con
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almendras y tenía la gimnasia social suficiente como para
hablar en público sin trabarse.
Por ese entonces, dos publicaciones en Physical Review
Letters que aventuraban la existencia de cristales de tiempo
de materialidad variable (una de Ímola en agosto de 2035
y otra del propio Binayán del año siguiente) volvieron
a inflar las expectativas de la comunidad de físicos de
partículas. Lo cierto, sin embargo, era que ni Binayán,
ni nadie que él conociera podía entender cuáles eran las
derivaciones palpables de las ecuaciones de materialidad
del joven doctorando. Y es que asignar valor a un concepto
tan esquivo como la “existencia” exigía un salto de fe que
nadie estaba dispuesto a dar.
El día de la defensa de su tesis, Ímola dedicó más de
la mitad de su tiempo a mostrar la coherencia y la belleza
de sus ecuaciones. Sólo al final cedió a la tentación de
complacer a los neófitos, lo cual casi deriva en una
catástrofe.
—Cada vez que pienso en los cristales de tiempo de
materialidad variable, no puedo evitar ver cientos de
gordos bailando en una habitación cerrada —comentó a
la audiencia, la mirada clavada en un punto más allá de
las gradas para evitar el contacto visual. Se encogió de
hombros—: Es absurdo, es poco elegante, pero no puedo
evitarlo. Bailan solos, ausentes a cualquier otro detalle
que no sea la evolución de la música y el potencial roce
con los demás bailarines. Los imagino como fantasmas
que, lentamente, a medida que avanza la canción, se van
materializando, llegan a un estado en el que son muy
sólidos, y luego, poco a poco, vuelven a transformarse en
fantasmas. Durante cada período de la música, pasan por
distintos estados de existencia, como las fases de la luna
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… Al empezar el baile se los ve opacos y rozagantes, pero
luego pierden sustancia hasta disolverse como volutas de
humo, para después volver a regenerarse y terminar tan
sólidos como… como…
Una alarma en el fondo de su mente le recordó que evitara
ser tan literal, que las ecuaciones no decían precisamente
eso. El rostro de Ímola palideció. Su mirada se encontró
repentinamente con un centenar de ojos que esperaban
la resolución de aquella metáfora gótica. Se encomendó
a Poe, a Mary Shelley, a Dickens, a Beckford, a Henry
James… Tuvo que reconocer que aquel floreo había sido
innecesario: más de la mitad de los asistentes eran físicos
o matemáticos. Con el planteo de las ecuaciones hubiera
bastado. Había querido llevar el fuego interpretativo a los
hombres y ahora caía con las alas derretidas en un charco
de barro.
—Me interesa discutir un aspecto relacionado con el
concepto de materialidad —intervino Binayán. Ímola
tardó tres segundos en advertir que aquélla no era la
cuerda salvadora que él esperaba—. En su trabajo, usted
plantea dos posibilidades. La primera, la del apéndice uno,
es que los cristales de tiempo de materialidad variable
implican ciclos cerrados de conversión de materia en
energía y de energía en materia, sin pérdida ni ganancia. La
materialidad variable sería entonces fruto de este balance
que cambia de manera periódica. ¿Verdad?
—Así es, profesor —respondió Ímola con reticencia.
Sospechaba que su director de tesis buscaba llevar agua
para el propio molino.
—Una segunda interpretación, la del apartado dos,
indica que en la medida en que la materia se degrada
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en nuestro espacio-tiempo de cuatro dimensiones, va
apreciándose en otro espacio-tiempo similar y superpuesto,
con ambos ciclos desfasados 180 grados. ¿Correcto…?
—Es correcto.
—Bien, entonces, si tuviera que quedarse con una única
interpretación, ¿cuál de las dos sería?
Ímola se volvió hacia el público con una sonrisa. La
pregunta de Binayán rozaba lo pueril. Ahora volvía a estar
en su territorio. Como buen hijo de padres divorciados,
Ímola sabía muy bien cómo lidiar con los planteos del tipo
“¿A quién querés más, a papá o a mamá?”.
—Como bien saben los colegas, la hipótesis de la
migración interdimensional no me pertenece, sino que
es un aporte del doctor Binayán, del año pasado. Las
ecuaciones del apéndice dos sólo buscan traducir estas
especulaciones a valores, en un intento de dar coherencia
a todo el esqueleto matemático de la teoría, entendida ésta
en un sentido amplio…
Ímola mantuvo la sonrisa un instante, sin agregar
palabra. En las gradas, un colega de Binayán llamado Joseph
Brooks, que en aquel momento trabajaba para la agencia
espacial, interrumpió una conversación con su superior.
Algo estaba pasando. Había conocido brevemente a Ímola
un mes antes, y no pensaba que fuera capaz de apartarse
un milímetro de las doctrinas de su padrino en las ciencias.
Y, sin embargo, el silencio de Ímola estaba marcando las
vísperas de algún tipo de ruptura.
Y si el alumno era capaz de contrariar al profesor…
—Dicho esto —siguió el doctorando—, tiendo
a inclinarme por la primera de las alternativas. El
inconveniente que encuentro con la segunda opción es que
debo suponer la existencia de estas dimensiones adicionales
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ad hoc, lo cual le quita elegancia al razonamiento. A falta
de otra brújula que me guíe en esta decisión, y ante dos
alternativas que estimo equivalentes, al menos desde el
punto de vista matemático, me inclino por la más sencilla.
Binayán aceptó de buen grado la respuesta y felicitó
a su doctorando. Después de todo, a pesar del traspié,
Ímola seguía siendo su discípulo. Con todo, el primero en
aplaudir fue Brooks.
Binayán tenía 57 años, Ímola no llegaba a los veintiocho.
A la mañana siguiente les llegó la invitación de Brooks para
trabajar en el laboratorio de la agencia espacial.
Faltaban casi cinco años para que Brooks los sacara de
la cama una tórrida madrugada de febrero y los subiera al
helicóptero del Ejército que los dejaría a un costado del
kiosco/rancho, a mitad de camino entre la ruta provincial
y la villa donde vivían la hermana mayor y la sobrina de
Binayán.
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y dos de los gendarmes se adelantaron, en una maniobra
que habían practicado una decena de veces. Uno de los
comandos los seguía desde un costado—. Mantengamos
el silencio. Comuniquémonos en voz baja y a través de las
radios, nada de gritos. —Se volvió hacia los tres gendarmes
restantes—: Armen el domo electrostático, por si hay jaleo.
Los gendarmes encontraron un espacio libre de
escombros en lo que había sido la plaza. De una de las
mochilas sacaron una especie de red de pesca, fabricada de
filamentos de algún metal plateado. Otro de los gendarmes
extrajo unas estacas gruesas, cada una de las cuales estaba
conectada a una batería. La última mochila transportaba el
mini-generador. Tardaron apenas diez minutos en montar
el artilugio, y unos pocos segundos en iluminarlo: todo el
domo mostraba una fosforescencia verdosa, cuyo ritmo
de expansión y contracción semejaba al de la respiración
humana. La fosforescencia, sin embargo, no era más que
una cinta de leds añadida a la red, que indicaba que el
sistema estaba activo y hacía más fácil ubicarlo durante la
noche.
Los militares habían descubierto la conveniencia del
domo electrostático por accidente, durante otro Incidente
en el norte de Escocia, diez meses antes. Un aficionado
había fabricado un pequeño generador de ruido blanco
para vengarse de sus vecinos, incluso lo había publicado
anónimamente en Internet. Para que no lo descubrieran,
había dispuesto una decena de pequeñas antenas dentro y
fuera del pueblo, que transmitían el ruido blanco siguiendo
una secuencia aleatoria. El agitador comenzó su ataque a
las diez de la mañana, dejando incomunicada a toda la
población. Las primeras grietas dimensionales aparecieron
a las 11.30. Cuando los helicópteros llegaron a unos diez
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kilómetros del lugar, advirtieron un fenómeno extraño: las
grietas se abrían y se cerraban alrededor del pueblo, o en
dirección al lago, pero ni una sola dentro del pueblo. El
Incidente no presentó ninguna baja.
Cada país desarrolló su propia versión funcional de
aquel dispositivo, cambiando las especificaciones según
la teoría en boga. La que estaban usando en la villa
tenía componentes de un sistema antidrones que había
desarrollado la Fuerza Aérea y unas pocas modificaciones
que había propuesto Ímola, a modo de prueba.
Ímola se volvió hacia el edificio derruido y se acercó
a Binayán. Su media sonrisa indicaba que necesitaba
descargar ansiedad.
—Al reemplazar el material constructivo, la relación
entre las fuerzas, la rigidez de los materiales, los pesos…
todo cambia —aventuró Ímola en voz baja, con una mano
sobre el micrófono para que los demás no lo escucharan—.
Algunas estructuras, como la del puente, se mantuvieron
estables. Habría que rehacer los cálculos para entender por
qué. Otras, como aquel edificio, se vinieron abajo…
Binayán estuvo a punto de decirle que había aprobado
el curso de estática con 9,50 sobre 10, pero su mente estaba
en otro lado. Estaba tratando de recordar cierto apunte, ¿o
era una clase…? Todo lo que necesitaba saber estaba en
el rabillo de la memoria, listo para encajar, pero no había
manera de asirlo.
—Bravo-Sierra uán. Bravo-Sierra uán. —El jefe de
paramédicos susurraba a través de la radio, a la vez que
levantaba la mano a unos cien metros de Binayán para que
todos se quedaran quietos—. Tengo movimiento abajo de
los escombros. Apenas audible, pero definitivamente hay
algo.
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El oficial Táctico y los comandos corrieron hacia el
edificio derruido. Binayán podría haberles explicado que
ese edificio era una sucursal del Banco de la Provincia, y
que, como el Incidente se había producido el fin de semana,
probablemente no hubiera nadie bajo los escombros. Ni
siquiera guardias habría, porque todo el movimiento de
dinero se hacía una vez a la semana: los miércoles. El resto
del tiempo la oficina permanecía cerrada. Podría haberles
advertido, pero no lo hizo. En lugar de eso, tomó a Ímola
del brazo y lo arrastró en la dirección contraria, hacia el
domo.
Bastaron dos zancadas para llegar. Desparramó los
ciento treinta kilos de su colega en el interior del domo y
cayó de rodillas, agotado por el esfuerzo.
—Los registros… las notas al pie —dijo.
Encontró el inhalador, se dio el primer puf.
—¿Qué fue, doctor? ¿Qué cosa…? —preguntó Ímola.
Estaba ofuscado y no atinaba a recuperar la vertical.
—No sé… —Binayán cerró los ojos. Con la carrera y la
agitación, toda la información útil se había replegado. Si le
hubieran preguntado, habría tenido que admitir que arrastró
a Ímola no tanto para salvarlo de un eventual peligro, sino
como una forma de ampliar aquella conversación interna,
a la que no lograba dar coherencia. La parte racional de
su cerebro comenzó una nueva cadena de razonamientos,
pero pronto desistió. Todo el encadenamiento había sido
azaroso. Trató de recuperar los pocos datos dispersos
para que su inconsciente cerrara las brechas—. Hace frío,
¿verdad? Hace un rato estaba transpirando, ahora tengo
frío.
Ímola asintió. Desplegó una holopantalla para ver en
tiempo real el flujo de información que venía de los drones,
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pero no llegó a verificar la temperatura ambiente. El suelo
comenzó a temblar.
—¡Retirada! —gritó Binayán—. ¡Todos al domo!
Se aplicó un segundo puf.
El Táctico fue el primero en cristalizar. Corría en
dirección al domo, como todos los demás, cuando se topó
con la grieta dimensional justo en la mitad de la calle. El
tajo medía unos dos metros y flotaba verticalmente a medio
metro del piso. El Táctico quiso pasar por debajo, pero no
lo logró. Al tocar la grieta, quedó como embotellado en un
recipiente de vidrio blanquecino que imitaba toscamente
su cuerpo. El cristal era lo suficientemente transparente
como para que todos pudieran ver que se movía, que
trataba de romperlo. Algo tiró de él hacia la grieta, como
quien aparta a un compañero de la ventana para evitar la
mira del francotirador. Rápidamente, el espacio vacante
en el interior del recipiente se llenó de aquella sustancia
platinada y palpitante. La grieta se cerró.
Binayán buscó en el interior de su mochila y extrajo
una jeringa de 4Norepinefrina. Se la aplicó.
Esperó con los ojos muy abiertos. Todo sucedía en
pavorosa cámara lenta.
Se abrieron otras dos rajaduras verticales con una
exhalación de aire helado: una en la mitad de la plaza, la
otra a unos veinte metros del edificio del banco. Binayán
advirtió que, si bien las dos tenían una forma aguzada,
como un desgarro en la tela de la realidad, la parte superior
de la primera hendidura encajaba perfectamente con el
segmento inferior de la segunda, como si fueran parte
del mismo rompecabezas. Otro tanto se verificaba con
la circulación del líquido grumoso y plateado que podía
verse al otro lado. Al parecer, el líquido sólo podía cruzar
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a este lado si la grieta entraba en contacto con algo más
sólido que el simple aire.
Ambas grietas se cerraron con un siseo.
Los drones comenzaron a caer, víctimas de otras grietas
que no se llagaban a percibir desde abajo. Algunos se
desmembraban y terminaban descamándose amablemente
durante el descenso, pero otros caían enteros, como bólidos
de plata envalentonados por la fuerza de gravedad.
El domo no estaba preparado para soportar semejante
granizada pero, al parecer, la interferencia electromagnética
había alejado a los drones de la vertical.
Tres de los gendarmes lograron abrirse paso y se
desplazaron hacia el interior del domo. Luego ingresaron
los paramédicos, el oficial de Comunicaciones, y los
comandos, arrastrando a otro gendarme que tenía un feo
golpe en la cabeza.
El último gendarme quedó atrapado entre dos grietas
dimensionales. Binayán reconoció la cantimplora. El
gendarme intentó disparar hacia las grietas, pero el arma
no respondió. Ni bien se solidificó la botella-trampa, se
partió en dos. Cada uno de los medios cuerpos se deslizó
por una grieta diferente. El gendarme gritaba, no sabía que
ya estaba muerto.
Cuando las grietas se cerraron, sólo quedó a modo de
espeluznante souvenir la estatua plateada del uniformado,
desgarrada a la altura de la cintura.
De pronto el temblor se detuvo.
Antes de que los demás pudieran reponerse, Binayán
abandonó el domo, atravesó la plaza y siguió corriendo por
la estrecha diagonal, en dirección al bosque de frutales. Se
repetía en voz baja que tenían que estar vivas. Razonaba
que el generador y las antenas deberían mantenerlas a salvo.
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Era su forma de rezar. Así evitaba involucrar a deidades en
las que no creía. Los demás escucharon parte del balbuceo,
hasta que el propio Binayán, en un rapto de lucidez, apagó
la radio.
—Perdió un tornillo —dijo el jefe de los paramédicos,
mientras atendía al gendarme herido.
—Se inyectó esto —indicó Ímola, mostrándole la
jeringa vacía.
—Entonces no hay por qué apurarse —respondió el
jefe de paramédicos sin sacar los ojos de su atendido—.
Tres cuadras más, y cae redondo.
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temporales, los doctores se dedicaron a ejecutar
complejos modelos matemáticos que intentaban verificar
la factibilidad de universos alternativos con leyes
fundamentales diferentes a las que rigen el nuestro.
La tarea de Binayán e Ímola consistía en proyectar la
película de la historia del universo, cambiando o quitando
actores del elenco. Así, los investigadores podían saber
qué había sucedido en el primer yoctosegundo después
del Big Bang bajo el imperio de este nuevo reparto. Y qué
había pasado al finalizar el primer nanosegundo. Y cómo
quedaba la trama después del primer segundo, o de los
primeros diez minutos, o de los siguientes diez años… Y
qué tipo de materia podías encontrar 13.800 millones de
años después.
Binayán había perdido la cuenta, pero Ímola juraba
que habían lanzado más de setenta series, cada una de las
cuales podían contener seis u ocho corridas del algoritmo-
universo. En una de las series, por ejemplo, la interacción
nuclear débil asumía diversos valores, incluyendo el
cero. En otra serie se variaba la intensidad de la fuerza
gravitatoria. En otra se alteraba la carga del protón, o su
masa. A veces se cambiaban dos o tres parámetros al mismo
tiempo. Cada variación dentro de la serie conformaba su
propia película. Algunas eran largometrajes, otras historias
duraban lo que la mitad de un parpadeo.
Como cada corrida demoraba un par de horas, había
días en que podían disparar de manera escalonada dos y
hasta tres series, usando distintos servicios de cómputo.
Después del primer mes ya habían automatizado la carga
de las variables, de forma que podían correr decenas de
series al mismo tiempo, y revisarlas al final. Sin embargo,
el trabajo se había vuelto tan rutinario que la mayoría de
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las veces almacenaban los resultados en los registros sin
siquiera mirarlos.
Al término de los siete meses que duró ese interludio,
Binayán e Ímola habían planteado más de 500 universos,
de los cuales apenas un 1% podría tener algún interés
posterior. Dentro de ese 1% estaba el universo 257.b.12, al
que Binayán e Ímola le dedicaron especial atención (esto
se hacía evidente cuando se comparaban los tiempos de
procesamiento de este universo versus los de cualquier
otro: la relación era de cien a uno) y un sinnúmero de
notas al pie en los registros.
Una aceptable representación de 257.b.12 a los
pocos años de su propio big bang mostraba una esfera
compacta y fría de trillones de años-luz de diámetro,
probablemente líquida, que abominaba cualquier traza
de vacío. En 257.b.12, la materia era ubicua y pervasiva.
Las supernovas de este universo eran extensos filamentos
radiantes, hipercalientes e hiperperdensos, enfundados
en un imposible vacío de origen antigravitatorio. Estos
filamentos viajaban como víboras ciegas por el todo líquido,
chamuscando lo que tocaban, hasta extinguirse generando
un nutrido acerbo de metales y metaloides.
Por alguna razón, el modelo indicaba que todos estos
elementos químicos, invariablemente, coagulaban en
cristales de tiempo del tamaño de planetas. No hubiera
sido raro que, entre tanto cristal de tiempo, los hubiere de
materialidad variable.
Una de las notas al pie de los registros apuntaba a
la hipótesis de Binayán de 2036, publicada en Physical
Review Letters. En esa carta, y partiendo de las bases que
su doctorando había establecido un año antes, Binayán
especulaba sobre la necesidad de cuatro dimensiones
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adicionales (tres espaciales y una temporal, aunque esta
última podía ser compartida) para darle mayor coherencia
al sistema de ecuaciones que daba pie a los cristales de
tiempo de materialidad variable. Con tres dimensiones
espaciales adicionales, se podía pensar que, en la medida
en que los cristales menguaban en las dimensiones
perceptibles, ganaban materialidad en las otras tres
dimensiones que permanecían invisibles, y viceversa.
En esa carta no se especificaba si estas tres dimensiones
tenían que pertenecer al mismo universo o podían estar
en universos diferentes. Pero en la nota al pie de página de
los registros de 257.b.12, sí. Binayán intuía que, habiendo
dos universos capaces de generar cristales de tiempo de
materialidad variable, existía alguna posibilidad de que
sus respectivas dimensiones activas durante la generación
fueran adyacentes de alguna forma.
En ese frío universo y en esa nota al pie estaba pensando
Binayán, años después, cuando Ímola le preguntó, un tanto
ofuscado, en el interior del domo: “¿Qué fue, doctor? ¿Qué
cosa…?”
27
—Usted tiene una hermana y una sobrina que viven en
esta villa —afirmó el oficial de Comunicaciones, que había
tenido el tiempo suficiente como para resolver el enigma
planteado por los balbuceos de Binayán—. ¿Por qué no nos
dijo?
—Catalina y Juliana Chávez, sí. No dije nada porque
no quería quedarme afuera de la expedición. Ya tengo 62,
cualquier excusa hubiera sido buena para dejarme afuera
—respondió el viejo, y se volvió hacia Ímola, aunque seguía
hablando con el oficial de Comunicaciones—: No le conté
a nadie. Ni siquiera a los colegas más cercanos.
—¿Qué le hace pensar que pudieron sobrevivir?
La pregunta tomó por sorpresa a Binayán. Venía
preparándose para el duelo desde el mismo instante en que
se subió al helicóptero, pero todavía no estaba preparado
para aceptar ninguna muerte.
—Están vivas. No hay razón para pensar lo contrario.
El oficial de Comunicaciones bajó la cabeza.
—Por supuesto —dijo, a modo de disculpa.
El oficial de Comunicaciones se levantó y comenzó a
dar órdenes. Ahora que el Táctico había muerto, era el que
más rango tenía. Ímola ocupó su lugar frente al viejo.
—Creo que sé qué fue lo que intuyó en el otro domo.
Esa idea que lo dejó perplejo.
Binayán estuvo a punto de decir “también yo”, al fin
y al cabo el chute de 4Norepinefrina había agudizado su
poder de concentración el tiempo suficiente como para
reconstruir la cadena de razonamientos. Pero se quedó en
silencio.
—Creo que se refería al universo 257.b.12 —siguió
Ímola, sin advertir la mirada intensa del viejo—. Es como
si ese engendro matemático hubiera cobrado vida y ahora
28
estuviera tratando de invadir nuestra realidad. Lo que es
peor: está usando sus ideas sobre los cristales de tiempo
de materialidad variable y las dimensiones espaciales
adicionales para hacer un puente entre ambos universos.
—Es extraño, pero tiene sentido. Hasta podría explicar
los terremotos… —siguió Binayán.
—Grietas bajo la tierra, porciones de tierra
cristalizadas… sí. Tiene sentido. ¡Pero a la vez no lo tiene!
Quiero decir: es absurdo pensar que somos los guionistas
de esta peli.
—Todo universo que pueda ser descrito, matemática
y físicamente, existe —dijo Binayán citando vagamente la
clasificación de Tegmark.
—¡Hombre…! Eso está bien, pero no se lo tome tan
literal. Por muy coherente que sea su razonamiento, eso no
quiere decir que exista…
Ímola se pellizcó el brazo para alejar la sensación de
déjà vu. ¿Era posible que aquella conversación que había
arrancado cinco años antes, el día de la defensa de su tesis,
volviera ahora para demostrarle que se había equivocado?
—No creo en esas cosas —admitió.
—¿Creer…? No lo hacía religioso, Sergei.
—Quien está dando un salto de fe es usted, César, no yo.
—Yo me rindo a la evidencia.
—Hay algo que no estamos viendo. Prefiero no sacar
conclusiones todavía. Al menos no hasta escuchar lo que
Occam tiene que decir.
Binayán largó una carcajada. Ímola también sonrió,
apenas.
—Tiene razón, Sergei. Usted hace bien en ser escéptico.
Pero permítame un consejo. —El tinte alegre en la voz de
Binayan se había apagado. La sonrisa se volvió siniestra—.
29
No se vaya a cortar con la navaja de Occam, como le pasó
al buen gendarme.
30
obesidad lo había hecho víctima de la segregación y el
bullying, casi en la misma proporción. Pero todo eso
que parecía una buena adaptación a los rigores de la
adolescencia en la ciudad, en la villa lo hacía ver como
soberbio e irritable. La villa era un santuario, un lapsus del
universo, el paraíso secreto.
No era sólo el hecho de que se hubiera adaptado a la
realidad urbana. Aunque hubiera bajado las defensas, su
abierto escepticismo y la creciente pasión por la Física lo
volvían a empujar hacia una posición marginal. En ese
estado de certeza, César presentía una culpa sorda y sin
nombre, tan propia como las corazas, los cuernos y los
venenos. Al principio pensó que ése era el estigma de
quien ha perdido la inocencia, pero luego intuyó que esa
culpa venía a cuenta de una trasgresión futura.
Ese último verano glorioso, avanzado febrero, César
invitó a Juliana a un último bungee jumping. Al principio,
ella se mostró reticente, pero dado que no se verían hasta
el año siguiente, terminó aceptando. Juliana era menuda
y alegre. Se movía con naturalidad felina, pero sin tener
conciencia de su poder de seducción. Para ella, los juegos
eran sólo juegos. Previsiblemente, César quedó enredado
en aquella red luminosa que Juliana desplegaba sin darse
cuenta. César se convirtió en intruso de esa trampa sin
vocación de trampa, porque sentía que la cercanía de
Juliana lo vaciaba de toda suspicacia y a la vez le devolvía
algo de la inocencia perdida.
Aquella tarde, en los cuatro kilómetros que separaban
la casa de Catalina del puente, César buscó indicios que le
confirmaran que Juliana sentía lo mismo por él. Observó,
midió, evaluó, dedujo, pero Juliana no mostró siquiera un
destello de ese sentimiento. Al principio, el investigador
31
conspicuo que había dentro de César aceptó de buen
grado que las premisas eran fallidas. Los resultados de la
observación eran claros. Como buen caballero, se prometió
que aquel último encuentro del verano sería precisamente
lo que debía ser. Guardaría su deseo en lo oscuro, y algún
día se reiría de todo el asunto. Pero al llegar al puente el
deseo ya se había liberado y estaba construyendo castillos
de nada que parecían tan sólidos como elefantes.
