SKA058 - Silver Kane - La Muchacha India
SKA058 - Silver Kane - La Muchacha India
SKA058 - Silver Kane - La Muchacha India
© SILVER KANE
Texto
© BOADA-NORMA
Cubierta
ISBN: 84-7590-368-1
Depósito legal: B. 18.026 - 1987
Printed in Spain
Impreso en España
GRAFIC/cas. Teodoro Llorente, 14, letra D
CAPÍTULO PRIMERO
El agudo grito de guerra resonó a través de la llanura.
Los hombres que estaban sitiados tras los carros y los sacos de arena
miraron como alucinados aquella especie de marea infernal que iba a
desplomarse sobre sus cabezas.
Era el tercer ataque.
Los otros dos habían dejado sus fuerzas tan diezmadas que apenas
podrían resistir un nuevo asalto, a poco fuerte que este resultara. Y el tercer
ataque resultaba no solo fuerte, sino arrollador.
No comprendían de dónde Cara Serena, el temible jefe sioux, había
logrado sacar tantos hombres.
El campo estaba cubierto de cadáveres, y sin embargo estos seguían
saliendo de todas partes: de los cañaverales, de las vaguadas, de las cimas de
las colinas. Diríase que el mundo entero estaba lleno de ellos. Y su salvaje
grito de guerra, mientras avanzaban, hacían estremecer a los escasos
veinticinco defensores de la posición, a los que el rifle empezaba a temblar
entre las manos.
El coronel Ringold miró ante sí.
Era un hombre alto, delgado, que había ascendido luchando siempre en
las sucesivas fronteras indias. Se preciaba de conocerlos muy bien, pero Cara
Serena, a pesar de su hermoso nombre, era el que más trabajo le había dado
en su vida entera.
Patton, el hombre que estaba a su lado, temblaba materialmente de
miedo. Apenas podía sostener el revólver.
Patton era administrador civil de las reservas. Había estado en varias de
ellas, dejándolas esquilmadas una tras otra. La última en que había actuado
era la de Cara Serena.
El coronel masculló:
—Bueno... Creo que es el último asalto.
—Van a arrollamos...
—No tenga la menor duda.
—¡Y a mí me descuartizarán! —gritó Patton—. ¡A mí me harán
arrastrar por sus caballos!
—Y no les faltará razón. Tengo la sensación de que esta revuelta india
es culpa suya, Patton, pero yo no soy quien para juzgarlo. En todo caso, ya
no vale la pena.
Patton gritó, presa de un ataque de nervios:
—¡Tiene que hacer algo! ¡No puede permitir que muramos así!
—¿Y cree que voy a consentirlo?
El coronel alzó el brazo mientras aullaba:
—¡Fuego...!
Una descarga cerrada partió del recinto de los sitiados. Varios indios
saltaron de sus caballos como si los hubieran disparado con catapulta.
Pero los otros se acercaban cada vez más veloces, dispuestos al último
asalto.
—¡Fuegoooo...!
La barrera de plomo provocó nuevas caídas, pero los demás atacantes
siguieron avanzando.
Ya no había quien los detuviera. Los más próximos estaban apenas a
cincuenta yardas.
Quedaba tiempo para otra descarga más.
—¡Fuegoooo...!
Ahora fueron menos los que dispararon, porque en el ínterin habían
habido varias bajas. Y también lo hicieron con menos puntería, porque
apenas cayeron un par de indios.
El coronel se dio cuenta de que todo estaba perdido. Gritó:
—¡Reuníos junto a la bandera! ¡Vamos a morir ahí!
La enseña de su regimiento, el II de Alabama, aún estaba en pie. Los
escasos soldados que aún quedaban vivos se congregaron en torno a ella,
dispuestos a morir con honor.
Patton se arrastraba por el suelo, intentando escabullirse.
Estaba loco da terror.
Los jinetes indios saltaron por encima de los débiles parapetos y se
dispusieron, lanzando aullidos para la matanza final. Era fácil reconocer a
Cara Serena por su rostro algo más claro que el de sus hombres y su largo
penacho de plumas.
De pronto, antes de que sus hombres empezaran a manejar los
mortíferos tomahawaks, gritó algo que en aquellos momentos nadie esperaba
oír:
—¡Alto! ¡Quietos! ¡Bajad las armas...!
Los escasos soldados que quedaban con vida le miraron asombrados.
Los jinetes indios, que ya se disponían a celebrar una hermosa jornada
de sangre, se quedaron expectantes.
Pero Cara Serena se interpuso entre ellos y los sitiados enemigos. Su
bastón de mando, adornado con plumas; se movió enérgicamente de un lado
a otro. Patton, a quién ya le parecía sentir el olor de su propia sangre, se
revolvió en el suelo como una rata asustada.
—¡Basta! —gritó Cara Serena—. ¡Coronel Ringold, quiero parlamentar!
