Eco de Fantasmas - Nexos

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Eco de fantasmas
Jesús Silva-Herzog Márquez
Septiembre 1, 2023

Un mes antes de las elecciones del 2018 publiqué en estas


páginas un artículo (https://www.nexos.com.mx/?p=37771)
sobre la inminente victoria de Andrés Manuel López Obrador
y lo que ésta podría implicar para la política mexicana. Era
claro que el candidato de Morena, en su tercer intento por
alcanzar la Presidencia de la República, se perfilaba al triunfo y
parecía que su victoria sería contundente. Me vino entonces a
la cabeza la famosa advertencia de Alexis de Tocqueville ante la
Asamblea Nacional francesa. Comenzaba el año turbulento de
1848 y el aristócrata triste percibía un rugido bajo el suelo.
Dormimos bajo un volcán, les decía a sus compañeros
diputados. El discurso de Tocqueville y sus notas personales
que conocemos como Recuerdos de la Revolución de 1848 no
solamente anticipan el estallido sino que explican las razones.
¿Qué provoca la ruina de las clases gobernantes?, se
preguntaba. Volverse indignos del poder que ejercen.

Hoy valdría regresar a esos años para encontrar el tono de una


reflexión sobre la circunstancia mexicana, ahora que el
gobierno de López Obrador se acerca a su final. No propongo
en estas páginas volver al escéptico que describió la democracia
naciente en Estados Unidos, sino a un contemporáneo suyo
que era todo menos vacilante; un hombre sin castillos ni títulos
que echar de menos y con una filosofía espesa que ya no habría
de explicar las cosas, sino transformar al mundo. Pienso en
Karl Marx; particularmente, al Marx que se asombra ante el
presente. Al filósofo que reconoce los sorprendentes giros de la
historia, al teórico que escudriña las complejidades de la
política, al pensador que vuelve a pensar lo pensado para
escuchar el eco de los fantasmas en los pasos del presente.

Marx escribe El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte desde la


perplejidad. La política no camina en la dirección imaginada, la
revolución no tiene el desenlace anticipado por su filosofía. La
flecha del tiempo detiene su vuelo y da una vuelta en sentido
contrario. Comprender la historia en tiempo real, como se dice
ahora, implicaba para él una revisión del croquis materialista
que había expuesto. A diferencia de lo que propone Engels en el
prefacio a la tercera edición de esta obra genial, esta crónica es
todo menos la constatación de las leyes de la historia. Es lo
contrario. Marx no escribe este ensayo para proclamar: “Se los
dije”, sino para responderse a sí mismo por qué lo que había
anticipado está lejos de hacerse realidad. La clave del tiempo
social es trágica, no mecánica. Por eso en este Marx puede
encontrarse más Shakespeare que Hegel.

Hacemos la historia, pero no la historia que imaginamos hacer.


Podemos ocupar el escenario convencidos de desempeñar un
papel y, en realidad, cumplimos una función radicalmente
distinta. La historia que, unos años antes, en el Manifiesto,
pintaba como implacable secuencia de luchas entre clases,
aparece en El Dieciocho Brumario… como teatro de las burlas en
la que los personajes intercambian papeles. La historia, lo dice
desde la entrada del libro, se repite como una patraña. Vale la
pena citar las campanadas con las que se fija el tono de este
documento clásico.
Hegel señala, en alguna parte, que todos los grandes
hechos y personajes de la historia universal
aparecen, por así decir, dos veces. Pero se olvidó de
agregar: una vez como tragedia y la otra como
farsa.1

El político que se endiosa pretendiendo imitar las gestas del


pasado termina haciendo el payaso. Quien arremeda los gestos
del héroe se convierte en comediante involuntario.