Durante los minutos previos al salto, ella malinterpretó
el primer abrazo, y luego rechazó el beso en la boca.
Se compadeció de ese César confundido que le pedía
disculpas e insistía en que lo mejor era hacer de cuenta que
no había pasado nada. Él se maldijo, no por obrar contra las
evidencias, sino por haberle dado tiempo de arrepentirse.
Ella se dejó atar, como lo había hecho una docena de veces.
Las manos de él estaban húmedas.
Todo lo que podía salir mal salió peor.
Juliana se lanzó al vacío. Después de un tirón que
apenas logró disminuir la velocidad de descenso, el arnés
se desprendió y el cuerpo siguió cayendo hasta golpear
contra las piedras. César entendió que todo había sido su
culpa y corrió hasta el lecho del río como quien interpreta
una obra de teatro. Se acercó al cuerpo que le había sido
negado, pidió ayuda.
Veinte horas después, los médicos le explicaban a
Catalina que su hija estaba rota, más allá de cualquier
reparación. Con suerte pasaría el resto de su vida en una
silla de ruedas, siendo alimentada, bañada, atendida por
otros.
La crudeza del diagnóstico unió a la familia en torno
a la idea de que había sido una fatalidad, un accidente, la
mala suerte… Nadie se atrevió a preguntarle a César qué
32
había pasado en realidad. La propia pantomima del dolor
lo blindaba contra cualquier inquisición. Asumieron que
podría haberle sucedido a él. Simplemente lo dejaron en
paz.
Su padre, a pesar del cáncer, y su cuñado trabajaron a
destajo para adaptar el cuarto de Juliana. Un vecino donó
una silla de ruedas. La Iglesia hizo una lista de voluntarios
para acompañar a Juliana en sus primeros días, que fueron
los más duros, y corrió con los gastos médicos. El intendente
les consiguió un equipo de radio, e hizo instalar antenas y
repetidoras, para que la chica pudiera pedir ayuda cuando
los padres estaban en la cosecha. Un técnico amigo adaptó
los aparatos para que ella los pudiera usar con un simple
movimiento de párpados o de lengua.
César se unió a todo ese circo, sin entender bien el
papel que otros pretendían asignarle.
Hacia el final de esa semana, el deseo de César por
Juliana había desaparecido. La necesidad de estar cerca
de ella y el bienestar que sentía al recuperar la inocencia
perdida se habían convertido en un recuerdo lejano y
confuso. En lugar de ello, César ocupaba sus pensamientos
con una caprichosa revisión mental de los arneses, los
ganchos, las sogas... Y en la medida en que reinventaba
los hechos en pos de una narrativa más refinada, también
se preparaba para el retorno de una vieja amiga. El día
anterior a su regreso a la ciudad, se permitió llorar frente a
los demás. Fue como si el engranaje de aquella culpa sorda
y sin nombre por fin encajara en el mecanismo de su vida.
Y con la culpa llegó la revelación. Supo, con la misma
certeza con la que podía predecir la caída de los duraznos
en el bosquecito de frutales, que la razón por la que jamás
pertenecería al Paraíso era porque él mismo era la serpiente.
33
Ya se estaba poniendo el sol cuando el grupo decidió hacer
los últimos kilómetros hasta el bosquecito de frutales.
Binayán y el oficial de Comunicaciones se apostaron detrás
de unos pastos altos para evaluar el terreno. Los drones
habían hecho una primera pasada de reconocimiento
en modo silencioso y habían comprobado que la casa de
Catalina seguía en pie, sin señales de haber sido afectada
por la cristalización. De este lado del alambrado, el bosque
mostraba manchones plateados de los árboles cristalizados
que se habían desmoronado, flanqueados por otras manchas
verdes donde la fruta parecía lista para ser cosechada. Un
muestreo rápido de la superficie de la granja mostraba que
un 35% o un 40% exhibía algún signo de cristalización,
versus un 60% o un 65% que parecía mantenerse indemne.
Si bien los drones podían entrar en la casa y en las
otras construcciones del predio, e incluso recorrerlas de
manera autónoma, decidieron posponer ese ingreso. La
simple sugerencia de lo que cuatro hélices filosas podrían
hacerle a un cuadripléjico fue argumento suficiente. Eso
no significaba, sin embargo, que no pudieran curiosear
en todo el espacio circundante. El alambrado perimetral
parecía intacto. La antena seguía en pie. El sistema de riego
estaba funcionando.
Binayán avanzó hacia el alambrado, pero el oficial de
Comunicaciones lo retuvo.
—Deje que los comandos y los paramédicos vayan
primero. En todo caso, para evitar cualquier peligro latente,
Ímola puede acompañarlos. A usted lo necesitamos acá.
Binayán balbuceó indignado, pero pronto se dio cuenta
de que cualquier discusión sólo los retrasaría más.
—De acuerdo —dijo. Sacó del bolsillo una foto que
mostraba a Catalina, a Juliana y a Binayán. La habían
34
tomado bajo el alero de la casa, un año antes del accidente
de Juliana—. Que les muestre esto.
Uno de los gendarmes se acercó solícito a la dupla.
—Intentamos comunicarnos con los de la casa, pero
no hay respuesta. Los drones tampoco captaron nada.
Barrimos tres o cuatro veces esa banda de radiofrecuencia,
pero no hay señales más allá de las nuestras.
—Eso no significa nada, a lo mejor los generadores
se quedaron sin combustible. Los generadores están en
galpón. ¡Créanme! Ellas están bien.
El oficial de Comunicaciones dio la orden. El pequeño
grupo avanzó, con Ímola a la retaguardia. El oficial desplegó
una holopantalla e invitó a Binayán a que se acercara.
—Estamos colgados de los ojos de aquel dron —indicó
el oficial—. Puede ver en la oscuridad mejor que nosotros.
—¿Calor? —preguntó Binayán.
La respuesta llegó por la radio.
—Tenemos señales de calor en el galpón —anunció
uno de los comandos.
—¿Humanos? —preguntó el oficial de Comunicaciones.
—Quién sabe. No se mueve.
—Moscas —dijo Ímola—. ¿Las escuchan…? Están
adentro del galpón.
—Mantengan la radio abierta —ordenó el oficial de
Comunicaciones.
El grupo se dividió en dos. Ímola, el jefe de paramédicos
y un comando siguieron su camino hacia la casa. El otro
comando, dos de los gendarmes y el auxiliar paramédico
ingresaron por el frente del galpón.
—¡Mierda! ¡Salí de acá! —dijo el comando que había
ingresado al galpón. Dos disparos se impusieron al
zumbido de las moscas. Luego un tercero—. Saquen los
cuerpos afuera, ¡rápido!
35
Binayán se volvió hacia el oficial.
—¿Qué mierda pasa?
—Mantengan posiciones —dijo el comando—.
Dos perros cebados se estaban comiendo un ternero.
Pobrecito…
—¿Dónde está instalada la radio? —preguntó Ímola.
—En la planta baja de la casa, en la habitación de
Juliana —respondió Binayán.
—Por acá —convocó el jefe de paramédicos—. Bravo-
Sierra uán. Bravo-Sierra uán. Mantengan el silencio radial,
por favor.
El oficial de Comunicaciones intentó mantener a
Binayán al ras del piso, pero la desesperación pudo más.
Ni la fuerza del oficial, ni su destreza para capturar e
inmovilizar personas, ni el peso de la mochila, ni la artritis,
ni el asma, ni el voluminoso abdomen del viejo alcanzaron
para evitar que Binayán derribara a su oponente y saliera
corriendo al encuentro de su familia.
—No pude contenerlo, va para allá —advirtió el oficial
de Comunicaciones.
—Sale Ímola —advirtió el jefe de paramédicos.
Cuando vio a su colega acunando aquella pequeña
esfera plateada, el corazón de Binayán se detuvo. La vida se
le escurrió del cuerpo un nanosegundo antes de alcanzar
la plena certeza de que Ímola transportaba la cabeza de
Juliana.
—Por el amor de Dios, ¡quédese donde está! —gritó
el muchacho, sosteniendo aquella pieza de cristal como
si se tratara de un bebé—. ¿Me oye, César? Están todos
muertos, cristalizados…
36
Ímola tardó algunos segundos en aceptar la irreductible
entidad de lo posible: la mochila, los botines semirrígidos
de trekking, los pantalones nanomecanizados, el contrapeso
del abdomen distendido, la pendiente del suelo, la brisa del
Este, la leve inclinación de la cabeza, la mirada vacía del
viejo… Un purgatorio improbable a la medida de Binayán,
donde su estatua sudorosa desafiaba, sin pretenderlo, una
amenaza que no era de este universo. ⍟
37
EL PRIMERO
Héctor Álvarez
Héctor Álvarez (Montevideo, 1958). Ingeniero de profesión y
coleccionista de comics, integró el Movimiento Uruguayo de
Ciencia Ficción y Fantasía fundado por Roberto Bayeto. Sus cuentos
aparecieron en la revista Diaspar (1989, 1995, 1996) y en las antologías
Más vale nunca que tarde (1990) y Diez de los noventa (1991). El
cuento que publicamos aquí apareció originalmente en el primero de
estos libros.
40
Lo que más le molestaba era la mirada de su padre.
–Entiendo lo que te preocupa. Créeme.
No lo creía. Nadie podía entenderlo, ni siquiera él. Pero
eso no era lo que le molestaba, sino la mirada. Esa mirada
del que sólo ve a unos pocos metros y teme ver más allá.
Esa mirada que había encontrado en tantos otros, a los que
había explicado sus inquietudes y que ahora lo evitaban
cuanto podían.
–Lo que no puedo entender –seguía hablando su
padre– es la justificación para lo que te propones hacer.
Aquí estamos seguros, tenemos todo lo necesario y somos
felices. No veo el motivo para buscar lo que no necesitamos
y que puede poner el peligro lo que tenemos.
Realmente su padre no lo entendía. Había acudido a
él en una última esperanza de comprensión, en un intento
de compartir lo que sentía, y ahora se encontraba más solo
que antes.
No quiso quedarse más. No podía.
41
–Adiós, padre –dijo cortante.
–Prométeme que reflexionarás antes de hacer algo de
lo que puedes luego arrepentirte. Promételo por favor.
En la voz de su padre había ahora notas de nerviosismo.
–Te lo prometo. Adiós.
–Adiós, Alen.
Sí. Ahora se sentía absolutamente solo.
A su alrededor había mucha gente.
Poco más de cinco mil personas formaban la población
absolutamente estable de la Ciudad.
Todos ellos conformes y felices de vivir allí. Todos
ellos con su destino perfectamente planeado y seguro. Sin
ningún tipo de incertidumbre que pusiera en peligro la
armonía que reinaba en sus vidas.
La Ciudad era muy antigua y había sido excavada en la
roca viva, muy por debajo de la superficie. Ninguno de sus
habitantes sabía exactamente la fecha de su construcción,
pero todos conocían las razones por las que fue construida.
En los archivos había muchos datos sobre las razones,
pero casi nada sobre los hechos que las motivaron. Sólo
vagas referencias a algunos acontecimientos, pero nada
concreto. No se consideraba necesario que los habitantes
conocieran más, y podría decirse que se consideraba
imprescindible que no lo conocieran.
La situación se había mantenido así hasta hace unos
pocos años, cuando se prendió por primera vez la chispa
en Alen.
Algo había pasado que lo hacía diferente de los demás.
Algo que él no podía definir pero que se le hacía
evidente cada vez más, mientras se alejaba de la casa de su
padre. ¿Cómo había nacido ese sentimiento en él?
Esta pregunta acudía muy seguido a sus pensamientos
pero aún no había podido contestarla.
42
¿Quizás cuando encontró la grabación?
No, la grabación sólo le marcó un rumbo, pero el deseo
de buscar algo más de lo que veía era anterior. Todo le era
dado, lo necesario le era explicado, pero sentía que había
algo más, algo que no podía encontrar allí, pero que sin
embargo estaba en alguna parte, esperando.
La grabación fue decisiva.
La encontró cuando estaba en la sala del archivo
revisando los registros antiguos. No estaba escondida ni
protegida por medio alguno. Sólo estaba fuera de la sección
de las grabaciones, sin rótulo ni número en un estante casi
a la vista de todo le mundo. ¿Por qué estaba allí?
Un olvido o descuido por parte de los constructores era
algo impensable.
¿Era entonces un mensaje para el primer hombre nacido
en la Ciudad que tuviera la iniciativa suficiente como
para escuchar y ver algo que no le fuera específicamente
asignado?
Parecía una buena posibilidad y Alen esperaba que
así fuera porque eso significaría que al Hombre le estaban
reservados otros destinos que el de simplemente cumplir
su ciclo en la Ciudad.
La grabación no mostraba señales de ser un mensaje.
En sonido contenía una hermosa música.
Alen conocía muchas clases de música y la de la
grabación no le llamó particularmente la atención.
No pasó lo mismo con las imágenes.
Eran paisajes. Hermosas vistas de montañas, valles y
ríos que lo sobrecogieron, ya que en su vida sólo había
conocido los límites que le imponía la cúpula de la caverna
donde estaba la Ciudad.
43
Los árboles, el pasto verde, la blancura de las cumbres
nevadas, ejecutaban para sus ojos una sinfonía de
sensaciones como nunca había conocido.
Pero había otras imágenes.
Otros hombres como él arrojaban artefactos contra
enormes construcciones haciéndolas desintegrar en miles
de pedazos.
Edificios, que se parecían levemente a los de la
Ciudad, monumentos, enormes rocas, todo era reducido a
pequeños trozos por los hombres.
Esto confirmaba los datos del archivo sobre la necesidad
de la Ciudad en las profundidades y sobre lo peligroso de
la superficie.
La última imagen mostraba un desierto árido, desolado
y ningún hombre se veía.
Eso podría indicar que el tremendo poder destructivo
de los hombres se había vuelto contra ellos mismos,
dejándolos, como a su sobras, reducidos a escombros.
Alen salió de la sala del archivo con las imágenes aún
dando vueltas en su cabeza. Belleza y destrucción pugnaban
por prevalecer en su pensamiento.
Pero el triunfo lo tuvo finalmente algo que había
aparecido tres veces en las imágenes.
En la primera lo había visto pero sin entender bien de
qué se trataba.
En la segunda lo entendió y quedó deslumbrado.
Había conocido antes las características de la vida en la
superficie en forma muy vaga y sabía que una fuente de luz
iluminaba allá afuera.
Pero al ver el Sol, aunque fuera en película, comprendió
que ninguna descripción podía hacerle justicia.
44
Le daba al cielo una brillantez impresionante y en
la tierra producía juegos de luces y sombras como Alen
nunca había imaginado.
Su meta quedó clara entonces. Tenía que subir a
la superficie, tenía que ver si aún había hombres, si
nuevamente había valles verdes o seguía imperando
la destrucción y la aridez. Pero por encima de todas las
razones, tenía que conocer el Sol.
No había servido de nada mostrar la grabación a otras
personas. Las reacciones eran prácticamente uniformes.
Miraban las imágenes con una leve curiosidad al principio
y un evidente temor al final.
Unánimamente todos quedaban más conformes que
antes de estar lejos de la superficie y regresaban a sus
caminos, marcados en su beneficio.
Alen renunció pronto a tratar de convencer a sus
amigos y vecinos y decidió que lo mejor era realizar su
proyecto solo.
Después de visitar a su padre, se encaminó otra vez a
la sala del archivo para estudiar la mejor manera de subir.
Los pocos datos que pudo reunir le indicaban el
principio del camino, pero no el largo de éste, ni lo que
había al final.
Por lo tanto decidió prepararse para hacer el camino más
largo posible, llevando la mayor cantidad de provisiones
que pudiera cargar.
Los imprevistos eran algo desconocido para la gente de
la Ciudad, y Alen no escapaba a esta regla, por lo que no
hizo otro tipo de preparativos que prever sus necesidades
alimenticias y entrenarse para un largo camino.
Muchas horas de ejercicio en el gimnasio y carreras de
varios kilómetros por los corredores derivados ocuparon
45
su tiempo libre por varias semanas, pues quería cumplir
con sus tareas asignadas hasta el momento de la partida.
Cuando creyó que estaba preparado, se puso en marcha.
De acuerdo a los archivos, en el corredor número dos
desembocaba un pasaje que se conectaba con la galería que
subía al exterior.
Encontró el pasaje fácilmente y no tuvo problemas
al recorrerlo, pero al llegar al lugar en que se unía con la
galería, su corazón empezó a latir con más fuerza.
La puerta, cerrada hacía muchísimo tiempo, veía por
primera vez a un ser humano que se acercaba a ella con la
intención de atravesarla para salir y, como sus mecanismos,
perfectamente diseñados para durar milenios, estaban
intactos, y la orden, programada en el momento de su
cosnstrucción, seguía vigente en su memoria, la puerta se
abrió.
Alen no sabía nada de esto. Cuando llegó a la puerta ya
estaba abierta y la emoción de ver su camino definitivo, el
que lo llevaría afuera, al Sol, hizo que no prestara atención
a la puerta.
Comenzó a caminar por la galería.
Caminó muchos kilómetros por un camino con una
pequeña inclinación, lo que hacía que su respiración se
agitara y el sudor lo cubriera. Su cuerpo se cansaba. Su
ánimo, por el contrario, no decaía.
Las imágenes volvieron a su mente. Cielo brillante,
plantas verdes, enormes estructuras destrozándose en
miles de pedazos por obra de los hombres.
Los pensamientos lo golpeaban sin orden alguno pero
seguía avanzando lo más rápido que podía.
Luego de detenerse por tercera vez a descansar, después
46
de una caminata bastante larga decidió dormir un rato.
No le resultó fácil, porque no podía dejar de sentir una
profunda ira para con los hombres que, teniendo tanta
belleza, sólo se habían dedicado a la destrucción.
Más tarde, ya repuestas las fuerzas, reanudó la marcha
con más ánimo que antes, si eso era posible.
El camino era igual en todo su recorrido. La galería
perfectamente excavada no había sufrido alteraciones con
el paso del tiempo y Alen no encontraba dificultades para
recorrerla.
Finalmente, la galería terminó.
Alen estaba confundido, pues no veía por dónde seguir
y no sabía qué hacer.
Pero al levantar la vista y dirigir su lámpara hacia el
techo de la galería, la luz le mostró un túnel vertical que se
perdía hacia arriba, hasta más allá del alcance de ésta.
Sin pensarlo dos veces, se despojó de toda su carga y
comenzó a trepar.
El esfuerzo era tremendo, pero algo le decía que estaba
en la última parte del camino y eso le daba nuevas energías.
Luego de trepar por más de cien metros, alcanzó a
notar una luz que venía de arriba de su cabeza.
–El sol –pensó–. Por fin.
Trepó algunos metros más y sus manos se aferraron al
borde del pozo, alzando su peso hasta que la cabeza asomó
al exterior.
Cuando miró hacia arriba, el espectáculo cortó su
respiración. Sus ojos se abrieron al máximo para poder
captar la magnitud de lo que veía.
El recuerdo de las imágenes se presentó ante él.
Destrucción total.
47
La ira contenida que había sentido hasta entonces
estalló con furia.
–Estúpidos –gritó–. Hombres estúpidos. Lo destruyeron
todo. Todo lo hicieron pedazos. Hasta el Sol. ¡Criminales!
Alzó las manos hacia el cielo con impotencia, y al
hacerlo perdió el equilibrio cayendo en el pozo.
Cayó, golpeando las paredes y cuando llegó al fondo ya
estaba muerto.
Lejos de allí, mucho más abajo, la puerta lo supo y,
nuevamente, sus mecanismos accionaron cerrándola otra
vez.
La Humanidad, lo que quedaba de ella, seguiría
esperando para florecer de nuevo en la superficie de la
Tierra.
Esperando tal vez por milenios.
Afuera, el estrellado cielo nocturno del verano había
sido un frío testigo del primer intento. ⍟
48
RETOÑOS
Libia Brenda
Libia Brenda (México, 1974). Escritora, traductora y editora, es una de
las cofundadoras del Cúmulo de Tesla y de la Mexicona: imaginación
y futuro. En 2018 participó en la Mexicanx Initiative y se convirtió en
la primera mujer mexicana en ser nominada a un Premio Hugo por la
antología Una realidad más amplia. Actualmente está al frente de su
propio proyecto editorial: odoediciones.mx. Cuentos suyos han sido
publicados en revistas como Axxón, Asimov Ciencia Ficción y Fireside,
y también traducidos al inglés, portugués e italiano.
50
Ahora que lo pienso, esto debió haber pasado hace unos
treinta años o cuarenta. Una mañana, cuando iba por el
tercer cigarro, escuché unos toquidos suaves en la puerta
de la “oficina”, que era en realidad un viejo vagón de
tren acondicionado para que yo atendiera ahí todos los
asuntos de la troupe, a la que también nos referimos como
la Compañía, no como una empresa, sino en el sentido
original: nos acompañamos unos a otros, mientras vamos
de acá para allá. A mí se me da bien organizar y distribuir;
además, aunque me veo como de mediana edad, soy la
más vieja de todos, a excepción de doña Mari. Yo estuve
ahí desde que la Compañía era apenas un grupito de tres
malabaristas y dos merolicos que vendía de pueblo en
pueblo remedios para aliviar el cólico y el susto.
—Adelante —dije, y exhalé el humo con mi mejor pose
de diva de los años cuarenta.
51
Por la puerta se asomó la cabeza oscura y lacia de Rita,
no llevaba maquillaje y tenía hinchada la cara siempre
bellísima, lo que me decía dos cosas: la segunda era que
había llorado mucho.
—Tes, buenos días. —Nadie que me conozca me dice
Teresa, mi nombre de pila, yo lo prefiero así.
—Buenos días, Rita.
Entró y se sentó frente a mí al otro lado de la mesa que
hacía de escritorio y que, aunque era de buena madera,
estaba ya muy desgastada. Rita tenía los hombros muy
tensos, olía un poco a la sal del llanto, un poco a bilis porque
había vomitado esa mañana y un poco a adrenalina y a
ácido. Dejó las manos sobre el regazo, mantenía los puños
tan apretados que se le veían blancas las articulaciones.
—Tes, yo, bueno —sus ojos iban de mi larga nariz a
algún rincón de la oficina—, pues… me quiero despedir.
—Estás embarazada. —Habíamos hablado casi al
mismo tiempo.
Me miró como si la embarazada fuera yo.
—Te huelo. Además, ya tienes ojos de becerro, acabas de
vomitar y, por lo que se ve… —De repente me di cuenta de
lo que me había dicho—. ¿Cómo que te quieres despedir?
Empezó a llorar, quedito, porque Rita nunca ha sido de
muchos aspavientos.
—Es que a Saúl ahora sí ya le consiguieron un lugar
con el coyote. Yo le ayudé a juntar el dinero. —Le costaba
trabajo hablar—. Y, pues, me va a llevar a su pueblo, para
que me quede con su mamá en lo que él se va a trabajar.
—¿Saúl, a su pueblo? ¿Y te vas a ir?
—Pues…
Me levanté de la silla y me encaminé hacia la puerta
con parsimonia. Mientras ponía el seguro y me acercaba
52
de nuevo a la muchacha, pensaba deprisa. Mi primer
aliado sería Rop, en caso de que hubiera que lidiar con el
tal Saúl, un bueno para nada que se había metido dizque de
ayudante desde que llegáramos a ese pueblo. Lo importante
en ese momento era Rita.
La tomé de los hombros y la llevé conmigo hasta el
sofá, nos sentamos lado a lado. Yo prendí otro cigarro. Era
bastante obvio que a Rita no le gustaba nada la situación,
aunque ella misma no lo veía muy claro todavía, el embarazo
la había tomado por sorpresa. A mí, ese desenlace me
parecía obvio, casi predecible desde el principio, cuando
Saúl empezó a rondar los ensayos como de casualidad. Lo
que era indispensable aclarar, era lo de la criatura. Y eso
siempre es difícil.
Puse la mano con el cigarro sobre la diestra de la
muchacha que arrugó la nariz por el humo. Me disculpé y
con la otra mano le levanté la barbilla para que me mirara.
—No te preocupes, niña. No es obligatorio que te vayas
a ningún lado. Mira nada más, tienes la cara como un
chancho —ella soltó una risa leve y sorbió los mocos. Yo
fui al escritorio por unos pañuelos desechables.
—¿Y, entonces, qué voy a hacer?
—Lo que tú quieras.
Rita puso cara de azoro. Le di los pañuelos y le sonreí
con mi mejor cara de ser dueña de la situación.
—Te lo digo en serio, nadie te puede obligar a hacer
nada. Dime una cosa, ¿tú te quieres quedar con nosotros?
—Asintió con énfasis y se sonó la nariz—. Bueno, pues
tú te quedas aquí y ya le diremos a Saúl que le deseamos
mucha suerte en su viaje, ¿Okey?
53
La chica se tardó un momento en procesar y responder.
—Ay, Tes. Pero y… —volvió a hacer un puchero y
señaló su vientre, con gesto vago e interrogante. Me incliné
hacia ella de nuevo y bajé la voz:
—A ver, Rita, bella, tú puedes quedarte en la compañía
todo el tiempo del mundo, en la circunstancia que sea.
