Adviento 2do. Dom-B
Adviento 2do. Dom-B
Adviento 2do. Dom-B
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
DEL MISAL MENSUAL
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SAN JERÓNIMO Y SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
FRANCISCO – Ángelus 2014, 2017 y 2020
BENEDICTO XVI – Ángelus 2005, 2008 y 2011
DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos
RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
FLUVIUM (www.fluvium.org)
PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
Fr. Fausto BAILO (Toronto, Canadá) (www.evangeli.net)
EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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DEL MISAL MENSUAL
DIOS SÍ DA LA CARA
Is 40, 1-5. 9-11; 2 Pe 3, 8-14; Mc 1, 1-18
Juan Bautista, lo mismo que Isaías, fueron figuras proféticas que consolaron y animaron a unos
oyentes pasmados por la desesperanza y el sufrimiento. El profeta que tradicionalmente ha sido
llamado Segundo Isaías sabe de lo que está hablando. Dios mostrará su gloria. El tiempo sombrío del
exilio y la opresión en Babilonia llegará a su fin en semanas. No hay lugar para la aflicción, sino para
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la esperanza. El profeta entendió que su misión era consolar y animar a sus hermanos, atrapados en
el pantano del destierro. El profeta del Jordán también está cierto que Dios ofrece una segunda
oportunidad a Israel. Ese mundo nuevo se cimentará en el interior de cada persona que reconozca su
adicción al mal, confiese sus pecados, reciba el bautismo y se comprometa a dejarse guiar por el
auxilio de Dios. Jesús, el enviado de Dios, está llegando.
ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Is 30, 19.30
Pueblo de Sión, mira que el Señor va a venir para salvar a todas las naciones y dejará oír la
majestad de su voz para alegría de tu corazón.
ORACIÓN COLECTA
Dios omnipotente y misericordioso, haz que ninguna ocupación terrena sirva de obstáculo a quienes
van presurosos al encuentro de tu Hijo, antes bien, que el aprendizaje de la sabiduría celestial, nos
lleve a gozar de su presencia. Él, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios
por los siglos de los siglos.
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Preparen el camino del Señor.
Del libro del profeta Isaías: 40, 1-5. 9-11
“Consuelen, consuelen a mi pueblo, dice nuestro Dios. Hablen al corazón de Jerusalén y díganle a
gritos que ya terminó el tiempo de su servidumbre y que ya ha satisfecho por sus iniquidades, porque
ya ha recibido de manos del Señor castigo doble por todos sus pecados”.
Una voz clama: “Preparen el camino del Señor en el desierto, construyan en el páramo una calzada
para nuestro Dios. Que todo valle se eleve, que todo monte y colina se rebajen; que lo torcido se
enderece y lo escabroso se allane. Entonces se revelará la gloria del Señor y todos los hombres la
verán”. Así ha hablado la boca del Señor.
Sube a lo alto del monte, mensajero de buenas nuevas para Sión; alza con fuerza la voz, tú que
anuncias noticias alegres a Jerusalén. Alza la voz y no temas; anuncia a los ciudadanos de Judá:
“Aquí está su Dios. Aquí llega el Señor, lleno de poder, el que con su brazo lo domina todo. El
premio de su victoria lo acompaña y sus trofeos lo anteceden. Como pastor apacentará su rebaño;
llevará en sus brazos a los corderitos recién nacidos y atenderá solícito a sus madres”.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 84, 9ab-10.1l-12.13-14.
R/. Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos al Salvador.
Escucharé las palabras del Señor, palabras de paz para su pueblo santo. Está ya cerca nuestra
salvación y la gloria del Señor habitará en la tierra. R/.
La misericordia y la verdad se encontraron, la justicia y la paz se besaron, la fidelidad brotó en la
tierra y la justicia vino del cielo. R/.
Cuando el Señor nos muestre su bondad, nuestra tierra producirá su fruto. La justicia le abrirá
camino al Señor e irá siguiendo sus pisadas. R/.
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SEGUNDA LECTURA
Esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva.
De la segunda carta del apóstol san Pedro: 3, 8-14
Queridos hermanos: No olviden que para el Señor, un día es como mil años y mil años, como un día.
No es que el Señor se tarde, como algunos suponen, en cumplir su promesa, sino que les tiene a
ustedes mucha paciencia, pues no quiere que nadie perezca, sino que todos se arrepientan.
El día del Señor llegará como los ladrones. Entonces los cielos desaparecerán con gran estrépito, los
elementos serán destruidos por el fuego y perecerá la tierra con todo lo que hay en ella.
Puesto que todo va a ser destruido, piensen con cuánta santidad y entrega deben vivir ustedes
esperando y apresurando el advenimiento del día del Señor, cuando desaparecerán los cielos,
consumidos por el fuego, y se derretirán los elementos.
Pero nosotros confiamos en la promesa del Señor y esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en
que habite la justicia. Por lo tanto, queridos hermanos, apoyados en esta esperanza, pongan todo su
empeño en que el Señor los halle en paz con él, sin mancha ni reproche.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Lc 3, 4. 6
R/. Aleluya, aleluya.
Preparen el camino del Señor, hagan rectos sus senderos, y todos los hombres verán la salvación de
Dios. R/.
EVANGELIO
Enderecen los senderos del Señor.
+ Del santo Evangelio según san Marcos: 1, 1-8
Este es el principio del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. En el libro del profeta Isaías está
escrito:
He aquí que yo envío a mi mensajero delante de ti, a preparar tu camino. Voz del que clama en el
desierto: “Preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos”.
En cumplimiento de esto, apareció en el desierto Juan el Bautista predicando un bautismo de
conversión, para el perdón de los pecados. A él acudían de toda la comarca de Judea y muchos
habitantes de Jerusalén; reconocían sus pecados y él los bautizaba en el Jordán.
Juan usaba un vestido de pelo de camello, ceñido con un cinturón de cuero y se alimentaba de
saltamontes y miel silvestre. Proclamaba: “Ya viene detrás de mí uno que es más poderoso que yo,
uno ante quien no merezco ni siquiera inclinarme para desatarle la correa de sus sandalias. Yo los he
bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo”.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Que te sean agradables, Señor, nuestras humildes súplicas y ofrendas, y puesto que no tenemos
méritos en qué apoyarnos, nos socorra el poderoso auxilio de tu benevolencia. Por Jesucristo, nuestro
Señor.
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consolación de Israel, es la “voz” del Consolador que llega (Jn 1,23; cfr Is 40,1-3)» (Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 719).
En la segunda parte del oráculo, la voz anónima pide al profeta que hable en nombre del
Señor (vv. 6-8). Los proyectos meramente humanos tienen una vigencia limitada, sólo la palabra de
Dios permanece. Seguramente hay en esa voz una alusión al poder de Babilonia, que pasa como «flor
silvestre» cuando «sopla el aliento del Señor», porque se había alzado contra la bondad de Dios. En
el mensaje que ha de transmitir al pueblo se habla de confianza en el poder de Dios, que no llega
para devastar sino para cuidar amorosamente y recompensar al pueblo que está a su cuidado (vv. 9-
11). Aparece por primera vez la imagen del «rebaño» referida al pueblo de Dios, una de las varias
figuras utilizadas en la Sagrada Escritura para expresar la atención amorosa de Dios a su pueblo (cfr
Jr 23,3; Ez 34,1ss.; Sal 23,4) y que la tradición cristiana utiliza para exponer el misterio de la Iglesia:
«La Iglesia, en efecto, es el redil cuya puerta única y necesaria es Cristo (Jn 10,1-10). Es también el
rebaño cuyo pastor será el mismo Dios, como Él mismo anunció (cfr Is 40,11; Ez 34,11-31). Aunque
son pastores humanos quienes gobiernan a las ovejas, sin embargo, es Cristo mismo el que sin cesar
las guía y alimenta; Él, el Buen Pastor y Cabeza de los pastores (cfr Jn 10,11; 1 P 5,4), que dio su
vida por las ovejas (cfr Jn 10,11-15)» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 6).
No tarda el Señor (2 Pe 3,8-14)
2ª lectura
El autor sagrado reprocha a los falsos maestros su falta de fe y enseña que las cosas no son
iguales desde el comienzo. Acaba de decir que Dios llevó a cabo la creación con su Palabra y por ella
envió el castigo del diluvio, provocando una profunda transformación en el universo (cf. 2 Pe 3,5-6).
Por tanto, hay que creer que también por su Palabra la creación entera sufrirá el cambio profundo que
dé origen a «unos cielos nuevos y una tierra nueva» (cfr vv. 7.10; 3,12-13). Además, el tiempo es
muy relativo frente a la eternidad de Dios (v. 8), y si Dios retrasa el momento final es por su
misericordia, porque quiere que todos los hombres se salven (v. 9; cfr 1 Tm 2,4; Rm 11,22). Una
cosa es cierta: hay que mantenerse vigilantes, porque el día del Señor vendrá sin previo aviso (v. 10;
cfr Mc 13,32-36). «Como no sabemos el día ni la hora, es necesario, según la amonestación del
Señor, que velemos constantemente para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (cfr
Hb 9,27), merezcamos entrar con Él a las bodas y ser contados entre los elegidos (cfr Mt 25,31-46), y
no se nos mande, como a siervos malos y perezosos (cfr Mt 25,26), ir al fuego eterno (cfr Mt 25,41)»
(Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 48).
La consideración del fin del mundo y de la Parusía del Señor fundamenta la exhortación
moral de los vv. 11-14. «Al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después del
Juicio Final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y alma, y el mismo
universo será renovado. (...) La Sagrada Escritura llama “cielos nuevos y tierra nueva” a esta
renovación misteriosa que trasformará la humanidad y el mundo» (Catecismo de la Iglesia Católica,
nn. 1042-1043). El cristiano ha de aguardar esos hechos no con miedo, sino con esperanza (vv. 12-
14). Al mismo tiempo esta espera no puede inducirle a desentenderse de las realidades humanas: «La
espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta
tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo
del siglo nuevo» (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, n. 39).
Comienzo del Evangelio (Mc 1,1-8)
Evangelio
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El versículo inicial viene a ser como el pórtico de todo el Evangelio según San Marcos: Jesús
de Nazaret es el Mesías («Jesucristo») y también «Hijo de Dios»; con Él llega el momento de la
salvación («comienzo») ya que Él mismo es la buena noticia de la salvación («Evangelio»).
La palabra «Evangelio» indica el feliz anuncio, la buena nueva que Dios comunica a los
hombres por medio de su Hijo. En este sentido, la frase «Evangelio de Jesucristo» (v. 1) se refiere al
mensaje que Él ha anunciado a los hombres de parte del Padre. Pero el contenido de la buena nueva
es, en primer lugar, el mismo Jesucristo, sus palabras y sus obras: «Jesús mismo, Evangelio de Dios
(cfr Mc 1,1; Rm 1,1-3), ha sido el primero y el más grande evangelizador. Lo ha sido hasta el final,
hasta la perfección, hasta el sacrificio de su existencia terrena» (Pablo VI, Evangelii nuntiandi, n. 7).
Los Apóstoles, enviados por Cristo, dieron testimonio a judíos y gentiles, por medio de la
predicación oral, de la muerte y resurrección de Jesús como cumplimiento de las profecías del
Antiguo Testamento, y éste era su Evangelio (cfr 1 Co 15,4). Los Apóstoles y otros varones
apostólicos, movidos por el Espíritu Santo, pusieron por escrito parte de esta predicación en los
evangelios. De este modo, por la Sagrada Escritura y la Tradición apostólica, la voz de Cristo se
perpetúa por todos los siglos y se hace oír en todas las generaciones y en todos los pueblos.
San Juan Bautista es presentado –con una cita de los profetas y también por sus acciones de
signo profético– como el nexo de continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento: es el último
de los Profetas y el primero de los testigos de Cristo. Tal vez el evangelista menciona a Isaías por ser
el profeta más importante en el anuncio de los tiempos mesiánicos, pero la cita (vv. 2-3) comienza
recogiendo unas palabras de Ml 3,1, seguidas por las de Is 40,3. En todo caso, este texto señala que
el Antiguo Testamento, si se entiende a la luz de Jesucristo, es Evangelio: «El Evangelio se refiere en
primer lugar a aquel que es cabeza de todo el cuerpo de los salvados, es decir, a Cristo Jesús. (...) El
comienzo del Evangelio (...) se refiere a todo el Antiguo Testamento, del que Juan es figura, o a la
conexión existente entre el Nuevo y el Antiguo Testamento, cuya parte final está representada
precisamente por Juan. (...) Por eso me pregunto por qué los herejes atribuyen los dos Testamentos a
dos dioses distintos» (Orígenes, Commentaria in Ioannem 1,13,79-82).
La descripción de la vida sobria del Bautista (vv. 4-6) es acorde con el contenido de su
predicación: es necesaria una purificación para recibir al Mesías. La grandeza de Jesús como Mesías
la señala Juan cuando no se considera digno de desatarle la correa de las sandalias (v. 7). Si se tiene
presente que esta acción se consideraba tan humillante que estaba prohibido exigirla a un esclavo
judío, se comprende mejor la expresividad de las palabras del Bautista.
