El Lenguaje Oculto de Las Piedras - Chiara Parenti
El Lenguaje Oculto de Las Piedras - Chiara Parenti
El Lenguaje Oculto de Las Piedras - Chiara Parenti
PIEDRAS
Chiara Parenti
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Contenido
Prólogo
Epílogo
Del cuaderno del abuelo Pietro
A Diego, que ha escrito esta historia conmigo
¿La felicidad? —dijo la hermosa ave, y rio con su pico dorado—. La
felicidad, amigo, está en todas partes, en los montes y en los valles, en
las flores y en los cristales.
HERMANN HESSE
Prólogo
Decidir quién sería el que durmiese en la cama del lado de la ventana era un
asunto de suma importancia, y tanto Leo como yo estábamos decididos a hacer
valer nuestros derechos.
Por eso levanté la cabeza con brusquedad cuando por fin dejó de asfixiarme
con la almohada. ¿Que se preocupaba de si yo continuaba respirando? ¡No era
propio de él!
Me tiró de la manga del pijama.
—¡Luna, mira!
Intrigada, desvié los ojos hacia donde me guiaban los suyos, y me encontré
con el abuelo Pietro.
Estaba de pie contra la ventana y su perfil se alzaba oscuro y poderoso a la
luz de la luna. Un gigante bueno, sus hombros anchos y fuertes habrían podido
sostener fácilmente el mundo entero.
Nos quedamos observándolo unos segundos, hasta que cedí.
—¿Qué miras, abuelo?
Me respondió sin siquiera volverse, como si aquello que estaba observando
fuera a desaparecer si él apartaba la vista.
—Miro la luna.
Leo se levantó de la cama y fue a su lado con el rostro atento en el cielo.
—¿Por qué?
Él suspiró.
—Porque es la única piedra que hace brillar mi cielo.
No entendí lo que quería decir con aquella respuesta extraña. Leo, sin
embargo, lo miró en silencio y asintió con convicción. Luego volvió con paso
resuelto a la cama, como tras una larga conversación de hombre a hombre.
—¿Qué quería decir?
Se encogió de hombros.
—No tengo ni idea...
Alcé los ojos al cielo, resoplando, y volví a mirar al abuelo. Si no lo
conociera tan bien, habría podido pensar que estaba a punto de llorar. Pero, ya se
sabe, los gigantes nunca lloran y el abuelo era el rey.
Había cabalgado a lomos de elefantes cuando estuvo en Birmania
persiguiendo rubíes, había surcado las aguas del río Abaetezinho a la búsqueda
del mítico diamante rojo; en Sudáfrica se vio, incluso, arrastrado en la vorágine
oscura de la mina de oro más profunda del mundo. Un explorador sin miedo, un
aventurero indómito. Nada lo atemorizaba.
—¿Estás enfadado con nosotros? —le pregunté, titubeante, volviendo a
pensar en el pequeño incidente con su microscopio para gemas que Leo y yo
habíamos tenido aquella tarde.
Suspiró de nuevo, antes de venir hacia nosotros con paso pesado.
—Nunca me podría enfadar con vosotros dos —nos aseguró con una sonrisa
melancólica—. Sois mi tesoro más preciado. Mis diamantes.
Nos abrazó con tanta fuerza que me temí que estuviera mintiendo y que lo
que buscara fuera asfixiarnos contra su camisa de lino.
Luego nos besó en la frente y se alejó, conminándonos a dormir o llamaría a
mamá.
Después de un rato, mirando al cielo estrellado más allá de la ventana, volví
a pensar en las palabras del abuelo.
—Ha dicho que somos sus diamantes... ¿Qué crees que ha querido decir? —
pregunté, dudosa.
Leo se volvió sobre su costado para mirarme, sus ojos oscuros brillaban a la
luz de la luna.
—Mmm... ¿El diamante no es la piedra que los adultos se regalan cuando se
prometen? —preguntó frunciendo el ceño.
Asentí.
Se encogió de hombros.
—Entonces, tal vez quería decir que vamos a estar juntos para siempre...
—¡Qué asco! —exclamé horrorizada.
También él se dio cuenta del despropósito que acababa de enunciar y su cara
se contrajo en una mueca de disgusto.
—Ya. ¡Qué mierda!
—¡Te apestan los pies! —le señalé.
—¡Y tú roncas! —me echó en cara.
Crucé los brazos a la altura del pecho, con rabia.
—¡No es verdad!
Su cara era un poema.
—No, en serio... ¡No quiero estar contigo para siempre!
—¡Ah, vale! ¡Yo tampoco! —respondí, indignada.
Nos quedamos en silencio unos minutos, presagiando la terrible desgracia de
esa eventualidad. Búsqueda de tesoros emocionantes, lucha a muerte y risas
ruidosas: en el fondo, después de todo, no habría estado tan mal...
Al final, fue él quien cedió.
—Está bien, a lo mejor podría quedarme un poco... —murmuró, abriéndose a
esa posibilidad.
—¿Un poco como cuánto? —pregunté, vacilante.
Se tomó un tiempo para reflexionar.
—Mmm... Bastante.
Me pareció un plazo aceptable.
—Ok, entonces estaremos juntos bastante.
—¿Lo prometes? —me preguntó, elevando el meñique.
Hice un gesto afirmativo con la cabeza y entrelacé el mío con el suyo.
—Lo prometo.
Al otro lado de la ventana la luna llena selló esa pequeña promesa con su luz
de plata.
PRIMERA PARTE
ECLIPSE
1
Calcedonia
Piedra de la comunicación; gracias a su energía agradable y calmante permite la apertura de
uno mismo y elimina el miedo a expresar los propios pensamientos o sentimientos. Favorece la
elocuencia, la escucha y la comprensión de uno mismo y de los demás. Mantenida en la mano
durante una conversación, ayuda a expresarse de manera pacífica eliminando la ira.
Daba vueltas en la silla giratoria del abuelo con los pies colgando de uno de
los brazos y la cabeza en el otro.
Estaba convencida de que con aquel empuje lograría realizar por lo menos
diez vueltas sin parar. Lo único cierto, sin embargo, es que solo tenía el
estómago revuelto.
Era una tarde de febrero y había llegado al despacho de mi abuelo después de
haber hecho los deberes que, puesto que estaba en primaria, afortunadamente no
eran muchos.
Me encantaba aquella habitación, en pocos metros cuadrados había
conseguido concentrar un pequeño mundo en miniatura.
En las paredes colgaban tapices de batik de Indonesia y máscaras de madera
de África, y en las estanterías de la enorme biblioteca se dispersaban diversos
objetos artesanales de cada rincón del globo.
Entrar allí era, para mí, como dar la vuelta al mundo.
El abuelo intentaba tasar un collar de oro blanco y, con el microscopio de las
gemas, estaba analizando un colgante: un hermosísimo zircón Ratanakiri de
Camboya; su color azul era el más brillante que jamás había visto.
Por la ventana del estudio entraban los gritos de los niños del barrio que se
lanzaban bolas de nieve en el parque delante de casa. Yo prefería estar con mi
Súper Abuelo que con ellos. Me sentía diferente. Y, en efecto, lo era.
Baja y delgada como una anchoa, parecía más un duende divertido que una
niña.
—¡Cuéntame otra vez nuestra historia, abuelo! —le pedí quejumbrosa, con la
cabeza dándome vueltas.
El abuelo levantó la vista del collar y sonrió paciente.
Me encantaban sus historias, las hubiera escuchado durante horas. La historia
que quería que me contara aquel día, además, era mi preferida ya que era la de
nuestra familia, que desde siempre gravita en torno al mundo de las piedras.
La había escuchado como poco mil veces, pero siempre me producía un
cierto efecto pensar que en mis venas no corría sangre como la de otros niños,
sino el potente espíritu de los «cazadores de gemas».
El primero en enamorarse y caer víctima de su magia fue el bisabuelo
Arturo, amante del juego y el buen vino.
Durante la Segunda Guerra Mundial estaba en Etiopía y un día, en las arenas
del Nilo Azul, encontró por casualidad unas piedras brillantes. Oro.
Intrigado, empezó a querer saber más y, con ayuda de algún amigo lugareño,
visitó algunas de las más profundas galerías de la zona. La gente del lugar las
llamaba «las antiguas minas del rey Salomón», de las que se decía que procedía
el oro que la reina de Saba le regalaba al rey. Y, entonces, el hechizo de las
piedras se cumplió, y el bisabuelo Arturo sucumbió: la fascinación del mito, el
encanto de una historia legendaria, la emoción del misterio, el placer de la
búsqueda, la excitación del descubrimiento...
Muy pronto la ebriedad de la aventura sustituyó a la del vino y el juego, y al
bisabuelo Arturo no solo le brotó la fiebre del oro, sino también la del platino, la
del zafiro, la del rubí...
Cuando volvió a Italia ya había contraído el virus de los cazadores de gemas
y no se pudo hacer nada para curarlo. El primer síntoma claro de su enfermedad
fue el nombre que le puso a su primogénito: Pietro.
—¿Cuántos años tenías la primera vez que el bisabuelo Arturo te llevó a
Tailandia? —pregunté al abuelo.
—Apenas había cumplido los dieciocho, cielo. —La sombra de una sonrisa
nostálgica se asomó a su rostro—. Mi padre me llevó justamente a Chanthaburi,
el centro neurálgico del comercio mundial de gemas.
Sí, Chanthaburi. La tierra prometida para todos los apasionados de las
piedras preciosas, la Meca de los cazadores de gemas. Bastaba ese nombre, tan
exótico y musical, para hacerme soñar con los ojos abiertos.
—¿Y después? ¿Qué pasó después, abuelo?
—Decidí parar y me quedé allá más de un año. —Suspiró—. A la caza de
zafiros y otras piedras.
—¿Y después? —lo insté.
—Al principio vendía pequeñas cantidades de gemas seleccionadas en
Chanthaburi, luego me trasladé a otros mercados, y cuando por fin volví a Italia,
abrí nuestro negocio, El Corazón de Jade.
—¿Y mamá?
—También tu madre lo sabe todo sobre los poderes de las piedras y los
cristales, y ni siquiera tenía catorce años cuando empezó a trabajar con nosotros.
Su pasión, de todas formas, siempre han sido las ferias del sector y la selección
de joyas de diseño exclusivo y singular. Nadie como ella conoce más expertos
artesanos disponibles, los mejores a la hora de exaltar las propiedades de las
piedras.
Ni mi madre había resultado inmune a la fascinación de las piedras; por lo
tanto, no me quedaba ninguna duda: también mi destino estaba ya escrito.
—¡A mí me gustaría ser una gran cazadora de piedras como tú, abuelo! —
exclamé, creyéndomelo de veras.
—Claro que lo serás. Ese es tu destino, tesoro mío. —Me sonrió como si
fuera obvio.
Arrugué la nariz.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Las piedras me lo susurraron, Luna. Ellas lo saben, lo saben siempre
todo...
Posé los ojos sobre el collar que mi abuelo estaba tasando y las piedras
incrustadas chispearon bajo la luz de la lámpara de mesa. En aquel brillo hallé la
confirmación: las piedras verdaderamente me hablaban.
Asentí.
—¡Y un día yo encontraré zircones relucientes como ese! —sentencié con
convicción.
—Estoy seguro. —Y su sonrisa llena de confianza se imprimió a fuego en mi
mente.
Sí, sería como él. Audaz e indómita, escalaría montañas y atravesaría
bosques para hundirme en las profundidades de la tierra, hasta tocar su corazón
palpitante.
Yo también encontraría mis gemas, preciosas amigas con increíbles virtudes
para sacar lo mejor de nosotros mismos. Junto a estas fieles compañeras estaba
segura de que podría superar cualquier obstáculo, porque —mi abuelo lo decía
siempre— las piedras nos guían hacia la felicidad.
Sí, las amaría incondicionalmente por el resto de mi vida.
3
Jade
Amuleto de la suerte por excelencia, evocador de sabiduría y sinceridad, esta piedra otorga
fuerza, difunde paz y curación, aporta prosperidad, fertilidad, amor y larga vida. Ayuda a
evolucionar espiritualmente, a estimular los sueños, a aportar claridad sobre la propia vida
afectiva y a tomar las riendas de la propia existencia. Delicado y sedoso al tacto, el jade es una
de las gemas más resistentes del mundo, junto con el diamante.
Durante media vida pensé que el nacimiento de una gema era algo mágico.
Todos los elementos fundamentales —fuego, aire, agua y tierra— participan
en su formación en las vísceras del planeta. Mi abuelo las ha llamado siempre
«hijas de la tierra»: concebidas en su vientre cálido, perpetúan hasta el infinito el
latido de su corazón ardiente.
También el corazón de mi abuelo late al mismo ritmo, y así lo hacía el mío,
hasta que se rompió en mil pedazos.
Desde entonces he dejado de creer en los sueños y las fábulas, en las piedras
y la magia.
Un día abrí finalmente los ojos y me di cuenta de que era solo sugestión, que
todas las historias que mi abuelo había contado siempre no eran sino fábulas. Lo
he vivido en carne propia, lo he experimentado en mi corazón.
Así, desde aquel día he dejado de creer en las piedras y sus poderes
fantasmagóricos, aunque sigan formando parte de mi mundo. Pero ahora ya no
hay más energía ni calor.
—¡Oh, Dios mío! ¡Si son preciosas! —La voz de la chica me trae de nuevo
al presente y sus ojos se iluminan en la claridad cambiante de las gemas que
poso en la bandeja de plexiglás.
Su entusiasmo me enternece, por eso no le diré que no he elegido una piedra
para ella, porque no existe.
Y tampoco le diré que solo me limito a proponerle las gemas más apreciadas
de la clientela, segura de que ella misma encontrará entre ellas una que le guste y
que se llevará, satisfecha y feliz.
Después de todo, ese es mi trabajo, es el mismo que el de mi abuelo, pero
con una única y sustancial diferencia: él vende la magia de las piedras, yo solo
vendo piedras de colores.
—¿Sabes? Este es el regalo de parte de mi compañero, para celebrar que
hace un año que estamos juntos —explica la chica con un suspiro enamorado.
La miro un poco perpleja.
—¿Y él no te ayuda a elegirlo?
—¡Oh, no! —salta ella—. Él no entiende nada de joyas y piedras preciosas,
¡dice que no distinguiría una perla de una pelotita de futbolín!
Sonrío ante su tono divertido y ella continúa.
—Me ha dicho que elija lo que más me guste. —Se lleva la mano a un lado
de la boca como si estuviese revelando un secreto—. ¡Pero que no se salga del
presupuesto!
Me río.
—De acuerdo.
Pongo en la bandeja unas cuantas piedras formando una rosa. Paso
rápidamente a ilustrarle una por una, pero su atención parece centrarse en la
gema verde del centro.
—¿Qué es?
—Un jade de Myanmar, la antigua Birmania.
—Si no me equivoco es la piedra que favorece la fertilidad... ¿Correcto?
Me encojo de hombros, tratando de camuflar mi indiferencia ante ese asunto.
—Eso dicen...
Ella me mira con duda, un asomo de desilusión en su hermoso rostro.
Esperaba dar con alguien que la ilustrara sobre los efectos que las piedras
ejercen sobre los seres humanos, que le hablara de su excepcional energía y de la
vida que late en su interior.
Y desde luego ese alguien no soy yo.
—Vale, entonces quiero esta. —Me sonríe por fin, un poco intimidada—.
¿Sabes?, me gustaría tener un niño, pero... —Levanta los ojos al cielo—. Bueno,
él no quiere. Pero tal vez con esta piedra...
Freno la broma sarcástica que tengo en mente y me limito a sonreírle.
El repentino resplandor de un rayo ilumina la tienda y el fragor del trueno
que le sigue nos sobresalta.
—¡Vaya! Será mejor que le pida a mi compañero que venga recogerme en
coche, si no antes de llegar al final de la calle pareceré un pollo mojado —dice,
sacando el móvil del bolso—. Debería estar cerca de aquí.
Después de verla escribir un rápido SMS, le muestro algunos tipos de
montura de plata india en la cual fijar el cabuchón del jade. Elige uno de gruesas
incrustaciones que encierra la piedra en un abrazo apretado.
—Bien, te lo preparo —le digo, metiendo la piedra en un sobrecito de papel
donde anoto su nombre, Lavinia Nardi—. Estará listo en una semana.
Anoto en una ficha sus datos de contacto, cuando la puerta se abre de repente
y me hace dar un respingo. Un joven de cabello castaño, sobre la treintena, lucha
de espaldas contra las ráfagas de viento tratando de cerrar el paraguas. Una
ventolera de aire frío invade la tienda y, a mis espaldas, la puerta de la trastienda
golpea tan fuerte que parece un disparo.
—¡Maldición! —exclama para sí, y al sonido de aquella voz mi corazón se
detiene.
No, no puede ser.
Y, sin embargo, es. Por si existiera la menor duda, esta se desvanece en
cuanto el muchacho se vuelve. Entra chorreante y jadeando, dirigiéndose
directamente a la cliente.
—¡Aquí estoy, cielo! —la saluda—. He aparcado justo... —Se interrumpe en
cuanto me ve. El estupor lo paraliza de golpe, los ojos de par en par son el espejo
de los míos.
El universo decide realzar el momento con el rugido de otro trueno, para
perforar el glacial silencio caído de repente. Justo a tiempo, querido mío.
4
Ágata
Potente piedra protectora, infunde valor y aleja la timidez y el miedo. Promoviendo la
introspección ayuda en las elecciones sensatas en cualquier ámbito de la vida y es excelente
para quienes tienden a actuar por impulso, sin reflexionar.
No veía a Leonardo Landi desde hacía trece años y nunca hubiera querido
volver a verlo; «nunca, nunca, y otra vez nunca, en un millón de vidas más», por
decirlo como mi madre.
Para mí, estaba muerto y sepultado.
Ahora lleva el pelo un poco más largo, las puntas se le rizan ligeramente
sobre su frente despejada. El corte de su barba en las mejillas le confiere un aire
viril y una belleza aún más manifiesta de lo que recordaba.
También él me mira fijamente, los ojos oscuros de par en par e incrédulos me
tocan los labios, persisten en los cortos cabellos y se hunden en los míos. Por
unos instantes, ninguno habla, quizá ni siquiera respira.
Cuando el silencio se vuelve demasiado incómodo, es él quien lo rompe.
—Hola —dice en voz baja.
—Hola —respondo tan flojito que no estoy segura de escucharme.
Parece incapaz de desviar sus ojos de los míos, y lo mismo me pasa a mí.
—¿Cómo estás? —pregunta.
—Bien. ¿Y tú?
Asiente, un reflejo condicionado.
—Bien.
Silencio.
—Mmm, ¿qué pasa? —pregunta confusa la chica que está con él.
En el momento que entiendo que se trata de su compañera, mi corazón deja
de latir.
No habiendo recibido respuesta, ni siquiera una mínima señal de nada, la
chica lo intenta de nuevo:
—¿Os conocéis?
Ante esta pregunta, imágenes inconexas emergen de nuevo desde el pasado.
Lucha a muerte.
Risas en la profundidad de la noche.
Tesoros que hay que buscar.
Manos que excavan.
Manos que se tocan.
Me dejo confundir por una inesperada ola de nostalgia y, por un instante,
temo ceder. Pero me repongo, no volveré a ceder nunca más.
Hubo un tiempo en que creí de veras conocer a Leonardo Landi, hasta que la
verdad me cayó encima como una pesada losa, obligándome a admitir que me
equivocaba. Por eso mi respuesta es rápida y seca.
—No.
—Sí —afirma él, en cambio, al unísono.
La chica pasa la mirada cada vez más confusa de mí a su compañero y de
nuevo a mí, como si siguiera un partido de tenis y no conociera las reglas de
juego.
—Fue hace mucho tiempo. Éramos amigos... —le explica rápidamente él;
cruzamos las miradas y lo que añade brevemente me deja sin aliento—. Más o
menos...
—Ah... Oh... —balbuce ella, desde alguna parte de la estancia que, de golpe,
empieza a girar.
Me concentro en él, que me mira fijamente de nuevo, como si quisiera
decírmelo todo, o quizá nada. Sostengo su mirada: no seré yo la que baje
primero la vista. Soy fuerte; ahora soy una roca.
Solo cuando hace un gesto de negación con la cabeza y vuelve a mirar a su
novia, retomo el aire que no me daba cuenta de estar reteniendo.
—Vale... ¿estás lista? —le pregunta.
—Sí, claro —responde ella, visiblemente aliviada de poner fin al primer
premio de las Situaciones Más Embarazosas de la Historia—. Entonces... gracias
—me dice, esbozando una sonrisa—. Nos vemos la semana próxima.
Asiento y los observo marchar, ignorando el nudo en la garganta que
amenaza con ahogarme, mientras me esfuerzo por mantener la expresión más
neutra y profesional de que soy capaz.
La puerta de cristal acaba de cerrarse tras ellos cuando la veo abrirse de
nuevo para dejar paso a mi madre. Empapada por la lluvia y jadeante, no logra
apartar la mirada del otro lado de la acera hasta que Leonardo y su chica doblan
la esquina.
—¿Era realmente él? —me pregunta con la cara de quien acaba de ver un
fantasma, la misma que debía de tener yo hace un momento.
Asiento sin respiración. El nudo en la garganta sigue aún ahí, pero sé que
puedo controlarlo a pesar de que el súbito dolor en los ojos de mi madre
amenaza con hacerlo todo aún más complicado. «Coge aire», me digo.
Se precipita hacia mí y la incredulidad en su rostro se demuda en aprensión.
—¿Qué hacía aquí?
—Su novia... —gimoteo. A las palabras les cuesta salir, así que me obligo a
calmarme como había aprendido a hacer en aquel tiempo. «Coge aire.» Mi
mantra vuelve a ser útil—. Ha comprado un anillo —explico, haciendo un
esfuerzo por mantener la voz firme.
—Oh, Luna...
—Un jade de Myanmar —preciso, ignorando el susurro doliente de mi
madre. No entiendo por qué me mira de esa manera, con los ojos llenos de
compasión.
—¡Luna! —me llama de nuevo con más decisión, pero yo no la escucho.
—Debemos montarlo en... —continúo, pero ella me coge por los hombros y
me sacude con vigor, como si quisiera despertarme—. ¡Cariño! ¡Cariño! —
exclama, buscando mi mirada ausente—. ¡No importa el anillo! ¡Dime cómo
estás!
—Bien —murmuro—. Pero no se lo digas al abuelo. —La mera idea de que
el abuelo se entere de ese encuentro me hiela la sangre—. Él no lo entendería,
no...
Mi madre me tranquiliza rápidamente.
—No, no se lo diré. Pero ¿seguro que estás bien?
—Sí, estoy bien —afirmo convencida. Y en el momento en que lo digo me
doy cuenta de que es así. Finalmente, consigo tragarme el nudo que tengo en la
garganta y esbozo una sonrisa tranquilizadora—. Estoy muy bien.
Y es verdad. Contraje ese virus hace muchos años y la enfermedad se
manifestó con la virulencia más feroz. Por eso ya soy inmune.
Ahora soy piedra.
6
Cacoxenita
Conocida como la «piedra de la ascensión», porque aumenta la propia conciencia espiritual,
favorece el nacimiento de nuevas ideas y la meditación. Comporta calma y serenidad, dando una
visión positiva y una fuerza constructiva.
Sabía dónde lo iba a encontrar sin necesidad de ver la dirección que había
tomado. El plátano delante de su casa, el de la entrada del parque, continuaba
siendo su refugio preferido incluso después de tantos años.
Siempre le había gustado estar en lo alto y mirar el mundo y los problemas
desde otra perspectiva. En sentido literal y no solo figurado, en su caso.
Evidentemente, el niño ardilla que tenía dentro continuaba dictando sus leyes.
—¿Me explicas qué problema tienes con la altura? —le pedí desde abajo,
con las manos en la cadera.
Se inclinó y me sonrió.
—Explícame qué problema tienes con la altura. No me gusta —repetí, pero
añadí con un suspiro deliberadamente exagerado—: Pero haré un esfuerzo.
Rio y en ese momento descubrí que hacerlo reír me gustaba. Me encaramé en
el tronco maldiciendo a mi madre una vez más por haberme regalado esa especie
de camisa de fuerza que me obstaculizaba los movimientos.
Cuando llegué casi al cruce de ramas en que se había sentado, Leo me tendió
un brazo para ayudarme a subir.
Probablemente —siempre por culpa de ese maldito vestido— calculé mal el
impulso para lanzarme hacia arriba y me pasé con el salto. También él me aupó
con fuerza, así que por poco no le caí encima.
Por un instante nuestros rostros estuvieron de nuevo cerca, tanto que las
nubecillas de vapor que exhalaban nuestros labios se mezclaron en un único y
denso soplo.
Me alejé con la máxima celeridad que pude y fui a sentarme en una rama
delante de la suya.
—Bien, ¿cuál es el problema que tenemos que mirar desde otra perspectiva?
—le pregunté mientras la luz de la luna creciente iluminaba su cara tensa.
Sus labios se fruncieron en una leve sonrisa, que, sin embargo, no se tradujo
en respuesta, así que lo incité de nuevo.
—¡Venga, cuéntame!
Se lo pensó un rato, y luego decidió abrirse.
—No logro confiar de nuevo en él. —No hizo falta que me dijera que
hablaba de su padre y esperé a que prosiguiera—. Mi madre, cuando está lo
suficientemente lúcida para hablar y no cantar, me dice que tengo que
esforzarme, pero para mí es complicado... También tu abuelo dice que tengo que
perdonarlo, que nadie es perfecto y que todos cometemos errores.
—Lo sé; no es fácil confiar en las personas después de que nos hayan
traicionado. —Asentí, entendía perfectamente lo que sentía—. ¿Sabes? Yo no
creo que fuera capaz de lograrlo en tu lugar. Si mi padre apareciera ahora, tan
campante, le daría con la puerta en las narices. Como ya hizo mi madre hace
años.
Sus labios dibujaron una sonrisa, pero era una sonrisa triste.
—No tengo duda de que lo harías.
—Pienso que si me traicionaras una vez, podrías volver a hacerlo. Por eso si
no te perdono, no es egoísmo, sino puro instinto de supervivencia.
Asintió, tomando nota de mi opinión, pero no añadió más. Sin embargo, no
soportaba verlo así.
—¡Eh! —Busqué su mirada en la oscuridad y con una pequeña sonrisa de
complicidad lo invité a que siguiera hablándome.
No sabía qué mosca le había picado, pero últimamente parecía que
pronunciar palabras le costaba un esfuerzo tremendo. Quizás era simplemente el
oscuro período de la adolescencia. O quizá no.
—Tengo miedo —dijo entonces.
—¿Tú tienes miedo de algo? —exclamé sorprendida.
A la luz plateada de la luna, sus labios se curvaron en una sonrisa leve.
Desde que era niño no lo había visto así de vulnerable y por un momento me
esforcé en reconocerlo. Luego, sin embargo, una ola de inaudita ternura me
abrumó y tuve que resistirme al impulso de lanzarme a sus brazos y abrazarlo
fuerte. Nunca me había parecido más indefenso.
—¿Y de qué? —le pregunté.
—De ser como él. Como mi padre —dijo, y, con gran perplejidad de los dos,
se sorprendió con los ojos húmedos.
Negué con la cabeza.
—Tú no eres como él.
—A veces, no sé quién soy —confesó a media voz.
—¡Yo sí que lo sé! —dije con firmeza.
Ante mi tono resuelto, me miró con una mezcla de miedo y alivio en sus ojos
negros.
—¿Y quién soy?
«Eres fuego y eres roca, eres el sendero que me lleva a casa. Eres un león,
eres un guerrero, eres un pirata, eres el único capaz de transformar mi vida en
una gran aventura. Eres lo mejor que me ha pasado. Eres el único amigo que
querría tener nunca.»
Pero, obviamente, no lo dije en voz alta.
