SKA058 - Silver Kane - La Muchacha India

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LA MUCHACHA INDIA

© SILVER KANE
Texto
© BOADA-NORMA
Cubierta

1.ª edición: mayo de 1987


1.ª edición en América: noviembre de 1987

Esta publicación es propiedad de


EDITORIAL ASTRI, S A.
Aptdo. Correos 86008 – Barcelona

ISBN: 84-7590-368-1
Depósito legal: B. 18.026 - 1987

Printed in Spain
Impreso en España
GRAFIC/cas. Teodoro Llorente, 14, letra D
CAPÍTULO PRIMERO
El agudo grito de guerra resonó a través de la llanura.
Los hombres que estaban sitiados tras los carros y los sacos de arena
miraron como alucinados aquella especie de marea infernal que iba a
desplomarse sobre sus cabezas.
Era el tercer ataque.
Los otros dos habían dejado sus fuerzas tan diezmadas que apenas
podrían resistir un nuevo asalto, a poco fuerte que este resultara. Y el tercer
ataque resultaba no solo fuerte, sino arrollador.
No comprendían de dónde Cara Serena, el temible jefe sioux, había
logrado sacar tantos hombres.
El campo estaba cubierto de cadáveres, y sin embargo estos seguían
saliendo de todas partes: de los cañaverales, de las vaguadas, de las cimas de
las colinas. Diríase que el mundo entero estaba lleno de ellos. Y su salvaje
grito de guerra, mientras avanzaban, hacían estremecer a los escasos
veinticinco defensores de la posición, a los que el rifle empezaba a temblar
entre las manos.
El coronel Ringold miró ante sí.
Era un hombre alto, delgado, que había ascendido luchando siempre en
las sucesivas fronteras indias. Se preciaba de conocerlos muy bien, pero Cara
Serena, a pesar de su hermoso nombre, era el que más trabajo le había dado
en su vida entera.
Patton, el hombre que estaba a su lado, temblaba materialmente de
miedo. Apenas podía sostener el revólver.
Patton era administrador civil de las reservas. Había estado en varias de
ellas, dejándolas esquilmadas una tras otra. La última en que había actuado
era la de Cara Serena.
El coronel masculló:
—Bueno... Creo que es el último asalto.
—Van a arrollamos...
—No tenga la menor duda.
—¡Y a mí me descuartizarán! —gritó Patton—. ¡A mí me harán
arrastrar por sus caballos!
—Y no les faltará razón. Tengo la sensación de que esta revuelta india
es culpa suya, Patton, pero yo no soy quien para juzgarlo. En todo caso, ya
no vale la pena.
Patton gritó, presa de un ataque de nervios:
—¡Tiene que hacer algo! ¡No puede permitir que muramos así!
—¿Y cree que voy a consentirlo?
El coronel alzó el brazo mientras aullaba:
—¡Fuego...!
Una descarga cerrada partió del recinto de los sitiados. Varios indios
saltaron de sus caballos como si los hubieran disparado con catapulta.
Pero los otros se acercaban cada vez más veloces, dispuestos al último
asalto.
—¡Fuegoooo...!
La barrera de plomo provocó nuevas caídas, pero los demás atacantes
siguieron avanzando.
Ya no había quien los detuviera. Los más próximos estaban apenas a
cincuenta yardas.
Quedaba tiempo para otra descarga más.
—¡Fuegoooo...!
Ahora fueron menos los que dispararon, porque en el ínterin habían
habido varias bajas. Y también lo hicieron con menos puntería, porque
apenas cayeron un par de indios.
El coronel se dio cuenta de que todo estaba perdido. Gritó:
—¡Reuníos junto a la bandera! ¡Vamos a morir ahí!
La enseña de su regimiento, el II de Alabama, aún estaba en pie. Los
escasos soldados que aún quedaban vivos se congregaron en torno a ella,
dispuestos a morir con honor.
Patton se arrastraba por el suelo, intentando escabullirse.
Estaba loco da terror.
Los jinetes indios saltaron por encima de los débiles parapetos y se
dispusieron, lanzando aullidos para la matanza final. Era fácil reconocer a
Cara Serena por su rostro algo más claro que el de sus hombres y su largo
penacho de plumas.
De pronto, antes de que sus hombres empezaran a manejar los
mortíferos tomahawaks, gritó algo que en aquellos momentos nadie esperaba
oír:
—¡Alto! ¡Quietos! ¡Bajad las armas...!
Los escasos soldados que quedaban con vida le miraron asombrados.
Los jinetes indios, que ya se disponían a celebrar una hermosa jornada
de sangre, se quedaron expectantes.
Pero Cara Serena se interpuso entre ellos y los sitiados enemigos. Su
bastón de mando, adornado con plumas; se movió enérgicamente de un lado
a otro. Patton, a quién ya le parecía sentir el olor de su propia sangre, se
revolvió en el suelo como una rata asustada.
—¡Basta! —gritó Cara Serena—. ¡Coronel Ringold, quiero parlamentar!
Ringold no podía dar crédito a sus oídos.
Parlamentar ahora, cuando podía deshacerlos sin ningún esfuerzo...
Era demasiado hermoso para creerlo, pero de todos modos Ringold
decidió no desaprovechar la ocasión. Y dejó caer su arma al suelo, indicando
a sus hombres que hicieran lo mismo.
En un instante la tierra se cubrió de revólveres, puñales y rifles.
Los soldados habían quedado desarmados ahora, pero Ringold sabía que
podía permitirse eso. Los sioux raramente faltaban a una palabra, y Cara
Serena menos que ningún otro. Si había dicho que pensaba parlamentar,
podían estar seguros de que no los mataría.
Patton, caminando de rodillas sobre el polvo, se unió a los soldados.
Casi se abrazó a las piernas del coronel.
—¡No le crea! ¡Va a matamos! ¡Lo ha hecho para que no podamos
defendernos! ¡Esto va a ser una degollina!
Ringold le dio un puntapié y lo envió lejos, entre las patas de los
caballos indios.
—¿De verdad quieres parlamentar, Cara Serena?
—Eso he dicho.
—Yo soy un militar y conozco bien la situación. ¿Te das cuenta de que
podrías matarnos si quisieras?
—Claro que lo sé... Sólo tendría que dar una orden a mis guerreros e
inmediatamente vuestras cabezas rodarían por el polvo. Pero al conjuro de la
matanza vendrían otros soldados y luego otros, y mi pueblo acabaría por ser
destruido. Prefiero parlamentar ahora para que os deis cuenta de mí buena
voluntad. Para que veáis que no soy un asesino indio.
Ringold hizo un gesto de asentimiento.
Él también era partidario de parlamentar, y mucho más en aquellas
circunstancias.
—Tú elijes el lugar —murmuró.
—Mi campamento. Y mientras tanto cada bando podrá enterrar a sus
muertos.
—Es un honrado trato entre guerreros. Lo acepto.
Patton, que ya había vuelto, se abrazó nuevamente a sus piernas.
—¡No puede parlamentar, coronel! ¿No comprende que su primera
condición será pedir mi cabeza? ¡Querrá matarme!
—Desgraciadamente su cabeza será lo único que no podré concederle,
Patton. Aunque con gusto lo haría.
—¡Es una trampa! ¡Manténgase fuerte, coronel! ¡Él está agotado porque
en los dos asaltos anteriores ha perdido a sus mejores hombres! ¡Mire qué
guerreros! ¡Son apenas unas docenas! ¡No nos hubiera vencido con esas
fuerzas! ¡Son menos de los que creíamos!
Ringold hizo un gesto burlón.
—No iba a vencernos, ¿eh? Muy bien, pues si quiere le digo que sus
guerreros continúen con lo que estaban haciendo...
—¡No! ¡Eso no!
—Pues entonces no queda más remedio que parlamentar. Y ahora basta
de charla, Patton. Cierre de una vez su sucia boca.
Patton accedió de mala gana.
Estaba lleno de temor porque sabía que era su actuación como
administrador civil de la reserva lo que había provocado la rebeldía de los
sioux, y que aquello iba a acabar muy mal para él. Pero no le quedaba más
remedio que aguantarse y esperar los acontecimientos.
El coronel ordenó que los muertos fueran enterrados. Y Cara Serena
dispuso que sus guerreros hicieran lo propio.
Un par de horas después lo que había sido feroz campo de batalla estaba
limpio de cadáveres. Pero a los lados del mismo se extendían, tristes y
solitarias ya, las hileras de tumbas.
Entonces todos los antiguos combatientes montaron.
Muchos caballos habían muerto, pero eran más los que no tenían dueño.
Y hubo monturas sobradas para todos, a fin de dirigirse al campamento indio.
En este no quedaban más que las mujeres, los viejos y los niños.
Era cierto lo que había dicho Patton acerca de que el jefe sioux ya no
tenía reservas y había lanzado todos sus hombres al combate, jugándose la
última carta.
Ringold había estado más cerca de la victoria de lo que supuso. Le
hubiera bastado con rechazar el último ataque indio, pero como militar sabía
que eso era imposible.
Los dos hombres se sentaron a un lado del campamento, cerca de la
tienda del jefe, mientras los guerreros formaban un amplio círculo en torno
suyo.
Los escasos supervivientes del II de Alabama habían quedado también
cerca del campamento, unos repasando sus uniformes destrozados y otros
cuidando sus heridas.
Ni uno de ellos lamentaba aquella situación. Una paz en la tierra india
que les había tocado guarnecer era lo mejor que podían soñar.
—Me doy cuenta de por qué has pedido negociaciones de paz —dijo—.
Ya no tienes guerreros.
—¿Y tú? ¿Los tienes?
—Hubiera podido pedir refuerzos.
—¿Habrías podido hacerlo después de muerto? —preguntó
burlonamente Cara Serena.
—Bueno, dejémonos de ceremonias —dijo Ringold ásperamente,
moviendo la mano derecha—. Yo soy un militar, no un comediante. Tú me
habías puesto la bota en el cuello y yo no tengo más remedio que conversar.
A ver, habla.
Cara Serena cruzó los brazos calmosamente.
—He sabido que tienes facultades para concertar una paz conmigo, sin
necesidad de que también la firmen los grandes jefes blancos.
—Así es. Tengo plenos poderes para toda la zona.
—Bien. Escucha mis condiciones.
—Te advierto de antemano que no puedo concederte lo primero que vas
a pedirme. De ningún modo puedo consentir que se sacrifique al
administrador Patton.
—Te equivocas. No pienso pedir su cabeza.
—¿No?
—Te sorprende, ¿verdad? La rebelión empezó justamente por sus
engaños, negocios sucios y vejaciones.
—Sí... Claro que me extraña.
—Sólo te pido su inmediata destitución. Y que no vuelva a aparecer en
tierras de los sioux.
—¡Concedido! —gritó Ringold inmediatamente, casi con entusiasmo.
—Escucha mi segunda condición: Tus hombres no tomarán ninguna
represalia.
—Puedes estar seguro de ello.
—No entrarán en nuestro territorio sin mi consentimiento. Y para la
elección del nuevo administrador, hará falta nuestro acuerdo.
Ringold asintió con un movimiento de cabeza.
Todas aquellas peticiones le parecían muy razonables. El mismo las
había propuesto alguna vez en Washington para que reinara la paz en las
reservas indias.
—Y nada más —dijo Cara Serena—. Si tú aceptas, nuestros guerreros
se retirarán inmediatamente a la reserva y la lucha cesará.
—Yo también tengo una condición —murmuró Ringold—. Una sola.
—Dila.
—Que nos devolváis nuestras armas y digáis a quién os pregunte que no
hemos sido vencidos en esta batalla.
—Puedes contar con ello. Diremos que la lucha ha cesado por mutuo
acuerdo.
—Aceptado —dijo Ringold—. Yo mismo extenderé el tratado. Y un
intérprete lo traducirá a tu lengua, para que lo firmemos los dos.
Inmediatamente su ayudante le trajo la cartera donde se guardaban los
documentos más reglamentarios, papel timbrado y el sello del regimiento.
Ringold extendió el tratado, en puntos breves y sencillos, y a continuación el
único guía que había quedado vivo, y que era un sioux renegado, lo tradujo a
su lengua.
Cuando estuvo firmado. Cara Serena murmuró:
—Ahora quiero darte una nueva garantía de paz.
—¿Garantías? No las necesito.
—Te la voy a dar porque también es una garantía para mí —dijo Cara
Serena, lentamente—. Lo que vamos a acordar ahora no figura en el tratado
porque me basta tu palabra de guerrero. Pero la cuestión es la siguiente:
Muchas veces se me ha dicho que los sioux pasamos hambre porque no
sabemos cultivar la tierra; que morimos de enfermedad porque entre nosotros
no hay médicos, y que terminaremos desapareciendo porque entre nosotros
no hay maestros ni personas que sepan interpretar la vida tal como es ahora,
no como fue enseñada a nuestros antepasados hace siglos. Por eso voy a
confiarte a mis dos únicos hijos.
Ringold parpadeó, sorprendido.
—¿Tus... hijos?
—Sí. Quiero que se eduquen con los hombres blancos para que un día
puedan gobernar a mí pueblo con más justicia y sabiduría que yo. Te daré
dinero para que puedan ser educados dignamente, y si hace falta más, me lo
pides. Yo te creeré siempre. Dentro de unos años si ellos quieren volver,
podrán hacerlo con más dignidad que ahora.
Dio dos palmadas. Inmediatamente, de una tienda contigua surgieron
dos personas.
Una de ellas era un indio típico, de unos veinte años, con músculos de
acero y mirada inteligente y noble. Vestía aproximadamente como Cara
Serena y estaba levemente herido, lo cual indicaba que había participado en
la lucha, aunque Ringold, claro está, no había podido fijarse particularmente
en él.
Pero fue la segunda persona la que llamó verdaderamente la atención
del coronel. La muchacha.
Esta vestía una falda de ante y un chaquetón del mismo material.
Llevaba los cabellos recogidos en dos largas trenzas. Y debía contar unos
diecisiete años.
Ringold quedó asombrado.
Era no solo la india más bonita que había visto en su vida, sino que
muchas blancas no podían compararse a ella. Y en realidad había algo en
aquella
muchacha que no era propio de las indias.
—Esta es mi única hija —murmuró Cara Serena—. Tiene un nombre
como los que usáis vosotros. Se llama Sarah...
Ringold musitó con un soplo de voz:
—Pero si es una blanca...
CAPÍTULO II
—Por descontado que tiene sangre blanca —dijo Cara Serena,
lentamente—. Su madre era de vuestra raza.
—¿Era? ¿Es que ha muerto?
—No. Marchó de aquí. Para ella la vida que llevamos en la reserva era
demasiado dura. Marchó y no la he vuelto a ver.
Ringold se pasó una mano por la frente.
—Mira, los encarguitos en que hay chicas de por medio no me gustan ni
pizca...
—Sarah no es una chica en el sentido vulgar de la palabra. Es toda una
mujer, con más conocimientos y moral que muchas de las vuestras.
—De acuerdo, de acuerdo... ¿Pero qué he de hacer con ella? Yo no
estoy acostumbrado a tratar con mujeres. Nunca me he casado y, desde
luego, no he tenido hijos.
—Debes procurar que sea educada como las otras muchachas blancas.
Llévala a un buen colegio. Dinero no te ha de faltar, porque yo te lo daré. Y
oportunidades tampoco, porque eres un gran jefe blanco.
—No creas que soy un gran jefe... Un coronel es uno más entre el
enorme ejército del Gran Padre de Washington. Pero acepto tu encargo...
siempre que
ellos estén conformes, naturalmente.
—Lo están. Al menos, el muchacho, que quiere educarse en una escuela
militar blanca.
—¿Y ella?
—Ella no ha dicho nada, porque no ha sido preguntada. Las mujeres no
tienen voluntad.
—Pues en eso nos lleváis gran ventaja —murmuró el coronel—. Porque
lo que es en la tierra de los blancos...
Y le tendió la mano. El trato estaba cerrado entre dos nobles enemigos.
Estaba aceptado, sin necesidad de firmas, entre dos hombres que creían en el
honor.