De Juan, el evangelista recuerda, sobre todo, su predicación. El Bautista «predicaba» (cfr v.
4) un bautismo de penitencia, y «predicaba» la llegada de Jesús como alguien «más poderoso que
yo» (v. 7), cuyo bautismo será en «el Espíritu Santo». En efecto, el bautismo de Juan suponía
reconocer la propia condición de pecador –«confesando sus pecados» (v. 5)–, puesto que tal rito
significaba precisamente eso. Esta confesión de los pecados es distinta del sacramento cristiano de la
Penitencia. Sin embargo, era agradable a Dios al ser signo de arrepentimiento interior y estar
acompañada de frutos dignos de penitencia (Mt 3,7-10; Lc 3,7-9): «El bautismo de Juan no consistió
tanto en el perdón de los pecados como en ser un bautismo de penitencia con miras a la remisión de
los pecados, es decir, la que tendría que venir después por medio de la santificación de Cristo. (...)
No puede llamarse bautismo perfecto sino en virtud de la cruz y de la resurrección de Cristo» (S.
Jerónimo, Contra luciferianos 7).
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cometió adulterio con ella en su corazón. «Está escrito en la ley, dice Jesús, no cometerás adulterio».
Este es el cinturón que se ciñe a los lomos. «Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer
deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón». Este es el cinturón de oro, que se ciñe al
pecho.
Llevaba un vestido de pelos de camello y «comía langostas y miel silvestre». La langosta es
un animal pequeño, intermedio entre las aves y los reptiles, pues no despega de tierra lo suficiente;
aunque se eleva un poco, salta más bien que vuela, e incluso, cuando se ha elevado un poco de tierra,
cae de nuevo al suelo, al fallarle las alas. Así también, la ley parecía alejarse un poco del error de la
idolatría, mas no era capaz de volar al cielo. Nunca se habla en la ley del reino de los cielos. ¿Queréis
saber por qué el reino de los cielos sólo se predica en el Evangelio? «Haced penitencia, dice, porque
está cerca el reino de los cielos». Así, pues, la ley elevaba un poco a los hombres de tierra, pero no
podía llevarlos al cielo. «Donde esté el cuerpo, allí se reunirán las águilas». Esto respecto a las
langostas.
También comía miel, no de la cultivada, sino de la silvestre, entre las fieras, entre las bestias;
no en casa, no en la Iglesia, sino fuera de la Iglesia. En la ley llegaba a su fin la miel silvestre, de ahí
que nunca hallemos escrito que la miel haya sido ofrecida en los sacrificios. Tal vez alguien se
sorprenda y diga: ¿Por qué, siendo ofrecidos a Dios en sacrificio el aceite, la harina, el carnero, el
cordero, la sangre de los animales, y demás cosas, sólo la miel no es ofrecida? En definitiva, ¿qué
dice la Escritura? Todo lo que se ofrezca en sacrificio, ofrézcase sazonado con sal. «Que vuestra
conversación esté sazonada con sal». La miel no se ofrece en absoluto. Y todo lo que haya tocado —
se dice—, será impuro. La miel es signo del placer y la sensualidad: el placer conduce siempre a la
muerte y no agrada nunca a Dios. Cuanto consigo trae dulzura no se ofrece a Dios en sacrificio. La
miel es ciertamente dulce por sí misma y, por despertar con su dulzura los sentidos, se equipara al
placer, a la pasión, a la lascivia. Cierto que la miel procede de las flores, que surgen por doquier, pero
si te fijas bien, entre las mismas flores hay cadáveres, podredumbre y cosas semejantes... Por tanto, la
miel no sólo procede de las flores, sino también de todo lo voluptuoso. Parece ciertamente agradable,
más si sabes discernir el peligro, es en realidad mortal. ¿Por qué he dicho esto? Porque en la ley
estaban los comienzos, mientras que en el Evangelio está la perfección.
Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo, y no soy digno de desatarle, inclinándome, la
correa de sus sandalias. Aquí aparece claramente un signo de humildad; es como decir: no soy digno
siquiera de ser su siervo. Pero en estas sencillas palabras se nos revela otro misterio. Leemos en el
Éxodo, en el Deuteronomio y en el libro de Ruth que cuando alguien se negaba a tomar por mujer a la
viuda de su hermano, quien le seguía en orden de parentesco, ante los jueces y los ancianos le decía: a
ti te corresponde el matrimonio, tú eres quien debe tomarla por mujer. Si se negaba, la misma a quien
no quería tomar por esposa le quitaba su sandalia, le golpeaba en la cara y le escupía. De este modo
podía ya casarse con el otro. Esto se hacía para pública deshonra —interpretando de momento el texto
al pie de la letra— a fin de que si alguien fuera a rechazar a una mujer especialmente por ser pobre, el
miedo a esta pública deshonra le hiciera desistir. Por tanto, aquí se nos revela el sacerdocio. Juan
mismo dice: «el que tiene a la esposa es el esposo». Él tiene por esposa a la Iglesia, yo soy
simplemente el amigo del esposo: no puedo, siguiendo la ley, desatar la correa de su sandalia, porque
él no ha rechazado a la Iglesia por esposa.
Yo os bautizo con agua, yo soy un servidor, él es el Creador y el Señor. Yo os ofrezco agua.
Yo, que soy criatura, ofrezco una criatura; él, que es increado, da al increado. Yo os bautizo con agua,
ofrezco lo que se ve; él lo que no se ve. Yo, que soy visible, doy agua visible; él, que es invisible, da
el Espíritu invisible.
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Juan predica ahora por vez primera lo que jamás habían oído los judíos ni de boca de sus profetas ni
de otro alguno.
Juan pregona con voz clara el reino de los cielos, y ya no se habla para nada de la tierra. Por
reino de los cielos hay que entender el advenimiento de Cristo, tanto el primero como el segundo. –
¿A qué le vas con eso a los judíos, que ni te entienden lo que dices? Podría objetarle alguno, –
Justamente les hablo así –contesta Juan– porque la misma obscuridad de mis palabras los despierte y
vayan a buscar a quien yo les predico. Lo cierto es que de tal modo levantó las esperanzas de sus
oyentes, que hasta los soldados y los publicanos (recaudadores de impuestos) le iban a preguntar qué
tenían que hacer y cómo tenían que gobernar su vida. Señal de que se desprendían ya de las cosas
mundanas, de que miraban otras más altas y que presentían lo que iba a venir. Todo, en efecto, lo que
veían y oían, era para levantarlos a pensar altamente.
3. Considerad, si no, la impresión que había de producir contemplar a un hombre de treinta
años que venía del desierto, hijo que era de un sumo sacerdote, que jamás necesitó de nada humano,
que en todo su porte infundía respeto y que llevaba consigo al profeta Isaías. El profeta, en efecto,
estaba también allí pregonando a voces: “Éste es el que yo dije que había de venir gritando, y que
con clara voz había de predicarlo todo por el desierto”. Y es así que era tal el empeño de los profetas
por las cosas de nuestra salvación, que no se contentaron con anunciar con mucha anticipación al
Señor que nos venía a salvar, sino al mismo que le había de servir; y no sólo le nombran a él, sino
que señalan el lugar en que había de morar, la manera cómo al venir había de predicar y enseñar y el
bien que de su predicación resultaría.
Mirad, si no, cómo el profeta y el Bautista vienen a parar a los mismos pensamientos, aunque
se valen de distintas palabras. El profeta había dicho que Juan vendría diciendo: Preparad el camino
del Señor, haced derechas sus sendas5. Y Juan, de hecho, venido, dijo: Haced frutos dignos del
arrepentimiento. Lo que vale tanto como: Preparad el camino del Señor. ¿Veis cómo por lo que
había dicho el profeta y por lo que él mismo predicó, resultaba evidente que Juan sólo vino para ir
delante preparando el camino, pero no para dar la gracia, es decir, el perdón de los pecados? No, su
misión era preparar de antemano las almas para que recibieran al Dios del universo.
Lucas es aún más explícito, pues no se contentó con citar el comienzo de la profecía, sino que
la transcribió íntegra: Todo barranco será terraplenado y todo monte y collado será abajado. Y lo
torcido será camino recto, y lo áspero senda llana. Y verá toda carne la salvación de Dios 6. Ya veis
cómo el profeta lo dijo todo anticipadamente: el concurso del pueblo, el mejoramiento de las cosas,
la facilidad de la predicación, la causa de todos esos acontecimientos, si bien todo lo puso
figuradamente, pues ése es el estilo de la profecía. En efecto, cuando dice: Todo barranco será
terraplenado y todo monte y collado será abajado, y los caminos ásperos serán senda llana, nos da a
entender que los humildes serán exaltados, y los soberbios humillados, y la dificultad de la ley se
cambiará en la facilidad de la fe. “Basta ya –viene a decir– de sudores y trabajos; gracia más bien y
perdón de los pecados, que nos dará grande facilidad para nuestra salvación”.
Luego nos da la causa de todo esto, diciendo: Y verá toda carne la salvación de Dios. No ya
no sólo los judíos y sus prosélitos, sino toda la tierra y el mar y toda la humana naturaleza. Porque
por “lo torcido” el profeta quiso significar toda vida humana corrompida: publicanos, rameras,
ladrones, magos; todos los cuales, extraviados antes, entraron luego por la senda derecha. El Señor
mismo lo dijo: Los publicanos y rameras se os adelantan en el reino de Dios 7, porque creyeron. Lo
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Is 40, 3
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Lc 3, 5-6; Is 40, 4-5
7
Mt 21, 31
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mismo indicó el profeta por otras palabras, diciendo: Entonces pacerán juntos lobos y corderos 8. Y,
efectivamente, como en un pasaje por los barrancos y collados significa la diferencia de costumbres
que había de fundirse en la igualdad de un solo amor a la sabiduría; así, en éste, por estos contrarios
animales, indica igualmente los varios caracteres de los hombres que habían de unirse en la armonía
única de la religión.
Y también aquí da la razón: Porque habrá –dice– quien se levante a imperar sobre las
naciones y en Él esperarán los pueblos9. Lo mismo que había dicho antes: Y verá toda carne la
salvación de Dios. Y en uno y otro pasaje se nos manifiesta que la virtud y conocimiento del
Evangelio se extendería hasta los últimos confines de la tierra, cambiando la fiereza y dureza de las
costumbres del género humano en la mayor mansedumbre y blandura.
Ahora bien, Juan llevaba un vestido de pelos de camello, y un cinturón de piel sobre sus
lomos. Ya veis cómo unas cosas las predijeron los profetas; pero otras las dejaron que las contaran
los evangelistas. Así, Mateo, por una parte, cita las profecías, y por otra añade lo suyo por su cuenta.
Y aquí no tuvo por cosa secundaria decirnos cómo vestía este santo.
4. Realmente, tenía que ser maravilloso y sorprendente contemplar tanta resistencia en un
cuerpo humano, y esto era lo que más atraía a los judíos. Ellos veían en Juan al gran Elías, y lo que
tenían entonces ante sus ojos les traía a la memoria a aquel santo de tiempos pretéritos y hasta les
admiraba más éste que el otro. Porque Elías al cabo vivía en las ciudades y bajo techo; pero Juan
desde la cuna se había pasado la vida entera en el desierto. Y es que, como precursor de quien tantas
cosas antiguas venía a destruir: el trabajo, la maldición, la tristeza, el sudor, tenía que llevar en sí
mismo algunas señales de este don divino y estar por encima de la maldición primera del paraíso.
Así, Juan, ni aró la tierra, ni abrió surcos en ella, ni comió el pan con el sudor de su frente. La mesa
la tenía siempre puesta; aún era más fácil que su mesa su vestido, y más que su vestido su casa, y es
que no necesitaba ni de techo, ni de lecho, ni de mesa, ni de nada semejante, sino que llevaba, en
carne humana, una especie de vida de ángel.
Por ello llevaba también un manto de pelos, enseñando por sola su figura a apartarse de las
cosas humanas y a no tener nada de común con la tierra, sino volver a aquella primera nobleza en
que se hallara Adán antes de que necesitara de mantos y vestidos. De esta manera, la figura misma de
Juan era un símbolo del reino de Dios y de la penitencia. (…)
–Mas ¿por qué –me diréis– usaba Juan de ceñidor del vestido? –Esa era la costumbre de los
antiguos antes de introducirse la moda blanda y afeminada actual. Así por lo menos aparece ceñido
Pedro, e igualmente Pablo: Al hombre –dice el texto sagrado– cuyo es este ceñidor...10 Así vestía
Elías, así cada uno de aquellos antiguos santos, no sólo porque estaban en actividad continua, ora de
camino, ora en otra cualquiera obra necesaria; sino también porque pisoteaban todo ornato de sus
personas y se abrazaban con todo género de asperezas. Este fue uno de los mayores motivos de la
alabanza que Cristo tributó a Juan cuando dijo: ¿Qué salisteis a ver en el desierto: A un hombre
vestido de ropas delicadas? Los que llevan ropas delicadas moran en los palacios de los reyes11.