Marx trata de comprender el fracaso de la Segunda República


francesa y el ascenso de un dictador ridículo. No cuentan en
ese proceso solamente los procesos económicos, el conflicto
entre las clases, sino también la imaginación colectiva, los
recuerdos, los símbolos, las pasiones. Las telarañas de la mente
pesan tanto como el interés contrapuesto de las clases. “La
tradición de todas las generaciones oprime como una pesadilla
la mente de los vivos”. El filósofo toma la libreta del reportero,
el economista atiende el juicio del crítico literario. Marx, en
efecto, ejerce aquí de crítico teatral y se adentra en el universo
simbólico de la política. Cuando Marx sentencia que los
hombres hacen su propia historia, pero no la hacen como les
place ni en condiciones elegidas por ellos, sino bajo
circunstancias impuestas por las circunstancias, no hace
alusión a las relaciones de clase o a las estructuras productivas.
Las constricciones en las que piensa Marx son ideológicas: son
las tradiciones de todas las generaciones muertas las que
aplastan el cerebro de los vivos. Transcribo el segundo párrafo
de El Dieciocho Brumario…:
Los hombres hacen su propia historia, pero no la
hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias
elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas con
que se encuentran directamente, que existen y les
han sido legadas por los hechos y por la tradición.
La tradición de todas las generaciones muertas
oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos.
Y cuando parece que estos se dedican precisamente
a transformarse y a transformar las cosas, a crear
algo nunca visto, en estas épocas de crisis
revolucionaria es precisamente cuando conjuran
temerosos en su auxilio los espíritus del pasado,
toman prestados sus nombres, sus consignas de
guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez
venerable y este lenguaje prestado, representar la
nueva escena de la historia universal.

Marx explora la política de los espectros. Las circunstancias


que nos constriñen no son las relaciones económicas, sino algo
muy distinto: las pesadillas que secuestran el juicio.2 En El
Dieciocho Brumario…, obra densa y en momentos enredada,
salpicada de retratos, anécdotas y observaciones geniales, hay
una descripción de las complejas estructuras de clase en la
Francia de mediados del siglo XIX. La cartografía supera con
creces la visión esquemática de los polos elementalmente
contrapuestos y escapa de la idea del Estado como simple
comité al servicio de la clase dominante. Hay también veneno
exquisito contra esa mediocridad grotesca que se hizo
proclamar emperador. Pero lo que me interesa abordar aquí
son los fantasmas, los sueños y las pesadillas que se apoderan
de la inteligencia colectiva, de la absurda pretensión de
reescenificar la historia desentendiéndose de las interpelaciones
del presente.
Ilustración: Adrián Pérez

El cronista del golpe de Estado entiende que la memoria es


alimento de la acción. Toda intervención política supone una
lectura del tiempo. Pero las revoluciones auténticas, dirá Marx,
ponen los recuerdos al servicio del futuro. Cuando la
revolución es un simulacro, el futuro se somete a los maleficios
del pasado. Es interesante la distinción que hace Marx entre las
revoluciones verdaderas y la farsa que vive Francia en esos
momentos. La Revolución inglesa adoptó el lenguaje bíblico en
sus primeras etapas, pero, cuando el cambio se había
concretado, dejó la voz profética para invocar la codiciosa
modernidad de John Locke. No se trataba ya de presentar la
voz del Antiguo Testamento sino de escuchar el llamado de la
sociedad de propietarios.

Si la filosofía se pensaba en alemán y la economía calculaba en


inglés, la política actuaba en francés. Ése es el lugar que ocupa
Francia en el pensamiento de Marx: la patria de la política.3 En
la épica de la Revolución francesa veía el anticipo de lo que
sería la revolución final. De ahí el interés por la turbulencia de
1848: la revolución ahora no adelanta el tiempo, lo enreda, lo
echa para atrás. La rebelión popular no provoca la victoria del
proletariado. Desencadena el golpe de Estado de un farsante.
La “revolución hermosa” engendraba una farsa. Celebró
inicialmente la aparición del proletariado como un actor
histórico que cumplía su misión. Poco tiempo después advirtió
el sorprendente viraje de los acontecimientos. El presente se
desviaba del libreto. Más del 75 % de los electores habían
votado por un farsante.
Marx lee la prensa, recibe cartas, consulta los datos que
aparecen en The Economist y advierte que el desarrollo
industrial de Francia es precario. Frente a lo que puede verse
en Inglaterra, el capitalismo francés es inmaduro y, por lo tanto,
las clases sociales un tanto gelatinosas. Pero no solamente
aquilata las “condiciones materiales”, también examina el
conflicto institucional. En Francia no había solamente una
lucha de clases, sino también una lucha de poderes y de relatos.
El presidente de apellido imperial veía a la Constitución como
un estorbo y a la Asamblea Nacional como un enemigo. La
Constitución de la Segunda República era un muro a su
ambición. Limitaba sus poderes y, sobre todo, impedía la
prolongación de su mandato. En la madrugada del 2 de
diciembre de 1851 Luis Napoleón Bonaparte se libró del
estorbo y dio un golpe de Estado. El ejército ocupó París,
disolvió la Asamblea y mandó arrestar a los principales
opositores. Pero el golpe del pequeño Napoleón rompía con los
hábitos del manotazo autocrático. Napoleón cerró el
Parlamento, pero llamó al voto. El hombre que rompía con la
Constitución encontraba respaldo en el pueblo. Mientras
arrestaba opositores convocaba a un plebiscito para que se
ratificara la extensión de su mandato. Por encima de leyes,
partidos y facciones, el César pretendía la representación
directa del Pueblo.

