Qué Son Hoy Las Humanidades y Cuál Ha Sido Su Valor en La Universidad
Qué Son Hoy Las Humanidades y Cuál Ha Sido Su Valor en La Universidad
Qué Son Hoy Las Humanidades y Cuál Ha Sido Su Valor en La Universidad
Resumen
En los últimos años han ido apareciendo publicaciones en las que se pronostica el final de las
Humanidades. Esta situación tiene que ver con la economía mundial, que no tolera la
improductividad ni lo “accesorio”, y con el desarrollo de la ciencia y la tecnología, que guían el
desarrollo de las sociedades. En este contexto, vale la pena preguntarse qué son hoy las
humanidades, qué producen y cómo funcionan dentro de las universidades, único ámbito donde
sobreviven e intentan desarrollarse. Para responder a estas preguntas, el artículo parte de la
historia, del Renacimiento, donde surgen las Humanidades, y sigue su trayectoria dentro de la
universidad de manera que podamos entender mejor cómo y por qué este grupo de disciplinas
han llegado a la situación actual de peligro.
Presentación
En el mundanal ruido que circunda nuestras ajetreadas vidas, en esta época de urgentes cambios,
no es frecuente que uno se detenga para preguntarse sobre el porqué de las cosas, es decir, para
ejercer (hoy) esta rara cualidad que los filósofos griegos invocaban bajo el nombre de sorpresa;
pero hay momentos privilegiados en los que esto sucede.
Como trabajo en una Facultad que lleva el nombre de Humanidades, todo el tiempo escucho esta
palabra y el hábito me había hecho creer que entendía perfectamente su significado, hasta que un
día la discusión con los colegas de otras áreas me llevó a la pregunta: ¿qué tenemos en común los
historiadores, los filósofos, los antropólogos y quienes nos dedicamos a las letras? ¿Por qué hay
una facultad para el derecho, otra para la psicología, otra para la medicina… y ¡una sola! para
cuatro carreras diferentes?
Las preguntas anteriores me llevaron, dada mi área de estudio (la lingüística) a otras más
específicas: ¿De qué hablamos cuando nos referimos las humanidades? ¿Cuál es el sentido (el
significado) de este significante?
Este artículo intenta responder a las preguntas anteriores, llevando a cabo, en una primera parte,
un recorrido histórico que comienza en el Renacimiento, donde surgieron las humanidades como
una práctica modesta que en poco tiempo había de cambiar la fisonomía de la cultura occidental.
La presentación histórica se justifica por la necesidad de conocer las características del humanismo
renacentista y de discernir cuáles de ellas permanecen en nuestro quehacer actual, si es que
permanece alguna que podamos considerar ubicua en el centro de las actividades que llevamos a
cabo en nuestras áreas.
En una segunda parte, considero importante realizar un balance de lo que sucede hoy a en el
ámbito de las humanidades, dentro y fuera de la universidad, pues, si hemos de creer en las
noticias que llegan de todas partes, las humanidades están sentenciadas a muerte por la situación
política y económica derivadas de un modelo neoliberal y globalizado. ¿Podrán las humanidades
de hoy sobrevivir a la crisis y volver a tomar relevancia en el futuro?
Concepto y origen de las humanidades
El concepto de Humanidades no se usa en un solo sentido, es un término polisémico. Por ello, es
conveniente empezar con una clara delimitación semántica que nos permita situar el análisis
siguiente en el camino correcto.
Según Paul Oskar Kristeller (1990: 3), la palabra Humanidades es tan ambigua y controvertida
como la de Renacimiento, época en la que surge este movimiento denominado humanismo. En las
discusiones actuales,2 la palabra Humanismo se usa ampliamente para indicar cierto énfasis en los
valores humanos, ya sean valores religiosos o paganos, científicos o no científicos.
El estudio de las disciplinas mencionadas no era del todo nuevo, pues en las universidades
medievales se habían cultivado durante siglos, con los nombres de trivium y quadrivium, la
retórica, la dialéctica, la gramática, la aritmética, la geometría, la astronomía y la música, conocidas
en conjunto como Artes Liberales.
