142-Texto Del Artículo-135-1-10-20060317
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L
as siguientes reflexiones fueron inspiradas por la lectura del libro Justificar
la guerra,1 de Teresa Santiago. En ellas no me propongo hacer una reseña
en el sentido habitual, sino establecer un dialogo, lo cual representa otra
forma de invitar a la lectura de este trabajo académico de gran calidad que, debido
a los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, ha adquirido, además, una
gran actualidad. Son dos puntos los que quiero resaltar. Primero, que la persisten-
cia de la guerra implica revisar las concepciones tradicionales de la modernidad y
la modernización. Segundo, que si en el nivel teórico parece plausible sostener la
posibilidad de justificar una guerra (por ejemplo, cuando responde a una agresión)
y de esta manera hablar de una guerra justa, en la práctica la distinción entre
guerras justas y las que no lo son, resulta extremadamente borrosa. Además, hay
que tener en cuenta, que el uso de los recursos morales para justificar las guerras
es un recurso muy peligroso que, con frecuencia, ha llevado a una violencia sin
límites. En ese sentido creo que el adjetivo de justo, no es algo que puedan reclamar
de manera exclusiva uno de los bandos en contienda, sino un atributo que debe
predicarse sólo de los recursos institucionales que sirven para procesar (encauzar
y controlar) políticamente los conflictos.
1
Teresa Santiago, Justificar la guerra, México, Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa/Miguel
Ángel Porrúa (Colección “Biblioteca de Signos”), 2001, 166 p.
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La lógica del valor y del no-valor extiende toda su devastadora consecuencia y obliga a la
creación continua de nuevas y más intensas discriminaciones, criminalizaciones y
desvalorizaciones, hasta llegar a la destrucción completa de toda vida indigna de existir
[...] En un mundo donde los contrincantes se empujan al abismo de la total privación de
cualquier valor, lo que representa la premisa para destruirse físicamente, deben nacer
nuevos tipos de enemistad absoluta. La enemistad se hará tan terrible que quizá no será
ya lícito ni siquiera hablar de enemigo y de enemistad; ambos conceptos serán proscritos
formalmente incluso antes de comenzar la obra de destrucción. Esta se vuelve por lo
tanto abstracta y absoluta. Ya no se dirige contra un enemigo sino que sirve únicamente
para una presunta imposición de los valores objetivos más altos, por los cuales, como
resulta evidente, ningún precio es demasiado alto.2
2
Carl Schmitt, “Teoría del Partisano”, en El concepto de lo político, México, Folios, 1985.
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este derecho permitió establecer un sistema de distinciones básicas que hizo posible
contener la escalada de la violencia y, especialmente, abrir la posibilidad de una
salida político-diplomática a los conflictos entre los Estados europeos. En el jus
publicum europaeum no se busca dar una justificación de la guerra, se le reconoce
simplemente como un hecho, lo cual se plasma en el ius ad bellum que cada uno
de los Estados reconoce a los otros. Se abandona la figura del enemigo absoluto,
propio de las doctrinas de la guerra justa para dar paso a los enemigos conforme
a derecho. No se trata de negar o suprimir las diferencias entre los rivales, sino de
que estos se reconozcan como personas, es decir, como sujetos que tienen el
derecho a tener derechos.
El reconocimiento recíproco de los contrincantes como personas, lo cual repre-
senta el fundamento de la justicia universal, establece las condiciones para regla-
mentar el conflicto. Dicho de otra manera, el jus ad bellum hace posible tambien
el desarrollo del jus in bello. Precisamente la referencia a un derecho compartido
entre amigos y enemigos marca la distinción entre guerra y política. Distinción
que a pesar de ser fluida, imprecisa, no deja de establecer una diferencia cualitativa;
en la guerra el objetivo es una cuestión técnica, el exterminio del enemigo, en la
politica se trata, ante todo, de una cuestión prudencial, determinar la identidad
cambiante del enemigo, así como, posteriormente, de una cuestión ética, la de
convivir con él. En contra de la condena moralista de la guerra, la perspectiva
política indica que no se trata de pensar en una reconciliación de los seres humanos,
sino una reconciliación con el conflicto. Asumir que el conflicto no es una mani-
festación de la irracionalidad, sino una expresión de la libertad y la pluralidad del
mundo humano es la primera condición para controlar la intensidad de las
hostilidades y la violencia.
Las desventuras del derecho público europeo hacen patente uno de los puntos
débiles de las teorías del progreso, a saber: no existen conquistas definitivas en el
ámbito institucional del orden social. En sus empresas coloniales, los Estados
europeos transgredieron todos los principios de este derecho internacional; el
enemigo absoluto renació en la figura del salvaje, del primitivo al que era necesario
imponer y hacer respetar los adelantos de la civilización. Si los españoles todavía
declaraban la guerra a los indios, mediante la lectura de un texto en latín, las
potencias coloniales de siglo XIX ni siquiera daban mucho espacio a estos forma-
lismos jurídicos. La violación de las normas del derecho de gentes se convirtió en
una rutina en las confrontaciones bélicas del siglo XX, perdiéndose las distinciones
entre guerra y paz, civil y militar, etcétera, incluso entre amigos y enemigos. Si
Signos filosóficos 297
Me parece que una de las consecuencias que deben extraerse de los aconte-
cimientos del pasado 11 de septiembre es la necesidad de combatir con todos los
medios al terrorismo, ya que esta es una de las manifestaciones más brutales de
la enemistad absoluta. Sin embargo, convertir al terrorista en una figura más del ene-
migo absoluto es quedar atrapados en la lógica y dinámica de lo que se quiere
combatir. Los bombardeos indiscriminados (a pesar de que se los califique de
estratégicos e inteligentes en la propaganda) creo que son condenables, no sólo
desde una perspectiva moral, por los así llamados daños colaterales que producen,
sino también desde una perspectiva estratégica. Uno de sus efectos es arraigar y
3
Ibid.
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