La burguesía, los trabajadores y los aristócratas desconfiaban


de él, pero la nación que estaba sobre todo en el campo podía
encumbrarlo. Por eso hizo del Pueblo la base de su imperio.
Mientras la Asamblea Nacional restringía el voto por el ascenso
de la izquierda, el golpista garantizaba el sufragio universal
(masculino). El despotismo, entendió bien Napoleón III, no
solamente debe hacerse de la fraseología popular, sino que
debe montarse en las instituciones democráticas para
desmontar las restricciones de la democracia. La mejor
exposición de esa estrategia se encuentra en la extraordinaria
pieza en la que Maurice Joly pone a Maquiavelo a dialogar con
Montesquieu en el infierno. Joly expone, a través de la palabra
del florentino, la mecánica del despotismo moderno: para
destruir la democracia hay que usar los instrumentos de la
democracia. Hacer del voto instrumento de aclamación; de la
prensa, un altavoz del poder; de las instituciones, cáscara. Bien
dice Fernando Savater que el gran descubrimiento de Joly fue
advertir que “el instrumental político de la democracia es tan
apto como cualquier otro para vehicular el despotismo y mejor
que todos los otros para legitimarlo”.4 El poder del pueblo
puede servir de herramienta de la arbitrariedad.

Se sabe poco de Joly. Nació en 1829. Fue abogado, burócrata,


redactor de libros prohibidos. Se peleó con todo mundo. Fue
un solitario enemigo de poderosos y crítico de santones. Su
Diálogo… se publicó anónimamente en Bruselas en 1864, a la
mitad del imperio de Napoleón III. Que nadie pregunte quién
ha trazado estas páginas, dice el autor anónimo presentando el
libro a sus lectores. Responde a un llamado de conciencia:
“Concebida por todos, alguien la ejecuta y el autor se eclipsa,
pues sólo es el redactor de un pensamiento del sentir general,
un cómplice más o menos oscuro de la coalición del bien”.5 No
se mantuvo por mucho tiempo el eclipse del autor. La policía,
que era cómplice en el contrabando de la edición, no tuvo
problemas para identificar la pluma del autor. Pagó con dos
años de cárcel la osadía de denunciar al dictador a través de la
conversación entre dos muertos. En 1887 terminó con su vida
poniéndose una bala en la cabeza.
Para denunciar al déspota, Joly imaginó la confrontación de
polos intelectuales. Maquiavelo, instructor de tiranos;
Montesquieu, arquitecto de instituciones para la libertad.
Ambos dialogando entre las llamas del infierno. El héroe del
constitucionalismo conversando con el teórico de la razón del
Estado. Más que una conversación entre iguales, el encuentro
es la lección del realismo eterno. Las reglas cambian como las
ropas. Pero no alteran la mecánica profunda del poder, el
impulso de las ambiciones, la miseria de nuestra naturaleza. Si
el constitucionalista comparte residencia con Maquiavelo en el
infierno es porque el ingenuo merece la condena eterna, junto
con el cínico. En el Diálogo…, el autor de El espíritu de las leyes
queda en silencio una y otra vez ante la sagacidad práctica de
Maquiavelo. Si uno se deja engañar por sus ilusiones, el otro
levanta argumentos irrebatibles. El Diálogo en el infierno entre
Maquiavelo y Montesquieu es, en realidad, la Cátedra en el
infierno de Maquiavelo a Montesquieu.

