142-Texto Del Artículo-135-1-10-20060317

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Signos filosóficos Signos filosóficos, núm.

6, julio-diciembre, 2001, 291-298


291

¿Existen guerras justas?

Enrique Serrano Gómez


Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa

L
as siguientes reflexiones fueron inspiradas por la lectura del libro Justificar
la guerra,1 de Teresa Santiago. En ellas no me propongo hacer una reseña
en el sentido habitual, sino establecer un dialogo, lo cual representa otra
forma de invitar a la lectura de este trabajo académico de gran calidad que, debido
a los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, ha adquirido, además, una
gran actualidad. Son dos puntos los que quiero resaltar. Primero, que la persisten-
cia de la guerra implica revisar las concepciones tradicionales de la modernidad y
la modernización. Segundo, que si en el nivel teórico parece plausible sostener la
posibilidad de justificar una guerra (por ejemplo, cuando responde a una agresión)
y de esta manera hablar de una guerra justa, en la práctica la distinción entre
guerras justas y las que no lo son, resulta extremadamente borrosa. Además, hay
que tener en cuenta, que el uso de los recursos morales para justificar las guerras
es un recurso muy peligroso que, con frecuencia, ha llevado a una violencia sin
límites. En ese sentido creo que el adjetivo de justo, no es algo que puedan reclamar
de manera exclusiva uno de los bandos en contienda, sino un atributo que debe
predicarse sólo de los recursos institucionales que sirven para procesar (encauzar
y controlar) políticamente los conflictos.

1
Teresa Santiago, Justificar la guerra, México, Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa/Miguel
Ángel Porrúa (Colección “Biblioteca de Signos”), 2001, 166 p.
292 Debate

La Ilustración se propuso reconciliar razón e historia mediante el concepto de


progreso. El sostén empírico de este concepto se encuentra en el desarrollo de la
capacidad productiva de las sociedades; pero su sentido no se limita a esta dimensión
empírica. La tesis central de la Ilustración acerca del progreso consiste en sostener
que el incremento de los recursos técnico-productivos es un síntoma de un
perfeccionamiento moral y jurídico de las sociedades civilizadas. Si bien cada una
de las filosofías de la historia que se construyen bajo el espíritu ilustrado entiende
la relación entre progreso técnico y progreso ético de distintas maneras, casi todas
ellas sostienen que existe una conexión necesaria entre estos dos procesos. De
ahí que, para ellas el control dominio del medio natural se encuentra estrechamente
vinculado a un control de la dinámica del orden social, el cual debía traducirse en
la superación de los fenómenos de la guerra y la dominación. La expresión más
clara de esta esperanza ilustrada se encuentra en el texto de Kant, La paz perpetua.
Sin embargo, el desenvolvimiento de los acontecimientos históricos se ha
encargado de cuestionar radicalmente estos presupuestos teóricos de la Ilustración.
El siglo XX representa, entre otras cosas, la pérdida del optimismo histórico que se
había extendido en el siglo XIX. El problema, por un lado, no sólo reside en la gran
cantidad de guerras que estallaron en la pasada centuria, sino en el despliegue técnico
que se realizó en ellas, ya que esto pone en tela de juicio la idea de que existe una
conexión necesaria entre progreso técnico y progreso ético. Por otro lado, el gran
impacto que produjo el conocimiento de la realidad de los campos de concentración
de los sistemas totalitarios no se debe exclusivamente a la magnitud de los crímenes
que se realizaron en ellos, también es resultado de los medios organizativos y
técnicos que se utilizaron para cometerlos. Esta unión entre técnica y totalitarismo
hace sospechar que este último fenómeno no es una catástrofe que interrumpe el
curso normal de la modernización, sino un riesgo inherente a este proceso. Sospecha
que se acrecienta cuando se observa que ciertos rasgos de la dominación totalitaria
están presentes incluso en sociedades con una larga tradición democrática.
Así mismo, cabe señalar que si bien el proceso de globalización ha dado un
cierto apoyo empírico al ideal cosmopolita ilustrado; al mismo tiempo, en este
proceso se está consolidando una nueva forma de dominación, basado en los
diferentes grados de movilidad, que tiene entre sus rasgos característicos la radical
exclusión que genera. Cada vez es mayor la proporción de la humanidad que se
encuentra completamente marginada de los procesos de producción y
distribución de la riqueza que se organizan internacionalmente. Esta exclusión
radical, además de la escasez de alternativas económicas y políticas, genera
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sentimientos de exclusión cultural, lo cual, en su conjunto, representa una situación