—Un diamante —respondí—. Te rompes, pero sin doblarte. Eres la persona
más fuerte, valiente... y a veces molesta que conozco. —Le sonreí y le sonsaqué
una sonrisa también a él, que retomó el control de las emociones.
Su voz sonaba dulce cuando dijo:
—Esa eres tú, Medialuna...
Esa fue la noche de las primeras veces para mí, ya que hasta ese momento
siempre había odiado aquel sobrenombre; en ese momento, en cambio, me
provocó una especie de vuelco en el corazón.
Lo ignoré, intentando mantener la concentración.
—Entonces somos iguales, tú y yo. —Arrugué los labios con una mueca
cómica que lo hizo sonreír—. Dos diamantes... dieciseisañeros.
—Somos aún jóvenes, pese a todo. Tenemos varios centenares de miles de
años ante nosotros antes de despuntar en la superficie...
—Ya, también con este vestido me parece tener sesenta y cinco años... —
murmuré, mirándolo con dudas.
Leonardo rio.
—No es verdad, venga. Te queda bien.
Ignoré el sobresalto de mi corazón ante esas palabras y enmascaré la leve
incomodidad con un suspiro irritado.
—Mi madre no acierta nunca con los regalos. Le había pedido
desesperadamente un collar con un colgante de circonio Ratanakiri, y ¡va y me
regala este vestido de viuda alegre! —exclamé, para aligerar el ambiente.
—¿El circonio azul? —Su mirada se volvió súbitamente impenetrable—. ¿La
piedra de los enamorados?
—Sí. Hace que los lazos de amor sean indisolubles —precisé como de
costumbre, pero al darme cuenta de lo que había dicho, me sentí incómoda sin
saber por qué. Él se puso rígido de repente y el corazón me dio un vuelco—. Oh,
sí, pero no es por eso... —me repuse rápidamente, imponiéndome volver a la
calma. Era mi mejor amigo, ¿qué sentido tenía agitarse tanto?—. Es decir, vi uno
de pequeña, en un collar, y me quedé fascinada. Sueño desde siempre con tener
una piedra así, para mí su color azul es de una belleza única que no tiene
ninguna otra gema. Pero no es solo por eso. Si pienso en esa piedra, me viene a
la cabeza el día que decidí lo que haré de adulta. Viajaré por el mundo a la
búsqueda de gemas. Es una piedra que me recuerda en quién quiero
convertirme... quizás es por eso que me siento tan unida a ella.
El rayo de luz interior en Leonardo se apagó de repente de su rostro.
—Yo no sé qué voy a hacer después del instituto... —dijo con un suspiro de
amargura.
—Oh, ¡sí que lo sabes! Vendrás conmigo a hacer de portaequipajes. —Logré
arrancarle una media sonrisa, pero de nuevo se apagó antes de alcanzar sus ojos
—. ¡Eh! Pero ¿qué te pasa esta noche? ¿Te han nombrado miembro honorario
del Club de los Suicidas? —Por instinto me aproximé, le cogí la mano que tenía
apoyada en la rodilla y se la apreté entre las mías—. ¡Escúchame bien! —
Busqué su mirada y la fijé en la mía—. Tú puedes hacer todo lo que quieras,
¿vale? —Le sonreí sincera, asintiendo con la cabeza para subrayar aún más la
verdad de mis palabras—. ¡Yo sé que puedes!
Él me miró perplejo.
—Gracias —murmuró con un suspiro, apoyando la otra mano en las mías y
apretándolas.
Un escalofrío me sacudió y me di cuenta de que era como si mi cuerpo
respondiera a las vibraciones del suyo. En ese momento me volvieron a la
cabeza las palabras del abuelo cuando hablaba de la «piedra gemela», la única de
la que sientes provenir una especie de atracción, la única que te llama. Con
pánico, levanté la mirada de nuestras manos y me encontré sus ojos.
Y luego el silencio lo envolvió todo. Los miedos, los sueños, las esperanzas
y aquella energía indefinida que se estaba expandiendo de mí hacia él y de él
hacia mí.
Al ruido de una puerta que se cerraba, nos volvimos velozmente hacia la
casa. Cuando el abuelo se acercó, Leo retiró las manos y se despegó de mí.
—¡Chicos! ¿Todo bien? —nos preguntó con tono preocupado.
—¡Sí, gracias! —aseguró Leo.
Cuando el abuelo estuvo bajo el árbol, miró hacia Leo.
—Hijo mío, ¡cuánto te gusta estar ahí arriba! Siempre me he preguntado por
qué.
Por un momento no le respondió, así que pensé en ayudarle haciéndolo en su
lugar, dado que aquella noche, como últimamente ocurría, parecía que le faltaran
las palabras. Estaba a punto de explicar que los problemas desde la altura se ven
con otra perspectiva, cuando vi que abría la boca para hablar. Me contuve justo a
tiempo para escuchar su respuesta.
—Porque aquí arriba estoy más cerca de la luna —dijo.
La mirada que me dirigió me cortó la respiración.
13
Celestina
Ayuda a superar los momentos difíciles otorgando serenidad, fuerza interior y lucidez. Libera la
mente del pesimismo y de las preocupaciones, y favorece la objetividad, ofreciendo una visión de
conjunto. Da confianza y alivia los estados de opresión, angustia e impotencia, ayudando a
superar los límites personales. En casa, purifica el ambiente de negatividad.
La corteza terrestre está llena de diamantes que nadie irá jamás a buscar.
Miles de yacimientos se esconden aún en las profundidades en las que se
originaron, pero solo unos pocos han tenido la fortuna de que los sacaran a la
superficie.
Leo había acabado siendo como un pequeño yacimiento de diamantes en una
columna de kimberlita. Tenía la impresión de que sacaba al exterior únicamente
una pequeña parte suya, mientras la más consistente quedaba oculta en la
hondura de su alma. Me pregunté si lo conocía tan bien como pensaba: sus
silencios me atormentaban.
Después de la fiesta de Iván no tuvimos contacto en dos semanas, todo un
récord para nosotros.
Nos veíamos en la escuela, pero él no habló más de lo ocurrido aquella
noche. Es más, se comunicaba con monosílabos.
Las pocas veces en que nos vimos obligados a hablarnos, los dos
buscábamos temas de conversación para cubrir los silencios incómodos.
No era capaz de dejar de pensar en aquel beso; si cerraba los ojos me parecía
sentir todavía el sabor de sus labios. Por un instante había estado tan cercano...
como nunca antes.
—Ahora salgo un momento, ¿vale? —dijo mi madre, arrancándome de la
ensoñación y devolviéndome a la realidad. Levanté los ojos de la piedra howlita
azul con que jugueteaba meditabunda y la miré confundida. No había seguido la
conversación. Incluso no me había dado cuenta de que estuviéramos hablando y
no sabía a qué se refería. Entonces me percaté de que se había puesto pintalabios
y que llevaba la pulsera de berilo amarillo, símbolo del amor, y recordé por qué
estaba yo allí: me pidió que la sustituyera media hora en la tienda para salir con
Alfredo.
—Vale —murmuré.
—Solo será un café —precisó, a la defensiva.
—¡Claro, claro! ¿No iréis a un hotel a consumar la sórdida pasión que os
devora? —la pinché.
—¡Luna! Pero ¿qué dices? En serio, solo se trata de un café entre amigos.
—¡Y yo solo he dicho que vale! —Me reí.
Ella, en cambio, estaba cada vez más nerviosa.
—Si viene alguien dile que regreso pronto. Se trata...
—... solo de un café. Sí, lo he entendido.
—De todas maneras, está a punto de llegar el abuelo —añadió, recogiendo su
bolso para salir disparada y zafarse de mis pullas.
Volví a darle vueltas entre los dedos a aquella hermosísima piedra azul. Se le
atribuye la extraordinaria propiedad de ayudarnos a entender la diferencia entre
amistad y amor.
Si hubiera sido sincera conmigo misma, no habría tenido necesidad de
aquella piedra para saber que lo que sentía por Leo ya no era una simple amistad,
pero ser consciente de ello me asustaba demasiado.
Cuando oí la puerta abrirse de nuevo, levanté la vista esperando ver al
abuelo. Los ojos aún no habían enfocado debidamente el perfil oscuro al otro
lado del local, pero mi corazón, que fue el primero en reconocerlo, se aceleró.
—Hola. —Leonardo entró con paso incierto, algo insólito en él.
—Hola —murmuré con la boca repentinamente reseca.
—¿Estás sola?
—Sí, mi madre ha ido a tomar un café con Alfredo.
Leo alzó las cejas y sonrió.
—¿Ahora se dice así?
Me encogí de hombros y sonreí a mi vez. Luego, silencio.
Pero ¿qué nos estaba pasando? ¿Por qué de repente no éramos capaces de
reír y bromear como antes? En ese momento me poseyó una verdad reveladora:
la adolescencia era un asco. Cuando éramos niños todo era más simple, nada de
silencios, nada de miradas o gestos ambiguos. Ahora todo era terriblemente
complicado, y lo que antes era o blanco o negro parecía decantarse por una serie
de matices incomprensibles.
—Hace tiempo que no nos vemos —dije para romper el silencio.
—He tenido cosas que hacer.
—Mmm... —asentí, esforzándome por no pensar en qué tipo de actividades
lo habían tenido ocupado y, sobre todo, si tenían que ver con Elena.
Entonces él habló con un tono diferente, decidido.
—Vale. No es verdad que tuviera cosas que hacer. Pensaba que estabas
todavía enfadada por... lo de aquella noche.
El beso.
Sus labios en los míos.
—¡No! ¡No lo estoy! —salté demasiado rápido—. No estaba enfadada, solo
que... —¿Qué? Ni yo misma lo sabía.
Leo bajó la mirada.
—Lo siento, no quería que se crease... en fin, ya sabes... —murmuró.
Aparté los ojos torpemente y asentí con vigor.
Me miró y por un momento tuve miedo de que viera en mis ojos algo
inapropiado.
—Entonces... ¿está todo bien? —me preguntó sin apartar la mirada.
Asentí con la sonrisa más amplia de que fui capaz.
—¡Todo bien! —respondí decidida.
Él reflexionó un momento. Hizo el amago de decir algo más, pero luego se lo
pensó. Al final me tendió la mano.
—¿Amigos?
Se la estreché con fuerza.
—Pues claro.
Y la piedra que tenía en el bolsillo se desintegró tras lanzar un agudo grito de
desesperación. Intenté enmascarar mi desilusión cambiando rápidamente de
tema.
—¿Y qué pasó con tu padre?
—Todo bien. Ha vuelto de Roma hace unos días, mi tío está mejor.
—Vale —murmuré no demasiado convencida. Después no pude contener la
pregunta que pujaba por salir—: Pero los tíos de la otra noche... ¿qué querían?
¿Te lo ha contado?
—Nada. Me ha dicho que eran viejos conocidos. Querían proponerle volver
a hacer negocios con ellos, pero él, obviamente, se negó.
Asentí con la cabeza, pero mi expresión debía de ser escéptica, porque Leo
se apresuró a precisar:
—Ha cambiado de verdad, ahora me estoy dando cuenta. Además, ha
encontrado un trabajo en el gimnasio y ha vuelto a entrenar conmigo. Dice que
podría participar incluso en las próximas competiciones provinciales.
Enarqué las cejas.
—¿Y tú quieres hacerlo?
—No lo sé. —Su tono decayó—. Pero, aparte del torneo, me gusta pasar un
poco de tiempo con él. No lo hemos hecho nunca.
—Ya.
Una oleada de compasión por su sufrimiento me invadió, pero si pensaba en
su padre no lograba sentir más que una punzada en la boca del estómago.
¿De verdad bastaba tan poco para hacerse perdonar?
Cuando la puerta se abrió, los dos nos sobresaltamos.
—Buenos días. —Una chica de gélida belleza nórdica nos saludó con un
marcado acento extranjero.
—Eh... buenos días. Mi madre llegará dentro de poco, si la puede esperar un
rato.
—Bien, gracias —dijo, y empezó a dar vueltas por la tienda con aire de
curiosidad.
Leo me cogió de un brazo.
—Ve con ella —susurró.
Enarqué las cejas, confusa.
—¿Cómo?
—Atiéndela tú, ¿no?
—¡No! Yo... yo nunca lo he hecho. ¡No soy capaz!
—¡Por supuesto que lo eres! ¡Adelante! —Me sonrió, empujándome hacia la
chica.
En ese momento me di cuenta de que Leo lo hacía continuamente, cuando
corría, en el kárate y ahora allí: cada vez era como si me pusiera ante una gran
pradera y me pidiera que corriese. Quería que me superara y me esforzara al
máximo, más allá del límite.
Tal vez no podía con aquello, pero él creía que sí. Y saberlo me bastaba para
ir probando cada vez.
Respiré hondo.
—Mientras tanto, puedo ayudarla yo... —Me acerqué a la clienta con paso
vacilante, bajo la mirada atenta de Leo.
—¡Bien! —exclamó ella.
—¿Qué necesita?
—No lo sé, a decir verdad. —Fue bajando el tono de voz—. Quería hacerme
un regalito... ¿Sabes? No estoy pasando por un buen momento y necesito algo
que me suba el ánimo.
No hacía falta que lo dijera; ahora que me fijaba mejor, estaba claro que
había llorado. Y algo en su mirada melancólica me hizo pensar en el motivo.
—¿Problemas del corazón? —aventuré.
Frunció los labios.
—Exacto.
La escruté con mayor atención.
—Un amor que peligra... ¿es eso?
—Oh, eh... sí. Carlo..., bueno, mi novio, me ha dejado y no sé qué... —Los
ojos azules se le llenaron de lágrimas con tan solo pronunciar ese nombre—.
Dios... qué boba soy... —Suspiró con una sonrisa triste, pasándose un pañuelo de
papel bajo las pestañas. Su repentina fragilidad contrastaba con la belleza
glacial, casi dura, de su rostro, una divergencia inesperada, pero fascinante por
su autenticidad—. Es que, según él, me he vuelto monótona, aburrida... porque
solo pienso en los estudios de abogacía, en mi carrera. Pero no es verdad... ¡Él lo
es todo para mí! ¡Todo!
Me asombró la facilidad con que me confió todo lo que llevaba en su
corazón; después de todo, era una perfecta desconocida. Pero había algo sincero
en su mirada y su sonrisa amable, lo que me produjo una inesperada corriente de
empatía hacia ella.
—No se preocupe; ahora buscamos lo que necesita —la tranquilicé con una
seguridad que me sorprendió a mí misma—. Encontraremos la piedra que puede
ayudarla.
En el fondo, las piedras siempre habían formado parte de mi vida, habían
señalado mi camino desde que nací. Eran amigas, compañeras dignas de
confianza, capaces de obrar auténticos prodigios si conocías sus infinitas
posibilidades. Y yo las conocía, pensé en ese momento. Las historias que mi
abuelo me había contado siempre corrían por mis venas, urgiendo por salir. Así
pues, lo único que hice fue dejarles paso.
Bajo la mirada atenta de Leonardo, de la caja fuerte tomé el cofre de las
andalucitas. Lo abrí delante de la chica, que se quedó estupefacta.
Un espectáculo de matices cambiantes según la luz. Amarillo, amarillo
verdoso, verde, rojo oscuro, verde oliva o marrón rojizo.
—Todas las piedras tienen dos colores de diferente intensidad que a menudo
se mezclan. ¿Ve? —la instruí.
—¡Oh, sí!
—Por lo general, al tallar las piedras pleocroicas como estas, se tiende a
realzar el color más hermoso. Pero en la andalucita, no. —Cogí una y se le di,
tratando de orientarla hacia la luz para hacer resaltar sus matices—. Con esta
piedra se intenta más bien subrayar la extraordinaria combinación de sus colores,
que van del marrón anaranjado hasta el verde almizclado. —Luego busqué su
mirada atenta—. La andalucita es una piedra nada monótona...
Su sonrisa me envalentonó para continuar.
—Hay muchas historias relacionadas con esta piedra, pero mi favorita es la
que habla de un príncipe y una espléndida gitana de la que se enamoró. Cuando
el rey se enteró, mató en secreto a la gitana. Devastado por su súbita
desaparición, el príncipe se fue solo con el único objetivo de encontrarla, y tras
haber surcado mares y atravesado montañas insondables, llegó a Andalucía. Allí
descubrió la verdad y prometió no volver a poner un pie en el reino de su padre,
pero nunca renunció a seguir buscando los ojos verdes de su gitana en los de las
mujeres de todo el mundo. Así, la madre naturaleza, conmovida por tanta
devoción, creó para él un cristal que tuviera el tostado de su piel, el verde de sus
ojos y el rosado de su sonrisa. Y así es como nació la andalucita. —Sonreí—.
Todavía hoy, para los zíngaros es un cristal vinculado al amor: se dice que
metido bajo la almohada durante diez noches seguidas ayuda a encontrar el amor
perdido. Eso es así porque, como cristal, está vinculado al sentido de culpa y
permite transformarlo en enseñanzas útiles. Por eso está considerada la piedra de
los nuevos comienzos... De hecho, empuja a quien la lleva a cambiar las cosas.
—¡Uau! —exclamó la chica.
Me volví hacia Leo y lo encontré mirándome entre curioso y atento, con los
ojos oscuros veteados de algo que podría parecer admiración y que me causó un
ligero estremecimiento.
Volví a la carga con la clienta.
—Elija la que le atraiga más. Eso significa que esa será su piedra.
La chica se tomó un tiempo breve para examinarlas, luego eligió una: una
andalucita hermosísima, que cambiaba del verde al marrón rojizo.
Cogí un cordel de cuero, lo metí por el pasador del colgante de la piedra y le
di el colgante a la chica para que se lo pusiera.
—¡Vaya, pero si es fantástica! —exclamó, mirándose en el espejo—. ¡Estoy
contentísima!
—Bueno... ¡también la piedra lo está!
Se volvió, confusa.
—¿Cómo?
—Antes de llegar a las tiendas, los cristales hacen un largo y arduo viaje.
Después de ser arrancadas de la tierra, se las transporta de un sitio a otro,
pasando de mano en mano, hasta ser colocadas en un escaparate iluminado. Pero
los cristales son criaturas vivas y ese no es su lugar. Por eso son felices, una vez
elegidos, de que se les devuelva a la vida y pertenecer, finalmente, a alguien. El
cristal elegido sabe que ya es nuestro y entra en sintonía con nosotros y, si
sabemos cuidarlo, nos recompensará influyendo en nuestra vida de maneras
sorprendentes.
Al final, la chica, Brigitta, como me dijo que se llamaba, salió de la tienda
plena de felicidad.
Me volví hacia Leo con los ojos muy abiertos.
—¡Vaya! ¡Lo he hecho!
Él me sonrió, muy sobrado.
—¡No me cabía duda!
A mí en cambio sí, y, terminada la descarga de adrenalina, me asaltaron todas
de golpe.
—¡Dios mío! ¿No... no habré hablado demasiado? Tal vez estaba buscando
un simple collar y yo...
—No; has estado perfecta —me interrumpió, y se acercó. Algo en su mirada
se encendió, algo que nunca le había visto y que me quitó la respiración.
—Venga ya. ¿Qué dices? —Mi voz se redujo a un murmullo.
—Luna, tú tienes un don. —Suspiró—. Sientes las piedras como sientes a las
personas.
—Tú también lo tienes —le susurré, y era verdad: él conocía las piedras al
menos tan bien como yo.
—No, yo no. —Me miró fijamente con sus ojos maravillosos y atormentados
—. Yo solo te siento a ti.
Luego se inclinó, tomó mi cara entre sus manos y me besó. Esta vez fue un
beso de verdad, profundo, ardiente, de una pasión tan intensa que no dejaba
lugar a dudas acerca de sus intenciones.
Cuando comprendió que no le iba a responder con otro bofetón, introdujo su
mano entre mis cabellos y me apretó más contra él.
Sentía mi cuerpo temblar por la sorpresa y el deseo de perderme en él. Y me
perdí. De verdad me perdí mientras me devoraba los labios y me acariciaba la
piel.
Estaba besando a mi mejor amigo, el compañero de toda mi vida, y no
lograba creer por qué parecía que siempre hubiera estado entre sus brazos y
conociera esos labios desde siempre. Como si en un universo paralelo
hubiéramos estado ya juntos antes de ese momento, como si aquel cuerpo me
perteneciera y yo hubiera venido a este mundo solo para dejarme envolver por
él. Justamente como estaba haciendo ahora, cubriéndome de besos. Por eso
maldije a mis pulmones, que reclamaban aire y me obligaban a tomar distancia
para recuperar el aliento.
Nos miramos a los ojos un largo instante, excitados, incrédulos, con
respiraciones jadeantes y el sol dentro de los ojos.
—¿A... amigos? —balbuceé; ya no sentía las piernas.
Leo bajó la mirada por mi cara desconcertada y sonrió.
—¡Por supuesto!
Soltó una carcajada, divertido; parecía haber recuperado de repente el buen
humor perdido en los últimos tiempos. Y luego me besó de nuevo.
Mientras me abrazaba, me sorprendí volviendo a pensar en las piedras. Cada
piedra tiene una forma y una estructura propias, y una energía interna que se
comunica con nosotros de un modo especial. Y besando a Leo, que me
estrechaba, me di cuenta, una vez más, de que mi cuerpo respondía
perfectamente a las vibraciones del suyo, como si viajaran en la misma longitud
de onda... Mi piedra gemela.
Cuando oímos que se abría la puerta, nos soltamos de golpe. Jadeantes, nos
volvimos. Era el abuelo, que entraba agitado, con la mochila a la espalda y dos
bolsas en la mano.
—Luna, perdona, llego antes de... —balbuceó y, al vernos, se calló. Acto
seguido estalló en carcajadas de placer.
—¿Se puede saber qué tiene tanta gracia? —le pregunté con sarcasmo.
—¿No os parece que hoy hay mucha luz aquí dentro?
—No, pero qué... —farfullé mientras él se acercaba, con mirada
pérfidamente juguetona.
—Ah, mis dos diamantes... ¡Finalmente, os habéis decidido a brillar! —
murmuró, dando un golpecito en el hombro a Leo. Luego, tal como había
llegado, desapareció en la trastienda.
Leo y yo nos quedamos en silencio unos segundos mirando la puerta, como
para comprender qué había pasado.
—Pero... ¿cómo diablos puede saber que...? —dijo él, asustado.
Sacudí la cabeza.
—No tengo ni idea.
—A veces, este hombre me asusta.
—A veces, me asusta incluso a mí.
17
Calcita
Es la piedra de la mente: favorece la autoestima, la confianza y la estabilidad, y otorga claridad
y nitidez al pensamiento. Ayuda a ver la vida desde una nueva perspectiva y por eso permite
cerrar el pasado y mirar con esperanza el futuro. Si la llevas encima, neutraliza la energía
negativa y estimula la mente, mejorando la memoria.
Era un sábado de junio y faltaban pocos días para acabar el curso. A la hora
de la comida mi madre se había ido a tomar uno de sus «cafés» con Alfredo, así
que yo estaba en la tienda para sustituirla. Iba con bastante frecuencia
últimamente. Después de aquella primera vez con Brigitta, le había cogido gusto
a ayudar a las personas a encontrar su propia piedra. Mi sueño, sin embargo, era
buscar gemas por el mundo, como mi abuelo. Y todos mis proyectos, como es
obvio, incluían a Leo.
Soñábamos con ir a Madagascar a visitar una mina a cielo abierto de zafiros
y aguamarinas, a Sri Lanka a ver los yacimientos fluviales de turmalina, a
Alemania a una mina subterránea con vetas de amatista. Y, naturalmente, a
Tailandia, que estaba en lo más alto de la clasificación de nuestros Lugares para
Visitar.
—¡Hola, Medialuna!
—¡Hola! —Le sonreí y sentí iluminarse mi cara, como siempre sucedía.
Se acercó y posó en el mostrador dos bolsitas que traía, inundando la tienda
con un perfume sugestivo.
—¿Dónde me llevas hoy? —le pregunté, alargando el cuello esperando un
beso.
Él se inclinó y puso sus labios en los míos un instante (demasiado breve) y
luego se puso a juguetear con los paquetitos del take away (demasiado tiempo).
—Hoy vamos a China —respondió, ignorando mi desilusión. Luego me
explicó las siguientes etapas de lo que llamábamos nuestro tour por el mundo, el
viaje culinario que habíamos emprendido mientras llegaba el de verdad—.
Mañana pensaba hacer un salto a Japón y durante el fin de semana podemos
hacer una parada en la India, ¿qué te parece?
—Muy bien, pero con una condición: la próxima semana nos hartamos de
lasaña —dije, cruzando los brazos.
Frunció el entrecejo.
—¡Pero no es un plato extranjero! ¡Ni siquiera demasiado veraniego!
Me encogí de hombros.
—Lo sé, pero me apetece.
—Vale, hagamos como tú dices. —Se olvidó de los paquetitos y me dedicó
una mirada maliciosa—. Pero solo porque adoro tu cabello, Medialuna.
Me pasó una mano por el pelo suelto, provocándome un escalofrío en la
espalda. Lo quisiera o no, Leo me hacía vibrar el alma, como una piedra de
increíble poder que se adaptaba perfectamente a mi energía y la amplificaba.
Estábamos bromeando con los palillos chinos que me había metido en la
boca como si fuera una morsa, cuando una tosecita nos sobresaltó: no nos
habíamos dado cuenta de que había entrado alguien.
—¡Hey, chicos!
Iván llevaba del brazo a Elena, que, desde que Leo me había elegido, había
buscado consuelo en sus robustos brazos.
—Pasábamos por aquí por casualidad y os hemos visto. Queremos organizar
una fiesta del horror en mi casa la próxima semana, ¿os apuntáis? Mis padres
están fuera, así que tenemos la bodega para nosotros, con la superpantalla y todo
lo demás —propuso Iván, y añadió—: ¡Será un fiestón! —Elena lo dijo en el
mismo momento.
—¡Oh, lo hemos dicho juntos! —exclamó ella, con una risita tonta.
—¡Alucinante! —Él la miró con los ojos abiertos de par en par, como si
acabara de recitar la Divina Comedia.
Entonces ella le plantó un sonoro beso en la boca.
—Te quiero, Bizcochito.
—Yo más, Patatita —repuso él, devolviéndole el beso pero con lengua.
Luego empezaron a abrazarse de una manera más bien ridícula, susurrándose
cuánto se querían.
—No, yo más —precisó ella.
—No, yo más —insistió él.
—¡No, yo!
—¡Yo!
Me volví hacia Leo resoplando.
Cuando Elena, Iván y su amor incontenible se fueron, nos pusimos a comer.
Pero nos duró poco.
—¡Hola, chicos! —Alcé la mirada y dejé de masticar. La última persona que
hubiera esperado ver en la tienda aquel día era al padre de Leo.
Sonriente y bien vestido, Gianni destacaba a contraluz en la puerta con su
metro noventa de altura.
También Leo pareció sorprendido y lo miró, confuso.
—¿Qué haces aquí?
—Mamá me dijo que estabas con Luna. He aprovechado porque estaba
pensando en hacerle un regalo y quería vuestro consejo —dijo su padre con tono
alegre.
Leo frunció el entrecejo, incrédulo.
—¿Un regalo para mamá?
—Sí, algo pequeño... —Gianni se encogió de hombros y se acercó al
mostrador—. Hace mucho tiempo que no le regalo nada... Querría hacerme
perdonar por mi... ausencia.
Se vino un poco abajo, la voz ligeramente quebrada, pero se recuperó
mientras miraba alrededor.
—¡Ah, vale! ¡Buena idea! —se apresuró a responder Leo en tono entusiasta,
tratando de disimular la consternación que mostraba su rostro.
—¡Vaya maravilla! ¿Qué es? —Gianni estaba ante una caja llena de piedras
lechosas muy iridiscentes, una luz azul que procedía de los cristales que las
constituían.