Piensa bien, si te traes a alguien contigo, también se puede
quedar. Para eso somos tu fam… —aquí volvió a sollozar,
más fuerte, volvía a negar con la cabeza. Tenía el pelo sobre
la cara y estaba tan inclinada que su frente casi tocaba sus
rodillas. Ahora olía casi únicamente a miedo.
—No, no puedo —más sollozos.
—Rita, mírame, anda —levantó un poco la cara
hacia mí—. Respira, respiiira —le hice un gesto con la
mano mientras yo misma jalaba aire por la nariz con
exageración—. Así. Y suénate otra vez la nariz para que
no te ahogues con los mocos. Si tú te quieres quedar, es
un hecho que te quedas y está muy bien por nosotros, eso
tenlo muy claro. ¿Sí?
—Sí. Sí.
—Bueno. Ahora, ¿tú ya sabes qué quieres hacer?
—¿Pero qué va a decir Saúl? —Cuando decía “Saúl” no
había afecto en su voz, sólo temor y un vago resentimiento.
—Niña, yo no estoy pensando en Saúl, a mí qué me
importa. —Siempre se me olvida lo complicado que puede
ser mostrarle a alguien su propia libertad. Tendría que ser
paciente, cautelosa y paciente—. ¿Tú estás pensando en él?
Yo sólo quiero saber qué quieres tú o que vas a hacer. Por
ejemplo, ¿tú quieres irte? ¿Quieres vivir en un pueblo que
no conoces, con una señora que no sabes cómo es?
—N… bue… Yo… —Aunque no quería, le costaba
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trabajo decirlo en voz alta. Negó con la cabeza, despacito—.
Tes. ¿Qué le voy a decir?
—Pues, le dirás lo que haya que decirle. Mira, yo puedo
ser muy práctica, ya sé que te cuesta trabajo y que ahorita
estás toda confundida, podemos irlo pensando poco a
poquito. Primero: ¿él ya sabe de esto? —Ahora yo señalé
su vientre. Rita se azoró un poco y negó con la cabeza.
Tenía cara de estar avergonzada y confundida, yo empecé
a relajarme un poco. Sería más fácil así. Por ahora: cautela,
cautela y paciencia.
—Muy bien. Ni sabe ni tiene por qué saberlo. No es un
imperativo que se lo cuentes.
—¿Y si se enoja?
—Tendrá dos trabajos, enojarse y desenojarse. Además,
¿por qué se iba a enojar? —Yo sabía por qué, siempre se
enojan, como si les debieran algo.
—Pues porque le dije que me iba yo a ir con él. —Rita
lloraba menos, aunque seguía angustiada—. Dice que ya
habló con su mamá y todo, que si se va a trabajar allá es
para que podamos casarnos, ni modo de hacerlo quedar
mal.
Me reí de buena gana. Rita haciendo quedar mal a un
pelmazo cuya única idea era ir a endilgársela a su madre
(la pobre mujer posiblemente no tenía ni idea de esos tan
prácticos planes).
Rita me miró con sorpresa porque me reía. Tiene sus
ventajas haber vivido tanto, entre ellas, la de encontrar
soluciones que mucha gente no ve.
—Ese muchacho no sabe nada. Ya sé, él te dijo y
seguramente tú le contestaste que aceptabas, sólo me da
la impresión de que si tú de verdad quisieras casarte con
55
él o irte a vivir con su madre, no estaríamos teniendo esta
conversación.
Más llanto. Ahora un poco más de alivio y un poco
menos de miedo. Sentí mucha compasión por ella: no quería
casarse, no quería romperle las ilusiones al muchacho y,
sobre todo, había ido a pedirme ayuda porque no sabía
qué hacer. Además, estaba el embarazo, que, intuía yo, Rita
creía que lo complicaba todo. Que sí, sólo que no por las
razones obvias.
—Pues yo quisiera…, yo no. Ay, Tes.
—Dime una cosa, ¿tú quieres quedarte en la Compañía?
—Sí. Prefiero quedarme con ustedes.
—¿No te quieres casar ni irte a un pueblo, ni nada de
eso?
Movimientos de negación, enfáticos.
—Bueno, pues ya, está decidido: te quedas con nosotros.
—Y… —Se le cerraba la garganta, pobrecita.
—Y por hoy ya está bueno. Mira, lo que vamos a hacer
es esto: ahorita ensaya un poco, haz unas piruetas y, si te
sientes cansada o si no tienes muchas fuerzas, tomas una
siesta. Ándale. Descansa y relájate. Nos vemos a las siete
para la función. Y te prometo que en estos días pensamos
bien qué vamos a hacer, ¿sí?
—¿Qué vamos a hacer con… Con…
—Vamos a pensar qué vamos a hacer con el asunto
del embarazo, sí. —No quería decir “el niño” ni “el bebé”,
porque eso lo hubiera hecho más doloroso—. Todavía
tienes tiempo para tomar una decisión.
—Está bien.
Le di unas palmaditas, para transmitirle calma. Aunque
a mí no me gustaba esta actitud suya, temerosa y como
56
perdida. Hubiera querido echar a Saúl inmediatamente.
Pero no era mi lugar.
—Muchas gracias, Tes.
Se levantó. Era evidente que estaba mucho más
tranquila, aunque agotada. Cuando cruzó la puerta para
salir, parecía que tuviera el cuerpo mucho más ligero, una
curiosa paradoja.
—Ah, Rita. —Volteó a verme desde el marco de la
puerta—. Pídele a la señora Mari que te haga un buen té
antes de la función para que te asiente el estómago, no te
nos vayas a vomitar.
57
el presente, a nadie se le hubiera ocurrido que estábamos
fuera del tiempo corriente. Éramos el secreto ambulante
mejor guardado y parte de lo que nos permitía guardar ese
secreto era que podíamos movernos con facilidad y, con
cálculos bien definidos, cuando dejábamos una región, no
regresábamos hasta estar seguros de que no podía quedar
nadie vivo para recordarnos.
Como directora, era mi deber hacer de maestra de
ceremonias. Esa noche yo llevaba un moño azul y los
labios muy rojos, en contraste con mi piel morena; los
miré a todos, para una rápida revisión de vestuario, lo más
importante era que con ese pase de lista corroboraba que
estuviéramos bien y en equilibrio. Asentí cuando había
terminado mi inspección y, como cada noche, hicimos
un extenso corro para concentrarnos y desearnos entre
nosotros una buena función. En ese momento se escuchó
un redoble de tambores, me puse el sombrero de copa y
abrí el cortinaje para salir a escena.
58
brusco, podría ser doloroso, contra las instituciones
erigidas por las autoridades humanas, ese era el Zape de
Dios; además, por la secuencia, el arcano XV rondaba cerca,
el Diablo, era necesario poner atención a los chantajes y a
asuntos de dinero. La segunda carta, La Gran Mamá, había
salido invertida: el cachorrito no iba a lograrse, no en este
caso. La Estrella era curación y convalecencia, también
creatividad y arte. Y quería decir que nos cobijaríamos
bajo la noche.
Doña Mari y yo no dijimos nada, nos miramos con
entendimiento. Habría que prepararlo todo y estaba el
asunto de las funciones, si las suspendíamos, iba a resultar
extraño, si nos movíamos de lugar apresuradamente,
todo sucedería en el traslado y eso nunca era buena idea,
necesitábamos tener bien sólido el arraigo para que todo
saliera bien.
Rita decidió hablar con Saúl para cortar con él unos días
después, al terminar una función particularmente vacía (a
veces sucede que no va mucha gente, es normal). Como
habíamos previsto, no lo tomó bien, se oyeron algunos
gritos y creo que toda la Compañía tenía los pelos de
punta. Esa noche, Rop se paseó por los alrededores con
paso lento, como quien no quiere la cosa. Yo hice una
breve expedición al vagón de As para que me acompañara
a la cocina a tomarnos algo y doña Mari nos preparó un
chocolate amargo con cáscara de naranja. Encendí un
purito de tabaco muy negro, porque me llegaba un tufo
amargo, de sudor frío, de saliva pegosteosa, de dolor y furia;
me disculpé por la peste con la gente que estaba cenando,
aunque ya se habían acostumbrado. En general, teníamos
59
cara de concentración. No hubo muchos gritos, al menos,
y en algún momento, Rop entró y se sentó para que le
convidáramos una taza de chocolate. Su rostro oscurísimo
estaba más sereno y olía únicamente al ámbar almizclado
de siempre, lo que me hizo sentir un tremendo alivio.
Rop tiene un oído de increíble agudeza y, como
yo, percibe muchas cosas que al resto de la gente se le
escapan. Yo sé que, si es necesario, puede sintonizar las
conversaciones que suceden a la redonda y no lo hace
porque le parece impropio; sin embargo, hay veces en que
pone mucha atención, cuando percibe que hay peligro,
por si tiene que ayudar a alguien. Lo que sea que hubiera
escuchado lo había dejado tranquilo, bendito fuera. Y yo,
que vivo algo semejante, nunca le pregunto nada de lo que
escucha (con rarísimas excepciones en las que hay que
arreglar algún asunto muy específico, pero no me gusta
hacerlo, nos pone muy incómodos a ambos).
Rita llegó a la cocina un rato después y soltamos el
aire con alivio. Doña Mari le hizo unas quesadillas de
comal y le dio una infusión floral para que durmiera bien.
Nadie dijo nada, era evidente que Saúl seguía en el vagón,
probablemente recogiendo sus cosas. Sonó un portazo,
arrancó un coche que casi se ahoga, un motor se alejó
para perderse en el camino polvoso de la noche. “Allá va
la amenaza del arcano quince”, pensé, y supe que un carro
era un precio pequeño. Rita no lloró, pero no porque se
aguantara, también para ella era un alivio; cambió de
inmediato su actitud titubeante por una serenidad que le
sentaba mucho mejor y que iba más con su comportamiento
habitual. Creo que la presencia de buena parte de la troupe
alrededor del fogón la confortaba. Como muchas veces,
esa noche dirigí una plegaria de agradecimiento a las
60
potestades que nos permitían nuestra mutua compañía.
Terminamos de cenar, fumar y compartir alguna anécdota
sin importancia y nos fuimos retirando poco a poco.
Cuando Rita se fue a la cama, doña Mari me preguntó si
ya estaba trazado el rumbo. Yo le dije que esperáramos un
poco, pero que preparara los atados de hierba y un cuenco.
61
—Eso sí. Sólo no lo sabremos hasta que lo sepamos.
Se rio un poquito, como burlándose de mí por hablar
con frases premeditadas y vericuetos.
—No quiero tenerlo. No ahorita. Saúl estaba bien para,
pues para novio, no la pasábamos mal. Y tú viste bien
clarito que yo no tenía planes de casarme de inmediato ni
de irme a vivir a su pueblo. Me gusta estar en la troupe.
Y me gusta no tener obligaciones de señora todavía. A lo
mejor después. —Jaló aire—. Además, ahorita sería muy
complicado ser…, ser… —Se le quebró la voz—. Bueno,
tener al bebé.
Una de las palabras más difíciles. Ya la había dicho en
voz alta, era buena señal.
Tuve el impulso, creo que maternal, sí, casi imperativo,
de atajarla. De decirle que entendía perfectamente y que
no se preocupara de nada, que la iba a ayudar. Con todo,
me contuve, no podía robarle parte de su proceso. Era,
además, necesario que ella lo pidiera con claridad, en voz
alta, era un antecedente importante para llevar a cabo el
ritual. Rita empezaba a oler un poco a miedo, una vez más.
Encendí el cigarro.
—Tes, no quiero tenerlo. —Empezó a llorar de nuevo,
en silencio—. No es que no quiera nunca, es que ahorita
no es un buen momento. Imagínate, qué haría. No tengo
una casa bien y, no sé, no creo que pudiera tener paciencia.
Y apenas tengo veinticuatro años. Todavía quiero viajar a
más lugares y hacer más cosas. Estoy aprendiendo muchas
piruetas y ya le agarré confianza al trapecio. Y no me siento,
pues, así, preparada. —Se sorbió la nariz y luego se volteó
para mirarme—. ¿Estoy haciendo mal?
—Yo no creo que estés haciendo mal. Es tu derecho:
es tu cuerpo y es tu vida. Tengo la responsabilidad de
62
decirte que, si decidieras tenerlo, la Compañía es tu casa
y muy felices te ayudaríamos con la crianza y con todo lo
necesario, pero no por eso tienes la obligación de hacer
nada. Como te dije ese día en la oficina, tú puedes hacer lo
que tú quieras.
Suspiró profundo, empezaba a oler a sudor, pero ya sin
azufre.
—Igual, no sé. Me da como remordimiento. Aunque
luego pienso, si no voy a estar bien, el niño tampoco iba a
estar a gusto. Debe ser horrible tener una mamá de malas.
—Ahí estaba la otra palabra difícil, también ya enunciada
en voz alta—. Y prefiero mejor ver si con el tiempo ya estoy
más dispuesta, más a gusto con la idea. Pero ahorita no.
Tes, no quiero tenerlo. Ayúdame, por favor.
Le pasé un brazo por los hombros para que se apoyara
en mi pecho. Lloraba mucho, hasta de alivio, porque al fin
había hecho la petición.
—Claro que sí, niña, yo te ayudo.
—Ah, “niña”. Si salí con mi domingo siete.
—Está bien, señora Rita. —Se rio un poco entre
lágrimas—. Vamos de regreso, porque ya hace hambre.
Luego vamos a hablar con doña Mari, que es la que sabe de
estas cosas, y a consultar las fases de la luna, porque ya no
me acuerdo cuándo viene la menguante.
—Creo que por ahí del miércoles. ¿Doña Mari sabe de
esto?
—Doña Mari, niña Rita con frijol, sabe absolutamente
todo. Cómo crees que nos alimenta tan bien si no.
63
cervezas. A bailar, incluso. Necesitábamos que llegaran
después de la una, cuando muy pronto. Doña Mari me
había dicho que no era necesario congregar a todas las
mujeres, pero no sobraba que estuvieran por ahí, para
ayudar a mantener el poder, ya que la Luna iba a tener la
cara casi completamente oculta.
La noche de luna nueva las tres salimos hacia el llano,
yo iba manejando la camioneta en la que ya habíamos
acondicionado el asiento de atrás. Luego, ya a pie, nos
internamos entre los arbustos espinosos y uno que otro
maguey. Íbamos de blanco.
Rita se veía un poco pálida, pero tenía buen pulso. Yo
llevaba una mochila que doña Mari me había dado a cargar
y ella traía un saquito con utensilios que a veces tintineaban.
El paraje olía a tierra, a animales nocturnos, a salicornia y
a agua vieja. Doña Mari olía a fogón, a chocolate, a epazote
y a maíz. Rita, que cargaba un atadito de leña y ocote, olía
a animal, a tibieza, a sal y a manzanilla. Llegamos a un
claro entre unos zacates y unos órganos muy altos. Había
una pila de piedras grandes y restos de fogata, se notaba
que doña Mari había ido ahí muchas veces, a hacer lo que
sea que siempre hace cuando sale de la cocina; de toda la
Compañía, ella es en verdad la más antigua y la que guarda
más misterios.
Prendimos el fuego que nos ayudó a ver un poco
mejor. Dejamos los bultos en el centro y nos colocamos en
triángulo. Doña Mari empezó a desatarse las trenzas que
llevaba unidas por un listón sobre la coronilla. Nos miró y
nos hizo una seña. Rita se soltó la coleta y yo me deshice
el chongo. Conforme doña Mari se iba destejiendo las
trenzas, recitaba ensalmos, muy bajito, en una lengua que
yo no reconocí. Las guedejas grises le caían sobre el torso,
64
sobre la espalda y, mientras tanto, su cuerpo se llenaba y
se agrandaba, parecía más alta, más rolliza. Su piel oscura
contrastaba contra la tela de algodón que olía a jabón de
barra y a sol. En algún momento, cuando ya tenía el pelo
completamente suelto, empezó a desvestirse. Rita y yo
hicimos lo mismo. Las llamas iluminaban el cuerpo de la
anciana matrona, de senos amplios y caídos, con caderas
abiertas y carnosas, convirtiéndola en la madre primordial
que ha parido incontables hijos y que seguirá cuidando la
vida. Rita, esbelta y correosa, intentaba no tiritar de frío o
de incertidumbre. Yo sentía la tibieza de la fogata y agradecí
que me envolviera el humo, permitiéndome un descanso
de todos los olores fuera de ese triángulo que contenía un
círculo.
Doña Mari señaló la mochila y saqué dos termos (uno
de ellos fresco y el otro tibio) la petaquita de aguardiente,
unos paños muy suaves y una vasija de barro. Me tendió
un cuchillo brillante y afilado que, para mi sorpresa,
no era de metal sino de obsidiana. Me hice un pequeño
corte en el antebrazo y dejé escurrir tres goterones de
sangre en la vasija: una ofrenda de sangre para prevenir la
hemorragia. Doña Mari escupió sobre la sangre un buche
de aguardiente y acercó la vasija a la lumbre, mientras los
ensalmos cobraban un poco más de fuerza, echó adentro
un tizón encendido y luego vertió un poco de agua de uno
de los termos. Rita tenía los ojos muy abiertos, su cuerpo
empezaba a oler a canela y a tierra fresca, me parece que
estaba demasiado concentrada y un poco sorprendida.
Ante una seña de doña Mari, las tres nos tomamos
de las manos, en el centro estaban los enseres, la fogata
y el cuenco. Después de decir en voz alta unas palabras
indescifrables, nos ordenó que nos concentráramos en la
65
salud de la muchacha, en la imagen de Rita a la mañana
siguiente, sana, ligera, mirando al sol. Luego nos soltó,
levantó el otro termo y se lo extendió a Rita. La chica me
miró brevemente, luego preguntó si le iba a doler. Doña
Mari se la quedó mirando un momento, como si volviera
de algún otro lugar para hablar con ella. La tomó de una
mano y la miró a los ojos, le iba a doler, le dijo, pero lo iba
a poder aguantar. “No te preocupes, mija, muchas mujeres
han pasado por este mismo camino y muchas lo van a volver
a andar”. Le explicó de nuevo que tendría un sangrado más
abundante que el de la regla y que, en algún momento,
vendría entre los coágulos un frijolito desenraizado. Le
darían cólicos fuertes, aunque no insoportables. Primero
le dijo que mascara un trozo de sábila. Luego, ella misma
abrió el termo y ascendió un olor a ajenjo, a corteza
y a cohosh que poco a poco lo inundó todo. Rita bebió
despacio, a sorbos y sin aspavientos, aunque era evidente
que el sabor era amarguísimo. Cuando apuró la infusión,
se había puesto colorada por la tibieza que ahora la recorría
por dentro. Doña Mari me hizo seña de que era mi turno
y me tendió una pala chiquita que extrajo del saco. Había
que cavar un hoyo junto al fuego, para que allí se enterrara
la vasija y, a la madrugada, los paños con sangre; debía ser
muy profundo, para que no rascaran los animales.
Cavé. Desnuda y con el cabello pegándoseme a la
frente, dándome prisa para que pudiéramos volver a la
camioneta lo más pronto posible. Cavé, porque era lo que
había que hacer. Rita se había sentado sobre su vestido y
esperaba con la mirada fija en las llamas. Doña Mari seguía
con los ensalmos y hacía algunos pases sobre la muchacha
y la vasija, como solicitando que todo el tránsito sucediera
en paz.
66
Doña Mari colocó la vasija al fondo y luego entre las
dos rellenamos el hoyo con las piedras grandes. Rita tenía
órdenes de quedarse muy quieta y eso hizo, ya medio
adormilada. Apagamos el fuego y nos vestimos; antes de
volver, Doña Mari me limpió el corte con aguardiente y me
dio a beber un poco de agua que sabía a pozo profundo y
estaba muy fría.
67
conversación. Nunca se lo contamos a nadie más, no por
falta de confianza, ni siquiera creo que por pudor, más bien
me parece que no queríamos involucrar a más gente en algo
que, nos gustara o no, era ilegal. Además, en la Compañía
teníamos la costumbre de no preguntar, a menos que se
presentara la oportunidad, y nadie dijo nada.
Sólo lo volvimos a mencionar en la siguiente rosca de
Reyes, cuando ponderábamos cuántos monos meterle.
Doña Mari hizo la observación de que Rita se había
recuperado bien de la comprensible melancolía. Luego
declaró con humor: “Vamos a meter un muñequito menos,
porque se quedó en el llano, pero a la Bella Rita le va a
tocar amasar los tamales”. Nos dio risa y yo salí a descolgar
los lienzos de manta de cielo para cubrir la masa que iba a
fermentar. Me gustó cómo lo dijo doña Mari: la Bella Rita,
se le quedaría como nombre escénico. La muchacha estaba
envolviendo unos juguetes detrás de los tendederos, para
que no la descubrieran los niños que nos rondaban en esos
días. Le pregunté si necesitaba ayuda y sacudió la cabeza.
—No te preocupes, Tes —me dijo con ojos pícaros—.
Con esto sí puedo yo sola, porque es una vez al año, ¿ves?,
es la ventaja de que los escuincles no sean míos.
También con ella me reí, luego me apresuré a regresar a
mi lugar de pinche de cocina. La Bella Rita se quedó junto a
la pileta de agua, con las manos llenas de listones y papeles
de colores que brillaban bajo el cielo de la tarde. ⍟
68
CIUDADANO
CERO
Flor Canosa
Flor Canosa (Buenos Aires, 1978) es guionista y montajista de
cine y TV, egresada de la Escuela Nacional de Experimentación
Cinematográfica en ambas especialidades. Ganó el Premio X de Novela
Contemporánea 2015 de Editorial El Cuervo (Bolivia) y Suburbano
(EEUU) con su primera novela, Lolas, a la que siguieron Bolas
(2017), Pulpa (2019) y Los accidentes geográficos (2021). Sus cuentos
han formado parte de antologías de Argentina, Uruguay, España y
EEUU. Como guionista, trabaja con la productora Navajo Films para
proyectos de cine y TV para cadenas como Star+, Amazon y HBO.
70
La luz intermitente de la pantalla proyecta sobre el rostro
de Gaspar sombras de caverna platónica.
Transpirando sal de papas fritas de paquete, tiene un
agujero en la media a la altura del dedo gordo y a través de
ese orificio se asoma una uña puntiaguda y amarronada.
Un detalle en macro que conforma la geografía inhóspita
de un cuerpo horadado por la indiferencia. Hace meses
que se confinó voluntariamente. Ninguna cosa del mundo
social lo interpela. Todo lo que necesita le llega a través de
alguna de los millones de apps que se disputan las fauces
de los consumidores. Apps que se destruyen a sí mismas en
el circo romano del capitalismo 4.0.
71
Un hombre pardo le deja el alimento a orillas de sus
pies de criatura, y recibe apenas un satoshi de bitcoin.
Se necesitan cuatro satoshis para comprar 250cc de agua
potable. El hombre pardo hará ocho entregas en bicicleta
bajo el incandescente sol de octubre para no deshidratarse.
Quizás esta vez no le roben su vehículo en la favela de
Recoleta. Con doce entregas más, podrá comprar medio
paquete de arroz. Tal vez esta noche, si sobrevive, pueda
cenar. Si no, hará lo mismo que el resto de los inmigrantes
hacen algún día más próximo o más lejano: robar el último
pedido y atravesar el desierto del antiguo Río de la Plata a
pie para buscar asilo en la ciudad sagrada de Montevideo,
en los Estados Unidos de Uruguay.
Todo lo que ve Gaspar, de espaldas a la puerta, de
espaldas a la realidad de las calles, es la sombra proyectada
sobre el monitor. La sombra engrandecida o achicada por
la ilusión óptica de la vida en espejo invertido sobre la tela.
Como su abuelo hizo zapping, como su padre scrolleó
intermitente e interminablemente por la cartulina de
Netflix, siempre buscando el vellocino de oro, esa práctica
ancestral estampada en el ADN de los hombres. Sólo que
Gaspar perfeccionó la técnica, y por ello quedó encargado
de aniquilar el apellido. Su esperma fue rechazada por siete
laboratorios por azoospermia.
Gaspar conoce todo lo que sucede en el mundo.
Presenció en tiempo real las doce horas que duró el
hundimiento de Japón. Se emocionó ante la magnificencia
del amurallamiento de América del Norte, apostó guita a
que Canadá sería la vencedora en la guerra de la conquista
de la línea del ecuador y así fue. Pero Argentina no es parte
de su mundo, no está dentro de su historial de navegación,
como si un agujero cuántico lo llevase de su silla a otro
72
país. No le importa nada de lo que sucede en el radio que
comprende la región en donde vive. Ni un poco.
Por eso, y porque el azar tiene un sentido del humor
perverso, Gaspar se rasca la cabeza apenas recibe la
notificación.
73
6) Su responsabilidad es intransferible e
innegociable. En caso de no cumplir con los plazos
acordados, será ordenada su ejecución inmediata
en el término de 12 horas a contar desde las 18 del
día domingo.