que propicia la violencia en sus diferentes facetas. Bajo esta perspectiva, las
explicaciones que encontramos en la sociología clásica sobre la persistencia de la
guerra como un efecto de un proceso de modernización deficiente resultan
insuficientes.
En su crítica a la autoconciencia del proceso de modernización, Max Horkheimer
y Theodor Adorno afirman que el error del Iluminismo fue considerar que el
sometimiento del medio natural crea las condiciones para la liberación de la
humanidad; porque este presupuesto teórico pasa por alto que los seres humanos
son parte de la naturaleza y que, por tanto, se establece una continuidad entre el
dominio de la naturaleza y el dominio de los seres humanos. A pesar de las
diferencias que existen entre estos representantes de la teoría crítica clásica y
Heidegger, ellos coinciden en que la esencia de la técnica no se encuentra en los
artefactos que produce, sino en la visión del mundo, en general, y en la idea de
razón, en particular, que subyace al desarrollo técnico. Aunque esta posición teórica
resulta sugerente, da pie a la interpretación de que la alternativa ante las promesas
no cumplidas de la Ilustración se encuentra en una crítica a la razón y a su pretensión
de validez universal. Me parece que esta línea de interpretación nos conduce a
una aporía. Desde mi punto de vista de lo que se trata no es de cuestionar a la
razón en sí misma, sino de realizar una crítica de la razón, en sentido kantiano, es
decir, de establecer los límites de la razón en sus diversos usos; con el objetivo, en
primer lugar, de rechazar las exigencias ilegítimas que se le hacen a la razón.
Entre estas exigencias ilegitimas se encuentra la de dar una justificación de la
guerra, la cual es una variante de la exigencia más amplia de dar una justificación
del mal, propia de la Teodicea. Frente a la aberración de los teólogos que tratan de
negar la sustancialidad del mal, lo que prescribe la razón, frente a la experiencia
de este fenómeno fundamental de la vida, es asumir su realidad, en sus diversas
manifestaciones. Mi propósito ahora no es resaltar las incoherencias que encierra
la concepción tradicional del mal como privación del Ser, sino simplemente
destacar la conexión que existe entre esta concepción y la idea de que se puede
ofrecer una justificación racional de la guerra que permita, entre otras cosas,
establecer de manera unívoca cual de los contendientes representa la causa justa.
No es una casualidad que san Agustín sea uno de los principales representantes
de la concepción tradicional del mal que hemos mencionado y, al mismo tiempo,
uno de los primeros teóricos que desarrolla una doctrina de la guerra justa.
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La doctrina de la guerra justa parte de un principio evidente, a saber: Todos


