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LA CAZA DEL CARNERO SALVAJE

HARUKI MURAKAMI
LA CAZA DEL CARNERO SALVAJE

Traducción del japonés


de Gabriel Álvarez Martínez
Capítulo primero
25 de noviembre de 1970
El pícnic de los miércoles por la tarde

Un amigo mío se enteró por casualidad mientras hojea-


ba el periódico y me llamó para comunicarme que ella había
muerto. Me leyó despacio y en voz alta la noticia, de un
solo párrafo, que aparecía en la edición matutina. Un artícu-
lo mediocre. Parecía el ejercicio de un periodista recién gra-
duado, sin experiencia.
El día tal, del mes tal, un camión conducido por fulano
atropella a mengana en una esquina del barrio tal. Zutano
está investigando el caso, pero parece que ha sido un ho-
micidio por imprudencia temeraria.
Aquello sonaba como esos breves poemas que aparecen
en las primeras páginas de las revistas.
—¿Dónde se celebrará el funeral? —le pregunté.
—No tengo ni idea —me contestó—. Para empezar, ni
siquiera sé si tenía familia.
Claro que tenía familia.
Ese mismo día llamé a la policía y pregunté si me po-
dían facilitar su dirección y número de teléfono; luego
marqué el número y pregunté cuándo se celebraría el fune-
ral. Como dijo alguien una vez: con esfuerzo, todo se sabe
en esta vida.
La vivienda se hallaba en el área de Shitamachi. Desple-
gué el mapa de Tokio y marqué con bolígrafo rojo el núme-

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ro de su casa. Era el típico barrio antiguo tokiota. Las líneas
del metro, del tren y del autobús urbano se enmarañaban y
superponían como en una telaraña que ha perdido el equili-
brio, varios canales de desagüe discurrían por un laberinto de
calles que surcaba el suelo igual que las estrías de un melón.

El día del funeral tomé un tranvía en Waseda. Me apeé


en una estación próxima a la terminal y consulté el mapa
que llevaba conmigo, pero me sirvió de bien poco, igual que
si hubiera consultado un globo terráqueo. Al final acabé
comprando varios paquetes de tabaco y preguntando varias
veces la dirección hasta dar con la vivienda.
Era una vieja casa de madera rodeada por una valla ma-
rrón. Al atravesar la puerta, a mano izquierda había un pe-
queño jardín, que, por sus dimensiones, no se sabía qué uti-
lidad tendría. En un viejo brasero de cerámica, ya inservible
y tirado en un rincón del jardín, se acumulaban quince cen-
tímetros de agua de lluvia. La tierra estaba húmeda y oscura.
El funeral fue discreto, solo acudieron los más allega-
dos, debido en parte a que ella se había fugado de casa a
los dieciséis años y jamás había vuelto. Casi todos los pre-
sentes eran familiares de edad avanzada, y presidía la cere-
monia el que debía de ser su hermano o su cuñado, que
apenas pasaba de los treinta.
Su padre era un hombre de baja estatura, de unos cin-
cuenta y cinco años, que llevaba un brazalete de luto sobre
el traje negro y permanecía prácticamente inmóvil junto a
la puerta. Su figura me recordó una ruta asfaltada tras el
paso de una riada.
En el momento de irme, agaché la cabeza en silencio
y él hizo lo mismo.