Ringold no podía dar crédito a sus oídos.
Parlamentar ahora, cuando podía deshacerlos sin ningún esfuerzo...
Era demasiado hermoso para creerlo, pero de todos modos Ringold
decidió no desaprovechar la ocasión. Y dejó caer su arma al suelo, indicando
a sus hombres que hicieran lo mismo.
En un instante la tierra se cubrió de revólveres, puñales y rifles.
Los soldados habían quedado desarmados ahora, pero Ringold sabía que
podía permitirse eso. Los sioux raramente faltaban a una palabra, y Cara
Serena menos que ningún otro. Si había dicho que pensaba parlamentar,
podían estar seguros de que no los mataría.
Patton, caminando de rodillas sobre el polvo, se unió a los soldados.
Casi se abrazó a las piernas del coronel.
—¡No le crea! ¡Va a matamos! ¡Lo ha hecho para que no podamos
defendernos! ¡Esto va a ser una degollina!
Ringold le dio un puntapié y lo envió lejos, entre las patas de los
caballos indios.
—¿De verdad quieres parlamentar, Cara Serena?
—Eso he dicho.
—Yo soy un militar y conozco bien la situación. ¿Te das cuenta de que
podrías matarnos si quisieras?
—Claro que lo sé... Sólo tendría que dar una orden a mis guerreros e
inmediatamente vuestras cabezas rodarían por el polvo. Pero al conjuro de la
matanza vendrían otros soldados y luego otros, y mi pueblo acabaría por ser
destruido. Prefiero parlamentar ahora para que os deis cuenta de mí buena
voluntad. Para que veáis que no soy un asesino indio.
Ringold hizo un gesto de asentimiento.
Él también era partidario de parlamentar, y mucho más en aquellas
circunstancias.
—Tú elijes el lugar —murmuró.
—Mi campamento. Y mientras tanto cada bando podrá enterrar a sus
muertos.
—Es un honrado trato entre guerreros. Lo acepto.
Patton, que ya había vuelto, se abrazó nuevamente a sus piernas.
—¡No puede parlamentar, coronel! ¿No comprende que su primera
condición será pedir mi cabeza? ¡Querrá matarme!
—Desgraciadamente su cabeza será lo único que no podré concederle,
Patton. Aunque con gusto lo haría.
—¡Es una trampa! ¡Manténgase fuerte, coronel! ¡Él está agotado porque
en los dos asaltos anteriores ha perdido a sus mejores hombres! ¡Mire qué
guerreros! ¡Son apenas unas docenas! ¡No nos hubiera vencido con esas
fuerzas! ¡Son menos de los que creíamos!
Ringold hizo un gesto burlón.
—No iba a vencernos, ¿eh? Muy bien, pues si quiere le digo que sus
guerreros continúen con lo que estaban haciendo...
—¡No! ¡Eso no!
—Pues entonces no queda más remedio que parlamentar. Y ahora basta
de charla, Patton. Cierre de una vez su sucia boca.
Patton accedió de mala gana.
Estaba lleno de temor porque sabía que era su actuación como
administrador civil de la reserva lo que había provocado la rebeldía de los
sioux, y que aquello iba a acabar muy mal para él. Pero no le quedaba más
remedio que aguantarse y esperar los acontecimientos.
El coronel ordenó que los muertos fueran enterrados. Y Cara Serena
dispuso que sus guerreros hicieran lo propio.
Un par de horas después lo que había sido feroz campo de batalla estaba
limpio de cadáveres. Pero a los lados del mismo se extendían, tristes y
solitarias ya, las hileras de tumbas.
Entonces todos los antiguos combatientes montaron.
Muchos caballos habían muerto, pero eran más los que no tenían dueño.
Y hubo monturas sobradas para todos, a fin de dirigirse al campamento indio.
En este no quedaban más que las mujeres, los viejos y los niños.
Era cierto lo que había dicho Patton acerca de que el jefe sioux ya no
tenía reservas y había lanzado todos sus hombres al combate, jugándose la
última carta.
Ringold había estado más cerca de la victoria de lo que supuso. Le
hubiera bastado con rechazar el último ataque indio, pero como militar sabía
que eso era imposible.
Los dos hombres se sentaron a un lado del campamento, cerca de la
tienda del jefe, mientras los guerreros formaban un amplio círculo en torno
suyo.
Los escasos supervivientes del II de Alabama habían quedado también
cerca del campamento, unos repasando sus uniformes destrozados y otros
cuidando sus heridas.
Ni uno de ellos lamentaba aquella situación. Una paz en la tierra india
que les había tocado guarnecer era lo mejor que podían soñar.
—Me doy cuenta de por qué has pedido negociaciones de paz —dijo—.
Ya no tienes guerreros.
—¿Y tú? ¿Los tienes?
—Hubiera podido pedir refuerzos.