Me quedó claro que ese día me iba a quedar sin almuerzo, y me acerqué a él.
—Es la piedra de luna.
—Mmm, la preferida de mi hijo, por lo que parece... —dijo, guiñándole un
ojo.
Cuando cruzó su mirada con la mía, Leo me sonrió incómodo.
No era muy bueno expresando sus sentimientos, y tampoco yo.
Llevábamos juntos cinco meses, pero nunca me había dicho «te quiero». Por
eso, hablar delante de él de la piedra del amor me incomodaba.
Traté de no dárselo a entender y encontré un tono neutro y profesional.
—Es una piedra maravillosa, la gema ideal para los enamorados, porque
protege el amor —expliqué con calma, aunque por dentro explotaba de emoción,
con la mirada de Leo fija en mí—. Se utiliza para las peleas entre enamorados.
Hay que «cargarla» con el amor de quien la regala y luego darla a la enamorada
para hacer las paces.
—¿Cuántas dijiste que tenías? —preguntó Gianni, haciéndonos reír y
aligerando el ambiente. Luego posó la mirada detrás del mostrador, donde había
dejado el diamante amarillo de mi abuelo para pulirlo—. ¿Y eso?
Leo fue más rápido que yo en responder.
—Eso no está en venta —dijo bruscamente, pero su tono se dulcificó cuando
buscó mi mirada—. Es de Luna. Para cuando encuentre su verdadero amor.
Lo dijo sin dejar de mirarme a los ojos y, de repente, el ambiente en el local
se sobrecargó: bajo su mirada intensa, una extraña electricidad se puso a vibrar.
Solo cuando me sentí casi ahogada me di cuenta de que estaba conteniendo el
aliento. Pero era imposible respirar ante aquella expresión súbitamente
melancólica e implorante.
—Tal vez ya lo encontré... —me oí murmurar, como si esas palabras se me
escaparan de los labios siguiendo el poder de sus ojos.
¡Dios! ¿Qué había dicho? Aparté la mirada, no siendo ya capaz de aguantar
la intensidad de la suya. Me aclaré la voz y empecé a hablar como a ráfagas,
esperando que mi confesión apenas susurrada se disolviera en un mar de
palabras.
—De todas formas, Gianni, mira si entre estas piedras podría haber alguna
para Laura. Debes pensar intensamente en ella y sentir...
—Ven. —Leo me cogió de un brazo.
—¿Qué pasa? —Lo miré confusa.
—Ven fuera un momento —insistió, sus ojos negros eran dos lagos
insondables. Parecía de repente impaciente, agitado.
—¿No ves que estoy ocupada? —Intenté liberar el brazo, pero su presa era
férrea.
—¿Puedes esperarla un momento, papá?
—Por supuesto. —Gianni sonrió, pero se veía que estaba tan confundido
como yo.
Leo asintió y volvió a mirarme.
—Vale, puede esperarte. Ven. —Sin darme otra opción de réplica, me
arrastró fuera de la tienda y me puso contra la pared.
—¿Hablabas en serio? —Me clavó sus irresistibles ojos de obsidiana.
Lo miré con sorpresa.
—¿El qué?
Habló en voz baja, la impetuosidad de hacía un momento había dejado paso
a una repentina vergüenza.
—Piensas que yo podría ser... bueno...
Entendí adónde quería llegar, pero decidí no responder. Verlo así,
extrañamente vulnerable y torpe, no era frecuente, y resultaba placentero.
—¿El qué? —pregunté con expresión ingenua.
Él no se dejó distraer.
—¿O sea que quieres que lo repita? —resopló.
Asentí, con una sonrisita retadora.
—Creo que sí.
Suspiró.
—Tu...
Me mordí el labio para no reír; torturarlo era divertido.
—Adelante.
—... verdaderoamor. —Lo dijo de corrido.
Al oírlo, toda la diversión de antes desapareció y solo sentí un profundo
estremecimiento.
—Podrías... —murmuré, sin apartar mi mirada de la suya.
«¿Y yo podría ser tu verdadero amor, Leo? —habría querido preguntarle
entonces—. ¿Tú me quieres? Porque yo creo de verdad que sí, ¿sabes? Es más,
incluso pienso que mi corazón podría explotar a causa del amor que siento por ti
en este momento.»
Él, sin embargo, no me conminó a añadir nada. Se acercó y me besó
impulsivamente, apretándome con todo su cuerpo contra la pared.
Hubiera querido una respuesta a todas esas preguntas que me rondaban la
cabeza, pero no quería hacer de chica pegajosa, como Elena. Yo no era como
ella. Por eso reaccioné al beso con toda la pasión que sentía y esperé que la
fuerza con que Leo me estrechaba fuera la respuesta a todas mis preguntas
silenciosas.
De pronto oímos que alguien se aclaraba la garganta.
—Ejem, será mejor que vuelva en otra ocasión...
Leo se apartó de mí para volverse hacia su padre, de quien nos habíamos
olvidado y que habíamos dejado solo en la tienda esperándonos.
—Mmm... sí... perdona, papá... era un asunto que no podía de verdad
posponer... —balbuceó Leo, sin lograr ocultar una tímida sonrisa divertida.
—No, claro. Ya lo imagino...
Gianni se fue, riendo, y también yo reí, hundiendo mi cara en el jersey de
Leo.
—Vale —suspiró de golpe, cogiéndome el rostro entre sus manos y
obligándome a mirarlo—. Tengo que decirte una cosa importante, Medialuna —
murmuró, apoyando su frente en la mía.
Mi corazón se desbocó.
—Dime —susurré.
Suspiró.
—Yo estoy de verdad... de verdad...
Tragué saliva, preparándome para oír las palabras que hacía tanto tiempo que
anhelaba escuchar.
Y que no llegaron.
—... ¡hambriento! —concluyó, y soltó una carcajada.
Lo miré fijamente a aquellos ojos profundos (sabía que había más y sabía
que aquella era su venganza hacia mi bromita de antes), por eso le seguí el
juego.
—¡Y yo más! —Sonreí.
—¡No, yo más!
Volvimos a entrar riendo como cuando éramos niños.
No creía que pudiéramos ser más felices.
19
Angelita
Su energía ayuda a devolver la pureza y la inocencia de la infancia. Dispersando miedo e
irritaciones, alivia el estrés emocional que causa el continuo rumiar ideas fijas y estériles, para,
en su lugar, traer calma, serenidad y armonía. Es aconsejable llevarla en forma de colgante o
collar, a la altura de la garganta. Puesta bajo la almohada, asegura un sueño reparador.
Llegó la noche en que debíamos ir a la casa de Iván. Era la noche ideal para
ver películas de terror, con aquel cielo plomizo, la lluvia incesante y los truenos
en la lejanía.
Por culpa del mal tiempo, la madre y el padrastro de Iván habían pospuesto
el fin de semana en el mar, así que decidimos pasar la velada en mi casa, que
inesperadamente había quedado disponible.
Por primera vez, mi madre había cedido a las invitaciones desesperadas de
Alfredo y, después del cine, se iba a quedar a dormir en casa de él.
—Ah... ¡un café largo, esta vez! —fue el comentario divertido de Leo en
cuanto se lo conté.
El abuelo tenía que haber regresado de Hong Kong aquella tarde, pero su
vuelo llegaba con retraso y lo veríamos al día siguiente por la mañana.
También vendría Giulio, que llegó junto con unos compañeros de su equipo
de fútbol. A él le había tocado elegir la película y se presentó con Dulces
homicidios en Cassadaga, una de terror verdaderamente terrorífica.
Leo llevaba un ligero retraso, y empezaba a preguntarme por qué. Sabía que
por la tarde había ido con su padre al gimnasio, pero a esa hora debería estar ya
aquí. Últimamente pasaba mucho tiempo con Gianni y, si por un lado me hacía
feliz que estuviera reconstruyendo una relación con él, por otro me sentía
molesta porque no estaba conmigo.
Cuando oí el timbre me iluminé y corrí a abrir.
—Hola, Medialuna —me saludó mientras cerraba el paraguas.
—¡Por fin has llegado! ¡Pareces un pollo mojado! —Le acaricié el brazo,
llevaba la camisa negra toda empapada.
—Fui a buscar tu bebida favorita para que te calientes en esta fría noche de
junioviembre. —Con una sonrisa, me tendió un vaso de leche chocolatada de mi
cafetería preferida, situada a media hora de mi casa.
—¿Por qué? —Mi voz se aceleró por la sorpresa.
Leo se encogió de hombros.
—Porque me apetecía.
Lo miré y nunca me había parecido más guapo, chorreando y con escalofríos,
solo para hacerme feliz. Aquel pensamiento hizo diana en mi corazón, centro
perfecto.
—Gracias —murmuré.
La película elegida por Giulio resultó una de las películas más divertidas que
Leo y yo hubiésemos visto nunca. Donde los demás contenían la respiración, él
y yo nos tronchábamos por lo absurdo de las escenas truculentas.
A nuestro lado, Iván y Elena, en cambio, no estaban viendo la película sino
besándose y sobándose en el sillón vintage de mi madre.
Al final de la velada, abordé a Giulio en el pasillo.
—A partir de hoy quedas oficialmente dispensado de buscar películas... La
próxima vez te ocuparás de la comida. ¡Será lo mejor para todos! —le dije
riendo, mientras se ponía su chaqueta tejana.
Rio, pero de repente se le enrareció la expresión. Se hizo un silencio
incómodo y cuando estaba a punto de preguntarle qué le pasaba, lo soltó de un
tirón.
—Al final nunca hemos ido a correr juntos. Tendremos que hacerlo alguna
vez...
Leo pasaba por ahí en ese momento y yo entendí entonces el significado de
la expresión «fulminar con la mirada», porque la mirada incendiaria que le
dedicó a Giulio era como si hubiera deseado reducirlo a un puñado de cenizas.
¿Estaba celoso? ¿O solo era una manifestación tonta de testosterona?
—Sí, por supuesto que lo haremos —le aseguré. Estaba claro que no me iba
a dejar intimidar por Leo, aunque sus celos me producían un sutil placer.
Mientras me disponía a poner un poco de orden en la sala, Elena se me cruzó por
delante, buscando el espejo.
—¡Jo! ¡Tengo todo el colorete babeado! —se quejó, si bien no sabía de qué
se extrañaba después de la prueba de estrés a que lo había sometido durante toda
la velada—. Bueno... para ti que no te maquillas nunca, ¡un problema menos! —
añadió.
Me encogí de hombros.
—No me gusta maquillarme.
Me dedicó una mirada incrédula.
—¿Y no crees que a Leonardo le gustaría un poco más de...?
—A él ya le gusta como soy —respondí más segura de lo que en realidad me
sentía.
Elena dejó de retocarse el colorete.
—Entonces... ¿no van las cosas bien entre vosotros? —preguntó, mirándome
con una mezcla de preocupación y pena que por un instante me hizo vacilar.
—Claro que sí. ¿Por qué lo preguntas?
—Bueno... sé que no es asunto mío, pero, en fin, si he de serte sincera no me
parecéis demasiado unidos. —Su mirada alcanzó el colmo de la conmiseración
—. Quiero decir, estáis siempre en disputas o desafíos con extraños movimientos
de lucha libre...
—Kárate —murmuré, tratando de contener el impulso de hacerle probar
alguno de esos «movimientos».
—Ya —dijo ella, con un gesto desganado con la mano en la que sostenía el
colorete—. Pero míranos a Iván y a mí, y miraros a vosotros. Nunca le he oído
decir que te quiera... y lleváis juntos, ¿cuánto tiempo? ¡Hace ya meses!
—No todos son partidarios de las manifestaciones públicas de afecto —
respondí ácidamente, apuntando allí donde hace más daño.
Retrocedió con aspecto de fingido disgusto.
—¡Oh! ¿Te molestamos?
—No, más bien me hacéis gracia —la corté sin más y me fui a la cocina.
Las palabras de Elena lograron una vez más arañar mis ya precarias
seguridades. Aquella chica sabía insuflarme dudas y perplejidades como nadie.
Cuando la vi irse junto a Iván, recitando una última serie de patéticos «y yo
más», lancé un suspiro de alivio.
Leo se quedó para ayudarme a acabar de recoger.
—Eh, Medialuna, ¿qué ocurre? —preguntó.
Suspiré. Luego lo miré.
—¿Crees que Elena e Iván se casarán algún día?
Él me miró sorprendido.
—¡Qué cosas piensas!
—Responde.
—Yo creo que no llegan a fin de curso.
Enarqué la ceja.
—¡Pero si eso es dentro de cuatro días!
—Exactamente. —Asintió—. ¿Quieres saber cómo van a acabar esos dos?
Lo miré expectante.
—Pues ella se quedará embarazada a los dieciocho años e irá a trabajar en
los negocios de su familia, renunciando para siempre a sus sueños de hacer
carrera en el mundo del espectáculo. Él abrirá un McDonald’s en algún pueblo
cercano y pasará el resto de su vida con su único y verdadero amor:
hamburguesa y patatitas.
Me reí ante aquella improbable previsión y repliqué:
—No estoy de acuerdo.
—Vaya, qué novedad... —murmuró él, divertido. Luego se apoyó en el
mármol de la cocina con los brazos cruzados, en actitud de escucha.
—Siempre se están diciendo palabras amorosas y se reafirman en sus
sentimientos —le expliqué como si fuera algo obvio, pero él me miró como si
hubiera dicho que comían sushi de conejo.
—¿Y eso qué significa?
Levanté una ceja, sorprendida de que no se rindiera a la evidencia.
—¡Pues que se quieren!
Leo rio.
—Dos personas pueden amarse sin provocarse diabetes.
—¿Como nosotros? —aventuré.
—Nosotros somos otra cosa —sentenció, serio.
—¿Y qué somos?
—Dos diamantes. Nosotros no tenemos necesidad de palabras. —Lo dijo sin
dejar de mirarme. Dirigí los ojos hacia otro lado, y no fui capaz de contenerme:
—Vete a decírselo a Elena, entonces...
—¿Por qué?
—Está preocupada porque, según ella, las cosas entre nosotros no funcionan.
Leo rio, pero luego se puso serio.
—¿Tú también lo piensas?
—No... yo... no sé... —balbuceé.
—¿El qué? —Me encuadró con su mirada líquida.
Con las manos juntas sobre la mesa, entrelazaba y soltaba los dedos. Al final
dije:
—A veces me pregunto por qué justamente yo.
Parpadeó como si no fuera capaz de seguirme.
Suspiré.
—Vamos, mírate —lo señalé, a él y a su innegable belleza—. Y mírame —
añadí, aunque él ya me estaba mirando—. Podrías tener a quien quisieras... ¿Por
qué precisamente yo?
Levantó una ceja: parecía irritado, pero en sus ojos negros apareció una
mirada maravillosa que me desarmó.
—Porque eres la única en el mundo que es capaz de hacerme brillar, Luna.
Esa frase desató una tempestad dentro de mí, el corazón se puso a golpearme
el pecho. No era un «te quiero», pero tal vez era mucho más, al menos para
nosotros. Reconocí las palabras del abuelo la vez que nos había mostrado el
«diamante del amor verdadero», y sí, no podía equivocarme, debía de ser por
fuerza lo que intentaba decir. Yo era su amor verdadero.
Sin añadir nada más, me agarró por la cintura y me atrajo hacia él.
Sabía que aquello era el máximo de las declaraciones oficiales que habría
obtenido de él, y decidí que estaba bien así.
Leo no me llamaba con motes afectuosos, no me decía «te quiero», no me
llenaba de cumplidos o de estúpidas frases edulcoradas. No. Él, con una sola
mirada, era capaz de hacerme sentir hermosa como no lo había sido jamás, con
un abrazo conseguía hacerme sentir más protegida que en una cárcel de máxima
seguridad.
Él era un diamante, y no necesitaba palabras.
Y en ese momento lo entendí.
—¿Te quedas? —le susurré, con el corazón latiéndome locamente.
—¿Estás segura?
Asentí, mordiéndome el labio para contener el huracán de emociones que se
me arremolinaban. Entonces Leo llamó a su padre. Le dijo que mi madre y mi
abuelo estaban fuera y que se quedaba porque me daba miedo pasar la noche
sola.
Me fui a la habitación y encendí el estéreo, esperando que un poco de música
relajara la tensión.
Era extraño encontrarse en esa situación en que, habiendo sido siempre
amigos, dábamos un paso hacia un nivel más profundo de nuestra relación. Pero
quizás era magnífico justamente por eso.
—¿Tienes miedo? —me preguntó, aproximándose con paso vacilante.
Me encogí de hombros.
—Un poco.
—Y yo más —repuso con una sonrisa oblicua.
Le sonreí a mi vez.
—¡No, yo más!
—¡No, yo!
La risotada logró aligerar el ambiente, aunque por dentro me sentía explotar
de emoción.
—En serio, ¿estás segura? —volvió a preguntar, hundiendo su mirada en la
mía en busca de algún resto de duda.
Hice una seña afirmativa y él respiró hondo.
—¿Quieres saber por qué lo estoy?
Entornó los ojos con curiosidad y me dejó hablar.
—Porque esta noche te has pasado media hora bajo la lluvia solo para
traerme mi leche chocolatada, así, porque te apetecía —le dije.
Con dedos temblorosos, empecé a desabotonarle lentamente la camisa y por
un momento lo vi contener el aliento.
—Y porque crees en la magia de las piedras —añadí mientras, descendiendo
por su tórax, sentía sus músculos contraerse bajo mis dedos—. Y porque cuando
te reto en kárate no me tiras de inmediato al suelo, aunque los dos sabemos que
podrías hacerlo con un solo movimiento. —Le lancé una mirada divertida—. Y
porque nunca me has permitido ganar, porque sabes bien cuánto me gusta ganar
únicamente con mis fuerzas.
Cuando abrí su camisa acariciándole la espalda, le recorrió un escalofrío que
me llegó también a mí. Lentamente se la quité, con el corazón desbocado. Dios,
qué hermoso era...
—Luna... —Su voz cargada de emoción me sobrecogió.
Intenté no perder la concentración.
—Me has enseñado lo que significa vivir la vida como si fuera una aventura.
—Me puse de puntillas y dejé una estela de besos leves en sus labios
entreabiertos—. Me besaste una primera vez y te ganaste un bofetón, y luego lo
intentaste una segunda... arriesgándote a recibir otro. —Sonreí en sus labios y él
reaccionó.
Suspiré.
—Estoy segura porque estás y has estado ahí. Siempre. Pero principalmente,
sí, es por la leche chocolatada —terminé con una risotada.
Él también rio, pero cuando puse mis manos en su pecho desnudo los dos
temblábamos.
—¿Y tú? ¿Estás seguro de querer hacerlo?
—Sí. —Suspiró y luego respondió con tono firme—: Y lo estoy porque eres
tú y nadie más.
Me besó con tanta fuerza que tuve miedo de que me devorara. Me soltó el
pelo y lo acarició en toda su extensión.
—No les escuches, Luna. Ellos no saben —me susurró al oído—. Pueden
decir lo que quieran, pero los otros no saben nada de nosotros. —Me tomó el
rostro entre sus manos para mirarme a los ojos—. No saben nada de los días que
pasamos buscando tesoros que solo nosotros vemos. Ellos no ven tesoros, no
saben nada. De las piedras, de los sueños... ni de la leche chocolatada —añadió,
sonriendo.
En ese momento entendí que tenía razón y me abandoné a él. Era suya,
siempre lo había sido. Levanté los brazos para que me quitara el jersey. El
corazón golpeteaba como nunca antes.
Pensaba que un físico como el suyo me habría hecho sentir incómoda, temía
no estar a la altura ni poder ofrecerle lo suficiente, pero cuando estuvimos piel
contra piel, solamente era capaz de escuchar el latido enloquecido de su corazón,
que corría al mismo ritmo que el mío. Mi piedra gemela. Sin dejar de besarme,
Leo me llevó hacia la cama y se tumbó a mi lado. Cuando en el estéreo sonaba
One de U2, a Leo se le escapó una risita, aquel grupo musical lo tenía harto.
Pero en aquel momento parecía perfecto.
One love
One life
When it’s one need
In the night
One love
We get to share it...
—¡Luna!
Era la hora del almuerzo cuando el abuelo, de regreso del aeropuerto, se
precipitó a mi habitación, todavía con la mochila a la espalda y la chaqueta de
lino puesta. En cuanto lo vi, algo se rompió en el centro de mi pecho, una
especie de crac sordo, una presa rota por la furia de la corriente.
Solté un grito ahogado antes de romper en llanto.
—Todo está bien, cielo. Ya estoy aquí —me aseguró él, envolviéndome entre
sus brazos fuertes—. ¿Dónde está Leo? ¿Por qué no está aquí contigo?
Al oír ese nombre, mis sollozos se hicieron incontrolables. Sacudí la cabeza,
incapaz de hablar.
El abuelo se puso de lado para mirarme la cara.
—¿Qué pasa, os habéis peleado? ¡Llámalo! Después de lo que ha pasado,
tenerlo cerca te hará bien.
Tragué saliva para parar el golpe con que sus palabras me dejaron noqueada.
Hubiera querido responderle, pero no lo lograba. Por eso me limité a coger el
trozo de tela del bolsillo y lo retuve en la mano.
—¿Qué ocurre, cariño? —El abuelo me miró confuso.
—Lo he encontrado... —intenté decirle, pero los sollozos me lo impedían.
Traté de coger aire—. Lo he encontrado enganchado en el escaparate hecho
añicos.
El abuelo asintió, sin dejar de mirarme.
—¿Y qué es?
Cerré los ojos.
—Un trozo de su camisa. Es... —Me interrumpí, incapaz de decirlo. Si lo
decía, significaría que era verdad.
—¿Y qué? ¿Qué quieres decirme, cielo? —El abuelo parecía estar bajo una
tortura atroz, exactamente como yo.
—Ha sido él. Con su padre, probablemente —dije por fin, la voz reducida a
un murmullo casi inaudible.
El abuelo se echó hacia atrás, como si lo hubiera abofeteado.
—Pero... ¿qué estás diciendo, Luna? ¡No puede ser!
Lo miré en silencio, estaba tan trastornado que parecía también a punto de
llorar.
—Pero ¿qué significa? ¿Lo has llamado? ¿Habéis hablado?
No era necesario. Me bastaba respirar el aroma de aquel trozo de tela para
entender que era el mismo que me había envuelto toda la noche, antes de la
llamada telefónica.
Me limité a mover la cabeza, pero para el abuelo no era suficiente. Cogió el
teléfono y marcó.
—Responde, muchacho, ¡maldita sea! —murmuró para sí, impaciente.
Cuando se interrumpió la línea, probó en casa de Leo.
—Nadie responderá —murmuré con una sonrisa amarga.
El abuelo colgó el auricular y me miró con los ojos brillantes.
—¿Cuándo lo viste por última vez? —También él ahora pronunciaba las
palabras con esfuerzo.
No conseguía decirlo, respiré hondo.
—Esta noche. Aquí. —Se me escapó un sollozo, mientras acariciaba la
manta.
El abuelo resopló con tanta fuerza que hizo temblar la cama y la casa entera.
—Oh, cariño mío...
—Hemos dormido juntos. Y él me ha abrazado, me ha estrechado entre sus
brazos como si fuera la piedra más preciosa del mundo, su piedra gemela. Pero
cuando el teléfono sonó por la alarma, él ya no estaba.
Una oleada de dolor me sacudió y sentí que me rompía en mil pedazos.
En ese momento, cuando me encontré de nuevo sollozando en los hombros
del abuelo, me di cuenta de que había tenido siempre razón: «Solo un diamante
puede romper a otro diamante», era lo que me repetía desde que era pequeña. Y
eso era lo que había hecho Leo justamente. Me había hecho pedazos.
Al final tenía que admitirlo. Elena siempre había tenido razón.
Él no me quería, ella lo había entendido y me había puesto en guardia, pero
yo no le hice caso y me fie de él.
Cuando comencé a recuperar un poco de lucidez para formular pensamientos
coherentes, no me resultó difícil recomponer las piezas del puzle y darme cuenta
de lo estúpida que había sido.
Leonardo había planificado todo junto a su padre, era lo que hacían cuando
pasaban todo ese tiempo juntos. Probablemente esperaban la ocasión aquella
noche, y yo se lo había puesto en bandeja.
Me acordé de que había llamado precisamente a su padre para decirle que se
quedaba conmigo, indicando que estaba sola.
Lo único que no entendía era cómo se las había ingeniado para saber la
combinación de la caja fuerte. Después, de repente, la verdad se me presentó con
una fuerza desconcertante.
Volví a pensar en el día en que Brigitta había venido a la tienda y en cómo
Leonardo no me quitaba la vista de encima, siguiendo cada movimiento mío y
por supuesto memorizando el código después de que yo hubiera abierto la caja
fuerte para coger la andalucita.
Mientras intentaba dar una explicación racional al inmenso dolor que
experimentaba, algo en el fondo de mi corazón me estaba gritando que era
imposible, que Leonardo jamás habría hecho algo así.
Pero el trozo de tela que tenía en la mano decía lo contrario.
Y el hecho de que no lográramos dar con él, ni con su familia, no jugaba
ciertamente a favor de que él pudiera ser ajeno a los hechos.
Entendí que tenía que encontrar una razón: Leonardo me lo había robado
todo, también mi corazón. Yo me entregué entera a él, y él me había desechado.
¿Y yo qué había hecho? Lo había encubierto, aunque había intuido enseguida
que era culpable. Porque una imagen de él dándose a la fuga, atrapado por la
policía, tal vez implicado en un enfrentamiento a tiros, herido o peor, no podía
soportarla.
Sí, también le había dado el tiempo que necesitaba para ponerse a salvo,
además de todo lo que soy.
Porque yo lo quería de verdad; él, en cambio, a mí no.
23
Cuarzo ametrino
La dualidad de esta piedra rara, que une la conciencia propia de la amatista con el dinamismo
del cuarzo citrino, la hace potente en la superación de conflictos y en alcanzar los propios
objetivos. Precioso soporte para quien sufre de ansiedad, depresión y cambios de humor, posee
un efecto calmante y aumenta las sensaciones de armonía y serenidad. Es aconsejable llevarla
como colgante en el cuello.
Cada noche era la misma historia, aquella pesadilla me perseguía sin darme
tregua. Aunque me aterrorizaba, al menos aquello era solo un sueño. La realidad,
en cambio, era mil veces más espantosa.
La aseguradora pagó rápidamente por el robo. El abuelo retiró el diamante de
la tienda y desde ese momento lo conservó en la caja fuerte de casa. El daño
económico fue superado, pero no se lograba encontrar un remedio para mi
corazón roto.
El médico dijo que se trataba de agotamiento nervioso, como el de Laura.
Cómico, ¿no? Yo, sin embargo, no cantaba, solo sentía el silencio. Era como si
junto a mí hubiera explotado una bomba y cada ruido me llegara sordo, lejano.
Dejé de comer y dormir, pasaba los días encerrada en mi habitación
ensimismada en el vacío. Tenía un gran peso en el corazón que me impedía
respirar. Cogía aire, pero nunca respiraba profundamente.
«Coge aire —me repetía—, coge aire», cuando la ansiedad parecía tragarme.
De Leonardo y su familia no había más señales. Habían desaparecido.
Encerrada en mi habitación, me vigilaban mi madre y mi abuelo,
preocupadísimos; a intervalos regulares venían a dejarme una bandeja con
comida, que sustituía a otras bandejas con comida aún intactas.
No pasaba un día sin que me trajeran alguna piedra para ayudarme.
La celestina, la piedra de las estrellas, que da paz; la charoíta contra las
pesadillas nocturnas; la amatista, que, sujeta en la mano izquierda, es un potente
tranquilizante y puesta bajo la almohada hace conciliar el sueño.
Nada, ni siquiera ellas, las confidentes amigas de una vida, eran capaces de
consolarme.