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La conocí en el otoño de 1969; yo tenía veinte años y
ella, diecisiete. Cerca de la universidad había una pequeña
cafetería en la que solía quedar con mis amigos. No tenía
nada especial, pero podías escuchar rock duro mientras to-
mabas un café infame.
Ella siempre estaba sentada en el mismo sitio y se en-
tregaba a la lectura con los codos sobre la mesa. Tenía las
manos huesudas y llevaba unas gafas que me recordaban
un aparato de ortodoncia, pero había algo en su aspecto
que la hacía parecer afable. Su café siempre estaba frío; y
el cenicero, lleno de colillas. Lo único que variaba era el
título del libro. Un día leía a Mickey Spillane, otro día a
Kenzaburō Ōe y, en otra ocasión, una antología poética de
Ginsberg. En resumidas cuentas, cualquier cosa le valía con
tal de que fuese un libro. Los estudiantes que frecuentaban
la cafetería le prestaban libros y ella los devoraba de cabo
a rabo, igual que si royera mazorcas de maíz. Como por
entonces había mucha gente que se prestaba libros, supon-
go que nunca le faltó lectura.
Aquella era también la época de los Doors, los Stones,
los Birds, Deep Purple y los Moody Blues. Se palpaba la
intensidad del ambiente y parecía que con una sola patada
fuera a desplomarse todo como un castillo de naipes.
Nosotros nos pasábamos el día bebiendo whisky barato,
practicando sexo rutinario, entablando debates inconclu-
sos, prestándonos libros. Y así, dando chasquidos, iba ba-
jando el telón de la desmañada década de los sesenta.

He olvidado cómo se llamaba.


Podría buscar el recorte de la esquela para recordarlo,
pero ahora mismo el nombre es lo de menos. He olvidado
cómo se llamaba. Eso es todo.

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A veces quedo con viejos amigos y, por azar, acabamos
hablando de ella. Ellos tampoco recuerdan su nombre. «Oye,
¿se acuerdan de aquella chica que se acostaba con todo el
mundo? ¿Cómo se llamaba? Lo he olvidado por completo.
Yo también me acosté con ella varias veces, pero... ¿Cómo
le irá? ¿Se imaginan que de repente se la encuentran por la
calle?»
Érase una vez una chica que se acostaba con todo el
mundo.
Ese era su nombre.

Si somos justos, no se acostaba con todo el mundo, por
supuesto. Debía de tener sus criterios.
Aunque, si nos atenemos a la realidad, se acostaba con
cualquier hombre en general.
En una ocasión le pregunté por pura curiosidad cuáles
eran esos criterios.
—Pues... —Estuvo meditando unos treinta segundos—. No
me acuesto con cualquiera, evidentemente. A veces pienso:
«Con este, ni hablar». Pero ¿sabes qué?, creo que, al fin y
al cabo, lo que deseo es conocer gente. O tal vez sea esa
mi forma de entender mi propio mundo.
—¿Acostándote con ellos?
—Sí.
Esta vez fui yo el que tuvo que pararse a meditar.
—Y ¿qué?... ¿Has aprendido algo?
—Alguna cosa —dijo ella.


Del invierno de 1969 al verano de 1970 apenas nos vi-
mos. La universidad fue clausurada en numerosas ocasiones

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y sufrió continuos encierros estudiantiles, y yo estaba meti-
do en mis propios problemas, al margen de todo aquello.
En el otoño de 1970, cuando me dejé caer por la cafete-
ría, la clientela había cambiado por completo y ella era la
única cara familiar. Aunque seguían poniendo rock duro, en
el ambiente ya no había la misma intensidad. Solo persistían
ella y el café infame. Me senté frente a ella y, mientras nos
tomábamos un café, charlamos sobre viejos conocidos.
La mayoría había dejado la carrera. Uno se había suici-
dado y otro había desaparecido sin dejar rastro. Estuvimos
hablando de cosas así.
—¿Qué has hecho durante el último año? —me pregun-
tó ella.
—De todo —contesté.
—¿Te has vuelto un poco más listo?
—Un poco, sí.
Y esa noche me acosté con ella por primera vez.


No sé mucho sobre su pasado. Me parece que alguien
me contó algo, pero quizá fue ella misma mientras estába-
mos en la cama. El caso es que, durante el verano del primer
año que estudiaba en el instituto, tuvo una bronca descomu-
nal con su padre y huyó de casa (y, de paso, del instituto).
Nadie sabía dónde vivía o cómo se ganaba la vida.
Se pasaba el día sentada en la cafetería donde ponían
rock tomando café, fumando constantemente y hojeando
libros a la espera de que alguien le pagase el café y el taba-
co (una cantidad de dinero que, para nosotros, en aquel
entonces, no era insignificante); alguien con quien, por lo
general, acababa acostándose.
He ahí todo lo que sé sobre ella.