—¿Habrías podido hacerlo después de muerto? —preguntó
burlonamente Cara Serena.
—Bueno, dejémonos de ceremonias —dijo Ringold ásperamente,
moviendo la mano derecha—. Yo soy un militar, no un comediante. Tú me
habías puesto la bota en el cuello y yo no tengo más remedio que conversar.
A ver, habla.
Cara Serena cruzó los brazos calmosamente.
—He sabido que tienes facultades para concertar una paz conmigo, sin
necesidad de que también la firmen los grandes jefes blancos.
—Así es. Tengo plenos poderes para toda la zona.
—Bien. Escucha mis condiciones.
—Te advierto de antemano que no puedo concederte lo primero que vas
a pedirme. De ningún modo puedo consentir que se sacrifique al
administrador Patton.
—Te equivocas. No pienso pedir su cabeza.
—¿No?
—Te sorprende, ¿verdad? La rebelión empezó justamente por sus
engaños, negocios sucios y vejaciones.
—Sí... Claro que me extraña.
—Sólo te pido su inmediata destitución. Y que no vuelva a aparecer en
tierras de los sioux.
—¡Concedido! —gritó Ringold inmediatamente, casi con entusiasmo.
—Escucha mi segunda condición: Tus hombres no tomarán ninguna
represalia.
—Puedes estar seguro de ello.
—No entrarán en nuestro territorio sin mi consentimiento. Y para la
elección del nuevo administrador, hará falta nuestro acuerdo.
Ringold asintió con un movimiento de cabeza.
Todas aquellas peticiones le parecían muy razonables. El mismo las
había propuesto alguna vez en Washington para que reinara la paz en las
reservas indias.
—Y nada más —dijo Cara Serena—. Si tú aceptas, nuestros guerreros
se retirarán inmediatamente a la reserva y la lucha cesará.
—Yo también tengo una condición —murmuró Ringold—. Una sola.
—Dila.
—Que nos devolváis nuestras armas y digáis a quién os pregunte que no
hemos sido vencidos en esta batalla.
—Puedes contar con ello. Diremos que la lucha ha cesado por mutuo
acuerdo.
—Aceptado —dijo Ringold—. Yo mismo extenderé el tratado. Y un
intérprete lo traducirá a tu lengua, para que lo firmemos los dos.
Inmediatamente su ayudante le trajo la cartera donde se guardaban los
documentos más reglamentarios, papel timbrado y el sello del regimiento.
Ringold extendió el tratado, en puntos breves y sencillos, y a continuación el
único guía que había quedado vivo, y que era un sioux renegado, lo tradujo a
su lengua.
Cuando estuvo firmado. Cara Serena murmuró:
—Ahora quiero darte una nueva garantía de paz.
—¿Garantías? No las necesito.
—Te la voy a dar porque también es una garantía para mí —dijo Cara
Serena, lentamente—. Lo que vamos a acordar ahora no figura en el tratado
porque me basta tu palabra de guerrero. Pero la cuestión es la siguiente:
Muchas veces se me ha dicho que los sioux pasamos hambre porque no
sabemos cultivar la tierra; que morimos de enfermedad porque entre nosotros
no hay médicos, y que terminaremos desapareciendo porque entre nosotros
no hay maestros ni personas que sepan interpretar la vida tal como es ahora,
no como fue enseñada a nuestros antepasados hace siglos. Por eso voy a
confiarte a mis dos únicos hijos.
Ringold parpadeó, sorprendido.
—¿Tus... hijos?
—Sí. Quiero que se eduquen con los hombres blancos para que un día
puedan gobernar a mí pueblo con más justicia y sabiduría que yo. Te daré
dinero para que puedan ser educados dignamente, y si hace falta más, me lo
pides. Yo te creeré siempre. Dentro de unos años si ellos quieren volver,
podrán hacerlo con más dignidad que ahora.
Dio dos palmadas. Inmediatamente, de una tienda contigua surgieron
dos personas.
Una de ellas era un indio típico, de unos veinte años, con músculos de
acero y mirada inteligente y noble. Vestía aproximadamente como Cara
Serena y estaba levemente herido, lo cual indicaba que había participado en
la lucha, aunque Ringold, claro está, no había podido fijarse particularmente
en él.
Pero fue la segunda persona la que llamó verdaderamente la atención
del coronel. La muchacha.
Esta vestía una falda de ante y un chaquetón del mismo material.
Llevaba los cabellos recogidos en dos largas trenzas. Y debía contar unos
diecisiete años.
Ringold quedó asombrado.
Era no solo la india más bonita que había visto en su vida, sino que
muchas blancas no podían compararse a ella. Y en realidad había algo en
aquella
muchacha que no era propio de las indias.
—Esta es mi única hija —murmuró Cara Serena—. Tiene un nombre
como los que usáis vosotros. Se llama Sarah...
Ringold musitó con un soplo de voz:
—Pero si es una blanca...