Para espabilarme, una vez el abuelo me propuso que lo acompañara en uno
de sus viajes a la búsqueda de gemas.
¿Era yo la que soñaba con viajar? ¿Era yo la que quería recorrer el mundo a
la caza de gemas?
Ya no lo recordaba, parecía la vida de otra persona, de alguien lleno de
sueños y proyectos, y que había desaparecido en la nada junto con Leonardo
Landi.
En aquel momento, ni siquiera mi superabuelo conseguía ayudarme.
Aquella situación, sin embargo, me unió a mi madre de una manera que
nunca hubiera creído posible. No me dejaba ni un instante. Nunca habíamos
estado tan cerca y me sorprendía su solidaridad con mi pena. Traicionadas y
abandonadas ambas por los hombres que amábamos.
Intentó llenar el vacío en mi corazón abrazándome fuerte cada noche hasta
que me dormía de tanto llorar. Dejó de lado sus lágrimas para hacerles espacio a
las mías, explicándome que la angustia que sentía era la misma que ella había
experimentado mucho tiempo atrás con mi padre, y entendí que tenía razón
mientras miraba el antiguo dolor jamás desaparecido en sus ojos.
Siempre me había parecido excesivo cómo había apartado a mi padre de
nuestras vidas, pero ahora entendía en mi propia piel lo que había
experimentado. Me sentía sucia, tomada, usada y tirada.
—Es como si hubiera muerto, Luna —continuaba repitiéndome mi madre—.
Ya no existe. No podrá hacerte más daño ahora.
Yo le decía que estaba destruida, pero ella me repetía:
—Eres fuerte, cariño. Más de lo que crees. Se necesita algo más que un
chiquillo para destruir a mi hija.
Pero él no era solo un chiquillo...
Era fuego y roca, era el sendero que me llevaba a casa. Era un león, un
guerrero, un pirata, el único capaz de transformar mi vida en una gran aventura.
Era lo mejor que me había pasado nunca. Era el único amigo que hubiera
querido nunca. Y seguramente era mucho más que eso.
Pero mi madre no lo entendía.
—Sé que ahora es difícil de creer —me decía acariciándome el cabello—,
pero te aseguro que un día serás capaz de ver esta experiencia como algo
positivo que te ha abierto los ojos y te ayudará a no sufrir más. La próxima vez
prestarás más atención a lo de fiarte de las personas, ya lo verás. No te dejarás
llevar fácilmente. Y así ya no sufrirás.
A veces no entendía si hablaba más de sí misma que de mí.
Era de noche, unas semanas después de la madrugada maldita, cuando el
abuelo vino a mi habitación y me dio un libro sobre cómo se formaban los
diamantes en Sudáfrica. Se titulaba Diamantes, los dones del volcán.
—Cuando estés triste, léelo, cielo —me dijo, abrazándome fuerte.
Luego se sentó en la cama y empezó a leer algunos fragmentos, y fue como
si fuera de nuevo pequeña y él me estuviera contando una fábula.
—«En la noche de los tiempos, de las vísceras de la tierra, magmas
incandescentes salieron a la superficie gracias a las deflagraciones de los gases
en que estaban humedecidos. Las explosiones crearon vorágines profundas, una
especie de chimeneas en forma de embudo, abiertas hacia lo alto. Las erupciones
subsiguientes las llenaron de un tipo particular de lava que, una vez fría, dio
origen a una roca oscura, la famosa “piedra azul”, cepa del diamante: la
kimberlita.» ¡Y no basta! —añadió el abuelo—. «La lluvia, el calor tórrido, las
savias agresivas producidas por las plantas, el humo, el océano: todo esto
convirtió la kimberlita en tierra rojiza, una especie de pasta inconsistente llena
de diamantes duros e indestructibles. La violencia imparable de la naturaleza
erosiona el suelo y lleva las impurezas al río Orange, que las transporta hasta su
desembocadura en el Atlántico, en la Costa de los Esqueletos. La playa está
bañada por una corriente de agua gélida que llega de la Antártida y que, con sus
olas impetuosas, distribuye los diamantes a lo largo de los arenales de Namibia.
Es justamente allí, en una de las regiones más solitarias de la tierra, donde los
diamantes esperan ser encontrados.»
En cuanto terminó de leer, me tomó las manos y las apretó entre las suyas,
grandes y cálidas.
—El dolor transforma, Luna, y te ayudará a crecer —dijo, con sus ojos fijos
en mi rostro—. Te forjará como una piedra preciosa que sacará al exterior toda la
fuerza y belleza que llevas dentro. Ahora duele, quema, pero recuerda que es del
fuego de donde nacen los diamantes.
Me mantuvo estrechada contra él, acariciándome los cabellos y meciéndome
entre sus brazos como una nana inaudible.
Cuando deshizo el abrazo, me di cuenta de cuánto en esta historia lo había
aniquilado también a él. Sus ojos azules estaban hinchados y tristes, dos
remansos colmados de cansancio y desilusión.
Sin embargo, a diferencia de mí, él se obstinaba en no aceptar la realidad,
decía que debía de haber una explicación, que no podía ser verdad.
El abuelo nunca dejó de buscar. Yo sí.
Empujada por la historia de los diamantes que acababa de leerme, esperé a
que me dejara sola para ir al baño.
Sentía un fuego que recorría mi interior, y cuanto más pensaba en Leonardo,
más me quemaba. Me miré en el espejo un largo instante.
Nunca había sido tan fea como entonces.
Me detuve en los cabellos, esos que tanto gustaban a Leonardo Landi. Fue
entonces cuando el incendio se desató.
Cogí las tijeras y empecé a cortarlos con violencia. Mechón a mechón, caían
en el lavamanos diciendo adiós a un pasado para olvidar. Cuanto más cortaba,
más daño me hacía, y seguí cortando hasta que no quedó nada que cortar.
Era verdad, pues. El dolor transformaba. Porque la que ahora estaba delante
de mí era otra Luna.
Ni siquiera las piedras lograban consolarme. Tampoco sabía el motivo, pero
era como si, al irse Leonardo, se hubiera llevado con él esa magia.
El irresistible atractivo de las gemas se había convertido en un ligero
murmullo, la energía del fuego, en un débil calor, el poder ya apenas perceptible.
Desde que él se había ido, nada era ya lo mismo. Tampoco las piedras.
25
Turmalina
Capaz de mejorar la propia conciencia y aumentar la autoestima reforzando la racionalidad y la
capacidad de reconocer los propios errores. Óptima para la concentración, es también útil para
relajar el cuerpo y la mente aturdida por el exceso de pensamientos. Para descargar el
nerviosismo se puede llevar la piedra en la mano izquierda en los momentos de particular
tensión. Junto al ordenador o el televisor, protege de los efectos nocivos de los campos
electromagnéticos.
Una neblina helada sube a ráfagas desde los canales cercanos y para
calentarme me aferro al brazo de Giulio.
Como de costumbre, vamos con retraso y caminamos a paso expedito hacia
el edificio en el que vive Emma, bajo la luz amarillenta de los faroles.
La hermana mayor de Giulio hoy cumple años y nos ha invitado a una cena
para celebrarlo.
Para ser sinceros, mi espíritu festivo se ha quedado en casa bajo una montaña
triple de mantas y espero que la velada transcurra rápida e indolora.
Tailandia ocupa el centro de mis pensamientos.
Hoy por la tarde no he sido capaz de hablar con el abuelo, pero sé que debo
hacerlo lo antes posible y hacerle entender que renunciar a este viaje es lo mejor
para los dos. Sé que le dolerá y la idea de desilusionarlo en este momento tan
delicado me atormenta.
«Se lo diré mañana por la mañana, en cuanto me despierte», pienso mientras
Emma nos acoge con una gran sonrisa. Un poco más alta que yo, es una copia
del hermano, solo que con los ojos color avellana en vez de azules. Nos invita a
acomodarnos mientras nos va abriendo paso en la entrada entre juguetes
esparcidos por sus hijos, a los que oigo gritar en la otra habitación.
La sala es amplia y da directamente a la cocina, donde Luca, el marido, está
cocinando lo que él mismo no duda en definir como «unos espaguetis al marisco
de restaurante tres estrellas».
¿Ahora quién tiene el valor de decirle que el pescado no me gusta?
—¡Felicidades, hermanita! —Giulio abraza a su hermana y le planta dos
sonoros besos en las mejillas.
Ella ríe, pero cuando cesa el abrazo le lanza una mirada severa.
—Me daba miedo que se te olvidara...
Él resopla y suelta una carcajada.
—Emy, solamente ha sucedido una vez, y hace muchos años. ¿Cuándo
dejarás de echármelo en cara?
Ella se coge el mentón y lo mira pensativa.
—¡Nunca! —dice riendo, y vuelve hacia mí su mirada con una sonrisa de
complicidad—. Por fortuna tu novia sabe cómo remediarlo... No sé qué habría
podido suceder de no ser así.
Le devuelvo la sonrisa y pienso de nuevo en la pulsera de amatista que hace
tantos años le recomendé a Giulio para ella. Recuerdo todavía su cara de espanto
cuando se dejó caer por la tienda para decirme que había olvidado el cumpleaños
de su hermana y que ella estaba hecha una furia.
—Ya, si no hubiera sido por aquella pulsera quizás ahora Luna y yo no
estaríamos aquí. —Giulio acompaña estas palabras con una mirada de adoración
hacia mí.
—Así pues, ¡todo es mérito mío si habéis llegado a estar a punto de casaros!
—parlotea ella, divertida.
—Tuyo y de mi memoria de pez colorado —admite Giulio.
Mientras ellos ríen, yo me entretengo en pensar que es verdad, de alguna
manera aquella joya lo cambió todo trayendo a Giulio a mi vida. Mi abuelo diría
que fue el poder de la piedra de la serenidad, yo digo que fue una coincidencia,
una coincidencia muy afortunada, sin duda, porque de otro modo no sé qué
quedaría de mí.
Estrecho el brazo de mi novio, mi ángel, mi héroe, expulsando de la mente
los pensamientos negativos que, desde que Leonardo ha reaparecido de
improviso, volvieron a aflorar junto con una ola oscura de resentimiento. Solo
evocarlo ya es un latigazo seco, odio admitirlo pero así es todavía trece años
después.
Por fortuna, la velada es agradable y logro distraerme.
Después de la cena vamos a comer la tarta al salón, donde los niños pueden
jugar sobre la alfombra y ver un DVD. Angela, la mayor, decide ver una
película; su hermanito, en cambio, quiere dibujos animados.
Previendo el inicio de las hostilidades, Emma recuerda a su hija mayor:
—Angela, déjale ver lo que quiere, que tú aún debes terminar los deberes.
—No puedo hacer los deberes, mamá, me producen mucha infelicidad —
replica la niña, que seguramente se convertirá en una poeta crepuscular.
No es guapa, pero tiene una cara graciosa y dos ojitos inteligentes y llenos de
vida que no puedes evitar mirar.
—¡Ah, esta excusa todavía no te la había escuchado! —suelta Emma,
sonriendo cuando se vuelve hacia nosotros—. El otro día nos salió con que el
próximo verano tenemos que llevarla a «Los Angela», la ciudad que lleva su
nombre.
Giulio y yo reímos. Luca, en cambio, alza los ojos al cielo.
—Imagínate cómo vamos a ir a América. Con dos niños, un perro y un gato,
¡apenas si llegamos al supermercado de la esquina!
—Ya. Prepárate, Luna —añade Emma—. Esto es lo que te espera dentro de
poco —dice, con un gesto elocuente de la mano.
Me río junto al resto, pero dentro de mí ocurre algo extraño. Miro a esta
familia y veo mi futuro con Giulio. No llego a imaginar nada diferente para
nosotros.
Una casa hermosa, un trabajo seguro, vacaciones en el mar: cierro los ojos y
lo que se abre ante mí es un cuadro de suaves tonalidades pastel, una pintura
delicada e inmutable; ni un contraste de color, nada que rompa la armonía.
«En un contexto similar nunca surgiría una idea loca como la de Tailandia»,
me digo. He aquí el mismo pensamiento, que vuelve. «Esta podría ser mi única
oportunidad», reflexiono. Y, mientras lo hago, mis ojos recalan de nuevo en la
niña que tengo delante. En cuanto el hermano le roba el mando a distancia,
abandona su papel de reina del melodrama y se transforma en una mini guerrera
ninja.
—¡Si no me lo devuelves, nos pelearemos a muerte! —lo amenaza antes de
lanzarse sobre él como una furia. Se sacuden de lo lindo, pero no hay maldad en
sus gestos, solo un incontenible afecto.
Lo sé bien, lo reconozco porque en otra vida yo hacía lo mismo. Quizás es
por eso por lo que la pequeña Angela ejerce un efecto imán sobre mí.
La observo pelear y de repente en ella veo a otra, una niñita graciosa con los
botines sucios de barro y los ojos abiertos de par en par hacia el mundo.
Entonces vuelvo a pensar en mi abuelo, en la limpidez de sus ojos cuando
me dijo aquellas simples palabras: «Una promesa es una promesa», y me doy
cuenta de que aquella de hace tanto tiempo era una promesa hecha a una niña
que quería que se sintiera orgullosa, siguiendo sus grandes huellas por el mundo,
por caminos pavimentados de piedras.
—Pero, bueno, Luna, ¿no me vais a enseñar el anillo? —La voz estridente de
Emma me devuelve a la realidad—. Mi hermano me ha hablado mucho... ¡Debe
de ser maravilloso!
—Ehh... sí, lo es... en efecto —asiento mientras me froto las manos
nerviosamente—. Pero no lo he traído, me va un poco grande y tengo que
hacerlo ajustar.
—Está bien, ya me lo mostrarás la próxima vez. —Emma se encoge de
hombros y con renovado impulso me pregunta—: Oh, si quieres, la próxima
semana podemos ir juntas a ver algún vestido de novia.
Sonrío. «No. La próxima semana no estaré. Voy a Tailandia.»
26
Ópalo
Esta piedra confiere un aura de misterio y carisma a quien la lleva. Actuando sobre las
emociones, intensifica la alegría de vivir y estimula el deseo de cambio, la intuición y la claridad
interior, por eso está particularmente indicada en caso de tener que tomar decisiones
importantes. Tiene un influjo positivo en la sexualidad. Puesta bajo la almohada durante la
noche, favorece los sueños.
Una tarde de finales de octubre en que el sol todavía calentaba tanto que
parecía que el verano no quería dejar paso al otoño, se produjo una sacudida en
el curso monótono de mis días. Sentada detrás del mostrador de la tienda, estaba
ordenando las piedras de tsavorita que el abuelo había traído de su último viaje a
Tanzania.
Hipnotizada por aquel verde tan intenso, a duras penas me di cuenta de que
había entrado alguien.
—¡Hola, Luna!
Levanté la mirada y encontré a Giulio Fabbri. Sonreía ampliamente y los
ojos le chispeaban.
Durante el verano debía de haber entrenado en serio, porque su musculatura
tenue había cedido sitio a una envergadura física más sólida y esbelta. El rostro
era aún dulce, pero las redondeces infantiles habían desaparecido, dejando vía
libre a líneas más marcadas y a una mandíbula maciza.
—¡Hola! —le devolví la sonrisa antes de percatarme de su brazo vendado—.
¿Qué te ha pasado?
Hizo una mueca.
—No estoy seguro de que de verdad quieras saberlo...
—Bueno, ahora siento algo de curiosidad.
—Un pequeño accidente en una carrera de motocrós.
—Vaya, lo siento. —No nos hablábamos desde hacía un tiempo, pero aquel
no me parecía un deporte propio de él—. ¿Te has caído en la pista?
—No; me cayó la moto encima mientras trataba de sacarla fuera del furgón.
¡A la pista ni siquiera llegué! —Una carcajada, y de nuevo aquella sonrisa, que
me produjo un ímpetu de alegría poco habitual.
Me sorprendí yo misma cuando me di cuenta de que volverlo a ver me
resultaba agradable. Le devolví la sonrisa y en ese preciso momento sentí algo
moverse y encajar en el lugar exacto, como la pieza de un puzle. Había olvidado
qué fáciles hacía las cosas la espontaneidad de Giulio.
Se acercó y se apoyó en el mostrador, su expresión se hizo seria de repente.
Temía que me preguntara por mí, por cómo estaba: no era un secreto para nadie
que a Leonardo Landi se lo había tragado la tierra, dejándome para siempre.
Pero él no lo hizo y desde mi silencio le expresé mi gratitud.
—Estoy aquí porque necesito tu ayuda. Es una cuestión de vida o muerte —
dijo.
Arrugué la frente.
—Va... vale. ¿Qué puedo hacer?
—Mi hermana Emma. He olvidado que hace tres días era su cumpleaños y
ahora anda enfadada conmigo. —Levantó un dedo en señal de advertencia—.
Sin embargo, ojo al dato: cuando digo que está enfadada no me refiero a
simplemente irritada. Cada vez que me ve parece Bruce Banner transformándose
en el Increíble Hulk. Por la noche duermo con un ojo abierto —añadió con una
mueca cómica, y yo solté una risita.
—Entonces se diría que debes ponerle remedio lo antes posible. —
Recordando las enseñanzas del abuelo, le aconsejé una pulsera de amatista, la
piedra de la paz—. Las propiedades lenitivas de la piedra calman las
tempestades emocionales —le expliqué, esperando que sobre su hermana
surtiera más efecto del que me había hecho a mí.
—¡Perfecto! Porque lo de mi hermana no es solo una tempestad, sino todo un
huracán. —Se rio y su risa contagiosa me vibró en el pecho.
Mientras preparaba el paquetito para Emma, nos quedamos en silencio.
Giulio trataba de estudiarme sin hacerse notar, lanzaba ojeadas de soslayo a mi
cara cuando no lo estaba mirando.
—Al final nunca hemos ido a correr juntos... —dijo, concentrándose en un
hilo que le sobresalía de la sudadera, como si mi respuesta le importase más bien
poco.
Me encogí de hombros.
—Pues no.
—¿Te apetece hacerlo? —preguntó. Luego bajó de nuevo la mirada e hizo
una pausa tan larga que me llevó a pensar que se había desmayado de vergüenza.
Al final preguntó, ansioso—: Entonces... ¿te apetece o no?
Tampoco yo respondí de inmediato y él levantó la vista para escudriñar mi
expresión.
«Ella no puede correr con nadie que no sea yo.»
Aquella voz resonó tan clara en mi mente que me produjo escalofríos. El
recuerdo me golpeó con violencia, y me maldije, preguntándome hasta cuándo
seguiría haciéndome daño. Visualicé de nuevo su rostro ofuscado, los ojos
llameantes, la furia que le llenaba la mirada...
Giulio sonrió, y un destello de emoción me traspasó.
—Sí, claro que me apetece —respondí, satisfecha como si, dondequiera que
estuviese, Leonardo Landi hubiera podido verme en aquel momento.
El fuerte sonido de los frenos sobre la calzada helada nos hizo sobresaltar.
Por detrás de Giulio apareció el coche de mi madre a toda velocidad por la
callecita. Con una derrapada digna del mejor piloto de Fórmula Uno se detuvo a
un centímetro de las lilas entumecidas por el frío.
Me sorprendió aquella maniobra, pero me quedé perpleja al comprobar que
quien bajaba por la puerta del conductor no era mi madre, sino mi abuelo.
Parecía haber rejuvenecido diez años respecto a cuando se había marchado.
Sería por alguna cosa del agua o qué sé yo, pero Tailandia debía de tener
realmente algo especial, incluso milagroso.
—Dios santo, ¡he visto pasar ante mis ojos todas las escenas de mi vida! —
bramó mi madre, apeándose asombrada por el otro lado.
El abuelo no dijo nada. Solo captó mi mirada y sonrió.
Nunca le había visto una sonrisa así. Aquella sonrisa me hablaba. Tenía algo
grandioso que decirme, incendiaba su mirada de zafiro e iluminaba el mundo
entero. Sentí que aquella sonrisa habría podido encender un fuego.
Confusa, me puse rígida.
Mi madre sostuvo la maleta y pasó a nuestro lado jadeando.
—Hola, señora Tommei. ¡Feliz Navidad! —le dijo Giulio.
—Ah, hola, Giulio. Igualmente —repuso, entrando en casa—. Perdonadme,
no me siento demasiado bien...
Yo no le prestaba atención porque estaba absorta en el abuelo, que venía a mi
encuentro casi corriendo, con los ojos llenos de lágrimas.
Me precipité a sus brazos.
—¡Te he echado tanto de menos!
—¡Oh, cielo mío! ¡No sabes cuánto te he extrañado yo! —Me apretó tan
fuerte como para cortarme la respiración—. ¡No te lo imaginas! —insistió,
pasándome la mano por los cabellos cortos.
Parecía que no me veía desde hacía diez años y no menos de un mes. Al
principio pensé que estaría preocupado por mí, tal vez temía que durante su
ausencia hubiera dejado de nuevo de comer y dormir, y ahora estaba muy feliz
de verme entera.
Sin embargo, un hormigueo vago en mi pecho me decía que no se trataba de
eso.
—¡Oh, Luna, Luna, Luna...! —exclamó, deshaciendo el abrazo y meneando
la cabeza. Sus ojos relucían de palabras que urgían por salir.
—Hola, señor Tommei. —Con voz incierta Giulio interrumpió aquella
mirada.
El abuelo se volvió fatigosamente.
—Ah, sí, hola... —Con un mascullar poco educado que no era propio de él,
el abuelo me cogió por los hombros y me condujo hasta el pórtico.
—Pero ¿qué te pasa? —La pregunta me surgió con tono resentido.
—Nada, nada. ¡Te he echado de menos!
Quizás era realmente así. O quizá no. El hormigueo se transformó en una
sensación indefinida en la boca del estómago.
—Y tú... a mí también. —Mi sonrisa se volvió incierta, él se dio cuenta y
soltó un suspiro—. Tengo una cosa para ti, cielo mío.
Empezó a rebuscar en el bolsillo de la chaqueta, cuando mi madre reapareció
en la puerta.
—Papá, entra en casa, que hace frío. ¡Tienes todo el tiempo del mundo para
darle los regalos que quieras! —lo regañó con su tono habitual de severa ama de
llaves.
—No, esto no puede esperar. —El tono del abuelo no dejaba espacio a
negociaciones.
Abrió mi mano y me depositó una pequeña caja azul como la noche.
No entendía tanta urgencia. Por primera vez no lo entendía, casi no lo
reconocía. Era extraño, había algo en sus ojos, un brillo nuevo, una euforia con
algo de desesperación. La ansiedad me crepitaba en los dedos y no sabía por qué,
mientras sujetaba en la mano aquella cajita. Cuando la abrí fue como si mi
cuerpo se paralizara.
Aquella era la piedra de luna más hermosa que había visto nunca. Un lustre
azul intenso cubría la superficie de la gema acariciando el fondo blanco, un
brillo de luz que cortaba el aliento. Estaba encastrada en un anillo de plata con
montura simple, pero refinada. El abuelo me conocía muy bien, porque yo no
hubiera elegido una cosa que me reflejara mejor. La sentí inmediatamente mía.
Sin pensarlo, me puse el anillo en el dedo índice y la luminosidad de la
piedra me envolvió como en un acto de magia.
—Gracias, es perfecta...
—No es de parte mía. —El tono del abuelo se volvió inesperadamente
decidido.
—¿Y de quién, pues?
—De un amigo tailandés.
Fruncí el ceño, cada vez más confusa; regresó la sensación extraña. La sentía
presionar en todas direcciones.
—¿Y por qué me manda un regalo?
—Porque... porque le he hablado tanto de ti y de lo que te ha pasado, que
ahora es como si... —Hundió el zafiro de sus ojos en los míos. No estaba
hablando conmigo, sino directamente con mi alma—. Es como si te conociese de
toda la vida, Luna —susurró—. Quería que la tuvieras. Porque esta es su piedra
favorita.
Mi corazón dio un vuelco.
Por un tiempo que pudo ser un segundo o un siglo, estuve segura de que mi
corazón se detuvo. Los recuerdos desfilaron vagamente: Gianni en la tienda
guardando la piedra de luna y diciendo que tenía que ser la preferida de su hijo;
Leonardo sonriéndome avergonzado; yo, con el corazón acelerado explicando
las propiedades de la piedra que protege el amor... todo junto hasta converger en
el mismo punto.
—¿La sientes? —me preguntó el abuelo, cerrándome la mano y
apretándomela fuerte entre las suyas. También sus dedos me hablaban—.
¿Sientes la energía profunda, extraordinaria, de esta piedra, cielo mío?
No podía no sentirla. Asentí, incapaz de responder, con un nudo de
melancolía presionándome la garganta.
«Coge aire.»
Hice acopio de fuerzas y logré controlar los nervios, pero no la duda que
empezó a formarse en el fondo de mi mente.
—¡Ya estás aquí!
Ni siquiera me llegó la exclamación de Alfredo, era como si aquella piedra
me la hubieran depositado en el corazón. Después de tanto tiempo, respirar
resultaba de nuevo difícil.
Alfredo se acercó al abuelo y lo abrazó, dándole palmaditas en el hombro.
—Pero, bueno, ¿cómo te ha ido? ¿Has descubierto alguna piedra interesante
esta vez?
—¿Piedra interesante? —El abuelo abrió los ojos de par en par, como si
Alfredo hubiera dicho una blasfemia—. He encontrado algo infinitamente más
hermoso... —Y cuando lo dijo no se volvió hacia Alfredo, sino hacia mí.
—¡Pues muy bien! Vamos dentro, que aquí hace un frío que pela. Así nos lo
cuentas todo con calma. —Alfredo se frotó las manos y cogió la mochila del
abuelo para ayudarlo.
—Sí, claro, hay tantas cosas que contar... —dijo. Había apartado la mirada,
pero sabía que era todavía a mí a quien estaba hablando—. Una historia
increíble, a decir verdad, pero no sé si Luna querrá escucharla...
La sensación indefinida se transformó en un ataque de miedo. Miedo a otros
días vacíos y noches llenas de pesadillas. Miedo a seguir buscando y en esta
ocasión arriesgarme de verdad a encontrar algo.
Me volví hacia Giulio, deseosa de su calidez tranquilizante. Quizás estaba
desarrollando una especie de dependencia de él, pero sentía que era el único que
me sostenía para que no cayera de nuevo.
Estaba allí de pie, silencioso, mirándome como si fuera lo más hermoso que
hubiera visto jamás.
Por ello, por mí y por él, sacudí la cabeza y cerré los ojos.
—Ahora no, abuelo, me basta con tenerte de nuevo aquí —dije, y me
sorprendió haber logrado hablar.
El abuelo asintió.
—Entonces te contaré una historia increíble cuando estés preparada para
escucharla. ¿Te parece bien, cielo?
Asentí con la cabeza, pero no fui capaz de volver a cruzarme con su mirada.
Cada fragmento de mí me gritaba que aquella no era una historia cualquiera, que
tenía que estar muy atenta.
—Hasta entonces me bastará lo que la piedra quiera decirte —añadió el
abuelo.
Apreté el puño y la piedra habló.
De repente me sentí de nuevo horrendamente vacía, pero al mismo tiempo
también increíblemente llena. La piedra vibraba y mi corazón roto latía con el
mismo ritmo desesperado. Lo escuchó y lo reconoció de inmediato, en perfecta
sintonía.
En ese momento entendí que nunca sería capaz de quitarme aquel anillo del
dedo. Ni el pasado del corazón.
29
Alejandrita
Se asocia con la disciplina y el autocontrol, y se cree que ilumina el pensamiento y refuerza la
intuición ayudando a quien la lleva encima a encontrar nuevos caminos que la lógica, en un
primer momento, no ve. Fuerte ayuda para la concentración y la creatividad, parece estimular el
deseo de lucha por alcanzar la excelencia. En las leyendas rusas se dice que trae amor y fortuna
a quien la posee.