5. Pues si tan áspera vida llevaba Juan Bautista–él tan puro, más brillante que el cielo, el más
grande de los profetas, el mayor de los nacidos de mujer–, si él, que tan grande confianza podía
tener, hasta tal extremo despreciaba toda molicie y se abrazaba con una vida tan dura, ¿qué excusa
8
Is 65, 25
9
Is 11, 10
10
Hch 21, 11
11
Lc 7, 25
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tendremos nosotros, que, después de recibir tan grande beneficio, cargados como vamos de
incontables pecados, no imitamos ni una mínima parte de su penitencia? ¡Nosotros, que andamos
borrachos y ahítos y oliendo a perfumes; que apenas si nos diferenciamos en cosa de esas mujeres
perdidas del teatro; que por todas partes nos emblandecemos, y nos hacemos así presa fácil del
demonio!
Entonces salió hacia él toda la Judea y Jerusalén y toda la región del Jordán, y se hacían
bautizar por él en el río, confesando sus pecados. ¿Ves la fuerza que tuvo el advenimiento del
profeta, cómo levantó en vilo al pueblo entero, cómo les hizo pensar en sus pecados? A la verdad,
cosa de maravilla era ver a un simple hombre que tales muestras daba de sí, con qué libertad hablaba,
cómo los dominaba a todos cual si fueran niños, qué gracia, en fin, irradiaba de su mismo rostro.
Hubo también de contribuir a la impresión que apareciera un profeta después de tanto tiempo.
Faltaba, en efecto, entre ellos el carisma profético, y volvía ahora después de siglos. La forma misma
de su predicación era nueva y sorprendente. No oían de Juan lo que estaban acostumbrados a oír de
los profetas: guerras, y batallas y victorias de acá abajo, hambres y pestes, babilonios y persas, toma
de la ciudad y cosas por el estilo. Juan hablaba sólo de los cielos, y del reino de los cielos, y de los
castigos del infierno. Por eso, no obstante hacer tan poco que habían sido pasados a cuchillo todos
los que se habían retirado al desierto a las órdenes de Judas y Teudas, no es la gente menos diligente
en acudir allí a la llamada de Juan. Bien es cierto que tampoco los llamaba con los mismos fines: la
tiranía, la sedición y la revolución. Él quería sólo guiarlos hacia el reino de arriba. De ahí que
tampoco los retenía consigo en el desierto: los bautizaba, les daba las enseñanzas de una divina
filosofía y los despedía. Y cifra de su enseñanza era siempre despreciar las cosas de la tierra y
levantarse y apresurarse en cada momento por las venideras.
Imitemos también nosotros a Juan, apartémonos de la disolución y la embriaguez,
convirtámonos a una vida recogida. He aquí venido el tiempo de la confesión o penitencia tanto para
los catecúmenos como para los bautizados; para los unos, a fin de que por la penitencia se hagan
dignos de los divinos misterios; para los otros, a fin de que, lavadas las manchas contraídas después
del bautismo, se acerquen con limpia conciencia a la mesa sagrada. Apartémonos, pues, de esa vida
muelle y disoluta. Porque no, no son compatibles la confesión y la disolución. Bien nos lo puede
enseñar Juan con su vestido, con su alimento, con su vivienda.
–Pues qué –me diréis–. ¿Es que nos mandas ese rigor de vida? –No os lo mando, sólo os lo
aconsejo, sólo os exhorto a ello. Y si ello es para vosotros imposible, haced penitencia aun siguiendo
en las ciudades. El último juicio está llamando a las puertas. Y, si está aún lejos, no por ello puede
nadie estar confiado. El fin de la vida de cada uno equivale al fin del mundo para quien es llamado a
dar cuenta a Dios. Más que está realmente llamando a la puerta, oye a Pablo, que dice: La noche ha
pasado y el día está cercano12. Y otra vez: El que ha de venir vendrá, y no tardará 13. Realmente los
signos que han de llamar, como quien dice, a este día ya se han cumplido: Se predicará–dice el
Señor–este Evangelio del reino en todo el mundo para testimonio a todas las naciones, y entonces
vendrá el fin14.
6. Atended con cuidado a lo que dijo el Señor. No dijo: Cuando el Evangelio haya sido creído
por todos los hombres, sino: Cuando haya sido predicado en todo el mundo. Por eso dijo también:
Para testimonio de las naciones, con lo que nos da a entender que no ha de esperar, para venir, a que
12
Rm 13, 12
13
Hb 10, 37
14
Mt 24, 14
13
Domingo II de Adviento (B)
todos abracen la fe. Para testimonio, en efecto, vale tanto como para acusación, para prueba, para
condenación de los que no hubieren creído.
Más nosotros, no obstante oír y ver estas cosas, seguimos durmiendo y viendo sueños, como
cargados de embriaguez en la noche más profunda. Y es así que las cosas presentes, buenas o malas,
no se diferencian nada de los sueños. Por eso, yo os exhorto a que os despertéis ya y levantéis los
ojos al sol de justicia. Nadie que duerma puede contemplar al sol ni recrear sus ojos con la belleza de
sus rayos. Todo lo que ve lo ve como entre sueños. Necesitamos, pues, de mucha penitencia y de
muchas lágrimas, primero porque pecamos sin remordimiento; segundo, porque nuestros pecados
son tan grandes, que no merecerían perdón. Y que no miento, testigos son muchos de los que me
están oyendo. Sin embargo, aunque no merecerían perdón, arrepintámonos y seremos coronados.
Y notad que llamo arrepentirse, no sólo al apartarse del mal pasado, sino–lo que es mejor–
practicar en adelante el bien. Haced –dice Juan– frutos dignos del arrepentimiento, ¿Cómo los
haremos? Practicando acciones contrarias a las del pecado. ¿Has robado lo ajeno? Da ahora hasta lo
tuyo. ¿Has vivido largo tiempo deshonestamente? Abstente ahora, en determinados días, hasta de tu
propia mujer. Practica la continencia. ¿Has insultado, has tal vez herido o golpeado a los que pasaban
a tu lado? Bendice ahora a los que te insulten a ti, haz bien a los que te hieran. No basta para nuestra
salud que nos arranquemos el dardo; hay que aplicar también a la herida los convenientes remedios.
¿Te has dado a la gula y a la embriaguez el tiempo pasado? Ayuna y bebe ahora agua. Atiende a
extirpar el daño que de ahí te ha venido. ¿Miraste con ojos intemperantes la belleza ajena? No mires
ya en absoluto a mujer alguna, y así estarás más seguro.
Apártate de lo malo –dice el profeta– y haz el bien15. Y otra vez: Cese tu lengua en el mal y
tus labios no pronuncien engaño16. Pues dinos qué bien es ése: Busca la paz y persíguela; la paz,
digo, no sólo con los hombres, sino con Dios. Y dijo bien el salmista: Persíguela. Porque la paz ha
sido arrojada, ha sido desterrada, y, dejando la tierra, se ha marchado al cielo. De allí, sin embargo,
podemos, si queremos, hacerla volver nuevamente. Basta que echemos de nosotros la soberbia y
arrogancia y cuanto a la paz se opone y nos abracemos con la vida sobria y humilde. Nada hay peor
que la ira y la audacia. Esta es la que hace a los hombres al mismo tiempo soberbios y viles; por lo
uno nos convierte en seres ridículos, por lo otro, en hombres odiosos. Son dos contrarios males los
que lleva consigo: la altanería y la adulación. Más, si nosotros cortamos todo exceso de la pasión,
seremos humildes con perfección y elevados con seguridad. En nuestros cuerpos, de los excesos se
originan las destemplanzas, y, cuando los elementos traspasan sus propios términos y llegan a la
desmesura, vienen las enfermedades sin número y las muertes desastradas. Lo mismo es fácil ver que
acontece en nuestras almas.
(Obras de San Juan Crisóstomo, homilía 10, 2-6, BAC Madrid 1956 (II), pp. 182-95)
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FRANCISCO – Ángelus 2014, 2017 y 2020
Ángelus 2014
En la consolación es el Espíritu Santo el protagonista
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
15
Sal 36, 27
16
Sal 33, 14
14
Domingo II de Adviento (B)
Este domingo marca la segunda etapa del tiempo de Adviento, un período estupendo que
despierta en nosotros la espera del regreso de Cristo y la memoria de su venida histórica. La liturgia
de hoy nos presenta un mensaje lleno de esperanza. Es la invitación del Señor expresado por boca del
profeta Isaías: «Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios» (40, 1). Con estas palabras se
abre el Libro de la consolación, donde el profeta dirige al pueblo en exilio el anuncio gozoso de la
liberación. El tiempo de la tribulación ha terminado; el pueblo de Israel puede mirar con confianza
hacia el futuro: le espera finalmente el regreso a la patria. Por ello la invitación es dejarse consolar
por el Señor.
Isaías se dirige a gente que atravesó un período oscuro, que sufrió una prueba muy dura; pero
ahora llegó el tiempo de la consolación. La tristeza y el miedo pueden dejar espacio a la alegría,
porque el Señor mismo guiará a su pueblo por la senda de la liberación y de la salvación. ¿De qué
modo hará todo esto? Con la solicitud y la ternura de un pastor que se ocupa de su rebaño. Él, en
efecto, dará unidad y seguridad al rebaño, lo apacentará, reunirá en su redil seguro a las ovejas
dispersas, reservará atención especial a las más frágiles y débiles (cf. v. 11). Esta es la actitud de
Dios hacia nosotros, sus criaturas. Por ello el profeta invita a quien le escucha —incluidos nosotros,
hoy— a difundir entre el pueblo este mensaje de esperanza: que el Señor nos consuela. Y dejar
espacio a la consolación que viene del Señor.
Pero no podemos ser mensajeros de la consolación de Dios si nosotros no experimentamos en
primer lugar la alegría de ser consolados y amados por Él. Esto sucede especialmente cuando
escuchamos su Palabra, el Evangelio, que tenemos que llevar en el bolsillo: ¡no olvidéis esto! El
Evangelio en el bolsillo o en la cartera, para leerlo continuamente. Y esto nos trae consolación:
cuando permanecemos en oración silenciosa en su presencia, cuando lo encontramos en la Eucaristía
o en el sacramento del perdón. Todo esto nos consuela.
Dejemos ahora que la invitación de Isaías —«Consolad, consolad a mi pueblo»— resuene en
nuestro corazón en este tiempo de Adviento. Hoy se necesitan personas que sean testigos de la
misericordia y de la ternura del Señor, que sacude a los resignados, reanima a los desanimados. Él
enciende el fuego de la esperanza. ¡Él enciende el fuego de la esperanza! No nosotros. Muchas
situaciones requieren nuestro testimonio de consolación. Ser personas gozosas, que consuelan.
Pienso en quienes están oprimidos por sufrimientos, injusticias y abusos; en quienes son esclavos del
dinero, del poder, del éxito, de la mundanidad. ¡Pobrecillos! Tienen consolaciones maquilladas, no la
verdadera consolación del Señor. Todos estamos llamados a consolar a nuestros hermanos,
testimoniando que sólo Dios puede eliminar las causas de los dramas existenciales y espirituales. ¡Él
puede hacerlo! ¡Es poderoso!
El mensaje de Isaías, que resuena en este segundo domingo de Adviento, es un bálsamo sobre
nuestras heridas y un estímulo para preparar con compromiso el camino del Señor. El profeta, en
efecto, habla hoy a nuestro corazón para decirnos que Dios olvida nuestros pecados y nos consuela.
Si nosotros nos encomendamos a Él con corazón humilde y arrepentido, Él derrumbará los muros del
mal, llenará los vacíos de nuestras omisiones, allanará las dosis de soberbia y vanidad y abrirá el
camino del encuentro con Él. Es curioso, pero muchas veces tenemos miedo a la consolación, de ser
consolados. Es más, nos sentimos más seguros en la tristeza y en la desolación. ¿Sabéis por qué?
Porque en la tristeza nos sentimos casi protagonistas. En cambio, en la consolación es el Espíritu
Santo el protagonista. Es Él quien nos consuela, es Él quien nos da la valentía de salir de nosotros
mismos. Es Él quien nos conduce a la fuente de toda consolación auténtica, es decir, al Padre. Y esto
es la conversión. Por favor, dejaos consolar por el Señor. ¡Dejaos consolar por el Señor!
15
Domingo II de Adviento (B)
La Virgen María es la «senda» que Dios mismo se preparó para venir al mundo. Confiamos a
ella la esperanza de salvación y de paz de todos los hombres y las mujeres de nuestro tiempo.