Para el liberal, el despotismo no es solamente odioso: es


anacrónico. Imagina que la historia es progreso y que, con el
avance de las reglas y los valores, se cierra definitivamente la
puerta a la opresión política. Cuando las instituciones están
bien asentadas, cuando las sociedades se han habituado a la
libertad, no hay dictadura posible. El progreso, dice con fe, no
tiene reversa. Los tiempos modernos, responde este
Maquiavelo, no sólo permiten, en realidad alientan el dictado
autoritario. Joly entendió la clave en la que está escrito El
Príncipe. Con su libro clásico, Maquiavelo se planta frente al
desafío más complejo del poder: la subversión del orden
tradicional y la inauguración de un nuevo régimen. Por eso su
foco es el nuevo príncipe. Su protagonista es el ambicioso que, a
golpe de determinación, astucia y suerte, conquista lo que le era
vedado. Ésa es la proeza del déspota moderno: desarmar, desde
dentro, el régimen democrático. Usar las piezas de su relojería
para armar una máquina radicalmente distinta. Arte de
apariencias, la política se apropia del culto del día y lo pone a
su servicio. El déspota contemporáneo es popular o no es.
Ilustración: Adrián Pérez

Para desmontar la compleja prudencia de la democracia es


necesario apoyarse en el pueblo, dice el Maquiavelo de Joly.
“Buscaré mi apoyo en el pueblo: ése es el a b c de todo
usurpador”.6 Ahí reside el poder de hacer cualquier cosa con
plena impunidad. Ahí está el nombre que puede encubrirlo
todo. Al pueblo, dice el Maquiavelo de Joly, poco le importan
las ficciones legales con las que se llenan la boca los
constitucionalistas.

El instructor de usurpadores no sugiere destruir las


instituciones existentes sino desquiciar su mecanismo. “De este
modo iré golpeando por turno la organización judicial, el
sufragio, la prensa, la libertad individual, la enseñanza”. El
espacio de acción para desmontar los artefactos liberales es
gigantesco si se entiende lo elemental: “En política todo está
permitido, siempre que se halaguen los prejuicios públicos y se
conserve el respeto por las apariencias”.

El voto, la pieza esencial de la representación democrática,


puede convertirse en la plataforma de la autocracia. El secreto
es convertir la elección en mecanismo de aclamación. El
instructivo es claro. Suprimir los aires de la deliberación con
disyuntivas elementales. Presentar la decisión popular como un
asunto de sobrevivencia. El usurpador ha de decirle al pueblo
que todo estaba mal y que ha sido él quien lo ha salvado del
caos. ¿Me aceptas o quieres regresar al caos que reinaba antes
de mi llegada? Así deben frasearse las consultas.
Si al príncipe renacentista le desvelaba la lealtad del Ejército, al
príncipe moderno debía preocuparle la independencia del
periodista. En los tiempos modernos el reinado no se ponía en
peligro por la conspiración de los militares, sino por el
fermento de una opinión adversa. Joly piensa que lo más
delicado en la tarea del despotismo contemporáneo es el
sometimiento de la prensa. Los órganos de la opinión son
poderosos y pueden tumbar gobiernos, pero tienen una
debilidad mortal: son aborrecidos por la gente. La prensa no
tiene defensores. Serán muchos los servicios que puede prestar
el periodismo, pero son pocos quienes se interesan en su
suerte. Nadie llora por el cierre de un diario, por la clausura de
una institución, por la asfixia de un tribunal. La sociedad
liberal, como cualquier otra, es ingrata. Las preocupaciones de
los profesores no salen del diminuto círculo de sus oyentes. El
liberalismo no genera defensores porque, si hacemos caso a lo
que dice el Diálogo…, no es más que una “civilización de
cilindros y tuberías”.