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Desde el otoño de ese año hasta la primavera del año
siguiente, ella se pasaba por mi piso, en las afueras de Mi-
taka, una vez por semana, los martes por la noche. Comía
la sencilla cena que le preparaba, llenaba el cenicero de co-
lillas y hacíamos el amor mientras escuchábamos a todo
volumen un programa de rock de la FEN.* Los miércoles
por la mañana dábamos un paseo a través de una arboleda
hasta el campus de la ICU, la Universidad Católica Inter-
nacional, luego nos acercábamos al comedor y almorzába-
mos. Por la tarde, nos tomábamos un café poco cargado en
la sala de estudiantes y, si hacía buen tiempo, nos acostá-
bamos en el césped y mirábamos al cielo.
Ella lo llamaba «el pícnic de los miércoles».
—Cada vez que venimos aquí, tengo la impresión de
que vamos a hacer un pícnic de verdad.
—¿Un pícnic de verdad?
—Sí, el sitio es amplio, está todo cubierto de césped, la
gente se ve feliz...
Ella se sentó en el césped y, tras malgastar varias ceri-
llas, consiguió encender un cigarrillo.
—El sol alcanza su cénit y comienza a bajar, la gente va
y viene, el tiempo fluye como el aire. ¿A ti no te parece
que es como un pícnic?

Entonces yo tenía veintiún años y faltaban unas sema-


nas para que cumpliera los veintidós. En ese momento
había perdido la esperanza de poder graduarme, pero no
tenía ningún motivo especial para dejar la universidad.
Me pasé varios meses atrapado en una desesperante sen-

* La FEN o Far East Network era una emisora de radio y televisión diri-
gida a los militares estadounidenses de las bases japonesas, Okinawa, Filipinas
y Guam. (N. del T.)

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sación de aturdimiento, sin lograr dar un solo paso hacia
delante.
Tenía la impresión de que el mundo se movía y de que
yo era el único que se había quedado plantado en el mismo
sitio. En el otoño de 1970, mis ojos lo teñían todo de me-
lancolía; era como si todo estuviera marchitándose a mar-
chas forzadas. La luz del sol, el olor de la hierba, e incluso
el rumor de la lluvia, todo me ponía de mal humor.
Soñaba a menudo con trenes nocturnos. Siempre era el
mismo sueño: un vagón que apestaba a tabaco, a retrete y a
humanidad. Iba tan lleno que apenas quedaba sitio donde
poner los pies, y en los asientos había viejas manchas de
vómito. Incapaz de soportarlo más, me levantaba y me apea-
ba en una estación. Era un descampado yermo, sin una sola
casa habitada. Ni siquiera había empleados de estación. Ni
reloj, ni horarios, nada de nada —así era el sueño.

Creo que, durante esa época, tuvimos varias disputas.


Ahora no consigo recordar cómo ocurrió. Quizá simple-
mente me enfrentara a mí mismo. A ella no le gustó nada,
aunque (dicho con exageración) puede que hallase cierto
placer en ello. No entiendo por qué. Al final, no debía de
ser ternura lo que ella me pedía. Ahora, cada vez que lo
pienso, me siento raro. Me entristezco, como si de pronto
hubiera tocado un muro invisible suspendido en el aire.


Todavía hoy recuerdo perfectamente aquella extraña tar-
de del 25 de noviembre de 1970. Las hojas de los ginkgos,
abatidas por una fuerte lluvia, teñían de amarillo el sende-
ro que discurría por entre la arboleda, como el lecho seco
de un río. Ella y yo paseábamos con las manos hundidas