tenemos el derecho de defendernos frente a las agresiones de otros. Para fortalecer
esta premisa se puede aclarar que en este contexto se utiliza el término derecho
en un sentido lato; incluso para evitar confusiones con el iusnaturalismo clásico
podemos decir simplemente lo siguiente: Esta justificado que un individuo o grupo
se defienda frente a las agresiones de otros. Sin embargo, cuando pasamos al
nivel empírico, nos encontramos que en casi todos los casos resulta extremadamente
difícil establecer quien es el agresor dentro de un conflicto concreto. Entre otras
razones porque existe una muy delgada frontera entre el uso legítimo de este principio
y sus usos ilegítimos. En la mayoría de los casos, el agresor siempre aduce que
responde a una agresión anterior. Esta dificultad empírica indica que el problema
de la doctrina de la guerra justa no reside en la justificación del principio de la
autodefensa, sino en su intento de ligar la dicotomía existencial amigo-enemigo a
la dicotomía moral bueno-malo.
Para ello se parte de la premisa, no justificada racionalmente, de que el Ser se
identifica con un orden objetivo y necesario, para después afirmar que el cono-
cimiento verdadero de ese orden les permitiría a los seres humanos coordinar sus
acciones de manera pacífica. La conclusión es afirmar que el conflicto es el efecto
de una conducta irracional o anómica, a la que se identifica con el mal moral. De
esta manera, el enemigo deja de ser únicamente aquél con el que se tiene una
diferencia de intereses y valores para convertirse, en el malo, es decir, en un
enemigo absoluto, frente al cual sólo cabe matar o morir. Lo que pasa por alto este
tipo de razonamientos, tan arraigados en el llamado sentido común, es que los
conflictos humanos no se presentan en los términos épicos de una lucha entre el
bien y el mal, sino que se manifiestan como conflictos trágicos entre diversas
concepciones del bien.
El politeísmo de los valores, que conduce a la confrontación, sobre distintas
ideas del bien, tiene su raíz en la contingencia, la cual, no es un modo deficiente del
Ser, como se asumía en la concepción teológica dominante, sino el modo de ser
propio del mundo humano. Por su parte, asumir la contingencia del mundo humano
implica reconocer que los conflictos, así como los males relacionados con ellos,
no son el resultado de una conducta irracional o anómica, sino el efecto ineludible
de la acción libre. Lo que quiero destacar con estas observaciones es que la
pretensión de dar una justificación moral de la guerra, presente en las doctrinas de
la guerra justa, llevan no sólo a condenar la guerra, sino también al enemigo. Esto
se traduce, paradójicamente, en un incremento de la intensidad de las hostilidades,
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lo cual, lejos de permitir el control de la violencia, desata la dinámica de la enemistad


absoluta que impide encauzar políticamente los conflictos, para hacerlos compatibles
con la estabilidad del orden civil y la integridad de sus participantes. El peligro
extremo no reside en la existencia de los medios de destrucción masiva, sino en el
uso ilegítimo de los recursos morales para tratar de justificar la utilización de
dichos medios.

La lógica del valor y del no-valor extiende toda su devastadora consecuencia y obliga a la
creación continua de nuevas y más intensas discriminaciones, criminalizaciones y
desvalorizaciones, hasta llegar a la destrucción completa de toda vida indigna de existir
[...] En un mundo donde los contrincantes se empujan al abismo de la total privación de
cualquier valor, lo que representa la premisa para destruirse físicamente, deben nacer
nuevos tipos de enemistad absoluta. La enemistad se hará tan terrible que quizá no será
ya lícito ni siquiera hablar de enemigo y de enemistad; ambos conceptos serán proscritos
formalmente incluso antes de comenzar la obra de destrucción. Esta se vuelve por lo
tanto abstracta y absoluta. Ya no se dirige contra un enemigo sino que sirve únicamente
para una presunta imposición de los valores objetivos más altos, por los cuales, como
resulta evidente, ningún precio es demasiado alto.2

Pero desechar la doctrina de la guerra justa, para reconocer el carácter


contingente y, por tanto, plural, así como conflictivo, del mundo humano no
presupone renunciar a la justicia y a su pretensión de fundamentación racional. La
crítica a la noción tradicional de guerra justa tiene como objetivo resaltar que la
justicia no reside, en principio, en uno de los bandos contendientes, sino en las
normas y los procedimientos que hacen posible dirimir el conflicto. El propio Schmitt
acepta que una de las grandes conquistas políticas de la humanidad se encuentra
en el jus publicum europaeum. Este primer derecho de gentes moderno es
resultado del reconocimiento recíproco de los nacientes Estados nacionales como
poderes soberanos, creando así las condiciones para superar la enemistad absoluta
de las guerras de religión que le precedieron, consideradas por los distintos bandos
en pugna como peculiarmente justas.
Si bien no es cierta la afirmación de Schmitt respecto a que la guerra clásica
europea, esto es, la guerra que se sometía a este derecho internacional, era un
duelo entre caballeros que asumían la validez de su normatividad, sí es cierto que