La actualización del instructivo maquiavélico se funda en la


apatía y la seducción. Joly no apostaba a la crudeza de la
censura. No había que incautar las imprentas ni enviar al
calabozo a los disidentes. Bastaba demoler las bases de la
independencia económica de los diarios. Desde el infierno,
Maquiavelo instruye tratar a los periódicos como empresas de
publicidad y corromper, desde el patrocinio, su autonomía.
Intimidar y capturar a la prensa mientras se despliega una
inagotable política de espectáculos. La gente necesita ver que su
gobierno madruga y hace cosas todo el tiempo. Buscaré, dice el
instructor, que se “comparen los actos de mi reinado con los de
los gobiernos anteriores”. Lo que importa es que se subrayen
los errores de quienes me precedieron y cultivar en el pueblo
una antipatía intensa. El gobierno, ofreciendo espectáculo de
una actividad constante, ha de ser el centro de todas las
miradas. Quien hable estará obligado a hablar mi idioma, dice
Maquiavelo desde el horno eterno.

De lo que se trata es de neutralizar a la prensa con la prensa.


“Puesto que el periodismo es una fuerza tan poderosa, ¿sabes
qué hará mi gobierno?, pregunta el malicioso personaje de Joly,
“Se hará periodista, será la encarnación del periodismo”. El
presidente: comandante supremo y jefe de Redacción. A
gobernar con palabras, con muchas palabras:
En todos los tiempos, los pueblos, al igual que los
hombres, se han contentado con palabras. Casi
invariablemente les basta con apariencias, no piden
nada más. Es posible crear instituciones ficticias
que respondan a un lenguaje y a ideas igualmente
ficticias, es imprescindible tener el talento necesario
para arrebatar a los partidos esa fraseología liberal
con que se arman para combatir al gobierno. Es
preciso saturar de ella a los pueblos hasta el
cansancio, hasta el hartazgo.7

El autócrata de hoy necesita arrebatar las armas de la


oposición. Montarse en la ola de la denuncia. Ser oposición
desde el palacio. El martillo de Joly da en el clavo. El demagogo
en el gobierno se apropia del lenguaje de la denuncia y se
desentiende de las responsabilidades del mando. Puede usar el
poder despóticamente, pero habla como si fuera una criatura
indefensa, rodeada de enemigos poderosos. Por eso se esconde
bajo las sábanas de una conspiración permanente.
Joly, dice Jean-François Revel, describió minuciosamente un
régimen particular: la “democracia desvirtuada”. El cesarismo
que usa instrumentos democráticos para demoler la
democracia.8

Pero volvamos a Marx y al ensayo en que con mayor


atención explora la dinámica del poder político. A la mitad del
siglo XIX, después de haberlo leído todo sobre la moneda, los
salarios, la inversión, el capital y las condiciones de vida de los
trabajadores, Marx se sentía harto de esos temas. A Engels le
confesaba que su investigación estaba por concluir. En unas
semanas, le decía, “habré acabado con toda esta mierda de la
economía”. Escribiré en casa. En el Museo me pondré a estudiar
otras cosas: “La economía empieza aburrirme”. La veía en esos
momentos como una ciencia atorada en Adam Smith y David
Ricardo.9
Los vericuetos de la política francesa reanimaron a un filósofo
harto de la economía. Tras el golpe del 51 le llega de Nueva
York una invitación para escribir sobre lo que sucedía en
Francia. Marx acepta enviar un artículo semanal que escribiría
como corresponsal remoto. La comisión le daba unos dólares
que mucho necesitaba en Londres, pero le ofrecía, sobre todo,
un espacio para pensar en esos eventos que rompían, de algún
modo, la plantilla materialista. El Dieciocho Brumario… es el
ensayo sobre una sorpresa.

La clave de los artículos que enviaría al semanario Die


Revolution la encontró en una carta que Engels le mandaba a su
amigo justo al día siguiente del golpe. Es notable que no
solamente se encuentra en ese mensaje la idea de la reiteración,
sino también el tono burlón. Somos testigos de una gran farsa.
Vale la pena transcribir el largo párrafo:
¿Se puede imaginar algo más divertido que esta
parodia del 18 Brumario, realizada en tiempo de
paz por el hombre más insignificante del mundo
con ayuda de soldados descontentos, sin oposición
alguna, en la medida en que ha sido posible juzgar?
¡Y cuán bellamente se han visto atrapados todos los
viejos imbéciles! ¡El zorro más astuto de toda
Francia, el viejo Thiers, y el abogado más astuto del
barreau (el foro parisino), Monsieur Dupin,
atrapados en la trampa que les tendió el buey más
famoso del siglo; capturados tan fácilmente como la
obstinada virtud republicana de Monsieur
Cavaignac y como el bravucón de Changarnier! Y
para completar el cuadro, un Parlamento a la
defensiva con Odilon Barrot como el león de
hojalata, ¡el mismo Odilon exigiendo ser arrestado
por dichas infracciones contra la Constitución pero
incapaz de marchar a Vincennes!10