CAPÍTULO II
—Por descontado que tiene sangre blanca —dijo Cara Serena,
lentamente—. Su madre era de vuestra raza.
—¿Era? ¿Es que ha muerto?
—No. Marchó de aquí. Para ella la vida que llevamos en la reserva era
demasiado dura. Marchó y no la he vuelto a ver.
Ringold se pasó una mano por la frente.
—Mira, los encarguitos en que hay chicas de por medio no me gustan ni
pizca...
—Sarah no es una chica en el sentido vulgar de la palabra. Es toda una
mujer, con más conocimientos y moral que muchas de las vuestras.
—De acuerdo, de acuerdo... ¿Pero qué he de hacer con ella? Yo no
estoy acostumbrado a tratar con mujeres. Nunca me he casado y, desde
luego, no he tenido hijos.
—Debes procurar que sea educada como las otras muchachas blancas.
Llévala a un buen colegio. Dinero no te ha de faltar, porque yo te lo daré. Y
oportunidades tampoco, porque eres un gran jefe blanco.
—No creas que soy un gran jefe... Un coronel es uno más entre el
enorme ejército del Gran Padre de Washington. Pero acepto tu encargo...
siempre que
ellos estén conformes, naturalmente.
—Lo están. Al menos, el muchacho, que quiere educarse en una escuela
militar blanca.
—¿Y ella?
—Ella no ha dicho nada, porque no ha sido preguntada. Las mujeres no
tienen voluntad.
—Pues en eso nos lleváis gran ventaja —murmuró el coronel—. Porque
lo que es en la tierra de los blancos...
Y le tendió la mano. El trato estaba cerrado entre dos nobles enemigos.
Estaba aceptado, sin necesidad de firmas, entre dos hombres que creían en el
honor.
***
***
***
Bart parpadeó.
Debía reconocer que su tío John no había cambiado nada en tres años.
Pese a su avanzada edad conservaba la misma apostura juvenil, la misma
rigidez casi militar, idéntica energía que, cuando veinticinco años atrás, se
abría paso a tiros por aquellas ricas tierras que aún eran terrenos de caza para
las tribus indias.
Y ahora empuñaba el rifle con tal precisión que Bart comprendió que
iba a disparar. Su tío era capaz de aquello y mucho más.
La cosa tan temida —el que le recibiera a tiros, iba a realizarse.
De modo que Bart hizo algo que obligó a Sarah a lanzar una
exclamación de miedo. Parque el joven se contorsionó rápidamente, saltando
de costado, y
«sacó» con una rapidez que hacía daño a los ojos.
Sonó un solo disparo. La caja de mecanismos del rifle saltó atravesada
por la bala, sin que el dueño de la casa sufriera un solo rasguño, y el arma fue
por los aires.
El viejo John no se inmutó.
No dijo una palabra.
Fue hacia un mueble que había a un lado de la habitación, lo abrió y
extrajo una botella de whisky que, a juzgar por su color clarísimo, debía ser
superdestilado y tener una fuerza capaz de tumbar un buey.
—Llenó un vaso, lo tendió hacia su sobrino y ordenó con voz
autoritaria:
—¡Bebe!
Bart tomó el vaso y lo vació de un trago, sin pestañear siquiera.
La expresión del viejo, que llevaba unos solemnes bigotes a lo Kaiser,
se había ido dulcificando mientras todo aquello ocurría.
Y entonces abrió los brazos y abrazó inesperada mente a Bart.
—¡Así me gusta, muchacho! ¡Me has desarmado al primer tiro, sin
darme tiempo a disparar, y te has bebido un vaso de ese mejunje infernal sin
respirar
siquiera! ¡Has vuelto hecho todo un hombre!
—¿Es que... pensaba usted dis... disparar?
—¿Y aún lo dudas? ¡Si llegas a estarte quieto un segundo más te
agujereo la cabeza, imbécil!
Bart tragó saliva espasmódicamente. Todo el miedo que no había
sentido al entrar, le acometió ahora. ¡Pues no iba a disparar el muy bestia!
¡De modo que iba a dejarle seco!
—Supongo que debió enfadarse mucho cuando me marché de aquí sin
decir nada —balbució.
—¿Enfadarme? Te hubiera dado un abrazo, muchacho.
—¿Un... abrazo?
—¡El desengaño que hubiese tenido si te llegas a quedar aquí, comiendo
la sopa boba y sin preocuparte de nada más! Pero hiciste todo lo contrario, es
decir, lo que yo esperaba y deseaba en secreto. Tomaste un caballo y un
revólver y te dijiste que un hombre, cuando es hombre, no necesita más para
abrirse camino. ¡Ya he oído hablar de ti, ya! ¡Llegaste a estar reclamado por
pistolero! Y eso me llena de orgullo, ¿sabes? ¡Celebro de verdad que hayas
vuelto, Bart! ¡Esto hay que festejarlo!
