El Lenguaje Oculto de Las Piedras - Chiara Parenti

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EL LENGUAJE OCULTO DE LAS

PIEDRAS
Chiara Parenti

Traducción de Natalia Fernández


Título original: La voce nascosta delle pietre
Traducción: Natalia Fernández
1.ª edición: mayo de 2017

© 2016, Garzanti s.r.l., Milano


© Ediciones B, S. A., 2017
Consejo de Ciento 425-427, 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-718-4

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rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o
parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento
informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
Contenido
Prólogo

PRIMERA PARTE: ECLIPSE


1. Calcedonia
2. Zircón
3. Jade
4. Ágata
5. Hematite
6. Cacoxenita
7. Aguamarina
8. Granate
9. Perla
10. Magnetita
11. Crisoberilo
12. Turquesa
13. Celestina
14. Calcopirita
15. Howlita
16. Andalucita
17. Calcita
18. Piedra de luna
19. Angelita
20. Rubí
21. Berilo
22. Labradorita
23. Cuarzo ametrino
24. Amatista
25. Turmalina
26. Ópalo
27. Piedra del sol
28. Coral
29. Alejandrita
30. Kunzita
31. Larimar
32. Esmeralda

SEGUNDA PARTE: LUNA NUEVA


33. Diásporo
34. Aventurina
35. Epidota
36. Apofilita
37. Cuarzo rutilado
38. Rodocrosita
39. Sodalita
40. Peridoto
41. Azurita
42. Rodonita
43. Obsidiana
44. Zafiro
45. Corniola
46. Dioptasa
47. Topacio
48. Cuarzo ahumado
49. Ojo de halcón
50. Quiastolita
51. Crisocola
52. Ágata musgosa
53. Blenda
54. Cuarzo rosa
55. Ámbar
56. Amazonita
57. Diamante

Epílogo
Del cuaderno del abuelo Pietro
A Diego, que ha escrito esta historia conmigo
¿La felicidad? —dijo la hermosa ave, y rio con su pico dorado—. La
felicidad, amigo, está en todas partes, en los montes y en los valles, en
las flores y en los cristales.
HERMANN HESSE
Prólogo
Decidir quién sería el que durmiese en la cama del lado de la ventana era un
asunto de suma importancia, y tanto Leo como yo estábamos decididos a hacer
valer nuestros derechos.
Por eso levanté la cabeza con brusquedad cuando por fin dejó de asfixiarme
con la almohada. ¿Que se preocupaba de si yo continuaba respirando? ¡No era
propio de él!
Me tiró de la manga del pijama.
—¡Luna, mira!
Intrigada, desvié los ojos hacia donde me guiaban los suyos, y me encontré
con el abuelo Pietro.
Estaba de pie contra la ventana y su perfil se alzaba oscuro y poderoso a la
luz de la luna. Un gigante bueno, sus hombros anchos y fuertes habrían podido
sostener fácilmente el mundo entero.
Nos quedamos observándolo unos segundos, hasta que cedí.
—¿Qué miras, abuelo?
Me respondió sin siquiera volverse, como si aquello que estaba observando
fuera a desaparecer si él apartaba la vista.
—Miro la luna.
Leo se levantó de la cama y fue a su lado con el rostro atento en el cielo.
—¿Por qué?
Él suspiró.
—Porque es la única piedra que hace brillar mi cielo.
No entendí lo que quería decir con aquella respuesta extraña. Leo, sin
embargo, lo miró en silencio y asintió con convicción. Luego volvió con paso
resuelto a la cama, como tras una larga conversación de hombre a hombre.
—¿Qué quería decir?
Se encogió de hombros.
—No tengo ni idea...
Alcé los ojos al cielo, resoplando, y volví a mirar al abuelo. Si no lo
conociera tan bien, habría podido pensar que estaba a punto de llorar. Pero, ya se
sabe, los gigantes nunca lloran y el abuelo era el rey.
Había cabalgado a lomos de elefantes cuando estuvo en Birmania
persiguiendo rubíes, había surcado las aguas del río Abaetezinho a la búsqueda
del mítico diamante rojo; en Sudáfrica se vio, incluso, arrastrado en la vorágine
oscura de la mina de oro más profunda del mundo. Un explorador sin miedo, un
aventurero indómito. Nada lo atemorizaba.
—¿Estás enfadado con nosotros? —le pregunté, titubeante, volviendo a
pensar en el pequeño incidente con su microscopio para gemas que Leo y yo
habíamos tenido aquella tarde.
Suspiró de nuevo, antes de venir hacia nosotros con paso pesado.
—Nunca me podría enfadar con vosotros dos —nos aseguró con una sonrisa
melancólica—. Sois mi tesoro más preciado. Mis diamantes.
Nos abrazó con tanta fuerza que me temí que estuviera mintiendo y que lo
que buscara fuera asfixiarnos contra su camisa de lino.
Luego nos besó en la frente y se alejó, conminándonos a dormir o llamaría a
mamá.
Después de un rato, mirando al cielo estrellado más allá de la ventana, volví
a pensar en las palabras del abuelo.
—Ha dicho que somos sus diamantes... ¿Qué crees que ha querido decir? —
pregunté, dudosa.
Leo se volvió sobre su costado para mirarme, sus ojos oscuros brillaban a la
luz de la luna.
—Mmm... ¿El diamante no es la piedra que los adultos se regalan cuando se
prometen? —preguntó frunciendo el ceño.
Asentí.
Se encogió de hombros.
—Entonces, tal vez quería decir que vamos a estar juntos para siempre...
—¡Qué asco! —exclamé horrorizada.
También él se dio cuenta del despropósito que acababa de enunciar y su cara
se contrajo en una mueca de disgusto.
—Ya. ¡Qué mierda!
—¡Te apestan los pies! —le señalé.
—¡Y tú roncas! —me echó en cara.
Crucé los brazos a la altura del pecho, con rabia.
—¡No es verdad!
Su cara era un poema.
—No, en serio... ¡No quiero estar contigo para siempre!
—¡Ah, vale! ¡Yo tampoco! —respondí, indignada.
Nos quedamos en silencio unos minutos, presagiando la terrible desgracia de
esa eventualidad. Búsqueda de tesoros emocionantes, lucha a muerte y risas
ruidosas: en el fondo, después de todo, no habría estado tan mal...
Al final, fue él quien cedió.
—Está bien, a lo mejor podría quedarme un poco... —murmuró, abriéndose a
esa posibilidad.
—¿Un poco como cuánto? —pregunté, vacilante.
Se tomó un tiempo para reflexionar.
—Mmm... Bastante.
Me pareció un plazo aceptable.
—Ok, entonces estaremos juntos bastante.
—¿Lo prometes? —me preguntó, elevando el meñique.
Hice un gesto afirmativo con la cabeza y entrelacé el mío con el suyo.
—Lo prometo.
Al otro lado de la ventana la luna llena selló esa pequeña promesa con su luz
de plata.
PRIMERA PARTE
ECLIPSE
1
Calcedonia
Piedra de la comunicación; gracias a su energía agradable y calmante permite la apertura de
uno mismo y elimina el miedo a expresar los propios pensamientos o sentimientos. Favorece la
elocuencia, la escucha y la comprensión de uno mismo y de los demás. Mantenida en la mano
durante una conversación, ayuda a expresarse de manera pacífica eliminando la ira.

Nunca he terminado de comprender cómo la lluvia en Milán consigue caer al


mismo tiempo en vertical y en horizontal, desafiando las leyes físicas.
Con vergonzante retraso entro en la tienda, empapada como si acabara de
salir de la ducha y hubiese olvidado secarme.
Desde que el abuelo ha trasladado la actividad familiar al centro, hace casi
un año, llegar puntual al trabajo por la mañana se convierte en una odisea,
especialmente si quien me acompaña es Giulio.
Como un empleado impecable de la oficina de tráfico, mi novio guarda un
reverencial respeto por el sagrado código de circulación y los correspondientes
límites de velocidad, tanto que ir en coche con él es como viajar en papamóvil.
El Corazón de Jade me acoge con su calor perfumado de incienso, las gemas
dispuestas en las repisas de cristal de la vitrina capturan la luz e inundan la
estancia de suaves resplandores coloreados.
—Aquí estoy, perdona la tardanza —digo, desenrollándome la bufanda.
El abuelo levanta la cabeza canosa, un movimiento burlón atraviesa los ojos
de zafiro.
—Oh, no te preocupes, cariño. Mamá me dijo que te acompañaba Giulio. No
te esperaba antes de mañana por la tarde.
Alzo los ojos al cielo; no lo soporto cuando esparce su discutible sentido del
humor cebándose en mi novio; o sea, casi siempre.
Lo ignoro.
—¡Eh, hola! ¿Cómo estás? —digo en cambio a Britta, sentada a la mesa
frente a él. Brigitta Engström es la mejor cliente que tenemos: con todas las
piedras que nos ha comprado en los últimos años podría pavimentar el Camino
de Santiago.
—¡Hola, Luna! —Cuando me ve, su rostro parece iluminarse desde dentro
—. Todo bien, gracias. Aunque iría mejor si no tuviera que afrontar el juicio más
importante de mi vida dentro de una hora...
Alta y rubia, con su físico estatuario, Britta podría ser modelo si no fuera una
de las abogadas más brillantes de la ciudad, digna heredera de su padre,
magistrado de renombre, y de su abuelo, ilustre notario de Estocolmo.
—¡Irá muy bien, ya lo verás! —le infundo ánimo, y lo digo en serio. Con ni
siquiera cuarenta años, está a punto de convertirse en socia del bufete para el que
trabaja desde hace poco tiempo.
Me sonríe nerviosa.
—Por eso estoy aquí. Esperaba que Pietro pudiera hacer uno de sus
habituales trucos de magia —dice, volviéndose hacia el abuelo.
—No soy yo el que hace magia, querida mía. —Le sonríe él, de espaldas—.
Son las piedras las que tienen poderes extraordinarios.
—Ya —asiente ella con un suspiro de sincera admiración.
Me precipito hacia la parte posterior antes de que se me lea en la cara mi
profundo escepticismo. El hecho es que mi abuelo tiene toda una filosofía en lo
que respecta al mundo de las gemas y sus increíbles propiedades. Yo, en cambio,
ya no. Me limito a ocuparme de la administración del negocio y, cuando es
preciso, también de la venta.
Y es que para mí esto es solo un trabajo; para él es toda su vida.
—Entonces, Pietro... ¿dices que esta me ayudará? —Oigo la voz estridente
de Britta.
—¡Claro! La calcedonia es la piedra de los oradores —le asegura—. Aleja
los miedos y las dudas, e infunde confianza en nosotros mismos, mejorando la
capacidad de comunicar.
Frunzo el ceño con una mueca de duda mientras enciendo el ordenador y me
quito la chaqueta empapada. Pongo la radio para silenciar las palabras del
abuelo; ya no soporto sus historias sobre las leyendas de las piedras duras y las
vibraciones de los cristales.
Aprovecho que Alfredo está en una feria de orfebrería en Arezzo para poner
mi emisora favorita, puesto que hay una gran diferencia entre mi gusto musical y
el de nuestro querido artesano: él no tiene ninguno.
Paso el resto de la mañana registrando facturas y ajustando cuentas, hasta
que hacia el mediodía el abuelo aparece en la puerta de la trastienda envuelto
como el hombre de las nieves.
—Tengo que salir. Estaré fuera un par de horas.
—¿Se puede saber adónde vas todos los días a esta hora? —pregunto con
tono de sospecha, como una esposa celosa. Hace más de una semana que
desaparece un rato cada día sin dar demasiadas explicaciones.
Él se encoge de hombros con una mezcla de diversión y misterio en los ojos.
—¿Sabes? Tengo una vida social muy intensa, cielo...
—¿Te reclaman los otros viejos en la bolera? —lo provoco.
—Sí... y no hacen más que preguntarme cuándo vendrá también Giulio... —
Y se ríe burlón.
Sacudo la cabeza, pero no soy capaz de ocultar una sonrisa.
—Eres malo.
Él se acerca y me acaricia la cabeza como cuando era pequeña, y bajo el
confortable calor de su manaza mi enfado se desmorona.
Sé que quiere a Giulio, por eso no me lo tomo a pecho. Y que el abuelo ha
viajado por todo el mundo, ha excavado las vísceras de la tierra y ha dormido
bajo las estrellas. Lo más aventurero que ha hecho jamás Giulio es cambiar de
marca de cereales por la mañana.
Lo acompaño hasta la puerta mientras veo horrorizada las marcas de lluvia
en el vidrio que había limpiado a fondo ayer antes de cerrar. El universo la ha
tomado conmigo.
Mientras cierro, me percato de una chica que atraviesa la calle con la bolsa
sobre la cabeza para protegerse de la lluvia. Se dirige hacia mí y le dejo la puerta
abierta.
—¡Gracias! —exclama con una sonrisa luminosa, entrando jadeante—.
¡Vaya tiempo!
—Sí —murmuro mientras la observo doblar un papelito rojo y metérselo en
el bolsillo.
Le hago señas de que se acomode, estudiándola furtivamente. Es una chica
guapísima. Esbelta, rubia, ojos ámbar.
—Entonces... ¿en qué puedo servirte? —le pregunto, y veo que lleva una
hermosísima capa rosa casi beige. Estoy casi segura de que mi madre empeñaría
toda su colección de berilos por verme al menos una vez vestida con algo tan
femenino y sofisticado.
Por fortuna, los berilos de mi madre no corren ningún peligro.
—Querría un anillo. —Sus labios esbozan una sonrisa incierta—. Bueno...
un anillo con una de vuestras piedras de las que... umm... dan felicidad...
Las Piedras de la Felicidad: así es como llaman por ahí a las piedras de mi
abuelo, porque se dice que hacen realidad los sueños y cumplen deseos. No me
sorprendería que hubiera sido la propia Britta la que pusiera a circular esa
expresión. A veces, pienso que mi abuelo debería darle un porcentaje de las
ventas, a juzgar por la cantidad de amigas y conocidos que nos manda cada día.
—Bien. ¿Qué piedra te gustaría? —le pregunto.
—A decir verdad, no sabría... pensaba que tú eras la que me iba a sugerir...
He leído que aconsejáis la piedra exacta según la persona.
Me llama la atención que haya dicho que lo ha leído en alguna parte y me
pregunto dónde, pero en lugar de preguntárselo me apresuro a responderle,
deseosa de volver lo antes posible a mis facturas.
—¡Oh, bien! Digamos que es mi abuelo el experto en esas cosas, pero justo
ahora no está. Si quieres volver en otro momento... —respondo, rezando para
que se largue.
—No, lamentablemente tengo que regresar al trabajo. Tal vez puedas
mostrarme alguna cosa... —Su tono se vuelve confidencial.
—Por supuesto —cedo con poco entusiasmo.
2
Zircón
Gema de los enamorados, hace indisolubles los lazos de amor. Ayuda a amarse a uno mismo y a
los otros, y a hacer emerger los aspectos positivos interiores de quien la utiliza. Útil en caso de
depresión; en las dificultades esta piedra permite observar los problemas de un modo ordenado
para ser capaces de resolverlos fácilmente.

Daba vueltas en la silla giratoria del abuelo con los pies colgando de uno de
los brazos y la cabeza en el otro.
Estaba convencida de que con aquel empuje lograría realizar por lo menos
diez vueltas sin parar. Lo único cierto, sin embargo, es que solo tenía el
estómago revuelto.
Era una tarde de febrero y había llegado al despacho de mi abuelo después de
haber hecho los deberes que, puesto que estaba en primaria, afortunadamente no
eran muchos.
Me encantaba aquella habitación, en pocos metros cuadrados había
conseguido concentrar un pequeño mundo en miniatura.
En las paredes colgaban tapices de batik de Indonesia y máscaras de madera
de África, y en las estanterías de la enorme biblioteca se dispersaban diversos
objetos artesanales de cada rincón del globo.
Entrar allí era, para mí, como dar la vuelta al mundo.
El abuelo intentaba tasar un collar de oro blanco y, con el microscopio de las
gemas, estaba analizando un colgante: un hermosísimo zircón Ratanakiri de
Camboya; su color azul era el más brillante que jamás había visto.
Por la ventana del estudio entraban los gritos de los niños del barrio que se
lanzaban bolas de nieve en el parque delante de casa. Yo prefería estar con mi
Súper Abuelo que con ellos. Me sentía diferente. Y, en efecto, lo era.
Baja y delgada como una anchoa, parecía más un duende divertido que una
niña.
—¡Cuéntame otra vez nuestra historia, abuelo! —le pedí quejumbrosa, con la
cabeza dándome vueltas.
El abuelo levantó la vista del collar y sonrió paciente.
Me encantaban sus historias, las hubiera escuchado durante horas. La historia
que quería que me contara aquel día, además, era mi preferida ya que era la de
nuestra familia, que desde siempre gravita en torno al mundo de las piedras.
La había escuchado como poco mil veces, pero siempre me producía un
cierto efecto pensar que en mis venas no corría sangre como la de otros niños,
sino el potente espíritu de los «cazadores de gemas».
El primero en enamorarse y caer víctima de su magia fue el bisabuelo
Arturo, amante del juego y el buen vino.
Durante la Segunda Guerra Mundial estaba en Etiopía y un día, en las arenas
del Nilo Azul, encontró por casualidad unas piedras brillantes. Oro.
Intrigado, empezó a querer saber más y, con ayuda de algún amigo lugareño,
visitó algunas de las más profundas galerías de la zona. La gente del lugar las
llamaba «las antiguas minas del rey Salomón», de las que se decía que procedía
el oro que la reina de Saba le regalaba al rey. Y, entonces, el hechizo de las
piedras se cumplió, y el bisabuelo Arturo sucumbió: la fascinación del mito, el
encanto de una historia legendaria, la emoción del misterio, el placer de la
búsqueda, la excitación del descubrimiento...
Muy pronto la ebriedad de la aventura sustituyó a la del vino y el juego, y al
bisabuelo Arturo no solo le brotó la fiebre del oro, sino también la del platino, la
del zafiro, la del rubí...
Cuando volvió a Italia ya había contraído el virus de los cazadores de gemas
y no se pudo hacer nada para curarlo. El primer síntoma claro de su enfermedad
fue el nombre que le puso a su primogénito: Pietro.
—¿Cuántos años tenías la primera vez que el bisabuelo Arturo te llevó a
Tailandia? —pregunté al abuelo.
—Apenas había cumplido los dieciocho, cielo. —La sombra de una sonrisa
nostálgica se asomó a su rostro—. Mi padre me llevó justamente a Chanthaburi,
el centro neurálgico del comercio mundial de gemas.
Sí, Chanthaburi. La tierra prometida para todos los apasionados de las
piedras preciosas, la Meca de los cazadores de gemas. Bastaba ese nombre, tan
exótico y musical, para hacerme soñar con los ojos abiertos.
—¿Y después? ¿Qué pasó después, abuelo?
—Decidí parar y me quedé allá más de un año. —Suspiró—. A la caza de
zafiros y otras piedras.
—¿Y después? —lo insté.
—Al principio vendía pequeñas cantidades de gemas seleccionadas en
Chanthaburi, luego me trasladé a otros mercados, y cuando por fin volví a Italia,
abrí nuestro negocio, El Corazón de Jade.
—¿Y mamá?
—También tu madre lo sabe todo sobre los poderes de las piedras y los
cristales, y ni siquiera tenía catorce años cuando empezó a trabajar con nosotros.
Su pasión, de todas formas, siempre han sido las ferias del sector y la selección
de joyas de diseño exclusivo y singular. Nadie como ella conoce más expertos
artesanos disponibles, los mejores a la hora de exaltar las propiedades de las
piedras.
Ni mi madre había resultado inmune a la fascinación de las piedras; por lo
tanto, no me quedaba ninguna duda: también mi destino estaba ya escrito.
—¡A mí me gustaría ser una gran cazadora de piedras como tú, abuelo! —
exclamé, creyéndomelo de veras.
—Claro que lo serás. Ese es tu destino, tesoro mío. —Me sonrió como si
fuera obvio.
Arrugué la nariz.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Las piedras me lo susurraron, Luna. Ellas lo saben, lo saben siempre
todo...
Posé los ojos sobre el collar que mi abuelo estaba tasando y las piedras
incrustadas chispearon bajo la luz de la lámpara de mesa. En aquel brillo hallé la
confirmación: las piedras verdaderamente me hablaban.
Asentí.
—¡Y un día yo encontraré zircones relucientes como ese! —sentencié con
convicción.
—Estoy seguro. —Y su sonrisa llena de confianza se imprimió a fuego en mi
mente.
Sí, sería como él. Audaz e indómita, escalaría montañas y atravesaría
bosques para hundirme en las profundidades de la tierra, hasta tocar su corazón
palpitante.
Yo también encontraría mis gemas, preciosas amigas con increíbles virtudes
para sacar lo mejor de nosotros mismos. Junto a estas fieles compañeras estaba
segura de que podría superar cualquier obstáculo, porque —mi abuelo lo decía
siempre— las piedras nos guían hacia la felicidad.
Sí, las amaría incondicionalmente por el resto de mi vida.
3
Jade
Amuleto de la suerte por excelencia, evocador de sabiduría y sinceridad, esta piedra otorga
fuerza, difunde paz y curación, aporta prosperidad, fertilidad, amor y larga vida. Ayuda a
evolucionar espiritualmente, a estimular los sueños, a aportar claridad sobre la propia vida
afectiva y a tomar las riendas de la propia existencia. Delicado y sedoso al tacto, el jade es una
de las gemas más resistentes del mundo, junto con el diamante.

Durante media vida pensé que el nacimiento de una gema era algo mágico.
Todos los elementos fundamentales —fuego, aire, agua y tierra— participan
en su formación en las vísceras del planeta. Mi abuelo las ha llamado siempre
«hijas de la tierra»: concebidas en su vientre cálido, perpetúan hasta el infinito el
latido de su corazón ardiente.
También el corazón de mi abuelo late al mismo ritmo, y así lo hacía el mío,
hasta que se rompió en mil pedazos.
Desde entonces he dejado de creer en los sueños y las fábulas, en las piedras
y la magia.
Un día abrí finalmente los ojos y me di cuenta de que era solo sugestión, que
todas las historias que mi abuelo había contado siempre no eran sino fábulas. Lo
he vivido en carne propia, lo he experimentado en mi corazón.
Así, desde aquel día he dejado de creer en las piedras y sus poderes
fantasmagóricos, aunque sigan formando parte de mi mundo. Pero ahora ya no
hay más energía ni calor.
—¡Oh, Dios mío! ¡Si son preciosas! —La voz de la chica me trae de nuevo
al presente y sus ojos se iluminan en la claridad cambiante de las gemas que
poso en la bandeja de plexiglás.
Su entusiasmo me enternece, por eso no le diré que no he elegido una piedra
para ella, porque no existe.
Y tampoco le diré que solo me limito a proponerle las gemas más apreciadas
de la clientela, segura de que ella misma encontrará entre ellas una que le guste y
que se llevará, satisfecha y feliz.
Después de todo, ese es mi trabajo, es el mismo que el de mi abuelo, pero
con una única y sustancial diferencia: él vende la magia de las piedras, yo solo
vendo piedras de colores.
—¿Sabes? Este es el regalo de parte de mi compañero, para celebrar que
hace un año que estamos juntos —explica la chica con un suspiro enamorado.
La miro un poco perpleja.
—¿Y él no te ayuda a elegirlo?
—¡Oh, no! —salta ella—. Él no entiende nada de joyas y piedras preciosas,
¡dice que no distinguiría una perla de una pelotita de futbolín!
Sonrío ante su tono divertido y ella continúa.
—Me ha dicho que elija lo que más me guste. —Se lleva la mano a un lado
de la boca como si estuviese revelando un secreto—. ¡Pero que no se salga del
presupuesto!
Me río.
—De acuerdo.
Pongo en la bandeja unas cuantas piedras formando una rosa. Paso
rápidamente a ilustrarle una por una, pero su atención parece centrarse en la
gema verde del centro.
—¿Qué es?
—Un jade de Myanmar, la antigua Birmania.
—Si no me equivoco es la piedra que favorece la fertilidad... ¿Correcto?
Me encojo de hombros, tratando de camuflar mi indiferencia ante ese asunto.
—Eso dicen...
Ella me mira con duda, un asomo de desilusión en su hermoso rostro.
Esperaba dar con alguien que la ilustrara sobre los efectos que las piedras
ejercen sobre los seres humanos, que le hablara de su excepcional energía y de la
vida que late en su interior.
Y desde luego ese alguien no soy yo.
—Vale, entonces quiero esta. —Me sonríe por fin, un poco intimidada—.
¿Sabes?, me gustaría tener un niño, pero... —Levanta los ojos al cielo—. Bueno,
él no quiere. Pero tal vez con esta piedra...
Freno la broma sarcástica que tengo en mente y me limito a sonreírle.
El repentino resplandor de un rayo ilumina la tienda y el fragor del trueno
que le sigue nos sobresalta.
—¡Vaya! Será mejor que le pida a mi compañero que venga recogerme en
coche, si no antes de llegar al final de la calle pareceré un pollo mojado —dice,
sacando el móvil del bolso—. Debería estar cerca de aquí.
Después de verla escribir un rápido SMS, le muestro algunos tipos de
montura de plata india en la cual fijar el cabuchón del jade. Elige uno de gruesas
incrustaciones que encierra la piedra en un abrazo apretado.
—Bien, te lo preparo —le digo, metiendo la piedra en un sobrecito de papel
donde anoto su nombre, Lavinia Nardi—. Estará listo en una semana.
Anoto en una ficha sus datos de contacto, cuando la puerta se abre de repente
y me hace dar un respingo. Un joven de cabello castaño, sobre la treintena, lucha
de espaldas contra las ráfagas de viento tratando de cerrar el paraguas. Una
ventolera de aire frío invade la tienda y, a mis espaldas, la puerta de la trastienda
golpea tan fuerte que parece un disparo.
—¡Maldición! —exclama para sí, y al sonido de aquella voz mi corazón se
detiene.
No, no puede ser.
Y, sin embargo, es. Por si existiera la menor duda, esta se desvanece en
cuanto el muchacho se vuelve. Entra chorreante y jadeando, dirigiéndose
directamente a la cliente.
—¡Aquí estoy, cielo! —la saluda—. He aparcado justo... —Se interrumpe en
cuanto me ve. El estupor lo paraliza de golpe, los ojos de par en par son el espejo
de los míos.
El universo decide realzar el momento con el rugido de otro trueno, para
perforar el glacial silencio caído de repente. Justo a tiempo, querido mío.
4
Ágata
Potente piedra protectora, infunde valor y aleja la timidez y el miedo. Promoviendo la
introspección ayuda en las elecciones sensatas en cualquier ámbito de la vida y es excelente
para quienes tienden a actuar por impulso, sin reflexionar.

Conocí a Leonardo Landi la última semana de vacaciones antes de empezar


segundo de primaria.
Ambos teníamos siete años y él acababa de mudarse con su madre a nuestro
barrio de la periferia de Milán.
Era una tarde cálida de comienzos de septiembre. El sol se filtraba entre las
ramas nudosas del viejo cerezo del fondo del jardín, bajo el cual estaba yo
sentada, junto a mi abuelo.
Con la nariz hundida entre las páginas de su viejo cuaderno de cuadriculado,
sorbía leche caliente con chocolate, ajena al hecho de que hubiera al menos 32
ºC a la sombra.
Los niños del barrio corrían en bicicleta a lo largo de la calle, y a través de
mis gruesas gafas los miraba de vez en cuando, esperando, en secreto, que se
fundieran en el asfalto.
—Pero ¿cuántos son? No sabría cuál escoger... —Suspiré delante del
catálogo de cuatrocientos treinta minerales diferentes que sostenía entre mis
manos. Para muchos, el cuaderno escrito por el abuelo y arrugado por el tiempo,
podía parecer únicamente un simple fichero que describía las características
mineralógicas y las propiedades terapéuticas de los principales minerales
presentes en la naturaleza, pero para mí era como un libro de magia que había
que hojear con el máximo respeto.
Cada una de las piedras descritas tenía poderes extraordinarios y yo me
sentía como una aspirante a bruja, deseosa de comprender sus más recónditos
secretos.
Mis ojos fascinados se perdían en medio de las imágenes de todas aquellas
piedras de colores variopintos que el abuelo había retratado con su vieja Polaroid
en cincuenta años de actividad: el blanco irisado de la perla, el misterioso
esplendor azul del zafiro, el azul encantador de la aguamarina, el fuego verde de
las esmeraldas o el rojo del rubí.
—Las piedras están vivas y nos llaman, Luna. Son ellas las que nos eligen —
me respondió el abuelo, dejando por un instante de afilar uno de sus cinceles
para la captura de gemas.
Levanté la vista y arrugué la nariz.
—¿Qué significa eso?
—Que ejercen sobre nosotros una atracción particular, fruto de la resonancia
energética que tenemos con ellas. —Sonrió ante mi expresión de duda—. Es
como con las personas —siguió explicando con la calma que lo caracterizaba—.
Tienes que buscar una piedra que te guste de verdad mucho, sin detenerte en su
apariencia. Antes de evaluar la pureza, la perfección o el valor comercial hay que
dejarse arrastrar a la búsqueda de un «alma gemela», es decir, una piedra que te
inspire verdadera simpatía. ¡Es ella y solo ella la que ha de ser!
Mi «piedra gemela». ¡Era eso lo que tenía que buscar!
—Lo importante es elegir basándonos en su reclamo, así sabrás que has
encontrado una piedra que vibra con tu misma energía. Si la eliges es porque tu
corazón consigue sentirla. Hay que fiarse siempre del corazón, cielo. No se
equivoca nunca.
—¿Y qué sucede cuando has encontrado tu piedra gemela? —le pregunté,
ladeando la cabeza.
—En el momento en que la lleves, la piedra desencadenará su poder
extraordinario, vinculándose a ti de manera indisoluble. Y, entonces, seréis
inseparables.
Inseparables. No tenía muchos ejemplos de ese concepto en mi propia vida.
Mi padre y mi madre se separaron poco después de mi nacimiento. A causa de
sus largos viajes a la búsqueda de gemas preciosas, mi abuelo se separaba de la
abuela muy frecuentemente, y luego ella faltó del todo, separándose de él para
siempre. Por lo que sabía, todos se separaban continuamente... O quizá no.
—Inseparables... ¿como la leche y el chocolate? —dije, al azar, poniendo
como ejemplo mi binomio favorito.
El abuelo rio.
—Sí. Como la leche y el chocolate, Luna.
Satisfecha, había abandonado la lectura de las páginas del cuaderno, cuando
unos sollozos a lo lejos atrajeron mi atención. Me volví y bajo el plátano
majestuoso de la entrada del parque vi a un niño hecho un mar de lágrimas que
trepaba por el tronco oscuro con la rapidez de una ardilla.
—Y aquel, ¿quién es? —pregunté.
El abuelo levantó los ojos de su caja de herramientas y siguió mi propia
mirada con curiosidad.
—Debe de ser el niño que ha venido a instalarse al final de la calle. Vi el
camión de mudanzas anteayer.
—¿Y por qué llora? —A veces era como si considerase a mi abuelo como un
enorme Libro de Respuestas de carne y hueso, con la solución a punto para cada
pregunta mía. Y yo, en materia de preguntas, tenía siempre tantas...
Pero para aquella tampoco él tenía respuesta.
—No lo sé, pero puedes ir a averiguarlo, cariño. A lo mejor puedes ayudarle
—dijo mientras parpadeaba en dirección a la mochila de tela donde guardaba
celosamente mis piedras.
Me llevó unos segundos analizar la situación. Sin duda, la causa estaba en
Iván el Terrible y su ejército de oscuros sirvientes. Iván Grimaldi, llamado «el
Terrible», era el niño más malo del barrio: desde la separación de sus padres se
había transformado en una especie de bestezuela dispuesta a dar guerra a cosas,
animales y personas, sin distinción alguna.
Desde el comienzo de la escuela elemental me había convertido en su
objetivo favorito, pero algo me decía que ahora había encontrado a otro con
quien desahogarse.
Por eso sentí una repentina corriente de solidaridad hacia aquella extraña
especie de niño ardilla que se había refugiado en la frondosidad del árbol.
—¡Ánimo, Luna! ¡Puedes lograrlo! —me incitó el abuelo.
Y yo asentí.
Encaramarme al plátano no fue tan fácil como aquel niño lo hacía parecer.
Cuando al fin le di alcance, con un gran suspiro me acomodé en el cruce de dos
grandes ramas y me aclaré la voz.
—La belleza de las piedras reside toda ella en sus defectos —sentencié con
tono de quien recita los Diez Mandamientos.
El niño ardilla me miró con aire confuso, con los ojos negrísimos anegados
de lágrimas.
—¿Eh?
—El abuelo dice que si los otros niños me toman el pelo porque no soy tan
guapa como Alessia o Elena, otras dos niñas del barrio, no tengo que llorar,
porque yo soy guapa por dentro —asentí, resuelta.
Visiblemente confuso, continuaba mirándome fijamente. Suspiré, con un
deje de experta navegante.
—A ver, ¿qué te han dicho? ¿Que con tus orejas se pueden captar canales de
los satélites?
Enarcó las cejas, espantado.
—¡No soy un orejudo! —exclamó, dejando al menos claro que entendía
nuestra lengua.
Miré sus orejas, pequeñas y perfectas, y tuve que admitir que tenía razón.
—Vale —murmuré, rascándome la barbilla con gesto pensativo—. ¿Entonces
te han dicho que tus dientes de conejo podrían servir de abrelatas?
—¡No! —Daba bufidos, impaciente.
—¿Te han llamado Colmillo Blanco, Cuatro Ojos, Dumbo...? —insistí,
enumerando lo mejor del repertorio que había escuchado a Iván.
—Me han dicho que soy un ladrón, como mi padre, que está en la cárcel —
aclaró.
—Vaya —me sobresalté. Esa no la tenía—. ¿En la cárcel?
—Sí. Mi madre dice que cogió cosas que no eran suyas y ahora tiene que
estar en la cárcel.
—¿Y debe estar ahí para siempre?
—¡No para siempre! —Abrió los ojos como si me hubiera convertido en un
alienígena—. Por poco tiempo...
—Muy poco, espero —dije, sincera. El mío, mi padre, se había ido para
siempre y no era bonito saber que no volvería, «nunca, nunca, ni en un millón de
vidas más», como repetía mi madre cada vez que intentaba preguntárselo.
—Sí, yo también lo espero —suspiró.
No le pregunté si también él era un ladrón; el hecho de que su padre lo fuera
no lo condenaba automáticamente. «Jamás juzgues por las apariencias, cielo»,
era una de las frases que el abuelo repetía a menudo.
Y, además, el niño ardilla no parecía en verdad un ladrón. Sus ojos eran
buenos, increíblemente vivos. Sentí que podía fiarme. A fin de cuentas el
corazón no se equivoca nunca, ¿verdad?
Abrí mi mochila y elegí con cuidado un regalo para él.
—Aquí está. Quédatela, es tuya —le dije, tendiéndole la piedra.
Él la miró con reservas.
—¿Qué es?
—Mi piedra de ágata. Sirve para dar valor y te hace dejar de llorar.
Una leve sonrisa afloró en su carita incrédula.
—Dejé de llorar cuando llegaste.
Me encogí de hombros.
—Está bien. De todos modos, quédatela. A mí ya no me sirve. Soy mayor y
ya no lloro.
La risotada de Iván el Terrible nos sobresaltó.
—¡Eh, mirad! ¡Vaya parejita! —gritó desde abajo con su habitual desprecio.
De repente mi labio inferior empezó a temblar peligrosamente y me apresuré
a mordérmelo. Me contuve solo cuando vi una mano temblorosa tenderme una
parte de la piedra de ágata para que la cogiera, de modo que cada uno la sostuvo
por un extremo.
Con los ojos relucientes, el niño ardilla y yo nos miramos fijamente un
instante, suficiente para comprendernos al vuelo: «Seamos fuertes. Ellos no
saben que somos más fuertes; no debemos llorar y no lloraremos.»
Y así fue.
La piedra cumplió su magia y el Ejército del Mal muy pronto se batió en
retirada. La batalla estaba ganada y yo sentía curiosidad por conocer el nombre
de mi nuevo aliado.
—Yo soy Luna. ¿Cómo te llamas tú? —le pregunté soltando la piedra, ahora
que el peligro había pasado.
—Leonardo. Pero mis amigos de antes me llamaban Leo. Tú también puedes
llamarme así, si te parece bien —precisó, encogiéndose de hombros.
Lo escruté con atención.
—Entonces... ¿somos amigos? —pregunté con suspicacia, dado que no era
una cosa que me aconteciera cada día.
—Por supuesto —asintió con decisión.
Leonardo-para-los-amigos-Leo me tendió la mano y yo se la estreché con
fuerza.
Y así, desde ese día, el niño ardilla y yo nos hicimos inseparables. Como la
leche y el chocolate.
5
Hematite
Es la piedra de la concreción, que nos hace tener los pies en el suelo y adquirir una visión más
realista de las cosas. Ayuda a soportar las pruebas y las vicisitudes de la vida, organizando las
energías interiores como un guerrero que se prepara para el combate. De gran utilidad en los
momentos de confusión y caída personal, alimenta el sentido práctico y triunfa sobre la excesiva
tendencia a soñar.

No veía a Leonardo Landi desde hacía trece años y nunca hubiera querido
volver a verlo; «nunca, nunca, y otra vez nunca, en un millón de vidas más», por
decirlo como mi madre.
Para mí, estaba muerto y sepultado.
Ahora lleva el pelo un poco más largo, las puntas se le rizan ligeramente
sobre su frente despejada. El corte de su barba en las mejillas le confiere un aire
viril y una belleza aún más manifiesta de lo que recordaba.
También él me mira fijamente, los ojos oscuros de par en par e incrédulos me
tocan los labios, persisten en los cortos cabellos y se hunden en los míos. Por
unos instantes, ninguno habla, quizá ni siquiera respira.
Cuando el silencio se vuelve demasiado incómodo, es él quien lo rompe.
—Hola —dice en voz baja.
—Hola —respondo tan flojito que no estoy segura de escucharme.
Parece incapaz de desviar sus ojos de los míos, y lo mismo me pasa a mí.
—¿Cómo estás? —pregunta.
—Bien. ¿Y tú?
Asiente, un reflejo condicionado.
—Bien.
Silencio.
—Mmm, ¿qué pasa? —pregunta confusa la chica que está con él.
En el momento que entiendo que se trata de su compañera, mi corazón deja
de latir.
No habiendo recibido respuesta, ni siquiera una mínima señal de nada, la
chica lo intenta de nuevo:
—¿Os conocéis?
Ante esta pregunta, imágenes inconexas emergen de nuevo desde el pasado.
Lucha a muerte.
Risas en la profundidad de la noche.
Tesoros que hay que buscar.
Manos que excavan.
Manos que se tocan.
Me dejo confundir por una inesperada ola de nostalgia y, por un instante,
temo ceder. Pero me repongo, no volveré a ceder nunca más.
Hubo un tiempo en que creí de veras conocer a Leonardo Landi, hasta que la
verdad me cayó encima como una pesada losa, obligándome a admitir que me
equivocaba. Por eso mi respuesta es rápida y seca.
—No.
—Sí —afirma él, en cambio, al unísono.
La chica pasa la mirada cada vez más confusa de mí a su compañero y de
nuevo a mí, como si siguiera un partido de tenis y no conociera las reglas de
juego.
—Fue hace mucho tiempo. Éramos amigos... —le explica rápidamente él;
cruzamos las miradas y lo que añade brevemente me deja sin aliento—. Más o
menos...
—Ah... Oh... —balbuce ella, desde alguna parte de la estancia que, de golpe,
empieza a girar.
Me concentro en él, que me mira fijamente de nuevo, como si quisiera
decírmelo todo, o quizá nada. Sostengo su mirada: no seré yo la que baje
primero la vista. Soy fuerte; ahora soy una roca.
Solo cuando hace un gesto de negación con la cabeza y vuelve a mirar a su
novia, retomo el aire que no me daba cuenta de estar reteniendo.
—Vale... ¿estás lista? —le pregunta.
—Sí, claro —responde ella, visiblemente aliviada de poner fin al primer
premio de las Situaciones Más Embarazosas de la Historia—. Entonces... gracias
—me dice, esbozando una sonrisa—. Nos vemos la semana próxima.
Asiento y los observo marchar, ignorando el nudo en la garganta que
amenaza con ahogarme, mientras me esfuerzo por mantener la expresión más
neutra y profesional de que soy capaz.
La puerta de cristal acaba de cerrarse tras ellos cuando la veo abrirse de
nuevo para dejar paso a mi madre. Empapada por la lluvia y jadeante, no logra
apartar la mirada del otro lado de la acera hasta que Leonardo y su chica doblan
la esquina.
—¿Era realmente él? —me pregunta con la cara de quien acaba de ver un
fantasma, la misma que debía de tener yo hace un momento.
Asiento sin respiración. El nudo en la garganta sigue aún ahí, pero sé que
puedo controlarlo a pesar de que el súbito dolor en los ojos de mi madre
amenaza con hacerlo todo aún más complicado. «Coge aire», me digo.
Se precipita hacia mí y la incredulidad en su rostro se demuda en aprensión.
—¿Qué hacía aquí?
—Su novia... —gimoteo. A las palabras les cuesta salir, así que me obligo a
calmarme como había aprendido a hacer en aquel tiempo. «Coge aire.» Mi
mantra vuelve a ser útil—. Ha comprado un anillo —explico, haciendo un
esfuerzo por mantener la voz firme.
—Oh, Luna...
—Un jade de Myanmar —preciso, ignorando el susurro doliente de mi
madre. No entiendo por qué me mira de esa manera, con los ojos llenos de
compasión.
—¡Luna! —me llama de nuevo con más decisión, pero yo no la escucho.
—Debemos montarlo en... —continúo, pero ella me coge por los hombros y
me sacude con vigor, como si quisiera despertarme—. ¡Cariño! ¡Cariño! —
exclama, buscando mi mirada ausente—. ¡No importa el anillo! ¡Dime cómo
estás!
—Bien —murmuro—. Pero no se lo digas al abuelo. —La mera idea de que
el abuelo se entere de ese encuentro me hiela la sangre—. Él no lo entendería,
no...
Mi madre me tranquiliza rápidamente.
—No, no se lo diré. Pero ¿seguro que estás bien?
—Sí, estoy bien —afirmo convencida. Y en el momento en que lo digo me
doy cuenta de que es así. Finalmente, consigo tragarme el nudo que tengo en la
garganta y esbozo una sonrisa tranquilizadora—. Estoy muy bien.
Y es verdad. Contraje ese virus hace muchos años y la enfermedad se
manifestó con la virulencia más feroz. Por eso ya soy inmune.
Ahora soy piedra.
6
Cacoxenita
Conocida como la «piedra de la ascensión», porque aumenta la propia conciencia espiritual,
favorece el nacimiento de nuevas ideas y la meditación. Comporta calma y serenidad, dando una
visión positiva y una fuerza constructiva.

«Adivina la piedra» era el juego favorito mío y de Leo.


Yo me había proclamado más veces campeona absoluta, pero tenía que
admitir que Leo perdía siempre con gran deportividad, salvo aquella lejana vez
que lo masacré con un inapelable 10-0 del que me vanaglorié durante días, hasta
que me metió una araña en la cama para que me callara.
La primera vez que jugamos volvíamos de la clase de kárate, envueltos en
nuestros kimonos blancos. Leo se había empecinado en aprender el antiguo arte
marcial japonés porque su padre había sido un maestro y, cuando finalmente
saliera de prisión —«después de un tiempo un tanto largo, desgraciadamente»—,
podría mostrarle lo bueno que era.
Y, obviamente, yo también me apunté al curso.
—¡Eh! ¿Qué significan esas caras tristes? —nos preguntó el abuelo,
lanzándonos una mirada a través del retrovisor. Leo y yo íbamos tumbados en el
asiento posterior de su Audi blanco.
Él jugueteaba con mis cabellos; lo hacía siempre que se aburría, o estaba
cansado y bajo de moral como ese día. Y aquel día había realmente razones por
las que estar tristes: el abuelo estaba a punto de partir a uno de sus largos viajes a
Tailandia, a la caza de gemas, y sabíamos que lo echaríamos mucho de menos.
—¿Qué os parece si jugamos?
En cualquier otra ocasión su propuesta hubiera sido aceptada cuanto menos
haciéndole la ola, pero no ese día.
—No... —gimoteamos al unísono.
—¡Vale! ¡Entonces juguemos! —exclamó entusiasta—. Yo os describo las
propiedades de una piedra y vosotros tenéis que adivinar de qué piedra se trata.
¿De acuerdo?
Llegados a ese punto, no podía hacer otra cosa que volverme hacia Leo para
escrutar lo que pensaba. Intercambiamos una rápida mirada de entendimiento y
luego él se encogió de hombros. Era un sí.
Nos conocíamos desde hacía tres años y ya sabía interpretar cada gesto de
cabeza suyo, cuando estaba falto de palabras.
—De acuerdo —traduje en mi papel de portavoz oficial.
—¡Entonces empezamos! —dijo el abuelo—. Aumenta la intuición, permite
que las ilusiones se desvanezcan y hace emerger las verdaderas intenciones...
Levanté los ojos y me llevé el índice al mentón, rebuscando en mi cabeza
todas las piedras que conocía y que podían corresponder a esa descripción.
—¿La cacoxenita? —preguntó Leo bruscamente. Esa era la piedra que le
gustaba más porque su nombre cómico lo hacía reír.
Recé con todas mis fuerzas para que se equivocase, no podía perder. Odiaba
perder.
—No, lo siento —respondió el abuelo; y solté un suspiro de alivio.
—¿Una pequeña ayuda? —propuse, dejando por un momento el orgullo a un
lado.
—Fue descubierta en Canadá, en la provincia de Labrador.
Me atravesó un rayo de alegría.
—¡Labradorita! —grité.
—¡Muy bien, Luna! —exclamó, guiñándome el ojo por el retrovisor.
Leo levantó los ojos al techo rezongando y yo le sonreí satisfecha.
Y así seguimos un rato más. A cada pregunta, Leo daba siempre la misma
respuesta, pensando quizá que, aunque solo fuera por el cálculo de
probabilidades, antes o después tenía que acertar. O más sencillamente porque
cacoxenita era un nombre en verdad ridículo para una piedra.
—Vale. Ahora adivinad esta. —El abuelo se aclaró la voz para llamar nuestra
atención de nuevo—. Es un mineral que trae a nuestras vidas el arcoíris,
permitiéndonos tomar conciencia de las fuerzas positivas, benéficas y
constructivas en cada momento. Muchos la definen como la «piedra de la
ascensión» porque aumenta la propia consciencia espiritual.
En el habitáculo del coche se extendió un silencio de espera ansiosa.
—¿Leonardo? —preguntó el abuelo con tono jocoso.
—¿Lo digo? —apuntó él, inseguro.
—¡Ánimo, hijo!
—¡Cacoxenita!
Todos estallamos en carcajadas.
—¡Esa es! ¡Muy bien!
Leo se volvió y me chocó esos cinco, satisfecho como si hubiera ganado el
mundial de kárate. En ese momento me di cuenta de que nuestro trío improbable,
que latía con la energía de las piedras y de afecto sincero, era lo más cálido,
tranquilizador y confortable que había vivido jamás. Aquel trío era mi casa.
Pero las risas que inundaban el coche se apagaron de golpe en cuanto Leo y
yo reconocimos los familiares perfiles de nuestro barrio. Con cada árbol, cada
edificio y cada farola que nos acompañaban a casa, Tailandia estaba cada vez
más cerca y el abuelo más lejos.
El alma se nos cayó al suelo con un ruido sordo, y el silencio volvió a
envolver los pensamientos impregnados de nostalgia.
De repente, sin embargo, el coche hizo un giro en U, desatando la ira de
otros conductores. Leo rodó sobre mí y yo me aferré al asiento delantero para
sostenerme.
—¡Bien! —prorrumpió el abuelo muy alegre—. Visto que lo habéis hecho
tan bien... ¿qué os parece una última y grandiosa aventura antes de despedirnos?
No hacía falta ni decirlo: la respuesta era sí.

Llegamos a Ciappanico, en la provincia de Sondrio, a primera hora de la


tarde, y Leo y yo nos moríamos de impaciencia. Subimos de nuevo por el
camino atravesando el lugar y bordeando la pared de la montaña a la que
llegamos desde el bosque.
Había llovido mucho allí arriba en los días anteriores y las nubes grises que
corrían sobre nosotros parecían no haber agotado todavía su fuerza. Pero ni
siquiera toda la lluvia del cielo nos habría detenido aquel día.
—Esta es una hermosa ventana tectónica, chicos. Hace pocos días hubo otro
deslizamiento; los expertos dicen que han descubierto una nueva brecha
serpentínica. ¿Os parece bien que vayamos a descubrir si es cierto?
¿Y aún nos lo preguntaba?
Leo y yo nos lanzamos entre las piedras sueltas bajo la atenta y divertida
mirada del abuelo. Vibrábamos de pura curiosidad, palpitábamos de vida, la
misma vida que emitían aquellas enormes moles que nos rodeaban.
Era como si la montaña fuera un gran libro y sus páginas fueran las rocas. Un
libro precioso que hablaba de energías primordiales emitidas desde los abismos
de un tiempo remoto, cuyos protagonistas eran cristales hechos de magia.
Nosotros habíamos nacido para leer ese libro.
Fue Leo el primero que encontró algo, un hermoso cristal suelto de
perovskita rojo oscuro. Yo únicamente localicé un pequeño grupo de cristales no
muy bien formados de melanita granate. Pero era bastante para esa jornada que
había empezado mal y que se mantenía de manera inesperada gracias al único
hombre capaz de crear la magia más impensable, el padre que ninguno de los
dos había tenido. Satisfechos, hicimos un alto en un bellísimo claro. Leo se dio
cuenta de que, en ese punto preciso, si gritaba fuerte, la voz resonaba por todo el
valle, así que nos pusimos a chillar las cosas más absurdas que nos pasaban por
la cabeza y la montaña las repetía.
—¡Leo es tontoooooo! —grité.
«¡Leo es tontoooooo!», me confirmó la montaña y yo estallé en risotadas.
Como de costumbre, él pasó de inmediato al contraataque:
—¡Luna es una cacoxenitaaaaa!
«¡Luna es una cacoxenitaaaaa!», le confirmó el eco.
Reíamos como locos y el abuelo reía con nosotros.
Al final, agotados, nos tumbamos en la hierba para escuchar el silencio.
—¡Ah! ¿No es magnífico este lugar, chicos? Me gustaría quedarme aquí para
siempre... —suspiró el abuelo, cerrando sus ojos azules y abandonándose en la
hierba mojada.
—Pero no puedes... ¡Mañana te vas! —le recordó Leo.
El pensamiento se iba a aquel país lejano y misterioso que atraía al abuelo
más que ningún otro sitio en el mundo, como un imán gigante.
—Tailandia te gusta mucho, ¿verdad? —le preguntó.
—La amo —dijo sin pararse a pensar.
—¿Nos llevarás un día contigo, abuelo?
Abrió de nuevo los ojos y se dispuso a sentarse.
—Por supuesto. Vosotros sois mis preciosos diamantes. Un día os llevaré
conmigo —nos aseguró, asintiendo con la cabeza—. Es una promesa.
Como hacía siempre, Leo sintió la necesidad de sellar el pacto, como un
escrupuloso notario en miniatura. Con una mirada cómplice, levantó el meñique
y me sonrió. Entrelacé mi dedo con el suyo y justo después el abuelo los
envolvió. La promesa estaba ya hecha cuando empezaron a caer las primeras
gotas de lluvia.
7
Aguamarina
Piedra de paz, alegría y felicidad, que asegura bienestar y éxito. Produce un sentido de ligereza
y tranquilidad, infunde confianza, nos hace dinámicos y perseverantes, consintiendo una
realización completa de uno mismo. Usada por pescadores y marineros como amuleto protector
durante las travesías, se dice que es el mejor regalo para una esposa en el día de su boda, como
augurio de amor y felicidad en el matrimonio.

Las gotas resbalan por el ventanal sucio y mi mente inquieta me restituye de


improviso la imagen de Leonardo a los dieciséis años, empapado por la lluvia y
con un vaso de leche chocolatada en una mano, corriendo hacia mi casa.
Siento un bloque de cemento en el estómago cuando pienso en aquella tarde.
El encuentro de ayer me ha dejado un sabor amargo: hubiera querido gritarle
por esos trece años de resentimiento... y, sin embargo, me quedé petrificada
como frente a un basilisco con ojos de obsidiana. Qué idiota...
Una peligrosa mezcla de rabia y frustración me hierve en las venas, cuando
veo a Britta al otro lado de la calle.
—¿Cómo fue? —le pregunto mientras se acerca del brazo de una amiga.
Britta me saluda como siempre, pero esa sonrisa habitualmente luminosa hoy
parece de duda, un bosquejo roto que no alcanza los ojos y se apaga de repente
en un bufido de renuncia.
—Fue mal... esta vez vuestra piedra no ha funcionado —me espeta.
—¿De verdad? Lo siento. ¿Qué ha pasado? —respondo con una mano en el
pecho, sinceramente sorprendida, no porque la piedra no hubiera funcionado (era
solo un guijarro, ¿cómo iba a hacerlo?), sino porque ella no hubiera dado en el
blanco.
—¡Oh, Dios! Ha sido un verdadero desastre. —Sacude la cabeza—. Me lie e
hice el ridículo.
Hay algo que me deja perpleja y cuando veo que su amiga se gira con la
mano en la boca entiendo lo que ocurre.
—Estás bromeando, ¿verdad?
Estalla en risotadas.
—Obviamente. Vuestras piedras no se equivocan nunca. ¡Tu abuelo no se
equivoca nunca!
—¡Britta! —grito, y me abalanzo para abrazarla.
—¡Vaya cara has puesto! ¡Ja ja!
—¡Felicidades! —le digo, apretándola fuerte—. Entonces, ¿tengo el honor
de hablar con la abogada Brigitta Engström, socia del despacho Brandi y
Bartolomei?
Se encoge de hombros con falsa modestia.
—Así parece.
—¡Qué alegría me das!
—¡Y a mí! —interviene su amiga—. Me gustaría tener una de tus piedras —
añade, dirigiéndome una sonrisa—. ¡Necesito de verdad su magia!
Le sonrío.
—Entonces llamaré al experto.
Cuando entro en la trastienda, el abuelo, extrañamente, descansa.
—¡Eh, señor Tommei! ¿Qué haces? ¿Duermes a estas horas?
El abuelo pega un respingo.
—No, esto... no... estaba solo descansando la vista —murmura.
Su expresión cómica me hace sonreír.
—Britta ha venido con una amiga que quiere un poco de «la magia de las
piedras» —le explico, poniendo cuidado en las comillas.
—Puedes encargarte tú.
—¡No bromees!
La sonrisa se borra de mis labios en cuanto mi mirada se encuentra con la
suya, severa de repente.
—Nunca he hablado tan en serio, Luna.
Algo dentro de mí se contrae dolorosamente.
—Sabes que no puedo. —Mi voz se vuelve súbitamente gélida—. Muévete,
te esperan.
Salgo de la trastienda dejando atrás todo signo de buen humor.
—¿Sabes que la primera piedra me la vendió ella? —Apoyada en el
mostrador, Britta está mostrando orgullosa a su amiga un colgante de andalucitas
que lleva en el cuello—. Fue gracias a ella por lo que Carlo volvió conmigo,
hace ya muchos años.
La mirada comprensiva que me dirige me pone aún más nerviosa de lo que
estoy.
—Madre mía, ¿crees de verdad que un guijarro es lo que le hizo volver? —
El desprecio en mi voz me sorprende incluso a mí.
Sigue un silencio tenso.
No me hace falta girarme para saber que el abuelo está detrás de mí, siento el
peso de su desilusión aplastarme contra el suelo. Cuando se acerca y se para a mi
lado detrás del mostrador, evito levantar la vista... Sé que no sería capaz de
aguantarle la mirada. Sé lo que encontraré y sé que acabaré naufragando en el
mar de esos ojos, testigos de algo que no quiero recordar.
—Bien, ¿qué puedo hacer por ustedes, bellas damas? —Con su habitual
entusiasmo se dirigió a las chicas como si no hubiera siquiera escuchado mis
palabras, aunque obviamente no es así.
Lo veo en la línea curva de los hombros, en el largo suspiro que deja escapar
mientras coge la bandeja de madera de Madagascar para mostrar las piedras a las
clientas. Y, sobre todo, en la manera en que evita cruzarse con mi mirada, como
si también él tuviera miedo de lo que podría encontrar.
La amiga de Britta se deja embelesar por las palabras del abuelo, que
empieza a contar las estupendas propiedades de la aguamarina, la piedra de los
marineros y los viajeros, fuente de esperanza y serenidad.
Britta, sin embargo, se queda en silencio, como si su mente ya no estuviera
ahí.
—Lo siento por... eh... lo de antes. He estado poco amable. —Me acerco,
reacia.
—No es nada, faltaría más. —La sonrisa dudosa que le crispa los labios
parece decir lo contrario.
—¿Qué es lo que no va bien? —le pregunto.
—Todo va bien.
Aparto los ojos.
—¿Juras decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?
—Vale. Lo admito: estoy un poco asustada ahora. —Se ríe, pero sin sombra
de diversión.
—¿De qué?
—Te parecerá absurdo, pero tengo miedo de que el puesto de socia no sea el
que quiero de verdad. Sé que parece estúpido, y mis colegas matarían por tener
lo mismo que yo. —Dirige la mirada a Deborah y luego vuelve a mirarme—.
Pero ahora que lo tengo me pregunto si es lo que necesito. En definitiva, me
esperan años en salas de tribunal y noches en el despacho... Los fines de semana
y las vacaciones serán solo un recuerdo.
—No, no es estúpido; es comprensible.
Ella asiente.
—Es verdad que el salario es óptimo y el prestigio, más del que se puede
esperar, pero me pregunto si es realmente lo que quiero.
—Tranquila, toda irá bien. Solo debes sopesar las cosas. Tu vida es tuya, y
solo tú puedes decidir lo mejor para ti.

El resto de la tarde pasa rápidamente. Después de haber atendido a un par de


personas más, el abuelo se va a preparar la cena, ya que esta noche iremos todos
a su casa. El evento no implicará un gran desplazamiento para mi madre y para
mí, puesto que vive en la planta baja de nuestra casa.
Ninguno de los dos hace alusión a lo que he dicho antes, pero entre nosotros
están de más las palabras.
Me doy cuenta de que es tarde y me dispongo a cerrar antes de que Giulio
llegue y me encuentre un tanto ausente, como de costumbre.
—Hola.
Una voz inconfundible me rasga el pensamiento produciéndome un
sobresalto. Me agarro a la mesa un instante antes de volverme con reticencia.
«Coge aire.» Cuando por fin me obligo a mirarlo, Leonardo está ante mí.
Tengo que hacer un esfuerzo para concentrarme, no puedo correr el riesgo de
dejarme distraer por ese rostro que he borrado a la fuerza de mi mente hace tanto
tiempo.
—He dicho a tu novia que el anillo estaría listo dentro de una semana. Has
venido antes de tiempo —le digo, glacial.
Su mirada expresa cautela, está a la defensiva.
—No estoy aquí por el anillo.
—Entonces, ¿qué quieres? —Mi tono es el de una declaración de guerra.
—Hablarte —dice a media voz.
Empiezo a reír, una risa cáustica como el ácido.
—¿Quieres hablarme... ahora?
—¡Dios! ¡Sí, Luna, sí! —asegura él con brusquedad—. He estado pensando,
y dado que ayer tuve la ocasión de reencontrarte quisiera explicarte lo sucedido.
—Lo que sucedió no me interesa. He puesto una piedra encima. —Lo
fulmino con la mirada—. Literalmente.
—Lo sé. —Su rostro se endurece, como si le hubiera dado un puñetazo—. Ya
lo veo.
En ese punto pierdo todo aguante, el resentimiento me quema.
—Oye, ¡no sé qué has venido a hacer aquí!
Da un paso atrás y niega con la cabeza.
—Ahora, tampoco yo lo sé.
Por un instante la desilusión en su mirada me hace vacilar, así que me limito
a asentir con los dientes apretados, antes de seguir a la carga.
—Bien, entonces puedes irte por donde has venido. Si has estado tanto
tiempo, estoy segura de que donde estabas... estabas muy bien.
—Tú siempre crees saberlo todo, pero no sabes nada —me dice entre
dientes.
—Oh, te equivocas. Incluso sé demasiado ahora. —Me aproximo a él, con
los ojos convertidos en una hendidura—. Antes no sabía qué clase de persona
eras, ahora sí.
—¡Dios, no has cambiado absolutamente nada! —replica con tono irritado
—. Si me dejaras hablar un momen...
—Es demasiado tarde, ahora no quiero escucharte —sentencio con frialdad.
—Tampoco antes, me parece.
Esa frase me produce escalofríos, pero es la mirada hacia mi mano la que
casi me hace caer. Mi anillo con la piedra de luna se ha hecho de repente pesado
como un canto rodado. Un regalo misterioso de hace tantos años, el encanto de
una piedra que viene de lejos. Por instinto, escondo la mano detrás de la espalda,
me endurezco y aprieto el puño hasta que no siento las uñas hincadas en la carne.
Lo que añade me remata:
—Y, sin embargo, sabías que quería hablar contigo.
Doy un paso atrás ante la incomodidad que transparenta su voz.
—¿Y cómo? ¡Acabas de decir que yo no sé nada! —respondo con sonrisa
angelical—. ¿Cómo podía saber que querías hablar conmigo?
La obsidiana de sus ojos desprende llamas.
—¡Maldita sea, Luna, eres imposible! —exclama, pasándose la mano por el
cabello para enfriar la frustración. La familiaridad de ese gesto me golpea.
—¿Y tú qué haces aquí? —La pregunta de Giulio, de pie en el umbral, cae
como una granada y nos sobresalta.
Cuando lo ve, el rostro de Leonardo se ensombrece de golpe, eclipsándose de
modo preocupante.
—Nada. Absolutamente nada —le responde secamente, recurriendo a toda la
potencia de su mirada.
Giulio hace el amago de replicar, pero se contiene.
Por un momento, nadie se mueve. Hasta que Leonardo, con un suspiro de
frustración que me remueve por dentro, decide irse.
—Cuídate, Luna —murmura, volviéndose hacia mí con un leve gesto de la
cabeza. Al sonido de mi nombre, pronunciado por esos labios después de tanto
tiempo, un temblor me recorre la espalda—. Giulio —se despide entre dientes,
pasando a su lado antes de salir, dejándome agotada e incrédula, como si acabara
de sobrevivir a un huracán.
—¿Todo bien? —Giulio viene a mi encuentro, angustiado, casi como si
hubiera presenciado impotente un huracán y temiera no encontrarme entre los
escombros.
—Sí, claro. —Esbozo una sonrisa.
Sí, todo va bien, aunque ni me crea la cantidad de sensaciones que ha
desatado en mi interior. Ahora solo siento rencor hacia mí misma, por haber
permitido a ese bellaco tener todavía esa influencia sobre mí.
—¿Qué quería? —Tras el desconcierto inicial, el tono de Giulio se vuelve
brusco, un tono que no va con él.
—Nada —desdramatizo, tratando de mantener el control—. Ayer vendí un
anillo a la que luego he descubierto que era su novia y nos hemos encontrado por
casualidad.
Giulio frunce el ceño, una sombra de resentimiento en su voz por lo general
amable.
—¿Por qué no me lo has dicho?
Me encojo de hombros.
—No era importante.
Él sacude la cabeza, incrédulo.
—Después de años vuelves a ver a la persona que te ha arruinado la vida...
¿y crees que no es importante decírmelo?
El deje de amargura en sus palabras me hace sentir culpable.
—Puesto que no ha significado nada, no quería que te preocuparas
inútilmente. —Después de la reacción de mi madre, no quería que él también se
sintiera mal.
—¡Pues sí que me preocupo! ¡Vaya si me preocupo! ¡Sé lo que te hizo y a
qué te ha reducido! ¡Yo estaba ahí!
—Sé que tú estabas, amor mío. —Le sonrío, con los ojos colmados de
gratitud—. Si tú no hubieras estado, quizás ahora tampoco estaría yo.
Me sumerjo en el calor de su abrazo, un refugio seguro, un punto de apoyo
firme, una cubierta cálida cuando fuera arrecia la tormenta. Lo amo tanto...
—¡Pero ahora vamos! Nos esperan para cenar y yo me muero de hambre —
digo rápidamente, deshaciéndome del abrazo—. Hemos perdido mucho tiempo
por culpa de este asunto.
Él asiente, pero por un instante parece pensativo, una inquietud atraviesa el
azul de sus ojos.
—¡Un momento! —Me mira con atención—. ¿Por eso anoche te despertaste
sobresaltada? Tuviste de nuevo aquella pesadilla... —Parpadea hacia la puerta
por la que Leonardo acaba de salir—. ¿Es por su culpa?
De repente me siento descubierta.
—N... no —vacilo, desconcertada. Luego me aclaro la voz y añado con
decisión—: No; hace años que no la tengo, lo sabes. Todo está bien, ya te lo dije.
Le dirijo la más tranquilizadora de las sonrisas y lo invito a salir.
Me apresuro a cambiar de tema y le pregunto por su jornada. Tras una breve
vacilación, empieza a contarme los pequeños líos en su oficina, el próximo
partidillo de fútbol con los amigos, y yo me relajo un poco, dejando que su
delicada voz me acune los pensamientos, evitándole a mi mente recorrer
senderos oscuros.
Él es así: simple y honesto. Un regalo del cielo. Es como una piedra lisa,
pulida por el tiempo. No tiene bordes ni aristas cortantes; pulida, redondeada,
agradable al tacto. Delicado.
No es un diamante.
8
Granate
Escudo contra las energías negativas, es la piedra más adecuada en los momentos de crisis
existencial y de depresión por cuanto promueve la confianza en uno mismo, la fuerza de
voluntad y la alegría de vivir, generando la perseverancia necesaria para resolver los
problemas. Un granate rojo en el dedo corazón confiere fuerza de voluntad.

Era una cálida tarde de finales de marzo. Leo y yo acabábamos de salir de la


escuela, mientras los obreros del otro lado de la calle estaban subiendo
derrengados al camión de una empresa municipal, cansados por la dura jornada
de trabajo. Para las personas comunes aquello que teníamos enfrente no era más
que una simple cantera para la construcción del paso subterráneo bajo las vías;
para nosotros dos era una extraordinaria mina a cielo abierto.
Una sima en el terreno, estratos de rocas lanzados al aire: era nuestra gran
ocasión de encontrar cristales emergidos, un tesoro escondido entre los pliegues
del tiempo e inesperadamente sacados a la luz.
—¡Vamos, Medialuna! —Leo me cogió del brazo y me arrastró hasta el
recinto una vez que el camión se hubo marchado. Medialuna era el fastidioso
sobrenombre que me había endosado en sexto de primaria a causa de mi «falta
de estatura», como decía él. No lo soportaba y él lo sabía, probablemente por eso
se divertía tanto llamándome así—. ¡Esto es una aventura para nosotros! —
exclamó, entusiasta.
Si bien me atraía su idea, de repente me invadió la preocupación.
—Si me ensucio también esta vez, mi madre ha dicho que me meterá en la
lavadora contigo y toda mi ropa.
—¡Magnífico! —exclamó eufórico—. ¡Será como dar vueltas en una
montaña rusa!
Levanté los ojos al cielo y lo seguí, dócil; los dos sabíamos que lo iba a
hacer. En cuanto encontré el mejor lugar para mí, comenzó a escalar
introduciendo sus zapatillas en la malla de la red de hierro.
El niño ardilla se había convertido en un muchacho alto y encorvado, fuerte e
intrépido. A los trece años comenzaba ya a llamar la atención y provocar
suspiros entre nuestras compañeras.
Yo, por el contrario, no había cambiado demasiado.
En cuanto estuve en el otro lado, Leo me indicó cómo trepar y, una vez
arriba, me hizo saltar para cogerme al vuelo.
Estudiamos la excavación y nos adentramos allá donde era más profunda,
manchándonos el calzado de barro. Cuando localicé un punto en el que la tierra
estaba particularmente removida, empezamos a mover guijarros y piedras, a
mano descubierta.
Los dos sabíamos que no encontraríamos nada, pero nos gustaba de todas
maneras creerlo. Incrustaciones de aragonita o, con un poco de suerte, tal vez
elegantes fragmentos de artinita, podían esconderse justo bajo nuestros pies...
En definitiva, más al norte, entre las montañas donde el abuelo nos llevaba
siempre, se encontraba almandino, turmalina, titanita, espinela, epidota e incluso
granate. En la encrucijada de las Tre Mogge, donde habíamos estado cuando el
abuelo volvió de Australia, se podían encontrar pequeñas masas de serpentino
noble y hermosas cristalizaciones de vesuviana. Tal vez podría haber algo aquí.
O no.
En todo caso, lo importante no era encontrar algo, sino «no dejar de buscar»,
como decía siempre el abuelo.
Era más bien un entrenamiento, lo nuestro, como cuando hacíamos kárate.
Un día iríamos a buscar de verdad gemas por el mundo y debíamos estar
preparados.
—¡Pareces un perro buscador de trufas, Medialuna! —soltó Leo, riendo.
Levanté la mirada, pero no fui capaz de contener la carcajada. Tenía que
admitir que él excavaba con gran agilidad, pero no se lo hubiera dicho ni bajo
tortura.
—Calla y excava.
Me miró, con dudas.
—Sí, pero ¿cómo sabes que este es el punto justo? —Apretó los labios y el
sutil superior desapareció bajo el inferior, pletórico y rosado.
—¡Yo lo sé siempre todo! —Le cerré el pico con el axioma fundamental de
la teoría deductiva con el que abordaba cualquier problema.
Al principio no parecía muy convencido, en efecto, parecía casi sin habla.
Luego su expresión se suavizó.
—¡Mira, te has puesto perdida! —me advirtió con repentina preocupación.
—¡No! ¿Dónde? —Alarmada, bajé la mirada hacia el jersey, aún limpio.
—¡Aquí! —Leo adelantó la mano y me plantó un puñado de barro en la
mejilla.
Me quedé sin respiración, mientras él reía satisfecho. Agarré un puñado de
tierra mojada, con mirada intimidatoria.
—¡Yo en tu lugar no lo intentaría!
Me lanzó una mirada de desafío.
—Si tú fueras yo... ¡serías un perro buscador de trufas! —le dije.
Me sonrió provocativo, cogiendo otro puñado de tierra.
—¡Guau!
Rompió a reír y aproveché su vacilación para lanzarle la primera bomba de
barro. Muy pronto nuestra cacería de piedras se transformó en una extraña
mezcla de una clase de kárate y lucha en el fango, condimentada con gritos y
risas.
Cuando ya parecíamos más dos personajes del ejército de terracota que dos
niños, Leo decretó el fin de las hostilidades.
—¿Puedo ir a tu casa a limpiarme un poco? Si no, a mi madre le dará un
ataque de nervios... —Se encogió de hombros y precisó con una sonrisa amarga
—: Bueno... uno más.
Laura, la madre de Leo, sufría depresión y había tenido un colapso nervioso
después de que encarcelaran al padre. Antes de mudarse a nuestro barrio, su
hermano Mario la había convencido de que se quedara en su casa en Como hasta
que se restableciera, puesto que no estaba en condiciones de cuidar de sí misma,
y menos aún de un niño pequeño. A Leo no le gustaba su tío, decía que se
parecía a Lord Voldemort y que comía ajo crudo para mantener a raya la presión
alta.
—Ya. ¿Cómo está tu madre? —le pregunté mientras nos marchábamos.
Laura era el vivo retrato de la dulzura, una mujer menuda, de ojos tristes y buen
corazón.
—Últimamente le ha dado por cantar y lo hace todo el tiempo. —Leo se
encogió de hombros—. No sé si eso es bueno...
—Depende... ¿Desafina?
—No, no mucho —dijo mientras se disponía a saltar la valla.
—¿Y qué canta?
Se lanzó al otro lado, un cuervo negro dispuesto a romper a volar.
—Es fan recalcitrante de los U2 —declaró, una vez que llegó a tierra.
—Entonces, diría que eso es bueno.
Él me sonrió, cuando el bedel lo llamó desde el portón de la escuela agitando
en el aire su chaqueta.
—¡Ostras, me la he olvidado en clase! —exclamó, haciendo un gesto de
agradecimiento al conserje—. Espera un momento y te ayudo a salir.
Fue a buscar su chaqueta y yo me quedé esperando. Sabía que no sabía salir
sola, yo no era una ardilla.
—¡Hola, Luna!
Cojeando con muletas, Giulio Fabbri se acercó tímidamente al otro lado de la
valla. Era un muchacho rubio de facciones delicadas, el azul de sus ojos
recordaba al lapislázuli.
Desde el comienzo del octavo curso se había mudado con sus padres y dos
hermanas más pequeñas a mi calle y venía a clase con Leo y conmigo, con la
única diferencia de que se sentaba en la primera fila para ver mejor, y nosotros al
fondo, para que no nos vieran.
Excepto en la escuela, nunca había pasado ningún rato con él: mi relación
con Leo era bastante elitista. Como si hubiéramos establecido una especie de
sociedad secreta, un club exclusivo: éramos los únicos miembros, y mi abuelo, el
socio honorario.
Giulio, de todas formas, me caía simpático, era amable y tranquilo, dos
adjetivos que, traducidos a la lengua de mi salvaje mejor amigo, equivalían más
o menos a «aburrido» y «tedioso».
—¿Qué haces ahí dentro? —me preguntó con curiosidad.
—Eh... no... nada... Es una larga historia. ¿Y tu pierna? —Parpadeé ante su
escayola, desafortunado resultado de lo que debería haber sido un inocuo partido
de fútbol durante la clase de educación física.
—Parece que no la van a amputar, por ahora... —bromeó.
—Ah, bien... nunca se sabe. ¡Una pierna más siempre puede ser útil!
Mientras reía, Elena y Alessia surgieron por detrás de él, altas y rollizas.
—¡Eh, mira! Viene Leo. —Elena dio un codazo a su amiga. Luego, su tono
de cheerleader decayó hasta transformarse en el de una periodista que anuncia
un accidente aéreo—. Y, obviamente, también está Luna...
No habíamos tenido ningún vínculo, pero ahora mi amistad platónica con
Leo empezaba a atraer las miradas envidiosas de las muchachas que buscaban su
atención.
En general me limitaba a ignorarlas, pero aquel día no pude.
—¿Qué diantres hace un tío como Leo todo el día con alguien como esa? —
preguntó Alessia lo suficientemente alto como para que yo la oyera.
La respuesta de Elena fue como una patada en el estómago.
—Quizá le da pena —dijo con tono de desprecio, lanzándome una mirada de
disgusto.
—O quizá la considera su perro y se lo lleva a todas partes —observó
Alessia, riendo más fuerte—. ¡Al menos ahora la ha encerrado en una jaula!
Una punzada de desesperación me atravesó, golpeándome donde realmente
hacía daño. No me importaba no ser guapa, pero nunca hubiera querido que mi
mejor amigo pasara el tiempo conmigo solo porque le daba lástima.
Estaba tan alterada que me sentí a punto de llorar, pero apreté los dientes y
contuve las lágrimas.
Giulio fingió no escuchar.
—¿Puedo ayudarte a salir? —me preguntó para romper el silencio cortante,
sin mirarme a la cara.
—No, ya lo hago yo. —La voz decidida de Leo, reaparecido de repente, lo
atemorizó y se hizo a un lado, brincando sobre sus muletas.
—¡Eh, Medialuna, ¿has decidido quedarte a vivir ahí?! ¡Anda, vamos! —Leo
me sonrió y yo aparté la mirada para que no se percatara de nada.
Me limité a asentir y empecé a trepar. Una vez arriba, pasé las piernas al otro
lado y me dejé caer hacia donde él me esperaba con los brazos abiertos.
—¡Salta!
Me lancé y él me sujetó agarrándome por la cintura.
En ese momento pensé que confiaba en él hasta el punto de arrojarme al
vacío, segura de que él estaría ahí. Siempre. Jamás me había preguntado por qué
debería estar ahí ni, sobre todo, hasta cuándo.
El pensamiento me distrajo y no me di cuenta de que la mochila se había
abierto durante el salto y el cuaderno de matemáticas había caído en un charco.
—Vaya, Castelli... ¿tu cuaderno ha decidido suicidarse? —preguntó Iván el
Terrible, apareciendo de repente.
—Sí... —murmuré, recogiendo el cuaderno empapado de agua.
—¡Te habrá visto la jeta! —repuso él, y estalló en carcajadas, tan fuertes que
se le cayó un trozo de la hamburguesa que estaba comiendo.
Otro latigazo. Sordo y seco.
—Déjalo correr —me aconsejó Giulio.
Leo, sin embargo, no tenía el mismo carácter dócil y complaciente, era un
guerrero.
—¿Qué le has dicho? —rugió entre dientes.
—Tranqui, tranqui... —dijo Iván, levantando la mano del bocadillo—. No te
sulfures, tío... ¡Solo estaba bromeando!
Leo se volvió para mirarme y su expresión me produjo un sobresalto. Parecía
apenado y sorprendido. Cuando su mirada retornó a Iván, su cuerpo se había
tensado de golpe, preparado para el ataque.
—¿La has hecho llorar? —le preguntó con la voz temblorosa de rabia.
—¡No, no estoy llorando! —me apresuré a decir, pero luego me froté la cara
y sí, había lágrimas calientes que me bajaban por las mejillas sucias de tierra.
Pero esta vez no lloraba por lo que había dicho Iván, sino porque acababa de
descubrir que las chicas podían ser más malas que los chicos. ¿Cómo es que
Leonardo pasaba todo el tiempo conmigo? ¿De verdad le daba pena?
—¡Es hora de arreglar esto! ¡Pídele perdón ahora mismo! —ordenó a Iván
con un tono que no dejaba alternativa.
—¿Y si no...? —respondió, y se puso a la defensiva.
—Leo, no imp... —intenté persuadirlo, pero ya se había lanzado al ataque.
Tumbó a Iván en el suelo, pero entonces tres de sus secuaces, que desde el
otro lado de la calle lo miraban todo, acudieron en su ayuda.
«Tres contra uno no es un combate justo», me dije entre lágrimas, y apreté
los dientes y corrí a ayudarle.
—¿Tú también quieres pelea, pequeñaja? —se burló el más alto de los tres.
—¡Pues claro!
Sus risas burlonas solo servían para fomentar la rabia que me bullía dentro.
—Veamos cómo lucha la chavalita.
—¡Con toda la fuerza que tiene! —repliqué antes de abalanzarme sobre él.

«¡Al final, después de todo, ha comenzado la invasión!»