—Cielo, ¿me traerías una bolsa de plástico del armario, por favor? No sé ya
dónde meter todas estas cosas.
Era la mañana del 26 de diciembre y mi madre y yo estábamos tratando de
limpiar los restos de la fiesta de la noche anterior. Dábamos vueltas entre vasos
de plástico y platos sucios como dos supervivientes en medio de los escombros.
—¿Has dormido bien? —preguntó mi madre, que estaba junto al armario.
—Bastante; el cambio horario me ha desorientado un poco esta vez... —La
voz del abuelo sonaba aún soñolienta y se oía apenas por encima de la música
que Alfredo ponía, pues, no se sabía cómo, se había apropiado del estéreo de
casa después de haber tomado posesión del de la tienda.
—¿Esta vez? —exclamó—. Pero si cada vez que vuelves de Tailandia
pareces un zombi durante días. Quizá ya no tienes edad para estas cosas... —se
burló.
—¡Pero si estoy hecho un chaval esta mañana! —replicó el abuelo.
—Sí, es verdad, es verdad. —Mi madre rio a hurtadillas.
Cuando volví al salón, me lo crucé en la puerta y me cerró el paso. Lo había
evitado toda la noche anterior; no quería que me hablara todavía, que me contase
su historia.
—Luna, cielo, ¿cómo estás? —me preguntó.
—Bien.
—¿Bien? Tal vez... —suspiró; era la continuación del discurso del día
anterior y yo temblé— más tarde podamos hablar un poco, si tienes ganas...
Me encogí de hombros.
—Tal vez... —murmuré, y me acerqué al estéreo para alejarme de él—.
Alfredo, te has aprovechado lo suficiente, ahora escuchemos algo de música de
este siglo, ¿vale? —dije, fingiendo alegría.
Mientras recorría los canales buscando un poco de música decente, un
puñado de palabras captó mi atención: «tsunami», «costa tailandesa»,
«tragedia».
—¡Para! ¡Para! —pidió el abuelo, aproximándose.
Subí el volumen y la voz alarmada del cronista llenó la estancia con su
anuncio de muerte. Por la noche había habido un fuerte terremoto en el océano
Índico, que había provocado un maremoto de proporciones gigantescas. Desde
Indonesia, en menos de una hora, el tsunami había alcanzado Tailandia, y luego
la India, Sri Lanka, las Maldivas, incluso costas del África Oriental. Un desastre
de proporciones colosales, una tragedia con miles de víctimas.
El hielo congeló la estancia.
—¡Oh, Dios! —murmuró mi madre, agarrándose al brazo de Alfredo, que
miraba el estéreo enmudecido.
Junto a mí, el abuelo estaba como petrificado. No se movía, no hablaba,
incluso no respiraba.
También Alfredo se dio cuenta.
—Pietro, ¿estás bien? —le preguntó preocupado.
Él no respondió. Sacudía la cabeza mientras se le llenaban los ojos de
lágrimas. Y con esos mismos ojos rebosantes de estupor me miró, haciéndome
vacilar.
Tuve la sensación de que en aquella mirada había mucho más que el normal
disgusto por aquella gente golpeada por la tragedia. Por uno u otro motivo, lo
sabía. Quizá lo había sabido siempre.
De alguna manera, él pertenecía a esa tierra y esa tierra le pertenecía.
Se alejó, fue al piso de abajo, y se encerró en su estudio. Me acerqué a la
puerta y lo escuché marcar números de teléfono varias veces.
—Venga, responded, maldita sea —imprecaba con voz quebrada.
Entonces pasó al ordenador: las teclas repiqueteaban furiosamente bajo unos
dedos movidos por el miedo.
Así estuvo durante más de una hora.
Cuando, finalmente, la puerta se abrió, salió un hombre diferente, vaciado, el
rostro transfigurado de quien teme perderlo todo.
Se precipitó hacia su habitación, y cuando oí que abría el armario, supe lo
que estaba a punto de hacer.
Todo mi ser me decía que permaneciera fuera, pero el ordenador encendido
que se veía desde la puerta abierta de su estudio era una tentación irresistible.
Entré. En la pantalla había un artículo de una agencia de prensa
internacional, con las primeras imágenes del desastre. El subtítulo decía que el
infierno de casas reventadas y ríos de fango que aparecía en la foto era Ban Phe,
un pueblecito de la costa sur de Tailandia. O eso era lo que quedaba.
Me percaté de que en la barra de abajo de la pantalla estaba el icono de la
dirección de correo electrónico. Cliqué con una mezcla de curiosidad y
remordimiento.
Abrí el correo enviado y luego el último mensaje que había mandado unos
minutos antes.
Estaba dirigido a un tal [email protected] y ponía:
«No logro contactarte. Las líneas están colapsadas. Me estoy volviendo loco,
literalmente muriendo de miedo. Dime que estás bien, que estáis bien. Cojo el
primer vuelo y estaré contigo lo antes posible. Resistid, os lo suplico. Ya salgo
para ahí. P.»
El corazón empezó a galoparme en el pecho.
La sensación que me había asaltado antes se transformó en certeza. Allá, en
aquella tierra lejana, no había solamente gemas y piedras preciosas o negocios
que proteger. También había personas a las que era importante salvar.
Cuando el abuelo volvió a la habitación con la mochila a la espalda, me alejé
rápidamente. Él no dijo nada, únicamente me dirigió la sonrisa más triste que le
hubiera visto nunca.
Se acercó en silencio, me cogió la mano y acarició con infinita ternura el
anillo con la piedra de luna que me había traído el día anterior.
Luego unió sus ojos acongojados a los míos y allí me precipité.
Encontré un mundo entero detrás de esa mirada en estado de agitación, un
universo paralelo que hubiera podido tragarme con un solo pestañeo.
Y entendí que lo estaba haciendo. Me estaba contando su historia, la que yo
no había querido escuchar.
La luz de la piedra reverberaba en la angustia de aquellos ojos. Me hablaban
de algo que no conocía, pero que inexplicablemente sentía que formaba parte de
mí, algo que me devoraba y me nutría al mismo tiempo.
En ese momento sentí un preocupante crepitar en mi pecho, una grieta que se
abría, un deslizamiento de la roca.
Cuando mis labios se entreabrieron para hacerle aquella pregunta, la luz de
una débil esperanza iluminó por un instante el rostro apagado del abuelo.
Sin embargo, el grito ronco del pasado me sorprendió y el recuerdo de
aquella noche maldita y las que vinieron después me obligó al silencio.
El abuelo lo vio, él siempre lo veía todo. Entonces me atrajo hacia él con la
mano y me estrechó con fuerza, y el crujido amenazaba con convertirse en un
corrimiento, porque en aquel abrazo sentí toda su preocupación, la consternación
de quien está a punto de perder aquello que más quiere en el mundo y que
también lo sería para mí.
—Tengo que marcharme, Luna —me susurró, entre afirmación y pregunta.
Como si buscase mi aprobación, como si tuviera necesidad de mi plegaria
silenciosa que lo acompañase.
Me tragué el nudo de angustia y asentí.
—Sí. Ve.
Así, solo unas horas más tarde, mi abuelo —mi superabuelo, que desafiaba a
cara descubierta el maremoto y el miedo— estaba de nuevo volando a Bangkok,
de nuevo listo para buscar cosas. Cosas que en esta ocasión tenía que encontrar
forzosamente. No solo por él, sino también por mí.
Aquella noche no cené y me encerré en mi habitación para zapear por los
telediarios, que competían entre ellos para dar en tiempo real información sobre
la tragedia. Corté las repetidas llamadas de Giulio con un mensajito en que le
decía que ya nos veríamos al día siguiente porque no me sentía bien.
Y realmente no me sentía bien: ante aquellas imágenes terroríficas había
dejado de nuevo de respirar. Veía la ola que se elevaba inexorable desde lejos
para luego expandirse por la tierra en una infernal devastación. En su furia
indómita, la observaba arrastrar con lúcida indiferencia casas y árboles,
vehículos y personas. El hielo invadió mi corazón frente aquellos centenares de
cadáveres que flotaban en el fango, atrapados entre los escombros. Y de repente
me pareció verlo.
Dos ojos de obsidiana abiertos hacia el cielo que le había robado la
respiración y el futuro. Como en la pesadilla que había atormentado mis noches
mucho tiempo atrás.
Me esforcé en alejar aquel pensamiento, pero cuanto más lo rechazaba, más
vívido se hacía, como para quitarme el aliento. Me acurruqué en la cama, esa
misma cama en la que lo había tenido y perdido, y rompí a llorar. Habían pasado
meses desde aquella noche y con horror volvía a encontrarme desesperándome
por Leonardo Landi, aunque ahora no hubiera ningún motivo racional, pese a
que me había jurado no hacerlo más.
Me detesté, hubiera querido abofetearme, pero no era capaz de dejarlo.
Así, una ola indomable me asaltó también ese día, una ola de nostalgia y
miedo lacerante que hacía estragos en mi corazón maltrecho.
Intenté aferrarme al pensamiento de Giulio, pero esa noche no funcionó.
Me quité el anillo y lo apreté entre mis dedos. Cerré los ojos y me puse a
escuchar; la magnífica energía de aquella piedra era lo único que me daba alivio,
lo único que era capaz de sentir. La sentía infiltrarse bajo la piel y correr dentro
de mí, allá abajo, hasta el fondo del alma, donde solo una persona, una
únicamente, había estado.
Me convencí de que, mientras aquella energía sorprendente continuara
fluyendo, todo iría bien.
Y recé. Con las lágrimas resbalando por las mejillas, deposité toda esperanza
en aquella luna esplendorosa que desde allá arriba velaba por todo. En la estela
de su claridad plateada, el abuelo podría encontrar aquello que buscaba. Recé
con cada partícula de mi ser para que lo consiguiera.
Así, pequeña e impotente, hice lo único que podía hacer. Agarré la piedra
fuertemente y me encomendé a la luna.
31
Larimar
De origen volcánico, encarna todas las propiedades del fuego en el que tiene su origen. Muy útil
en casos de excesiva emotividad y para los temperamentos ardientes, esta piedra ayuda a
calibrar la impetuosidad aportando una dulce calma, como la del agua del mar. Favorece la
paciencia y la aceptación equilibrada de los acontecimientos, promueve la imaginación y ayuda
a la creatividad y al trabajo artístico.
—Aquí están nuestros asientos —dice el abuelo, indicando una fila cerca del
ala—. ¿Puedo sentarme junto a la ventanilla, cielo?
Asiento.
—Por supuesto.
Pongo las mochilas en el compartimento de encima y luego me siento a su
lado, rogando que el sitio vacío junto a mí no lo ocupe un niño majadero con
mono de PlayStation.
Echo una ojeada a los pasajeros y me estremezco cada vez que veo subir una
familia con una prole gritona detrás.
Mientras busco a tientas el cinturón de seguridad, mis manos se bloquean en
cuanto oigo aquella voz.
—Aquí estoy. Perdonadme si llego tarde, pero en los controles había una fila
de locura.
Levanto la vista, con pánico. Leonardo, de pie y con la mochila a la espalda,
deja caer su chaqueta en el asiento vacío junto al mío.
Me siento morir.
—¿Qué demonios hace este aquí? —espeto a mi abuelo.
—¿No se lo habías dicho? —oigo preguntar a mi espalda.
El abuelo ignora mi pregunta y le responde a él con una sonrisa resignada.
—Si se lo hubiera dicho, no habría venido ni anestesiada. La conoces, ya
sabes lo testaruda que es.
Sacudo la cabeza, incrédula. Me ha engañado, me ha traicionado una vez
más. Miro al abuelo con una profunda desilusión que me punza los ojos.
—¿Cómo... cómo has podido hacerme esto?
Él no dice nada, solamente me mira. Una mirada tan penetrante que debo
apartar los ojos. La sangre se me agolpa en el cerebro. Me doy la vuelta
enérgicamente, empujo a Leonardo y vuelvo a abrir el compartimento con toda
la fuerza que tengo.
—Despacio, señorita... pero ¿qué está haciendo?
Una azafata de voz estridente corre a amonestarme, pero la ignoro. Busco mi
mochila haciendo caer las bolsas colocadas delante, entre las protestas de sus
propietarios y los gritos de espanto de otros pasajeros. Tampoco me importan
ellos, estoy hecha una hidra desquiciada.
—¡Luna! —El abuelo me llama haciéndome señas de que vuelva al asiento,
pero no le escucho.
Agarro mi mochila, pero la azafata me retiene por un brazo.
—¡Apártese! —le grito.
—Señorita, si no se calma me veré obligada a llamar a la policía.
—¡No me importa que la llame, basta con que me deje bajar! —Me siento en
una trampa, cazada, y ahora grito y rujo fuera de control.
—¡No puede, ya hemos cerrado las puertas!
—¡Pues entonces vuelvan a abrirlas! —grito una vez más, pero la voz del
abuelo esta vez supera a la mía.
—¡Luna! —exclama, poniéndose en pie.
Intento volver a gritar, pero veo que las lágrimas ciegan sus ojos y se me
quiebra el aliento en la garganta.
—Cielo, cálmate, por favor. Y mírame —me ordena con voz temblorosa—.
Mírame, Luna. Me estoy muriendo, ¿no lo ves?
Un puñetazo en el estómago me corta la respiración.
Cierro los ojos para contener las lágrimas, que de repente me nublan la vista.
—Solamente quiero cumplir una promesa hecha hace mucho tiempo. Una
promesa que os hice... a los dos. Mis dos pequeños, preciosísimos diamantes.
Las joyas más grandes de mi vida —dice el abuelo, señalándome a mí y luego a
Leonardo.
Mis ojos se posan en él, inmóvil en medio del pasillo, que me mira con una
expresión trastornada en su rostro tenso. «Venga, hazlo por él», parecen susurrar
esos ojos oscuros como la noche. Me muerdo el labio y aprieto los puños para no
ceder.
—Siete días, solamente te pido eso, cielo —insiste el abuelo con
desesperación—. Y luego puedes estar segura de que no te pediré nada más... No
te molestaré nunca más.
Una montaña se me viene encima con esas palabras. Me falta el aire de solo
pensar en perderlo.
Y así, en silencio, depongo las armas como un soldado que se rinde tras
haber librado su última batalla. Vuelvo a meter la mochila en el compartimento y
con un suspiro tembloroso regreso a mi sitio.
El abuelo me coge la mano y la estrecha con fuerza.
—Gracias —susurra.
Me limito a asentir, incapaz de hablar.
Leonardo ayuda a la azafata a poner su equipaje en el compartimento, luego
se sienta en silencio en el asiento a mi lado. Yo no despego la mirada de la
pantalla que tengo delante, observo la línea discontinua que une Milán con
Bangkok y pienso que este será el vuelo más largo de la historia de la
aeronáutica.
Desde ese momento, además de los móviles y los dispositivos electrónicos,
se apagan también las comunicaciones entre nosotros y en la fila 16 reina un
silencio glacial.
No logro entender cómo mi abuelo ha podido hacerme esto.
He decidido lo que haré: voy a ignorar a Leonardo todo el rato, haré como si
no existiera. Además, para mí está muerto. La promesa preveía que él también
estuviera aquí, pero no que yo le dirigiese la palabra.
Así pues, durante el despegue me limito a mirar fijamente la pantalla que
tengo delante, no me muevo, casi no respiro, y me convenzo de que seré capaz.
Soy fuerte, soy piedra. Estoy segura de conseguirlo, al menos hasta que siento su
mano tocarme el brazo.
—Pensaba que te lo había dicho —murmura. Su roce y su voz me hacen
estremecer, pero es lo que dice después lo que me aniquila—: Lo siento.
Dos palabras y me siento hundirme. El avión se cae y estoy de nuevo en mi
habitación. Dos palabras y tengo dieciséis años y acabo de hacer el amor con él.
No puedo hacer otra cosa que ponerme en pie como un resorte.
Empujo el asiento de delante para pasar por encima de Leonardo y correr por
el pasillo.
Cuando lo oigo detrás de mí, me introduzco en el primer lavabo que
encuentro. Había olvidado lo rápido que era, porque mientras intento cerrar la
puerta él logra colarse dentro y cerrarla.
Es tan alto que tapa la salida e inmediatamente me falta el aire.
«Coge aire.»
—¡Déjame salir ahora mismo! —gruño, tratando inútilmente de apartarlo.
Le doy un par de puñetazos, pero él los detiene con facilidad
inmovilizándome las muñecas en el aire.
—Yo no quería venir, ¡ha sido tu abuelo el que ha insistido! —explota.
Indignada, intento liberarme.
—¡Vale! ¡Podías haberte negado! —exclamo, y afino el tiro—: ¡Claro que sí!
Podías decirle: «Lo siento, Pietro», y luego desaparecer. ¡Estoy segura de que te
habría salido bien!
Él encaja el golpe con un suspiro tembloroso. Hace amago de hablar, pero
luego se lo piensa. Abre más los ojos y aparta la mirada. En lo más hondo de mí
celebro haberlo hecho callar, pero se me corta el aliento cuando vuelve a poner
los ojos en mí.
—Me dijo que era su último deseo, Luna. No tuve el valor de decirle que
no... —admite al fin con voz ronca, y solo de pensar en la enfermedad de mi
abuelo me angustio.
En cuanto se siente seguro, lentamente me suelta las manos y vuelve a
hablar.
—Además, había soñado con este viaje toda la vida y justamente cuando ya
pensaba que no sería posible... va y se presenta la ocasión.
Cuando llaman a la puerta, se bloquea.
—Señores, no puede estar más de una persona en el baño, tienen que salir de
inmediato. —Reconozco la voz de la azafata de antes. Él la ignora y retoma su
discurso:
—He pensado que tal vez debería...
De repente, una turbulencia me sacude, pierdo el equilibrio y voy a dar
contra el lavamanos. Leonardo me aferra para que no caiga.
Miro espantada su mano en mi cintura.
—No me toques.
Él se aparta como ante una fiera rabiosa, pero es lo suficientemente
temerario como para seguir hablando.
—Escucha, ¡solo te pido que me dejes explicar lo que sucedió realmente
aquella noche!
La imagen del jirón de tela colgando en el escaparate destrozado me viene a
la memoria con una violencia inaudita.
—¡Oh, vamos, pero si yo ya sé lo que pasó! —Río ácidamente—. Encontré
un trozo de tu camisa en el escaparate, ¿qué más necesito saber? —Le lanzo una
mirada despiadada que lo hace enmudecer—. ¿O intentas decirme que no fuiste
tú quien desvalijó nuestra tienda?
—No, yo...
Lo he arrinconado y decido rematarlo, con un cosquilleo de satisfacción.
—Me utilizaste y me dejaste sola. Desplumaste la tienda y desapareciste
como si nada. ¿De verdad crees que debería escucharte?
Leonardo suspira y cierra los ojos por el peso de la frustración.
—Luna...
La azafata grita y pasa a amenazas más serias, pero yo no la oigo.
—Créeme, de verdad. No necesito saber más —sentencio gélidamente.
El pasado gira ante nosotros con un ciclón de recuerdos todavía demasiado
vívidos. La azafata no ceja y al final abre la puerta por las bravas. De repente
experimento hacia ella una imprudente ola de simpatía.
Leonardo se gira sorprendido y yo aprovecho para liberarme de él.
—¡Me das asco! ¡Déjame en paz! —grito fuera de mí.
—¡Luna!
En el pasillo encuentro al abuelo con una máscara de preocupación en el
rostro. Intenta retenerme por un brazo, pero me zafo de un tirón.
—¡Déjame en paz tú también! —Lo miro con hostilidad, aún incrédula por la
jugarreta que me ha hecho. Detrás de él, Leonardo me mira fijamente,
estupefacto—. ¡Manteneos lejos de mí! —espeto con rabia—. ¡Los dos!
Recorro el pasillo abriéndome paso entre pasajeros y carritos de la cena,
mientras la voz odiosa de la azafata se oye cada vez más lejos.
Me siento como un ratón en una trampa, corro aunque no haya salida. Me
detengo solo al final del avión, donde hay menos pasajeros y más silencio.
Me deslizo en uno de los asientos vacíos de la última fila y me acurruco con
la cabeza entre las rodillas, como para contener todos los pedazos que siento que
se me hacen añicos.
No tengo ninguna intención de volver a mi sitio y no tengo ni idea de lo que
haremos cuando lleguemos.
Luego me acurruco contra la ventanilla, cierro los ojos, tratando de volar en
alas del pensamiento más confortante que se me ocurre.
Giulio.
Vuelvo con la mente a él, a mi ángel. Lo imagino sentado aquí, a mi lado,
apretándome la mano en la suya, susurrándome que todo va bien.
Entonces la cabina se hace un poco menos estrecha y puedo volver a respirar,
reteniendo en mi imaginación el rostro de mi novio. Él es mi ancla, la barrera de
seguridad que me protege de la angustia.
Con Giulio la rabia se diluye y el dolor se vuelve soportable.
34
Aventurina
Amuleto de la suerte, es un imán para la felicidad. Trae tranquilidad, paciencia y facilita la
curación emocional. Confiere disposición a la escucha y tolerancia hacia el prójimo.
Estimulando la creatividad, es la piedra perfecta para quien busca inspiración. Los creativos
deberían mantenerla cerca del lugar de trabajo para lograr una mayor afluencia de ideas.
Intento dormir, pero sé que también esta será una nueva noche insomne.
El abuelo ha pasado hace poco para asegurarse de que estuviera bien. Me ha
informado de que mañana tenemos que dejar este hotel porque nos alojaremos en
otra parte. La idea de dejar este refugio antiaéreo en que se ha convertido mi
habitación, para pasar un tiempo en el coche con Leonardo, me da náuseas.
Miro preocupada y pensativa las luces de los edificios de enfrente que se
reflejan en el techo, mientras el ruido de los coches y las bocinas abajo, en la
calle, me hacen pensar que debe de haber estallado una guerra intergaláctica y
que la ciudad entera anda a la carrera.
Resignada, me levanto.
La ventana da sobre una calle de cuatro carriles que pasa directamente entre
los rascacielos. Enfrente hay uno majestuoso, con la parte superior iluminada de
verde y superpantallas LED que proyectan publicidad de manera intermitente.
Alrededor hay muchos más y todos parecen competir por ser el primero en tocar
el cielo. Sin embargo, me intrigan mucho más los tejados dorados de algunos
templos que se vislumbran a lo lejos.
Dado que no sé qué hacer y no puedo permanecer más tiempo
obsesionándome con lo que me aguarda mañana, me pregunto si desde el jardín
de arriba el panorama será aún mejor.
En cuanto el ascensor se abre en el jardín de la azotea, me envuelve una
oleada de calor y humedad. Me sorprende no estar sola; evidentemente, el jet lag
está causando estragos.
Más allá de la barandilla, la ciudad se despliega hasta donde se pierde la
vista, un calidoscopio de luces, olores y sonidos que no dejan indiferente: te
entran dentro, aunque no lo quieras.
—Mi padre sabía cómo abrir la caja fuerte. —Al oír esa voz me quedo de
piedra. Leonardo se toma su tiempo para evaluar mi reacción, y comoquiera que
no tengo ninguna porque me ha sorprendido, continúa—: La había estado
estudiando el día que fue a la tienda diciendo que quería un regalo para mi
madre. Se quedó solo cuando nosotros salimos para... en fin... para hablar. ¿Te
acuerdas?
Para mi estupor, de pronto vuelvo a estar en aquella acera, con él
preguntándome si podría ser mi verdadero amor. Mi corazón se dispara.
—Mi padre no había cambiado en absoluto... No tenía que haberme fiado.
Tenías razón tú —añade.
Me vuelvo de mala gana hacia él, que está de pie a mi lado, y me arrepiento
al instante.
La consternación reflejada en su rostro me hace vacilar y no soy lo
suficientemente rápida para replicarle algo despectivo antes de que vuelva a
hablar.
—No hizo otra cosa que contarme mentiras. También el regalo para mi
madre era una excusa, solo quería inspeccionar la tienda —prosigue, con una
sonrisa amarga—. Yo no lo sabía, te lo juro, ¡y todavía me maldigo por no
haberlo comprendido!
Fija su mirada resignada en la mía.
—La policía llegó en pocos minutos. Cuando oí las sirenas me di cuenta de
lo que estaba sucediendo. Me arrojé sobre mi padre y le cogí la bolsa con las
piedras y las joyas, que cayó al suelo y se volcó. Él me miró con los ojos de un
hombre desesperado y me preguntó si valía más un puñado de piedras o su vida.
Aquellas palabras me paralizaron... Dios, ¡estaba tan confundido! —Cierra los
ojos y se pasa una mano por el cabello, aturdido por el esfuerzo de la confesión
—. Vacilé un instante, pero fue suficiente para que él se liberara y recuperara las
gemas esparcidas por el suelo. La policía estaba llegando, el corazón me latía
enloquecido y ya no lograba razonar. Hasta unas horas antes había estado en el
paraíso y en aquel momento me hundía en el infierno. No entendía ya la
diferencia entre lo correcto y lo equivocado. No entendía nada.
No sé por qué sigo aquí escuchándolo, pero por alguna razón no soy capaz
de marcharme. Una oleada de compasión me invade.
—Recuerdo que mi padre me cogió del brazo y me arrastró hacia fuera. Yo
estaba como en trance; solo conseguía pensar que había sido su cómplice en el
robo de tu tienda. No podía creer que me hubiera traicionado de nuevo. ¡Yo me
había fiado, maldita sea! Le había creído, había esperado con todo mi ser que
hubiera cambiado. Me avergonzaba de él, pero sobre todo de mí. Porque no era
capaz de creer que os hubiera hecho algo así a ti y a tu abuelo.
Cuando dice esto, su voz se transforma en un fino susurro que se me mete
dentro. Volviendo a ver mis recuerdos a través de sus ojos, me doy cuenta de lo
relativa que puede ser la verdad en ocasiones.
—Luego me encontré en un cobertizo abandonado fuera de la ciudad y ni
siquiera supe cómo había llegado ahí. De la oscuridad surgieron tres hombres
armados, uno era el que conducía el monovolumen aquella tarde de la fiesta en
casa de Iván. Mi padre les entregó el saco con las piedras; lo cogieron, pero le
dijeron que no era suficiente y que él lo sabía bien. Le dieron veinticuatro horas
para conseguir el resto. De algún modo, logramos salir vivos de aquel cobertizo,
y mi padre comprendió que no sucedería una segunda vez, así que condujo veloz
hasta casa. Cogió a mi madre, un par de bolsas donde metió atropelladamente
alguna ropa, los pasaportes y nuestros últimos ahorros, y nos llevó directamente
al aeropuerto.
»“Tenemos que huir de Italia lo más lejos y deprisa que se pueda”, nos dijo,
no importaba adónde. Pero a mí sí que me importaba. Entre los primeros vuelos
que salían había uno a Bangkok, y yo elegí Tailandia. Me estaba arruinando la
vida, pero al menos escogí nuestro destino. Fue la única decisión que fui capaz
de tomar aquella noche.
Permanezco inmóvil, la cara cenicienta y los ojos de par en par, sumida por
completo en su relato. Lo último en el mundo que hubiera querido.
—Sucedió todo tan deprisa que no era capaz de darme cuenta. Empecé a
tomar conciencia durante el vuelo: cuanto más pasaban las horas, más
comprendía que me estaba alejando de ti. Para siempre. Continuaba mirando la
ruta en la pantalla, como hipnotizado. Cuanto más se alejaba aquel avión de
Milán, más me sentía morir. Sabía que a aquella hora te habrías despertado y lo
habrías entendido todo. Era incapaz de no pensar en ti, incapaz de no pensar en
tu mano, que me buscaba dulcemente en sueños.
Su tristeza es ahora palpable, como la electricidad estática en el aire antes de
un temporal. No logro contener una mirada dolorida y sorprendida. Me he
quedado sin palabras y me detesto. Leonardo aprovecha mi desconcierto para
clavarme una vez más estos ojos suyos de obsidiana.