***
Ángelus 2017
Preparar la venida del Señor con cuidado y felicidad
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El domingo pasado empezamos el Adviento con la invitación a vigilar; hoy, segundo
domingo de este tiempo de preparación a la Navidad, la liturgia nos indica los contenidos propios: es
un tiempo para reconocer los vacíos para colmar en nuestra vida, para allanar las asperezas del
orgullo y dejar espacio a Jesús que viene.
El profeta Isaías se dirige al pueblo anunciando el final del exilio en Babilonia y el regreso a
Jerusalén. Él profetiza: «Una voz clama: “En el desierto abrid camino a Yahveh. […]. Que todo valle
sea elevado”» (40, 3). Los valles para elevar representan todos los vacíos de nuestro comportamiento
ante Dios, todos nuestros pecados de omisión. Un vacío en nuestra vida puede ser el hecho de que no
rezamos o rezamos poco. El Adviento es entonces el momento favorable para rezar con más
intensidad, para reservar a la vida espiritual el puesto importante que le corresponde. Otro vacío
podría ser la falta de caridad hacia el prójimo, sobre todo, hacia las personas más necesitadas de
ayuda no solo material, sino también espiritual. Estamos llamados a prestar más atención a las
necesidades de los otros, más cercanos. Como Juan Bautista, de este modo podemos abrir caminos de
esperanza en el desierto de los corazones áridos de tantas personas. «Y todo monte y cerro sea
rebajado» (v. 4), exhorta aún Isaías. Los montes y los cerros que deben ser rebajados son el orgullo,
la soberbia, la prepotencia. Donde hay orgullo, donde hay prepotencia, donde hay soberbia no puede
entrar el Señor porque ese corazón está lleno de orgullo, de prepotencia, de soberbia. Por esto,
debemos rebajar este orgullo. Debemos asumir actitudes de mansedumbre y de humildad, sin gritar,
escuchar, hablar con mansedumbre y así preparar la venida de nuestro Salvador, Él que es manso y
humilde de corazón (cf. Mateo 11, 29). Después se nos pide que eliminemos todos los obstáculos que
ponemos a nuestra unión con el Señor: «¡Vuélvase lo escabroso llano, y las breñas planicie! Se
revelará la gloria de Yahveh —dice Isaías— y toda criatura a una la verá (Isaías 40, 4-5). Estas
acciones, sin embargo, se cumplen con alegría, porque están encaminadas a la preparación de la
llegada de Jesús. Cuando esperamos en casa la visita de una persona querida, preparamos todo con
cuidado y felicidad. Del mismo modo queremos prepararnos para la venida del Señor: esperarlo cada
día con diligencia, para ser colmados de su gracia cuando venga.
El Salvador que esperamos es capaz de transformar nuestra vida con su gracia, con la fuerza
del Espíritu Santo, con la fuerza del amor. En efecto, el Espíritu Santo infunde en nuestros corazones
el amor de Dios, fuente inagotable de purificación, de vida nueva y de libertad. La Virgen María
vivió en plenitud esta realidad, dejándose «bautizar» por el Espíritu Santo que la inundó de su poder.
Que Ella, que preparó la venida del Cristo con la totalidad de su existencia, nos ayude a seguir su
ejemplo y guíe nuestros pasos al encuentro con el Señor que viene.
***
Ángelus 2020
La conversión es una gracia de Dios
16
Domingo II de Adviento (B)
El Evangelio de este domingo (Mc 1, 1-8) presenta la figura y la obra de Juan el Bautista, que
señaló a sus contemporáneos un itinerario de fe similar al que el Adviento nos propone a nosotros,
que nos preparamos para recibir al Señor en Navidad. Este itinerario de fe es un itinerario
de conversión. ¿Qué significa la palabra “conversión”? En la Biblia quiere decir, ante todo, cambiar
de dirección y orientación; y, por tanto, cambiar nuestra manera de pensar. En la vida moral y
espiritual, convertirse significa pasar del mal al bien, del pecado al amor de Dios. Esto es lo que
enseñaba el Bautista, que en el desierto de Judea proclamaba «un bautismo de conversión para
perdón de los pecados» (v. 4). Recibir el bautismo era un signo externo y visible de la conversión de
quienes escuchaban su predicación y decidían hacer penitencia. Ese bautismo tenía lugar con la
inmersión en el Jordán, en el agua, pero resultaba inútil, era solamente un signo y resultaba inútil sin
la voluntad de arrepentirse y cambiar de vida.
La conversión implica el dolor de los pecados cometidos, el deseo de liberarse de ellos, el
propósito de excluirlos para siempre de la propia vida. Para excluir el pecado, hay que rechazar
también todo lo que está relacionado con él, las cosas que están ligadas al pecado y, esto es, hay que
rechazar la mentalidad mundana, el apego excesivo a las comodidades, el apego excesivo al placer,
al bienestar, a las riquezas. El ejemplo de este desapego nos lo ofrece una vez más el Evangelio de
hoy en la figura de Juan el Bautista: un hombre austero, que renuncia a lo superfluo y busca lo
esencial. Este es el primer aspecto de la conversión: desapego del pecado y de la mundanidad.
Comenzar un camino de desapego hacia estas cosas.
El otro aspecto de la conversión es el fin del camino, es decir, la búsqueda de Dios y de su
reino. Desapego de las cosas mundanas y búsqueda de Dios y de su reino. El abandono de las
comodidades y la mentalidad mundana no es un fin en sí mismo, no es una ascesis solo para hacer
penitencia; el cristiano no hace “el faquir”. Es otra cosa. El desapego no es un fin en sí mismo, sino
que tiene como objetivo lograr algo más grande, es decir, el reino de Dios, la comunión con Dios, la
amistad con Dios. Pero esto no es fácil, porque son muchas las ataduras que nos mantienen cerca del
pecado, y no es fácil… La tentación siempre te tira hacia abajo, te abate, y así las ataduras que nos
mantienen cercanos al pecado: inconstancia, desánimo, malicia, mal ambiente y malos ejemplos. A
veces el impulso que sentimos hacia el Señor es demasiado débil y parece casi como si Dios callara;
nos parecen lejanas e irreales sus promesas de consolación, como la imagen del pastor diligente y
solícito, que resuena hoy en la lectura de Isaías (cf. Is 40,1.11). Y entonces sentimos la tentación de
decir que es imposible convertirse de verdad. ¿Cuántas veces hemos sentido este desánimo? “¡No, no
puedo hacerlo! Lo empiezo un poco y luego vuelvo atrás”. Y esto es malo. Pero es posible, es
posible. Cuando tengas esa idea de desanimarte, no te quedes ahí, porque son arenas movedizas: son
arenas movedizas: las arenas movedizas de una existencia mediocre. La mediocridad es esto. ¿Qué se
puede hacer en estos casos, cuando quisieras seguir pero sientes que no puedes? En primer lugar,
recordar que la conversión es una gracia: nadie puede convertirse con sus propias fuerzas. Es una
gracia que te da el Señor, y que, por tanto, hay que pedir a Dios con fuerza, pedirle a Dios que nos
convierta Él, que verdaderamente podamos convertirnos, en la medida en que nos abrimos a la
belleza, la bondad, la ternura de Dios. Pensad en la ternura de Dios. Dios no es un padre terrible, un
padre malo, no. Es tierno, nos ama tanto, como el Buen Pastor, que busca la última de su rebaño. Es
amor, y la conversión es esto: una gracia de Dios. Tú empieza a caminar, porque es Él quien te
mueve a caminar, y verás cómo llega. Reza, camina y siempre darás un paso adelante.
Que María Santísima, a quien pasado mañana celebraremos como la Inmaculada Concepción,
nos ayude a desprendernos cada vez más del pecado y de la mundanidad, para abrirnos a Dios, a su
palabra, a su amor que regenera y salva.
17
Domingo II de Adviento (B)
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BENEDICTO XVI – Ángelus 2005, 2008 y 2011
2005
La Virgen es ejemplo para el creyente que vive buscando a Dios
Queridos hermanos y hermanas:
En este tiempo de Adviento la comunidad eclesial, mientras se prepara para celebrar el gran
misterio de la Encarnación, está invitada a redescubrir y profundizar su relación personal con Dios.
La palabra latina “adventus” se refiere a la venida de Cristo y pone en primer plano el
movimiento de Dios hacia la humanidad, al que cada uno está llamado a responder con la apertura, la
espera, la búsqueda y la adhesión. Y al igual que Dios es soberanamente libre al revelarse y
entregarse, porque sólo lo mueve el amor, también la persona humana es libre al dar su asentimiento,
aunque tenga la obligación de darlo: Dios espera una respuesta de amor. Durante estos días la liturgia
nos presenta como modelo perfecto de esa respuesta a la Virgen María, a quien el próximo 8 de
diciembre contemplaremos en el misterio de la Inmaculada Concepción.
La Virgen, que permaneció a la escucha, siempre dispuesta a cumplir la voluntad del Señor,
es ejemplo para el creyente que vive buscando a Dios. A este tema, así como a la relación entre
verdad y libertad, el concilio Vaticano II dedicó una reflexión atenta. En particular, los padres
conciliares aprobaron, hace exactamente cuarenta años, una Declaración concerniente a la cuestión
de la libertad religiosa, es decir, al derecho de las personas y de las comunidades a poder buscar la
verdad y profesar libremente su fe. Las primeras palabras, que dan el título a este documento, son
“Dignitatis humanae”: la libertad religiosa deriva de la singular dignidad del hombre que, entre
todas las criaturas de esta tierra, es la única capaz de entablar una relación libre y consciente con su
Creador. “Todos los hombres –dice el Concilio–, conforme a su dignidad, por ser personas, es decir,
dotados de razón y voluntad libre, (...) se ven impulsados, por su misma naturaleza, a buscar la
verdad y, además, tienen la obligación moral de hacerlo, sobre todo la verdad religiosa” (Dignitatis
humanae, 2).
El Vaticano II reafirma así la doctrina católica tradicional, según la cual el hombre, en cuanto
criatura espiritual, puede conocer la verdad y, por tanto, tiene el deber y el derecho de buscarla (cf.
ib., 3). Puesto este fundamento, el Concilio insiste ampliamente en la libertad religiosa, que debe
garantizarse tanto a las personas como a las comunidades, respetando las legítimas exigencias del
orden público. Y esta enseñanza conciliar, después de cuarenta años, sigue siendo de gran actualidad.
En efecto, la libertad religiosa está lejos de ser asegurada efectivamente por doquier: en algunos
casos se la niega por motivos religiosos o ideológicos; otras veces, aunque se la reconoce
teóricamente, es obstaculizada de hecho por el poder político o, de manera más solapada, por el
predominio cultural del agnosticismo y del relativismo.
Oremos para que todos los hombres puedan realizar plenamente la vocación religiosa que
llevan inscrita en su ser. Que María nos ayude a reconocer en el rostro del Niño de Belén, concebido
en su seno virginal, al divino Redentor, que vino al mundo para revelarnos el rostro auténtico de
Dios.
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2008
Creer en Dios y comprometerse en la construcción de su Reino
18
Domingo II de Adviento (B)
19
Domingo II de Adviento (B)
figura muy ascética: vestido de piel de camello, se nutre de langostas y miel silvestre, que encuentra
en el desierto de Judea (cfr Mc 1,6). Jesús mismo, una vez, lo contrapone a aquellos que “están en los
palacios del rey” y que “visten con lujo” (Mt 11,8). El estilo de Juan Bautista debería llamar a todos
los cristianos a optar por la sobriedad como estilo de vida, especialmente en preparación de la fiesta
de Navidad, en la que el Señor –como diría san Pablo– “de rico que era, se hizo pobre por vosotros,
para que vosotros os hicierais ricos por medio de su pobreza” (2 Cor 8,9).
Por lo que se refiere a la misión de Juan, fue un llamamiento extraordinario a la conversión:
su bautismo “está vinculado a un llamamiento ardiente a una nueva forma de pensar y actuar, está
vinculado sobre todo al anuncio del juicio de Dios” (Jesús de Nazaret, I, Madrid 2007, p. 36) y de la
inminente aparición del Mesías, definido como “aquél que es más fuerte que yo” y que “bautizará en
Espíritu Santo” (Mc 1,7.8). La llamada de Juan va por tanto más allá y más en profundidad respecto
a la sobriedad del estilo de vida: llama a un cambio interior, a partir del reconocimiento y de la
confesión del propio pecado. Mientras nos preparamos a la Navidad, es importante que entremos en
nosotros mismos y hagamos un examen sincero de nuestra vida. Dejémonos iluminar por un rayo de
la luz que proviene de Belén, la luz de Aquél que es “el más Grande” y se ha hecho pequeño, “el más
Fuerte” y se ha hecho débil.