Y remataba después con la idea que serviría de fanfarria


clásica:
[…] realmente parece como si el viejo Hegel guiara
la historia desde su tumba como un Espíritu
universal donde todo pudiera ser hilado
concienzudamente dos veces, la primera como gran
tragedia y la segunda como una pésima farsa.

Como se ve, El Dieciocho Brumario… es también una obra en


coautoría.

Engels le habrá dado la pista inicial, pero se equivoca al


identificar el gran mérito de ese ensayo. En el prólogo a la
tercera edición alemana, Engels ve al cronista como un hombre
que logra la demostración de su teoría en el examen del
presente. Marx descubrió la ley de la historia y en estas páginas
confirmó su solidez. Como en las ciencias naturales existe la ley
de la transformación de la energía, en la historia no hay más
que un motor: la lucha de clases. Por eso se atreve a decir
Engels que la filosofía de Marx lo mantenía libre de las
sorpresas.11 Encuentro justamente lo contrario en El Dieciocho
Brumario… El impulso de estos párrafos es el asombro ante la
política que se aparta de los deberes históricos y su gran
hallazgo es advertir la independencia (relativa, por supuesto)
de lo político.

Ilustración: Adrián Pérez


La política no es la rondana que aprieta el tornillo de la
economía. Es un espacio de símbolos, de apariencias, de relatos
y de delirios. Frente al optimismo del Manifiesto que anuncia el
avance triunfal de la Historia, El Dieciocho Brumario… entiende
el tiempo político como una comedia de enredos. El reportero
no se esclaviza a un método. Escribe como un apasionado
crítico de teatro indignado por una comedia torpe y ridícula. El
cronista toma en consideración el conflicto de intereses que
llevan a la anomalía del sobrino, pero analiza, sobre todo, el
espacio imaginario de ese conflicto, las ilusiones, los espíritus,
los temores que raptan la razón. Si Luis Bonaparte es capaz de
seducir a una nación es porque logra la invocación de un
fantasma.

El crítico de teatro no escucha lo que dicen los actores, sino lo


que ellos hacen. El periodo que analiza en su crónica está lleno
de grotescas falsedades: los constitucionalistas conspiran contra
la Constitución, quienes se dicen revolucionarios tratan de
cuidar el orden. Pasiones sin verdad, verdades sin pasión.
Resulta ahora, dice Marx, que los grandes defensores de la
república son los monarquistas.
El Dieciocho Brumario… es reconocimiento de que lo simbólico
no es nunca accesorio. Los fantasmas caminan en las calles, las
asambleas convocan a los espectros, las sombras adquieren
cuerpo. La política, como teatro que es, exige
enmascaramientos. No se comprende el juego del poder si el
observador no logra penetrar en los laberintos de la
imaginación colectiva. La peculiaridad del hombre que se hizo
emperador invocando la leyenda de su tío es que terminó
creyendo que la máscara que se había puesto era su rostro. El
charlatán se engañó a sí mismo. Enemigo de las abstracciones,
Marx pinta imágenes imborrables. De pronto resultan
escalofriantes: el sobrino se cubre el rostro con la máscara
mortuoria del tío. Forrarse la cara con la piel de un pariente
muerto. El poder es una ruta a la locura.

La parodia del pasado no puede ser sino ridícula. Luis


Bonaparte es un payaso que se toma en serio. Un solemne
entretenido con nimiedades. Un bufón convencido de que a
través de sus puntadas galopa la historia mundial. Una víctima
de su propio engaño. Bonaparte, dice Marx, quisiera aparecer
como el beneficiario patriarcal de todas las clases. Desearía
robarse a Francia para ser capaz de regalársela él mismo a
todos los franceses.