¿Qué cambió entonces con el Humanismo? Podría decirse sumariamente que el enfoque con el
que se estudiaban. Abbagnano y Visalberghi (1982: 221) sostienen que las instituciones surgidas
gracias al empeño de los humanistas contra la resistencia de su entorno escolástico,
las academias [,] representan la laicización de la alta cultura. Esto no significa que no
colaborasen con ellas eclesiásticos y espíritus sinceramente religiosos, sino que ha surgido
un nuevo tipo de hombre de estudio que no es necesariamente ni eclesiástico ni
profesionista de la cultura (médico, abogado, maestro), sino que vive de la renta, de
mecenazgo u ocupa incluso cargos públicos.
Esto último es muy importante, pues Kristeller (1990: 5) sostiene que cuando el movimiento llegó a
su cima en los siglos xv y xvi, lograríamos haber encontrado a los humanistas desempeñando dos
tipos principales de trabajos: profesores titulares de las materias humanísticas, en las
universidades y en las escuelas secundarias, o como secretarios o cancilleres profesionales que
sabían cómo redactar los documentos, cartas y discursos requeridos por sus cargos políticos. En
esta última función, los humanistas recibían un sueldo por escribir los documentos oficiales que
servían para la difusión de ideologías y propaganda de príncipes y gobiernos urbanos. De hecho,
en la Venecia de a mediados del siglo xvi, “un grupo de escritores con formación humanista
consiguió ganarse dignamente la vida con la pluma, escribiendo sobre temas tan variados que
recibieron el nombre de poligrafi” (Burke, 2002: 39). Poco antes de esto, Burke (2002: 197)
también señala que el “primer derecho de autor registrado para un libro se otorgó al humanista
Marcantonio Sabellico en 1486 por su historia de Venecia”. Estos hechos son importantes porque
marcan el principio de la independencia que los hombres de letras y los pensadores comenzaron a
alcanzar con respecto a sus mecenas. Buen ejemplo de esto fue Erasmo de Rotterdam, quien
mostró a lo largo de su vida y de sus viajes una actitud de desapego con respecto a los grupos de
poder establecidos en la sociedad de su época.
La aceptación de los humanistas en las universidades italianas fue un proceso lento y difícil (tenían
que competir con los profesores de las carreras existentes como teología, jurisprudencia, medicina
y matemáticas); pero encontraron un ámbito ideal para desarrollarse en las escuelas secundarias,
donde su saber era apreciado como el contenido básico para la formación de cualquier joven. Por
eso, ejercieron una influencia formativa importante en generaciones y generaciones de nobles y
gobernantes, clérigos y hombres de negocios, artistas, teólogos y médicos. A mediados del siglo xv
la influencia del Humanismo se dejó sentir en todas las áreas de la civilización italiana y durante el
siglo xvi comenzó a sentirse en toda Europa.
Es significativo señalar que el llamado humanismo renacentista no fue, durante el siglo xvi, una
corriente homogénea de pensamiento. Derivadas del análisis de Quintiliano, dos corrientes se
debatieron y de alguna manera aún hoy dividen las opiniones acerca de lo que debe entenderse
por humanismo: la distinción entre el discurso y la razón o entre las palabras y las cosas. Los
debates en este sentido, según resume Crane (1967: 26), han recurrido a cuatro disyuntivas: 1) se
señala la predominancia del discurso o bien de la razón, 2) la razón se enfoca más a la acción o a la
contemplación, 3) las actividades propias de la razón se enfocan ya a los problemas particulares
(concretos) ya a la verdades generales, 4) la lectura de autores o el dominio de las técnicas se
enfatiza en la formación del tipo de persona que se considere más útil o representativa de lo
humano.
La oposición principal entre los humanistas y los maestros universitarios tradicionales se llevó a
cabo en la manera de entender y de transmitir las artes liberales, pues, mientras que éstos las
enseñaban con un predominio de la lógica y transformaban la educación en una suerte de
dialéctica eterna para argumentar cualquier tema sobre cualquier área. Los humanistas abogaban
por una lectura apegada a los “buenos” autores grecolatinos, que dotaría al joven tanto de los
conocimientos como de los modos propios de expresión. Tanto énfasis se dio a la lógica que por
eso afirma Crane (1967: 29) “The main device of teaching, consequently, became the disputation”.