Lo felicitamos por su fortuna al haber sido
seleccionado entre todos los habitantes de este suelo
otrora fértil que nos aloja. El futuro de nuestra
nación ha quedado en sus manos. Esperamos que
pueda honrar el honor que le ha sido otorgado.
Sin más, lo saluda atentamente, oficina de
justicia (ex secretaría de justicia, ex ministerio de
justicia)»
74
los límites más remotos del verosímil, ahora sobre su
responsabilidad cívica recaerían los próximos dos años
de gobierno. Luego, la ruleta volvería a girar y el próximo
incauto se haría cargo.
75
—¿Sabés leer?
El hombre pardo asiente con la cabeza. Sabe leer y sabe
muchas cosas más. Nadie se lo preguntó, pero allá en su
país fue bioquímico. Hasta que los laboratorios fueron
comprados por Disney y él tuvo que emigrar.
Gaspar lo toma de un brazo y lo obliga a entrar. Siente
como si estuviese manipulando a un niño, este hombre no
sólo luce transparente, sino que parece verdaderamente
no tener peso, estar compuesto por un material volátil.
Algodón. Papel higiénico.
Gaspar se lo lleva al baño e intenta explicarle lentamente,
pero se le van atorando las palabras. No quiere que nadie
lo sepa, que nadie lo escuche. No quiere que lo ejecuten.
Tapa las cámaras, desconecta los micrófonos. Queda fuera
del radar.
Lo insta a leer las plataformas, a comprender, a votar por
él. Los ojos del hombre pardo se abren enormes. Mientras
escucha a Gaspar, calcula la pérdida que esta pausa opera
sobre su jornada.
—10000 satoshis.
El hombre pardo sabe cuánto es eso. Casi 1 dólar. Seis
meses de trabajo. Podría, incluso, comprarse unas ojotas
nuevas.
Se sienta frente al dispositivo. No sabe cómo se usa,
pero sabe seguir instrucciones.
De los ocho candidatos, sólo reconoce a uno. Antes era
calvo y aquí luce una abundante cabellera rubia, como un
felino enroscado sobre su cabeza, pero es evidente quién
es. Bailaba mal, gesticulaba mucho, balbuceaba en un
español dudoso.
Mientras escucha las otras plataformas, no puede
sacarse de la cabeza el candidato de cabellera rubia. Sigue
76
viéndolo bailotear y hablar sencillito como un vecino, pero
con las «eses» convertidas en «cehaches».
Gaspar observa al hombre pardo con atención e
impaciencia. Las medialunas ya fueron engullidas y al
mediodía vuelve a pedir comida que no comparte ni ofrece.
Las horas corren, el hombre pardo permanece silencioso y
concentrado. Su atención está en la escucha, pero también
en los 10000 satoshis, la peluca blonda, las ojotas y la multa
por la bicicleta que no ha devuelto a tiempo.
Gaspar se corta las uñas de los pies, se pega una ducha,
se hace una paja, tararea el último hit del pop haitiano de
moda. A las 17,30 sale del baño con ropa limpia y medias
sin agujeros.
—Ya podemos votar.
Sin una palabra, empuja al hombre pardo de la silla y se
sienta en su lugar.
—¿Cuál?
El hombre pardo señala al candidato amarillo. No sabe
si es el más confiable, sólo sabe que no puede sacarse su
rostro de la cabeza, pues lo ha visto replicado en todas las
pantallas y todas las estampas de la ciudad que pedalea a
diario, que no pudo escuchar una palabra de lo que los
demás proponían, por más articulados o carismáticos
fueran ellos. Algo había clavado en su hipotálamo que lo
inclinaba a optar sin opción.
Señala al candidato amarillo y Gaspar clickea sin pensar
ni preguntar, ahora sí con un cierto orgullo, creyendo
entender la fortuna de haber sido el elegido de la nación
para el futuro de la patria que está allá afuera de su caverna
digital.
Inmediatamente deja de mirar al hombre pardo.
Le transfiere sus satoshis y se desentiende. Vuelve a su
77
dispositivo, se coloca los auriculares, de espaldas a la
puerta.
—Me llamo Leonardo.
—No me interesa.
Leonardo comprende y avanza hacia la puerta. Vuelve
a ser un inmigrante ninja que opera por debajo de los
párpados cerrados de sus jefes circunstanciales.
Sale al calor sofocante del domingo de octubre y no
encuentra su bicicleta. La multa por perder una bicicleta es
de 15000 satoshis y la cárcel.
Pero eso ya no importa. El candidato amarillo tiene
su primera medida preparada y no la ha disimulado en
su plataforma. De hecho, fue la segunda en enunciar:
expulsión de todos los inmigrantes. Legales o ilegales, con
hijos o sin hijos. Expulsión o muerte, efectivas a partir de
las 19 horas del domingo 13 de octubre, apenas se lancen
los globos de la alegría de su triunfo. ⍟
78
PERCEPCIONES
EXTRAÑAS
Tarik Carson
Tarik Carson da Silva (1946-2014) nació en la capital del departamento
uruguayo de Rivera, pero pasó buena parte de su vida en Argentina,
donde se desempeñó como escritor, pintor y orfebre. Publicó los libros
de relatos El hombre olvidado (1973) y El corazón reversible (1986) y las
novelas Una pequeña soledad (1986), El estado superior de la materia
(1989), Ganadores (1991) y Océanos de néctar (1992).
80
Tal vez algunas personas habrán escuchado hablar sobre
los globos de Slater. La naturaleza de estas substancias a
veces mimetiza la nada, y a veces nos ruboriza la cortedad
de nuestro saber general. Tampoco constituye un oprobio
desconocer algo que ha elegido una existencia velada, ya
fuera, por ejemplo, por la certidumbre de la nadería del
mundo o por la réproba vanidad existencial.
Mi primer encuentro con el prodigio (ustedes dirán si
exagero) ocurrió el día que entré al pueblo de Slater, en
Goiás, en el centro del Brasil, con un grupo de estudiantes
y antropólogos. Iba en el jeep, bastante sometido por el
polvo rojo, las moscas y los baches, cuando me fijé en una
tienda, en la calle principal, llena de mesitas con unos
globos de colores que parecían retorcerse, mostrando
una misteriosa vitalidad. Absorto, recordé de repente los
veranos de mi niñez, las pompas de jabón expedidas al
aire, el cromatismo que se advertía en algunas pompas
grandes, fugaces como mi memoria. El jeep me retiró de la
rara visión de ensueño, y un zanjón, del recuerdo.
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La noche siguiente salí a caminar por las calles del
pueblo. El calor era humillante, la baja presión y la mucha
humedad sin la menor brisa. Durante un rato sentí la
quietud de una vida extraña, reposada al extremo, pero con
un hastío disimulado, cercano e insoportable. Observé y
olí la mugre común en las paredes y puertas de las casas, en
los pocos transeúntes sudorosos y sus precarias sandalias
y pies polvorientos. Se oían aullidos, el ruido de un motor
alejándose, el timbre de cadencias idiomáticas extrañas,
el afán de los grillos. Y me empecé a sentir cansado,
indispuesto, y me puse a mirar la botella de cerveza caliente
sobre la mesa grasosa y llena de moscas. Por su cuello aún
subían lentamente unas burbujas que explotaban al llegar
al pico buscando expandirse, o liberarse. Era la tendencia
que rompía, o la presión de las películas que surgían de
abajo y deseaban trascenderse. Estudié un rato el proceso
y me pregunté, mirándome las palmas de las manos
sudorosas, si confluían con una significación.
—Si no fueran un fenómeno físico —pensé.
Levanté el vaso, cálido y sucio. Salí del bodegón y
caminé en busca de la casa de los globos. No me alejé
mucho; había una sola calle con tiendas y en ella dos casas
que vendían exclusivamente globos, lo que era cuantioso
para aquel pueblo. Así, con las manos húmedas en los
bolsillos, permanecí largo tiempo abstraído frente a la
vidriera enturbiada por el polvo.
Todos los globos eran distintos. Podían ser como perlas
o como melones. Podían tener el contorno de una pera, de
un huevo o de una manzana, o ser perfectamente esféricos.
Estaban posados sobre bases de madera lustrada con
letras doradas. Pero lo singular era la flexibilidad de sus
cuerpos, el continuo cambio de tonalidades de sus colores,
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la incesante variación de sus maravillosas filigranas, los
extraños espacios esfumados que sugerían ojos atentos y
misteriosos, conciencias pulsantes y sabias, vida increíble
donde no debería haberla…
Aquella noche no pude dormir, y entre el insomnio, el
zumbido de los mosquitos y el calor, se meneaban en mi
mente los globos, imprevisibles, cambiantes, inefablemente
tenebrosos y seductores. Al día siguiente pregunté a mis
compañeros si conocían algo sobre los ornamentos (no
encontré un término preciso). Se rieron porque dije que
creía que se llamaban, como había leído en un cartel: “Los
famosos globos de Slater”.
Pasaron semanas de arduo trabajo en las ruinas cercanas,
de polvo rojo y sol despiadado, de sudor y mosquitos. Pero
siempre que podía, al atardecer o a mediodía, mientras los
demás reposaban, yo me acercaba a las tiendas del pueblo
a observar las fluctuaciones de formas, colores, líneas, y
los núcleos misteriosos. Y al fin compré, con mi primer
sueldo allí, un globo bastante más grande que un puño,
verde esmeralda, de tendencia oval. Me dí al regateo y me
costó más de lo razonable, supuse entonces. Durante las
primeras noches siguientes no despegué mi conciencia del
globo; luego creí reconocer una sutil multiplicación en las
tonalidades y tramas. Y cuando me iba a la cama, esperaba
soñar con formas transparentes que se mecían sumergidas
en el vaivén de unas aguas cristalinas y profundas. A veces,
de madrugada, me despertaba sudoroso y en la penumbra
abría el candado de la caja donde lo guardaba. De él salían,
en una lenta danza, todas las verdes transparencias de
junglas y de playas de ensueño, de mares claros y fondo
ambarino, de frescura, de eterna felicidad, de qué sé yo
cuántas cosas imposibles para mí. A veces lo agarraba
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con delicadeza y palpaba su lento cambiar, su inexplicable
movimiento en mis manos. Lo apretaba suavemente y
percibía su delicada voluntad para amoldarse y seguir
viviendo en mi trémula piel.
Llevado por la curiosidad, me empecé a interesar más y
más por el fenómeno; quise saber su historia, su significado,
el enigma de su magnetismo, el secreto del visor extraño
que encerraban en el corazón, por decirlo así. Busqué en
los libros que habíamos llevado cualquier mención del
fenómeno, o hechos similares, existentes en cualquier parte
del mundo. Estuve en la reducida biblioteca del pueblo. Más
tarde escribí cartas a profesores y amigos. Y de todo, apenas
un conocido que vivía en Natal me comunicó que había
oído algo sobre la existencia de los globos, de su soplado y
del arte que requería su creación. Y me sorprendió, aunque
no por menospreciar aquella zona pobre y sin historia. Me
inquietó lo del soplado, no menos sugerente que el vacío.
Pero aún ignoraba casi todo. En cambio, me alegré —como
si ello no bastara por sí mismo— al conocer la estima, algo
sujetada, que otras personas sentían por tal existencia.
Al poco tiempo tuve que viajar a la costa atlántica.
Al volver, la caja estaba vacía. Apenas vi rastros de algo
parecido a gelatina verde, pero el candado estaba intacto.
Eran, no lo dudo, los vestigios. Desconfié injustamente
de la mujer que hacía la limpieza; pregunté a un par de
colegas, sin suerte. Durante varias noches no pude dormir;
no a causa de la pérdida, ya que él no era para mí —creo—
lo que el cigarrillo o una perfecta piel de mujer nocturna
puede ser para otros.
Cuando recibí mi sueldo siguiente volví a la tienda. No
descendí al regateo, y el elegido fue casi tan grande como
un cráneo, de un color rojizo, donde giraban filigranas con
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líneas rectas y vastos espacios que enturbiaban los misterios
de la médula. Al principio me pareció extraordinario;
después supe que había obtenido, como antes, un globo de
poco valor.
Esa vez no oculté la compra a mis colegas. Le mandé
hacer una caja de madera con bisagras y tapa reforzadas,
y por las noches, cuando alguno se acercaba, nos
quedábamos bastante tiempo mirando los mágicos e
hipnotizantes cambios, que a veces tomaba la forma de
una inmensa pera antes de volver, contorsionándose y
vacilando, a su forma más regular. Después, cuando ya
nadie me pedía para mirarlo, erré creyendo que habían
perdido el interés. También sentí debilitarse mi aprecio
por el exceso de espacios y la transparencia algo impura de
sus colores. Pero estaba equivocado sobre la actitud de mis
cofrades. Muy pronto supe que varios se habían comprado
globos, los mantenían bajo candado en los roperos, y luego
de la cena, se retiraban con sigilo para extasiarse quizá o
abandonarse al ensueño con los globos frente a sus ojos.
Un día, la mujer que limpiaba los cuartos me dijo:
—Veo que usted es un amante de los globos.
—¿Cómo lo sabe? —pregunté, pensando en que habría
revuelto mis cosas.
—Acá todo se sabe —me contestó.
Murmuré algo y seguí leyendo; pensé en lo radical que
era esa respuesta, y en su falsedad. Yo estaba convencido
de que mi punto débil por los globos era algo privado
que debía ocultar o disimular. Me sentí como descubierto
en un delito, y decidí que podía haber sido ella la que
curioseando me había estropeado mi primer globo.
—Conozco a un hombre que sabe mucho de ellos —
insistió.
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—Es interesante —le dije.
—Cómo se soplan. Cuáles valen y cuáles no valen. Es
un arte.
—Supongo que sí —afirmé mirando la frondosa
vegetación a través de la ventana desvencijada, oyendo un
aullido de perro apedreado. Era extraña la palabra “arte”
en aquella boca, y pensé que la mujer tenía que pensar así
porque ella era de allí y allí se hacían los “famosos globos”
que nadie conocía.
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El hombre era bajo y delgado, tenía el pelo totalmente
blanco, y nos recibió sonriente. Su dentadura parecía
gastada. Vestía una camisa vieja por afuera del pantalón,
pero estaba afeitado y limpio. Sus ojos, muy redondos,
comunicaban alegría y vitalidad. En una muñeca llevaba
una pulsera de cobre.
—Podemos ir ahora —me dijo—. Habrá poca gente
por la lluvia.
Cuando salimos los niños estaban adentro de los
charcos, y los perros sarnosos y las gallinas se sacudían el
agua con el habitual aspaviento.
—Esto afea un poco las cosas —comentó el viejo.
—¿Sabe adónde vamos? —me preguntó después.
Le dije que no.
—Usted tiene razón en hablar poco —me dijo—. Yo
apenas hablo, y sólo me interesa la vida de los globos.
Aunque sea absurdo para mucha gente, y directamente
loco.
Quince minutos después, cuando podía ver a lo lejos
en medio del oscuro verdor las salpicaduras rojizas de las
tejas del pueblo, el viejo dijo:
—Nos divertiremos.
Pensé que imitaba a algunos profesores, casi sugiriendo
que el todo para él era un asunto de fácil lectura. Pero me
extrañó que un hombre, viviendo en las afueras de aquel
pueblito, y no siendo nada más que un tipo común, o un
pobre tipo más que otra cosa, hablara con conceptos, acaso
de moda francesa, como “non sense”. Bueno, yo no había
observado libros en su casa.
Entramos por un sendero muy trillado a una arboleda
alta y limpia. Entre árboles más altos aún, había una gran
laguna y mucho silencio apenas roto por el piar esporádico
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de algún pájaro. Al acercarnos, vimos a varios hombres
agachados en la orilla, alejados entre sí, sosteniendo largas
varas de cuyos extremos colgaban cucharones de lienzo.
—Sentémonos —dijo el viejo, acuclillándose en un
repecho cubierto de pasto húmedo.
Me senté, y se me mojó el pantalón. El viejo se rió, pero
agradecí la frescura del pasto y de las sombras. Habíamos
caminado más de veinte minutos, la tierra del camino ya se
había secado, y el aire seguía cargado de humedad.
La laguna era limpia y traslúcida. Su orilla terminaba
donde empezaba un pasto parecido al césped. El barro que
debía existir no se veía. Tuve ganas de zambullirme. Pero
aquellos hombres me interesaban más. Estaban absortos,
inmóviles, y ninguno pareció vernos. Cada uno tenía al
lado un bolso y utensilios raros y series de cañitas de todo
calibre, algunas curvadas, dispuestas ordenadamente sobre
franelas.
Luego de un tiempo, vi que uno de los hombres,
allá lejos, sacudió rápidamente la vara, separó, perdió el
equilibrio y cayó de cuerpo entero al agua. Me sorprendió la
risa del viejo, que, aparte del chapuzón, fue lo único que se
oyó. Al salir del agua el hombre tenía un fiero aspecto. Pero
no lo encontré especialmente gracioso, sino muy extraño,
mientras que el viejo parecía muy satisfecho. Cuando el
hombre mojado pasó cerca de nosotros, lanzó una mirada
de odio y nos insultó en voz baja. El viejo miraba la copa
de los árboles, arqueando las cejas.
—Sopladores —dijo lentamente al rato—. Estos son los
famosos sopladores que la mayoría ignorante sitúa en el
cielo.
—¿Sopladores? —repetí, recordando lo que me decía
mi amigo de Natal sobre el soplado.
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—Bueno. Usted es un antropólogo, nada menos. Piense,
piense.
Sonreí y él me palmeó el hombro.
—Usted me gusta —afirmó—. No habla mucho, quizá
sospecha mucho. Pero, claro, tiene que saber lo que es
un soplador, y más si vive allí. Sí acá son sopladores, allá
serán...
Quizá imaginé lo que quería decir, pero no me daba
cuenta de la vinculación con nuestra espera allí, con los
globos y la laguna y los hombres en una posición forzada.
—Concentrémonos en ése —agregó—. Ya veremos
algo.
Me estaba empezando a cansar y me dolían las nalgas
cuando me dio un codazo y movió la cabeza. Miré el
extremo de la vara del hombre que estaba más cerca. Debajo
de ella, sobre la superficie del agua, había una burbuja, y
desde el fondo vi ascender lentamente, con ondulaciones,
una bolita roja. La bolita llegó a la superficie, saltó unos
diez centímetros, y el hombre hábilmente aprovechó para
abarajarla con el lienzo. Entonces sentimos un chasquido
y el insulto.
—Otro que no sabe abarajar —comentó el viejo—.
No hay que golpear lo más mínimo a la bolita cuando
desciende. Hay que acariciarla, y no es fácil, pero es una
técnica elemental. Vamos a otro lado, éste torció su suerte
por hoy.
Nos acomodamos entre dos sopladores, algo alejados.
Empecé a observar una parte cercana del agua. Luego
vi unas burbujas y el ascenso de una bolita azulada que
apenas sobrepasó unos centímetros la superficie, cayendo
y diluyéndose en seguida. Al rato, el soplador de la
izquierda logró abarajar una, anaranjada, que saltó con
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mucha fuerza. Esta vez no hubo chasquido. El hombre,
diestramente a mi parecer, atrajo el lienzo y volcó la bolita,
que no era mayor que una uva, en la palma de su mano.
Con la otra mano buscó una cañita muy fina, la introdujo
en la bolita, haciéndola girar con mucho cuidado, y empezó
a soplar. Poco a poco la bolita se fue agrandando. Cuando
sobrepasó el tamaño de un puño, el viejo murmuró algo.
El soplador no lo oyó; yo no le presté atención. Pero
seguí sintiendo la incomodidad de mi compañero, que se
removía y bisbiseaba. De repente el globo tembló, hermoso
en la punta de la cañita, y explotó. El soplador tiró al suelo
la cañita y la destrozó con el pie. Nos miró indignado y
nosotros miramos hacia otro lado. Se mojó la cara, se
enjuagó las manos, y estuvo un poco más acuclillado
en la orilla, con las manos caídas. Luego, acomodó sus
instrumentos dentro del bolso y se retiró cabizbajo, con
la larga caña del lienzo en una mano. Miré al viejo y vi un
brillo feliz en sus ojos.
—¿Sabe por qué me sentí feliz? —me preguntó después.
—No ví por qué.
—Usted lo habrá sentido. Cada vez que fracasa un
asno, siento una gratificación. Por eso sigo frecuentando
esta laguna, ahora, de viejo. Por eso me odian; pero no
puedo admitir que pase cualquiera. Todavía no lo puedo
soportar... Aunque no soy el que da los permisos...
—Cuénteme algo, ya que estamos —le dije pensando
que me devolvía algo y le haría gracia, porque sin duda él
había vivido mucho más que yo.
—Bien, eso no me toca —me contestó, alegre,
mirándome a los ojos—. Se lo que sé, y a dónde llego con
eso, y no pretendo nada y nada me perjudica demasiado.
Ni siquiera que el asunto se haya puesto de moda
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últimamente. Antes era una cuestión sólo para el que sabía
leer el lenguaje. Sólo para el que sabía comprender lo que
esa actitud sobrelleva, el valor de hacer bien cualquier cosa
que uno emprenda.
—Donde vivo yo, se le llama a eso una actitud
reaccionaria —dije—. Me refiero al privilegio de los
selectos.
—Sí, claro… Pero el soplado del globo lleva todo en sí.
Sin decirlo, lo dice lodo, si se quiere llegar a él. Por ejemplo,
apostaría a que usted se ha comprado algún globo, y grande,
y siempre con demasiado color, y siempre con demasiada
base de madera ordinaria.
Pensé que tal vez yo estaba actuando como alguien
muy lento. Tal vez había caído allí en el mismo tipo de red
del mundo distraído en el que vivía.
—Bueno —me disculpé—. Ahora tengo uno algo
mayor que un puño. Ante tuve uno menor. Y aunque lo sé,
a veces no puedo escapar de las costumbres de mi mundo.
Lo que dice, de que solamente algunos…
—Ahí está. Pues los más llenos de vida son los chicos.
¿Y sabe por qué? Porque existen límites para los contenidos.
Cuánto mayor es un globo, más superficie libre tiene, con
el mismo contenido. Además, lo que la mayoría de los
sopladores no quiere reconocer es que las bolitas al subir
ya tienen su tamaño predefinido. Cuando yo lo advertí,
recién, ya sabía que el globo naranja iba a explotar. Si así
no fuera, no podía durar más de dos o tres horas. Estaba
destinado a ser del tamaño de una pera mediana, ni más
ni menos. Eso se siente y no se puede explicar. Lo mismo
pasó con el globo que usted tenía. Un día usted lo fue a
observar y ya no estaba porque su tiempo quizá fuera de
tres semanas, no más.
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Así siguió hablando sobre la ciencia, o la habilidad
necesaria para soplar globos. No recuerdo el orden de sus
conversaciones, pero fui comprendiendo el sentido de la
entrega, o eso creí.
Cuando quise conocer la tradición, me dio a entender
que no me la iba a contar, quizá por ver en mí la capacidad
para monetizar el sudor ajeno. Naturalmente, tenía razón,
porque uno siempre ve lo bien que deberían proceder los
demás, pero excluyéndose a uno mismo. Era tan viejo y
común el procedimiento; y él me ignoraba. Entonces me
contó que en el mundo había un tipo de fuego desconocido.
Este fuego se nutría de algo que estaba más allá de nosotros,
pero que dependía, sin embargo, de nuestros corazones.
Y convivían asimismo trozos de frío en los corazones
que necesitaban del fuego. Si el fuego era separado, todo
se cristalizaba y perdía, y si el pedacito de frío se diluía el
fuego acabaría con todo.
Y otra vez, cuando insistí con el pasado, por un instante
el hombre se irritó y me preguntó para qué buscaba yo
pasados, si no existían, si allí estaban los globos diciéndolo
todo, o acaso nada. “Si busca historias, imagínelas usted
mismo, y tendrán exactamente el mismo valor que la
verdadera, que nunca podrá ser escrita con fidelidad.” Me
encogí de hombros y no volví a insistir. ¿Pero qué era ese
fenómeno?, me seguía preguntando.
Para el pueblo de Slater era algo venerable; su debilidad
y su orgullo particular. Muchos de los mayores necesitaban
la posesión de uno o dos o más en sus casas, en cajas
escondidas en los roperos, o debajo de la cama, como una
devoción muy guardada o un símbolo de un respeto oscuro
e irresistible. Muchos, según el viejo, no habían perdido
media hora en observarlo, en sentirlo, en ver adónde
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podrían llegar dejándose embelesar por la fluctuación,
acaso, del globo peor soplado.
—Sabe —dijo—. Aclarar algunas cuestiones es como
untar manteca en hocicos —y luego de mirarme, agregó
lentamente—: Usted, por sus silenciosas dudas, me parece
que es uno de los que intentarían que el cerdo un día cavile
sobre los sabores y las similitudes.
Pero estaba equivocado; yo me inquietaba un tanto
por aquella situación inesperada. Sospeché así que el viejo
había leído y meditado lo suyo, aunque el comentario
sobre los cerdos no fuera muy original o considerado.
Y que había pensado como nosotros lo hacíamos en las
grandes ciudades.
—El tiempo, al fin, determina todo —lo oí sentenciar—.