Los cuatro evangelistas describen la predicación de Juan Bautista refiriéndose a un pasaje del
profeta Isaías: “Una voz grita: «En el desierto preparad el camino al Señor, allanad en la estepa una
calzada para nuestro Dios»” (Is 40,3). Marcos inserta también una cita de otro profeta, Malaquías,
que dice: “Mira, envío mi mensajero delante de ti, el que ha de preparar tu camino” (Mc 1,2;
cfr Mal 3,1). Estas alusiones a las Escrituras del Antiguo Testamento “hablan de la intervención
salvadora de Dios, que sale de lo inescrutable para juzgar y salvar; a É hay que abrirle la puerta,
prepararle el camino” (Jesús de Nazaret, I, p. 37).
A la materna intercesión de María, Virgen de la espera, confiamos nuestro camino al
encuentro del Señor que viene, mientras proseguimos nuestro itinerario de Adviento para preparar en
nuestro corazón y en nuestra vida la venida del Emmanuel, el Dios-con-nosotros.
_________________________
DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
II y III domingo de Adviento
87. En los tres ciclos, los textos evangélicos del II y III domingo de Adviento, están
dominados por la figura de san Juan Bautista. No sólo, el Bautista es, también con frecuencia, el
protagonista de los pasajes evangélicos del Leccionario ferial en las semanas que siguen a estos
domingos. Además, todos los pasajes evangélicos de los días 19, 21, 23 y 24 de diciembre atienden a
los acontecimientos que circundan el nacimiento de Juan. Por último, la celebración del Bautismo de
Jesús por mano de Juan cierra todo el ciclo de la Navidad. Todo lo que aquí se dice tiene como
finalidad ayudar al homileta en todas las ocasiones en las que el texto bíblico evidencia la figura de
Juan Bautista.
88. Orígenes, teólogo maestro del siglo III, ha constatado un esquema que expresa un gran
misterio: independientemente del tiempo de su Venida, Jesús ha sido precedido, en aquella Venida,
por Juan Bautista (Homilía sobre Lucas, IV, 6). De suyo, ha sucedido que desde el seno materno,
Juan saltó para anunciar la presencia del Señor. En el desierto, junto al Jordán, la predicación de Juan
20
Domingo II de Adviento (B)
anunció a Aquél que tenía que venir después de él. Cuando lo bautizó en el Jordán, los cielos se
abrieron, el Espíritu Santo descendió sobre Jesús en forma visible y una voz desde el cielo lo
proclamaba el Hijo amado del Padre. La muerte de Juan fue interpretada por Jesús como la señal
para dirigirse resolutivamente hacia Jerusalén, donde sabía que le esperaba la muerte. Juan es el
último y el más grande de todos los profetas; tras él, llega y actúa para nuestra salvación Aquél que
fue preanunciado por todos los profetas.
89. El Verbo divino, que en un tiempo se hizo carne en Palestina, llega a todas las
generaciones de creyentes cristianos. Juan precedió la venida de Jesús en la historia y también
precede su venida entre nosotros. En la comunión de los santos, Juan está presente en nuestras
asambleas de estos días, nos anuncia al que está por venir y nos exhorta al arrepentimiento. Por esto,
todos los días en Laudes, la Iglesia recita el Cántico que Zacarías, el padre de Juan, entonó en su
nacimiento: «Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar
sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de sus pecados» (Lc 1,76-77).
90. El homileta debería asegurarse que el pueblo cristiano, como componente de la
preparación a la doble venida del Señor, escuche las invitaciones constantes de Juan al
arrepentimiento, manifestadas de modo particular en los Evangelios del II y III domingo de
Adviento. Pero no oímos la voz de Juan sólo en los pasajes del Evangelio; las voces de todos los
profetas de Israel se concentran en la suya. «Él es Elías, el que tenía que venir, con tal que queráis
admitirlo» (Mt 11,14). Se podría también decir, al respecto de todas las primeras lecturas en los
ciclos de estos domingos, que él es Isaías, Baruc y Sofonías. Todos los oráculos proféticos
proclamados en la asamblea litúrgica de este tiempo son para la Iglesia un eco de la voz de Juan que
prepara, aquí y ahora, el camino al Señor. Estamos preparados para la Venida del Hijo del Hombre
en la gloria y majestad del último día. Estamos preparados para la Fiesta de la Navidad de este año.
91. Por ejemplo, cada asamblea en la que vienen proclamadas las Escrituras es la «Jerusalén»
del texto del profeta Baruc (II domingo C): «Jerusalén, despójate de tu vestido de luto y aflicción y
viste las galas perpetuas de la gloria que Dios te da». Este es un profeta que nos invita a una
preparación precisa y nos llama a la conversión: «Envuélvete en el manto de la justicia de Dios y
ponte a la cabeza la diadema de la gloria perpetua». En la Iglesia vivirá el Verbo hecho carne, por
esta razón a ella van dirigidas las palabras: «Ponte en pie Jerusalén, sube a la altura, mira hacia
Oriente y contempla a tus hijos, reunidos de Oriente a Occidente, a la voz del Espíritu, gozosos,
porque Dios se acuerda de ti».
92. En estos domingos se leen diversas profecías mesiánicas clásicas de Isaías. «Brotará un
renuevo del tronco de Jesé, un vástago florecerá de su raíz» (Is 11,1; II domingo A). El anuncio se
cumple en el Nacimiento de Jesús. Otro año: «Una voz grita: “En el desierto preparadle un camino al
Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios”» (Is 40,3; II domingo B). Los cuatro
evangelistas reconocen el cumplimiento de estas palabras en la predicación de Juan en el desierto. En
el mismo Isaías se lee: «Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos juntos – ha hablado la boca
del Señor –» (Is 40,5). Esto se dice del último día. Esto se dice de la Fiesta de Navidad.
93. Es impresionante cómo en las diversas ocasiones en las que Juan Bautista aparece en el
Evangelio se repite con frecuencia el núcleo de su mensaje sobre Jesús: «Yo os he bautizado con
agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo» (Mc 1,8; II domingo B). El Bautismo de Jesús en el
Espíritu Santo es la conexión directa entre los textos a los que nos hemos referido hasta ahora y el
centro hacia el que este Directorio atrae la atención, es decir, el Misterio Pascual, que se ha cumplido
en Pentecostés con la venida del Espíritu Santo sobre todos los que creen en Cristo. El Misterio
Pascual viene preparado por la Venida del Hijo Unigénito engendrado en la carne y sus infinitas
21
Domingo II de Adviento (B)
riquezas serán posteriormente desveladas en el último día. Del niño nacido en un establo y del que
vendrá sobre las nubes, Isaías dice: «Sobre él se posará el espíritu del Señor» (Is 11,2; II domingo
A); y también, recurriendo a las palabras que el mismo Jesús declarará cumplidas en sí mismo: «El
espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena
noticia a los que sufren» (Is 61,1; III domingo B. Cf. Lc 4,16-21).
94. El Leccionario del tiempo de Adviento es, de hecho, un conjunto de textos del Antiguo
Testamento que convencen y que, de modo misterioso, encuentran su cumplimiento en la Venida del
Hijo de Dios en la carne. Como siempre, el homileta puede recurrir a la poesía de los profetas para
describir a los cristianos aquellos misterios en los que ellos mismos son introducidos a través de las
Celebraciones Litúrgicas. Cristo viene continuamente y las dimensiones de su venida son múltiples.
Ha venido. Volverá de nuevo en gloria. Viene en Navidad. Viene ya ahora, en cada Eucaristía
celebrada a lo largo del Adviento. A todas estas dimensiones se les puede aplicar la fuerza poética de
los profetas: «Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará» (Is
35,4; III domingo A). «No temas Sión, no desfallezcan tus manos. El Señor tu Dios, en medio de ti,
es un guerrero que salva» (Sof 3,16-17; III domingo C). «Consolad, consolad a mi pueblo, dice
vuestro Dios; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle: que se ha cumplido su servicio, y está pagado
su crimen» (Is 40,1-2; II domingo B).
***
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713. Los rasgos del Mesías se revelan sobre todo en los Cantos del Siervo (cf. Is 42, 1-9; cf. Mt 12,
18-21; Jn 1, 32-34; después Is 49, 1-6; cf. Mt 3, 17; Lc 2, 32, y en fin Is 50, 4-10 y 52, 13-53, 12).
Estos cantos anuncian el sentido de la Pasión de Jesús, e indican así cómo enviará el Espíritu Santo
para vivificar a la multitud: no desde fuera, sino desposándose con nuestra “condición de esclavos”
(Flp 2, 7). Tomando sobre sí nuestra muerte, puede comunicarnos su propio Espíritu de vida.
714. Por eso Cristo inaugura el anuncio de la Buena Nueva haciendo suyo este pasaje de Isaías (Lc 4,
18-19; cf. Is 61, 1-2):
El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ha ungido.
Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva,
a proclamar la liberación a los cautivos
y la vista a los ciegos,
para dar la libertad a los oprimidos
y proclamar un año de gracia del Señor.
715. Los textos proféticos que se refieren directamente al envío del Espíritu Santo son oráculos en
los que Dios habla al corazón de su Pueblo en el lenguaje de la Promesa, con los acentos del “amor y
de la fidelidad” (cf. Ez. 11, 19; 36, 25-28; 37, 1-14; Jr 31, 31-34; y Jl 3, 1-5, cuyo cumplimiento
proclamará San Pedro la mañana de Pentecostés, cf. Hch 2, 17-21).Según estas promesas, en los
“últimos tiempos”, el Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres grabando en ellos una
Ley nueva; reunirá y reconciliará a los pueblos dispersos y divididos; transformará la primera
creación y Dios habitará en ella con los hombres en la paz.
716. El Pueblo de los “pobres” (cf. So 2, 3; Sal 22, 27; 34, 3; Is 49, 13; 61, 1; etc.), los humildes y
los mansos, totalmente entregados a los designios misteriosos de Dios, los que esperan la justicia, no
de los hombres sino del Mesías, todo esto es, finalmente, la gran obra de la Misión escondida del
Espíritu Santo durante el tiempo de las Promesas para preparar la venida de Cristo. Esta es la calidad
de corazón del Pueblo, purificado e iluminado por el Espíritu, que se expresa en los Salmos. En estos
pobres, el Espíritu prepara para el Señor “un pueblo bien dispuesto” (cf. Lc 1, 17).
722. El Espíritu Santo preparó a María con su gracia. Convenía que fuese “llena de gracia” la madre
de Aquél en quien “reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente” (Col 2, 9). Ella fue
concebida sin pecado, por pura gracia, como la más humilde de todas las criaturas, la más capaz de
acoger el don inefable del Omnipotente. Con justa razón, el ángel Gabriel la saluda como la “Hija de
Sión”: “Alégrate” (cf. So 3, 14; Za 2, 14). Cuando ella lleva en sí al Hijo eterno, es la acción de
gracias de todo el Pueblo de Dios, y por tanto de la Iglesia, esa acción de gracias que ella eleva en su
cántico al Padre en el Espíritu Santo (cf. Lc 1, 46-55).
La misión de Juan Bautista
523. San Juan Bautista es el precursor (cf. Hch 13, 24) inmediato del Señor, enviado para prepararle
el camino (cf. Mt 3, 3). “Profeta del Altísimo” (Lc 1, 76), sobrepasa a todos los profetas (cf. Lc 7,
26), de los que es el último (cf.Mt 11, 13), e inaugura el Evangelio (cf. Hch 1, 22;Lc 16,16); desde el
seno de su madre ( cf. Lc 1,41) saluda la venida de Cristo y encuentra su alegría en ser “el amigo del
esposo” (Jn 3, 29) a quien señala como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,
29). Precediendo a Jesús “con el espíritu y el poder de Elías” (Lc 1, 17), da testimonio de él mediante
su predicación, su bautismo de conversión y finalmente con su martirio (cf. Mc 6, 17-29).
IV. EL ESPIRITU DE CRISTO EN LA PLENITUD DE LOS TIEMPOS
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Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios ... en la
esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción ... Pues sabemos que la creación
entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que
poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el
rescate de nuestro cuerpo (Rm 8, 19-23).
1047. Así pues, el universo visible también está destinado a ser transformado, “a fin de que el mundo
mismo restaurado a su primitivo estado, ya sin ningún obstáculo esté al servicio de los justos”,
participando en su glorificación en Jesucristo resucitado (San Ireneo, haer. 5, 32, 1).
1048. “Ignoramos el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad, y no sabemos cómo
se transformará el universo. Ciertamente, la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa,
pero se nos enseña que Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la
justicia y cuya bienaventuranza llenará y superará todos los deseos de paz que se levantan en los
corazones de los hombres” (GS 39, 1).
1049. “No obstante, la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la
preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que
puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir
cuidadosamente el progreso terreno del crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en
la medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de
Dios” (GS 39, 2).
1050. “Todos estos frutos buenos de nuestra naturaleza y de nuestra diligencia, tras haberlos
propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y según su mandato, los encontramos después de
nuevo, limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados cuando Cristo entregue al Padre el reino
eterno y universal” (GS 39, 3; cf. LG 2). Dios será entonces “todo en todos” (1 Co 15, 22), en la vida
eterna:
La vida subsistente y verdadera es el Padre que, por el Hijo y en el Espíritu Santo, derrama sobre
todos sin excepción los dones celestiales. Gracias a su misericordia, nosotros también, hombres,
hemos recibido la promesa indefectible de la vida eterna (San Cirilo de Jerusalén, catech. ill. 18, 29).