Por su parte, las academias, al contrario de las universidades, funcionaron como un simple grupo
de personas que se reunía informalmente para discutir temas de su interés común; esto comenzó a
cambiar cuando Cosme de Médicis, después de ascender a la suprema magistratura de Florencia,
inauguró en 1444 la biblioteca de San Marcos (la primera pública de Europa), contrató a un grupo
de escribanos para ampliar su caudal y descubrió a Marcelo Ficino, quien con los años llevaría “a su
apogeo el desarrollo filosófico de la Italia cuatrocentista,” (Bowen, 1979: 324) en su célebre
Academia Platónica de Florencia, fundada en 1459 por el propio Cosme de Médicis.
El triunfo de los humanistas trajo favoreció dos hechos fundamentales para la cultura occidental:
que surgieran técnicas rigurosas para la edición y el análisis de textos, es decir, para transmitir la
cultura de manera más fiel y eficiente, y que la enseñanza de las humanidades en la universidad
contribuyera a “desarrollar el sentido de una identidad común entre los profesores” (Burke, 2002:
38).
Por lo que toca a los textos, puede afirmarse que buena parte de las obras escritas en latín por los
autores llamados clásicos fueron conocidas durante la Edad Media, los humanistas italianos
extendieron el conocimiento de esta literatura prácticamente hasta los límites actuales, en un
primer momento, descubriendo y editando cuidadosamente manuscritos olvidados en la época
anterior. En un principio solo en lengua latina; posteriormente, también de la griega.
Esos comentarios, a medida que profundizaron en los aspectos contextuales o periféricos de los
textos, dieron lugar a un interés por la historia y la mitología, las costumbres y las instituciones de
los clásicos. La necesidad de reunir evidencia sobre las inscripciones, las monedas y las estatuas
marcó el crecimiento de disciplinas auxiliares como la epigrafía, la numismática y la arqueología.
Todos estos trabajos de los humanistas impulsaron notablemente lo que hoy conocemos con el
nombre de filología: disciplina en la que confluyen la crítica textual y el comentario en muy
variados niveles: identificación de variantes, corrección de erratas, aclaración de palabras y
construcciones sintácticas difíciles, explicación de pasajes incomprensibles sobre la base de datos
históricos o fuentes literarias, etc.
Si los humanistas se refugiaron primero en las academias de inspiración platónica, los científicos
fundaron también academias y sociedades que se convirtieron en foros apropiados para el estudio
de la naturaleza. Estas instituciones “compartieron un rasgo común: representaron otras tantas
oportunidades para la innovación —nuevas ideas, nuevos enfoques, nuevos temas— y también
para los innovadores, al margen de la relevancia académica de los mismos” (Burke, 2002: 65).
La consolidación de las humanidades durante el siglo xvi coincidió con el fin de un proceso a través
del cual las universidades “acabaron por dominar todo pensamiento y práctica relacionados con la
educación, de tal manera que durante muchos siglos la enseñanza superior dependería casi por
completo de estas entidades corporativas” (Bowen, 1979: 581-582). Esa situación provocó que los
primeros científicos de la época moderna se enfrentaran con los mismos obstáculos que antes
habían encontrado los humanistas a lo largo de casi dos siglos.
El mejor ejemplo del avance de esta nueva visión del conocimiento y de las instituciones que lo
adoptaron fue Inglaterra, “que marcó la pauta científica de la Europa occidental del siglo xvii y la
que aportó un modelo para los siglos xviii y xix, con su Royal Society, fundada formalmente en
1660 y oficialmente reconocida dos años más tarde por el rey Carlos ii” (Bowen, 1985: 103). El
auge de la Royal Society se debió en parte al anquilosamiento de las universidades, que dejaron de
responder a las necesidades de una sociedad que demandaba algo más que una educación general
en las humanidades orientada a las clases pudientes (abundantemente representadas entre el
total de estudiantes): una amplia gama de conocimientos prácticos orientados hacia el método de
la ciencia propuesto por Bacon.