Rescata o hunde. Si no fuera así, el soplado no existiría en
otra forma que no fuera su misma ficción. O esas leves
explosiones en los rostros perplejos. Todavía estoy por
saber de un globo que no haya explotado…
Después de estas charlas, con excesivo entusiasmo me
volví a comprar otro globo. El vendedor me aconsejó un
soplador “famoso” y cotizado. Algo irresistible. No consulté
al viejo, pero cuando se lo llevé, me dijo sin lástima:
—Lo estafaron. Eso es una basura. Cuanto antes lo
pinche será mejor para usted. No se ilusione.
Le pregunté por qué era así, e intentó esclarecerme.
Después suspiró, movió la cabeza negativamente y no habló
más. Interpreté su actitud: yo tenía que aprenderlo. No
había otra manera. Entonces, empecinado, volví a la casa
de los globos. Le dije al vendedor, mirándolo a los ojos, si
podía recompensarme o algo así, porque el globo no había
soportado. Y si podía llevarme otro y pagarlo a fin del mes.
El viejo me había dado los nombres de dos sopladores de
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valor y yo deseaba, con arrebato de coleccionista obsesivo,
obtener uno de calidad segura y cuanto antes mejor.
—No puede ser. Imposible —aseguró el comerciante—.
Un Pereyra, tal vez el más fino soplador de Slater. Becado
en Río. Se caminó a Europa. Gran persona. Conferencista
dotado. Reconocido en todo el país. Además, no
garantizamos los globos por las razones que usted
imaginará.
Hablaba como si la suya fuera una gran firma comercial,
y estaba solo en la choza desvencijada, con los pies sucios y
las sandalias en hilachas. Bueno, reconozco que este fue un
incontrolado sentimiento de fastidio. Y decía “nosotros”
como si gobernara una gran empresa capitalista. Saqué de
un bolsillo mis últimos ahorros y el papel con los nombres.
Pagué por un globito como una uva, pero vigorosamente
hipnotizante. El hombre había olvidado al célebre
soplador y tuvo que hurgar de mala gana entre viejas cajas
empolvadas.
—Nadie lo compra. Nadie lo conoce —repetía
despechado, pero apilando cuidadosamente las cajitas de
cartón.
—Ah, sí —exclamé—. Qué problema para mí —y
terminé con él.
Una semana antes de venirme, el viejo me llevó a una
pieza de su casa que yo desconocía, al fondo. Allí estaban
sobre amplios estantes los globos que había soplado en su
vida, y muchos otros de amigos y conocidos. Ese cuarto
fue lo más extraño y notable que he visto y apreciado en
mi vida, una cueva rara perfectamente lejos de todas las
insensateces humanas.
—Este es mi modesto tesoro —comentó, con un aire de
broma—. Pero tengo libros también. No crea que resulto
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ahora un burgués con mis juguetes. Distintos sí a los
juguetes de ustedes, pero juguetes al fin.
Al fin me enumeró la historia de varios buenos
sopladores. Eran vidas oscuras, mezcladas con el alcohol
y algunas pasiones infaustas. Me pregunté qué fue lo que
hizo que sopladores tan hábiles vivieran así. ¿Era a causa
de su habilidad, o al revés? Lo real es lo que dejaron, creo
yo, como una marca firme en cada bolita lacustre, distinta
de cualquier otra por algo vivido que tal vez estuviera en
los cromos o en las formas o en las interrelaciones, o en
todo ello conjugado. Los soplados de un mismo hombre
eran semejantes entre sí, y quiero decir que tenían un
estilo, como un tic nervioso, una forma de ser particular y
distinta a cualquier otra.
—Usted se preguntará —aseguró el viejo— qué les
da el toque de la originalidad. ¿O es que los globos se
dan solamente a ciertas personas?... Lo interesante es que
luego de examinar miles de globos, demasiado pocos
pueden decirle: ese globo es falso, aquel no tiene precio,
el de allá resistirá años, este soplador es un superdotado, y
dictámenes similares.
Después me empezó a mostrar globos más grandes,
más dados a la ligera observación.
—Son los que tienen menos calidad. Cualquiera lo
puede sentir, porque no dan lugar a que uno también
los recree y los penetre con el espíritu. Sin embargo, hay
algunos estupendos. Fíjese en éste.
Miré un gran globo lila que se movía con una cadencia
hipnotizante y que, a cada vuelta, cambiaba apenas su
tonalidad y las formas del movimiento. Al concentrarme,
dentro del silencio de la pieza, rodeado de otros tantos
reflejos de movimientos, me tomé más sereno, más pleno,
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y quizá después dormido o sepulto en otro mundo, con
otras percepciones de paz y felicidad. Así fui sintiendo
varios globos, hasta que llegamos a los más chicos. Había
que observarlos con una lupa de brazo. El hombre tenía
una estropeada y con el borde astillado. Recién entonces vi
el universo más cautivante y misterioso: el de los glóbulos.
Creo que la música más complicada y sutil casi no puede
compararse con su interrelación de motivos, aparte de
aquello pulsante, concentrado y vivo como el ojo mágico
que apenas se insinuaba en el insondable misterio. ¿Pero
esta acotada retórica podrá explicar semejante fenómeno?
—Lo que usted vio en los ojos de los sopladores de la
laguna —agregó en otro momento— es que ellos saben
que yo sé lo que valen. A nadie miran con tal odio, y odio
inútil e insignificante, porque por acá soy el único que sé…
El vulgo, en cambio, los mira con respeto y admiración.
Aunque yo sé que darían cualquier cosa por haber soplado
un buen globo. Un solo buen globo, querido señor.
—Entonces ellos también son devotos, y tienen derecho
a probar, a producir cien globos para lograr uno bueno,
con suerte… Podrían tener suerte, un día…
—Sí, pero son como la escoria en la ribera de un manso
río. Usted no puede ver el agua limpia jamás, y no hablemos
del fondo. Y todo se pudre.
—Existe el consuelo de que usted lo sabe y vive en el
pueblo —argumenté.
—Tengo dudas sobre el hecho. ¿Es mejor ser un buen
soplador, o no serlo y obtener las recompensas mundanas?
Los conocí a todos y prefieren las regalías y no el hecho
del globo durable. Para ellos fue fácil soplar, pero estaban
locos por otra cosa. Eran poderosos en lo suyo y de alguna
manera insistieron en ser unas ratas en la intimidad. Lo
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viví, porque un gran hombre me dijo un día: “íntimamente
soy una rata, pero el fulgor externo que gozo nadie me lo
quita”. Así es, pero creía en eso y era muy feliz y gozoso.
Le dije algo como que había un más allá de logro y
felicidad después de saltear la escoria e introducirse en el
agua.
—No sé —contestó—. Ellos llevan el bálsamo. Uno
puede vivir mareado y feliz o algo así. Pero a veces se sale
del cascarón, se quiere vivir en el mundo común. También
por acá hay unas mujeres hermosas. Pero, para qué hablar.
Siempre el gran premio tiene rasgos de una humildad que
puede dar asco.
Cuando me dispuse a irme, me pidió que eligiera un
globo. Tardé algo, hasta que preferí uno de color gris perla,
del tamaño de una ciruela. Su base no tenía nombre ni
adorno, pero estaba laqueada. Bastaba mirarlo un instante
para ver toda una selección de superficies superpuestas
con extrañas siluetas retorcidas que se hinchaban y
deshinchaban, como si fueran a explotar, para retorcerse
suavemente e ir a un estado de estremecida calma y luego
recomenzar la interminable trama con otras variaciones y
otros colores de maravillosa transparencia. Además, muy
en el fondo se insinuaba el ojo que me miraba y yo inquieto
retiraba mi atención cerrando los ojos por unos segundos.
—¿Por qué eligió uno sin nombre de autor? —me
preguntó.
—Es como un sol que va a explotar y no explota. Y
eso que está en el fondo, que parece mirar. Lo que está en
el corazón… Pero tal vez me estoy dejando llevar por los
presentimientos, o por lo que no entiendo aún. Tendría
que observarlo mejor solo en la noche.
—Bueno —dijo—, mirando hacia abajo.
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Por supuesto, era un globo soplado por él, sin nombre,
sin firma; pero no se lo pregunté. ¿Por capricho, acaso? Tal
vez, para no violentarlo a que me dijera que era suyo; no
quería verle el interior, o algo similar. Hasta ahora no sé
si… a mí jamás me gustaba decir que algo logrado era mío.
—¿Tiene mujer? —me preguntó.
—¿Me sugeriría una valiosa, si no la tuviera?
—Tal vez. O, tal vez, no. Tal vez no le sea necesario este
globito —y como siempre, cuando los hechos pasaron, me
pregunté qué quiso decir.
Al despedirnos en la puerta, me propuso:
—Pruebe y escuche alguna música fantástica mirándolo,
o busque otra sensación más fuerte…
No ahora, ni acá; en su ciudad.
—Si me hago del silencio —dije.
La noche anterior de mi partida definitiva, fui a
despedirme y a agradecerle al anciano el tiempo que
me dio. Antes de salir de mi pieza puse en mi bolsillo la
potente y cara lupa de la expedición. Llegué a su casa y lo vi
sentado en el fondo, bajo un parral, solo, en la oscuridad.
Hacía mucho calor y el cielo estaba cargado de nubes. Me
acercó un banquito y me senté junto a él. Estuvimos un
largo rato quietos, escuchando los grillos en la espesa y
húmeda noche del monte.
—¿Usted estudió música? —preguntó, tras unos
ladridos lejanos.
Le dije que no, que había demasiado ruido.
—Estaba pensando que es inexplicable la parte de
uno que los buenos globos conmueven hasta un más
allá preocupante. Acaso algún día la ciencia logrará
desmembrar estas cosas. Pero, es dable pensar que
entonces, quedaríamos sin nada. Sin motivos. Solamente
vivir o existir con lo sensorial.
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Quise saber qué me aconsejaría para maximizar la
concentración. Debía dormirme con el fenómeno cerca de
la cabeza, pensé. Y después nada, o dejarme llevar cada
día hacia el ensueño imprevisible. Y no era necesario que
cambiara de objeto. Igual que con los libros, después de
conocer lo irreemplazable no se volvía atrás.
—Es usted un pensador —comenté, por decir algo
punzante y porque a veces me molestó lo que me decía o
como lo decía (eso me pasa ahora, al escribir la palabra
pensador).
El viejo sólo produjo un ruido raro con la garganta.
—Vivir acá —dijo lentamente, y por primera vez me
pareció demasiado cansado y realmente viejo— es la nada
absoluta. Usted lo sabrá.
—Son también globos —murmuré, pensando en lo qué
significaba su confesión, y traté de ser amable agregando
un pensamiento vergonzosamente común—: Leí por ahí
que no existe soledad mayor que caminar rodeado de miles
de personas en una gran ciudad.
Escuché el zumbido de los insectos entre las guías de
la parra, los recurrentes aullidos lejanos, el golpear de
unas zapatillas por el camino de tierra. El oiría lo mismo,
supongo. Dijo, poniéndose de pie:
—Tengo una cervecita fría. Vamos adentro, si le parece.
Mientras él buscaba los vasos, deslicé la pesada lupa
alemana bajo los trastos en un estante. Bebimos cerveza,
amarga y caliente. Cuando dije que me iba, me alcanzó una
sección corta de caña de bambú muy ancho, con una tapita.
—Usted tiene algo de humorista, y el mismo término
antropólogo tiene algo de ridículo. Pero, sabe, hasta
un inflador de tripas cree que lo que hace es genial e
imprescindible. Y vaya uno a sugerirle la verdad… Usted
sabrá…
99
—¿Lo puedo probar?
—Claro. Con el tiempo. Y también mirándolo mucho,
y después, dejándolo, tratando de olvidarlo.
—Veremos —dije, sonriendo por su acentito.
Pero creo que él lo sabia, y lo hacía así, a propósito —
no sé por qué—, pues lo vi reírse igual que de los malos
sopladores de la laguna. Era una forma de satisfacción. Pero
mientras escribo, ante el pensamiento de aquella pobreza
material y su vida oscura, aquel tipo de actitud mía me
escuece un poco, como cuando uno lastimó injustamente
a alguien querido que ya no está.
Ahora que sigo entre la civilización, no hay noche
que no me convoque sobre un globo. Esto ha sustituido
casi todas mis actividades. Siempre me concentro en mi
dormitorio, en la penumbra. Hay días que paso encerrado
observando los vaivenes y las transfiguraciones. Eso me ha
hecho elucubrar muchas cosas en crecimiento que no voy
a garabatear acá porque son casi indecentes y un peso que
me avergüenza confesar.
He pensado escribir una teoría sobre el fenómeno del
arte del soplado. Hasta he intentado explicárselo a algún
compañero de la universidad. Pero nadie le ha dado
importancia. También he pensado escribir un ensayo,
aunque debería decir demasiadas cosas sobre la nada, o
sobre cómo se puede hinchar algo hasta hacerlo llegar a un
sitio, llamémoslo, fenomenal. Creerían, paradójicamente,
que me estaría inflando a mi mismo sin material legítimo
interno, sin nada que decir. Entonces he dudado, pues
me podrían tomar por loco si relato, o expongo como
ejemplos, los éxtasis, las transformaciones que sufro en los
días transcurridos en las inmensidades. A veces creo que
he perdido los vínculos con el mundo y lo veo todo como
a través de un vidrio turbio.
100
Mi vida transcurre a los bandazos. He tenido mujeres y
me han dejado. Esta es la parte más horrible. Cuando salgo
del éxtasis no puedo soportar la mera idea del movimiento
vital, de la realidad que me va a rodear cuando abra la
puerta de la calle. Me dijeron que estaba fuera del mundo,
después de haberme dañado los ojos leyendo tanto (Todos
creen que he disipado mi vida leyendo tonterías). Yo he
explicado, o intentado explicar, adónde nos podrían
conducir los globos, o su sola existencia. Pero, ahí está la
incomprensión. Tampoco he comprobado que arrastren
a cualquiera al más allá inexorablemente. Después de
agitadas noches, no pude resistir la tentación de exponerlos
a las mujeres desnudas en mi cama, pero jamás las llevó
más allá de creer quizá en mi rareza, o en la lástima o el
asco. Eso, si no huían atemorizadas.
Y no solamente perdí compañías. Aún adecuadamente
solventadas. También perdí a muchos familiares. Nadie
puede explicar mi devoción por lo que ellos consideran
una chifladura: no ven en absoluto toda la profundidad,
los ojos misteriosos que nos llaman. ¿Cómo es que mis
compañeros en el pueblo de Slater habían comprado
globos y experimentado las mismas sensaciones que yo?
Les pregunto si no será algo que se potenciaba solamente
en aquella región. ¿Será por eso que no se ha expandido
en el mundo como una mantra fácil? Sí, es posible. Jamás
se pondrá de moda, aunque yo o el viejo creyéramos
(si él creía) que era porque los globos sólo admiten un
valor indeterminado. ¿Pero qué bases tenía o tiene ese
valor? Quizá el globo se esté negando a la gente que me
rodea, a la abrumadora ciudad, y se ha apoderado de mí
encerrándome en un atroz solipsismo. Tal vez ofrezca
esa apariencia ante el mundo corrupto en el que existo, e
101
incluso a los ojos de esas hermosas mujeres a las que he
sufragado para acariciarles la piel con los globos. ¿Quizá
ellos se nieguen totalmente a ser prostituidos o a cohabitar
con amontonamiento de miserables de la gran metrópoli?
Recuerdo al viejo diciendo que el globo llevaba la verdad
en si mismo. ¿También llevaba esta otra verdad, y yo no lo
sabía? Y...
Un día infame salí a caminar loco de incertidumbre
y soledad, y encontré e introduje a casa a una prostituta
desesperada, que no tenía donde dormir. Sintiéndome
infame, pensé que su necesidad la llevaría a tolerar mis
requerimientos, por supuesto, nada dañosos para su piel.
Después, mientras se secaba el sudor, abrí las cajas de
madera, y se los empecé a restregar. Cuando llegaron allí,
pues esa era mi intención experimental y conminatoria,
empezaron a perder la belleza y la armonía. Sí, sí, al
principio esto, y después se decantaron por la indolencia, y
a cristalizarse negándose a la vida (No tengo explicaciones,
y ahora me interrogo en si tuve muy malas intenciones).
Luego, la mujer se levantó y se arrodilló frente a ellos.
Quizá había fingido, pero percibí cierta excitación en sus
labios, quizá una lágrima. Quise taparlos con la sábana, y
lo hice, pero cuando volví del baño, ella estaba de rodillas
mirándolos desde muy cerca y los rozaba con la nariz.
Al verme, exclamó algo irrepetible, se puso la bombacha
saltando en una pierna, y dio el portazo casi sin vestirse
la blusa. Me quedé tirado en la cama, devastado, con la
cara hundida en la almohada. Después, poco a poco, me
levanté, me recosté sin fuerzas en el santuario que les había
hecho, y sin dominarme rogué y recé a varios dioses que
antes había destratado. No sé en qué momento empezaron
a moverse y refulgir lentamente, y creo que gimoteé como
102
un desvergonzado mientras acercaba mi nariz buscando
aquel olor a divina ojiva que podían haber atesorado.
Supongo que fui presa del más desbocado lirismo, porque
invoqué sin meditarlo mucho a varios ángeles y otros
precarios y dudosos dioses de la mitad benevolente.
El mismo asombro o terror golpeó a la mujer que venía
a hacer la limpieza dos veces por semana, que de forma
algo impertinente levantaba la nariz a cada rato como
persiguiendo determinados olores. Y luego vinieron otras
que tampoco duraron y tenían actitudes de lo más bizarras.
Yo siempre fui modoso para la retribución, pero ineficaz
frente a las repulsas. Y asimismo ocurrió con amigos, que
tampoco volvieron a visitarme para discutir o pedirme
libros; en la Facultad me evitaron de una u otra forma, y al
fin con descaro y sin contemplaciones.
Y podría ahora tocar lo delicado. Sí, sí, buscaba atender
los servicios del amor siempre frente a algún globo. No
siempre frente al mejor. Mis éxtasis se multiplicaban,
y espero que perduren, sobre lo común. Sentía que el
globo materializaba lo mejor que podía dar, aunque lo
contrario ocurría con las mujeres. Era casi al revés, sobre
todo cuando mágicamente me introducía al jardín. No
soportaban la presencia de la enigmática luminosidad
moviéndose, adhiriéndose a la tersa carne, no aceptaban
que mis ojos muy abiertos estuvieran cautivados por las
ondulaciones cromáticas y que mi cuerpo afiebrado y
tembloroso siguiera por otros caminos independientes,
subiendo por los efluvios hacia el clímax de la explosiva
montaña, mirando hacia otro lado. Reconozco que hay
situaciones raras, o bien no voy a mencionar la locura, si
se quiere apostrofar sin clemencia. Ellas podrían haber
sentido una pizca de lo que yo sentía, podrían por lo menos
103
haber dejado que yo les explicara la calidad de la llamada
a la que estaba respondiendo, la categoría de ósmosis que
podía filtrar de los sublimes labios ojivales a la inescrutable
piel de los globos.
Ahora, asimilando la caída en barrena de mi
naturaleza, y de este descubrimiento, tengo que ocultar los
menesterosos globos cuando invito colegas a mi casa, aun
al sujeto menos prejuiciado y más licencioso. No merezco
el desinteresado afecto de nadie. Y frente al bello sexo
imprescindible, respetuosamente compensado por mí,
apenas me atrevo a dejar una cajita entreabierta mientras
apago la luz.
¿Entonces —me interrogo propiamente—, para qué
cuento esta historia sostenida sobre un hecho ignorado
por la televisión, o por las computadoras? Ustedes dirán,
un asunto abarrotado de falsa filosofía dictada por un
pobre diablo de un pueblo desconocido.
—Usted es un globo que no existe. Un cuchillo sin
mango.
Vacilo demasiado, cada día más. Vacilo bastante y
esta es la mortificación que me acosa todo el día para que
durante la noche vuelva a poseerme la dosis de beatitud de
los globos, su mundo excelso. He remachado las cortinas
del dormitorio y transcurro mis días en la oscuridad.
Siento a ratos que un zapato, unas monedas sobre la mesa
de luz, o un ínfimo rayo de sol, esperan mi caída final.
Reiteradamente he escrito a Slater, a la dirección de
mí amigo, y siempre las cartas vuelven. Dicen lo mismo:
no existe el destino. Pero el pueblo sí existe, me aseguro.
Está en el mapa. Y quizá también existan las tiendas de los
globistas, y la laguna. Tal vez yo estuve en Slater soplando,
y las personas que me rodeaban acá se hayan alejado por
104
alguna otra razón, y las mujeres que quise desertaron por
algo no menos sucio que el asco.
Estuve acostado todo un día con el rostro en la
almohada: se evaporó mi globo favorito, el de color azul
y turquesa que el viejo me regaló en la cajita de bambú.
No queda más que la cajita y ni hay gelatina en el fondo
acolchado. Me basta leer entre líneas: no habrá pruebas
que aleguen mi cordura.
Espero y dudo. No puedo cerrar los ojos si no observo
durante horas uno de los globos que me restan. Ahora
son algunos los que se me han ido, algunos ordinarios,
es cierto, pero también uno muy bueno. Presiento que
seguirán los otros, junto con la fe en mi poca certidumbre.
No me queda nada más que mi aflicción y mi desesperado
anhelo de abrazarme a algo real y duradero. Como ustedes,
supongo.
Trataré de levantarme, corregido al confesar esta
historia. Quizá el aire puro y el sol sean magnánimos y
me despejen el cerebro. Pisando los adoquines de viejas
calles tendría que sentirme integrado. La distinción,
para mí, sería la certidumbre de la existencia de aquellos
efluvios inconfesables que experimenté y que vi con mis
ojos y mis manos. La aprobación general, con aire de
sombría moraleja, podría indicar que todos los globos en
un momento dado explotan, de súbito, frente a los ojos y
las manos más inadvertidas y llenas de esperanza. Y eso es
inapelable. ⍟
105
VERTIDO
Francisco Jota-Pérez
Francisco Jota-Pérez (Barcelona, 1979). Novelista, ensayista,
guionista, poeta y traductor. Es autor de las novelas Aceldama (2014),
Pasaje a las dehesas de invierno (2015), Teratoma (2017) y Endo
(2019), los poemarios Napalm Satori (premio Ignotus de poesía 2010),
Máscara:Muerte:Rojo (2012) y sólidO_Celado (2018), los poemas largos
Luz simiente (2017) y Anamorfosis -Una utopía- (2021), los ensayos
Polybius (2016) y Homo Tenuis (2016/2019), los cómics Antígenos de
Gaia (2011) y L’Oracle (2021), y el cortometraje Nuestra amiga la luna
(mejor corto de ficción del Festival de Cine de Málaga 2017 y mejor
obra de Género y Vanguardia del Festival Internacional de Bueno
Aires - Bafici 2017); ha traducido al castellano la obra de filósofos
como Eugene Thacker y Alberto Toscano, colaborado con el artista
plástico Paco Chanivet en sus obras Interregno (2019) y Palimpsesto
(2020), y aportado textos para los últimos trabajos discográficos de la
banda de doom metal experimental PYLAR .
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1
1. Era una moneda viva, por cuanto su cuerpo funcionaba solo como
capital explotable, abandonado a algo que en cierto modo negaba la
vida en sí y la cambiaba por bienes materiales y psíquicos que acopiar y
que el amontonamiento generase un relato, con suerte, protagonizado
por algún tipo de entidad reconocible por los demás. Encontraba la
plenitud en los intercambios de su ser completo. Al observarse, se veía
como una propiedad transitiva que contarse.
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21. Fórmulas fungibles que señalaban un código. Al recombinarse
proporcionaban aproximaciones a la descripción de un paisaje
generado mediante la técnica del cadáver exquisito: «...donde hay una
casa que cabe en la palma de la mano y que, al mojarse, se despliega
y se agrieta y canta; es una casa de pájaros, una caja torácica y un
diapasón con el que la chica se golpeó un colmillo para afinar ese dolor
antes de salir al jardín. Los setos se combaron hacia ella y las ramas
que la tormenta de la tarde anterior había podado de los naranjos y
los almendros se ordenaron y se hicieron choza. Ahora tenía, todas
para ella, una casa enana y húmeda, y una madriguera. Su alegría
hizo retumbar el suelo, abrió una brecha bajo sus pies sobre la que
acuclillarse y mear. La falda subida, las bragas en los tobillos, la espalda
apoyada contra una roca, como sentada al trono de la alcaldesa de
los duendes, santiguándose. Algo más allá estaban las fábricas que
cosían nubes, las naves industriales que despegaban minuciosamente
la corteza del mundo y la mandaban a otros planetas, y los nudos de
autopistas que ligaban pueblos como vientos y los retenían en el sitio».