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Una voz en el desierto
En el Evangelio se insiste en este aserto de Juan el Bautista: «Una voz grita en el desierto:
Preparad el camino del Señor».
Desierto es una palabra que habla poderosamente hoya nuestra conciencia, tanto colectiva
como personal. Casi el 33% de la superficie terrestre está ocupada por el desierto. Y la proporción
está en un pavoroso aumento a causa del fenómeno de la desertización. Cada año centenares de miles
de hectáreas de terreno cultivable se transforman en desierto. Es uno de los fenómenos más
inquietantes a nivel mundial. Cerca de 135 millones de personas han sido retiradas de su sede natural
en los últimos años por el desierto que avanza.
Pero, yo no estoy aquí, naturalmente, para hablaros de desiertos o de desertización. Si he
hecho referencia al fenómeno es porque existe un otro desierto: no fuera sino dentro de nosotros; no
en las afueras de nuestras ciudades, sino dentro de ellas. Existe otra desertización, que avanza
implacablemente, haciendo tierra quemada, y también ésta no fuera sino dentro de nosotros,
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que venir aparece en verdad poco a poco siempre más imposible (quien lo haya visto, vuelva a
pensar en el bellísimo Esperando a Godot de Samuel Beckett).
«El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos
ha dado» (Romanos 5,5).
El amor es la única «lluvia» que puede parar la progresiva «desertización» espiritual de
nuestro planeta, y el Evangelio no es otra cosa que esto: el anuncio del amor de Dios para con
nosotros y entre nosotros. La Navidad misma, ¿qué es? «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su
Hijo único...» (Juan 3, 16). La prueba de que Dios nos ama. Si por cualquier cataclismo, decía san
Agustín, todas las Biblias del mundo fueran destruidas y no quedara más que una copia; y si incluso
esta copia estuviese tan echada a perder que quedase sana sólo una página; y si de esta página
quedase sólo una línea aún legible; y bien si esta línea es aquélla en donde se dice: «Dios es amor»,
estaría salvada toda la Biblia, porque todo está contenido allí.
¿Qué aporta este gran amor de Dios a nuestras necesidades cotidianas? Nosotros advertimos
la falta de amor en nuestras relaciones humanas (entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre
amigos, entre parientes); menos, en la relación con Dios. Pero, ambas cosas no existen sin relación
entre sí. Si un río grande se seca, todos los canales adyacentes, que recogían agua de él para regar, se
secan. Por el contrario, si está repleto, también los riachuelos y canales están llenos. Si cortamos [el
amor] fuera de su fuente, que es el amor de Dios, todos los otros amores sufren.
Este mensaje más que nunca es actual y necesario en el mundo de hoy. Nuestra civilización,
toda ella dominada por la técnica, tiene necesidad de un corazón para que el hombre pueda
sobrevivir en ella. Incluso, muchos no creyentes están convencidos que debemos darle más espacio a
las «razones del corazón», si queremos evitar que la humanidad aboque en una era glaciar. La
humanidad entera sufre de «insuficiencia cardíaca». Hubo un tiempo en que la sociedad sufría por
falta de conocimiento, de espíritu crítico, de racionalidad, no por falta de generosidad, de corazón y
de credulidad. Como reacción, tuvo lugar el Iluminismo, esto es, la exaltación de la razón y de sus
«laces». Hoy sucede al revés: lo que falta no son el espíritu crítico y los conocimientos técnicos. De
éstos tenemos a disposición una gran mole, de tal manera que no sabemos cómo gestionarlos. Más
que de luces, tenemos necesidad de calor. Una de las modernas idolatrías es la idolatría del «IQ»,
esto es, del «coeficiente de inteligencia». Se han puesto al día numerosos métodos para medirlo,
aunque si bien hasta ahora, por suerte, son tenidos todos ellos en buena parte inatendibles. Por lo
demás, no se tiene en cuenta el «coeficiente del corazón» de las personas. Y precisamente es la
dureza del corazón la que crea los desiertos de los que estamos hablando.
Sin embargo, junto a estos signos negativos, debemos registrar también un hecho animador,
que nos permite hacer triunfar «las razones de la esperanza». Si nuestra sociedad asemeja tan
frecuentemente a un desierto, sin embargo, es verdad que en este desierto el Espíritu está haciendo
florecer muchas iniciativas como otros tantos oasis. En muchos países se han desarrollado en estos
años decenas y decenas de asociaciones, que tienen la finalidad de romper el aislamiento, de acoger a
tantas voces que «gritan en el desierto» de nuestras ciudades. Tienen nombres distintos: «el teléfono
de la esperanza», «la voz amiga», «la mano tendida», «el teléfono amigo», «el teléfono verde», «el
teléfono azul». Millones y millones de telefonadas al año. Son voces de personas solas, desesperadas,
presas de problemas más grandes que ellos. No buscan dinero (éste no pasa a través del hilo del
teléfono), sino otra cosa: una voz amiga, una razón de esperanza, alguno con quien comunicarse.
Desde el otro lado del hilo, hay millones de voluntarios que escuchan, buscan dar un poco de calor
humano y, si son creyentes, de ayudar a las personas a rezar, a ponerse en contacto con Dios, que
frecuentemente es lo que les ayuda más.
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Como recordamos, Juan, el hijo de Zacarías e Isabel, prima de la Santísima Virgen, había
sido “tocado” por el Espíritu Santo desde el vientre de su madre: Y cuando oyó Isabel el saludo de
María, el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando en voz
alta, dijo:
–Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto
bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos,
el niño saltó de gozo en mi seno; y bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirán las
cosas que se te han dicho de parte del Señor.
Estas cosas sucedían treinta años atrás cuando la madre de Jesús –después de haber recibido
el anuncio de que iba a ser madre de Dios– fue a visitar a Isabel que llenaba ya seis meses encinta.
Sin embargo, alcanzan ahora todo su protagonismo. Aquel niño sería el Precursor del Hijo de Dios
encarnado, que advertiría, según nos muestra hoy San Mateo, de la inminente venida de Jesús,
portador de un mensaje superior al suyo: Yo os he bautizado en agua, pero él os bautizará en el
Espíritu Santo.
Todo, en la liturgia de la palabra que estamos meditando, nos habla de preparación. De
preparación nuestra para un acontecimiento único, grandioso y de absoluta trascendencia para los
hombres. Sin exagerar, podemos decir que se trata de la preparación más importante en que cabe
pensar. Estamos implicados, en cuanto hombres y de un modo más expreso en cuanto cristianos, en
el acontecimiento de la venida de Dios a la humanidad. Que no es algo que puede interesarnos o no;
que nos puede parecer más o menos valioso; en lo que podemos sentirnos afectarnos hasta cierto
punto, según las circunstancias de cada uno. No se trata de algo que, en definitiva, reclama en alguna
medida nuestra atención y nuestra adhesión. No; el acontecimiento de la Encarnación y vida pública
de Jesucristo es el único que puede, –dependiendo de la actitud personal y libre ante él– consumar
nuestra vida en la única plenitud que le es debida, por voluntad de Dios, nuestro Creador.
Dependiendo de cuál sea la actitud personal, libre, de cada uno, ante el anuncio de Juan,
conseguiremos o no culminar el sentido y destino de nuestra vida. Porque nos ha ofrecido Dios,
Padre nuestro, su vida, a través del nacimiento, vida, pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Ese
ofrecimiento es real ofrecimiento, no algo otorgado sin intervención nuestra, como es, por ejemplo,
la condición de persona humana, con los múltiples rasgos que nos hacen ser cada uno, exclusivos en
nuestra común naturaleza. Únicamente llegaremos a ser cuanto podemos en Jesucristo y libremente
empeñados en ello. En definitiva, todo es una cuestión de disposiciones efectivas ante esa venida, en
la que vivimos de modo permanente mientras no llega el encuentro definitivo con Dios.
Pero ahora, que se acerca la Navidad, evocamos de un modo más insistente y detallado que
Dios vino como hombre a nuestro mundo y que, como consecuencia, espera Dios nuestra acogida, y
una preparación que nos disponga a la mejor bienvenida que podamos darle. La actitud del Bautista,
aparte de lo desproporcionada que nos pueda parecer su indumentaria y sus alimentos para hoy en
día en muchos lugares, pone indudablemente de manifiesto un máximo interés, un máximo empeño,
haber dado toda la prioridad a lo que Dios espera de los hombres. Juan se había tomado las cosas de
Dios en muy serio. Dios era para él lo único que daba sentido a su existencia. En realidad, así es para
todos, pero Juan era muy consciente y consecuente con ello: empeñaba su vida entera y de modo
apasionado en las cosas de Dios.
María, la madre de nuestro Salvador, es ejemplo maravilloso –en su sencillez– de entrega
incondicional a los planes divinos. Y a ella nos encomendamos, pidiéndole nos enseñe a ser, antes
que nada, buenos hijos del Padre nuestro que ésta en los cielos.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
“El Evangelio de Jesucristo Hijo de Dios”
En el año litúrgico que hemos comenzado hace poco tenemos por guía a san Marcos. Marcos
era de Jerusalén y era un jovencito cuando Jesús acabó su vida. Primero fue discípulo de san Pablo;
los Hechos lo designan con el nombre de Juan Marcos. A un cierto punto, siguió al apóstol san
Pedro, recogió de viva voz su testimonio y mientras estaba con él, en Roma, entre los años 60 y 70
después de Cristo, escribió su evangelio que es el más antiguo entre los cuatro y por esto la fuente
más importante para conocer la historia de Jesús. De este evangelio de Marcos la liturgia de hoy nos
ha hecho escuchar el comienzo simple y solemne: Comienzo de la Buena Noticia de Jesucristo, Hijo
de Dios. Son cinco o seis palabras que encierran en sí la síntesis del evangelio entero y de las cuales
se desprende una luz extraordinaria. Si el Adviento debe introducirnos en el conocimiento de “aquél
que ha de venir”, permanecemos hoy totalmente fieles al espíritu del Adviento, si reflexionamos
sobre estas palabras. Podríamos titular así este esfuerzo nuestro: una comunidad cristiana que
redescubre las raíces de su fe, y reexamina sus títulos de posesión de la verdad.
La palabra “comienzo” tiene aquí una gran importancia: puede significar el comienzo
histórico del evangelio y entonces nos traslada al momento en el cual. Jesús comenzó a predicar su
evangelio, es decir, cerca del año 28 d.C.; y puede significar comienzo literario, es decir, comienzo
de la narración, o del libro, que encierra la predicación de Jesús. Los dos sentidos son verdaderos y
están contenidos en la frase de Marcos.
Las palabras Buena Noticia de Jesucristo significan la buena noticia que se refiere a
Jesucristo, es decir, que tienen a Jesús por objeto. No indican todavía quién es el sujeto que hace este
anuncio, que difunde la buena noticia sobre Jesucristo. Sin embargo, esto se sobreentiende: no es
Marcos y tampoco Pedro; es la Iglesia, la comunidad que ya abrazó aquel anuncio y que por él ha
sido transformada y ahora lo grita al mundo. La Iglesia es el ambiente vital (Sitz im Leben, como
dicen los estudiosos) en el cual se ha formado el anuncio y ha sido puesto por escrito después que
por algunos años había ido desarrollándose baja la forma de testimonios y recuerdos orales. El
sentido de la frase es entonces el siguiente: Comienzo de la Buena Noticia sobre Jesucristo, por parte
de la Iglesia.
“Jesucristo” parece ser aquí como el nombre y el apellido de una misma persona (como
nosotros decimos Juan Pérez o Diego Fernández). Pero no es así. Y Marcos a través de todo su
evangelio nos lo hace entender. Cristo no es un nombre cualquiera; es un título y una afirmación.
Significa de hecho: Jesús es el Cristo, es decir, el Mesías. Esto encierra el secreto de Jesús, algo que
no debía ser divulgado a la ligera, tanto que después de la profesión de fe de Pedro (Tú eres el
Mesías, él impone a los discípulos severamente que no hablen de eso con nadie (Mc. 8,30). El
motivo de tanto secreto era que aquel título, en el modo nuevo en que lo entendía Jesús, no podía ser
comprendido antes de la cruz.
Sin embargo, todavía no llegamos a lo más importante. La cumbre de la frase figura recién al
final con el título “Hijo de Dios”: Comienzo de la Buena Noticia de Jesucristo, Hijo de Dios. Marcos
puso al comienzo de su evangelio un acto de fe; ¡Jesús es el Hijo de Dios! Fue el descubrimiento
último en el orden del tiempo el que los discípulos hicieron recién después de la Pascua, a la luz de
Pentecostés. Pero está puesto aquí, al comienzo del evangelio para afirmar que Jesús era el Hijo de
Dios ya al comienzo de su misión, aun cuando los hombres todavía no estaban en condiciones de
reconocerlo como tal. Y está puesto así quizás también para oponerse a la incipiente herejía de los
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adopcionistas que sostenían que Jesús llegó a ser Hijo de Dios en el tiempo gracias a los méritos
adquiridos en su vida terrenal.