2
Carl Schmitt, “Teoría del Partisano”, en El concepto de lo político, México, Folios, 1985.
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este derecho permitió establecer un sistema de distinciones básicas que hizo posible
contener la escalada de la violencia y, especialmente, abrir la posibilidad de una
salida político-diplomática a los conflictos entre los Estados europeos. En el jus
publicum europaeum no se busca dar una justificación de la guerra, se le reconoce
simplemente como un hecho, lo cual se plasma en el ius ad bellum que cada uno
de los Estados reconoce a los otros. Se abandona la figura del enemigo absoluto,
propio de las doctrinas de la guerra justa para dar paso a los enemigos conforme
a derecho. No se trata de negar o suprimir las diferencias entre los rivales, sino de
que estos se reconozcan como personas, es decir, como sujetos que tienen el
derecho a tener derechos.
El reconocimiento recíproco de los contrincantes como personas, lo cual repre-
senta el fundamento de la justicia universal, establece las condiciones para regla-
mentar el conflicto. Dicho de otra manera, el jus ad bellum hace posible tambien
el desarrollo del jus in bello. Precisamente la referencia a un derecho compartido
entre amigos y enemigos marca la distinción entre guerra y política. Distinción
que a pesar de ser fluida, imprecisa, no deja de establecer una diferencia cualitativa;
en la guerra el objetivo es una cuestión técnica, el exterminio del enemigo, en la
politica se trata, ante todo, de una cuestión prudencial, determinar la identidad
cambiante del enemigo, así como, posteriormente, de una cuestión ética, la de
convivir con él. En contra de la condena moralista de la guerra, la perspectiva
política indica que no se trata de pensar en una reconciliación de los seres humanos,
sino una reconciliación con el conflicto. Asumir que el conflicto no es una mani-
festación de la irracionalidad, sino una expresión de la libertad y la pluralidad del
mundo humano es la primera condición para controlar la intensidad de las
hostilidades y la violencia.
Las desventuras del derecho público europeo hacen patente uno de los puntos
débiles de las teorías del progreso, a saber: no existen conquistas definitivas en el
ámbito institucional del orden social. En sus empresas coloniales, los Estados
europeos transgredieron todos los principios de este derecho internacional; el
enemigo absoluto renació en la figura del salvaje, del primitivo al que era necesario
imponer y hacer respetar los adelantos de la civilización. Si los españoles todavía
declaraban la guerra a los indios, mediante la lectura de un texto en latín, las
potencias coloniales de siglo XIX ni siquiera daban mucho espacio a estos forma-
lismos jurídicos. La violación de las normas del derecho de gentes se convirtió en
una rutina en las confrontaciones bélicas del siglo XX, perdiéndose las distinciones
entre guerra y paz, civil y militar, etcétera, incluso entre amigos y enemigos. Si
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bien el término enemigo se encuentra hoy proscrito de nuestro vocabulario usual,


la presencia de la enemistad absoluta se extiende, con sus cambiantes figuras.

Un imperialismo de base económica intentará, como es lógico, llevar al mundo a un