22. Reverberalíbido, pudresienes y un largo etcétera. Los impactos
apenas calculados resultaron fructíferos. Activaron el descontento y
llevaron, sin ir más lejos, a investigaciones como esta. Un puñado de
manifestaciones físicas avistadas en pistas forestales y áreas ecológicas
protegidas, invariablemente en zonas periféricas a barrios poco
poblados donde, no por casualidad, las señales de los repetidores
de telefonía móvil eran más débiles, cimentaron su reputación
119
legendoescatológica. Los facilitadores holográficos de descripción de
rasgos en los pasaportes de aquellos y aquellas que habían sido testigo
de las aparicionesquinaciones fueron tomados por el mismo rostro, que
no era el de ellos y ellas sino el de un ángel transparente. Una calavera
con una capucha semi traslúcida de retales de marcadores étnicos
saludaba a los inspectores con un chasqueo de mandíbulas, tenía lugar a
continuación una inyección de pesadillas recurrentes en el espectador,
que llevaban al agotamiento y el derrumbe nervioso a causa de las
muchas horas de carrera onírica a través de los tubos comunicantes
de una fase a otra del programa (allí, en el sueñocentrocomercial, no
había compuertas que abrir pero tampoco premios; voces llamando a
gritos a una «línea de fuga» en los altavoces; «corra, preséntese hace
tres minutos en la tercera planta, stand nueve»), los ajustados saltos de
una plataforma a otra y las subidas y bajadas por escaleras mecánicas,
sin posibilidad de detenerse pues un rodillo de cuchillas oxidadas (que
no aparecía en las versiones materiales del programa) barría los tramos
ya recorridos y acechaba constantemente al durmiente.
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29. «La destrucción de la mentira: ese pez de los ojos y de las cabelleras
estrelladas. La destrucción de los cuartones borrachos de penumbra».
(Fayad Jamis)
30. Al dividirse infinitas veces entre sí misma, siguió fiel a su esencia
mutante y a la fluida cadencia con la que sus detalles se negaban a
encajar. Su reproducción, solo por mitosis. La raíz de la que libaba,
fecunda y distribuida y perenne. Lo que partía de ella regresaba por
mediación solo de su voluntad. ¿En que la convierte eso, pensada
hoy? En nada; en la misma incógnita facetada, proceso recíproco, la
ausente que se repartió por el espacio interior de sus distintos porque,
en última instancia, no tenía nada que perder y sí una cierta cantidad
de desastres que reparar, aunque no iba a hacerlo sola.
124
NELSON
Gonzalo Palermo
Gonzalo Palermo (Montevideo, 1992). Escritor, periodista cultural
y guionista de cine y televisión. En 2019 fue publicada su novela
Después de la guerra contra los conejos (Primer Premio de Narrativa
en el concurso Juan Carlos Onetti de la Intendencia de Montevideo,
Uruguay, Primera Mención en los Premios a las Letras 2021 del
Instituto Nacional de Letras de Uruguay). Cuentos suyos han aparecido
en antologías como Hasta acá llegamos: cuentos sobre el fin del mundo
y Cuadernos de ficción.
126
Ahora me parece que Nelson siempre estuvo ahí. Que
cuando lo vi por primera vez desde la ventana de la cocina,
parado como una estaca en el terreno baldío de enfrente,
camuflado entre los pinos, llevaba toda la vida mirándonos
en completo silencio. A simple vista no lo notabas, tenías
que mirar con detenimiento, pero una vez que lo veías no
podías dejar de verlo. Había algo –una cierta disposición
de la luz filtrándose a través de las nubes de tormenta– que
le daba un aire irreal. Esa primera vez decidí no prestarle
mucha atención. Era simplemente un tipo parado en un
terreno baldío.
Los días posteriores al primer avistamiento intenté
seguir con mi vida cotidiana. Nelson estaba ahí, lo veía
todas las mañanas mientras preparaba el café, a través
del ventanal de la cocina, quieto entre los pinos, vestido
con unos jeans y una camisa leñadora, el cigarro siempre
echando humo entre los dientes, mirando hacia la casa,
pero Juana y los niños no lo notaban. Ulises, nuestro gato
barcino, sí lo notaba, y le devolvía una mirada calculadora
127
desde el pretil de la ventana. Nelson apenas se movía de
su lugar, incluso cuando llovía, a lo sumo daba una vuelta
por el monte y en cuestión de minutos aparecía otra vez.
No iba a demorar mucho en irse, por la razón que fuera,
nadie podía pasarse la vida parado en un monte de pinos
sin hacer un carajo, así que no tenía por qué preocupar a
Juana y los niños.
Juana trabajaba casi todo el día en el hotel atendiendo
la recepción y los niños estaban en la escuela hasta la tarde.
En esa época, aproximadamente dos meses antes de haber
visto a Nelson por primera vez, me habían echado del
diario donde escribía columnas sobre carreras de galgos.
Me dedicaba a mantener la casa en orden, arreglar las
humedades y cuidar el jardín, ese tipo de cosas, a la espera
de que surgiera alguna oportunidad de trabajo. Juana
llegaba a casa sobre las seis y media. Cuando estaba lindo
salíamos a caminar por el centro o llevábamos a los niños
a jugar a las maquinitas. Si llovía o hacía frío mirábamos
alguna película en la televisión. Esa era nuestra vida y no
tenía ninguna queja.
Una mañana tuve la impresión de que Nelson se había
movido ligeramente. En general elegía lugares donde
pasaba desapercibido, siempre en el entorno del baldío
de pinos, pero esta vez me pareció que estaba más cerca
de la casa que el día anterior. Y la misma impresión tuve
al día siguiente: que Nelson se acercaba todos los días un
poco. Nuestro terreno estaba delimitado por un cerco de
plantas sin ningún tipo de alambrado o muro lindero, así
que dejé de podar las plantas del fondo para que taparan
la vista del terreno baldío. Era una forma de mantener las
distancias y al mismo tiempo dejar de ver a Nelson hasta
que se evaporara por sí mismo.
128
Esa misma semana Juana me pidió que limpiara la
piscina. No faltaba mucho para el verano y el agua estaba
verdosa y llena de hojas secas flotando en la superficie.
Un día finalmente me acerqué hasta la piscina y me quedé
mirando el agua sucia. Mi reflejo deformado apuntando
al cielo y los restos de pinocha jaspeando la superficie.
Ahí, mientras pasaba la red para limpiar la piscina, con
la presencia inexorable de Nelson unos metros más allá,
invisible atrás del cerco de plantas, tuve la impresión de
que algo impreciso estaba a punto de empezar o terminar.
Juana descubrió a Nelson al día siguiente, sábado de
tarde, mientras tomaba sol en el jardín y disfrutaba de la
piscina rehabilitada. Dijo que estaba en la reposera y tuvo
la impresión de que algo la miraba furtivamente desde las
plantas del cerco y que cuando se sacó los lentes negros vio
a un tipo gigante y barbudo parado entre los pinos. Eso
no era un hombre, dijo, parecía un hombre pero era otra
cosa, aunque no sabía decirme qué. Dijo que era como si
mirara en su dirección pero no exactamente hacia ella,
como si la atravesara con una vista inexpresiva. Yo conocía
de memoria esa mirada vacía como de animal que Nelson
le dedicaba a todas las cosas. Me había acostumbrado.
El hecho de que Juana por fin lo descubriera en cierta
forma me alivió, porque significaba que Nelson no era
solo cosa mía. Juana entró a la cocina con cara de espanto.
Me preguntó si yo también lo había visto. No pude
mentirle: le dije que llevaba varias semanas viéndolo y
que él probablemente llevara ya un tiempo incalculable
parapetado entre los pinos hurgando en nuestra intimidad
por razones insondables. Fue ahí, cuando lo puse en
palabras, que tomé consciencia de hasta qué punto Nelson
se había introducido en nuestras vidas. Juana se sorprendió
129
por la calma con que le expliqué las cosas. La verdad era
que me había acostumbrado a Nelson. Eso era todo. Había
asumido que era otra de esas cosas que no tienen remedio
y con las que tenés que resignarte a convivir. Le dije que
tarde o temprano iba a desaparecer por donde había
venido y que hasta entonces lo mejor que podíamos hacer
era seguir con nuestra vida como si nada.
No sabés de dónde vino, dijo Juana.
La verdad que no tenía idea. Nelson no era el tipo de
figura que te imaginás cruzando un semáforo o haciendo
fila para comprar cigarros en un kiosco. Era una figura
extraá recortada y pegada a la fuerza en nuestro mundo.
No se va a ir, dijo Juana.
Y por un momento tuve la impresión de que era cierto:
que aunque pasara toda una vida Nelson iba a seguir ahí
como hasta ahora. Intenté acordarme de la vida antes de
Nelson pero fue imposible.
En algún momento se va a ir, insistí.
¿Vos pensás quedarte acá, como si nada, con ese tipo
mirándonos todo el tiempo?
No hace nada.
Desde el otro lado del ventanal de la cocina Nelson
miraba hacia nosotros. Era cierto: Nelson no hacía nada.
Estaba ahí, eso era todo. Eso era lo único de lo que estaba
seguro.
Juana me señaló con un dedo acusador y me dijo que
buscara una solución porque de lo contrario se llevaba a
los niños a lo de su madre. No quería que vieran a Nelson.
Hablaba como si Nelson, que seguía la discusión a la
distancia, fuera mi responsabilidad, igual que la piscina
o el cerco, algo que estaba ahí por mi culpa y de lo que
ahora tenía que hacerme cargo. Nelson no era Nelson. Era
130
mi Nelson. Entonces llamé a la policía. Dije que había un
hombre desconocido mirando hacia mi casa desde hacía
semanas. El policía que me atendió me preguntó qué era lo
que el hombre hacía exactamente.
Eso: nos mira.
¿Eso hace?
Sí.
¿Está dentro de su propiedad?
No.
El policía se quedó un momento en silencio.
Entonces este desconocido está parado fuera de su
propiedad, ¿cierto?
Es correcto, oficial.
Y mira hacia su casa.
Exactamente.
¿Hace algo más o simplemente mira?
No.
¿No?
No hace nada más.
El policía volvió a quedarse en silencio. Después me dijo
que no podían hacer nada en un caso como ese porque el
hombre no estaba haciendo nada ilegal. No había dicho ni
hecho nada amenazador, no había invadido mi propiedad,
no estaba armado. El policía dijo que a lo sumo podían
pasar por el lugar y mirar al hombre para ver si de esa forma
decidía alejarse definitivamente. Les agradecí y la llamada
se terminó. Esa misma tarde pasó un auto de policía con la
sirena apagada y dio un rodeo a nuestra casa, pasando por
la calle de pedregullo que corría a un costado del terreno
baldío de los pinos. En el móvil iban dos policías. El que
manejaba llevaba la ventana baja y medio brazo afuera. El
que ocupaba el asiento del acompañante tenía una bolsa
131
de papel encima de las piernas y comía bizcochos. Nelson
no les prestó ninguna atención. Es posible que incluso los
policías ni siquiera lo hayan notado.
A esa altura estaba convencido de que Nelson nunca
nos iba a dejar y que si yo no hacía algo al respecto nadie lo
iba a hacer. El domingo, después de que Juana fuera a dar
un paseo con los niños, me di una ducha y bajé al jardín.
Fui hasta el terreno baldío bordeando nuestra propiedad.
Nelson estaba en su lugar habitual, la mirada extraviada
en alguna parte. Me escuchó llegar y encendió un cigarro.
Buenos días, dije.
Nelson me miró con sus ojos transparentes, como si
acabara de despertar de un largo trance, y me saludó con
una casi imperceptible inclinación de cabeza.
Me llamo Leonardo, dije.
Nelson movió la cabeza afirmativamente y soltó una
bola de humo de cigarro.
Dijo su nombre:
Nelson.
Quise decir algo más pero no se me ocurrió nada.
Nelson permanecía en ese tono neutro que anulaba
cualquier posibilidad de diálogo. Al rato le pregunté si
pensaba quedarse ahí todo el día. Si no tenía nada mejor
qué hacer. Nelson se limitó a decir, al aire, sin mirarme,
que siempre había estado ahí, que siempre había estado y
que siempre iba a estar ahí, desde antes de que mi familia y
yo naciéramos y hasta mucho después de que muriéramos.
Lo que pasó a continuación no estaba en mis planes. Lo
único que quería, al principio, era hacerlo entrar en razón.
Explicarle que habíamos elegido aquella casa porque nos
gustaba la vista que tenía hacia el terreno baldío de los
pinos que ahora él ocupaba. Intentar entender por qué
132
hacía lo que hacía y de dónde había salido. Entonces volvió
a mirarme con aquella mirada suya, aquella mirada con
la que pretendía demostrarte que sabía algo y no pensaba
decírtelo. Una mirada que buscaba hacerte sentir mal
porque no eras Nelson y no ibas a serlo nunca. Entendí que
no existía ninguna posibilidad de hacerlo entrar en razón.
No tenía sentido hablar con un tipo raro que se pasaba la
vida parapetado entre los pinos sin hacer nada de nada.
Me abalancé sobre él, sin pensarlo, lo tiré de espaldas en la
pinocha y empecé a darle golpes en la cara, uno atrás del
otro, como un animal, hasta que le salió sangre de la nariz
y las orejas, una sangre oscura y caliente que me salpicó en
la frente. Nelson apenas atinó a llevarse las manos a la cara.
No dijo nada, solo emitió una serie de estertores doloridos
hacia el final, cuando le di los últimos golpes antes de
quedar exhausto. En el momento en que dejé de pegarle
se arrastró, alejándose de mí, se levantó ayudándose con
el tronco de un pino y salió rengueando hacia el otro lado
del baldío. Lo vi meter la mano temblorosa en el bolsillo,
buscar un cigarrillo y llevárselo a la boca mientras se
escapaba.
Había sangre por todas partes. El cigarro que Nelson
había encendido poco antes estaba ahora en el suelo,
todavía humeante. Volví a la casa y fui directamente al
baño. Dejé la ropa tirada en un rincón y me senté desnudo
en la tapa del wáter. Me vinieron unas ganas increíbles de
fumar. En ese momento llevaba casi ocho años sin agarrar
un cigarrillo. Estuve a punto de llorar sin razón. Pensé que
ojalá existiera una forma de volver el tiempo atrás, solo un
poco, justo antes de que hiciera lo que acababa de hacer.
Me di un baño largo y cuando salí me preparé un café.
Eran las primeras horas de la tarde. Miré hacia el monte
133
de pinos pero Nelson no había vuelto. Intenté retomar el
curso del día durante las siguientes dos o tres horas pero
no pude. Después de un rato busqué la tijera de podar
y trabajé durante un rato en el cerco de plantas. Eso fue
lo único que hice en todo el día, cortar y cortar ramitas
dándole al cerco una forma de rectángulo horizontal.
Cuando terminé vi el lugar donde esa misma mañana
había pasado lo de Nelson. El hecho de que ahora el lugar
estuviera vacío me resultó vagamente espantoso. No había
nada ahí donde debería haber estado Nelson. Un hueco.
Entonces dejé la tijera, encendí un cigarro, volví a dar un
rodeo a la casa y caminé hasta el monte de pinos. Me paré
justo donde Nelson había estado esa mañana, antes de
que yo lo atacara como una bestia. En la arena cubierta
de pinocha todavía se veían sus huellas. Las colillas de sus
cigarrillos, algunos rastros de sangre reseca. Parecía como
si fuera a volver de un momento a otro. Me quedé mirando
hacia la casa vacía. Quise ver las cosas como solía verlas
Nelson. La ventana de la cocina, el cerco recién podado,
la piscina transparente, los aspersores escupiendo agua en
círculos. De tanto en tanto se escuchaban voces de vecinos,
ladridos de perros, cantos de pájaros. Ulises me miraba
desde el pretil de la ventana. Estuve así durante un par de
horas hasta que empezó a volverse oscuro. Me sentía muy
bien. Escuché el auto estacionando en el jardín delantero
y después vi cómo las luces de la casa iban encendiéndose
una por una. ⍟
134
FLORES TERMAL
Bruno Pozzolo
Bruno Pozzolo (Montevideo, 1991) estudió periodismo y desde 2014
se ha desempeñado como vocalista y compositor de diversos proyectos
musicales. Este es su primer cuento publicado.
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Ivy no pisaba el puerto de Montevideo desde fines de los
años 90. Apenas recordaba algunos detalles del lugar, pero
tuvo la sensación de que no había cambiado gran cosa.
Imaginó que a esa altura de la mañana ya habría cierto
movimiento, pero el lugar se presentó desolado y frío, casi
abandonado: el espacio se expandía con indiferencia.
Se sentó en uno de los bancos del hall, extrajo un papel
de su bolsillo y leyó: “El Ferry a Flores Termal partirá del
Muelle B, andén 14, el jueves 20 de marzo a las 12 del
mediodía. Agradecemos a los pasajeros concurrir con el
documento de identidad por lo menos 40 minutos antes
del embarque. Les desea un buen viaje, FedGtc.” Levantó
la cabeza para observar el reloj en el centro de la terminal,
y constató que faltaban diez minutos para las once.
A lo lejos, en la entrada, divisó a un hombre de mediana
edad. Le llamó la atención su bigote y la renguera en la
pierna izquierda; cargaba con una valija de mano y llevaba
puesto un sobretodo gris y una boina marrón oscuro.
A pesar de su dificultad para caminar, se dirigía hacia
adelante con decisión. Algo en él resultaba familiar.
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El hombre atravesó el hall con la cabeza gacha y el paso
firme, y emergió en el exterior del puerto, en dirección a
los muelles. Ivy decidió seguirlo, al principio guardando
distancia, pero pronto debió acelerar la marcha para no
perderlo.
La calle empedrada dificultaba el traslado de la valija,
y lo único que podía oírse era el sonido de las ruedas
contra los adoquines. Después de caminar unos quinientos
metros, plagados de camiones, contenedores y grúas de
carga, el hombre decidió sentarse en el cantero que rodeaba
una palmera. Ivy, que no tuvo tiempo a reaccionar ante
el inesperado movimiento de su guía, siguió caminando
hasta quedar frente a frente.
–Malboro y Beldent, ¿verdad?
–¿Cómo dice?
–Ya nos conocemos –dijo el hombre–. Nos hemos visto
cientos de veces, pero supongo que no me reconocés sin las
pizarras de Quiniela.
–¡El kiosko de la plaza de Bomberos! –exclamó luego
de meditarlo unos segundos–. Me pareció encontrarle cara
conocida cuando lo vi.
–Soy Aníbal, y por cómo me venías siguiendo o te
quedaste sin cigarros y sos una cliente muy fiel, o también
te ganaste una excursión a Flores Termal.
–Ay, sí, perdón por eso. Es que no estaba segura de
donde salía el Ferry a la isla, ni dónde encontrar el andén
que dice en el pasaje.
-–Es todo un desastre, y encima acá nadie quiere
laburar. Bueno, yo viví en Argentina la mitad de mi vida y
allá es mucho peor –dijo mientras se incorporaba. Muelle
B, andén 14 . Ya casi llegamos, es allí adelante.
138
-Gracias por la ayuda, mi nombre es Ivy. ¿Quiere que le
dé una mano con la valija?
–No te preocupes por esto –dijo palmeándose la pierna
izquierda a la altura de la rodilla–, esta herida me acompaña
desde las Malvinas. Ya estoy acostumbrado.
Caminaron en silencio los metros finales hasta llegar al
supuesto muelle B. Una mujer de uniforme azul, con finas
rayas blancas en el contorno, les hizo señas al verlos.
–¿Brown y Bruggen? Los estábamos esperando, es por
aquí, ya estamos por embarcar.
Ivy y Aníbal se miraron, algo sorprendidos, y
apresuraron el paso hasta llegar a la escalera que conectaba
con el Ferry. La mujer los guío y a continuación le hizo
señas a un hombre pelirrojo, alto y corpulento, que retiró
los amarres.
Alrededor de treinta personas, sin contar la tripulación,
se encontraban ya ubicadas. Ivy esperó a que Aníbal
eligiera un lugar y se sentó a su lado. Sin ofrecer su ayuda,
simplemente colocó ambas valijas en el compartimiento
superior. Ya acomodada en su lugar, tomó un libro de
su mochila y lo abrió por la mitad, donde señalaba su
marcador, pero inmediatamente la interrumpió por la
misma mujer que los había guiado al subir.
–Señorita Bruggen, este no es el asiento que le
asignamos.
Ivy no levantó la vista.
–No estaba al tanto de que los asientos estuvieran
numerados –mintió–, y ya puse mi equipaje en el
compartimiento de arriba, supongo que no habrá problema
con que me quede acá, ¿no?
–Nuestro protocolo es muy claro, señorita Bruggen –
ahora sí, Ivy la miró a los ojos–, su asiento es el 38B. Le pido,
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si fuera tan amable, que se ubique donde le corresponde
antes de que el Ferry se ponga en marcha.
–No creo que tardemos más de media hora en llegar
–dijo, molesta y con un tono de voz elevado– ¿Cuál es el
problema en que me siente donde se me antoje?
–Le repito que nuestro protocolo es claro y estricto. Si
no se quiere cambiar me temo que tendré que informarle
a nuestro capitán.
–¿Está hablando en serio? –La expresión de la mujer
no se alteró–. Bueno, bueno, me cambio. ¡Si es de vida o
muerte!
Abrió el compartimiento de equipaje con violencia. La
mujer intentó ayudarla, pero Ivy le comunicó con gestos
que podía ella sola. Retiró su valija, saludó molesta a Aníbal
y se desplazó bufando hasta el asiento 38B, ante la mirada
del resto de los pasajeros. Caminó hasta el fondo del Ferry
inspeccionando a su paso la numeración hasta que dio con
el lugar asignado. En el asiento contiguo, un muchacho de
alrededor de veinticinco años se apuró a retirar una mochila.
Ivy notó que la decoraban parches de varios personajes
de animación japonesa, pero no reconoció ninguno. El
muchacho llevaba una camisa a cuadros de manga corta,
lentes de aumento, cabello enrulado, bermuda, medias
largas y un gorro negro con tres triángulos dorados con la
inscripción “Legend of Zelda”.
–Bienvenida – dijo amablemente –¿Cómo te llamás?
–Ivy –respondió mientras acomodaba su equipaje en el
compartimiento superior.
–Yo soy Frodo Javier.
–¡Qué nombre más raro!
–Sí, ya sé… –dijo el muchacho mostrando el pasaje,
donde quedaba claro que ese era su verdadero nombre–.
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Papá es fanático a muerte de Tolkien y de Peñarol, ¿vos de
que cuadro sos?
–Al igual que el tuyo mi padre es de Peñarol, así que en
consecuencia se supone que yo también lo soy –dijo ella de
manera desinteresada–, pero no ejerzo.
Sacó nuevamente su libro de la mochila y se puso a leer.
Frodo Javier intentó no dejar morir la conversación, pero
no se le ocurrió nada más que decir, así que se resignó y se
puso a jugar a un videojuego en su celular.
Concentrada en su libro, Ivy no oyó en los altavoces
del Ferry el anuncio de la llegada al resort Flores Termal.
Frodo Javier, al ver que ella se encontraba absorta en su
lectura, con cuidado le tocó el hombro para pedirle que le
permitiera pasar.
Tomó varias páginas percatarse de la quietud del barco.
Ivy levantó la vista hacia su izquierda y pudo observar
una gran construcción, dónde antiguamente se erigía una
vieja cárcel. Miró hacia el frente y notó que era la última
pasajera en el Ferry. Estaba sola, a excepción de la mujer de
uniforme que la observaba fijo con mirada de reprobación.
Ivy le respondió la mirada y sin apuro recogió su equipaje
y bajó del barco.
–¡Sean todos bienvenidos a Flores Termal!– dijo
la mujer de uniforme frente a todos los pasajeros. La
acompañaban otras dos mujeres, vestidas con el mismo
uniforme, y el hombre pelirrojo que Ivy vio en el puerto
– Mi nombre es Rita, y me da mucho gusto recibirlos en
nuestro establecimiento. Les informamos que en la isla no
contamos con cobertura de red de celular, pero sí tenemos
una forma de cubrir ciertas necesidades de conectividad
a través de nuestra app FedGtc que pueden descargar
llevando sus celulares a la recepción. En ella encontrarán
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un portal de noticias, una grilla con las distintas actividades
que pueden realizar aquí en el complejo.
Hizo una pausa y sonrió a sus colaboradoras.
–Queremos además invitarlos a todos a participar de
nuestra tabla de méritos, un juego en el cual se adquiere
puntaje por realizar determinadas actividades en el resort.
Los ganadores al final de la estadía obtendrán increíbles
premios y beneficios. Cuando descarguen la app en
recepción se les brindará más información. Ahora por
favor pasen con mis compañeras que les asignarán sus
respectivas habitaciones. ¡Sean bienvenidos una vez más
y les deseo una buena estadía junto a nuestra familia de
Flores Termal!
Por fin se calló, pensó Ivy. Se acercó para recoger
la llave de habitación y observó a las tres mujeres en
uniforme. Su parecido físico era llamativo; más allá de que
Rita aparentaba ser mayor que las otras, todas compartían
rasgos que saltaban a la vista: eran pálidas, flacas, de buena
estatura, tenían boca ancha pero de labios delgados, los
ojos separados y el cabello lacio y fino.
Una de las muchachas le entregó la llave de su
habitación con excesiva amabilidad, y un gesto casi de
reverencia. “38B”, leyó Ivy en la inscripción. Eso significaba
que los asientos del Ferry estaban correlacionados con las
habitaciones.