—Sabía que en cuanto te despertaras habría cambiado todo. Que nunca me
ibas a perdonar.
—Ya —consigo susurrar finalmente. Me mantengo apoyada, aferrada a la
barandilla, como si temiera caer abajo de un momento a otro.
Él frunce los labios en una mueca resignada, y continúa:
—Una vez en Tailandia, mi padre vendió una parte de las piedras que se
había quedado. Había perdido todos nuestros ahorros en aquellos malditos
asuntos suyos y no le habían bastado, porque el lío en que estaba metido lo
superaba. Había intentado estafar a un pez gordo y las cosas se le habían ido de
las manos. Dijo que nos tenían bajo control, a nosotros y a nuestros conocidos
más cercanos. Me acordaba de aquel hombre a la salida de la fiesta de Iván
Grimaldi, que sabía tu nombre, y me estremecí. Si te hubiera sucedido algo no
me lo habría perdonado nunca; tenía ya mucho de lo que avergonzarme, pero
aquello hubiera sido insoportable. Obviamente, mi padre pensó en sí mismo,
como de costumbre, y me dijo: «Hijo, a partir de ahora tenemos que olvidar
nuestra vida de antes. Tenemos que desaparecer para siempre o moriré.» —Su
voz se quiebra—. Desde ese momento he rezado para que se muriera.
Mientras me dice esto, la que quiere morirse soy yo.
38
Rodocrosita
«Piedra del despertar», estimula a ser activos y espontáneos, elimina la indecisión y la frialdad
de sentimientos. Nos hace dinámicos y es una buena guía para la búsqueda de la felicidad.
Piedra del perdón y la compasión, atenúa el pesimismo y favorece una visión color rosa de la
vida, alejando los miedos injustificados. Llevada como colgante a la altura del corazón, ayuda a
liberar experiencias dolorosas y traumáticas.
—¡Buenos días!
El abuelo sonríe desde fuera de la puerta giratoria del hotel. Su rostro ofrece
un aspecto cansado y envejecido, pero hay una nueva luz en su mirada esta
mañana. No sé si sentirme feliz o preocuparme, sus ojos esconden siempre
muchas sorpresas.
—Buenos días.
Cuando oigo esta voz, en cambio, me preocupo de inmediato. Los nervios se
me ponen de punta mientras Leonardo pasa por mi lado y va junto al abuelo.
Esta mañana lleva una camisa de lino color arena encima de una camiseta verde
y unos pantalones marrones.
«Parece preparado para una aventura, como las que imaginábamos de
pequeños.» El pensamiento me surge sin que pueda detenerlo y me detesto por
ello. Él no existe. Es como si estuviera muerto. Las palabras de mi madre
resuenan y vienen a socorrerme.
Hago un ligero gesto con la cabeza y balbuceo algo que podría ser
interpretado como un «hola» o un «¿tú qué diablos quieres?, ¡vete ya!», a elegir,
y luego me alejo.
No he dejado de pensar ni un instante en lo que me contó anoche. Creía que
era impermeable a sus palabras y, sin embargo, no es así. Pero al menos lo
intento: las arrincono con todas mis fuerzas. No puedo dejar que triunfen porque
sería el fin.
Delante de nosotros se detiene un coche, una especie de De Lorean con
aspecto trasnochado. No sé adónde nos dirigimos, pero a juzgar por el coche
diría que nuestra meta debe de ser más o menos 1854, el año de su fabricación.
Cuando veo bajarse al conductor, me quedo de piedra.
—¡Good día!
Channarong viste una vieja sudadera azul con la leyenda ITALY. Con una
sonrisa ancha como el mundo y las manos unidas a la altura del pecho, inclina la
cabeza ligeramente. Leonardo y el abuelo hacen lo mismo; yo, en cambio, me
quedo pasmada como un espantapájaros.
—¡Buenos días, querido viejo! —Con entusiasmo, el abuelo le palmea la
espalda y le planta un largo abrazo bajo mi mirada atenta—. ¡Veo que hoy te has
vestido en nuestro honor!
Cuando el abuelo lo suelta, después de haberle causado la rotura de al menos
tres costillas, dado que es el doble de grande que el otro, también Leonardo lo
abraza y le pregunta cómo está.
—Luna, este es Channarong. —El abuelo me dirige una sonrisa maliciosa y
yo lo miro con recelo—. Es un viejo amigo y nos acompañará en todo nuestro
viaje.
—Nos conocimos ayer —digo secamente.
—¡Oh, qué extraordinario golpe de suerte! ¿No te parece? —replica con aire
inocente.
Al parecer se divierte atormentándome, urdiendo planes sin mi
conocimiento. ¿Pensaba que ayer necesitaba canguro?
—¡Oh, Lunaaa! ¡Yo very feliz de volverte a ver! —me saluda con el
entusiasmo que lo distingue mientras yo me limito a esbozar una sonrisita
tirante.
Leonardo carga con la mochila del abuelo y la suya propia. Después, con
cierta duda, mira la mía. Me mira expectante. Me está pidiendo permiso y,
huelga decirlo, la respuesta es una mirada fulminante.
Me abalanzo sobre mi mochila y la arrojo al maletero; la rabia que acumulo
desde hace dos días sale de golpe.
Subo al coche sin decir palabra, dejándome caer de mala gana en el asiento
posterior. El abuelo se sienta al lado del conductor y bromea con Channarong.
Después se vuelve mientras Leonardo se sienta junto a mí y aumenta mi
disgusto.
—¿No quieres saber el programa del día, cielo? —me pregunta el abuelo.
—No. Sorpréndeme. Te lo ruego —respondo con sarcasmo.
El abuelo me mira sorprendido y yo me quedo sin aliento. Por un segundo, el
silencio es total.
Lo siento, pero no tengo el humor para chácharas. Es más, no tengo ningún
humor, y punto.
Siento que en este momento, lejos de casa y de Giulio, con mi abuelo
atormentándome, podría explotar. Pero sobre todo siento que, encerrada en este
coche y con Leonardo al lado, podría hacer cualquier cosa. Emprenderla a
puñetazos, espetarle todos los insultos que he almacenado durante años, o bien
hacerle las preguntas que desde ayer asaltan mi mente. Y eso es lo que más me
espanta.
El abuelo abre la boca y mueve apenas la cabeza. Luego vuelve a mirar al
frente y a hablar con Channarong.
La profunda sensación de disgusto que siento me rebulle. Así las cosas, cojo
el I-Pod, me pongo los cascos, apago sus voces y la música absurda que procede
de la radio del coche, y en un visto y no visto ya no estoy aquí. La música
ensordecedora me congela los pensamientos, aislándome en una burbuja
indestructible.
Fuera de la ventanilla transcurre primero la ciudad y después el campo. Un
paisaje exótico de colores tan vivos que parecen retocados con Photoshop.
Por segunda vez hoy, me vuelve a la cabeza la antigua Luna. Aquella
chiquilla con sed de aventura, sin duda, habría enloquecido al ver templos
dorados que surgen del verde o elefantes que pasean plácidamente por el arcén
de la carretera.
Pero la antigua Luna se fue hace mucho y, no sé por qué, si pienso en ella, lo
único que siento son ganas de llorar. Y todo por culpa del abuelo, de Leonardo y
de este lugar al otro lado del mundo, que desplaza el centro de cada pequeña
certeza.
Presiono la cabeza contra el cristal y con un suspiro cierro los ojos, resignada
a este viaje.
Después de las revelaciones del abuelo, me siento parte del menú esta noche:
juliana de Corazón de Luna a los brotes de soja.
Querría decir que no tengo hambre e irme a dormir, pero cuando Jade me
llama y me acompaña al comedor, no tengo fuerzas para decirle que no.
Su voz posee un tono tan educado, tan amable, que hace mella en mí como
rara vez sucede. Todo su rostro parece reflejar esa cualidad suya y, con esos ojos
tan inclinados a la sonrisa, da la impresión de ser una persona que está a gusto
consigo misma y con el mundo. Nos invita a todos a sentarnos a la mesa y sirve
la cena más colorida que haya visto nunca.
Ante nosotros tenemos los platos thai más famosos, desde la sopa de
camarones picantes al arroz frito, hasta la ensalada de carne de vaca picante
pasando por la brocheta de cerdo a la parrilla con cúrcuma. Es todo tan
apetecible que se me hace la boca agua. Hacía años que no probaba comida thai
y, para mi perplejidad, basta el aroma especiado para despertarme sensaciones y
recuerdos que creía dormidos para siempre.
Por fortuna, la cena es rápida e indolora. Jade se limita a hacerme alguna
pregunta sobre la tienda y la vida en Milán. Aprecio que no me haga preguntas
incómodas, y la observo conducir una conversación educada, demostrando una
gran sensibilidad.
Después de haber ayudado a recoger las cosas en la cocina, el abuelo se
excusa; está cansado y necesita tumbarse un poco. Channarong vuelve a casa y
Leonardo desaparece en alguna parte, pero evito preguntarme dónde.
Yo me siento en los escalones de fuera, por la parte de atrás, dejando que la
brisa fresca me acaricie la cara. El aroma del mar impregna el aire, y me quedo
escuchando su voz, a la espera de que expulse el ruido de mis pensamientos. Han
sucedido tantas cosas en los dos últimos días, que no sé por dónde empezar a
poner orden en mi cabeza.
—¿Quieres un poco de cha, Luna? —La puerta se abre a mis espaldas y Jade
sale con dos vasos en la mano.
—¿Qué es?
—Té tailandés frío —explica con una sonrisa y poniéndome uno en la mano
—. ¿Te importa? —pregunta, señalando la mitad desocupada del escalón donde
estoy sentada.
Le hago sitio.
Doy un sorbo al té, deteniéndome a saborearlo unos segundos. Reconozco
anís estrellado, canela y vainilla; creo que también lleva leche o algo parecido.
Es refrescante y cremoso, de alguna manera sabe a ella.
—¿Te gusta, querida?
—Mucho. Gracias.
Ella asiente satisfecha. Luego nos quedamos en silencio bebiendo el té, con
el canto de los grillos de fondo y un mosquito haciendo un vuelo de
reconocimiento alrededor de mi oreja.
—Tu abuelo me ha contado que estás a punto de casarte —me dice,
sujetando el vaso con las dos manos.
Asiento con la cabeza.
—Así es.
—Felicidades.
—Gracias.
Doy otro sorbo, no sé qué más añadir. Sin embargo, no me siento incómoda
con ella, su presencia es cálida y reconfortante. La observo de soslayo con la
cabeza vuelta hacia el cielo estrellado, mientras mira la luna con ojos llenos de
dulzura.
Cuando vuelve a hablarme, lo hace con otra de sus sonrisas que conquistan el
corazón.
—¡Ah, Luna, Luna...! ¡No te imaginas lo contenta que estoy de tenerte aquí!
¡Tenía miedo de que este día no llegara nunca!
—Bueno... es gracias a mi abuelo, que me ha traído aquí engañada. —
Sacudo la cabeza y ella se ríe.
—Ese hombre es único.
—Sí —admito con una mueca.
—Lo he amado tanto... Cuando estaba aquí conmigo y cuando no estaba.
La nostalgia de un pasado lejano se abre paso entre los rasgos suaves de su
rostro. Experimento una sensación extraña al ser consciente de que está hablando
de mi abuelo, aquel joven fascinante y valeroso que le robó el corazón hace
tantos años.
—Nunca he dejado de amarlo desde que lo conocí aquel domingo cálido de
abril en el mercado de las gemas. Siempre he pensado que son ellas las que nos
hicieron encontrarnos y trazaron nuestro camino. —Me observa mientras toma
un sorbo de té. Después me sonríe con complicidad—. Un poco como ha
sucedido entre tú y Leonardo...
Doy un respingo.
—Bueno... no lo creo. ¡Esa es otra historia! —me apresuro a precisar.
Con una mirada escéptica y jocosa la veo fijarse en la piedra de luna que
llevo en el dedo y eso basta para que me calle.
—Te voy a contar algo divertido, pero no le digas que te lo he dicho.
Su tono de cercanía me hace mirarla a la cara. La expresión que me devuelve
es tan serena que de alguna manera me hechiza, obligándome a escuchar.
—En diciembre de 2004, unos días antes de que tu abuelo volviera a Italia,
Leo volvió a casa con aquel anillo. Junto con el bueno de Channarong había ido
al mercado de las gemas para buscar la apropiada para ti. Preguntó a tu abuelo
qué tendría que hacer para «cargarla», porque te había escuchado decirlo, pero
quería estar seguro de hacerlo bien. Pietro le dijo que la mantuviera en la mano
por un tiempo, para que su energía pasara a la piedra. En definitiva, Luna,
¡estuvo con ese anillo en la mano una semana! No lo dejaba nunca, ni de noche
ni de día.
Jade se echa a reír y yo no sé qué hacer.
Y es lo más absurdo, pero aquí, en este lugar distante de mi mundo, me
reencuentro por primera vez con el chico de dieciséis años que me llevaba un
vaso de leche chocolatada bajo la lluvia, así, solo porque le apetecía.
Siento otro colapso dentro de mí, algo pesado que cae y se rompe en mil
pedazos. La sonrisa de Jade se ensancha, casi como si pudiera escuchar ese ruido
sordo.
—Bueno, por lo que parece, la piedra debe de haber estado bien cargada,
puesto que aún la llevas puesta...
—No; es que... —intento decir no sé qué, pero ella me interrumpe.
—¡Ah, por suerte las piedras son pacientes, mucho más que nosotros! —dice
con un suspiro—. Sabias, infinitamente sabias y pacientes. Ellas perseveran y
trabajan en silencio, escuchando nuestra alma. A veces nuestra mente produce tal
estruendo que no podemos escuchar lo que el corazón dice, pero las piedras sí.
Tomo otro sorbo de té, tratando de engullir la maraña de emociones que de
repente me abruman. Cierro los ojos más confusa que nunca.
—No sé por qué todavía llevo este anillo en el dedo, te lo aseguro —
murmuro al fin; mi voz es tan imperceptible que no sé si me ha escuchado.
—¡Oh, si te creo, querida! Por supuesto que tú no lo sabes, pero la piedra sí
—asegura, cogiéndome la mano para tranquilizarme—. Solo tienes que
escucharla y dejarte guiar por ella. Las piedras conocen el camino, ellas son el
camino.
Sus palabras continúan ejerciendo un efecto devastador en mí.
—Leonardo siempre me dijo que eras muy buena escuchándolas —añade.
—¿Te hablaba de mí? —pregunto, y de repente me parece ser aquella
chiquilla de dieciséis años. Ahora me siento idiota.
Jade me dirige una sonrisa comprensiva.
—En realidad, este muchacho nunca ha sido muy bueno expresando sus
sentimientos. Pero sus silencios, cada noche mirando la luna, valían más que mil
palabras, créeme.
Me mira para asegurarse de que comprendo sus palabras. ¿De verdad
pensaba en mí? Me echo a temblar. Ella se da cuenta y pone mi mano en su
regazo, apretándola entre las suyas. De pronto me parece haber vuelto a aquellas
noches sin paz, cuando mi madre trataba de ser un consuelo, enseñándome a
reaccionar con fuerza, a fomentar la rabia frente al dolor que experimentaba y a
no perdonar.
Jade es lo contrario. Tierna y flexible, basta su voz para calmarme. Encarna
perfectamente las cualidades de la piedra que lleva su nombre. Su cercanía da
serenidad y expulsa la rabia del corazón. Al aliviar la ansiedad y los miedos,
derrota el mal en las personas y las hace mejores. Es ella, la piedra de la
serenidad, que disolviendo toda negatividad, difunde paz y curación.
—Sabes, todo el tiempo que estuvo aquí conmigo parecía constantemente en
espera de algo —prosigue—. Esperaba poder volver, comenzar a vivir la vida
que su padre le había robado. —El matiz de aflicción en su voz es evidente—.
Pero, sobre todo, esperaba un perdón que estaba seguro de no obtener nunca.
Me dirige una sonrisa de ánimo que enciende algo dentro de mí. Una llama
minúscula que quema la rabia y proyecta una luz nueva sobre aquello que fue.
Luego se levanta, coge delicadamente el vaso vacío de mi mano y abre la puerta.
—Yo creo que ha esperado bastante, Luna. ¿Qué dices tú?
Sigo su mirada y veo a Leonardo en la terraza más alta, sobre la cima de los
árboles, que escruta el horizonte con esa mirada silenciosa de guerrero que
conozco bien, sufrida y profunda.
—Perdónalo, Luna —dice Jade—. Somos todos imperfectos, llenos de
errores y debilidades, nadie es inmune. Tampoco yo, tampoco tu abuelo,
tampoco Leonardo. Y tampoco tú.
Me observa, esboza una sonrisa y suspira.
—Perdónalo. Hazlo por él, para liberarlo de una culpa que de otro modo lo
va a atormentar para siempre. Hazlo por lo que hubo entre vosotros, algo único y
maravilloso que la mayor parte de la gente no es capaz de vivir en una vida
entera. —Respira hondo—. Pero, sobre todo, Luna, hazlo por ti misma, para
liberar finalmente tu alma de la prisión en que está confinada desde hace
demasiado tiempo. Se necesita mucho valor para perdonar, pero sé que tú lo
tienes. —Me sonríe y su sonrisa me corta la respiración—. Perdónalo, cariño, y
libera a los dos.
Sus palabras bailan ante mis ojos en un torbellino enloquecedor.
43
Obsidiana
Llamada también «piedra del guerrero», otorga claridad interior, equilibrio y armonía,
representando la luz que disipa la oscuridad. Óptimo antiestrés, ayuda a liberarse de las
contradicciones cotidianas, el resentimiento, la rabia y el miedo. Gracias a esta piedra y su
capacidad de mover las energías estancadas y negativas, se pueden superar mejor los traumas
del pasado que impiden el desarrollo personal.
Después del despegue, miro por la ventanilla, más allá de las nubes, más allá
de un cielo que no tiene fin.
Es extraño, pero justamente aquí, a once mil metros de altura, me vuelve a la
cabeza la frase de Proust: «El verdadero viaje no consiste en ver paisajes nuevos,
sino en ver con ojos nuevos.»
Ahora que el velo de rabia y rencor ha caído, mis ojos están abiertos al
mundo, deseosos de ver todo aquello que hay que ver, incluso más.
Me siento como una pequeña alejandrita. A la luz de casa tenía un color; en
este momento, bajo una luz diferente y deslumbrante, sé que luzco distinta.
Ha pasado solo una semana, pero me ha parecido más larga que un año en
casa. Es como si cada día hubiera tenido la intensidad de un mes. Llevo tantas
cosas dentro que ni diez maletas bastarían para contenerlas.
Hojeo la revista de a bordo, donde hay imágenes increíbles del centro de
Bangkok, edificios de formas futuristas que surcan el aire coloreando el cielo.
Me vuelve a la cabeza que Leonardo, hace poco que lo he sabido, es arquitecto.
—O sea, que trabajas en un estudio de Milán. ¿Y de qué te ocupas
exactamente? —le pregunto.
—Proyecto rascacielos —dice, y se encoge de hombros con media sonrisa—.
¿Sabes? Siempre he tenido un poco de fijación con las alturas...
Sonrío divertida.
—¡Sí, eso me parecía, en efecto!
Entonces, de repente algo se enciende en mi mente, un flash, el atisbo de una
idea.
—Si te digo «Moonlight»... ¿qué respondes? —le pregunto.
Me sonríe, orgulloso.
—Mi primera criatura. Cuando llegué a Milán, ese rascacielos fue mi primer
proyecto.
El atisbo se convierte en hormigueo.
—¿Y crees que es coincidencia que, hace un año, el entrometido que está
sentado a tu lado, decidiera mudarse de su histórica tienda justo a la planta baja
del rascacielos que has proyectado tú?
Los dos volvemos la vista hacia el abuelo, que ronca a su lado.
—Absolutamente, no.
Leonardo se vuelve hacia mí y me mira sorprendido, mientras yo intento que
no vea lo complacida que me siento por haber tenido esa intuición antes que él.
—Lo descubrí el día que nos vimos por casualidad —me explica—. En
realidad, no sabía ni que había una joyería. Y, ciertamente, no esperaba que nos
encontrásemos en la tienda de tu abuelo. En todo caso, mi parte favorita del
Moonlight no es la planta baja, obviamente, sino el tejado... porque desde allá
arriba...
—Se ve el mundo desde una perspectiva diferente, como te gusta a ti —
termino la frase.
Sonríe levemente.
—Te acuerdas bien... —Su voz se reduce a un murmullo.
—Me acuerdo de todo. —Expulso este pensamiento y la punzada que me
provoca en el corazón—. ¿Puedo hacerte una pregunta? Quiero decir... otra más.
—Claro.
—¿Por qué cuando llegaste al aeropuerto, aquella noche terrible, elegiste
precisamente Tailandia?
—Porque era el lugar al que habíamos soñado ir a buscar piedras. En aquel
momento creía que las piedras me llamaban y me llevaban allí. Esperaba que
gracias a ellas permanecería unido a ti de alguna manera, pero quizá me
equivocaba —dice, y baja la mirada a las rodillas.
—O quizá no. —Mi voz es apenas un susurro ahogado, pero Leonardo se
vuelve, como si le hubiera gritado, con los ojos abiertos de par en par.
Durante un momento nadie habla.
Él únicamente me mira, mientras por su rostro cruzan emociones diversas e
indescifrables. Sé que está a punto de decirme algo importante, lo siento por la
forma en que mi corazón martillea.
Cuando suspira, mis manos tiemblan.
—¿Me perdonarás alguna vez por el dolor que te he causado? —me pregunta
con una expresión de auténtica aflicción.
La respiración se me detiene en la garganta, allí donde durante años ha
habitado el resentimiento que sentía por él. Aquel nudo de amargura y rabia y
orgullo que me ahogaba.
Sin apartar mi mirada de la suya, lentamente niego con la cabeza. Él asiente
entornando los ojos, con la expresión más triste del mundo en los ojos.
«Has destrozado mi corazón, lo has tomado y lo has reducido a la nada. Pero
eres fuego y eres roca, eres un león y un guerrero, eres un pirata. Y en todo el
tiempo que has permanecido a mi lado has transformado mi vida en una gran
aventura. Por las veces en que me has defendido y por las que me has dejado k.o.
Por haberme esperado, por las piedras que hemos encontrado y las que aún
hemos de buscar. Por todos nuestros sueños y por todos nuestros silencios, por
aquella única noche en que has sido solo mío y yo solo tuya. Por la leche
chocolatada. Es decir, por todo eso que, aunque había jurado que nunca lo haría,
ahora debo romper mi promesa. Porque no soy capaz de no perdonarte.»
En el mismo momento en que formulo este pensamiento, siento una especie
de ventana que se abre en mi pecho y deja entrar el aire. Por primera vez después
de años me parece que consigo respirar hondamente.
—No, no te perdonaré... porque creo que ya lo he hecho —digo, y no puedo
hacer otra cosa que sonreír, apretando fuerte mi piedra de luna.
Su rostro se enciende con una felicidad rebosante, como si fuera un
condenado al que acaban de concederle el indulto.
—No sabes cuánto significa para mí —murmura con voz ahogada—.
Gracias.
Me limito a asentir con la cabeza porque la emoción me paraliza y no soy
capaz de abrir la boca y decirle que sí, que ahora sé lo que significa para él.
Jade tenía razón: ahora me siento libre.
—Aquella flor de loto me ha traído suerte. Mi deseo acaba de hacerse
realidad —dice finalmente, y luego nos quedamos en silencio mirándonos sin
añadir nada más.
Pero no necesitamos palabras. Nosotros somos diamantes.
47
Topacio
Piedra madre del optimismo, está vinculada a la verdad y la capacidad de perdonar. Es símbolo
de amistad verdadera, felicidad y esperanza, y parece capaz de ayudar a quien la lleve puesta a
encontrar la meta de su vida. Da mucha alegría y promueve la renovación. Se dice que, si se
lleva en la muñeca izquierda, protege del mal de ojo.
Hace tres semanas que volvimos de Tailandia y aún llevo conmigo su aroma;
el recuerdo me vibra sobre la piel intacto.
«Viajar es cambiar... Nunca más serás la misma después de haber oído el
crujido de las botas de montaña en el polvo y después de haber visto el brillo de
la luna en el otro extremo del mundo.»
El abuelo tenía razón, no soy la misma tras esa experiencia extraordinaria.
En este momento un vago sentido de nostalgia hace de telón de fondo de mis
días, que ahora me parecen monótonos. Es como si, después de haber conocido
la ebriedad del descubrimiento, ahora padeciera la abstinencia. Como si, después
de haber vuelto a encontrar a Leonardo y haber vivido juntos la aventura que
soñábamos de niños, quisiera más.
Los recuerdos de esos días junto a él me vuelven a la mente, lo fácil que fue
tener una complicidad de nuevo, después de todo lo que había pasado, me hacen
sentir inquieta.
Cada vez que mi pensamiento vuelve a él advierto un dolor sordo en el
pecho, y cada vez intento expulsarlo con el consuelo de esta vida tranquila y
serena junto a Giulio. Puedo mirar hacia delante, a las noches que pasaré
abrazada al pecho de este muchacho, a las vacaciones en el mar, a las Navidades
junto a él y nuestras familias.
Estoy segura. Lo tengo todo.
Incluso aunque sienta que estoy a punto de perderlo de un momento a otro,
porque mi abuelo está mal. Desde que hemos regresado siento que se disuelve
cada minuto que pasa. Es como si hubiera tratado de resistir con todas sus
fuerzas hasta ese último viaje y luego su cuerpo se hubiera rendido, una vez que
la misión estaba cumplida. Tenía que mantener su promesa y ver una vez más a
su verdadero amor: ahora puede soltar amarras y ondear la bandera blanca.
Pasa días enteros en el sofá o en la cama y ya no sale de casa.
La enfermedad ha tomado el mando, devorándolo por dentro hasta reducirlo
a un fantasma de sí mismo. Y ahora, al contrario que antes, él no parece oponer
ninguna resistencia.
Mirarlo es angustioso, el pensamiento de perderlo... imposible hasta de
formular.
—Amor mío, ¿has llamado al castillo? —El toque de atención de Giulio
desde la cocina me trae de vuelta a la realidad.
—Esto... sí... ¡ahora lo hago!
Hace por lo menos media hora que deslizo entre mis dedos el pósit que me
ha dado, pero todavía no he sido capaz de hacer la llamada. Me ha pedido que
llame a un antiguo castillo a las afueras de Milán para reservar la sala de
recepción para la boda. Se lo sugirió Lavinia: parece que ahora hablan con
mucha frecuencia y ella está feliz de ofrecerle sus consejos de planificadora de
bodas frustrada.
El móvil me suena en la mano. Es Leonardo. Quiere saber cómo está el
abuelo; me llama cada día para asegurarse de que no ha empeorado. Son
llamadas breves y asépticas, pero saber que está ahí me reconforta en este
momento. Hablamos un instante, después tiene que colgar porque Lavinia lo
llama para cenar.
Miro el reloj y, ante el rugido de mi estómago, recuerdo que hoy no he
comido por estar con el abuelo. «Al castillo de las fábulas ya llamaré mañana»,
pienso.
Cuando entro en la cocina, Giulio está preparando una tortilla.
—¿Con quién hablabas? —pregunta, y su tono es inquisitivo.
—Con Leonardo.
—¿Qué quería?
Frunzo el ceño, sorprendida por ese inesperado interrogatorio.
—Saber cómo está el abuelo.
Me da la espalda para batir los huevos como si se estuviera entrenando para
un combate de boxeo.
—Quizá sería mejor que se dedicara a su novia. Lavinia me ha dicho que
siempre está metido en su trabajo desde que ha vuelto y que no tiene tiempo para
ella —dice gélidamente.