La puerta de la estancia se había abierto y el abuelo, que estaba catalogando
algunos minerales hallados en Baviera, nos miró divertido.
—Decidme... ¿de qué planeta venís, oh, extrañas criaturas amarronadas y
goteantes?
Leo le explicó cómo estaban las cosas.
—Hemos tenido un pequeño accidente, pero nada grave —dijo con un ojo
tumefacto y el labio sangrante.
—¿Tengo que preocuparme?
—No, todo está bien —aseguró con una voz que apenas le salía, y la
pregunta del abuelo tardó un instante en ser formulada.
—¿Qué pasa, Luna?
—Nada.
—No es verdad —intervino Leo—. Iván ha vuelto a tomarla con ella. Pero
yo la he defendido —añadió con orgullo.
El abuelo le puso una mano en el hombro en señal de aprobación.
—Bien por mi chico. —Y asintió a su vez.
—Te han llenado de golpes —murmuré.
—Pero te he defendido —insistió Leo.
—Lo haces siempre. —Le sonreí con reconocimiento.
Aunque peleábamos por cualquier cosa, en el fondo estaba segura de que
Leo estaría ahí cada vez que lo necesitara. Nunca me había planteado por qué era
amigo mío, pero ante lo dicho por Elena me habría encantado preguntárselo,
aunque tenía miedo de la respuesta. Era cómico pensarlo: me había peleado con
un grupo de chicos sin pestañear, pero hacerle esa pregunta me aterrorizaba.
Después de lavarnos —Leo, de hecho, estaba siempre con nosotros—, el
abuelo nos curó los golpes y nos llevó a su estudio. Nos sentamos al escritorio
mientras él abría la caja fuerte. Cuando se volvió, de un sobrecito de terciopelo
sacó una piedra verde con brillo dorado.
—Un demantoide —murmuré, sorprendida ante aquella gema hermosísima.
El abuelo asintió.
—Ya, la estrella de los granates verdes. Es la más costosa variedad del
granate y una de las piedras más preciosas.
Del estante que había a nuestras espaldas cogió su microscopio para gemas y
nos invitó a estudiar la piedra. Yo fui la primera. Puse la lente de aumento y noté
de inmediato las fibras y estrías que la atravesaban y que recordaban a una cola
de caballo.
Cuando me retiré, Leo se inclinó sobre el microscopio.
—¿Veis los rayos radiales amarillo-verdosos de bisolita? ¿La llamada «cola
de caballo»? —nos preguntó el abuelo.
Asentimos.
—Esa señal es como una huella digital, la prueba de que la piedra es de
origen ruso y, por lo tanto, una de las gemas más raras y preciosas del mundo —
nos explicó—. Los demantoides rusos con «cola de caballo» están mucho más
valorados que el granate verde de Namibia, igualmente brillante.
Leo y yo escuchábamos en sacrosanto silencio, por lo que él prosiguió:
—Se podría pensar que las inclusiones son defectos que restan belleza a la
piedra, pero no es así. Algunas piedras, como esta, son más hermosas y
apreciadas justamente por estas inclusiones. Una piedra con inclusiones es
auténtica, y a mi parecer es su característica más importante. Como con las
personas. —Se detuvo para asegurarse de que lo estuviéramos siguiendo—.
¿Habéis comprendido lo que trato de deciros, queridos chicos?
—Sí, pero hay que decir que en cuanto a Iván y sus amigos... —explotó Leo,
que se giró hacia mí de nuevo lívido de rabia—. La próxima vez que te diga
algo, yo...
—¡Calma, calma, jovenzuelo! —El abuelo lo retuvo por los hombros y él se
calló, aunque en el fondo estaba aún incubando rencor—. Tenéis que ser
pacientes y comprensivos. Iván es solo un chiquillo desgraciado, obligado a
crecer demasiado deprisa. Es como un cristalito que no ha dado con las
condiciones adecuadas para desarrollarse para bien. ¿Tenéis idea de qué
equilibrio preciso de factores demanda el nacimiento de un cristal?
Leo y yo nos miramos perplejos.
—Son realmente raros los cristales de valor, necesitan unas condiciones
singularísimas para formarse. Ocurren en un ambiente química y físicamente
idóneo y en un momento exacto para el desarrollo; si no, el cristal no solo deja
de crecer, sino que además puede disolverse. Y esto es lo más importante: los
cristales necesitan espacio.
El abuelo nos cogió las manos y las apretó entre las suyas.
—Y esto es también válido para vosotros, chicos. Tenéis que viajar mucho,
ensanchar vuestros horizontes, descubrir lugares nuevos. Un día os tendréis que
separar de la roca madre y recortar el espacio que os sea necesario. Porque
vosotros dos sois diamantes.
Sonreímos; siempre nos hacía sonreír cuando nos llamaba así. No obstante,
mi sonrisa se apagó cuando se volvió hacia mí y dijo:
—Y recuérdalo, Luna: solamente un diamante puede romper a otro diamante.
Iván y sus amigos no lo son, por tanto no pueden rasguñarte.
Sus palabras, por un instante, me tranquilizaron, pero luego pensé que, si
tenía razón y también Leo era un diamante, él sí que habría podido romperme.
Pero no lo haría nunca; yo era su mejor amiga. Aunque no supiera por qué.
A lo mejor no lo sabía realmente todo.
9
Perla
Aunque no es una piedra, está considerada la «gema de los sentimientos» y simboliza el amor y
la pureza de ánimo. Antiguo amuleto de la suerte, fortalece la amistad, enciende la pasión,
protege de la infelicidad. Vinculada al mar, la luna y lo femenino, equilibra las emociones, calma
y serena.

—¿Qué es esto? —prorrumpo, entrando en la habitación del abuelo, donde el


televisor suena a un volumen desmesurado.
—¡Oh, buenas tardes también a ti, Luna! —Alfredo ríe, yendo a mi
encuentro—. Estábamos mirando este programa de reposición de las más bellas
canciones de los años sesenta, setenta y ochenta.
Miro hacia otro lado.
—¿Y es legal?
—¡Es ilegal no conocer esta música, cariño! Es un pedazo de historia de
nuestro país —me dice, pasándose la mano por la cabeza.
No demasiado alto y de ojos oscuros, Alfredo tiene una buena mata de pelo
cano. Trabaja en la tienda desde hace trece años, es un orfebre buenísimo, un
verdadero artista. El Corazón de Jade no sería lo mismo sin él.
«En manos de Alfredo Besozzi, el joyero, se transforma porque su alma
sensible sabe interpretar y alcanzar la esencia de las formas», escribieron sobre
él durante la exposición de sus creaciones en la Feria de Joyería de Vicenza el
año pasado.
Según la singular visión de mi abuelo, en cambio, el verdadero valor de
Alfredo reside en saber combinar creatividad y rigor para ayudar a crecer los
poderes naturales de las piedras. Porque él «las siente».
—¡Poneos cómodos, chicos! Está casi listo.
Mi madre se asoma desde la cocina, donde echa una mano al abuelo a acabar
de prepararlo todo. Bajo el delantal lleva un vestido rojo y unos zapatos negros:
aunque no lo reconocería jamás, sé que quiere llamar la atención de Alfredo.
No lo entiendo. Lo quiere desde hace trece años y todavía no es capaz de
manifestar abiertamente lo que siente. Sé que haría cualquier cosa por él, pero
admitirlo sería hacerlo real, y la realidad a veces da miedo, después de haber
vivido una pesadilla.
—A ver, ¿quién se apunta a un sabai sabai?
El abuelo pasa delante de ella y sale con una bandeja llena de bebidas. El
sabai sabai es su especialidad, el cóctel de bienvenida tailandés con el que le
gusta agasajar a sus invitados. El perfume de lima y el aroma de la albahaca me
envuelven las fosas nasales en una fragancia que ya «huele a casa».
Alfredo coge un vaso y bebe un sorbo.
—Hace mucho que no vas a Tailandia, ¿verdad, Pietro?
—Demasiado.
Cada vez me sorprende más lo mucho que mi abuelo sigue ligado a ese país.
Mi madre no pierde la ocasión de recordarle el motivo, gritando desde la
cocina:
—Con ese corazón suyo caprichoso, ¿dónde quieres que vaya?
El corazón del abuelo es tan caprichoso como él mismo.
Después del infarto hace algún tiempo, tres bypass y dos semanas de terapia
intensiva, no le ha quedado otra que rendirse a la evidencia y renunciar para
siempre a su pasión: viajar.
Desde ese momento algo dentro de él se apagó, como si alguien hubiera
bajado el interruptor que regulaba su luz interior. Lo entiendo, porque sé lo que
siente.
Giulio se levanta del sillón.
—¿Podemos ir un momento a tu estudio, Pietro? Quiero hablarte de una cosa
—le dice con un aire conspirador que no le pega.
—Sí, claro. —El abuelo responde amablemente y lo invita a ir delante por el
pasillo, pero, aunque no lo da a entender, sé que está tan sorprendido como yo.
No tienen una relación muy estrecha, lo más íntimo que les he visto
intercambiarse es un abrazo con palmadas en la espalda cada año por Navidad.
—¿Qué tiene que decirle? —pregunta mi madre en cuanto sale de la cocina
con una bandeja de canapés.
Frunzo los labios.
—No tengo ni idea...
Alfredo aprovecha este intermedio antes de la cena para volver a la carga.
—Pensaba quedarme a dormir en tu casa esta noche, Ambra, así mañana
podríam...
Ella se concentra de nuevo y lo interrumpe con su respuesta preferida:
—No.
—¡Mamá! —la reprendo.
—Ya sabes cómo pienso, cariño.
Mi madre está convencida de que todos los hombres son mentirosos y
traidores. Mi padre, que nos abandonó cuando yo no tenía ni un año, le
proporcionó una buena base a su teoría. Y Leonardo, a continuación, se la
confirmó.
Giulio es la única excepción, quizá porque más que un muchacho es un
ángel, puesto que me ha salvado cuando ya nadie lo creía posible.
Alfredo está en el limbo: mi madre hace años que está con él, pero ese
cromosoma Y continúa siendo una amenaza latente. Ella jamás ha querido llegar
más lejos y llevar la relación un paso más allá, teniéndolo en ascuas todo este
tiempo y aprovechándose de su paciencia y buen corazón.
Doy bufidos, porque Alfredo paga las culpas de mi padre, el cual, un día,
cuando su relación estaba terminando, tuvo una idea genial: «¿Por qué no
tenemos un hijo?», como si fuera una alternativa válida a «¿Por qué no vamos al
cine esta noche?», y menos de un año después ya tenía las maletas en la mano,
dispuesto a largarse.
Cuando luego, lleno de remordimientos, pensó en volver a pedir perdón, la
respuesta de mi madre fue muy clara: tiró todas sus cosas al callejón y las
quemó.
Desde ese día mi padre rompió definitivamente todo contacto con ella. Y
también conmigo. Al principio me llamaba por mi cumpleaños y por Navidad,
pero luego también dejó de hacerlo, dando una vez más la razón a mi madre
sobre la clase de hombre que era.
Viéndome inquieta, Alfredo me tranquiliza.
—No te preocupes, Luna, todo va bien.
Por lo que parece, también él es de mi misma escuela del «todo va bien»,
incluso cuando las cosas «ya no van tan bien». Así pues, por razones de
solidaridad, me rindo y dejo correr el asunto.
Cuando Giulio y el abuelo reaparecen en la sala, respondiendo a de qué
habéis hablado con un simple «cosas nuestras», nos sentamos a la mesa.
La velada es tan agradable que casi me olvido de la visita sorpresa que tuve
en la tienda hace apenas unas horas. La cocina del abuelo es única: hasta un
simple plato de pasta, preparado por él, tiene un sabor diferente. Conoce las
especias y los lugares lejanos, los aromas desconocidos y las aventuras
impensables.
Cada plato habla de él, de los viajes que ha hecho, de los lugares que ha
visitado y de las personas que ha conocido. Hubo un tiempo en que no me habría
contentado descubriendo todo esto en sus platos, sino viviéndolo en persona.
Ahora me limito a comer.
Estamos todos riendo la enésima ocurrencia de Alfredo cuando de repente
Giulio se pone en pie.
—¡Perdón! —dice con un tono tan solemne que me callo de golpe. También
él parece sorprendido por el súbito silencio y se aclara la voz antes de proseguir
—: Quisiera decir un par de cosas y esta hermosa velada me parece el momento
oportuno para hacerlo.
Cuando lo veo volverse hacia mí y ponerse de rodillas, el corazón empieza a
martillearme.
—Amor mío —suspira, mirándome con los ojos brillantes de emoción—.
Hace mucho tiempo que estamos juntos y creo que ha llegado el momento de dar
el gran paso. —Respira hondo y me tiende una cajita de terciopelo azul—. Luna
Castelli, amor de mi vida, ¿quieres casarte conmigo? —Lo dice de un tirón, con
la voz rota.
Después abre la cajita y, cuando levanta la tapa, lo que veo me deja sin
aliento. Un silencio reverente cala en la estancia y el primero en romperlo es
Alfredo.
—¡Uau, se me había olvidado lo grande que era! —exclama maravillado,
señalando la única piedra que brilla entre los dedos temblorosos de Giulio.
Siento la mirada del abuelo sobre mí, pero evito mirarlo. Sé que si lo hiciera,
estaría perdida.
—¿Cómo lo llamabas? —le pregunta Alfredo.
—El diamante del verdadero amor —respondemos a dúo el abuelo y yo, y
pronunciar ese nombre me hace dar un salto atrás en el tiempo, de trece años,
cuando vi esa piedra por primera vez.
10
Magnetita
Piedra de atracción para la amistad y el amor, ayuda a realizar los deseos. El magnetismo de
esta piedra puede ayudar a superar los contrastes en las relaciones, favoreciendo la
comunicación. Cuando en casa hay situaciones de tensión, se debería poner una magnetita en la
estancia en la que se pasa más tiempo, para aplacar los ánimos y reencontrar el equilibrio.

La primera vez que el abuelo me mostró el «diamante del amor verdadero»


fue una fría tarde de enero. Estaba a punto de cumplir los dieciséis años y
finalmente también mi cuerpo estaba dispuesto a colaborar, decidiéndose a
crecer un poco. Había alcanzado el inesperado hito del metro sesenta y dos.
Mis bordes se habían limado un poco y las formas se habían vuelto más
evidentes y redondeadas, como una piedra lisa.
Me había quitado las gafas y llevaba lentes de contacto. El cabello largo
hasta la cintura era mi punto fuerte y, en mi complejo, en ese momento podía
considerar mi aspecto como aceptable. No obstante, sabía que no era del tipo de
las que atraen la mirada de los chicos, aunque ya no se burlaban de mí. Me había
vuelto bastante fuerte y segura de mí misma como para no preocuparme por mi
aspecto y eso me alejaba de la mayor parte de las de mi edad.
Invertía todas mis energías en las piedras y el deporte. Había dejado el kárate
porque me había convertido en campeona de cross en la escuela y mi espíritu
competitivo me imponía mantener imbatible ese récord.
Me entrenaba con constancia todas las tardes, pero las mejores eran aquellas
en las que Leo me acompañaba. Tenía una resistencia y una velocidad increíbles
y me costaba seguirle el paso, pero desafiarlo era excitante.
Cualquier cosa con él lo era.
—¿Dónde está Leo? —me preguntó el abuelo ese día, mientras dejaba la
mochila detrás del mostrador de la tienda.
—Ha dicho que tenía cosas que hacer. —Me encogí de hombros—. Habrá
salido con alguna de sus amiguitas... —añadí a media voz.
Él notó mi tono escéptico.
—¿Qué pasa, no te gustan?
—¡Cómo podrían gustarme si son odiosas! —solté con brusquedad—. ¡Sale
con las chicas que más odio! —Al final había sucedido. Mi mejor amigo, el niño
ardilla, se había convertido en uno de los chicos más guapos y cortejados del
colegio. Sus labios destacaban sobre su piel aceitunada, y sus cabellos color
azabache resaltaban sus ojos hondos y oscuros. Nunca había visto unos ojos tan
negros como los suyos: un color de sueño, de misterio y aventura.
De repente, mi abuelo se transformó en Pepito Grillo.
—¿No será que las odias porque salen con él?
Salté como si me hubiera picado una avispa.
—¡No, no, por Dios! ¿Qué tonterías dices? —grité espantada.
El abuelo levantó las manos en señal de rendición, pero la sonrisa jocosa con
que se alejó de la ventana me irritó más.
Estaba a punto de preguntarle qué encontraba tan gracioso cuando Leo entró
en la tienda. «Hablando del rey de Roma...»
—¡Buenas tardes!
—Hola —farfullé, aún enfadada con el abuelo por aquella alusión
inoportuna.
—¡Vaya, nos estábamos preguntando justamente dónde estabas! —exclamó
él, manteniendo ese tono divertido que me sacaba de quicio.
—Mi madre tuvo una crisis porque se le estropeó el estéreo y no podía
entretener a todo el vecindario con los grandes éxitos de U2, así que le hice
compañía un rato, hasta que se quedó dormida.
Por alguna razón, Laura estaba convencida de que escuchar a U2 resolvía
todos los problemas. Había algo en esa música que la calmaba.
Me sentí repentinamente aliviada ante la idea de que hubiera estado con su
madre y no por ahí con Elena Donati. Luego me inquieté cuando no fui capaz de
explicarme por qué me sentía aliviada.
Por un instante me sentí confusa y él se dio cuenta.
—Eh, ¿qué te pasa, Medialuna?
Me repuse y esbocé una sonrisa.
—¡Nada!
Meneé la cabeza y me puse a buscar con empeño algo en mi mochila, un
libro o un bolígrafo.
—¡Venid, ha llegado el momento de enseñaros una cosa! —El abuelo volvió
a cerrar el escaparate y nos invitó a seguirle a la trastienda—. Hola, Alfredo. —
Se giró hacia la ventanita que iluminaba la trastienda y saludó al artesano que
había contratado hacía pocas semanas.
Quería que sus joyas fueran únicas como sus piedras, a medida de cada
cliente, y Alfredo estaba allí por eso.
—¡Hola, chicos! —nos saludó, levantando la vista del brazalete de oro en el
que estaba trabajando. Mantuvo sus ojos en nosotros un poco más de lo
necesario. Leo y yo nos dimos cuenta e intercambiamos una mirada de
complicidad y, con la delicadeza que lo distinguía del resto, mi abuelo no perdió
la ocasión.
—No, no está. Ambra ya ha vuelto a casa.
—Ah, oh... no, pero yo... —farfulló él, incómodo, y hundió su rostro
sonrojado en la caja de herramientas.
Que Alfredo se sentía atraído por mi madre estaba claro desde el primer día
que había llegado a la tienda. La vio y dejó de hablar. Así, como si nada. Algo
del tipo: «Muy buenas a todos, me llamo Alfredo Besozzi y soy...» Silencio. Fin
de la transmisión. Mi madre, la Dama de las Nieves, apenas le dedicó una
mirada.
Siempre sonriente, el abuelo se dirigió a la caja fuerte, la abrió y sacó una
cajita de terciopelo azul. Cuando la tapa se levantó, apareció el diamante
amarillo más grande que había visto jamás.
Su corte de pera resaltaba el excepcional brillo de la piedra, que irradiaba su
magnificencia en increíbles halos de luz.
—Esta es la piedra más preciosa que he encontrado en toda mi vida, el
diamante del amor verdadero. Tenía dieciocho años y estaba en Sudáfrica —dijo
con orgullo.
—¡Dios mío! —exclamé con voz ahogada ante la maravilla.
Leo aguzó la mirada sobre la piedra más rara y hermosa que habíamos visto
jamás.
—¡Impresionante!
El abuelo sonrió ante nuestras caras perplejas.
—Tiene un millón de años. Es el fuego de la tierra, el fuego del amor —nos
explicó con voz emocionada—. Fijaos, chicos, un diamante crudo se parece
tanto a una piedra cualquiera que la mayor parte de la gente ni siquiera lo
miraría. Es la habilidad del cortador la que revela la belleza escondida en la
piedra.
Leo y yo lo escuchamos absortos, en silencio.
—El corte perfecto es el que permite difundir la mayor cantidad de luz
posible. Si el corte se ha ejecutado a la perfección, la luz atraviesa el diamante y
se proyecta hacia el exterior en rayos de todos los colores. Si, en cambio, el corte
no se hizo correctamente, la luz se pierde en el interior y sale antes de poder ser
reflejada.
Me gustaba cuando el abuelo hablaba con metáforas, equiparando las piedras
a las personas. Sabía que lo estaba haciendo en aquel momento y lo que dijo
luego me lo confirmó.
—¿Sabéis lo que es el amor verdadero, chicos? —nos preguntó, y él mismo
nos dio la respuesta—: Es la persona que nos hace brillar. La única capaz de
alisar los ángulos, de manera que la luz exalte toda nuestra belleza. —Recorrió
con la mirada a Leo y después a mí—. Sabe sacar al exterior la belleza que
llevamos dentro, porque es la única capaz de verla realmente. Por eso es tan rara.
—Dio un suspiro hondo, como si aquellas palabras tuvieran un peso específico
para él, que nosotros no lográbamos entender en profundidad—. La vida, con sus
dificultades, transforma a las personas. Como diamantes brutos, se tallan, se
alisan, se pulen. Pero solo el amor nos hace brillar —añadió con tono solemne.
Luego tomó el anillo y me lo tendió—. Ten, pruébatelo, Luna.
Con mano temblorosa de estupor y emoción, lo cogí y me lo puse en el dedo.
Era hermosísimo y de una luz cegadora, tan fuerte como para desencadenar
sensaciones que no supe definir.
No era de mi medida, pero no era por eso por lo que no lo sentí mío. Era una
sensación extraña, indefinida, que surgía al contacto con mi piel. Aquella piedra
tenía, en verdad, una energía única y potente.
—¡Maldita sea! —murmuró Leo a mi lado.
Cuanto más miraba el anillo, más me preguntaba cómo es que el abuelo no lo
había mostrado nunca antes.
—¿Por qué, si encontraste el diamante cuando tenías dieciocho años, no se lo
regalaste a la abuela? —le pregunté, quitándomelo del dedo y sintiéndome más
ligera—. No se lo vi nunca, que yo recuerde...
—Porque no era a ella a quien estaba destinado —respondió con una
expresión indescifrable. Después sus labios se curvaron en una leve sonrisa,
cargada de emoción—. Un día será tuyo, Luna —me dijo, acariciándome la cara.
Clavó sus ojos de zafiro en los míos y una emoción me recorrió la espalda—.
Cuando encuentres a tu verdadero amor.
Había pensado siempre en encontrar gemas y piedras preciosas, pero jamás
el amor verdadero. ¿Cómo una chica como yo hubiera podido encontrarlo?
Con la mente confusa, apenas me di cuenta de que la puerta de la tienda se
abría.
—¡Eh, Pietro! ¿Estás por ahí? —llamó una voz conocida.
—¡Voy, Milena! —respondió el abuelo. Puso el anillo en su lugar y volvió
allí. Milena Urbinati era una de las mejores clientes, pero, si bien a lo largo de
los años había comprado varios colgantes de ágata, aguamarina o esmeraldas, la
paciencia y la calma no eran en ella virtudes visibles.
Así, Leo y yo nos encontramos solos frente a la caja fuerte. Experimenté una
repentina incomodidad, allí, a su lado, después de aquellas cosas empalagosas
que había dicho el abuelo, y no sabía qué decir para aligerar el extraño ambiente
que había creado.
Por suerte, fue él quien lo hizo.
—¡Uy, el verdadero amor de Luna! —bromeó con una sonrisita burlona—.
Apuesto a que es Daniele. He visto cómo te mira en clase... —añadió con una
mirada llena de sobreentendidos.
—¡Es estrábico, idiota! —farfullé, alzando los ojos al cielo—. ¡Además,
mira quién habla! —le tomé el pelo a mi vez—. Tendrías que ver los ojos que se
te ponen cuando Elena Donati pasa a tu lado vestida de bailarina.
Leo aguzó la mirada y su expresión se volvió provocativa.
—¿No será que estás celosa, Medialuna?
Por segunda vez en ese día me hacían pensar en la posibilidad de que
estuviera celosa de Leo, y por segunda vez me puse furiosa.
—¡Deja de llamarme así, ya sabes que no lo soporto! —gruñí,
abalanzándome sobre él.
Rio, burlón.
—¿Y si no lo hago, Medialuna?
—¡Me cabreo!
—Uy, uy... ¡qué miedo! —Sonrió y se puso en posición de pelea.
Alargué un brazo dispuesta a atacarlo, pero él agachó la cabeza, con una
sonrisa satisfecha. Esquivó otro par de golpes y se deslizó rodeándome, puso un
pie detrás del mío y me hizo caer.
Con el peso de su cuerpo bloqueó cualquier posibilidad de movimiento por
mi parte, mientras que sus manos aferraban las mías.
Hice acopio de todas mis energías y traté de soltarme. Mi incapacidad de
aceptar la derrota me permitió liberar una pierna.
Pensé en soltarle una patada en la entrepierna, pero, cuando estaba a punto
de hacerlo, me di cuenta de que él había dejado de pelear.
Jadeante, alcé la mirada y encontré su cara al lado de la mía.
No es que nunca hubiéramos estado tan cerca, después de tantos años de
peleas, pero sentí que ese momento era distinto.
A continuación, mi corazón se aceleró, y no por el esfuerzo físico.
Leo me miraba fijamente, con una expresión indescifrable. Nunca me había
mirado de esa manera. Yo tampoco lo había mirado nunca de esa manera.
Era como si nos viéramos por primera vez.
11
Crisoberilo
Disolviendo la dureza hacia nosotros mismos y en las relaciones con los otros, ayuda a
desarrollar las propias cualidades latentes. Gracias a esta gema, quien es tímido y no es capaz
de explicar sus propios sentimientos, podrá establecer relaciones sólidas y gratificantes; por ello
está indicada para quien busca a su alma gemela.

No logro dejar de mirar esta piedra hipnótica.


A mi pesar, la fascinación silenciosa del diamante me hechiza, pero luego los
recuerdos toman la delantera y el aire de la habitación de repente se enrarece.
La oscuridad.
Las sirenas.
El escaparate roto.
Yo en el suelo llorando, con el diamante en una mano y un jirón de su camisa
en la otra.
Todavía me envolvía su perfume, mi piel lo sabía, pero yo estaba sola.
Ante ese recuerdo experimento un profundo sentido de agonía.
«Coge aire. Coge aire...»
—Luna... ¿entonces...?
La voz de Giulio me saca de mi estado cataléptico. Parpadeo varias veces y,
levantando los ojos del anillo, me doy cuenta de que cuatro pares de ojos me
están observando expectantes.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Claro! —me apresuro a responder.
Con la conmoción que le ilumina la mirada, Giulio me pone el anillo con
manos temblorosas. O quizá son las mías las que tiemblan.
¿Cómo puede dolerme todavía tanto?
La operación tarda unos instantes más de lo debido, hasta que el anillo
encuentra su sitio en mi dedo. Me queda ancho todavía, pero no es eso lo
primero que me sorprende. Es la energía de esa piedra, tan fuerte que casi
quema. Obviamente la ignoro, sé que es únicamente sugestión.
Giulio se pone de pie, se seca las lágrimas y me estrecha fuertemente; y es
solo gracias al calor de ese abrazo por lo que puedo volver a respirar. Junto con
el aire, recupero también la poca lucidez necesaria para entender lo que está
sucediendo.
Giulio y yo nos casamos.
No logro creerlo. Claro, era inevitable: llevamos juntos doce años, aunque no
vivamos juntos; sabía que solo era cuestión de tiempo. Solo que no me lo
esperaba, eso es todo. No ahora, no el día en que he vuelto a ver el fantasma de
mi pasado.
Ese pensamiento me pone tensa y lo expulso gracias a otro, más agradable e
indoloro.
Giulio. Mi considerado, sensible y honesto prometido. Sé ya que será un
marido fantástico, dulce y presente. El sueño de cualquier chica.
Me vuelven a la cabeza las palabras de Britta y me doy cuenta de que calzan
perfectamente con mi situación: todas matarían por estar en mi lugar. Sí, soy en
verdad afortunada. Del fondo de mi mente confusa siento surgir una pregunta,
pero la inhibo antes de ser capaz de formularla.
—¡Pero qué maravilla! ¡Felicidades, chicos! —Alfredo se acerca y nos
abraza afectuosamente.
—¡Oh, mil gracias! —exclamo con voz estridente y una impetuosidad que no
me es propia.
—¡No lo esperaba, Giulio! ¡Qué hermosa sorpresa! —También mi madre se
acerca para besarnos y luego me lanza una mirada divertida—. Y a juzgar por la
cara estupefacta de mi hija, ¡no se lo esperaba ni ella!
—Hace poco que lo pensé... —le responde Giulio, rascándose la nuca—.
¡Creo que más o menos desde que íbamos a octavo!
Estallamos en carcajadas, pero mi madre no puede contener su sentido
práctico.
—Vale. ¡Tenemos que pensar en un montón de cosas, cielo! Lo dicen todas
las revistas, que nunca es demasiado pronto para empezar a organizar. Por tanto,
tenemos el lugar, el vestido, la iglesia... —enumera rápidamente, y se bloquea—.
¡Oh, un momento! ¡Antes que nada hay que pensar en una fecha!
Giulio da un paso al frente y entonces anuncia tímidamente su idea.
—Pensaba el 21 de junio, el solsticio de verano. ¿Qué piensas tú, amor mío?
—me pregunta con su habitual ternura, mientras el abuelo, que se ha quedado un
poco aparte, se acerca para sumarse a los parabienes.
—¡Sí, claro! ¡Me parece perfecto! —digo sin siquiera pensarlo. En el fondo,
qué importa un día u otro, ¿no?
O al menos así lo veo yo, pero no mi madre.
—¡Ah, el comienzo del verano! ¿Qué mejor día para casarse? —exclama con
aire soñador. Al parecer, solo se pone romántica cuando el asunto no va con ella.
—El día más largo del año y la noche más corta —dice Alfredo, y luego el
abuelo me abraza y lo que me susurra al oído me pone la piel de gallina:
—La fiesta del sol..., pero no de la luna.
Cuando afloja el abrazo, siento una ligera náusea además de escalofríos, y
me lleva unos instantes recuperarme. Lo miro, me mira. Tengo miedo de
descifrar el hilo de los pensamientos que veo pasar por el azul de sus ojos.
—Papá, ¡ve a buscar champán! ¡Hay que celebrarlo! —Mi extrañamente
eufórica madre, entretanto, está revolviendo en el cajón de la cómoda de caoba
en busca de la cámara fotográfica.
Enmudecida, veo que mi abuelo va a la cocina y, sin pensármelo dos veces,
corro tras él.
—¿Qué querías decir? —lo apremio secamente, una vez solos.
Su cabeza canosa asoma de la vitrina donde están las copas buenas.
—¿El qué?
—No te hagas el tonto. ¿Qué querías decirme con esa frase?
Se encoge de hombros.
—Lo que he dicho.
—¡Ay, Dios! ¡Eres insoportable! —Levanto los ojos al cielo—. ¡Adelante,
habla!
—Dices siempre que hablo demasiado —rebate, con un gesto divertido.
—Es verdad. Pero ahora querría saber lo que piensas de este matrimonio.
—Pienso que si Giulio es tu verdadero amor, haces muy bien en casarte —
responde enigmáticamente.
—¿Tú no crees que lo sea?
Suspira, pone las copas en la mesa y me mira con repentina seriedad.
—Aquí no se trata de pensar, Luna, sino de sentir. Es como con las piedras...
—dice, cogiéndome una mano.
Resoplo, cansada de esta historia, pero él ignora mi bufido.
—Solo una tiene la energía que se aviene perfectamente con la tuya. Es solo
la piedra que te llama, tu piedra. No hay otra.
Su mirada cae en el anillo con la piedra de luna en mi índice y, una vez más
en el día de hoy, lo escondo rápidamente cruzando los brazos. Podría amputarme
el dedo; en este momento lo haría.
—Tenías razón —digo, mirando hacia otro lado—. Era mejor no hablarlo.
Le doy la espalda y salgo de la cocina.
Mi madre ha conseguido recuperar la vieja cámara digital del abuelo y está
lista para inmortalizar el acontecimiento.
—¡Venga, esposos, una hermosa foto con un brindis! —nos anima, pero se
da cuenta de que no tenemos nada con qué brindar y grita hacia la puerta—:
¡Papá, ¿dónde has ido a buscar el champán?! ¿A Francia?
De la cocina no llega respuesta alguna y ella se encoge de hombros,
enfocando nuestra imagen en el objetivo.
—Está bien, entretanto hagamos algunas como precalentamiento.
—Voy a ver si necesita una mano —dice Alfredo alejándose, mientras Giulio
me aprieta tan fuerte que casi no respiro.
Cuando mi madre dispara, oímos el grito.
—¡Pietro! ¡Oh, Dios!
Después el flash me deslumbra y, por unos instantes, me impide ver.
12
Turquesa
La piedra perfecta para quien busca la calma interior y aumentar la autoestima, dado que
reduce la tendencia al victimismo, alimentando la conciencia de las propias capacidades.
Llevándola en el cuello, favorece la relajación y equilibra la emotividad. Cuando su propietario
se encuentra en situación de peligro, se dice que esta piedra cambia de color para advertírselo.

—¡Acabas de quemarme la retina, mamá! —me lamenté, restregándome los


ojos.
—¡Cállate, que vamos a hacer otra! —me reprendió, apuntándonos de nuevo
con el objetivo.
Di un bufido tan fuerte que casi apagué de un soplo las treinta y dos velitas
de la tarta que tenía delante.
—¡Venga, basta!
También la expresión de Leo parecía la de un condenado a trabajos forzados:
él odiaba todas las ceremonias rituales —tartas, fotos, aplausos, festejos diversos
—, igual que yo. Era nuestro decimosexto cumpleaños y, puesto que habíamos
nacido con solo tres días de diferencia, lo celebrábamos juntos desde que nos
habíamos conocido.
—¡Solo una! Pero poneros más juntos, que parecéis palos de escoba —nos
reprendió mi madre, con la mirada de la artista exigente y perennemente
insatisfecha.
A su demanda le siguió un silencio incómodo.
Habían pasado pocos días de aquel extraño episodio en la trastienda y Leo se
había vuelto silencioso. No entendía qué le pasaba, pero me parecía más distante
con respecto a mí y el asunto empezaba a preocuparme.
Al final noté que se me acercaba por detrás y me pasaba la mano por la
espalda; yo hice lo mismo, agarrándome a su camisa. Nos quedamos tensos e
incómodos en aquella posición forzada en los casi cincuenta años que mi madre
tardó en sacar aquella maldita fotografía.
¿Por qué de repente hacía tanto calor?
En cuanto se tomó la foto, sin saber bien el motivo, me alejé de Leo como si
estuviera en llamas, evitando mirarlo a la cara.
Me incliné sobre la tarta y, a una señal de mi madre, soplamos las velitas
mientras en la habitación del abuelo resonaban los aplausos.
Por primera vez desde que nos conocimos, en aquel cumpleaños también
participó Gianni, el padre de Leo.
Cuanto más lo miraba, más convencida estaba de que una máquina del
tiempo me catapultaba hacia el futuro: lo que sería Leonardo con treinta años
más. El mismo cabello oscuro, la misma mandíbula fuerte, el mismo físico
atractivo. Sin embargo, los ojos, no: aquellos eran de color avellana, con un
matiz verde indefinido, que confería un no sé qué impenetrable a su mirada.
Gianni había salido de la prisión unos meses antes y, por lo que me contaba
mi mejor amigo, parecía una persona diferente de cuando había ingresado en
ella. Calmo, educado, deseoso de cambiar e incluso sinceramente preocupado
por aquella familia a la que había arruinado unos años antes.
—Felicidades, Luna. —Me sonrió amable, y se volvió hacia Leo—. ¡Y
felicidades al mejor hijo que podía tener! Espero que un día te conviertas en un
gran karateca como tu padre. Es más, ¡estoy seguro de que serás incluso mejor!
Mientras hacía chocar su copa de vino espumoso con las nuestras, yo lo
estudiaba furtivamente. Había algo que me disgustaba en él, no conseguía
descifrar de qué se trataba, pero a lo mejor era porque lo conocía hacía muy poco
tiempo.
—¡Yo también os quiero felicitar, chicos! —El abuelo se acercó y nos tomó
las manos—. Mi deseo es que sepáis buscar solos aquello que seréis —nos dijo
con una de sus sonrisas afectuosas—. Así pues, caminad, mis niños, corred, caed
y levantaos de nuevo, y no tengáis miedo de mancharos. Los tesoros más
grandes están bien escondidos, los diamantes se hunden en el barro. Por lo tanto,
sí, tocará ensuciarse, pero no debéis dejar de buscar. ¡Buscad, buscad! Y si no
encontráis lo que de verdad queréis... ¡volved a buscar! No renunciéis, no hay un
único camino a la felicidad. Vosotros seguid una senda que sea la vuestra, seguid
las piedras, ellas os indicarán el camino. Y si os perdéis, os traerán de vuelta a
casa.
Era el discurso más hermoso que había escuchado jamás, y la expresión
inspirada de Leo decía que a él le ocurría lo mismo.
Emocionados, lo abrazamos fuerte, él seguía siendo el mejor de todos. El que
nos conocía de verdad, el único que nos comprendía como nadie.
—¡Venga, cielo, es hora de abrir los regalos! —Mi madre había abandonado
su papel de fotógrafa y recuperado el de madre ansiosa. Sabía lo que contenía el
paquetito que me puso en las manos, antes incluso de sacarlo de la caja.
—No te rindes nunca, ¿verdad? —Le lancé una mirada escéptica mientras,
con los brazos extendidos, sostenía el vestido negro que me había regalado.
—¡La perseverancia es la virtud de los fuertes! —respondió en tono solemne.
—¡O bien, la esperanza es lo último que se pierde! —replicó el abuelo,
haciéndonos reír.
Mi madre, sin embargo, no le hizo caso.
—Ve a cambiarte, que quiero ver cómo te queda.
Para no contrariarla, obedecí mansamente, al contrario de lo que solía hacer.
Estuve varios minutos buscando el cierre, que no sabía bien cómo funcionaba, y
luego volví, anunciándome con un irónico «¡tachán!».
Un instante después todos los ojos se concentraban en mí.
—Oh, cariño, ¡estás fantástica! —Mi madre se llevó las manos al pecho,
como ante una aparición celestial.
—Luna, te queda de maravilla —gorjeó la madre de Leo, que se acercó a
acariciarme una manga para sentir la suavidad del tejido.
Laura estaba muy serena ese día, feliz. Se había peinado con un moño poco
prieto y llevaba un vestido azul que realzaba su pálida piel. Me miraba con
aquella mirada que solo tienen las madres, dulce y considerada.
Sus ojos oscuros me sonreían; eran los mismos de Leo.
—Había también otro modelo más plisado, con cintas y lentejuelas... —
empezó a explicarle mi madre, pero yo la paré en seco.
—¿Querías morir estrangulada, por casualidad?
Mi madre y Laura rieron.
—¡De todas formas, eres un primor... y si te soltaras el pelo serías perfecta!
—añadió, inclinando la cabeza hacia mi larga coleta.
—No exageres, ¿vale? —Fui hacia la mesa del almuerzo—. Ahora será
mejor que comamos la tarta.
De repente, Leo se me puso delante. Me miró en silencio un instante, luego
alargó el brazo, cogió la goma detrás de mi nuca y, rozándome la mejilla, la fue
bajando lentamente por la coleta hasta las puntas. Los cabellos sueltos me
cayeron sobre la espalda. Asintió.
—Tu madre tiene razón.
Después, así como había aparecido, se alejó de nuevo.
Tardé unos segundos en comprender lo que había ocurrido, sobre todo
porque mi corazón, de improviso, estaba tratando de suicidarse golpeando una y
otra vez contra la caja torácica.
—¡Oh, menos mal, Leonardo! ¡A ti te toca el trozo de tarta más grande esta
tarde! —Mi madre, entusiasta, estaba tomándole las medidas para erigirle una
estatua honorífica. Yo, en cambio, estaba tratando de recordar cómo se respiraba.
Fui a la cocina, adonde Laura llevaba la tarta para cortarla. Esa fue la excusa:
en realidad, sentía las mejillas ardiendo y no era capaz de entender el motivo.
Cuando tuve el incendio controlado, volví a la sala, donde Gianni estaba
hablando con entusiasmo a su hijo, sosteniendo en la mano un par de entradas
para un importante campeonato nacional de kárate. Mientras el padre le contaba
todas las cosas extraordinarias que hubieran podido hacer juntos, Leo lo
escuchaba con atención, pero había algo en su postura rígida que me decía que
no estaba nada relajado.
Aquel día Gianni estaba alegre y dicharachero, y —probablemente en su
carrera por ser el padre del año— buscaba la atención de su hijo y hacía de todo
para implicarlo en sus proyectos de una vida nueva juntos. No dejaba entrever ni
de lejos al hombre que lo había mandado todo al traste unos años atrás,
arriesgándose a destruir a las dos únicas personas que tenía el deber de proteger.
Mientras posaba los platos sobre la mesa, me pregunté si no tendría razón mi
madre: para ella, las personas no podían cambiar de verdad, no podían enmendar
en el fondo sus propios errores. Absorta en esos pensamientos, vi una sombra
negra pasar a mi lado a toda velocidad.
Cuando levanté la vista, la puerta se cerró de un golpe seco después de que
Leo hubiera salido. Los presentes se quedaron todos en silencio. Fui yo la que lo
rompí. «Ya voy yo», dije sin pensar. Un segundo más tarde ya me había
arrepentido, vista la reacción absurda que la proximidad de Leo me había
provocado poco antes.
Sin embargo, cometí el error de cruzar mi mirada con la del abuelo, que, con
gesto de aprobación, me invitó a dejarlo todo e ir a su encuentro.

Sabía dónde lo iba a encontrar sin necesidad de ver la dirección que había
tomado. El plátano delante de su casa, el de la entrada del parque, continuaba
siendo su refugio preferido incluso después de tantos años.
Siempre le había gustado estar en lo alto y mirar el mundo y los problemas
desde otra perspectiva. En sentido literal y no solo figurado, en su caso.
Evidentemente, el niño ardilla que tenía dentro continuaba dictando sus leyes.
—¿Me explicas qué problema tienes con la altura? —le pedí desde abajo,
con las manos en la cadera.
Se inclinó y me sonrió.
—Explícame qué problema tienes con la altura. No me gusta —repetí, pero
añadí con un suspiro deliberadamente exagerado—: Pero haré un esfuerzo.
Rio y en ese momento descubrí que hacerlo reír me gustaba. Me encaramé en
el tronco maldiciendo a mi madre una vez más por haberme regalado esa especie
de camisa de fuerza que me obstaculizaba los movimientos.
Cuando llegué casi al cruce de ramas en que se había sentado, Leo me tendió
un brazo para ayudarme a subir.
Probablemente —siempre por culpa de ese maldito vestido— calculé mal el
impulso para lanzarme hacia arriba y me pasé con el salto. También él me aupó
con fuerza, así que por poco no le caí encima.
Por un instante nuestros rostros estuvieron de nuevo cerca, tanto que las
nubecillas de vapor que exhalaban nuestros labios se mezclaron en un único y
denso soplo.
Me alejé con la máxima celeridad que pude y fui a sentarme en una rama
delante de la suya.
—Bien, ¿cuál es el problema que tenemos que mirar desde otra perspectiva?
—le pregunté mientras la luz de la luna creciente iluminaba su cara tensa.
Sus labios se fruncieron en una leve sonrisa, que, sin embargo, no se tradujo
en respuesta, así que lo incité de nuevo.
—¡Venga, cuéntame!
Se lo pensó un rato, y luego decidió abrirse.
—No logro confiar de nuevo en él. —No hizo falta que me dijera que
hablaba de su padre y esperé a que prosiguiera—. Mi madre, cuando está lo
suficientemente lúcida para hablar y no cantar, me dice que tengo que
esforzarme, pero para mí es complicado... También tu abuelo dice que tengo que
perdonarlo, que nadie es perfecto y que todos cometemos errores.
—Lo sé; no es fácil confiar en las personas después de que nos hayan
traicionado. —Asentí, entendía perfectamente lo que sentía—. ¿Sabes? Yo no
creo que fuera capaz de lograrlo en tu lugar. Si mi padre apareciera ahora, tan
campante, le daría con la puerta en las narices. Como ya hizo mi madre hace
años.
Sus labios dibujaron una sonrisa, pero era una sonrisa triste.
—No tengo duda de que lo harías.
—Pienso que si me traicionaras una vez, podrías volver a hacerlo. Por eso si
no te perdono, no es egoísmo, sino puro instinto de supervivencia.
Asintió, tomando nota de mi opinión, pero no añadió más. Sin embargo, no
soportaba verlo así.
—¡Eh! —Busqué su mirada en la oscuridad y con una pequeña sonrisa de
complicidad lo invité a que siguiera hablándome.
No sabía qué mosca le había picado, pero últimamente parecía que
pronunciar palabras le costaba un esfuerzo tremendo. Quizás era simplemente el
oscuro período de la adolescencia. O quizá no.
—Tengo miedo —dijo entonces.
—¿Tú tienes miedo de algo? —exclamé sorprendida.
A la luz plateada de la luna, sus labios se curvaron en una sonrisa leve.
Desde que era niño no lo había visto así de vulnerable y por un momento me
esforcé en reconocerlo. Luego, sin embargo, una ola de inaudita ternura me
abrumó y tuve que resistirme al impulso de lanzarme a sus brazos y abrazarlo
fuerte. Nunca me había parecido más indefenso.
—¿Y de qué? —le pregunté.
—De ser como él. Como mi padre —dijo, y, con gran perplejidad de los dos,
se sorprendió con los ojos húmedos.
Negué con la cabeza.
—Tú no eres como él.
—A veces, no sé quién soy —confesó a media voz.
—¡Yo sí que lo sé! —dije con firmeza.
Ante mi tono resuelto, me miró con una mezcla de miedo y alivio en sus ojos
negros.
—¿Y quién soy?
«Eres fuego y eres roca, eres el sendero que me lleva a casa. Eres un león,
eres un guerrero, eres un pirata, eres el único capaz de transformar mi vida en
una gran aventura. Eres lo mejor que me ha pasado. Eres el único amigo que
querría tener nunca.»
Pero, obviamente, no lo dije en voz alta.
—Un diamante —respondí—. Te rompes, pero sin doblarte. Eres la persona
más fuerte, valiente... y a veces molesta que conozco. —Le sonreí y le sonsaqué
una sonrisa también a él, que retomó el control de las emociones.
Su voz sonaba dulce cuando dijo:
—Esa eres tú, Medialuna...
Esa fue la noche de las primeras veces para mí, ya que hasta ese momento
siempre había odiado aquel sobrenombre; en ese momento, en cambio, me
provocó una especie de vuelco en el corazón.
Lo ignoré, intentando mantener la concentración.
—Entonces somos iguales, tú y yo. —Arrugué los labios con una mueca
cómica que lo hizo sonreír—. Dos diamantes... dieciseisañeros.
—Somos aún jóvenes, pese a todo. Tenemos varios centenares de miles de
años ante nosotros antes de despuntar en la superficie...
—Ya, también con este vestido me parece tener sesenta y cinco años... —
murmuré, mirándolo con dudas.
Leonardo rio.
—No es verdad, venga. Te queda bien.
Ignoré el sobresalto de mi corazón ante esas palabras y enmascaré la leve
incomodidad con un suspiro irritado.
—Mi madre no acierta nunca con los regalos. Le había pedido
desesperadamente un collar con un colgante de circonio Ratanakiri, y ¡va y me
regala este vestido de viuda alegre! —exclamé, para aligerar el ambiente.
—¿El circonio azul? —Su mirada se volvió súbitamente impenetrable—. ¿La
piedra de los enamorados?
—Sí. Hace que los lazos de amor sean indisolubles —precisé como de
costumbre, pero al darme cuenta de lo que había dicho, me sentí incómoda sin
saber por qué. Él se puso rígido de repente y el corazón me dio un vuelco—. Oh,
sí, pero no es por eso... —me repuse rápidamente, imponiéndome volver a la
calma. Era mi mejor amigo, ¿qué sentido tenía agitarse tanto?—. Es decir, vi uno
de pequeña, en un collar, y me quedé fascinada. Sueño desde siempre con tener
una piedra así, para mí su color azul es de una belleza única que no tiene
ninguna otra gema. Pero no es solo por eso. Si pienso en esa piedra, me viene a
la cabeza el día que decidí lo que haré de adulta. Viajaré por el mundo a la
búsqueda de gemas. Es una piedra que me recuerda en quién quiero
convertirme... quizás es por eso que me siento tan unida a ella.
El rayo de luz interior en Leonardo se apagó de repente de su rostro.
—Yo no sé qué voy a hacer después del instituto... —dijo con un suspiro de
amargura.
—Oh, ¡sí que lo sabes! Vendrás conmigo a hacer de portaequipajes. —Logré
arrancarle una media sonrisa, pero de nuevo se apagó antes de alcanzar sus ojos
—. ¡Eh! Pero ¿qué te pasa esta noche? ¿Te han nombrado miembro honorario
del Club de los Suicidas? —Por instinto me aproximé, le cogí la mano que tenía
apoyada en la rodilla y se la apreté entre las mías—. ¡Escúchame bien! —
Busqué su mirada y la fijé en la mía—. Tú puedes hacer todo lo que quieras,
¿vale? —Le sonreí sincera, asintiendo con la cabeza para subrayar aún más la
verdad de mis palabras—. ¡Yo sé que puedes!
Él me miró perplejo.
—Gracias —murmuró con un suspiro, apoyando la otra mano en las mías y
apretándolas.
Un escalofrío me sacudió y me di cuenta de que era como si mi cuerpo
respondiera a las vibraciones del suyo. En ese momento me volvieron a la
cabeza las palabras del abuelo cuando hablaba de la «piedra gemela», la única de
la que sientes provenir una especie de atracción, la única que te llama. Con
pánico, levanté la mirada de nuestras manos y me encontré sus ojos.
Y luego el silencio lo envolvió todo. Los miedos, los sueños, las esperanzas
y aquella energía indefinida que se estaba expandiendo de mí hacia él y de él
hacia mí.
Al ruido de una puerta que se cerraba, nos volvimos velozmente hacia la
casa. Cuando el abuelo se acercó, Leo retiró las manos y se despegó de mí.
—¡Chicos! ¿Todo bien? —nos preguntó con tono preocupado.
—¡Sí, gracias! —aseguró Leo.
Cuando el abuelo estuvo bajo el árbol, miró hacia Leo.
—Hijo mío, ¡cuánto te gusta estar ahí arriba! Siempre me he preguntado por
qué.
Por un momento no le respondió, así que pensé en ayudarle haciéndolo en su
lugar, dado que aquella noche, como últimamente ocurría, parecía que le faltaran
las palabras. Estaba a punto de explicar que los problemas desde la altura se ven
con otra perspectiva, cuando vi que abría la boca para hablar. Me contuve justo a
tiempo para escuchar su respuesta.
—Porque aquí arriba estoy más cerca de la luna —dijo.
La mirada que me dirigió me cortó la respiración.
13
Celestina
Ayuda a superar los momentos difíciles otorgando serenidad, fuerza interior y lucidez. Libera la
mente del pesimismo y de las preocupaciones, y favorece la objetividad, ofreciendo una visión de
conjunto. Da confianza y alivia los estados de opresión, angustia e impotencia, ayudando a
superar los límites personales. En casa, purifica el ambiente de negatividad.

El grito de Alfredo me deja sin aliento.


—¡Pietro! ¡Pietro! —repite con voz desesperada—. ¿Qué te pasa?
¡Contéstame!
Cuando me precipito a la cocina y encuentro al abuelo tirado en el suelo, mi
cuerpo deja de responderme. Las piernas se me aflojan, la mente se me nubla
hasta no ser capaz de pensar. Alfredo está inclinado sobre él e intenta reanimarlo
dándole palmaditas en la cara.
En silencio a mi lado, Giulio asiste inmóvil a la escena, tan en shock como
yo.
Mi madre, detrás de nosotros, lanza un grito que me atraviesa las entrañas.
—¡Dios mío! ¡Está muerto!
El corazón me da un brinco.
—No, solamente se ha desmayado. ¡Ambra, cálmate! ¡Llama a una
ambulancia! —Al tono decidido de Alfredo, mi madre se rearma de la lucidez
necesaria para volver a la sala y hacer lo que debe.
La mirada firme y la voz segura me estremecen también a mí. Me precipito a
su lado, sumida en la angustia.
—¡Abuelo! ¡Abuelo! —lo llamo con voz rota, sacudiéndole los hombros.
Ante la palidez de su rostro, me siento perdida. «El corazón. Su corazón
caprichoso», es mi único pensamiento mientras con la mirada sigo a Alfredo,
que desliza dos cojines junto a la mesa y se los pone bajo los pies para
elevárselos.
De repente, un pequeño movimiento bajo mis manos temblorosas me
sobresalta. Bajo la mirada y me encuentro dos zafiros que me miran confusos.
—Luna... —La voz del abuelo es apenas un murmullo.
—¡Ay, Dios, menos mal! —suspiro, y el pánico se afloja, pero solo un
momento—. ¿Qué tienes? ¿Cómo te sientes?
—Nada. Estoy bien —me asegura mientras trata de enfocar mi rostro
parpadeando con más fuerza—. Solo un ligero mareo —añade, con voz un poco
más firme y hasta con fuerza para gastar una broma—: Demasiado sabai sabai,
tal vez...
Sus labios cerúleos dibujan una ligera sonrisa, su cara comienza lentamente a
recuperar el color y también Alfredo, a mi lado, parece aliviado.
—Sí, viejo amigo, ¡ya no tienes edad para empinar el codo de ese modo! —
le provoca. Y él aún sonríe.
Es en esa sonrisa en lo que encuentro fuerza para no ceder.
—¡Papá! —Mi madre se precipita a mi lado, de rodillas en el suelo frío
frente a la nevera.
—Todo va bien. —El abuelo la tranquiliza también a ella y, apoyando los
codos, intenta ponerse en pie.
—¡Ni se te ocurra! Ahora te llevamos al hospital. Tu corazón se ha
encabritado otra vez.
Él asiente y en silencio vuelve a tenderse, mientras la observa alejarse
decidida junto con Alfredo y Giulio.
—Yo voy a buscar los últimos informes médicos y el número del doctor
Tonelli. Vosotros id a abrir la puerta y esperad a la ambulancia en la esquina.
La habitación se vacía y nos quedamos solos.
—Ya verás cómo el doctor Tonelli te pone en forma —digo en tono ligero
para quitarle hierro a la situación. Me alejo para coger una toalla y ponérsela
debajo de la cabeza, cuando su mano intercepta la mía en el aire y la aprieta con
fuerza.
—No es el corazón esta vez, cariño mío. No es él —me susurra, con una
mirada resignada.
Mi mente se vacía de golpe y ya no sé qué pensar.

La sala de espera del ambulatorio es demasiado pequeña para tantas personas


y su dolor. Sin contar con que mi angustia ya bastaría para llenarla.
Una carcelera vestida de enfermera vigila la entrada ofreciendo alguna
información apática al que tenga la audacia de acercarse al mostrador a
preguntarle algo. Mi madre ha entrado con el abuelo. Giulio y Alfredo están
sentados en silencio junto a la entrada, desahogándose con algún que otro
suspiro cargado de preocupación.
Yo parezco un padre fuera de la sala de partos, caminando arriba y abajo en
espera de noticias. ¿Cómo pueden tardar tanto? ¿Por qué no nos dicen nada?
¿Qué le estarán haciendo?
En cuanto se abre la puerta que da acceso a los cubículos internos, aprovecho
un instante de distracción del celador uniformado para colarme dentro.
Deambulo por el pasillo esperando ver a mi madre y, con gran perplejidad, la
encuentro casi de inmediato cuando sale de una habitación, junto a un médico.
—¡Mamá! —Corro a su encuentro feliz de haberla encontrado. La felicidad,
sin embargo, se me escurre entre los dedos en cuanto ella se vuelve. Parece
alelada.
—¡Oh, cariño! —suspira en cuanto me ve.
—¿Cómo está?
Me mira un instante, justo el tiempo que tardan sus ojos en anegarse de
lágrimas. Luego viene hacia mí y rompe a llorar. Y en ese mismo momento me
siento morir. Las piernas ceden y me apoyo contra la pared para no caerme,
rígida para sostener los sollozos de mi madre.
Entro en el cubículo y, ante mi expresión perdida, el médico me explica lo
que sucede, dejándome sin palabras. Parece que el abuelo tiene un tumor, un
tumor que lo ha estado devorando por lo menos desde hace un año, y que ahora
ha crecido, y está dispuesto a continuar hasta que no quede nada que devorar.
Pero esto no es lo peor.
Lo peor es que él lo sabía.
—¿Por qué nos has hecho esto? —En la nube de desconcierto e incredulidad
que me ofusca la mente, es la única pregunta que aflora de la sombra—. ¿Por
qué no nos lo dijiste? —Mi voz tiembla de resentimiento y sufrimiento a partes
iguales.
Nunca me había parecido tan viejo y cansado como ahora. Miro a este
hombre tendido en la cama y me pregunto quién es. ¿El mismo que de pequeña
me llevaba a la búsqueda de tesoros escondidos y que me contaba sobre los
indecibles poderes de la turmalina negra o el jaspe rojo? ¿El gigante que había
viajado por tierra y mar a la caza de las gemas más raras y las historias más
irresistibles que jamás había escuchado? No. No puede ser él.
—No quería que os preocupaseis —murmura, y su voz exuda amargura.
—¡Ni siquiera a mí! —Muevo la cabeza en un gesto de negación, con
incredulidad; me siento traicionada por la persona en la cual confío más que en
nadie en el mundo. Estoy tan tocada que no soy capaz de calibrar qué hace más
daño, si su enfermedad o el hecho de que me la haya ocultado en todo este
tiempo.
Sus ojos se humedecen.
—Lo sé, cielo. Pensaba que era lo mejor...
—¡Pero es... es absurdo! —suelto, y leo dolor y miedo en su mirada, y el
enfado que me posee se desmorona como un castillo de arena. Cojo aire
profundamente y me aproximo a la cama—. ¿Cuándo? ¿Cómo lo descubriste?
Sus labios esbozan una leve sonrisa que es el colmo de la gratitud. Con la
mano me indica que me siente a su lado, y yo, alelada, obedezco.
—Hace casi un año, antes de abrir la nueva tienda en el centro —dice. Tras
un suspiro tembloroso añade—: Mientras me duchaba noté un pequeño nódulo
aquí. —Se señala el centro del esternón—. Fui al médico, que me pidió unas
pruebas. Era una metástasis ósea: el tumor principal era de próstata.
Una patada en pleno pecho.
—¿Ya estaba tan extendido?
Asiente.
—Hasta ahora lo había podido controlar con terapia hormonal y radioterapia,
pero en el TAC de hoy han encontrado nuevas células tumorales en los ganglios.
Por eso, llegados a este punto, no sé cuánto más viv...
—No lo digas —lo interrumpo, no puedo siquiera escuchar cómo termina esa
frase. Todo mi mundo está en esa cama. Si él cae, yo caigo con él.
El abuelo extiende su mano para que se la coja entre las mías.
—Tienes que ser fuerte, Luna. Y sé que lo eres.
Hago un gesto afirmativo con la cabeza, cierro los ojos y respiro hondo.
—¿Te duele?
—No; estoy bien —me asegura—. ¿Dónde está tu madre?
—En el pasillo. Está dudando si venir a consolarte o a terminar contigo con
el palo del gotero —digo, intentando desdramatizar.
—¡Esta es mi Luna! —Me sonríe.
El fantasma de un futuro sin él se asoma por vez primera a mi mente y no
creo haber sentido tanto miedo en mi vida.
Aprieto los dientes y contengo las lágrimas. Soy fuerte, puedo aguantarlo. Y
lo aguanto hasta que salgo de la habitación, porque fuera me encuentro sola y no
puedo menos que pensar que así será dentro de poco tiempo.
Sola.
Me siento perdida: el único punto fijo de mi universo, mi sol, está a punto de
apagarse y yo no puedo hacer nada por evitarlo.
Vuelvo a la sala de espera, donde se encuentra Giulio, dispuesto a
consolarme y acogerme con su abrazo.
A Giulio se le da bien aliviar el dolor, siempre se le ha dado bien. Me
estrecha contra sí y no hace más que repetirme cuánto me quiere.
Una vez que ha aceptado que mi corazón se ha roto, se preocupa por intentar
recomponer los pedazos uno a uno. Es una tarea larga y paciente, escrupulosa y
atenta, pero al final, a saber cómo, lo ha logrado. Es cierto que el resultado final
no es perfecto. Mi corazón es un mosaico incompleto, un puzle en el que las
piezas principales se han perdido en la nada, desintegradas, y la imagen que
aparece al final es algo que se parece al original, pero que jamás podrá ser igual.
Sin embargo, Giulio ha hecho más de lo que cabía esperar: ha obrado un
pequeño milagro ahí donde solo había ruinas. Ha reconstruido algo donde no
había nada.
Estará a mi lado también esta vez, sé que estará.
Solo me pregunto si será bastante.
14
Calcopirita
Esta piedra infunde energía, confianza y esperanza. Genera curiosidad y ganas de tener nuevas
experiencias, saca a la superficie emociones escondidas para que así se afronten y se
comprendan. Estimula la atención y la concentración, favoreciendo la capacidad de poner en
relación aspectos sin aparente vinculación.

Nunca habría pensado que mi primer beso sería en la fiesta de Iván el


Terrible. Como tampoco que un drama existencial como ese le pudiera afligir a
alguien como yo. Estaba delante del espejo de mi habitación desde hacía más de
diez minutos, un récord para mis estándares. Me había puesto unos pantalones
negros y un jersey bonito, robados del ropero de mi madre.
¿Desde cuándo robaba ropa?
Pero ese no era el asunto más grave. Lo peor es que no era capaz de
decidirme y me estaba volviendo paranoica. ¿El cabello tenía que llevarlo
recogido o suelto?
Lo recogí en una coleta y observé mi reflejo en el espejo, girándome a
derecha e izquierda. Enérgica y deportiva, la Luna de siempre. Ya podía irme.
Entonces el diablo malo me susurró al oído: «A él le gusta más suelto...»
De este modo, la mano lo soltó y el cabello me cayó por la espalda: el efecto
era decididamente diferente, más dulce y romántico. Pero ¿de verdad quería ser
romántica?
Con pánico, volví a recogerme el pelo.
Luego recordé cuando Leo me había deshecho la coleta el día de mi
cumpleaños: los ojos fijos en los míos, su mano que me tocaba la cara
despertando un hormigueo a su paso.
Me solté de nuevo el pelo.
«Castelli, ¡te estás volviendo ridícula!»
Y después, otra vez recogido.
Y otra vez suelto.
Al final, la parte de mi cerebro que aún funcionaba se rebeló y puso orden.
Ponerse guapa para un chico era como traicionar a todo el género femenino.
¿Los años de lucha feminista no nos habían dejado nada? Y, además, no tenía
sentido.
Por tanto, me recogí el pelo detrás de la nuca como de costumbre y sonreí a
la muchacha del espejo, orgullosa y segura de sí misma. No me pondría guapa
para él, jamás de los jamases.

Con un beso apresurado me despedí de mi madre y bajé del coche.


La casa de Iván se alzaba imponente en una esquina. Después del divorcio,
su madre se había vuelto a casar. También Iván, ahora que había encontrado una
especie de estabilidad, no era ya tan «terrible».
Al entrar miré alrededor buscando a Leo. Y a mis otros compañeros de clase,
obviamente. El primero que me interceptó fue Giulio.
—¡Eh, Luna! —Vino hacia mí con una sonrisa afectuosa—. ¡Qué bien se te
ve esta noche!
Me encogí de hombros.
—¡Gracias! ¡A ti también! —dije sincera, con una mirada de aprecio por la
camisa azul que realzaba el color de sus ojos tono lapislázuli. Sabía tanto de
cuestiones del corazón como un recién nacido puede saber de física nuclear, pero
había algo últimamente en el comportamiento de Giulio —la rapidez con que
miraba hacia otro lado cuando lo sorprendía mirándome fijamente o el leve rubor
que le subía por el cuello cuando persistía en hablarme como ahora— que me
hacía pensar en un posible interés por mí, y la idea me halagaba.
Mientras me hablaba del último problema de matemáticas, no fui capaz de
no mirar alrededor. Al no ver a Leo por ningún lado, la idea de que se hubiera
pegado a Elena Donati o a alguna de sus amiguitas me provocó una punzada de
desesperación.
—¿Cómo van los entrenamientos? —me preguntó Giulio, distrayéndome—.
De vez en cuando te veo la tarde en que vas a correr...
—¡Bien! —asentí con renovado buen humor—. He logrado hacer casi diez
kilómetros con un promedio de tres minutos y medio por kilómetro. Leo dice
que es bueno.
—¿Bueno? ¡Es grandioso! —exclamó entusiasta—. ¡De verdad eres
buenísima!
Sonreí y me encogí de hombros, mientras su expresión se tornaba como
intimidada de golpe.
—¿Sabes? Mmm... el míster me dice que soy muy lento y que debo entrenar
más. Si te parece, alguna vez podríamos ir a... a correr juntos.
Estaba a punto de responderle que sí, cuando a mi espalda alguien habló en
mi lugar.
—Ella tiene su ritmo y debe mantenerlo. —Me volví y vi a Leo con una cara
más oscura que su jersey—. No puede correr con nadie, la ralentizaría.
¿Ah, sí?
Giulio se quedó tan sorprendido como yo por aquella repentina aparición;
pese a todo, encontró la fuerza para responderle.
—Pero he visto que a veces tú vas a correr con ella...
Leo se pensó un instante la respuesta.
—Entonces, digamos que no puede correr con nadie que no sea yo.
¿Qué diablos estaba diciendo? Lo miré desconcertada, una extraña mezcla de
rabia con algo más me revolvía las tripas.
—¿Y desde cuándo, si puede saberse?
Se encogió de hombros, y la forma en que lo hizo me puso de los nervios.
—Desde hoy —dijo simplemente.
Mi propio amigo se estaba poniendo incomprensible. Lo miré con
incredulidad, esperando una explicación que no llegó. Así, lo agarré por un
brazo y me lo llevé aparte.
—Pero, bueno, ¿se puede saber qué te pasa? ¿Por qué eres siempre tan
grosero con él? —le solté, dirigiendo la vista al pobre Giulio, que se quedó de
piedra ante el numerito de Leo—. Él siempre es amable y majo, y tú eres un... —
Estaba tan enfadada que no me venía la definición exacta. Luego la encontré—:
¡Un gilipollas!
—¡Oh, perdona si me preocupo por tu carrera deportiva! —saltó él—. La
única carrera que conoce Giulio es la del hospital cada vez que se rompe algo. —
Soltó una risita y la sangre me subió a la cabeza.
—Eres malo y además... ¡gilipollas!
Leo miró al cielo. Intenté no pensar en lo monótono que mi cerebro resultaba
en la elección de palabras.
—Deberías esforzarte en ser un poco más amable con él —añadí.
—Ni muerto.
Yo tenía un vocabulario bastante limitado, pero el suyo ciertamente dejaba
mucho que desear.
—Si lo conocieras mejor, te resultaría simpático.
La expresión de Leo se volvió inquietante.
—El hecho de que estés enamorada de él no significa que yo tenga que
imitarte. ¿Sabes?, no es realmente mi tipo... —Me fulminó con la mirada y yo
me revolví.
—Pero ¿qué estás diciendo? ¡No es verdad! —grité furiosa. ¿Qué me estaba
ocurriendo?
—¡Oh, es verdad! ¡En menos de un minuto me has hecho ver lo bueno,
guapo y amable que es!
—¡Porque lo es! —rebatí, consciente de que me liaba yo solita.
Una mano de dedos finos se posó sobre el hombro de Leo e interrumpió
nuestra discusión. Cuando él se volvió, con horror descubrí que pertenecía a
Elena Donati, mi castigo.
Siempre había sido guapa, desde pequeña, pero ahora había excedido con
mucho la media. Su piel de porcelana destacaba envuelta en su larga melena
rubio platino, como si una lámpara la iluminara.
—¿Qué tal? —ronroneó, dirigiendo a Leo un aleteo con aquellas pestañas
suyas tan largas. Luego reparó en mí—. ¡Ah, Luna!
»¿Vienes a bailar? —Elena introdujo la mano de Leo en la suya y, no sé por
qué, el primer pensamiento que me vino a la cabeza fue el deseo descontrolado
de recuperar una guadaña del invernadero del padre de Iván para amputársela.
Leo se encogió de hombros.
—Vale —dijo, y se volvió hacia mí—. ¿Vienes?
Pero mi mente se había quedado paralizada en la imagen de la mano de ella
en la de él.
—Ni muerta —le espeté.
Sacudió la cabeza con expresión hermética, y se dirigieron al centro del
salón, donde empezaron a bailar junto con las demás parejas.
Elena se movía con gracia, sensual y provocadora.
No era capaz de dejar de mirarla mientras se restregaba contra mi mejor
amigo, y cuanto más lo hacía, más me corroía por dentro.

Leo y yo nos evitamos escrupulosamente el resto de la velada.


Pero ¿qué es lo que pasaba?
La fiesta estaba tocando a su fin, y la mitad de los chicos ya se había ido, en
todos los sentidos: el literal —habían vuelto a casa— o el figurado, gracias a la
elevada tasa de alcohol en sangre.
Para recuperarse de su actuación en la pista de baile, Iván se había preparado
una superhamburguesa con todo tipo de salsas y todo lo que había encontrado en
la nevera, y la estaba degustando sentado en el suelo, frente al sofá.
—¿Jugmss a vrrdd o rto? —exclamó con la boca llena. Ante nuestras caras
de estupor, tragó ruidosamente y tradujo—: ¿Jugamos a «Verdad o reto»?
Aunque no estábamos convencidos, nos dispusimos a su alrededor en el
suelo. Por alguna extraña ley cósmica, Elena decidió sentarse a mi lado, mientras
que Leo quedó en la parte opuesta del círculo.
El juego comenzó con confesiones de vestuario de escuela y con el tequila
fluyendo.
—¡Leo, te toca a ti! —gritó Alessia—. ¿Reto o verdad?
Una chispa maliciosa brilló en sus ojos cuando cruzó la mirada con su
amiguita, sentada a mi lado.
Un terror ciego me produjo un escalofrío al pensar que, fuera como fuese, la
elección de Leo se hubiera relacionado con Elena.
—Reto —dijo él. Una sonrisa mefistofélica despuntó en el rostro de Alessia
y me sacudió otra oleada de pánico. Apreté los puños, preparándome para el
golpe.
—¡Tienes que besar a la chica más guapa de la fiesta! —le ordenó Alessia,
guiñando un ojo a su amiga. Leo asintió, como si no esperara otra cosa.
Con una punzada que me atravesó el pecho, mis ojos se precipitaron hacia el
suelo y allí se quedaron. Mientras lo escuchaba levantarse y aproximarse, me
puse a estudiar con la máxima atención las vetas de mármol bajo mis botines
negros, como si, esculpida en la piedra, estuviera la respuesta a los más grandes
misterios del universo.
Cuando una sombra se posó sobre mis zapatos, por instinto levanté la mirada
y me topé con que Leo me miraba fijamente. Estaba arrodillado frente a mí, con
una expresión indescifrable en sus ojos negros.
Después todo sucedió tan deprisa que me cogió desprevenida.
Me agarró por la nuca atrayéndome hacia sí y me plantó un pequeño beso en
los labios. Mi primer beso. La explosión de emociones que me abrumó se
convirtió en incendio cuando su boca se abrió y las puntas de nuestras lenguas se
tocaron.
Cuando Leo me soltó, mi cerebro estaba colapsado. Solo alcanzaba a sentir
las mejillas ardiendo.
En el largo silencio que siguió, él me miró con expresión interrogante, como
escrutando mi reacción. Es cierto, debería haber tenido alguna. Pero ¿cuál?
Intenté analizar rápidamente la barahúnda de sensaciones que me invadieron y la
primera que reconocí fue una alegría desmedida, una felicidad tan pura y loca
como jamás la había sentido.
Sin embargo, cuando recordé que solo era un juego, la desilusión fue tan
candente que una punzada de dolor me devolvió a la realidad. Tenía que haber
besado a la más guapa de la fiesta, y estaba claro que no era yo.
Me volvieron a la cabeza las palabras de Elena unos años antes, en la cantera
para la construcción del paso soterrado bajo las vías, y entonces lo entendí: de
verdad le daba pena.
Un latigazo seco.
La felicidad se transformó en dolor y el dolor dio paso a un acceso repentino
de furia. No sabía cómo traducir el tumulto que experimentaba, así que recurrí a
la palabra del día:
—¡Gilipollas!
Y, para ser más clara, en esta ocasión precisé el concepto con una sonora
bofetada.
Me levanté de un brinco y corrí afuera, ante la mirada atónita de todos.
Atravesé el jardín y salí por el portón.
—¡Eh! ¿Se puede saber qué te pasa? ¿Te has vuelto loca? —Leo me dio
alcance, me cogió de un brazo y me obligó a hacer una frenada brusca.
Me volví con ojos llameantes.
—¿Yo, loca? —espeté—. ¡Más bien tú! ¿Qué pretendías?
Arrugó la frente, confuso.
—¿Besarte?
—¿Y te parece normal? —grité.
—¡He hecho lo que me han pedido!
—Tenías que besar a la más guapa, y está claro que no soy yo, idiota.
Me miró como si yo acabara de decir que una manada de pingüinos había
conquistado el mundo.
—¿Y quién lo dice?
Cerré los ojos y suspiré, intentando mantener la calma.
—Escucha, si se trata de una broma, no tiene gracia.
Se retrajo como si lo hubiera abofeteado de nuevo.
—Voy en serio, Luna —dijo con la voz rota.
De repente, también la mía se rompió.
—No... no me tomes el pelo.
Él buscó mi mirada y la mantuvo.
—Nunca lo haría.
Algo, por el tono en que lo dijo, me hizo estremecer. Sus ojos eran
insondables, pero mi corazón palpitante me decía que eran sinceros.
Eso me dio miedo y me eché atrás.
—¡Dios! ¡No entiendo por qué me estás haciendo esto! —exclamé, agitando
los brazos en el aire. Luego la voz cedió al peso de la frustración—. Yo no soy
como ellas... como Elena o esas con las que sueles salir. No lo seré nunca.
Hasta ese momento no había dado mucha importancia a mi aspecto, pero
desde que veía a las chicas revolotear alrededor de Leo, no lograba ignorar que
eran mucho más guapas que yo. Y que yo... era solo yo.
Sin embargo, la mirada que me dirigió Leo me confundió. Se acercó,
mirándome como si de verdad hubiera algo hermoso que ver en mí.
—O quizá son ellas las que no son como tú... ¿Nunca lo has pensado?
Su pregunta me acalló y nos miramos fijamente un largo instante.
«¿Por qué no me crees?», preguntaba su expresión.
—No lo creo porque la idea de que sea verdad que tú puedas sentir eso por
mí es tan maravillosa que me parece un sueño, pero al mismo tiempo es
totalmente absurda.
No sabía qué pasaba entre nosotros, solo sabía que mi corazón jamás había
latido tan fuerte como en ese momento, con él tan cerca.
Leo se llevó las manos a la cabeza; parecía frustrado.
—Maldita sea, Luna, ¿cómo es posible que no entiendas...?
La frase se apagó en sus labios cuando un gran automóvil negro se detuvo
bruscamente a nuestro lado. Una ventanilla bajó dejando ver a dos hombres, uno
sobre la cincuentena, de cabello oscuro y ojos glaciales.
—Eres Leonardo Landi, ¿verdad? —preguntó con tono áspero. De repente,
el ambiente se hizo más gélido de lo que ya era la noche.
Yo me estremecí, pero Leo no se dejó intimidar.
—¿Quién es usted?
—Te he hecho una pregunta.
Pero no cedió.
—También yo.
Con un gesto de fastidio, el hombre mostró el puño en el volante. Yo me
sobresalté. Leo, en cambio, permaneció impasible.
—No tenemos tiempo que perder, chico —le dijo con voz cortante—.
¿Dónde está tu padre?
Esperaba que fueran dos policías de paisano, porque no quería ni imaginar
quiénes podían ser.
—¿Por qué tendría que decirle dónde está mi padre?
—Porque necesitamos hablar con él. Es urgente.
—No sé dónde está.
Sabía que había tenido que viajar a Roma porque su hermano no estaba bien,
pero no era capaz de entender por qué lo estaban buscando con tanta urgencia.
Un bufido de impaciencia.
—No te pases de listo con nosotros, chaval... —La amenaza en su tono era
palpable.
Por instinto me aferré al brazo de Leo, un poco por apegarme a él, y otro
tanto por retenerlo. Temía que superase la frontera entre valentía e inconsciencia,
y esos dos no tenían pinta de estar bromeando en absoluto.
—No me paso de listo, solo he respondido a su pregunta —les dijo con voz
firme.
El hombre gruñó e hizo ademán de bajar del coche, pero en ese momento el
portón del chalé se abrió, dejando paso a nuestros amigos. Mi inesperado
arrebato histérico debía haber desencadenado tanta curiosidad que, pese al frío,
todos habían decidido salir para ver qué estábamos haciendo.
Solté un suspiro de alivio y también el brazo de Leo se relajó bajo mis dedos
helados. El hombre echó un vistazo contrariado hacia aquel alborotador grupito
y luego dio un acelerón al motor.
—Cuando veas a tu padre, dile que unos viejos amigos lo están buscando.
Leo se quedó impasible y el hombre le sonrió, burlón.
—Hasta pronto, Leonardo —se despidió. Y entonces se volvió hacia mí con
una sonrisa aún más severa—: Adiós, señorita Castelli.
Mi corazón se paralizó un instante y luego duplicó los latidos. ¿También me
conocían a mí? Leo se puso delante de mí instintivamente. Con él haciéndome
de escudo, ya no vi la cara de aquel hombre, pero lo oí reír mientras aceleraba y
se iba.
Mientras alrededor de nosotros las risas y los cacareos de nuestros amigos
llenaban la noche, Leo y yo nos quedamos en silencio, petrificados.
Solamente cuando me vi de nuevo capaz de hablar le hice la pregunta que me
martilleaba la cabeza toda la tarde.
—Leo, ¿qué está ocurriendo?
Ni yo sabía a lo que me estaba refiriendo.
Sin apartar la vista del coche que desaparecía en la noche, me cogió la mano
y me la apretó con fuerza.
—No lo sé —murmuró, resignado. No era la respuesta que necesitaba, pero
mientras me mantuviera la mano apretada ya me bastaba.
15
Howlita
Aquieta la mente y proporciona una calma increíble. Puede mitigar turbaciones fuertes,
rompiendo aquellos vínculos que ligan las emociones del pasado a reacciones del presente.
Enseña el arte de la paciencia y ayuda a eliminar la rabia incontrolada. Puesta bajo la
almohada es un óptimo remedio contra el insomnio. En el bolsillo absorbe la rabia.