Se sirvió medio vaso de aquella bebida y lo vació de un trago, pero al
instante se fue volviendo amarillo, luego rojo y al final morado. Tuvo que
dejarse caer en una de las butacas.
—Chico, esto yo no lo resisto...
De pronto sus ojos se clavaron en la muchacha india, que aguardaba
tímidamente a un lado de la puerta. Las guías de su bigote se erizaron.
—¿Qué es esa cosa que has traído contigo? —bramó.
—Ya lo ves. Una muchacha india.
—¡Ya lo veo! ¡Y nada menos que una sioux! ¡Lo que faltaba! ¿Cómo te
has atrevido a...?
—No grite tanto. Es la hija de un gran jefe.
—¡Claro! ¡Por si fuera poco! ¡Nada menos que la hija de un gran jefe
coleccionista de cabelleras! ¡Llévate eso de aquí! ¡Sácala antes de que ordene
echarla por los criados!
Bart encajó las mandíbulas.
—Lo siento, pero se queda aquí.
—Sí, ¿eh?
Y el viejo, furibundo, tiró de un cordón que hacía sonar una campanilla.
Al instante apareció un sirviente enorme, al que Bart no conocía, y que por su
aspecto parecía entrenarse cada mañana cambiando de sitio una montaña.
El viejo le señaló a Sarah y gritó:
—¡Fuera!
El criado fue a tomarla entre sus brazos, sin que Sarah se resistiese, pues
el fatalismo con que la habían educado hacía que, al ser una mujer, esperara
las
decisiones de los demás, sin tener ella una voluntad propia.
Pero de pronto un puño se movió en el aire.
Se oyó un chasquido y el criado saltó hacia atrás, con la mirada vidriosa,
mientras se llevaba ambas manos a la mandíbula. Cayó de espaldas al suelo y
no se volvió a levantar. Fue el K. O. más rápido que el viejo había visto.
—¡Diablos! —masculló—. ¡Y pegas mejor que antes! Nadie, hasta
ahora, había podido derribar a Bruce. Tendré que rebajarle el sueldo porque
se ve que
empieza a estar flojo.
—No está flojo —murmuró Bart—. Es que le he cazado en frío. Y si
usted le rebaja el sueldo le pagaré yo la diferencia, de modo que la cosa
quedará igual. Y ahora, ¿no hay otro forzudo para echar a la india de aquí?
El viejo se mordió el labio inferior, sintiéndose impotente.
—¡Está bien, que se quede! ¡Pero comerá con los criados! ¡Y no quiero
ni verla!
Bart se volvió hacia Sarah y le hizo un guiño de complicidad. Era como
si le dijese: «No te preocupes. Lo más difícil está conseguido ya».
—Te indicaré tu habitación —dijo.
—¿Habitación y todo? —preguntó burlonamente una voz femenina, de
pronto, desde otra de las puertas.
Bart se volvió.
Dos mujeres acababan de entrar en la habitación. Las dos llevaban ropas
lujosísimas, que contrastaban con la sencillez de las prendas usadas por la
india.
Una de ellas debía ser un poco mayor que Sarah. Dos años más como
máximo. Era muy bonita, aunque su belleza resultase un tanto sofisticada por
el exceso de cuidados. Lucía valiosas joyas y su mirada parecía ser siempre
distanciante y altiva.
La otra mujer debió haber sido en su juventud una auténtica belleza. Y
aún lo era en cierto modo, pues según cómo se la mirase, no parecía la madre
de la joven, sino su hermana mayor.
No era ella la que había hablado, sino la joven.
Con voz burlona insistió:
—¿Habitación y todo para una india? Yo creí que las mujeres de su raza
vivían en una tienda de piel de bisonte.
Bart pasó por alto el insulto.
Con una expresión que trataba de ser amable musitó:
—¿Cómo estás, Jacqueline?
—Por lo que veo, no tan bien como tú.
—Al contrario. Tienes un aspecto magnífico. Los hombres de la
comarca deben matarse a tiros por ti.
Sarah estaba muy atenta a la conversación, porque lo más profundo de
su instinto hizo que se fijara solamente en la mujer joven. Y se dio cuenta de
que las palabras de Bart, que cualquier otra hubiese tomado por un cumplido,
la ofendían.
Jacqueline dio media vuelta y dejó de mirarles.
Su madre se acercó a Bart y le dio un beso en cada mejilla.
—Celebro verte... No sabes cuántas veces hemos hablado de ti. ¡Pero es
que eres un muchacho tan raro...! ¿Qué has hecho durante tres años?
—¡Correr aventuras! —gritó el viejo inopinadamente—. ¡Lo que os
convendría hacer a vosotras!
—Calla, John —dijo la mujer—, ¡No comprendo cómo pude tener la
idea de casarme contigo!