La historia se burla de los propósitos, se ríe de la imagen que


los ambiciosos tienen de sí mismos. Quienes glorificaban la
espada son ahora aplastados por ella. Los que usaban a la
policía para someter a sus enemigos ahora son vigilados por
ella. Quienes ordenaron deportaciones sin juicio ahora son
deportados sin juicio. Los censores de antes ahora son
amordazados y saqueados.

Pero Marx no solamente aborda la farsa sino también la


demencia de la política. Se refiere, por ejemplo, a lo que llama
“cretinismo parlamentario”, una enfermedad que se contagia en
todo el continente desde 1848. La describe como una
“enfermedad que aprisiona como por encantamiento a los
contagiados en un mundo imaginario, privándolos de toda
percepción, de toda memoria, de toda comprensión del rudo
mundo exterior”.12 Un trastorno que impide aquilatar la
realidad. El contagio, por supuesto, sale de los muros del
Parlamento porque el cretinismo es la enfermedad de la
política: necesitada de símbolos, suele enceguecerse con ellos.

Marx describe esa locura como un padecimiento nacional. Un


pueblo entero creyéndose impulsor de una revolución es
lanzado a la restauración de una era vieja. No hay duda de la
reversión, dice el Moro: las viejas fechas se evocan de nuevo, la
vieja cronología, los viejos nombres y edictos que hace poco
eran de interés solamente para los anticuarios son el plato
cotidiano. Cada día, una efeméride. Cada acto, un homenaje a
la historia. Todos los días el país se alimenta del recuento del
pasado y del desprecio del presente. La nación, concluía Marx,
es como ese loco del asilo que piensa que vive en tiempos de
los faraones y se angustia todos los días por lo difícil que es
trabajar en las minas de Etiopía, encerrado bajo tierra y con
una lámpara atada a la cabeza. No hay manera de sacar al loco
de su letanía: todos los días se queja del sufrimiento en las
cavernas, del látigo del capataz y de la acechanza de los
mercenarios. La política del delirio.
Jesús Silva-Herzog Márquez
Profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de
Monterrey. Su más reciente libro es La casa de la contradicción.

1 Sigo la reciente edición de El Dieciocho Brumario de Luis


Bonaparte, que ha publicado Siglo XXI y que incluye una
introducción y notas de Horacio Tarcus. Página 61.

2 Sobre este asunto, vale leer el ensayo de Terrel Carver,


“Imagery/Writing, Imagination/Politics: Reading Marx
through the Eighteenth Brumaire”, en Marx’s Eighteenth
Brumaire: (Post)Modern Interpretations, Mark Cowling y James
Martin (ed.),Pluto Press, Londres, 2002.

3
Sobre el sitio que ocupa la Revolución francesa en el
pensamiento de Marx, vale leer el trabajo de François Furet,
Marx y la Revolución francesa, Fondo de Cultura Económica,
México, 1992.
4 El comentario de Savater al libro de Joly, “Del exterminio
democrático de la democracia”, está recogido en Ética como
amor propio, Grijalbo Mondadori, Madrid, 1988.

5 “Una simple advertencia” de Joly fue firmada en Ginebra, el


15 de octubre de 1864.

6 Joly, M., ob. cit., p. 65.

7 Joly, M., ob. cit., p. 54.

8 Revel, J-F. Prólogo a Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y


Montesquieu, Muchnik Editores, p. xxi.

9 Attali, J. Karl Marx o el espíritu del mundo, Fondo de Cultura


Económica, México, pp. 156-157.

10 Citado en Tarcus, H. “Imaginarios de la revolución. Una


invitación a la lectura de El Dieciocho Brumario de Luis
Bonaparte”, p. 24.El texto es el prólogo a Karl Marx, El Dieciocho
Brumario de Luis Bonaparte, en la edición de SigloXXI que
comentamos arriba.
11 Por el conocimiento que Marx tenía de la historia y por la
fidelidad con la que seguía su propia doctrina, Marx, “jamás se
veía sorprendido por los acontecimientos”, llega a decir Engels.

12 Marx, K., ob. cit., p. 152.

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