Este neohumanismo supera las críticas hechas en el siglo anterior por los científicos incipientes, de
ser las humanidades repetitivas y nada originales, y propicia un alto nivel de logros en todos los
ámbitos de la producción literaria. Por ello, afirma Crane (1967: 90): “it is difficult not to see in the
eighteenth century, as contrasted with the seventeenth, a period —the last one, unfortunately, in
our history— in which the humanities rather than natural science exercised a determining
influence in the intellectual life of Europe”.
Las universidades inglesas, que habían llegado incluso al cese de sus actividades en este siglo como
consecuencia natural de su decaimiento progresivo desde el siglo xvii, fueron reemplazadas, en su
función, por las academias, que ampliaron el currículo “ofreciendo cursos sobre las ciencias a
medida que éstas se iban desarrollando” (Bowen, 1985: 189). También las universidades alemanas
habían decaído durante la Guerra de los Treinta Años (1618- 1648) “cuando la teología dejó en la
sombra a todo lo demás y (…) habían sido perturbadas por unos ejércitos incontrolados” (Bowen,
1985: 220).
El sistema de educación superior en los Estados Unidos se basó en el modelo alemán y para 1896
un estudio aplicado a 24 universidades norteamericanas reveló que los estudiantes inscritos se
distribuían de la siguiente manera: 25 por ciento en las ciencias naturales, 25 por ciento en las
ciencias sociales (incluidas historia y psicología) y 50 por ciento en humanidades (que tenían un
carácter científico y filológico) (Bowen, 1985: 452). Estas instituciones enfrentaban una gran
presión para conseguir “respetabilidad científica”, que “significaba un enfoque positivista y
cuantificable aunque la materia no justificase este tratamiento” (Bowen, 1985: 452). Antecedente
sin duda del actual sistema de evaluación institucional.
Esto sucede porque la educación superior ya no es vista por los estudiantes como un ideal en sí
misma, sino como una etapa previa de formación para el trabajo bien remunerado: se invierte
dinero, la universidad es muy cara en todo el mundo, para luego recuperarlo ganando más en el
trabajo. Por eso, Frank Donoghue (2008: 127) sostiene: “In the context of the changing economics
of higher education, however, fewer and fewer students can afford to place their trust in the
intangible good that a liberal arts-based education offers”.
Pero, además de esta razón, Gilbert Highet (1996: 294-7) identificó otras causas para la decadencia
del interés público en los estudios clásicos durante el siglo xx: 1) el rápido avance de la ciencia, del
industrialismo y del comercio, que desarrollaron nuevas áreas del saber más prácticas y aplicables
a las profesiones económicamente productivas; 2) la implantación de la educación para todos, que
hizo del aprendizaje del latín y del griego algo difícil e innecesario para la mayoría trabajadora; 3) la
manera mecánica, monótona y memorística con la que se enseñaron y 4) la excesiva
especialización de los maestros, que los llevó a perder contacto con sus alumnos.
Otro factor que contribuyó a la confusión sobre el objeto de estudio de las humanidades en el siglo
xx fue el desafío teórico que estableció fronteras más borrosas entre las tres ramas del
conocimiento tradicionales. “Ese desafío provino de lo que genéricamente podríamos llamar
‘estudios culturales’” (Wallerstein, 1996: 70). Aunque el término cultura había sido empleado
mucho antes por antropólogos y humanistas, adquirió en esta corriente una connotación más bien
política que incluía aspectos de género, historia local y valores asociados con realizaciones
tecnológicas vistos como una nueva hermenéutica no eurocentrista, todo ello comprendido en un
saber multidisciplinario.
Después de esto podemos preguntarnos: ¿hay “amenazas” actuales para las humanidades?
¿Cuáles son? Si observamos las tendencias educativas en el nivel superior a nivel internacional
podemos identificar algunas y dividirlas en internas y externas.