Y dejando de mirarla, se volvió de nuevo hacia Bart, para preguntarle
por su vida durante aquellos últimos tres años.
Sarah seguía estando atenta a toda aquella escena. Y se dio cuenta de
que John y su esposa, es decir la tía de Bart, se llevaban demasiados años.
Quizá
treinta. Incluso estando acostumbrada a los matrimonios por obligación de
las tribus indias, aquello no le pareció bien. Y se dijo, íntimamente, que quizá
aquellos dos seres habían tenido ya más de un problema.
En aquel momento Jacqueline se miró uno de los zapatos, que tenía unas
manchitas de polvo. Sin duda se los había ensuciado al entrar en la casa.
Sarah también lo notó.
Y de una manera natural, espontánea, sin que nadie se lo mandase,
como si ella, al fin y al cabo, hubiese nacido para aquellas tareas humildes se
desanudó el pañuelo que llevaba al cuello y se arrodilló ante la muchacha
para limpiarle aquel zapato.
Era lo mismo que cuando se levantaba más temprano para cepillar los
caballos ella, todavía dormido Bart; o cuando le engrasaba las botas o cuando
esperaba sumisamente a que él bebiese, mirándole fijamente, para servirle
más café.
Jacqueline sonrió satisfecha.
—Esto está mejor... —murmuró—. Esto está mejor, cochina india...
CAPÍTULO X
Todas las habitaciones de la casa eran enormemente lujosas. El viejo
John, que, después de luchar mucho, ya no pensaba quedarse allí en todo lo
que le quedaba de vida, se había construido una jaula para sentirse a gusto y
para que no le entrasen ganas de emprender el vuelo. Aparte de los salones,
jardines, biblioteca, sala de billar y todo lo que uno pueda imaginarse, los
dormitorios eran espaciosos y cada uno de ellos tenía un cuarto de baño
privado. Era lo que más había añorado Bart en los primeros días de su
peregrinación, tres años antes: no tener facilidad para bañarse todos los días.
Y ahora lo hizo a conciencia.
Se sentía otra vez a gusto allí, entre los objetos conocidos y oyendo
chillar a tío John, quien siempre afirmaba estar dispuesto a matar a todo el
mundo, pero nunca se metía con nadie.
Después de quitarse todo el polvo del camino y sentirse fresco y
descansado, se envolvió en una gran toalla, se secó bien y pasó a la
habitación contigua, siempre cubierto con ella.
Tuvo una gran sorpresa al ver a Sarah allí.
Sarah ya debía haberse bañado también, porque su tez estaba limpísima
y sus cabellos parecían húmedos aún, pero había vuelto a vestir sus humildes
ropas de piel de ante. Cuando Bart la sorprendió, estaba sacando brillo a las
botas.
—Pero Sarah... ¿qué haces?
—Limpio esto, señor.
—¿Cuántas veces he de decir que... que no me llames señor?
—Es que me resulta muy difícil, señor. Sobre todo sabiendo que será
suya esta casa.
—Bart hizo un gesto de hastío.
—Bah, ni pienses en eso... Yo no me he acordado de ella en tres años.
Mi padre y el hermano de este, es decir tío John, lucharon mucho para
conseguir poner los cimientos de esto. Luego mi padre murió en un ataque
indio y tío John se lo quedó todo, pero considera su deber que vuelva a ser
mío. No quiere dejar a su hija más que una pequeña parte porque dice que
ella no sabrá defenderlo.
—Claro —musitó Sarah.
—Dejó las botas y se puso a cepillar, en silencio, la cazadora de piel de
Bart.
—Y ella ha pensado —añadió en voz baja—, que podría ser todo suyo si
se casara con usted, señor.
—¿Con... conmigo?
—¿Va a decirme que no lo ha pensado nunca, señor?
—Pues... Bueno, es cierto. Antes de irme hablábamos de... de... Y quizá
lo decíamos en serio.
—Usted lo pensaba entonces, pero ella lo sigue pensando ahora. Y ha
estado tres años dando vueltas al mismo problema. Y le duele que haya
vuelto y no se haya arrojado enseguida en sus brazos.
Bart la miró con cierto asombro.
—Oye... ¿cómo sabes tú todo eso?
—Lo imagino, señor. Las mujeres nos damos cuenta enseguida de esas
cosas.
—Pues precisamente porque eres una mujer, vas a dejar de hacer de
sirvienta. Mientras estábamos de viaje te repetí cien veces que no tenías que
cuidar de mí, pero en esta casa muchísimo menos. Aquí sobran criados,
¿entiendes? Y si nunca me ha gustado que me sirvieran los hombres, menos
me agrada que me sirvan las mujeres. De modo que deja todo eso de una vez.
—Como usted mande, señor.
Pero se estuvo quieta en el centro de la habitación.
Bart la miró con cierta sorpresa.