El miedo de lo que había dicho el oncólogo me ha tenido despierta hasta las


cuatro de la madrugada. Cuando finalmente he sido capaz de dormitar en la silla
del hospital la pesadilla ha vuelto, obligándome a levantarme.
Tenía razones para estar espantada porque el médico acaba de confirmar
aquello que temíamos. Mientras deambulo atontada por los pasillos del hospital
me resuenan en la cabeza sus palabras. Le queda un año, como mucho un año y
medio: esa ha sido su sentencia.
Lo más terrible es que el tiempo que le queda al abuelo ya está pautado por
ciclos de quimio y radioterapia y ulteriores análisis y exámenes, solo para
posponer lo más que se pueda lo inevitable. Lo de antes nunca volverá: intento
habituarme a la idea, pero me resulta inconcebible.
—¿Estás bien? —Mi madre me toca el brazo, preocupada.
—Sí.
—Necesito un café. ¿Quieres uno? —me pregunta, pasándose una mano por
la cara marchita por el dolor y el cansancio.
—No; voy con él. —Respiro hondo y me dirijo hacia la habitación.
Pienso en cómo hemos podido llegar hasta aquí y cómo me lo he montado
para no darme cuenta en todo este tiempo. ¿Ha sido el talento de mi abuelo para
mantenerlo oculto y yo ciega por no haberme percatado?
Solo ahora me explico por qué últimamente estaba siempre cansado y se
dormía por todas partes, y por qué se iba cada mañana sin decir el motivo. He
aquí el motivo. Un motivo furtivo y traicionero, invisible pero capaz de hacer
saltar por los aires todo mi mundo.
El abuelo ha dicho que se había descubierto el tumor hacía un año, cuando
compró el nuevo negocio en el centro. Vuelvo con la mente a ese período,
intentando recordar al menos un detalle en el que tal vez no había reparado y que
hubiera podido revelar su enfermedad.
—Cariño, acaban de inaugurar un nuevo rascacielos en el centro y... ¿sabes
cómo se llama? ¡Moonlight! Mi Luna no puede dejar de ir a trabajar ahí —me
dijo la tarde en que me dio la noticia, con los ojos brillantes de una alegría loca.
Estaba convencido de que sus piedras de la felicidad se venderían como
rosquillas en aquella gran galería comercial y en menos de un mes organizó él
solo el traslado.
Su entusiasmo se podía tocar, su energía rozaba lo increíble, era como si la
noticia de aquel nuevo edificio abierto en el centro hubiese encendido una nueva
luz en su ánimo y no había nada que pudiera hacer pensar en el terrible secreto
que guardaba.
Pero hoy está hospitalizado en este lugar.
Inmersa en mis pensamientos, tropiezo contra alguien que sale de su
habitación.
—¡Oh, perdón! —digo.
—Perdón —murmura él.
El corazón se me hace un nudo en la garganta y levanto la mirada de golpe.
Leonardo me mira con una mezcla de estupor y alarma en sus ojos.
Su voz es cauta cuando susurra mi nombre.
—Luna...
Yo estoy tan sorprendida de encontrarlo aquí que no soy capaz siquiera de
hablar.
—¿Qué demonios haces con mi abuelo? ¿Cómo has sabido que estaba aquí?
De repente siento un picor en las manos y tengo ganas de golpear a alguien.
Él debe de notarlo, pues su expresión se vuelve dura. Abre levemente los
labios, pero titubea. Ha cambiado de opinión; se vuelve hacia mi abuelo, sentado
en la cama.
—Adiós de nuevo, Pietro —le dice.
—Hasta luego, hijo. —Le sonríe.
Leonardo me hace un gesto rápido con la cabeza y se aleja por el pasillo.
Tardo unos segundos en recuperarme y después me precipito hacia la cama,
la sangre ya me ha subido a la cabeza.
—¿Me explicas qué diablos hacía este aquí? —exijo, aunque sé que no
debería.
El abuelo se acomoda la almohada y se apoya en la cabecera con toda la
calma del mundo.
—Ha pasado a verme y a saber cómo estaba —responde como si fuera obvio.
—¿Y cómo sabía que estabas aquí? —replico con voz estridente.
Se encoge de hombros.
—Se lo dije yo.
Abro los ojos de par en par por el horror. Ha enloquecido.
Intento recordar que está enfermo, probablemente no está en sus cabales,
pero en este momento querría despedazarlo con mis propias manos.
—Vale, vale. Déjame explicarte, antes de que te cabrees —dice con una
sonrisa prudente.
Lo miro escéptica.
—Pues demasiado tarde.
—Antes de volver a buscarte en la tienda el otro día, Leonardo me llamó a
casa para saludarme y preguntarme si era oportuno intentar hablar contigo. Yo,
obviamente, le dije que sí, que era oportuno... y le animé a hacerlo.
Una puñalada en el corazón.
—Pero ¿cómo has podido? —salto, sintiéndome traicionada. Una vez más.
—Bueno, Luna, ha pasado tanto tiempo... Ahora eres una mujer fuerte,
estaba seguro de que no te haría ningún mal volver a pensar en aquello que
sucedió hace... ¿cuánto? ¿Diez años?
—Trece.
—¿Me equivocaba, acaso? —pregunta, y la miradita maliciosa que le sigue
me provoca una mueca de dolor.
—No, por supuesto que no. Estoy bien —repito, intentando camuflar mi
nerviosismo—. ¡Solo que para mí es una historia cerrada y no quiero hablar más
de ello!
El abuelo sacude la cabeza.
—¿Y no crees que él, sin embargo, podría necesitar hacerlo?
La piedra de luna parece martillear mi dedo, pero la ignoro.
—Lo que él necesite no es problema mío. Y no debería serlo tampoco tuyo.
Después de todo, lo que hizo aquella noche también te dañó a ti —respondo
gélidamente.
La luz de la mañana se filtra tamizada por el toldo. La habitación está
surcada por largas sombras provenientes del pasado. El abuelo parece cansado y
desilusionado, y de repente me asalta una profunda desesperación.
—Tú no sabes lo que hizo aquella noche porque nunca quisiste escucharlo —
me dice con un tono de reproche impropio de él. Luego su mirada se dulcifica—.
Pero deberías saber lo que hizo el resto del tiempo, cuando estaba junto a ti.
Quizá deberías pensar en eso, Luna. —Y con una mirada insinuante termina—.
En lo que te hacía brillar.
16
Andalucita
Piedra altamente protectora, era utilizada por los antiguos contra el mal de ojo. Gracias a las
potentes energías creativas que posee, es capaz de transformar los pensamientos negativos en
positivos. Resuelve conflictos y problemas, y ayuda al individuo a realizarse, reforzando el
sentido de identidad. Es útil para revelar una pasión inconsciente o constreñida por la razón.

La corteza terrestre está llena de diamantes que nadie irá jamás a buscar.
Miles de yacimientos se esconden aún en las profundidades en las que se
originaron, pero solo unos pocos han tenido la fortuna de que los sacaran a la
superficie.
Leo había acabado siendo como un pequeño yacimiento de diamantes en una
columna de kimberlita. Tenía la impresión de que sacaba al exterior únicamente
una pequeña parte suya, mientras la más consistente quedaba oculta en la
hondura de su alma. Me pregunté si lo conocía tan bien como pensaba: sus
silencios me atormentaban.
Después de la fiesta de Iván no tuvimos contacto en dos semanas, todo un
récord para nosotros.
Nos veíamos en la escuela, pero él no habló más de lo ocurrido aquella
noche. Es más, se comunicaba con monosílabos.
Las pocas veces en que nos vimos obligados a hablarnos, los dos
buscábamos temas de conversación para cubrir los silencios incómodos.
No era capaz de dejar de pensar en aquel beso; si cerraba los ojos me parecía
sentir todavía el sabor de sus labios. Por un instante había estado tan cercano...
como nunca antes.
—Ahora salgo un momento, ¿vale? —dijo mi madre, arrancándome de la
ensoñación y devolviéndome a la realidad. Levanté los ojos de la piedra howlita
azul con que jugueteaba meditabunda y la miré confundida. No había seguido la
conversación. Incluso no me había dado cuenta de que estuviéramos hablando y
no sabía a qué se refería. Entonces me percaté de que se había puesto pintalabios
y que llevaba la pulsera de berilo amarillo, símbolo del amor, y recordé por qué
estaba yo allí: me pidió que la sustituyera media hora en la tienda para salir con
Alfredo.
—Vale —murmuré.
—Solo será un café —precisó, a la defensiva.
—¡Claro, claro! ¿No iréis a un hotel a consumar la sórdida pasión que os
devora? —la pinché.
—¡Luna! Pero ¿qué dices? En serio, solo se trata de un café entre amigos.
—¡Y yo solo he dicho que vale! —Me reí.
Ella, en cambio, estaba cada vez más nerviosa.
—Si viene alguien dile que regreso pronto. Se trata...
—... solo de un café. Sí, lo he entendido.
—De todas maneras, está a punto de llegar el abuelo —añadió, recogiendo su
bolso para salir disparada y zafarse de mis pullas.
Volví a darle vueltas entre los dedos a aquella hermosísima piedra azul. Se le
atribuye la extraordinaria propiedad de ayudarnos a entender la diferencia entre
amistad y amor.
Si hubiera sido sincera conmigo misma, no habría tenido necesidad de
aquella piedra para saber que lo que sentía por Leo ya no era una simple amistad,
pero ser consciente de ello me asustaba demasiado.
Cuando oí la puerta abrirse de nuevo, levanté la vista esperando ver al
abuelo. Los ojos aún no habían enfocado debidamente el perfil oscuro al otro
lado del local, pero mi corazón, que fue el primero en reconocerlo, se aceleró.
—Hola. —Leonardo entró con paso incierto, algo insólito en él.
—Hola —murmuré con la boca repentinamente reseca.
—¿Estás sola?
—Sí, mi madre ha ido a tomar un café con Alfredo.
Leo alzó las cejas y sonrió.
—¿Ahora se dice así?
Me encogí de hombros y sonreí a mi vez. Luego, silencio.
Pero ¿qué nos estaba pasando? ¿Por qué de repente no éramos capaces de
reír y bromear como antes? En ese momento me poseyó una verdad reveladora:
la adolescencia era un asco. Cuando éramos niños todo era más simple, nada de
silencios, nada de miradas o gestos ambiguos. Ahora todo era terriblemente
complicado, y lo que antes era o blanco o negro parecía decantarse por una serie
de matices incomprensibles.
—Hace tiempo que no nos vemos —dije para romper el silencio.
—He tenido cosas que hacer.
—Mmm... —asentí, esforzándome por no pensar en qué tipo de actividades
lo habían tenido ocupado y, sobre todo, si tenían que ver con Elena.
Entonces él habló con un tono diferente, decidido.
—Vale. No es verdad que tuviera cosas que hacer. Pensaba que estabas
todavía enfadada por... lo de aquella noche.
El beso.
Sus labios en los míos.
—¡No! ¡No lo estoy! —salté demasiado rápido—. No estaba enfadada, solo
que... —¿Qué? Ni yo misma lo sabía.
Leo bajó la mirada.
—Lo siento, no quería que se crease... en fin, ya sabes... —murmuró.
Aparté los ojos torpemente y asentí con vigor.
Me miró y por un momento tuve miedo de que viera en mis ojos algo
inapropiado.
—Entonces... ¿está todo bien? —me preguntó sin apartar la mirada.
Asentí con la sonrisa más amplia de que fui capaz.
—¡Todo bien! —respondí decidida.
Él reflexionó un momento. Hizo el amago de decir algo más, pero luego se lo
pensó. Al final me tendió la mano.
—¿Amigos?
Se la estreché con fuerza.
—Pues claro.
Y la piedra que tenía en el bolsillo se desintegró tras lanzar un agudo grito de
desesperación. Intenté enmascarar mi desilusión cambiando rápidamente de
tema.
—¿Y qué pasó con tu padre?
—Todo bien. Ha vuelto de Roma hace unos días, mi tío está mejor.
—Vale —murmuré no demasiado convencida. Después no pude contener la
pregunta que pujaba por salir—: Pero los tíos de la otra noche... ¿qué querían?
¿Te lo ha contado?
—Nada. Me ha dicho que eran viejos conocidos. Querían proponerle volver
a hacer negocios con ellos, pero él, obviamente, se negó.
Asentí con la cabeza, pero mi expresión debía de ser escéptica, porque Leo
se apresuró a precisar:
—Ha cambiado de verdad, ahora me estoy dando cuenta. Además, ha
encontrado un trabajo en el gimnasio y ha vuelto a entrenar conmigo. Dice que
podría participar incluso en las próximas competiciones provinciales.
Enarqué las cejas.
—¿Y tú quieres hacerlo?
—No lo sé. —Su tono decayó—. Pero, aparte del torneo, me gusta pasar un
poco de tiempo con él. No lo hemos hecho nunca.
—Ya.
Una oleada de compasión por su sufrimiento me invadió, pero si pensaba en
su padre no lograba sentir más que una punzada en la boca del estómago.
¿De verdad bastaba tan poco para hacerse perdonar?
Cuando la puerta se abrió, los dos nos sobresaltamos.
—Buenos días. —Una chica de gélida belleza nórdica nos saludó con un
marcado acento extranjero.
—Eh... buenos días. Mi madre llegará dentro de poco, si la puede esperar un
rato.
—Bien, gracias —dijo, y empezó a dar vueltas por la tienda con aire de
curiosidad.
Leo me cogió de un brazo.
—Ve con ella —susurró.
Enarqué las cejas, confusa.
—¿Cómo?
—Atiéndela tú, ¿no?
—¡No! Yo... yo nunca lo he hecho. ¡No soy capaz!
—¡Por supuesto que lo eres! ¡Adelante! —Me sonrió, empujándome hacia la
chica.
En ese momento me di cuenta de que Leo lo hacía continuamente, cuando
corría, en el kárate y ahora allí: cada vez era como si me pusiera ante una gran
pradera y me pidiera que corriese. Quería que me superara y me esforzara al
máximo, más allá del límite.
Tal vez no podía con aquello, pero él creía que sí. Y saberlo me bastaba para
ir probando cada vez.
Respiré hondo.
—Mientras tanto, puedo ayudarla yo... —Me acerqué a la clienta con paso
vacilante, bajo la mirada atenta de Leo.
—¡Bien! —exclamó ella.
—¿Qué necesita?
—No lo sé, a decir verdad. —Fue bajando el tono de voz—. Quería hacerme
un regalito... ¿Sabes? No estoy pasando por un buen momento y necesito algo
que me suba el ánimo.
No hacía falta que lo dijera; ahora que me fijaba mejor, estaba claro que
había llorado. Y algo en su mirada melancólica me hizo pensar en el motivo.
—¿Problemas del corazón? —aventuré.
Frunció los labios.
—Exacto.
La escruté con mayor atención.
—Un amor que peligra... ¿es eso?
—Oh, eh... sí. Carlo..., bueno, mi novio, me ha dejado y no sé qué... —Los
ojos azules se le llenaron de lágrimas con tan solo pronunciar ese nombre—.
Dios... qué boba soy... —Suspiró con una sonrisa triste, pasándose un pañuelo de
papel bajo las pestañas. Su repentina fragilidad contrastaba con la belleza
glacial, casi dura, de su rostro, una divergencia inesperada, pero fascinante por
su autenticidad—. Es que, según él, me he vuelto monótona, aburrida... porque
solo pienso en los estudios de abogacía, en mi carrera. Pero no es verdad... ¡Él lo
es todo para mí! ¡Todo!
Me asombró la facilidad con que me confió todo lo que llevaba en su
corazón; después de todo, era una perfecta desconocida. Pero había algo sincero
en su mirada y su sonrisa amable, lo que me produjo una inesperada corriente de
empatía hacia ella.
—No se preocupe; ahora buscamos lo que necesita —la tranquilicé con una
seguridad que me sorprendió a mí misma—. Encontraremos la piedra que puede
ayudarla.
En el fondo, las piedras siempre habían formado parte de mi vida, habían
señalado mi camino desde que nací. Eran amigas, compañeras dignas de
confianza, capaces de obrar auténticos prodigios si conocías sus infinitas
posibilidades. Y yo las conocía, pensé en ese momento. Las historias que mi
abuelo me había contado siempre corrían por mis venas, urgiendo por salir. Así
pues, lo único que hice fue dejarles paso.
Bajo la mirada atenta de Leonardo, de la caja fuerte tomé el cofre de las
andalucitas. Lo abrí delante de la chica, que se quedó estupefacta.
Un espectáculo de matices cambiantes según la luz. Amarillo, amarillo
verdoso, verde, rojo oscuro, verde oliva o marrón rojizo.
—Todas las piedras tienen dos colores de diferente intensidad que a menudo
se mezclan. ¿Ve? —la instruí.
—¡Oh, sí!
—Por lo general, al tallar las piedras pleocroicas como estas, se tiende a
realzar el color más hermoso. Pero en la andalucita, no. —Cogí una y se le di,
tratando de orientarla hacia la luz para hacer resaltar sus matices—. Con esta
piedra se intenta más bien subrayar la extraordinaria combinación de sus colores,
que van del marrón anaranjado hasta el verde almizclado. —Luego busqué su
mirada atenta—. La andalucita es una piedra nada monótona...
Su sonrisa me envalentonó para continuar.
—Hay muchas historias relacionadas con esta piedra, pero mi favorita es la
que habla de un príncipe y una espléndida gitana de la que se enamoró. Cuando
el rey se enteró, mató en secreto a la gitana. Devastado por su súbita
desaparición, el príncipe se fue solo con el único objetivo de encontrarla, y tras
haber surcado mares y atravesado montañas insondables, llegó a Andalucía. Allí
descubrió la verdad y prometió no volver a poner un pie en el reino de su padre,
pero nunca renunció a seguir buscando los ojos verdes de su gitana en los de las
mujeres de todo el mundo. Así, la madre naturaleza, conmovida por tanta
devoción, creó para él un cristal que tuviera el tostado de su piel, el verde de sus
ojos y el rosado de su sonrisa. Y así es como nació la andalucita. —Sonreí—.
Todavía hoy, para los zíngaros es un cristal vinculado al amor: se dice que
metido bajo la almohada durante diez noches seguidas ayuda a encontrar el amor
perdido. Eso es así porque, como cristal, está vinculado al sentido de culpa y
permite transformarlo en enseñanzas útiles. Por eso está considerada la piedra de
los nuevos comienzos... De hecho, empuja a quien la lleva a cambiar las cosas.
—¡Uau! —exclamó la chica.
Me volví hacia Leo y lo encontré mirándome entre curioso y atento, con los
ojos oscuros veteados de algo que podría parecer admiración y que me causó un
ligero estremecimiento.
Volví a la carga con la clienta.
—Elija la que le atraiga más. Eso significa que esa será su piedra.
La chica se tomó un tiempo breve para examinarlas, luego eligió una: una
andalucita hermosísima, que cambiaba del verde al marrón rojizo.
Cogí un cordel de cuero, lo metí por el pasador del colgante de la piedra y le
di el colgante a la chica para que se lo pusiera.
—¡Vaya, pero si es fantástica! —exclamó, mirándose en el espejo—. ¡Estoy
contentísima!
—Bueno... ¡también la piedra lo está!
Se volvió, confusa.
—¿Cómo?
—Antes de llegar a las tiendas, los cristales hacen un largo y arduo viaje.
Después de ser arrancadas de la tierra, se las transporta de un sitio a otro,
pasando de mano en mano, hasta ser colocadas en un escaparate iluminado. Pero
los cristales son criaturas vivas y ese no es su lugar. Por eso son felices, una vez
elegidos, de que se les devuelva a la vida y pertenecer, finalmente, a alguien. El
cristal elegido sabe que ya es nuestro y entra en sintonía con nosotros y, si
sabemos cuidarlo, nos recompensará influyendo en nuestra vida de maneras
sorprendentes.
Al final, la chica, Brigitta, como me dijo que se llamaba, salió de la tienda
plena de felicidad.
Me volví hacia Leo con los ojos muy abiertos.
—¡Vaya! ¡Lo he hecho!
Él me sonrió, muy sobrado.
—¡No me cabía duda!
A mí en cambio sí, y, terminada la descarga de adrenalina, me asaltaron todas
de golpe.
—¡Dios mío! ¿No... no habré hablado demasiado? Tal vez estaba buscando
un simple collar y yo...
—No; has estado perfecta —me interrumpió, y se acercó. Algo en su mirada
se encendió, algo que nunca le había visto y que me quitó la respiración.
—Venga ya. ¿Qué dices? —Mi voz se redujo a un murmullo.
—Luna, tú tienes un don. —Suspiró—. Sientes las piedras como sientes a las
personas.
—Tú también lo tienes —le susurré, y era verdad: él conocía las piedras al
menos tan bien como yo.
—No, yo no. —Me miró fijamente con sus ojos maravillosos y atormentados
—. Yo solo te siento a ti.
Luego se inclinó, tomó mi cara entre sus manos y me besó. Esta vez fue un
beso de verdad, profundo, ardiente, de una pasión tan intensa que no dejaba
lugar a dudas acerca de sus intenciones.
Cuando comprendió que no le iba a responder con otro bofetón, introdujo su
mano entre mis cabellos y me apretó más contra él.
Sentía mi cuerpo temblar por la sorpresa y el deseo de perderme en él. Y me
perdí. De verdad me perdí mientras me devoraba los labios y me acariciaba la
piel.
Estaba besando a mi mejor amigo, el compañero de toda mi vida, y no
lograba creer por qué parecía que siempre hubiera estado entre sus brazos y
conociera esos labios desde siempre. Como si en un universo paralelo
hubiéramos estado ya juntos antes de ese momento, como si aquel cuerpo me
perteneciera y yo hubiera venido a este mundo solo para dejarme envolver por
él. Justamente como estaba haciendo ahora, cubriéndome de besos. Por eso
maldije a mis pulmones, que reclamaban aire y me obligaban a tomar distancia
para recuperar el aliento.
Nos miramos a los ojos un largo instante, excitados, incrédulos, con
respiraciones jadeantes y el sol dentro de los ojos.
—¿A... amigos? —balbuceé; ya no sentía las piernas.
Leo bajó la mirada por mi cara desconcertada y sonrió.
—¡Por supuesto!
Soltó una carcajada, divertido; parecía haber recuperado de repente el buen
humor perdido en los últimos tiempos. Y luego me besó de nuevo.
Mientras me abrazaba, me sorprendí volviendo a pensar en las piedras. Cada
piedra tiene una forma y una estructura propias, y una energía interna que se
comunica con nosotros de un modo especial. Y besando a Leo, que me
estrechaba, me di cuenta, una vez más, de que mi cuerpo respondía
perfectamente a las vibraciones del suyo, como si viajaran en la misma longitud
de onda... Mi piedra gemela.
Cuando oímos que se abría la puerta, nos soltamos de golpe. Jadeantes, nos
volvimos. Era el abuelo, que entraba agitado, con la mochila a la espalda y dos
bolsas en la mano.
—Luna, perdona, llego antes de... —balbuceó y, al vernos, se calló. Acto
seguido estalló en carcajadas de placer.
—¿Se puede saber qué tiene tanta gracia? —le pregunté con sarcasmo.
—¿No os parece que hoy hay mucha luz aquí dentro?
—No, pero qué... —farfullé mientras él se acercaba, con mirada
pérfidamente juguetona.
—Ah, mis dos diamantes... ¡Finalmente, os habéis decidido a brillar! —
murmuró, dando un golpecito en el hombro a Leo. Luego, tal como había
llegado, desapareció en la trastienda.
Leo y yo nos quedamos en silencio unos segundos mirando la puerta, como
para comprender qué había pasado.
—Pero... ¿cómo diablos puede saber que...? —dijo él, asustado.
Sacudí la cabeza.
—No tengo ni idea.
—A veces, este hombre me asusta.
—A veces, me asusta incluso a mí.
17
Calcita
Es la piedra de la mente: favorece la autoestima, la confianza y la estabilidad, y otorga claridad
y nitidez al pensamiento. Ayuda a ver la vida desde una nueva perspectiva y por eso permite
cerrar el pasado y mirar con esperanza el futuro. Si la llevas encima, neutraliza la energía
negativa y estimula la mente, mejorando la memoria.

Cada noche el pensamiento de irme a dormir me aterra.


Desde que Leonardo ha resurgido del pasado, la pesadilla ha vuelto con él.
Cada noche la misma historia: el sonido del teléfono rasga la oscuridad y me
paraliza el corazón.
Estaba convencida de haberlo superado, pero mi subconsciente no piensa
igual. Y encontrarme de nuevo con su compañera creo que no ayudará.
Lavinia ha venido a la tienda a buscar el anillo de jade y lo está mirando con
gesto de maravilla y estupor.
—¡Oh, es magnífico! ¡No veo la hora de mostrárselo a Leo! —exclama
excitada, y solo escuchar su nombre me provoca un estremecimiento—. Aunque
dudo de que sepa apreciarlo, dice que estas no son cosas de hombres. —Lavinia
levanta la vista—. ¡Ah, es un chico adorable, pero de vez en cuando retrocede al
macho alfa!
Me sonríe y yo me esfuerzo en corresponderla.
El recuerdo que tengo de él no es exactamente ese; sin embargo, también es
verdad que no es mi problema. Mi único problema, si es que hay alguno, es que,
a mi pesar, lo recuerdo aún.
Quizá preocupada por mi expresión, Lavinia se pone seria y con una mirada
penetrante me revela:
—Leo me ha contado lo unidos que estabais cuando erais pequeños. También
me contó lo de tu abuelo... Lo siento mucho —añade con tono doliente.
—Gracias —murmuro, preguntándome qué es lo que Leonardo ha podido
contarle exactamente de nosotros. De repente me siento asaltada por la
desilusión, no sé por qué.
—Sé que es un hombre bueno.
—Sí.
La cara de Lavinia se abre en una sonrisa.
—Leo lo admira mucho, dice que su pasión por los viajes le viene de él.
¡Lástima que desde que estamos juntos no pueda darle rienda suelta, ya que odio
volar!
Cuando la puerta de la tienda se abre y entra Giulio, suelto un suspiro de
alivio.
—¡Hola, amor! —exclama, y luego hace un amago de saludo también a
Lavinia.
—¿Qué haces aquí?
—¿Has visto qué hora es?
Echo un vistazo al reloj y me sobresalto.
—¡Vaya! No me había dado cuenta de que ya es la hora de cierre.
Giulio ríe.
—¡Por eso las mujeres vivís más que nosotros! ¡Siempre vais con retraso! —
bromea, volviéndose hacia las dos.
—¡Ah! Yo se lo recuerdo también a mi compañero cada vez que se queja —
añade Lavinia, sonriente—. Si le digo que estaré lista en cinco minutos... ¡es
inútil que venga a llamar a la puerta del baño cada media hora!
Lavinia y Giulio ríen, mientras yo me esfuerzo para que mis labios insinúen
una sonrisa. Dios, qué situación...
Cuando me miran, expectantes, entiendo que me toca a mí hacer los honores
de la casa.
—Ella es Lavinia, una clienta nueva... —digo, omitiendo precisar quién es su
compañero. De todas formas no importa; ahora que se lleva el anillo, no la
volveremos a ver. Poso la mirada en Lavinia y digo—: Y él es Giulio, mi novio.
Él le estrecha la mano, amable como siempre.
—Espero no haber interrumpido nada. —Luego me mira—. Tómatelo con
calma, te espero en la trastienda.
—¡Oh, no! Ya me iba... No quisiera llegar tarde... —Lavinia sonríe divertida
—. De lo contrario, ¡a ver quién aguanta a mi novio!
Giulio ríe de nuevo, cómplice. Yo, en cambio, estoy a punto de explotar. Si
vuelvo a escuchar otra alusión a su «novio», juro que me pongo a gritar.
—Bueno, Luna, gracias de veras. —Me coge las manos—. Es justamente el
anillo que necesitaba. Estoy segura de que me traerá buena suerte y tal vez ya
sabes qué. Alegrará de nuevo nuestra vida.
Se dirige hacia la puerta.
—Vale. Ahora tengo que irme. Giulio, ha sido un placer.
—El placer es mío.
Ella se vuelve de nuevo hacia mí.
—¡Luna, hasta pronto! ¡Hablaré de ti y de tu tienda a todas mis amigas, te lo
aseguro!
—Eh... gracias.
—También he distribuido tus folletos.
—Gracias... —repito maquinalmente, pero luego algo suena extraño a mis
oídos—. ¿Qué folletos? —pregunto, con las cejas enarcadas.
—He encontrado algunos en el buzón del centro médico donde trabajo.
¿De qué está hablando? Nosotros no hacemos publicidad, nuestra actividad
se basa en el boca oreja. Cuando estoy a punto de decírselo, la puerta se abre
detrás de ella y lo que veo me hace olvidar los folletos y la capacidad
reproductiva de Leonardo.
Me hace olvidarme de todo.
18
Piedra de luna
«La piedra de los deseos» y la que equilibra las emociones, ayuda a encontrar lo que se
necesita. Estimula la apertura hacia el amor y se dice que es capaz de pacificar a los amantes
después de una pelea. Piedra femenina ligada a la fertilidad, por su color se asocia a la luna, y
de ella extrae su poder evocativo. Pueden llevarla las mujeres que desean tener un hijo y como
buen augurio durante el embarazo.

Era un sábado de junio y faltaban pocos días para acabar el curso. A la hora
de la comida mi madre se había ido a tomar uno de sus «cafés» con Alfredo, así
que yo estaba en la tienda para sustituirla. Iba con bastante frecuencia
últimamente. Después de aquella primera vez con Brigitta, le había cogido gusto
a ayudar a las personas a encontrar su propia piedra. Mi sueño, sin embargo, era
buscar gemas por el mundo, como mi abuelo. Y todos mis proyectos, como es
obvio, incluían a Leo.
Soñábamos con ir a Madagascar a visitar una mina a cielo abierto de zafiros
y aguamarinas, a Sri Lanka a ver los yacimientos fluviales de turmalina, a
Alemania a una mina subterránea con vetas de amatista. Y, naturalmente, a
Tailandia, que estaba en lo más alto de la clasificación de nuestros Lugares para
Visitar.
—¡Hola, Medialuna!
—¡Hola! —Le sonreí y sentí iluminarse mi cara, como siempre sucedía.
Se acercó y posó en el mostrador dos bolsitas que traía, inundando la tienda
con un perfume sugestivo.
—¿Dónde me llevas hoy? —le pregunté, alargando el cuello esperando un
beso.
Él se inclinó y puso sus labios en los míos un instante (demasiado breve) y
luego se puso a juguetear con los paquetitos del take away (demasiado tiempo).
—Hoy vamos a China —respondió, ignorando mi desilusión. Luego me
explicó las siguientes etapas de lo que llamábamos nuestro tour por el mundo, el
viaje culinario que habíamos emprendido mientras llegaba el de verdad—.
Mañana pensaba hacer un salto a Japón y durante el fin de semana podemos
hacer una parada en la India, ¿qué te parece?
—Muy bien, pero con una condición: la próxima semana nos hartamos de
lasaña —dije, cruzando los brazos.
Frunció el entrecejo.
—¡Pero no es un plato extranjero! ¡Ni siquiera demasiado veraniego!
Me encogí de hombros.
—Lo sé, pero me apetece.
—Vale, hagamos como tú dices. —Se olvidó de los paquetitos y me dedicó
una mirada maliciosa—. Pero solo porque adoro tu cabello, Medialuna.
Me pasó una mano por el pelo suelto, provocándome un escalofrío en la
espalda. Lo quisiera o no, Leo me hacía vibrar el alma, como una piedra de
increíble poder que se adaptaba perfectamente a mi energía y la amplificaba.
Estábamos bromeando con los palillos chinos que me había metido en la
boca como si fuera una morsa, cuando una tosecita nos sobresaltó: no nos
habíamos dado cuenta de que había entrado alguien.
—¡Hey, chicos!
Iván llevaba del brazo a Elena, que, desde que Leo me había elegido, había
buscado consuelo en sus robustos brazos.
—Pasábamos por aquí por casualidad y os hemos visto. Queremos organizar
una fiesta del horror en mi casa la próxima semana, ¿os apuntáis? Mis padres
están fuera, así que tenemos la bodega para nosotros, con la superpantalla y todo
lo demás —propuso Iván, y añadió—: ¡Será un fiestón! —Elena lo dijo en el
mismo momento.
—¡Oh, lo hemos dicho juntos! —exclamó ella, con una risita tonta.
—¡Alucinante! —Él la miró con los ojos abiertos de par en par, como si
acabara de recitar la Divina Comedia.
Entonces ella le plantó un sonoro beso en la boca.
—Te quiero, Bizcochito.
—Yo más, Patatita —repuso él, devolviéndole el beso pero con lengua.
Luego empezaron a abrazarse de una manera más bien ridícula, susurrándose
cuánto se querían.
—No, yo más —precisó ella.
—No, yo más —insistió él.
—¡No, yo!
—¡Yo!
Me volví hacia Leo resoplando.
Cuando Elena, Iván y su amor incontenible se fueron, nos pusimos a comer.
Pero nos duró poco.
—¡Hola, chicos! —Alcé la mirada y dejé de masticar. La última persona que
hubiera esperado ver en la tienda aquel día era al padre de Leo.
Sonriente y bien vestido, Gianni destacaba a contraluz en la puerta con su
metro noventa de altura.
También Leo pareció sorprendido y lo miró, confuso.
—¿Qué haces aquí?
—Mamá me dijo que estabas con Luna. He aprovechado porque estaba
pensando en hacerle un regalo y quería vuestro consejo —dijo su padre con tono
alegre.
Leo frunció el entrecejo, incrédulo.
—¿Un regalo para mamá?
—Sí, algo pequeño... —Gianni se encogió de hombros y se acercó al
mostrador—. Hace mucho tiempo que no le regalo nada... Querría hacerme
perdonar por mi... ausencia.
Se vino un poco abajo, la voz ligeramente quebrada, pero se recuperó
mientras miraba alrededor.
—¡Ah, vale! ¡Buena idea! —se apresuró a responder Leo en tono entusiasta,
tratando de disimular la consternación que mostraba su rostro.
—¡Vaya maravilla! ¿Qué es? —Gianni estaba ante una caja llena de piedras
lechosas muy iridiscentes, una luz azul que procedía de los cristales que las
constituían.
Me quedó claro que ese día me iba a quedar sin almuerzo, y me acerqué a él.
—Es la piedra de luna.
—Mmm, la preferida de mi hijo, por lo que parece... —dijo, guiñándole un
ojo.
Cuando cruzó su mirada con la mía, Leo me sonrió incómodo.
No era muy bueno expresando sus sentimientos, y tampoco yo.
Llevábamos juntos cinco meses, pero nunca me había dicho «te quiero». Por
eso, hablar delante de él de la piedra del amor me incomodaba.
Traté de no dárselo a entender y encontré un tono neutro y profesional.
—Es una piedra maravillosa, la gema ideal para los enamorados, porque
protege el amor —expliqué con calma, aunque por dentro explotaba de emoción,
con la mirada de Leo fija en mí—. Se utiliza para las peleas entre enamorados.
Hay que «cargarla» con el amor de quien la regala y luego darla a la enamorada
para hacer las paces.
—¿Cuántas dijiste que tenías? —preguntó Gianni, haciéndonos reír y
aligerando el ambiente. Luego posó la mirada detrás del mostrador, donde había
dejado el diamante amarillo de mi abuelo para pulirlo—. ¿Y eso?
Leo fue más rápido que yo en responder.
—Eso no está en venta —dijo bruscamente, pero su tono se dulcificó cuando
buscó mi mirada—. Es de Luna. Para cuando encuentre su verdadero amor.
Lo dijo sin dejar de mirarme a los ojos y, de repente, el ambiente en el local
se sobrecargó: bajo su mirada intensa, una extraña electricidad se puso a vibrar.
Solo cuando me sentí casi ahogada me di cuenta de que estaba conteniendo el
aliento. Pero era imposible respirar ante aquella expresión súbitamente
melancólica e implorante.
—Tal vez ya lo encontré... —me oí murmurar, como si esas palabras se me
escaparan de los labios siguiendo el poder de sus ojos.
¡Dios! ¿Qué había dicho? Aparté la mirada, no siendo ya capaz de aguantar
la intensidad de la suya. Me aclaré la voz y empecé a hablar como a ráfagas,
esperando que mi confesión apenas susurrada se disolviera en un mar de
palabras.
—De todas formas, Gianni, mira si entre estas piedras podría haber alguna
para Laura. Debes pensar intensamente en ella y sentir...
—Ven. —Leo me cogió de un brazo.
—¿Qué pasa? —Lo miré confusa.
—Ven fuera un momento —insistió, sus ojos negros eran dos lagos
insondables. Parecía de repente impaciente, agitado.
—¿No ves que estoy ocupada? —Intenté liberar el brazo, pero su presa era
férrea.
—¿Puedes esperarla un momento, papá?
—Por supuesto. —Gianni sonrió, pero se veía que estaba tan confundido
como yo.
Leo asintió y volvió a mirarme.
—Vale, puede esperarte. Ven. —Sin darme otra opción de réplica, me
arrastró fuera de la tienda y me puso contra la pared.
—¿Hablabas en serio? —Me clavó sus irresistibles ojos de obsidiana.
Lo miré con sorpresa.
—¿El qué?
Habló en voz baja, la impetuosidad de hacía un momento había dejado paso
a una repentina vergüenza.
—Piensas que yo podría ser... bueno...
Entendí adónde quería llegar, pero decidí no responder. Verlo así,
extrañamente vulnerable y torpe, no era frecuente, y resultaba placentero.
—¿El qué? —pregunté con expresión ingenua.
Él no se dejó distraer.
—¿O sea que quieres que lo repita? —resopló.
Asentí, con una sonrisita retadora.
—Creo que sí.
Suspiró.
—Tu...
Me mordí el labio para no reír; torturarlo era divertido.
—Adelante.
—... verdaderoamor. —Lo dijo de corrido.
Al oírlo, toda la diversión de antes desapareció y solo sentí un profundo
estremecimiento.
—Podrías... —murmuré, sin apartar mi mirada de la suya.
«¿Y yo podría ser tu verdadero amor, Leo? —habría querido preguntarle
entonces—. ¿Tú me quieres? Porque yo creo de verdad que sí, ¿sabes? Es más,
incluso pienso que mi corazón podría explotar a causa del amor que siento por ti
en este momento.»
Él, sin embargo, no me conminó a añadir nada. Se acercó y me besó
impulsivamente, apretándome con todo su cuerpo contra la pared.
Hubiera querido una respuesta a todas esas preguntas que me rondaban la
cabeza, pero no quería hacer de chica pegajosa, como Elena. Yo no era como
ella. Por eso reaccioné al beso con toda la pasión que sentía y esperé que la
fuerza con que Leo me estrechaba fuera la respuesta a todas mis preguntas
silenciosas.
De pronto oímos que alguien se aclaraba la garganta.
—Ejem, será mejor que vuelva en otra ocasión...
Leo se apartó de mí para volverse hacia su padre, de quien nos habíamos
olvidado y que habíamos dejado solo en la tienda esperándonos.
—Mmm... sí... perdona, papá... era un asunto que no podía de verdad
posponer... —balbuceó Leo, sin lograr ocultar una tímida sonrisa divertida.
—No, claro. Ya lo imagino...
Gianni se fue, riendo, y también yo reí, hundiendo mi cara en el jersey de
Leo.
—Vale —suspiró de golpe, cogiéndome el rostro entre sus manos y
obligándome a mirarlo—. Tengo que decirte una cosa importante, Medialuna —
murmuró, apoyando su frente en la mía.
Mi corazón se desbocó.
—Dime —susurré.
Suspiró.
—Yo estoy de verdad... de verdad...
Tragué saliva, preparándome para oír las palabras que hacía tanto tiempo que
anhelaba escuchar.
Y que no llegaron.
—... ¡hambriento! —concluyó, y soltó una carcajada.
Lo miré fijamente a aquellos ojos profundos (sabía que había más y sabía
que aquella era su venganza hacia mi bromita de antes), por eso le seguí el
juego.
—¡Y yo más! —Sonreí.
—¡No, yo más!
Volvimos a entrar riendo como cuando éramos niños.
No creía que pudiéramos ser más felices.
19
Angelita
Su energía ayuda a devolver la pureza y la inocencia de la infancia. Dispersando miedo e
irritaciones, alivia el estrés emocional que causa el continuo rumiar ideas fijas y estériles, para,
en su lugar, traer calma, serenidad y armonía. Es aconsejable llevarla en forma de colgante o
collar, a la altura de la garganta. Puesta bajo la almohada, asegura un sueño reparador.

En cuanto Lavinia sale de la tienda, entra mi abuelo con la mochila a la


espalda y una sonrisa cauta en los labios.
—¡Pero, bueno! ¿Tú qué haces aquí? —grito, por el pánico.
—Tenía que decirte una cosa. —Enseguida se percata de mi expresión
horrorizada—. No te preocupes; estoy bien, cielo.
—¡No, no estás bien! —salto—. No lo puedo creer... pero ¿en qué estabas
pensando? ¡Tienes la primera quimio hoy!
—Pietro, tiene razón. Tienes que cuidarte —interviene Giulio, también
sorprendido y preocupado.
—Tranquilos, sé lo que hago —dice el abuelo, primero dirigiendo su mirada
hacia mí y luego hacia mi novio. Coge aire y después se gira—. Esto... escucha,
¿te importa dejarnos solos un momento? Tengo que hablar con Luna.
La expresión de Giulio se vuelve más sorprendida y es el vivo retrato de la
mía.
—Mmm... sí, claro. Claro... —farfulla, cogido por sorpresa.
—Pero ¿qué...? ¡Ahora mismo llamo a mamá y te llevamos de vuelta al
hospital!
Me arrojo sobre el teléfono, pero él me agarra del brazo, busca mis ojos
perdidos y me sostiene la mirada.
—¡No! Luna... ¡para un momento y escúchame!
En el silencio que sigue, Giulio sale cerrando la puerta a sus espaldas.
—Cielo, ya no eres una niña, así que seré franco contigo. —El abuelo me
clava la mirada más severa que le he visto nunca—. He pensado toda la noche y
he decidido que debo hacerlo.
—¿Hacer el qué? —susurro, el miedo me entrecorta la voz.
—Los dos sabemos que tengo los días contados. En cuanto empiecen las
terapias tendré que estar en cama. Pero hoy estoy bien, Luna —asegura en un
tono más dulce—. Y siento que debo hacer una última cosa antes de que sea
demasiado tarde.
Estupefacta, lo veo colocar la mochila en el mostrador, abrir el bolsillo
exterior y sacar unas hojas.
—Aquí está —dice, dándomelas.
Pestañeo para asegurarme de que aquello es verdad. Dos billetes de avión.
Milán-Bangkok.
—¿Qué significa? —pregunto, cada vez más intimidada.
Su cara se ilumina, los ojos recuperan vida animándose con un entusiasmo
que no veía desde hace mucho tiempo.
—Que tú y yo nos vamos, cielo.
—¿Te has vuelto loco? —exclamo con los ojos abiertos de par en par—. ¡No
podemos irnos! ¡Tú empiezas la quimioterapia y...! ¡Si Bangkok está al otro lado
del mundo!
Me coge por los hombros y me retiene.
—¡Luna, Luna! ¡Serénate ya! Tengo una promesa que respetar, ¿te acuerdas,
cielo?
Me escruta a fondo y en sus ojos veo el reflejo de la montaña, la hierba verde
a nuestros pies y el cielo azul alrededor. Ha pasado tanto tiempo... Y si cierro los
ojos me parece tener todavía dieciséis años y estar de nuevo en aquel claro.
—Te iba a llevar de viaje cuando fueras mayor. Bien. Ahora eres lo
suficientemente mayor y yo no tengo más tiempo. Por tanto, ¡ve a casa a
preparar la maleta, que tenemos aún una aventura que vivir! —Y acompaña esa
invitación inesperada con una mirada conspiradora—. ¡Vamos a buscar el jade
más hermoso del mundo!
Quizás en otro tiempo, en otro lugar, hubiera sido lo más hermoso que habría
podido decirme. Pero era otra historia, era otra Luna. Hoy esas palabras no
tienen ningún sentido.
—No sabes lo que dices... Debes de haberte vuelto tarumba. Olvídalo, ¿vale?
—objeto, con más aspereza de la que querría.
El abuelo, sin embargo, no parece turbado ante mi rechazo categórico. Claro,
me conoce demasiado bien como para no haberlo previsto.
—Venga, quítate esa máscara, cielo. Los dos sabemos que siempre ha sido tu
sueño. —Me sonríe con aire del que está de vuelta de todo—. Y, finalmente, ha
llegado el momento de hacerlo realidad.
—Ese sueño ha desaparecido hace mucho tiempo —gruño, y me aparto de él.
Por toda respuesta recibo una sonrisa comprensiva.
—¡Oh, no, Luna! Ese sueño no se ha ido nunca. Solamente lo has ocultado
en el fondo de tu corazón, en la oscuridad de años llenos de rabia y
resentimiento.
Es como si me hubiera tocado un nervio en carne viva.
—No. Ya no existe. Ya no hay nada más.
—Pues sí que lo hay. En la oscuridad de ahora crees que no lo ves, pero
estoy seguro de que está ahí. Solo tienes que excavar y sacarlo.
—Jamás. —Cierro los ojos para rechazar la turbación que sus palabras
evocan en mi ánimo. Además, él siempre ha sido bueno excavando. Con la
misma facilidad que recuperaba tesoros de los pliegues de la tierra, mi abuelo
siempre ha sido capaz de sacar a la superficie las emociones más recónditas de
aquel que tuviera cerca. Y todo gracias a esos ojos de zafiro hechos
expresamente para reconocer la autenticidad, tanto en las piedras como en las
personas.
—Bien. Entonces, Luna, si no lo quieres hacer por ti, hazlo por mí. —Lo veo
acercarse y tomarme la mano, y cuando entrelaza su meñique con el mío se me
hace un nudo en la garganta—. Te lo había prometido, cielo, y no puedo faltar a
mi palabra. Una promesa es una promesa.
«Hazlo por mí», me están suplicando sus ojos bondadosos, que ni una vez en
mi vida han sido capaces de decir que no a ninguna de mis peticiones.
«Hazlo por mí. Hazlo por mí porque lo necesito, ahora más que nunca.»
Y, de repente, aquello que solo hacía un instante me parecía absurdo,
comienza a tener un sentido. Loco, sí, pero sentido al fin.
Esbozo una sonrisa tímida y, sin añadir nada más, mi abuelo se abalanza
sobre mí y me abraza fuertemente.
En un resto de lucidez, me pregunto cómo yo, que en veintinueve años nunca
he salido de Italia, puedo siquiera imaginar volar al otro lado del globo.
Una brizna de miedo y excitación me recorre el pecho, reconozco su poder
porque es el mismo que experimenté una noche de hace tantos años. La de mi
primera vez.
20
Rubí
Conocido en la India como el rey de las gemas, es el símbolo de la invulnerabilidad, la
longevidad, el amor ardiente y pasional. Al hacernos activos, dinámicos y apasionados, esta
piedra es un magnífico aliado contra la depresión crónica y el insomnio. Empujando a salir de
la apatía y la pasividad, de hecho, estimula la voluntad, la valentía y la sexualidad.

Después de que las cosas entre Leo y yo hubieran cambiado y nos


hubiéramos convertido en más que amigos, le dije que me tomaría las cosas con
calma.
—Necesito un poco de tiempo, ¿vale? —Nos encontrábamos en su
habitación, Gianni no había regresado del trabajo y Laura dormía por efecto de
las pastillas que se tomaba: nosotros, en cambio, estábamos más despiertos que
nunca.
—Claro, un diamante necesita su tiempo. —Asintió—. ¿Cuánto te hace
falta? ¿Un millón, un millón y medio de años?
Me mordí el labio, pensativa.
—Mmm, puede ser. —Sonreí—. O tal vez un poco menos...
Reímos y él me tomó la cara entre sus manos, atrapando mis ojos en los
suyos.
—Yo estoy aquí, Medialuna, y te espero. Te esperaré hasta que estés lista.
Después me besó. Fue un beso lento, profundo y ardiente.
Mientras mi cerebro compartía más o menos ese parecer, mi cuerpo se
rebeló, queriendo retractarse. De golpe me sentía preparadísima, nunca había
estado tan preparada en mi vida.
Pero Leo era hombre de palabra: apagó el incendio y me acompañó de vuelta
a casa.

Llegó la noche en que debíamos ir a la casa de Iván. Era la noche ideal para
ver películas de terror, con aquel cielo plomizo, la lluvia incesante y los truenos
en la lejanía.
Por culpa del mal tiempo, la madre y el padrastro de Iván habían pospuesto
el fin de semana en el mar, así que decidimos pasar la velada en mi casa, que
inesperadamente había quedado disponible.
Por primera vez, mi madre había cedido a las invitaciones desesperadas de
Alfredo y, después del cine, se iba a quedar a dormir en casa de él.
—Ah... ¡un café largo, esta vez! —fue el comentario divertido de Leo en
cuanto se lo conté.
El abuelo tenía que haber regresado de Hong Kong aquella tarde, pero su
vuelo llegaba con retraso y lo veríamos al día siguiente por la mañana.
También vendría Giulio, que llegó junto con unos compañeros de su equipo
de fútbol. A él le había tocado elegir la película y se presentó con Dulces
homicidios en Cassadaga, una de terror verdaderamente terrorífica.
Leo llevaba un ligero retraso, y empezaba a preguntarme por qué. Sabía que
por la tarde había ido con su padre al gimnasio, pero a esa hora debería estar ya
aquí. Últimamente pasaba mucho tiempo con Gianni y, si por un lado me hacía
feliz que estuviera reconstruyendo una relación con él, por otro me sentía
molesta porque no estaba conmigo.
Cuando oí el timbre me iluminé y corrí a abrir.
—Hola, Medialuna —me saludó mientras cerraba el paraguas.
—¡Por fin has llegado! ¡Pareces un pollo mojado! —Le acaricié el brazo,
llevaba la camisa negra toda empapada.
—Fui a buscar tu bebida favorita para que te calientes en esta fría noche de
junioviembre. —Con una sonrisa, me tendió un vaso de leche chocolatada de mi
cafetería preferida, situada a media hora de mi casa.
—¿Por qué? —Mi voz se aceleró por la sorpresa.
Leo se encogió de hombros.
—Porque me apetecía.
Lo miré y nunca me había parecido más guapo, chorreando y con escalofríos,
solo para hacerme feliz. Aquel pensamiento hizo diana en mi corazón, centro
perfecto.
—Gracias —murmuré.
La película elegida por Giulio resultó una de las películas más divertidas que
Leo y yo hubiésemos visto nunca. Donde los demás contenían la respiración, él
y yo nos tronchábamos por lo absurdo de las escenas truculentas.
A nuestro lado, Iván y Elena, en cambio, no estaban viendo la película sino
besándose y sobándose en el sillón vintage de mi madre.
Al final de la velada, abordé a Giulio en el pasillo.
—A partir de hoy quedas oficialmente dispensado de buscar películas... La
próxima vez te ocuparás de la comida. ¡Será lo mejor para todos! —le dije
riendo, mientras se ponía su chaqueta tejana.
Rio, pero de repente se le enrareció la expresión. Se hizo un silencio
incómodo y cuando estaba a punto de preguntarle qué le pasaba, lo soltó de un
tirón.
—Al final nunca hemos ido a correr juntos. Tendremos que hacerlo alguna
vez...
Leo pasaba por ahí en ese momento y yo entendí entonces el significado de
la expresión «fulminar con la mirada», porque la mirada incendiaria que le
dedicó a Giulio era como si hubiera deseado reducirlo a un puñado de cenizas.
¿Estaba celoso? ¿O solo era una manifestación tonta de testosterona?
—Sí, por supuesto que lo haremos —le aseguré. Estaba claro que no me iba
a dejar intimidar por Leo, aunque sus celos me producían un sutil placer.
Mientras me disponía a poner un poco de orden en la sala, Elena se me cruzó por
delante, buscando el espejo.
—¡Jo! ¡Tengo todo el colorete babeado! —se quejó, si bien no sabía de qué
se extrañaba después de la prueba de estrés a que lo había sometido durante toda
la velada—. Bueno... para ti que no te maquillas nunca, ¡un problema menos! —
añadió.
Me encogí de hombros.
—No me gusta maquillarme.
Me dedicó una mirada incrédula.
—¿Y no crees que a Leonardo le gustaría un poco más de...?
—A él ya le gusta como soy —respondí más segura de lo que en realidad me
sentía.
Elena dejó de retocarse el colorete.
—Entonces... ¿no van las cosas bien entre vosotros? —preguntó, mirándome
con una mezcla de preocupación y pena que por un instante me hizo vacilar.
—Claro que sí. ¿Por qué lo preguntas?
—Bueno... sé que no es asunto mío, pero, en fin, si he de serte sincera no me
parecéis demasiado unidos. —Su mirada alcanzó el colmo de la conmiseración
—. Quiero decir, estáis siempre en disputas o desafíos con extraños movimientos
de lucha libre...
—Kárate —murmuré, tratando de contener el impulso de hacerle probar
alguno de esos «movimientos».
—Ya —dijo ella, con un gesto desganado con la mano en la que sostenía el
colorete—. Pero míranos a Iván y a mí, y miraros a vosotros. Nunca le he oído
decir que te quiera... y lleváis juntos, ¿cuánto tiempo? ¡Hace ya meses!
—No todos son partidarios de las manifestaciones públicas de afecto —
respondí ácidamente, apuntando allí donde hace más daño.
Retrocedió con aspecto de fingido disgusto.
—¡Oh! ¿Te molestamos?
—No, más bien me hacéis gracia —la corté sin más y me fui a la cocina.
Las palabras de Elena lograron una vez más arañar mis ya precarias
seguridades. Aquella chica sabía insuflarme dudas y perplejidades como nadie.
Cuando la vi irse junto a Iván, recitando una última serie de patéticos «y yo
más», lancé un suspiro de alivio.
Leo se quedó para ayudarme a acabar de recoger.
—Eh, Medialuna, ¿qué ocurre? —preguntó.
Suspiré. Luego lo miré.
—¿Crees que Elena e Iván se casarán algún día?
Él me miró sorprendido.
—¡Qué cosas piensas!
—Responde.
—Yo creo que no llegan a fin de curso.
Enarqué la ceja.
—¡Pero si eso es dentro de cuatro días!
—Exactamente. —Asintió—. ¿Quieres saber cómo van a acabar esos dos?
Lo miré expectante.
—Pues ella se quedará embarazada a los dieciocho años e irá a trabajar en
los negocios de su familia, renunciando para siempre a sus sueños de hacer
carrera en el mundo del espectáculo. Él abrirá un McDonald’s en algún pueblo
cercano y pasará el resto de su vida con su único y verdadero amor:
hamburguesa y patatitas.
Me reí ante aquella improbable previsión y repliqué:
—No estoy de acuerdo.
—Vaya, qué novedad... —murmuró él, divertido. Luego se apoyó en el
mármol de la cocina con los brazos cruzados, en actitud de escucha.
—Siempre se están diciendo palabras amorosas y se reafirman en sus
sentimientos —le expliqué como si fuera algo obvio, pero él me miró como si
hubiera dicho que comían sushi de conejo.
—¿Y eso qué significa?
Levanté una ceja, sorprendida de que no se rindiera a la evidencia.
—¡Pues que se quieren!
Leo rio.
—Dos personas pueden amarse sin provocarse diabetes.
—¿Como nosotros? —aventuré.
—Nosotros somos otra cosa —sentenció, serio.
—¿Y qué somos?
—Dos diamantes. Nosotros no tenemos necesidad de palabras. —Lo dijo sin
dejar de mirarme. Dirigí los ojos hacia otro lado, y no fui capaz de contenerme:
—Vete a decírselo a Elena, entonces...
—¿Por qué?
—Está preocupada porque, según ella, las cosas entre nosotros no funcionan.
Leo rio, pero luego se puso serio.
—¿Tú también lo piensas?
—No... yo... no sé... —balbuceé.
—¿El qué? —Me encuadró con su mirada líquida.
Con las manos juntas sobre la mesa, entrelazaba y soltaba los dedos. Al final
dije:
—A veces me pregunto por qué justamente yo.
Parpadeó como si no fuera capaz de seguirme.
Suspiré.
—Vamos, mírate —lo señalé, a él y a su innegable belleza—. Y mírame —
añadí, aunque él ya me estaba mirando—. Podrías tener a quien quisieras... ¿Por
qué precisamente yo?
Levantó una ceja: parecía irritado, pero en sus ojos negros apareció una
mirada maravillosa que me desarmó.
—Porque eres la única en el mundo que es capaz de hacerme brillar, Luna.
Esa frase desató una tempestad dentro de mí, el corazón se puso a golpearme
el pecho. No era un «te quiero», pero tal vez era mucho más, al menos para
nosotros. Reconocí las palabras del abuelo la vez que nos había mostrado el
«diamante del amor verdadero», y sí, no podía equivocarme, debía de ser por
fuerza lo que intentaba decir. Yo era su amor verdadero.
Sin añadir nada más, me agarró por la cintura y me atrajo hacia él.
Sabía que aquello era el máximo de las declaraciones oficiales que habría
obtenido de él, y decidí que estaba bien así.
Leo no me llamaba con motes afectuosos, no me decía «te quiero», no me
llenaba de cumplidos o de estúpidas frases edulcoradas. No. Él, con una sola
mirada, era capaz de hacerme sentir hermosa como no lo había sido jamás, con
un abrazo conseguía hacerme sentir más protegida que en una cárcel de máxima
seguridad.
Él era un diamante, y no necesitaba palabras.
Y en ese momento lo entendí.
—¿Te quedas? —le susurré, con el corazón latiéndome locamente.
—¿Estás segura?
Asentí, mordiéndome el labio para contener el huracán de emociones que se
me arremolinaban. Entonces Leo llamó a su padre. Le dijo que mi madre y mi
abuelo estaban fuera y que se quedaba porque me daba miedo pasar la noche
sola.
Me fui a la habitación y encendí el estéreo, esperando que un poco de música
relajara la tensión.
Era extraño encontrarse en esa situación en que, habiendo sido siempre
amigos, dábamos un paso hacia un nivel más profundo de nuestra relación. Pero
quizás era magnífico justamente por eso.
—¿Tienes miedo? —me preguntó, aproximándose con paso vacilante.
Me encogí de hombros.
—Un poco.
—Y yo más —repuso con una sonrisa oblicua.
Le sonreí a mi vez.
—¡No, yo más!
—¡No, yo!
La risotada logró aligerar el ambiente, aunque por dentro me sentía explotar
de emoción.
—En serio, ¿estás segura? —volvió a preguntar, hundiendo su mirada en la
mía en busca de algún resto de duda.
Hice una seña afirmativa y él respiró hondo.
—¿Quieres saber por qué lo estoy?
Entornó los ojos con curiosidad y me dejó hablar.
—Porque esta noche te has pasado media hora bajo la lluvia solo para
traerme mi leche chocolatada, así, porque te apetecía —le dije.
Con dedos temblorosos, empecé a desabotonarle lentamente la camisa y por
un momento lo vi contener el aliento.
—Y porque crees en la magia de las piedras —añadí mientras, descendiendo
por su tórax, sentía sus músculos contraerse bajo mis dedos—. Y porque cuando
te reto en kárate no me tiras de inmediato al suelo, aunque los dos sabemos que
podrías hacerlo con un solo movimiento. —Le lancé una mirada divertida—. Y
porque nunca me has permitido ganar, porque sabes bien cuánto me gusta ganar
únicamente con mis fuerzas.
Cuando abrí su camisa acariciándole la espalda, le recorrió un escalofrío que
me llegó también a mí. Lentamente se la quité, con el corazón desbocado. Dios,
qué hermoso era...
—Luna... —Su voz cargada de emoción me sobrecogió.
Intenté no perder la concentración.
—Me has enseñado lo que significa vivir la vida como si fuera una aventura.
—Me puse de puntillas y dejé una estela de besos leves en sus labios
entreabiertos—. Me besaste una primera vez y te ganaste un bofetón, y luego lo
intentaste una segunda... arriesgándote a recibir otro. —Sonreí en sus labios y él
reaccionó.
Suspiré.
—Estoy segura porque estás y has estado ahí. Siempre. Pero principalmente,
sí, es por la leche chocolatada —terminé con una risotada.
Él también rio, pero cuando puse mis manos en su pecho desnudo los dos
temblábamos.
—¿Y tú? ¿Estás seguro de querer hacerlo?
—Sí. —Suspiró y luego respondió con tono firme—: Y lo estoy porque eres
tú y nadie más.
Me besó con tanta fuerza que tuve miedo de que me devorara. Me soltó el
pelo y lo acarició en toda su extensión.
—No les escuches, Luna. Ellos no saben —me susurró al oído—. Pueden
decir lo que quieran, pero los otros no saben nada de nosotros. —Me tomó el
rostro entre sus manos para mirarme a los ojos—. No saben nada de los días que
pasamos buscando tesoros que solo nosotros vemos. Ellos no ven tesoros, no
saben nada. De las piedras, de los sueños... ni de la leche chocolatada —añadió,
sonriendo.
En ese momento entendí que tenía razón y me abandoné a él. Era suya,
siempre lo había sido. Levanté los brazos para que me quitara el jersey. El
corazón golpeteaba como nunca antes.
Pensaba que un físico como el suyo me habría hecho sentir incómoda, temía
no estar a la altura ni poder ofrecerle lo suficiente, pero cuando estuvimos piel
contra piel, solamente era capaz de escuchar el latido enloquecido de su corazón,
que corría al mismo ritmo que el mío. Mi piedra gemela. Sin dejar de besarme,
Leo me llevó hacia la cama y se tumbó a mi lado. Cuando en el estéreo sonaba
One de U2, a Leo se le escapó una risita, aquel grupo musical lo tenía harto.
Pero en aquel momento parecía perfecto.

One love
One life
When it’s one need
In the night
One love
We get to share it...

Y así es como estaba sucediendo de verdad.


Leo y Luna, Luna y Leo. Cómplices, amigos, unidos desde el primer
encuentro.
Cuando estuvo dentro de mí, me miró con aquellos ojos suyos, profundos y
ardientes. Me sonrió y me apartó de la cara un mechón de cabello con
delicadeza. Los diamantes no hablan, pero arden con el fuego de la tierra, el
fuego del amor.
21
Berilo
Definido como «la piedra de la clarividencia», desde siempre se ha usado para incrementar la
capacidad de visión y comprensión. Óptima para aliviar el estrés y calmar la mente, esta piedra
es eficiente y perseverante, y ayuda a desarrollar la confianza en uno mismo. El componente
más famoso de la familia de los berilos es la esmeralda verde, seguida por la aguamarina azul.

—Amor, ¿estás bien? Pareces conmocionada...


En cuanto regresa a la tienda, Giulio corre a abrazarme, preocupado.
Me conoce tanto que sabe cuándo hay algo que no va bien. O seguramente es
que estoy tan conmocionada que tengo escrito en la cara todo mi desconcierto.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué quería decirte tu abuelo? —pregunta, soltándose
del abrazo y mirándome a los ojos para encontrar la respuesta.
—Que nos vamos. —Lo pillo de improviso.
A Giulio se le salen los ojos de las órbitas.
—¿Que os vais?
Asiento con la cabeza.
—La semana que viene, a Tailandia. —Me cuesta creer en mis palabras, por
eso no puedo culpar a Giulio cuando abre los ojos con expresión de profundo
asombro.
—¿A Tailandia? —repite, patidifuso.
Asiento, aunque soy la primera que ha de digerir aún el asunto.
Mueve la cabeza, desaprobando.
—¿Y cómo lo haréis? —farfulla. Los pensamientos se le enmarañan en la
cabeza y pujan por salir—. O sea, es absurdo... ¿Y por cuánto tiempo?
—Una semana —digo—. Ya sé que es absurdo, es lo que traté de hacerle
entender a mi abuelo, pero no he logrado hacerlo cambiar de idea... Lo conoces,
¡es así de testarudo!
Giulio parece más aturdido que yo. Se aparta y se mueve nervioso, dando
vueltas por la habitación.
—Pero ¿por qué? —vuelve a preguntar—. ¡No tiene sentido! Está enfermo,
no puede afrontar un viaje así... ¡Sería muy peligroso!
Intento explicarme, aunque no sé qué decir.
—Lo sé, pero verás... yo... él...
Pero él vuelve a la carga con otra batería de preguntas para las que no tengo
respuesta, no ahora, al menos.
—¿No habéis pensado en las implicaciones? ¿Las medicinas y todo lo
demás?
—No lo sé... Me lo llevaré todo en la maleta, creo... —Me encojo de
hombros, pero para Giulio no es suficiente, y con otras tantas preguntas subraya
mi ingenuidad, fomentando así mis miedos.
No imaginaba que pudiera preocuparse tanto por mi abuelo.
—¿Y si se sintiera mal mientras estáis al otro lado del mundo? ¿Cómo harás
para ayudarlo tú sola?
Todo ese pesimismo me trastorna.
—No lo sé, ¿vale? ¡No sé nada por ahora! —Levanto la voz, sin ser capaz de
esconder mi irritación—. Solo sé que cuando era pequeña me prometió que
haríamos este viaje juntos. Era mi sueño y él quiere hacerme este último regalo
—digo secamente.
Es así, es todo lo que sé.
Al principio me había parecido que era todo cuanto necesitaba saber, pero
ahora, con Giulio tan horrorizado, ya no estoy tan segura.
Cuando se da cuenta de que ha exagerado, suaviza el tono, pero de todos
modos no es capaz de ocultar su preocupación.
—Perdona, cielo, pero me parece una verdadera locura... No es el momento
para viajes. El tiempo de los sueños ha terminado, Luna.
No puedo rebatir eso.
—Ya —murmuro con tono de rendición.
Me doy cuenta de que a sus ojos y del resto del mundo ese viaje nacido en la
estela de un antiguo sueño no tiene sentido. Querría intentar explicárselo, pero
sería inútil.
No puede entenderlo.
«No lo escuches, Luna. Ellos no saben. Pueden decir lo que quieran, pero los
otros no saben nada de nosotros.»
De pronto, las palabras de Leonardo se asoman a mi cabeza y no logro
frenarlas. Ahora no puedo por menos que pensar que se trata de una parte de mi
vida que Giulio nunca comprenderá. Nunca sabrá de los días pasados excavando
tesoros invisibles.
Él no ve los tesoros, no sabe nada. De las piedras, de los sueños...
Siento una leve desorientación y por un instante estoy confusa.
Giulio aprovecha para indicarme la dirección correcta.
—Convence a Pietro de que dé marcha atrás, cielo, tú también sabes que es
lo mejor...
La firmeza de su tono me hace recobrar la orientación, sigo su voz para
volver en mí.
—Sí, tal vez... Sé que tienes razón, pero...
Giulio me aprieta los hombros, obligándome a diluir toda duda en el plácido
mar de sus ojos.
—Mañana explícale que es demasiado peligroso, sería de inconscientes
viajar ahora. Verás que al final él mismo se dará cuenta.
—Es cierto. Vale —digo, y me convenzo de que sí, de que en el fondo es lo
mejor.
Qué idiota he sido al pensar que podríamos irnos. Giulio tiene razón, ya ha
terminado el tiempo de los sueños y yo debería saberlo muy bien.
Me apresuro a cerrar la tienda y luego me dejo guiar hasta su casa, en el
calor reconfortante de una rutina bien establecida. Cena. Película.
Ya me siento más tranquila.
Si pienso en la locura que sería viajar con mi abuelo enfermo de cáncer al
otro lado del mundo, me dan escalofríos. Ahora ya no hay ningún peligro,
ningún miedo. Y todo es de nuevo fácil, seguro, previsible.
Me dejo arrullar por el calor de su abrazo, aunque mi mente, indisciplinada
esta noche, corre a lo largo de una vía muerta. Porque por más esfuerzos que
hago por dejarlo atrás, hay un pensamiento que no deja de atormentarme: «Y si,
sea como sea, nos fuéramos...»
Una punzada en el pecho me dice que lo deje correr. Giulio tiene razón: el
tiempo de los sueños ha terminado y yo lo sé. Con un suspiro hondo, abandono
la cabeza en la almohada y me dejo ir hacia sus brazos.
Me refugio en su aroma, esperando que apague mi mente y los pensamientos
extraños.
22
Labradorita
Antídoto contra las ilusiones, está orientada a la claridad de las ideas y al desapego. Ayuda a
defenderse de los autoengaños, mejora la capacidad de reconocer nuestros verdaderos
movimientos e intenciones. Nos enseña que el cambio es la verdadera naturaleza de la vida.
Absorbe la negatividad si la lleva en el bolsillo y frotándola con los dedos cuando uno siente que
debe protegerse.

El perfume de Leo estaba en todas partes. En la almohada, entre mis dedos y


en el fondo de mi alma.
Mientras reconocía su sabor en mis labios, el timbre del teléfono me arrancó
del sueño.
—Teléfono... —murmuré en el duermevela. Aunque opuse resistencia, aquel
sonido molesto me devolvió a la realidad mientras las imágenes de lo sucedido
volvían a aflorar a mi mente.
Los besos, las caricias, nuestros cuerpos bailando juntos por primera vez al
compás de una música solo nuestra. Aún me sentía temblar de emoción.
—Leo... —murmuré, buscándolo en la oscuridad; el teléfono continuaba
sonando.
Cuando toqué el colchón vacío, me senté en la cama y encendí la lamparilla.
—Leo —lo llamé con una punzada de ansiedad.
Palpé el colchón aún caliente. El corazón se me disparó cuando vi una nota
doblada. «Lo siento», leí cuando la abrí.
Me asaltó una ola de pánico. ¿Qué era lo que sentía? ¿Dónde estaba? ¿Por
qué no estaba allí conmigo?
Seguí palpando el colchón, como si Leo estuviera escondido entre las
sábanas arrugadas.
No le había gustado, me había equivocado en algo. Eso fue lo primero que
pensé.
Mi amor no había sido suficiente. No, yo no era suficiente: Elena tenía razón
y él por fin se había dado cuenta.
Las dudas e inseguridades que siempre había tratado de mantener a raya se
me derramaron encima con una fuerza inaudita.
El timbre del teléfono me retumbaba en el pecho y los oídos, mientras
intentaba respirar con normalidad.
«Coge aire, Luna —me dije—. Ya verás como habrá una explicación.»
Corrí al pasillo y, cuando levanté el auricular, una voz grabada me informó
que había saltado la alarma de la tienda.
El pánico me embargó mientras mi cerebro se esforzaba en juntar las piezas
sueltas. Tan solo fui capaz de llamar a mi madre para advertirle en tanto me
calzaba las zapatillas.
—¡Leo! —llamé de nuevo mientras buscaba nerviosamente las llaves de
casa, pensando (más bien esperando) que a lo mejor estaba en el baño—. ¡¡Leo!!
—grité hacia la cocina, pero solo me respondió un silencio espectral.
Sabía que no me respondería, pero no podía dejar de llamarlo.
Corrí a la tienda, al final de la calle. Fuera hacía frío y seguía lloviendo. La
alarma de la tienda rasgaba el silencio nocturno y anunciaba a gritos el mismo
peligro que yo sentía palpitar en las sienes.
Delante de la tienda me quedé paralizada. El escaparate roto, los cristales
esparcidos, y las luces azules de un coche de policía parado a un lado de la calle.
—¡Manténgase alejada, señorita! —Un agente me advirtió levantando una
mano, pero no hubiera sido capaz de moverme. No después de haber visto aquel
jirón de tela negra.
Colgaba de uno de los trozos punzantes que se erguían amenazantes en
medio de aquello que quedaba del escaparate.
En alguna parte de mi cerebro, un pensamiento estaba tomando forma, una
conciencia terrible que se concretaba en el horizonte como una nube
amenazadora. Me daba vueltas la cabeza, no conseguía creerlo. La lluvia caía
cada vez más fuerte, gotas grandes e irregulares.
A duras penas me aparté cuando un coche paró al lado del de la policía.
—¡Dios! ¿Qué ha pasado? —Mi madre se apeó y se precipitó a mi lado.
—¡Maldita sea! —exclamó Alfredo tras ella, mirando alrededor con
desconcierto.
Mi respuesta no llegó, así que corrieron hacia los agentes. Después de un
rato, las luces se encendieron y las sirenas se apagaron. En mi alma, en cambio,
ocurría lo contrario. Todo se volvió negro y una alarma incesante empezó a
sonar.
Me acerqué al escaparate, cogí aquel trozo de tela, lo estrujé y me lo metí en
el bolsillo, antes de que la policía lo encontrara. No sabía por qué. Era gracioso,
yo que siempre había creído saberlo todo, en aquel momento me di cuenta de
que no sabía nada.
Como un autómata, alcancé a mi madre en el interior.
—Se trata de un robo premeditado, señora. ¿Lo ve? —Uno de los policías le
estaba mostrando las vitrinas interiores perfectamente íntegras, los cajones del
mostrador cerrados, ni una señal de allanamiento—. No han tocado nada; han
ido directamente a la caja fuerte.
Levanté la mirada y la vi, completamente vacía.
Se nos acercó un policía algo mayor, con una linterna aún encendida.
—¿Hay alguien que tuviera acceso a la clave de seguridad? —preguntó—.
¿Una persona cercana, incluso de confianza?
Sentí un dolor agudo en el vientre, como una cuchillada.
Ante la expresión estupefacta de mi madre y Alfredo, el agente más joven
entró en precisiones:
—Fijaos, la caja fuerte no está forzada. Ha sido abierta.
Mi madre saltó, jadeante.
—¡Oh, Dios! ¿Quién puede haber hecho algo así?
—Dos personas —respondió el policía, y enfocó con la linterna pisadas de
barro aún fresco sobre el suelo cubierto de cristales rotos—. A juzgar por el
tamaño de las huellas, dos hombres.
El pensamiento que antes solo se había insinuado atravesó mi mente como
un rayo para ir a estrellarse al fondo de mi alma.
«Coge aire —me repetía—. Coge aire.»
—¡Malditos, se lo han llevado todo! —resopló Alfredo con la voz ronca por
la agitación.
Todos se acercaron a la caja fuerte, menos yo. No tuve el valor de mirar la
prueba de mi estupidez, así que dirigí la mirada al suelo, donde vi una cosa que
me dejó estupefacta.
—No, no todo —siseé.
Bajo sus ojos atónitos, me incliné debajo de la mesa de caoba y recogí el
diamante amarillo del abuelo, el «diamante del amor verdadero».
Mi madre se alegró mucho.
—¡Oh, gracias a Dios!
—Probablemente, con la oscuridad y la prisa se les habrá caído —dedujo el
agente más viejo, y su colega asintió, avanzando para que le entregase el anillo.
Mientras los policías proseguían con el registro, mi madre me llevó aparte.
—Cariño, sé que es feo hasta pensarlo, pero... ¿crees que el padre de
Leonardo podría...? Sabemos que en el pasado...
—No, imposible —respondí rápidamente, mientras cada palabra resultaba
una puñalada en el abdomen. Asintió, aunque su expresión de duda decía lo
contrario.
La dejé mientras estaba hablando con los agentes, a los que luego seguiría
hasta la comisaría para poner una denuncia por robo. En investigaciones
posteriores se sabría que los ladrones habían dejado algunas huellas: uno de los
dos llevaba guantes, el otro, no. Este último no tenía antecedentes.
Nunca aparecieron otros.
Bajo la lluvia, Alfredo me acompañó de vuelta a casa; no dijimos ni una
palabra en todo el trayecto.
Pasé lo que quedaba de noche y la mañana siguiente encerrada en la
habitación, temblando sin control.
En cuanto volvió, mi madre enseguida fue a ver cómo estaba. Me dio un
beso en la frente, asegurándome que todo iría bien, pero su mirada estaba
apagada y no solo por el cansancio.
Cerró la puerta a sus espaldas tras dejarme el diamante amarillo, único
superviviente de aquella noche oscura.
Envuelta en las sábanas que todavía conservaban su huella, nuestra huella,
mi mente estaba atascada, parada. Nada tenía sentido. Imágenes dolorosamente
tiernas fluctuaban entre mis pensamientos, una secuencia fantasmagórica de
momentos vividos solo pocas horas antes y que ahora parecían únicamente fruto
de mi imaginación.
Me parecía estar en una pesadilla. No sentía siquiera mi cuerpo. Tampoco
lograba llorar.
En una mano apretaba mi diamante, en la otra el pedazo de tela negra. En la
cabeza solo tenía una pregunta que me atormentaba sin darme tregua.
¿Cómo había sido capaz?

—¡Luna!
Era la hora del almuerzo cuando el abuelo, de regreso del aeropuerto, se
precipitó a mi habitación, todavía con la mochila a la espalda y la chaqueta de
lino puesta. En cuanto lo vi, algo se rompió en el centro de mi pecho, una
especie de crac sordo, una presa rota por la furia de la corriente.
Solté un grito ahogado antes de romper en llanto.
—Todo está bien, cielo. Ya estoy aquí —me aseguró él, envolviéndome entre
sus brazos fuertes—. ¿Dónde está Leo? ¿Por qué no está aquí contigo?
Al oír ese nombre, mis sollozos se hicieron incontrolables. Sacudí la cabeza,
incapaz de hablar.
El abuelo se puso de lado para mirarme la cara.
—¿Qué pasa, os habéis peleado? ¡Llámalo! Después de lo que ha pasado,
tenerlo cerca te hará bien.
Tragué saliva para parar el golpe con que sus palabras me dejaron noqueada.
Hubiera querido responderle, pero no lo lograba. Por eso me limité a coger el
trozo de tela del bolsillo y lo retuve en la mano.
—¿Qué ocurre, cariño? —El abuelo me miró confuso.
—Lo he encontrado... —intenté decirle, pero los sollozos me lo impedían.
Traté de coger aire—. Lo he encontrado enganchado en el escaparate hecho
añicos.
El abuelo asintió, sin dejar de mirarme.
—¿Y qué es?
Cerré los ojos.
—Un trozo de su camisa. Es... —Me interrumpí, incapaz de decirlo. Si lo
decía, significaría que era verdad.
—¿Y qué? ¿Qué quieres decirme, cielo? —El abuelo parecía estar bajo una
tortura atroz, exactamente como yo.
—Ha sido él. Con su padre, probablemente —dije por fin, la voz reducida a
un murmullo casi inaudible.
El abuelo se echó hacia atrás, como si lo hubiera abofeteado.
—Pero... ¿qué estás diciendo, Luna? ¡No puede ser!
Lo miré en silencio, estaba tan trastornado que parecía también a punto de
llorar.
—Pero ¿qué significa? ¿Lo has llamado? ¿Habéis hablado?
No era necesario. Me bastaba respirar el aroma de aquel trozo de tela para
entender que era el mismo que me había envuelto toda la noche, antes de la
llamada telefónica.
Me limité a mover la cabeza, pero para el abuelo no era suficiente. Cogió el
teléfono y marcó.
—Responde, muchacho, ¡maldita sea! —murmuró para sí, impaciente.
Cuando se interrumpió la línea, probó en casa de Leo.
—Nadie responderá —murmuré con una sonrisa amarga.
El abuelo colgó el auricular y me miró con los ojos brillantes.
—¿Cuándo lo viste por última vez? —También él ahora pronunciaba las
palabras con esfuerzo.
No conseguía decirlo, respiré hondo.
—Esta noche. Aquí. —Se me escapó un sollozo, mientras acariciaba la
manta.
El abuelo resopló con tanta fuerza que hizo temblar la cama y la casa entera.
—Oh, cariño mío...
—Hemos dormido juntos. Y él me ha abrazado, me ha estrechado entre sus
brazos como si fuera la piedra más preciosa del mundo, su piedra gemela. Pero
cuando el teléfono sonó por la alarma, él ya no estaba.
Una oleada de dolor me sacudió y sentí que me rompía en mil pedazos.
En ese momento, cuando me encontré de nuevo sollozando en los hombros
del abuelo, me di cuenta de que había tenido siempre razón: «Solo un diamante
puede romper a otro diamante», era lo que me repetía desde que era pequeña. Y
eso era lo que había hecho Leo justamente. Me había hecho pedazos.
Al final tenía que admitirlo. Elena siempre había tenido razón.
Él no me quería, ella lo había entendido y me había puesto en guardia, pero
yo no le hice caso y me fie de él.
Cuando comencé a recuperar un poco de lucidez para formular pensamientos
coherentes, no me resultó difícil recomponer las piezas del puzle y darme cuenta
de lo estúpida que había sido.
Leonardo había planificado todo junto a su padre, era lo que hacían cuando
pasaban todo ese tiempo juntos. Probablemente esperaban la ocasión aquella
noche, y yo se lo había puesto en bandeja.
Me acordé de que había llamado precisamente a su padre para decirle que se
quedaba conmigo, indicando que estaba sola.
Lo único que no entendía era cómo se las había ingeniado para saber la
combinación de la caja fuerte. Después, de repente, la verdad se me presentó con
una fuerza desconcertante.
Volví a pensar en el día en que Brigitta había venido a la tienda y en cómo
Leonardo no me quitaba la vista de encima, siguiendo cada movimiento mío y
por supuesto memorizando el código después de que yo hubiera abierto la caja
fuerte para coger la andalucita.
Mientras intentaba dar una explicación racional al inmenso dolor que
experimentaba, algo en el fondo de mi corazón me estaba gritando que era
imposible, que Leonardo jamás habría hecho algo así.
Pero el trozo de tela que tenía en la mano decía lo contrario.
Y el hecho de que no lográramos dar con él, ni con su familia, no jugaba
ciertamente a favor de que él pudiera ser ajeno a los hechos.
Entendí que tenía que encontrar una razón: Leonardo me lo había robado
todo, también mi corazón. Yo me entregué entera a él, y él me había desechado.
¿Y yo qué había hecho? Lo había encubierto, aunque había intuido enseguida
que era culpable. Porque una imagen de él dándose a la fuga, atrapado por la
policía, tal vez implicado en un enfrentamiento a tiros, herido o peor, no podía
soportarla.
Sí, también le había dado el tiempo que necesitaba para ponerse a salvo,
además de todo lo que soy.
Porque yo lo quería de verdad; él, en cambio, a mí no.
23
Cuarzo ametrino
La dualidad de esta piedra rara, que une la conciencia propia de la amatista con el dinamismo
del cuarzo citrino, la hace potente en la superación de conflictos y en alcanzar los propios
objetivos. Precioso soporte para quien sufre de ansiedad, depresión y cambios de humor, posee
un efecto calmante y aumenta las sensaciones de armonía y serenidad. Es aconsejable llevarla
como colgante en el cuello.