En las externas destacan las siguientes: para cualquier observador de la realidad educativa
internacional en nuestro presente un hecho debe ser evidente, las universidades se han
transformando en las últimas décadas. De ser las depositarias y productoras de la cultura y de los
saberes, desde la Edad Media hasta fines del siglo xx, están empezando a ser un equivalente de los
grandes consorcios empresariales, que miden sus logros por la cantidad de millones de dólares o
euros amasados cada año. Esto quiere decir que incluso las universidades públicas están obligadas
a producir y a generar dinero. Los gobiernos de ciertos países consideran que resulta oneroso
tener a su cargo (con dinero de los contribuyentes, por cierto, a quienes no se les pregunta cómo
gastar los impuestos que pagan) instituciones dedicadas a formar personas, como es el caso de
México, que invierte la menor cantidad de recursos que sus homólogos en Latinoamérica. Se exige
a dichas instituciones que tengan “calidad” y esta se mide a través de indicadores cuantitativos que
se aplican de manera indiscriminada a las diferentes ramas del saber de acuerdo con criterios no
académicos.
Esta situación es patente en el hecho de que las universidades se han convertido en “centros de
capacitación” para el trabajo: “higher education is job trainig, however much academics may like to
think otherwise. The training may in many instances be general, theoretical, and abstract, but its
very purpose places the academy in the service of its country’s, and increasingly, the world´s
employers, the mercantile and industrial interests” (Donoghue, 2008: 85). Esto “justifica” la
intervención de los gobiernos en una actividad que se considera política y económicamente
prioritaria para el “bien común”, y deja una pregunta inquietante para quienes cultivan el área de
las humanidades: ¿para qué están formados, laboralmente hablando, y qué bienes cuantificables o
redituables pueden ofrecer a la sociedad? Las respuestas se han dado en términos de la utilidad
que tienen las humanidades para la formación de buenos ciudadanos, responsables y aptos para
vivir en una sociedad que implica la toma de decisiones esenciales para el bien común; pero, como
estos argumentos necesariamente se mueven en el terreno de la valoración, nada nos dicen acerca
del verdadero ser de las humanidades y constituyen por eso una amenaza difícil de superar para
los jóvenes que eligen una carrera en el ramo de las ciencias sociales.
Que las universidades del siglo xxi se estén volviendo corporaciones regidas por criterios
administrativos representa una segunda amenaza externa para las humanidades ya que el trabajo
de los profesores se equipara con la productividad exigida a un empleado de cualquier empresa. La
investigación, que es la actividad evaluada sobre todas las demás para establecer una jerarquía
entre los profesores, se “mide” sólo por la cantidad.
Con respecto a la cantidad, puede señalarse que, como único criterio universalmente reconocido
para adjudicarle el grado de excelente a un académico, resulta absurdo porque, como afirma Frank
Donoghue (2008: 39), “The glut of publications and planed publications renders the actual content
of books and articles almost insignificant. First and foremost, publication is a demonstration of
productivity”. Y con esos contenidos, que pueden ser muy malos, los profesores “buenos”, es decir,
los “activos”, los que publican mucho, son premiados y reconocidos con recursos económicos, y los
“malos”, los que publican esporádicamente, carecen de recursos y promociones. Esta situación ha
llegado a tal grado de insensatez que Robert Markley (citado por Donoghue, 2008: 45) habla de
“The production of the unreadable by the unprofitable”, porque, claro está, el “público” de estas
publicaciones es, en el mejor de los casos, el pequeño grupo de especialistas de otras instituciones.
Pero aquí no acaban los problemas porque, además, la investigación dentro de las humanidades se
concibe de manera equivocada. Desde la perspectiva de quienes evalúan a los especialistas en
humanidades, la investigación que éstos realizan debe equipararse a la que llevan a cabo los
científicos; pero en el fondo difieren notablemente: “No son los hechos almacenados en libros de
texto lo que constituye la ciencia, sino las preguntas que son formuladas y los problemas que
exigen solución” (Gombrich, 1999: 112). Esto implica que la ciencia siempre está orientada hacia el
futuro, pues las respuestas a las preguntas y las soluciones a los problemas son necesariamente
posteriores a su enunciación. En cambio, el trabajo de las humanidades se orientó desde sus
inicios al pasado: “Los humanistas del Renacimiento se preocupaban por un grupo de textos y
monumentos que deseaban recuperar, preservar e interpretar correctamente. […] La gama de
textos y monumentos que afectan hoy en día al humanista se ha ampliado enormemente, pero su
motivación básica es la misma” (Gombrich, 1999: 112).