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en los bolsillos del abrigo. No se oía nada más que el ruido
de nuestros pasos sobre las hojas muertas y los agudos tri-
nos de los pájaros.
—¿En qué estás pensando? —me preguntó ella de re-
pente.
—En nada del otro mundo —dije yo.
Ella tomó la delantera, se sentó al borde del camino y se
fumó un cigarrillo. Yo me senté a su lado.
—¿Siempre tienes pesadillas?
—A menudo. Suelo soñar que las máquinas expendedo-
ras no me devuelven el cambio.
Ella se rio, colocó la palma de su mano sobre mi rodilla
y luego la apartó.
—Me parece que no tienes muchas ganas de hablar, ¿no?
—Es que no sé cómo expresarlo.
Tiró el cigarrillo a medio fumar al suelo y lo aplastó cui-
dadosamente con la zapatilla de deporte.
—Eso es porque las cosas que uno realmente quiere con-
tar siempre son difíciles de expresar, ¿no crees?
—No sé —dije yo.
Dos pájaros alzaron el vuelo con un aleteo y desapare-
cieron tragados por el cielo despejado. Nosotros nos los que-
damos observando en silencio durante un rato hasta que de-
jamos de verlos. Luego, ella dibujó con una ramita seca unas
figuras indescifrables en el suelo.
—A veces, cuando duermo contigo, me pongo muy triste.
—Pues lo siento —dije yo.
—No es culpa tuya. Ni de que pienses en otra cuando
hacemos el amor. Eso es lo de menos. Yo... —En ese instan-
te dejó de hablar y, lentamente, trazó tres líneas paralelas
en la tierra—. No lo entiendo.
—No quiero cerrar mi corazón —dije yo tras un breve
silencio—. Pero es que no consigo entender qué me pasa.

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Hay cosas que me gustaría comprender en su justa medida.
Tampoco quiero exagerar, ni fingir que no pasa nada. Ne-
cesito tiempo.
—¿Cuánto tiempo?
Yo sacudí la cabeza.
—No lo sé. Quizás un año o quizá diez.
Ella tiró la ramita al suelo, se levantó y se sacudió las
briznas pegadas al abrigo.
—Dime, ¿diez años no te parecen una eternidad?
—La verdad es que sí —contesté.

Atravesamos el bosque hasta llegar al campus de la ICU


y, como siempre, nos sentamos en la sala de estudiantes a
comer un pancho. Eran las dos de la tarde y la televisión
no dejaba de transmitir, una y otra vez, imágenes de Yukio
Mishima. El volumen debía de estar estropeado porque
apenas se oía, pero, en todo caso, a los dos nos traía sin
cuidado. Al terminarnos el pancho nos bebimos otro café.
Un estudiante subido a una silla estuvo manoseando el
mando del volumen durante un rato hasta que se cansó, se
bajó y desapareció.
—Quiero acostarme contigo —dije yo.
—De acuerdo —contestó, y sonrió.
Con las manos metidas en los bolsillos del abrigo, ca-
minamos sin prisa hacia mi piso.

Cuando de pronto me desperté, ella lloraba callada-


mente. Sus hombros menudos se sacudían bajo la manta.
Encendí la estufa y miré el reloj: las dos de la madrugada.
Una luna blanquísima pendía en el cielo.
Esperé a que dejase de llorar, puse agua a hervir, metí
unas bolsitas de té y nos lo bebimos juntos. Té negro ca-
liente, sin azúcar, ni limón ni leche. A continuación encen-

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dí dos cigarrillos y le ofrecí uno. Ella aspiró el humo y lo
expulsó; a la tercera calada, le entró un ataque de tos.
—Dime, ¿alguna vez has querido matarme? —me pre-
guntó.
—¿A ti?
—Sí.
—¿Por qué me lo preguntas?
Ella se frotó los párpados con la punta de los dedos
mientras sujetaba el cigarrillo con los labios.
—Porque sí.
—Pues no —dije yo.
—¿En serio?
—En serio. ¿Por qué querría matarte?
—Ya —asintió ella, con desgano—. Simplemente se me
ocurrió que no estaría mal que alguien me matara. Mien-
tras duermo plácidamente.
—Yo no voy por ahí matando a la gente.
—¿Ah, no?
—Eso creo.
Ella se rio y aplastó el cigarrillo en el cenicero, bebió
de un trago lo que quedaba de té y, después, encendió otro
cigarrillo.
—Voy a vivir hasta los veinticinco —dijo ella—. Luego me
moriré.

Se murió en julio de 1978, a los veintiséis años.

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