Cuando mi madre me sorprende en el garaje haciendo la maleta, me parece


regresar a cuando de pequeña me pilló estudiando la manera de abrir la vitrina en
la que guardaba sus preciosos granates.
—Tu abuelo me ha contado su última ocurrencia. No te lo habrás tomado en
serio, ¿verdad, cariño? —me pregunta como si yo quisiera tirarme de un avión
sin paracaídas.
—No, sí... no lo sé... —balbuceo, pillada en falta.
Resopla, con las manos expresando su consternación.
—Vamos, Luna, razona. Es absurdo y peligroso y...
La interrumpo antes de que empiece con el monólogo «De por qué Luna
debería quedarse».
—Vale, vale. Gracias, pero ya Giulio me ha hecho el inventario de los
motivos por los que no deberíamos hacer el viaje. —La irritación en mi voz es
tangible. Sé que los dos lo dicen por mi bien, pero no soporto que me traten
como si fuera una niña incapaz de tomar decisiones.
Suspira dando gracias al cielo.
—Oh, menos mal que está ese muchacho para hacerte razonar.
—Yo creo que deberías ir.
Nos volvemos las dos al oír a Alfredo. Entra despacio, con una sonrisa
indescifrable en su rostro.
Sin saber bien por qué, mis labios se curvan en una sonrisa para
corresponderle; en cambio, mi madre se pone a gritar.
—¿Te has vuelto loco? ¡No se puede ir! ¡Sería un desastre!
Él no se arredra y, como si tuviera un escudo protector, le resbalan las
invectivas. Están juntos desde hace trece años, ya sabe cómo manejarla.
La mira con atención antes de hablar.
—¿Para quién, Ambra? ¿Para ella o para ti? —Su pregunta sin ambages debe
de haber hecho diana porque, por un instante, ha logrado acallarla—. Tienes que
dejarla ir, antes o después. No puedes tenerla aquí para siempre. —La mirada es
suave y dulce, pero el tono es firme.
Tras un silencio, mi madre resopla.
—¡Dios, pareces mi padre cuando hablas así!
—Tu padre es un hombre muy inteligente. Me sentiría feliz de ser como él.
—La sonrisa de Alfredo crece junto a la frustración de ella que, si la conozco
como creo, está perdiendo la paciencia.
—Mi padre es un desconsiderado, nunca ha tenido sentido del peligro y se
lanza a las cosas así, de cabeza. ¡No razona! ¡Él solo coge y se va!
Alfredo le lanza una mirada penetrante.
—Quizá tendrías algo que aprender de él... —replica, y entiendo que aquí ya
no estamos hablando de mí sino de ellos dos. Son años en los que mi madre no
deja de darle vueltas a su historia, pero no se decide a dar el gran paso, aunque él
se lo ha pedido ya de todas las maneras posibles.
—Oh, déjalo correr de una vez. ¡Me estás poniendo de los nervios! —
exclama mi madre, como siempre que se queda sin argumentos.
Alfredo levanta las manos.
—Está bien, lo dejo correr. Pero permite que te diga una última cosa. —Da
un paso al frente y ella uno atrás—. No es de porcelana, tu hija no se rompe,
Ambra. Es más fuerte de lo que crees, dale la posibilidad de demostrarlo,
primero que todo a sí misma. No puedes tenerla siempre entre algodones.
En los instantes de silencio en que mi madre piensa la respuesta —o cómo
quitar de en medio a Alfredo y deshacerse del cadáver—, me doy cuenta de
cómo en todo este asunto el problema mayor soy yo, no el abuelo. Mientras
pienso en ello, me pregunto si en el fondo no será así también para Giulio, que
ayer tuvo una reacción desproporcionada.
Estoy feliz de que me quieran tanto, pero una parte de mí se enfada. ¿De
verdad soy tan frágil? Como si escuchara mi pregunta silenciosa, mi madre me
responde volviéndose hacia Alfredo con los ojos en llamas.
—¡No sabemos lo que puede suceder! Mi padre enfermo de cáncer con mi
hija, que nunca ha estado fuera de Italia, solos, durante una semana, al otro lado
del mundo. ¡Me parece que se dan todas las premisas para una tragedia
anunciada! Y no necesitamos más tragedias. Mi hija ya ha sufrido bastante.
Todos hemos sufrido ya bastante, me parece —gruñe—. ¿O se te ha olvidado ya
lo que pasamos?
En la habitación cala un silencio gélido, interrumpido solamente por los
latidos desbocados de mi corazón.
«Coge aire», me digo cuando me encuentro de nuevo en mi dormitorio,
deshecha en lágrimas, y ya no sé si es de día o de noche, verano o invierno,
porque el tiempo se acabó el día que perdí todo lo que tenía.
«Coge aire», me repito.
Pero todo es inútil, porque en un instante vuelvo a la pesadilla.
24
Amatista
Del griego améthystos, «sobrio», desde la antigüedad se ha usado para no perder la lucidez
mental bajo el efecto del alcohol. Ofrece paz interior, serenidad, equilibrio y armonía;
proporciona alivio en caso de insomnio, alejando las pesadillas. Calmando y reafirmando,
elimina la inquietud y el miedo, y ayuda a superar los momentos de tristeza vinculados a
pérdidas o daños sufridos. Es una aliada para alejar el estrés y aprender a gestionar las
situaciones difíciles con la mente lúcida.

El hiriente sonido de un teléfono rompía el silencio.


Leonardo dormía a mi lado, dándome la espalda. El teléfono no cesaba de
sonar, cada timbrazo me vibraba en el pecho, de lo fuerte que era.
—¡Leo! —lo llamaba, pero no se despertaba—. ¡Leo! —insistía
sacudiéndolo, pero él no respondía.
El sonido resultaba cada vez más invasivo, un martillo neumático en la
cabeza, pero él parecía no escucharlo.
Con ansiedad creciente, al final decidía darle la vuelta sobre su espalda con
un último grito:
—¡Leo!
Los ojos abiertos miraban el techo en una pose poco natural.
Estaba rígido, frío. Muerto.
En ese punto me despertaba sobresaltada, lanzando un grito estremecedor.

Cada noche era la misma historia, aquella pesadilla me perseguía sin darme
tregua. Aunque me aterrorizaba, al menos aquello era solo un sueño. La realidad,
en cambio, era mil veces más espantosa.
La aseguradora pagó rápidamente por el robo. El abuelo retiró el diamante de
la tienda y desde ese momento lo conservó en la caja fuerte de casa. El daño
económico fue superado, pero no se lograba encontrar un remedio para mi
corazón roto.
El médico dijo que se trataba de agotamiento nervioso, como el de Laura.
Cómico, ¿no? Yo, sin embargo, no cantaba, solo sentía el silencio. Era como si
junto a mí hubiera explotado una bomba y cada ruido me llegara sordo, lejano.
Dejé de comer y dormir, pasaba los días encerrada en mi habitación
ensimismada en el vacío. Tenía un gran peso en el corazón que me impedía
respirar. Cogía aire, pero nunca respiraba profundamente.
«Coge aire —me repetía—, coge aire», cuando la ansiedad parecía tragarme.
De Leonardo y su familia no había más señales. Habían desaparecido.
Encerrada en mi habitación, me vigilaban mi madre y mi abuelo,
preocupadísimos; a intervalos regulares venían a dejarme una bandeja con
comida, que sustituía a otras bandejas con comida aún intactas.
No pasaba un día sin que me trajeran alguna piedra para ayudarme.
La celestina, la piedra de las estrellas, que da paz; la charoíta contra las
pesadillas nocturnas; la amatista, que, sujeta en la mano izquierda, es un potente
tranquilizante y puesta bajo la almohada hace conciliar el sueño.
Nada, ni siquiera ellas, las confidentes amigas de una vida, eran capaces de
consolarme.
Para espabilarme, una vez el abuelo me propuso que lo acompañara en uno
de sus viajes a la búsqueda de gemas.
¿Era yo la que soñaba con viajar? ¿Era yo la que quería recorrer el mundo a
la caza de gemas?
Ya no lo recordaba, parecía la vida de otra persona, de alguien lleno de
sueños y proyectos, y que había desaparecido en la nada junto con Leonardo
Landi.
En aquel momento, ni siquiera mi superabuelo conseguía ayudarme.
Aquella situación, sin embargo, me unió a mi madre de una manera que
nunca hubiera creído posible. No me dejaba ni un instante. Nunca habíamos
estado tan cerca y me sorprendía su solidaridad con mi pena. Traicionadas y
abandonadas ambas por los hombres que amábamos.
Intentó llenar el vacío en mi corazón abrazándome fuerte cada noche hasta
que me dormía de tanto llorar. Dejó de lado sus lágrimas para hacerles espacio a
las mías, explicándome que la angustia que sentía era la misma que ella había
experimentado mucho tiempo atrás con mi padre, y entendí que tenía razón
mientras miraba el antiguo dolor jamás desaparecido en sus ojos.
Siempre me había parecido excesivo cómo había apartado a mi padre de
nuestras vidas, pero ahora entendía en mi propia piel lo que había
experimentado. Me sentía sucia, tomada, usada y tirada.
—Es como si hubiera muerto, Luna —continuaba repitiéndome mi madre—.
Ya no existe. No podrá hacerte más daño ahora.
Yo le decía que estaba destruida, pero ella me repetía:
—Eres fuerte, cariño. Más de lo que crees. Se necesita algo más que un
chiquillo para destruir a mi hija.
Pero él no era solo un chiquillo...
Era fuego y roca, era el sendero que me llevaba a casa. Era un león, un
guerrero, un pirata, el único capaz de transformar mi vida en una gran aventura.
Era lo mejor que me había pasado nunca. Era el único amigo que hubiera
querido nunca. Y seguramente era mucho más que eso.
Pero mi madre no lo entendía.
—Sé que ahora es difícil de creer —me decía acariciándome el cabello—,
pero te aseguro que un día serás capaz de ver esta experiencia como algo
positivo que te ha abierto los ojos y te ayudará a no sufrir más. La próxima vez
prestarás más atención a lo de fiarte de las personas, ya lo verás. No te dejarás
llevar fácilmente. Y así ya no sufrirás.
A veces no entendía si hablaba más de sí misma que de mí.
Era de noche, unas semanas después de la madrugada maldita, cuando el
abuelo vino a mi habitación y me dio un libro sobre cómo se formaban los
diamantes en Sudáfrica. Se titulaba Diamantes, los dones del volcán.
—Cuando estés triste, léelo, cielo —me dijo, abrazándome fuerte.
Luego se sentó en la cama y empezó a leer algunos fragmentos, y fue como
si fuera de nuevo pequeña y él me estuviera contando una fábula.
—«En la noche de los tiempos, de las vísceras de la tierra, magmas
incandescentes salieron a la superficie gracias a las deflagraciones de los gases
en que estaban humedecidos. Las explosiones crearon vorágines profundas, una
especie de chimeneas en forma de embudo, abiertas hacia lo alto. Las erupciones
subsiguientes las llenaron de un tipo particular de lava que, una vez fría, dio
origen a una roca oscura, la famosa “piedra azul”, cepa del diamante: la
kimberlita.» ¡Y no basta! —añadió el abuelo—. «La lluvia, el calor tórrido, las
savias agresivas producidas por las plantas, el humo, el océano: todo esto
convirtió la kimberlita en tierra rojiza, una especie de pasta inconsistente llena
de diamantes duros e indestructibles. La violencia imparable de la naturaleza
erosiona el suelo y lleva las impurezas al río Orange, que las transporta hasta su
desembocadura en el Atlántico, en la Costa de los Esqueletos. La playa está
bañada por una corriente de agua gélida que llega de la Antártida y que, con sus
olas impetuosas, distribuye los diamantes a lo largo de los arenales de Namibia.
Es justamente allí, en una de las regiones más solitarias de la tierra, donde los
diamantes esperan ser encontrados.»
En cuanto terminó de leer, me tomó las manos y las apretó entre las suyas,
grandes y cálidas.
—El dolor transforma, Luna, y te ayudará a crecer —dijo, con sus ojos fijos
en mi rostro—. Te forjará como una piedra preciosa que sacará al exterior toda la
fuerza y belleza que llevas dentro. Ahora duele, quema, pero recuerda que es del
fuego de donde nacen los diamantes.
Me mantuvo estrechada contra él, acariciándome los cabellos y meciéndome
entre sus brazos como una nana inaudible.
Cuando deshizo el abrazo, me di cuenta de cuánto en esta historia lo había
aniquilado también a él. Sus ojos azules estaban hinchados y tristes, dos
remansos colmados de cansancio y desilusión.
Sin embargo, a diferencia de mí, él se obstinaba en no aceptar la realidad,
decía que debía de haber una explicación, que no podía ser verdad.
El abuelo nunca dejó de buscar. Yo sí.
Empujada por la historia de los diamantes que acababa de leerme, esperé a
que me dejara sola para ir al baño.
Sentía un fuego que recorría mi interior, y cuanto más pensaba en Leonardo,
más me quemaba. Me miré en el espejo un largo instante.
Nunca había sido tan fea como entonces.
Me detuve en los cabellos, esos que tanto gustaban a Leonardo Landi. Fue
entonces cuando el incendio se desató.
Cogí las tijeras y empecé a cortarlos con violencia. Mechón a mechón, caían
en el lavamanos diciendo adiós a un pasado para olvidar. Cuanto más cortaba,
más daño me hacía, y seguí cortando hasta que no quedó nada que cortar.
Era verdad, pues. El dolor transformaba. Porque la que ahora estaba delante
de mí era otra Luna.
Ni siquiera las piedras lograban consolarme. Tampoco sabía el motivo, pero
era como si, al irse Leonardo, se hubiera llevado con él esa magia.
El irresistible atractivo de las gemas se había convertido en un ligero
murmullo, la energía del fuego, en un débil calor, el poder ya apenas perceptible.
Desde que él se había ido, nada era ya lo mismo. Tampoco las piedras.
25
Turmalina
Capaz de mejorar la propia conciencia y aumentar la autoestima reforzando la racionalidad y la
capacidad de reconocer los propios errores. Óptima para la concentración, es también útil para
relajar el cuerpo y la mente aturdida por el exceso de pensamientos. Para descargar el
nerviosismo se puede llevar la piedra en la mano izquierda en los momentos de particular
tensión. Junto al ordenador o el televisor, protege de los efectos nocivos de los campos
electromagnéticos.

Una neblina helada sube a ráfagas desde los canales cercanos y para
calentarme me aferro al brazo de Giulio.
Como de costumbre, vamos con retraso y caminamos a paso expedito hacia
el edificio en el que vive Emma, bajo la luz amarillenta de los faroles.
La hermana mayor de Giulio hoy cumple años y nos ha invitado a una cena
para celebrarlo.
Para ser sinceros, mi espíritu festivo se ha quedado en casa bajo una montaña
triple de mantas y espero que la velada transcurra rápida e indolora.
Tailandia ocupa el centro de mis pensamientos.
Hoy por la tarde no he sido capaz de hablar con el abuelo, pero sé que debo
hacerlo lo antes posible y hacerle entender que renunciar a este viaje es lo mejor
para los dos. Sé que le dolerá y la idea de desilusionarlo en este momento tan
delicado me atormenta.
«Se lo diré mañana por la mañana, en cuanto me despierte», pienso mientras
Emma nos acoge con una gran sonrisa. Un poco más alta que yo, es una copia
del hermano, solo que con los ojos color avellana en vez de azules. Nos invita a
acomodarnos mientras nos va abriendo paso en la entrada entre juguetes
esparcidos por sus hijos, a los que oigo gritar en la otra habitación.
La sala es amplia y da directamente a la cocina, donde Luca, el marido, está
cocinando lo que él mismo no duda en definir como «unos espaguetis al marisco
de restaurante tres estrellas».
¿Ahora quién tiene el valor de decirle que el pescado no me gusta?
—¡Felicidades, hermanita! —Giulio abraza a su hermana y le planta dos
sonoros besos en las mejillas.
Ella ríe, pero cuando cesa el abrazo le lanza una mirada severa.
—Me daba miedo que se te olvidara...
Él resopla y suelta una carcajada.
—Emy, solamente ha sucedido una vez, y hace muchos años. ¿Cuándo
dejarás de echármelo en cara?
Ella se coge el mentón y lo mira pensativa.
—¡Nunca! —dice riendo, y vuelve hacia mí su mirada con una sonrisa de
complicidad—. Por fortuna tu novia sabe cómo remediarlo... No sé qué habría
podido suceder de no ser así.
Le devuelvo la sonrisa y pienso de nuevo en la pulsera de amatista que hace
tantos años le recomendé a Giulio para ella. Recuerdo todavía su cara de espanto
cuando se dejó caer por la tienda para decirme que había olvidado el cumpleaños
de su hermana y que ella estaba hecha una furia.
—Ya, si no hubiera sido por aquella pulsera quizás ahora Luna y yo no
estaríamos aquí. —Giulio acompaña estas palabras con una mirada de adoración
hacia mí.
—Así pues, ¡todo es mérito mío si habéis llegado a estar a punto de casaros!
—parlotea ella, divertida.
—Tuyo y de mi memoria de pez colorado —admite Giulio.
Mientras ellos ríen, yo me entretengo en pensar que es verdad, de alguna
manera aquella joya lo cambió todo trayendo a Giulio a mi vida. Mi abuelo diría
que fue el poder de la piedra de la serenidad, yo digo que fue una coincidencia,
una coincidencia muy afortunada, sin duda, porque de otro modo no sé qué
quedaría de mí.
Estrecho el brazo de mi novio, mi ángel, mi héroe, expulsando de la mente
los pensamientos negativos que, desde que Leonardo ha reaparecido de
improviso, volvieron a aflorar junto con una ola oscura de resentimiento. Solo
evocarlo ya es un latigazo seco, odio admitirlo pero así es todavía trece años
después.
Por fortuna, la velada es agradable y logro distraerme.
Después de la cena vamos a comer la tarta al salón, donde los niños pueden
jugar sobre la alfombra y ver un DVD. Angela, la mayor, decide ver una
película; su hermanito, en cambio, quiere dibujos animados.
Previendo el inicio de las hostilidades, Emma recuerda a su hija mayor:
—Angela, déjale ver lo que quiere, que tú aún debes terminar los deberes.
—No puedo hacer los deberes, mamá, me producen mucha infelicidad —
replica la niña, que seguramente se convertirá en una poeta crepuscular.
No es guapa, pero tiene una cara graciosa y dos ojitos inteligentes y llenos de
vida que no puedes evitar mirar.
—¡Ah, esta excusa todavía no te la había escuchado! —suelta Emma,
sonriendo cuando se vuelve hacia nosotros—. El otro día nos salió con que el
próximo verano tenemos que llevarla a «Los Angela», la ciudad que lleva su
nombre.
Giulio y yo reímos. Luca, en cambio, alza los ojos al cielo.
—Imagínate cómo vamos a ir a América. Con dos niños, un perro y un gato,
¡apenas si llegamos al supermercado de la esquina!
—Ya. Prepárate, Luna —añade Emma—. Esto es lo que te espera dentro de
poco —dice, con un gesto elocuente de la mano.
Me río junto al resto, pero dentro de mí ocurre algo extraño. Miro a esta
familia y veo mi futuro con Giulio. No llego a imaginar nada diferente para
nosotros.
Una casa hermosa, un trabajo seguro, vacaciones en el mar: cierro los ojos y
lo que se abre ante mí es un cuadro de suaves tonalidades pastel, una pintura
delicada e inmutable; ni un contraste de color, nada que rompa la armonía.
«En un contexto similar nunca surgiría una idea loca como la de Tailandia»,
me digo. He aquí el mismo pensamiento, que vuelve. «Esta podría ser mi única
oportunidad», reflexiono. Y, mientras lo hago, mis ojos recalan de nuevo en la
niña que tengo delante. En cuanto el hermano le roba el mando a distancia,
abandona su papel de reina del melodrama y se transforma en una mini guerrera
ninja.
—¡Si no me lo devuelves, nos pelearemos a muerte! —lo amenaza antes de
lanzarse sobre él como una furia. Se sacuden de lo lindo, pero no hay maldad en
sus gestos, solo un incontenible afecto.
Lo sé bien, lo reconozco porque en otra vida yo hacía lo mismo. Quizás es
por eso por lo que la pequeña Angela ejerce un efecto imán sobre mí.
La observo pelear y de repente en ella veo a otra, una niñita graciosa con los
botines sucios de barro y los ojos abiertos de par en par hacia el mundo.
Entonces vuelvo a pensar en mi abuelo, en la limpidez de sus ojos cuando
me dijo aquellas simples palabras: «Una promesa es una promesa», y me doy
cuenta de que aquella de hace tanto tiempo era una promesa hecha a una niña
que quería que se sintiera orgullosa, siguiendo sus grandes huellas por el mundo,
por caminos pavimentados de piedras.
—Pero, bueno, Luna, ¿no me vais a enseñar el anillo? —La voz estridente de
Emma me devuelve a la realidad—. Mi hermano me ha hablado mucho... ¡Debe
de ser maravilloso!
—Ehh... sí, lo es... en efecto —asiento mientras me froto las manos
nerviosamente—. Pero no lo he traído, me va un poco grande y tengo que
hacerlo ajustar.
—Está bien, ya me lo mostrarás la próxima vez. —Emma se encoge de
hombros y con renovado impulso me pregunta—: Oh, si quieres, la próxima
semana podemos ir juntas a ver algún vestido de novia.
Sonrío. «No. La próxima semana no estaré. Voy a Tailandia.»
26
Ópalo
Esta piedra confiere un aura de misterio y carisma a quien la lleva. Actuando sobre las
emociones, intensifica la alegría de vivir y estimula el deseo de cambio, la intuición y la claridad
interior, por eso está particularmente indicada en caso de tener que tomar decisiones
importantes. Tiene un influjo positivo en la sexualidad. Puesta bajo la almohada durante la
noche, favorece los sueños.

Una tarde de finales de octubre en que el sol todavía calentaba tanto que
parecía que el verano no quería dejar paso al otoño, se produjo una sacudida en
el curso monótono de mis días. Sentada detrás del mostrador de la tienda, estaba
ordenando las piedras de tsavorita que el abuelo había traído de su último viaje a
Tanzania.
Hipnotizada por aquel verde tan intenso, a duras penas me di cuenta de que
había entrado alguien.
—¡Hola, Luna!
Levanté la mirada y encontré a Giulio Fabbri. Sonreía ampliamente y los
ojos le chispeaban.
Durante el verano debía de haber entrenado en serio, porque su musculatura
tenue había cedido sitio a una envergadura física más sólida y esbelta. El rostro
era aún dulce, pero las redondeces infantiles habían desaparecido, dejando vía
libre a líneas más marcadas y a una mandíbula maciza.
—¡Hola! —le devolví la sonrisa antes de percatarme de su brazo vendado—.
¿Qué te ha pasado?
Hizo una mueca.
—No estoy seguro de que de verdad quieras saberlo...
—Bueno, ahora siento algo de curiosidad.
—Un pequeño accidente en una carrera de motocrós.
—Vaya, lo siento. —No nos hablábamos desde hacía un tiempo, pero aquel
no me parecía un deporte propio de él—. ¿Te has caído en la pista?
—No; me cayó la moto encima mientras trataba de sacarla fuera del furgón.
¡A la pista ni siquiera llegué! —Una carcajada, y de nuevo aquella sonrisa, que
me produjo un ímpetu de alegría poco habitual.
Me sorprendí yo misma cuando me di cuenta de que volverlo a ver me
resultaba agradable. Le devolví la sonrisa y en ese preciso momento sentí algo
moverse y encajar en el lugar exacto, como la pieza de un puzle. Había olvidado
qué fáciles hacía las cosas la espontaneidad de Giulio.
Se acercó y se apoyó en el mostrador, su expresión se hizo seria de repente.
Temía que me preguntara por mí, por cómo estaba: no era un secreto para nadie
que a Leonardo Landi se lo había tragado la tierra, dejándome para siempre.
Pero él no lo hizo y desde mi silencio le expresé mi gratitud.
—Estoy aquí porque necesito tu ayuda. Es una cuestión de vida o muerte —
dijo.
Arrugué la frente.
—Va... vale. ¿Qué puedo hacer?
—Mi hermana Emma. He olvidado que hace tres días era su cumpleaños y
ahora anda enfadada conmigo. —Levantó un dedo en señal de advertencia—.
Sin embargo, ojo al dato: cuando digo que está enfadada no me refiero a
simplemente irritada. Cada vez que me ve parece Bruce Banner transformándose
en el Increíble Hulk. Por la noche duermo con un ojo abierto —añadió con una
mueca cómica, y yo solté una risita.
—Entonces se diría que debes ponerle remedio lo antes posible. —
Recordando las enseñanzas del abuelo, le aconsejé una pulsera de amatista, la
piedra de la paz—. Las propiedades lenitivas de la piedra calman las
tempestades emocionales —le expliqué, esperando que sobre su hermana
surtiera más efecto del que me había hecho a mí.
—¡Perfecto! Porque lo de mi hermana no es solo una tempestad, sino todo un
huracán. —Se rio y su risa contagiosa me vibró en el pecho.
Mientras preparaba el paquetito para Emma, nos quedamos en silencio.
Giulio trataba de estudiarme sin hacerse notar, lanzaba ojeadas de soslayo a mi
cara cuando no lo estaba mirando.
—Al final nunca hemos ido a correr juntos... —dijo, concentrándose en un
hilo que le sobresalía de la sudadera, como si mi respuesta le importase más bien
poco.
Me encogí de hombros.
—Pues no.
—¿Te apetece hacerlo? —preguntó. Luego bajó de nuevo la mirada e hizo
una pausa tan larga que me llevó a pensar que se había desmayado de vergüenza.
Al final preguntó, ansioso—: Entonces... ¿te apetece o no?
Tampoco yo respondí de inmediato y él levantó la vista para escudriñar mi
expresión.
«Ella no puede correr con nadie que no sea yo.»
Aquella voz resonó tan clara en mi mente que me produjo escalofríos. El
recuerdo me golpeó con violencia, y me maldije, preguntándome hasta cuándo
seguiría haciéndome daño. Visualicé de nuevo su rostro ofuscado, los ojos
llameantes, la furia que le llenaba la mirada...
Giulio sonrió, y un destello de emoción me traspasó.
—Sí, claro que me apetece —respondí, satisfecha como si, dondequiera que
estuviese, Leonardo Landi hubiera podido verme en aquel momento.

Y así el tiempo comenzó a transcurrir con más rapidez. Colegio, trabajo y


entrenamiento con Giulio por las tardes marcaban mis días como un reloj con un
tictac siempre igual y confortante. Todo mi mundo había vuelto a girar
lentamente, bastaba solo que no persistiera en seguir rumiando sobre mi vida.
Giulio estaba siempre de buen humor y su serenidad era contagiosa. Siempre
parecía feliz de verme y no me pedía nada más de lo que yo estuviera en
condiciones de darle en aquel momento. Muy pronto descubrí que su compañía
me hacía estar bien.
Como la gota que, lenta y constante, horada la roca, también él logró horadar
una pequeña brecha en aquella piedra dura en que se había convertido mi
corazón. Ocurrió justamente como en la historia del ópalo que el abuelo me
contaba de pequeña:

Frente al escaparate de una joyería, una pareja de novios buscaba una


piedra preciosa que pudiera ser el símbolo tangible de su gran amor. Pasaron
revista a diamantes, zafiros y esmeraldas, pero en cierto momento su mirada
se detuvo en una piedra oscura y opaca. Un ópalo.
—Esta piedra debe su belleza a un defecto en vez de a su perfección —
les explicó el joyero—. Puesto que está lleno de fisuras minúsculas que
permiten al aire penetrar en el interior, el ópalo está considerado la piedra del
corazón roto. El aire que entra refracta la luz, y el resultado es que la piedra
posee unos matices extraordinarios. —Entonces el hombre tomó la piedra y
la apretó en la palma de su mano—. Un ópalo pierde el brillo si se pone en
un lugar frío y oscuro, pero vuelve a ser luminoso cuando se le entibia con el
calor de una mano o se le da luz. —El joyero abrió el puño y el ópalo era un
latido de luz suave, leve y delicada.
Fue la piedra que los dos novios compraron.

En eso se había convertido mi corazón. La piedra dura y oscurecida por el


dolor recuperaba un poco de su luz en las manos de Giulio.
Su presencia se transformó en un punto sólido en mi vida, que intentó
buscarse un nuevo centro de gravedad para reencontrar un equilibrio hecho de
cosas sencillas: la tienda, mi madre, mi abuelo y Giulio.
Basta de sueños irrealizables, aventuras o pasiones desenfrenadas. Nada de
caza de tesoros o de tierras por descubrir: solo certezas pequeñas y sólidas.
Al final no seguí el consejo de mi abuelo. Dejé de buscar porque no había
nada más que buscar, y cedí para sobrevivir.
El fuego se apagó y el diamante se transformó en un ópalo. La piedra del
corazón roto.
27
Piedra del sol
Piedra de júbilo e inspiradora de luz que genera alegría de vivir y nos hace optimistas
empujándonos a la acción. Serena el ánimo y aumenta la voluntad y la confianza en uno mismo,
afrontando depresiones y miedos de todo tipo. Estimula la energía necesaria para emprender
proyectos particularmente difíciles. Si la llevamos encima, acentúa el poder personal de
atracción y sus efectos son mayores si se luce al sol.

«Mañana me marcho a Tailandia. Mañana me marcho a Tailandia.»


Continúo repitiéndomelo porque no logro convencerme de que sea verdad.
Experimento tantas sensaciones diferentes que no soy capaz de pensar con
lucidez. Ni siquiera ahora, en el restaurante con Giulio, consigo relajarme.
No hago más que darle vueltas a si he metido en la maleta todo lo que pueda
sernos de utilidad: pienso en el tiempo, si hará frío o calor, si necesitaremos un
chubasquero o un jersey más.
Sin embargo, a los postres se me cierra el estómago frente a una verdad
incontrovertible.
Aunque este es el viaje que siempre he soñado, será muy distinto a como lo
había imaginado. Y lo es desde sus preparativos: mi maleta es la de una turista
inexperta y paranoica, no ciertamente la de una aguerrida cazadora de gemas.
En otra vida me habría preocupado solamente de estudiar mapas y trazar
recorridos para surcar horizontes y traspasar confines.
En otra vida habría pensado solamente en lanzarme a la aventura, me habría
dejado llevar solo por la maravilla.
En otra vida habría ido al encuentro del mundo a cara descubierta y con ansia
de descubrirlo: redondo, entero, con sus olores y colores, sus cielos y sus mares,
sus piedras y su gente tan diversa. Con una sonrisa, sin miedo.
Pero aquella era otra vida, otra Luna.
Pienso que si hoy la antigua Luna tuviera que preparar su maleta para este
viaje, en primer lugar metería un generoso puñado de curiosidad, gracias al cual
podría hacer los descubrimientos más increíbles.
La curiosidad de descubrir nuevos lugares y conocer gente distinta, saborear
un plato nunca degustado o encontrar cristales magníficos. La curiosidad le
permitiría no quedarse en la superficie, sino que la empujaría a ir al fondo,
porque —ella lo sabía bien— «los tesoros más grandes están bien escondidos,
los diamantes emergen del barro».
Haría acopio de todas las experiencias del abuelo, arrojado aventurero, y de
su ejemplo aprendería a dejar en casa temores y a llevarse consigo solo una
inagotable sed de aventura. Para ello metería en la maleta también algo de
irreflexión: así el viaje adquiriría ese punto de emoción que lo haría inolvidable.
De sueños atestaría la maleta, la antigua Luna. Habría tantos que llenaría
cada bolsillo y seguramente hasta le faltaría espacio.
Encontrar el rarísimo diamante rojo en Australia o el Virgin Rainbow, el
ópalo con los colores del arcoíris más hermoso del mundo... Habría tantos
sueños que perseguir que para ello no alcanzaría una vida entera.
En el bolsillo delantero pondría algunas piedras, para tenerlas a mano en
caso de necesidad. La aguamarina, protectora de los que viajan por mar; la
turquesa, talismán de los viajeros; la malaquita, protectora de quien se aventura
por el mundo.
Finalmente, en el espacio que quedara en la maleta metería amor.
El amor por las piedras, por lo desconocido, diferente e inesperado, por la
naturaleza y su magia. Pero sobre todo amor a sí misma. Ese se lo llevaría a
puñados y lo alimentaría sobre la marcha, porque al realizar los propios sueños
viajando por el mundo, se demostraría a sí misma que se amaría de veras. Pero
sé que ahora no puede ser así.
—¿Ceremonia por la mañana o por la tarde? —me pregunta Giulio,
sacándome bruscamente de mis pensamientos.
Tardo un momento en responder.
—Ehhhh... por la tarde, creo.
—¿Cena con la gente sentada o de bufet?
—Bufet.
—¿Música en vivo o DJ?
—Es lo mismo... con que Alfredo no abra el pico.
—Confeti o...
—¡Eh, basta ya! —lo interrumpo con una sonrisa—. No tenemos que
decidirlo todo esta tarde... ¡Tenemos mucho tiempo!
Para expulsar la ansiedad y la tristeza generadas por mi partida, Giulio
parece decidido a organizar la boda entera en estas dos horas.
Sin embargo, tal vez haya algo más.
No sabría cómo explicarlo, pero es como si tuviera prisa en definir el menor
detalle, darle cuerpo a este sueño antes de que se desvanezca.
Yo, en cambio, no tengo la cabeza para pensar en esto ahora y me siento feliz
de que el camarero nos traiga la cuenta antes de entrar en el tema de las
invitaciones: ¿cómo saber en este momento si las quiero impresas en letras de
oro o en alto relieve? O mejor dicho, ¿qué importa? Para mí no hay ninguna
diferencia. Ni ahora ni nunca.
Además, mi pensamiento principal consiste en llegar a mañana sin
demasiada ansiedad.
El abuelo ha intentado tranquilizarme estos días. «Te prometo que no me
encontraré mal si no estamos a por lo menos cien metros de un hospital o de un
centro médico superequipado», bromeó ayer, cuando me sorprendió localizando
por internet todos los ambulatorios de Bangkok.
Cuando dejamos el restaurante, Giulio me propone dar un paseo por el centro
antes de volver a casa.
No se ha tomado bien mi decisión de viajar, pero al final ha tenido que
aceptarla. La preocupación, no obstante, se le lee en su cara; nunca lo había visto
así. Es como si estuviera conteniendo la respiración en espera de mi regreso.
Caminamos abrazados, hablando de todo un poco, pero parece como si un
nubarrón oscuro y amenazador se hubiera posado sobre nuestras cabezas,
volviendo el aire muy pesado. Intento ignorarlo y fingir que no pasa nada, pero
el nubarrón sigue ahí.
Cuando ya es muy tarde, Giulio se resigna a acompañarme a casa: no duermo
en la suya esta noche para poder ocuparme de los preparativos finales.
—Entonces, ¿la maleta está lista? ¿Seguro que no te olvidas nada? —me
pregunta cuando llegamos al portal.
—Espero que no —digo, y mi mente vuelve a chequearlo todo por enésima
vez.
Él me mira en silencio, su expresión se ensombrece.
—¿Y de mí? ¿Me olvidarás cuando estés tan lejos?
Levanto una ceja y niego con la cabeza.
—¿Estás loco? ¿Cómo podría? —Le paso los brazos por el cuello y sello sus
labios con un beso leve—. Venga, ya es muy tarde. ¡Nos vemos mañana!
—Vale. —Giulio me besa una vez más y cuando me vuelvo me retiene por el
bolsillo del tejano.
—Te conviene dejarme ir —le digo riendo, pero él se pone serio de golpe.
—Tengo miedo de dejarte ir, Luna... —me susurra al oído, y una angustia
repentina le quiebra la voz—. Temo perderte si te dejo marchar.
—¡No me perderás! —le aseguro, y me pongo de puntillas para darle otro
beso.
Giulio busca mis dedos y los entrelaza con los suyos. Cuando me despego de
él, detecto una expresión diferente en su cara, pensativa.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué me miras así?
Se toma unos instantes antes de responder, mientras juguetea con mis dedos.
—¿Estás segura de que quieres casarte conmigo?
Frunzo la frente por el estupor. No entiendo qué significa esta pregunta
después de haber hablado de la boda toda la tarde.
—¿Qué pregunta es esa?
Me pellizca un poco la palma de la mano y me acaricia los dedos con los
suyos.
—Contéstame.
Le sonrío, confusa.
—¡Por supuesto que estoy segura!
—Entonces, ¿me explicas una cosa? —replica, y sus manos se cierran de
golpe, llevándose consigo todo el calor. Baja la mirada a las mías, todavía
suspendidas en el aire—. ¿Por qué no te has puesto todavía el diamante y llevas
siempre este viejo anillo?
28
Coral
Gema marina de la sensualidad y el afecto, favorece los cambios internos purificando la mente y
abriendo el corazón. Si se lleva puesto de modo bien visible, es un potente amuleto protector.
Aleja el nerviosismo y el miedo, y confiere valentía y sabiduría. Si se le da a un recién nacido, le
asegura buena salud.

Leonardo Landi, en lo que a mí respeta, había muerto, y esa de 2004 era la


primera Navidad que pasaba sin él.
Por desgracia, aquel fue también mi primer pensamiento en cuanto abrí los
ojos al amanecer.
Habría querido abofetearme por mi estupidez y salté de la cama resoplando.
Fuera de la ventana, el cielo moteado de violeta y rojo se reflejaba en el
manto helado que lo cubría todo. El mundo aún no estaba despierto; mi corazón,
en cambio, ya estaba agitado.
El abuelo volvería dentro de pocas horas y yo no podía más de impaciencia.
Veinticinco días sin él me habían parecido una eternidad, pero sabía que nunca
podría competir con Tailandia, el amor de su vida. Aquella era la primera vez
que volvía después de que..., bueno, después de la desaparición de Leonardo
Landi, y lo había echado en falta más de lo habitual.
Su viaje era solo de quince días, pero, una vez allá, nos escribió para decir
que se entretendría un poco más para resolver algunos asuntos. Siempre me he
preguntado qué tendría aquella tierra como para arrebatármelo cada vez.
¿Era por las piedras? ¿Por la comida especiada? ¿O por la famosa
cordialidad de las personas?
No lo sabía, pero comenzaba a sentirme celosa.
Los gritos repentinos de mi madre desde la cocina me sacaron de mis
pensamientos. Parecía furiosa.
—Así que no te entra en la cabeza, ¿eh? ¿Cómo me puedes pedir una cosa
semejante? Si piensas que alguna vez cambiaré de idea significa que no has
entendido nada de mi vida. ¡Nada!
Cuando me precipité a ver qué pasaba, estaba ululando con voz estridente,
moviendo los brazos en el aire como a punto de emprender el vuelo.
El desafortunado destinatario de sus iras era el pobre Alfredo, que,
conmocionado y espantado, la miraba fijamente, quizá con la silenciosa
esperanza de ver su despegue.
—Mamá, cálmate o te dará un ictus —intervine—. ¿Se puede saber qué te ha
hecho Alfredo?
Mi madre se volvió, con los ojos inyectados en sangre y la respiración
pesada de un brontosaurio. En cuanto puso su foco en mí, su voz bajó varias
octavas.
—Oh, cariño —murmuró sorprendida por mi presencia, como si mi
habitación estuviera más allá de la barrera del sonido—. No ha pasado nada, no
te preocupes.
Le dediqué una mirada escéptica.
—Solamente le he pedido que nos casemos. —Alfredo me respondió en su
lugar, sin dejar de mirarla con aire incrédulo.
—Oh, pues a quién se le ocurre, ¿eh, mamá? —salté yo, fingiéndome
indignada—. Lleváis juntos casi un año, te quiere con locura y haría cualquier
cosa por ti... ¿Cómo se le habrá podido ocurrir semejante idea? —exclamé,
levantando los ojos al cielo—. ¡Me pregunto dónde iremos a parar a este paso!
Estoy segura de que antes o después osará regalarte un anillo y, oh Dios, ¡no soy
capaz de imaginar lo que pasaría si decidiera venir a vivir aquí contigo y
pudiéramos parecer una familia normal!
Alfredo camufló la risa con un acceso de tos y mi madre lo fulminó;
solamente con la mirada, por fortuna.
—Por favor, ¡no entendéis nada! —resopló, alzando los brazos en señal de
rendición—. Es inútil hablar con vosotros. Me voy al aeropuerto.
—¡Pero si el avión del abuelo aterriza dentro de tres horas!
Se encogió de hombros, apurada.
—Vale... ¡Pero a lo mejor llega antes!
—Mira que llega con un vuelo de línea regular, no montado en una cometa
—ironicé, y a Alfredo se le escapó una risita.
Ella resopló, una ráfaga tan fuerte que temí que nos derribara. Luego recogió
deprisa sus cosas, agarrando el bolso y las llaves de la silla del pasillo.
—Bien. Necesito estar sola un rato, sin vosotros dos... que os reís de mí a
mis espaldas —farfulló, agarrando su abrigo para marcharse hecha una furia.
Alfredo y yo nos miramos un momento, indecisos entre echarnos a reír o
mantener un mínimo decoro. Obviamente, estallamos en carcajadas.
—Creo que tú la has cabreado más que yo.
Me encogí de hombros.
—Se le pasará. Ha tenido una reacción absurda.
Él sonrió, pero luego su expresión se puso seria y no logró disimular su
desilusión.
—Ya sabes cómo es, ha sufrido mucho...
—Sí, lo sé bien... Pero tú no eres como mi padre, nunca le harías daño y
estoy segura de que ella lo sabe —respondí; y lo creía de veras. Alfredo era un
hombre bueno y sensible, no sería capaz de hacer daño a nadie ni queriendo. Era
así. Debía ser así. Porque el mundo no podía estar hecho solamente de hombres
como mi padre o Leonardo Landi, mentirosos, traidores y villanos. Necesitaba
creer que había al menos otros tantos Alfredos o Giulios, hombres sencillos y
honestos, compañeros considerados y afectuosos.
Y solo unas horas más tarde tuve la prueba.
—Ho-ho-ho, ¡feliz Navidad!
Giulio apareció en la puerta con un paquete en la mano.
—Eh, ¿qué haces aquí?
—Soy Papá Noel y cumplo con mi deber. —Alargó el brazo y me dio el
paquete envuelto con un gran lazo rojo. Su sonrisa podría iluminar todos los
árboles de la ciudad.
Suspiré.
—¡Pero si dijimos que nada de regalos!
—Eso lo dijiste tú, yo solo guardé un respetuoso silencio.
—Pensaba que no tenías fuerzas para hablar, después de la carrera —le tomé
el pelo.
—Ah, ah. Lo había comprado hace por lo menos dos meses y quería dártelo.
Me entregó el paquete y aguardó a que lo abriera.
Aunque estaba inmóvil delante de mí, me parecía que lo veía saltar de
alegría, una purpurina victoriosa le iluminaba los ojos mientras yo levantaba la
tapa de la caja. Contenía un par de zapatillas deportivas.
—¡Son preciosas!
—Están trucadas para hacer ir despacio, así al menos lograré ir detrás de ti
—bromeó alegremente.
Enarqué las cejas, divertida.
—¿Y crees de verdad que basta con eso?
—No, ¡pero lo intento! —Se encogió de hombros y se quedó en silencio
cuando de la zapatilla izquierda saqué un papelito doblado.
Lo abrí y leí.
«Probablemente no seré nunca capaz de seguirte al paso, mi pequeña y
maravillosa Luna, pero que sepas que para mí es un honor poder correr contigo.
Feliz Navidad.»
Alcé los ojos hacia Giulio, que estaba estudiando mi reacción mordiéndose el
labio, conmocionada e incrédula.
—Qué bonito... Gracias —susurré finalmente con voz ahogada, sintiéndome
indigna.
Me miró.
—Vale, tengo que decírtelo, o reventaré —suspiró—. Estoy enamorado de ti,
Luna. Locamente.
La sinceridad de sus ojos límpidos me confundió incluso más que aquella
confesión inesperada. No estaba habituada a declaraciones de amor, nadie me
había hecho ninguna.
Ante mi silencio, Giulio esbozó una sonrisa tímida.
—Creo que estoy enamorado de ti desde que teníamos trece años y tú te
metías en todos los agujeros que encontrabas por ahí.
Arrugué el entrecejo.
—¡Dicho así, parezco un topo!
Rompimos a reír y la tensión se aflojó.
—No me había atrevido a dar el paso porque... bueno, vaya... cuando estaba
él sabía que no tenía ninguna posibilidad.
Me estremecí. Sabía que era mejor no pronunciar aquel nombre. En ese
momento me di cuenta de que Giulio sabía muchas cosas de mí sin que se las
hubiera revelado yo misma.
Esperaba que el pasado me golpeara con su habitual prepotencia, pero en la
calidez de la cercanía de aquel cielo de chico logré no ceder a la explosión de
recuerdos.
—Ahora ya la tienes —dije, con voz más quebrada de lo que hubiera
querido. Luego cerré los ojos y lo besé.
Me gustó aquel beso; fue honesto y amable como él. Sabía a aguas cristalinas
y cielos tersos. El lapislázuli de sus ojos brillaba como una noche límpida y llena
de estrellas. Te podías abandonar a la dulzura de esos labios y no tenías que
temer perderte. Sentías que él estaba ahí, todo él, y que estaría siempre.
El hermoso rostro de Giulio era un libro abierto y resultaba
maravillosamente fácil estar con él.

El fuerte sonido de los frenos sobre la calzada helada nos hizo sobresaltar.
Por detrás de Giulio apareció el coche de mi madre a toda velocidad por la
callecita. Con una derrapada digna del mejor piloto de Fórmula Uno se detuvo a
un centímetro de las lilas entumecidas por el frío.
Me sorprendió aquella maniobra, pero me quedé perpleja al comprobar que
quien bajaba por la puerta del conductor no era mi madre, sino mi abuelo.
Parecía haber rejuvenecido diez años respecto a cuando se había marchado.
Sería por alguna cosa del agua o qué sé yo, pero Tailandia debía de tener
realmente algo especial, incluso milagroso.
—Dios santo, ¡he visto pasar ante mis ojos todas las escenas de mi vida! —
bramó mi madre, apeándose asombrada por el otro lado.
El abuelo no dijo nada. Solo captó mi mirada y sonrió.
Nunca le había visto una sonrisa así. Aquella sonrisa me hablaba. Tenía algo
grandioso que decirme, incendiaba su mirada de zafiro e iluminaba el mundo
entero. Sentí que aquella sonrisa habría podido encender un fuego.
Confusa, me puse rígida.
Mi madre sostuvo la maleta y pasó a nuestro lado jadeando.
—Hola, señora Tommei. ¡Feliz Navidad! —le dijo Giulio.
—Ah, hola, Giulio. Igualmente —repuso, entrando en casa—. Perdonadme,
no me siento demasiado bien...
Yo no le prestaba atención porque estaba absorta en el abuelo, que venía a mi
encuentro casi corriendo, con los ojos llenos de lágrimas.
Me precipité a sus brazos.
—¡Te he echado tanto de menos!
—¡Oh, cielo mío! ¡No sabes cuánto te he extrañado yo! —Me apretó tan
fuerte como para cortarme la respiración—. ¡No te lo imaginas! —insistió,
pasándome la mano por los cabellos cortos.
Parecía que no me veía desde hacía diez años y no menos de un mes. Al
principio pensé que estaría preocupado por mí, tal vez temía que durante su
ausencia hubiera dejado de nuevo de comer y dormir, y ahora estaba muy feliz
de verme entera.
Sin embargo, un hormigueo vago en mi pecho me decía que no se trataba de
eso.
—¡Oh, Luna, Luna, Luna...! —exclamó, deshaciendo el abrazo y meneando
la cabeza. Sus ojos relucían de palabras que urgían por salir.
—Hola, señor Tommei. —Con voz incierta Giulio interrumpió aquella
mirada.
El abuelo se volvió fatigosamente.
—Ah, sí, hola... —Con un mascullar poco educado que no era propio de él,
el abuelo me cogió por los hombros y me condujo hasta el pórtico.
—Pero ¿qué te pasa? —La pregunta me surgió con tono resentido.
—Nada, nada. ¡Te he echado de menos!
Quizás era realmente así. O quizá no. El hormigueo se transformó en una
sensación indefinida en la boca del estómago.
—Y tú... a mí también. —Mi sonrisa se volvió incierta, él se dio cuenta y
soltó un suspiro—. Tengo una cosa para ti, cielo mío.
Empezó a rebuscar en el bolsillo de la chaqueta, cuando mi madre reapareció
en la puerta.
—Papá, entra en casa, que hace frío. ¡Tienes todo el tiempo del mundo para
darle los regalos que quieras! —lo regañó con su tono habitual de severa ama de
llaves.
—No, esto no puede esperar. —El tono del abuelo no dejaba espacio a
negociaciones.
Abrió mi mano y me depositó una pequeña caja azul como la noche.
No entendía tanta urgencia. Por primera vez no lo entendía, casi no lo
reconocía. Era extraño, había algo en sus ojos, un brillo nuevo, una euforia con
algo de desesperación. La ansiedad me crepitaba en los dedos y no sabía por qué,
mientras sujetaba en la mano aquella cajita. Cuando la abrí fue como si mi
cuerpo se paralizara.
Aquella era la piedra de luna más hermosa que había visto nunca. Un lustre
azul intenso cubría la superficie de la gema acariciando el fondo blanco, un
brillo de luz que cortaba el aliento. Estaba encastrada en un anillo de plata con
montura simple, pero refinada. El abuelo me conocía muy bien, porque yo no
hubiera elegido una cosa que me reflejara mejor. La sentí inmediatamente mía.
Sin pensarlo, me puse el anillo en el dedo índice y la luminosidad de la
piedra me envolvió como en un acto de magia.
—Gracias, es perfecta...
—No es de parte mía. —El tono del abuelo se volvió inesperadamente
decidido.
—¿Y de quién, pues?
—De un amigo tailandés.
Fruncí el ceño, cada vez más confusa; regresó la sensación extraña. La sentía
presionar en todas direcciones.
—¿Y por qué me manda un regalo?
—Porque... porque le he hablado tanto de ti y de lo que te ha pasado, que
ahora es como si... —Hundió el zafiro de sus ojos en los míos. No estaba
hablando conmigo, sino directamente con mi alma—. Es como si te conociese de
toda la vida, Luna —susurró—. Quería que la tuvieras. Porque esta es su piedra
favorita.
Mi corazón dio un vuelco.
Por un tiempo que pudo ser un segundo o un siglo, estuve segura de que mi
corazón se detuvo. Los recuerdos desfilaron vagamente: Gianni en la tienda
guardando la piedra de luna y diciendo que tenía que ser la preferida de su hijo;
Leonardo sonriéndome avergonzado; yo, con el corazón acelerado explicando
las propiedades de la piedra que protege el amor... todo junto hasta converger en
el mismo punto.
—¿La sientes? —me preguntó el abuelo, cerrándome la mano y
apretándomela fuerte entre las suyas. También sus dedos me hablaban—.
¿Sientes la energía profunda, extraordinaria, de esta piedra, cielo mío?
No podía no sentirla. Asentí, incapaz de responder, con un nudo de
melancolía presionándome la garganta.
«Coge aire.»
Hice acopio de fuerzas y logré controlar los nervios, pero no la duda que
empezó a formarse en el fondo de mi mente.
—¡Ya estás aquí!
Ni siquiera me llegó la exclamación de Alfredo, era como si aquella piedra
me la hubieran depositado en el corazón. Después de tanto tiempo, respirar
resultaba de nuevo difícil.
Alfredo se acercó al abuelo y lo abrazó, dándole palmaditas en el hombro.
—Pero, bueno, ¿cómo te ha ido? ¿Has descubierto alguna piedra interesante
esta vez?
—¿Piedra interesante? —El abuelo abrió los ojos de par en par, como si
Alfredo hubiera dicho una blasfemia—. He encontrado algo infinitamente más
hermoso... —Y cuando lo dijo no se volvió hacia Alfredo, sino hacia mí.
—¡Pues muy bien! Vamos dentro, que aquí hace un frío que pela. Así nos lo
cuentas todo con calma. —Alfredo se frotó las manos y cogió la mochila del
abuelo para ayudarlo.
—Sí, claro, hay tantas cosas que contar... —dijo. Había apartado la mirada,
pero sabía que era todavía a mí a quien estaba hablando—. Una historia
increíble, a decir verdad, pero no sé si Luna querrá escucharla...
La sensación indefinida se transformó en un ataque de miedo. Miedo a otros
días vacíos y noches llenas de pesadillas. Miedo a seguir buscando y en esta
ocasión arriesgarme de verdad a encontrar algo.
Me volví hacia Giulio, deseosa de su calidez tranquilizante. Quizás estaba
desarrollando una especie de dependencia de él, pero sentía que era el único que
me sostenía para que no cayera de nuevo.
Estaba allí de pie, silencioso, mirándome como si fuera lo más hermoso que
hubiera visto jamás.
Por ello, por mí y por él, sacudí la cabeza y cerré los ojos.
—Ahora no, abuelo, me basta con tenerte de nuevo aquí —dije, y me
sorprendió haber logrado hablar.
El abuelo asintió.
—Entonces te contaré una historia increíble cuando estés preparada para
escucharla. ¿Te parece bien, cielo?
Asentí con la cabeza, pero no fui capaz de volver a cruzarme con su mirada.
Cada fragmento de mí me gritaba que aquella no era una historia cualquiera, que
tenía que estar muy atenta.
—Hasta entonces me bastará lo que la piedra quiera decirte —añadió el
abuelo.
Apreté el puño y la piedra habló.
De repente me sentí de nuevo horrendamente vacía, pero al mismo tiempo
también increíblemente llena. La piedra vibraba y mi corazón roto latía con el
mismo ritmo desesperado. Lo escuchó y lo reconoció de inmediato, en perfecta
sintonía.
En ese momento entendí que nunca sería capaz de quitarme aquel anillo del
dedo. Ni el pasado del corazón.
29
Alejandrita
Se asocia con la disciplina y el autocontrol, y se cree que ilumina el pensamiento y refuerza la
intuición ayudando a quien la lleva encima a encontrar nuevos caminos que la lógica, en un
primer momento, no ve. Fuerte ayuda para la concentración y la creatividad, parece estimular el
deseo de lucha por alcanzar la excelencia. En las leyendas rusas se dice que trae amor y fortuna
a quien la posee.

El Corazón de Jade me parece diferente esta mañana.


Más grande, más luminoso, más todo; lo voy a echar de menos. Sé que estaré
fuera solo una semana, pero siento como si estuviera a punto de decir adiós a
toda mi vida como la conozco hasta hoy.
No sabría cómo definirla, es una sensación extraña, como cuando estás en el
punto más alto de la montaña rusa, a punto de afrontar el descenso más
asombroso. Por tanto, me parece estar viviendo esos pocos segundos antes de
precipitarme al vacío.
Tengo miedo, pero al mismo tiempo no veo la hora de que empiece el
descenso, porque la espera me mata.
Estoy en la trastienda ordenando las últimas cosas cuando veo llegar al
abuelo. Mochila a la espalda y el gorro calado en la cabeza, me pregunta con una
sonrisa satisfecha:
—¿Estás preparada, cielo?
—Sí, lo he repasado todo dos veces. He tomado nota de todos los números
de los médicos. Y...
Me interrumpe.
—No quería decir eso, Luna. No me interesa el equipaje. ¿Estás preparada
para este viaje? —La mirada inquisitiva con que acompaña sus palabras me
silencian por un momento, así que él prosigue—: Nosotros no somos turistas,
Luna. Somos viajeros. No pertenecemos a ningún lugar y nuestra meta es el
viaje mismo —me explica, igual que cuando yo era pequeña—. El verdadero
tesoro es lo que se acumula durante el camino, no la riqueza que se encuentra en
la meta. Las piedras te ponen en la vía, sin ellas no emprenderías ningún viaje.
Realmente, Luna, no podría darte nada más hermoso.
Como siempre, cuando mi abuelo habla es imposible no escucharlo.
Por más que opongas resistencia, en sus palabras escuchas el viento que lo ha
empujado de un lado a otro de la tierra, y su voz te conduce hacia horizontes
lejanos, los mismos que ha traspasado él yendo al encuentro de sus sueños.
Muestra una sonrisa cómplice y luego sigue hacia la tienda. Un minuto
después vuelve, apaga la luz y me indica que me levante y lo siga hasta la
ventana.
Perpleja, lo hago.
Cerca del cristal abre la palma de la mano, dejando que un rayo de sol
ilumine la piedra que sostiene.
Es una alejandrita, una rarísima variedad de crisoberilo que cambia de color
cuando se expone a diferentes fuentes de luz. Algunos afirman que se trata de
una esmeralda de día y un rubí de noche.
Para demostrarlo, el abuelo vuelve a encender la luz y mueve la mano para
que no le afecte.
—Ya ves, Luna, esta es una verdadera rareza, una piedra para entendidos —
dice—. La característica más fabulosa de esta piedra es su sorprendente
capacidad de cambiar de color. Verde a la luz natural, y roja cuando la luz es
artificial. ¿Te acuerdas de su historia, cielo?
—No.
Con una leve sonrisa comprensiva, empieza a contar.
—La leyenda dice que el descubrimiento de esta piedra se produjo el día en
que el futuro zar Alejandro II cumplió la mayoría de edad. Y así, la piedra que
cambiaba de color, del verde al rojo, y que sellaba el paso de la juventud a la
edad madura, fue declarada piedra oficial del Imperio ruso.
Me gustaría interrumpirlo y pedirle que dejara ya esas historias vinculadas a
las piedras, sabe bien que no las soporto, pero no soy lo suficientemente rápida y
él continúa hablando.
—Una hermosa alejandrita es considerada más preciosa que el zafiro azul,
que la esmeralda y que el rubí, justamente porque puede cambiar. Si no cambia,
se trata simplemente de un crisoberilo. Al contrario, cuanto más marcado y
repentino sea el cambio, más valor tendrá la piedra —dice, y me dirige una
mirada profunda que capta mi atención y me conduce allá donde quiere—. Es
como con las personas. Es raro encontrar a alguien que sepa dejarse llevar por el
cambio sin tener miedo. Pero el cambio es vida.
Me sonríe y apoya las manos en mis hombros, hipnotizándome con el zafiro
de sus ojos. Resistírsele es imposible.
—Viajar es cambiar, cielo. Significa alejarse de uno mismo para volver a uno
mismo, pero diferente. No serás la misma después de haber escuchado el crujido
de las botas en el polvo y de haber visto el brillo de la luna en el otro extremo
del mundo. —La sugestión de estas imágenes agita algo dentro de mí y por un
instante el miedo que sentía se transforma en una pura y potente sed de aventura
—. Prepárate, cielo, porque de un viaje uno nunca vuelve como cuando se
marchó. —Sonríe y detrás de esa sonrisa enigmática intuyo que hay muchas más
cosas que las ha expresado con palabras—. Y no te preocupes por el equipaje, no
sirve de nada. Basta con que tú despliegues las alas, cabalgando el viento del
miedo. Tienes que abandonarlo todo y lanzarte a la aventura, solo así podrás
saborear la sensación maravillosa de la libertad. Y después de haberla conocido,
puedo asegurarte que no sabrás cómo pasar sin ella.
No sé si mi abuelo se da cuenta de todo lo que remueve con un simple
puñado de palabras.
Mientras decido si sentirme aún más espantada que antes por culpa del viaje
o, al contrario, con mayor curiosidad, una voz estridente y familiar rompe el
silencio.
—¡Hola! Ambra me ha dicho que estabais aquí y he pasado a saludaros.
Vuelvo la vista más allá de las espaldas del abuelo y reconozco un mechón
de cabellos rubios que despunta sobre una pila de archivos y carpetas.
La altura nórdica de Britta se recorta ante la puerta, pero a duras penas veo
sus ojos. El abuelo se acerca a ayudarla para depositar esa montaña de papeles
en la mesa de trabajo de Alfredo.
—¡Oh, gracias, Pietro! —exclama en cuanto deposita la carga y se masajea
los brazos doloridos—. Me estoy llevando un poco de trabajo a casa para el fin
de semana.
—¿Para el fin de semana? —repito con las cejas arqueadas—. ¡A juzgar por
el montonazo, parece que sea suficiente para el resto de tu vida!
Britta sonríe, pero no hay sombra de diversión en su rostro cansado; nunca
había visto unas ojeras tan profundas.
—¡No me hables! —dice, pasándose una mano por el cabello recogido en un
moño medio desbaratado.
El abuelo se le acerca y sonríe.
—Hay que estar atento a lo que se desea porque a veces los sueños se hacen
realidad...
Lo primero que pienso es que esta mañana el de Britta no es el rostro de
quien ha realizado el sueño de una vida. Parece más bien el de alguien al borde
del agotamiento nervioso.
Lo segundo es que el abuelo, pese a todo, no estaba hablando con ella, sino
conmigo. Me mira, me escruta a fondo. Una mirada penetrante y densa de
misterio que, como de costumbre, no soy capaz de descifrar a fondo.
«A veces los sueños se hacen realidad...»
¿Qué quiere decir?
Lo que estamos a punto de hacer no es ciertamente el viaje que habíamos
imaginado cuando yo era pequeña. Como mucho, será una discreta adaptación,
con las posibilidades y los medios que tenemos hoy. Mi corazón no es el mismo
de entonces.
—Os dejo solas, chicas, que tengo que hablar con Ambra —dice el abuelo—.
Creo que quiere darme las últimas recomendaciones para el viaje por vigésima
cuarta vez.
Nos reímos y el abuelo saluda a Britta con un abrazo afectuoso y se va.
—O sea, que estáis a punto de marchar... Que sepas que pensaré en ti cada
instante, pero sobre todo te envidiaré. Mientras tú estés entre nubes, yo estaré
sumergida en papeleo...
Le sonrío, aunque no tenga nada que envidiarme. Más allá de lo que dice mi
abuelo soñador, este viaje podría transformarse en una pesadilla si él se
encontrara mal.
—Entre otras cosas, siempre he deseado ir a Tailandia. ¡Debe de ser un país
maravilloso! —continúa Britta, alejándome de mis miedos—. En Suecia se
considera un lugar de visita obligatoria. No sé si lo sabes, pero se ha convertido
en el destino tradicional del turismo invernal de la tercera edad. Todos los que
conozco han estado. Mi abuelo y su segunda mujer iban prácticamente cada año.
Bueno, al menos hasta que sucedió lo del tsunami...
—¿El tsunami? —murmuro.
—Sí, piensa que aquel 26 de diciembre de 2004 en las costas tailandesas
hubo el mismo número de víctimas suecas que las que causó la Segunda Guerra
Mundial. Mi abuelo se libró de milagro, pero una pareja de amigos suyos muy
queridos desgraciadamente perdieron la vida allí —me explica, pero yo he
dejado de escucharla.
Solo logro escuchar la voz alarmada del cronista de la radio que anuncia la
tragedia. Y la voz rota del abuelo que, con los ojos hinchados por el llanto, me
dice: «Tengo que ir, Luna.» Y mis sollozos, que truncaban el silencio de la
noche.
Cuando se da cuenta de que estoy ausente, Britta se pone seria y escudriña
mi rostro de repente ofuscado.
—¡Vaya! ¿He dicho algo malo? ¿Te he asustado?
—No... no, por supuesto que no —digo, y es verdad.
No es ella la que me ha asustado, sino el recuerdo que acaba de irrumpir ante
mis ojos.
30
Kunzita
Apta para quien no logra liberarse de los fantasmas del pasado; invita a vivir con intensidad el
momento presente. Piedra potente para abrir y curar el corazón, permite liberar el amor propio
y transmitirlo sin miedos, haciendo que quien la lleve encima se abra y sea maleable ante los
demás. Al permitir experimentar las más íntimas dimensiones del corazón, induce a la tolerancia
y la comprensión.

—Cielo, ¿me traerías una bolsa de plástico del armario, por favor? No sé ya
dónde meter todas estas cosas.
Era la mañana del 26 de diciembre y mi madre y yo estábamos tratando de
limpiar los restos de la fiesta de la noche anterior. Dábamos vueltas entre vasos
de plástico y platos sucios como dos supervivientes en medio de los escombros.
—¿Has dormido bien? —preguntó mi madre, que estaba junto al armario.
—Bastante; el cambio horario me ha desorientado un poco esta vez... —La
voz del abuelo sonaba aún soñolienta y se oía apenas por encima de la música
que Alfredo ponía, pues, no se sabía cómo, se había apropiado del estéreo de
casa después de haber tomado posesión del de la tienda.
—¿Esta vez? —exclamó—. Pero si cada vez que vuelves de Tailandia
pareces un zombi durante días. Quizá ya no tienes edad para estas cosas... —se
burló.
—¡Pero si estoy hecho un chaval esta mañana! —replicó el abuelo.
—Sí, es verdad, es verdad. —Mi madre rio a hurtadillas.
Cuando volví al salón, me lo crucé en la puerta y me cerró el paso. Lo había
evitado toda la noche anterior; no quería que me hablara todavía, que me contase
su historia.
—Luna, cielo, ¿cómo estás? —me preguntó.
—Bien.
—¿Bien? Tal vez... —suspiró; era la continuación del discurso del día
anterior y yo temblé— más tarde podamos hablar un poco, si tienes ganas...
Me encogí de hombros.
—Tal vez... —murmuré, y me acerqué al estéreo para alejarme de él—.
Alfredo, te has aprovechado lo suficiente, ahora escuchemos algo de música de
este siglo, ¿vale? —dije, fingiendo alegría.
Mientras recorría los canales buscando un poco de música decente, un
puñado de palabras captó mi atención: «tsunami», «costa tailandesa»,
«tragedia».
—¡Para! ¡Para! —pidió el abuelo, aproximándose.
Subí el volumen y la voz alarmada del cronista llenó la estancia con su
anuncio de muerte. Por la noche había habido un fuerte terremoto en el océano
Índico, que había provocado un maremoto de proporciones gigantescas. Desde
Indonesia, en menos de una hora, el tsunami había alcanzado Tailandia, y luego
la India, Sri Lanka, las Maldivas, incluso costas del África Oriental. Un desastre
de proporciones colosales, una tragedia con miles de víctimas.
El hielo congeló la estancia.
—¡Oh, Dios! —murmuró mi madre, agarrándose al brazo de Alfredo, que
miraba el estéreo enmudecido.
Junto a mí, el abuelo estaba como petrificado. No se movía, no hablaba,
incluso no respiraba.
También Alfredo se dio cuenta.
—Pietro, ¿estás bien? —le preguntó preocupado.
Él no respondió. Sacudía la cabeza mientras se le llenaban los ojos de
lágrimas. Y con esos mismos ojos rebosantes de estupor me miró, haciéndome
vacilar.
Tuve la sensación de que en aquella mirada había mucho más que el normal
disgusto por aquella gente golpeada por la tragedia. Por uno u otro motivo, lo
sabía. Quizá lo había sabido siempre.
De alguna manera, él pertenecía a esa tierra y esa tierra le pertenecía.
Se alejó, fue al piso de abajo, y se encerró en su estudio. Me acerqué a la
puerta y lo escuché marcar números de teléfono varias veces.
—Venga, responded, maldita sea —imprecaba con voz quebrada.
Entonces pasó al ordenador: las teclas repiqueteaban furiosamente bajo unos
dedos movidos por el miedo.
Así estuvo durante más de una hora.
Cuando, finalmente, la puerta se abrió, salió un hombre diferente, vaciado, el
rostro transfigurado de quien teme perderlo todo.
Se precipitó hacia su habitación, y cuando oí que abría el armario, supe lo
que estaba a punto de hacer.
Todo mi ser me decía que permaneciera fuera, pero el ordenador encendido
que se veía desde la puerta abierta de su estudio era una tentación irresistible.
Entré. En la pantalla había un artículo de una agencia de prensa
internacional, con las primeras imágenes del desastre. El subtítulo decía que el
infierno de casas reventadas y ríos de fango que aparecía en la foto era Ban Phe,
un pueblecito de la costa sur de Tailandia. O eso era lo que quedaba.
Me percaté de que en la barra de abajo de la pantalla estaba el icono de la
dirección de correo electrónico. Cliqué con una mezcla de curiosidad y
remordimiento.
Abrí el correo enviado y luego el último mensaje que había mandado unos
minutos antes.
Estaba dirigido a un tal [email protected] y ponía:
«No logro contactarte. Las líneas están colapsadas. Me estoy volviendo loco,
literalmente muriendo de miedo. Dime que estás bien, que estáis bien. Cojo el
primer vuelo y estaré contigo lo antes posible. Resistid, os lo suplico. Ya salgo
para ahí. P.»
El corazón empezó a galoparme en el pecho.
La sensación que me había asaltado antes se transformó en certeza. Allá, en
aquella tierra lejana, no había solamente gemas y piedras preciosas o negocios
que proteger. También había personas a las que era importante salvar.
Cuando el abuelo volvió a la habitación con la mochila a la espalda, me alejé
rápidamente. Él no dijo nada, únicamente me dirigió la sonrisa más triste que le
hubiera visto nunca.
Se acercó en silencio, me cogió la mano y acarició con infinita ternura el
anillo con la piedra de luna que me había traído el día anterior.
Luego unió sus ojos acongojados a los míos y allí me precipité.
Encontré un mundo entero detrás de esa mirada en estado de agitación, un
universo paralelo que hubiera podido tragarme con un solo pestañeo.
Y entendí que lo estaba haciendo. Me estaba contando su historia, la que yo
no había querido escuchar.
La luz de la piedra reverberaba en la angustia de aquellos ojos. Me hablaban
de algo que no conocía, pero que inexplicablemente sentía que formaba parte de
mí, algo que me devoraba y me nutría al mismo tiempo.
En ese momento sentí un preocupante crepitar en mi pecho, una grieta que se
abría, un deslizamiento de la roca.
Cuando mis labios se entreabrieron para hacerle aquella pregunta, la luz de
una débil esperanza iluminó por un instante el rostro apagado del abuelo.
Sin embargo, el grito ronco del pasado me sorprendió y el recuerdo de
aquella noche maldita y las que vinieron después me obligó al silencio.
El abuelo lo vio, él siempre lo veía todo. Entonces me atrajo hacia él con la
mano y me estrechó con fuerza, y el crujido amenazaba con convertirse en un
corrimiento, porque en aquel abrazo sentí toda su preocupación, la consternación
de quien está a punto de perder aquello que más quiere en el mundo y que
también lo sería para mí.
—Tengo que marcharme, Luna —me susurró, entre afirmación y pregunta.
Como si buscase mi aprobación, como si tuviera necesidad de mi plegaria
silenciosa que lo acompañase.
Me tragué el nudo de angustia y asentí.
—Sí. Ve.
Así, solo unas horas más tarde, mi abuelo —mi superabuelo, que desafiaba a
cara descubierta el maremoto y el miedo— estaba de nuevo volando a Bangkok,
de nuevo listo para buscar cosas. Cosas que en esta ocasión tenía que encontrar
forzosamente. No solo por él, sino también por mí.
Aquella noche no cené y me encerré en mi habitación para zapear por los
telediarios, que competían entre ellos para dar en tiempo real información sobre
la tragedia. Corté las repetidas llamadas de Giulio con un mensajito en que le
decía que ya nos veríamos al día siguiente porque no me sentía bien.
Y realmente no me sentía bien: ante aquellas imágenes terroríficas había
dejado de nuevo de respirar. Veía la ola que se elevaba inexorable desde lejos
para luego expandirse por la tierra en una infernal devastación. En su furia
indómita, la observaba arrastrar con lúcida indiferencia casas y árboles,
vehículos y personas. El hielo invadió mi corazón frente aquellos centenares de
cadáveres que flotaban en el fango, atrapados entre los escombros. Y de repente
me pareció verlo.
Dos ojos de obsidiana abiertos hacia el cielo que le había robado la
respiración y el futuro. Como en la pesadilla que había atormentado mis noches
mucho tiempo atrás.
Me esforcé en alejar aquel pensamiento, pero cuanto más lo rechazaba, más
vívido se hacía, como para quitarme el aliento. Me acurruqué en la cama, esa
misma cama en la que lo había tenido y perdido, y rompí a llorar. Habían pasado
meses desde aquella noche y con horror volvía a encontrarme desesperándome
por Leonardo Landi, aunque ahora no hubiera ningún motivo racional, pese a
que me había jurado no hacerlo más.
Me detesté, hubiera querido abofetearme, pero no era capaz de dejarlo.
Así, una ola indomable me asaltó también ese día, una ola de nostalgia y
miedo lacerante que hacía estragos en mi corazón maltrecho.
Intenté aferrarme al pensamiento de Giulio, pero esa noche no funcionó.
Me quité el anillo y lo apreté entre mis dedos. Cerré los ojos y me puse a
escuchar; la magnífica energía de aquella piedra era lo único que me daba alivio,
lo único que era capaz de sentir. La sentía infiltrarse bajo la piel y correr dentro
de mí, allá abajo, hasta el fondo del alma, donde solo una persona, una
únicamente, había estado.
Me convencí de que, mientras aquella energía sorprendente continuara
fluyendo, todo iría bien.
Y recé. Con las lágrimas resbalando por las mejillas, deposité toda esperanza
en aquella luna esplendorosa que desde allá arriba velaba por todo. En la estela
de su claridad plateada, el abuelo podría encontrar aquello que buscaba. Recé
con cada partícula de mi ser para que lo consiguiera.
Así, pequeña e impotente, hice lo único que podía hacer. Agarré la piedra
fuertemente y me encomendé a la luna.
31
Larimar
De origen volcánico, encarna todas las propiedades del fuego en el que tiene su origen. Muy útil
en casos de excesiva emotividad y para los temperamentos ardientes, esta piedra ayuda a
calibrar la impetuosidad aportando una dulce calma, como la del agua del mar. Favorece la
paciencia y la aceptación equilibrada de los acontecimientos, promueve la imaginación y ayuda
a la creatividad y al trabajo artístico.

—¡Amor, estamos aquí!


Me pongo de puntillas y sacudo la mano en el aire para que Giulio me vea en
medio del gentío, cosa nada fácil dada mi estatura de gnomo. En cuanto me
localiza en la larga fila de facturación, acelera el paso y me da alcance.
—¡Lo has logrado!
—Sí, ¡pero encontrar aparcamiento ha sido una verdadera odisea!
—Podías dejarlo un rato en doble fila...
Mi novio me mira como si le hubiera sugerido lanzar el coche por un
acantilado, así que ni termino la frase.
—Luna, ven, ya nos toca. —El abuelo me hace una señal de que ha llegado
nuestro turno para facturar el equipaje.
Mi cerebro va enloquecido. Ya no se puede volver atrás. Una punzada de
miedo mezclado con la excitación me cierra el estómago en cuanto pienso que sí,
que está sucediendo realmente.
Después de la facturación nos encaminamos hacia los controles de seguridad,
y sé que cada paso me aleja de Giulio, de mi madre, de mi casa, para arrojarme
hacia lo desconocido.
Ahora experimento tantas cosas juntas que no logro descifrarlas todas.
Para empeorar mi estado de confusión, ahí tengo a mi madre, agitada como
nunca.
—Adiós, cariño —me susurra al oído mientras me abraza fuerte—. Adiós,
adiós... te echaré de menos. —Sus ojos están humedecidos y su voz, quebrada.
Me despego de ella.
—¡Mamá, no te pongas así! ¡Recuerda que vuelvo dentro de una semana!
—Eso espero...
Enarco las cejas, confusa.
—Pero vamos a ver, ¿quieres que se caiga el avión?
Ella sacude la cabeza, nunca la he visto tan atemorizada e indefensa.
—No, no quería decir eso...
—¿Y entonces qué querías decir?
Me mira largamente, una mirada conmovida y tierna, de esas que solo una
madre puede dispensar. Luego menea la cabeza, como para quitarse un
pensamiento triste.
—No, nada... no quería decir nada... —Una leve sonrisa se abre en su rostro
cansado—. Ve a tomar el vuelo.
Me suelto de su abrazo. No me esperaba una reacción así de su parte y ahora
me parece tan frágil...
Alfredo avanza y me abraza fuertemente.
Por fin, llega el turno de Giulio.
—Te echaré de menos, amor mío. —Hunde su cara en mi cuello, como si
quisiera fundirse conmigo.
Cierro los ojos.
—Y yo a ti —murmuro con voz ahogada.
Respiro su aroma y hago acopio del calor de su abrazo; querría meter un
poco en la maleta y llevármelo, para saborearlo cuando sienta su ausencia.
El aeropuerto está en plena ebullición y de pronto por megafonía anuncian
nuestro vuelo.
—Te quiero. —Giulio me coge el mentón entre sus dedos y me da un beso
aterciopelado en los labios.
—Y yo. —Deshago el abrazo, quiero irme deprisa; odio los adioses, aunque
sé que este no lo es. Pero separarme de él es más doloroso de lo que imaginaba.
Me acerco al abuelo, y mi madre, esforzándose por contener los sollozos, le
pregunta por enésima vez:
—¿Estás de verdad convencido?
Su rostro se ilumina con una sonrisa orgullosa.
—Nunca en mi vida he estado más convencido de algo. —La mirada
penetrante con la que acompaña estas palabras acalla los temores de mi madre, y
un poco también los míos.
En su seguridad encuentro el valor que necesito para ponerme la mochila a la
espalda y dar inicio a esta aventura. Me digo que debo hacerlo por él, porque
nunca me ha pedido nada y siento que se lo debo.
Repaso mentalmente el inventario de sus medicamentos y los horarios en que
debe tomarlos, aunque hice cinco copias de su programa terapéutico, que he
metido en la maleta por cualquier eventualidad. Mientras le aseguro a mi madre
que todo está bajo control, el abuelo recibe una llamada.
—Sí, claro. Está bien, no te preocupes —dice, alejándose hacia el control de
seguridad.
—Buen viaje, amor mío. —Giulio me besa una última vez—. Nos vemos
dentro de una semana.
Una semana se me antoja una eternidad ahora mismo, pero trato de no darlo
a entender.
Lo beso de nuevo, luego me impongo marcharme a la carrera o no seré capaz
de hacerlo. Alcanzo al abuelo, que acaba de colgar el teléfono y me acoge con
una sonrisa cuando me pongo en la cola a su lado.
—¿Estás lista?
¡No! ¡No!
—Sí —miento. Él lo sabe y su sonrisa se hace más ancha.
—Bien, porque hemos esperado demasiado, cielo mío. Es hora de que los
sueños se hagan realidad. Vamos.
Pasamos los controles, nos dirigimos a las puertas de embarque y poco
después nos hallamos ante la puerta abierta del avión. Antes de despegar respiro
hondo, como un submarino a punto de sumergirse en el océano.
Luego doy un paso, y al contrario de lo que sostiene mi novio, me encuentro
dentro de mi sueño cuando era pequeña.
32
Esmeralda
Según la tradición, ayuda a descubrir la sinceridad y la fidelidad de los amantes. Piedra del
éxito y la abundancia, lleva prosperidad a todos los niveles. Su acción calmante sobre las
preocupaciones ayuda a superar los momentos difíciles y genera optimismo y vitalidad. Su
energía estimula los sueños y la imaginación necesarios para el desarrollo y la realización de la
personalidad. Para apreciar sus efectos, se puede llevar como colgante que caiga a la altura del
corazón.

El abuelo volvió de Tailandia un mes más tarde.