Así pues, nació y se desarrolló la fe cristiana, en torno a la certeza de que Jesús es el Hijo de
Dios. Esto constituyó el corazón del anuncio apostólico; quien llegaba a la fe llegaba a esta fe
comenzando por aquel primer creyente pagano –a menudo olvidado– que fue para Marcos el
centurión romano que comandaba la ejecución de Jesús: Al verlo expirar así, el centurión que estaba
frente a él, exclamó: ‘¡“Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios!” (Mc. 15,39); cfr. también
Hechos 8,37: “Si crees con todo el corazón está permitido” /que seas bautizado/. Respondió entonces
el eunuco: “Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios”.
Así nosotros, los creyentes, venidos veinte siglos después, gracias al evangelio de Marcos,
nos ponemos en contacto con la fe en Jesucristo de la primerísima generación cristiana. Pero ¿qué
significado y qué finalidad tiene este contacto? ¿Sólo el de refrescar un recuerdo histórico o de
reavivar nuestra fe personal en Jesús? En este punto, las palabras con las que Marcos “comienza” su
evangelio llaman a la mente las palabras con las que lo cierra: “Después de decirles esto, el Señor
Jesús fue llevado al cielo y está sentado a la diestra de Dios (=se convierte en Kyrios, Señor). Ellos
fueron entonces a predicar por todas partes (aquí está la palabra griega kerygma) mientras el Señor
los asistía (¡estaba a la diestra de Dios y obraba junto a ellos!) y confirmaba su palabra con los
milagros que la acompañaban (Mc. 16,19 ssq.).
El anuncio es tal si realmente es anunciado, si circula, si se hace noticia y “buena noticia”
para los hermanos. Si no, se convierte, como en un talento escondido bajo tierra (aun cuando bajo
tierra significara lo íntimo del propio corazón) y que se transforma en condena para quien lo ha
recibido: ¡Siervo malo...! (Lc. 19,22).
En este punto me vienen a la mente las palabras de Isaías que hemos oído en la primera
lectura de hoy: Súbete a una montaña elevada, tú que llevas la buena noticia a Sión; levanta con
fuerza tu voz. Levántala sin temor, di a las ciudades de Judá: ¡Aquí está tu Dios! Marcos e Isaías
hablan de la misma persona ya que “nuestro Dios” es uno solo y porque en Jesucristo está el mismo
Dios que ha visitado a su pueblo (Lc. 7,16). Es hora de retomar la buena noticia de Jesucristo, Hijo
de Dios, para gritarla con fuerza (es el sentido de kerygma) en Jerusalén y en las ciudades de Judá, es
decir, en la Iglesia y fuera de la Iglesia. Isaías nos ofrece el modelo de cómo debería anunciarse hoy
el evangelio; con qué fuerza profética y arrojo carismático. Nos enseña también cómo hacer de este
anuncio un anuncio de liberación y de consolación para el hombre de hoy, encorvado también él bajo
el peso de tantas esclavitudes. ¡Consuelen, consuelen a mi pueblo, dice nuestro Dios. Hablen al
corazón (no sólo al cerebro) de Jerusalén y díganle: Ha terminado tu esclavitud! Ha terminado, con
tal que quieras reconocer el tiempo de su visitación (cfr. Lc. 19,44).
También Juan el Bautista nos ofrece un espléndido ejemplo de la proclamación del evangelio.
Los contenidos de su anuncio –es decir, los títulos con los que habla Jesús– son todavía títulos
“pobres”; él habla en el comienzo de la historia de Jesús, no al final, no después de Pascua. Todo lo
que él entendió de Jesús es que se trata de alguien a quien él ni siquiera es digno de desatar la correa
de los zapatos, que es “el más fuerte”, aquél que bautizará en el Espíritu Santo y que pondrá al
mundo, por así decirlo, a hierro y fuego (Mateo, en el pasaje paralelo, habla del Espíritu Santo y
fuego), es decir, que hará el juicio escatológico. Jesús es para él todavía un misterio, alguien para
quien no dispone de parangones; pero no es todavía “el Hijo de Dios”.
No es, en consecuencia, por los contenidos que él es nuestro maestro, sino por el modo con
que proclama a Jesús. Tuvo la capacidad de hacer sentir a Cristo” cercano”, a las puertas (Jn. 1,26),
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como alguien que está en medio de los hombres y no como una abstracción mental, sino como
alguien que ya tiene en su mano la horquilla (Mt. 3,12) y se apresta a hacer el juicio, por lo que no
hay que perder el tiempo. La fuerza de su anuncio estaba en su humildad (Jn. 3,30: Es necesario que
yo disminuya y él crezca), en su austeridad y en su coherencia. No se puede anunciar de modo creíble
la buena nueva de Jesucristo, Hijo de Dios, viviendo en el lujo y las comodidades, “habitando en la
casa como rey”, como dijo Jesús (una palabra que debería hacer reflexionar a algunos cristianos de
hoy que efectivamente viven en casas como reyes). Si la buena noticia debe ser anunciada a los
pobres, debe ser anunciada por los pobres, es decir, por la gente que no desmiente con la vida las
bienaventuranzas que predica con las palabras. También estas cosas son parte de aquellos “signos
que confirman la palabra” de las que hablaba el final del evangelio dé Marcos. Los otros signos –
aquellos obrados por Dios– vendrán después, siempre que no falten los primeros.
Una cosa, por tanto, podemos aprender de la figura de Juan el Bautista: para ser testigos y
evangelizadores de Jesús, no se pide necesariamente una gran teología y un saber usar a la perfección
el lenguaje cristológico; no es necesario saber hacer razonamientos complicados -la cristología de
Juan el Bautista es una cristología “pobre”; sobre Cristo “el más pequeño en el Reino de los cielos
sabe más que él”. Se requiere, sí, el coraje, la convicción, la experiencia, (se entiende experiencia de
Cristo) y la coherencia. También los simples y los indoctos, por tanto, pueden ser evangelizadores y
llegar a ser “pescadores de hombres”. El reclutamiento está abierto a todos; en estos tiempos del
despertar, Jesús está diciendo a todos: ¿Quieres ser mi testigo? ¿Quieres ser mi precursor? Nadie
debería echarse atrás diciendo: no sé hablar, o soy joven (Jer. 1,6). La palabra y la fuerza las da él.
Hoy tenemos necesidad de anunciadores valientes e inspirados como Isaías y Juan el Bautista.
Frente a ellos, el mundo no podría permanecer insensible como sucede en cambio cuando de
Jesucristo, Hijo de Dios, se habla sólo con sabiduría de palabras, con volúmenes que no se terminan
nunca, pero sin fuerza y sin coherencia de vida. San Pablo dijo “Nadie puede decir, Jesús es el
Señor, si no es bajo la acción del Espíritu Santo” (1 Cor. 12,3). Con mayor razón -porque el misterio
es aún más grande- nadie puede decir: Jesús es el Hijo de Dios sino bajo la acción del Espíritu Santo.
La oración es, por esto, la generadora del anuncio; sólo en ella se alcanza ese Espíritu que hace decir:
He creído, por eso he hablado (2 Cor. 4,13).
Comienzo del evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios: para nosotros, esta frase lapidaria de
Marcos asume hoy el valor de una interpelación, de una ocasión de salvación: reconocer que Jesús es
el Hijo de Dios es el comienzo y el fundamento del evangelio. Es la roca del cristianismo: Nadie
puede poner un fundamento diverso del que ya está puesto y que es Jesucristo (1 Cor. 3,11). Quien
intentara poner hoy un fundamento diverso –un Jesús sólo hombre o sólo profeta– no edificaría sino
que destruiría. “Si alguno –escribía san Ignacio de Antioquía en el momento en el cual empezaron a
difundirse las primeras herejías sobre Jesús– les habla sin reconocer quién es Jesucristo, ¡sean
sordos!”.
Ahora sabemos quién es “aquél que debe venir” y que el tiempo de Adviento nos invita a
esperar. Estamos, empero, en la fe, no todavía en la visión. Él sigue siendo para nosotros, a pesar de
todo, un misterio en que creer y frente al cual debemos humillarnos como Juan el Bautista. Por eso
dejemos de hablar de él y confiemos en la Eucaristía. Aquél a quien no somos dignos de desatar la
correa de las sandalias, se hace ahora nuestra comida y nuestra bebida. Viene a sostener e iluminar
desde dentro nuestra fe y nuestra esperanza. Quizás él nos hará comprender cuál es para nosotros
aquel “monte alto” al cual debemos subir y en el cual nos espera para darle testimonio.
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Así, pues, de modo inesperado se nos pone delante la imagen de Dios Pedagogo, de ese
Pastor al que conocemos bien, que espera pacientemente a todos los que todavía no han cogido la
pala y no han comenzado a “preparar” y “allanar” sus caminos; que han permanecido sordos al grito
gozoso: “Mirad a vuestro Dios... Mirad: Dios, el Señor, viene”.
Este tiempo nuestro humano, vivido de modo humano, con su contenido y su sustancia, que
nosotros realizamos, continúa gracias a la paciencia de Dios. Así, lo que alguno puede parecer como
falta de cumplimiento de la promesa por parte de Dios es, en cambio, el misericordioso don que Él
hace al hombre.
– El pecado
Sin embargo, es cierto que “el día del Señor” vendrá, y vendrá inesperadamente; será una
sorpresa para cada uno de los hombres. Por esto, el problema de la “conversión”, el problema del
“encuentro”, y de “estar con Dios” es cuestión de cada día; porque cada día puede ser para cada
hombre, para mí, “el día del Señor”. Debemos hacernos, pues, la pregunta de Pedro: ¿Cómo debemos
ser nosotros en la santidad de la conducta, y en la piedad, esperando y acelerando la venida del día de
Dios? (cf. 2Pe 3,11-12).
La perspectiva escatológica del Apóstol: “un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la
justicia” (2Pe 3,13) habla del encuentro definitivo del Creador con la creación en el reino del siglo
venidero, para el cual debe madurar cada hombre mediante el adviento interior de la fe, esperanza y
caridad.
El testigo de esta verdad es Juan Bautista, que en la región del Jordán predica “que se
bautizaran, para que se perdonasen los pecados” (Mc 1,4). Se cumplen así las palabras de la primera
lectura del libro de Isaías. Efectivamente, Juan predicaba: “Detrás de mí viene el que puede más que
yo, y yo no merezco agacharme a desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero Él os
bautizará con Espíritu Santo” (Mc 1,7-8).
Juan distingue claramente el “adviento de preparación” del “adviento del encuentro”. El
adviento de encuentro es obra del Espíritu Santo, es el bautismo del Espíritu Santo. Es Dios mismo
que va al encuentro del hombre; quiere encontrarlo en el corazón mismo de su humanidad,
confirmando así esta humanidad como imagen eterna de Dios y, al mismo tiempo, haciéndola
“nueva”.
Las palabras de Juan sobre el Mesías, sobre Cristo: “Él os bautizará con Espíritu Santo”
alcanza la raíz misma del encuentro del hombre con Dios viviente, encuentro que se realiza en
Jesucristo y se inscribe en el proceso de la espera de los nuevos cielos y de la nueva tierra, en que
habite la justicia: adviento del “mundo futuro”. En Él, en Cristo, Dios ha asumido la figura concreta
del Pastor anunciado por los Profetas, y al mismo tiempo se ha convertido en el Cordero que quita el
pecado del mundo; por esto, se mezcló con la muchedumbre que seguía a Juan, para recibir de sus
manos el bautismo de penitencia y hacerse solidario con cada hombre, para transmitirle luego, a su
vez, el Espíritu Santo, esa potencia divina que nos hace capaces de liberarnos de los pecados y de
cooperar a la preparación y a la venida “de los nuevos cielos y de la nueva tierra”.
“La espera de una nueva tierra –enseña el Concilio Vaticano II– no debe amortiguar, sino más
bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia
humana, el cual puede de alguna manera anticipar una vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque
hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo,
el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida
al reino de Dios” (Gaudium et Spes 39).
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Escuchemos la Palabra de Dios con la convicción de que ella, cuando es escuchada por el
hombre, tiene la potencia del “Adviento” y, por lo tanto, la capacidad de transformar y renovar.
Entonces digamos desde lo profundo del corazón las palabras del Salmista: “Voy a escuchar lo que
dice el Señor: Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos. La salvación está ya cerca de sus fieles
y la gloria habitará en nuestra tierra” (Sal 84/85,9-10).