estado en el cual él pueda aplicar sin obstáculo alguno sus medios de poder económico,
tales como el bloqueo de créditos, embargo de materias primas, hundimiento de la divisa
extranjera, etc., y en el que todo esto pueda bastarle. Considerará “violencia extra-
económica” cualquier intento de sustraerse al efecto de estos métodos “pacíficos” realizado
por cualquier grupo distinto. Hará uso de medios de coacción más severos, aunque desde
luego aun “económicos”, medios que según esta terminología seguirán siendo apolíticos
y esencialmente pacíficos, como los enumerados, por ejemplo, en las directrices de la
Sociedad de Naciones de Ginebra para la ejecución del artículo 16 del Tratado (núm. 14
de la Resolución de la Segunda Asamblea de 1921), a saber: bloqueo de la aportación de
medios de vida a la población civil y asedio por hambre. Finalmente el imperialismo
económico dispone de medios técnicos para infligir la muerte física por la violencia,
armas modernas de gran perfección técnica puestas a punto mediante una inédita inver-
sión de capital y conocimientos científicos, con el fin de que, en caso de necesidad, se
pueda disponer de ellas. Eso sí, para la aplicación de tales medios se crea un nuevo
vocabulario esencialmente pacifista, que no conoce ya la guerra sino únicamente
ejecuciones, sanciones, expediciones de castigo, pacificaciones, protección de los pactos,
policía internacional, medidas para garantizar la paz. El adversario ya no se llama enemigo,
pero en su condición de estorbo y ruptura de la paz se lo declara fuera de la ley y fuera de
la humanidad. Cualquier guerra iniciada para la conservación o ampliación de una posi-
ción de poder económico irá precedida de una oferta propagandística capaz de conver-
tirla en cruzada y en ultima guerra de la humanidad. Esto es lo que exige la polaridad de
ética y economía.3

Me parece que una de las consecuencias que deben extraerse de los aconte-
cimientos del pasado 11 de septiembre es la necesidad de combatir con todos los
medios al terrorismo, ya que esta es una de las manifestaciones más brutales de
la enemistad absoluta. Sin embargo, convertir al terrorista en una figura más del ene-
migo absoluto es quedar atrapados en la lógica y dinámica de lo que se quiere
combatir. Los bombardeos indiscriminados (a pesar de que se los califique de
estratégicos e inteligentes en la propaganda) creo que son condenables, no sólo
desde una perspectiva moral, por los así llamados daños colaterales que producen,
sino también desde una perspectiva estratégica. Uno de sus efectos es arraigar y

3
Ibid.
298 Debate

expandir la enemistad absoluta, lo cual de ninguna manera es el medio para defender


la paz, la libertad, ni mucho menos la justicia. Se debería haber extraído la enseñanza
de conflictos anteriores de que aunque los bombardeos sean capaces de dañar la
infraestructura del enemigo, al mismo tiempo fortalecen su moral y su autoridad,
lo que, en este tipo de enfrentamiento es su arma principal.
La respuesta principal que se debe dar al terrorismo es salir del estado de
naturaleza que se vive en el ámbito de las relaciones internacionales. Un orden
civil cosmopolita no sólo daría una legitimidad a las acciones punitivas que se
emprendan contra el terrorismo, sino también crearía un espacio político para que
se expresen las demandas insatisfechas que predisponen las acciones terroristas,
demandas que responden, a su vez, a una de las peores formas de violencia: la
exclusión radical. Evidentemente, la construcción de este tipo de orden civil deber
verse como el resultado de un proceso histórico de larga duración, pero los sucesos
recientes indican la necesidad de apurarnos en la construcción de sus cimientos.
Lo urgente es que Estados Unidos y las otras potencias mundiales dejen de
instrumentalizar las incipientes instituciones políticas internacionales, para
reconocer y fortalecer su autoridad. Con ello no pido, ingenuamente, que dejen
a un lado sus intereses particulares; por el contrario, sería indispensable que
percibieran que esta tarea les ofrecería una protección, que no podría darles ningún
escudo de misiles. Por parte de las demás naciones es menester un mayor
compromiso en esta tarea, que empieza por dejar de ver los acontecimientos del
tipo que hemos vivido en el pasado reciente como algo ajeno.
Sin embargo, mi propósito en este momento no es adentrarme en un análisis de
la coyuntura actual y las alternativas que nos ofrece. En este contexto académico,
mi objetivo es simplemente destacar que la persistencia de la guerra y el continuo
renacimiento de la enemistad absoluta exige revisar de manera radical los pre-
supuestos de las teorías de la modernidad y la modernización que conocemos. Se
trata de realizar un balance sereno que eluda tanto las apologías, como las diatribas.

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