A mi madre y Alfredo les contó que ayudó a algunos viejos amigos con
problemas, que habían perdido todo a causa del tsunami, pero que por fortuna
habían escapado de las inundaciones. A mí, en cambio, no me dijo nada; sus ojos
de zafiro me contaban mucho más de lo que las palabras lograrían explicar y de
lo que yo quería saber.
Había pasado un mes y todavía no había dejado de reprocharme por haber
cedido repentinamente en aquella noche de diciembre. ¿Dónde había ido a parar
mi orgullo? ¿Y mi amor propio? Como náufragos bajo una ola de lágrimas
inútiles, he ahí donde habían ido a parar.
Sin embargo, había aprendido una cosa importante con esa caída: el sistema
de defensa que había erigido en los meses anteriores no era aún lo
suficientemente fuerte. Los muros se caían a pedazos frente a la sola idea
irracional de pensarlo a él en peligro, y la roca se convertía en polvo bajo el peso
de su recuerdo.
Por eso reforcé las barricadas, construí nuevos muros, más altos e
infranqueables, y tracé unas fronteras más claras.
Como centinela de aquel fortín en que se había convertido mi corazón puse a
Giulio. Un sólido baluarte tras el cual refugiarme; con él estaría a salvo.
Puse a prueba ese nuevo sistema de defensa un tiempo después, en pleno
verano.
Era una sofocante y perezosa mañana de agosto, el sol se filtraba por el
escaparate rebotando en las gemas y las piedras duras en un arcoíris de colores.
Me dejaba acariciar por la ligera brisa que entraba por la ventana abierta de
la parte de atrás, mientras sentada a la mesa iba clasificando las facturas de las
nuevas adquisiciones, como mi madre me había enseñado. No era el trabajo que
hubiera soñado, pero al menos me mantenía ocupada durante las vacaciones de
verano, y eso era lo importante.
Catalogaba las últimas adquisiciones del abuelo en el mercado de
Chanthaburi la semana anterior y en cierto momento algo captó mi atención.
Había una pequeña esmeralda de luminiscencia increíble y un hermosísimo rubí
estrellado que no aparecían en la factura.
Dentro de mí se encendieron las alarmas. Me lancé al registro y comprobé
también la factura anterior. Databa de abril, durante el segundo viaje del abuelo a
Tailandia tras el tsunami.
Recuperé las piedras que había traído a su regreso y también ahí me di
cuenta de que había algo irregular. En la factura faltaban al menos un cuarzo
rosa aura de ángel de singularísima tonalidad rosa subido, un ágata de Botswana
de intenso color naranja y de impresionantes estrías, y la perla de Tahití más
grande que había visto.
Una sensación extraña me apretó el pecho.
Cogí las piedras y las puse en la mesa. Me detuve a mirarlas, no para estudiar
su valor o su pureza, sino su significado.
El cuarzo rosa era la piedra del perdón; el ágata era sinónimo de
reconciliación; la perla, desde siempre, el símbolo de la pureza del amor; la
esmeralda, del amor fiel, y el rubí, el amor apasionado. Perdón, reconciliación,
pureza del amor, amor fiel, amor apasionado. Parecían mensajes cifrados, y el
calor que me subió hasta el rostro me decía que lo eran realmente.
El calor se transformó en un resplandor rojo mientras me abalanzaba,
furiosa, sobre el abuelo. Estaba sentado en el mostrador de la tienda ordenando
algunas espesartinas rojas en la vitrina de los granates.
—Estas no aparecen en la factura —solté ásperamente, lanzándole las
piedras delante como si fueran basura.
Él levantó lentamente la mirada de las espesartinas y la volvió a mis piedras
y luego a mí.
—Es verdad; no están. —Su calma me hizo hervir la sangre.
—¿Por qué?
Se encogió de hombros y me sonrió.
—Son un regalo.
—¿De quién? —Mientras lo preguntaba, una punzada lacerante me atravesó
de lado a lado.
—Siempre la misma persona. Mi viejo amigo del mercado de Chanthaburi.
—Su sonrisa no cedió, sino que se hizo más amplia, peligrosa—. Si quieres
escuchar aquella historia, Luna...
Su sonrisa casi quemaba y me dio pánico.
—No —espeté. Era un grito ahogado que provenía de las profundidades de
mí, donde cada sistema de seguridad estaba en alerta, donde los muros habían
vuelto a comenzar a temblar—. No nos hace falta —continué, tratando de
mantener la voz firme a pesar del nudo en la garganta—. Quizá deberías decirle
a tu amigo que deje de regalártelas.
Lo miré amenazadoramente, pero el abuelo me sostuvo la mirada con
facilidad. Lo odié por ello.
—Tal vez son las piedras mismas las que quieren llegar a ti —suspiró, sin
darse por vencido. Un escalofrío me recorrió y tuve que hacer acopio de fuerzas
para no sucumbir otra vez—. Lo sabes, Luna: las piedras vibran,
independientemente del hecho de que nosotros las sintamos o no —prosiguió,
ajeno a la batalla que se libraba dentro de mí. O quizá muy consciente de ella—.
Puedes incluso no aceptarlas, pero te aseguro que estas piedras continuarán
vibrando por ti, lo quieras o no.
La mirada que me lanzó provocó un terremoto que me recorrió el alma hasta
el tuétano. Sucedía de nuevo. El abuelo sabía dónde golpear, era el único que
conocía los puntos en que mis defensas eran más débiles y allí centraba su
ataque.
Esta vez, sin embargo, no lo tuvo tan fácil, porque Giulio llegó
providencialmente.
—Hey, ¡hola! —exclamó con tono inseguro desde el umbral.
Lo miré.
—Hola —grazné.
El rostro siempre sereno de Giulio se torció en una mueca de preocupación.
—¿Todo bien?
—Sí, sí. Todo okay —me apresuré a responder, tratando de camuflar la
batalla que se libraba en mi interior.
Giulio volvió a sonreír como siempre.
—Me preguntaba... si te apetecería salir un rato a tomar algo —dijo con tono
inseguro.
—Sí, claro. Ya voy —repuse, feliz de salir de allí a tomar un poco de aire.
Pero antes tenía que hacer una cosa: empujar con desprecio todas aquellas
piedras lejos de mí. Algunas rodaron hasta el suelo, otras acabaron en manos del
abuelo, que me miraba en silencio.
—La próxima vez que vuelvas allá, se las devuelves y le dices a tu amigo
que no mande más —gruñí—. No las quiero.
El abuelo levantó las manos en señal de rendición.
—Como prefieras.
Me alejé del mostrador, dejando a mi abuelo enmudecido. Podía ahorrarse
sus historias, eran solo fábulas.
—Cómo has cambiado, cielo —murmuró, y su voz llena de decepción me
paralizó un momento—. Me pareces un pequeño diamante escondido en la
kimberlita, envuelto en su roca madre. La tienda, tu chico, una vida tranquila sin
sacudidas; estás en zona segura, sin duda. Pero no podrás brillar mientras estés
atrapada en la roca.
—No me interesa brillar —dije sin girarme. Era verdad, no me interesaba. Ya
no, al menos. Yo había elegido a Giulio y me precipité a su abrazo equilibrado y
sincero.
Salí sin decir una palabra más.

—Mi familia va esta noche al restaurante... cómo diablos se llama?


Levanté la mirada del zumo de fruta, perpleja.
—No lo sé.
Giulio rio con los labios cubiertos de capuchino.
—¡Ja! ¡Justamente ese es el nombre del local! Cómo Diablos se Llama.
—Oh, vaya. ¿En serio? —dije, incrédula. Como siempre, ese que al final se
había convertido en mi novio había sido capaz de arrancarme una carcajada
incluso cuando mi humor estaba por los suelos.
—¡Lo juro! Y digo más: el propietario y un amigo de ellos los han invitado a
la inauguración. Se quedarán allí toda la noche y volverán mañana junto con mis
hermanas.
Fue su mirada la que reveló lo que tenía en mente.
Al final, había llegado el momento.
Después de tanto tiempo, se presentaba la ocasión que estábamos esperando.
La casa vacía, nadie rondando por allá.
Una sensación se fue abriendo paso en mi pecho, algo potente a la par que
nebuloso. Era el pensamiento de pasar por primera vez la noche con él, o el
pensamiento aún ardiente de todas esas piedras que venían de lejos. O las dos
cosas.
Habíamos hablado muchas veces, era cierto; pero encontrarse con la
posibilidad concreta de hacer el amor era otra cosa.
Por eso, cuando Giulio me preguntó qué me parecía, me llevó algo de tiempo
responderle. Sabía que tenía que decirle que sí, pero por alguna razón mis labios
no colaboraban.
Ante mi repentino silencio, la preocupación empezó a instalarse en su rostro.
Tenía que decirle que sí, por supuesto, que me parecía fenomenal. En el fondo
ese era el pacto: en cuanto se presentara la ocasión, lo haríamos. Había pasado
un año desde aquella noche maldita, yo había salido adelante y no había razón
para seguir esperando. Estaba segura de que Giulio me quería de verdad, él no
me seduciría con engaños para después abandonarme.
«Dile que sí —me ordené—. ¡Venga, dilo!»
Respiré hondo. Una vez, dos veces. Sin embargo, ante mis ojos apareció el
rostro de Leonardo, que me apartaba un mechón de cabellos de la cara mientras
hacíamos el amor.
—Digo que... me he dejado el bolso en la tienda. Tienes que pagar tú.

Pasé el resto de la jornada en la trastienda ordenando facturas, pero con la


cabeza a kilómetros de distancia. Literalmente.
En cuanto llegué a casa me metí bajo la ducha, esperando que el agua me
lavara el odio que sentía hacia mí misma y los ojos tristes de Giulio. Había
herido al chico más bueno, amable y generoso sobre la faz de la tierra y no
conseguía perdonármelo.
Él no lo hubiera admitido, pero se había quedado traspuesto. En el fondo,
estaba claro para los dos que «lo lamento, pero hoy tengo una terrible jaqueca»
era la excusa más patética que se podía encontrar.
Me sentí de verdad estúpida y salí de la ducha presa de la culpabilidad.
Fui al escritorio para llamarlo y excusarme: estaba segura de que me
comprendería, siempre lo hacía. Mientras marcaba el número, vi que algo
extraño asomaba de mi bolso abierto sobre una silla.
Miré mejor y encontré un paquetito con un sobrecito blanco envuelto en una
cinta de satén.
«Esta es la última. Lo prometo —leí en la nota escrita con la elegante
caligrafía del abuelo—. Puedes también elegir el cuarzo rosa, la piedra del amor
amable, pero te aseguro que por más que te esfuerces, nunca vas a olvidar el
diamante, la piedra del amor verdadero. Créeme, Luna, sé de lo que hablo.»
Cada célula de mi cuerpo se incendió, gritándome que no tocara el paquetito
por ningún motivo en el mundo.
«Esta es la última.» Se refería sin duda a otra piedra regalada.
¿No había sido lo suficientemente clara? ¿Me estaba poniendo a prueba el
abuelo?
Pero él no sabía que estaba preparada y que no lo iba a dejar vencer. Volví a
acordarme de las lágrimas, las noches de insomnio y los días vacíos: entendí que
el dolor era mi verdadera arma de defensa.
En tensión para parar el golpe, por fin abrí el paquetito.
El corazón amenazaba con salírseme del pecho cuando saqué el collar de oro
blanco con un colgante de circonio azul. El collar de mis sueños. El que
justamente hubiera querido para mis dieciséis años.
Como catapultada por una fuerza desconocida, de repente estaba encaramada
en el plátano delante de casa una fría noche de enero. En la penumbra, Leonardo
me miraba con aquellos ojos suyos insondables mientras le explicaba el regalo
que más ilusión me hacía en el mundo.
El circonio, la piedra que me recordaba quién era y la que hubiera querido
ser. Pero también la gema de los enamorados, la que hace indisolubles los lazos
de amor. Bah, tonterías.
En aquel momento me di cuenta de verdad. Sí, tonterías.
Cogí el collar y lo aplasté con el puño y una rabia que me crepitaba entre los
dedos. Tonterías. Las gemas, sus poderes, el verdadero amor. Eran todo tonterías.
Espantada, tiré al suelo el collar y lo pisoteé una y otra vez con desprecio.
Pero no solo pisoteé la joya. Pisoteé el futuro que siempre había imaginado,
los sueños, las esperanzas, el amor, las piedras. Pisoteé toda mi vida de antes,
justo como había hecho Leonardo. Solo que ahora era yo la que lo pisoteaba a él.
Conducida por una rabia gangrenada que venía de lejos, cogí el teléfono y
llamé a Giulio.
—He cambiado de idea. Voy para allá.
Y así lo hice.
Apenas una hora más tarde estaba entre sus brazos, donde el pasado moría al
leve susurro de sus besos. Cada caricia se llevaba consigo un poco de todo lo que
yo había sido hasta entonces, cada suspiro silenciaba el estruendo de los
recuerdos y despojaba a las piedras de su magia.
Fue entonces cuando dejé de sentirlas.
No las sentía ya latir al unísono con mi corazón, ni la energía de fuego que
guardaban, ni sus efectos benéficos en el alma. Nada. No sentía nada.
El manto negro de la noche lo engullía todo. Ahogó los sueños, apagó la
magia, destruyó las piedras y, junto con ellas, el amor verdadero. Desde entonces
nada fue ya lo mismo porque en esa oscuridad también yo me perdí.
Una última bocanada... y me dejé ir en la oscuridad.
Un eclipse, y la antigua Luna ya no estaba.
Todos se percatarían de este oscurecimiento en mi cielo.
El abuelo, en cambio, no; él siempre estuvo como en espera. En la sombra,
en el margen, me observaba crecer esperando que algo aconteciera, un signo
fugaz, un pequeño milagro. Pero él era un soñador y los soñadores hacen eso:
nunca dejan de creer.
Así, paciente y perseverante precisamente como una piedra, mi abuelo se
puso a esperar. Y esperó a que de la oscuridad surgiera una Luna nueva.
SEGUNDA PARTE
LUNA NUEVA
33
Diásporo
Es la piedra guerrera, da fuerza y coraje, vitalidad y protección, promoviendo la acción y la
combatividad, ayudando a quien la lleva encima a perseguir los propios objetivos y superar todo
obstáculo. Piedra de poder, ayuda a realizarse, a reencontrar la propia energía y utilizarla de
modo más equilibrado. Es útil como amuleto de la suerte ambiental. Puesta, ofrece una visión
más optimista de la vida.

—Aquí están nuestros asientos —dice el abuelo, indicando una fila cerca del
ala—. ¿Puedo sentarme junto a la ventanilla, cielo?
Asiento.
—Por supuesto.
Pongo las mochilas en el compartimento de encima y luego me siento a su
lado, rogando que el sitio vacío junto a mí no lo ocupe un niño majadero con
mono de PlayStation.
Echo una ojeada a los pasajeros y me estremezco cada vez que veo subir una
familia con una prole gritona detrás.
Mientras busco a tientas el cinturón de seguridad, mis manos se bloquean en
cuanto oigo aquella voz.
—Aquí estoy. Perdonadme si llego tarde, pero en los controles había una fila
de locura.
Levanto la vista, con pánico. Leonardo, de pie y con la mochila a la espalda,
deja caer su chaqueta en el asiento vacío junto al mío.
Me siento morir.
—¿Qué demonios hace este aquí? —espeto a mi abuelo.
—¿No se lo habías dicho? —oigo preguntar a mi espalda.
El abuelo ignora mi pregunta y le responde a él con una sonrisa resignada.
—Si se lo hubiera dicho, no habría venido ni anestesiada. La conoces, ya
sabes lo testaruda que es.
Sacudo la cabeza, incrédula. Me ha engañado, me ha traicionado una vez
más. Miro al abuelo con una profunda desilusión que me punza los ojos.
—¿Cómo... cómo has podido hacerme esto?
Él no dice nada, solamente me mira. Una mirada tan penetrante que debo
apartar los ojos. La sangre se me agolpa en el cerebro. Me doy la vuelta
enérgicamente, empujo a Leonardo y vuelvo a abrir el compartimento con toda
la fuerza que tengo.
—Despacio, señorita... pero ¿qué está haciendo?
Una azafata de voz estridente corre a amonestarme, pero la ignoro. Busco mi
mochila haciendo caer las bolsas colocadas delante, entre las protestas de sus
propietarios y los gritos de espanto de otros pasajeros. Tampoco me importan
ellos, estoy hecha una hidra desquiciada.
—¡Luna! —El abuelo me llama haciéndome señas de que vuelva al asiento,
pero no le escucho.
Agarro mi mochila, pero la azafata me retiene por un brazo.
—¡Apártese! —le grito.
—Señorita, si no se calma me veré obligada a llamar a la policía.
—¡No me importa que la llame, basta con que me deje bajar! —Me siento en
una trampa, cazada, y ahora grito y rujo fuera de control.
—¡No puede, ya hemos cerrado las puertas!
—¡Pues entonces vuelvan a abrirlas! —grito una vez más, pero la voz del
abuelo esta vez supera a la mía.
—¡Luna! —exclama, poniéndose en pie.
Intento volver a gritar, pero veo que las lágrimas ciegan sus ojos y se me
quiebra el aliento en la garganta.
—Cielo, cálmate, por favor. Y mírame —me ordena con voz temblorosa—.
Mírame, Luna. Me estoy muriendo, ¿no lo ves?
Un puñetazo en el estómago me corta la respiración.
Cierro los ojos para contener las lágrimas, que de repente me nublan la vista.
—Solamente quiero cumplir una promesa hecha hace mucho tiempo. Una
promesa que os hice... a los dos. Mis dos pequeños, preciosísimos diamantes.
Las joyas más grandes de mi vida —dice el abuelo, señalándome a mí y luego a
Leonardo.
Mis ojos se posan en él, inmóvil en medio del pasillo, que me mira con una
expresión trastornada en su rostro tenso. «Venga, hazlo por él», parecen susurrar
esos ojos oscuros como la noche. Me muerdo el labio y aprieto los puños para no
ceder.
—Siete días, solamente te pido eso, cielo —insiste el abuelo con
desesperación—. Y luego puedes estar segura de que no te pediré nada más... No
te molestaré nunca más.
Una montaña se me viene encima con esas palabras. Me falta el aire de solo
pensar en perderlo.
Y así, en silencio, depongo las armas como un soldado que se rinde tras
haber librado su última batalla. Vuelvo a meter la mochila en el compartimento y
con un suspiro tembloroso regreso a mi sitio.
El abuelo me coge la mano y la estrecha con fuerza.
—Gracias —susurra.
Me limito a asentir, incapaz de hablar.
Leonardo ayuda a la azafata a poner su equipaje en el compartimento, luego
se sienta en silencio en el asiento a mi lado. Yo no despego la mirada de la
pantalla que tengo delante, observo la línea discontinua que une Milán con
Bangkok y pienso que este será el vuelo más largo de la historia de la
aeronáutica.
Desde ese momento, además de los móviles y los dispositivos electrónicos,
se apagan también las comunicaciones entre nosotros y en la fila 16 reina un
silencio glacial.
No logro entender cómo mi abuelo ha podido hacerme esto.
He decidido lo que haré: voy a ignorar a Leonardo todo el rato, haré como si
no existiera. Además, para mí está muerto. La promesa preveía que él también
estuviera aquí, pero no que yo le dirigiese la palabra.
Así pues, durante el despegue me limito a mirar fijamente la pantalla que
tengo delante, no me muevo, casi no respiro, y me convenzo de que seré capaz.
Soy fuerte, soy piedra. Estoy segura de conseguirlo, al menos hasta que siento su
mano tocarme el brazo.
—Pensaba que te lo había dicho —murmura. Su roce y su voz me hacen
estremecer, pero es lo que dice después lo que me aniquila—: Lo siento.
Dos palabras y me siento hundirme. El avión se cae y estoy de nuevo en mi
habitación. Dos palabras y tengo dieciséis años y acabo de hacer el amor con él.
No puedo hacer otra cosa que ponerme en pie como un resorte.
Empujo el asiento de delante para pasar por encima de Leonardo y correr por
el pasillo.
Cuando lo oigo detrás de mí, me introduzco en el primer lavabo que
encuentro. Había olvidado lo rápido que era, porque mientras intento cerrar la
puerta él logra colarse dentro y cerrarla.
Es tan alto que tapa la salida e inmediatamente me falta el aire.
«Coge aire.»
—¡Déjame salir ahora mismo! —gruño, tratando inútilmente de apartarlo.
Le doy un par de puñetazos, pero él los detiene con facilidad
inmovilizándome las muñecas en el aire.
—Yo no quería venir, ¡ha sido tu abuelo el que ha insistido! —explota.
Indignada, intento liberarme.
—¡Vale! ¡Podías haberte negado! —exclamo, y afino el tiro—: ¡Claro que sí!
Podías decirle: «Lo siento, Pietro», y luego desaparecer. ¡Estoy segura de que te
habría salido bien!
Él encaja el golpe con un suspiro tembloroso. Hace amago de hablar, pero
luego se lo piensa. Abre más los ojos y aparta la mirada. En lo más hondo de mí
celebro haberlo hecho callar, pero se me corta el aliento cuando vuelve a poner
los ojos en mí.
—Me dijo que era su último deseo, Luna. No tuve el valor de decirle que
no... —admite al fin con voz ronca, y solo de pensar en la enfermedad de mi
abuelo me angustio.
En cuanto se siente seguro, lentamente me suelta las manos y vuelve a
hablar.
—Además, había soñado con este viaje toda la vida y justamente cuando ya
pensaba que no sería posible... va y se presenta la ocasión.
Cuando llaman a la puerta, se bloquea.
—Señores, no puede estar más de una persona en el baño, tienen que salir de
inmediato. —Reconozco la voz de la azafata de antes. Él la ignora y retoma su
discurso:
—He pensado que tal vez debería...
De repente, una turbulencia me sacude, pierdo el equilibrio y voy a dar
contra el lavamanos. Leonardo me aferra para que no caiga.
Miro espantada su mano en mi cintura.
—No me toques.
Él se aparta como ante una fiera rabiosa, pero es lo suficientemente
temerario como para seguir hablando.
—Escucha, ¡solo te pido que me dejes explicar lo que sucedió realmente
aquella noche!
La imagen del jirón de tela colgando en el escaparate destrozado me viene a
la memoria con una violencia inaudita.
—¡Oh, vamos, pero si yo ya sé lo que pasó! —Río ácidamente—. Encontré
un trozo de tu camisa en el escaparate, ¿qué más necesito saber? —Le lanzo una
mirada despiadada que lo hace enmudecer—. ¿O intentas decirme que no fuiste
tú quien desvalijó nuestra tienda?
—No, yo...
Lo he arrinconado y decido rematarlo, con un cosquilleo de satisfacción.
—Me utilizaste y me dejaste sola. Desplumaste la tienda y desapareciste
como si nada. ¿De verdad crees que debería escucharte?
Leonardo suspira y cierra los ojos por el peso de la frustración.
—Luna...
La azafata grita y pasa a amenazas más serias, pero yo no la oigo.
—Créeme, de verdad. No necesito saber más —sentencio gélidamente.
El pasado gira ante nosotros con un ciclón de recuerdos todavía demasiado
vívidos. La azafata no ceja y al final abre la puerta por las bravas. De repente
experimento hacia ella una imprudente ola de simpatía.
Leonardo se gira sorprendido y yo aprovecho para liberarme de él.
—¡Me das asco! ¡Déjame en paz! —grito fuera de mí.
—¡Luna!
En el pasillo encuentro al abuelo con una máscara de preocupación en el
rostro. Intenta retenerme por un brazo, pero me zafo de un tirón.
—¡Déjame en paz tú también! —Lo miro con hostilidad, aún incrédula por la
jugarreta que me ha hecho. Detrás de él, Leonardo me mira fijamente,
estupefacto—. ¡Manteneos lejos de mí! —espeto con rabia—. ¡Los dos!
Recorro el pasillo abriéndome paso entre pasajeros y carritos de la cena,
mientras la voz odiosa de la azafata se oye cada vez más lejos.
Me siento como un ratón en una trampa, corro aunque no haya salida. Me
detengo solo al final del avión, donde hay menos pasajeros y más silencio.
Me deslizo en uno de los asientos vacíos de la última fila y me acurruco con
la cabeza entre las rodillas, como para contener todos los pedazos que siento que
se me hacen añicos.
No tengo ninguna intención de volver a mi sitio y no tengo ni idea de lo que
haremos cuando lleguemos.
Luego me acurruco contra la ventanilla, cierro los ojos, tratando de volar en
alas del pensamiento más confortante que se me ocurre.
Giulio.
Vuelvo con la mente a él, a mi ángel. Lo imagino sentado aquí, a mi lado,
apretándome la mano en la suya, susurrándome que todo va bien.
Entonces la cabina se hace un poco menos estrecha y puedo volver a respirar,
reteniendo en mi imaginación el rostro de mi novio. Él es mi ancla, la barrera de
seguridad que me protege de la angustia.
Con Giulio la rabia se diluye y el dolor se vuelve soportable.
34
Aventurina
Amuleto de la suerte, es un imán para la felicidad. Trae tranquilidad, paciencia y facilita la
curación emocional. Confiere disposición a la escucha y tolerancia hacia el prójimo.
Estimulando la creatividad, es la piedra perfecta para quien busca inspiración. Los creativos
deberían mantenerla cerca del lugar de trabajo para lograr una mayor afluencia de ideas.

El impacto de Bangkok es todavía más traumático que el vuelo para llegar


allí.
Siempre la había imaginado como una ciudad legendaria, exótica y
fascinante, y, sin embargo, no se parece en nada a lo que esperaba. O mejor
dicho, quizá no estoy con el humor apropiado para hacer algo que no sea gritar a
pleno pulmón todo mi desprecio por esta situación. Vaya, ¡como para ir a
descubrir una ciudad desconocida!
Podría incluso estar en el paraíso y no lo apreciaría, porque el único lugar en
el mundo en que querría estar ahora es mi casa.
En cuanto subimos al taxi que nos lleva al hotel, el abuelo se sienta al lado
del conductor para señalarle el camino. Leonardo, a mi pesar, se sienta conmigo
en el asiento trasero de este coche destartalado, con la mirada negra perdida
fuera de la ventanilla. Dos extraños divididos por un montón de maletas y una
noche que ha desviado el curso del tiempo.
Cada parte de mí pugna por volver al aeropuerto y coger el primer vuelo a
Milán. El tráfico de Bangkok es la cosa más caótica y ruidosa que haya visto
nunca. Automóviles, autobuses de motores escacharrados, motos con tres o
cuatro personas circulan por todas partes como proyectiles enloquecidos. Y
luego están aquellos a los que el abuelo ha llamado tuktuk, pequeños y
pintorescos medios de locomoción de tres ruedas que se enmarañan en el tráfico
con maniobras que desafían las leyes de la gravedad, además de cualquier norma
de seguridad.
El que rompe el silencio reinante en el taxi es el abuelo, que le indica algo al
conductor. Él asiente y dobla a la derecha, hacia un lugar llamado Samut Prakan.
—Le he pedido una pequeña desviación antes de llegar al hotel, espero que
no os moleste... —dice, girándose.
Leonardo se limita a encogerse de hombros, pero yo le respondo con
sarcasmo.
—No, claro, imagínate, es tan hermoso estar aquí...
Y de nuevo el habitáculo se llena de un pesado silencio.

El taxista se detiene delante de una pequeña estructura toda rosa y montada


sobre una imponente escultura que representa un elefante con tres cabezas, de
unos treinta metros de altura.
—Este es el Museo de Erawan —explica el abuelo—. Se trata de un templo
que pocos conocen. Nació como un lugar de exposición de la inestimable
colección del rico Lek Viriyapant, pero hoy se ha convertido en un lugar de gran
veneración por parte de la gente local; se cree, de hecho, que aquí las plegarias
son escuchadas.
—Bien, porque yo tendría una o dos —farfullo sarcásticamente,
resignándome a bajar del taxi.
Después de haber comprado las entradas, nos entremezclamos con otros
visitantes, todos locales. Me arrastro detrás de Leonardo y del abuelo, que se
convierte en improvisado guía turístico.
—El templo está articulado en tres niveles que representan el universo según
la filosofía budista-hindú: en el primer piso está el mundo subterráneo, en el
segundo, el terrestre y en el tercero, el cielo.
En el entorno subterráneo hay expuestas muchísimas porcelanas, vajillas de
origen oriental y objetos de anticuario. No me detengo en ninguna vitrina,
solamente soy capaz de pensar en que no quiero estar aquí. Arrastro los pies
detrás del abuelo sin decir una palabra, evitando incluso mirar al molesto tercero
en discordia.
En el piso de arriba, el terrestre, domina una cúpula decorada sobre una
escalera con forma de dragón y pilares esculpidos donde se cuentan historias
procedentes de las religiones más importantes. A través de una escalera de
caracol llegamos a una especie de gruta poco iluminada y con un cielo
intensamente azul.
—Este es el reino del budismo —dice el abuelo, mientras yo me pregunto
por qué ha querido venir aquí con tanta urgencia. ¿Qué necesidad había? ¿No era
ya lo suficientemente insostenible la situación?
Cuando finalmente avisto la salida es como la luz al final del túnel.
Sin embargo, lo que hay fuera del templo me sorprende. Un exuberante
jardín tropical se abre ante nosotros, un extraordinario oasis de paz en el caos de
Bangkok.
Entre suaves corrientes y plantas exóticas, la quietud que reina aquí resulta
sobrenatural respecto al ruido alrededor de la ciudad.
Caminamos un largo trecho hasta una gran fuente de piedra abastecida por
pequeños surtidores. En el borde hay varias personas sentadas que se inclinan
sobre el agua para depositar flores blancas y rosadas. Por la forma en que flotan
parecen nenúfares o algo parecido.
—¡Aquí está! —suspira el abuelo, rompiendo el silencio.
No sé por qué, en su tono me parece advertir una nota de esperanza que me
produce un escalofrío. Acelera el paso y se dirige a un pequeño quiosco de
madera, del que lo veo volver un minuto más tarde con tres recipientes en la
mano. En cada uno flota una gran flor blanca.
—¡Esto es una flor de loto! —me dice, dándome una—. La costumbre dicta
que se deje ir sobre el agua una de estas flores después de haber pedido un
deseo. Si la flor se detiene, quiere decir que para que se cumpla vuestro deseo se
requiere algo de tiempo. Si continúa moviéndose con la corriente, el deseo se
cumplirá antes de lo que imagináis.
—¡Vaya por Dios! Pero ¿de verdad era necesario...? —resoplo con
impaciencia.
—Sí, cielo —me responde el abuelo, asintiendo con convicción.
Con un suspiro resignado, cojo la flor, me acerco a la fuente y me siento en
el borde. Miro alrededor para observar a los demás y sorprendo a Leonardo.
Sentado al lado del abuelo, deja ir su flor y cierra los ojos, como si su deseo
requiriera toda la concentración posible.
Siento un calambre en el estómago y aparto la mirada.
Me inclino sobre la fuente mientras expreso con fuerza el deseo que me late
dentro desde que me marché. Desde que Leonardo subió al avión.
—Quiero volver a casa. Quiero volver a casa. Quiero volver a casa.
Dejo ir la flor por la superficie del agua y un segundo más tarde la veo
encallarse en el borde de la fuente.
—Bien. Esta será una semana muy larga...
Suelto un suspiro resignado contra el universo que, una vez más, me
demuestra la poca simpatía que muestra por mis causas, y oigo que me llaman.
—¡Luna!
Levanto la mirada y veo al abuelo; la expresión cómplice en su rostro me
resulta incomprensible. Lo observo confusa coger su flor de loto y empujarla
hacia mí, en lugar de hacia el centro de la fuente. Cuando llega a mis manos,
entre sus pétalos blancos veo una aventurina, la piedra de la escucha.
El significado de la piedra se despliega en mi mente antes de que pueda
evitarlo. Es un cuarzo muy especial, en algún momento fue uno de mis favoritos.
Predispone a la escucha y al encuentro con modos de pensar diferentes del
propio. Trae tolerancia y enfrentamiento sobrio, ayudando a identificar viejos
traumas emocionales y facilitando la curación.
El mensaje del abuelo es claro. Sé lo que quiere de mí: que escuche a
Leonardo, que lo deje explicarse y que, tal vez, incluso lo perdone. Pero con solo
pensar en lo que ha sucedido a diez mil metros de altura se me cierra el
estómago, tengo miedo de no poder aguantar siete días estando él aquí, así que si
encima tuviera que escuchar sus mentiras... No lo haré, ni siquiera por el abuelo.
—Has perdido tu deseo, Pietro... —Cuando escucho su voz mis ojos
incrédulos se posan en él.
Leonardo me está mirando fijamente y, aunque se vuelve hacia el abuelo, es
a mí a quien habla.
—Nunca me escuchará... —suspira; la frustración permea sus palabras y me
abruma.
La mezcla explosiva de rabia, dolor y cansancio que me corre por las venas
deflagra de repente. Me encaro.
—¡Eso sí que es cierto!
—Sin embargo, eso es lo que te pido, porque si me dejaras por lo menos
hablar, quizá podr...
—¿Podría qué? ¿Perdonarte? —exploto con una risa burlona—. ¡Venga,
olvídalo!
Me vuelvo para marcharme, pero él me retiene por un brazo.
—¡Te dije que no debes tocarme! —ladro, sacudiéndome su mano.
—Lo sé, lo sé —dice, y la manera en que su voz, inesperadamente, se
quiebra, se me clava más que su propia mano—. Pero te ruego que me escuches
un momento; luego prometo dejarte en paz.
El abuelo no dice nada, pero sus ojos están gritando: «¡Ánimo, Luna, tú
puedes!»
Ahora sí me siento de verdad atrapada, más que en el minúsculo baño del
avión. Con la sola fuerza de la resignación, mis ojos regresan a Leonardo, que
me escruta expectante.
«Coge aire.»
Me odio cuando asiento débilmente, apretando los puños tan fuerte que las
uñas se me clavan en la carne.
—Fue mi padre el que me llamó —dice sin más, y mi corazón se acelera—.
Aquella noche, quiero decir. —Se detiene un momento y me mira—. Tú dormías
cuando me llamó al móvil y me dijo que fuera corriendo a casa. Me necesitaba
porque había sucedido algo terrible. Pensé que mi madre habría tenido otra de
sus crisis nerviosas, pero no era eso. Me explicó rápidamente que sus «viejos
amigos» lo estaban buscando para liquidarlo, porque les debía un montón de
dinero. —Se le escapa un suspiro—. Mi padre me había engañado (nos había
engañado a todos) y se había metido en líos otra vez. Y como sabía solamente
crear problemas, pero no resolverlos, me suplicó que lo ayudara o era hombre
muerto.
Respiro profundamente.
—Lloraba. Lloraba de una manera tan desesperada, que lo único que se me
ocurrió, a pesar de todo, fue vestirme e ir en su busca para ayudarle. —Me mira
y luego continúa—. Estaba a punto de despertarte para advertirte lo que estaba
sucediendo, aunque en aquel momento ni yo mismo lo entendía, pero luego me
detuve para mirarte.
La firmeza de sus ojos se apaga lentamente. Su expresión se transforma bajo
el peso de una antigua tristeza que despierta la mía y juntas explotan en medio
de nosotros. «No me mires. No me mires así.»
—Estabas tan serena, Luna... —Su suspiro hace temblar mi alma—. Si cierro
los ojos aún te veo allí, más pequeña que nunca. Y tan tierna, parecía que casi
sonreías, como si estuvieras soñando aquello que habíamos hecho poco antes. En
ese momento te giraste y alargaste la mano donde un instante antes estaba yo,
abrazando la almohada vacía.
Se coge la cabeza con ambas manos, parece de verdad roto de dolor, pero no
dejaré que me hechice. Espero que me vaya subiendo la rabia, pero no siento
otra cosa que pena por su tormento y odio por todo esto.
—Pensé que si te despertaba te habría dado un susto de muerte, y sobre todo
tenía miedo de no encontrar la fuerza para irme. Entonces te dejé aquella notita
sobre la almohada y me fui a casa. Pero mi padre ya había pensado la solución
por su cuenta. —Sacude la cabeza por el recuerdo, una sonrisa amarga despunta
en su rostro—. Cuando pasé frente a la tienda lo encontré esperándome, sabía
que tenía que pasar por allá para volver a casa. En cuanto lo vi con una ganzúa y
una linterna en la mano entendí lo que tenía en mente. Le pregunté si se había
vuelto loco. Él solamente me dijo: «Cállate y ayúdame, o moriremos todos esta
noche.» Corrí para detenerlo, pero justo cuando lo alcancé, rompió el escaparate
y saltó la alarma.
Sus ojos no dejan de mirarme ni un instante.
—Lo que pasó después sucedió tan deprisa que no tuve apenas tiempo de
darme cuenta. Mi padre fue directo a la caja fuerte, la abrió con una destreza
increíble y cogió a puñados las gemas guardadas en el interior. Yo estaba como
en trance, no podía creer lo que estaba haciendo.
La frustración me devora, pero en un instante de lucidez lo cojo en falta.
Era él quien pasaba los días en la tienda junto a mí, él quien el día en que
Britta compró la andalucita observaba todos mis movimientos en torno a la caja
fuerte. Era él quien conocía la combinación, no su padre.
—¿Y cómo...? —La voz apenas me sale. Al menos, soy capaz de aguantar la
intensidad de su mirada—. ¿Y cómo es que sabía la combinación de la caja
fuerte? ¡El que la conocía eras tú!
Está mintiendo. Es una locura, pero después de todos estos años cree aún que
puede tomarme el pelo echando la culpa a su padre. No le ha bastado el dolor
que me ha causado, no, él quiere escarnecerme. ¿Realmente piensa que soy tan
imbécil? ¿Una chica que lo adora y que se derrite con cada mirada suya, que está
atentísima a cada palabra suya?
Un acceso de rabia me explota dentro; si es posible, ahora mismo lo odio aún
más que antes.
—¡Venga, para ya! —Mi voz parece surgir de ultratumba. Miro a Leonardo
con los ojos llenos de asco. Sacudo la cabeza y miro al abuelo—. Dejadlo correr,
los dos. Ya tengo suficiente, en serio.
35
Epidota
Piedra ligada a la visión, ayuda a superar los prejuicios y los bloqueos relacionados con el
pasado, facilitando la comprensión de la realidad. Nos vuelve pacientes y ayuda a cambiar,
induciendo imágenes de serenidad y disolviendo la tristeza, la autoconmiseración y el rencor. Al
ayudar a aceptar los propios límites, permite tomar conciencia de las propias capacidades y
favorece el proceso de reconocimiento liberando el corazón de sentimientos guardados mucho
tiempo.

Después de lo sucedido en el jardín un rato antes, todos dejamos de hablar.


La piedra palpita en mi mano y yo me siento como anestesiada, pero estoy
segura de que no es solo por la aventurina. Las piedras no están vivas. Son solo
minerales tallados y pulidos, nada más.
Agotada, miro fuera de la ventanilla del coche con gesto desconcertado. La
ciudad transcurre a mi lado en un resplandor de rascacielos con formas
futuristas, torres con restaurantes giratorios en lo alto y calles elevadas de cuatro
carriles. Las nubes rozan los edificios, surcando el cielo encendido del atardecer.
Tardamos casi una hora en llegar al hotel, un hermosísimo edificio de cristal
con un jardín colgante del techo. Después de registrarnos, me despido
rápidamente del abuelo, como si nuestra comitiva se limitara a nosotros dos.
Mi habitación es pequeña, pero cuidada en los detalles, llena de espejos
decorados y marcos de madera incrustada y con las infaltables orquídeas, que
aquí se ven por todas partes.
Me encierro en el baño y abro el grifo de la ducha. Luego me quedo inmóvil
frente al lavamanos mientras el vapor invade la habitación y se mezcla con el
miasma que llevo dentro.
«Si cierro los ojos te vuelvo a ver, más pequeña que nunca. Y tan tierna...
parecía que sonreías.»
Estas palabras me llenan la cabeza.
«¡Está mintiendo, no le creas!»
Me esfuerzo por anular cada palabra, cada mirada, cada suspiro impregnado
de consternación antes de que se deposite en el fondo de mi alma.
Por fortuna, la ducha se lleva un poco el cansancio y la rabia, pero la
confusión no, la confusión se queda. Me siento tan sola...
Parece que ha pasado una eternidad desde que dejé a Giulio en el aeropuerto,
y la sensación de sus manos rodeándome. Pensar en él me hace sentir aún peor.
Una punzada de nostalgia me surca el pecho, querría que estuviera aquí con
su mirada limpia, su sonrisa consoladora e incluso con su vieja gorra del Milán
que se empeña en ponerse aunque esté ya muy gastada. Lo llamo, le cuento lo de
la jugarreta que me ha hecho el abuelo y escucho sus palabras, que no alcanzan a
calmarme.
«Mantente lejos de él, Luna, por el amor de Dios. Mantente lejos. Haz como
si no estuviera», me ha dicho con voz de preocupación, antes de colgar.
Mi corazón late fuera de control y sé que no lograré conciliar el sueño esta
noche. Doy vueltas y más vueltas en la cama, pero cada vez que intento cerrar
los ojos, veo a Leonardo mirándome, con la ardiente intensidad de los suyos.
Me esfuerzo en no pensar, pero sus palabras me saturan la cabeza y me
agitan el corazón con un millón de preguntas. Me adormezco agotada con las
primeras luces del alba.

Cuando llaman a la puerta despierto sobresaltada. Doy un rápido vistazo al


reloj, que marca las 8.40. La ventana deja entrar la luz del día e ilumina mi
consternación en cuanto tomo conciencia de dónde estoy.
Me aferro al colchón, dispuesta a no ir a abrir. No tengo ganas de
encontrarme con mis compañeros de viaje, especialmente uno de ellos.
Vuelven a llamar, pero yo sigo inmóvil, sin hacer el mínimo ruido.
—¡Luna, soy yo! ¡Abre!
En cuanto reconozco la voz del abuelo, me doy cuenta de que podría estar
ahí porque se siente mal y me necesita. El vuelo intercontinental, el cambio
horario, el clima tropical... podrían haberlo sometido a una dura prueba, como
era previsible dadas sus condiciones.
Salto impelida por el pánico y corro hasta la puerta.
—¡Dios!, ¿estás bien? —le pregunto mientras abro.
—Buenos días, cielo. —Él asiente con media sonrisa—. Yo sí que estoy bien.
Pero quería saber cómo estabas tú.
Apenas me percato de que todo está en orden, vuelve el recuerdo de lo que
me hizo ayer. Lo miro mejor, la voz de repente triste.
—¿Realmente te importa?
Se encoge de hombros.
—Si no me importase, no te habría traído aquí... —Su sonrisa calma me saca
de quicio.
Suelto una risa sarcástica.
—Pues ¡estaba mejor en casa, gracias!
—No dudo de que estabas mejor en casa, Luna... Me hubiera sorprendido lo
contrario.
Frunzo la frente.
—¿Y entonces por qué demonios me has hecho venir aquí?
Él mantiene el tipo ante mi tono despectivo.
—Porque solo si te mueves te darás cuenta de la jaula en que estás encerrada
y que te tiene prisionera —me dice con voz serena pero firme—. Los viejos
rencores te están impidiendo sacar fuera a quien realmente eres, libre de ti
misma. ¡Olvídalos, Luna! ¡Abre la jaula y emprende el vuelo!
La sonrisa de ánimo con que acompaña sus palabras me produce un pellizco
interior, pero la rabia que sus palabras me provocan es más fuerte que nada.
—¿Cómo me puedes pedir que olvide? —rechino los dientes—. Yo no
olvido.
Se encoge de hombros.
—Yo he olvidado hace mucho tiempo.
—Yo no soy así —murmuro.
—Entonces tendrías que esforzarte en cambiar. No te resistas al cambio,
Luna. —Vuelve a sonreír—. ¿Sabes lo que dicen en Japón? El bambú que se
dobla es más fuerte que el roble que resiste.
Lo miro, resoplando.
Él ríe ante mi cara de pasmo y mi irritación aumenta.
—Bien, levántate y vamos. ¡Bangkok te espera! —exclama con renovado
entusiasmo, como si no pasara nada.
Abro los ojos de par en par.
—¿Estás de broma? ¡Yo no me muevo de aquí! —Mi voz sube al menos una
octava.
—¿Quieres estar sola todo el día, toda la semana?
—Mejor sola que con tu amigo.
—Pero, Luna, tienes que pen...
—Escucha, ¡para ya! ¿Vale? —lo corto. Mi paciencia tiene un límite y ya lo
he superado hace por lo menos nueve mil kilómetros—. Me he quedado en ese
avión y he venido hasta aquí, pero ya basta. ¡No puedes pedirme lo imposible!
No sé cómo, pero el caso es que logro acallarlo. Estaba dispuesta a discutir
para hacer valer mi derecho a que me dejaran en paz, y él ¿qué hace de repente?
Se rinde.
—Como quieras —se limita a decir con un suspiro, y por un instante me
siento decepcionada.
Antes de darme la espalda, un movimiento atraviesa su mirada, pero no logro
saber qué es.
Vuelvo a la cama, pero ni hablar de dormir, porque mi estómago, aturdido
por el cambio horario, exige que vaya a desayunar. O a cenar. O a lo que sea.
Me visto y bajo a la planta baja en busca del restaurante.
Me abro paso entre los turistas que asaltan las mesas del bufet como una
plaga de langostas. Una mesa entera está ocupada por las frutas más grandes y
coloridas que he visto nunca. Hay plátanos, mangos, piñas, papayas y lichis,
pero también variedades más insólitas como el rambután, el mangostán, el
durián, el longán y la fruta del dragón.
La antigua Luna se hubiera lanzado a probarlas una por una, cada olor le
habría abierto un poco más las puertas de este país desconocido, cada sabor la
habría llevado a lugares exóticos y misteriosos, todos por descubrir. La antigua
Luna habría hecho lo que dice el abuelo. Yo, en cambio, agarro un cruasán y un
café y vuelvo a la habitación.
36
Apofilita
Es la piedra del cambio, perfecta para quien no quiere sentir miedo a lanzarse a nuevas
aventuras. Ayuda a ver las situaciones bajo una luz mejor, muestra las oportunidades que la vida
ofrece. Aumentando la autoestima, hace caer las máscaras y empuja a la manifestación de
nuestra verdadera naturaleza y nuestros sentimientos reales, para que los otros nos quieran tal
como somos.

He pasado todo el día encerrada en la habitación al teléfono con Giulio y


creo que tendré que pasar el resto de la vida trabajando para pagar el coste de
esta llamada intercontinental.
Es que me siento tan sola que me dan ganas de llorar.
Con todas mis fuerzas intento alejar el mundo exterior, pero, llegados a las
seis de la tarde, esta habitación se está volviendo demasiado pequeña para
contener toda mi conmiseración. Y así, para no ahogarme, al final me siento
obligada a salir.
Me pongo los zapatos y salgo a explorar por ahí. Si me mantengo ocupada,
los pensamientos me dan menos miedo. El hecho de que mi estómago esté
quejándose es un motivo añadido para no quedarme aquí dentro, dejándome
morir.
Llego al bar en la tercera planta y pido un bocadillo con patatas fritas,
sentada en uno de los sofás cerca del ventanal acristalado.
Mientras como, no puedo evitar mirar alrededor y echar una ojeada al trozo
de ciudad que despunta tras el cristal. Mis ojos se pierden en el exterior, donde
decenas de embarcaciones estilo tailandés surcan el río a la tenue luz de esta
tarde nublada.
Sigo con curiosidad lo que observo, cuando me llama mi madre. Quiere
saber cómo está el abuelo, pero no solo él. Giulio le ha contado acerca de la
presencia de Leonardo y también ella no hace más que repetirme: «Ignóralo,
Luna, mantente alejada, haz como si no existiera. Haz como si estuviera
muerto.»
En cuanto cuelgo, la ansiedad vuelve. Estoy pensando en tomar un taxi para
ir al aeropuerto y acabar con esto, cuando un señor del lugar, bajo y regordete,
con muchas arrugas y pocos dientes, se detiene frente a mí con un vaso de té en
la mano.
—¿Me permite? —pregunta, señalando el asiento vacío al lado del mío.
—Sí, claro —digo, perpleja de que hable mi lengua.
—Italiana, ¿eh? —añade con aire de curiosidad.
—Esto... sí. —Me pregunto cómo puede ser tan evidente; luego pienso que
quizá me ha escuchado hablar por teléfono.
—¡Yo speak well italiano! —Sonríe.
Contengo una mueca de duda y me limito a devolverle una sonrisa de
circunstancias mientras lo observo. Lleva pantalón azul y una llamativa camisa
amarilla con dibujos tropicales, y un bolso rojo que apoya en la mesa.
—¡Mi mejor amigo is Italian!
Asiento, sorprendida por su acento improbable; en lo que a mí respecta, la
conversación está terminada, pero parece que para él no.
Me dice que se llama Channarong y cuando me tiende la mano para
presentarse, da un golpe a su bolsa, que se vuelca dejando caer un montón de
cosas: carteras, móvil, llaves, un libro y cedés. Me agacho para ayudarle a
recogerlo todo y bajo un viejo libro de plegarias budistas encuentro algo que no
me esperaba.
Una hermosísima drusa de apofilita blanca y transparente con dos cristales
encima de estilbita rosa. El brillo nacarado de la piedra es deslumbrante y la
miro hechizada. Channarong se da cuenta.
—Hermosa, ¿eh? —dice, y su rostro surcado de arrugas adopta una
expresión curiosa.
—Esto... pues sí —respondo mientras pienso que encontrar ahora esta piedra
que favorece el cambio, después de lo que me ha dicho el abuelo, es una extraña
broma del destino.
—Procede de la India, yo hacer colección —afirma con orgullo Channarong.
—Es muy hermosa.
Me pregunta si por casualidad entiendo algo de piedras y añade algo más que
no comprendo. Me encojo de hombros y farfullo en voz casi inaudible.
—No... bueno, un poco...
Él continúa sonriéndome y de pronto me coge la mano.
—¡Vaya! ¡Esta es...! —exclama, señalando con ojos maravillados la piedra
de luna de mi dedo.
Balbuceo.
—Bueno... no, no es nada... es solo un viejo regalo.
—Lo sé —dice con una luz extraña en los ojos.
Lo miro sorprendida y el estómago me da vueltas.
—¿Cómo?
—I see... ¡Lo veo! —se corrige y suelta una risita—. ¡Mi italiano no es aún
perfecto!
Enarco una ceja mientras una sensación indescifrable me da pellizcos.
—Me temo que no...
Sé que no debería dar confianza a un desconocido, pero tal vez en este caso,
en el otro lado del mundo, mis reglas no me sirvan. No entiendo todo lo que me
dice, pero es divertido y me basta el sonido gracioso de su voz y su sonrisa
desdentada para hacerme reír.
Channarong me habla largo y tendido, de sí mismo y de su vida, y yo estoy
tan extasiada tratando de traducir esa extraña lengua suya que por un rato me
olvido de todo. De Leonardo. De mi abuelo. Del Giulio lejano.
Estamos hablando desde hace más de una hora y hasta ahora he comprendido
que no vive en Bangkok, sino al sur de Tailandia. Está aquí para ver a unas
personas y mañana vuelve a casa, pero antes pasará por Chanthaburi, el famoso
mercado de las gemas.
Al oír mencionar el lugar que ha sido protagonista de mis sueños de niña,
algo se me remueve en el pecho. Y al pensar que me encuentro a solo cuatro
horas de distancia de allí, siento que algo dentro de mí pugna por salir.
Channarong me explica que casi todas las piedras preciosas del mundo pasan
por Chanthaburi antes de llegar a las tiendas, y que esa ciudad es el corazón del
comercio de diamantes.
Él la conoce verdaderamente bien y va casi todos los fines de semana por
trabajo.
—Bueno, ahora me tengo que ir... Gracias por la compañía, me hacía falta —
digo en cierto momento, cuando me doy cuenta de que se ha hecho tarde y que
quizás el abuelo habrá vuelto y me estará buscando. En el fondo estoy
preocupada, no lo he visto en todo el día y me pregunto si estará bien.
Channarong se levanta, coge algo de la bolsa y me lo da con su perenne
sonrisa en los labios.
—¡Un regalo!
Observo maravillada la drusa que brilla en mi mano.
—¡Oh, no! ¡Gracias! —digo, tratando de devolvérsela.
Pero él se aleja.
—¡Yo insiste!
—Gracias, pero no debería... —Pero él ya ha desaparecido.
Me quedo de pie ante la mesa tratando de entender qué ha sucedido y por
qué. Por más que lo rehúya, me acabo encontrando con una piedra en la mano. Y
no una piedra cualquiera, sino la apofilita, el antiguo cristal que ayuda a sacar
fuera lo que uno es, sin máscaras ni miedos. El rayo de luz que en los momentos
de crisis libera los sentimientos reprimidos y nos hace dueños de nosotros
mismos.
Aún incrédula, pero más serena, vuelvo a la habitación con la piedra perfecta
para quien no quiere tener miedo a lanzarse a nuevas aventuras, la piedra del
cambio.
37
Cuarzo rutilado
Antiguamente se le atribuía la capacidad de almacenar la luz solar para iluminar la mente
humana. Se cree que puede abrir la mente y hacer recuperar la concentración. También se dice
que elimina la sensación de incomodidad, de soledad y el sentido de culpa, haciendo así posible
la felicidad.

Intento dormir, pero sé que también esta será una nueva noche insomne.
El abuelo ha pasado hace poco para asegurarse de que estuviera bien. Me ha
informado de que mañana tenemos que dejar este hotel porque nos alojaremos en
otra parte. La idea de dejar este refugio antiaéreo en que se ha convertido mi
habitación, para pasar un tiempo en el coche con Leonardo, me da náuseas.
Miro preocupada y pensativa las luces de los edificios de enfrente que se
reflejan en el techo, mientras el ruido de los coches y las bocinas abajo, en la
calle, me hacen pensar que debe de haber estallado una guerra intergaláctica y
que la ciudad entera anda a la carrera.
Resignada, me levanto.
La ventana da sobre una calle de cuatro carriles que pasa directamente entre
los rascacielos. Enfrente hay uno majestuoso, con la parte superior iluminada de
verde y superpantallas LED que proyectan publicidad de manera intermitente.
Alrededor hay muchos más y todos parecen competir por ser el primero en tocar
el cielo. Sin embargo, me intrigan mucho más los tejados dorados de algunos
templos que se vislumbran a lo lejos.
Dado que no sé qué hacer y no puedo permanecer más tiempo
obsesionándome con lo que me aguarda mañana, me pregunto si desde el jardín
de arriba el panorama será aún mejor.
En cuanto el ascensor se abre en el jardín de la azotea, me envuelve una
oleada de calor y humedad. Me sorprende no estar sola; evidentemente, el jet lag
está causando estragos.
Más allá de la barandilla, la ciudad se despliega hasta donde se pierde la
vista, un calidoscopio de luces, olores y sonidos que no dejan indiferente: te
entran dentro, aunque no lo quieras.
—Mi padre sabía cómo abrir la caja fuerte. —Al oír esa voz me quedo de
piedra. Leonardo se toma su tiempo para evaluar mi reacción, y comoquiera que
no tengo ninguna porque me ha sorprendido, continúa—: La había estado
estudiando el día que fue a la tienda diciendo que quería un regalo para mi
madre. Se quedó solo cuando nosotros salimos para... en fin... para hablar. ¿Te
acuerdas?
Para mi estupor, de pronto vuelvo a estar en aquella acera, con él
preguntándome si podría ser mi verdadero amor. Mi corazón se dispara.
—Mi padre no había cambiado en absoluto... No tenía que haberme fiado.
Tenías razón tú —añade.
Me vuelvo de mala gana hacia él, que está de pie a mi lado, y me arrepiento
al instante.
La consternación reflejada en su rostro me hace vacilar y no soy lo
suficientemente rápida para replicarle algo despectivo antes de que vuelva a
hablar.
—No hizo otra cosa que contarme mentiras. También el regalo para mi
madre era una excusa, solo quería inspeccionar la tienda —prosigue, con una
sonrisa amarga—. Yo no lo sabía, te lo juro, ¡y todavía me maldigo por no
haberlo comprendido!
Fija su mirada resignada en la mía.
—La policía llegó en pocos minutos. Cuando oí las sirenas me di cuenta de
lo que estaba sucediendo. Me arrojé sobre mi padre y le cogí la bolsa con las
piedras y las joyas, que cayó al suelo y se volcó. Él me miró con los ojos de un
hombre desesperado y me preguntó si valía más un puñado de piedras o su vida.
Aquellas palabras me paralizaron... Dios, ¡estaba tan confundido! —Cierra los
ojos y se pasa una mano por el cabello, aturdido por el esfuerzo de la confesión
—. Vacilé un instante, pero fue suficiente para que él se liberara y recuperara las
gemas esparcidas por el suelo. La policía estaba llegando, el corazón me latía
enloquecido y ya no lograba razonar. Hasta unas horas antes había estado en el
paraíso y en aquel momento me hundía en el infierno. No entendía ya la
diferencia entre lo correcto y lo equivocado. No entendía nada.
No sé por qué sigo aquí escuchándolo, pero por alguna razón no soy capaz
de marcharme. Una oleada de compasión me invade.
—Recuerdo que mi padre me cogió del brazo y me arrastró hacia fuera. Yo
estaba como en trance; solo conseguía pensar que había sido su cómplice en el
robo de tu tienda. No podía creer que me hubiera traicionado de nuevo. ¡Yo me
había fiado, maldita sea! Le había creído, había esperado con todo mi ser que
hubiera cambiado. Me avergonzaba de él, pero sobre todo de mí. Porque no era
capaz de creer que os hubiera hecho algo así a ti y a tu abuelo.
Cuando dice esto, su voz se transforma en un fino susurro que se me mete
dentro. Volviendo a ver mis recuerdos a través de sus ojos, me doy cuenta de lo
relativa que puede ser la verdad en ocasiones.
—Luego me encontré en un cobertizo abandonado fuera de la ciudad y ni
siquiera supe cómo había llegado ahí. De la oscuridad surgieron tres hombres
armados, uno era el que conducía el monovolumen aquella tarde de la fiesta en
casa de Iván. Mi padre les entregó el saco con las piedras; lo cogieron, pero le
dijeron que no era suficiente y que él lo sabía bien. Le dieron veinticuatro horas
para conseguir el resto. De algún modo, logramos salir vivos de aquel cobertizo,
y mi padre comprendió que no sucedería una segunda vez, así que condujo veloz
hasta casa. Cogió a mi madre, un par de bolsas donde metió atropelladamente
alguna ropa, los pasaportes y nuestros últimos ahorros, y nos llevó directamente
al aeropuerto.
»“Tenemos que huir de Italia lo más lejos y deprisa que se pueda”, nos dijo,
no importaba adónde. Pero a mí sí que me importaba. Entre los primeros vuelos
que salían había uno a Bangkok, y yo elegí Tailandia. Me estaba arruinando la
vida, pero al menos escogí nuestro destino. Fue la única decisión que fui capaz
de tomar aquella noche.
Permanezco inmóvil, la cara cenicienta y los ojos de par en par, sumida por
completo en su relato. Lo último en el mundo que hubiera querido.
—Sucedió todo tan deprisa que no era capaz de darme cuenta. Empecé a
tomar conciencia durante el vuelo: cuanto más pasaban las horas, más
comprendía que me estaba alejando de ti. Para siempre. Continuaba mirando la
ruta en la pantalla, como hipnotizado. Cuanto más se alejaba aquel avión de
Milán, más me sentía morir. Sabía que a aquella hora te habrías despertado y lo
habrías entendido todo. Era incapaz de no pensar en ti, incapaz de no pensar en
tu mano, que me buscaba dulcemente en sueños.
Su tristeza es ahora palpable, como la electricidad estática en el aire antes de
un temporal. No logro contener una mirada dolorida y sorprendida. Me he
quedado sin palabras y me detesto. Leonardo aprovecha mi desconcierto para
clavarme una vez más estos ojos suyos de obsidiana.
—Sabía que en cuanto te despertaras habría cambiado todo. Que nunca me
ibas a perdonar.
—Ya —consigo susurrar finalmente. Me mantengo apoyada, aferrada a la
barandilla, como si temiera caer abajo de un momento a otro.
Él frunce los labios en una mueca resignada, y continúa:
—Una vez en Tailandia, mi padre vendió una parte de las piedras que se
había quedado. Había perdido todos nuestros ahorros en aquellos malditos
asuntos suyos y no le habían bastado, porque el lío en que estaba metido lo
superaba. Había intentado estafar a un pez gordo y las cosas se le habían ido de
las manos. Dijo que nos tenían bajo control, a nosotros y a nuestros conocidos
más cercanos. Me acordaba de aquel hombre a la salida de la fiesta de Iván
Grimaldi, que sabía tu nombre, y me estremecí. Si te hubiera sucedido algo no
me lo habría perdonado nunca; tenía ya mucho de lo que avergonzarme, pero
aquello hubiera sido insoportable. Obviamente, mi padre pensó en sí mismo,
como de costumbre, y me dijo: «Hijo, a partir de ahora tenemos que olvidar
nuestra vida de antes. Tenemos que desaparecer para siempre o moriré.» —Su
voz se quiebra—. Desde ese momento he rezado para que se muriera.
Mientras me dice esto, la que quiere morirse soy yo.
38
Rodocrosita
«Piedra del despertar», estimula a ser activos y espontáneos, elimina la indecisión y la frialdad
de sentimientos. Nos hace dinámicos y es una buena guía para la búsqueda de la felicidad.
Piedra del perdón y la compasión, atenúa el pesimismo y favorece una visión color rosa de la
vida, alejando los miedos injustificados. Llevada como colgante a la altura del corazón, ayuda a
liberar experiencias dolorosas y traumáticas.

—¡Buenos días!
El abuelo sonríe desde fuera de la puerta giratoria del hotel. Su rostro ofrece
un aspecto cansado y envejecido, pero hay una nueva luz en su mirada esta
mañana. No sé si sentirme feliz o preocuparme, sus ojos esconden siempre
muchas sorpresas.
—Buenos días.
Cuando oigo esta voz, en cambio, me preocupo de inmediato. Los nervios se
me ponen de punta mientras Leonardo pasa por mi lado y va junto al abuelo.
Esta mañana lleva una camisa de lino color arena encima de una camiseta verde
y unos pantalones marrones.
«Parece preparado para una aventura, como las que imaginábamos de
pequeños.» El pensamiento me surge sin que pueda detenerlo y me detesto por
ello. Él no existe. Es como si estuviera muerto. Las palabras de mi madre
resuenan y vienen a socorrerme.
Hago un ligero gesto con la cabeza y balbuceo algo que podría ser
interpretado como un «hola» o un «¿tú qué diablos quieres?, ¡vete ya!», a elegir,
y luego me alejo.
No he dejado de pensar ni un instante en lo que me contó anoche. Creía que
era impermeable a sus palabras y, sin embargo, no es así. Pero al menos lo
intento: las arrincono con todas mis fuerzas. No puedo dejar que triunfen porque
sería el fin.
Delante de nosotros se detiene un coche, una especie de De Lorean con
aspecto trasnochado. No sé adónde nos dirigimos, pero a juzgar por el coche
diría que nuestra meta debe de ser más o menos 1854, el año de su fabricación.
Cuando veo bajarse al conductor, me quedo de piedra.
—¡Good día!
Channarong viste una vieja sudadera azul con la leyenda ITALY. Con una
sonrisa ancha como el mundo y las manos unidas a la altura del pecho, inclina la
cabeza ligeramente. Leonardo y el abuelo hacen lo mismo; yo, en cambio, me
quedo pasmada como un espantapájaros.
—¡Buenos días, querido viejo! —Con entusiasmo, el abuelo le palmea la
espalda y le planta un largo abrazo bajo mi mirada atenta—. ¡Veo que hoy te has
vestido en nuestro honor!
Cuando el abuelo lo suelta, después de haberle causado la rotura de al menos
tres costillas, dado que es el doble de grande que el otro, también Leonardo lo
abraza y le pregunta cómo está.
—Luna, este es Channarong. —El abuelo me dirige una sonrisa maliciosa y
yo lo miro con recelo—. Es un viejo amigo y nos acompañará en todo nuestro
viaje.
—Nos conocimos ayer —digo secamente.
—¡Oh, qué extraordinario golpe de suerte! ¿No te parece? —replica con aire
inocente.
Al parecer se divierte atormentándome, urdiendo planes sin mi
conocimiento. ¿Pensaba que ayer necesitaba canguro?
—¡Oh, Lunaaa! ¡Yo very feliz de volverte a ver! —me saluda con el
entusiasmo que lo distingue mientras yo me limito a esbozar una sonrisita
tirante.
Leonardo carga con la mochila del abuelo y la suya propia. Después, con
cierta duda, mira la mía. Me mira expectante. Me está pidiendo permiso y,
huelga decirlo, la respuesta es una mirada fulminante.
Me abalanzo sobre mi mochila y la arrojo al maletero; la rabia que acumulo
desde hace dos días sale de golpe.
Subo al coche sin decir palabra, dejándome caer de mala gana en el asiento
posterior. El abuelo se sienta al lado del conductor y bromea con Channarong.
Después se vuelve mientras Leonardo se sienta junto a mí y aumenta mi
disgusto.
—¿No quieres saber el programa del día, cielo? —me pregunta el abuelo.
—No. Sorpréndeme. Te lo ruego —respondo con sarcasmo.
El abuelo me mira sorprendido y yo me quedo sin aliento. Por un segundo, el
silencio es total.
Lo siento, pero no tengo el humor para chácharas. Es más, no tengo ningún
humor, y punto.
Siento que en este momento, lejos de casa y de Giulio, con mi abuelo
atormentándome, podría explotar. Pero sobre todo siento que, encerrada en este
coche y con Leonardo al lado, podría hacer cualquier cosa. Emprenderla a
puñetazos, espetarle todos los insultos que he almacenado durante años, o bien
hacerle las preguntas que desde ayer asaltan mi mente. Y eso es lo que más me
espanta.
El abuelo abre la boca y mueve apenas la cabeza. Luego vuelve a mirar al
frente y a hablar con Channarong.
La profunda sensación de disgusto que siento me rebulle. Así las cosas, cojo
el I-Pod, me pongo los cascos, apago sus voces y la música absurda que procede
de la radio del coche, y en un visto y no visto ya no estoy aquí. La música
ensordecedora me congela los pensamientos, aislándome en una burbuja
indestructible.
Fuera de la ventanilla transcurre primero la ciudad y después el campo. Un
paisaje exótico de colores tan vivos que parecen retocados con Photoshop.
Por segunda vez hoy, me vuelve a la cabeza la antigua Luna. Aquella
chiquilla con sed de aventura, sin duda, habría enloquecido al ver templos
dorados que surgen del verde o elefantes que pasean plácidamente por el arcén
de la carretera.
Pero la antigua Luna se fue hace mucho y, no sé por qué, si pienso en ella, lo
único que siento son ganas de llorar. Y todo por culpa del abuelo, de Leonardo y
de este lugar al otro lado del mundo, que desplaza el centro de cada pequeña
certeza.
Presiono la cabeza contra el cristal y con un suspiro cierro los ojos, resignada
a este viaje.

Después de dos horas de ruta, paramos para repostar.


Yo aprovecho para ir al baño a mojarme la cara con agua fresca, porque el
calor es opresivo, aunque no es ni con mucho lo único que me pesa.
Cuando salgo, voy tan absorta en mis pensamientos que me sobresalto al oír
que me llaman.
—¡Luna!
Al parecer, ahora el abuelo me tiende emboscadas: vamos mejorando. Está
sentado en un murete destartalado a la sombra de una palmera y me hace señas
de que me acerque.
—¿De verdad habías creído que te iba a dejar sola ayer? —me pregunta con
una sonrisa cómplice. Después, se pone serio—. Yo nunca te dejaré sola, cielo
mío. Nunca.
Mirando sus ojos profundos me sumerjo en el inmenso amor que me
demuestra y así el enfado se esfuma de repente, dejando paso únicamente a un
amor que también es inmenso.
Él no se rinde. Incluso ayer cuando lo traté mal echándolo fuera de mi
habitación, tampoco entonces lo hizo.
Llamó a su amigo para que no me sintiera sola y probablemente también
para que me diera aquella piedra. Porque él habla con las piedras; es lo que ha
hecho toda la vida.
—Entonces, cielo, ¿te apetece escuchar una historia que nunca te he
contado? —pregunta—. Ven, Luna, siéntate aquí conmigo —dice, como cuando
era pequeña y estaba a punto de contarme una de sus aventuras de sus viajes por
el mundo.
Lo hago mientras mentalmente me doy cabezazos por haber cedido.
Sé de qué quiere hablarme ahora, sé que es una historia que no he querido
escuchar hace trece años y que en este momento ya no puede esperar más.
—Lo encontré por casualidad la primera vez que volví a Tailandia después
de su fuga, era el primero de diciembre de 2004 —comienza con ímpetu, como
si hubiera pensado y repensado muchas veces esa frase. Ahora sé que es así—.
Acababa de llegar al mercado de Chanthaburi. Cuando Leonardo me vio, se
alegró tanto que rompió a llorar. Y yo lloré también.
Incomprensiblemente, me da por sonreír, una sonrisa amarga. Levanto la
cabeza y lo miro escéptica.
—¿Después de todo lo que nos hizo? —gruño.
—Fue suficiente con mirarlo, cielo. Estaba destruido, devorado por los
remordimientos y el sufrimiento. El muchacho que yo quería como un hijo ya no
existía; aquel que estaba delante de mí era alguien que solo se le parecía. —
Suspira—. Recuerdo que no dijo ni una palabra... Las palabras nunca han sido lo
suyo.
—Ya.
—Solamente me abrazó, se secó las lágrimas y de la mochila sacó una
bolsita llena de gemas que me puso en la mano. Estaba tan mortificado que no
tenía ni el valor de mirarme a la cara. Entendí que hasta aquel día había vivido
esperando encontrarme para poder restituirme lo que nos habían quitado. No
creo haberme sentido nunca tan orgulloso de él como en aquel momento.
La sonrisa del abuelo exuda una ternura melancólica cuando me pregunta:
—¿Sabes qué fue lo primero que me dijo, en cuanto fue capaz de hablar?
Niego con la cabeza.
—«¿Y Luna?», me preguntó.
Siento como un puñetazo en el vientre. «Coge aire, coge aire.»
—Lo invité a comer algo, porque teníamos muchas cosas que contarnos. Él
me explicó exactamente lo que había sucedido aquella noche aciaga. Me dijo
que cada noche se levantaba de madrugada para ir a pescar y que durante el día
trabajaba en las plantaciones de caucho. Trabajando día y noche en pocos meses
había conseguido volver a comprar todas las gemas que su padre había robado y
esperaba solo el momento de poder restituirlas de alguna manera.
La sonrisa melancólica que me dirige me hace estremecer el alma.
—No acepté las gemas que me dio; él las necesitaba más que nosotros. Así
que lo acompañé y le presenté a una persona que podía ayudarlo. Desde
entonces, cada vez que volvía a Tailandia, él siempre estaba aquí esperándome.
De repente siento ganas de llorar o gritar, o de emprenderla a patadas con
algo. Pero no hago nada de eso.
—¿Y qué le dijiste de mí? Cuando él te lo preguntó... —La pregunta me sale
sola, deslizándose entre los labios temblorosos.
—Que también aquella Luna se había ido junto con él y que en su lugar
había una chica que se le parecía, pero que no era la misma. Los perdí a los dos
aquella noche... a mis dos diamantes. Y eso era lo que definitivamente me hacía
más daño.
El abuelo me pone una mano en la rodilla y ese contacto amenaza con
derrumbarme.
—Le dije que últimamente parecía que estabas un poco mejor. Que Giulio
había empezado a frecuentarte y gracias a él habías vuelto a correr y vivir con
normalidad. Antes de marcharme me buscó en el aeropuerto y me dio ese anillo
que llevas en el dedo y que no te has quitado en todos estos años —dice
señalándolo—. La piedra de luna, que infunde gran consuelo. Quería que al
menos tú fueras feliz.
El corazón me palpita, el nudo en la garganta amaga con asfixiarme. La
verdad que se escondía en el fondo de mi alma sube de golpe a la superficie y
me abruma con su incontenible potencia.
El abuelo lo sabe, el abuelo lo ve. Él siempre ha sido capaz de verlo aun
cuando yo rehusaba hacerlo.
—Yo, a cambio, le regalé un pequeño cuarzo rutilado —prosigue, y mi
mente corre a rescatar el significado de aquella piedra: «Alivia la soledad y el
sentido de culpa. Infunde la capacidad de encontrar el propio camino.»—. Te lo
aseguro, cielo. Tenía el aspecto de quien va a tientas en la oscuridad de la noche.
Una larga noche. Y sin luna.
El nudo de la garganta es tan apretado que me duele respirar. No consigo
creerlo. No quiero creerlo.
—¿Por qué no me lo dijiste nunca? —pregunto; el corazón me galopa en el
pecho.
—Me habías dicho que no querías escuchar esta historia y yo respeté tu
voluntad. Pero en el fondo lo sabías, solo que no querías admitirlo ante ti misma.
¿No es así, cielo?
39
Sodalita
Piedra de curación, tiene la capacidad de tocar los sufrimientos más escondidos del alma,
ayudando a eliminar los traumas y los miedos retenidos. Permite que seamos nosotros mismos y
refuerza el sentido de la propia identidad. Estimulando el deseo de verdad y conocimiento,
favorece la comunicación y la expresión creativa. Es útil que se la ponga quien tiene dificultad
para exponerse en público y teme el juicio de los demás.

Cuando el abuelo me ha dicho dónde estamos, mi corazón se acelera. Me


cuesta creer que estoy en el lugar que imaginaba de pequeña, y de verdad me
parece moverme en un sueño.
El mercado de gemas de Chanthaburi es un lugar fuera del tiempo y el
espacio tal como los conocemos. Un calidoscopio de sonidos, olores, colores y
piedras. Nunca he visto tantas piedras juntas en mi vida. Ni en sueños hubiera
imaginado que este sitio atesoraba tal potencia. Su energía es extraordinaria.
Finalmente, estoy aquí. Lo he logrado.
Observo maravillada a los vendedores de gemas que van y vienen con las
mochilas llenas de joyas en busca de compradores, o que se sientan en las
mesillas a lo largo de la calle y esperan que los clientes acudan.
Piedras y personas, personas y piedras. El cruce de dos calles señala el centro
de un universo paralelo pavimentado de cristales donde la realidad supera mi
sueño de niña.
Un supervisor me ofrece asiento en una mesa junto al abuelo, nos trae un
cuenco, una pinza larga y una lámpara, luego empieza a llamar a los vendedores.
Vienen de todo el mundo: África, la India, América, Birmania y Camboya, en un
crisol de lenguas, colores y perfumes que quitan el aliento. Uno tras otro, van
sacando bolsitas de tela llenas de piedras y las van echando en el cuenco. Las
muestran de todos los tipos, colores y tallas. La cabeza me da vueltas.
—¡Oh, por fin italianos!
Una mujer de marcado acento americano se acerca a nuestra mesa, sonriendo
por la sudadera patriótica de Channarong. Es alta y delgada, con mechones
rubios que le salen de una cola deshecha y le caen sobre las mejillas sonrosadas
por el calor. Su aspecto tonificado y ágil destaca con una camiseta sin mangas,
pantalones cortos y botas de montaña.
Comprendo rápidamente de quién se trata.
Se sienta frente a mí y empieza a mostrar sus piedras con una sonrisa
orgullosa. Es lo que habría querido ser yo, en otra vida. La miro y vuelvo a
verme en un universo paralelo donde las piedras te llaman, porque quieren que
las encuentres tú y solamente tú.
En sus ojos verdes veo el futuro que no tendré y algo dentro de mí se quiebra
peligrosamente.
Sé quién es. Es una cazadora de gemas.
Me quedo literalmente boquiabierta, hechizada por la seguridad que
transmite con cada gesto. Dice llamarse Amanda Johnson durante una veloz
ronda de presentaciones.
—Soy italoamericana, mis abuelos maternos son originarios de Nápoles.
¡Por eso amo Italia! —Sonríe mientras saca de la bolsa una rara aguamarina
africana hallada en Zambia y un ópalo negro proveniente de su último viaje a
Australia.
Cuando Amanda Johnson nos cuenta cómo ha encontrado el precioso topacio
azul que nos muestra con orgullo, me veo a mí misma con ella en el Tarryall
Mountain de Colorado, mientras una violenta tormenta de verano amenaza con
hacer colapsar la excavación.
Y también estoy con ella en Colombia buscando una preciosa esmeralda,
pero la misión es arriesgada y peligrosa por culpa de los contrabandistas; y luego
la sigo a Groenlandia, donde el deshielo de los glaciares ha sacado a la luz rocas
ricas en tugtupita, la piedra roja capaz de despertar un amor olvidado.
Observo a esta mujer fuerte e intrépida y me fascina su independencia, su
implacable deseo de búsqueda de tesoros ocultos en los rincones más inhóspitos.
Su sed de aventura es la misma que yo tenía hace mucho tiempo, un anhelo
irrefrenable, ingobernable.
Siento como propio su latido agitado mientras habla de las piedras que ha
encontrado y las que le quedan por encontrar. Intento evitarla, pero no puedo.
Trato de cerrar todo canal con el exterior como hago siempre, pero la frecuencia
con que emite me alcanza de todos modos. Quizá porque es la mía.
Entonces, ante una piedra espléndida de color azul intenso, Channarong
exclama:
—¡Oh, lapislázuli!
—No; es sodalita —me sorprendo corrigiéndolo, con mis compañeros de
viaje, habituados a mi silencio gélido, con los ojos como platos. Y no queda la
cosa ahí, las palabras me salen sin que pueda retenerlas—. Se distingue del
lapislázuli por la tonalidad de su azul, que tiende al gris, y por las motas blancas
de feldespato. Se las distingue desde hace poco, por ello a menudo se confunden.
Amanda me mira con atención y una sonrisa perpleja asoma a su rostro.
—Wonderful! Muy pocos reconocen esta piedra al primer vistazo. Es mi
preferida, la estrella que guía mi camino. ¿Conoces también la leyenda?
Asiento y una chica con mi misma voz se lanza a contarla, en la estela de una
antigua emoción que aflora inesperada en los bordes de su corazón.
—Según la leyenda brasileña, una chica se enamoró de un joven fazendeiro
que la rechazó sin miramientos. Desesperada por el rechazo, la pobre no fue
capaz de controlar su tristeza y se suicidó. Cuando el chico se enteró, se
arrepintió amargamente y se fue llorando, entendiendo demasiado tarde que
había perdido su amor verdadero. —Mi voz se quiebra levemente—. De la unión
de sus lágrimas y el azul del cielo nació la sodalita, la piedra de la noche
estrellada.
La semejanza de esta historia con la mía me toca en lo más hondo y me callo
de golpe. Mis ojos se clavan en la piedra y no se mueven de allí, porque, si lo
hicieran, podrían cruzarse con otros ojos también desconcertados. Aunque no lo
veo, siento su peso sobre mí.
—Ten, es tuya. Te la regalo —dice Amanda, poniendo el colgante de sodalita
en mi mano y apretándola entre las suyas, callosas y maltrechas—.
Hermosísima.
—¿Por qué? —le pregunto, confusa.
Ella ríe.
—Porque en ti hay algo familiar... No sabría explicarlo con palabras, es más
una sensación en la piel... Es como si en ti me viera a mí misma hace unos años,
cuando era más joven y estaba buscando mi camino. Reconozco el miedo.
Arrugo la frente, incapaz de replicar. Ella prosigue:
—Siento que esta piedra podría ayudarte, justamente como ha hecho
conmigo. Es una estrella benéfica que alumbra al ser que somos realmente y nos
ayuda a realizarnos con valentía, dando concreción a nuestros más profundos
deseos.
Palidezco.
—Pero ¿có... cómo? —La pregunta muere en mis labios porque su respuesta
es más rápida.
—Tus ojos, querida mía, cuentan más cosas de las que imaginas.
40
Peridoto
Da prosperidad y felicidad, ayuda a infundir calor a un corazón al que el sufrimiento ha
enfriado. Aumentando los recursos emocionales, reduce el golpe de un ego herido y por ello
atenúa la rabia y la frustración. Da seguridad y aleja los mecanismos defensivos del ego tales
como la arrogancia y la autoconmiseración; permite reconocer los errores cometidos y aporta
remedio.

Y así, finalmente, ha sucedido.