Hecha esta aclaración, conviene centrar nuestro interés en las amenazas que enfrenta actualmente
la investigación en humanidades. Gombrich, siguiendo las ideas del mayor publicista de las ciencias
en el siglo xvii, Francis Bacon, fragmenta estas amenazas en su esquema de ídolos. El primero,
ídola quantitatis, se basa en la concepción científica de que la acumulación de datos conduce a la
verdad en forma de generalizaciones; este proceso inductivo es, además de innecesario, nocivo,
para las humanidades pues inhibe las preguntas generales que conducen a la valoración de una
obra determinada. El segundo, ídola novitatis, derivado también de la comparación con las
ciencias, parte del juicio de que la investigación en humanidades debe conducir a resultados
originales (novedosos); pero esto no es necesariamente así. “Si, como he argumentado, el
humanista se mantiene hasta cierto punto como un guardián de textos, la novedad no es su
preocupación primordial. […] En este aspecto, el humanista, como intérprete de nuestra herencia,
tiene algo en común con el ejecutante que interpreta un texto en el escenario o en la sala de
conciertos” (Gombrich, 1999: 117). El tercero, ídola temporis, consiste en el empleo de
herramientas o técnicas provenientes de tendencias teóricas, ciencias naturales o sociales,
producto de la moda de una época, que superponen a las obras antiguas visiones modernas que
por lo mismo carecen de validez para explicarlas; estos ídolos “prometen meramente originalidad
al sumir a sus adoradores en un conformismo pronosticable”, pues “No hay nada tan fatigoso como
la aplicación mecánica de cualquier fórmula a un tema tras otro” (Gombrich, 1999: 118). El cuarto
y último, ídola academica, corresponde sumariamente a las distinciones falsas y artificiales que se
han creado para el cultivo de las humanidades y que en realidad provienen de los intereses de
pequeños grupos de académicos que únicamente quieren defender su “parcela” dentro de las
instituciones educativas. “El lector avisado de cualquier texto debe formular inevitablemente
preguntas que lo conducirán hoy a la lingüística, mañana a la historia, y la semana próxima
probablemente a los estudios sociales” (Gombrich, 1999: 119). Si un estudiante normal intenta
hacer esto en las universidades de hoy, se encontrará con que los “guardianes de frontera” le
pedirán sus credenciales en caso de que quiera continuar con sus pesquisas.
La tercera y última de las amenazas externas para las humanidades actuales proviene de la
deficiente formación que se otorga, a nivel mundial, en las escuelas preparatorias, sobre todo en lo
que se refiere a las lenguas (que han desaparecido de los currículos escolares) y a culturas clásicas.
Dice George Steiner (1998: 129-30): “La mayor parte de la literatura occidental que estuvo
deliberadamente en interacción (pues las obras hacían eco de obras anteriores de la tradición, las
reflejaban o aludían a ellas), se está poniendo rápidamente fuera de nuestro alcance”. Las
alusiones y los motivos de los textos antiguos están más allá de nuestros referentes inmediatos y
por eso no son capaces de comunicarnos algo directamente; para leer a los clásicos necesitamos
glosarios, aparatos críticos y eso los convierte en objetos de museo. La terrible paradoja es que
para hacerlos accesibles tenemos que acabar con ellos.
Por lo que toca a las amenazas internas (algunas se han anticipado de alguna manera en los
párrafos anteriores) comprenden las luchas y la depreciación derivada de ellas, que los diferentes
grupos de estudiosos actuales, agrupados bajo el nombre de humanistas, sostienen entre sí para
legitimar sus puntos de vista.
Dentro de esta hermandad del texto de los humanistas actuales hay, sin embargo, prácticas
humanísticas, en el sentido tradicional del término, y prácticas anti-humanísticas. Como las
humanidades luchan actualmente contra un medio que en el mejor de los casos las ignora y en el
peor las menosprecia, se han refugiado en las universidades y son el patrimonio de unos cuantos
especialistas. Al respecto, afirma George Steiner (1998: 138): “Nunca hubo prodigalidad más
agitada de erudición especializada: estudios literarios, musicología, historia del arte, crítica y el
más bizantino de los géneros, la crítica y teoría de la crítica. Nunca florecieron más los
metalenguajes de los custodios o la arrogante jerga alrededor del silencio de la significación viva”.