***

Patton, el ex administrador civil de la reserva, empezó a recobrar las


agallas al ver que no había volado su cabeza. Y se lo dijo al coronel Ringold.
—El acuerdo que acaba de firmar es una insensatez. ¡Y no puedo ser
destituido porque he sido nombrado por el Gobierno!
—Y el Gobierno me ha delegado a mí para que haga y deshaga en la
zona de la reserva sioux.
—¡No puede! ¡No es más que un coronel!
—Pero tengo el mando absoluto en esta parte desde que ha sido
declarada zona de guerra. ¡Y ahora cállese de una maldita vez! ¡Bastante he
hecho con
salvarle la cabeza!
Patton masculló:
—Los acuerdos no serán cumplidos...
—Sí, ya sé que esa es una especialidad de nuestro Gobierno... No sé
cómo los indios nos creen aún. Desde Washington tratarán de deshacer ese
pacto, pero mientras yo viva lo defenderé con uñas y dientes. Aunque tenga
que liquidar a los que traten de incumplirlo.
—Está muy agradecido a ese maldito indio. Cualquiera diría que...
—... ¿Qué le debo la vida? Pues sí, así es. Y usted más que yo, Patton.
No olvide que podía habernos pasado a cuchillo en vez de negociar. Ha
demostrado que quiere paz.
Patton aulló:
—¡Con militares como usted no iremos a ninguna parte!
—Y con civiles como usted tampoco, Patton. No olvide que si casi todo
el II de Alabama ha sido destruido fue porque usted obligó a los indios a
sublevarse. ¡Y ahora no hablemos más de esto! ¡Cállese o lo hago balear por
un centinela con la excusa de que no ha sabido darle el santo y seña!
Patton decidió callar.
Sabía que Ringold era lo bastante recto para cumplir sin reparos aquella
amenaza.
Mientras cenaban en la tienda de campaña que habían hecho instalar a
buena distancia del campamento indio, en la nueva sede del II de Alabama,
Patton iba rumiando acerca de sus posibilidades.
No se le ocultaba que estas eran muy escasas. Lo que Ringold había
hecho, sería más o menos respetado en Washington. No se aceptaría, desde
luego, lo de no tomar represalias contra los indios, pero él no volvería a ser
administrador de una reserva donde tantos beneficios había obtenido.
El deseo de venganza iba creciendo en él.
Tenía que hacer algo para salir de aquella situación, algo que le
permitiera rehacer su fortuna destruida.
De pronto, Ringold comentó:
—Olvidaba un deber de cortesía. Voy a presentarlo a nuestros nuevos
huéspedes.
—¿Huéspedes?
—Sí. Dos personas de las que me he hecho cargo.
Y ante el asombro de Patton, hizo entrar en la tienda a los dos hijos de
Cara Serena.
Patton los conocía, porque no en vano había sido administrador de la
reserva. Odiaba al hijo, a Rostro Azul, a quién él llamaba James para
entenderse mejor. Y deseaba con todas sus fuerzas a Sarah, a quién sin
embargo no se había atrevido a mirar nunca en presencia de su padre, por
temor a la venganza de este. Porque los sioux consideraban el mayor
deshonor el que su hija o su mujer le fueran arrebatadas y que la afrenta no se
lavase con sangre.
Pero ahora no estaban en presencia de un jefe indio, sino de un coronel
blanco. Y por eso Patton se atrevió a que sus ojos de halcón se clavaran en el
cuerpo de la muchacha.
Ella lo notó, pero no hizo el menor gesto ni ningún comentario.
Simplemente, se limitó a ignorar al hombre.
—Voy a invitarlos a mí mesa —dijo el coronel.
—¿A esos dos? ¡Pero si aún comen la carne cruda!
—Me temo que se equivoca, Patton. En muchos aspectos tienen cosas
que enseñarnos.
—La chica sí que tiene algo que ensenar, desde luego.
Los ojos del coronel relampaguearon.
—No olvide que lo del centinela aún queda en pie, amigo mío —
advirtió—. Y algunos tienen una endiablada puntería.
Patton decidió tragarse la lengua por el momento, sobre todo al notar
que los dos jóvenes comían tan correctamente como unos oficiales recién
salidos de West Point.
Pero sus ojos no pudieron apartarse ni por un momento del cuerpo de la
chica.
La deseaba tanto, que había momentos en que sentía una especie de
fiebre.
CAPÍTULO III
Los tres hombres llegaron a caballo por la estrecha senda que llevaba a
territorio sioux. No les gustaba ni pizca aquello, pero les habían asegurado
que no corrían el menor peligro.
En efecto, así era.
De pronto, una voz dijo desde la espesura que había a un lado y otro del
camino:
—¡Alto! Habéis llegado.
Los tres jinetes se detuvieron con la mayor confianza, porque acababan
de reconocer aquella voz.
Patton surgió de la espesura.
A pesar de llevar bastantes días viviendo de mala manera, se le podía
considerar un hombre elegante, en comparación con aquellos tres jinetes.
Porque resultaba difícil encontrar tres tipos peor vestidos y de aspecto más
patibulario.
Saludaron a Patton llevándose las manos a las alas de los sombreros.
—Malas noticias, ¿no? —murmuró uno de ellos.
—¿A vosotros qué os importa?
—No sea imbécil. Cuando nos ha llamado, tiene que ser porque las
cosas no marchan demasiado bien.
—Me hacéis falta, eso es todo.
—Como nos ha necesitado en todos sus manejos. Cuando había que
hacer algo en la reserva india, éramos nosotros quienes lo hacíamos. ¿Y
ahora qué? ¿Qué es lo que se le antoja?
—He perdido mi puesto en la reserva —confesó llanamente Patton.
—Era de esperar. Iba de granuja en granuja...
—A vosotros no os incumbe eso...
—Bueno... ¿Qué es lo que quiere, en resumen? Hemos recibido su
mensaje y estamos aquí. No hemos venido desde tan lejos simplemente para
discutir si está usted triste o alegre.
—Lo que tenéis que hacer es muy sencillo. ¿Habéis oído hablar del
coronel Ringold?
—Sí... Se le menciona bastante por ahí. El jefe del II de Alabama, ¿no?
—El jefe de lo que queda del II de Alabama —corrigió Patton—.
Acampa cerca de aquí y uno de vosotros tendrá que liquidarlo.
—Oiga... Esto es meterse en líos demasiado grandes. Por mucho menos
le adornan a uno el pescuezo con una cuerda.
—Hay tres mil dólares a ganar. Mil para cada uno.
Los sicarios lanzaron al unísono un silbido.
—Eso es distinto. Siempre y cuando el plan sea inteligente, lo
llevaremos a cabo.
—Lo he preparado de un modo tan sencillo, que no puede fallar —dijo
Patton—. El mismo me dio la idea, el muy imbécil. Hay un puesto de guardia
muy cerca de aquí, y él pasea cada anochecer en compañía de sus dos nuevos
amigos, dos cochinos indios. No faltan ahora ni treinta minutos para que eso
ocurra, y siempre pasa dos veces delante del centinela.
—Pues mal sitio para matarle, ¿no? Habiendo cerca un soldado que
estará vigilante...
Patton les hizo una seña.
—Venid.
Los tres hombres se adentraron por la espesura, siguiéndole. De pronto,
se detuvieron ante una nueva seña de Patton.
—Mirad.
Los tres hombres lanzaron un respingo.
Semioculto entre los matorrales estaba el cuerpo de un soldado vestido
con un uniforme azul. El rifle con el que había estado montando guardia aún
se encontraba frente a él. Lo habían estrangulado acercándose por detrás
silenciosamente y pasándole un lazo.
—¿Lo ha hecho usted, Patton?
—Sí. Y hay que enterrar enseguida a ese hombre, después de que uno de
vosotros se vista con sus ropas.
—¿Cuál es su plan?
—Parece mentira que no lo hayáis comprendido aún. El que se vista con
el uniforme, ocupará el lugar del centinela, que ahora está vacío. Pero hay
que nacerlo pronto, antes de que alguien se dé cuenta.
Los tres sicarios no necesitaron más explicaciones.
Mientras dos de ellos cavaban una fosa, el tercero Barton, que era aquel
cuyas medidas más se correspondían con las del muerto, se cambió
febrilmente de ropas. Unos minutos después parecía un auténtico soldado.
Incluso empuñaba el rifle como si hubiera estado haciendo instrucción toda
su vida.
—El coronel pasará con dos jóvenes, un indio y una india —exclamó
Patton—. Ni siquiera se fijará en ti, porque creerá que eres el centinela de
tumo. Se limitará a contestar a tu saludo. Y cuando acabe de pasar, le vuelas
la cabeza.
—¿Y a los indios?
—Tienes que hacer lo mismo con el muchacho. En cuanto a la chica,
nosotros nos ocuparemos de ella.
—De acuerdo. Y creerán que todo lo ha hecho un centinela loco que
luego se ha dado a la fuga. Porque este cadáver —señaló la fosa que estaban
abriendo— no lo encontrarán.
—Pondremos ramajes por encima y la disimularemos bien —reafirmó
Patton—. No darán con ella, aparte de que no creo tampoco que la busquen.
—De acuerdo. En marcha.
Uno de los tres hombres se quedó atrás, disimulando la fosa. Patton y
los otros siguieron por el sendero.
No tardaron en ver el puesto de guardia vacío. Era el último puesto del
campamento.
—Colócate ahí.
—De acuerdo.
Patton y su otro sicario se agazaparon entre la espesura. Unos minutos
después vieron a tres figuras que avanzaban.
Una era la inconfundible silueta del coronel. A su derecha, alto y
erguido, iba James, el muchacho indio, hijo de india. Y al otro lado su
hermana Sarah, hija de mujer blanca.
Como Patton había dicho, el coronel ni siquiera se fijó en aquel
centinela que era uno de tantos.
Respondió a su saludo y siguió caminando distraídamente, mientras
conversaba con los dos hijos de Cara Serena, a los que le unía ya una buena
amistad.
James musitó de pronto:
—Coronel...
—¿Qué?
No se mueva y no aparente sorpresa, pero me parece que a ese centinela
no le he visto nunca en el escuadrón. Además, no lleva las botas
reglamentarias.
En efecto, las botas eran lo único que el sicario no se había cambiado,
para ganar tiempo.
—¿Quieres decir que...?
El coronel fue a volverse, pero ya no tuvo tiempo.
La detonación llegó vagamente a sus oídos mientras tenía la rara
sensación —porque no le causó dolor— de que su cabeza casi se separaba
del tronco. Y así era, en efecto, porque la bala, disparada a muy poca
distancia, le había volado el cráneo.
James lanzó un aullido de guerra.
Fue a sacar su cuchillo única arma que llevaba, pero en aquel momento
el falso centinela disparó por segunda vez. Y también lo hizo a matar.
La bala alcanzó a James en el pecho y el joven cayó
de costado. Pero aún no estaba muerto porque intentó rehacerse.
Lanzó el cuchillo con todas sus fuerzas y estuvo a punto de alcanzar al
falso centinela. Este consiguió ladearse en el último segundo.
Dos siluetas surgieron entonces por entre la espesura, moviéndose en la
penumbra que ya empezaba a cubrirlo todo.
Arriba, en el campamento; sonó un cornetín de alarma. Patton se dio
cuenta de que no podían perder ni un segundo.
Extrajo un cuchillo y segó de un tajo el cuello de James, mientras su
segundo sicario se abalanzaba sobre Sarah.
La muchacha trató de resistirse, pero un golpe en la nuca la hizo caer
hacia adelante, sin sentido.
El centinela abandonó su puesto y también cargó con ella. Los tres
hombres se difuminaron como fantasmas en la penumbra del anochecer.
CAPÍTULO IV
Cara Serena hacía honor a su apodo en estos momentos. Sus facciones
estaban impasibles y rígidas, como si no le dominara ningún sentimiento. A
pesar de haber visto poco antes el cadáver de su hijo, y aunque sabía que su
hija había desaparecido, no dejaba que ninguna emoción llegara a sus
facciones y a sus ojos.
Pero los que le conocían bien sabían la tempestad que bullía en su
interior. Y sabían por qué había reunido a aquellos cuatro hombres.
Los cuatro parecían hermanos, pero no lo eran. Tenían una edad
indefinible. Sus ojos eran pequeños y astutos, y diríase que brillaba en ellos
algo diabólico.
Cara Serena murmuró:
—Vosotros sois los que administráis justicia en la tribu. Sois los cuatro
asesinos de los sioux.
Los hombres, silenciosos, asintieron lentamente.
—El dolor que he sentido por la pérdida de mí hijo me ha impedido ver
las cosas claras hasta ahora —susurró Cara Serena—. Por unos momentos he
creído, como todos, que aquello era obra de un centinela que se había vuelto
loco. Pero luego he reflexionado y creo que la verdad es distinta.
Los cuatro indios seguían mirándole en silencio.
—Patton, que parecía sentir mucho esa muerte, se ha ido, alegando que
tenía que informar a sus superiores —continuó Cara Serena—. Debí haber
comprendido antes que era una treta para alejarse de aquí, una vez cometido
su crimen. Pero ahora ya es tarde, y no queda otro remedio que perseguirle.
Eso es lo que vais a hacer.
Los cuatro asintieron de nuevo silenciosamente.
—Vosotros conocéis las artes del veneno, del cuchillo, de la serpiente
ponzoñosa y del lazo de seda que mata —susurró el jefe sioux—. Tenéis que
buscar a Patton donde quiera que esté y convertirlo en un cadáver, sobre el
cual escupiréis. Y también buscaréis a los hombres que le han ayudado,
porque sin duda eso no lo ha hecho solo. Todos deben morir con la misma
marca del horror en sus caras. Sobre todos sus cadáveres escupiréis
lentamente.
Se puso en pie. La breve conferencia había terminado.
A aquella clase de hombres no hacía falta decirles nada más.
—No les deis ninguna oportunidad de defenderse —dijo como última
advertencia—. Recordad que deben morir con la marca del horror en sus
rostros.
Una hora después, los cuatro asesinos salían silenciosamente del
campamento indio, abandonando en secreto la reserva. Todos llevaban ropas
como las usadas por los hombres blancos. En muchos lugares sabrían, al
verlos, que eran indios fugitivos, pero no resultaba fácil que les detuvieran
antes de haber terminado su misión.
La primera población a la que llegaron fue Giskell.
Como en casi toda la zona militar, había allí muchísimos soldados, la
mayor parte de los cuales estaban con permiso. El hotel estaba abarrotado.
Los dos saloons, que eran de ínfima categoría, también.
Sólo uno de los indios entró en la ciudad. Llevaba un pequeño tubo
hecho con maderas, ahuecando un delgado tronco. Y se dirigió al hotel, pero
entró por la puerta de las cuadras.
El que limpiaba el local era un indio como él, pero un indio que había
obtenido permiso para residir con los blancos.
—Hermano... —susurró.
El otro le miró con asombro.
—¿Qué has venido a hacer aquí?
—Quiero que me des una información. Tú sabes qué gente ha entrado y
salido de la ciudad.
—Sí. Me he fijado en todos.
—Conocerás a Patton.
—Desde luego.
—¿Lo has visto?
—Sí, pero no se ha quedado en la ciudad. Ha seguido viaje. Iba en un
carruaje cerrado y le acompañaban tres hombres.
—¿Hada dónde han ido?
—Hacia el Norte. Pero uno de los hombres se ha quedado aquí. En el
hotel.
—¿Qué habitación?
—La nueve.
—Que los dioses te premien por tus palabras, hermano.
El otro no contestó. No preguntó tampoco para qué su compañero quería
saber todo aquello, aunque de sobras se había dado cuenta de que era uno de
los verdugos de los sioux. Era evidente que había llegado allí para matar.
Siguió limpiando la cuadra como si tal cosa, mientras
su compañero salía.
***

Joyce estaba con una muchacha en su habitación. No era una beldad,


desde luego, pero en aquella zona no podían encontrarse cosas mejores.
Incluso podía decirse que había tenido bastante suerte.
Mientras reían, entre beso y beso, ella murmuró:
—Te he visto llegar. Ibas con otros tres hombres.
—Sí... Dos compañeros y mi jefe.
—¿Tu jefe era el que conducía un coche cerrado?
—Ajajá.
—¿Y qué llevaba dentro? Resultaba bastante misterioso.
—No preguntes tanto, nena. Yo me he quedado aquí para cubrirle las
espaldas, no para hablar más de la cuenta. De modo que si has venido aquí a
hacer preguntas, ya puedes largarte.
—No te enfades, hombre... Era simple curiosidad.
—Es el único defecto de las mujeres.
—¿Sólo ese...? También tenemos otros. Por ejemplo el de pedir siempre
dinero.
Joyce lanzó una carcajada, porque le gustaba el desparpajo de la chica.
—Conmigo no perderás la noche. Hala, píntate un poco. Me gustan las
chicas llamativas.
—¿Dónde está el tocador?
—Dos puertas más abajo.
La chica salió y entró en el lugar indicado. Estuvo allí un buen rato,
canturreando y pintándose quizá con exageración, pero si a aquel tipo le
gustaban las chicas llamativas ella no tenía por qué llevarle la contraria.
Luego se ajustó las medias, se puso bien el vestido y salió al pasillo.
Entró en la habitación sin llamar.
—¿Cómo estás, cariñito mío?
De pronto, estuvo a punto de lanzar un grito de horror. Pero no llegó a
tiempo.
Aquel rostro enigmático, inexpresivo, como el de una esfinge, pero
cuyos ojos brillaban diabólicamente, se movió en su campo visual como una
pesadilla.
Pero fue un instante muy breve. Porque enseguida, junto a aquel rostro
apareció un cuchillo.
La garganta de la mujer fue rasgada por la hoja de acero antes de que
tuviera tiempo para lanzar un gemido.
El sioux la sujetó para que no cayera pesadamente y no causara
demasiado ruido en la habitación inferior. Luego se volvió lentamente hacia
la cama.
Atado a ella de pies y manos, y con una sólida mordaza en la boca,
estaba Joyce.
Sus ojos brillaban de fanático terror. Su sorpresa había sido tan
completa, que aún no podía creer en lo que estaba sucediendo.
Pero había visto la suerte reservada a la muchacha, que, al fin y al cabo,
era inocente. Y supo, por deducción, lo que le correspondería a él, que al fin
y al cabo, era culpable.
El indio sonrió e hizo una reverencia.
Tomó el cilindro de madera que había dejado sobre la mesilla y se lo
mostró como si fuese un tesoro.
Era un tubo que tenía en la parte inferior una tapa sujeta por una
correílla, y en la superior, un pequeño orificio por el cual salía un largo hilo.
El indio se aproximó, puso el cilindro sobre la cabeza de Joyce y
destapó la tapa inferior, manteniendo tirante el hilo.
Joyce hubiese lanzado un espantoso alarido de horror de haberle sido
posible. Pero la mordaza le sujetaba la boca tan fuertemente que no pudo
exhalar ni siquiera un leve gemido.
Por la parte inferior del tubo acababa de surgir la cola de una serpiente
negro-amarilla.
Era evidente que el repulsivo ofidio no podía salir del todo porque el
hilo de la parte superior tiraba de él. Y no saldría mientras el indio lo tuviera
bien sujeto.
Joyce se revolvió desesperadamente, pero era inútil. Estaba sujeto con
verdadera sabiduría a los barrotes de la cama, no podía librarse de ningún
modo.
El sioux le dirigió una sonrisa lejana, que parecía la que hubiera podido
mostrarle un muerto.
—El hilo sujeta uno de los colmillos venenosos de la serpiente —indicó
—. Es un trabajo difícil, pero que nosotros hacemos muy bien. No saldrá del
tubo mientras yo no se lo permita.
Pero estaba bien claro lo que se proponía.
Ir cediendo poco a poco, para que Joyce se diese cuenta de que iba a
morir, para hacer más larga e insoportable su agonía.
En efecto, fue soltando el hilo muy poco a poco.
La inquieta cola del reptil se movía sobre el mismísimo rostro de Joyce,
que estaba espantosamente congestionado, mientras un sudor helado lo
bañaba por completo.
Los esfuerzos que hacía para librarse de sus ligaduras eran
sencillamente sobrehumanos. Pero no consiguió más que dejar en sus
muñecas y en sus tobillos unos agudos hilos de sangre.
El indio seguía sonriendo como un muerto.
Cuando ya la cabeza de la serpiente surgía del tubo, las facciones de
Joyce parecían ir a estallar. Los ojos se le salían de las órbitas. Lanzó un
terrible alarido que se transformó, a través de la mordaza, en un inútil
gorgoteo.
Al fin la serpiente quedó parcialmente libre y le mordió rabiosamente
tres veces.
Joyce quedó inmóvil, con el rostro desencajado por un frío horror,
sintiendo que el veneno quemaba su sangre.
El indio ya no tomó ninguna precaución para volver a encerrar a la
serpiente, Sabía que sus glándulas venenosas estaban ahora descargadas. La
guardó de nuevo en el cilindro y salió de la habitación tranquilamente, a
pesar de que por debajo de la puerta se filtraba ya un hilo de sangre.
Instantes después se había descolgado por una de las ventanas del
pasillo, perdiéndose entre las sombras.