Las piedras me llaman.
La perfecta desconocida que he encontrado por casualidad, que se va con su
mochila a la espalda y una sonrisa satisfecha, probablemente no tiene idea de lo
que ha hecho. Ha detonado la bomba, eso es lo que ha hecho. Ha encendido la
mecha y me ha dejado en el centro de una explosión de emociones que se
propagan en una potente onda expansiva mientras vuelvo a pasear por el
mercado con los demás.
Ahora querría mantenerme separada, como cuando estoy en la tienda y me
aíslo de todo sin dificultad. Pero ahora es distinto, ahora mi cuerpo y mi mente
están abrumados por una fuerza arrolladora que se despliega inexorablemente en
torno a mí.
Las piedras me llaman.
Cada una de ellas tiene una larga e irresistible historia que contarme, cada
una constituye un trozo del misterioso mundo subterráneo: mudo testimonio de
épocas pasadas, de transformaciones a veces violentas, a veces graduales.
Contiene la fuerza de la naturaleza, la energía de quien la ha aplastado en el
suelo y la ha traído hasta aquí, y el alma del artista que ha sabido interpretar sus
formas.
Las piedras me llaman y en esta encrucijada de manos y sonrisas, de lenguas
desconocidas y perfumes exóticos, no soy capaz de ignorar su voz escondida.
Es como cuando te despiertas después de haber dormido mucho. Estás
entumecida, poco a poco abres los ojos, te estiras y lentamente la niebla se
disuelve.
Y para mi sorpresa, me doy cuenta de que estoy donde siempre estuve, en un
lugar seguro en el fondo del corazón.
Estoy fascinada por los relatos de los buscadores de gemas que proceden de
lugares de los que ni siquiera conocía su existencia y, sin apenas darme cuenta,
me encuentro charlando con ellos.
Voy a una mina de oro a cielo abierto en Uzbekistán y penetro en las entrañas
de la tierra para buscar rubíes en Birmania. Nunca había estado en esos lugares,
pero quizás ellos estaban dentro de mí, solo que yo no los veía.
Desde luego, mi abuelo sí que los veía.
Ahora resplandece una nueva luz en su rostro, una mezcla de felicidad y
satisfacción. Sentado a mi lado, me asiste en las negociaciones y bromea con los
comerciantes, algunos son amigos suyos desde hace tiempo. Cuando uno de
ellos nos muestra las piedras de jade más hermosas que había visto jamás, me
quedo sorprendida de que él no las tome siquiera en consideración.
—¡Pero si es extraordinario! —digo, cogiendo en la mano un jade imperial,
de intenso y luminoso verde esmeralda.
—Lo es. Pero no es la que estamos buscando —replica el abuelo.
—You’re amazing, Moon! —exclama Channarong, a mi lado—. Tú sientes
de verdad las piedras; Leo me lo dijo una vez.
Mis ojos chispean y se encuentran con los de Leonardo.
«Tú sientes las piedras como sientes a las personas.»
El recuerdo me coge por sorpresa. Los dos solos en la tienda, nuestro primer
beso verdadero.
Bajo la cabeza y vuelvo a concentrarme en las piedras. Sin embargo, en el
momento en que nuestros ojos se han encontrado, estoy segura de que he visto la
misma escena en la mirada de Leonardo y el mismo desconcierto.
Casi me había olvidado de que estaba aquí. Se ha quedado todo el tiempo al
margen, limitándose a mirar en silencio.
Por más que me esfuerce en ignorarla, es una sensación extrañísima estar
aquí con una persona que conocía tan bien, pero que, al mismo tiempo, no
conozco en absoluto.
Estoy aturdida y sé que él lo percibe. Por ello, se mantiene a distancia,
dejándome vivir con mi abuelo esta última experiencia juntos, si bien basta su
sola presencia para alterarme. No tengo ninguna intención de perdonarlo ni de
volver a hablarle, pero admito que aprecio el hecho de que sea lo
suficientemente sensible como para dejarme el espacio que necesito.
Parece como a la expectativa, dispuesto a darme el tiempo que haga falta.
Igual que cuando teníamos dieciséis años y esperaba que yo me sintiera
preparada para hacer el amor.
«Estoy aquí, Medialuna, y te espero. Te esperaré hasta que estés lista.»
Ante ese pensamiento, siento una punzada en el estómago.
Demasiados recuerdos se arremolinan en mi mente. Querría gritar «¡basta,
por favor!», volver a casa con Giulio, pero lo más que puedo hacer es ir a
esconderme al baño el tiempo necesario para recomponerme.
¿Y si fuera sincero? ¿Si Leonardo hubiera sido tan solo un juguete en manos
de su padre? ¿Si no hubiera sido yo la única que sufrió en toda esta historia? ¿Si
él se hubiera arrepentido de veras, como el joven fazendeiro de la leyenda?
Me lavo el rostro ardoroso, el agua fría templa la piel, pero no el calor que
llevo dentro, una mezcla explosiva que amenaza con derribar todos los muros de
un momento a otro, a poco que baje la guardia. Tiemblo ante la sola idea de que
eso pueda acontecer.
El espejo me devuelve la imagen de una chica de mejillas sonrosadas, apenas
bronceadas por un sol nuevo, diferente del habitual. Nuevo como los perfumes,
los sabores y las personas de esta tierra, que entran dentro de ti sin pedir
permiso, te alejan de tu mundo, pero te regalan un sueño antiguo y abandonado
hace mucho tiempo.

Cuando retomamos el viaje, el abuelo le dice a Channarong que nuestra


próxima meta es un lugar que se llama Ban-nosequé. Si no lo entiendo mal, el
conductor le confirma que tardaremos un par de horas, con lo que me relajo en el
asiento, los cascos bien colocados en las orejas para protegerme de todo lo
demás.
Estoy inmersa en el increíble paisaje que corre a mi lado, más allá de la
ventanilla, cuando una mano cálida me toca el brazo. Me giro y Leonardo me
está mirando, expectante. Me veo obligada a quitarme los auriculares, mientras
aún siento hormigueo en la zona que me ha tocado.
—¿Qué pasa? —pregunto.
Mi voz bronca le hace dar un respingo, como si lo hubiera abofeteado. Se
queda callado.
Una parte de mí reprueba lo que estoy haciendo, pero no soy capaz de
evitarlo. Es que no soporto que me hable, ni que se quede en silencio ni que me
toque. No soporto ese velo negro que le oscurece la mirada cada vez que aparto
la mía con desdén, pero en el fondo no soporto saber que en realidad podría
soportar todo eso si bajara la guardia un instante y permitiera que sus palabras
echaran abajo todas mis defensas.
—Te está llamando tu abuelo —dice alicaído. Señala hacia el abuelo, que me
está mirando también expectante. El disgusto se refleja en su rostro, aunque se
esfuerza por no dejarlo traslucir.
—Dentro de poco habremos llegado. ¿Quieres que hagamos una parada o
vamos directamente allá? —me pregunta.
Me encojo de hombros.
—Como quieras.
Asiente en silencio y con gesto triste, a pesar de que amaga una sonrisa.
Vuelvo a coger los auriculares, con ganas de desaparecer de nuevo de este
coche destartalado donde el pasado y el presente se enfrentan, lo mismo que el
orgullo con la resignación.
No soy lo suficientemente rápida para aislarme, y Channarong aprovecha
para dar conversación.
—And so... Luna, ¿te gusta Tailandia? —me pregunta, lanzándome una
mirada por el retrovisor.
No sé cómo lo hace, pero le sonríen los ojos. Literalmente.
—Mucho —murmuro. Hago el ademán de volver a ponerme los auriculares,
pero de nuevo él es más rápido.
—Tailandia es rica en piedras —sentencia, asintiendo con convicción—. We
have rubíes, zafiros... and... ¿cuál es el nombre de esa otra piedra? Yo no
recuerdo how to say en tu idioma... —Chasquea los dedos, buscando la palabra
—. Es una grande piedra femenina, trae fortuna...
Sé que se trata del jade. Pero no respondo porque de repente yo ya no estoy
aquí sino en el viejo Audi del abuelo, jugando a «Adivina la piedra». Leonardo
está a mi lado en el asiento posterior como ahora, y juguetea con mis cabellos y
me hace reír.
El recuerdo se me atasca en la garganta y me aprieta con fuerza.
Éramos pequeños, felices, límpidos y puros como cristales. Soñábamos con
ver el mundo y nos parecía que el mundo únicamente nos esperaba a nosotros. Si
cierro los ojos, oigo todavía las carcajadas que resonaban en el coche, con él
haciendo el tonto y sin dejar de repetir:
—¿Cacoxenita?
Me lleva un instante comprender que solo lo he imaginado. Luego me vuelvo
hacia Leonardo y veo sus ojos listos para interceptar los míos. La sombra de una
sonrisa le asoma a los labios, aún dubitativos entre expandirse o apagarse para
siempre.
Esta vez, sin embargo, ocurre lo impensable. El niño ardilla se materializa a
mi lado, reconozco sus ojos bondadosos y rebosantes de vida, la sonrisa
cómplice, el único capaz de arrancar la mía y sacarla fuera.
Muevo la cabeza con incredulidad y me muerdo el labio para no estallar en
carcajadas.
—¡Ah! ¡Sabía que lo ibas a decir! —El abuelo suelta una risotada largamente
reprimida, como una erupción que nace de las profundidades de la tierra y
explota de repente con todo su fragor.
—¿Caco... qué? —balbucea Channarong, confuso—. Yo non conoce esa
piedra.
—Tranquilo, la conoce solo él —le dice el abuelo, volviéndose con guasa
hacia Leonardo. No logra dejar de reír y la alegría genuina que libera invade la
cabina del coche y mi alma.
Leonardo hace una mueca.
—La piedra menos valorada del mundo... —masculla con un tono tan
cómico que me hace sonreír.
Lo peor es que él se da cuenta. La sorpresa en su rostro se traduce en una
sonrisa más amplia y yo me veo obligada a apartar la mirada.
Cuando paramos ya está oscuro, una noche serena y cálida por la brisa ligera
que sopla aquí. Estamos en la costa sur del país, frente a un mar oscuro que hace
que el aire sea más suave e imperceptible que en la capital.
Channarong ha aparcado frente a una construcción de madera que se erige
orgullosa en medio de la vegetación tropical.
No parece un albergue, sino más bien una casa, una especie de gran bungaló,
con el tejado puntiagudo y amplios ventanales que dan al paraíso terrenal en que
está enclavada.
Bajo con los demás sin tener idea de qué hacemos aquí.
Miro alrededor. Hay algo fascinante en este curioso lugar, un tejido de
sombras oscuras y claro de luna. Los ruidos nocturnos que proceden de los
árboles confieren un algo irreal al ambiente. Quisiera preguntar qué animal es el
que hace ese extraño sonido, entre un grito y un estruendo, pero me abstengo.
Me gustaría saber cómo se llama la colorida isla plateada que se ve en el
horizonte, pero me quedo sin saberlo. Y me pregunto quién es la señora
occidental que viene a nuestro encuentro desde la escalinata de madera, pero
aunque quisiera preguntarlo a alguien no podría hacerlo porque todos mis
compañeros de viaje van a su encuentro.
Es alta y esbelta y se mueve con una especie de elegancia innata que la hace
asemejarse a una vieja hada a punto de emprender el vuelo. He leído en alguna
parte que a Tailandia se la llama «la tierra de la sonrisa» y ella encarna
perfectamente ese espíritu. Debe de tener más o menos la edad del abuelo, pero
lo que más me llama la atención es la hermosa piedra de peridoto que lleva al
cuello.
El primero que la abraza es Leonardo. La estrecha tan fuerte que me da
miedo que pueda romperla, luego la levanta en vilo y da vueltas con ella, que
grita, ríe y llora al mismo tiempo.
También él está visiblemente emocionado y sus ojos brillan.
Titubeante y curiosa, alcanzo al abuelo, que está a un par de metros
observando la escena junto con Channarong.
En cuanto se percata de mi presencia, me pone una mano en el hombro y
suspira.
—He aquí el jade más hermoso del mundo, cielo —me dice.
No obstante, la voz se le quiebra en la última palabra, así que me vuelvo para
mirarlo, alarmada y perpleja. Las lágrimas le anegan los ojos; la cara, una
máscara de emociones indescifrables.
Pero ¿quién diantre es esta mujer?
Leonardo la vuelve a dejar en el suelo y deshace el abrazo, no sin antes
dejarse estampar un beso sonoro en cada mejilla. Se aleja aturdido, tanto como
para venir a mi lado y lanzarme una sonrisa comprensiva, como si yo pudiera
adivinar algo de lo que está sucediendo. Por ejemplo, por qué la señora
prorrumpe en llanto en cuanto se lanza a los brazos del abuelo.
—Ya no os esperaba. Ya no... —solloza con asombro e incredulidad,
hundiendo el rostro en su camisa.
Él, emocionado, la aprieta contra su pecho.
—Lo sé. Lo sé... Pero ahora estamos aquí —le susurra entre los cabellos.
Nunca lo había visto así y no sé qué pensar. Este abrazo intenso e inesperado
me turba y me conmueve al mismo tiempo. El disgusto experimentado hasta no
hace tanto se disuelve ante todo lo que tengo delante. No sé lo que es, pero lo
siento vibrar en el aire.
Sin pensarlo, dirijo mi mirada a Leonardo, inmóvil a mi lado. Sus ojos
oscuros están fijos en ellos, la conmoción en su rostro es palpable.
Tras un tiempo indefinido, la mujer se seca las lágrimas y se aleja lentamente
del abuelo, como si temiera que pudiera desaparecer de nuevo. Cuando se cruza
con mi mirada, sufro un sobresalto.
—¡Oh, Dios mío! ¡No pensaba que este día iba a llegar! —suspira,
llevándose una mano al pecho—. Hola, Luna.
Se me aproxima, me toma la mano y la aprieta entre las suyas.
—Yo soy Jade y llevo una vida esperando conocerte. —Luego se vuelve
hacia el abuelo y Leopoldo, y su sonrisa se ensancha—. No imaginas cuánto he
oído hablar de ti.
41
Azurita
Piedra del intelecto, representa el deseo de conocimiento. Facilita la expresión auténtica de los
pensamientos más profundos; permite ver más allá de las apariencias y percibir la auténtica
naturaleza o los motivos de una situación o una persona. Favorece el proceso de
transformación, aumenta el deseo de nuevas experiencias y conocimiento, incentivando el
reconocimiento del amor. Asimismo, está indicada para gestionar el estrés, la ansiedad, la
preocupación y la tristeza.

La mesa en el salón es un derroche de sedas, con estolas y motivos


decorativos que van del rojo amaranto al fucsia pasando por un oro elegante. El
centro de mesa es una composición de orquídeas que flotan en un recipiente de
vidrio lleno de agua. En armonía con todo ello, en cada plato hay pequeños
cuencos con especias de colores y fragancias diversas.
Nos dirigimos todos a la cocina, de la que proviene un seductor aroma de
pescado y curry; sobre los fuegos encendidos chisporrotean sartenes de todos los
tamaños.
—No sabía qué preparar... —Jade se aferra al brazo de Leonardo; la
confianza y el afecto de aquel gesto me sorprenden—. No conocía los gustos de
Luna, pero espero que la cocina thai te guste.
Un velo de melancolía atraviesa brevemente los ojos de él, que se encoge de
hombros.
—Hubo un tiempo en que le gustaba.
Es verdad. Hubo un tiempo en que me gustaba.
Ignoro la punzada que siento en el pecho y me detengo a observar al abuelo.
Ha dejado caer los bolsos en el suelo y, en un insólito silencio, desde un rincón
de la cocina lanza miradas de adoración a Jade.
Son miradas saturadas de algo a lo que no sabría dar el nombre.
Aunque está muy ocupada entre fogones, ella se da cuenta y le devuelve una
sonrisa cargada con idéntica emoción.
—Pietro, ¿me echas una mano, por favor?
Él sale del trance en que parece haber entrado y se arremanga.
—Por supuesto.
La voz ronca pugnando por salir; nunca lo había visto así. Se acerca a una
plancha en la que chisporrotean unos fideos de arroz junto a brotes de soja,
huevos y camarones. Jade le da los palillos para que mezcle la pasta y luego se
dirige a Leonardo:
—Cariño, por favor, muéstrale a Luna dónde está su habitación, que nosotros
terminamos de preparar el pad thai.
¿Cariño? Él responde afirmativamente y me mira.
—Ven —dice, y su voz, de golpe, parece tensa.
Lo sigo en silencio mientras me guía por la vivienda, tratando de recordar
cómo me he de acompasar a su paso, aunque —no sé cómo— me sale de manera
natural.
Cierro los ojos y me acuerdo de cuando me guiaba al interior de alguna
cueva cuando éramos pequeños. «¡Vamos, Medialuna, esta es una aventura para
nosotros!», decía con la voz cargada de adrenalina. Atravesamos un pequeño
pasillo que lleva a una hermosa escalera de madera. En las paredes hay tal
cantidad de fotos que no logro verlas todas. Siento curiosidad y me gustaría
detenerme, pero no lo hago.
Solo soy capaz de echar una ojeada aquí y allá a algunas viejas fotografías en
blanco y negro de una joven rubia, bella como pocas y de sonrisa inconfundible.
En el piso de arriba las ventanas dan a un bosque tropical que envuelve la
casa en un abrazo exuberante. En una consola con incrustaciones que divide dos
puertas hay un jarrón de orquídeas moteadas, de tallo largo y sinuoso. Encima
cuelga un diploma de licenciatura de la Universidad de Bangkok a nombre de
Jade Tarabori.
El nombre no me resulta nuevo y mi mente rebusca por qué me resulta
familiar. La primera imagen que me trae es la de la pantalla del ordenador del
abuelo, cuando aquel lejano 26 de diciembre de 2004 mostraba la última
dirección a la que el abuelo había escrito un correo electrónico antes de
marcharse al aeropuerto. Ha pasado mucho tiempo, pero lo veo ante mis ojos
como si fuera ayer.
Tarabori. J. Tarabori. Era a ella a quien había escrito, pues.
Una incontenible curiosidad empieza a agitarme, así que la pregunta me sale
sin que pueda contenerla, dando al traste con mi propósito de no dirigir la
palabra a Leonardo.
—¿Quién es?
Él entiende a quién me refiero.
—Una vieja amiga de tu abuelo.
—¿Por qué te conoce tan bien?
—He vivido aquí tres años, después de la muerte de mi padre.
Me sobresalto.
—¿Muerte?
Leonardo se vuelve y asiente.
—En el tsunami de 2004.
—O sea, que tus plegarias fueron escuchadas... —La frase me sale con un
tono más ácido del que quería.
Se encoge de hombros como si el asunto no le afectase, pero sé que no es así.
—Ya —murmura, y la manera en que lo hace me remueve las entrañas.
Leonardo se dirige a una estancia pequeña y acogedora. Lo sigo, pero con la
mente vuelvo a estar en mi habitación, con las imágenes devastadoras del
tsunami en la televisión y el terror dentro.
—Esta es tu habitación y allí está el baño —me ilustra en tono seco, como si
yo fuera una huésped y él el responsable del hotel. Se acerca al armario, parece
nervioso—. Está puerta no va bien... así que mejor no la abras —añade—. Y
aquí está...
—¿Y tú? —Me sorprendo yo misma por esta pregunta y también él me mira
confuso. Por un momento se queda en silencio, como si no lo hubiera
comprendido—. ¿Cómo hiciste para sobrevivir al tsunami?
Leonardo rehúye mi mirada, después aprieta y abre los puños. Suspira.
—Estaba en una plantación de caucho cerca de la colina cuando vi llegar la
ola. Trepé a un árbol y me quedé allí treinta horas esperando ayuda.
Una oleada de nostalgia y ternura me sacude: era lógico que el niño ardilla
encontrara resguardo en un árbol. Trato de contenerme, pero no lo consigo.
—¿Y cómo te las arreglaste para resistir?
Traga saliva.
—De día apretaba el ágata que me habías regalado para infundirme valor. —
Coge aire, busca mi mirada y la captura.
Tengo el corazón en la garganta.
—¿Y de noche? —pregunto con voz quebrada.
Suspira.
—De noche miraba la luna.
El temblor de antes se convierte en un brusco respingo.
Algo parecido debe de suceder también en su interior. Se calla de golpe
como si aguantara la respiración, sorprendido por sus propias palabras,
abrumado por los recuerdos.
—¡Oh! ¿Le has adjudicado tu antigua habitación? —Cuando el abuelo
aparece en la estancia los dos nos sobresaltamos.
—Mmm, sí... —susurra Leonardo. Después se aclara la voz y da un paso
atrás—. Voy a ver si Jade necesita ayuda —farfulla, y se aleja a toda prisa.
El abuelo sonríe, en parte por reconocimiento y en parte por la manera torpe
en que Leonardo ha salido de la habitación.
—Ponte a gusto, cielo. Como si estuvieras en casa —me dice con un tono
relajado que me hace pensar que él se siente en casa en este lugar. Cuando
intenta salir, le cierro el paso.
—¡Espera! ¡Explícame!
Él me dedica una sonrisa de comprensión y se acerca a la ventana.
Suspira y lanza una mirada nostálgica más allá del cristal, donde parece
observar algo que solo él puede ver.
—Conocí a Jade durante mi primer viaje a Tailandia en 1961, cuando mi
padre me llevó a Chanthaburi para vender las gemas que habíamos encontrado
en China. Era un caluroso domingo de abril y el mercado estaba atestado como
siempre, pero, en cuanto la vi, el resto del mundo desapareció. Me enamoré de
ella de inmediato.
Esa frase, disparada a quemarropa, me llega directamente al corazón. Nunca
había escuchado al abuelo hablar así. Se vuelve y hay una luz nueva en sus ojos
ahora que habla de ella.
—¡Oh, era tan hermosa, cielo! Hermosa como una reina —suspira como si la
tuviera delante—. Llevaba un vestido verde como sus ojos, y el cabello le bajaba
por la espalda y su sonrisa era la más dulce que jamás había visto. Era la hija del
embajador italiano en Bangkok y todos los comerciantes aquella mañana no
hacían más que tratar de llamar su atención. Yo la seguía de lejos y, cuando
finalmente se separó de su familia para ir a tomar un té frío, reuní el valor para
acercarme a ella. ¿Tienes presente cuando te hablaba de la «piedra gemela»,
Luna?
Asiento con la cabeza sin respirar.
—Pues bien. Entendí de inmediato que ella era eso para mí.
»Me contó que estaba buscando una piedra para su cumpleaños, así que le
regalé un colgante de jade que hacía juego con sus ojos.
Me río, para aliviar la tensión que siento.
—Vaya... ¡qué galante!
Inclina la cabeza, divertido.
—Sí... bueno, al menos fue lo que hubiera querido hacer. En realidad, estaba
tan emocionado que mientras le ponía el collar se me cayó al suelo y acabó en un
canal de desagüe.
Suelto una carcajada.
—¡No te creo!
—¡Es verdad! Aquella misma tarde me invitó a su fiesta y bailamos toda la
velada. Antes de dejarla le regalé un colgante de peridoto.
—¿El que lleva al cuello?
—Ese mismo —confirma, y su sonrisa orgullosa me llena el corazón de
ternura. Pienso en el significado de esta gema con los colores de un prado en
primavera, capaz de solidificar las uniones: amor de improviso, un rayo
fulminante, justamente lo que debió de pasar entre ellos—. Desde ese día nos
hicimos inseparables, al menos hasta que nos descubrió su padre. —Su mirada
desciende al suelo, junto con su tono—. Su familia era muy rígida y severa, y su
destino ya estaba decidido al lado de uno de los hombres más prominentes de
Tailandia. Pero yo no me arredré y fui a Sudáfrica en busca de una piedra que
estuviera a su altura, para mostrar a su padre de lo que era capaz de hacer por
ella, cuán inmenso era lo que sentía. Finalmente, tras búsquedas extenuantes,
encontré un diamante rarísimo. El diamante del amor verdadero.
Me sobresalto y el abuelo me regala una sonrisa comprensiva.
—Así que volví a Tailandia para pedirle que se casara conmigo, pero
desgraciadamente llegué demasiado tarde. El amor, a veces, tiene que luchar
contra el tiempo. —Exhala aire y prosigue—: Jade tenía que casarse con su
prometido. Yo traté de convencerla de que huyésemos, pero, en cuanto los
hombres de su padre me encontraron, me pusieron en el primer vuelo a Italia.
Volví a casa con el anillo y con el corazón destrozado. Me llevó mucho tiempo
superar la desilusión, pero al final conocí a una chica dulce y amable en mi país:
tu abuela. Sin embargo, por más que lo intenté, nunca fui capaz de dejar de
pensar en mi verdadero amor en el otro lado del mundo.
Contengo la respiración, confundida. Me siento en la cama.
—Dios mío... ¿y qué pasó después?
—Transcurridos unos años, después de la muerte de tu abuela, en el mercado
de Chanthaburi volví a encontrarme por casualidad con mi piedra, la más
preciosa, y comenzamos a vernos: no podíamos estar juntos, pero tampoco
separados. Y todo volvió a comenzar en el punto en que se había interrumpido,
como si no hubieran pasado tantos años. El tiempo, a veces, debe ceder ante el
amor.
La profunda mirada con que acompaña estas palabras me produce un
escalofrío. Mis dedos se deslizan por el borde de la cama y se agarran a la manta,
como si temiera caer.
—Quería mucho a tu abuela, Luna, pero Jade era la única a la que de verdad
había amado: la reina de Chanthaburi, la dueña de mi corazón.
Asiento lentamente, tratando de asimilar sus palabras.
—¿Mamá lo sabe?
—No. Sé que no lo entendería. Tú, en cambio, sí. —La decisión en su tono
me sorprende.
—¿Yo sí? —Levanto la mirada y encuentro la suya.
—Sí, tú puedes comprenderme mejor que nadie.
—Y después ¿qué sucedió? —me apresuro a preguntar, temiendo que el
discurso pueda derivar hacia terrenos peligrosos.
—Jade tenía un hotel aquí en la costa y pasaba en él la temporada alta para
gestionar los negocios. Cuando encontré a Leonardo en diciembre de 2004 lo
traje aquí, con ella. No habría aceptado que aquel diamante de muchacho hubiera
echado a perder su vida por culpa de los errores de su padre. Sabía que él y Jade
se ayudarían mutuamente. Y así fue —dice con una sonrisa de satisfacción.
Cae un silencio denso, concentrado, hecho de la misma consistencia que
nuestros pensamientos inquietos. Durante unos minutos nadie habla.
—Y por eso cada vez que volvías de Tailandia estabas siempre melancólico...
—digo al final, con voz temblorosa bajo el estruendo de los recuerdos.
Él asiente, con una leve sonrisa culpable y me parece volver a verlo, los
hombros anchos recortados contra la ventana abierta, mirando la noche con
plomo en el alma.
«¿Qué miras, abuelo?», le preguntaba cada vez. Y cada vez él me respondía,
con la voz distraída de quien se encuentra a miles de kilómetros de distancia:
«Miro la luna, cariño. Porque es la única piedra que hace brillar mi cielo.»
Solo ahora comprendo realmente lo que quería decir. Comprendo también el
nombre que le ha puesto a la tienda: El Corazón de Jade. Ahora lo entiendo todo.
No soy capaz de condenarlo, porque en verdad sucede algo extraño.
La capa de héroe sin mácula se le cae y por vez primera veo a mi súper
abuelo como es verdaderamente. Solo un hombre, con sus defectos y virtudes, la
pureza de su corazón y los pliegues que se esconden dentro de él.
«Igual que una piedra», pienso.
También el abuelo es un brillante. Como tal tiene mil facetas, caras diversas
que uno nunca termina de descubrir y que a menudo permanecen desconocidas
incluso para él mismo.
Si nos limitamos a mirar los cristales, vemos solo unos pocos colores, pero si
los tomamos en la mano, los giramos entre los dedos y los observamos
atentamente, entonces veremos cómo todo brilla. Por eso necesitamos encontrar
a aquella persona única que tenga ganas de aproximarse a nosotros, de mirarnos
de verdad y con paciencia, y que sepa ponernos bajo la luz propicia en la que
podamos brillar. ¿Y no es acaso eso el amor?
42
Rodonita
Considerada desde siempre la «piedra del corazón», lleva paz y armonía donde hay conflicto,
promueve la comprensión y la amistad, cura el enfado y el rencor, y favorece el perdón,
permitiendo así liberarse de la cadena del dolor y curando las heridas del alma. Es bueno
llevarla encima para que traiga paz y serenidad.

Después de las revelaciones del abuelo, me siento parte del menú esta noche:
juliana de Corazón de Luna a los brotes de soja.
Querría decir que no tengo hambre e irme a dormir, pero cuando Jade me
llama y me acompaña al comedor, no tengo fuerzas para decirle que no.
Su voz posee un tono tan educado, tan amable, que hace mella en mí como
rara vez sucede. Todo su rostro parece reflejar esa cualidad suya y, con esos ojos
tan inclinados a la sonrisa, da la impresión de ser una persona que está a gusto
consigo misma y con el mundo. Nos invita a todos a sentarnos a la mesa y sirve
la cena más colorida que haya visto nunca.
Ante nosotros tenemos los platos thai más famosos, desde la sopa de
camarones picantes al arroz frito, hasta la ensalada de carne de vaca picante
pasando por la brocheta de cerdo a la parrilla con cúrcuma. Es todo tan
apetecible que se me hace la boca agua. Hacía años que no probaba comida thai
y, para mi perplejidad, basta el aroma especiado para despertarme sensaciones y
recuerdos que creía dormidos para siempre.
Por fortuna, la cena es rápida e indolora. Jade se limita a hacerme alguna
pregunta sobre la tienda y la vida en Milán. Aprecio que no me haga preguntas
incómodas, y la observo conducir una conversación educada, demostrando una
gran sensibilidad.
Después de haber ayudado a recoger las cosas en la cocina, el abuelo se
excusa; está cansado y necesita tumbarse un poco. Channarong vuelve a casa y
Leonardo desaparece en alguna parte, pero evito preguntarme dónde.
Yo me siento en los escalones de fuera, por la parte de atrás, dejando que la
brisa fresca me acaricie la cara. El aroma del mar impregna el aire, y me quedo
escuchando su voz, a la espera de que expulse el ruido de mis pensamientos. Han
sucedido tantas cosas en los dos últimos días, que no sé por dónde empezar a
poner orden en mi cabeza.
—¿Quieres un poco de cha, Luna? —La puerta se abre a mis espaldas y Jade
sale con dos vasos en la mano.
—¿Qué es?
—Té tailandés frío —explica con una sonrisa y poniéndome uno en la mano
—. ¿Te importa? —pregunta, señalando la mitad desocupada del escalón donde
estoy sentada.
Le hago sitio.
Doy un sorbo al té, deteniéndome a saborearlo unos segundos. Reconozco
anís estrellado, canela y vainilla; creo que también lleva leche o algo parecido.
Es refrescante y cremoso, de alguna manera sabe a ella.
—¿Te gusta, querida?
—Mucho. Gracias.
Ella asiente satisfecha. Luego nos quedamos en silencio bebiendo el té, con
el canto de los grillos de fondo y un mosquito haciendo un vuelo de
reconocimiento alrededor de mi oreja.
—Tu abuelo me ha contado que estás a punto de casarte —me dice,
sujetando el vaso con las dos manos.
Asiento con la cabeza.
—Así es.
—Felicidades.
—Gracias.
Doy otro sorbo, no sé qué más añadir. Sin embargo, no me siento incómoda
con ella, su presencia es cálida y reconfortante. La observo de soslayo con la
cabeza vuelta hacia el cielo estrellado, mientras mira la luna con ojos llenos de
dulzura.
Cuando vuelve a hablarme, lo hace con otra de sus sonrisas que conquistan el
corazón.
—¡Ah, Luna, Luna...! ¡No te imaginas lo contenta que estoy de tenerte aquí!
¡Tenía miedo de que este día no llegara nunca!
—Bueno... es gracias a mi abuelo, que me ha traído aquí engañada. —
Sacudo la cabeza y ella se ríe.
—Ese hombre es único.
—Sí —admito con una mueca.
—Lo he amado tanto... Cuando estaba aquí conmigo y cuando no estaba.
La nostalgia de un pasado lejano se abre paso entre los rasgos suaves de su
rostro. Experimento una sensación extraña al ser consciente de que está hablando
de mi abuelo, aquel joven fascinante y valeroso que le robó el corazón hace
tantos años.
—Nunca he dejado de amarlo desde que lo conocí aquel domingo cálido de
abril en el mercado de las gemas. Siempre he pensado que son ellas las que nos
hicieron encontrarnos y trazaron nuestro camino. —Me observa mientras toma
un sorbo de té. Después me sonríe con complicidad—. Un poco como ha
sucedido entre tú y Leonardo...
Doy un respingo.
—Bueno... no lo creo. ¡Esa es otra historia! —me apresuro a precisar.
Con una mirada escéptica y jocosa la veo fijarse en la piedra de luna que
llevo en el dedo y eso basta para que me calle.
—Te voy a contar algo divertido, pero no le digas que te lo he dicho.
Su tono de cercanía me hace mirarla a la cara. La expresión que me devuelve
es tan serena que de alguna manera me hechiza, obligándome a escuchar.
—En diciembre de 2004, unos días antes de que tu abuelo volviera a Italia,
Leo volvió a casa con aquel anillo. Junto con el bueno de Channarong había ido
al mercado de las gemas para buscar la apropiada para ti. Preguntó a tu abuelo
qué tendría que hacer para «cargarla», porque te había escuchado decirlo, pero
quería estar seguro de hacerlo bien. Pietro le dijo que la mantuviera en la mano
por un tiempo, para que su energía pasara a la piedra. En definitiva, Luna,
¡estuvo con ese anillo en la mano una semana! No lo dejaba nunca, ni de noche
ni de día.
Jade se echa a reír y yo no sé qué hacer.
Y es lo más absurdo, pero aquí, en este lugar distante de mi mundo, me
reencuentro por primera vez con el chico de dieciséis años que me llevaba un
vaso de leche chocolatada bajo la lluvia, así, solo porque le apetecía.
Siento otro colapso dentro de mí, algo pesado que cae y se rompe en mil
pedazos. La sonrisa de Jade se ensancha, casi como si pudiera escuchar ese ruido
sordo.
—Bueno, por lo que parece, la piedra debe de haber estado bien cargada,
puesto que aún la llevas puesta...
—No; es que... —intento decir no sé qué, pero ella me interrumpe.
—¡Ah, por suerte las piedras son pacientes, mucho más que nosotros! —dice
con un suspiro—. Sabias, infinitamente sabias y pacientes. Ellas perseveran y
trabajan en silencio, escuchando nuestra alma. A veces nuestra mente produce tal
estruendo que no podemos escuchar lo que el corazón dice, pero las piedras sí.
Tomo otro sorbo de té, tratando de engullir la maraña de emociones que de
repente me abruman. Cierro los ojos más confusa que nunca.
—No sé por qué todavía llevo este anillo en el dedo, te lo aseguro —
murmuro al fin; mi voz es tan imperceptible que no sé si me ha escuchado.
—¡Oh, si te creo, querida! Por supuesto que tú no lo sabes, pero la piedra sí
—asegura, cogiéndome la mano para tranquilizarme—. Solo tienes que
escucharla y dejarte guiar por ella. Las piedras conocen el camino, ellas son el
camino.
Sus palabras continúan ejerciendo un efecto devastador en mí.
—Leonardo siempre me dijo que eras muy buena escuchándolas —añade.
—¿Te hablaba de mí? —pregunto, y de repente me parece ser aquella
chiquilla de dieciséis años. Ahora me siento idiota.
Jade me dirige una sonrisa comprensiva.
—En realidad, este muchacho nunca ha sido muy bueno expresando sus
sentimientos. Pero sus silencios, cada noche mirando la luna, valían más que mil
palabras, créeme.
Me mira para asegurarse de que comprendo sus palabras. ¿De verdad
pensaba en mí? Me echo a temblar. Ella se da cuenta y pone mi mano en su
regazo, apretándola entre las suyas. De pronto me parece haber vuelto a aquellas
noches sin paz, cuando mi madre trataba de ser un consuelo, enseñándome a
reaccionar con fuerza, a fomentar la rabia frente al dolor que experimentaba y a
no perdonar.
Jade es lo contrario. Tierna y flexible, basta su voz para calmarme. Encarna
perfectamente las cualidades de la piedra que lleva su nombre. Su cercanía da
serenidad y expulsa la rabia del corazón. Al aliviar la ansiedad y los miedos,
derrota el mal en las personas y las hace mejores. Es ella, la piedra de la
serenidad, que disolviendo toda negatividad, difunde paz y curación.
—Sabes, todo el tiempo que estuvo aquí conmigo parecía constantemente en
espera de algo —prosigue—. Esperaba poder volver, comenzar a vivir la vida
que su padre le había robado. —El matiz de aflicción en su voz es evidente—.
Pero, sobre todo, esperaba un perdón que estaba seguro de no obtener nunca.
Me dirige una sonrisa de ánimo que enciende algo dentro de mí. Una llama
minúscula que quema la rabia y proyecta una luz nueva sobre aquello que fue.
Luego se levanta, coge delicadamente el vaso vacío de mi mano y abre la puerta.
—Yo creo que ha esperado bastante, Luna. ¿Qué dices tú?
Sigo su mirada y veo a Leonardo en la terraza más alta, sobre la cima de los
árboles, que escruta el horizonte con esa mirada silenciosa de guerrero que
conozco bien, sufrida y profunda.
—Perdónalo, Luna —dice Jade—. Somos todos imperfectos, llenos de
errores y debilidades, nadie es inmune. Tampoco yo, tampoco tu abuelo,
tampoco Leonardo. Y tampoco tú.
Me observa, esboza una sonrisa y suspira.
—Perdónalo. Hazlo por él, para liberarlo de una culpa que de otro modo lo
va a atormentar para siempre. Hazlo por lo que hubo entre vosotros, algo único y
maravilloso que la mayor parte de la gente no es capaz de vivir en una vida
entera. —Respira hondo—. Pero, sobre todo, Luna, hazlo por ti misma, para
liberar finalmente tu alma de la prisión en que está confinada desde hace
demasiado tiempo. Se necesita mucho valor para perdonar, pero sé que tú lo
tienes. —Me sonríe y su sonrisa me corta la respiración—. Perdónalo, cariño, y
libera a los dos.
Sus palabras bailan ante mis ojos en un torbellino enloquecedor.
43
Obsidiana
Llamada también «piedra del guerrero», otorga claridad interior, equilibrio y armonía,
representando la luz que disipa la oscuridad. Óptimo antiestrés, ayuda a liberarse de las
contradicciones cotidianas, el resentimiento, la rabia y el miedo. Gracias a esta piedra y su
capacidad de mover las energías estancadas y negativas, se pueden superar mejor los traumas
del pasado que impiden el desarrollo personal.

Encuentro a Leonardo apoyado en la balaustrada de madera de la terraza, un


perfil a contraluz que se recorta contra el cielo negro.
Es increíble cómo consigue transmitirme tantas emociones incluso solo
curvando los hombros y manteniendo baja la cabeza. Llego hasta él sin saber qué
decir.
Estar aquí, a menos de un metro de él después de todo lo que ha sucedido,
me parece algo inverosímil, peligroso y milagroso al mismo tiempo.
Experimento timidez, inseguridad, emoción... como si fuera la primera vez que
lo veo, y me doy cuenta de que quizás es precisamente así. La primera vez que lo
veo de verdad después de trece años.
—¿Sabes qué es aquello? —me pregunta sin apartar la vista de algo que está
enfrente de nosotros.
Levanto los ojos y por encima de los árboles descubro la isla que vi nada
más llegar.
—No.
—Es Koh Samet, una antigua residencia de piratas. No sabes cuántas
leyendas existen sobre el oro y el botín de los piratas escondidos en alguna parte
de la isla... —explica, y se vuelve para mirarme, como para asegurarse de que
estoy escuchando—. Los más grandes aventureros de todos los tiempos venían
aquí para buscar el tesoro. La cima más alta está cubierta por una jungla espesa.
En lo alto de la colina hay un misterioso agujero profundo de ocho metros
coronado por las ruinas de un muro de ladrillos de más de un siglo. Ese agujero
es conocido como Bor Thong o fosa del oro. Según la leyenda, los piratas
excavaron esa fosa para esconder el oro obtenido del saqueo de los barcos
chinos. Tras ser examinada por geólogos tailandeses se anunció oficialmente que
la supuesta fosa de oro no era otra cosa que un pozo de agua. La leyenda afirma
que es difícil creer que se haya excavado un poco en lo alto de la montaña y bajo
una roca. No obstante, no se ha encontrado ningún tesoro, al menos hasta hoy.
—Qué historia tan hermosa... —murmuro.
—Ya —suspira—. Cuando estaba aquí siempre pensaba que, si de niños
hubiéramos vivido en este lugar, ¡nos hubiéramos vuelto locos con esa historia!
—No solo de pequeños... —Se me escapa una risita.
Él se gira sorprendido y también sus labios se distienden. Nos quedamos
inmóviles. Tengo la sensación de que esperamos algo, pero no sé qué. Al final
soy yo la que habla, incapaz de contener la vorágine que siento dentro. Cierro los
ojos y susurro:
—Cuéntame. Cuéntamelo todo...
Leonardo me mira y hace un gesto afirmativo. Luego se vuelve, deja resbalar
la espalda por la balaustrada y se sienta en el suelo de madera.
Cuando yo también me siento, empieza a hablar.
—Los primeros meses fueron durísimos, creía que no sería capaz de salir de
ahí. —Su voz es tan seria y sus ojos tan intensos...—. Lo único que me permitía
seguir adelante era el deseo de comprar suficientes piedras para reparar el daño
hecho por mi padre. Luego Jade y el tsunami llegaron casi juntos, y lo que fue
una tragedia significó un nuevo comienzo. La ola se llevó también a su marido,
además de a mi padre, así que me quedé como único hombre de la casa. Una vez
más.
Ante estas palabras me asalta un dolor y un recuerdo de lo que se preocupaba
por su madre desde que era niño. Lo miro perpleja, pero mantiene la vista baja.
—De día trabajaba y de noche intentaba arreglar la casa de Jade y las otras
de la zona. Me apasioné tanto por la construcción que, cuando la situación
mejoró, Jade me mandó a Bangkok a casa de unos parientes suyos para acabar
los estudios y luego estudiar arquitectura.
—Entonces... ¿también has vivido en Bangkok?
—Sí, todos los años de la universidad. Pero cada vez que Jade me decía que
había llegado Pietro, volvía aquí, a casa. —Se encoge de hombros y alza la
mirada—. Iba al mercado de Chanthaburi para asegurarle las mejores piedras y...
bueno, a buscar una para ti —dice con una repentina caída de la voz, mirándome
—. Sabía que nunca querrías hablarme y pensé que esa era la única manera de
comunicarme contigo. Para hacerte saber que yo estaba siempre ahí. Pero no
funcionó —suspira—. Evidentemente, me equivocaba.
Me quedo en silencio, turbada, la cabeza llena de pensamientos incoherentes.
Seguimos inmóviles un largo rato. Luego él suspira y continúa.
—Cuando Pietro me dijo que no querías saber nada más, intenté seguir mi
camino. Aun contra mi voluntad, dejé de buscar...
La derrota en su voz me hace temblar. Continúo mirando el rictus triste de
sus labios, que se corresponde exactamente con su tono. Y tal vez lo estoy
mirando de modo descarado, pero ahora no soy capaz de dejar de pensar que
quizá no he sido la única que ha sufrido en toda esta historia. Una ráfaga de
viento levanta algunas flores de buganvilia y las trae en remolinos a nuestros
pies. Leonardo extiende el brazo y coge una, juguetea nerviosamente con ella
unos instantes y luego la suelta.
—Después de licenciarme, mi madre recayó en una de sus crisis nerviosas y
al final decidí mandarla de vuelta a Italia. Había sabido por el hermano de mi
padre, el que vivía en Roma, la única persona con la que mantuvimos contacto,
que los hombres que nos buscaban habían sido detenidos, por lo tanto había
escampado el peligro. Así pues, mi madre se fue a vivir a Como con su hermano,
como cuando yo era pequeño. —Amaga una sonrisa tímida.
Asiento.
—Lord Voldemort, por supuesto. ¿Cómo está?
—Murió el año pasado. Un ictus a causa de la hipertensión.
—¿Todo aquel ajo no le sirvió para nada? —Sonrío, y también su sonrisa se
ensancha.
—Bueno...
Reímos y por un momento nos quedamos mirándonos, incrédulos.
«¿De verdad es posible? ¿Podemos aún reírnos juntos después de todo lo que
ha pasado?»
Un largo silencio lleno de preguntas tácitas.
Al final es él quien lo rompe.
—Sea como sea, empecé a colaborar con un gran estudio de arquitectura en
Milán. Cuando dejé Tailandia perdí el contacto con tu abuelo. O mejor dicho, lo
interrumpí.
—¿Cómo lo lograste?
Su mirada deambula por el suelo.
—Me di cuenta de que, para seguir adelante, tenía que hacerlo. Para dejar
atrás de una vez el pasado y optar por una nueva vida, necesitaba cerrar todo
aquello que yo había sido antes. Con él cerca no era capaz, porque cada vez que
lo escuchaba volvía a hundirme en los recuerdos. —Alza la mirada y se detiene
en la mía—. Cada vez que lo escuchaba, me llevaba a ti.
Mi corazón se acelera y también a él debe de sucederle algo parecido, porque
deja de hablar. Después se aclara la voz y prosigue:
—Hace más de un año tuve un pequeño accidente de coche y necesité
fisioterapia. Conocí a Lavinia en el centro médico donde trabaja como secretaria,
y hace seis meses nos fuimos a vivir juntos.
Lavinia. Me sobresalto al escuchar ese nombre. Había olvidado que tiene una
novia. Y que yo estoy a punto de casarme. No lo sé, pero es como si en este
lugar fuera del tiempo, el recuerdo de casa se hiciera más borroso.
Respiro hondo, tratando de expulsar esa sensación.
—Bueno, sin duda has tenido una historia más interesante que la mía. Yo me
he quedado en el mismo sitio haciendo lo mismo todos estos años.
Sacude la cabeza.
—No sabes lo que hubiera querido quedarme allí yo también, Luna... —
musita, pero, con cada sílaba que pronuncia, sus palabras entran dentro de mi ser
y calan hondo.
Respiro hondo y apoyo la cabeza sobre el pecho.
—Al menos tú has realizado tu sueño de viajar... Yo no hice nada de lo que
soñaba.
Leonardo mira con pesimismo.
—Sí, pero no era eso lo que soñaba...
Siento un calor que me sube hasta las mejillas.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —le pido.
—Claro.
—¿Por qué cuando Lavinia fue a la tienda por el anillo me dijo que tú no
sabías nada de piedras y que lo considerabas cosa de mujeres? Quiero decir, tú
siempre has sabido tanto como yo.
Mueve la cabeza y sonríe tristemente.
—No he querido tener nada que ver con las piedras desde el día en que tu
abuelo me dijo que no te mandara más. —Su voz se endurece, teñida de un
antiguo sufrimiento—. Había comprendido que nada era verdad, que todo
aquello que nos habían contado durante años eran solo leyendas, sugestiones.
Las piedras no tienen ningún poder, solo son cantos rodados de colores. Nada
más.
Me falta el aliento, de repente no sé qué decir. Como si un hilo invisible nos
hubiese unido de un extremo del mundo a otro, también él se había convencido
de que todo aquello en que habíamos creído quizá solo era una enorme mentira.
Es de locos.
Leonardo me observa largamente, tratando de entender qué me ocurre.
—¿Qué pasa?
Sacudo la cabeza, aún incrédula.
—Yo sentía incluso demasiado las piedras que me enviabas —murmuro
sincera, con la voz ahogada—. Por eso no quise más.
Él se sorprende y esboza una sonrisa. Me doy cuenta de que he exagerado,
no tenía que haberlo dicho, la vieja herida vuelve a latir. El silencio que nos
envuelve es tan denso que se podría tocar con los dedos.
Hasta que su móvil empieza a sonar, rompiéndolo.
Nos sobresaltamos.
—Perdona —murmura, sacándolo del bolsillo del pantalón—. Es Lavinia.
Tengo que...
—Sí, claro —digo, y me aparto de él con el corazón desbocado—. Se ha
hecho tarde... —farfullo, y me pongo en pie—. Buenas noches.
—Buenas noches —lo oigo responder, pero ya me encamino hacia la casa,
deseosa de echar a correr para alejarme lo más rápidamente posible—. ¡Luna! —
me llama con decisión. Me vuelvo—. Gracias —dice, y sus ojos negros se
apoderan de los míos y los retienen. Por un instante me siento perdida, luego
hago un gesto afirmativo y me voy.
Voy a la habitación y llamo a Giulio; siento que lo necesito.
44
Zafiro
Llamada «piedra del destino», según la tradición es el símbolo de la verdad. Su color azul trae
orden a la mente, otorgando fuerza y atención, así como la capacidad de ver más allá de las
apariencias superficiales. Es una piedra de sabiduría, excepcional para calmar y dar serenidad
y confianza. Pero es asimismo una piedra de amor, compromiso y fidelidad, tanto que puede
usarse en los anillos de compromiso.

Me abrocho las zapatillas de trekking y bajo las escaleras aspirando el aroma


del desayuno, que se mezcla con el de la casa, un ramillete de incienso y flores
selváticas.
He pasado una noche prácticamente insomne por culpa del calor y las
palabras de Leonardo, que me rebotaban en la cabeza como balas enloquecidas.
El programa de la jornada incluye un paseo por los alrededores, con visita a
una mina de rubíes y otra de zafiros, y lamentablemente no puedo decir que el
asunto me desagrade. Es más: esta mañana me siento al borde de un sueño;
como si durante la noche la curiosidad hubiera sustituido al miedo y la rabia.
Cuando llego a la cocina, Leonardo y Jade ya están allí.
Si ayer el manto de la noche nos protegía, poniendo sombra en nuestros
rostros y permitiendo que las palabras brotaran con relativa facilidad, esta
mañana el sol ya está alto e ilumina nuestro desconcierto sin benevolencia
alguna.
—Hola. —Esbozo una sonrisa tímida.
Inclina la cabeza. Parece aliviado y torpe.
—Hola.
—¡Oh, buenos días, cariño! ¿Has dormido bien? —La sonrisa refrescante de
Jade inunda la habitación y aligera el ambiente.
—Sí, gracias.
—Hizo un poco de calor anoche, ¿eh?
Bajo la cabeza.
—Un poco, sí...
—¿Solamente un poco? —tercia Leonardo, sorprendiéndome—. ¡A cierta
hora pensé prenderme fuego para intentar refrescarme! —bromea, y todos
reímos.
Enarco las cejas.
—Vale, está bien, ¡hacía mucho calor, en efecto!
La cocina se llena de risas y a mí me parece una especie de milagro. Después
miro alrededor.
—¿Y el abuelo?
—Tenía náuseas esta mañana, ha preferido quedarse un rato en la cama —
dice Jade, que se apresura a tranquilizarme—. Pero está bien, no te preocupes.
Solo un ligero malestar, eso es todo.
Me dirijo al piso de arriba y entro en su habitación sin siquiera llamar.
—Pero, bueno, ¿qué te pasa? ¿No estás bien?
Él está en la cama leyendo un libro.
—Es solo algo de náusea, cielo. ¡No es nada! —dice con una sonrisa.
Me acerco a él.
—¿Has tomado tus medicinas? ¿Puedo hacer algo?
—No, no... No te preocupes. Basta un poco de reposo y mañana estaré como
nuevo.
—Vale. ¿Le has dicho ya a Channarong que hoy no salimos?
—Nada de eso. Yo no voy, pero vosotros vais sin mí. Channarong te
mostrará cosas interesantes; verás cómo te gusta.
La idea de estar todo el día sola con Leonardo me llena de una ansiedad
repentina que Jade, que acaba de entrar en la habitación, trata de atenuar.
—Yo me ocupo de él, cariño. No te preocupes. —Y añade algo que me deja
sin respiración—: Pero tú ve, que has esperado demasiado tiempo...
Jade me dirige una sonrisa cargada de sobreentendidos que agita mi interior.
—Va... vale —murmuro, titubeante.
Mientras salgo a paso incierto de la habitación, el abuelo me hace volver.
—¡Oye, Luna!
Me hace una señal para que me aproxime y, cuando lo hago, lo veo inclinarse
sobre la mesilla de noche para coger algo.
—Toma —me dice, tendiéndome una hermosa angelita, la piedra que ayuda
a volver a la inocencia de la infancia.
Lo miro de reojo, pero él me devuelve una sonrisa a la que no me puedo
resistir.
—¡Descansa, cabezota! —le digo, alzando los ojos al cielo.
—¡Y tú diviértete, cabezota! —replica, satisfecho.

Al fondo del jardín, Leonardo y yo vemos a Channarong, que nos espera en


el coche.
Me siento detrás, pero hoy no me pongo los cascos, porque hoy, no sé cómo,
el mundo me parece distinto.
La bahía de Ban Phe es un cuadro sugerente que no se puede dejar de
contemplar. El mercado de pescado, los puestos ambulantes y las tienditas a lo
largo de la carretera animan este soñoliento y pintoresco pueblo que emerge en
una de las bellísimas playas del golfo de Tailandia.
Las barcas de pescadores se sacuden variopintas a lo largo de típicos muelles
de madera, donde atracan los barcos hacia Koh Samet, la isla de los piratas de la
que hablaba ayer Leonardo.
Pero la perla verdadera de este lugar son sus habitantes y su inquebrantable
sonrisa, más luminosa que el sol de esta mañana. Creo que podría quedarme en
este pequeño rincón del paraíso por el resto de mis días, pero Channarong dice
que es hora de irnos.
Durante el viaje nos entretiene con sus monólogos políglotas, que nos
provoca más de una carcajada, haciendo que el ambiente sea inesperadamente
ligero. Luego visitamos una pequeña mina de rubíes y un pueblo de pescadores
en la costa, y, finalmente, almorzamos en un puesto ambulante junto a la
carretera. Cuando Channarong baja a poner gasolina, Leonardo me explica
diversas costumbres de este país fantástico, y escucharlas contadas por él es muy
diferente de cuando lo hace nuestro conductor.
No me cuesta darme cuenta de que estar con él es como montar en bicicleta.
Aunque te caigas y no vuelvas a montar durante mucho tiempo, cuando reúnes el
valor de volver a intentarlo te das cuenta de que jamás has olvidado cómo se
hace. Te sale natural.
He ahí el quid del asunto, que todo resulta peligrosamente natural.
Después de la comida nos paramos unos kilómetros más al norte de
Chanthaburi, hacia Khao Phloi Waen, que, me dijo Leonardo, significa
«montaña del anillo de zafiro». Al lado de la colina despuntan pozos de antiguas
minas.
Al lado de la carretera vemos gibones que saltan de un árbol a otro y
escuchamos un estruendo en el aire. Un fragor compuesto de miles de cantos de
pájaros que alzan el vuelo en una nube colorida.
Avanzando, el terreno es fangoso y sembrado de baches, y nosotros nos
paramos cerca de uno de ellos. Channarong nos indica que bajemos mientras va
al encuentro de unos hombres inclinados en el fango, que lo saludan cordiales en
cuanto lo reconocen.
Leonardo me explica que, por lo general, el más menudo y ágil de ellos se
mete en uno de esos agujeros para recoger un poco de tierra en un cesto, luego
vuelve a subir ayudándose de una cuerda atada al tronco de un árbol. Los
compañeros tamizan la tierra recogida buscando alguna pequeña piedra de zafiro
crudo.
A nuestra llegada, todos nos reciben con el wai, el saludo tailandés, y esta
vez no me pilla de improviso. Sonrío, junto las manos e inclino la cabeza.
Los cinco hombres aprovechan la interrupción para hacer una pausa y
ofrecernos un poco de té frío bajo los árboles de la linde del bosque. Son
amables y hospitalarios como todos los habitantes de este país. La excitación me
bulle en las venas cuanto nos invitan a quedarnos con ellos un rato y tratar de
encontrar alguna piedrita azul para llevarnos a casa.
Mientras Channarong se queda charlando bajo las palmeras, Leonardo y yo
nos adentramos en el pantano y empezamos a tamizar un puñado de tierra
húmeda. Es roja e increíblemente pastosa y la sensación que siento cuando se me
pega en los dedos es indescriptible.
Las piedras me llaman.
Será por esta tierra maravillosa, por el cielo azul sobre nuestras cabezas, por
el aire cálido y lleno de sabor. Será por las sonrisas, por el cha de Jade o por sus
ojos bondadosos.
O tal vez no. O tal vez será simplemente porque Leonardo está de nuevo a mi
lado, como cuando éramos pequeños y jamás nos cansábamos de buscar.
Será por todo eso que mis dedos ahora se mueven hábiles y precisos, la
mirada fija y atenta, todo mi cuerpo en tensión, como si acabara de despertar de
un largo letargo.
Leonardo y yo buscamos en silencio durante unos minutos, hasta que él se
detiene. Llena de curiosidad, le devuelvo una mirada interrogante.
—Estaba pensando... —dice—. ¿Has visto a alguno de nuestros
compañeros?
Me paro un poco a recordar.
—Elena Donati —digo—. Pasó por la tienda hace unos meses. —Junto con
este recuerdo se me escapa la risa y él me mira burlón.
—¿Qué pasa?
—No te lo vas a creer, pero poco después de acabar el curso, aquel año dejó
a Iván por un guitarrista alemán que estaba de gira por Milán. A los diecisiete se
quedó embarazada y ahora trabaja en la lavandería de la familia.
La frente se le despeja y estalla en carcajadas.
—¡No te creo!
—¡Lo juro! —insisto, divertida por su expresión asombrada—. ¡Y aún hay
más!
Me mira dubitativo.
—Si Iván ha abierto un McDonald’s... ¡lo dejo todo y me voy a hacer de
adivino a la televisión!
Me muerdo el labio.
—Trabaja en un Burger King.
—¡Soy un genio! —exclama Leonardo, moviendo los ojos con expresión
cómica.
Me río tan fuerte que me sale un gruñido. Él me observa divertido y por un
rato solamente existe el silbido de los árboles a nuestro alrededor. Después se
pone serio, sus ojos atrapan los míos y con voz triste dice:
—Pero nunca te hubiera imaginado con Giulio.
Trastabillo ante esas palabras.
—Bueno, yo nunca te hubiera imaginado con Barbie... —Por algún motivo
no soy capaz de frenar el tono hiriente con que me sale la frase. Él se da cuenta
de inmediato.
—¿Qué pasa, no te gusta?
Me encojo de hombros y fijo la mirada en la tierra removida.
—No, no es eso. Es maja y muy dulce —digo con sinceridad—. Solo pienso
que sois muy diferentes, eso es todo.
—Sí, lo somos.
—Me ha dicho que tiene miedo a volar... —le espeto.
Leonardo esboza una media sonrisa.
—¿Miedo? ¡Basta con que oiga la palabra «avión» para que tenga un ataque
de pánico!
Sonreímos, pero no hay nada alegre ahora en nuestros rostros. Luego él dice:
—Lavinia viene de una familia unida y numerosa. Yo no. —Se encoge de
hombros—. Ahora se le ha metido en la cabeza que quiere un hijo, parece que se
haya convertido en su misión.
—Me lo dijo.
Baja la voz.
—Lo dice a todo el mundo, ya no habla de otra cosa.
Parpadeo.
—¿Y tú no quieres?
Los ojos de Leonardo se reducen a dos hendiduras, lo daría todo por saber
qué está pensando.
—No es que no quiera, es que no sé si es lo adecuado... —Me dirige una
media sonrisa y me mira fijamente. Luego pregunta con un repentino tono
inquisidor—: ¿Y tú? ¿Para cuándo la boda? ¿Ya tenéis fecha? —Sus ojos me
escrutan intensamente.
No sé si es por la forma en que me mira o la idea del matrimonio, pero esas
preguntas me remueven algo dentro.
—Sí, el veintiuno de junio, pero aún tenemos que organizarlo todo y no sé ni
por dónde comenzar. —La idea de los preparativos de una boda me espanta más
de lo que hubiera imaginado.
Ante mi expresión extraviada, Leonardo sonríe, comprensivo.
—¡Oh, podrías pedir ayuda a Lavinia, creo que en otra vida fue una wedding
planner! ¡Lo sabe todo sobre esas cosas! —dice, quitando hierro.
—Quién sabe lo que montará para vuestro matrimonio, entonces... —digo,
poniéndome seria.
Él baja la mirada y se encoge de hombros.
—Bueno, de momento no hay boda en nuestro programa, pero ya escuché
algo sobre una carroza de oro tirada por caballos blancos...
—Muy sobrio.
Él ríe por mi tono.
—Sí.
Se me escapa un suspiro.
—¡Cómo cambian los gustos! En otro tiempo habrías considerado
terriblemente enfermizo algo así...
—Bueno, si vamos a eso, no he cambiado nada —precisa. La diversión se
apaga, como si alguien de repente hubiera accionado el interruptor del buen
humor—. Sin embargo, a veces hay que aceptar compromisos. No se puede tener
todo lo que se quiere en la vida...
Sus palabras me hacen un nudo en la garganta. Siento una punzada al pensar
en el futuro que habíamos soñado y que nunca tendremos.
—No, eso es verdad —murmuro con voz casi inaudible.
No sé qué más decir, porque quizá no hay nada más que decir, así que me
pongo a excavar de nuevo, tratando de descargar en la tierra la inquietud que
siento. De pronto siento su mirada sobre mí y levanto de nuevo la cabeza.
Leonardo me está mirando fijamente, con las cejas revelando un interrogante.
—¿Qué pasa? —pregunto.
Niega con la cabeza.
—Lo siento. —Esboza una media sonrisa—. Es que no consigo creer que
estemos de verdad aquí. —Mira la poca distancia que nos separa—. Así.
Enarco las cejas.
—¡Dímelo a mí, que estoy conmocionada!
Su sonrisa se ensancha.
—Bueno... yo más.
Abro los ojos de par en par, pero las palabras me salen solas:
—¡No, yo más!
—¡No, yo!
—¡Yo!
Reímos, pero hay algo infinitamente triste en este momento, el viento entre
los árboles sopla una nostalgia doliente.
Leonardo me escudriña el rostro, parece pensativo.
—Te has ensuciado.
—¿Dónde? —Me toco la mejilla.
—Aquí. —Extiende el brazo y me planta un puñado de barro desde la frente
hasta la barbilla.
—¡Oh! —Doy un respingo. Lo señalo con el índice—: No lo intentes
siquiera.
Enarca una ceja, su aire desafiante se hace evidente y cosquillea en mi
interior.
—¿Y si no?
Sus ojos tristes me imploran que le siga, que saque fuera algo que sepulté
vivo. Vacilo, pero una emoción me atraviesa cuando digo:
—Si no... me cabreo.
Él abre más los ojos y estalla en risas.
—¡Oh, oh! ¡Medialuna se cabrea... qué raro!
Entro en trance por la manera en que ha dicho Medialuna: hacía años que no
lo escuchaba.
Una chispa de felicidad empieza a quemarme por dentro. Cojo un puñado de
barro y se lo lanzo a la cara.
Suelto un grito triunfal y preparo otro puñado, pero él es más rápido y
mientras basculo hacia atrás para tirárselo, me paraliza el brazo y me derriba con
una llave de kárate.
Y entonces se abre un abismo espacio-temporal que me succiona. No sé si es
mérito de la angelita que llevo en el bolsillo, pero vuelvo a ser como cuando era
niña.
Experimento un dolor físico como cuando te duele un miembro amputado:
ya no está, pero aún lo sientes. Y yo siento realmente muchas cosas en este
momento, cosas que creía desaparecidas para siempre y que en cambio me
abruman de repente con su increíble concreción.
Me pillan por sorpresa y me cuesta descifrarlas, pero una idea se hace clara
en mi mente: me he equivocado siempre. Leonardo y yo somos amigos no
porque hayamos sido inseparables como la leche y el chocolate, sino porque, a
pesar de haber estado separados tanto tiempo, parece que nada hubiera
cambiado.
Seguimos luchando por un tiempo indefinido, cinco minutos o quizá trece
años, y en cada movimiento, en cada roce, reconozco algo de él. Su fuerza
increíble, su resistencia, el puño de hierro, su espíritu competitivo que incendia
el mío. Una nueva chispa me quema por dentro, y la llamita que se había
encendido ayer se convierte en una llama vibrante. No recuerdo desde hace
cuánto tiempo que no me sentía tan viva.
—¡Vale, basta! ¡Te lo ruego! —jadeo entre risas, antes de que un poco de
barro que me cuelga en los labios me entre en la boca—. ¡Ya tenemos cierta
edad!
Leonardo ríe, o al menos creo que es lo que está haciendo bajo la máscara de
arcilla que le cubre la cara.
—¡Habla por ti! —balbucea, pero luego afloja y yo logro liberarme de su
peso.
Nos sentamos el uno frente al otro, la respiración jadeante y la mirada
incrédula. Tratamos de quitarnos de encima el limo que nos cubre.
De repente se detiene y me mira fijamente, hablándome en aquella extraña
lengua suya que dice más cosas en las pausas entre una y otra frase que con las
palabras mismas.
Aprieta la mandíbula.
—¿Somos aún amigos, Luna?
Su voz tiene algo de súplica. Le sostengo la mirada, con el corazón
saliéndoseme del pecho. En mi boca, la respuesta adquiere el sabor dulce de la
rendición.
—Por supuesto.
Nos miramos durante una eternidad. Sus ojos me escrutan, pequeños y
oscuros, y quedo atrapada en su mirada.
Los dos sabemos qué significa este tira y afloja entre nosotros y cuándo
había sido la última vez.
Cuando Channarong nos llama para decir que es hora de irse, nos levantamos
y vamos hacia el coche en silencio.
No hablamos más en todo el viaje de regreso.
Llegamos a Ban Phe en torno a las diez de la noche.
En el jardín diviso a Jade y al abuelo en unas mecedoras bajo las palmeras,
cerca del mirador. Están tomando un té frío. Esta noche parece creada para ellos,
lo leo en sus ojos. Se mecen ligeros en la brisa, acunados por el aliento del mar
que dicta el ritmo y expresa la fuerza.
Nunca he visto nada más hermoso; la imagen se fija de manera indeleble en
mi memoria.
—¡Oh, Dios! ¿Qué os ha ocurrido?
En cuanto nos ve, Jade se pone en pie, preocupada. El abuelo, en cambio, se
ríe tan fuerte que se le atraganta el té.
El ambiente mágico de hace un instante queda interrumpido por un chillido
de Channarong, que pronuncia su arenga defensiva:
—Yo los encontré así. ¡No culpa mía!
El abuelo tose, pero no es capaz de dejar de reír.
—¡Lo sé, querido viejo! ¡Bien que lo sé! —lo tranquiliza, limpiándose la
nariz.
Encantada de que se haya repuesto del malestar de esta mañana, lo fulmino
con la mirada.
Jade continúa mirándonos sorprendida, pero no logra contener una sonrisa
maravillosa.
—En serio, ¿se puede saber qué os ha pasado?
—Bueno... fuimos a buscar zafiros y la situación se... se nos fue un poco de
las manos —farfulla Leonardo detrás de mí.
—¿Y los habéis encontrado?
—No.
Es verdad, no los hemos encontrado, pero quizás hemos encontrado otra cosa
en aquel gran agujero en la tierra. Algo antiguo, esplendoroso y espantoso al
mismo tiempo.
Siento que debo llamar a Giulio inmediatamente.
—Buenas noches a todos —me despido en medio de una maraña de
emociones. La nostalgia de Giulio. La fascinación del descubrimiento que he
experimentado hoy. La indefinida nebulosa de sensaciones que me produce la
cercanía de Leonardo.
Sin dar más explicaciones, me lanzo a mi habitación a grandes zancadas.
Una vez dentro, cierro el mundo más allá de la puerta y me apoyo en ella.
Cierro los ojos y respiro hondo, apoyando la cabeza contra la madera.
«Coge aire», me digo.
Esta vez, sin embargo, no es para calmar el dolor, sino para contener la
emoción. La necesidad de escuchar la voz tranquilizadora de Giulio prevalece
sobre todo, así que lo llamo.
Él sabrá serenarme, él siempre sabe qué hacer.
En los segundos en que el móvil tarda en establecer la conexión, doy vueltas
por la habitación como un león enjaulado. Abro el armario para buscar ropa
limpia, e inopinadamente agarro la puerta equivocada, la que está estropeada.
Me detengo a tiempo y vuelvo a cerrarla. Cojo una camiseta sin mangas y unos
pantalones cortos que me pondré después de la ducha.
Pero antes Giulio. Giulio no puede esperar.
—Amor mío, ¿cómo estás?
Por fin oigo su voz dulce, que me acaricia el corazón como una pluma.
Suspiro y me siento segura, un náufrago que avista en el horizonte el barco que
llega para salvarlo.
—¡Bien! ¿Y tú?
—Te echo mucho de menos, pienso en ti cada instante.
Me abruma lo extraordinario que es este chico. No pierde ocasión para
decirme cuánto me quiere, y el pensamiento de que él sea mío y yo suya todavía
me tiene maravillada. Me llega toda la calidez de su amor incluso a un océano de
distancia. Es puro, auténtico. Sencillo.
—Y yo a ti —respondo sinceramente mientras camino por la habitación,
sobresaltándome frente al espejo al ver mi imagen.
Giulio me pide que le cuente mi jornada, así que le hablo de las minas y los
gibones, de la deliciosa comida y del paseo encantador, omitiendo todos los
detalles relacionados con Leonardo Landi. Él, por su parte, ha ido a jugar al
fútbol, como siempre en fin de semana.
—¿Habéis ganado? —pregunto, asomándome a la ventana abierta. Cuando
me centro en la figura oscura del jardín, sin embargo, me paralizo.
Giulio murmura un «no» desconsolado y luego se pone a contarme las
jugadas más importantes que les han llevado a una amarga derrota por 5 a 0. O
por 4 a 3. No sabría decirlo, porque he dejado de escucharlo.
Mis ojos están puestos en el jardín, donde Leonardo está solo, tumbado en la
hierba contemplando el cielo. No, no mira el cielo. Mira la luna.
La luz blanquecina acaricia su perfil y lo hace brillar en la noche.
El pensamiento me alcanza antes de que pueda detenerlo. Y con él una loca
sensación de esperanza, pero también de terror.
De repente, las palabras de Jade me retumban en la cabeza. «Sus silencios
cada noche mirando la luna valían más que mil palabras, créeme.»
Giulio continúa hablando, pero no lo escucho. Porque mi mente
indisciplinada me bombardea a preguntas. «¿Realmente Leonardo pensaba en
mí? ¿Y si estuviera pensando en mí ahora?»
45
Corniola
Considerada el emblema de la vida más allá de la muerte, los antiguos egipcios solían depositar
esta piedra en las tumbas para acompañar a los difuntos al más allá. Aún hoy está considerada
un talismán contra todo tipo de negatividad y malestar. Ayudando a eliminar los sentimientos
negativos, infunde vitalidad, optimismo y alegría. Potencia las ganas de iniciar las cosas con
entusiasmo, estimula la acción y el movimiento para alcanzar los propios objetivos. Se dice que
llevarla con uno asegura la victoria.

No imaginaba que existieran tantas maneras de decirse adiós.


El aeropuerto de Bangkok es enorme y caótico como el resto de la ciudad, y,
por otro lado, fascinante.
Me detengo a mirar los escaparates con perfumes de saldo, me quedo
clavada ante macizos de orquídeas y me paralizo con cada anuncio por
megafonía. La verdad es que desearía poder parar el tiempo, porque no acabo de
creer que todo haya terminado.
Ha sido una semana de locura, la más increíble de mi vida. El abuelo, Jade,
Leonardo y yo hemos visitado templos y minas, explorado bosques y comido
langosta frita. Hemos reído, llorado, jugado y, sobre todo, hemos desafiado al
destino burlón que nos había mantenido tanto tiempos separados.
Desde ayer por la noche, sin embargo, después de la última cena juntos bajo
las palmeras del jardín, hemos dejado de hablar.
Es como si estos pocos días hubieran sido un sueño que ninguno de nosotros
se esperaba. Los sueños a veces se hacen realidad, pero luego acaban.
Y yo no imaginaba que existieran tantas maneras de decirse adiós.
Nos paramos delante de la zona del control de seguridad. Jade lanza un
hondo suspiro y se lanza a los brazos de Leonardo. Él la estrecha con fuerza, los
hombros curvados por el peso de la melancolía.
Después de unos instantes, ella se pone de puntillas para decirle algo al oído
y él se agacha ligeramente mientras sonríe un poco incómodo. Luego se
estrechan en un último abrazo y ella se aleja sin dejar de mirar a Leonardo para
escuchar su respuesta silenciosa.
«En realidad, este muchacho nunca ha sido muy bueno expresando sus
sentimientos...»
Las palabras de Jade me resuenan en la cabeza mientras lo observo. No dice
ni una palabra, no es capaz de poner voz a sus pensamientos, y, sin embargo, sus
ojos hablan. Es más, cada parte de su ser expresa la tristeza de este momento. La
mandíbula apretada, los puños cerrados a los costados, la línea curva de los
hombros.
Cuando era más pequeña no captaba bien todos estos detalles, pero ahora,
gracias a la propia Jade, no solo los veo, sino que hasta escucho lo que dicen.
Es mi turno, y también yo me conmuevo. Trago saliva para deshacer el nudo
en la garganta.
—Luna, cielo —suspira Jade, tomando mis manos entre las suyas—.
Conocerte ha sido un sueño que ya no esperaba que se hiciera realidad. —Aspira
por la nariz para retener las lágrimas—. Pero la vida está llena de sorpresas. —
Se encoge de hombros y esboza su sonrisa más bella—. Cuando te apetezca un
té frío y una buena charla, vuelve a verme. Te espero.
Hago un gesto afirmativo con la cabeza porque el nudo en la garganta me
impide hablar.
—Por supuesto... Gracias... No sé cómo agradecértelo. —Esbozo una media
sonrisa que me sale torcida y temblorosa—. Por el té y... y todo lo demás.
Se acerca y me abraza con fuerza. Su abrazo lleva consigo toda la calidez de
este país, sus ojos custodian el mar de esmeralda y su sonrisa, la generosidad de
la tierra. Dejar a Jade es decir adiós a un mundo nuevo que al final se me ha
metido bajo la piel, aunque yo había intentado rechazarlo con todas mis fuerzas.
—Felicidades por todo, cielo. —Su sonrisa franca y sincera me enciende
algo dentro—. Y recuerda que las piedras conocen el camino. Ellas son el
camino. El camino del corazón. Recorre siempre ese camino y nunca te perderás.
Sus palabras se me agolpan en el pecho, justamente el sitio al que iban
dirigidas. Atontada, asiento y me libero del abrazo.
Jade me dedica una última mirada penetrante y luego se acerca al abuelo. Por
instinto, doy unos pasos atrás hacia Leonardo, para dejarles un poco de
privacidad.
Camuflando un sollozo con una repentina tos, Jade saca del bolsillo una
corniola, la piedra que aleja el miedo a la muerte. La armadura mágica para la
vida más allá de la vida, citada también en el Libro de las Muertos egipcio.
Sí, porque lo suyo no es un hasta luego sino un adiós.
La sombra del futuro ya cercano se alarga ante mí, ahora que el sueño ha
terminado lo veo con toda su ferocidad. Sin embargo, también veo otra cosa: la
fuerza de un amor que no conoce el tiempo ni el espacio, que vuela sobre la brisa
de recuerdos. Impalpable, ilimitado, potente.
Jade y el abuelo se abrazan hasta fundirse en un solo ser.
Es como si una parte de ella estuviera dispuesta a irse con él, y él dejase aquí
una parte de él. Todo el mundo toma lo que le es dado y lo acumula en el fondo
de la propia alma.
«Marcha y te seguiré. Mira la luna y estaré contigo.»
Las manos entrelazadas y los cuerpos apretados danzan en la fiesta de
cumpleaños de Jade, bajo la luna plateada, un joven cazador de gemas y la reina
de Chanthaburi. Y cuando ella levanta los ojos hacia él, los del abuelo susurran
su promesa: «Volveré a ti, volveré siempre a ti.»
Ella lo cree, lo sabe porque en el fondo del corazón lo ha sabido siempre. La
luna se lo ha dicho, susurrándoselo noche tras noche, en todos estos años.
Se miran fijamente por un instante infinito, continúan bailando en la fiesta de
cumpleaños. Vuelven a ser jóvenes e inexpertos, y no encuentran palabras para
expresar lo que sienten, pero no hay necesidad de ello, porque lo siente todo el
aeropuerto, toda la ciudad, y si alguien desde el espacio los está mirando aquí
abajo, lo sentirá también.
Además, ya se sabe: los diamantes no necesitan palabras.
Se me escapa un sollozo y las lágrimas me afloran sin control.
—Vamos.
Leonardo se acerca y me coge por un brazo, su voz baja está quebrada. El
roce de sus manos en mi piel me trastorna, pero no me opongo, no tengo fuerza.
Cierro los ojos hinchados y me dejo arrastrar por la serpentina que lleva al
control de seguridad.
No vuelvo la vista atrás, no sería capaz de aguantar la escena de ese adiós ni
un segundo más. Guardamos silencio hasta la puerta de embarque, cada uno
rumiando sus propios pensamientos. La sala de espera está atestada de pasajeros
y Leonardo me indica que me siente en uno de los dos últimos asientos que
quedan vacíos. Pone su mochila en el asiento de mi izquierda y se queda de pie
frente a mí con la mirada perdida en las pistas, más allá del ventanal. Imagino
que quiere guardarle un asiento al abuelo y el pensamiento de esa urgencia me
remueve algo dentro.
Pienso que para Jade debe ser terrible no poder marcharse con nosotros para
permanecer junto al abuelo enfermo, pero las responsabilidades que tiene aquí
con sus hijos y nietos y el hotel que dirige le impiden viajar. Estoy segura de que
daría lo que fuera para venir con nosotros ahora mismo, pero quizás en el fondo
sabe que su amor ha sido siempre así, constelado de adioses y reencuentros,
separaciones y retornos. Jade está acostumbrada a la distancia porque sabe que
los vínculos que les unen son más fuertes que esa distancia.
Espiro sonoramente, rompiendo un silencio saturado de melancolía.
—Nunca he visto un amor así —digo, pensando en voz alta.
La reacción de Leonardo me confunde. Se vuelve y me mira indignado,
como si hubiera dicho una barbaridad.
—Yo sí.
Algo en su voz ronca y en su expresión resentida me hacen entender que mis
palabras lo han golpeado, pero no sé cómo.
—Aquí estoy, chicos.
Al escuchar la voz del abuelo, ambos nos sobresaltamos.
Viene con la cara enrojecida, los ojos empequeñecidos e hinchados, todavía
húmedos. Me levanto y lo abrazo con fuerza, casi con miedo de verlo
derrumbarse.
—¡Eh, eh! Que va todo bien, tranquila —me dice, intentando enmascarar el
inmenso dolor que marca su rostro y perfora su corazón.
—Ven, siéntate. —Me libero del abrazo y le indico el asiento del que
Leonardo ya ha quitado su mochila.
—Voy a buscar algo para comer —dice con la voz seca, y se aleja.
El abuelo le responde con un ligero gesto de la cabeza, dándole las gracias en
silencio por ser siempre tan discreto. Luego se sienta y suelta un largo suspiro.
Por un momento ninguno de los dos habla.
—¿Te he defraudado, cielo? —me pregunta finalmente, una vez que ha
recuperado el control de su voz.
—No. —Me encojo de hombros y amago una sonrisa—. Solo que no me lo
esperaba.
Los recuerdos de mi primera infancia, cuando todavía vivía la abuela, entran
en conflicto con lo que acabo de ver. Las cenas en familia, los pícnics en el
parque, las salidas familiares: a mi mente le cuesta metabolizar que el
superabuelo que conocía era también el héroe romántico en los sueños de
alguien en el otro extremo del mundo.
—Ya. Nadie es perfecto —suspira con una sonrisa amarga que lo vuelve aún
más vulnerable—. Las personas tienen muchas facetas y uno nunca termina de
conocerlas todas.
Asiento.
—Una vez alguien me dijo que la belleza de las piedras reside en sus
defectos.
Logro arrancarle una leve sonrisa.
—Mmm, debía de ser alguien muy sabio...
Sonrío.
—Un pequeño Buda de cabello blanco.
Nos reímos, pero solo un momento, porque él se pone de nuevo serio.
—¿Quieres preguntarme algo, Luna?
Niego con la cabeza, pero después me lo pienso.
—Quizá sí. ¿La abuela lo supo alguna vez?
—Creo que siempre lo supo, ¿sabes? —Enarca una ceja—. Alguna vez
intenté abordar el tema, pero ella siempre me hacía callar, no quería que lo
dijera: era como si lo aceptara en silencio, solo que no quería escucharlo. Así
que nunca lo hablamos abiertamente; tenía mucho miedo de hacerle daño y ella
era tan buena que no merecía sufrir. Solo quería una vida tranquila, una familia
que cuidar y una casa hermosa. Yo, sin embargo, quería otra cosa. Buscaba
tesoros escondidos y aventuras, la ebriedad de descubrir algo ignoto y perderme
en ello. Yo quería el verdadero amor.
Me encojo de hombros.
—Bueno, lo encontraste.
Él asiente.
—¿Sabes qué he pensado siempre?
—¿Qué?
—Que tu abuela era un cuarzo rosa. Y Jade era el diamante. Y el diamante es
realmente como el amor verdadero, Luna. —Sus ojos azules atrapan mi mirada
—. Como el amor, el verdadero, los diamantes no tienen miedo del tiempo que
pasa, de las erupciones volcánicas, de las altísimas temperaturas y las enormes
presiones. Resisten. Esperan. Siempre.
El hecho de que mientras el abuelo me habla de esto aparezca Leonardo es
solo una broma del destino. Una más.
—He pensado que tendrías hambre... —anuncia con sonrisa incierta, dando
al abuelo unos trozos de pizza.
—¡Magnífica idea, hijo! —dice el abuelo.
Leonardo permanece rígido frente a mí con un vaso humeante en la mano.
—Y... también he pensado que quizá te apetecería esto —me dice con
repentina timidez.
Agarro el vaso de plástico y le quito la tapa. Leche chocolatada. Al aspirar el
aroma noto el corazón en un puño. Pero no, no es el aroma lo que me produce
este efecto.
Han pasado trece largos años, cada cual ha llevado su propia vida, dos
universos paralelos destinados a no volverse a encontrar... y ¿qué hace
Leonardo? Pues me trae un vaso de leche chocolatada. Algo dentro de mí se
derrite. Literalmente.
—Pues esto era lo que pretendía decirte —me susurra el abuelo al oído.
46
Dioptasa
Es la piedra del perdón, tranquiliza, conforta, da paz. Su bellísimo rayo verde cura la tristeza,
ayuda en caso de pelea y problemas varios, reforzando el valor de seguir amando. Liberando de
peso el alma, propicia la fortuna y el descubrimiento de las propias capacidades ocultas.
Alimenta la fantasía y ayuda a realizar los propios sueños.