Por un instante, no le reconozco. No sé por qué, pero esa alusión me
remueve algo y me hace saltar.
—Quizá lo tendría si ella no pensara más que en convertirse en un modelo de
santidad trayendo al mundo el hijo que resolverá todos los males del universo.
Giulio se vuelve, espantado.
—¡No puedo creerlo! ¿Lo estás defendiendo?
—¡No! Solo estoy diciendo que incluso ella, antes de quejarse, debería
pensar en cómo se comporta. —Y mientras lo digo, pienso que si estuviera
conectada a un detector de mentiras, este sería el momento en que
escucharíamos emitir un sonoro pitido.
Cuando Giulio vuelve a mirarme, su expresión es tan cortante como no se la
había visto nunca.
—Vete con cuidado, Luna. Volverá a hacerte sufrir...
En la mesa hay un silencio total y de repente se me ha quitado el apetito.
Después de una cena a base de tortilla e irritación, me quedo a dormir en
casa de Giulio, pero me voy a la cama angustiada por sus últimas palabras.
Cuando la habitación está inmersa en la oscuridad, con voz triste me susurra que
me quiere. Experimento una punzada y me acurruco contra su pecho, porque sé
que quererme no es fácil.
Él se duerme poco después, su respiración se hace pesada y regular. Yo, en
cambio, no creo que logre dormir. Los pensamientos me desbordan,
exasperándome.
No estoy del todo dormida cuando el teléfono suena rasgando el silencio
nocturno. La pesadilla es de nuevo realidad.
—¿Luna? —Es mi madre, que parece sin aliento. El corazón se me para—.
El abuelo está mal. Es mejor que vengas lo antes posible.
Ahora tengo la certeza de que no lograré dormir nunca más.
49
Ojo de halcón
Como un halcón que vuela alto, esta piedra hace ver la realidad desde un punto de vista
superior, permitiendo evaluar los acontecimientos de la vida desde otra perspectiva y percibirlos
como una realidad más amplia. Es una piedra útil cuando se trabaja sobre el dolor de la muerte,
porque favorece la comprensión de que la muerte no es el final, sino un nuevo comienzo.
Creía que era bastante fuerte, pero me equivocaba. Ahora que me encuentro
delante del abismo estoy segura de que no sobreviviré a la caída. Pero eso no es
lo peor.
Si bien estamos en plena noche, el apartamento del abuelo es el centro de
reunión de parientes y vecinos reunidos para saludarle y que, concentrados en el
salón, hablan de él en pasado como si ya estuviera muerto. Pero eso no es lo
peor.
Él está en su cama, aturdido por la morfina y por el dolor, pero todavía lo
suficientemente lúcido como para saber lo que está sucediendo. Y eso sí que es
lo peor.
Sabe que está a punto de irse y que los miles de pasos bien dados o
equivocados a lo largo de su camino constelado de piedras era aquí donde tenían
que traerlo. Aquí, al final de todo.
Hace una hora que una de las metástasis lo ha invadido y ha dado comienzo
la cuenta atrás. Cada segundo, cada minuto que pasa, son partes de él que no
volverán más.
Me siento a punto de desfallecer de dolor.
Salgo un momento de su habitación a buscar algo, pero ya no me acuerdo
qué. Vago por el pasillo como una zombi y, cuando lo veo llegar, mi corazón se
acelera. Hacía años que no lo veía en esta casa y por un instante me tiemblan las
rodillas. Entonces, como si tuviera una brújula en el pecho, una fuerza
irreprimible se dirige directamente hacia él. En cuanto se percata, se acerca
presuroso, quitándose sobre la marcha la chaqueta y dejándola caer en una silla.
Nos encontramos a medio camino.
—Aquí estoy.
—Gracias por haber venido.
Frunce el ceño, como si yo hubiera dicho una tontería.
—No podría estar en ningún otro lugar.
Asiento con la cabeza y por un instante pienso cuán desesperadamente
deseaba que estuviera aquí, incluso más de lo que estaba dispuesta a admitir. Me
afloran las lágrimas y cierro con fuerza los ojos.
—Vamos —susurro.
Le abro paso hacia la habitación del abuelo, aunque él sabe muy bien dónde
se encuentra. Me asomo a la puerta entreabierta:
—Mira quién ha llegado —le digo, tratando de esbozar una sonrisa.
En cuanto abro la puerta y dejo pasar a Leonardo, los labios del abuelo se
curvan en una sonrisa temblorosa y los ojos se le humedecen.
—Todos fuera, quiero estar solo con mis dos diamantes... —ordena a los
presentes. Si bien la voz es ronca, el tono es firme.
Mi madre, sin embargo, permanece fiel al protocolo:
—Pero, papá, la enfermera tiene que controlar el gotero y dentro de poco
toca la inyección...
El abuelo la interrumpe, haciéndola callar con dulzura.
—Ambra, amor mío, vida mía, gracias por todo. —La mira y los ojos de
ambos se llenan de lágrimas—. Has sido muy buena. La mejor hija que pudiera
desear. —Le sonríe y ella se derrumba. Se esfuerza por contener los sollozos,
pero sus hombros tiemblan en sacudidas.
El abuelo traga saliva, le cuesta hablar.
—Sal un momento y descansa un poco, cielo. Ellos se ocupan.
Mi madre le sigue la mirada y nos mira.
—Vale —murmura, haciendo una leve señal con la cabeza. Luego se inclina
sobre él, le besa la frente y sale con los demás. Nunca la he visto tan pequeña e
indefensa como ahora; parece una niña.
Una vez solos, me acerco para sentarme en la cama y cojo una mano al
abuelo, apretándola entre las mías. Leonardo hace lo mismo en el otro lado.
Por un momento nadie dice nada.
—Entonces... ¿estáis preparados? —nos pregunta con una voz cada vez más
débil, pero con una nueva actitud. Leonardo y yo nos miramos confusos.
¿Preparados para qué? ¿Para decirle adiós? No, para eso no lo estaremos nunca...
Entonces, cuando el abuelo vuelve a hablar, entendemos.
—Ved los detalles de nuestra vida, sea de noche, sea de día. Nos ayuda a
contar con nuestras imperfecciones. Favorece la comprensión de la muerte. ¿Qué
piedra es? —Nos dirige una sonrisa de complicidad.
«¡Juguemos, chicos! ¡Juguemos! —nos está diciendo con los ojos—.
Juguemos con la vida, juguemos con la muerte, juguemos como entonces,
cuando el cielo era siempre azul y el mundo, una piedra preciosa con miles de
facetas que descubrir.»
—¿Leo? —El abuelo se vuelve hacia Leonardo, que lo está mirando
estupefacto—. ¿Alguna idea, hijo mío? —lo insta, con la ceja levantada,
expectante. «¡Juguemos, venga! ¡Juguemos por última vez!»
Leonardo tarda demasiado, pero luego se entrega. Frunce el ceño, la sombra
de una sonrisa le aflora en los labios.
—¿Cacoxenita... por casualidad? —dice, e incluso en el borde del abismo
logra arrancarle una sonrisa.
—No, hijo mío. —El abuelo se aclara la voz y posa en mí sus ojos,
provocándome un estremecimiento—. ¿Luna?
Cierro los ojos, ni siquiera sé si estoy en condiciones de hablar.
—Ojo de halcón —susurro.
El abuelo me estrecha la mano más fuerte y yo tiemblo.
—Muy bien, cielo.
El estómago me da vueltas, estoy a punto de perder pie. También Leonardo
debe de percatarse, porque no me quita la vista de encima. Luego, de repente,
rompe el silencio con un bufido y dice con tono cómico:
—Nunca os lo dije, pero odio profundamente ese juego.
No sé cómo, logra arrancarme una sonrisa. También el abuelo sonríe.
—Lo siento, muchacho, pero ella siempre fue mejor que tú en «Adivina la
piedra»...
Leonardo asiente con la cabeza y su sonrisa se apaga. Su rostro está serio
cuando me mira.
—Siempre ha sido mejor que yo en todo. —La firmeza en su voz es idéntica
a la de su mirada de obsidiana.
—Ah, mis diamantes... —El abuelo suspira y nos aprieta más fuerte las
manos. Leonardo y yo nos sobresaltamos—. Los había perdido y al final los he
vuelto a encontrar. —Una leve sonrisa satisfecha se abre en sus labios pálidos,
aunque los ojos parecen a punto de caer vencidos por el peso del cansancio.
Trato de disimular un sollozo con un acceso de tos. Ya ha ocurrido, lo
presiento.
Ahora querría decir un millón de cosas, pero la consternación me sella los
labios. Leonardo se da cuenta, él siempre lo comprende todo. Sabe que esta vez
le toca hablar a él y que debe hacerlo también por mí. Exhala un profundo
suspiro.
—Estás cansado, Pietro —le susurra con voz ronca—. Ahora puedes
descansar. Has hecho suficiente, lo has hecho todo. No habrías podido hacer
más.
—Está bien. Entonces descansaré un poco —balbucea el abuelo, su voz ya
solo es un bisbiseo tembloroso—. Pero prometedme una cosa: que seguiréis las
piedras, que las seguiréis siempre, porque ellas os indicarán el camino. Y si os
perdéis, os llevarán de vuelta a casa.
Asentimos conmovidos ante las mismas palabras que nos había dedicado por
nuestro decimosexto cumpleaños, cuando todo parecía posible, cuando todo
estaba a punto de cambiar.
Y así, al final, también el último de los gigantes, el rey de mi mundo, mi
superabuelo, se rinde. Cuando cierra los párpados, entiendo que es la última vez
que veré los zafiros de sus ojos y mi desesperación se hace demasiado grande
para contenerla.
Si no me abandono a un llanto desesperado, sin embargo, es por Leonardo.
Me hechiza observarlo, mientras en silencio coge de la mesilla de noche la
piedra de corniola que Jade le había regalado al abuelo y, con un gesto de
extremo respeto, la pone en la mano del abuelo, que cierra entre las suyas.
Parece el adiós de un soldado al general caído en batalla.
La digna compostura de los gestos, la contención con que mantiene a raya el
dolor: lo miro y vuelvo a ver al león, reconozco al guerrero.
Entonces me doy cuenta de que de verdad es fuego y roca, el sendero que me
lleva de vuelta a casa cuando me alejo, porque solo en su fuerza hallo el valor
para no perderme.
—Entonces, toma, Pietro —le dice—. La Jade que amas estará siempre
contigo. Tómala.
Y el abuelo lo hace. La coge y se la lleva con él a ese espacio en suspensión
que lo restituye a la eternidad.
El latido cada vez más incierto de su corazón marca estos últimos e
increíbles momentos. Leonardo y yo nos quedamos velándolo en un silencio
sacro, interrumpido solo por mis sollozos y sus suspiros. Es extraño, pero el
tiempo que hay antes del fin del tiempo está tan lleno de vida que duele.
Quedan las tardes soñolientas bajo el viejo cerezo del jardín, las risas en el
coche jugando a «Adivina la piedra». Quedan las historias, la caza de tesoros y
las aventuras en las entrañas de la montaña y las noches mirando la luna.
Quedan las piedras. En bruto, preciosas, potentes.
Cada una ha marcado un paso del camino y continuará vibrando
eternamente. Como el abuelo.
Lo escuchamos roncar e inspirar pesadamente, hasta una última respiración
más larga, la que pone fin a todo.
—Abu... abuelo... —balbuceo.
Una desesperada soledad me lacera por dentro. Ahora deseo solo replegarme
sobre mí misma y desaparecer con él. Respiro sollozando, las lágrimas me
ahogan. Mientras miro ese cuerpo sin vida, no soy capaz de recordar qué
significa ser feliz.
Tras un largo suspiro, Leonardo deja la mano del abuelo, se levanta y viene
hacia mí, al otro lado de la cama.
—Vamos —murmura, entrelazando sus dedos con los míos.
Anestesiada por el dolor, me dejo guiar hacia la puerta. Antes de salir, sin
embargo, me retiene y me abraza en silencio por un largo instante en el que mi
dolor se reconoce en el suyo y yo me siento un poco menos sola. Con los ojos
cerrados, oigo el latido de su corazón, amortiguado por el suéter, y me da la
impresión de que el mundo entero comienza y acaba aquí.
Lo sigo hasta la cocina, donde me invita a sentarme. Lo observo tomar un
vaso del armario y llenarlo de agua. La familiaridad de este simple gesto me
produce una oleada de afecto. Tengo que frenar el impulso de volver a abrazarlo.
—Voy a llamar a Giulio, ¿vale? —me dice, dándome el vaso.
De repente, el pánico me cierra la garganta.
—¿Te... te vas a ir?
Niega con la cabeza y me agarra el brazo con gesto decidido.
—No, Luna, ¡Dios, no! Estoy aquí.
Asiento y pongo mi mano sobre la suya. Me aferro a su fuerza y de la
obsidiana de sus ojos recojo un poco de su valentía. Cuando el temblor se aplaca,
él se aparta delicadamente de mí.
—Vuelvo enseguida —susurra, sin despegar sus ojos de los míos hasta que
cruza el umbral.
Cuando me quedo sola, el dolor es tan abrumador que por una vez doy
gracias al universo por haber hecho que nos reencontráramos, porque estoy
segura de que no podría superar todo esto sin él.
—¡Amor mío!
Poco después, Giulio está a mi lado, se arrodilla y me abraza con fuerza. Su
abrazo es agradable, pero esta vez no encuentro paz. También llega mi madre,
con el rostro enrojecido y desfigurado por las lágrimas. Alfredo, detrás de ella,
viene a sentarse a mi lado y me ciñe por los hombros con un brazo.
Por un momento, todo ese amor frena mi tormento, pero ni así el dolor se
aplaca del todo. Aun rodeada por todo ese afecto, no logro apartar la mirada de
Leonardo.
«Todos han corrido a consolarme, pero ¿quién piensa en él?»
Una punzada de angustia me traspasa. Está allí, solo apoyado en el
fregadero, con los ojos perdidos en el suelo y los brazos cruzados. No dice una
palabra, pero grita dentro de sí. Lo sé, soy la única capaz de oírlo porque soy la
única que siente exactamente lo que siente él.
Los dos hemos perdido al único verdadero padre que hemos tenido.
—Amor, ¡tienes que pensar que ha dejado de sufrir! —Giulio intenta
consolarme, enjugándome las mejillas con un pañuelo de papel—. Ha luchado
valientemente hasta el final y ahora descansa en paz.
Una oleada de rabia me sorprende al escucharle recitar todos los tópicos
utilizados en momentos como este. También la expresión de Leonardo se hace
más inquieta.
Afortunadamente, mi madre recobra la compostura y visualiza el lado
práctico de la situación, poniendo fin a este suplicio.
—Vale, tengo que llamar a la funeraria —dice, secándose los ojos y
alejándose de nosotros con renovada serenidad—. Luego hay que pensar en la
ropa y un montón de cosas más.
Asiento con la cabeza, aunque la mera idea me mata.
Mi madre acaba de salir de la estancia cuando Alfredo se levanta, moviendo
ruidosamente la silla.
—Giulio, ¿puedes ayudarme con algunas cosas que resolver, por favor?
Él levanta su cara de mi cuello, visiblemente sorprendido.
—Sí, pero... quizá debería estar aquí con... —farfulla.
Alfredo, sin embargo, no le deja terminar.
—Ve a la sala de estar, por favor; ahora mismo voy para allá. —Su tono
firme me sorprende incluso más que su inesperada petición.
Giulio me da un último beso en la frente antes de obedecer, aunque se ve la
reticencia en sus ojos. En cuanto sale, Alfredo lanza una significativa mirada a
Leonardo.
—Llévatela de aquí —le dice.
Como si no estuviera esperando otra cosa, él se planta delante de mí.
—Vamos. —Me toma de la mano y me hace levantar.
—No; tengo que... —intento decir, pero he llorado tanto que todavía respiro
a sacudidas. Hago el esfuerzo de hablar, pero me sale un balbuceo—. Mi madre
necesita...
Alfredo me agarra por el brazo y me clava la mirada.
—Ayer por la tarde le prometí algo a tu abuelo, Luna: que te cuidaría en su
lugar —dice con una firmeza que no le conocía—. Por tanto, déjame hacer. Sal
de aquí, es con él con quien tienes que estar ahora. —Señala a Leonardo con la
cabeza—. De tu madre y del resto me ocupo yo.
Entonces las manos que me sostenían me rodean la espalda en un abrazo que
me conmueve. Este no es el Alfredo que conozco, dócil y sumiso. Es un hombre
diferente, fuerte en la promesa que le hizo a un viejo amigo al que intenta no
defraudar.
Cuando se aleja, hace una señal a Leonardo, quien, sin decir nada, me toma
de nuevo de la mano y me arrastra fuera por la puerta de atrás.
Leonardo se detiene a mirarme un momento y luego me lleva al único lugar
al que podemos ir esta noche.
Exactamente como entonces, el plátano delante de casa nos acoge entre sus
ramas nudosas. Me siento desorientada y perdida entre tantas emociones.
—Vamos a llamar a Jade —dice Leonardo, sacándose el móvil del bolsillo
del tejano.
Ante la idea de tener que darle la noticia, mis ojos se llenan nuevamente de
lágrimas. Leonardo pone el teléfono en modo manos libres, dejándolo en
equilibrio justo en el punto en que nuestras rodillas se tocan.
Son suficientes dos tonos para que Jade responda.
—Ya está, ¿verdad? —dice, y su conciencia lúcida me provoca un escalofrío.
—Sí —confirma Leonardo, haciendo pedazos mi ilusión de que lo que
estamos viviendo sea solamente una pesadilla.
Sigue un largo suspiro que me hace temblar.
—¿Cuándo? ¿Cómo? —pregunta Jade con voz ronca.
Leonardo se apresura a tranquilizarla.
—Hace pocos minutos. Se fue quedando dormido, en casa, en su cama. No
ha sufrido.
Silencio. Logro sentir su indecible dolor incluso al otro lado del mundo.
—¿Quién estaba con él?
—Luna y yo.
—Gracias al cielo —suspira—. Se ha quedado dormido con sus dos
diamantes. No hubiera querido otra cosa... Ha sido afortunado.
Lo que le responde Leonardo me sorprende.
—No; somos nosotros los afortunados por encontrarnos ahí en ese momento.
Ha sido un honor, un privilegio.
Sus palabras remueven algo en mí y la mirada que las acompaña me hace
vacilar. Me siento confusa y abotargada, pero ahora que todo ha terminado me
doy cuenta de que ver morir a mi abuelo ha sido la experiencia de vida más
increíble e intensa que he tenido jamás. Y el hecho de que Leonardo estuviera
aquí conmigo la ha vuelto aún más extraordinaria.
Al término de la llamada, guardamos silencio, cada uno sumido en sus
propios pensamientos. El silencio, sin embargo, es agradable, me permite juntar
los pedazos sueltos y convencerme de que es verdad, de que el abuelo ya no está.
Una brisa fría procedente del norte danza entre las ramas haciendo que me
estremezca. O acaso sea esta tremenda conciencia que se hace a cada instante
más vívida lo que me pone piel de gallina. Cuando la emoción me sacude,
Leonardo lanza un suspiro y me estrecha contra él, con el gesto seguro de quien
me conoce de memoria. Cierro los ojos y me dejo llevar contra su pecho, donde
me mantiene en un fuerte abrazo como si me sostuviera entera. En mi oído noto
el calor de su respiración.
Mi corazón se desboca, pero no sé por qué.
50
Quiastolita
Variedad de la andalucita caracterizada por tener inclusiones en formas de cruz. Libera del
sentido de culpa y de los miedos, sobre todo el de perder el control. Otorga sobriedad, sentido de
la medida y de lo real, favoreciendo la superación de las propias fantasías. Refuerza la facultad
de análisis, ayudando a superar la timidez y la pasividad.
Llegamos a Ciappanico con la luz dorada del atardecer. El bosque nos acoge
con un incendio de hojas retorcidas que viran del amarillo al naranja, al burdeos.
Leonardo y yo no hablamos, caminamos en silencio como peregrinos en ruta
hacia el lugar sagrado de nuestra infancia. En la mochila, la urna con las cenizas
del abuelo.
Se me acelera el corazón cuando veo nuestra explanada todavía allí,
esperándonos, santuario inviolable que resiste al paso del tiempo y las
calamidades de la vida. También Leonardo debe de sentir una sensación similar
porque su expresión se relaja.
Nos quedamos un instante admirando el paisaje bajo nuestros pies. A
continuación, apoyo la mochila en la hierba mojada para coger la urna con
manos temblorosas.
—¿Lista? —Leonardo me escudriña pensativo.
Hago un gesto afirmativo e inspiro hondo. Doy unos pasos hacia el
acantilado, con la urna contra el pecho. El corazón se me acelera. Al final ha
llegado de verdad el momento de decir el adiós definitivo.
A mi abuelo, a la infancia, al mundo tal como lo había conocido hasta ahora,
a la parte más verdadera y profunda de mí. Nada menos que todo eso era él.
Abro la urna y comienzo a sollozar, me muerdo el labio pero igual me
estremezco.
Dos manos cálidas se posan en mis hombros y se deslizan hasta cruzarse en
torno al cuello. Leonardo se inclina sobre mí, coloca su rostro junto al mío y yo
me dejo llevar hasta su pecho. En su abrazo, el abismo que tengo delante me
parece menos terrible.
—No llores, Medialuna —me susurra al oído, su respiración cálida en mi
mejilla—. Ya verás, dentro de unos miles de años se convertirá en una hermosa
piedra y continuará vibrando siempre.
Asiento; la absoluta belleza de esa imagen consigue arrancarme una leve
sonrisa. Decido que es justamente así como quiero pensar en él, y a partir de este
momento, mi abuelo, mi superabuelo, se transformará en una parte del todo.
Estará en la tierra, en la roca, en la nieve y dentro de mí, vaya donde yo vaya.
Volverá a caminar a lomos de los elefantes en Myanmar y surcará de nuevo
las aguas del río Abaetezinho. Estará en Sudáfrica y en la India, en China y en
Rusia. Estará en el viento y en el cielo plateado por la luna. Y será, finalmente,
una piedra.
Con renovada fuerza, sacudo la urna en el vacío y un remolino de cenizas se
va volando.
—¿Lo oyes? Nos está saludando —dice Leonardo; siento que sonríe, aunque
no le veo la cara. Me vuelvo, confusa, y nuestras narices se rozan.
—¿Có... cómo? —balbuceo.
Se aparta de mí, y haciéndose bocina con las manos grita al cielo:
—¡Hasta prontoooooo!
—¡Hasta prontoooooo! —se oye el eco en un punto indefinido entre tierra y
cielo.
Le sonrío, conmovida. Luego me vuelvo hacia el valle, cojo aire y, mientras
lanzo más cenizas, grito con toda mi fuerza:
—¡Gracias por todooooo!
Y mi abuelo, que ahora nos rodea por completo, responde:
—¡Gracias por todooooo!
Continuamos con los saludos mientras nos queda voz y hasta que la urna se
queda por fin vacía.
Estar aquí con Leonardo para decir adiós al abuelo me infunde una emoción
abrumadora. Todo es tremendo y hermosísimo a partes iguales; no podría
haberlo vivido así con nadie más.
En el fondo de mi mente empieza a coger forma la idea de que el abuelo lo
sabía, y que todo lo que ha hecho nos tenía que traer hasta aquí.
En el grandioso atardecer rojo que tenemos delante, Leonardo se vuelve y
me sonríe, como si estuviera pensando lo mismo. Y me deja sin aliento al
atraerme hacia sí para envolverme en un fuerte abrazo. Yo también lo estrecho
con todas mis fuerzas.
Me enjugo las lágrimas con las mangas de la chaqueta y apoyo de nuevo la
cabeza en su pecho. Él me pone una mano en la nuca y, para mi sorpresa, me
acaricia el cabello.
—Ahora lo llevas corto... —murmura tan suave que parece decirlo para sí
mismo.
—Lo llevo así desde hace bastante tiempo, la verdad.
Enarca las cejas.
—¿Ah sí? ¿Desde cuándo?
—Bueno... desde que no tuve a nadie que lo adorara —respondo en voz baja,
dejando entrever mucho más de lo que debería.
Leonardo aparta ligeramente la mano.
—¿No te gusta? —le pregunto, con pánico sin saber por qué.
Él sacude la cabeza y vuelve a acariciarlo.
—Lo adoro —responde con seguridad, clavando sus ojos en los míos.
Me quedo inmóvil, contengo la respiración. Quizá se ha dado cuenta, porque
se separa de mí de repente.
—Empieza a hacer frío —farfullo—. ¿Nos vamos?
—Sí, claro —dice él. A pesar de que la luz empieza a debilitarse, me percato
de que sus ojos reflejan miedo.
El primer día de mi nueva vida comienza con una serie de llamadas y una
visita. Me siento vacía, pero al mismo tiempo impregnada de una vibrante
energía.
La primera llamada es al castillo para reservar la sala de recepción. Por
fortuna, otra pareja acaba de cancelar y la tienen libre para el 21 de junio. La
señorita ha tomado nota y me ha invitado a echarle un vistazo al castillo la
próxima semana.
La segunda llamada es a Britta. La invito a comer porque necesito hablarle
de una cosa.
La tercera es a Alfredo. Aunque hoy se ha tomado el día libre, le pregunto si
puede pasarse por la tienda porque tengo que hablarle de la boda.
Finalmente, voy donde Giulio. Por lo general no nos vemos en horario de
trabajo, y en cuanto me ve en la puerta de su oficina, su rostro se ilumina.
—Cariño, ¡qué agradable sorpresa! ¿Qué haces aquí?
Lo miro. Lo amo.
Me hundo en él y lo abrazo. Apretada contra su pecho, veo toda nuestra vida
juntos:
La primera vez que vino a correr conmigo no lograba mantener mi ritmo,
pero lo intentó con todas sus fuerzas. Cuando nos despedimos, lo vi ir a
tumbarse en el parque delante de mi casa, y allí estuvo hiperventilando durante
una buena hora.
Las vacaciones en Cerdeña en aquel viaje en el barco más destartalado desde
los tiempos del Titanic; el robo del coche poco después de haber bajado al
puerto; el apartamento alquilado a través de internet, caliente como un horno
crematorio y sucio como una pocilga. Habrían podido ser unas vacaciones
horribles, y, sin embargo, estuvimos riéndonos todo el rato ante aquella serie de
calamidades.
Y los domingos perezosos en el sofá viendo telebasura, nuestro código
incomprensible para los demás, las bromas, las historias que solo nosotros
conocemos.
Respiro hondo, como si estuviera preparándome para una inmersión desde el
acantilado.
—Tengo que hablar contigo.
Su sonrisa se apaga de repente.
—No lo hagas, Luna —dice casi como una súplica. Siento una punzada de
dolor.
—Tengo que hacerlo.
Cierra los ojos.
—Lo sabía.
Por un momento no soy capaz de articular palabra. Me he repetido cien veces
lo que iba a decirle mientras venía hacia aquí, pero ahora mi mente se ha vaciado
de golpe; como si dentro tuviera un enorme agujero negro.
—Lo siento. Dios...Yo... quisiera encontrar las palabras precisas, pero no
puedo. Es demasiado difícil.
Él se acerca y me coge las manos.
—Entonces no lo hagas, no digas nada, amor mío. Vuelve a la tienda, al
trabajo, y hagamos como que no has venido aquí, como si hoy no nos
hubiéramos visto, como si no tuvieras nada que decirme.
Ojalá fuera así, pero tengo algo que decirle y, si no lo hago, reventaré.
—No podemos seguir juntos. No sería justo, ni para ti ni para mí. —Lo
suelto de un tirón, luego siento como un rasguño, algo que se rompe.
Es mi corazón. O el suyo.
Giulio suspira, se queda en silencio con la mirada perdida más allá de la
puerta que hay detrás de mí. Cuando vuelve a buscar mi mirada, entorna los
ojos.