***

El carruaje parecía volar a través de la llanura. Patton lo conducía,


descargando sobre los corceles frecuentes latigazos, mientras dos hombres lo
custodiaban, uno a derecha y otro a izquierda.
Barton, que era el que había exterminado a James y al coronel Ringold
fingiéndose centinela, se adelantó un poco para situarse más cerca de Patton.
—Oiga, jefe, ¿no vamos a parar en ninguna parte?
—Tengo prisa por llegar a la capital del estado. He de hablar con el
gobernador.
—¿Para qué?
—El gobernador tiene que creer que el coronel Ringold ha sido muerto
por uno de sus centinelas, y que la indisciplina cunde entre las tropas. Es
necesario que anule el tratado de paz con los sioux y me dé a mí plenos
poderes para restablecer el orden.
Barton lanzó una carcajada.
—¡Vaya con el maldito y viejo zorro! ¿Y no tiene impaciencia por hacer
compañía a la chica? ¡Aún no sabe ni de qué color tiene la piel de las
rodillas!
Los ojos de Patton rebrillaron.
Se sentía dominado por el deseo, pero pensaba que para todo habría
tiempo. Él era frío y calculador. Lo primero era asegurar su posición, y si
perdía una noche podía lamentarlo luego. Hacía falta coger al gobernador por
sorpresa, hablar con él cuando aún estuviera bajo la impresión de las últimas
noticias.
De pronto lanzó una carcajada.
—Es cierto —dijo—. Aún no sé cómo es la piel de sus rodillas. Pero
muy pronto voy a saber cómo es su boca.
Detuvo el carruaje e hizo una seña a Barton para que este subiera al
pescante.
El sicario obedeció, pero al cruzarse con su jefe le dio un fuerte codazo.
—Viejo buitre... —farfulló—. Supongo que no querrá tener la exclusiva,
¿verdad?
—¿Qué quieres decir?
—Está muy claro. Que a todos nos gusta la chica.
Patton sonrió también.
—Naturalmente que no quiero ser el único. Al contrario, me gusta que
pase de mano en mano para que así se sienta más humillada... Pero, por
descontado, tengo la preferencia.
—Eso nadie se lo discute, jefe.
Patton abrió la puerta del carruaje, que desde fuera estaba cerrada con
llave, y penetró en el interior. La muchacha india no se movió en absoluto.
Hubiese podido parecer que estaba muerta en su asiento, de no ser por
sus ojos, que tenían un brillo febril y destilaban un odio intenso.
Patton se sentó a su lado y rio silenciosamente, mientras el carruaje
volvía a ponerse en marcha.
—No has querido comer nada en todo el viaje, ¿eh? —rio—. ¿Piensas
que así me asustas?
Ella no contestó.
Le desafiaba con su mirada metálica en cuyo fondo seguía brillando la
lucecita del odio.
La derecha de Patton paseó codiciosamente por encima de su vestido.
—Estás más bien llenita —dijo—. Aunque pierdas algunos gramos no
me importa.
Ella tampoco contestó. Y no hizo un solo movimiento.
Patton se sentía enardecido, ansioso.
Le volvía loco aquella muchachita a la que tantas veces había deseado,
siendo administrador de la reserva, pero a la que siempre había tenido que
mirar a distancia por temor a las iras del jefe sioux.
Adelantó la cara y quiso besarla. Ella volvió bruscamente la cabeza,
pegando la cara a uno de los costados del coche.
Patton, que había creído que todo iba a ser fácil, hizo un gesto de rabia y
la abofeteó rabiosamente.
—¡Vuelve la cabeza!
Ella no respondió, pero se mantuvo quieta.
Patton intentó entonces hacerla girar por la fuerza, pero aquella maldita
muchacha india tenía —según comprobó enseguida— más fuerza que él.
Acostumbrada a toda clase da ejercicios, un hombre tenía que ser muy
fuerte para poder dominarla, y no era ese, precisamente, el caso de Patton.
El antiguo administrador de la reserva la volvió a abofetear
rabiosamente.
—Pensaba no detenerme hasta la capital —dijo con voz preñada de
amenazas—, porque a una mujer como tú vale la pena dedicarle tiempo y
disfrutarla con calma. Estaba seguro, además, de que te harías cargo de
la situación y cederías para que la cosa no fuera aún peor. Pero serás tú la que
habrás querido cargar con todas las consecuencias. Esta misma noche
pararemos en la primera población que tenga un hotel algo confortable... ¡Y
entonces veremos si todavía sabes esconder tu boca!
Ella masculló, hablando por primera vez:
—Tendrás que matarme...
—No, pequeña... No hará falta que las cosas lleguen tan lejos... Te
desharé a golpes, sencillamente, hasta que cedas. Quizá me pidas por favor
que te mate, pero no pienso hacerlo, muñeca. Mis hombres también tienen
derecho a disfrutar de la vida...
Ella rompió en un sollozo.
Toda su serenidad se estaba desmoronando. Todo su valor cien veces
puesto a prueba, se disolvía en aquel ambiente de horror que la estaba
envolviendo desde que su hermano murió.
En aquel momento, Barton, que iba en el pescante, volvió hacia su
compañero, que había quedado algo retrasado.
—¡Eh, Bill! ¡Bien lo estará pasando el viejo! ¿Eh?
—Mejor que nosotros.
—Pero no te preocupes. Nos ha prometido que también, entraremos en
la fiesta.
—Después, supongo.
—Hombre, claro...
—El único que se fastidiará es Joyce.
—También tiene menos trabajo que nosotros. Estará descansando en el
hotel muy cómodamente...
Y los dos hombres prorrumpieron en una misma carcajada.
Estaban bien lejos de imaginar lo mucho que habían acertado. Porque,
en efecto, Joyce ya «descansaba». Y mucho más tranquilamente de lo que
habían supuesto.
Barton volvió a prestar atención al camino, dejando de tener el cuerpo
vuelto hacia atrás para ver a su amigo.
Este, Bill, aspiró tranquilamente el aire quieto del anochecer.
De pronto se le cortó la respiración.
Una especie de gato salvaje acababa de saltar desde el borde del camino,
yendo directamente hacia su cuello. Una mano le tapó la boca mientras un
brazo le sujetaba férreamente.
Bill cayó silenciosamente del caballo a tierra.
Otra especie de fiera salvaje se movió entonces velozmente, saliendo
también del borde del camino.
El primero le tendió el sombrero de Bill, que el segundo se puso
saltando a continuación sobre el caballo. Sus movimientos fueron
auténticamente felinos y de una rapidez increíble.
De este modo en la oscuridad si Barton se volvía de nuevo creería que
era aún su amigo el que les venía siguiendo. El sombrero le engañaría
completamente.
Mientras tanto Bill trataba de debatirse haciendo movimientos
desesperados para librarse del indio.
Porque ahora ya había visto que era un piel roja. Nada menos que un
sioux.
Y como él sabía lo que habían hecho en la tierra de los sioux podía
imaginar lo que le esperaba.
El indio le golpeó varias veces con un calcetín llene de arena y le hizo
perder el sentido. Luego lo arrastró en silencio hasta un lado del camino.
Cuando Bill despertó se dio cuenta de que estaba colgado de un árbol
por los pies y que su cabeza casi rozaba el suelo. El indio muy cerca suyo
sostenía una pequeña bolsa de cuero.
Le miró riendo silenciosamente.
Extrajo otra bolsa y la abrió derramando su contenido sobre la cara del
prisionero. Este notó, con sorpresa, que era miel. Luego abrió la otra bolsa y
dejó en libertad a tres arañas.
Bill las miró con ojos desencajados. Eran negras y peludas. No hacía
falta ser muy listo para comprender que se trataba de arácnidos venenosos de
la peor especie.
Los bichos trataron de llegar hasta su cara, pero como eso no les era
posible, optaron por remontar el tronco del árbol y seguir por una de las
ramas, hasta donde estaban los pies del condenado.
Este chillaba frenéticamente, pero la quietud del indio indicaba; sin
lugar a dudas, que nadie podía oírle.
Las arañas se fueron deslizando por su cuerpo, siempre hacia abajo,
buscándole la cara. Bill aullaba más y más, estremeciéndose de horror.
Todo terminó muy pronto, sin embargo. Quizá mucho antes de lo que
hubiese querido el indio.
Cuando las arañas clavaron sus aguijones en la cara de Bill, este se
desmayó de horror. Y el sioux supo que ya no volvería a recobrar el
conocimiento.
Saltó entonces sobre su caballo, que ramoneaba en las cercanías, y se
dirigió al galope tras las huellas del carruaje.
Muy poco después, otro sioux que tenía ya su caballo casi reventado a
causa de la fatiga, le daba alcance.
Los dos hombres se consultaron con la mirada.
Y los dos hicieron un signo afirmativo. Cada uno había despachado ya a
su víctima.
Ahora quedaba la presa más preciada de todas, el propio Patton. Por eso
iban como buitres tras sus huellas.
CAPÍTULO V
Patton vio desde el interior del carruaje las primeras luces de la
población. Esbozó una sonrisa.
—Estamos llegando a Marbel —dijo.
Sarah no contestó.
Continuaba quieta, con el rostro pegado a uno de los costados del
carruaje.
Patton añadió, sabiendo que cada una de sus palabras era como un
pinchazo en la carne de la muchacha:
—Allí hay un buen hotel. Es un sitio muy confortable... y muy discreto.
Sarah no replicó tampoco.
Pero todo su cuerpo se estremeció brutalmente, sacudido por el horror.
—Tengo buenos amigos allí —susurró Patton—. No creas que vas a
encontrar ayuda.
Mientras el carruaje traqueteaba por el cauce de un río seco, añadió:
—Será una deliciosa y larga noche, muchacha... Tendremos mucho
tiempo para divertimos tú y yo...
Sarah lanzó un gemido, sintiendo que por primera vez la serenidad la
abandonaba.
Aquel sollozo fue cortado por un ruido extraño, como el que causaría
alguien al saltar sobre el techo del carruaje.
Patton, inquieto, miró hacia arriba.
—¿Qué diablos es esto? —preguntó para sí mismo.
Asomó la cabeza por la ventanilla.
—¡Barton!
—Diga, jefe.
—He oído un ruido como si alguien hubiera saltado al carruaje.
—¡Qué tonterías! ¡Lo que pasa es que usted se está divirtiendo
demasiado ahí dentro! ¡A ver si guarda algo para los amigos!
Y Barton lanzó una sonora carcajada.
Se sentía alegre porque estaban llegando a la ciudad de Marbel. Y
aunque esta era pequeña, tenía todo lo necesario para pasar allí una gran
noche: buen hotel, buen saloon y chicas alegres.
De pronto, la carcajada de Barton se cortó.
Al principio no supo lo que le sucedía.
Alguien, mientras le tapaba la boca, tiró de las riendas para mantener el
ritmo de la marcha y la dirección de esta.
Barton intentó llevar la derecha a su revólver, pero entonces notó, con
inaudita sorpresa, que alguien se sentaba en el pescante junto a él, Y le
sujetaba los brazos.
El que estaba a su espalda tiró de él y lo hizo quedar tendido en el techo
del carruaje, mientras el del pescante se hacía definitivamente cargo de las
riendas.
Barton vio, con horror, que era un indio sioux el que estaba junto a él. Y
notó que el del pescante le había quitado el revólver.
Intentó patalear para llamar la atención de Patton y hacer que este le
ayudara, pero ni eso pudo conseguir.
Un lazo había pasado por sus pies. Los sujetaba fuertemente.
De pronto, Barton notó que volaba.
Lo habían arrojado del carruaje al suelo. Pero no quedó libre, sino que
fue arrastrado por la cuerda que sujetaba sus pies.
Se dio cuenta de cuál era la clase de muerte que habían elegido para él.
Y lanzó un terrible aullido de agonía.
Esta vez Patton lo oyó.
Se revolvió inquieto.
Pero pensó que quizá el carruaje había arrollado a alguien. Como ahora
rodaban por un terreno accidentado, traqueteando mucho, era perfectamente
posible que aquello hubiese sucedido, sin que él notase de un modo especial
el salto de las ruedas al pasar sobre un cuerpo.
Asomó la cabeza por la ventanilla y vio ya muy cerca las luces de
Marbel.
Por encima del pescante asomaba el sombrero de Barton, único detalle
que podía ver de él.
—¡Eh, Barton! —gritó—. ¡Detente ante el hotel!
El sombrero se movió, haciendo un gesto afirmativo.
Mientras tanto, Barton, arrastrado a gran velocidad por el coche, hacía
terribles esfuerzos para gritar, pero eso le resultaba posible ya. El dolor era
tan espantoso que le dejaba sin fuerzas que anulaba su voluntad. Sentía que
sobre el terreno iba dejando pedazos de su propia piel y chorros de su propia
sangre.
¡Aquellos malditos habían elegido el lugar más pedregoso para
arrastrarle! ¡Era un suplicio infernal!
De pronto su cabeza chocó con una piedra más gruesa que las otras.
Pareció estallar.
Uno de los indios que seguían al carruaje a caballo cortó entonces la
cuerda de una certera cuchillada, y el cadáver de Barton quedó tendido en el
camino.
Los tres hombres de Patton habían muerto. Y sus muertes habían sido
mucho más horribles de lo que ellos jamás hubieran podido imaginar.
Ahora solo quedaba el pez gordo. Sólo faltaba Patton.
Cuatro asesinos indios hicieron su entrada con él en la ciudad de
Marbel, uno al pescante y tres sobre sus caballos, acariciando ya, con visible
y anticipado placer, los mangos de sus cuchillos.
CAPÍTULO VI
Patton suspiró con satisfacción.
El carruaje se había detenido ante el hotel donde pensaba pasar la noche.
—Bueno, hemos llegado... Nuestra deliciosa aventura va a comenzar,
muñeca...
Abrió la portezuela.
Y un rostro inexpresivo, quieto, pero de diabólicos ojillos que le
miraban con odio, apareció en el hueco.
Patton creyó que sufría una pesadilla.
¡Era nada menos que el rostro de un sioux!
Cerró la portezuela de golpe y abrió la otra, intentando escabullirse
como fuera.
Pero otro rostro enigmático como el primero le aguardaba también en
aquel lado. Patton estuvo a punto de lanzar un alarido de horror.
¡Estaba acorralado!
¡Los sioux le habían seguido hasta allí!
Ambas portezuelas se abrieron entonces de repente. Y los dos rostros
que habían aparecido ya antes se volvieron a mostrar, uno a cada lado. Pero
ahora
además, debajo de cada uno de aquellos rostros aparecía un largo y afilado
cuchillo.
Patton balbuceó:
—Mis... mis hombres...
—Tus hombres reposan en paz —dijo el de la derecha—. Los tres han
tenido una divertida muerte digna de las más hermosas tradiciones indias.
El de la izquierda le puso la punta del cuchillo en el borde del cuello.
—Suelta tu revólver. Hazlo pronto o te degüello aquí mismo.
Patton no se hizo rogar.
Sólo el frío de la hoja de acero ya le producía una sensación de horror.
Sarah miraba con ojos brillantes a los hombres de su tribu.
—¿Os ha enviado mi padre?
—Nos ha mandado para salvarte.
Los dientes de Sarah rechinaron de odio mientras volvía la cabeza hacia
Patton:
—¡Matadle! —ordenó—. ¡Matadle aquí mismo como a un perro!
—No... No vamos a hacer eso ahora... Tu padre nos ordenó que su
muerte fuese algo selecto y especial.
—¡Entonces, empezad por cortarle las manos!
—Ten paciencia. Todo llegará a su tiempo.
Y uno de los sioux sonrió burlonamente, mientras hacía una reverencia a
Patton...
—Salga, excelencia... Tenemos para usted la mejor habitación del hotel.
Los dientes de Patton castañeteaban. Tenía tanto miedo que se hubiera
puesto a chillar.
Pero al menos podía tener una esperanza, y era que los indios no
pensaban matarle por el momento. Sin duda querían divertirse con él, hacerle
sufrir. Pero
aquello era, dentro de todo, mejor que la muerte. Mientras no acabasen con
él, podía buscar la salvación.
De modo que descendió del coche, obedeciendo. Se dio cuenta de que la
gente que estaba en el porche, no parecía haber advertido la anormalidad de
la situación. Varios curiosos les miraban, pero sin darse cuenta de lo que
verdaderamente ocurría. Y si tenían algún recelo, la verdad fue que pronto se
les disipó.
Porque a partir del momento en que la muchacha india descendió del
carruaje, ya no se fijaron en nada más.
—Preciosa...
—Me vuelvo sioux si me dejas casarme contigo.
—¿Todas las diosas de tu tribu son como tú, nena? ¿Y qué hay que
hacer para que le nombren a uno sumo sacerdote?
Sarah pasó por entre los hombres que se alineaban en el porche,
indiferente a aquellos piropos más o menos subidos de color, sin querer
pensar más que en una cosa: en que estaba libre.
Una alegría salvaje la dominaba.
La parte de sangre india que corría por sus venas le estaba exigiendo
una revancha salvaje, una venganza implacable que convirtiera a Patton en
un muñeco sangrante antes de hacerle lanzar su último suspiro.
Sin embargo, se contuvo.
Los cuatro indios que había enviado su padre eran los auténticos
asesinos de la tribu. Cuatro especialistas en el difícil arte de dar muerte al
prójimo. Podía confiar en que el plan que ellos tuvieran sería digno de las
circunstancias.
Uno de los indios indicó a Patton el hotel.
—¿No pensaba pasar la noche aquí, excelencia?
—Des... desde luego...
—Pues entre... ¿a qué espera?
—¿Puedo pedir una habitación?
—Claro... Nosotros no somos salvajes. ¡Si lo que queremos es que viva
bien!