—Bueno... —murmuró, porque no sabía qué decir—. ¿Qué tal estás
instalada? ¿Te encuentras a gusto en tu habitación?
—Sí. Es muy bonita.
—Habrás cenado.
—Un poco.
—Pues... bueno... es hora de que te acuestes.
Ella asintió. Pero no se movía del centro de la habitación.
—Claro, señor —dijo al fin—. Es hora de que me acueste.
—Estupendo. Tienes que ir amoldándote a las costumbres de los
hombres blancos.
—Precisamente por ello quería preguntárselo, señor.
Bart parpadeó.
—Que quizá a usted no le guste con estas ropas.
—¿Qué? ¿Cómo?
—En mi habitación tengo otras. Una sirvienta me las ha traído. Se ve
que son vestidos viejos de su tía Suzy, pero a mí me parecen maravillosos.
—Sí... pues... claro.
—Si usted lo desea me cambiaré, señor.
—¿Cambiarte? ¿Para qué?
—Pues... por lo que ha dicho de las costumbres de los blancos. Porque
quizá las chicas les gusten de otro modo.
—¿En... en qué sentido?
—Hay allí prendas muy finas. Medias y todo eso. Nunca me he puesto
cosas así.
—Es que... parece que tampoco las necesitas. Vas... muy bien vestida. A
tu modo.
Ella entrecerró los ojos.
—Parece como si no me hubiera entendido, señor.
—Tal vez... no.
—Le dije que sería su esclava cuando me salvó de las zarpas de Patton,
señor. Y se lo prometí con todo mi corazón, porque la hija de un jefe sioux
nunca dice nada en vano. Soy su esclava en todos los sentidos. Y me he
dicho que quizá necesite una mujer, señor.
Bart tragó saliva difícilmente.
Había vivido temporadas con los indios. Conocía sus rígidas costumbres
y su moral, que en ciertos aspectos era intachable. Pero también sabía de su
sinceridad y su inocencia primitiva. Cuando uno de ellos blindaba su
amistad, lo hacía de verdad, y si una de ellas se ofrecía como esclava, lo era
hasta las últimas consecuencias.
Sonrió alentadoramente y musitó:
—Verás... Los blancos somos distintos.
—¿No son todos como Patton... en muchos aspectos?
—Comprendo lo que piensas, muchacha. Es que a las reservas indias ha
ido lo peor. Nosotros, para considerarnos honrados, no miramos a una chica
que sea doncella como tú... —se atragantó—. Quiero decir que no la miramos
con según qué intenciones si no nos hemos casado con ella.
Sarah murmuró:
—Pues cásate conmigo si quieres. Y luego puedes repudiarme. Yo
siempre te estaré agradecida.
—Un jefe indio puede repudiar a su esposa, pero los blancos no...
Espero que aprendan nuestras costumbres, Sarah... ¿Acaso no te habló nunca
de ellas tu madre blanca?
—Tal vez. Pero hace muchos años de eso. ¡Yo era tan niña! No
recuerdo sus palabras ni tampoco su rostro. Sólo que...
—¿Qué?
Ella se desabrochó un momento su blusa, mostrando el nacimiento de
los senos. Entre ambos había una pequeña cicatriz inclinada.
—Me la hizo ella —murmuró—. Y lloré mucho.
—¿Por qué hizo eso?
—Porque, al abandonar ella la tribu, mi padre, el jefe, exigía que yo me
quedara con él. Y mi madre me hizo esta pequeña marca para reconocerme si
algún día me volvía a encontrar. Entonces no la entendí, pero luego he
pensado mil veces en lo mucho que debió sufrir.
Hizo un gesto de resignación y musitó:
—Pero esa es una vieja historia. Nunca más volveremos a encontramos.
Jamás.
Bart apretó los labios. Notaba una extraña ternura dentro de sí, algo que
hasta entonces no había sentido nunca. Y, no sabía por qué, eso le
avergonzaba, porque él había querido mantenerse siempre rígido e inflexible.
No manifestar nunca sus emociones o sus sentimientos ante una mujer.
En ese sentido se parecía mucho más a un jefe sioux de lo que él mismo
creía.
—Sarah —musitó con un esfuerzo—. Yo quiero que... que seas feliz.
—Lo soy —susurró la india.
Pero sus ojos demostraban lo contrario. Sus ojos delataban sus
pensamientos: él la consideraba no como una mujer, sino poco más que como
una niña.
Fue hacia la puerta lentamente.
—Sarah... —musitó él.
—¿Qué...?
Ella se había vuelto. Le miraba fijamente.
—Hay algo que los hombres blancos podemos hacer sin necesidad de
casamos —musitó él.
Avanzó hacia la muchacha, la estrechó en sus brazos y la besó en la
boca.
Ella se estremeció. Se notaba que jamás había sido besada por un
hombre.
Todo su cuerpo palpitaba. Sus labios eran una llama.