—Es por él, ¿verdad?
Tomo aire profundamente; me esperaba esa pregunta.
—También, pero no solo eso. Principalmente es por mí. He cambiado; sé que
lo has percibido...
Él sonríe con amargura.
—Hubiera sido imposible no percibirlo, Luna.
—Es que ahora sé quién soy y lo que quiero, y aunque me duela el alma
decirlo, no está aquí. —Trago saliva y la voz se me quiebra—. No está contigo.
Él asiente en silencio. Sus ojos se humedecen y yo me siento mal.
—No sé por qué me comporto así ahora... quiero decir, no debería
sorprenderme. ¡Lo sabía! —exclama, haciendo un esfuerzo por mantener el
control—. Lo sabía desde hace tiempo, incluso quizás antes de que lo supieras
tú. Sentí cómo se ponía en marcha la cuenta atrás de nuestra relación el día en
que Leonardo reapareció de repente en tu vida. Por eso le pedí el diamante a tu
abuelo, porque sentía la urgencia de ligarte a mí antes de que fuera demasiado
tarde. —Me mira a los ojos intensa y profundamente, y me desarma por
completo—. Sabía que él nunca se había ido del todo, Luna. Y sabía que
volvería a hacerte sufrir.
Siento que me derrumbo. Cierro los ojos tratando de contener las lágrimas.
Él se acerca, me toca delicadamente las mejillas para secarlas, y no se da
cuenta de que ese gesto suyo tan tierno y familiar me hace llorar todavía más.
Suspira y yo tiemblo.
—Sabía que si te ibas a Tailandia no volverías conmigo. Que una vez que
hubieras saboreado aquel sueño de aventura que cultivabas de pequeña quedarías
prendida de él. Por eso estaba tan preocupado antes de tu marcha, porque temía
que no volvería a verte. Y tenía razón.
Trato de tragar el nudo que tengo en la garganta, pero no lo consigo. Respiro
hondo.
—Lo último que hubiera querido es hacerte daño. No sabes qué mal me
siento ahora... —digo entre lágrimas.
—Lo sé, lo veo. Te sientes como me siento yo. Pero sé que tienes razón y
justamente porque te quiero tanto sé que debo dejarte marchar. Aunque, te lo
juro, Luna, es lo más doloroso que haya hecho jamás...
El nudo se me atraganta y no soy capaz de hacer nada. Así que él añade:
—De todas formas... gracias por la carrera.
Su voz delata una tristeza inconmensurable. La renuncia en su rostro
desencajado de dolor me encoge el estómago.
—A veces, me sentía como si te estuviera ralentizando, pero egoístamente
esperaba que no te dieras cuenta. Hubiera debido imaginar que al final este
momento iba a llegar.
—Ha sido muy hermoso correr contigo —le digo entre sollozos—. Gracias.
Lo abrazo, mis lágrimas mezcladas con las suyas, los dedos entrelazados en
una temblorosa urdimbre de sombras. Nos abrazamos fuerte y nos quedamos así
por un tiempo que me parece una eternidad.
54
Cuarzo rosa
La tradición popular atribuye a esta piedra el poder de atraer el alma gemela a quien la lleva.
Considerada la piedra de la fertilidad y la eterna juventud, representa el amor, la belleza, la paz
y el perdón. En su dimensión de piedra dulce, amable, calmante, capaz de curar las heridas del
alma a través del perdón, es asimismo conocida como «piedra del consuelo». Quien ha sufrido
una separación afectiva debería llevarla como colgante a la altura del corazón, para recibir
consuelo y calor.
—¡Cásate conmigo!
Mi corazón se acelera mientras veo los ojos de Alfredo llenarse de emoción.
Cuando hace poco le dije a mi madre que finalmente había reservado la sala
de recepción, se sintió en el séptimo cielo. Cuando le especifiqué que no era para
mi boda, sino para la suya, me miró como si fuera una piedra rara de la que
ignoraba su existencia.
Alfredo, mi cómplice, ha aprovechado ese momento de confusión para sacar
todas las palabras que guardaba dentro desde hacía largos años.
—Cásate conmigo. No puedes rechazarme más, Ambra. Esta vez no te lo
voy a permitir. —La determinación en su voz, unida a una mirada firme, no le
deja margen de réplica a mi madre—. Yo te quiero y tú me quieres. Eso es lo que
vale. Y es real. No puedes continuar negándolo.
Cuando saca del bolsillo la cajita de terciopelo, a mi madre le cuesta no
quedarse boquiabierta y, ante la esmeralda más brillante que jamás he visto, sus
ojos se humedecen de repente.
—El amor fiel... —murmura con voz quebrada.
Alfredo hace un gesto afirmativo sin apartar sus ojos de ella.
—Exactamente. Nunca te traicionaré. Estaré a tu lado siempre.
Ella lo escudriña estupefacta y luego me mira a mí.
—No permitas que el pasado arruine tu futuro, mamá —le digo—. Has
perdido demasiado tiempo. Deja a un lado tu orgullo y tus miedos, o nunca serás
feliz. La vida es demasiado breve, la felicidad es rara y el amor, lo más hermoso
que tenemos.
Lo mismo podría decir sobre mí. Leonardo me había herido, pero si no
hubiera sido tan testaruda y orgullosa quizás hubiera podido perdonarle hace
años. Si hubiera escuchado lo que tenían que decirme las piedras que me
mandaba, quizá las cosas habrían transcurrido de otro modo.
—¿Y bien, Ambra? —suelta Alfredo.
El resultado es mejor de lo que esperaba.
—Sí, sí, claro —dice mi madre con la voz ahogada en lágrimas.
Los veo abrazarse y un enorme alivio me envuelve. Cuando mi madre se
despega del abrazo y se seca el rostro con el dorso de la mano, Alfredo me dirige
una mirada conmovida.
—Tienes una hija muy sabia —dice, volviéndose hacia ella.
—Es igual que su abuelo... —Mi madre suspira y luego se acerca, me coge la
mano y me la aprieta fuerte—. Entonces, ¿qué ha pasado? ¿Por qué no te vas a
casar con Giulio? —me pregunta, aunque ya no parece tan sorprendida.
Mis labios hacen una mueca para frenar la emoción.
—He comprendido que la vida aquí, con él, no es lo que quiero realmente.
Me sonríe, como si ya lo supiera.
—Entonces, ¿qué quieres realmente?
—Lo que siempre he querido. —Me encojo de hombros—. Ir por el mundo
buscando gemas.
Mi madre asiente con un sonoro suspiro.
—Los diamantes necesitan espacio para crecer, me lo decía siempre tu
abuelo... —La sonrisa que me dirige me tranquiliza; no sabía cuál iba a ser su
reacción—. Siempre he temido este momento, pero en el fondo de mi alma
siempre supe que llegaría. Cuando te fuiste a Tailandia temía que no volvieras,
por eso estaba tan preocupada. Sabía que, en cuanto hubieras conocido la
emoción de descubrir lugares nuevos, ya no podrías pasar sin eso. Tú no estás
hecha para estar aquí y yo he sido muy egoísta al retenerte.
Sacudo la cabeza.
—Nunca me has retenido, soy yo la que ha querido quedarse.
—Pero yo no hice nada para que emprendieras el vuelo, porque quería que te
quedaras aquí conmigo, que no me dejaras sola, como hizo tu padre.
Su voz se quiebra y a mí se me saltan las lágrimas. Sé lo que ha pasado, por
eso estoy feliz de que también su vida esté finalmente a punto de cambiar. Le
sonrío.
—Ahora ya no estarás sola.
Ella asiente y sonríe a su vez, lanzando una mirada llena de afecto a Alfredo.
—No, de hecho no.
Él se inclina y le da un beso en la frente; luego me mira.
—Estará bien, Luna.
Le sonrío.
—Lo sé.
Nos estrechamos en un fuerte abrazo, como si fuéramos una verdadera
familia. Entonces, cuando nos soltamos, con una mirada preocupada mi madre
pregunta:
—¿Y Giulio? ¿Cómo se lo ha tomado?
Mi corazón se encoge y mentalmente regreso a unas horas antes. Dejarlo ha
sido una verdadera agonía, la triste desesperación en su rostro será una imagen
que me perseguirá siempre. Me doy cuenta de que era lo más justo que podía
hacer, para ambos. Pero ahora sé lo que quiero, no puedo continuar mintiéndome
a mí misma, ni a él.
—No muy bien... —respondo finalmente, con un nudo en la garganta—. A
decir verdad, estaba más resignado que sorprendido. Me dijo que sabía que
nuestra relación tenía las horas contadas desde que Leonardo había reaparecido
en mi vida. Por eso esa misma noche me propuso casarnos.
Una leve sonrisa aflora a los labios de mi madre.
—No te lo he dicho nunca, pero yo pensaba lo mismo.
—Y también yo —añade Alfredo.
Al parecer, todos sabían que iba a terminar así: el abuelo, Giulio, mi madre,
Alfredo. Y quizás, aunque no lo admitiera ante mí misma, también yo lo sabía.
Aprieto la piedra de luna que llevo en el dedo y mi mente vuela a Leonardo. No
entiendo cómo la misma persona puede salvarme y al mismo tiempo destruirme.
Nutrirme y devorarme, como nadie más.
Pero en el fondo, tal vez, eso también lo sé. Porque él es mi piedra gemela.
El abuelo me lo había dicho: «Existe solamente una piedra de la que emanan
vibraciones que concuerdan perfectamente con las tuyas. Y únicamente es ella la
que te llama, tu piedra. No hay otras.»
He querido a Giulio de veras y lo querré siempre.
Pero él es el cuarzo rosa, la piedra del amor amable, calienta el corazón y
lleva paz y calma, cura las heridas y restaura la armonía después de los
conflictos. Por más que sea reconfortante y hermosa, nunca podrá ser un
diamante.
Con Giulio respiro. Pero Leonardo me quita el aliento.
Con Giulio me siento protegida. Con Leonardo me siento viva.
Giulio es algo hermoso, dulce y reconfortante. Sí, Giulio es algo grande.
Pero Leonardo lo es todo.
55
Ámbar
Resina fósil de millones de años, se dice que en su interior encierra toda la sabiduría de la
tierra. Altamente protectora, nos hace espontáneos y abiertos, pacíficos y optimistas, alejando la
depresión y la apatía. Otorga seguridad mental, equilibrio en la esfera emocional, confianza en
uno mismo y estimula la creatividad. Para obtener un efecto potenciado es necesario mantenerla
bien apretada contra el cuerpo.
Cuando veo a Jade que viene a mi encuentro atravesando el jardín con los
brazos abiertos y los ojos llenos de lágrimas, me hago una vaga idea de lo que
debía de experimentar el abuelo cada vez que volvía con ella.
Jade es el orden. Es esa luz que el abuelo había seguido a más de nueve mil
kilómetros al este hacia Chanthaburi, hacia la magia de las piedras, hacia el amor
verdadero.
Soy consciente de que para encontrar mi camino he de andar el sendero que
él trazó, apoyando los pies sobre sus huellas imborrables. No sé si mi camino
será el mismo que él recorrió, pero sí que tengo claro que tengo que partir de
aquí.
Jade y yo permanecemos abrazadas largamente. Nos estrechamos para
colmar el vacío dejado por el abuelo; ver su reflejo aún vivo en sus ojos me hace
sentir su ausencia como nunca antes.
Cuando ya no hay más lágrimas que verter, me pasa un brazo por los
hombros y me acompaña al interior.
—He preparado té —me dice con una sonrisa. Y es justamente en su sonrisa
donde encuentro la respuesta a todas mis dudas, la certeza de haber tomado la
decisión correcta al venir aquí.
Dejo el equipaje en el salón y la sigo al jardín, donde nos sentamos en las
mecedoras, bajo las palmeras.
Aunque estoy cansada por el viaje y aturdida por el cambio horario, hay algo
que me muero de ganas de hacer desde el momento en que decidí venir aquí.
Extraigo la cajita del bolsillo y se la doy con manos temblorosas.
—Esto es tuyo —le digo, cogiendo el diamante amarillo y poniéndoselo en
el dedo—. Siempre te ha pertenecido a ti, su verdadero amor.
Ella pasa su mirada incrédula del anillo a mi rostro, incapaz de hablar. Y ante
mí aparece la dieciochoañera del vestido verde y la sonrisa dulce que hechizó a
mi abuelo hace muchos años.
—Gracias, Luna. No sé cómo agradecértelo —susurra.
Y yo me siento repentinamente bien, plena y satisfecha, como cuando pones
la pieza que faltaba en un puzle y la imagen cobra vida. Finalmente, la reina de
Chanthaburi puede llevar consigo lo que siempre le ha pertenecido, el símbolo
de un amor intemporal.
Tras una larga pausa, vuelve a hablar.
—Me llamó cuando descubrió que tenía un tumor, el año pasado.
Un escalofrío me sacude.
— ¿Tenía miedo?
—No. No temía morir; temía morirse sin tener la certeza de que tú eras feliz.
Se me cae el alma a los pies.
—Porque, en su opinión, yo no lo era...
Jade sacude levemente la cabeza.
—No —murmura, y pienso que el abuelo siempre supo más cosas sobre mí
que yo misma. Y ahora mismo lo echo terriblemente de menos. A mi lado, Jade
respira hondo, y añade con una nota melancólica en la voz—: Cuando descubrió
que estaba enfermo comenzó el calvario de las curas y las insufribles pruebas
clínicas. Un día se encontraba en el vestíbulo de un centro médico esperando su
turno, y de repente entró Leonardo. Al verlo, su estupor y su alegría fueron tan
fuertes que se quedó paralizado, en estado de shock. Sin embargo, Leo no lo vio
y fue hacia la chica de recepción, que lo llamaba «amor». Pietro hubiera querido
correr para abrazarlo, pero Leo fue a sentarse en un extremo de la sala donde, de
espaldas al mostrador, no podía verlo.
»Con muchas dificultades, Leo había decidido mantener la promesa que le
había hecho hacía tanto tiempo, de no buscarlo más, aunque sabía por mí que
estaba en Milán, de modo que él pudiera rehacer su vida. Solamente había hecho
una excepción a esa promesa: había trasladado la tienda a la planta baja del
rascacielos que había construido Leo. Cuando le revelé el nombre que le puso,
Moonlight, Pietro comprendió que, aunque le había pedido que se fuera de su
vida para así romper con el pasado para siempre, evidentemente Leo no había
dejado de mirar al cielo y buscar la luna. Establecer la tienda allá le pareció un
tributo a todo aquello que habíais sido.
»Y aquel día en el centro médico se le ocurrió una idea para forzar al destino.
Volvió allá para dejar los folletos de promoción de la tienda. Sabía que las chicas
no nos resistimos a la fascinación de las piedras preciosas y a sus propiedades
ocultas, e imaginaba que tampoco Lavinia permanecería inmune a su encanto.
»Estaba seguro de que sus fieles piedras tampoco lo traicionarían esa vez y
harían el resto. Atrayendo a su novia sabía que, de alguna manera, llevaría a la
tienda también a Leonardo. Las piedras lo llamarían y él seguiría su voz. Sabía
que tenía que respetar su voluntad, pero ahora que el destino le estaba dando una
segunda oportunidad para llevar a cabo aquello que no había conseguido la
primera vez, tu abuelo estaba decidido a que no se le escapara. No en ese
momento, cuando ya tenía un cáncer.
»Me decía que con un cáncer en estado avanzado no tiene uno tantos
escrúpulos y la vida se ve desde otra perspectiva, la del que no tiene nada que
perder. La primera vez se había rendido, precisamente él, que aconsejaba a todos
que no se rindieran nunca y que continuaran siempre buscando. Se había rendido
y no se lo había perdonado. Por ello tenía aún una última cosa que hacer:
resolver sí o sí esa situación que había quedado en el aire, antes de irse.
Esbozo una sonrisa amarga.
—Y lo logró. El problema es que hizo incluso demasiado.
Jade me dirige una mirada meditabunda.
—No, Luna. Él solo hizo que os reencontrarais. El resto lo hicisteis vosotros.
Hay algo en la sabiduría de esta mujer que desborda, pero con amabilidad.
Tiene razón, el resto lo hicimos nosotros.
Medito unos instantes sobre todo lo sucedido y hay todavía alguna cosa que
no me encaja.
—Tan solo me pregunto por qué, si el abuelo sabía que no era de verdad feliz
con Giulio, le dio el anillo igualmente...
—Se lo pregunté yo también, el día que me contó que te habías prometido.
—¿Ah, sí? ¿Y qué respondió?
—Que me equivocaba y que él había hecho exactamente lo que había dicho
siempre: te daría el anillo cuando encontraras el amor verdadero. Y tú ya lo
habías encontrado. Leonardo había vuelto a tu vida justo el día anterior. Él lo
sabía porque había sido Leonardo en persona quien lo había llamado para
preguntarle si por casualidad podía intentar explicarte su historia, volviendo a la
tienda el día después.
Me cuesta rememorar esos días y asimilar las palabras de Jade. Cuando lo
hago, ubico aún una pieza que le falta al puzle.
—Vale, pero podría haberme casado igualmente con Giulio...
Jade sonríe.
—Él sabía que no lo harías. No después de haberte reencontrado con tu
piedra gemela.
Asiento, incapaz de replicar.
Seguimos un buen rato hablando del abuelo. Ella me cuenta la vez en que
fueron al Museo de Eranwan y expresaron su deseo de estar juntos para siempre.
En cierto modo, me dice, aquella plegaria se cumplió; a pesar de la distancia que
los separó siempre, sus corazones continuaron latiendo al unísono.
Después me cuenta más cosas y yo descubro una vez más aspectos del
abuelo que no conocía, algunos divertidos, como el miedo incontrolable que le
tenía al jing-jok, un pequeño lagarto que se encuentra en casi todas las casas.
—Estoy cansadísima... Perdona si te dejo sola —digo poco después, cuando
siento los párpados pesados.
—¡Oh, pero si no estoy sola! Él está conmigo. Siempre está conmigo —dice,
mirando la mecedora que oscila después de que me haya levantado.
Me dirige una sonrisa cómplice, que me produce un escalofrío en la espalda.
Le sonrío, mientras una parte de mí espera que tenga razón.
Cojo el equipaje y lo llevo a mi habitación. El pensamiento de que una vez
fue la de Leo me emociona, pero intento sacudírmelo antes de que me haga
daño. Tras una larga ducha para eliminar el cansancio del viaje, me ocupo de
deshacer la maleta. No sé cuánto tiempo me quedaré, pero ahora que estoy aquí,
el corazón me late intensamente, más por la esperanza que por el miedo. Ha sido
suficiente la dulce cercanía de Jade para reponerme; o acaso sea obra de este
lugar, no lo sé.
Todos los sitios que quiero ver y las cosas que quiero hacer me producen un
inesperado entusiasmo. Las manos me tiemblan ante esos nuevos deseos
mientras abro el armario para meter algunos jerséis y pantalones. Cuando ya no
queda espacio, abro la otra puerta, y en ese momento recuerdo que estaba
estropeada. Espero que se me caiga encima, pero no ocurre.
«Quizás alguien la ha arreglado», pienso. Sin embargo, después mi mente se
paraliza cuando veo lo que hay dentro. Está recubierta de incisiones, como una
pared rupestre adornada con figuras primitivas.
Aquí las figuras son todas iguales, una serie ordenada de pequeñas
medialunas que se extienden sobre toda la superficie de madera. Arriba, como si
fuera un título, una frase ocupa toda la extensión de la puerta: «Mis noches sin
Luna.»
El corazón se me dispara y los ojos se me llenan de lágrimas.
Me amaba.
Este es el primer pensamiento que me viene a la mente, claro, límpido, un sol
que ilumina todo mi cielo.
En los tres años que estuvo aquí, Leonardo no dejó de pensar en mí ni un
solo día. Me parece estar viéndolo, despierto cada noche mirando el cielo y
consumiéndose en la nostalgia. Prisionero de una vida que no había elegido,
contaba los días que nos mantenían separados. Igual que mi abuelo, que llevaba
la cuenta de los que pasó lejos de Tailandia, del amor de su vida.
Me equivocaba. Me he equivocado siempre. Leonardo me amaba, me amaba
de verdad.
Con dedos temblorosos toco una por una las señales de su amor por mí.
Sonrío al recordar cuando estuvimos juntos, hace solo unos meses, y me dijo
que esta puerta estaba estropeada y no se podía abrir: ahora entiendo por qué se
sentía tan avergonzado y torpe... y una ola de ternura me invade.
Esta es la más grande declaración que me hayan hecho jamás, y, en la
maraña de emociones que experimento, algo encuentra finalmente su lugar.
Lo que más he deseado en todos estos años es la certeza de que aquello que
habíamos vivido juntos era cierto. No necesitaba gestos llamativos, ni torrentes
de palabras, sino solo la certeza de que aquello había sucedido, que había habido
un momento en que él me había amado de verdad.
Ahora lo sé, ahora lo veo ante mis ojos en todo su doloroso tormento, que es
exactamente el mismo que he pasado yo.
Por un tiempo ha sido verdadero amor. Al menos por un momento ha sido
mío. No sé cómo, con la distancia de tanto tiempo, me produce todavía este
efecto.
Contemplo en silencio la puerta abierta, como una reliquia preciosa que hay
que custodiar con devoción. Siempre echaré de menos a Leonardo. Me
preguntaré el resto de mi vida cómo hubiera sido si aquella noche su padre no lo
hubiese comprometido, si yo hubiera sido menos testaruda y orgullosa y hubiera
aceptado sus piedras junto con sus excusas, si hubiera escuchado su lejano
silencio cargado de palabras.
Y aún más: dónde estaríamos ahora si el día que estuvimos en Ciappanico él
no se hubiera detenido, si yo no le hubiera agredido nuevamente cuando regresó
para hablar conmigo, y si Lavinia no estuviera embarazada...
Con un largo suspiro de resignación me tumbo, aniquilada por la nostalgia
del futuro que nunca viviremos.
«Un día todo pasará», me digo.
«Tú lo intentaste, nos diste una oportunidad —acabo, diciéndole al abuelo—.
Evidentemente, no era nuestro destino.»
57
Diamante
El nombre deriva de la palabra griega adámas, que significa «acero» y enfatiza su singular
dureza. Los griegos creían que el fuego del diamante reflejaba la llama constante del amor
eterno. Así, con el paso de los siglos, los diamantes se han convertido en el regalo de amor por
excelencia. Por su fuerza e incorruptibilidad el diamante es la piedra de la solidez y la
perfección, no hay piedra preciosa que tenga la fascinación, la historia, la luz, la dureza y el
esplendor del diamante.
Ágata musgosa
Aguamarina
Alejandrita
Está asociada a la disciplina y al autocontrol, y se cree que ilumina el
pensamiento y refuerza la intuición, ayudando a quien la lleva a encontrar
nuevos caminos que la lógica, en un primer momento, no ve. Potente ayuda para
la concentración y la creatividad, parece que estimula el deseo de luchar por
alcanzar la excelencia. En las leyendas rusas se dice que trae buena suerte y
amor a quien la posee.
Amatista
Amazonita
Ámbar
Andalucita
Piedra altamente protectora, era utilizada por los antiguos contra el mal de
ojo. Gracias a las potentes energías creativas de las cuales está dotada, es capaz
de transformar los pensamientos negativos en positivos. Resuelve los conflictos
y problemas y ayuda al individuo a realizarse, reforzando el sentido de identidad.
Es útil para despertar una pasión dormida o constreñida por la razón.
Angelita
Apofilita
Aventurina
Azurita
Berilo
Blenda
Cacoxenita
Conocida también como «piedra de la ascensión» porque aumenta la propia
conciencia espiritual, favorece el nacimiento de nuevas ideas y la meditación.
Aporta calma y serenidad, dando una visión positiva y una fuerza constructiva.
Calcedonia
Calcita
Calcopirita
Celestina
Coral
Corniola
Crisoberilo
Crisocola
Indicada para vencer el estrés emocional, infunde seguridad. Favorece la
serenidad, aleja la inquietud y aporta lucidez. Permite mantener la calma y
reflexionar sobre cómo se ha actuado en el pasado y así comprender cómo
hacerlo mejor en el futuro. Potente fuente de energía vital, contribuye a liberarse
de los sentimientos de culpa más arraigados.
Cuarzo ahumado
Llamada «cristal de las sombras», está considerada una piedra con fuerte
poder de transformación. Ayuda a superar actitudes equivocadas y egoístas,
llevando a aceptar con alegría y conciencia el cuerpo, el corazón y el reto del
cambio. Aporta la perseverancia para continuar el camino incluso cuando se
hace difícil, otorgando seguridad en lo que se elija. Se suele usar para eliminar la
negatividad y las energías no armónicas en los lugares físicos.
Cuarzo ametrino
Cuarzo rosa
Charoita
Ideal para quien está emocionalmente bloqueado, dado que alivia el miedo
paralizante e infunde valor para vivir la vida al máximo. Alivia la soledad y
calienta el alma. Si la ponemos bajo la almohada antes de dormir, alivia las
pesadillas; si se usa juntamente con la amatista, amplifica su poder.
Diamante
Diásporo
Epidota
Esmeralda
Granate
Hematite
Howlita
Aquieta la mente y aporta una increíble calma. Puede mitigar las fuertes
turbaciones, rompiendo los vínculos que relacionan las emociones del pasado
con las reacciones del presente. Enseña el arte de la paciencia y ayuda a eliminar
la rabia incontrolada. Si la ponemos debajo de la almohada, es un óptimo
remedio contra el insomnio. Si la llevamos en el bolsillo, absorbe la rabia.
Jade
Kunzita
Apta para aquellos que no consiguen liberarse de los fantasmas del pasado,
invita a vivir con intensidad el momento presente. Piedra potente para abrir y
curar el corazón, favorece liberar el amor propio y transmitirlo sin miedo,
haciendo que quien la lleve encima sea abierto y maleable frente a los demás. Al
permitir que se experimenten las dimensiones más íntimas del corazón, induce a
la tolerancia y la comprensión.
Labradorita
Lapislázuli
Larimar
Piedra de origen volcánico, encarna todas las propiedades del fuego en el que
se ha originado. Muy útil en casos de excesiva emotividad y para los
temperamentos ardientes: ayuda a calibrar la impetuosidad aportando calma,
como la del agua del mar. Favorece la paciencia y la aceptación equilibrada de
los acontecimientos, promueve la imaginación y ayuda en particular a la
creatividad y al trabajo artístico.
Magnetita
Malaquita
Definida como «espejo del alma», es capaz de alcanzar los sentimientos más
profundos de la persona y refleja aquello que de verdad se es. Estimulando la
conciencia de los propios deseos, empuja a quien la lleva encima a superar los
límites que percibe y a cumplir así los propios sueños. Aleja el miedo y hace que
la vida sea intensa y aventurera. Desde la antigüedad se cree que es una potente
protectora de los niños y los viajeros.
Obsidiana
Ojo de halcón
Como un halcón que vuela alto, esta piedra hace ver la realidad desde un
punto de vista superior, permitiendo evaluar los acontecimientos de la vida desde
otra perspectiva y percibirlos como parte de una realidad más amplia. Es útil si
se trabaja sobre el dolor de la muerte, porque favorece la comprensión de que la
muerte no es un final, sino un nuevo comienzo.
Ópalo
Peridoto
Perla
Piedra de luna
Quiastolita
Rodocrosita
Rodonita
Rubí
Sodalita
Topacio
Turmalina
Turquesa
Zafiro
Zirconio (circonio)
Gema de los enamorados, hace que los vínculos de amor sean indisolubles.
Ayuda a amarse a uno mismo y a los otros, y a hacer emerger los aspectos
positivos interiores de quien lo utiliza. Útil en caso de depresión, en las
dificultades permite observar los problemas de un modo ordenado, para así
resolverlos fácilmente.