Estos metalenguajes derivados de la teoría, al concebir el lenguaje real como una herramienta que
condiciona, limita y predetermina lo que “vemos” pues no registra la realidad sino que la crea
(Barry, 2002: 35), convierten al texto en un motivo constante de sospecha. Si el trabajo de los
humanistas —desde el Renacimiento hasta principios del siglo xx— consistió en la recuperación,
edición e interpretación de textos clásicos que sirvieron (por su altura moral y literaria) como
modelos de conducta y de estilo, ahora, para la teoría crítica, el trabajo “textual” consiste en la
negación del texto mismo, pues no hay uno mejor que otro (todos surgen de una situación socio-
política determinada que no debe ignorarse) y no se cree que exista tal cosa como la “naturaleza
humana” en el sentido de una norma que trascienda los límites de las razas, géneros o clases, ya
que en la práctica este concepto es eurocéntrico y androcéntrico, y se usa para marginar o para
negar incluso la “humanidad” de las mujeres o de los grupos menos favorecidos de las sociedades
modernas (Barry, 2002: 35-6).
Entonces, la práctica del texto, el camino abierto por las humanidades de raigambre clásica y
renacentista, se ha convertido, en las universidades actuales, en el terreno más fértil de la
especulación anti-textual en la que cualquier lectura se valida por su originalidad.18 Esto ha traído
como consecuencia que mientras los profesores en esta área disminuyen, se repliegan en el
diálogo o en la diatriba con sus pares y esperan a que los estudiantes vuelvan al “digno” camino de
las “humanidades”. Éstos se desarrollan en una sociedad que orienta el esfuerzo académico a la
obtención de un trabajo. Pero la brecha se amplía cada día más y pone en jaque a las humanidades
como área “viable” para la asignación de recursos económicos por parte de los gobiernos en todo
el mundo.
Los términos y las distinciones que se han usado hasta hoy para discutir sobre este tema son de
origen clásico, aunque a lo largo de los siglos hayan cambiado de apariencia o se hayan
enriquecido con matices que no tenían en un principio. De ahí la importancia de la exposición
histórica.
Sabemos que las humanidades pueden confundirse con la filantropía, como lo señaló Aulo Gelio;
que pueden considerarse como las artes (técnicas) y las áreas de estudio, de acuerdo con Cicerón y
Quintiliano, que forman mejor el carácter y guían la actividad del hombre público por excelencia, el
orador; que la discusión sobre ellas puede abrirse en dos direcciones no opuestas pero sí por
momentos irreconciliables: las palabras o las cosas, el discurso o el pensamiento.
Si eliminamos, las connotaciones impuestas a la palabra humanidades que los siglos han ido
acumulando en su significado, ¿qué queda de ella?
Los enfoques que pretenden ver en las humanidades un camino para alcanzar esa naturaleza ideal
que nos hace diferentes (y nos aleja, por tanto) de los animales, es decir, que conciben a las
humanidades como prácticas que conducen a un buen fin, caen en el terreno de la valoración (de
lo opinable o subjetivo) y tienen el defecto agregado de indicar muy escasamente en sus
programas cómo en la práctica educativa cotidiana se espera lograr ese fin “very little beyond the
dogmatic statement that some subject matters are more humanistic tan others and hence ought to
be studied.” (Crane, 1967: 6).
Tampoco podemos sostener ya que las humanidades son los estudios y las prácticas textuales de
los antiguos escritores grecolatinos en sus lenguas originales, porque dichas lenguas ya no se
estudian en las escuelas y son patrimonio exclusivo de unos cuantos expertos. En este sentido,
podríamos decir que las humanidades están tan muertas como el latín de Cicerón y el griego de
Homero.
Menos aún, vale suponer que las humanidades se parecen a las ciencias (naturales o sociales),
porque mientras éstas, como revisamos páginas arriba, buscan un conocimiento nuevo (futuro) a
través de la acumulación de datos. Las humanidades proceden en sentido inverso (histórico) y
tienen como objetivo principal la transmisión de la cultura. Por eso, la crítica hecha por Bacon en el
siglo xvii es perfectamente válida: las humanidades no buscan producir conocimientos nuevos;
pero es que no es ese su objetivo.