Cuando se separó del joven musitó:
—Y aunque una no se case, ¿esto puede hacerlo muchas veces?
—Con una suele haber bastante. Más... es peligroso.
La india acercó la cabeza otra vez.
—Me gusta el peligro —musitó—. Hay riesgos que están empezando a
volverme loca...
Y Bart no pudo saber nunca cómo hubiera acabado aquello, porque en
ese momento se oyó la voz tronante de su tío John que avanzaba por el
pasillo, llamándole descompasadamente.
Y el joven tuvo que indicar a Sarah que se escondiera en el cuarto de
baño contiguo. La verdad era que algunos peligros también le gustaban
demasiado a
él. Casi agradeció que su tío John hubiera llegado tan de repente.
El viejo entró furioso en su habitación. Quería saber dónde estaba la
india.
—¡No permitiré que duerma en esta casa! —bramó—. ¡Que se vaya a la
cuadra que es su sitio!
Bart dejó que el viejo chillara hasta cansarse. Luego le aseguró que no
había visto a Sarah al menos en dos meses.
Cuando John salió refunfuñando, él condujo a Sarah al dormitorio que le
había sido asignado. Y ya no quiso hablar más de lo que los hombres blancos
podían o no debían hacer antes de casarse.
CAPÍTULO XI
Igual que habían hecho Sarah y Bart al llegar allí, los viajeros
contemplaron la casa y los campos desde lo alto de la colina.
—Eran cuatro.
A uno de ellos hubiera sido muy fácil reconocerle en las tierras situadas
más al oeste, donde estaba la gran reserva sioux. Sobre todo, le hubiera
reconocido muy bien el jefe de la tribu.
Patton parecía haber envejecido en pocos días, y en su rostro se
apreciaba a intervalos un violento «tic» nervioso.
Los tres hombres que le acompañaban eran bien conocidos no solo más
al oeste, sino también al este, al norte y al sur. Raro era el lugar donde no
estuviesen reclamados. Y, desde luego, podían jurar por sus barbas que nunca
habían visto una casa como aquella.
Patton la señaló desde la colina.
—Seguro que tiene que estar ahí —dijo sencillamente.
Uno de los hombres volvió la cabeza hacia él, tras escupir violentamente
la colilla que llevaba en la boca.
—Y quiere que sea eliminada, ¿eh?
—Lo quiero y se hará. Así debe ser.
—¿Por qué?
—Tengo una cuestión personal con esa chica.
Otro de los pistoleros adelantó un poco más su caballo, hasta situarlo al
nivel del de Patton.
—Uno oye decir cosas —murmuró sibilinamente.
—¿Qué cosas?
—Se comenta que cierto hijo de un jefe sioux murió en circunstancias
extrañas. Y también murió del mismo modo alguien que importaba mucho
más que un cochino piel roja: el coronel que mandaba el II de Alabama.
—Es cierto que murieron —dijo Patton—. ¿Y qué?
—La muchacha india puede ser un testigo muy molesto.
Patton apretó los labios.
—¿Creéis que esa es la razón de que quiera eliminarla?
—Puede que sí... Resulta una «razón personal» muy convincente, ¿no
creéis muchachos?
Y los tres lanzaron al unísono una alegre carcajada.
Patton los miró sin ningún temor. Conocía bien el paño, pues desde que
«entró» en el «negocio» de las reservas indias, siendo muy joven, había
tratado con infinidad de tipos como aquéllos. Sabía perfectamente cómo iba a
terminar la situación. Y, es más, hubiera sido capaz de adivinar casi palabra
por palabra las frases que pronunciarían.
El de colilla espetó:
—Es un trabajo peligroso, Patton. Y de responsabilidad. Tiene que
damos el doble de lo que nos había prometido.
—Os daré un cincuenta por ciento más. O eso o nada.
Los tres hombres se miraron.
Patton hablaba con seguridad... Era de esos tipos que saben con quién
tratan.
Al fin se encogieron de hombros.
—De acuerdo; lo haremos.
—Pero pensad que no debéis fallar. Que no podéis fallar de ningún
modo. Y que tenéis que ceñiros estrictamente al plan que os he trazado.
—Desde luego, jefe.
Patton espoleó a su caballo y bajó la colina sin prisas, mirando los
detalles de la casa.
Los tres hombres se quedaron arriba, viéndole descender. Según el plan
trazado, no tenía que ser notada por nadie su presencia.
Patton pensaba, mientras iba descendiendo poco a poco, que el eliminar
a la muchacha india, le resultaba bastante caro, pero era algo que no tenía
más remedio que hacer. Además, no había tenido que pagar ni un centavo a
sus anteriores esbirros, a los que fueron liquidados por los asesinos sioux. En
cierto modo podía decirse que hasta ahora ni ganaba ni perdía.
Y esta vez estaba seguro de que nada iba a fallar.
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FIN