Patton se estremeció, pensando que lo que le preparaban debía de ser
algo horrible. Pero aún quedaban esperanzas de salvación si él era listo.
Se acercó al comptoir, donde estaba el dueño del hotel. Este le conocía
bien y le saludó alegremente.
—¡Hola, señor Patton! ¡Qué honor verle por aquí de nuevo!
—Sí... ¡ejem!... Ha sido una casualidad que viniera.
—Veo que trae indios de su reserva.
—Le acompañamos —dijo uno de ellos—. El señor Patton quiere que le
ayudemos a recoger un cargamento.
—¿Es cierto eso?
—Pues... sí.
—Lo pregunto porque usted nunca quería traer sioux en sus viajes.
Decía que le daban asco. Bueno... sintiéndolo mucho, a ellos no puedo
alojarlos en mi
hotel.
—No importa —dijo uno de los sioux—. Mis compañeros estarán en la
calle. Sólo yo, que soy el criado del señor Patton, me quedaré durmiendo en
la puerta.
El hotelero miró al administrador.
—¿Le parece bien, señor Patton?
—Pues... cla... claro que sí...
—Está usted un poco raro, si me permite decirlo.
—No me siento bien.
—De acuerdo... Entonces, no le hago perder tiempo. Su habitación es la
número ocho, señor Patton.
El administrador subió al primer piso. Uno de los indios le siguió
silenciosamente, como en una muda e implacable amenaza que no necesitaba
de palabras.
El hotelero le detuvo con su voz cuando ya estaba a mitad de la escalera:
—¡Eh, señor Patton!
—¿Qué...?
—Tenga cuidado y no salga de noche. La ciudad está plagada de
pistoleros. ¡Créame! ¡Peor que nunca!
El indio que iba detrás suyo dijo cautamente:
—No se preocupe. El señor no saldrá de noche...
Y Patton sintió que por su cuello se deslizaban gruesas gotas de
angustioso sudor. Se hubiera puesto a lanzar alaridos en aquel momento.
Pero cuando se vio en su habitación, donde aparentemente le habían
dejado solo y tranquilo, empezó a calmarse.
¿Qué pretendían hacer con él?
Por lo pronto, sintiéndose seguros, hacían que la sensación de su agonía
fuese más larga. Jugaban con él como cuatro gatos con un ratón, antes de
devorarlo.
El estremecimiento de horror sacudió otra vez el fofo corpachón de
Patton.
Fuese como fuera, estaba perdido. Sabía que no iba a poder huir de allí
por mucho que lo intentase.
Y fue entonces cuando oyó bajo su ventana el sonido de varias voces
ásperas.
CAPÍTULO VII
La ventana no daba a la calle principal de Marbel, sino a un callejón
lateral. Patton alzó la hoja de guillotina y miró con intranquilidad hacia
abajo.
No podía lanzarse por allí. Para él, aquello era demasiado alto. Quizá
conseguiría algo anudando unas sábanas con otras, pero estaba seguro que los
sioux contaban con aquello y le vigilarían implacablemente.
Por el momento, sin embargo, lo que atrajo su atención fueron las voces
de los tres hombres. Eran dos en un lado y otro en el opuesto.
Seguramente iban a desafiarse.
Sus voces sonaban ásperas y duras.
—¡Ya estoy harto de vuestras bravuconerías! Tenéis una oportunidad
para comportaros como personas honradas. De lo contrario...
El que hablaba era el que estaba solo.
—¿De lo contrario, qué? —dijo uno de los que estaban al otro lado,
burlonamente.
—Esta noche será la última de vuestra vida.
—¿Es que acaso piensas liquidamos?
—Mis palabras son claras, ¿no?
—¿Matarnos a los dos?
—Si no hay otro remedio...
Uno de los que estaban frente al hombre solitario rio con acento de
burla.
—Tú estás borracho, Bart.
—No he bebido una gota de alcohol desde hace una semana.
—Pues entonces peor. Estás loco.
—Basta de palabras. ¿Vais a dejar de molestar a esa pobre muchacha o
acabamos de una vez?
La risita se repitió.
—Más vale que terminemos de una vez, Bart... Y que conste que lo
siento por ti...
El que acababa de hablar, se contorsionó rápidamente y sacó el revólver
sin previo aviso.
Pero la ráfaga que surgió del revólver de Bart no fue de odio, sino de
algo mucho más concreto y temible. Fue el fogonazo de la pólvora lo que
saltó al
tire, saliendo del cañón de su «Colt», antes de que sus dos enemigos, pese a
la ventaja inicial, pudieran poner las armas en línea de tiro.
Patton, a pesar de su angustiosa situación, tuvo calma para admirar
aquellos dos disparos.
Eran lo más perfecto que había visto en su vida.
Patton había vivido siempre entre pistoleros y sabía apreciar la calidad
en ellos. Y se dijo que el llamado Bart era de los mejores —sino el mejor—
que
había actuado ante sus ojos.
Los dos enemigos cayeron alcanzados mortalmente antes de haber
tenido tiempo para poner sus «Colt» en movimiento.
Fue entonces cuando Bart pareció tener la sensación de que alguien le
miraba. Hasta entonces no lo había notado porque estaba solo pendiente de
sus dos enemigos. Ahora alzó la cabeza y vio el rostro de Patton en la
ventana.
Lanzó una exclamación de asombro.
Pero el grito de alegría de Patton fue mayor aún. Y de júbilo al mismo
tiempo.
—Bart... —susurró.
—¡Diablo, pero si eres Patton...!
—Nunca creí que te iba a encontrar aquí, muchacho.
—Y yo mucho menos.
—Te suponía en Nevada.
—Y he estado mucho tiempo allí —dijo Bart—. Pero ahora voy hacia el
Sur.
Y añadió alegremente:
—Espera... Subo un momento a tu habitación y celebramos este
encuentro.
—¡Chist! Por favor, no hables en voz alta.
—¿Por qué?
—No puedes subir.
—Diablos, no te entiendo...
—Bart, por favor, tienes que ayudarme.
—Pero, ¿qué te ocurre?
—Estoy en peligro de muerte.
—¿Peligro de muerte tú? ¿Qué pasa?
—He tenido líos en la reserva que administraba. Y cuatro sioux tratan
de asesinarme.
Bart, que era joven y de rostro agradable, pasó las manos por sus ropas
vaqueras y sonrió alentadoramente.
—Bueno, hombre, no te preocupes tanto. La reserva sioux queda
bastante lejos de aquí.
—Te equivocas. Los indios están aquí mismo.
Las facciones de Bart se ensombrecieron.
—¿Qué dices?
—Por favor, no perdamos ni un minuto... —suplicó Patton—. Está en
juego mi propia piel... Hay cuatro indios en el hotel. Los reconocerás
enseguida... ¡Mátalos!
Bart murmuró:
—¿Es necesario?
—¡Se trata de cuatro asesinos!
—Te aseguro que no lo entiendo, pero, en fin... De momento veré qué
pinta tienen.
Y Bart fue a moverse hacia la salida del callejón, pero en aquel
momento una especie de gato saltó de entre las sombras.
Tuvo la misma sensación que antes habían tenido los sicarios de Patton:
de que las cosas ocurrían demasiado rápidamente, como en una pesadilla.
Pero él era más hábil que Bill, Joyce y Barton.
Le bastó una décima de segundo para reaccionar al ver a aquel indio que
se lanzaba silenciosamente sobre él, esgrimiendo un largo cuchillo de
desollar reses.
Sin duda el sioux había oído parte de la conversación y actuaba sin
vacilaciones y sin escrúpulos. Debía pensar que, muerto el enemigo, acabado
el peligro. Trató de asestar una silenciosa y certera cuchillada al cuello de
Bart.
Pero este ya parecía esperarle. El brazo a cuyo final estaba el cuchillo,
pareció inmovilizado por dos garfios de acero. El indio lanzó un gruñido e
inmediatamente trató de cambiar el arma de mano.
No pudo.
Bart le propinó un rodillazo al estómago, lo hizo volverse y mantuvo
sujeta la mano que empuñaba el cuchillo, mientras con el antebrazo del otro
lado iba presionando lenta e implacablemente el cuerpo del piel roja.
Este no gritaba. Le faltaba la respiración. Sólo emitía leves y
angustiosos gruñidos.
Patton, desde su cuarto, asistía anhelante a aquella pelea en la cual se
decidía nada menos que su propia vida.
Cuando vio caer al indio convertido en un bulto flácido y sin vida,
suspiró ruidosamente.
Bart le miró desde abajo.
—Diablos, veo que el peligro era real de verdad... Un poco más y este
tipo me deja seco.
—No te mentía. Y lo peor es que aún quedan tres...
—¿Dónde?
—Uno de ellos junto a mí puerta.
—Pues esta vez no me dejaré sorprender... —murmuró Bart. Y calculó
velozmente la altura de la ventana.
Para un hombre fuerte y ágil como él, trepar hasta ella era empresa
difícil, pero no imposible.
Asiéndose a las irregularidades que presentaba la pared de tablas del
edificio, llegó hasta una altura desde la que Patton pudo ayudarle tendiéndole
las manos.
El administrador temblaba de angustia. Cuando vio al joven dentro de su
habitación, lo miró como si fuese un aparecido.
—Diablos, Patton —dijo Bart—. Los dedos te sudan que es un contento.
¿Qué tienes?
—Estoy asustado, y no es para menos. Tú mismo has visto lo que me
puede ocurrir.
—Lo he visto y lo he sentido. ¡Caramba, con qué rabia atacaba el tipo!
—No olvides que hay otro tras de esa puerta.
—Muy bien... Vamos a por él.
Y Bart abrió la puerta de golpe.
El indio que estaba apoyado en la hoja de madera, tratando de escuchar
extrañado lo que le había parecido un rumor de voces, se tambaleó a punto de
caer.
Pero aun así reaccionó muy velozmente. Al ver a aquel desconocido,
extrajo su cuchillo en décimas de segundo.
Esta vez, Bart tampoco perdió tiempo.
Sujetó hábilmente la muñeca derecha de su enemigo y la dobló
bruscamente, con terrible fuerza, haciendo que la larga hoja de acero
cambiase de dirección.
El indio aún no sabía lo que estaba ocurriendo. Y no lo supo hasta que
sintió la hoja de acero clavarse en su propio corazón, tras un brusco y hábil
movimiento de Bart.
Entonces el sioux lanzó un alarido espantoso, un terrible alarido de
muerte.
Bart lo dejó caer. Oyó entonces pasos precipitados en las escaleras.
Sus ojos de lince descubrieron dos figuras que irrumpían en el pasillo.
Eran dos sioux, aunque vistiesen ropas occidentales. Y empuñaban
revólveres, dispuestos a acabar con él.
Eso gustó más a Bart.
A él le fastidiaba el arma blanca. Se sentía mucho más seguro con el
«Colt».
Se pegó a un costado de la puerta, mientras «sacaba» con velocidad
asombrosa.
Sólo uno de los indios llegó a tirar. Su bala rozó la cabeza del joven.
Este apretó el gatillo dos veces. Y las dos figuras se contorsionaron,
soltando sus armas, mientras al principio del pasillo parecía detenerlos un
muro invisible.
Bart sabía que los había alcanzado bien. No hizo ningún nuevo disparo
porque hubiese sido gastar pólvora inútilmente.
Los dos sioux rodaron estrepitosamente escaleras abajo, sin sentir
ningún dolor ni exhalar un grito, porque ambos estaban ya muertos cuando
sus cuerpos perdieron la vertical.
El joven sopló en el cañón del revólver y lo guardó lentamente.
Patton lo abrazó, poseído de una especie de frenesí. La situación había
cambiado de un modo tan increíble, que aún no estaba seguro de que aquello
no fuese un sueño. Pocos minutos antes estaba condenado a muerte, y cuatro
sioux dejaban que se cociera en la salsa de su propio horror, mientras ideaban
un procedimiento «divertido» para acabar con él. Y ahora, en cambio, estaba
libre y completamente a salvo. No solo eso, sino que además podría
recuperar a la muchacha india.
—No sabes lo que has hecho por mí, Bart —le murmuró—. Nunca
podré pagártelo.
—Sólo he correspondido a una deuda que tenía contigo. Tú salvaste una
vez la vida de mí padre.
—Además, puedes estar seguro de que no has cometido una injusticia.
Esos sioux eran unos vulgares asesinos.
—Tengo la sensación de que, en efecto, lo eran. La forma en que me ha
atacado el primero no resultaba académica, que digamos. Supongo que
pensaban hacerte picadillo.
—Eso por descontado. Y no estoy muy seguro aún de que esos dos
últimos tipos hayan muerto. Vamos a verlo.
—Les he alcanzado bien. Puedes estar tranquilo.
—De todos modos, quiero cerciorarme.
—Descendieron a la planta baja, donde había varias personas mirando
con ojos obsesionados los cadáveres de los indios, Entre esas personas se
encontraba el dueño del hotel.
Este alzó la cabeza y sus ojos reflejaron un asombro aún mayor al ver a
los que bajaban.
—¡Señor Patton...!
—¿Están muertos?
—Seguro... ¡Menudo par de balazos! Usted debe estar aterrado, señor
Patton. Esos hombres le acompañaban. ¿Sabe quién los ha matado? ¿Va a
denunciarlo al sheriff?
Patton lanzó una carcajada.
—¿Pero de qué sheriff habla, amigo mío? ¡Esos hombres no me estaban
acompañando! ¡Me custodiaban para asesinarme!
—¿Es posible? No acabo de creerlo. Usted es un personaje importante y
ellos no se atreverían a...
—Los sioux, cuando están desmandados, se atreven a todo. No olvide
eso, amigo. ¿Y no ha notado el aspecto que yo tenía cuando he entrado aquí?
—Sí... Verdaderamente... parecía muy raro.
Patton se volvió a reír.
—He tenido la suerte de encontrar aquí a mí buen amigo Bart, porque de
lo contrario estaría ya muerto. Él tira como un verdadero demonio, y además
pelea a cuchillo mejor que los indios. Por cierto, necesito encontrar a
alguien...
Sus ojillos recorrieron el vestíbulo, buscando a una persona muy
determinada.
Y la encontraron.
La muchacha india estaba allí, quieta, en una de las sillas, mirándolo
todo con la expresión del que vive en otro planeta. Dominada por el fatalismo
de los de su raza, debía haber pensado que no podía huir, que era inútil todo.
La voluntad de los dioses— o de los diablos— tenía que cumplirse, ya que
los hombres que debieron ayudarla estaban muertos ante sus ojos. Y aquellos
ojos parecían mirar hacia un verdadero abismo, de donde la muchacha sabía
que ya no iba a poder salir. Aquellos ojos no lloraban ni reflejaban miedo,
porque Sarah había pasado ya la frontera del horror, la barrera de la
desesperación y la línea del asco. Ahora era sencillamente como la estatua de
una mujer que sabe que lo tiene todo perdido y espera su suplicio.
Los ojillos de Patton brillaron contemplando una por una las turgentes
curvas de su cuerpo.
—Veo que no te has ido, muchacha... —murmuró—. Mejor para ti...
Ven...
Los ojos de la muchacha se alzaron hacia él.
Eran como dos pedazos de metal helado, muerto. No tenían humanidad
ni vida.
—Sube a la habitación. Encontrarás la puerta abierta...
Ella no protestó, no hizo tampoco el menor gesto para tratar de huir.
Se sometió a su destino, a la maldición que parecía acompañarla.
Y se dirigió hacia las escaleras, pero antes pasó por delante del joven
Bart, que la miraba entre asombrado e indeciso, como si no comprendiese la
situación.
Los ojos de Sarah adquirieron entonces humanidad. No fueron los de
una estatua, sino los de una mujer viva.
Y se clavaron en el rostro de Bart con una quieta y profunda expresión
de odio, con ese odio que parece venir desde el fondo de los siglos y que solo
algunas razas son capaces de sentir.
Bart quedó sorprendido ante aquella mirada.
La sintió atravesando su piel, llegando hasta lo más profundo de su
corazón, donde pareció dejar una carga venenosa.
Desvió sus ojos hacia Patton.
—¿Quién es esta muchacha? —preguntó.
El instinto de Patton le advirtió que las cosas podían estropearse a
última hora. Bart no perdonaba nunca los ultrajes a una mujer. Y por eso
sonrió como quien no da importancia a la cosa.
—Ha huido de la reserva —dijo—. Tengo que devolverla allí por
encargo de su padre.
—Ah...
Y los ojos de Bart volvieron a dirigirse al rostro de Sarah, que escrutó
fijamente.
La muchacha no protestó. Hubiera podido chillar, gritar, arrojarse al
suelo y pedir desesperadamente protección, diciendo que Patton quería
ultrajarla. Pero todo aquello iba en contra de la dignidad de su raza, un
orgullo que hasta el último momento estaba decidida a mantener. Y por otra
parte, sabía que no contaría con la ayuda de aquel hombre. ¿Desde cuándo
una india ha encontrado apoyo en la tierra de los blancos?
Pero no pudo evitar que una especie de súplica, desesperada asomara a
sus ojos. Una llamada patética, angustiosa, que salía de lo más profundo, se
reflejó en su rostro y fue captada por Bart.
Sin embargo este la interpretó erróneamente.
Creyó que la muchacha india, acostumbrada tal vez a los lujos de los
blancos, no quería volver a su tierra, y que por eso suplicaba, con los ojos,
que la ayudase.
Pero el asunto no era de su incumbencia, él no podía convertirse en
cómplice de una india escapada de su reserva.
Por eso se encogió de hombros y volvió la espalda.
Sarah no quería pedir ayuda a aquel hombre que había matado a cuatro
de los suyos, que era un amigo del repulsivo Patton, pero aun así no pudo
evitar que sus labios modularan una súplica.
—Señor...
Pero Bart no quiso escucharla. Siguió con la espalda obstinadamente
vuelta.
Incluso se acercó al bar del hotel, que estaba junto a la entrada, y pidió
un whisky.
No podía demostrar más indiferencia, pese a haber captado la angustiosa
mirada de la mujer.
Patton, que por un momento temió que el joven lo adivinase todo,
exhaló un leve suspiro de alivio.
Su voz se endureció y dijo con acento de dignidad ofendida:
—¡Arriba! Yo te enseñaré a fugarte de la reserva...
Sarah ya no quiso suplicar más.
Sabía lo que le esperaba, pero no se rebajó a pedir ayuda. El gozne del
destino había girado y estaba contra ella. Nadie podría ayudarla ya, y Sarah
lo sabía.
Entró en la habitación, mientras abajo. Bart bebía reflexivamente su
primer vaso de whisky.
Aquel cuarto vacío le produjo a Sarah el efecto de una visión de
pesadilla. El corazón le hacía daño de tanto soportar los deseos de chillar.
Oía llegar desde abajo los leves ruidos de los que se llevaban a los muertos.
Y hubiera preferido estar ella en su lugar, haber muerto en lugar de seguir
viva y palpitante, a merced de aquel sapo que ahora había cerrado la puerta
tras ella.
Patton respiraba afanosamente.
Su aliento cálido cosquilleaba en la nuca de la muchacha y le producía
una sensación de horror.
—Han cambiado mucho las cosas, ¿eh, muchacha? —silabeó Patton—.
Hace unos momentos yo estaba en poder de tus hombres y era un condenado
a muerte. Tú te hubieras divertido viéndome retorcerme de dolor bajo los
suplicios sioux... Pero ahora las cosas han cambiado, preciosa... Soy yo el
que se divertirá y tú la que te retorcerás de dolor... Porque cada vez me
pareces más bonita...
La abrazó ansiosamente por la espalda, besándola en la nuca. Sarah se
estremeció de asco, pero no hizo un solo movimiento.
Patton le desabrochó el primer botón de la blusa.
Y Sarah se dio cuenta de que todo estaba perdido, de que nadie acudiría
a ayudarla.
Ardientemente deseó morir.
CAPÍTULO VIII
Patton le dio un empujón y la hizo apoyarse en la pared frontera para
verla con más calma.
La blusa ya Había desaparecido, y la ropa interior que usaba una
muchacha india resultaba muy sumaria.
Patton babeaba de placer.
—Nunca hubiera supuesto que fueses tan bonita... —susurró—. Hace
años que estoy deseando llegara este momento... Y te prometo que...
En aquel instante su voz quedó cortada.
La puerta de la habitación se había abierto, a pesar de que Patton creía
haberla cerrado con llave. El tipo que acababa de forzar la puerta debía
poseer un vigor increíble, porque había hecho saltar la cerradura con solo un
leve «clic», valiéndose de sus poderosas manos.
Patton se volvió.
Y vio el rostro de Bart surgir de la penumbra del pasillo. Un rostro que
parecía tallado en piedra.
El administrador intentó reír, pero la risa le salió falsa. Pareció una
carcajada lanzada por equivocación en un funeral.
—Bart... ¿tú aquí? ¿Pero qué te ocurre, muchacho?
Bart solo miraba a la india.
Sus labios se despegaron levemente para murmurar:
—Cuando estábamos abajo me ha parecido notar algo extraño, como
una desesperación de súplica, en los ojos de esa mujer. No he querido hacer
caso, pero tampoco he conseguido que su imagen se me borrara mientras
bebía vaso tras vaso de whisky. Era como si la viera en todas partes, incluso
en las paredes y en el aire, el rostro de esa chica y su muda mirada de
socorro. He pensado que algo raro sucedía y he subido. Ahora veo que no me
faltaba razón.
—¿Razón... en qué?
—¿Es esa la manera que tienes de devolver una fugitiva a la reserva,
Patton?
El administrador rechinó los dientes.
—Ella tenía que desnudarse, ¿no? ¿O piensas que iba a dormir vestida?
—Me resulta muy sospechoso que la hagas descansar en tu propia
habitación, Patton. Demasiado extraño.
Patton se revolvió.
—¡Vete! ¡A ti no te importa eso!
—De modo que pensabas «utilizar» a la chica, ¿eh?
—Me gusta. ¿Y qué?
—Pues a mí, en cambio, no me agrada ni pizca lo que está sucediendo,
Patton.
El administrador apretó los puños.
—¿Qué te has creído, imbécil? —mintió—. ¡Ella está aquí por su propia
voluntad! ¡Es una zorra!
—Pues no lo parece.
—Lárgate de aquí o...
—¿...O qué, Patton?
Los ojos de Bart se habían endurecido. Eran como dos pedazos de acero.
Y sus puños también se habían apretado, lo cual era en él síntoma de que
estaba dispuesto a actuar.
Dijo con voz ronca:
—Te he salvado la vida antes, porque tú se la salvaste una vez a mí
padre y estaba en deuda contigo. Además, con la muerte de esos indios no
creo que se
haya perdido gran cosa, porque tenían aspecto de vulgares asesinos. Pero me
temo que no les faltaba parte de razón, Patton. Y celebro haber llegado a
tiempo de que las cosas no fueran demasiado lejos.
Patton lanzó un gruñido de desesperación.
Cuando creía tenerlo todo resuelto, la presa se le escapaba. Y todo por la
intervención de aquel imbécil que...
Sin pensarlo más, cegado por la rabia, descargó su puño derecho.
Pero aquel puño no llegó a ninguna parte. Bart lo bloqueó con increíble
facilidad. Y a continuación descargó su golpe, haciéndolo sin demasiada
fuerza, como el que trata de apartar de su lado un insecto fastidioso.
Sin embargo, el puñetazo bastó para que Patton volara por encima de la
cama y fuese a parar al otro lado de la habitación.
Su boca se había convertido en un torrente de sangre.
No tenía revólver y, por lo tanto, no podía atacar a Bart. Con los puños,
por supuesto, no se atrevió a hacer más.
Incluso se cubrió el rostro con las manos, cobardemente, cuando vio que
Bart se acercaba. Porque temió que fuese a deshacerle la cara a golpes.
Pero Bart se limitó a sujetarlo por el cuello de la levita y arrojarlo a un
rincón, como se tira un fardo.
Luego miró a la muchacha.
—Vístete.
—¿Dónde... vas a llevarme?
—Lejos de aquí. Y solo te haré una pregunta.
—Hazla.
—¿Es cierto que huiste de la reserva?
—No, no es verdad... Mi padre me puso bajo la protección del coronel
Ringold, del II de Alabama. Pero este hombre hizo asesinar al coronel y a mí
hermano. Luego me raptó.
—Te creo.
—¡Eso es mentira...! —gimoteó Patton, dándose cuenta de que la
situación se volvía trágica para él—. ¡No debes creerla! ¡Es solamente una
cochina india!
Bart le miró con desprecio.
—Piensas que ella resulta un mal testigo, ¿verdad? Si declara que hiciste
matar al coronel te volará la cabeza.
—¡Es falso!
—No voy a meterme en eso —dijo secamente Bart—. Sólo te prometo
una cosa, Patton: Por la amistad que mi padre te profesó no voy a hacer lo
que te mereces, que es llevar a esta muchacha a declarar ante el primer
tribunal militar que me salga al paso. Por lo que a mí respecta, no haré nada
para que vayas a parar a manos del verdugo. Pero a la muchacha india no la
verás más, Patton. Y recuerda esto: Si alguna vez tratas de acercarte a ella,
volveré a responderte con mis puños. Pero esta vez estaré hablando cinco
minutos seguidos con ellos. Y te garantizo que ya no estarás vivo cuando
llegue el minuto número seis.
Después de decir esto, ya no lo miró más.
—Vístete. ¿Cómo te llamas?
—Sarah, señor.
—Es un nombre como los que usamos nosotros.
—Mi madre era blanca.
—De acuerdo; te llevaré a un sitio donde cuiden de ti.
—Donde quiera. Yo soy su esclava, señor...
—No me llames «señor». Nunca me han tratado con ceremonias.
Ella se vistió rápidamente, deseando salir cuanto antes de aquella
habitación que le producía náuseas.
Patton, desde el suelo, buscó desesperadamente algo que le permitiese
impedir aquella fuga. Estaba rabioso por el hecho de que le hubieran
arrebatado su presa cuando ya la tenía entre los dientes, pero además
temblaba de miedo pensando que un día Sarah pudiese hablar y decir lo que
sabía.
Al fin encontró lo que buscaba.
El pie de la lámpara de la habitación era de bronce. Tenía un gran peso,
el suficiente para abrir la cabeza a un hombre si se le golpeaba bien.
Y eso fue lo que trató de hacer Patton. Se acercó sigilosamente a Bart.
Alzó la derecha armada con el pie de bronce, sin que ni Bart ni Sarah lo
viesen, y se dispuso a descargar su golpe.
Pero este no llegó a su destino. Bart había captado el reflejo en los
cristales de la ventana.
Se volvió con la rapidez del rayo y sujetó la mano de Patton. Un solo
golpe al antebrazo bastó para que el administrador se retirara aullando, con la
sensación de que le habían roto los huesos.
—No vuelvas a intentarlo, Patton —murmuró Bart—. No vuelvas a
hacerlo porque la próxima vez no me limitaré a rechazarte. Te mataré.
Abrió la puerta y sacó de allí a la muchacha india.
Pero aún oyó desde el corredor las sordas maldiciones de Patton:
—¡No llegaréis demasiado lejos, Bart, malditos seáis los dos! ¡Juro que
os mataré como a perros! ¡Tengo medios para lograrlo! ¡Lo juro...!
Pero Bart no se molestó en escucharle siquiera.
Escupió al interior y luego cerró la puerta de un brusco golpetazo.
CAPÍTULO IX
La casa tenía un aspecto solemne, desacostumbrado en aquellas tierras
del Oeste.
Estaba rodeada de extensas tierras de labor y de enormes campos de
maíz, que debían dar magníficas cosechas cada año. Más al Sur se insinuaban
grandes pastizales donde el ganado debía crecer y prosperar como los hongos
en otoño, después de las grandes lluvias.
Todo daba sensación de riqueza, de prosperidad y de orden.
Sarah, acostumbrada a la pobreza de las tierras indias, no podía
comprender que existiese aquello.
Con lo que allí debía producirse en un año, su tribu hubiera podido
alimentarse durante dos generaciones enteras.
—El dueño de todo esto debe ser un gran jefe —musitó mientras lo
miraba desde lo alto de una colina—. Sus dioses deben ser muy poderosos y
su tribu importante.
Bart sonrió.
Después de tres días de viaje en compañía de aquella muchacha, durante
los cuales habían cambiado muy pocas palabras, Sarah seguía siendo para él
un enigma igual que el primer día.
Y ahora la veía admirando aquello con tanta ingenuidad que musitó:
—Esto no es de ningún gran jefe, ni sus dioses son más poderosos que
los tuyos. Simplemente, él cree en un solo Dios. Y cree también en el trabajo,
al contrario de vosotros, que lo consideráis una deshonra y solo os dedicáis a
la caza.
Sarah no contestó.
Si las palabras de Bart le habían molestado, no lo demostró de ningún
modo. Y en el fondo de sí misma comprendía, además, que el joven tenía
razón. Después de ver un poco la vida de los blancos, se hacía perfecto cargo
de los grandes defectos de la organización de su pueblo. Ahora ya no le
extrañaba en absoluto que sus aguerridos hermanos de raza fueran deshechos
una y otra vez por los pequeños hombres de los uniformes azules. Y se dijo
que la vida de los indios, si no querían perecer, tenía que cambiar en gran
manera.
Bart añadió:
—Esto pertenece a un solo hombre.
—¿Es posible...?
—Te lo prometo.
—¿Y qué hace con tanta tierra?
—Pues da trabajo a muchos hombres. Y él posee grandes riquezas,
desde luego.
Sarah parecía asombrada.
Aquella tierra verde y húmeda, de enorme fertilidad... Aquel cielo donde
había hermosas nubes y donde el aire era limpio y vivificador... Todo aquello
le parecía tan distinto de la seca y árida reserva sioux que estaba maravillada.
—¿Quién es ese hombre? —murmuró.
—Pues... mi tío John.
El asombro de Sarah se acentuó.
—¿O sea que usted, señor, tiene algo que ver con todo esto?
—No me llames «señor». Llevamos tres días viajando juntos y aún no
he podido conseguirlo.
—¿Cómo quiere que le llame, señor?
—Pues... llámame Bart, como todo el mundo.
—Ya lo procuraré, señor.
Bart se encogió de hombros y sonrió sin que ella lo notase, dándose
cuenta de que era inútil.
Ella se empeñaba en ser su esclava, y no había manera de quitarle
aquella idea de la cabeza.
Durante tres días, al levantarse por la mañana, había encontrado sus
botas limpias y bien engrasadas junto a la manta en que dormía. Había
encontrado
los caballos cepillados y frescos. Las tortas de pan ya cocidas y el café
despidiendo un apetitoso aroma.
Y todo aquello Sarah lo hacía sin ninguna afectación, del modo más
natural del mundo, como si fuese una obligación que le saliese de lo más
profundo y que ella consideraba sagrada.
Pero ahora, según se había propuesto Bart, Sarah podría descansar. No
en vano acababan de llegar a una de las mejores casas de todo el territorio.
Ella insistió:
—¿De modo que usted, señor, tiene algo que ver con esta casa y estas
tierras?
—Soy el heredero de todo.
Sarah abrió mucho la boca, asombrada.
—¿El hijo del gran jefe?
—No. Ya te he dicho que solo soy su sobrino. Pero él no tiene hijos
varones y por lo tanto esto pasará a mis manos.
—¿En cambio tiene hembras?
—Sí. Una hija llamada Jacqueline.
—Gran maldición las hembras —musitó Sarah—. Mi padre siempre
decía que los dioses te envían un par de ellas cuando están enfadados
contigo.
Bart lanzó otra alegre carcajada, mientras la miraba.
—No hay que exagerar tanto, Sarah, caramba... Hay hembras que están
pero que muy bien...
Ella movió la cabeza negativamente.
—¿Me permite que le diga una cosa, señor?
—Claro que sí. Dila.
—No creí que usted fuera rico.
—No lo soy.
—Bueno... quiero decir que no pensé que usted tuviera familia tan
distinguida.
—¿Por quién me habías tomado, pues?
—Por un pistolero vulgar. Por un hombre que vivía solamente de su
gatillo.
—Habrás conocido a bastantes en la reserva india, ¿verdad?
—Sí. Patton, el administrador del Gobierno, los traía para que le
protegiesen cuando las cosas se ponían un poco difíciles para él. Y puedo
asegurarle que eran de lo más repulsivo que he visto.
—Lo comprendo.
Enseguida excitó suavemente su caballo, para que descendiera la colina,
y añadió:
—En cierto modo tenías razón. No soy más que un pistolero, ¿sabes?
Durante años me he ganado la vida yendo de un lado a otro y manejando el
revólver. La vida ordenada y demasiado cómoda de esa casa que tenemos
delante, me aburría. Yo necesito grandes espacios libres, aventuras y
movimiento. Ahí me estaba consumiendo, y por eso un buen día monté a
caballo y me largué.
—A su tío, el gran jefe, debió dolerle mucho.
—Pues... supongo que más que si le hubieran arrancado una muela.
—¿Lo supone solamente?
—Es que en tres años no le he vuelto a ver ni a escribir. Si me recibiese
a tiros, no me extrañaría...
Y los dos fueron acercándose a la casa.
Cuanto más cerca estaban de esta más se apreciaba la magnificencia de
todos los detalles.
Los edificios que estaban destinados a la explotación agrícola o
ganadera, se hallaban dispersos por los campos. En ellos debían vivir los
vaqueros y, ¿por qué no? también los pistoleros encargados de la custodia de
todo aquello. En cambio la casa hacia la cual se dirigían era puramente
residencial. Estaba tan bien decorada que hubiese llamado la atención en la
propia Inglaterra.
Un vaquero vestido con ropas nuevas se acercó a recibirles.
Al principio se detuvo, como si no creyera lo que estaba viendo. Luego
lanzó un grito:
—¡Bart!
—¿Qué hay, muchacho?
—¿Pero usted otra vez aquí? ¡Dichosos los ojos! ¡Casi no puedo
creerlo!
—Las ovejas vuelven al redil, chico. Ya me he cansado de vagabundear
por ahí.
—Ha estado tres años fuera...
—Y no quiero pensar qué cara pondrá mi tío... ¿Qué dijo cuando
desaparecí?
—Pues... no le oí ningún comentario. Guardó sobre eso un silencio
absoluto.
—Diantre, mal asunto...
—Sí —dijo el vaquero—. Cuando el señor John no suelta maldiciones
ni lanza rayos por la boca, todavía es peor. Usted recuerda lo de su
competidor, el ranchero Graham, ¿verdad?
—Sí. ¿Quién puede olvidar eso? El que contaminó las aguas para que
las reses de mí tío murieran.
—Y el señor John no dijo nada. Se calló como un muerto. Hasta que un
año después, cuando todos creíamos que ya se había tragado el disgusto, fue
a casa de Graham, entró en su dormitorio y le clavó seis tiros. Es lo que me
temo que suceda con usted, Bart. Lo mejor será que antes de verle reciba los
sacramentos.
El rostro del vaquero se fijó entonces en la muchacha india. Parpadeó
incrédulo.
—¿Cómo ha traído a esa? —balbució.
—Es invitada mía.
—Pero se trata de una sioux...
—¿Crees que no lo sé?
—Lo que habrá que ver es lo que dice su tío, el señor John. Él ha
disparado más contra los sioux que contra los bisontes, y eso que fue un
cazador infatigable. A lo mejor ordena que la colguemos por los pies del
árbol más próximo...
—Colgada o sin colgar, ella se quedará —dijo Bart firmemente—. Y
ahora vamos adentro.
Mientras el vaquero se encargaba de los caballos, ellos dos pasaron al
interior, que estaba amueblado con comodidad y excelente gusto.
Sobre todo Sarah estaba maravillada.
Nunca había visto una casa como aquella. Y nunca imaginó que
existiese.
Bart, que conocía perfectamente toda la casa, la precedió abriendo
puertas, hasta que penetró en una gran habitación que parecía una biblioteca
privada. Y entonces se detuvo.
Porque en el centro de esta se encontrada un hombre apuntándole con un
rifle.