– Confesión para vivir bien el adviento
Digamos con alegría estas palabras, que ellas infunden en nuestros corazones la nueva
esperanza y la nueva fuerza, porque anuncian que la gloria de Dios habitará en le tierra, que la
salvación está cerca de los que le buscan. Dios anuncia la paz, y hace posible los tiempos de la
fidelidad y de la justicia.
“Hablad al corazón de Jerusalén” (Is 40,2).
¡Preparad el camino del Señor! ¡Enderezad sus senderos! Que esto se realice en el sacramento
de la reconciliación en la humilde y confiada confesión del Adviento, a fin de que ante el recuerdo de
la primera venida de Cristo, que es la Navidad, y a la vez en la perspectiva escatológica de su
Adviento definitivo, el pecado quede eliminado y expiado, para que la Iglesia pueda proclamar a
cada uno de vosotros que ha terminado la esclavitud, y que el Señor Dios viene con fuerza.
***
Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
El Adviento es una fuerte llamada de la Iglesia al corazón de sus hijos ante la llegada del
Señor. “Hablad al corazón de Jerusalén, gritadle, que se ha cumplido su servicio y está pagado su
crimen” (1ª Lect) “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos. Todos verán la salvación de
Dios. Aleluya” Y San Pedro en la 2ª Lectura: “Queridos hermanos: No perdáis de vista una cosa,
para el Señor un día es como mil años y mil años como un día. El Señor no tarda en cumplir su
promesa..., lo que ocurre es que tiene mucha paciencia con vosotros porque no quiere que nadie se
perezca sino que todos se conviertan”.
El espectáculo deprimente del mal parece desmentir este anuncio de salvación. Una gran
parte de la humanidad siente la mordedura del hambre, el frío, gime bajo la injusticia y la falta de las
más elementales condiciones para una existencia digna. Y lo que es más lacerante: los anhelos de un
mundo en paz y mejor parecen fracasar siempre. Hay divisiones y enfrentamientos entre naciones,
entre familiares y amigos, entre colegas y vecinos que se nos antojan insolubles. La salvación
anunciada por la Iglesia ¿no aparece ante los pobres, los que sufren, las víctimas de la violencia y la
injusticia, como mera palabrería? No. “La salvación está ya cerca de sus fieles, y la gloria habitará en
nuestra tierra..., la salvación seguirá sus pasos” (Salmo Responsorial).
Debemos cultivar la esperanza de la salvación prometida y practicar la penitencia, la
conversión, una concepción de la vida basada en una cultura del amor, del servicio, de la paz y no del
egoísmo y el placer, dando más importancia a la salvación que viene de Dios que a la que nos viene
propuesta día a día por las voces del polvo. Metanoiete, convertíos, para que en vosotros y a través
de vosotros, Dios se haga presente en este mundo.
La mejor conversión, la más práctica y eficaz porque se traduce en hechos, es una buena
Confesión. Ella nos lleva a lamentar de corazón el mal ocasionado por nuestra actuación o nuestras
omisiones y a formular un propósito, con la ayuda de la gracia sacramental, de enmendar la
conducta. Una conversión que nos purifica de nuestros abusos e inmundicias y nos va asemejando a
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Domingo II de Adviento (B)
Jesucristo. Formulemos el propósito de hacer una buena Confesión que nos prepare para la Navidad
que llega, que imprima también un giro total a nuestra vida haciéndola más humana, más cristiana.
Entonces, cada uno, al recobrar la vida del Espíritu Santo que recibimos en el día del
Bautismo (Evangelio), se convierte en mensajero y en constructor de la salvación, de la paz. Una paz
que se irá instalando poco a poco en las familias, en las relaciones laborales y sociales y que llegará
también a esos ámbitos donde la violencia impone su ley. Una paz que es presagio de la salvación
que atraviesa ya la historia humana por la llegada de Cristo y está destinada a alumbrar un día “un
cielo nuevo y una nueva tierra “, como nos asegura la 2ª Lectura de hoy.
***
Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
“Esperamos un cielo nuevo y una nueva tierra donde habite la justicia”
Is 40,1-5.9-11: “Preparadle el camino al Señor”
Sal 84,9ab-10.11-12.13-14: “Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación”
2 P 3,8-14: “Esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva”
Mc 1,1-8: “Allanad los senderos del Señor”
Se observa en Isaías una progresiva espiritualización de las manifestaciones de Dios. Lejos de
los viejos signos en el viento, en la tormenta u otras señales meteorológicas, ahora se muestra
mediante su Palabra, por sus promesas. Y cuanto más “espirituales” más liberadoras son estas
epifanías.
La misma línea de “provisionalidad” de señales nos advierte S. Juan Bautista al indicar que
vendrá otro “que os bautizará con el Espíritu Santo”. Pero lo más urgente es la “metanoia”, el
cambio de pensamiento y de rumbo vital. Porque Dios “se convierte” (viene) a nosotros, nosotros
nos convertimos a Él.
El hombre que no ha perdido la ilusión por el futuro no se arredra ante las dificultades. Es
consciente de que los valles han de levantarse y los montes y colinas han de allanarse. Esto se
denomina esfuerzo. Y no faltan hoy quienes remueven del camino las piedras u obstáculos para que
otros puedan avanzar que es, en definitiva, ir preparando el Reino de Dios. Y cuanto menos selectivo
sea el esfuerzo y más universal el afán, más claramente se verá el Reino de Dios.
– La conversión es condición indispensable para el Reino de Dios:
“Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: «No he venido a llamar a justos sino a
pecadores» (Mc 2,17). Les invita a la conversión, sin la cual no pueden entrar en el Reino, pero les
muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos y la inmensa
«alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta» (Lc 15,7). La prueba suprema de este amor
será el sacrificio de su propia vida «para la remisión de los pecados» (Mt 26,28)” (545).
La acogida del Evangelio lleva a la conversión: 1229-1233.
– El Bautismo, lugar principal de la conversión primera:
“Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino: «El
tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc
1,15). En la predicación de la Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que no conocen
todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal de la conversión primera y
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17
Antífona de entrada de la Misa, cfr. Is 30, 19-30.
18
Mt 3, 3.
19
Cfr. Lc 1, 76-77.
20
SAN AGUSTIN, Sermón 293, 2.
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21
SAN JOSEMARÍA, Camino, n. 755.
22
Cfr. Mt 3, 11.
23
SAN GREGORIO MAGNO, Trat. sobre el Evang. de San Lucas, 20, 5.
24
Mt 11, 11.
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La Reina de los Apóstoles aumentará nuestra ilusión y esfuerzo por acercar almas a su Hijo,
con la seguridad de que ningún esfuerzo es vano ante Él.
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Fr. Fausto BAILO (Toronto, Canadá) (www.evangeli.net)
«Apareció Juan bautizando en el desierto, proclamando un bautismo de conversión»
Hoy, cuando se alza el telón del drama divino, podemos escuchar ya la voz de alguien que
proclama: «Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas» (Mc 1,3). Hoy, nos encontramos
ante Juan el Bautista cuando prepara el escenario para la llegada de Jesús.
Algunos creían que Juan era el verdadero Mesías. Pues hablaba como los antiguos profetas,
diciendo que el hombre ha de salir del pecado para huir del castigo y retornar hacia Dios a fin de
encontrar su misericordia. Pero éste es un mensaje para todos los tiempos y todos los lugares, y Juan
lo proclamaba con urgencia. Así, sucedió que una riada de gente, de Jerusalén y de toda Judea,
inundó el desierto de Juan para escuchar su predicación.
¿Cómo es que Juan atraía a tantos hombres y mujeres? Ciertamente, denunciaba a Herodes y
a los líderes religiosos, un acto de valor que fascinaba a la gente del pueblo. Pero, al mismo tiempo,
no se ahorraba palabras fuertes para todos ellos: porque ellos también eran pecadores y debían
arrepentirse. Y, al confesar sus pecados, los bautizaba en el río Jordán. Por eso, Juan Bautista los
fascinaba, porque entendían el mensaje del auténtico arrepentimiento que les quería transmitir. Un
arrepentimiento que era algo más que una confesión del pecado –en sí misma, ¡un gran paso hacia
delante y, de hecho, muy bonito! Pero, también, un arrepentimiento basado en la creencia de que sólo
Dios puede, a la vez, perdonar y borrar, cancelar la deuda y barrer los restos de mi espíritu, enderezar
mis rutas morales, tan deshonestas.
«No desaprovechéis este tiempo de misericordia ofrecido por Dios», dice San Gregorio
Magno. –No estropeemos este momento apto para impregnarnos de este amor purificador que se nos
ofrece, podemos decirnos, ahora que el tiempo de Adviento comienza a abrirse paso ante nosotros.
¿Estamos preparados, durante este Adviento, para enderezar los caminos para nuestro Señor?
¿Puedo convertir este tiempo en un tiempo para una confesión más auténtica, más penetrante en mi
vida? Juan pedía sinceridad –sinceridad con uno mismo– a la vez que abandono en la misericordia
Divina. Al hacerlo, ayudaba al pueblo a vivir para Dios, a entender que vivir es cuestión de luchar
por abrir los caminos de la virtud y dejar que la gracia de Dios vivificara su espíritu con su alegría.
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
El verdadero profeta
«Conviértanse, porque ya está cerca el Reino de los cielos».
Eso dijo Juan el Bautista.
Y lo dijo con voz de profeta, para que sea escuchada ayer, hoy y siempre, proclamando un
bautismo de conversión para el perdón de los pecados, para que todos vean la salvación de Dios.
Tu Señor te envía a ti también, sacerdote, para que hagas lo mismo. Profeta de las naciones te
ha constituido, porque para Él ya te tenía consagrado desde antes de nacer.
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Eres tú, sacerdote, creado a imagen y semejanza de Dios, para ser Cristo, desde siempre y
para la eternidad.
Eres tú, sacerdote, el que el mismo Cristo llama para ser sacerdote para la eternidad.
Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos. Tú has sido llamado y has sido elegido.
Él te llama por tu nombre, y espera ser correspondido.
Es tu sí, sacerdote, el que consuma ese deseo de Dios, para el que has nacido.
Eres tú, sacerdote, el que Cristo eligió, porque desde antes de hacer, Él ya te conocía.
Para ser profeta hay que ser llamado, y hay que ser elegido, hay que ser consagrado y hay que
ser constituido.
Para eso, es para lo que tu Señor te ha llamado y te ha elegido, te ha consagrado y te ha
constituido.
Él espera que tú correspondas y digas sí, y lleves en tu boca no tu palabra, sino la suya, no tu
verdad, sino la única verdad, que es Él mismo, con la voz que clama en el desierto: “preparen los
caminos del Señor”.
Tu Señor es el que vino después de Juan, pero antes que tú, y es más fuerte que él y que tú, y
ni siquiera eres digno de quitarle las sandalias. Pero Él dijo que no hay, entre los nacidos de mujer,
ninguno mayor que Juan; sin embargo, el más pequeño en el Reino de los cielos es mayor que él. Y
se refiere a ti, sacerdote. Él confía en ti, y espera de ti, que seas un verdadero profeta.
El verdadero profeta profesa la verdad y la vive, convence con su palabra, respaldada por el
ejemplo.
El verdadero profeta tiene credibilidad ante los demás, porque lo ven, porque lo escuchan,
porque creen en él, porque lleva la única verdad en la que cree, porque la vive, porque la conoce,
porque la profesa, porque hace suya la verdad que es Cristo: que es el único Hijo de Dios, que ha
sido enviado al mundo para que todo el que crea en Él tenga vida eterna por Él, con Él y en Él.
El verdadero profeta no solo expresa la verdad con palabras, sino que muestra el camino,
andando el camino, poniendo su fe por obras, para ser ejemplo.
Tu Señor es el camino que conduce a la vida, vida que es Cristo, por quien fuiste creado a
imagen y semejanza del Padre, para ser sacerdote desde siempre y para la eternidad, desde un
principio.
Para eso has sido llamado, elegido, consagrado y constituido por Cristo, con Cristo y en
Cristo, que sólo espera tu sí para ser correspondido.
Y tú, sacerdote, ¿profesas la verdad?
¿Bautizas al pueblo de Dios en el Espíritu Santo y su fuego?
¿Crees en que tu Señor está pronto a venir? ¿Preparas sus caminos?
¿Confiesas tus pecados?
¿Eres un siervo fiel y prudente que da fruto?, ¿o crees que sólo por ser un profeta estás exento
de perecer en el fuego del infierno?
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Rectifica tu camino, sacerdote. Acércate a tu Señor con el corazón contrito y humillado, que
Él no desprecia. Analiza tu conciencia y pide perdón, permaneciendo siempre en la disposición a
recibir la gracia y la misericordia de Dios, que provoca la conversión de tu corazón, todos los días,
dando testimonio de fe y de amor con tus obras, para que seas verdadero profeta, verdadero
sacerdote, que clama en el desierto con voz fuerte que estén preparados para cuando Cristo vuelva.
(Espada de Dos Filos I, n. 8)
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Filos”, - facebook.com/espada.de.dos.filos12- enviar nombre y dirección a:
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