–Parece que vamos a ser vecinos –le dijo Frodo Javier
al descubrirlo.
–Que emoción –respondió ella mientras avanzaba
hacía la entrada del hotel.
Prácticamente todos los pasajeros se encontraban en la
recepción haciendo fila para conseguir la app. Frodo Javier
se colocó para esperar su turno. Ivy le hizo un gesto de
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reprobación y se marchó en dirección contraria. Se topó
con un largo pasillo que parecía no tener fin; todo en la
fisionomía del hotel daba esa sensación.
Mientras recorría los pasillos, Ivy notó la altura
considerable del techo y los enormes candelabros que
colgaban cada cinco metros. Observó también que las
paredes estaban infestadas de retratos al óleo de hombres
y mujeres, todos de otros tiempos a juzgar por sus
vestimentas. Se detuvo para apreciar con detenimiento
un aparador con vitrina que contenía trofeos de pesca,
condecoraciones militares y fotografías en blanco y negro.
Una de ellas llamó su atención. Le pareció reconocer a Rita
estrechando la mano de Batlle y Ordoñez en la entrada
de la isla. ¿Cómo podía ser? Se acercó a la vitrina para
examinarla con más detalle, pero su primera impresión
parecía seguir siendo acertada.
–Esos son mis antepasados –comentó una voz. Ivy no
pudo evitar sobresaltarse y descubrir que se trataba de
Rita–. Fue su visión construir este complejo y me pareció
importante dedicarles este espacio. Lo han legado a mi
cargo y voy a hacer todo lo posible por cumplir esa visión.
Ahora, no pude evitar notar que no descargó nuestra app
en la recepción – dijo sin mirarla.
–Preferiría seguir desconectada, tengo un par de libros
y quisiera aprovechar este tiempo libre para leerlos.
–Espero que cambie de opinión –dijo y se acercó hasta
quedar cara a cara con Ivy–, no quisiéramos que se pierda
la oportunidad de participar en todas nuestras actividades.
–No sé, puede ser… –alcanzó a balbucear. Rita arqueó
una ceja y se esfumó de repente, de la misma manera en la
que había aparecido.
143
Ivy decidió regresar a la recepción y subir dos pisos por
las escaleras en busca de la habitación 38B. La encontró
al final del ala este, orientada hacia el Río de la Plata.
Inspeccionó el interior unos instantes y decidió que no
estaba nada mal. Aquí puedo pasarlo bien, pensó, y se dejó
caer en la cama.
Cuando despertó abrió los ojos con cuidado, para no
recibir demasiada luz de golpe, y descubrió que afuera
estaba oscuro. ¿Cuánto había dormido? Se tomó su tiempo
para asimilar que se encontraba en esta dimensión física de
la realidad, lavó su cara y admiró el desolado paisaje de la
isla a través de su ventana. El aire de mar, pensó: quizás por
eso había dormido tantas horas.
Decidió bajar para ver cuál era la situación en el resto
del hotel. Casi de inmediato se cruzó a dos personas que
creyó reconocer del Ferry; lo extraño fue que una de ellas
estaba aspirando el piso del corredor y la otra limpiando los
vidrios del pasillo, y mientras lo hacían ninguno apartaba
la vista de sus celulares. Ivy los observó confundida, pero
prosiguió su camino.
Al llegar al salón comunal descubrió una única mesa,
que abarcaba un tercio del lugar. Se fastidió al descubrir
que los asientos correspondían a la numeración de las
habitaciones. Rápidamente calculó donde sería su lugar y
divisó a Frodo Javier, cenando con su celular en la mano.
No quería otro encuentro desafortunado con Rita, así que
decidió aceptar el asiento asignado.
Observó que la mayoría, por no decir todos, además
de estar comiendo, le dedicaban una atención especial a
la pantalla de sus celulares. ¿Qué me estoy perdiendo? Su
pensamiento fue interrumpido por el olor proveniente del
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buffet y recordó que no había comido nada desde la llegada
a la isla. Sin meditarlo demasiado, tomó una bandeja, se
le adelantó en la fila a varias personas que parecieron no
reaccionar o importarle, y se sirvió un plato cargado de
prácticamente todo lo que ofrecía el buffet.
Ya en su asiento devoró los alimentos frente a Frodo
Javier. Pensó que quizás había sido un poco tajante con él
en el viaje; además no parecía haber nadie más de su edad
en el hotel, así que decidió entablar conversación.
–¿Qué tal tu primer día? – le preguntó, pero el
muchacho pareció ignorarla. - ¿Qué es tan interesante
que nadie puede apartar la vista de su teléfono? – dijo y
le arrancó el celular de las manos. Frodo Javier reaccionó
sorprendido.
–¿Hace mucho estás acá? No te escuché sentarte – dijo,
confundido.
Ivy revisó la app abierta en el teléfono y descubrió la
famosa tabla de méritos. Se desplazó hasta el fondo de la
lista y se encontró allí, en el último lugar, sin puntaje.
–Tenés que apurarte a descargarla, si no vas a quedar
muy abajo en las posiciones.
–¿Se puede saber por qué están todos compitiendo en
esto? –dijo, y devolvió el teléfono.
–Gracias. Van a anunciar el premio para el ganador en
el correr de estos días, ¡pero hay rumores de que es algo
grande!
Un hombre pasó apresurado con varios platos sucios y
se perdió detrás de una puerta al costado del buffet
–Esa es la mejor manera de obtener puntos: colaborar
con el cuidado del hotel. Te dan puntos por no dejar los
platos tirados en la mesa. ¡Y además obtenés puntos extra
si los lavás!
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–¡Pero esto es una estafa! Los están haciendo laburar
gratis, y encima ustedes acatan sin cuestionarlo –– Frodo
Javier se avergonzó y dirigió su mirada hacía el suelo –Se
supone que estamos de vacaciones, ¡están haciendo todo al
revés! . Mirá FJ, pareces un buen pibe, pero no tenés pinta
de relajarte mucho en la vida, y me da cosa que pases tus
vacaciones así, ¿qué me decís si vamos al bar del hotel y te
dejo que me invites un trago? –dijo y le guiñó un ojo.
–Yo no tomo alcohol –respondió sin levantar la vista–,
además ya perdí mucho tiempo y de verdad debería
concentrarme en conseguir más puntos.
–¡Bueno, bien! Te dejo solo para que sigas con este
juego enfermizo. Voy a disfrutar de este hotel mientras el
resto se deja explotar.
Apenas se levantó de la mesa y avanzó unos pasos
chocó contra una mujer que llevaba una gran cantidad de
platos sucios, que se resbalaron de sus manos y estallaron
en pedazos contra el suelo. Ivy se disculpó de inmediato,
mientras la mujer se mantenía en el lugar como bloqueada
ante la situación. Inmediatamente el hombre pelirrojo que
Ivy había visto en el puerto se acercó a la mujer y empezó
a gritarle y a sacudirla.
–¡Esa no es manera de tratar a los huéspedes! –dijo Ivy
furiosa. El hombre se detuvo y quedó mirándola fijo sin
decir nada.
–Le aconsejo que no se inmiscuya en asuntos ajenos
a los suyos señorita Bruggen –dijo una voz autoritaria del
otro lado del comedor. Era Rita. –Y estos no son huéspedes,
ahora son voluntarios de nuestro Resort, ¿qué no reconoce
el uniforme?
Indignada, Ivy se alejó de la escena ante la mirada
atenta de Rita. Al pasar por la recepción vio una serie de
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pantallas suspendidas del techo, en las que se proyectaba
un video institucional del hotel con muchas personas
vestidas de uniforme azul y blanco, que invitaban a unirse
a la familia de Flores Termal. No, muchas gracias, se dijo.
Resolvió que lo mejor sería cambiarse de ropa y darse un
baño en la piscina.
No se sorprendió al ver que el lugar se encontraba
desierto; después de todo, difícilmente otorgaran puntos
por relajarse. Le agradó la soledad. Apoyó sobre una
reposera su toalla y el ejemplar de Desobediencia Civil
que había llevado en su equipaje, y cuidadosamente tanteó
con el dedo gordo de su pie derecho la temperatura del
agua. Estaba más caliente de lo que esperaba, así que fue
sumergiéndose de a poco.
Una vez cubierta hasta el cuello cerró los ojos para
apreciar ese momento en su totalidad y sentir como cada
músculo de su cuerpo se descontracturaba con el calor de
la piscina. Cuando los volvió a abrir no pudo evitar lanzar
un grito al descubrir que frente a ella se encontraba un
hombre, también sumergido.
–Malboro y Beldent. ¿Cómo estás pasando? –Aníbal:
no había vuelto a verlo desde que la cambiaron de lugar
en el Ferry–Supongo que tampoco caíste en la trampa del
celular.
–Preferí traer otros amigos –dijo señalando su libro
luego de reponerse del susto– Aníbal, ¿no ha notado un
ambiente extraño en este lugar desde que llegamos?
–¿Extraño? –repitió mirando hacia abajo –No sé a qué
te referís.
–¿No le parece raro que todo el mundo esté hipnotizado
con este “juego”?
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–Si te referís a la gente todo el día con el celular en la
mano, no, no me parece raro en lo más mínimo. Es más,
veo ese comportamiento todos los días desde mi puesto en
el kiosko. La gente ya no se mira a los ojos, se comunica
a través de una pantalla. Se han perdido todos los valores
–dijo, desesperanzado–. Por lo menos este “juego” los
mantiene de cierta manera activos.
–Eso es una manera muy optimista de ver las cosas.
¿Qué hay de que están engañando a la gente para que
trabaje gratis?
–Entiendo lo que decís, pero yo no lo veo tan así –Ivy
sonrió de manera sarcástica en señal de molestia ante
su respuesta–, para mí es más como un intercambio, un
sentimiento que la gente tiene de sentirse en comunidad.
Además, para serte sincero me importa muy poco lo
que haga el resto, yo vine a descansar lo más que pueda,
curarme la rodilla en las aguas termales, comer gratis, y
pescar si el tiempo me lo permite. Somos iguales vos y
yo, no necesitamos la aprobación de nadie, ni tenemos
que alimentar un sentimiento de pertenencia. Somos
lobos solitarios. Te aconsejo que abraces este sentimiento
y te concentres en sacarle el mayor provecho a toda esta
situación. Pensá que están laburando para nosotros.
–No digo que sea un razonamiento del todo equivocado,
pero en mi opinión, deja afuera muchas cosas que no
puedo dejar de ver.
–Mirá piba, yo vine acá a estar de vacaciones. Tengo
mis propios problemas. Si vos querés jugar a derrocar un
régimen tirano, que solo vos estás viendo, y salvarlos a todos,
bien por vos, pero a mí no me arrastres en tus delirios, ni
me quieras convencer de cosas raras. Es precisamente por
eso que me fui de Argentina en el 82, yo no voy a andar
148
peleando guerras que no son mías. Yo lo que te aconsejo
es que te distiendas un poco y trates de disfrutar de tus
vacaciones. Toda esta charla me dejó bastante nervioso,
que no fue lo que pretendía al venir a la piscina.
Se incorporó y comenzó a secarse con su toalla. Saludó
haciendo un gesto con la cabeza y se marchó. Ivy le
respondió el saludo y sumergió la cabeza en el agua por el
mayor tiempo que pudo aguantar. Estaba sola.
149
indicaba el acceso a esa misteriosa habitación. Supuso que
Rita acababa de salir y había olvidado cerrar del todo.
Una oscuridad absoluta envolvía el lugar. El pasaje
conducía a unas escaleras que bajaban y se mezclaban
con las sombras. Por más que buscó, no pudo encontrar
un interruptor para encender la luz, y su impulso inicial
de explorar lo desconocido se desinfló. Vaciló un instante,
pero al oír unos pasos provenientes del pasillo bajó por
las escaleras lo más rápido que la oscuridad le permitió,
hasta desembocar en lo que imaginó como una especie de
sótano, aún desprovisto de luz. Una vez allí, Ivy notó un
fuerte olor químico que no pudo identificar.
Avanzó con cuidado, dejando que sus manos hicieran
de guía para no chocar contra ningún objeto ni romper
nada. Logró desplazarse hacía una de las paredes laterales
y desde ahí retomó la búsqueda de un interruptor. Colocó
ambas manos en la pared y se movió en dirección hacia
la puerta. No logró su cometido, pero en el caminó se
topó con un escritorio de madera; tanteó en su superficie
en busca de algún objeto de utilidad y logró dar con una
lámpara.
Aprovechó para investigar ese sector y revolver en
los cajones del mueble. Abrió el primero y lo único que
encontró fue un montón de papeles. Parecían documentos,
informes, balances de cuentas. Nada útil. Se dirigió al de
más abajo y encontró unas fotos que apiló cerca de la luz.
Reconoció a Rita en una de ellas, con su característico
uniforme, parada junto a varias personas. Examinó el
resto y en todas se repetía la escena. Ella parecía haber
sido insertada, ya que su postura, apariencia, expresión y
vestimenta, eran idénticas en cada una de las fotografías;
lo que sí difería eran la etnicidad de las personas a su lado.
150
En una de ellas se la veía con personas de origen indio,
por ejemplo; en otras, de origen asiático, nórdicos, africano.
En una podía verse, incluso, que los peinados de las
mujeres eran bastante anticuados, como si fueran de otra
época. Además, creyó reconocer en algunas de las fotos, a
varias figuras como George Bush padre, Margaret Thatcher
y Sadam Husein, pero las imágenes que más llamaron la
atención de Ivy fueron unas en blanco y negro, con Rita
acompañada de varios oficiales con uniformes de las SS.
Como en las fotografías de la vitrina, pero notoriamente
algo no cerraba. Un sonido le hizo amontonar las fotos
como pudo y devolverlas de inmediato al cajón. Se agachó
por las dudas debajo del escritorio por si venía alguien,
pero fue una falsa alarma.
Le pareció oír algo al otro lado de la sala y descubrió que
el olor químico provenía de allí. Encontró un encendedor
en el último de los cajones y se apresuró a tomarlo para
iluminar el perímetro. Ahora sí, dijo. Se sorprendió al ver
que la habitación era más grande de lo que había pensado.
Guiándose por el sonido, similar al del oxigenador
de una pecera, avanzó en dirección opuesta a la puerta
de entrada. Sin querer pisó lo que parecía una jeringa, y
notó que en suelo había guantes descartables, cubrebocas,
pinzas quirúrgicas y tubos de ensayo vacíos.
Al levantar la vista se encontró con un panel y se acercó
pensando que era quizás un tablero con los controles de
iluminación. Oprimió el botón más grande y de repente se
encendió una secuencia de luces verdes.De inmediato, el
tablero comenzó a emitir una serie de sonidos electrónicos
y a desplegar símbolos extraños en una pequeña pantalla.
Ivy retrocedió unos pasos por si acaso y chocó de espaldas
con un pilar de plástico. Escuchó nuevamente el sonido,
151
como un burbujeo. Provenía de la estructura justo detrás
de ella. Giró su cabeza y acompañó este movimiento con el
resto de su cuerpo.
Gritó, pero fue como si el sonido no fuera capaz de
abrirse camino. Cayó de rodillas y se llevó ambas manos a
la boca, sin darse cuenta de que aún sostenía el encendedor.
La llama le causó una leve quemadura debajo del labio,
pero ni siquiera esto la hizo salir de su estupor.
Un tubo gigante de plástico lleno de un líquido viscoso
y azulado se erguía frente a ella. En su interior flotaba un
hombre sin ropa, conectado a varios electrodos y a un
respirador artificial. “21D”, se leía encima de él.
Tardó unos segundos en reconocerlo:
Era Aníbal.
Ivy, incapaz de procesar lo que estaba viendo, dejó
escapar unas lágrimas y, de a poco, fue levantándose y
recuperando la compostura. Colocó su mano en el tubo
en busca de alguna señal de vida. Nada. Le dio unos
golpecitos con su dedo índice y Aníbal abrió los ojos. El
susto la obligó a retroceder y apoyar el codo en el panel. Sin
darse cuenta oprimió otro de los botones, que activó una
nueva secuencia. El techo se inundó de luces una vez más,
pero esta vez duraron más tiempo. Mientras esto ocurría,
vigiló a Aníbal, que retornó a su estado original, con los
ojos cerrados y sin expresión de vida.
Las luces le habían revelado cinco tubos más, de las
mismas características. Ivy se aventuró a inspeccionarlos
más de cerca, no sin temor. Dos de ellos parecían vacíos;
contenían el mismo líquido, pero no albergaban nada más.
En ellos se leía “17A” y “8C”. El tercer tubo también lucía
vacío, pero al acercarse logró distinguir un feto diminuto,
de alrededor de tres centímetros, que se quedó observando
boquiabierta.
152
Finalmente, la leyenda encima del cuarto tubo hizo que
se llevara una mano a la boca: “38B”, leyó. ¿Qué significaba
esto? No quiso ni siquiera pensarlo, únicamente se quedó
mirando fijo aquella inscripción.
En el fondo de la habitación aún quedaba un último
tubo. Esta vez no necesitó acercarse para distinguir su
contenido: la criatura, de fisionomía humanoide, medía
dos metros de alto, tenía la piel grisácea, escamas, garras,
una enorme boca con tres hileras de dientes, el cuello largo
y angosto, una cabeza alargada sin nariz, tres branquias de
cada lado donde deberían haberse ubicado las orejas, y dos
grandes ojos negros que ocupaban la mitad de su rostro;
también estaba conectada a electrodos y a un respirador.
Ivy se alejó caminando despacio, con mucho cuidado.
Pensó en apagar el panel, para ocultar la evidencia de
que alguien había traspasado la puerta metálica, pero
abandonó esa idea cuando vio la cantidad de botones que
titilaban con luces verdes. ¿Qué tal si uno de ellos liberaba
a la criatura? No, pensó, lo mejor debía ser irse lo más
pronto posible y volver de una vez por todas a la ciudad.
También abandonó la idea de intentar liberar a Aníbal, ya
no había esperanza para él.
Se apresuró hacia la escalera para huir lo más rápido
posible. Al llegar a los últimos escalones, la puerta metálica
se abrió de par en par. Ivy intentó retroceder sobre sus
pasos, pero unas manos enormes la tomaron de la cintura
y las piernas, inmovilizándola por completo. Era el hombre
pelirrojo. Se la había cargado al hombro y sin decir ni una
palabra comenzó a caminar en dirección a los tubos y a la
criatura.
Desesperada, Ivy pataleó y golpeó al hombre con todas
sus fuerzas, pero este siguió adelante. Su destino estaba
153
claro: Ivy lloraba desconsolada y le imploraba al hombre
que la dejara ir, sin éxito. Sin embargo, la suerte cambió
cuando alcanzaron el panel, e Ivy logró impulsarse para
aferrarse al tablero y asi tratar de liberarse. El pelirrojo
tironeó con violencia y logró que se soltara, pero al hacerlo
ella cayó sobre los botones, oprimiendo todos a la vez.
Una alarma se disparó en el techo y el hombre abandonó
por primera vez su expresión impasible. De pronto se lo
veía nervioso, hasta asustado. En el fondo de la sala se
encendió una luz, que develó otra puerta metálica, abierta
de par en par. Parecía la entrada a un nuevo sótano. La
presencia del olor químico volvió a invadir la habitación,
esta vez con más potencia.
Una sombra gigantesca se dibujó entre la luz tenue y
ámbar que subía desde el recinto subterráneo. Era una
masa negra con dos orbes resplandecientes en el medio y
cuatro extremidades de distinto tamaño, que emergían del
centro. Acompañaron esa visión una serie de fuertes golpes
secos en intervalos de tres segundos, que parecían las
pisadas de un gigante, seguidos por un chillido tan agudo
y perturbador que obligó a los dos a cubrirse los oídos y
gritar para no escucharlo. El hombre soltó a Ivy, que cayó
sobre su hombro y rodó hacia un costado, y corrió hacia la
puerta para volver a trancarla. Ella se arrastró hacia la pared
y quedó apoyada observando todo desde las penumbras.
Un sonido dirigió la atención de Ivy hacia el otro lado
de la habitación. Era el tubo donde se encontraba Aníbal. El
líquido que lo contenía se infestó de burbujas y su cuerpo
comenzó a sacudirse vertiginosamente. Las luces en el
tablero parecieron enloquecer e iniciaron una secuencia
frenética que se intercalaba con símbolos de figuras
geométricas. Aníbal se contorsionó a toda velocidad,
154
como si estuviera sufriendo un ataque de epilepsia, y poco
a poco su masa fue consumida, dejándolo en cuestión de
segundos reducido a la piel y los huesos.
Ivy volteó la mirada hacia el tubo de la criatura, que
en el poco tiempo que había transcurrido parecía haber
incrementado su masa muscular. La alarma cesó y el
líquido que la contenía comenzó a evacuarse. Sus ojos
negros cobraron vida y en un rápido movimiento se quitó
el respirador y los electrodos. La secuencia de luces en el
panel se detuvo y un nuevo signo ocupó la pantalla. La
tapa superior del tubo se abrió. Estaba libre.
De un salto logró avanzar hasta donde se encontraba
el pelirrojo, que en su afán de mantener sellada la entrada
al otro sótano no había sido testigo de lo que acababa
de ocurrir. Se sobresaltó con el aterrizaje de la criatura
a sus espaldas, y recién en ese momento comprendió la
situación, pero no tuvo tiempo a reaccionar. Sus intentos
de oponerse fueron inútiles, la criatura se abalanzó sobre
él y lo tumbó al suelo.
Ivy cerró los ojos, pero los gritos de dolor y
desesperación del hombre advirtieron el desenlace de la
escena. Al abrirlos, vio como la criatura se incorporaba
y aumentaba de tamaño, al mismo tiempo que su piel
tomaba una pigmentación rojiza que se mezclaba con el
gris original. Frente a ella, en el suelo, yacía solamente el
uniforme azul y blanco de Flores Termal.
La criatura se dio vuelta y examinó la habitación, como
si buscara un objeto específico. Poco a poco empezó a
acercarse a Ivy, que se tapó la boca con ambas manos e
hizo todas sus fuerzas para no mover ni un musculo. Rezó
para que este monstruo no pudiera ver en la oscuridad,
como los gatos. Al parecer no tenía nariz, así que no estaba
155
segura cuál de sus sentidos lo guiaba hacia ella. No pudo
evitar dejar caer unas lágrimas silenciosas, convencida de
que había llegado su fin.
La criatura se frenó de golpe y cambió el foco de su
atención. Permaneció unos segundos observando fijo
hacia las escaleras y sin razón aparente salió corriendo en
cuatro patas hasta la puerta que conducía a los pasillos del
hotel.
La vista de Ivy se nubló y la cabeza comenzó a darle
vueltas. Esto debe ser una pesadilla, se dijo. Intentó respirar
hondo, pero el corazón le latía a un ritmo acelerado.
Observó lo que quedaba de Aníbal, del hombre pelirrojo
y empezó a transpirar. No podía creer que hubiera logrado
seguir con vida. Leyó nuevamente la leyenda en el tubo
que decía “38B”. Se sintió liviana, casi suspendida en el aire
y a la vez inmóvil. La vista volvió a nublársele. Perdió el
control de su cuerpo y todo se oscureció.
156
apenas abierta. La empujó tímidamente y luego de mirar
hacia ambos lados, como si estuviera por cruzar una gran
avenida, emergió en el pasillo del hotel.
El silencio era absoluto. La electricidad no funcionaba,
al parecer, y solo las luces de emergencia alumbraban el
corredor. Notó que tanto el papel tapiz de las paredes como
algunos de los cuadros estaban desgarrados; además,
en el camino, tuvo que esquivar un par de candelabros
despedazados sobre la alfombra.
Cuando llegó a la recepción debió detenerse para
asimilar la visión. Eran veinticinco los cuerpos, contó, la
mayoría vestidos con uniformes de Flores Termal, algunos
solo eran piel y huesos, como Aníbal. Por todas partes
cundía un olor espantoso, y la alfombra había adquirido la
tonalidad oscura de la sangre.
Ivy reconoció uno de los cuerpos. Corrió hacia él y
lo dio vuelta para cerciorarse. Era Frodo Javier. Sus ojos
estaban cerrados y la boca apenas abierta. Ella lo abrazó,
besó su frente y dejo caer unas lágrimas. Tan solo un
chico inocente, pensó. Lo tomó del cuello para apoyar su
cabeza en el piso y en ese instante le pareció detectar un
latido. Acercó el oído a su boca y escuchó que respiraba.
Rápidamente, se quitó su buzo y lo colocó por detrás de la
cabeza del chico, que dejó escapar un débil quejido..
De inmediato, Ivy recordó la amenaza que se cernía en
el hotel. No podía perder tiempo. Arrastró a Frodo Javier
hasta la entrada y corrió hasta la despensa de la cocina.
Trajo todos los bidones de aceite y querosén que pudo
cargar y comenzó a verterlos por todo el recinto. Examinó
el resto de los cuerpos, por si acaso alguno seguía con vida,
como Frodo Javier, pero no tuvo necesidad de acercarse
para comprobarlo; la mayoría habían sido mutilados. Él
debió salvarse de milagro, pensó.