***

Bart parpadeó.
Debía reconocer que su tío John no había cambiado nada en tres años.
Pese a su avanzada edad conservaba la misma apostura juvenil, la misma
rigidez casi militar, idéntica energía que, cuando veinticinco años atrás, se
abría paso a tiros por aquellas ricas tierras que aún eran terrenos de caza para
las tribus indias.
Y ahora empuñaba el rifle con tal precisión que Bart comprendió que
iba a disparar. Su tío era capaz de aquello y mucho más.
La cosa tan temida —el que le recibiera a tiros, iba a realizarse.
De modo que Bart hizo algo que obligó a Sarah a lanzar una
exclamación de miedo. Parque el joven se contorsionó rápidamente, saltando
de costado, y
«sacó» con una rapidez que hacía daño a los ojos.
Sonó un solo disparo. La caja de mecanismos del rifle saltó atravesada
por la bala, sin que el dueño de la casa sufriera un solo rasguño, y el arma fue
por los aires.
El viejo John no se inmutó.
No dijo una palabra.
Fue hacia un mueble que había a un lado de la habitación, lo abrió y
extrajo una botella de whisky que, a juzgar por su color clarísimo, debía ser
superdestilado y tener una fuerza capaz de tumbar un buey.
—Llenó un vaso, lo tendió hacia su sobrino y ordenó con voz
autoritaria:
—¡Bebe!
Bart tomó el vaso y lo vació de un trago, sin pestañear siquiera.
La expresión del viejo, que llevaba unos solemnes bigotes a lo Kaiser,
se había ido dulcificando mientras todo aquello ocurría.
Y entonces abrió los brazos y abrazó inesperada mente a Bart.
—¡Así me gusta, muchacho! ¡Me has desarmado al primer tiro, sin
darme tiempo a disparar, y te has bebido un vaso de ese mejunje infernal sin
respirar
siquiera! ¡Has vuelto hecho todo un hombre!
—¿Es que... pensaba usted dis... disparar?
—¿Y aún lo dudas? ¡Si llegas a estarte quieto un segundo más te
agujereo la cabeza, imbécil!
Bart tragó saliva espasmódicamente. Todo el miedo que no había
sentido al entrar, le acometió ahora. ¡Pues no iba a disparar el muy bestia!
¡De modo que iba a dejarle seco!
—Supongo que debió enfadarse mucho cuando me marché de aquí sin
decir nada —balbució.
—¿Enfadarme? Te hubiera dado un abrazo, muchacho.
—¿Un... abrazo?
—¡El desengaño que hubiese tenido si te llegas a quedar aquí, comiendo
la sopa boba y sin preocuparte de nada más! Pero hiciste todo lo contrario, es
decir, lo que yo esperaba y deseaba en secreto. Tomaste un caballo y un
revólver y te dijiste que un hombre, cuando es hombre, no necesita más para
abrirse camino. ¡Ya he oído hablar de ti, ya! ¡Llegaste a estar reclamado por
pistolero! Y eso me llena de orgullo, ¿sabes? ¡Celebro de verdad que hayas
vuelto, Bart! ¡Esto hay que festejarlo!
Se sirvió medio vaso de aquella bebida y lo vació de un trago, pero al
instante se fue volviendo amarillo, luego rojo y al final morado. Tuvo que
dejarse caer en una de las butacas.
—Chico, esto yo no lo resisto...
De pronto sus ojos se clavaron en la muchacha india, que aguardaba
tímidamente a un lado de la puerta. Las guías de su bigote se erizaron.
—¿Qué es esa cosa que has traído contigo? —bramó.
—Ya lo ves. Una muchacha india.
—¡Ya lo veo! ¡Y nada menos que una sioux! ¡Lo que faltaba! ¿Cómo te
has atrevido a...?
—No grite tanto. Es la hija de un gran jefe.
—¡Claro! ¡Por si fuera poco! ¡Nada menos que la hija de un gran jefe
coleccionista de cabelleras! ¡Llévate eso de aquí! ¡Sácala antes de que ordene
echarla por los criados!
Bart encajó las mandíbulas.
—Lo siento, pero se queda aquí.
—Sí, ¿eh?
Y el viejo, furibundo, tiró de un cordón que hacía sonar una campanilla.
Al instante apareció un sirviente enorme, al que Bart no conocía, y que por su
aspecto parecía entrenarse cada mañana cambiando de sitio una montaña.
El viejo le señaló a Sarah y gritó:
—¡Fuera!
El criado fue a tomarla entre sus brazos, sin que Sarah se resistiese, pues
el fatalismo con que la habían educado hacía que, al ser una mujer, esperara
las
decisiones de los demás, sin tener ella una voluntad propia.
Pero de pronto un puño se movió en el aire.
Se oyó un chasquido y el criado saltó hacia atrás, con la mirada vidriosa,
mientras se llevaba ambas manos a la mandíbula. Cayó de espaldas al suelo y
no se volvió a levantar. Fue el K. O. más rápido que el viejo había visto.
—¡Diablos! —masculló—. ¡Y pegas mejor que antes! Nadie, hasta
ahora, había podido derribar a Bruce. Tendré que rebajarle el sueldo porque
se ve que
empieza a estar flojo.
—No está flojo —murmuró Bart—. Es que le he cazado en frío. Y si
usted le rebaja el sueldo le pagaré yo la diferencia, de modo que la cosa
quedará igual. Y ahora, ¿no hay otro forzudo para echar a la india de aquí?
El viejo se mordió el labio inferior, sintiéndose impotente.
—¡Está bien, que se quede! ¡Pero comerá con los criados! ¡Y no quiero
ni verla!
Bart se volvió hacia Sarah y le hizo un guiño de complicidad. Era como
si le dijese: «No te preocupes. Lo más difícil está conseguido ya».
—Te indicaré tu habitación —dijo.
—¿Habitación y todo? —preguntó burlonamente una voz femenina, de
pronto, desde otra de las puertas.
Bart se volvió.
Dos mujeres acababan de entrar en la habitación. Las dos llevaban ropas
lujosísimas, que contrastaban con la sencillez de las prendas usadas por la
india.
Una de ellas debía ser un poco mayor que Sarah. Dos años más como
máximo. Era muy bonita, aunque su belleza resultase un tanto sofisticada por
el exceso de cuidados. Lucía valiosas joyas y su mirada parecía ser siempre
distanciante y altiva.
La otra mujer debió haber sido en su juventud una auténtica belleza. Y
aún lo era en cierto modo, pues según cómo se la mirase, no parecía la madre
de la joven, sino su hermana mayor.
No era ella la que había hablado, sino la joven.
Con voz burlona insistió:
—¿Habitación y todo para una india? Yo creí que las mujeres de su raza
vivían en una tienda de piel de bisonte.
Bart pasó por alto el insulto.
Con una expresión que trataba de ser amable musitó:
—¿Cómo estás, Jacqueline?
—Por lo que veo, no tan bien como tú.
—Al contrario. Tienes un aspecto magnífico. Los hombres de la
comarca deben matarse a tiros por ti.
Sarah estaba muy atenta a la conversación, porque lo más profundo de
su instinto hizo que se fijara solamente en la mujer joven. Y se dio cuenta de
que las palabras de Bart, que cualquier otra hubiese tomado por un cumplido,
la ofendían.
Jacqueline dio media vuelta y dejó de mirarles.
Su madre se acercó a Bart y le dio un beso en cada mejilla.
—Celebro verte... No sabes cuántas veces hemos hablado de ti. ¡Pero es
que eres un muchacho tan raro...! ¿Qué has hecho durante tres años?
—¡Correr aventuras! —gritó el viejo inopinadamente—. ¡Lo que os
convendría hacer a vosotras!
—Calla, John —dijo la mujer—, ¡No comprendo cómo pude tener la
idea de casarme contigo!
Y dejando de mirarla, se volvió de nuevo hacia Bart, para preguntarle
por su vida durante aquellos últimos tres años.
Sarah seguía estando atenta a toda aquella escena. Y se dio cuenta de
que John y su esposa, es decir la tía de Bart, se llevaban demasiados años.
Quizá
treinta. Incluso estando acostumbrada a los matrimonios por obligación de
las tribus indias, aquello no le pareció bien. Y se dijo, íntimamente, que quizá
aquellos dos seres habían tenido ya más de un problema.
En aquel momento Jacqueline se miró uno de los zapatos, que tenía unas
manchitas de polvo. Sin duda se los había ensuciado al entrar en la casa.
Sarah también lo notó.
Y de una manera natural, espontánea, sin que nadie se lo mandase,
como si ella, al fin y al cabo, hubiese nacido para aquellas tareas humildes se
desanudó el pañuelo que llevaba al cuello y se arrodilló ante la muchacha
para limpiarle aquel zapato.
Era lo mismo que cuando se levantaba más temprano para cepillar los
caballos ella, todavía dormido Bart; o cuando le engrasaba las botas o cuando
esperaba sumisamente a que él bebiese, mirándole fijamente, para servirle
más café.
Jacqueline sonrió satisfecha.
—Esto está mejor... —murmuró—. Esto está mejor, cochina india...
CAPÍTULO X
Todas las habitaciones de la casa eran enormemente lujosas. El viejo
John, que, después de luchar mucho, ya no pensaba quedarse allí en todo lo
que le quedaba de vida, se había construido una jaula para sentirse a gusto y
para que no le entrasen ganas de emprender el vuelo. Aparte de los salones,
jardines, biblioteca, sala de billar y todo lo que uno pueda imaginarse, los
dormitorios eran espaciosos y cada uno de ellos tenía un cuarto de baño
privado. Era lo que más había añorado Bart en los primeros días de su
peregrinación, tres años antes: no tener facilidad para bañarse todos los días.
Y ahora lo hizo a conciencia.
Se sentía otra vez a gusto allí, entre los objetos conocidos y oyendo
chillar a tío John, quien siempre afirmaba estar dispuesto a matar a todo el
mundo, pero nunca se metía con nadie.
Después de quitarse todo el polvo del camino y sentirse fresco y
descansado, se envolvió en una gran toalla, se secó bien y pasó a la
habitación contigua, siempre cubierto con ella.
Tuvo una gran sorpresa al ver a Sarah allí.
Sarah ya debía haberse bañado también, porque su tez estaba limpísima
y sus cabellos parecían húmedos aún, pero había vuelto a vestir sus humildes
ropas de piel de ante. Cuando Bart la sorprendió, estaba sacando brillo a las
botas.
—Pero Sarah... ¿qué haces?
—Limpio esto, señor.
—¿Cuántas veces he de decir que... que no me llames señor?
—Es que me resulta muy difícil, señor. Sobre todo sabiendo que será
suya esta casa.
—Bart hizo un gesto de hastío.
—Bah, ni pienses en eso... Yo no me he acordado de ella en tres años.
Mi padre y el hermano de este, es decir tío John, lucharon mucho para
conseguir poner los cimientos de esto. Luego mi padre murió en un ataque
indio y tío John se lo quedó todo, pero considera su deber que vuelva a ser
mío. No quiere dejar a su hija más que una pequeña parte porque dice que
ella no sabrá defenderlo.
—Claro —musitó Sarah.
—Dejó las botas y se puso a cepillar, en silencio, la cazadora de piel de
Bart.
—Y ella ha pensado —añadió en voz baja—, que podría ser todo suyo si
se casara con usted, señor.
—¿Con... conmigo?
—¿Va a decirme que no lo ha pensado nunca, señor?
—Pues... Bueno, es cierto. Antes de irme hablábamos de... de... Y quizá
lo decíamos en serio.
—Usted lo pensaba entonces, pero ella lo sigue pensando ahora. Y ha
estado tres años dando vueltas al mismo problema. Y le duele que haya
vuelto y no se haya arrojado enseguida en sus brazos.
Bart la miró con cierto asombro.
—Oye... ¿cómo sabes tú todo eso?
—Lo imagino, señor. Las mujeres nos damos cuenta enseguida de esas
cosas.
—Pues precisamente porque eres una mujer, vas a dejar de hacer de
sirvienta. Mientras estábamos de viaje te repetí cien veces que no tenías que
cuidar de mí, pero en esta casa muchísimo menos. Aquí sobran criados,
¿entiendes? Y si nunca me ha gustado que me sirvieran los hombres, menos
me agrada que me sirvan las mujeres. De modo que deja todo eso de una vez.
—Como usted mande, señor.
Pero se estuvo quieta en el centro de la habitación.
Bart la miró con cierta sorpresa.
—Bueno... —murmuró, porque no sabía qué decir—. ¿Qué tal estás
instalada? ¿Te encuentras a gusto en tu habitación?
—Sí. Es muy bonita.
—Habrás cenado.
—Un poco.
—Pues... bueno... es hora de que te acuestes.
Ella asintió. Pero no se movía del centro de la habitación.
—Claro, señor —dijo al fin—. Es hora de que me acueste.
—Estupendo. Tienes que ir amoldándote a las costumbres de los
hombres blancos.
—Precisamente por ello quería preguntárselo, señor.
Bart parpadeó.
—Que quizá a usted no le guste con estas ropas.
—¿Qué? ¿Cómo?
—En mi habitación tengo otras. Una sirvienta me las ha traído. Se ve
que son vestidos viejos de su tía Suzy, pero a mí me parecen maravillosos.
—Sí... pues... claro.
—Si usted lo desea me cambiaré, señor.
—¿Cambiarte? ¿Para qué?
—Pues... por lo que ha dicho de las costumbres de los blancos. Porque
quizá las chicas les gusten de otro modo.
—¿En... en qué sentido?
—Hay allí prendas muy finas. Medias y todo eso. Nunca me he puesto
cosas así.
—Es que... parece que tampoco las necesitas. Vas... muy bien vestida. A
tu modo.
Ella entrecerró los ojos.
—Parece como si no me hubiera entendido, señor.
—Tal vez... no.
—Le dije que sería su esclava cuando me salvó de las zarpas de Patton,
señor. Y se lo prometí con todo mi corazón, porque la hija de un jefe sioux
nunca dice nada en vano. Soy su esclava en todos los sentidos. Y me he
dicho que quizá necesite una mujer, señor.
Bart tragó saliva difícilmente.
Había vivido temporadas con los indios. Conocía sus rígidas costumbres
y su moral, que en ciertos aspectos era intachable. Pero también sabía de su
sinceridad y su inocencia primitiva. Cuando uno de ellos blindaba su
amistad, lo hacía de verdad, y si una de ellas se ofrecía como esclava, lo era
hasta las últimas consecuencias.
Sonrió alentadoramente y musitó:
—Verás... Los blancos somos distintos.
—¿No son todos como Patton... en muchos aspectos?
—Comprendo lo que piensas, muchacha. Es que a las reservas indias ha
ido lo peor. Nosotros, para considerarnos honrados, no miramos a una chica
que sea doncella como tú... —se atragantó—. Quiero decir que no la miramos
con según qué intenciones si no nos hemos casado con ella.
Sarah murmuró:
—Pues cásate conmigo si quieres. Y luego puedes repudiarme. Yo
siempre te estaré agradecida.
—Un jefe indio puede repudiar a su esposa, pero los blancos no...
Espero que aprendan nuestras costumbres, Sarah... ¿Acaso no te habló nunca
de ellas tu madre blanca?
—Tal vez. Pero hace muchos años de eso. ¡Yo era tan niña! No
recuerdo sus palabras ni tampoco su rostro. Sólo que...
—¿Qué?
Ella se desabrochó un momento su blusa, mostrando el nacimiento de
los senos. Entre ambos había una pequeña cicatriz inclinada.
—Me la hizo ella —murmuró—. Y lloré mucho.
—¿Por qué hizo eso?
—Porque, al abandonar ella la tribu, mi padre, el jefe, exigía que yo me
quedara con él. Y mi madre me hizo esta pequeña marca para reconocerme si
algún día me volvía a encontrar. Entonces no la entendí, pero luego he
pensado mil veces en lo mucho que debió sufrir.
Hizo un gesto de resignación y musitó:
—Pero esa es una vieja historia. Nunca más volveremos a encontramos.
Jamás.
Bart apretó los labios. Notaba una extraña ternura dentro de sí, algo que
hasta entonces no había sentido nunca. Y, no sabía por qué, eso le
avergonzaba, porque él había querido mantenerse siempre rígido e inflexible.
No manifestar nunca sus emociones o sus sentimientos ante una mujer.
En ese sentido se parecía mucho más a un jefe sioux de lo que él mismo
creía.
—Sarah —musitó con un esfuerzo—. Yo quiero que... que seas feliz.
—Lo soy —susurró la india.
Pero sus ojos demostraban lo contrario. Sus ojos delataban sus
pensamientos: él la consideraba no como una mujer, sino poco más que como
una niña.
Fue hacia la puerta lentamente.
—Sarah... —musitó él.
—¿Qué...?
Ella se había vuelto. Le miraba fijamente.
—Hay algo que los hombres blancos podemos hacer sin necesidad de
casamos —musitó él.
Avanzó hacia la muchacha, la estrechó en sus brazos y la besó en la
boca.
Ella se estremeció. Se notaba que jamás había sido besada por un
hombre.
Todo su cuerpo palpitaba. Sus labios eran una llama.
Cuando se separó del joven musitó:
—Y aunque una no se case, ¿esto puede hacerlo muchas veces?
—Con una suele haber bastante. Más... es peligroso.
La india acercó la cabeza otra vez.
—Me gusta el peligro —musitó—. Hay riesgos que están empezando a
volverme loca...
Y Bart no pudo saber nunca cómo hubiera acabado aquello, porque en
ese momento se oyó la voz tronante de su tío John que avanzaba por el
pasillo, llamándole descompasadamente.
Y el joven tuvo que indicar a Sarah que se escondiera en el cuarto de
baño contiguo. La verdad era que algunos peligros también le gustaban
demasiado a
él. Casi agradeció que su tío John hubiera llegado tan de repente.
El viejo entró furioso en su habitación. Quería saber dónde estaba la
india.
—¡No permitiré que duerma en esta casa! —bramó—. ¡Que se vaya a la
cuadra que es su sitio!
Bart dejó que el viejo chillara hasta cansarse. Luego le aseguró que no
había visto a Sarah al menos en dos meses.
Cuando John salió refunfuñando, él condujo a Sarah al dormitorio que le
había sido asignado. Y ya no quiso hablar más de lo que los hombres blancos
podían o no debían hacer antes de casarse.
CAPÍTULO XI
Igual que habían hecho Sarah y Bart al llegar allí, los viajeros
contemplaron la casa y los campos desde lo alto de la colina.
—Eran cuatro.
A uno de ellos hubiera sido muy fácil reconocerle en las tierras situadas
más al oeste, donde estaba la gran reserva sioux. Sobre todo, le hubiera
reconocido muy bien el jefe de la tribu.
Patton parecía haber envejecido en pocos días, y en su rostro se
apreciaba a intervalos un violento «tic» nervioso.
Los tres hombres que le acompañaban eran bien conocidos no solo más
al oeste, sino también al este, al norte y al sur. Raro era el lugar donde no
estuviesen reclamados. Y, desde luego, podían jurar por sus barbas que nunca
habían visto una casa como aquella.
Patton la señaló desde la colina.
—Seguro que tiene que estar ahí —dijo sencillamente.
Uno de los hombres volvió la cabeza hacia él, tras escupir violentamente
la colilla que llevaba en la boca.
—Y quiere que sea eliminada, ¿eh?
—Lo quiero y se hará. Así debe ser.
—¿Por qué?
—Tengo una cuestión personal con esa chica.
Otro de los pistoleros adelantó un poco más su caballo, hasta situarlo al
nivel del de Patton.
—Uno oye decir cosas —murmuró sibilinamente.
—¿Qué cosas?
—Se comenta que cierto hijo de un jefe sioux murió en circunstancias
extrañas. Y también murió del mismo modo alguien que importaba mucho
más que un cochino piel roja: el coronel que mandaba el II de Alabama.
—Es cierto que murieron —dijo Patton—. ¿Y qué?
—La muchacha india puede ser un testigo muy molesto.
Patton apretó los labios.
—¿Creéis que esa es la razón de que quiera eliminarla?
—Puede que sí... Resulta una «razón personal» muy convincente, ¿no
creéis muchachos?
Y los tres lanzaron al unísono una alegre carcajada.
Patton los miró sin ningún temor. Conocía bien el paño, pues desde que
«entró» en el «negocio» de las reservas indias, siendo muy joven, había
tratado con infinidad de tipos como aquéllos. Sabía perfectamente cómo iba a
terminar la situación. Y, es más, hubiera sido capaz de adivinar casi palabra
por palabra las frases que pronunciarían.
El de colilla espetó:
—Es un trabajo peligroso, Patton. Y de responsabilidad. Tiene que
damos el doble de lo que nos había prometido.
—Os daré un cincuenta por ciento más. O eso o nada.
Los tres hombres se miraron.
Patton hablaba con seguridad... Era de esos tipos que saben con quién
tratan.
Al fin se encogieron de hombros.
—De acuerdo; lo haremos.
—Pero pensad que no debéis fallar. Que no podéis fallar de ningún
modo. Y que tenéis que ceñiros estrictamente al plan que os he trazado.
—Desde luego, jefe.
Patton espoleó a su caballo y bajó la colina sin prisas, mirando los
detalles de la casa.
Los tres hombres se quedaron arriba, viéndole descender. Según el plan
trazado, no tenía que ser notada por nadie su presencia.
Patton pensaba, mientras iba descendiendo poco a poco, que el eliminar
a la muchacha india, le resultaba bastante caro, pero era algo que no tenía
más remedio que hacer. Además, no había tenido que pagar ni un centavo a
sus anteriores esbirros, a los que fueron liquidados por los asesinos sioux. En
cierto modo podía decirse que hasta ahora ni ganaba ni perdía.
Y esta vez estaba seguro de que nada iba a fallar.