¿Cómo definir entonces a las humanidades? ¿En función de qué principio? Lo primero que
sorprende en este sentido es que en una obra tan exhaustiva y erudita como la de R. S. Crane
(seguramente la más completa sobre el tema), después de describir, en casi doscientas páginas, la
historia de la idea de las humanidades, afirme: “the thesis I want to propose is that, although the
humanities have been cultivated with great ardor since the Renaissance and are still cultivated,
they have never yet in this long period been constituted as the humanities in any full sense” (1967:
168). Es decir: las humanidades, contrariamente a lo que comúnmente se cree, no forman un
cuerpo de doctrina ni forman una teoría del conocimiento; y sin embargo, sí tienen objetos de
estudio: “the objects of the humanities are thisthings: they are gramatical discourse, they are
events, they are examples or style, they are expressions and communications” (Crane, 1967: 168-
169). ¿Y cuáles son los objetos que reúnen todas esas características en unidades diferenciables?
Los textos.
Lo que comparten los humanistas de la actualidad, lo que los define, son las prácticas en torno al
texto: la historia, la filosofía y las letras parten de los textos y llegan a los textos; sus trabajos y sus
días transcurren en la transmisión, el análisis y la producción de textos, mientras que el modo de
trabajo de las ciencias (llámense naturales o sociales) parten de la experimentación, o de la
práctica de campo, y utilizan al texto como un vehículo, nunca como un objeto de estudio en sí. Su
fin es la comprobación de una hipótesis y la formulación de una teoría. Se pueden conocer las
teorías científicas sin haber leído siquiera los textos originales que las plantearon; pero, ¿se puede
conocer El Quijote sin haber leído El Quijote?
Pero ¿cómo podemos caracterizar esta unidad básica de las humanidades, el texto?
Etimológicamente, la palabra proviene del latín tӗxtum, ‘tejido’ en el sentido literal. Es pues,
metafóricamente hablando, un tejido de enunciados u oraciones que forman una unidad en razón
de su cohesión lingüística y de su coherencia semántica. Ducrot y Todorov (2006: 337) agregan que
debe definirse por su autonomía y su clausura (para diferenciarlo del párrafo, por ejemplo), y que
se divide en: aspecto verbal (elementos lingüísticos), aspecto sintáctico (relaciones entre dichos
elementos) y aspecto semántico (significados de las unidades y de sus relaciones). Estos aspectos
tienen su propia complejidad; no obstante, y fundamentan los diferentes tipos de análisis textual:
retórico, narrativo y temático. Esas son las tareas básicas de un humanista actual, pero mezcladas
con la transmisión de los rasgos culturales que cada texto encierra en su particular modo de
expresión, género y contenido desde variadas perspectivas, que constituyen las técnicas propias de
las letras, la filosofía, la historia y la crítica entendida como comentario subsidiario del texto, que
“debe ocupar su modesto lugar entre las notas al pie de página” (Gombrich, 1999: 117).
Needless to say, the first and foremost of the skills necessary for the humanities are
languages, including a mastery of the mother tongue and, if possible, of the classical
languages […] I am not advocating language skills because of the access they give to
students to a greater range of literature: languages are the most important depositories of
any culture.
Esto desde luego no implica que debamos volver al estudio exclusivo de los clásicos grecolatinos,
pues es resulta evidente que cada una de las lenguas tiene su propia herencia de autores
considerados como clásicos, que han producido miles de textos para el estudio y la transmisión de
cada cultura en particular.
Es deseable que a las humanidades actuales se le supriman los complejos (no es mejor ser
científico que ser el custodio del legado cultural de un pueblo) y acepten que sus métodos de
trabajo y sus objetivos son diferentes; como afirma Gombrich (1999: 118):
Es muy característico de las humanidades el hecho de que nuestras pruebas sean muy
fragmentarias y que tengamos que componérnoslas con retazos de información
accidentales. Debemos resignarnos a la realidad de que nada sabemos sobre la vida sexual,
los hábitos alimenticios, los ingresos y las ideas políticas de Shakespeare, y que, por lo
tanto, no nos es posible situar su vida y sus obras en la senda de ninguna de las actuales
teorías sobre la conducta humana.