Después del despegue, miro por la ventanilla, más allá de las nubes, más allá
de un cielo que no tiene fin.
Es extraño, pero justamente aquí, a once mil metros de altura, me vuelve a la
cabeza la frase de Proust: «El verdadero viaje no consiste en ver paisajes nuevos,
sino en ver con ojos nuevos.»
Ahora que el velo de rabia y rencor ha caído, mis ojos están abiertos al
mundo, deseosos de ver todo aquello que hay que ver, incluso más.
Me siento como una pequeña alejandrita. A la luz de casa tenía un color; en
este momento, bajo una luz diferente y deslumbrante, sé que luzco distinta.
Ha pasado solo una semana, pero me ha parecido más larga que un año en
casa. Es como si cada día hubiera tenido la intensidad de un mes. Llevo tantas
cosas dentro que ni diez maletas bastarían para contenerlas.
Hojeo la revista de a bordo, donde hay imágenes increíbles del centro de
Bangkok, edificios de formas futuristas que surcan el aire coloreando el cielo.
Me vuelve a la cabeza que Leonardo, hace poco que lo he sabido, es arquitecto.
—O sea, que trabajas en un estudio de Milán. ¿Y de qué te ocupas
exactamente? —le pregunto.
—Proyecto rascacielos —dice, y se encoge de hombros con media sonrisa—.
¿Sabes? Siempre he tenido un poco de fijación con las alturas...
Sonrío divertida.
—¡Sí, eso me parecía, en efecto!
Entonces, de repente algo se enciende en mi mente, un flash, el atisbo de una
idea.
—Si te digo «Moonlight»... ¿qué respondes? —le pregunto.
Me sonríe, orgulloso.
—Mi primera criatura. Cuando llegué a Milán, ese rascacielos fue mi primer
proyecto.
El atisbo se convierte en hormigueo.
—¿Y crees que es coincidencia que, hace un año, el entrometido que está
sentado a tu lado, decidiera mudarse de su histórica tienda justo a la planta baja
del rascacielos que has proyectado tú?
Los dos volvemos la vista hacia el abuelo, que ronca a su lado.
—Absolutamente, no.
Leonardo se vuelve hacia mí y me mira sorprendido, mientras yo intento que
no vea lo complacida que me siento por haber tenido esa intuición antes que él.
—Lo descubrí el día que nos vimos por casualidad —me explica—. En
realidad, no sabía ni que había una joyería. Y, ciertamente, no esperaba que nos
encontrásemos en la tienda de tu abuelo. En todo caso, mi parte favorita del
Moonlight no es la planta baja, obviamente, sino el tejado... porque desde allá
arriba...
—Se ve el mundo desde una perspectiva diferente, como te gusta a ti —
termino la frase.
Sonríe levemente.
—Te acuerdas bien... —Su voz se reduce a un murmullo.
—Me acuerdo de todo. —Expulso este pensamiento y la punzada que me
provoca en el corazón—. ¿Puedo hacerte una pregunta? Quiero decir... otra más.
—Claro.
—¿Por qué cuando llegaste al aeropuerto, aquella noche terrible, elegiste
precisamente Tailandia?
—Porque era el lugar al que habíamos soñado ir a buscar piedras. En aquel
momento creía que las piedras me llamaban y me llevaban allí. Esperaba que
gracias a ellas permanecería unido a ti de alguna manera, pero quizá me
equivocaba —dice, y baja la mirada a las rodillas.
—O quizá no. —Mi voz es apenas un susurro ahogado, pero Leonardo se
vuelve, como si le hubiera gritado, con los ojos abiertos de par en par.
Durante un momento nadie habla.
Él únicamente me mira, mientras por su rostro cruzan emociones diversas e
indescifrables. Sé que está a punto de decirme algo importante, lo siento por la
forma en que mi corazón martillea.
Cuando suspira, mis manos tiemblan.
—¿Me perdonarás alguna vez por el dolor que te he causado? —me pregunta
con una expresión de auténtica aflicción.
La respiración se me detiene en la garganta, allí donde durante años ha
habitado el resentimiento que sentía por él. Aquel nudo de amargura y rabia y
orgullo que me ahogaba.
Sin apartar mi mirada de la suya, lentamente niego con la cabeza. Él asiente
entornando los ojos, con la expresión más triste del mundo en los ojos.
«Has destrozado mi corazón, lo has tomado y lo has reducido a la nada. Pero
eres fuego y eres roca, eres un león y un guerrero, eres un pirata. Y en todo el
tiempo que has permanecido a mi lado has transformado mi vida en una gran
aventura. Por las veces en que me has defendido y por las que me has dejado k.o.
Por haberme esperado, por las piedras que hemos encontrado y las que aún
hemos de buscar. Por todos nuestros sueños y por todos nuestros silencios, por
aquella única noche en que has sido solo mío y yo solo tuya. Por la leche
chocolatada. Es decir, por todo eso que, aunque había jurado que nunca lo haría,
ahora debo romper mi promesa. Porque no soy capaz de no perdonarte.»
En el mismo momento en que formulo este pensamiento, siento una especie
de ventana que se abre en mi pecho y deja entrar el aire. Por primera vez después
de años me parece que consigo respirar hondamente.
—No, no te perdonaré... porque creo que ya lo he hecho —digo, y no puedo
hacer otra cosa que sonreír, apretando fuerte mi piedra de luna.
Su rostro se enciende con una felicidad rebosante, como si fuera un
condenado al que acaban de concederle el indulto.
—No sabes cuánto significa para mí —murmura con voz ahogada—.
Gracias.
Me limito a asentir con la cabeza porque la emoción me paraliza y no soy
capaz de abrir la boca y decirle que sí, que ahora sé lo que significa para él.
Jade tenía razón: ahora me siento libre.
—Aquella flor de loto me ha traído suerte. Mi deseo acaba de hacerse
realidad —dice finalmente, y luego nos quedamos en silencio mirándonos sin
añadir nada más.
Pero no necesitamos palabras. Nosotros somos diamantes.
47
Topacio
Piedra madre del optimismo, está vinculada a la verdad y la capacidad de perdonar. Es símbolo
de amistad verdadera, felicidad y esperanza, y parece capaz de ayudar a quien la lleve puesta a
encontrar la meta de su vida. Da mucha alegría y promueve la renovación. Se dice que, si se
lleva en la muñeca izquierda, protege del mal de ojo.

Recuperamos las maletas de las cintas de la sala de recogida de equipajes y


en silencio llegamos a la salida, pero es como si una parte de mí se negara en
redondo. Durante un instante simplemente no quiere ir más allá. Quiere estar
aquí, con el abuelo y Leonardo. Solo nosotros tres, como sucedió en Tailandia.
Cuando las puertas se abren, mi corazón se acelera. Entre el gentío
reconozco a Giulio. Sería imposible no verlo, con el enorme ramo de flores que
sostiene en la mano. A su lado están mi madre y Alfredo y, detrás del macizo
floral que mi novio trae, también Lavinia y Laura.
Hace trece años que no veo a la madre de Leonardo y no esperaba
encontrarla aquí. El tiempo y la vida han dejado huella en su rostro pálido, pero
los ojos son siempre los mismos, profundos y bondadosos. Los ojos de su hijo.
Experimento una sensación extraña al verla junto a Lavinia. En cuanto
Giulio me ve, corre hacia mí sin soltar las flores.
—¡Amor mío, cuánto te he echado de menos! —Llega hasta mí y me abraza
con fuerza.
—Y yo a ti —digo, hundiendo mi cara en su hombro. Es verdad, pero no del
todo. Los primeros días me sentía perdida sin él, como un barco a la deriva,
pero, a medida que pasó el tiempo, el vacío que sentía se llenó de tantas otras
emociones que mentiría si dijera que lo eché de menos de la misma manera.
Mi madre se da cuenta enseguida.
Mientras saludo a Alfredo, la veo avanzar hacia mí y escudriñarme en
silencio, con una sonrisita astuta en el rostro, como la del abuelo.
—¿Qué pasa? —le pregunto a la defensiva.
Su sonrisa se ensancha mientras se detiene en mis mejillas bronceadas y el
cabello clareado por el sol, el colgante de sodalita que llevo en el cuello.
—¿Dónde está la chica que se marchó hace una semana? ¿Dónde ha ido a
parar? —Ladea la cabeza, bizqueando los ojos—. Porque no eres tú... ¿no?
Nos observamos unos segundos en silencio.
La pregunta queda sin respuesta, en parte porque no soy capaz de decirle que
se equivoca, y en parte porque Laura se acerca y me estrecha en un largo abrazo
de trece años.
—¡Mamá! ¡Eh! Déjala tranquila. —Leonardo se aproxima y le pone una
mano en el hombro.
—No te preocupes.
Le sonrío. Y es de verdad así: volver a abrazar a Laura es una de las cosas
que ya no creía posibles, y hete aquí que sucede.
—¿Cómo estás? —le pregunto en cuanto afloja el abrazo.
—Bien, cariño. ¡No sabes cuánto he pensado en ti en todos estos años! —
dice. La voz se le quiebra y entiendo que lo sucedido no la ha dejado indemne a
ella tampoco, la más frágil de todos nosotros—. A veces, aún hoy, me sorprendo
pensando en las cosas que tramabais de pequeños y me río sola —prosigue, y
empieza a enumerar una serie de recuerdos de cuando éramos niños, sin ahorrar
los más ridículos—. La mejor de todas fue aquella vez que, subiéndoos a la
estantería más alta del mueble librería para buscar el nuevo microscopio de
Pietro, ¡perdiste el equilibrio y el aparato salió volando por la ventana abierta!
Leonardo y yo intercambiamos una mirada apurada y divertida. Sin embargo,
Lavinia me lanza una mirada indescifrable. Es cuestión de un segundo, porque
luego la serenidad vuelve a resplandecer en su hermosa cara mientras se inclina
hacia mí para darme dos besos en las mejillas.
—Bienvenida, Luna. Espero que todo haya ido bien.
—Bueno... sí, gracias —respondo, tratando de ignorar el leve disgusto que
siento ahora a su lado.
El saludo entre Leonardo y Giulio no es precisamente caluroso, un apretón
de manos y un movimiento de la cabeza, nada más.
Luego Giulio se vuelve hacia Lavinia con renovada alegría.
—Entonces ya nos hablamos —le dice en tono confidencial y se apresura a
explicarme—: Mientras os esperábamos hemos charlado un poco. Así que
hemos descubierto que además de ser una tardona crónica... —le guiña el ojo—
¡es también una experta en organizar bodas!
Reprimo la mirada escéptica que estoy a punto de dirigirles.
Ella se ríe.
—¡Pero qué experta ni qué nada!
—Sí, sabe un montón de cosas —me asegura Giulio—. Tiene que darnos
algunos consejos.
—¡Cuando queráis! —exclama ella, divertida. Luego agarra afectuosamente
el brazo de Leonardo y le habla con voz dulce.
Él le sonríe y la besa, y yo siento una repentina punzada en el pecho.
No puedo dejar de notar lo diferente que es ella de mí, en todos los sentidos
posibles, y de pronto advierto de nuevo esa sensación de disgusto. No sé por
qué, pero es así.
—Vámonos también, amor. Debes de estar cansadísima —dice Giulio,
mirándome con esos ojos suyos adoradores.
Por detrás de su espalda, veo a Leonardo apoyar su barbilla en el hombro de
Lavinia, que lo abraza con fuerza. Nos miramos en silencio y de repente me
siento caer dentro de él, y noto que no quiere dejarme marchar.
Cuando aparto la vista, me doy cuenta de que Alfredo nos está mirando. De
su expresión atenta me queda claro que no nos observa a nosotros, sino al
vínculo silencioso que nos une.

—Hubiera querido tener tu misma fuerza, hace muchos años.


Dejo de sacar mi ropa arrugada de la maleta y me vuelvo hacia la puerta. Mi
madre me mira fijamente con una expresión enigmática en el rostro, iluminado
por la débil luz de la lámpara de noche.
Por más que me esfuerzo, no sé a qué se refiere.
—¿De qué hablas?
Sus labios se curvan en una sonrisa.
—Has encontrado fuerzas para perdonar a Leonardo. El abuelo me ha
contado toda la historia...
—¿Ah sí? —digo, y el tono me sale más suspicaz de lo que quisiera.
—De aquel viaje suyo a Tailandia en 2004, la primera vez que lo encontró
después de... de aquella noche —me explica mientras entra en mi habitación y se
sienta en la cama—. No me había contado nada, en parte porque Leonardo le
había pedido que no dijera nada, en parte porque sabía que yo nunca le
perdonaría el dolor que te había causado.
Asiento con la cabeza y ella continúa.
—Por eso digo que has hecho bien en perdonarlo. No tanto por él como por
ti. Me pareces más ligera ahora, como si el fardo enorme que llevabas a tus
espaldas hubiera desaparecido de repente.
Suspiro y voy a sentarme a su lado, en esa misma cama donde en el pasado
nuestras lágrimas se mezclaban.
—He pensado que todo aquel dolor no era solo culpa suya, sino también mía.
No he querido escucharlo, he ignorado los mensajes que me mandaba. Los gritos
de mi orgullo herido impidieron que escuchara al corazón. Si lo hubiera hecho,
habría ahorrado sufrimientos a ambos. Y tal vez no habría perdido tanto tiempo.
—No creo haber sido nunca tan abierta y sincera con mi madre y de repente me
siento vulnerable.
Ella respira hondo, estrechándome los hombros.
—¡Ay, mi sabia hija! Siempre has sido mejor que yo en todo. Con las
piedras, en la vida... —Me mira y me sonríe—. Tu abuelo siempre lo ha sabido.
A veces, pienso si te ha querido más a ti que a mí —añade sin malicia alguna,
solo con un rastro de nostalgia en su voz.
Niego con la cabeza.
—Pero ¿qué dices? Nos quiere mucho a las dos. Somos sus chicas, ¿no?
—Ya. Pero contigo es diferente. Creo que ha sido como una especie de rayo
—dice, con la mirada perdida en algún punto de la pared, y la mente viajando en
el tiempo—. En cuanto salí de la sala de partos, tu padre y yo estábamos ya
peleando porque no había llevado la maletita con tus cosas para cambiarte. Y
teníamos que buscarte un nombre. Yo quería llamarte María, un nombre puro,
simple, celestial. Tu padre quería llamarte Argentina, como su madre. ¡Una bruja
a la que hubiera mandado a la hoguera con ganas!
—¡Mamá! —exclamo y me echo a reír.
—¿Qué pasa? Es lo que se hace con las brujas, ¿no? —Se encoge de
hombros, alegre—. Sea como sea, recuerdo que el abuelo lo pensó un instante y
dijo: «Yo tengo una propuesta.» Yo le rogué que no me saliera con nombres de
piedras, como había hecho con el gato, el perro y su única hija. Él me miró con
una chispa en los ojos y dijo: «¡Luna! La única piedra que brilla en el cielo
emanando una luz de plata.»
Un escalofrío me recorre; no sabía que había sido el abuelo quien había
elegido mi nombre. El rostro de mi madre se enternece con el recuerdo.
—En cierta manera nos puso a todos de acuerdo. Siempre ha sido
comprensivo y complaciente. Yo no, nunca. Tampoco con tu padre, solo ahora
me doy cuenta. —Suspira—. Quizá la culpa no fue solo suya, quizá yo también
lo empujé a hacer lo que hizo. Era joven e irreflexiva. Visto en retrospectiva,
debo admitir que no era fácil llevarse bien conmigo —dice, con los ojos muy
abiertos, subrayando su carácter lleno de aristas—. Lamento no haberlo
comprendido antes. Estaba tan enfadada que no me di cuenta de que no decidía
solo por mí, sino por ti, cuando te quité la posibilidad de tener un padre... Así
que sí, lo admito: yo también tengo mis culpas... —Mueve sus ojos humedecidos
y encuentra los míos.
Le sonrío, comprensiva.
—¿Y quién no las tiene, mamá?
Ella se inclina hacia mí y me estrecha en un fuerte abrazo.
48
Cuarzo ahumado
Llamado el «cristal de las sombras», es una piedra con fuerte poder de transformación. Ayuda a
superar actitudes equivocadas y egoístas en la vida, llevando a aceptar con alegría y conciencia
el cuerpo, el corazón y el reto del cambio, lo que otorga perseverancia para continuar el camino
incluso cuando se hace difícil, dando seguridad en las elecciones. Se utiliza para eliminar la
negatividad y las energías no armónicas de lugares físicos.

Hace tres semanas que volvimos de Tailandia y aún llevo conmigo su aroma;
el recuerdo me vibra sobre la piel intacto.
«Viajar es cambiar... Nunca más serás la misma después de haber oído el
crujido de las botas de montaña en el polvo y después de haber visto el brillo de
la luna en el otro extremo del mundo.»
El abuelo tenía razón, no soy la misma tras esa experiencia extraordinaria.
En este momento un vago sentido de nostalgia hace de telón de fondo de mis
días, que ahora me parecen monótonos. Es como si, después de haber conocido
la ebriedad del descubrimiento, ahora padeciera la abstinencia. Como si, después
de haber vuelto a encontrar a Leonardo y haber vivido juntos la aventura que
soñábamos de niños, quisiera más.
Los recuerdos de esos días junto a él me vuelven a la mente, lo fácil que fue
tener una complicidad de nuevo, después de todo lo que había pasado, me hacen
sentir inquieta.
Cada vez que mi pensamiento vuelve a él advierto un dolor sordo en el
pecho, y cada vez intento expulsarlo con el consuelo de esta vida tranquila y
serena junto a Giulio. Puedo mirar hacia delante, a las noches que pasaré
abrazada al pecho de este muchacho, a las vacaciones en el mar, a las Navidades
junto a él y nuestras familias.
Estoy segura. Lo tengo todo.
Incluso aunque sienta que estoy a punto de perderlo de un momento a otro,
porque mi abuelo está mal. Desde que hemos regresado siento que se disuelve
cada minuto que pasa. Es como si hubiera tratado de resistir con todas sus
fuerzas hasta ese último viaje y luego su cuerpo se hubiera rendido, una vez que
la misión estaba cumplida. Tenía que mantener su promesa y ver una vez más a
su verdadero amor: ahora puede soltar amarras y ondear la bandera blanca.
Pasa días enteros en el sofá o en la cama y ya no sale de casa.
La enfermedad ha tomado el mando, devorándolo por dentro hasta reducirlo
a un fantasma de sí mismo. Y ahora, al contrario que antes, él no parece oponer
ninguna resistencia.
Mirarlo es angustioso, el pensamiento de perderlo... imposible hasta de
formular.
—Amor mío, ¿has llamado al castillo? —El toque de atención de Giulio
desde la cocina me trae de vuelta a la realidad.
—Esto... sí... ¡ahora lo hago!
Hace por lo menos media hora que deslizo entre mis dedos el pósit que me
ha dado, pero todavía no he sido capaz de hacer la llamada. Me ha pedido que
llame a un antiguo castillo a las afueras de Milán para reservar la sala de
recepción para la boda. Se lo sugirió Lavinia: parece que ahora hablan con
mucha frecuencia y ella está feliz de ofrecerle sus consejos de planificadora de
bodas frustrada.
El móvil me suena en la mano. Es Leonardo. Quiere saber cómo está el
abuelo; me llama cada día para asegurarse de que no ha empeorado. Son
llamadas breves y asépticas, pero saber que está ahí me reconforta en este
momento. Hablamos un instante, después tiene que colgar porque Lavinia lo
llama para cenar.
Miro el reloj y, ante el rugido de mi estómago, recuerdo que hoy no he
comido por estar con el abuelo. «Al castillo de las fábulas ya llamaré mañana»,
pienso.
Cuando entro en la cocina, Giulio está preparando una tortilla.
—¿Con quién hablabas? —pregunta, y su tono es inquisitivo.
—Con Leonardo.
—¿Qué quería?
Frunzo el ceño, sorprendida por ese inesperado interrogatorio.
—Saber cómo está el abuelo.
Me da la espalda para batir los huevos como si se estuviera entrenando para
un combate de boxeo.
—Quizá sería mejor que se dedicara a su novia. Lavinia me ha dicho que
siempre está metido en su trabajo desde que ha vuelto y que no tiene tiempo para
ella —dice gélidamente.
Por un instante, no le reconozco. No sé por qué, pero esa alusión me
remueve algo y me hace saltar.
—Quizá lo tendría si ella no pensara más que en convertirse en un modelo de
santidad trayendo al mundo el hijo que resolverá todos los males del universo.
Giulio se vuelve, espantado.
—¡No puedo creerlo! ¿Lo estás defendiendo?
—¡No! Solo estoy diciendo que incluso ella, antes de quejarse, debería
pensar en cómo se comporta. —Y mientras lo digo, pienso que si estuviera
conectada a un detector de mentiras, este sería el momento en que
escucharíamos emitir un sonoro pitido.
Cuando Giulio vuelve a mirarme, su expresión es tan cortante como no se la
había visto nunca.
—Vete con cuidado, Luna. Volverá a hacerte sufrir...
En la mesa hay un silencio total y de repente se me ha quitado el apetito.
Después de una cena a base de tortilla e irritación, me quedo a dormir en
casa de Giulio, pero me voy a la cama angustiada por sus últimas palabras.
Cuando la habitación está inmersa en la oscuridad, con voz triste me susurra que
me quiere. Experimento una punzada y me acurruco contra su pecho, porque sé
que quererme no es fácil.
Él se duerme poco después, su respiración se hace pesada y regular. Yo, en
cambio, no creo que logre dormir. Los pensamientos me desbordan,
exasperándome.
No estoy del todo dormida cuando el teléfono suena rasgando el silencio
nocturno. La pesadilla es de nuevo realidad.
—¿Luna? —Es mi madre, que parece sin aliento. El corazón se me para—.
El abuelo está mal. Es mejor que vengas lo antes posible.
Ahora tengo la certeza de que no lograré dormir nunca más.
49
Ojo de halcón
Como un halcón que vuela alto, esta piedra hace ver la realidad desde un punto de vista
superior, permitiendo evaluar los acontecimientos de la vida desde otra perspectiva y percibirlos
como una realidad más amplia. Es una piedra útil cuando se trabaja sobre el dolor de la muerte,
porque favorece la comprensión de que la muerte no es el final, sino un nuevo comienzo.

Creía que era bastante fuerte, pero me equivocaba. Ahora que me encuentro
delante del abismo estoy segura de que no sobreviviré a la caída. Pero eso no es
lo peor.
Si bien estamos en plena noche, el apartamento del abuelo es el centro de
reunión de parientes y vecinos reunidos para saludarle y que, concentrados en el
salón, hablan de él en pasado como si ya estuviera muerto. Pero eso no es lo
peor.
Él está en su cama, aturdido por la morfina y por el dolor, pero todavía lo
suficientemente lúcido como para saber lo que está sucediendo. Y eso sí que es
lo peor.
Sabe que está a punto de irse y que los miles de pasos bien dados o
equivocados a lo largo de su camino constelado de piedras era aquí donde tenían
que traerlo. Aquí, al final de todo.
Hace una hora que una de las metástasis lo ha invadido y ha dado comienzo
la cuenta atrás. Cada segundo, cada minuto que pasa, son partes de él que no
volverán más.
Me siento a punto de desfallecer de dolor.
Salgo un momento de su habitación a buscar algo, pero ya no me acuerdo
qué. Vago por el pasillo como una zombi y, cuando lo veo llegar, mi corazón se
acelera. Hacía años que no lo veía en esta casa y por un instante me tiemblan las
rodillas. Entonces, como si tuviera una brújula en el pecho, una fuerza
irreprimible se dirige directamente hacia él. En cuanto se percata, se acerca
presuroso, quitándose sobre la marcha la chaqueta y dejándola caer en una silla.
Nos encontramos a medio camino.
—Aquí estoy.
—Gracias por haber venido.
Frunce el ceño, como si yo hubiera dicho una tontería.
—No podría estar en ningún otro lugar.
Asiento con la cabeza y por un instante pienso cuán desesperadamente
deseaba que estuviera aquí, incluso más de lo que estaba dispuesta a admitir. Me
afloran las lágrimas y cierro con fuerza los ojos.
—Vamos —susurro.
Le abro paso hacia la habitación del abuelo, aunque él sabe muy bien dónde
se encuentra. Me asomo a la puerta entreabierta:
—Mira quién ha llegado —le digo, tratando de esbozar una sonrisa.
En cuanto abro la puerta y dejo pasar a Leonardo, los labios del abuelo se
curvan en una sonrisa temblorosa y los ojos se le humedecen.
—Todos fuera, quiero estar solo con mis dos diamantes... —ordena a los
presentes. Si bien la voz es ronca, el tono es firme.
Mi madre, sin embargo, permanece fiel al protocolo:
—Pero, papá, la enfermera tiene que controlar el gotero y dentro de poco
toca la inyección...
El abuelo la interrumpe, haciéndola callar con dulzura.
—Ambra, amor mío, vida mía, gracias por todo. —La mira y los ojos de
ambos se llenan de lágrimas—. Has sido muy buena. La mejor hija que pudiera
desear. —Le sonríe y ella se derrumba. Se esfuerza por contener los sollozos,
pero sus hombros tiemblan en sacudidas.
El abuelo traga saliva, le cuesta hablar.
—Sal un momento y descansa un poco, cielo. Ellos se ocupan.
Mi madre le sigue la mirada y nos mira.
—Vale —murmura, haciendo una leve señal con la cabeza. Luego se inclina
sobre él, le besa la frente y sale con los demás. Nunca la he visto tan pequeña e
indefensa como ahora; parece una niña.
Una vez solos, me acerco para sentarme en la cama y cojo una mano al
abuelo, apretándola entre las mías. Leonardo hace lo mismo en el otro lado.
Por un momento nadie dice nada.
—Entonces... ¿estáis preparados? —nos pregunta con una voz cada vez más
débil, pero con una nueva actitud. Leonardo y yo nos miramos confusos.
¿Preparados para qué? ¿Para decirle adiós? No, para eso no lo estaremos nunca...
Entonces, cuando el abuelo vuelve a hablar, entendemos.
—Ved los detalles de nuestra vida, sea de noche, sea de día. Nos ayuda a
contar con nuestras imperfecciones. Favorece la comprensión de la muerte. ¿Qué
piedra es? —Nos dirige una sonrisa de complicidad.
«¡Juguemos, chicos! ¡Juguemos! —nos está diciendo con los ojos—.
Juguemos con la vida, juguemos con la muerte, juguemos como entonces,
cuando el cielo era siempre azul y el mundo, una piedra preciosa con miles de
facetas que descubrir.»
—¿Leo? —El abuelo se vuelve hacia Leonardo, que lo está mirando
estupefacto—. ¿Alguna idea, hijo mío? —lo insta, con la ceja levantada,
expectante. «¡Juguemos, venga! ¡Juguemos por última vez!»
Leonardo tarda demasiado, pero luego se entrega. Frunce el ceño, la sombra
de una sonrisa le aflora en los labios.
—¿Cacoxenita... por casualidad? —dice, e incluso en el borde del abismo
logra arrancarle una sonrisa.
—No, hijo mío. —El abuelo se aclara la voz y posa en mí sus ojos,
provocándome un estremecimiento—. ¿Luna?
Cierro los ojos, ni siquiera sé si estoy en condiciones de hablar.
—Ojo de halcón —susurro.
El abuelo me estrecha la mano más fuerte y yo tiemblo.
—Muy bien, cielo.
El estómago me da vueltas, estoy a punto de perder pie. También Leonardo
debe de percatarse, porque no me quita la vista de encima. Luego, de repente,
rompe el silencio con un bufido y dice con tono cómico:
—Nunca os lo dije, pero odio profundamente ese juego.
No sé cómo, logra arrancarme una sonrisa. También el abuelo sonríe.
—Lo siento, muchacho, pero ella siempre fue mejor que tú en «Adivina la
piedra»...
Leonardo asiente con la cabeza y su sonrisa se apaga. Su rostro está serio
cuando me mira.
—Siempre ha sido mejor que yo en todo. —La firmeza en su voz es idéntica
a la de su mirada de obsidiana.
—Ah, mis diamantes... —El abuelo suspira y nos aprieta más fuerte las
manos. Leonardo y yo nos sobresaltamos—. Los había perdido y al final los he
vuelto a encontrar. —Una leve sonrisa satisfecha se abre en sus labios pálidos,
aunque los ojos parecen a punto de caer vencidos por el peso del cansancio.
Trato de disimular un sollozo con un acceso de tos. Ya ha ocurrido, lo
presiento.
Ahora querría decir un millón de cosas, pero la consternación me sella los
labios. Leonardo se da cuenta, él siempre lo comprende todo. Sabe que esta vez
le toca hablar a él y que debe hacerlo también por mí. Exhala un profundo
suspiro.
—Estás cansado, Pietro —le susurra con voz ronca—. Ahora puedes
descansar. Has hecho suficiente, lo has hecho todo. No habrías podido hacer
más.
—Está bien. Entonces descansaré un poco —balbucea el abuelo, su voz ya
solo es un bisbiseo tembloroso—. Pero prometedme una cosa: que seguiréis las
piedras, que las seguiréis siempre, porque ellas os indicarán el camino. Y si os
perdéis, os llevarán de vuelta a casa.
Asentimos conmovidos ante las mismas palabras que nos había dedicado por
nuestro decimosexto cumpleaños, cuando todo parecía posible, cuando todo
estaba a punto de cambiar.
Y así, al final, también el último de los gigantes, el rey de mi mundo, mi
superabuelo, se rinde. Cuando cierra los párpados, entiendo que es la última vez
que veré los zafiros de sus ojos y mi desesperación se hace demasiado grande
para contenerla.
Si no me abandono a un llanto desesperado, sin embargo, es por Leonardo.
Me hechiza observarlo, mientras en silencio coge de la mesilla de noche la
piedra de corniola que Jade le había regalado al abuelo y, con un gesto de
extremo respeto, la pone en la mano del abuelo, que cierra entre las suyas.
Parece el adiós de un soldado al general caído en batalla.
La digna compostura de los gestos, la contención con que mantiene a raya el
dolor: lo miro y vuelvo a ver al león, reconozco al guerrero.
Entonces me doy cuenta de que de verdad es fuego y roca, el sendero que me
lleva de vuelta a casa cuando me alejo, porque solo en su fuerza hallo el valor
para no perderme.
—Entonces, toma, Pietro —le dice—. La Jade que amas estará siempre
contigo. Tómala.
Y el abuelo lo hace. La coge y se la lleva con él a ese espacio en suspensión
que lo restituye a la eternidad.
El latido cada vez más incierto de su corazón marca estos últimos e
increíbles momentos. Leonardo y yo nos quedamos velándolo en un silencio
sacro, interrumpido solo por mis sollozos y sus suspiros. Es extraño, pero el
tiempo que hay antes del fin del tiempo está tan lleno de vida que duele.
Quedan las tardes soñolientas bajo el viejo cerezo del jardín, las risas en el
coche jugando a «Adivina la piedra». Quedan las historias, la caza de tesoros y
las aventuras en las entrañas de la montaña y las noches mirando la luna.
Quedan las piedras. En bruto, preciosas, potentes.
Cada una ha marcado un paso del camino y continuará vibrando
eternamente. Como el abuelo.
Lo escuchamos roncar e inspirar pesadamente, hasta una última respiración
más larga, la que pone fin a todo.
—Abu... abuelo... —balbuceo.
Una desesperada soledad me lacera por dentro. Ahora deseo solo replegarme
sobre mí misma y desaparecer con él. Respiro sollozando, las lágrimas me
ahogan. Mientras miro ese cuerpo sin vida, no soy capaz de recordar qué
significa ser feliz.
Tras un largo suspiro, Leonardo deja la mano del abuelo, se levanta y viene
hacia mí, al otro lado de la cama.
—Vamos —murmura, entrelazando sus dedos con los míos.
Anestesiada por el dolor, me dejo guiar hacia la puerta. Antes de salir, sin
embargo, me retiene y me abraza en silencio por un largo instante en el que mi
dolor se reconoce en el suyo y yo me siento un poco menos sola. Con los ojos
cerrados, oigo el latido de su corazón, amortiguado por el suéter, y me da la
impresión de que el mundo entero comienza y acaba aquí.
Lo sigo hasta la cocina, donde me invita a sentarme. Lo observo tomar un
vaso del armario y llenarlo de agua. La familiaridad de este simple gesto me
produce una oleada de afecto. Tengo que frenar el impulso de volver a abrazarlo.
—Voy a llamar a Giulio, ¿vale? —me dice, dándome el vaso.
De repente, el pánico me cierra la garganta.
—¿Te... te vas a ir?
Niega con la cabeza y me agarra el brazo con gesto decidido.
—No, Luna, ¡Dios, no! Estoy aquí.
Asiento y pongo mi mano sobre la suya. Me aferro a su fuerza y de la
obsidiana de sus ojos recojo un poco de su valentía. Cuando el temblor se aplaca,
él se aparta delicadamente de mí.
—Vuelvo enseguida —susurra, sin despegar sus ojos de los míos hasta que
cruza el umbral.
Cuando me quedo sola, el dolor es tan abrumador que por una vez doy
gracias al universo por haber hecho que nos reencontráramos, porque estoy
segura de que no podría superar todo esto sin él.
—¡Amor mío!
Poco después, Giulio está a mi lado, se arrodilla y me abraza con fuerza. Su
abrazo es agradable, pero esta vez no encuentro paz. También llega mi madre,
con el rostro enrojecido y desfigurado por las lágrimas. Alfredo, detrás de ella,
viene a sentarse a mi lado y me ciñe por los hombros con un brazo.
Por un momento, todo ese amor frena mi tormento, pero ni así el dolor se
aplaca del todo. Aun rodeada por todo ese afecto, no logro apartar la mirada de
Leonardo.
«Todos han corrido a consolarme, pero ¿quién piensa en él?»
Una punzada de angustia me traspasa. Está allí, solo apoyado en el
fregadero, con los ojos perdidos en el suelo y los brazos cruzados. No dice una
palabra, pero grita dentro de sí. Lo sé, soy la única capaz de oírlo porque soy la
única que siente exactamente lo que siente él.
Los dos hemos perdido al único verdadero padre que hemos tenido.
—Amor, ¡tienes que pensar que ha dejado de sufrir! —Giulio intenta
consolarme, enjugándome las mejillas con un pañuelo de papel—. Ha luchado
valientemente hasta el final y ahora descansa en paz.
Una oleada de rabia me sorprende al escucharle recitar todos los tópicos
utilizados en momentos como este. También la expresión de Leonardo se hace
más inquieta.
Afortunadamente, mi madre recobra la compostura y visualiza el lado
práctico de la situación, poniendo fin a este suplicio.
—Vale, tengo que llamar a la funeraria —dice, secándose los ojos y
alejándose de nosotros con renovada serenidad—. Luego hay que pensar en la
ropa y un montón de cosas más.
Asiento con la cabeza, aunque la mera idea me mata.
Mi madre acaba de salir de la estancia cuando Alfredo se levanta, moviendo
ruidosamente la silla.
—Giulio, ¿puedes ayudarme con algunas cosas que resolver, por favor?
Él levanta su cara de mi cuello, visiblemente sorprendido.
—Sí, pero... quizá debería estar aquí con... —farfulla.
Alfredo, sin embargo, no le deja terminar.
—Ve a la sala de estar, por favor; ahora mismo voy para allá. —Su tono
firme me sorprende incluso más que su inesperada petición.
Giulio me da un último beso en la frente antes de obedecer, aunque se ve la
reticencia en sus ojos. En cuanto sale, Alfredo lanza una significativa mirada a
Leonardo.
—Llévatela de aquí —le dice.
Como si no estuviera esperando otra cosa, él se planta delante de mí.
—Vamos. —Me toma de la mano y me hace levantar.
—No; tengo que... —intento decir, pero he llorado tanto que todavía respiro
a sacudidas. Hago el esfuerzo de hablar, pero me sale un balbuceo—. Mi madre
necesita...
Alfredo me agarra por el brazo y me clava la mirada.
—Ayer por la tarde le prometí algo a tu abuelo, Luna: que te cuidaría en su
lugar —dice con una firmeza que no le conocía—. Por tanto, déjame hacer. Sal
de aquí, es con él con quien tienes que estar ahora. —Señala a Leonardo con la
cabeza—. De tu madre y del resto me ocupo yo.
Entonces las manos que me sostenían me rodean la espalda en un abrazo que
me conmueve. Este no es el Alfredo que conozco, dócil y sumiso. Es un hombre
diferente, fuerte en la promesa que le hizo a un viejo amigo al que intenta no
defraudar.
Cuando se aleja, hace una señal a Leonardo, quien, sin decir nada, me toma
de nuevo de la mano y me arrastra fuera por la puerta de atrás.
Leonardo se detiene a mirarme un momento y luego me lleva al único lugar
al que podemos ir esta noche.
Exactamente como entonces, el plátano delante de casa nos acoge entre sus
ramas nudosas. Me siento desorientada y perdida entre tantas emociones.
—Vamos a llamar a Jade —dice Leonardo, sacándose el móvil del bolsillo
del tejano.
Ante la idea de tener que darle la noticia, mis ojos se llenan nuevamente de
lágrimas. Leonardo pone el teléfono en modo manos libres, dejándolo en
equilibrio justo en el punto en que nuestras rodillas se tocan.
Son suficientes dos tonos para que Jade responda.
—Ya está, ¿verdad? —dice, y su conciencia lúcida me provoca un escalofrío.
—Sí —confirma Leonardo, haciendo pedazos mi ilusión de que lo que
estamos viviendo sea solamente una pesadilla.
Sigue un largo suspiro que me hace temblar.
—¿Cuándo? ¿Cómo? —pregunta Jade con voz ronca.
Leonardo se apresura a tranquilizarla.
—Hace pocos minutos. Se fue quedando dormido, en casa, en su cama. No
ha sufrido.
Silencio. Logro sentir su indecible dolor incluso al otro lado del mundo.
—¿Quién estaba con él?
—Luna y yo.
—Gracias al cielo —suspira—. Se ha quedado dormido con sus dos
diamantes. No hubiera querido otra cosa... Ha sido afortunado.
Lo que le responde Leonardo me sorprende.
—No; somos nosotros los afortunados por encontrarnos ahí en ese momento.
Ha sido un honor, un privilegio.
Sus palabras remueven algo en mí y la mirada que las acompaña me hace
vacilar. Me siento confusa y abotargada, pero ahora que todo ha terminado me
doy cuenta de que ver morir a mi abuelo ha sido la experiencia de vida más
increíble e intensa que he tenido jamás. Y el hecho de que Leonardo estuviera
aquí conmigo la ha vuelto aún más extraordinaria.
Al término de la llamada, guardamos silencio, cada uno sumido en sus
propios pensamientos. El silencio, sin embargo, es agradable, me permite juntar
los pedazos sueltos y convencerme de que es verdad, de que el abuelo ya no está.
Una brisa fría procedente del norte danza entre las ramas haciendo que me
estremezca. O acaso sea esta tremenda conciencia que se hace a cada instante
más vívida lo que me pone piel de gallina. Cuando la emoción me sacude,
Leonardo lanza un suspiro y me estrecha contra él, con el gesto seguro de quien
me conoce de memoria. Cierro los ojos y me dejo llevar contra su pecho, donde
me mantiene en un fuerte abrazo como si me sostuviera entera. En mi oído noto
el calor de su respiración.
Mi corazón se desboca, pero no sé por qué.
50
Quiastolita
Variedad de la andalucita caracterizada por tener inclusiones en formas de cruz. Libera del
sentido de culpa y de los miedos, sobre todo el de perder el control. Otorga sobriedad, sentido de
la medida y de lo real, favoreciendo la superación de las propias fantasías. Refuerza la facultad
de análisis, ayudando a superar la timidez y la pasividad.

El día del funeral hace un frío glacial. Fuera de la iglesia se encuentran en


pequeños grupos algunos de sus clientes más leales.
Hay también algunos viejos amigos, así como todos los comerciantes del
Moonlight. Gente disgustada que menea la cabeza con pesadumbre o suspira
tratando de recomponer un puzle ideal del abuelo a partir de recuerdos dispersos.
A mi paso la charla se interrumpe y se convierte en un murmullo tenue. «Ella
debe de ser la nieta», «Sé que estaban muy unidos», escucho susurrar. Algunos
intentan pararme para ofrecerme sus condolencias; yo intento sonreír para no
parecer descortés, pero sigo mi camino.
En cuanto me ve, Leonardo viene a mi encuentro tirando de Lavinia. Me
pregunta cómo estoy, pero se limita a estrecharme fuertemente sin decir nada
más.
—Lo siento mucho, Luna —dice Lavinia a su lado. Por algún motivo, su
presencia me irrita, aunque me esfuerzo por no darlo a entender—. Sé lo unida
que estabas a él.
Me suelto del abrazo de Leonardo, y me encuentro con la mirada de ella.
—Gracias —le respondo a media voz, y luego me dirijo hacia la iglesia.
Me siento en primera fila, al lado de Giulio, mi madre y Alfredo, y espero en
silencio que la ceremonia acabe lo antes posible.
El sacerdote y los presentes rezan para que el Señor acoja al abuelo en el
reino de los cielos, pero ellos no saben que su alma no subirá hasta Dios. A esta
hora estará ya volando hacia la tierra de las piedras y las sonrisas, para estar
siempre cerca de la reina de Chanthaburi.
Porque el abuelo no era solo «nuestro querido hermano Pietro» ni «un alma
fiel en búsqueda de reposo en pastos de hierba celestiales». Era un gigante, un
intrépido y un curioso incorregible, no un puñado de locuciones intercambiables.
El olor a incienso hace que me falte el aire, querría marcharme de aquí. Miro
alrededor y dos filas más atrás veo a Leonardo; también a él parece que le cuesta
soportarlo. Va apoyando el peso en uno y otro pie, con la mirada ausente.
En este momento querría solamente estar con él, como la pasada noche.
Quisiera volver a ver al abuelo a través de sus ojos y juntos tratar de afrontar
todo este dolor, porque él y solo él, como yo, lo ha conocido realmente.
Cuando el féretro sale de la iglesia, lo sigo codo con codo con Giulio. En el
espacio sagrado azotado por una brisa abrasadora, los hombres de la funeraria
vuelven a meter el ataúd en el coche negro.
—¿No lo llevan el cementerio? —pregunta Lavinia. No me había dado
cuenta de que nos habían dado alcance, ella y Leonardo.
—No; lo van a incinerar. Lo prefería así —le digo. Y me vuelvo hacia
Leonardo—: Por cierto, querría pedirte una cosa. La próxima semana me
gustaría esparcir las cenizas y estoy segura de que él querría que estuvieras tú
también.
Algo en su rostro se enciende.
—Sería un honor. ¿Dónde?
Me encojo de hombros.
—Pensaba en la montaña, en...
Leonardo me interrumpe, asintiendo.
—Ciappanico, claro —dice, y su seguridad me sorprende.
¿Se acuerda de eso? Por un momento me quedo sin palabras, y entonces lo
intento explicar.
—Una... una vez dijo que le gustaría quedarse allí para siempre, con lo que...
—Lo sé, Luna. Me acuerdo.
Estas palabras me llenan los ojos de lágrimas. Parpadeo, pero no aparto la
mirada, no hasta que Giulio me pasa un brazo por los hombros y me estrecha
contra él, con una urgencia resuelta que no reconozco en él.
—Amor, quizá deberías ir a ver si tu madre necesita algo, ¿no crees? Hay
todavía muchas cosas que hacer... —El tono es brusco, su disgusto, palpable.
Habla conmigo, pero mira a Leonardo.
Él ni siquiera lo toma en consideración, con sus hombros rígidos.
—¿Puedo hacer algo? —me pregunta.
Niego con la cabeza.
—Todo está bien, gracias —me apresuro a responder y mi sonrisa tiene un
punto de falsedad.
Giulio, sin embargo, vuelve a intervenir.
—Ya estoy yo; no te preocupes —dice en voz baja, manteniéndome abrazada
a él.
Leonardo asiente en silencio, aunque sus ojos negros me sujetan sin casi
dejarme andar; no creo que sea consciente de la manera en que me mira.
La que sí se da cuenta es Lavinia. Siento que nos está estudiando: observa a
su novio y luego a mí, y lo que ve no debe de gustarle porque una sombra oscura
se posa en su rostro.
—Cariño, se ha hecho tarde. Es mejor que nos vayamos. —Su voz trasluce
un enojo que ya no es capaz de contener.

Llegamos a Ciappanico con la luz dorada del atardecer. El bosque nos acoge
con un incendio de hojas retorcidas que viran del amarillo al naranja, al burdeos.
Leonardo y yo no hablamos, caminamos en silencio como peregrinos en ruta
hacia el lugar sagrado de nuestra infancia. En la mochila, la urna con las cenizas
del abuelo.
Se me acelera el corazón cuando veo nuestra explanada todavía allí,
esperándonos, santuario inviolable que resiste al paso del tiempo y las
calamidades de la vida. También Leonardo debe de sentir una sensación similar
porque su expresión se relaja.
Nos quedamos un instante admirando el paisaje bajo nuestros pies. A
continuación, apoyo la mochila en la hierba mojada para coger la urna con
manos temblorosas.
—¿Lista? —Leonardo me escudriña pensativo.
Hago un gesto afirmativo e inspiro hondo. Doy unos pasos hacia el
acantilado, con la urna contra el pecho. El corazón se me acelera. Al final ha
llegado de verdad el momento de decir el adiós definitivo.
A mi abuelo, a la infancia, al mundo tal como lo había conocido hasta ahora,
a la parte más verdadera y profunda de mí. Nada menos que todo eso era él.
Abro la urna y comienzo a sollozar, me muerdo el labio pero igual me
estremezco.
Dos manos cálidas se posan en mis hombros y se deslizan hasta cruzarse en
torno al cuello. Leonardo se inclina sobre mí, coloca su rostro junto al mío y yo
me dejo llevar hasta su pecho. En su abrazo, el abismo que tengo delante me
parece menos terrible.
—No llores, Medialuna —me susurra al oído, su respiración cálida en mi
mejilla—. Ya verás, dentro de unos miles de años se convertirá en una hermosa
piedra y continuará vibrando siempre.
Asiento; la absoluta belleza de esa imagen consigue arrancarme una leve
sonrisa. Decido que es justamente así como quiero pensar en él, y a partir de este
momento, mi abuelo, mi superabuelo, se transformará en una parte del todo.
Estará en la tierra, en la roca, en la nieve y dentro de mí, vaya donde yo vaya.
Volverá a caminar a lomos de los elefantes en Myanmar y surcará de nuevo
las aguas del río Abaetezinho. Estará en Sudáfrica y en la India, en China y en
Rusia. Estará en el viento y en el cielo plateado por la luna. Y será, finalmente,
una piedra.
Con renovada fuerza, sacudo la urna en el vacío y un remolino de cenizas se
va volando.
—¿Lo oyes? Nos está saludando —dice Leonardo; siento que sonríe, aunque
no le veo la cara. Me vuelvo, confusa, y nuestras narices se rozan.
—¿Có... cómo? —balbuceo.
Se aparta de mí, y haciéndose bocina con las manos grita al cielo:
—¡Hasta prontoooooo!
—¡Hasta prontoooooo! —se oye el eco en un punto indefinido entre tierra y
cielo.
Le sonrío, conmovida. Luego me vuelvo hacia el valle, cojo aire y, mientras
lanzo más cenizas, grito con toda mi fuerza:
—¡Gracias por todooooo!
Y mi abuelo, que ahora nos rodea por completo, responde:
—¡Gracias por todooooo!
Continuamos con los saludos mientras nos queda voz y hasta que la urna se
queda por fin vacía.
Estar aquí con Leonardo para decir adiós al abuelo me infunde una emoción
abrumadora. Todo es tremendo y hermosísimo a partes iguales; no podría
haberlo vivido así con nadie más.
En el fondo de mi mente empieza a coger forma la idea de que el abuelo lo
sabía, y que todo lo que ha hecho nos tenía que traer hasta aquí.
En el grandioso atardecer rojo que tenemos delante, Leonardo se vuelve y
me sonríe, como si estuviera pensando lo mismo. Y me deja sin aliento al
atraerme hacia sí para envolverme en un fuerte abrazo. Yo también lo estrecho
con todas mis fuerzas.
Me enjugo las lágrimas con las mangas de la chaqueta y apoyo de nuevo la
cabeza en su pecho. Él me pone una mano en la nuca y, para mi sorpresa, me
acaricia el cabello.
—Ahora lo llevas corto... —murmura tan suave que parece decirlo para sí
mismo.
—Lo llevo así desde hace bastante tiempo, la verdad.
Enarca las cejas.
—¿Ah sí? ¿Desde cuándo?
—Bueno... desde que no tuve a nadie que lo adorara —respondo en voz baja,
dejando entrever mucho más de lo que debería.
Leonardo aparta ligeramente la mano.
—¿No te gusta? —le pregunto, con pánico sin saber por qué.
Él sacude la cabeza y vuelve a acariciarlo.
—Lo adoro —responde con seguridad, clavando sus ojos en los míos.
Me quedo inmóvil, contengo la respiración. Quizá se ha dado cuenta, porque
se separa de mí de repente.
—Empieza a hacer frío —farfullo—. ¿Nos vamos?
—Sí, claro —dice él. A pesar de que la luz empieza a debilitarse, me percato
de que sus ojos reflejan miedo.

Es ya de noche cuando llegamos a casa del abuelo.


En un momento de absoluta inconsciencia he propuesto a Leonardo que se
quede a cenar conmigo, puesto que los dos estamos solos esta noche y mi madre
está en casa de Alfredo.
Ahora que estamos aquí, en la casa que nos ha visto crecer, me parece
moverme en un sueño. Esta es una vida paralela, en la que Luna y Leo están de
nuevo juntos y bromean y discuten como siempre. No sé cómo explicar lo que
siento, me parece todo absurdo y natural al mismo tiempo.
Después de haber comido vamos al estudio del abuelo, el templo de cuando
éramos pequeños. Todo está como lo dejó, ni yo ni mi madre hemos encontrado
aún el valor de tocar nada. La colección de carbonatos cuelga de la pared, el
mapamundi hecho de minerales preside el escritorio y el armario biblioteca está
desbordado de libros y viejos recuerdos.
Entramos de puntillas, como si el abuelo estuviera aún dentro observando
con el microscopio algún ejemplar de piedra en bruto y nosotros no quisiéramos
molestar.
Debe de ser por puro masoquismo por lo que alargo el brazo hacia el armario
para coger un viejo álbum de fotografías. No lo había vuelto a abrir porque en
ciertos momentos me habría matado, pero ahora tocar esos recuerdos con
Leonardo cerca adquiere una dimensión distinta, la de la dolorosa nostalgia de
un pasado indeleble.
Ya en las primeras páginas no soy capaz de contener mis recuerdos y los veo
esparcirse por todas partes.
En el escritorio, en las estanterías, por el suelo.
El abuelo es una mano cálida que me consuela.
Su voz explica todo aquello que yo fui.
El viejo cuaderno de las piedras.
Tardes infinitas, todas iguales, estudiando gemas.
Leonardo diciendo: «¡Nosotros tres, señores, somos un club exclusivo!»
Ahora, de pie delante del mueble librería, estamos tan cerca que siento su
calor.
—A veces, cuando decía que éramos sus diamantes, pensaba que nos quería
vender en Chanthaburi —digo, tratando de aligerar las cosas, antes de que las
lágrimas vuelvan a caer bajo el peso de los recuerdos.
—No nos habría vendido nunca —replica Leonardo, y la mueca de una
sonrisa se abre en su rostro—. Al menos no a mí, a ti tal vez... —añade, y
rompemos a reír.
Continuamos hojeando el álbum; siento una emoción potente, una mezcla de
melancolía y alegría. Es verdad, aquellos momentos han pasado, pero hay quien
no los vive en toda una vida. He sido afortunada y de golpe me siento
desbordada de felicidad.
—¡Mira esta! —Leonardo me sustrae de mis pensamientos.
Está señalando una foto hecha por mi madre para la fiesta de nuestro
decimosexto cumpleaños. Aparecemos detrás del pastel con las velitas
encendidas, rígidos como pescado en salmuera.
—¡Joder, parecemos dos palos de la luz! —digo con una risita, volviendo
mentalmente a aquella noche. El corazón se me acelera.
Leonardo se encoge de hombros.
—Me sentía incómodo...
Aparto la mirada de la foto y busco la suya, curiosa.
—¿Por qué?
—Me había dado cuenta de que me gustabas y no sabía cómo decírtelo —
confiesa casi distraídamente. Sus ojos perplejos bajan de nuevo al álbum cuando
se percata de haberlo dicho en voz alta.
Leonardo respira hondo y pasa una página sin decir nada más. Las imágenes
siguientes son secuencias de aquella fiesta: el abuelo, abriendo el vino
espumoso; mi madre y su madre trajinando en la cocina; él con su padre, delante
de la chimenea encendida.
En el silencio que envuelve la estancia, los pensamientos y recuerdos se
suceden sin parar y al final pongo voz a una pregunta que me martillea la cabeza
desde hace rato.
—¿Por qué tu padre no cogió el diamante aquella noche?
Leonardo espera unos instantes antes de responder.
—Sí que lo cogió, era lo que más le interesaba. Sin embargo, cuando se le
cayó el saco por la excitación del momento y se esparció por el suelo, lo único
que pude hacer fue recoger el diamante y tirarlo debajo del mostrador para que él
no lo viera. —Sacude la cabeza, encogiéndose de hombros—. No conseguí hacer
nada más.
No está conmigo en este momento, su mente se ha marchado a otro lugar,
lejos. Ha vuelto a aquella maldita noche y de solo pensarlo siento un nudo en la
garganta. No obstante, no soy capaz de contenerme.
—¿Por qué? —Escudriño su rostro ofuscado en busca de una sonrisa—. Con
solo ese diamante hubierais podido aseguraros una nueva vida donde quiera que
os hubierais ido.
Él suspira y me mira.
—Porque ese diamante estaba destinado a ti, Luna. Y puesto que me iba,
quería dejarte al menos el verdadero amor.
Me estremezco. Literalmente, una descarga eléctrica me atraviesa.
Nos miramos.
Una pausa lo suficientemente larga para tomar conciencia de cuánto deseo
que fuera el verdadero amor aquello que quiso dejarme. Es increíble que aún hoy
siga preguntándome a mí misma si de verdad me amaba.
Destierro los sentimientos perturbadores que confunden mis pensamientos y
pongo empeño en estar lúcida, pero no es fácil.
Finalmente, vuelvo a pasar páginas, ahora más rápido que antes. Siento que
debo alejarme de él, marcharme de aquí cuanto antes. Mientras hojeo el álbum
se desliza un puñado de hojitas rojas. Cojo una y la observo, incrédula.
—Madre mía, pero si estos...
—¿El qué?
—Deben de ser los folletos de los que me hablaba Lavinia el día que vino a
la tienda. —Bizqueo, confusa y sorprendida—. Me dijo que había encontrado en
el estudio donde trabajaba unos folletos de promoción sobre nuestras «piedras de
la felicidad», y yo no entendía de dónde salían.
—Yo no sabía nada, no sabía por qué había elegido realmente tu tienda.
Entonces... ¿fue Pietro?
Asiento con la cabeza, aún alelada con el descubrimiento.
—Supongo que sí... Y sabiendo de lo que era capaz, tampoco me
sorprendería. Joder, es de locos. No puedo creer que montara todo esto para que
nos reencontráramos...
—No creo que solo fuera para que nos reencontráramos, Luna.
El corazón me retumba en los oídos.
—¿Y ha funcionado? —susurro. Sigo observándolo hasta que se decide a
ofrecerme esos ojos que las pestañas han ocultado. Su mirada elocuente me hace
temblar.
—¿A ti qué te parece?
Nos miramos fijamente, como dos fantasmas que vienen del pasado. Y, un
instante después, sus labios están en los míos. Percibo un desmayo repentino al
ser consciente de que quiero besarlo ardorosamente y me siento abrumada.
Leonardo me coge la cabeza entre las manos y me apoya contra el mueble
librería. Su lengua baila con la mía, su respiración jadeante resopla dentro de mi
boca. Me agarro a su cuello y lo aprieto fuerte, como para asegurarme de que sea
cierto que está aquí conmigo.
Entiendo de repente que esto no es solo un beso. Es mucho más.
Es un beso que contiene trece años de besos no dados.
Leonardo me lleva hasta el escritorio y en ese cuerpo a cuerpo logro sentirlo
entero; el latido de su corazón se acelera a través de su suéter cuando me siento y
enlazo mis piernas en torno a sus caderas.
Lo deseo con todo mi ser.
Sus manos están debajo de mi jersey, apretadas en mi espalda. Mi cuerpo
reconoce el tacto y me parece estallar, no me había dado cuenta de verdad que lo
hubiera echado tanto de menos.
—Vamos arriba, a mi habitación —digo en voz baja, y ni siquiera yo misma
sé si es una invitación o una súplica.
Él asiente, la obsidiana de sus ojos vibrando de deseo. Me levanta y me besa
de nuevo, manteniéndome apretada a él, un nudo de manos entrelazadas a la luz
de la luna. Sube las escaleras torpemente, llevándome en brazos hasta mi cama,
donde una noche de hace tanto tiempo yo fui suya y él, mío.
Cuando llegamos, me ayuda a quitarme el jersey y yo hago lo mismo con el
suyo. Mi mano recorre su pecho y él gime con mi tacto.
Me empuja suavemente contra la almohada, me coge las caderas y se tiende
sobre mí, hundiendo su cara en el hueco de mi cuello.
Mi mente confusa va a la búsqueda de al menos uno entre el millón de
motivos por los cuales deberíamos parar ahora mismo, pero lo único en que soy
capaz de pensar es en sus manos sobre mi piel. Es tan natural... como si no
hubiéramos hecho otra cosa en nuestra vida.
Me quita los tejanos y los deja caer al suelo, luego baja para besarme el
vientre. Meto los dedos por las trabillas de sus pantalones y lo acerco aún más a
mí.
Sin embargo, cuando muevo la mano para bajarle la cremallera, de repente se
paraliza. Levanto la vista y encuentro sus ojos desorbitados.
—¡Dios, no! Pero ¿qué estamos haciendo? —jadea, retirándose y dejando un
vacío abismal en mi cama y en mi alma. Con lágrimas en los ojos, asustados, me
mira fijamente—. Lo siento... —musita.
De nuevo esas dos malditas palabras. Por un instante me olvido de respirar.
—No lo digas —gruño.
Aturdido, se arrodilla a mi lado, y sobre el rostro conmocionado luce una
máscara de dolor y culpa.
—Es un error... Yo... Lavinia... Madre mía, si Lavinia... —farfulla, y al
escuchar este nombre percibo un espasmo en el estómago—. No puedo hacerlo...
Lo siento. Lo siento mucho.
Caigo presa de la desesperación.
El sentido de culpa que se vislumbra en sus ojos apela al mío, y la imagen de
Giulio, de mi dulcísimo Giulio, arremete contra mí y me hace vacilar.
Una sustancia letal me recorre las venas, una poción de celos,
remordimientos y rabia. Mucha rabia. Rabia por él, porque se ha detenido, y por
mí, porque yo no hubiera sido capaz.
—Vete. ¡Vete ahora mismo! —La voz me sale cavernosa y feroz, el grito de
un animal herido.
Leonardo tiembla levemente. A continuación, recoge su jersey del suelo y se
va con un suspiro desesperado.
No tengo fuerzas para levantarme. Me quedo acurrucada, con el corazón
deshecho, boqueando para lograr respirar. Sigo sentada un buen rato, sintiendo
un creciente asco por mí misma. Soy fuerte como una roca, pero ahora me
convierto en polvo.
51
Crisocola
Indicada para vencer el estrés emocional, es una piedra que infunde seguridad. Favorece la
serenidad, aleja la inquietud y da lucidez. Permite mantener la calma, reflexionando sobre cómo
se ha actuado en el pasado y comprender así cómo actuar mejor en el futuro. Potente fuente de
energía vital, contribuye a que podamos liberarnos de los sentimientos de culpa más arraigados.

En los días siguientes intento olvidar lo sucedido con Leonardo. Intento


olvidarlo cuando Giulio me lleva a cenar a uno de los restaurantes más chic de
Milán. Sigo intentando olvidarlo cuando ando inmersa en el tráfico de la
circunvalación en hora punta. Y, una semana después, cuando estoy en la tienda
colocando en el escaparate la obsidiana de Etiopía, no he dejado de pensar en él
y en sus ojos del color de esa piedra, y en aquel beso que aún me hace perder la
cabeza.
No he respondido a sus decenas de mensajes ni a sus llamadas, pero aun así
el sentido de culpa me agobia. No me hubiera detenido. Si no lo hubiera hecho
él, yo hubiera seguido adelante, y eso es lo que me duele más. Yo, que siempre
he visto la vida en dos colores —blanco o negro— y he crecido con el mantra de
«si me traicionas, no perdono», ahora estoy tratando de absolverme a mí misma
por lo que le hice a Giulio... y no lo consigo.
Mi abuelo tenía razón: somos piedras con mil facetas y a menudo no las
conocemos todas, ni siquiera en nosotros mismos. El pensamiento del abuelo me
asusta, como cada vez que vuelvo a él.
«¿Qué tengo que hacer?», le pregunto continuamente, sin recibir respuesta.
Me he quedado en su lugar en la tienda y estos días estoy sola porque mi
madre ha ido a una feria con Alfredo.
Estoy tan distraída con mis propios fantasmas que cuando veo a Britta al otro
lado del mostrador, me pregunto cómo ha llegado hasta allí.
—Luna. ¿Qué te ha pasado? —se sorprende.
Me toco las mejillas. No hay lágrimas que las hayan humedecido.
—No estaba llorando.
—Que tengas los ojos secos no significa que no estuvieses llorando —
replica, y me escudriña tan a fondo que me hace sentir desnuda—. ¿Cómo estás?
—Bueno...
Suspira y pone una mano encima de la mía.
—El tiempo te ayudará, ya lo verás... No pasará nunca del todo, pero luego
irá mejor —dice, pensando que mi turbación se debe únicamente a la muerte del
abuelo.
Asiento con una mueca poco convincente.
—¿Y tú... cómo estás? ¿Qué tal tu trabajo como socia? —le pregunto,
esforzándome en reaccionar.
—Lo decidí, ¿sabes?, y al final no firmé el contrato. Sé que es lo que
querrían todos, pero no yo. Creo que a veces tenemos que tener el valor de
seguir nuestro camino, o de buscarlo, si es que aún no lo hemos encontrado —
añade, acompañando las palabras con una mirada penetrante.
—Y tú, ¿lo has encontrado?
—No; estoy muy confusa respecto a lo que quiero en este momento. Pero
una vez tu abuelo me dijo que no hay que dejar de buscar. Por tanto, continúo
buscando. —Sonríe.
Al escuchar pronunciar las palabras del abuelo se me forma un nudo en el
estómago.
—Ya —murmuro; entonces me viene una idea a la cabeza y me dirijo a la
vitrina de los silicatos.
La emoción me vibra entre los dedos mientras escojo una piedra para Britta,
justo como la primera vez hace trece años. También esta es una primera vez, en
el fondo. Tailandia me ha cambiado, como hizo con mi abuelo hace ya tantos
años.
—Te voy a hacer un regalo —le digo, eligiendo una crisocola con
maravillosas motas verdes y azules—. ¡Esta te ayudará!
Ella la coge y la aprieta en la palma de la mano.
—La piedra que arroja claridad sobre las ideas confusas... realmente lo
necesito. ¡Gracias!
—Uau, ¡te has convertido en toda una experta! —exclamo sinceramente
impresionada.
Ella vuelve a sonreír
—Todo es mérito de tu abuelo.
Hago un gesto afirmativo.
—Era la piedra de Cleopatra, la piedra de la sabiduría. Sabrá guiarte.
Britta se pone seria.
—Así pues... ¿tú también crees?
Un pestañeo y estoy de nuevo en Chanthaburi, donde las manos se estrechan
y las piedras te hablan. Fuertes, vivas, increíblemente perseverantes. Hablan e
incluso gritan; tranquilizadoras y protectoras, te invaden y te transforman en lo
más profundo, donde los secretos se ocultan y las emociones palpitan de
verdades desconocidas.
Eso es lo que han hecho conmigo ahora. Aunque no sepa ya muy bien quién
soy, sé que no soy la de antes porque las piedras me han cambiado. Miro a Britta
y veo que también ella sabe que no soy la misma de antes.
Suspiro y le abro mi corazón.
—Sí, sí que creo.
—Tu abuelo se sentiría feliz. —Me sonríe.
Le devuelvo una sonrisa triste.
—Ya.
Cuando ve que estoy a punto de derrumbarme, cambia de registro y de tema.
—Vale, hablemos de cosas alegres. ¡Tu madre me ha dicho que te casas!
Me acomete una repentina sensación de vacío, como si me hubiera lanzado
del tejado del edificio.
—Sí —murmuro.
—Bueno... ¿qué te ocurre?
—No, nada... es que mi corazón no lo tiene claro, y yo, como tú, no sé qué
hacer. —Mis ojos vagan por el suelo; nunca me había sentido tan abatida.
Sin comentar nada, Britta se levanta, va al escaparate principal y me trae un
larimar: la piedra que ayuda a expresar la verdad del corazón con absoluta
claridad.
Nos basta una mirada para comprendernos.
Se lo agradezco con una sonrisa conmovida.
—No sé, si quieres hablar, aquí estoy. —Sonríe amablemente—. Si me dices
cuál es el problema puedo intentar...
Y con una sincronía perfecta, el «problema» abre la puerta y aparece ante
nosotras.
—Hola —dice mohíno.
—Hola.
Britta se aclara la voz, levemente incómoda.
—Esto... yo... creo que debería irme...
Leonardo me escruta en silencio, hasta que ella sale.
—No has respondido a ninguna de mis llamadas ni mensajes —me dice
entonces, y no es una pregunta.
—No tenía ganas de hablarte.
—Qué raro —murmura, burlón.
Me encojo de hombros.
—Qué quieres, la historia se repite.
Sacude la cabeza, parece disgustado o triste, o las dos cosas.
—Sí, pero esta vez nos equivocamos los dos, Luna.
Equivocamos. Por algún motivo, me hiere que piense que estar juntos sería
un error tan flagrante, aun a riesgo de hacer daño a otras personas.
—Al final no ha sucedido nada, ¿no? —digo, encogiéndome de hombros y
mintiéndome también a mí misma.
Él lo sabe. Me dirige una mirada dura.
—¿De verdad quieres hacer como si no hubiera pasado nada?
Retrocedo un paso temblando de rabia. Él, en cambio, avanza hacia mí con
un incendio en los ojos.
—¿Sabes qué pienso? Que deberías tener el valor de dejar este trabajo si no
es esto lo que quieres —me espeta, moviendo rápidamente los ojos de un lado a
otro—. He visto la luz en tus ojos cuando estabas en Tailandia, estás hecha para
viajar y encontrar piedras como tu abuelo, no para estar encerrada aquí. ¿Dónde
fue a parar la chica valerosa que he conocido?
La gran verdad de esta pregunta me cae como un puñetazo.
—¿Quién te crees que eres para venir aquí a decirme lo que tengo que hacer?
—Y entonces ocurre: todo el dolor que he experimentado en el pasado y que
creía superado, estalla de repente entre nosotros—. Ah, y para tu información,
aquella chica murió la noche que la abandonaste después de haber hecho el amor
con ella. Quizá tú no lo habías entendido o no te importaba, pero ella te amaba
más que a nada en el mundo, y cuando la abandonaste le hiciste añicos el
corazón. —Su rostro se contrae como si hubiera recibido una patada de kárate—.
Y hace mucho que, en cierto modo, ha conseguido salir adelante... pero no
puedes pretender que tenga todavía ganas de hacer las cosas que antes quería,
porque ella todas esas cosas quería hacerlas contigo y con nadie más.
Cuando acabo, jadeante, no soy capaz de creer que lo haya dicho realmente.
Una declaración en toda regla, a trece años de distancia. No sé siquiera por qué
estamos hablando ahora del pasado. Quizá porque simplemente hay demasiadas
cosas que el tiempo no puede borrar.
Es como una herida que no quiere curarse. Como si todo lo que ha sucedido
la otra noche hubiese reabierto una caja de Pandora que nunca se había cerrado
del todo.
Leonardo se queda boquiabierto.
—Dijiste que me habías perdonado...
—Sí, pero el dolor queda. No puedo borrarlo.
—¿Y crees que para mí ha sido fácil? —Sacude la cabeza y se lanza—.
¿Dejar de repente a la chica que quería y encontrarme en la otra punta del mundo
con un padre que me había traicionado por segunda vez y una madre depresiva a
la que atender?
«La chica que quería...» Es la primera vez que lo dice. Pero yo no le creo,
estoy segura de que no es así. Él no me soñaba día y noche, no se sentía renacer
con el solo roce de mis labios en los suyos. No me quería como lo más valioso
del mundo. No me amaba con el mismo amor que yo le profesaba, ese que
estremece, un tormento del alma, una fuerza ingobernable.
Lo miro con escepticismo y digo con frialdad:
—¡Tú no me querías! Si realmente me hubieras querido, me habrías llamado.
Y habrías venido a buscarme en cuanto volviste a Italia. Si me hubieras querido
realmente me lo habrías dicho al menos una vez. Por lo tanto, ¡no me digas eso,
porque tú no me querías! —Una sonrisa de cruel desesperación se va abriendo
en mi rostro, ante sus ojos incrédulos.
—Si no te llamé ni te busqué es solo porque me avergonzaba. Y te conocía.
Sabía que no eras capaz de perdonar. Y luego fuiste tú la que le pidió a tu abuelo
que dejara de enviarte piedras.
Mi sonrisa se transforma en una carcajada silenciosa.
—Yo no quería piedras, yo te quería a ti.
Él alza las manos y, presa de la frustración, dice:
—Ah, ¿me querías a mí? Sin embargo, por lo que sé, te diste prisa en buscar
consuelo y reemplazarme con el bueno de Giulio. Al final has hecho mucho más
que ir a corr... —Ante el desconcierto de mis ojos, se interrumpe—. Perdona —
se disculpa a media voz.
Siento rebullir la rabia y lo fulmino con la mirada.
—Tú no tienes idea de lo que he pasado sin ti —replico, apretando los
dientes.
Me mira ceñudo. Antes de hablar inspira largamente, como a punto de soltar
un bloque de cemento.
—Aunque pienses que lo sabes todo, te aseguro que no tienes la menor idea
de lo que yo también he pasado sin ti.
No soy capaz de sostener su penetrante mirada; la obsidiana de sus ojos
tiembla... y con ella, también yo.
Levanto las manos al aire, resoplando.
—Dios, ¡no puedo creerlo! Giulio me advirtió que lo harías. Que me harías
sufrir una vez más. Ahora que por fin había recuperado mi equilibrio, ¡llegas tú y
lo pones todo patas arriba!
Me traspasa con la mirada.
—Podría decir lo mismo de ti, créeme.
El orgullo me azuza y hago una mueca.
—¡Bien! Entonces coincidirás conmigo en que lo mejor es que desaparezcas
y no vuelvas a aparecer nunca más. —El desprecio en mi voz me sorprende
incluso a mí.
—¡Por supuesto! —grita con un tono feroz que me corta el aliento.
Sigue un silencio glacial que lo congela todo. El edificio, la tienda, mi alma.
Leonardo hace amago de decir algo más, pero luego recula. Se aleja sin apartar
los ojos de mí, incrédulo, conmocionado.
—Tu abuelo siempre tuvo razón. Somos dos diamantes, nos cortamos
mutuamente —murmura cuando llega a la puerta, con voz ahogada. La frase me
golpea en el pecho y lo que dice a continuación me mata—: Adiós, Luna.
Su sonrisa triste es lo último que veo en su rostro agotado, antes de darme la
espalda. Querría decirle un millón de cosas, pero no lo hago, no soy capaz.
Como si me hubiera alcanzado un disparo, me dejo caer en el taburete viendo
cómo Leonardo se va, de la tienda y de mi vida. Esta vez para siempre.
52
Ágata musgosa
Llamada la «piedra del comienzo», esta variedad de ágata es regenerativa, refresca el alma y
permite ver la belleza de todo lo que nos rodea. Al trabajar sobre el odio y el resentimiento,
desarrolla la capacidad de funcionar armónicamente con los demás. Para quien está a punto de
tener un hijo, para quien va a cambiar de casa o quien va a iniciar un nuevo proyecto laboral,
un colgante de ágata musgosa es, sin duda, un regalo de buen augurio.

El abuelo me falta, tanto que me duele.


Lo echo de menos en las pequeñas cosas, en los cafés que bebo sola, en la
tienda vacía, en los sueños, en los silencios y en las piedras.
«¿Qué tengo que hacer?», le pregunto cada noche, pero solo me responde el
eco de mi soledad.
Ha pasado una semana desde que vi a Leonardo por última vez y sé que esto
es solo el comienzo del resto de mi vida sin él. Su ausencia me duele,
exactamente como antes.
Por eso cuando Lavinia aparece en la puerta de la tienda, se me corta la
respiración.
—Hola, Lav...
—¿Qué le has hecho?
Su tono brusco es tan inesperado que responder me lleva unos segundos.
—¿El qué? ¿A quién?
—A mi novio —gruñe con una mirada torva, casi feroz.
Pestañeo.
—No entiendo...
—Desde que ha vuelto de Tailandia no es el mismo y sé que es por tu culpa.
Su voz rezuma tanta rabia y dolor que me estremece.
—No sé de qué hablas.
—Entonces te lo digo yo: sé que no erais solo amigos y que habéis estado
juntos. Leonardo me lo ha contado todo.
Una mueca complacida aparece en su rostro tenso, pero no es eso lo que me
molesta. Es la idea de que él le haya hablado de nosotros.
—Ahora creo realmente que a ti se te metió en la cabeza volver con él. Sé
bien que estás diferente, has cambiado. —Me mira fijamente con unos ojos
nublados de furiosa rabia.
—¡Ha muerto mi abuelo! —salto indignada.
—No es eso.
Estoy sudando, hinco las uñas en las palmas con los puños apretados. Me
siento vulnerable y descubierta.
—¿Y tú qué sabes? ¡Ni siquiera me conoces!
—No lo digo yo, sino Giulio. —Me ve sobresaltarme y le relampaguea una
chispa de satisfacción en los ojos—. Tu novio está preocupado y ni siquiera lo
ves. Piensa que has cambiado de idea y que no quieres casarte con él.
La idea de hacerle daño a Giulio me hiere, pero lo que me da el golpe de
gracia es lo que Lavinia dice a continuación, fulminándome con la mirada:
—Todavía estás enamorada de Leonardo, admítelo.
—¡No! Yo... yo... —balbuceo, buscando palabras al azar, para demostrarle
que se equivoca. Pero no lo consigo y mi silencio es la confirmación que ella
buscaba.
Con los labios apretados me mira, pálida.
—Vale. Te digo una cosa: mantente lejos de él. Aléjate de mi hombre, ¿vale?
No voy a dejar que me lo quites.
La primera vez que la vi pensaba que Lavinia era una especie de Barbie de
carne y hueso. Ahora, en cambio, el odio que destila me corta la respiración. Es
fuerte, decidida a defender lo que siente que es su derecho. No puedo culparla
por ello.
—¡Vamos, mírate! Y mírame a mí. ¿Por qué tendría que elegirte? —Yergue
el mentón en gesto de desafío.
A mi pesar, esbozo una sonrisa amarga, como si la vida fuera una gran
broma. Porque aunque haya pasado tanto tiempo, aquí estoy de nuevo ante la
pregunta de siempre: «¿Qué demonios hace un Leonardo Landi con una como
esa?» Es ridículo, pero después de tantos años, la pregunta de la pequeña Alessia
vuelve a atormentarme.
—Tenemos nuestros problemas, es cierto —admite finalmente—. Pero los
superaremos como siempre hemos hecho. Yo puedo adaptarme a vivir en el
centro y a que me gusten las cosas que le gustan a él. Y viajaré si es eso lo que
quiere, y seré más aventurera y menos exigente. Lograré hacerle hablar, abrirse.
Lograré comprender cómo tratarlo y encontrar las palabras adecuadas. —La
furia que mostraba desaparece y solo queda un gran miedo.
Me rindo, no tengo fuerzas para luchar.
—Tú eres perfecta como eres. Él ha elegido y te ha elegido a ti.
Se encoge de hombros, como si quisiera quitarse de encima el peso de todo,
de esta conversación, de la duda que yo pueda generarle respecto a Leonardo.
—De hecho, sí —dice secamente, y entonces sucede algo extraño y sus ojos
se encienden de nuevo—. Y menos mal... dado que estoy embarazada.
Mi rostro se desencaja por el estupor.
—¡¿Embarazada?!
Una sonrisa satisfecha aflora a su cara; finalmente, ha obtenido lo que
deseaba. Yo, en cambio, siento que se me cae el mundo encima.
—Y... ¿él lo sabe? —Es la primera pregunta que me viene a la cabeza y me
cierra el estómago.
—¡Claro que lo sabe!
Una puñalada en el corazón.
—Y... ¿desde cuándo?
—Desde ayer por la noche. —Su sonrisa se ensancha—. ¿Crees que eso es
suficiente para que te mantengas alejada de nosotros?
Asiento, alelada.
—Por supuesto. No te preocupes.
Tras haber obtenido la respuesta que quería, la veo girar sobre los talones y
marcharse como si nada.
No consigo moverme. Sus palabras continúan reverberando en mi cabeza.
Tengo la tentación de huir, pero no sabría dónde ir, porque la única persona que
podría ayudarme ya no está. Siento una soledad inmensa. Echo de menos al
abuelo hasta la locura, aunque en el fondo es culpa suya que ahora me encuentre
de nuevo con el corazón destrozado.
«¡Dime qué debo hacer!», le suplico mentalmente.
Pero, una vez más, él no responde.
Quiero acurrucarme en mi cama, y eso es lo que hago. Voy a casa y me
encierro en mi habitación.
Odio esta situación. Odio saber que lo que quiero y lo que es justo nunca
coincidirán. Me siento culpable, sucia e infinitamente triste.
De repente me vuelve a la mente la noche en que el abuelo me trajo un libro
sobre cómo se forman los diamantes; mi mente hace una pirueta y vuelve a ese
recuerdo. «Cuando estés triste léelo, cielo», me dijo.
Me levanto y voy al mueble librería. Pero ¿cómo un libro sobre los
diamantes podría detener el estruendo que siento dentro? Guiada por la
desesperación, saco el libro de la estantería y me percato de algo abultado en su
interior. Lo abro y me encuentro una piedra de ágata musgosa encima de una
vieja fotografía en blanco y negro.
En la foto amarillenta por el tiempo se ven dos jóvenes abrazados que
sonríen al objetivo y al futuro. El abuelo y Jade están tan hermosos que
conmueven, dos diamantes en bruto que tan solo esperan brillar juntos. Le doy la
vuelta y en el reverso veo el lugar y la fecha escritos por la pulcra caligrafía del
abuelo: «Chanthaburi, 16 de abril de 1961.» Debe de ser el día en que se
conocieron, el comienzo de todo. Mis ojos se detienen en la piedra que encierra
mi mano. El ágata musgosa es la piedra del nuevo comienzo, del renacimiento.
El color verde ayuda a liberarse del miedo y a tener valor, dando así la
posibilidad de recorrer caminos que se tenían por imposibles.
El corazón se me inflama y una extraordinaria sensación de alivio me llena
hasta hacerme llorar de felicidad. El abuelo me está hablando. Aunque no esté ya
aquí, finalmente, logro escuchar su voz a través de la piedra. Aunque esté donde
no puedo encontrarlo, de repente soy consciente de que es justamente al buscarlo
cuando encuentro el camino, y una vez más su respuesta me llega de las piedras.
Me parece escucharlo: «¡Ánimo, Luna, puedes hacerlo!» Entonces decía la
verdad aquel día camino de Chanthaburi, que no me dejaría nunca sola.
De repente sé lo que debo hacer y alzo la mirada hacia la oscuridad más allá
de la ventana. Miro la luna y pienso en cuántos ojos estarán haciendo lo mismo
en este momento. Estoy segura de que, dondequiera que se encuentre, el abuelo
también la está mirando, con aquellos ojos de zafiro que ahora saben reflejarse
en el mundo, en un infinito desconocido.
Pienso que si no puedo tener lo que quiero, puedo al menos recuperarme a
mí misma. Me aferro a lo que tengo, mi propio presente, a mí misma aquí y
ahora. Magullada y confusa, pero aún viva.
Un rincón del cielo se ilumina con una nueva luz en este momento, la miro y
se vuelve más intensa a cada instante. Es solo un rayo, luego una esfera, después
un faro deslumbrante. Lo miro fijamente y me doy cuenta de que aquel brillo en
realidad emana de mí, del corazón palpitante de una Luna nueva.
«Hola, abuelo. Voy a volver a empezar de cero.»
«Se acabó el eclipse; es ahora cuando tu Luna vuelve a brillar.»
53
Blenda
Potente piedra renovadora, es una impagable aliada en los períodos de cambio. Ayuda a
demoler viejos miedos y favorece un verdadero renacimiento en los momentos más oscuros de la
vida. Reduce la inquietud y ayuda a conciliar el sueño cuando se está preocupado. Con su uso,
los pensamientos se hacen más lúcidos y positivos y la intuición aumenta, permitiendo realizar
más fácilmente los propios sueños.