***

Sarah estaba cepillando los caballos en la explanada que había junto a la


cuadra. Se había vestido ropas vaqueras, como si fuera un muchacho, y
trabajaba activamente desde primeras horas de la mañana. Nadie se lo había
pedido, pero ella consideraba que esa era su obligación.
Bart estaba recorriendo las tierras del rancho y no se había enterado de
lo que Sarah hacía.
El primero que la vio fue el viejo John. Lanzando gruñidos como
siempre, salió de la casa y se dio cuenta de que era su caballo el que Sarah
estaba cepillando.
—¡Diablos! —masculló—. ¿Qué haces?
—Ponía el caballo a punto, señor.
—¿Ya sabes que es el mío?
—No, no lo sabía, señor.
—¡Pues yo no consiento que en mi corcel ponga las manos una sucia
india! ¡La sangre de ese caballo es más limpia que la vuestra! ¡De modo que
lárgate!
Sarah no se ofendió.
Quedó quieta a un lado del caballo, mientras el viejo se dirigía hacia él.
—De todos modos —murmuró John—, he de reconocer que lo limpias
mejor que esos bergantes que tengo en la cuadra.
—Siempre he cuidado caballos, señor.
—¡Claro! Los indios no servís para otra cosa. ¡Largo de aquí! ¡Que no
te vea!
Fue a montar.
La muchacha avanzó y fue a sujetarle el pie que John tenía en el estribo,
para que no resbalase.
—¡Déjame!
—Sólo pretendía ayudarle, señor.
—¡Yo no necesito ninguna clase de ayuda! ¡Todavía soy el mejor jinete
de la comarca!
Tomó impulsó, para afianzarse mejor en el estribo dio un gran salto y
salió cómicamente despedido por el otro lado del caballo, quedando sentado
en
tierra.
El caballo ya debía estar acostumbrado a aquellas escenas, porque se
quedó quieto y esperando que el viejo lo probara otra vez.
En aquel momento apareció Jacqueline.
Vestía un impecable traje de amazona, y Sarah hubo de reconocer que
era una de las mujeres más bonitas y atractivas que había visto en su vida.
Tenía tal distinción, tanta elegancia, que Sarah se sintió inmediatamente
inferior a ella. Y Jacqueline, por supuesto, se encargó de demostrarle lo
verdadero de ese sentimiento.
—¡Te ha tirado ella! —gritó—. ¡Esa maldita arpía...!
—No. He sido yo mismo —masculló John, poniéndose en pie
penosamente—. Es que he saltado con demasiada fuerza. Lo que yo digo:
todavía soy demasiado joven...
Jacqueline apretó los labios.
Le, defraudó que el viejo, con sus palabras, defendiese en cierto modo a
la muchacha india.
—¡Cepilla también mi caballo! —dijo rabiosamente—. ¿O es que no te
has preocupado de él aún?
—Todos están listos, señorita.
—¡Trae el mío! ¡Es el de color canela!
Sarah obedeció sin una protesta, a pesar del tono autoritario de la orden.
Entró en las cuadras y volvió con un magnífico corcel color canela, que había
ensillado ella misma.
Jacqueline lo miró con ojo crítico. El caballo estaba perfecto. Sarah
había limpiado con petróleo su piel, que aparecía reluciente y limpísima.
Jacqueline, por aquel lado, no tenía nada que oponer. Pero sus ojos
inquisitivos se clavaron entonces en la silla, y sobre todo en la cincha que la
sujetaba.
Tiró de ella.
—¡Está floja! —gritó—, ¡La has dejado así a propósito para que me
cayese! ¡Eres una maldita arpía!
Y antes de que nadie pudiera evitarlo, le cruzó la cara con su fusta.
Sarah no se inmutó, a pesar de que en su mejilla había aparecido una
leve línea de sangre. Con los ojos muy abiertos susurró:
—Yo no sé colocar sillas, señorita... Los indios montamos siempre los
caballos a pelo... Pero he puesto esa porque quería aprender...
Jacqueline hizo un gesto de rabia.
—¡Lo que tú querías está bien claro! ¡Y yo voy a ensenarte a...!
Volvió a levantar la fusta para golpearla de nuevo, pero en ese momento
algo parecido a un garfio de hierro sujetó su muñeca.
Jacqueline se estremeció. Y su temblor fue más convulso aún al ver que
el que la había sujetado en el último momento era el propio Bart.
—No vuelvas a hacer eso, Jacqueline —murmuró el joven con voz
cargada de tensión—. No vuelvas a hacerlo o...
Ella se soltó violentamente.
—¿Por qué defiendes a esa asquerosa sioux?
—Porque ella no ha querido ofenderte. Y porque ni a un animal se le
debe golpear de ese modo.
—¡Ella es peor que un animal!
Bart le retiró la fusta de los dedos poco a poco. Lo hizo sin ninguna
violencia, con un gesto que parecía lleno de suavidad, pero en el que sin
embargo vibraba una gran dureza.
—No vuelvas a hacer eso nunca —murmuró—. Nunca, Jacqueline.
Ella miró sus ojos, aquellos ojos metálicos donde latía una chispita de
amenaza. Y de pronto se estremeció nuevamente.
—No quiero creerlo —murmuró sordamente.
—¿Qué es lo que no quieres creer?
—Me parece demasiado horrible.
—Quisiera saber qué es eso tan horrible, Jacqueline.
—Tú estás interesado por esa maldita sioux!
Bart no contestó. No dijo que sí, pero al mismo tiempo fue incapaz de
negar aquella acusación. Devolvió poco a poco la fusta a su prima.
—Tú ibas a dar un paseo a caballo —dijo suavemente—. ¿A qué
esperas?
—¡Quiero que me contestes!
Bart fue a decir algo, pero no tuvo tiempo. Porque en ese momento
vieron un hombre que se acercaba al trote de su caballo.
El joven quedó materialmente petrificado. Y durante algunos instantes
creyó que veía mal.
Porque el que tenía la osadía de venir hasta allí era... ¡nada menos que
Patton!
También Sarah quedó asombrada. La típica impasibilidad de las
muchachas de su raza desapareció de repente. Se apretó junto a Bart,
mientras todo su cuerpo temblaba.
—Por favor... —balbució.
Bart comprendió lo que ella quería decir.
Para la muchacha, aquello era una especie de sueño maldito. Era una
pesadilla de la cual creía haberse librado para siempre y que ahora, de
improviso, volvía a aparecer ante sus ojos.
El joven susurró:
—No te preocupes, Sarah. Te juro que a ese lo dejo bien arreglado...
En efecto, su propósito —y estaba bien decidido a cumplirlo— era dar a
Patton tal escarmiento que nunca más volviera ni a soñar en acercarse a ellos.
Preparó los puños.
El, enseñaría a aquel tipo con quién se estaba jugando la piel.
Pero tuvo una violenta sorpresa cuando vio que su tío John, después de
mirar fijamente al recién llegado, como si no estuviese muy seguro de quién
era, se arrojaba corriendo en sus brazos.
—¡Patton!
Patton descendió del caballo y le abrazó también.
—¡John! ¿Cómo estás, viejo zorro?
—Creí que nunca vendrías por aquí... ¡Hasta me temía que hubieses
muerto!
—Pues no ibas muy descaminado. Han estado a punto de liquidarme
varias veces.
Miró en torno suyo y dijo con expresión de humildad:
—Tienes una casa soberbia. Yo nunca creí que llegaras tan lejos. Debes
ser multimillonario.
Tío John lanzó una ruidosa carcajada.
—Lo soy, Patton, lo soy... Pero a ti te lo debo en parte.
—¿Por qué?
—Tú salvaste la vida a mí hermano cierta vez, y él fue quien me ayudó
a crear todo esto.
Preguntó con interés:
—¿Y a ti? ¿Cómo te han ido los negocios?
—He estado trabajando como administrador del Gobierno Federal en las
reservas indias.
—Eso oí decir. Pero yo no me entero de gran cosa, ¿sabes? No leo los
periódicos ni zarandajas de esas. ¿Y te han ido bien los negocios con esa
gentuza?
—No puedo quejarme. Durante años, las cosas marcharon muy bien.
Pero últimamente se habían estropeado bastante.
—Si algo te hace falta, yo te ayudaré —dijo el viejo John, con su
habitual campechanía—. Yo sé ser un buen amigo de mis amigos. Y ahora
permite que te presente a mis familiares más próximos. Por casualidad los
puedes encontrar ahora a todos aquí, excepto a mí esposa.
Señaló a Bart.
—Mi sobrino —dijo—. Es el que ha de heredar todo esto y ha de
mantener el imperio que yo he creado con mis manos.
Patton fingió no conocer a Bart.
—Ah, sí... Tu sobrino. Esa cara me recuerda algo.
—¡Seguro que la has visto en un pasquín! —rio el viejo—. ¡Mi sobrino
ha estado reclamado, como lo están todos los hombres que nacen como Dios
manda! Ahí donde le ves, es un pistolero al que no se puede dejar suelto ni
un minuto... ¡Ah! Y esta es Jacqueline, mi hija.
La rapidez de las presentaciones hizo que Bart pudiera ahorrarse el
gesto de dar la mano a Patton, cosa que de todos modos no hubiera hecho.
Jacqueline sonrió con cortesía. Estaba perfectamente educada y sabía
fingir cuando era necesario.
—Es para mí un honor, señor Patton —dijo—. Y si usted es amigo de
papá, puede contar con mi amistad también.
Le tendió la mano, y Patton la estrechó, Pero sus ojillos viciosos y
crueles estaban ya clavados en la figura de Sarah.
—¿Y esa india? —preguntó—. ¿Quién es? ¿No me la presentas?
El viejo lanzó un bufido.
—No tengo por costumbre mezclarme con los salvajes —masculló—. Y
te juro que ella no estaría en esta casa si el imbécil de mí sobrino no la
hubiera traído. No te la he presentado porque para mí no existe.
—Yo no tengo prejuicios raciales —dijo Patton muy humildemente—.
Soy un hombre sencillo. He vivido con los sioux muchos años y por eso los
aprecio. ¿Cómo se llama esta muchacha?
Bart tenía los labios salvajemente apretados. Sentía la terrible tentación
de hacer saltar por las nubes a Patton de un puñetazo, pero las circunstancias
le impedían hacerlo. ¡Y el cerdo de Patton las aprovechaba para mirar
descaradamente a la india!
Al fin fue ella misma la que solucionó con naturalidad la situación,
demostrando que tenía más dominio de sí misma de lo que todos creían.
—Me llamo Sarah, señor —dijo inclinándose levemente—. Y estoy a
sus órdenes.
Los ojos de Patton brillaron con salvaje deseo.
—Eso está bien... —dijo—. Una india civilizada. No se encuentran
muchas así...
Y estrechó la mano de Sarah.
Nadie, excepto Bart, supo notar el brusco estremecimiento que sacudió
todo el cuerpo de la muchacha india.
—Estás invitado —declaró John—. No puedes hacerme el desprecio de
decirme que no te quedas aquí. No sé de dónde vienes ni adónde vas, pero mi
casa es siempre un buen sitio para hacer un alto en el camino. Te quedarás
aquí unos cuantos días, hasta que te canses de comer bien y de beber el mejor
whisky que hayas probado en tu vida.
Patton aceptó. Naturalmente que sí.
—Me quedaré dijo—. Tu hospitalidad es encantadora.
—Siento que no puedas conocer a Suzy, mi mujer, porque está de visita
en casa de unos amigos, y no volverá hasta la noche. Precisamente Jacqueline
va a ir a buscarla ahora, y regresará con ella. —Miró a su hija y advirtió—.
No os quedéis a dormir fuera, Jacqueline. Dile a tu madre que tenemos una
visita.
Ella asintió y montó de un salto en el caballo color canela, partiendo a
galope.
Los dos hombres entraron en la casa. Y Sarah se pegó temerosamente al
costado de Bart.
—Ha venido a matarme... —farfulló—. Sé que ha venido para eso...
—Es muy posible —bisbiseó Bart—. Y te aseguro que ahora ya tendría
la cara deshecha a puñetazos, si no llega a ser amigo de mí tío. Pero no te
preocupes, porque yo vigilaré bien. Si ese tipo se sale con la suya, me trago
mi propio revólver a trozos, mezclado con cerveza... Pasa, Sarah, y
compórtate con naturalidad, como hasta ahora. No te preocupes por nada.
Ella asintió.
Pero se pegó con más fuerza a su costado, temerosamente, como si de
pronto toda su resistencia moral se hubiera hundido.
Como si fuera una niña.
CAPÍTULO XII
Sarah estaba tendida en su lecho, con los ojos muy abiertos, mirando el
techo de la habitación.
No podía dormir.
Para no ofender al viejo John, se había retirado a un cuarto de la
servidumbre, sin que se enterase Bart, y descansaba en un lecho plegable que
había colocado cerca de la ventana. Hacía calor, y por eso la ventana estaba
abierta, pero había en ella una reja que la preservaba de cualquier peligro.
La habitación, además, estaba situada en Un primer piso.
Sarah pensaba y pensaba, dando vueltas en su cerebro a la misma idea.
Aquel hombre, Patton, había venido para matarla, pero quizá trataría antes de
disfrutar de ella. La mirada viciosa de sus ojos aún estaba clavada en la piel
de Sarah, que se estremecía al recordarla. Y la muchacha pensaba también
que Bart, al jurar defenderla, pondría en peligro su vida.
Ella no quería que Bart muriese.
Por eso decidió que se marcharía de allí. Se iría bien lejos, donde Bart
no pudiese encontrarla ni Patton pudiera seguirla. Se iría al otro extremo del
país, aunque fuese andando...
Decidió, de pronto, irse aquella misma noche.
Nadie podría verla. Y cuando amaneciese estaría ya muy lejos de la
mansión.
Embebida como estaba en sus pensamientos, no notó un leve roce en la
pared, junto a la reja de la ventana.
No se dio cuenta de que alguien había trepado hasta allí
silenciosamente, con la agilidad de un mono. Ni sospechó remotamente que
en esos momentos, a través de las rejas unos ojos diabólicos la estaban
mirando con fijeza.
El hombre que había subido hasta allí era uno de los tres asesinos
contratados por Patton.
Este le había dado una orden muy sencilla:
«Preferiría tenerla en mi poder unos días pero ya que eso no es posible...
¡mátala!»
Y ahora el asesino iba a cumplir el siniestro mandato.
Sabiendo cuál era la habitación elegida en definitiva por Sarah, había
trepado hasta la ventana aprovechando las irregularidades de la fachada. Y
ahora tenía en su derecha un largo cuchillo con el cual podía segar fácilmente
el cuello de la muchacha, sin producir el menor ruido y sin que nadie se
enterara del crimen.
Pero acababa de surgir un obstáculo.
La cama de Sarah estaba colocada un par de pasos más allá de la reja, y
el brazo del asesino no podía llegar hasta su cuello por mucho que se
esforzara.
Reflexionó en silencio y al fin tomó una decisión.
Fue entonces cuando Sarah creyó notar un ruido extraño a sus espaldas.
Y cuando se volvió de repente, pero sin saltar del lecho.
Una mano se tendió bruscamente hacia ella.
Y sujetó sus largos cabellos negros, que eran uno de sus orgullos de
muchacha india.
Tiró de ella. Bruscamente Sarah se encontró junto a la reja, otra mano se
movía hacia su cuello.
Y aquella segunda mano estaba armada de un cuchillo. Sarah vio la
muerte tan de cerca que no tuvo fuerzas ni para chillar.
La hoja de acero descendió bruscamente hacia su cuello, mientras el
asesino se sostenía solo con los pies, que estaban apoyados de una forma
muy precaria en una piedra saliente.
Y en aquel momento, sonaron dos disparos.
Las balas no fueron a buscar la cabeza del asesino, y ni tan siquiera sus
pies. Simplemente hicieron saltar la piedra en que estos se apoyaban.
El asaltante lanzó un grito, mientras quedaba colgado de sus propios
brazos. Tuvo que soltar los cabellos de Sarah para agarrarse a la reja y no
caer
estrepitosamente a tierra.
Desde abajo, Bart le invitó con amabilidad:
—¿Por qué no bajas? ¿O es que te gusta más estar colgado en el aire?
El otro comprendió que no tenía opción.
Descendió de un salto.
Todo su cuerpo temblaba, porque Bart se había dado cuenta de sus
intenciones, y era seguro que no vacilaría en usar el revólver.
Sin embargo, el joven hizo algo en apariencia incomprensible, guardó su
«Colt».
—Creo que vas a contarme unas cuantas cosas muy interesantes... —
dijo, con suavidad—. Por lo pronto, quién te ha enviado aquí. ¡Habla!
El forajido se dio cuenta de que tenía a un enemigo desarmado ante sí.
Y aprovechó la ocasión.
Se lanzó a fondo con su cuchillo, mientras lanzaba un gruñido gutural.
Bart apenas se movió.
Con un hábil movimiento de su antebrazo, detuvo el golpe y retorció la
mano de su enemigo.
Este lanzó el cuchillo.
Porque acababa de darse cuenta de que iba a sucederle lo que unos
segundos antes le hubiera parecido increíble: su propio cuchillo iba a
volverse contra él.
Bart empujó bruscamente hacia adelante, como si pretendiera dar a su
enemigo un golpe en el estómago.
Pero lo que quería en realidad era mucho más sencillo y mucho más
terrible. El cuchillo, que en virtud de la presa de brazos estaba ahora vuelto
hacia su dueño, se clavó hasta las cachas en el corazón de este.
El aullido se repitió, pero ahora fue mucho más estremecedor que antes.
Un par de criados salieron por la puerta un instante después. E incluso
asomó también el viejo John, que iba en camisa de dormir, llevaba un cómico
gorro en la cabeza y entre las manos un rifle «Sharp» calibre pesado, y que
de gracioso no tenía nada.
—¿Qué sucede ahí? —bramó—. ¿Es que volvemos a tener un ataque
sioux?
Bart sonrió secamente.
—No te excites, tío. Los buenos tiempos de tu juventud y de la lucha
con los indios ya no volverán. Lo que ahora sucede es mucho más vulgar.
—¿Qué diablos pasa?
—Este tipo era un ladrón. No he tenido más remedio que defenderme y
clavarle su propio cuchillo.
—Conque ladroncitos a mí, ¿eh? Has hecho muy bien, Bart. Y lo vamos
a colgar de la puerta del rancho, con el cuchillo clavado para que la gente
aprenda.
—Me parece una idea muy razonable.
Bart pensaba, en realidad, que aquel asesino no estaría solo. Que habría
alguno más. Y no estaría nada mal que fueran tomando ejemplo de su
compañero.
En aquel momento, Patton apareció también en la puerta. Estaba
completamente vestido aún, y sus facciones aparecían tan blancas como si las
hubieran embadurnado de nieve.
—¿Qué ha sucedido?
—Un ladrón —dijo Bart, mirándole expresivamente—. Mi tío piensa, y
yo creo que tiene razón, colgarlo bajo el arco de entrada a las tierras del
rancho. Conviene que todo el mundo aprenda...
Patton dijo con un soplo de voz sintiendo que desfallecía:
—Sí, claro... Es... un buen... ejemplo...
Y Patton miró a su pistolero muerto, sin saber bien lo que le ocurría.
Porque si el muerto había quedado sin habla, a él, desde luego,
empezaba a pasarle lo mismo.

***

Patton nunca había sido un prodigio de inteligencia, pero había ganado


dinero y había conseguido muchas cosas. Y es que para la vida práctica, la
inteligencia no es una virtud esencial. La obstinación, la constancia y el saber
lo que uno quiere, son cosas que pesan mucho más que el simple talento. Y si
además no se tienen escrúpulos, como en el caso de Patton, se consiguen
bastantes cosas... hasta que uno tropieza.
El administrador sabía ahora que estaba a punto de estrellarse.
Por eso simuló sentirse mal, dijo que le mareaban los muertos y se retiró
precipitadamente, mientras en los labios de Bart flotaba una sonrisa burlona
que en aquel momento nadie supo comprender.
Patton salió por otra puerta y rodeó la casa, dirigiéndose hacia unos
altos matorrales.
Allí le aguardaban sus otros dos hombres. Parecieron muy alegres al
verle llegar.
—¿Qué? —dijo uno de ellos—. ¿Ya está listo?
Y el otro murmuró:
—¿Cuándo cobramos?
Patton sintió deseos de escupir.
—¡Imbéciles! Vuestro compañero Burt ha muerto...
—Eso quiere decir que... que...
—¡Que ha fracasado! ¡Sí, eso quiere decir! ¡Y ahora me doy cuenta de
que hay que hacer otra cosa muy importante, antes de eliminar a esa chica!
—¿Qué?
—Hay que matar a Bart. Vosotros os encargaréis de eso. Un buen
balazo de rifle por la espalda, cuando salgan mañana a pasear a caballo, será
suficiente.
—¿Y la chica?
—De ella me encargo yo —gruñó Patton—. Voy a matarla sin tener que
tocarle un pelo de la ropa...
Los dos pistoleros se miraron, creyendo que se había vuelto loco. La
verdad fue que no comprendieron ni una palabra.
Pero Patton sí que se entendía, porque acababa de tener una idea.
E inmediatamente puso en práctica su plan.