157
- ¿Qué cree que está haciendo señorita Bruggen? – una
voz del otro lado del hall rompió el silencio que dominaba
el espacio.
Era Rita.
–Ya vi las cosas que hacen acá. ¡Es una barbarie! No
voy a dejarlos que se salgan con la suya – dijo Ivy, y sacó el
encendedor de su bolsillo.
–Lo que usted llama barbarie yo lo llamo evolución,
supervivencia del más apto. Pero claro, no espero que una
mente inferior como la suya lo comprenda.
Rita se abalanzó sobre Ivy y cayó encima de ella,
haciéndola soltar el encendedor y también inmovilizándola
a la vez que le clavaba las uñas en los brazos. Rodeó su
cuello con las manos y oprimió sin piedad, con una fuerza
superior a la que cabía esperar de una mujer de su edad.
La visión de Ivy comenzó a nublarse, pero pudo jurar
que los ojos de Rita se tornaban cada vez más negros. Por
más que lanzó varios golpes contra su oponenete, nada de
lo que pudo hacer dio resultado. En un intento desesperado,
logró tomarla del pelo y tirar con todas sus fuerzas.
La cabellera se desprendió con un chasquido húmedo
y pegajoso; Rita aulló de dolor y se llevó las manos a la
cabeza, mientras Ivy se alejaba arrastrándose. Al instante
se incorporó y descubrió que la cabeza de Rita también
contaba con tres marcas a cada lado, como si de branquias
se tratase, además de tener el cráneo ligeramente alargado.
–Tengo algo especial preparado para usted –dijo
Rita con una sonrisa–-. No ha hecho más que causarnos
problemas desde que llegó, así que voy a disfrutar mucho
viendo como su humanidad se consume poco a poco en
nuestro laboratorio.
158
El enfrentamiento fue interrumpido por un sonido
gutural que bajó del techo. Algo saltó desde uno de los
candelabros y se posicionó detrás de Rita. Era la criatura,
ahora de unos dos metros y medio de altura. Se acercó
peligrosamente hacia Rita, que no pareció inmutarse y
extrajo un pequeño dispositivo de su bolsillo. Lo accionó:
la criatura se arrojó al suelo, se retorció y comenzó a emitir
unos sonidos espantosos en señal de sufrimiento.
Un chasquido del otro lado de la habitación hizo que
todos volvieran la mirada. De pie, Frodo Javier sostenía
firme el encendedor con la pequeña llama lista para actuar.
Se agachó hasta donde llegaba el rastro de querosén y en
un fugaz movimiento el hotel quedó envuelto en llamas.
Ivy aprovechó la distracción, se lanzó hacia uno de los
bidones y lo vació sobre Rita y la criatura. Ambas ardieron
instantáneamente; Rita gritó y corrió enloquecida de un
lado a otro, mientras que la criatura chillaba desesperada a
medida que su piel se derretía.
Frodo Javier tomó del suelo el buzo de Ivy y se dirigió
a una de las ventanas. Rompió el vidrio cubriéndose con
la prenda, se arrojó hacia afuera y le hizo señas a Ivy para
que lo siguiera. Ella contempló por última vez el interior
del hotel, ahora arrasado por el fuego, y se encaminó hacia
la salida improvisada esquivando las llamas. Cuando se
preparó para arrojarse hacia el exterior algo la detuvo.
–¡Usted no va a ninguna parte! –las manos de Rita la
tomaron de su pie izquierdo, deteniendo su carrera.
–¡Soltáme! –gritó Ivy , y con su otro pie comenzó a
golpear la cabeza de Rita, sin lograr, sin embargo, que la
mujer la soltara. Había que hacer algo más, comprendió, y
alargó la mano hacia la ventana para romperla de un golpe.
Ensangrentada, tomó un pedazo de vidrio y se lo clavó en
159
el cuello a Rita. La sangre que brotó era negra y su hedor se
impuso al del humo y el querosén; la mano de Rita perdió
sus fuerzas; Ivy, ya libre, corrió hacia el exterior, donde la
esperaba Frodo Javier.
Avanzaron hacia el muelle mientras el fuego consumía
al Flores Termal. Esperaban dar con algún bote que pudiera
llevarlos a la ciudad, pero no encontraron otra cosa que
una canoa vieja, sin remos. Pero había que arriesgarse; Ivy
ayudó a Frodo Javier a subir, desató los amarres y arrastró
la canoa procurando darle algo de impulso. Cuando esta se
abrió camino unos metros sobre el agua, Ivy se arrojó al río
y nadó hasta alcanzarla. Subir no fue fácil, pero tras unos
cuantos intentos –que desbalancearon peligrosamente la
precaria embarcación– logró hacerlo. Frodo Javier yacía
exhausto y ella no tardó en desplomarse. Ahora su destino
estaba a cargo del viento y las aguas del río.
A lo lejos, el hotel se extinguía en silencio y una gran
capa de humo negro se elevaba hacia el cielo. Tal vez esto
atraiga a la Guardia Costera o algún bote en las cercanías,
pensó Ivy con sus últimas fuerzas.
El viento trajo un sonido agudo y espeluznante. Lo
reconoció, y trató de gritar, pero no había manera de evitar
que siguiera taladrándole los oídos, el cráneo y todavía más
allá. Frodo Javier dormía en silencio, ajeno a la situación,
hasta que un fuerte golpe de agua desequilibró el bote. El
sonido se ahogó de pronto.
160
esperanza. Se acercó a Frodo Javier para comprobar que
estaba respirando. Tan solo dormía. Ella se sentó a su lado
y le acarició el pelo de forma pausada.
Sobre la bahía de Montevideo le pareció ver en las nubes
una sombra, como si sus contornos estuviesen dibujándose
en ese preciso momento: una enorme masa negra con
dos orbes resplandecientes y cuatro extremidades que
emergían del centro. Ivy se cubrió los ojos con las manos
y se los frotó, como si quisiera borrar todo rastro de esa
última visión. En su cabeza estallaba una vez más aquel
chillido espantoso y en su nariz se había instalado el hedor
que manaba de la sangre de Rita.
Aguardó un instante.
Respiró lo más profundamente que le permitieron sus
pulmones adoloridos.
Abrió los ojos.
La sombra seguía allí. ⍟
161
LAS PIEZAS DE
LA MEMORIA
Malena Salazar Maciá
Malena Salazar Maciá (1988, La Habana, Cuba). Ha publicado las
novelas Nade (2016), Las peregrinaciones de los dioses (2018) y Aliento
de Dragón (2021), entre otras. Sus textos han sido recogidos en diversas
antologías y traducidos al croata, alemán, japonés e inglés en revistas
como Clarkesworld, Mithila Review y Dark Matter Magazine.
164
Para Manuel Maciá
165
necesitaban sus relojes: para venderlos, usarlos, regalarlos,
dejarlos de herencia, bautizos de metal, inscripciones de
amor, de odio, de ternura, maldiciones, bendiciones y hasta
estampitas diminutas de la Virgen del Cobre escondidas en
la tapa de viejos artefactos de bolsillo.
Entraban al taller en los más disímiles grados de
desgaste, destrucción, descuidos, ahogados en aguaceros
imprevistos o porque, simplemente, ya no deseaban volver
a funcionar. Pero mi abuelo era un mago de la mecánica,
genio oculto entre mortales que, con modestia, reservaba
su conocimiento de erudito para las horas que pasaba
trabajando en su taller.
Desde el banquito de madera lo vi hacer milagros:
limpiaba las piezas con ternura, las colocaba una sobre
otras con pinzas y la ayuda indispensable de una lupa que
agrandaba sus ojos pardos hasta volverlos hermosos como
los de un gato. No obstante, por encima de todo, mi abuelo
escuchaba a los relojes. Les susurraba, les soplaba de su
propio aliento. Y los mecanismos estropeados respondían,
presurosos en despertar, en disculparse, en acudir de nuevo
a la vida, a las muñecas, bolsillos, o sujetos en las leontinas
de sus dueños.
Él decía que los relojes estaban vivos y guardaban
pedazos de las personas que los usaban. No cosas físicas,
como una raspadura de piel o una astilla de uña, sino
algo inmaterial. Recuerdos enredados en los engranajes
diminutos, suspiros, gestos, miradas, saludos, trazos
de personalidades, en cada vuelta de la corona, en cada
tic, en cada tac, se almacenaban todo cuanto era un ser
humano, puesto que el corazón era como un reloj gigante,
rojo, rítmico en su forma única que contaba los segundos,
minutos y horas de la vida.
166
«Con ver el interior de un reloj, sabrás el interior de
quien lo usa», me dijo un día en que trabajaba en un
Perrelet que había tenido mejores momentos.
Por supuesto, mi abuelo también tenía su reloj. Un
Breguet que nunca se había atrasado ni un segundo, como
tampoco jamás había sido abierto. Una verdadera joya de
colección que podría valer millones en cualquier moneda
del mundo. Si algún timador siquiera imaginase lo que mi
abuelo llevaba siempre en la muñeca izquierda, de seguro le
habría cortado el brazo para tener ese pedacito de fortuna.
Recuerdo que mi mamá le preguntó una vez cómo lo había
conseguido.
«No lo robé», había sonreído él. «Vamos a decir que
siempre estuvo conmigo.»
Y no volvió a tocarse el tema del Breguet.
Cuando mi abuelo falleció a causa de un infarto, fue
agónico. Contemplar cómo actúa la muerte es algo a lo que
ningún ser humano debería exponerse. Y si alguien osa
alguna vez decir que se supera la pérdida, que se disuelve,
que el dolor terminará, es mentira. No se va, simplemente,
se acurruca en nuestros pechos y se duerme, para despertar
ante los mínimos e irrelevantes sucesos cotidianos que
puedan ocurrir en cinco minutos, cien horas, meses, años,
pequeños gatillos traicioneros que disparan el recuerdo
del agujero, del vacío que acecha en nuestro interior y que
alguna vez alguien lo ocupó.
Mi abuelo falleció y se llevó todo con él, incluso un
pedazo de la familia, menos el Breguet, que mi mamá dejó
guardado en un cajón hasta que tuviese el valor suficiente
de ver correr las manecillas sin llorar.
Muchos clientes regresaron a recoger sus relojes que
mi abuelo dejó en el taller. Arreglados, a medio desarmar,
167
con solución futura desconocida. Otros los olvidaron,
porque se navegaba el 2006 y la situación económica del
país ya no era la misma, habíamos levantado un poco la
cabeza y existían reemplazos baratos, de plástico, de pilas,
desechables, hijos del consumismo y ya casi nadie tenía
tiempo para los antiguos relojes automáticos cuyo mago
ya no existía. El taller detrás de la casa se cerró y de manera
esporádica se iba allí a guardar cosas que estorbaban en la
casa.
Entré de nuevo, años después, a buscar un destornillador,
porque mi computadora se negaba a funcionar. Y escuché
los débiles, dispares, tic-tacs. Al inicio creí que se trataba
de mi propio reloj, un Orient automático que comprara
después de mucho ahorrar. Pero los sonidos eran varios.
Ahogados, como si pidiesen ayuda, encerrados en el
cautiverio del olvido.
Los encontré dispersos en gavetas llenas de polvo,
telarañas y criaderos de cucarachas. Relojes rotos, sin abrir,
desgastados, sin brillo. Las manecillas no se movían, pero
los escuchaba. Descansaban sobre montones de piezas
diminutas dispersas en cajas de cartón, de plástico. El
material con el que una vez trabajó mi abuelo me susurraba,
me suplicaba.
Y los escuché con atención.
La tarea fue difícil. No tenía suficiente para construirlo,
así que recurrí a la agenda de mi abuelo para encontrar
las direcciones y los teléfonos de sus antiguos clientes.
Algunos lo habían olvidado, como puede suceder con
algo que consideren prescindible. Otros, sin embargo,
me escucharon. Creyeron que era una artista de avant-
garde enfrascada en un proyecto digno de mi juventud,
o simplemente, pensaba retomar el negocio de relojería.
168
Muchos de esos clientes me habían visto en el taller, sentada
en el banquito de madera, observando con avidez cómo mi
abuelo trabajaba con dedicación. Así que me regalaron los
relojes que una vez él tocó con sus manos de dedos ágiles y
sopló en ellos su sabiduría de mago.
«Sí, llévate ese trasto. De todas formas, nadie ha podido
volverlo a echar a andar», me decían.
Pero yo aceptaba las piezas con cariño, las escuchaba
alegrarse de estar conmigo, de servir para algo más grande,
de reunirse con sus hermanas. Durante el proceso, no dejé
que nadie de mi familia se acercara al taller. Trabajaba
durante las noches y echaba el cerrojo cuando me marchaba.
Al inicio las manos me dolían por la tarea de encajar
unos con otros con ayuda de una pinza, los engranajes
diminutos. Debía ser cuidadosa, porque si colocaba una
pieza fuera de lugar, después no iba a obtener ningún
resultado. Tendría que desmontar y volver a escuchar para
interpretar de forma correcta.
De esa manera construí, sentado en la silla de trabajo,
con las piezas de los relojes a los que una vez animó,
una réplica de mi abuelo. Tuve que solicitar a torneros,
fundidores de metal y joyeros que me construyesen
engranajes más grandes para conformar el esqueleto.
Trasladarlos a casa escondidos en una mochila no fue
sencillo, pero logré mantener mi trabajo en anonimato. Su
cabeza, compuesta por ruedas tan pequeñas y apretadas
que parecían metal pulido, la moldeé sin necesidad de
fijarme por una fotografía. En secreto desarmé el Seiko de
mi mamá, mi Orient, y los inserté en su cerebro, porque mi
abuelo no era solo él, sino también los recuerdos que los
vivos guardábamos de su persona.
169
Cuando terminé, sentí que algo faltaba. Mi abuelo no
despertaba. Su cuerpo estaba en silencio, como todos esos
años que permaneció deshecho en gavetas y en las casas
de los clientes. Entonces, me fijé en el agujero que tenía en
el pecho. Regresé a casa corriendo y recuperé el Breguet
de la gaveta. Aún después de tanto tiempo, continuaba
funcionando. No estaba atrasado ni un segundo. Para
cuando regresé al taller, mi mamá había descubierto qué
ocupaba mis noches, me causara ampollas en los dedos,
y lograba que la mayoría de las veces respondiese con un
sistema complicado de gruñidos y medias palabras.
«¿Qué haces?», preguntó, atónita. «¿Arte vanguardista
en memoria de tu abuelo?»
No respondí, porque no culminaba mi trabajo. Cuando
abrí el Breguet, mi mamá ahogó un grito. Iba a decirme
algo, seguro relacionado con que había arruinado lo único
que iba a darnos mucho dinero como caído del cielo y nos
iba a hacer la existencia más llevadera, pero guardó silencio
mientras encajaba el Breguet en el agujero del pecho de mi
abuelo.
De inmediato, el cuerpo fabricado con mecanismos de
relojería echó a andar. El tic-tac del Breguet se multiplicó
con la sutileza de un suspiro. Avanzó desde el centro del
pecho hasta la punta de los pies, los brazos, la cabeza, con
sus montones de piezas diminutas que de repente fueron
carne metálica móvil. Mi mamá y yo nos sostuvimos las
manos. Ella, como yo, lo escuchó.
Mi abuelo-reloj movió los dedos de las manos como si
buscase sus instrumentos de trabajo, los párpados hechos
de carcasas deslustradas se abrieron para enfocarnos con
ojos compuestos de cientos de minúsculos rubíes, y
sonrió. ⍟
170
ESCENAS
DESCARTADAS
DE UN
DOCUMENTAL
Ramiro Sanchiz
Ramiro Sanchiz (Montevideo, 1978). Escritor, traductor y ensayista.
Sus últimos libros son los ensayos Matrix acelerada (2022) y David
Bowie: Posthumanismo sónico (2020), además de las novelas Trashpunk
(2021), Las imitaciones (2019) y La expansión del universo (2018). El
cuento que publicamos aquí fue publicado originalmente en 2013, en
la publicación online El derecho digital.
172
Último viaje a la torre del Atlántico es sin lugar a dudas el
cenit de la obra cinematográfica del oceanógrafo y explorador
belga. Estrenado un año y medio después de la muerte de su
autor, logró no sólo fascinar al público sino también alterar
dramáticamente y para siempre lo que creía saberse de la
Caída de las Torres, la forma del mundo y la partida de los
Altes. Recientemente, la Fundación Mayhen liberó la casi
totalidad de los archivos del cineasta permitiendo la edición
del montaje completo de Último viaje…, que reveló un buen
número de secuencias eliminadas en la edición final. Lo que
sigue es un comentario de esas escenas.
173
2.Presentación de la tripulación (versión larga). La
primera versión –mutilada para la edición definitiva en
el largometraje– del infaltable repaso de los tripulantes,
seguida tradicionalmente por la descripción detallada
del interior del Itinéraire, se prolongaba por casi cuatro
minutos adicionales e incluía secuencias de documentales
anteriores centradas en momentos brillantes de los
presentados. Ahora podemos constatar, por ejemplo,
que se había previsto incluir snapshots de la famosa
ocasión del descubrimiento del cuerpo del Dragón en
Madagascar, cinco años atrás. Recordemos que la imagen
de Emilio Scarone encaramado al cadáver inmenso del
alte y plantando la bandera de la Fundación Mayhen había
recorrido el mundo después del estreno de Descubrimiento
en Madagascar; posiblemente, una de las razones –si no
la principal– para que esta alternativa de edición fuese
descartada fue la ominosidad inescapable de la escena,
que no casa bien con un momento tan temprano del
documental. En el caso de Alfredo Kowak, la secuencia
escogida que ahora descubrimos lo muestra huyendo del
derrumbe de la Torre de Asia Central.
174
del Sur – no incluye, como sí lo hace esta versión de 8
minutos, la noción, comprobada por el descubrimiento
del cuerpo de Madagascar, de que algunos de los altes
quedaron rezagados y sin vida en nuestro mundo, y que
quizá está "decisión" (si es que a los altes cabe atribuirles
agencia en términos humanos) guardó alguna relación
con el cambio en la forma del presente; probablemente,
de todas formas, este corte más extenso fue eliminado,
según Lorena Cañadas, por lo controversial (o deficiente)
de la reconstrucción del Dragón. Asimismo, las hipótesis
(ver escena siguiente) sobre la configuración dimensional
planetaria –y por tanto la forma real del presente–
presentaron dificultades de gran importancia a la hora de
ser plasmadas en animación bidimensional: no perdamos
de vista, es decir, que involucraban la representación de
torsiones de cuerpos tetra/pentadimensionales en un
esquema de perspectiva forzada a las dos dimensiones del
plano.
175
expresiva termina por volver bastante monótono un tema
cuya dificultad ya predisponía al espectador a distraerse
o incluso a abandonar el documental. De todas formas,
quizá el mejor momento de la secuencia es la introducción,
en la que se pretende introducir al público en el tema de la
geometría de n dimensiones: al proverbial cuadrado que
se convierte en un cubo y después en la imagen proyectada
de un hipercubo se asocia la idea de “torsión en una
dimensión superior”, y de ahí se pasa a la presentación del
cambio topológico del mundo: a partir de la esfera maciza
rodeada por un espacio tridimensional indefinidamente
extendido llegamos a la rotación tetradimensional de la
misma pauta de acuerdo al modelo de “Tierra Hueca”,
descartado por la ciencia anterior a la Caída y a la Partida
de los Altes. Credit where credit is due, corresponde señalar
lo efectiva que resulta la presentación del problema de las
antípodas, ya que vemos a los habitantes del lado convexo
de la Tierra Hueca perforar el suelo para generar un túnel
que los conduce al lado cóncavo. Lo que encuentran allí,
se aboca a explicar la animación, es exactamente igual (y
todavía hoy se debate la adecuación de decir “es lo mismo”
o "es idéntico") a lo que habrían encontrado de haber
viajado a sus antípodas del lado convexo, recorriendo lo
que ellos entenderían como la “superficie” de un mundo
esférico. Tratándose de “lo mismo” es necesario apelar a
una torsión: las antípodas del lado convexo (su contenido
tridimensional, digamos) han sido desplazadas a través
de una dimensión espacial extra hasta hacerlas coincidir
exactamente con el lado cóncavo de una hipotética
Tierra Hueca. Hay que notar, además, que ninguna de las
hipótesis posibilitadas por los descubrimientos del viaje a
la Torre del Atlántico (en particular a partir del episodio de
176
la isla), que serían después compiladas y comentadas, de
modo casi incomprensible, por un dolorosamente afectado
Federico Stahl, se abrió camino hacia esta representación
animada sino que permanecieron, apenas, como elementos
de debate.
177
por hombres armados que disparan sin reparo alguno; la
cámara se tambalea pero no deja de registrar el momento:
vemos a Stahl caer con una herida en el brazo izquierdo y a
Kowak hacer gestos de paz, desesperadamente.
178
9. Días de ocio a bordo del Itinéraire. Como en el
caso de un buen número de sus documentales, Mayhen
también previó para Último viaje a la Torre del Atlántico
mostrar a la tripulación relajada y disfrutando de su
tiempo libre. Podemos ver a Scarone y Kowak nadando y a
Stahl tocando la guitarra, además de al grupo reunido para
celebrar el cumpleaños número 39 de Matías Andreoli.
Una toma de los camarotes permite descubrir qué están
leyendo los miembros de la tripulación; así, en la mesa de
trabajo de Lastrange aparece un ejemplar del I-Ching y en
la de Quintana una historia universal de los tatuajes.
179
a revisar cada rincón de lo que suponemos saber al final lo
que pasa...
STAHL (lo interrumpe): La verdad, la única verdad es
que no sabemos nada, no me jodas, Matías. Creemos que
sabemos, pero… Por ejemplo, lo que señalaba Alfredo…
Más allá incluso del problema del sol, ¿por qué el mundo
que ahora consideramos real tiene la forma que tiene? ¿A
qué propósito puede obedecer la torsión tetradimensional,
y por qué antes se nos hacía creer que vivíamos en la
superficie de una esfera? ¿No se tratará de otra simulación?
Creo que esa es una pregunta importantísima, que…
MAYHEN: No podemos desviarnos tanto del principio
de parsimonia… si ahora vamos a creer que…
KOWAK: Nosotros no decimos eso; se trata nada más
de llamar la atención sobre la posibilidad…
STAHL: Yo sí digo todo eso. Claro que lo digo, lo digo y
lo sostengo, y vengan de a uno que los peleo en un ascensor,
con una mano atada a la espalda, tacos altos y un parche
en el ojo. Ahora, si ustedes se quieren hacer los boludos, el
problema no es mío. Después pasan las cosas…
180
tratarse de la octava oportunidad en que se encontraba ante
el fenómeno. Federico Stahl, a su vez, mira a su capitán,
como si detectara algo anómalo en el oceanógrafo.
181
14. Perdidos en el templo. La tripulación, según el
relato de Alfredo Kowak en su libro Exploradores del
abismo, vagó por los corredores y pasillos laberínticos
del Templo durante al menos 72 horas (18 según las
declaraciones oficiales). La larga escena aquí presentada,
que confirma que el testimonio de Kowak se acerca más a
la verdad, fue armada con pequeños segmentos registrados
por la cámara, que pasó de las manos de Cañadas a las de
Stahl y después a las de Andreoli. Podemos ver a Mayhen
notoriamente perturbado, a Stahl tratar de registrar los
jeroglíficos de las paredes, al resto del grupo tratando
de descansar y a la vez a todos implicados en un debate
sobre la mejor manera de acceder a la Torre. En el minuto
17:23, además, vemos a Stahl, en segundo plano, hablando
consigo mismo en un idioma no identificado, salpicado
por palabras en español entre las que se puede distinguir el
sintagma "las maquinarias del sol".
182
deja la cámara y se da vuelta, presumiblemente, para
evitar que más de sus compañeros ingresen al recinto. De
inmediato parece querer asistir a quien se encuentra más
cerca, Emilio Scarone, pero ante los movimientos de lo que
cabe suponer uno de los vástagos de la Serpiente (¿o del
Enjambre?) no hace otra cosa que permanecer inmóvil,
gesticulando. Pronto el cuerpo de Mayhen es levantado y
arrojado violentamente al piso: la secuencia se desvanece
en una maraña de glitches: la kill screen definitiva en la
historia del oceanógrafo belga.
183
Orden del libro
El baile de los gordos
(Alejandro Alonso)
El primero
(Héctor Álvarez)
39
Retoños
(Libia Brenda)
49
Ciudadano cero
(Flor Canosa)
69
Percepciones extrañas
(Tarik Carson)
79
Vertido
(Francisco Jota-Pérez)
107
Nelson
(Gonzalo Palermo)
125
Flores Termal
(Bruno Pozzolo)
135
163
171
Contaminación Futura es un
laboratorio narrativo que combina
textos de autores consagrados con
ficciones rescatadas de las datacumbas
literarias y trabajos de autores
primerizos. Entre sus matraces,
retortas, circuitos y núcleos de IA, la
narrativa especulativa es arrojada a
un campo expandido en el que pastan
juntos lo fantástico, la fantasía, el
horror, el slipstream, la ciencia ficción
más convencional y el weird.
Mig 21 Editora