El primer día de mi nueva vida comienza con una serie de llamadas y una
visita. Me siento vacía, pero al mismo tiempo impregnada de una vibrante
energía.
La primera llamada es al castillo para reservar la sala de recepción. Por
fortuna, otra pareja acaba de cancelar y la tienen libre para el 21 de junio. La
señorita ha tomado nota y me ha invitado a echarle un vistazo al castillo la
próxima semana.
La segunda llamada es a Britta. La invito a comer porque necesito hablarle
de una cosa.
La tercera es a Alfredo. Aunque hoy se ha tomado el día libre, le pregunto si
puede pasarse por la tienda porque tengo que hablarle de la boda.
Finalmente, voy donde Giulio. Por lo general no nos vemos en horario de
trabajo, y en cuanto me ve en la puerta de su oficina, su rostro se ilumina.
—Cariño, ¡qué agradable sorpresa! ¿Qué haces aquí?
Lo miro. Lo amo.
Me hundo en él y lo abrazo. Apretada contra su pecho, veo toda nuestra vida
juntos:
La primera vez que vino a correr conmigo no lograba mantener mi ritmo,
pero lo intentó con todas sus fuerzas. Cuando nos despedimos, lo vi ir a
tumbarse en el parque delante de mi casa, y allí estuvo hiperventilando durante
una buena hora.
Las vacaciones en Cerdeña en aquel viaje en el barco más destartalado desde
los tiempos del Titanic; el robo del coche poco después de haber bajado al
puerto; el apartamento alquilado a través de internet, caliente como un horno
crematorio y sucio como una pocilga. Habrían podido ser unas vacaciones
horribles, y, sin embargo, estuvimos riéndonos todo el rato ante aquella serie de
calamidades.
Y los domingos perezosos en el sofá viendo telebasura, nuestro código
incomprensible para los demás, las bromas, las historias que solo nosotros
conocemos.
Respiro hondo, como si estuviera preparándome para una inmersión desde el
acantilado.
—Tengo que hablar contigo.
Su sonrisa se apaga de repente.
—No lo hagas, Luna —dice casi como una súplica. Siento una punzada de
dolor.
—Tengo que hacerlo.
Cierra los ojos.
—Lo sabía.
Por un momento no soy capaz de articular palabra. Me he repetido cien veces
lo que iba a decirle mientras venía hacia aquí, pero ahora mi mente se ha vaciado
de golpe; como si dentro tuviera un enorme agujero negro.
—Lo siento. Dios...Yo... quisiera encontrar las palabras precisas, pero no
puedo. Es demasiado difícil.
Él se acerca y me coge las manos.
—Entonces no lo hagas, no digas nada, amor mío. Vuelve a la tienda, al
trabajo, y hagamos como que no has venido aquí, como si hoy no nos
hubiéramos visto, como si no tuvieras nada que decirme.
Ojalá fuera así, pero tengo algo que decirle y, si no lo hago, reventaré.
—No podemos seguir juntos. No sería justo, ni para ti ni para mí. —Lo
suelto de un tirón, luego siento como un rasguño, algo que se rompe.
Es mi corazón. O el suyo.
Giulio suspira, se queda en silencio con la mirada perdida más allá de la
puerta que hay detrás de mí. Cuando vuelve a buscar mi mirada, entorna los
ojos.
—Es por él, ¿verdad?
Tomo aire profundamente; me esperaba esa pregunta.
—También, pero no solo eso. Principalmente es por mí. He cambiado; sé que
lo has percibido...
Él sonríe con amargura.
—Hubiera sido imposible no percibirlo, Luna.
—Es que ahora sé quién soy y lo que quiero, y aunque me duela el alma
decirlo, no está aquí. —Trago saliva y la voz se me quiebra—. No está contigo.
Él asiente en silencio. Sus ojos se humedecen y yo me siento mal.
—No sé por qué me comporto así ahora... quiero decir, no debería
sorprenderme. ¡Lo sabía! —exclama, haciendo un esfuerzo por mantener el
control—. Lo sabía desde hace tiempo, incluso quizás antes de que lo supieras
tú. Sentí cómo se ponía en marcha la cuenta atrás de nuestra relación el día en
que Leonardo reapareció de repente en tu vida. Por eso le pedí el diamante a tu
abuelo, porque sentía la urgencia de ligarte a mí antes de que fuera demasiado
tarde. —Me mira a los ojos intensa y profundamente, y me desarma por
completo—. Sabía que él nunca se había ido del todo, Luna. Y sabía que
volvería a hacerte sufrir.
Siento que me derrumbo. Cierro los ojos tratando de contener las lágrimas.
Él se acerca, me toca delicadamente las mejillas para secarlas, y no se da
cuenta de que ese gesto suyo tan tierno y familiar me hace llorar todavía más.
Suspira y yo tiemblo.
—Sabía que si te ibas a Tailandia no volverías conmigo. Que una vez que
hubieras saboreado aquel sueño de aventura que cultivabas de pequeña quedarías
prendida de él. Por eso estaba tan preocupado antes de tu marcha, porque temía
que no volvería a verte. Y tenía razón.
Trato de tragar el nudo que tengo en la garganta, pero no lo consigo. Respiro
hondo.
—Lo último que hubiera querido es hacerte daño. No sabes qué mal me
siento ahora... —digo entre lágrimas.
—Lo sé, lo veo. Te sientes como me siento yo. Pero sé que tienes razón y
justamente porque te quiero tanto sé que debo dejarte marchar. Aunque, te lo
juro, Luna, es lo más doloroso que haya hecho jamás...
El nudo se me atraganta y no soy capaz de hacer nada. Así que él añade:
—De todas formas... gracias por la carrera.
Su voz delata una tristeza inconmensurable. La renuncia en su rostro
desencajado de dolor me encoge el estómago.
—A veces, me sentía como si te estuviera ralentizando, pero egoístamente
esperaba que no te dieras cuenta. Hubiera debido imaginar que al final este
momento iba a llegar.
—Ha sido muy hermoso correr contigo —le digo entre sollozos—. Gracias.
Lo abrazo, mis lágrimas mezcladas con las suyas, los dedos entrelazados en
una temblorosa urdimbre de sombras. Nos abrazamos fuerte y nos quedamos así
por un tiempo que me parece una eternidad.
54
Cuarzo rosa
La tradición popular atribuye a esta piedra el poder de atraer el alma gemela a quien la lleva.
Considerada la piedra de la fertilidad y la eterna juventud, representa el amor, la belleza, la paz
y el perdón. En su dimensión de piedra dulce, amable, calmante, capaz de curar las heridas del
alma a través del perdón, es asimismo conocida como «piedra del consuelo». Quien ha sufrido
una separación afectiva debería llevarla como colgante a la altura del corazón, para recibir
consuelo y calor.

—¡Cásate conmigo!
Mi corazón se acelera mientras veo los ojos de Alfredo llenarse de emoción.
Cuando hace poco le dije a mi madre que finalmente había reservado la sala
de recepción, se sintió en el séptimo cielo. Cuando le especifiqué que no era para
mi boda, sino para la suya, me miró como si fuera una piedra rara de la que
ignoraba su existencia.
Alfredo, mi cómplice, ha aprovechado ese momento de confusión para sacar
todas las palabras que guardaba dentro desde hacía largos años.
—Cásate conmigo. No puedes rechazarme más, Ambra. Esta vez no te lo
voy a permitir. —La determinación en su voz, unida a una mirada firme, no le
deja margen de réplica a mi madre—. Yo te quiero y tú me quieres. Eso es lo que
vale. Y es real. No puedes continuar negándolo.
Cuando saca del bolsillo la cajita de terciopelo, a mi madre le cuesta no
quedarse boquiabierta y, ante la esmeralda más brillante que jamás he visto, sus
ojos se humedecen de repente.
—El amor fiel... —murmura con voz quebrada.
Alfredo hace un gesto afirmativo sin apartar sus ojos de ella.
—Exactamente. Nunca te traicionaré. Estaré a tu lado siempre.
Ella lo escudriña estupefacta y luego me mira a mí.
—No permitas que el pasado arruine tu futuro, mamá —le digo—. Has
perdido demasiado tiempo. Deja a un lado tu orgullo y tus miedos, o nunca serás
feliz. La vida es demasiado breve, la felicidad es rara y el amor, lo más hermoso
que tenemos.
Lo mismo podría decir sobre mí. Leonardo me había herido, pero si no
hubiera sido tan testaruda y orgullosa quizás hubiera podido perdonarle hace
años. Si hubiera escuchado lo que tenían que decirme las piedras que me
mandaba, quizá las cosas habrían transcurrido de otro modo.
—¿Y bien, Ambra? —suelta Alfredo.
El resultado es mejor de lo que esperaba.
—Sí, sí, claro —dice mi madre con la voz ahogada en lágrimas.
Los veo abrazarse y un enorme alivio me envuelve. Cuando mi madre se
despega del abrazo y se seca el rostro con el dorso de la mano, Alfredo me dirige
una mirada conmovida.
—Tienes una hija muy sabia —dice, volviéndose hacia ella.
—Es igual que su abuelo... —Mi madre suspira y luego se acerca, me coge la
mano y me la aprieta fuerte—. Entonces, ¿qué ha pasado? ¿Por qué no te vas a
casar con Giulio? —me pregunta, aunque ya no parece tan sorprendida.
Mis labios hacen una mueca para frenar la emoción.
—He comprendido que la vida aquí, con él, no es lo que quiero realmente.
Me sonríe, como si ya lo supiera.
—Entonces, ¿qué quieres realmente?
—Lo que siempre he querido. —Me encojo de hombros—. Ir por el mundo
buscando gemas.
Mi madre asiente con un sonoro suspiro.
—Los diamantes necesitan espacio para crecer, me lo decía siempre tu
abuelo... —La sonrisa que me dirige me tranquiliza; no sabía cuál iba a ser su
reacción—. Siempre he temido este momento, pero en el fondo de mi alma
siempre supe que llegaría. Cuando te fuiste a Tailandia temía que no volvieras,
por eso estaba tan preocupada. Sabía que, en cuanto hubieras conocido la
emoción de descubrir lugares nuevos, ya no podrías pasar sin eso. Tú no estás
hecha para estar aquí y yo he sido muy egoísta al retenerte.
Sacudo la cabeza.
—Nunca me has retenido, soy yo la que ha querido quedarse.
—Pero yo no hice nada para que emprendieras el vuelo, porque quería que te
quedaras aquí conmigo, que no me dejaras sola, como hizo tu padre.
Su voz se quiebra y a mí se me saltan las lágrimas. Sé lo que ha pasado, por
eso estoy feliz de que también su vida esté finalmente a punto de cambiar. Le
sonrío.
—Ahora ya no estarás sola.
Ella asiente y sonríe a su vez, lanzando una mirada llena de afecto a Alfredo.
—No, de hecho no.
Él se inclina y le da un beso en la frente; luego me mira.
—Estará bien, Luna.
Le sonrío.
—Lo sé.
Nos estrechamos en un fuerte abrazo, como si fuéramos una verdadera
familia. Entonces, cuando nos soltamos, con una mirada preocupada mi madre
pregunta:
—¿Y Giulio? ¿Cómo se lo ha tomado?
Mi corazón se encoge y mentalmente regreso a unas horas antes. Dejarlo ha
sido una verdadera agonía, la triste desesperación en su rostro será una imagen
que me perseguirá siempre. Me doy cuenta de que era lo más justo que podía
hacer, para ambos. Pero ahora sé lo que quiero, no puedo continuar mintiéndome
a mí misma, ni a él.
—No muy bien... —respondo finalmente, con un nudo en la garganta—. A
decir verdad, estaba más resignado que sorprendido. Me dijo que sabía que
nuestra relación tenía las horas contadas desde que Leonardo había reaparecido
en mi vida. Por eso esa misma noche me propuso casarnos.
Una leve sonrisa aflora a los labios de mi madre.
—No te lo he dicho nunca, pero yo pensaba lo mismo.
—Y también yo —añade Alfredo.
Al parecer, todos sabían que iba a terminar así: el abuelo, Giulio, mi madre,
Alfredo. Y quizás, aunque no lo admitiera ante mí misma, también yo lo sabía.
Aprieto la piedra de luna que llevo en el dedo y mi mente vuela a Leonardo. No
entiendo cómo la misma persona puede salvarme y al mismo tiempo destruirme.
Nutrirme y devorarme, como nadie más.
Pero en el fondo, tal vez, eso también lo sé. Porque él es mi piedra gemela.
El abuelo me lo había dicho: «Existe solamente una piedra de la que emanan
vibraciones que concuerdan perfectamente con las tuyas. Y únicamente es ella la
que te llama, tu piedra. No hay otras.»
He querido a Giulio de veras y lo querré siempre.
Pero él es el cuarzo rosa, la piedra del amor amable, calienta el corazón y
lleva paz y calma, cura las heridas y restaura la armonía después de los
conflictos. Por más que sea reconfortante y hermosa, nunca podrá ser un
diamante.
Con Giulio respiro. Pero Leonardo me quita el aliento.
Con Giulio me siento protegida. Con Leonardo me siento viva.
Giulio es algo hermoso, dulce y reconfortante. Sí, Giulio es algo grande.
Pero Leonardo lo es todo.
55
Ámbar
Resina fósil de millones de años, se dice que en su interior encierra toda la sabiduría de la
tierra. Altamente protectora, nos hace espontáneos y abiertos, pacíficos y optimistas, alejando la
depresión y la apatía. Otorga seguridad mental, equilibrio en la esfera emocional, confianza en
uno mismo y estimula la creatividad. Para obtener un efecto potenciado es necesario mantenerla
bien apretada contra el cuerpo.

—Y aquí pones las facturas una vez registradas. ¿Está claro?


—Todo claro.
Britta toma los últimos apuntes y después cierra el cuaderno con aire
satisfecho. Tras un curso acelerado de un par de semanas, conoce el negocio casi
mejor que yo. Y eso es positivo, puesto que desde hoy se quedará en mi lugar.
Cuando le pedí que trabajara en El Corazón de Jade en mi puesto, su rostro
me dio una respuesta elocuente. No se lo esperaba, pero la idea la conquistó de
inmediato. Y en estos días en que hemos trabajado codo con codo me he
convencido de haber tomado la decisión correcta; ella es perfecta para vender
nuestras piedras de la felicidad.
Hoy es su primer día de trabajo oficial y está de muy buen humor. Es
divertido verla tan emocionada y me río con sus bromas, aunque no me sienta a
gusto ni la mitad de lo que doy a entender.
Cuando sale a mirar si el taxi que he llamado para llevarme al aeropuerto
está llegando, me siento sola y presa de un millón de dudas. Volver a empezar de
cero, sola y en el otro extremo del mundo, no será fácil. Por un momento terrible
tengo tanto miedo que estoy tentada de volver atrás y decirle: «Bueno, solo
estaba bromeando... No me voy.»
Toda la seguridad que sentía, en cuanto tomé la decisión, hoy parece haberse
esfumado. He dejado una vida segura por algo desconocido y lejano, a la
búsqueda del sueño, etéreo y esquivo, de cuando era pequeña.
Vacilo.
Cojo aire y ánimos para refrenar las lágrimas. Sé que no será fácil y a
menudo me sentiré presa del miedo y la nostalgia, pero los diamantes solo
pueden nacer del fuego.
—¿Te vas?
La familiar voz me hace volver. En la puerta está Laura, que primero deja
caer la mirada en las maletas apoyadas contra el mostrador y luego me mira con
curiosidad.
Me enjugo rápidamente los ojos con la manga y esbozo una sonrisa forzada.
—Sí. A Tailandia.
La madre de Leonardo me escudriña, justamente como hace su hijo cuando
lee dentro de mí sin necesidad de que yo hable. Era la última persona que
necesitaba ver hoy.
—Lo tuyo tampoco son unas vacaciones esta vez, ¿verdad, cielo? —me
pregunta. Su tono es melancólico y entiendo que se refiere al viaje forzado de
hace muchos años.
Hago una mueca de rendición.
—No —murmuro, y el dolor sordo que siento en el pecho me lleva a aquel
momento.
Laura se acerca, no añade nada más, pero mira alrededor.
Sorbo con la nariz.
—¿Necesitas algo?
—Quería una de vuestras piedras de la felicidad.
—Sí, es verdad. ¿Tenías en mente algo especial? —digo, intentando asumir
un aire vagamente profesional.
—No. No es para mí. Es para Leo. —Basta el nombre para que mi corazón
redoble sus latidos. ¡Qué idiota es este músculo involuntario!—. En estos
últimos días está más silencioso que de costumbre. Parece inquieto, preocupado
—me confía Laura con aire meditabundo.
—Bueno... es comprensible... con la llegada del niño.
—¿Qué niño? —me interrumpe, y el signo de interrogación en su cara me
hace comprender que he metido la pata.
«Felicidades, Luna, evidentemente iba a ser una sorpresa y tú la has echado a
perder.»
—¡Ay, Dios! Lavinia me dijo... Y yo pensaba que tú... —farfullo presa del
pánico. Quiero arreglar el desaguisado, pero no sé cómo—. ¡Dios, lo siento!
Esto... me he equivocado. No quería decir eso. Mmm... ¡Haz como si no te
hubiera dicho nada!
Laura me mira fijamente, confusa, por un momento interminable en el que la
cara me pasa del rosa al cereza y luego al burdeos de pura vergüenza. Me
apresuro a cambiar de tema, aunque el daño ya está hecho.
—Bueno, estábamos diciendo que una piedra para Leo... Esto... Leonardo.
¡Sí! —balbuceo, agarrando piedras de los expositores que hay detrás de mí. Me
detengo unos instantes esperando calmarme. Ahora regreso a aquella tarde de
septiembre de hace tanto tiempo, a la sombra de un cerezo al fondo del jardín.
Vuelvo a ver al niño ardilla que trepa triste y asustado por el plátano que hay al
comienzo del parque, con su carita húmeda de lágrimas.
Un abismo se abre en mi pecho y de repente sé que lo que estoy buscando
está justamente delante de mí.
Mis manos se apresuran a abrir el cierre de la pulsera que llevo puesta y, con
el corazón desbocado, quito la piedra de ágata musgosa que me ha dejado el
abuelo.
Entonces cojo aire hondamente y me vuelvo.
—Aquí está. Esta es la piedra que le sirve, el ágata musgosa —digo
mostrándosela, y la piedra resplandece en sus estrías verdes, que recuerdan al
musgo. Ahora que conmigo ya ha cumplido su magia, es justo que transmita sus
flujos benéficos también a Leonardo—. Es una piedra guía para el alma, que
ayuda a avanzar en la vida, transmitiendo confianza y esperanza. Libera de las
cadenas del miedo, empujando a la acción después de haber vacilado mucho
tiempo. Permite volver a empezar de cero, inspirándonos con pasión.
Y quiero todo eso para Leonardo, porque de repente me doy cuenta de que
Giulio tiene razón: si amas a una persona, quieres que sea feliz por encima de
cualquier cosa. Por eso quiero que Leonardo esté bien, que también él vuelva a
empezar de cero, con su nueva familia, aunque ello signifique que estará lejos de
mí.
Laura me escucha en silencio y luego asiente.
—Estoy segura de que él lo entenderá.
Un nudo me estrangula la garganta.
—Sí, él conoce el significado de las piedras y esta lo ayudará, ya verás.
—Estoy segura —dice, y clava sus ojos negros en los míos, provocándome
un escalofrío—. Por eso he venido aquí.
Me mira fijamente por un tiempo que no sabría precisar, pero lo suficiente
para hacerme recordar la mirada hipnótica de su hijo cuando habla sin palabras.
—¿Cuánto te debo? —pregunta finalmente.
—¡Oh, no, nada! Es... es un regalo de despedida, digamos. —Me esfuerzo en
decirlo con una sonrisa, pero me sale torcida.
Laura suspira.
—¿Sabes? Cuando el año pasado inauguraron este edificio, no lo acababa de
creer. Mi pequeño Leo, mi leoncito, después de todo lo que había pasado por
culpa de su padre y mía, había sido capaz de crear algo tan fantástico.
Su voz se rompe y el dolor del pasado se vierte en sus ojos, de repente
humedecidos. Respirando hondo intenta no perder el control. Yo hago lo mismo.
—El día de la inauguración me subió al tejado. Solo él y yo, nadie más. Me
confió que aquel era su lugar preferido. ¿Y sabes por qué?
—Porque desde arriba se logra ver los problemas con otra perspectiva —
respondo con voz apagada.
Ella me sonríe comprensiva y sacude la cabeza.
—También, cielo. Pero es sobre todo la luna la que lo inspira, y allá arriba le
parece tocarla. —Se encoge de hombros—. La luna siempre lo ha inspirado... —
añade, lanzándome una mirada significativa que me golpea como un dardo de
fuego en el pecho.
De golpe recuerdo que el nombre del edificio es Moonlight, «Claro de
Luna», y mi corazón se salta un latido. Es muy amable por su parte comentarme
esto justo ahora, a punto de marcharme y cuando ya no lo veré más, que su hijo
ha construido este edificio pensando en mí.
—Por eso eligió estudiar arquitectura en Bangkok. Porque un día tú le dijiste
que podría hacer lo que quisiera. No lo ha olvidado nunca.
Laura continúa mirándome con esos ojos penetrantes, como para asegurarse
de que el mensaje me llega correctamente.
El nudo que me impide hablar es la confirmación que buscaba. Sé que no lo
hace adrede, pero deseo que se vaya lo antes posible.
Cuando me estrecha en un largo abrazo de despedida, tengo que hacer un
esfuerzo por no romper a llorar.
—Buen viaje, cielo, espero que encuentres lo que estás buscando —me dice,
y yo pienso que es en eso en lo que debo concentrarme ahora, para no perder pie.
Estoy preparada para empezar una nueva vida sin su hijo, he sobrevivido ya
una vez sin él. Puedo hacerlo otra vez. Ahora, sin embargo, no quiero que me
salven ni protejan. Quiero buscar mi camino yo sola: soy un diamante; estoy
hecha de fuego.
Lograré encontrar lo que soy y cuando no sepa dónde buscar, las piedras me
indicarán la senda.
Una fuerza renovada me recorre las venas. Siento que puedo y debo hacerlo.
Sola.
56
Amazonita
Piedra de transformación que infunde determinación, confianza y sentido de libertad. Conocida
también como «piedra de la esperanza», inspira seguridad en uno mismo. Refuerza la capacidad
de tomar decisiones y nos vuelve perseverantes, ayudando a llevar a cabo lo que se ha
comenzado. Llevarla en contacto con la piel está indicado para hacer madurar la fuerza de
voluntad necesaria y eliminar los malos hábitos (por ejemplo, el tabaco).

Cuando veo a Jade que viene a mi encuentro atravesando el jardín con los
brazos abiertos y los ojos llenos de lágrimas, me hago una vaga idea de lo que
debía de experimentar el abuelo cada vez que volvía con ella.
Jade es el orden. Es esa luz que el abuelo había seguido a más de nueve mil
kilómetros al este hacia Chanthaburi, hacia la magia de las piedras, hacia el amor
verdadero.
Soy consciente de que para encontrar mi camino he de andar el sendero que
él trazó, apoyando los pies sobre sus huellas imborrables. No sé si mi camino
será el mismo que él recorrió, pero sí que tengo claro que tengo que partir de
aquí.
Jade y yo permanecemos abrazadas largamente. Nos estrechamos para
colmar el vacío dejado por el abuelo; ver su reflejo aún vivo en sus ojos me hace
sentir su ausencia como nunca antes.
Cuando ya no hay más lágrimas que verter, me pasa un brazo por los
hombros y me acompaña al interior.
—He preparado té —me dice con una sonrisa. Y es justamente en su sonrisa
donde encuentro la respuesta a todas mis dudas, la certeza de haber tomado la
decisión correcta al venir aquí.
Dejo el equipaje en el salón y la sigo al jardín, donde nos sentamos en las
mecedoras, bajo las palmeras.
Aunque estoy cansada por el viaje y aturdida por el cambio horario, hay algo
que me muero de ganas de hacer desde el momento en que decidí venir aquí.
Extraigo la cajita del bolsillo y se la doy con manos temblorosas.
—Esto es tuyo —le digo, cogiendo el diamante amarillo y poniéndoselo en
el dedo—. Siempre te ha pertenecido a ti, su verdadero amor.
Ella pasa su mirada incrédula del anillo a mi rostro, incapaz de hablar. Y ante
mí aparece la dieciochoañera del vestido verde y la sonrisa dulce que hechizó a
mi abuelo hace muchos años.
—Gracias, Luna. No sé cómo agradecértelo —susurra.
Y yo me siento repentinamente bien, plena y satisfecha, como cuando pones
la pieza que faltaba en un puzle y la imagen cobra vida. Finalmente, la reina de
Chanthaburi puede llevar consigo lo que siempre le ha pertenecido, el símbolo
de un amor intemporal.
Tras una larga pausa, vuelve a hablar.
—Me llamó cuando descubrió que tenía un tumor, el año pasado.
Un escalofrío me sacude.
— ¿Tenía miedo?
—No. No temía morir; temía morirse sin tener la certeza de que tú eras feliz.
Se me cae el alma a los pies.
—Porque, en su opinión, yo no lo era...
Jade sacude levemente la cabeza.
—No —murmura, y pienso que el abuelo siempre supo más cosas sobre mí
que yo misma. Y ahora mismo lo echo terriblemente de menos. A mi lado, Jade
respira hondo, y añade con una nota melancólica en la voz—: Cuando descubrió
que estaba enfermo comenzó el calvario de las curas y las insufribles pruebas
clínicas. Un día se encontraba en el vestíbulo de un centro médico esperando su
turno, y de repente entró Leonardo. Al verlo, su estupor y su alegría fueron tan
fuertes que se quedó paralizado, en estado de shock. Sin embargo, Leo no lo vio
y fue hacia la chica de recepción, que lo llamaba «amor». Pietro hubiera querido
correr para abrazarlo, pero Leo fue a sentarse en un extremo de la sala donde, de
espaldas al mostrador, no podía verlo.
»Con muchas dificultades, Leo había decidido mantener la promesa que le
había hecho hacía tanto tiempo, de no buscarlo más, aunque sabía por mí que
estaba en Milán, de modo que él pudiera rehacer su vida. Solamente había hecho
una excepción a esa promesa: había trasladado la tienda a la planta baja del
rascacielos que había construido Leo. Cuando le revelé el nombre que le puso,
Moonlight, Pietro comprendió que, aunque le había pedido que se fuera de su
vida para así romper con el pasado para siempre, evidentemente Leo no había
dejado de mirar al cielo y buscar la luna. Establecer la tienda allá le pareció un
tributo a todo aquello que habíais sido.
»Y aquel día en el centro médico se le ocurrió una idea para forzar al destino.
Volvió allá para dejar los folletos de promoción de la tienda. Sabía que las chicas
no nos resistimos a la fascinación de las piedras preciosas y a sus propiedades
ocultas, e imaginaba que tampoco Lavinia permanecería inmune a su encanto.
»Estaba seguro de que sus fieles piedras tampoco lo traicionarían esa vez y
harían el resto. Atrayendo a su novia sabía que, de alguna manera, llevaría a la
tienda también a Leonardo. Las piedras lo llamarían y él seguiría su voz. Sabía
que tenía que respetar su voluntad, pero ahora que el destino le estaba dando una
segunda oportunidad para llevar a cabo aquello que no había conseguido la
primera vez, tu abuelo estaba decidido a que no se le escapara. No en ese
momento, cuando ya tenía un cáncer.
»Me decía que con un cáncer en estado avanzado no tiene uno tantos
escrúpulos y la vida se ve desde otra perspectiva, la del que no tiene nada que
perder. La primera vez se había rendido, precisamente él, que aconsejaba a todos
que no se rindieran nunca y que continuaran siempre buscando. Se había rendido
y no se lo había perdonado. Por ello tenía aún una última cosa que hacer:
resolver sí o sí esa situación que había quedado en el aire, antes de irse.
Esbozo una sonrisa amarga.
—Y lo logró. El problema es que hizo incluso demasiado.
Jade me dirige una mirada meditabunda.
—No, Luna. Él solo hizo que os reencontrarais. El resto lo hicisteis vosotros.
Hay algo en la sabiduría de esta mujer que desborda, pero con amabilidad.
Tiene razón, el resto lo hicimos nosotros.
Medito unos instantes sobre todo lo sucedido y hay todavía alguna cosa que
no me encaja.
—Tan solo me pregunto por qué, si el abuelo sabía que no era de verdad feliz
con Giulio, le dio el anillo igualmente...
—Se lo pregunté yo también, el día que me contó que te habías prometido.
—¿Ah, sí? ¿Y qué respondió?
—Que me equivocaba y que él había hecho exactamente lo que había dicho
siempre: te daría el anillo cuando encontraras el amor verdadero. Y tú ya lo
habías encontrado. Leonardo había vuelto a tu vida justo el día anterior. Él lo
sabía porque había sido Leonardo en persona quien lo había llamado para
preguntarle si por casualidad podía intentar explicarte su historia, volviendo a la
tienda el día después.
Me cuesta rememorar esos días y asimilar las palabras de Jade. Cuando lo
hago, ubico aún una pieza que le falta al puzle.
—Vale, pero podría haberme casado igualmente con Giulio...
Jade sonríe.
—Él sabía que no lo harías. No después de haberte reencontrado con tu
piedra gemela.
Asiento, incapaz de replicar.
Seguimos un buen rato hablando del abuelo. Ella me cuenta la vez en que
fueron al Museo de Eranwan y expresaron su deseo de estar juntos para siempre.
En cierto modo, me dice, aquella plegaria se cumplió; a pesar de la distancia que
los separó siempre, sus corazones continuaron latiendo al unísono.
Después me cuenta más cosas y yo descubro una vez más aspectos del
abuelo que no conocía, algunos divertidos, como el miedo incontrolable que le
tenía al jing-jok, un pequeño lagarto que se encuentra en casi todas las casas.
—Estoy cansadísima... Perdona si te dejo sola —digo poco después, cuando
siento los párpados pesados.
—¡Oh, pero si no estoy sola! Él está conmigo. Siempre está conmigo —dice,
mirando la mecedora que oscila después de que me haya levantado.
Me dirige una sonrisa cómplice, que me produce un escalofrío en la espalda.
Le sonrío, mientras una parte de mí espera que tenga razón.
Cojo el equipaje y lo llevo a mi habitación. El pensamiento de que una vez
fue la de Leo me emociona, pero intento sacudírmelo antes de que me haga
daño. Tras una larga ducha para eliminar el cansancio del viaje, me ocupo de
deshacer la maleta. No sé cuánto tiempo me quedaré, pero ahora que estoy aquí,
el corazón me late intensamente, más por la esperanza que por el miedo. Ha sido
suficiente la dulce cercanía de Jade para reponerme; o acaso sea obra de este
lugar, no lo sé.
Todos los sitios que quiero ver y las cosas que quiero hacer me producen un
inesperado entusiasmo. Las manos me tiemblan ante esos nuevos deseos
mientras abro el armario para meter algunos jerséis y pantalones. Cuando ya no
queda espacio, abro la otra puerta, y en ese momento recuerdo que estaba
estropeada. Espero que se me caiga encima, pero no ocurre.
«Quizás alguien la ha arreglado», pienso. Sin embargo, después mi mente se
paraliza cuando veo lo que hay dentro. Está recubierta de incisiones, como una
pared rupestre adornada con figuras primitivas.
Aquí las figuras son todas iguales, una serie ordenada de pequeñas
medialunas que se extienden sobre toda la superficie de madera. Arriba, como si
fuera un título, una frase ocupa toda la extensión de la puerta: «Mis noches sin
Luna.»
El corazón se me dispara y los ojos se me llenan de lágrimas.
Me amaba.
Este es el primer pensamiento que me viene a la mente, claro, límpido, un sol
que ilumina todo mi cielo.
En los tres años que estuvo aquí, Leonardo no dejó de pensar en mí ni un
solo día. Me parece estar viéndolo, despierto cada noche mirando el cielo y
consumiéndose en la nostalgia. Prisionero de una vida que no había elegido,
contaba los días que nos mantenían separados. Igual que mi abuelo, que llevaba
la cuenta de los que pasó lejos de Tailandia, del amor de su vida.
Me equivocaba. Me he equivocado siempre. Leonardo me amaba, me amaba
de verdad.
Con dedos temblorosos toco una por una las señales de su amor por mí.
Sonrío al recordar cuando estuvimos juntos, hace solo unos meses, y me dijo
que esta puerta estaba estropeada y no se podía abrir: ahora entiendo por qué se
sentía tan avergonzado y torpe... y una ola de ternura me invade.
Esta es la más grande declaración que me hayan hecho jamás, y, en la
maraña de emociones que experimento, algo encuentra finalmente su lugar.
Lo que más he deseado en todos estos años es la certeza de que aquello que
habíamos vivido juntos era cierto. No necesitaba gestos llamativos, ni torrentes
de palabras, sino solo la certeza de que aquello había sucedido, que había habido
un momento en que él me había amado de verdad.
Ahora lo sé, ahora lo veo ante mis ojos en todo su doloroso tormento, que es
exactamente el mismo que he pasado yo.
Por un tiempo ha sido verdadero amor. Al menos por un momento ha sido
mío. No sé cómo, con la distancia de tanto tiempo, me produce todavía este
efecto.
Contemplo en silencio la puerta abierta, como una reliquia preciosa que hay
que custodiar con devoción. Siempre echaré de menos a Leonardo. Me
preguntaré el resto de mi vida cómo hubiera sido si aquella noche su padre no lo
hubiese comprometido, si yo hubiera sido menos testaruda y orgullosa y hubiera
aceptado sus piedras junto con sus excusas, si hubiera escuchado su lejano
silencio cargado de palabras.
Y aún más: dónde estaríamos ahora si el día que estuvimos en Ciappanico él
no se hubiera detenido, si yo no le hubiera agredido nuevamente cuando regresó
para hablar conmigo, y si Lavinia no estuviera embarazada...
Con un largo suspiro de resignación me tumbo, aniquilada por la nostalgia
del futuro que nunca viviremos.
«Un día todo pasará», me digo.
«Tú lo intentaste, nos diste una oportunidad —acabo, diciéndole al abuelo—.
Evidentemente, no era nuestro destino.»
57
Diamante
El nombre deriva de la palabra griega adámas, que significa «acero» y enfatiza su singular
dureza. Los griegos creían que el fuego del diamante reflejaba la llama constante del amor
eterno. Así, con el paso de los siglos, los diamantes se han convertido en el regalo de amor por
excelencia. Por su fuerza e incorruptibilidad el diamante es la piedra de la solidez y la
perfección, no hay piedra preciosa que tenga la fascinación, la historia, la luz, la dureza y el
esplendor del diamante.

Seis meses después

Me arrodillo y vuelvo a excavar en el barro donde lo dejé ayer. Después de la


lluvia de esta mañana, la tierra roja y densa está anegada de agua. El bosque
tropical produce sonidos a nuestro alrededor: los pájaros que cantan, el agua que
burbujea y Channarong que, bajo la tienda de campaña, habla, habla y habla.
El viento susurra entre las hojas; es el aliento de este lugar en el corazón de
la provincia de Ratanakiri, que en lengua jemer significa «montaña de las
piedras preciosas», por la facilidad con que se encuentran ópalos, amatistas y
circonios. Es por los famosos circonios azules que Channarong y yo vinimos a
Camboya hace un par de semanas, siguiendo las instrucciones de algunos amigos
suyos que han localizado un probable nuevo yacimiento aquí, en los lejanos
confines de Laos y Vietnam.
Estamos excavando un hoyo de más de diez metros, más algunos nichos
laterales a lo largo del túnel que sirven de peldaños para bajar bajo tierra. Según
Channarong, las primeras gemas se encuentran a unos seis metros de
profundidad, o al menos así lo entiendo yo. Nos llevará al menos dos días más
completar la excavación, con la ayuda de dos mineros que se alternan en turnos
de cuatro horas. Uno de ellos, Arun, excava y llena un contenedor que eleva
hasta la superficie su hermano Phirun mediante un cabrestante. Los cubos se
vuelcan luego en el suelo para tamizar a mano su contenido. Es un trabajo largo
y meticuloso que hacemos yo misma y otros amigos de Channarong procedentes
de Laos.
Todos hacen una pausa en este momento; yo, sin embargo, me siento tan
electrizada que no quiero parar. Siento que estamos a punto de encontrar algo, la
excitación me impide cansarme. Sé que he nacido para esto y, finalmente, ya no
tengo miedo. Al final, he terminado siendo como Amanda Johnson, lo que
siempre he querido ser: una mujer fuerte, una cazadora intrépida.
En estos últimos meses me he puesto a prueba y la he superado. No ha sido
fácil. Al principio lloraba casi a diario y más de una vez fui al aeropuerto para
comprar un billete de vuelta a Milán.
Sin embargo, con el tiempo, paso a paso, he llegado hasta aquí. Al final del
recorrido he encontrado una Luna diferente, más valerosa e independiente, que
sabe cuidar de sí misma y no necesita confiar en nadie.
La independencia me hace sentir libre y en condiciones de elegir mi camino
día a día. Dejo que sean las piedras las que lo señalen, porque ellas conocen el
sendero. Son el sendero. Y el mío ahora está vivo como nunca.
Soy feliz.
He mantenido la promesa hecha a Giulio y cada mañana me levanto con una
sonrisa en los labios porque tengo todo lo que quiero: yo misma. Mi fuerza. Y
mis piedras.
El abuelo se sentiría orgulloso de mí, y esta certeza me da fuerza para seguir
adelante. También la pequeña Luna, la que vivía de pan y piedras, lo estaría.
Desde que lo vi en manos del abuelo, soñaba con un maravilloso collar de
circonio de Ratanakiri.
Si hoy estoy aquí también es por ella, para encontrar uno por mi cuenta.
Estoy excavando en el barro buscando la famosa piedra azul, cuando un par
de manos se ponen a cavar a mi lado.
—Maldita sea, en todos estos años no has cambiado nada. Pareces un perro
buscador de trufas, Medialuna.
El corazón se me sale del pecho. Levanto los ojos y dejo de respirar.
—¿Qué estamos buscando exactamente? ¿Cacoxenita tal vez?
Sacudo la cabeza, incapaz de hablar. Continúo mirando a Leonardo, que
excava a mi lado con energía.
—La piedra menos valorada del mundo —murmura—. Un día haré una
petición para que sea internacionalmente reconocida entre las piedras más
preciadas.
El estupor de verlo aquí crea un vacío dentro de mí.
—¿Qué... qué significa?
—Que no es justo que sea relegada entre las piedras de menos valor, aquellas
que nadie conoce...
Parpadeo.
—No, no la piedra. ¿Qué significa esto? ¿Por qué estás aquí?
Él sigue excavando y sus ojos encuentran los míos.
—He dejado a Lavinia —dice de sopetón—. Después de nuestra última
«conversación» en tu tienda me quedé perplejo y me encerré en uno de mis
silencios. Estaba por los suelos y no sabía qué hacer. Después de hacerte daño a
ti, no quería también hacérselo a Lavinia. Pero luego pensé que quedarme con
ella solo por miedo a hacerla sufrir no era justo, ni para mí ni para ella. Pero,
sobre todo, me acordé de lo que me dijo al oído Jade en el aeropuerto antes de
que nos marcháramos, y eso es lo que hice.
—Lo siento... —digo, y soy sincera. Pienso en aquel niño a punto de nacer y
no quiero que se destruya una familia por mi culpa.
—Lo sé, también yo —asiente y, como si me leyera la mente, añade—: Lo he
pensado largamente, hasta atormentarme, y tengo que decirte que habría
sucedido de todas maneras. El viaje a Tailandia solo ha acelerado los tiempos,
probablemente. El niño que quería tanto únicamente habría colmado la distancia
insuperable entre ella y yo. Pero no se tienen hijos para eso.
Me lanzo.
—Ya. ¿Y el niño?
—Nunca ha habido niño. —Enarca las cejas y sacude la cabeza—. Un día,
poco después de tu marcha, vino mi madre farfullando no sé qué de un nieto en
camino. Me dijo que había hablado contigo. Pedí explicaciones a Lavinia, y ella
al final me confesó que te había comentado que estaba embarazada solo para
mantenerte a distancia de mí.
—Oh. —Es todo lo que soy capaz de decir.
Sonríe ante mi expresión de estupor.
—Aquel día, sin embargo, mi madre también me dijo otra cosa. Que tú le
habías dado esto para mí.
Aparta las manos del barro y me muestra una pulsera de cuero en la que
están insertadas dos piedras de ágata. Las reconozco al instante: una es la que le
regalé la primera vez que lo vi, y la otra es el ágata musgosa que le di a Laura
para él.
—He comprendido que querías que dejara de estar triste, como aquella vez...
que comenzara de cero —dice, alegremente—. Un nuevo comienzo. Por eso
estoy aquí.
El corazón se me sale del pecho.
Leonardo respira hondo.
—Cuando nos reencontramos pensé que el destino (bueno, Pietro) quería
darme una segunda oportunidad para explicarte lo que me había pasado. Al
principio solo quería que me perdonaras. Pero luego quería volver a ser tu
amigo. Y quise estar cerca de ti cuando tu abuelo agonizaba. Y, después, sin
embargo, me di cuenta de que quería estar demasiado cerca de ti...
—¿Y ahora qué quieres? —Le sostengo la mirada, aunque el corazón me late
violentamente.
Él sonríe.
—Lo que siempre he querido: a ti.
Una larga pausa, durante la cual el mundo cambia de color. La luz de la tarde
se abre paso entre los árboles, intensa y vibrante.
Mi corazón se desboca.
—¿Qué... qué te dijo Jade en el aeropuerto?
—Me dijo: «¿Sabes, verdad, que ahora ya nada será como antes? ¿Y que no
es fácil que, en determinado momento, tengas que tomar una decisión inevitable
porque lo que ha sucedido aquí en estos días lo cambia todo? Pero sé que sabrás
elegir. Es más, creo que en verdad ya has elegido, porque nunca he visto nada
más hermoso en el mundo que la manera como la miras y cómo ella te mira a ti.»
Estoy tan conmocionada que no logro ni pensar.
—Imagino que ahora debería decir algo, pero tengo la mente en blanco.
—Vale. Entonces hablo yo, dado que no lo hice cuando debía.
Me toma las manos llenas de barro y se aclara la voz.
—Te quiero, Medialuna.
No doy crédito a lo que oigo; a mi pesar, los ojos se me llenan de lágrimas.
Una leve sonrisa asoma en sus labios, mientras me dice lo que nunca me había
dicho.
—Te he querido desde el primer momento que te vi, cuando me diste el ágata
para infundirme valor. Te he querido en las sonrisas, en las miradas, en los besos
y en los silencios. Te he querido mucho la única vez que fuiste mía. Te he
querido cuando te tenía cerca y también cuando estabas lejos. Siempre has
estado en mis pensamientos, Luna. Día y noche. Nunca he querido a otra como
te he querido a ti.
Me enjugo una lágrima con el dorso de la mano. Me siento arder.
Sus ojos se detienen en mi rostro por un largo instante en que ninguno de los
dos es capaz de hablar.
—Te has ensuciado —dice finalmente.
Le sonrío y él insiste.
—No. ¡No estoy bromeando, esta vez es verdad!
Me restriego la mejilla con el brazo y me percato de que realmente está
manchada de barro.
Sonreímos y el mundo entero se hace más pequeño hasta convertirse en una
pequeña franja de tierra en la Tailandia meridional, en un agujero en el suelo y
en un muchacho arrodillado ante mí.
—¿Estás aquí para quedarte? —pregunto.
—Estoy aquí porque estás tú. —Me sonríe—. Si un día quieres ir a buscar
diamantes a Sudáfrica, estaré allá. Si son los zafiros de Sri Lanka los que te
llaman, yo te seguiré. Y cuando insistas en ir a Baviera a buscar el más grande
yacimiento de cacoxenita del mundo, ¡puedo asegurarte que allí estaré contigo!
Me río.
—¡De eso no tengo duda!
No obstante, él se pone serio y me clava su mirada negra y penetrante.
—Tampoco dudes de lo demás, Luna. Soy feliz donde estás tú. Eres la única
en el mundo que me hace brillar. Siempre lo has sido.
Luego sus labios están en los míos, nos besamos.
No es el beso ardiente y desesperado que nos dimos hace unos meses en casa
del abuelo. Es un beso delicado, silencioso, atento.
Y ahora me siento más fuerte, porque si sola me basto a mí misma, con él sé
que soy indestructible.
Pero todavía no puedo creer que esto esté sucediendo realmente. Después de
todo lo que ha pasado, después de todos estos años. Entonces parece ser cierto;
el tiempo, a veces, ha de rendirse a la evidencia del amor.
Eso pienso de las piedras.
Han nacido en las entrañas de la tierra, del choque de energías potentísimas.
Han resistido presiones enormes a temperaturas increíbles, a las erupciones
volcánicas, y de su fuerza han creado su vida. De las profundidades más oscuras
han resurgido a la luz del sol y allí otra vez han vuelto a resistir. A la violencia
del agua y a los azotes del viento, al ímpetu de los ríos y a las vibraciones de la
luna.
Han resistido, porque las piedras son pacientes, increíblemente tenaces.
También el amor verdadero es así. Necesita fuerza, sacrificio, una resistencia
infinita. Es un diamante al que el tiempo no atemoriza, ni las tempestades, ni la
furia de los elementos. El amor resiste. Espera. Y continúa vibrando para
siempre.
Epílogo
Siete años más tarde

—«Y así, los piratas excavaron ese agujero gigantesco en la cima de la


montaña para esconder todo el oro robado a los barcos chinos. Pero hasta el día
de hoy nadie lo ha encontrado...»
—¡Yo lo encontraré, papá!
—Te he explicado que solo es una leyenda, cielo. Probablemente se trataba
de un mero pozo lleno de agua...
—Mmm. Según Audon el oro de los piratas existe de verdad.
—Audon es una niña muy fantasiosa.
—¡Y también muy molesta! No jugaré más con ella. Hoy me ha puesto una
salamanquesa en los calzoncillos porque no le he dejado usar mi cincel. Se lo he
explicado muchas veces, que eso era del bisabuelo y que no se toca, pero ella
insiste. A veces, es dura como... como... ¿como el diamante, papá?
—Sí, es el diamante.
Se ríe.
—No la soporto. ¡Me hace enfadar mucho!
—Algo de eso sé, pequeño mío. Los diamantes son las piedras más preciosas
que existen, se requiere mucha paciencia con ellos, pero no tienen igual.
Por un instante solo oigo el roce de las mantas, luego de nuevo a Leo que
habla.
—Ahora duerme, que mañana será un día muy importante.
—¿Puede venir Audon también mañana?
—Pues claro.
—Vale. Buenas noches, papá.
—Buenas noches, Pietro.
Sonrío. Siempre me descubro sonriendo cuando los oigo charlar así. Son
divertidos, son mis hombres.
Con la ternura que me colma el pecho, continúo colocando cristales en el
balcón. La amatista, la celestina, algunos ópalos, un cuarzo hialino y,
naturalmente, mi inseparable anillo con la piedra de luna, la piedra que ha
marcado mi vida.
Las dejaré aquí toda la noche para que se carguen con los influjos de la luna
llena, que, como un ojo de buey, hace resplandecer el jardín de Jade.
Las conversaciones que reverberan en el porche rompen el silencio nocturno,
sobre todo las risotadas de Britta, que, tras haber dado buena cuenta del sabai
sabai, a su marido Carlo le ha dado por llamarla «Brilla».
Creo que está riendo por algo que acaba de decir Channarong; quizá
solamente en estado de embriaguez sea posible entender lo que dice. También mi
madre, Laura y Alfredo se unen al coro... probablemente ellos mismos están
también algo achispados. Han venido todos aquí, para la fiesta de mañana.
Jade no se ha quedado con ellos. Como cada noche, después de la cena se ha
preparado el consabido cha y ha ido a sentarse bajo las palmeras, en su
mecedora favorita. Los últimos años se han depositado en su rostro con una
gracia inexorable, una pátina de cansancio que tiene algo de nostalgia. Me quedo
hechizada observando la serena suavidad de sus rasgos, hasta que un vaso de
leche chocolatada se me cruza en el ángulo de visión, tapándome la escena.
—Para ti. —Leo me pasa la mano por la cintura y me sonríe; su mirada de
obsidiana nunca me ha parecido tan chispeante.
—Gracias —digo, y mi sonrisa deja paso a una expresión de curiosidad.
Enarco una ceja—. ¿Se puede saber por qué le has dicho que el tesoro de los
piratas es solo una leyenda y que no existe?
Leo entorna los ojos, como si se me estuviera escapando algo obvio.
—¡Porque así podemos ir a buscarlo nosotros!
—Ah, vale. ¡Entonces ahora solo tienes que convencer a la pequeña Audon
de que se equivoca y así podrás ejecutar tu oscuro plan a costa de dos pobres
niños de cinco años! —replico con una mueca jocosa.
—Y tú vendrás conmigo.
—Obviamente —digo, antes de que se incline para besarme, riendo sobre
mis labios.
Nos abrazamos en la brisa de la noche que levanta mis cabellos y los hace
ondear.
Delante de nosotros está Koh Samet, la antigua residencia de los piratas, que
se eleva misteriosa desde el resplandor del mar. Nos quedamos en silencio
mirándola y de ahí la mirada corre hacia el futuro que nos espera.
—Entonces, ¿está todo listo para mañana? —me dice en cierto momento.
—Claro, por supuesto —lo tranquilizo—. La carroza con caballos blancos ya
está en el callejón, las cien palomas amaestradas están preparadas para alzar el
vuelo y formar en el cielo nuestros nombres encerrados en un corazón gigante.
—Si no hay palomas amaestradas lo mando todo al carajo, te lo advierto —
dice Leo, tratando de permanecer serio mientras yo suelto una sonora carcajada.
Con una mirada entregada, me coge un mechón que el viento ha levantado y
me lo coloca detrás de la oreja. Después suspira.
—Y así, finalmente, Medialuna se convertirá en mi mujer. ¿Quién lo iba a
decir?
Frunzo los labios.
—¡Por descontado que yo no!
—¡Y estaremos juntos para siempre! —exclama mientras delante de nosotros
se abre la cortina de aquello que habrá de ser.
Ahora estamos en Tailandia a la búsqueda de rubíes; hemos encontrado un
filón y estaremos aquí mientras nos quede yacimiento. Apuesto a que Jade
espera que no se agote nunca, con lo que tendrá la posibilidad de pasar los días
en compañía de nuestro pequeño Pietro, un terremoto de dulzura.
No sé adónde nos llevarán las piedras después. Tal vez a Madagascar a la
caza de zafiros, o a Colombia a la búsqueda de esmeraldas. Lo que sí que sé es
que, dondequiera que nos encontremos, no dejaremos nunca de buscar. Los
tesoros más grandes están bien escondidos, los diamantes se hunden en el barro.
Por eso, como siempre hemos hecho, Leo y yo seguiremos las piedras, ellas nos
señalarán el camino.
Sonrío ante ese pensamiento, pero, en vez de decírselo, le espeto indignada:
—¡Yo no quiero estar contigo para siempre!
Él frunce el ceño, fingiéndose sorprendido. Es tan tontorrón, tan hermoso.
—¿Ah, no? —me dice, y me estrecha más aún y me besa con ímpetu. No sé
cómo se lo monta, pero en cada ocasión es capaz de hacerme temblar las
rodillas.
—Bueno. Está bien. Tal vez quiera estar contigo un poco —digo con tono
condescendiente en cuanto consigo hablar de nuevo.
—¿Cuánto es un poco? —Me escudriña titubeante.
Me llevo el índice al mentón y pienso unos instantes.
—Mmm... Un poco un tanto largo.
—Vale, entonces estaremos juntos un poco un tanto largo... —Leo hace un
gesto afirmativo y luego levanta el meñique en el espacio vacío entre nosotros
—. ¿Prometido?
—Prometido. —Le sonrío, entrelazando mi dedo al suyo para sellar la
promesa.
Y como decía siempre mi abuelo, «una promesa es una promesa».
Leo me abraza fuerte, muy fuerte, y nos quedamos en silencio contemplando
la luna, que nunca me ha parecido tan llena como esta noche. Clarea la noche y
colorea nuestros sueños con su luz plateada. Una felicidad repentina me acomete
entre los brazos de mi eterno niño ardilla. Bajo la mirada y me encuentro a Jade
en el jardín, que, como nosotros, le sonríe al cielo, meciéndose pensativa en su
vieja mecedora. También la de al lado se mece al mismo ritmo.
Es el viento el que la mueve. O quizá no.
Del cuaderno del abuelo Pietro
Ágata

Potente piedra protectora, que infunde valor y aleja la timidez y el miedo.


Promoviendo la introspección, ayuda a hacer elecciones sensatas en cualquier
ámbito de la vida y es excelente para aquellos que tienden a reaccionar
impulsivamente, sin reflexionar.

Ágata musgosa

Llamada «piedra del comienzo», esta variedad de ágata es regenerativa,


refresca el alma y permite ver la belleza en todo lo que nos rodea. Como procesa
el odio y el resentimiento, desarrolla la capacidad de estar de acuerdo con los
demás. Para quien está a punto de tener un niño, para quien va a cambiar de casa
o ciudad, o para quien esté concibiendo un nuevo proyecto laboral, un colgante
de ágata musgosa es, sin duda, un regalo de buen augurio.

Aguamarina

Es una piedra de paz, alegría y felicidad, que asegura bienestar y éxito.


Produce un sentido de ligereza y tranquilidad, infunde confianza, nos hace
dinámicos y perseverantes, consintiendo una realización completa de uno
mismo. La utilizan los pescadores y marineros como amuleto protector durante
sus viajes por mar. Se dice que es el mejor regalo para hacerle a una novia el día
de sus nupcias, como augurio de amor y felicidad en el matrimonio.

Alejandrita
Está asociada a la disciplina y al autocontrol, y se cree que ilumina el
pensamiento y refuerza la intuición, ayudando a quien la lleva a encontrar
nuevos caminos que la lógica, en un primer momento, no ve. Potente ayuda para
la concentración y la creatividad, parece que estimula el deseo de luchar por
alcanzar la excelencia. En las leyendas rusas se dice que trae buena suerte y
amor a quien la posee.

Amatista

Del griego améthystos, «no embriagado», desde la antigüedad es considerada


útil para no perder la lucidez mental bajo el efecto del alcohol. Ofrece paz
interior, serenidad, equilibrio y armonía, y proporciona alivio en caso de
insomnio, alejando las pesadillas. Calmando y tranquilizando, elimina la
inquietud y el miedo, y es ideal para superar los momentos de tristeza ligados a
pérdidas o a daños sufridos. Es una aliada fundamental para alejar el estrés
y aprender a gestionar las situaciones difíciles con mente lúcida.

Amazonita

Es una piedra de transformación que infunde determinación, confianza y


sentido de libertad. Conocida también como «piedra de la esperanza», inspira la
confianza en uno mismo. Refuerza la capacidad de tomar decisiones y nos hace
perseverantes, ayudando a llevar a término lo que se haya iniciado. Si la
llevamos en contacto con la piel, está indicada para madurar la fuerza de
voluntad necesaria para eliminar los malos hábitos (el tabaco, por ejemplo).

Ámbar

Resina fósil con millones de años de antigüedad; se dice que en su interior se


encierra toda la sabiduría de la tierra. Altamente protectora, nos hace
espontáneos y abiertos, pacíficos y optimistas, alejando la depresión y la apatía.
Otorga claridad mental, equilibrio emocional, confianza en uno mismo y
estimula la creatividad. Particularmente sensible al calor, su efecto se potencia si
se mantiene en estrecho contacto con el cuerpo.

Andalucita

Piedra altamente protectora, era utilizada por los antiguos contra el mal de
ojo. Gracias a las potentes energías creativas de las cuales está dotada, es capaz
de transformar los pensamientos negativos en positivos. Resuelve los conflictos
y problemas y ayuda al individuo a realizarse, reforzando el sentido de identidad.
Es útil para despertar una pasión dormida o constreñida por la razón.

Angelita

La energía amable de esta piedra ayuda a volver a la pureza y la inocencia


propias de los niños. Dispersando miedos y enfados, alivia el estrés emocional
que proporciona el volver una y otra vez, continuamente, a ideas fijas y estériles,
para traer en su lugar calma, serenidad y armonía. Es aconsejable llevarla en
forma de colgante o collar, a la altura de la garganta. Si la ponemos bajo la
almohada, estimula un sueño reparador.

Apofilita

Es la piedra del cambio, perfecta para quien no quiere sentir miedo de


lanzarse a nuevas aventuras. Ayuda a ver las situaciones bajo una luz mejor, que
muestra las oportunidades que la vida nos ofrece. Aumentando la autoestima,
hace caer las máscaras y nos empuja a manifestar nuestra verdadera naturaleza y
nuestros sentimientos reales, para que los otros nos quieran como somos.

Aventurina

Amuleto de la suerte, es un imán para la felicidad. Trae consigo tranquilidad,


paciencia y facilita la curación emocional. Confiere disponibilidad para la
escucha y la tolerancia hacia el prójimo, y, estimulando la creatividad, es la
piedra perfecta para quien busca inspiración. La gente creativa debería tenerla
cerca en su lugar de trabajo para facilitar un mayor flujo de ideas.

Azurita

Piedra del intelecto, representa el deseo de conocimiento. Facilita la


expresión auténtica de los pensamientos más profundos; permite ver más allá de
las apariencias y percibir la verdadera naturaleza o los motivos de una situación
o una persona. Favorece el proceso de transformación, aumenta el deseo de
nuevas experiencias y de conocimiento, incentivando el reconocimiento del
amor. Además, está indicada para gestionar el estrés, la ansiedad, la
preocupación y la tristeza.

Berilo

Definido como «piedra del clarividente», desde siempre se ha utilizado para


incrementar la capacidad de visión y comprensión. Óptima para aliviar el estrés
y calmar la mente, esta piedra nos hace perseverantes y eficientes y ayuda a
desarrollar la confianza en uno mismo. El componente más famoso de la familia
de los berilos es la esmeralda verde, seguida por la aguamarina azul.

Blenda

Potente piedra renovadora, es una aliada preciosa en los períodos de cambio.


Ayuda a demoler viejos temores y favorece un verdadero renacimiento en los
momentos más oscuros de la vida. Reduce la inquietud y ayuda a conciliar el
sueño cuando se está preocupado. Con su uso, los pensamientos se hacen más
lúcidos y positivos y la intuición aumenta, permitiendo que se puedan cumplir
los propios sueños más fácilmente.

Cacoxenita
Conocida también como «piedra de la ascensión» porque aumenta la propia
conciencia espiritual, favorece el nacimiento de nuevas ideas y la meditación.
Aporta calma y serenidad, dando una visión positiva y una fuerza constructiva.

Calcedonia

Piedra de la comunicación, gracias a su energía benévola y calmante permite


la apertura de uno mismo y elimina el miedo a expresar los propios sentimientos
o pensamientos. Favorece la elocuencia, la escucha y la comprensión de uno
mismo y los demás. Encerrada en la mano durante una conversación, ayuda a
expresarse de manera pacífica eliminando la rabia.

Calcita

Es la piedra de la mente: favorece la autoestima, la confianza y la


estabilidad, y otorga claridad y nitidez de pensamiento. Ayuda a ver la vida
desde una nueva perspectiva y por ello permite cerrar el pasado, mirando con
esperanza hacia el futuro. Si la llevamos encima, neutraliza la energía negativa y
estimula la mente, mejorando la memoria.

Calcopirita

Esta piedra infunde energía, confianza y esperanza. Genera curiosidad y


ganas de vivir nuevas experiencias, saca a flote emociones escondidas para que
se las pueda afrontar y comprender. Estimula la atención y la concentración,
favoreciendo la capacidad de poner en relación aspectos aparentemente
desvinculados entre sí.

Celestina

Ayuda a superar los momentos difíciles, aportando serenidad, fuerza interior


y lucidez. Libera la mente del pesimismo y las preocupaciones, y favorece la
objetividad invitando a tener una visión de conjunto. Otorga confianza y alivia
los estados de opresión, angustia e impotencia, ayudando a superar los límites
personales. En casa, purifica el ambiente de negatividad.

Coral

Gema marina de la sensualidad y el afecto, favorece los cambios internos


purificando la mente y abriendo el corazón. Si la llevamos en un lugar bien
visible es un potente amuleto protector. Aleja el nerviosismo y el miedo, y
confiere valor y sabiduría. Si se le pone a un recién nacido, le asegura buena
salud.

Corniola

Considerada el emblema de la vida más allá de la muerte, los antiguos


egipcios solían colocarla en las tumbas para que acompañara a los difuntos en el
más allá. También hoy se considera un talismán contra todo tipo de negatividad
y mala suerte. Al ayudar a eliminar los sentimientos negativos, infunde vitalidad,
optimismo y alegría. Estimula las ganas de empezar las cosas con entusiasmo,
empuja a la acción y al movimiento para alcanzar los propios objetivos. Se dice
que llevarla con uno asegura la victoria.

Crisoberilo

Disolviendo la dureza hacia nosotros mismos y en nuestras relaciones con


los otros, ayuda a desarrollar las propias cualidades latentes. Gracias a esta
gema, quien es tímido y no está condiciones de expresar sus propios
sentimientos, podrá establecer más fácilmente relaciones sólidas y gratificantes;
por ello está indicada para quien busca su alma gemela.

Crisocola
Indicada para vencer el estrés emocional, infunde seguridad. Favorece la
serenidad, aleja la inquietud y aporta lucidez. Permite mantener la calma y
reflexionar sobre cómo se ha actuado en el pasado y así comprender cómo
hacerlo mejor en el futuro. Potente fuente de energía vital, contribuye a liberarse
de los sentimientos de culpa más arraigados.

Cuarzo ahumado

Llamada «cristal de las sombras», está considerada una piedra con fuerte
poder de transformación. Ayuda a superar actitudes equivocadas y egoístas,
llevando a aceptar con alegría y conciencia el cuerpo, el corazón y el reto del
cambio. Aporta la perseverancia para continuar el camino incluso cuando se
hace difícil, otorgando seguridad en lo que se elija. Se suele usar para eliminar la
negatividad y las energías no armónicas en los lugares físicos.

Cuarzo ametrino

La dualidad de esta piedra rara, que une la conciencia propia de la amatista al


dinamismo del cuarzo citrino, la hace potente en la superación de los conflictos y
en la consecución de los propios objetivos. Precioso apoyo para quien sufre de
ansiedad, depresión y cambios de humor, posee un efecto calmante y aumenta
las sensaciones de armonía y serenidad. Es aconsejable llevarlo siempre como un
colgante en el cuello.

Cuarzo rosa

La tradición popular le atribuye el poder de atraer el alma gemela a quien la


lleva. Considerada la piedra de la fertilidad y la eterna juventud, representa el
amor, la belleza, la paz y el perdón. Al ser una piedra dulce, benéfica, calmante,
capaz de curar las heridas del alma por medio del perdón, también es conocida
como «piedra del consuelo». Quien ha sufrido una separación afectiva tendría
que llevarla siempre consigo en un colgante a la altura del corazón, para recibir
alivio y calor.
Cuarzo rutilado

Antiguamente se le atribuía la capacidad de almacenar luz solar para


iluminar la mente humana. Se considera, de hecho, que puede abrir la mente y
hacer que uno encuentre la concentración. Se dice, asimismo, que puede eliminar
la sensación de incomodidad, de soledad y el sentido de culpa, haciendo así
posible la felicidad.

Charoita

Ideal para quien está emocionalmente bloqueado, dado que alivia el miedo
paralizante e infunde valor para vivir la vida al máximo. Alivia la soledad y
calienta el alma. Si la ponemos bajo la almohada antes de dormir, alivia las
pesadillas; si se usa juntamente con la amatista, amplifica su poder.

Diamante

El nombre deriva de la palabra griega adámas, que significa «acero» y


enfatiza su particular dureza. Los griegos creían que el fuego del diamante
reflejaba la constante llama del amor eterno; así, con el paso de los siglos, los
diamantes se han convertido en el regalo de amor por excelencia. Por su fuerza e
incorruptibilidad, es la piedra de la solidez y la perfección; no existen piedras
que tengan la fascinación, la historia, la luz, la dureza y el esplendor del
diamante.

Diásporo

Es la piedra guerrera, da fuerza y valor, vitalidad y protección, promoviendo


la acción y la combatividad, ayudando a quien la lleva encima a perseguir sus
propias metas y superar cualquier obstáculo. Piedra de poder, ayuda a realizarse,
a reencontrar la propia energía y a utilizarla de modo equilibrado. Es útil como
amuleto de la suerte para el entorno; si se lleva encima, ofrece una visión
optimista de la vida.
Dioptasa

Es la piedra del perdón; tranquiliza, reconforta, da paz. Su hermosísimo rayo


verde cura la tristeza, ayuda en caso de peleas y problemas variados, reforzando
el valor de amar aún más profundamente. Liberando de peso el alma, propicia la
fortuna, los sueños y el descubrimiento de las propias capacidades ocultas.
Alimenta la fantasía y ayuda a realizar los propios sueños.

Epidota

Piedra ligada a la visión, ayuda a superar los prejuicios y los bloqueos


relacionados con el pasado, facilitando la comprensión de la realidad. Nos hace
pacientes y ayuda a cambiar, induciendo imágenes de serenidad y disolviendo la
tristeza, la autoconmiseración y el rencor. Ayudando a aceptar los propios
límites, hace tomar conciencia de las propias capacidades y favorece el proceso
de renacimiento, liberando el corazón de sentimientos reprimidos y retenidos por
mucho tiempo.

Esmeralda

Según la tradición, ayuda a descubrir la sinceridad y la fidelidad de los


amantes. Piedra del éxito y la abundancia, lleva prosperidad a todos los niveles.
Su acción calmante sobre las preocupaciones ayuda a superar los momentos
difíciles y genera optimismo y vitalidad. Su energía estimula los sueños y la
imaginación necesarios para el desarrollo y para la realización de la
personalidad. Para apreciar sus efectos, se puede llevar como colgante en un
collar, de modo que caiga a la altura del corazón.

Granate

Escudo contra las energías negativas, es la piedra más adecuada en los


momentos de crisis existencial y depresión por cuanto promueve la confianza en
uno mismo, la fuerza de voluntad y la alegría de vivir, generando la
perseverancia necesaria para resolver los problemas. Un granate rojo puesto en
el dedo activa la fuerza de voluntad.

Hematite

Es la piedra de la concreción que nos hace mantener los pies en el suelo y


tener una visión de las cosas más realista. Ayuda a soportar las pruebas y
vicisitudes de la vida, organizando las energías interiores como un guerrero que
se prepara para combatir. De gran utilidad en los momentos de confusión y
desorientación, alimenta el sentido práctico y vence la excesiva tendencia a
soñar.

Howlita

Aquieta la mente y aporta una increíble calma. Puede mitigar las fuertes
turbaciones, rompiendo los vínculos que relacionan las emociones del pasado
con las reacciones del presente. Enseña el arte de la paciencia y ayuda a eliminar
la rabia incontrolada. Si la ponemos debajo de la almohada, es un óptimo
remedio contra el insomnio. Si la llevamos en el bolsillo, absorbe la rabia.

Jade

Amuleto de la suerte por excelencia, evocador de sabiduría y sinceridad, esta


piedra da fuerza, difunde paz y curación, aporta prosperidad, fertilidad, amor y
larga vida, disolviendo lo negativo. Ayuda a desarrollarse espiritualmente, a
estimular los sueños, a arrojar claridad sobre la propia vida afectiva y a tomar las
riendas de la propia existencia. Delicado y sedoso al tacto, el jade es una de las
gemas más resistentes del mundo, junto con el diamante.

Kunzita

Apta para aquellos que no consiguen liberarse de los fantasmas del pasado,
invita a vivir con intensidad el momento presente. Piedra potente para abrir y
curar el corazón, favorece liberar el amor propio y transmitirlo sin miedo,
haciendo que quien la lleve encima sea abierto y maleable frente a los demás. Al
permitir que se experimenten las dimensiones más íntimas del corazón, induce a
la tolerancia y la comprensión.

Labradorita

Antídoto contra las fantasías, está orientada a la claridad de ideas y al


desapego. Ayuda a defenderse de los engaños que nosotros mismos nos creamos,
mejora la capacidad de reconocer nuestros verdaderos movimientos y nuestras
intenciones. Nos enseña que el cambio es la verdadera naturaleza de la vida.
Absorbe la negatividad si se lleva en el bolsillo o si la frotamos con los dedos
cuando sentimos que debemos protegernos.

Lapislázuli

Conocida como «piedra de la amistad», aporta armonía en las relaciones


interpersonales. Está considerado un cristal vinculado a la verdad, puesto que
permite hablar sinceramente sin traicionar al propio corazón. Por ello facilita
expresar los sentimientos, nos hace extrovertidos y, aumentando la confianza en
nosotros mismos, permite tener una mayor integración con los demás. Ayuda a
superar el temor a hablar y exhibirse en público.

Larimar

Piedra de origen volcánico, encarna todas las propiedades del fuego en el que
se ha originado. Muy útil en casos de excesiva emotividad y para los
temperamentos ardientes: ayuda a calibrar la impetuosidad aportando calma,
como la del agua del mar. Favorece la paciencia y la aceptación equilibrada de
los acontecimientos, promueve la imaginación y ayuda en particular a la
creatividad y al trabajo artístico.
Magnetita

Piedra de atracción de la amistad y el amor, ayuda a realizar los deseos. Su


magnetismo puede ayudar a superar los contrastes en las relaciones,
favoreciendo la comunicación. Cuando en casa hay situaciones de tensión,
habría que poner una magnetita en la estancia en la que se pasa más tiempo para
aplacar los ánimos y volver a encontrar el equilibrio.

Malaquita

Definida como «espejo del alma», es capaz de alcanzar los sentimientos más
profundos de la persona y refleja aquello que de verdad se es. Estimulando la
conciencia de los propios deseos, empuja a quien la lleva encima a superar los
límites que percibe y a cumplir así los propios sueños. Aleja el miedo y hace que
la vida sea intensa y aventurera. Desde la antigüedad se cree que es una potente
protectora de los niños y los viajeros.

Obsidiana

Llamada también «piedra del guerrero», otorga claridad interior, equilibrio y


armonía, representando la luz que disuelve la oscuridad. Óptimo antiestrés,
ayuda a liberarse de las discrepancias cotidianas, el resentimiento, la rabia y el
miedo. Gracias a esta piedra y su capacidad de mover las energías estancadas y
negativas, se pueden superar mejor los traumas del pasado que impiden
evolucionar.

Ojo de halcón

Como un halcón que vuela alto, esta piedra hace ver la realidad desde un
punto de vista superior, permitiendo evaluar los acontecimientos de la vida desde
otra perspectiva y percibirlos como parte de una realidad más amplia. Es útil si
se trabaja sobre el dolor de la muerte, porque favorece la comprensión de que la
muerte no es un final, sino un nuevo comienzo.
Ópalo

Otorga un aura de misterio y carisma a quien la lleva encima. Al trabajar


sobre las emociones, intensifica la alegría de vivir y estimula el deseo de
cambio, la intuición y la claridad interior, por ello está particularmente indicada
si se deben tomar decisiones importantes. Tiene un influjo positivo en la
sensualidad. Si la ponemos bajo la almohada durante la noche, favorece los
sueños.

Peridoto

Conocida como «piedra de la prosperidad y la felicidad», ayuda a entrar en


calor a un corazón al que el sufrimiento ha enfriado. Al hacer aumentar los
recursos emocionales, reduce el golpe de un ego herido y atenúa la rabia y la
frustración. Aporta seguridad y aleja los mecanismos defensivos del ego, tales
como la arrogancia y la autoconmiseración; permite reconocer los errores
cometidos y les pone remedio.

Perla

Aunque no se trate de una piedra, está considerada la «gema de los


sentimientos» y simboliza el amor y la pureza de ánimo. Antiguo amuleto de la
suerte, consolida la amistad, enciende la pasión y defiende de la infelicidad.
Relacionada con el mar, con la luna y lo femenino, equilibra las emociones,
calma y serena.

Piedra de luna

«Piedra de los deseos», equilibra las emociones y ayuda a encontrar aquello


que se necesita. Estimula que nos abramos al amor y se dice que puede pacificar
a los amantes después de una mala pelea. Piedra femenina, vinculada a la
fertilidad, por su color se la asocia a la luna y de ella extrae su poder evocador.
La pueden llevar las mujeres que desean concebir un hijo, y como buen augurio
durante el embarazo.

Piedra del sol

Es una piedra de júbilo e inspiradora de la luz que genera la alegría de vivir.


Nos vuelve optimistas, empujándonos a la acción. Serena el ánimo y aumenta la
confianza en uno mismo y la voluntad, enfrentando depresiones y miedos de
todo tipo. Nutre de la energía necesaria para emprender proyectos
particularmente difíciles. Si se lleva encima, estimula el poder personal de
atracción y sus efectos son mayores si se utiliza al sol.

Quiastolita

Variedad de la andalucita caracterizada por sus inclusiones en forma de cruz.


Libera de los sentimientos de culpa y de los miedos, sobre todo el de perder el
control. Aporta sobriedad, sentido de la medida y de lo real, favoreciendo la
superación de las propias fantasías. Refuerza la facultad de análisis, ayudando a
superar la timidez y la pasividad.

Rodocrosita

«Piedra del despertar», estimula a que seamos creativos y espontáneos y


elimina la indecisión y la frialdad de los sentimientos. Nos vuelve dinámicos y
es una buena guía para la búsqueda de la felicidad. Piedra del perdón y la
compasión, atenúa el pesimismo y favorece una visión rosa de la vida, al alejar
los miedos injustificados. Si la llevamos como colgante a la altura del corazón,
ayuda a liberarnos de experiencias dolorosas y traumáticas.

Rodonita

Desde siempre considerada «piedra del corazón», aporta paz y armonía


donde hay conflicto, promueve la comprensión y la amistad, cura de la rabia y el
rencor, y favorece el perdón, permitiendo así liberarnos de las cadenas del dolor
y curando las heridas del corazón. Hace bien llevarla encima para obtener paz y
serenidad.

Rubí

Conocido en la India como la «reina de las gemas», es símbolo de


invulnerabilidad, longevidad y amor ardiente y pasional. Al volvernos más
activos, dinámicos y apasionados, esta piedra es un precioso aliado contra la
depresión crónica y el insomnio. Empujando a salir de la apatía y la pasividad,
de hecho estimula la voluntad, el valor y la sexualidad.

Sodalita

«Piedra de la curación», tiene la capacidad de tocar los sufrimientos más


escondidos del alma, ayudando a sacar fuera los traumas y los miedos
contenidos. Permite ser uno mismo y refuerza el sentido de la propia identidad.
Al estimular el deseo de verdad y conocimiento, favorece la comunicación y la
expresión creativa. Es útil que la lleve quien tenga dificultades de comunicarse
en público y tema el juicio de los demás.

Topacio

Piedra madre del optimismo, está vinculada a la verdad y la capacidad de


perdonar. Es símbolo de amistad verdadera, felicidad y esperanza, y ayuda a
quien la lleva a descubrir su meta en la vida. Es una piedra que proporciona
mucha alegría y promueve la renovación. Se dice que, si se lleva en la muñeca
izquierda como pulsera, protege del mal de ojo.

Turmalina

Mejora la propia conciencia y aumenta la autoestima reforzando la


racionalidad y la capacidad de reconocer los propios errores. Óptima para la
concentración, y, asimismo, útil para relajar el cuerpo y una mente saturada de
un exceso de pensamientos. Para descargar el nerviosismo, se puede llevar en la
mano izquierda en los momentos de particular tensión. Junto al ordenador o el
televisor, protege de los efectos nocivos de los campos electromagnéticos.

Turquesa

La piedra perfecta para quien busca la calma interior y quiere aumentar su


autoestima, dado que reduce la tendencia al victimismo al alimentar la
conciencia de las propias capacidades. Si la llevamos en el cuello, favorece la
relajación y equilibra la emotividad. Cuando el propietario se encuentra en
situación de peligro, se dice que esta piedra cambia de color para advertirle.

Zafiro

Llamada «piedra del destino», según la tradición es el símbolo de la verdad.


Su color azul lleva orden a la mente, otorgando fuerza y atención, además de la
capacidad de ver más allá de las apariencias superficiales. Por lo tanto, se trata
de una piedra de sabiduría, excepcional para calmar y dar serenidad y confianza.
Pero es también una piedra de amor, compromiso y fidelidad, tanto es así que
puede ser utilizada en los anillos de compromiso.

Zirconio (circonio)

Gema de los enamorados, hace que los vínculos de amor sean indisolubles.
Ayuda a amarse a uno mismo y a los otros, y a hacer emerger los aspectos
positivos interiores de quien lo utiliza. Útil en caso de depresión, en las
dificultades permite observar los problemas de un modo ordenado, para así
resolverlos fácilmente.

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