***

Se dirigió a una de las habitaciones de la casa, que ya empezaba a


conocer bien, porque su anfitrión se la había mostrado totalmente aquella
mañana.
Abrió la puerta sin llamar.
Una mujer se estaba preparando para meterse en cama, dentro de aquella
habitación. Se había desprendido de varias prendas íntimas y ahora estaba
quitándose las medias.
No era ya muy joven, pero todavía podía despertar fuertes tentaciones.
Y en su juventud, desde luego, debió haber sido una belleza.
—Hola Suzy —dijo sombríamente Patton.
La esposa de John volvió los ojos hacia él, temerosamente, pero sin una
protesta.
CAPÍTULO XIII
Sarah iba de un lado a otro de las enormes y limpias cuadras, mirándolo
todo atentamente. Hasta los menores detalles parecían llamarle la atención. Y
diríase que era feliz, pese a sus inquietudes, viendo todos aquellos animales
bien cuidados y captando el ambiente de la casa.
De pronto, entró el viejo John.
—¿Qué significa eso? —gruñó—. ¿Qué hace en mis cuadras una india?
Ella le miró fijamente, sin inmutarse.
—Veo que voy progresando —susurró.
—¿Progresando en qué sentido?
—Esta mañana no me ha llamado ni «asquerosa» ni «repulsiva» sioux.
Me ha llamado «india» solamente.
—¡Bueno, bueno! —tronó el viejo—. ¡Puede que esas cosas no las diga,
pero las pienso igual! ¡Y ahora dime qué infiernos haces aquí, si es que
puede saberse!
—Estaba mirando las herraduras de los caballos.
—Bien puestas ¿eh? Je, je... No hay en todo el territorio caballos mejor
cuidados que los míos.
—Creo que se equivoca, señor...
—¿Eh? Brrr... ¿Qué me equivoco? ¿Cómo te atreves a insinuarlo
siquiera?
—Los caballos están mal herrados. Y si no, pruebe a mover ese sobre un
terreno empedrado, por ejemplo ahí.
Le señalaba uno de los corceles y una superficie empedrada a un lado de
la cuadra. El viejo lanzó un gruñido, tomó el corcel de la brida y lo hizo
caminar por dónde Sarah le indicaba.
El animal estuvo a punto de resbalar. Sólo el hecho de que John llevara
su brida consiguió evitarlo.
—Diablos... —masculló—. Sí, es cierto... Tiene una herradura mal
puesta... ¿Pero cómo has notado tú eso? ¡Si los indios nunca herráis a
vuestros caballos!
—Es que yo he trabajado con los hombres blancos.
El viejo John hizo un gesto pícaro.
—Has trabajado con los blancos, ¿eh? ¿Y de qué? ¡Vamos, dímelo,
bribonzuelo!
Se acercó a ella y le dio un manotazo en las nalgas que hizo brincar a la
muchacha.
Ella se apoyó en la pared con las facciones rojas como dos amapolas.
—¡No sé lo que usted piensa, pero en todo caso se equivoca, viejo
carcamal! —gritó.
Que una sioux llamase «carcamal» al orgulloso John Bart, era algo
sencillamente inconcebible. Por mucho menos, el viejo hubiera vuelto a
enarbolar su bandera de combate. Pero ahora no solo lo aguantó, sino que
dejó de mirar a la chica.
—¡Estoy harto de inútiles! —gritó—. ¡Yo creyendo que mis caballos
estaban bien herrados y ahora resulta que están hechos una porquería!
¡Maldita sea! ¡Voy a despediros a todos hatajo de sinvergüenzas!
Y salió de la cuadra para buscar a sus empleados, vociferando de tal
modo que hasta los caballos se pusieron a relinchar.
Pero en aquel momento tropezó con su esposa Suzy.
—¿Qué te pasa, John?
—¡Casi nada! Que esa cochi... digo que esa sioux entiende más de
herrar caballos que mis empleados de confianza. ¡Y los limpia mucho mejor!
¡Y lo hace todo mejor que ellos! ¡Maldición! ¡Soy capaz de despedirles
después de hacerme con sus pieles una silla de montar...!
—Si les has arrancado la piel ya no podrás despedirles —dijo Suzy.
—¡Yo hago lo que me da la gana! ¡Para eso soy John Bart! ¡Yo he
luchado a tiros con todo el mundo y aún puedo volver a hacerlo! ¡Por eso
chillo y repito que hago lo que me da la gana, para que os enteréis todos,
maldita sea!
Fue a sacar su revólver, para demostrar que aún podía andar a tiros con
todo el mundo, pero el «Colt» se le encalló en la funda.
—¡Las armas que fabrican ahora son un asco! —bramó—. ¡No hay
derecho! ¡Escribiré al presidente de Estados Unidos!
Su esposa Suzy, que era mucho más joven que él, movió solo dos dedos
y sacó el revólver suavemente.
—Toma. Para que mates a quién quieras. Pero te aconsejo que lo
pienses bien antes.
El viejo John se alejó refunfuñando y diciendo que el día menos
pensado iba a echar a puntapiés a todas las mujeres de aquella casa.
Mientras tanto, Suzy entró en la cuadra. Miró fijamente, con una extraña
intensidad a Sarah, que aún continuaba allí.
—Espero que mi marido no te haya ofendido —dijo.
—No señora.
—En el fondo, es un pedazo de pan. Pero oyéndole chillar, cualquiera
diría lo contrario.
—Sí, señora.
—Tú hablas poco, ¿verdad?
—A las mujeres indias nos han enseñado a callar.
—Sí, es una buena norma... A veces desearía que mi hija Jacqueline
tuviera esa virtud. Por cierto, ¿sabes que Jacqueline no te tiene demasiada
simpatía?
—Lo imagino, señora.
—Ella tiene sus razones —dijo Suzy, con franqueza—. Las cosas son
como son y no podemos cambiarlas. A todos nos gusta ser ricos.
—Sí, claro.
—John quiere que sea su sobrino el heredero de todo, en parte por
gratitud hacia su padre y también porque aquí hace falta un hombre. A
Jacqueline le correspondía una pequeña parte. A menos, claro... que ambos
primos decidan casarse.
—Des... desde luego señora. Y a mí también me parece una cosa muy
razonable.
—El viejo John lo desea también. ¿Por qué crees que ha combinado las
cosas de ese modo? Pero de pronto apareces tú y lo desbaratas. Jacqueline
teme
que Bart se interese por ti.
Miró fijamente a Sarah y preguntó con dureza:
—¿Es cierto? ¿Puede sentir hacia ti lo que normalmente siente un
hombre por una mujer? ¡Contesta!
Las palabras eran una acusación. Sarah supo captar el despecho y la
preocupación que latían en la pregunta de aquella mujer, que al fin y al cabo
quería lo mejor para su hija.
Ella tenía los labios apretados y la cabeza hundida.
Dijo entonces suavemente algo que Suzy no esperaba de ningún modo:
—Señora... Ayúdeme a huir.
—¿Qué? ¿Cómo dices?
—No quiero crear conflictos. Desde que Bart me conoció, no he hecho
más que complicar su vida. Pensaba escapar anoche, pero ya se enteró de lo
sucedido... Por favor, ayúdeme a marchar ahora. Usted puede hacerlo.
Suzy estaba sorprendida tanto que no supo qué contestar. Luego dijo
con un soplo de voz:
—¿No quieres a Bart?
—Ese... es un asunto muy personal, señora. Yo solo digo que ahora
quiero huir de aquí.
—Está bien, te ayudaré. La diligencia pasa por delante de la casa dentro
de hora y media. Pero no puedes ir vestida como una india, sino como una
muchacha blanca. Con otras ropas, confundirás a cualquiera. ¿Sabes qué
vamos a hacer?
—Usted dirá, señora.
—Te das un buen baño y te peinas a la manera de las chicas de aquí.
Luego yo te daré ropas. Y sales en la diligencia.
Sarah tenía que apretarse desesperadamente los labios para no
prorrumpir en sollozos, pero musitó:
—Así lo haré, señora.
—Vamos.
Suzy ordenó a una de las numerosas doncellas que preparara un baño
caliente. Cuando lo tuvieron listo, muy pocos minutos después, indicó a
Sarah que se desnudase.
Ella lo hizo con cierto temor. Le intimidaba mostrarse desnuda ante una
mujer blanca.
Y de pronto, mientras la muchacha india se introducía en la bañera, se la
quedó mirando atentamente.
Con una extraordinaria fijeza.
CAPÍTULO XIV
Bart había salido a recorrer las tierras del rancho.
Le gustaba recordar los viejos tiempos, cuando él vivía siempre allí y
trabajaba como un vaquero más, marcando reses, conduciendo manadas,
haciendo concursos de tiro y cuando la cosa se terciaba, peleando a
puñetazos.
Habían sido los buenos tiempos.
Luego el ansia de aventura le tentó. El afán de conocer el mundo y el
deseo de que no le tomaran por un señorito cosa que no estaba dispuesto a
soportar. Ahora las cosas —pensaba mientras galopaba sin descanso— eran
más complicadas aún que entonces. Porque no quería causar ningún daño a
Jacqueline, pero no podía negar que estaba enamorado de la muchacha india.
Enamorado como jamás lo estuviera en la vida. Con la fuerza del primer
amor.
Embebido en esos pensamientos, recorría las enormes tierras del rancho,
dejando atrás las zonas parcialmente habitadas para internarse en los
inmensos
pastizales, donde las reses se movían a su gusto y donde a veces no se veía a
un hombre en días enteros.
En algunos árboles se posaban los pájaros que iban llegando con las
primeras emigraciones y que se dirigían mucho más al norte, hacia Kansas y
las dos Dakotas.
A Bart, la temporada de la emigración de los pájaros le recordaba sus
correrías de niño por aquellas mismas tierras, y por esa causa los miraba con
simpatía y curiosidad. Pero los pájaros, que no debían sentir las mismas
emociones que él, al captar el sonido de los cascos de su caballo, emprendían
el vuelo.
Pese a su cansancio, jorque llegaban volando desde más allá del sur de
México no querían vecinos molestos.
Pero Bart observó una cosa extraña.
Lo lógico y lo que sucedía siempre era que las cansadas aves saltaran de
un árbol donde se sentían molestadas, para posarse en el más próximo,
evitando
siempre el camino seguido por el intruso. Pero esos pájaros no hacían una
cosa tan sencilla.
Sólo se posaban varios árboles más allá, y eso únicamente podía tener
una explicación, según Bart, que conocía muy bien sus costumbres.
Alguien más los molestaba.
¿Quién si no se veía a nadie?
Todos los músculos de Bart se pusieron en tensión, pero eso solo su
caballo lo notó. Inmediatamente, el joven concentró sus pensamientos en una
sola cosa: el peligro que corría.
No había duda de que alguien le estaba siguiendo, aprovechando los
accidentes del terreno. O quizá le esperaban en un buen sitio para batirle.
De una forma que apenas era apreciable, la derecha de Bart se fue
acercando al «Colt».
Y de pronto se dejó caer a tierra.
Su salto fue perfecto y calculado, para quedar detrás de un montículo de
hierba. Fracciones de segundo le bastaron para quedar de cara hacia el lugar
donde antes daba la espalda, con el revólver preparado y los músculos
dispuestos.
Oyó el grito antes de ver a sus enemigos.
—¡Dale, Kent!
Le esperaban mucho más cerca de lo que había pensado, tras unos
matorrales. Eran dos y llevaban rifles.
Bart descargó cinco balas de su «Colt» en menos de dos segundos. El
hombre que estaba a la izquierda dio materialmente cinco saltos en el aire.
Cayó hecho un guiñapo mientras su compañero fallaba el primer
disparo.
Luego intentó huir.
Resultaba suicida enfrentarse sin ayuda a aquella especie de diablo, que
parecía ser el propio inventor del «Colt», a juzgar por el modo cómo lo
manejaba.
Intentó saltar hacia una vaguada que lo hubiera ocultado parcialmente a
los ojos de Bart, pero este no le dio tiempo.
Poniéndose en pie gritó:
—¡Alto!
El otro se detuvo. No tenía otro remedio.
—Tira tu rifle.
El tipo lo soltó. Tampoco tenía ninguna posibilidad de resistirse.
Los dos hombres quedaron frente a frente, a unos dieciocho pasos, sin
más armas que los «Colt» que llevaban en las fundas.
El pistolero contratado por Patton parpadeó.
No comprendía por qué el otro no le había matado aún.
—Hablaré... —balbució—. Te diré quién me paga para que haga esto...
—No hace falta. Lo sé.
—Es... es...
La voz de Bart le cortó secamente.
—No necesito tu declaración maldito buitre. No eres más que un perro
asesino. Tu cadáver y el de tu compañero me bastarán para demostrar la
culpabilidad de Patton, mucho mejor que tus palabras.
—¿Vas... a matarme?
Bart ni siquiera pestañeó.
—No sé si voy a matarte o vas a matarme tú a mí —dijo—. Los dos
estamos igualmente armados, con la ventaja por tu parte de que yo solo
dispongo de una bala. Si fallo... Bueno, prefiero no pensarlo. De modo que
«¡saca!».
El pistolero no se hizo repetir la orden. Era su oportunidad. La última
que tenía —servida en bandeja de oro— para acabar con aquel hombre.
El revólver pareció brotar de sus dedos, tanta fue su rapidez. Pero aun
así comprendió que su enemigo iba a ser más veloz todavía.
Lanzó un grito cuando la bala penetró entre sus dos ojos.
Luego cayó pesadamente hacia atrás, mientras soltaba el «Colt».
Bart recargó el revólver pensativamente. Tenía la sensación de que
ahora Patton iba a estar solo. Seguramente ningún otro pistolero iba a
ayudarle.
Era el momento de acabar con él.
Cargó los dos muertos en su propio caballo los ató bien y volvió de
nuevo hacia la parte del rancho en que estaba enclavado el edificio principal.

***

Sarah se había cambiado ya, y parecía dispuesta a tomar la diligencia


que pasaría por delante de la casa poco después, cuando por una de las
ventanas vio
llegar a Bart.
Y Bart, como parecía ser costumbre en él, le dio también en esta ocasión
una buena sorpresa.
Porque transportaba dos cadáveres cruzados sobre su caballo.
Suzy que estaba también junto a la ventana y había visto lo mismo que
ella, susurró:
—¡Dios santo! ¿Pero qué es esto?
—Parece que Bart ha tenido un tropiezo... y ha salido bien de él.
Suzy palideció.
—Ahora no puedes irte.
—Cierto. Él me vería...
—Vamos abajo. Y, por favor, no demuestres de ningún modo que
estabas dispuesta a huir.
—No se inquiete. Nadie lo sabrá...
Descendieron hasta la entrada de la casa. Bart estaba liberando al
caballo de su siniestra carga. Otras dos personas habían salido también, al
darse cuenta
de su llegada.
Una de ellas era el viejo John. La otra, Patton.
El viejo John estaba exultante de entusiasmo.
—¡Bravo, muchacho! ¡Seguro que ese par de bergantes querían matarte
por la espalda! ¡Aquí nunca nos libramos de granujas y de facinerosos! ¡Pero
a esos les has dado lo suyo!
Se volvió hacia Patton.
—¿Eh? ¿Qué te parece?
Patton no contestó.
—¿Qué te pasa? —preguntó el viejo John, mirándole con curiosidad.
—¿A... mí?
—A ti, sí. Parece como si alguien te hubiera obligado a tragarte la piel
de un conejo.
—Es que... es que...
Bart susurró:
—A tu amigo Patton no le gustan los muertos. O al menos no le agradan
«estos muertos».
—Eso me ha parecido notar —dijo John, rascándose el cogote—.
Anoche también le ocurrió algo parecido con aquel fiambre. Por lo que se ve,
le estamos dando cada susto que no sé cómo continúa vivo.
Patton intentó serenarse.
Haciendo un terrible esfuerzo, farfulló:
—Se ve que han sido muy... muy buenos disparos.
—Bastante potables. Y eso que los he hecho solo como entrenamiento
—dijo significativamente Bart.
Patton se estremeció.
La alusión era para él tan clara como si hubiera visto un muñeco con su
cara colgando de una horca.
—Pe... perdón... —balbució—. Todo el mundo sabe que... los muertos
no me gustan ni pizca.
Y se alejó.
Pero antes hizo una leve seña a Suzy, indicación que la esposa de John
captó perfectamente.
Apenas un minuto después, ella, con otra excusa, se retiraba también. Y
fue directamente a la habitación que ocupaba Patton.
Este mordisqueaba un cigarro sin encenderlo. Parecía muy nervioso. La
miró con ojos llameantes y ordenó:
—¡Cierra la puerta!
Ella obedeció. Su palidez era espantosa y temblaban sus aún tentadores
labios.
—He venido a verte enseguida —murmuró, como disculpándose.
—Pero eso no basta.
—¿Qué quieres?
—Anoche me hiciste una promesa.
Ella dijo sin vacilar:
—Sí.
—Creí que ibas a cumplirla.
—No he podido, Patton.
—¡Me prometiste matarla! —dijo él rabiosamente—. ¡Juraste que lo
harías para que yo no le contase a tu marido todo lo que sé de ti!
—Recuerdo que lo juré.
Era extraña la frialdad de la mujer, la absoluta calma con que hablaba de
un asesinato innoble.
—¿Y por qué no lo has hecho? —masculló Patton.
—Lo he intentado esta misma mañana. Quería ahogarla en la bañera y
simular un accidente.
—¿Y qué te lo ha impedido?
—Una sirvienta. No se ha movido de allí en todo el rato.
Patton apretó los puños.
—Pues ahora tendrás que hacerlo, Suzy. Y elije un procedimiento
menos complicado.
—Te prometo que... lo conseguiré.
—Tienes que darte prisa. Esa muchacha significa para mí un gravísimo
peligro. A cada minuto que pasa, las cosas se complican más y más por culpa
de ese maldito Bart.
Suzy entrelazó nerviosamente los dedos.
—Yo había pensado que quizá ella podría huir. Así las cosas no serían
tan... violentas.
Patton estuvo a punto de lanzar un grito.
—¿Huir? ¿Te has vuelto loca? ¿No te das cuenta de que el mayor
peligro para mí es tener incontrolada a esa chica, no saber dónde está? ¡En
cualquier momento puede hablar y hundirme para siempre! —Hizo una pausa
y añadió roncamente—: No... lo que yo necesito es que muera... Y no creas
que la idea me gusta del todo, porque hubiera preferido tenerla viva y a mí
disposición. Esa jovencita india me vuelve loco... Pero lo primero que un
hombre necesita es tener segura la piel, y yo no la tendré hasta que esa
estúpida haya muerto.
Suzy entrelazó los dedos nerviosamente otra vez.
—Esa muchacha... ¿te gusta? —balbució.
—Mucho. Y las cosas ya habrían ido lo suficientemente lejos de no ser
por ese maldito Bart.
—¿Llegaste a tocarla?
—No. ¿Pero qué importa eso ahora? —masculló Patton—. Lo que
interesa es que esa chica muera, y tú vas a matarla, ¿Vas a hacerlo o no? —
preguntó de repente—. ¿O quizá prefieras que tu marido, treinta años más
viejo que tú, sepa de lo que ha sido capaz su «deliciosa mujercita»?
Suzy movió la cabeza negativamente, haciendo un terrible esfuerzo para
dominar el nerviosismo que se había ido apoderando de ella.
—Lo haré —farfulló—. Y sé incluso cómo.
—Explícate.
—Yo colecciono armas de fuego. Una manía como cualquier otra,
¿comprendes? A veces las limpio y en dos ocasiones se me han disparado sin
causar víctimas.
—Voy entendiendo.
—Fingiré que limpio una delante de Sarah. Y haré que haya otros
testigos también, para que todos se den cuenta que ha sido «un lamentable
accidente». Quiero que esté delante John, que siempre sabrá disculparme, e
incluso tú, que deberás fingir una gran sorpresa y decir que esas armas se
disparan cuando uno menos lo piensa.
Patton sonrió siniestramente.
Sus facciones brillaban a causa de la excitación, dándose cuenta de que
estaba a punto de lograr lo que se proponía.
—Me parece un gran plan —susurró—, ¿Pero cuándo vas a llevarlo a
cabo?
—Esta noche, cuando todos nos reunamos en la sala después de cenar.
Será el mejor momento.
—De acuerdo...
Y Patton se frotó las manos, satisfecho.
Sabía que Suzy no fallaría. Tenía motivos muy importantes para
obedecerle.
¡Esta vez todo era perfecto! No había podido atraer a Sarah a sus brazos,
pero al menos la llevaría a la tumba.

***

La cena había transcurrido con normalidad, aunque con un clima de


misteriosa tensión. Había algo que se palpaba en el aire, que estaba en el
ambiente y que, sin embargo, nadie hubiera podido definir.
Cuando terminaron Sarah, a la que el viejo había permitido sentarse a la
mesa «para que aprendiera a ser una persona» según gruñó tres o cuatro
veces,
Patton fue a buscar unos cigarros que dijo quería ofrecer a su amigo.
Suzy salió también.
Con la entonación más natural del mundo, advirtió:
—Me gustaría mostrarte algunas piezas de mí colección de armas,
Sarah. Son realmente magníficas.
—¿Pero qué le importa a una india una colección de armas? —masculló
John—, ¡También tienes cada manía...!
—No sé por qué desprecias tanto mi colección. Es muy valiosa...
—Bueno, bueno, haz lo que quieras. ¡Al fin y al cabo también te saldrás
con la tuya!
Patton oyó aquello desde la puerta.
Y sonrió satisfecho.
¡Todo marchaba a pedir de boca!
Pero cuando iba a ascender por las escaleras, hasta su habitación,
alguien se cruzó con él.
Era Bart.
Bart tenía una mirada glacial, y en sus pupilas brillaban como dos
pedazos de frío metal.
—¿Qué quieres? —masculló Patton.
—Voy a darte una oportunidad que no mereces, Patton. Una sola, que
será la última. Me duele manchar con tu cochina sangre esta casa donde
siempre he sido tratado como un hijo. Por eso te voy a dar dos horas para que
te largues de aquí y no vuelvas en toda tu perra vida, Yo denunciaré lo que sé
de ti, desde luego. Pero al menos habrás salvado la piel, que es lo importante.
—Lo que tú sepas no me pone en peligro —murmuró Patton—. Lo
único que puede hundirme es lo que sabe la india. Ella es hija de un jefe y
eso significa algo.
Su expresión era desafiante y eso extrañó al joven. ¿Qué carta se
guardaba en su baraja el viejo canalla? ¿Por qué no se asustaba como otras
veces?
Bart lo sujetó por las solapas y casi lo levantó del suelo, sin hacer
ningún esfuerzo.
—Oye, maldito... Razón de más para que intentes salvar tu cochino
pellejo. Y no voy a darte ninguna oportunidad más.
Patton le apartó suavemente las manos de las solapas, con un gesto lleno
de desprecio.
—Suéltame. Me ensucias.
Bart le dejó.
Estaba más asombrado que indignado.
¿Cuál era la razón de la extraña seguridad de Patton? ¿Qué tenía
guardado aquel buitre?
Le soltó y volvió al salón.
Patton volvió momentos después con unos cigarros. Suzy ya estaba
sentada muy cerca de Sarah y le mostraba un magnífico revólver.
—Yo colecciono armas, ¿sabes? —murmuró—. Pero algunas son muy
peligrosas.
El viejo John masculló:
—¡Cualquier día nos vas a matar con eso! ¡Sabes que se te ha disparado
más de una vez, maldita sea! ¿Qué pretendes? ¿Hundir la casa a cañonazos?
¿Y dónde diablos están mis fósforos?
Sarah se levantó.
—Perdone, señor.
Fue hasta la chimenea, cuyo fuego crepitaba alegremente, y encendió un
papel enrollado dando fuego a John.
Este ronroneó satisfecho.
—Jacqueline tendría que aprender muchas cosas de ti, muchacha...
¿Sabes qué estoy pensando? Que algunos indios valen más que los blancos...
—Gracias, señor.
Y Sarah volvió a sentarse quietamente cerca del revólver que manejaba
Suzy.
El cañón del arma le estaba apuntando.
Suzy movía el revólver, pretendiendo enseñar su funcionamiento a
todos, como si el arma fuese una maravilla.
Y de pronto Bart sintió frío en la espalda.
No, no era posible...
Trató de pensar en otra cosa.
Pero de pronto desvió la cabeza hacia Patton y lo que descubrió en los
ojos de este le hizo estremecer. Enseguida comprendió la verdad brutal,
abrumadora, salvaje. De repente supo por qué Patton estaba tan satisfecho.
Cuál era su arma secreta...
Y también notó una expresión rara en los ojos de Suzy. Algo que
comprendió muy bien, que le hizo lanzar un grito.
De pronto sonó un disparo.
Pero ya era tarde.
El joven aulló:
—Noooo...
Pero su sorpresa fue brutal. El grito quedó muerto en su garganta.
Porque el revólver que apuntaba a Sarah acababa de girar en el último
segundo. Y el que se llevaba las manos al pecho, con el corazón atravesado y
una expresión de indecible horror en el rostro era... ¡Patton!
Suzy murmuró con la mayor naturalidad:
—¡Qué lástima! Este revólver siempre se dispara. Ya decía yo que algún
día ocurriría una desgracia.
Y dejando al viejo John más extrañado que si se le hubiera derrumbado
la casa encima, la dama pasó un brazo por encima de los hombros de Sarah y
susurró:
—No está bien que tú veas esto. Vamos, hija mía...
«Hija mía».
Las dos palabras fueron como dos rayos de luz en el cerebro del joven.
Comprendió dónde estuvo Suzy —entonces joven y bonita— cuando
desapareció después de ser asaltada, años antes, la diligencia donde viajaba.
Y supo que el arrogante jefe sioux, el padre de Sarah, tenía que ver mucho
con ello.
Pensó que Patton, por sus conocimientos de las reservas indias, debía
conocer la historia. Y que había tratado de aprovecharse de aquella situación.
Y por fin, algo más: Que Suzy había visto en el cuerpo de Sarah la
cicatriz que, años antes, cuando tuvo que volver a la civilización y el jefe
indio se negó a entregarle a la pequeña le produjo ella misma.
El viejo John barbotó:
—Pero... ¡pero esto es inconcebible!
—Un accidente le ocurre a cualquiera —dijo Bart suavemente—. Y es
que las mujeres son distraídas, pero... pero no son tontas, ¿sabes? En fin, yo
te ayudaré a sacar «eso» de ahí. Antes quiero hablar un poco con Sarah. Es
una chica muy simpática y muy bondadosa. Ella hará que Jacqueline cambie
puesto que van a vivir juntas en esta casa. Porque he de darte una noticia, tío
John: Creo que vas a emparentar con una sioux...
Y salió en pos de las dos mujeres, mientras el viejo John se quedaba de
piedra.

FIN

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