E Raul Zaffaroni - Penas Illicitas
E Raul Zaffaroni - Penas Illicitas
E Raul Zaffaroni - Penas Illicitas
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EUGENIO RAÚL ZAFFARONI
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ISBN 978-987-47556-4-3
Consejo editorial: Leticia Lorenzo y Mauro Lopardo
Dirección editorial: Hernán Simkin
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2. Las objeciones formales ...............................................................................15
3. La respuesta punitiva limitada a funcionarios ................................................16
4. El silencio doctrinario ante los jueces como autores mediatos de torturas ....17
5. Las preguntas sin respuesta: los jueces en la contradicción
y nadie es responsable de las muertes y torturas .............................................19
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una respuesta dentro del positivismo jurídico....................................................25
2. El principio de proporcionalidad de las penas ...............................................28
3. El problema de las penas de prisión en ejecución .........................................29
4. Las penas de prisión que no hubiesen comenzado a ejecutarse ..................31
5. No se trata de una eximente de responsabilidad de los jueces .....................32
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V. Conclusión .......................................................................................................32
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Si bien el deber ser nunca llega a ser por completo en la realidad y, por
ende, no existe ninguna normativa jurídica –civil, administrativa, laboral, in-
cluso constitucional– que se traduzca en la vida de la sociedad en un ajuste
perfecto a las normas, este comentario –en apariencia inocuo– referido
en particular al derecho penal, en el fondo está indicando que es en esta
rama de la ciencia jurídica donde la escisión entre deber ser y ser alcanza
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una disparidad que muchas veces llega a la dimensión del disparate, lo
que –antes o después– redundará en un grave desprestigio para la doctrina
jurídico penal que, en alguna medida, ya se halla en curso, aunque buena
parte de sus cultores no lo perciban.
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El punitivismo demagógico y populachero de los medios dominantes
opera como factor de racionalización inconsciente en el penalismo, pero
impide caer en la cuenta de que el silencio doctrinario frente a la realidad
del ejercicio del poder punitivo concede razón a la afirmación de que el
derecho es un mero instrumento de las clases dominantes.
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impone hacerse cargo del sufrimiento de las víctimas del poder meramente
represivo, para que la lucha se mantenga en el propio campo del derecho.
Aunque no haya garantía alguna de que ese esfuerzo doctrinario tenga
éxito –dado que juegan otros muchos factores de poder y la ciencia jurídica
no es omnipotente– se le impone como mandato ético sumarse al esfuerzo
de contención.
Este es el punto donde se toca íntimamente la ética con el derecho,
porque la historia muestra que cuando éste se degrada a puro instrumento
de los grupos hegemónicos, un día los que sufren el poder represivo se
lanzan a ponerle fin fuera del derecho –es decir, por la violencia–, lo que
nunca es del todo bueno y significa siempre un fracaso del derecho. Por lo
menos desde la toma de la Bastilla en adelante, el primer impulso de todo
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que su práctica le plantea, especialmente en las cuestiones cruciales que
hasta el presente no ha enfrentado con decisión, como es el problema de
las penas ilícitas.
Comenzaremos por echar una rápida mirada para relevar los hechos
que debe considerar jurídicamente la dogmática jurídico penal; verificare-
mos en segundo lugar que, hasta el presente, la respuesta doctrinaria es
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muy pobre o directamente nula; por último, indagaremos acerca de los ins-
trumentos conceptuales de que dispone la ciencia jurídico penal y la forma
en que corresponde que ésta se haga cargo del problema.
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II. LA SITUACIÓN FÁCTICA EN LATINOAMÉRICA: LOS HECHOS
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de muertes en enfrentamientos con las policías o de ejecuciones sin proce-
so1. Los casos particulares y no frecuentes no son de fácil comprobación,
pues requieren la intervención activa de los jueces, de las autoridades po-
líticas y de las propias cúpulas de las agencias comprometidas con esos
homicidios2.
Al margen de este ejercicio ilícito letal del poder punitivo –y pese a la
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ratificación de tratados internacionales– abundan en la región las denun-
cias de delitos de torturas, malos tratos, lesiones o sufrimientos impuestos
por funcionarios o no evitados por ellos, en especial a personas privadas
de libertad o en el acto de hacerlo, como también las víctimas de motines,
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violencias o tumultos carcelarios y enfermedades contraídas y lesiones su-
fridas como resultado de deficientes condiciones prisionales, presos en
dependencias policiales, lesiones en traslados y circunstancias análogas.
Casi todas estas lesiones a bienes jurídicos son producto de conductas
típicas (activas u omisivas) de funcionarios estatales, aunque algunas los
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lado Las penas crueles son penas, que tuvo singular éxito en aquellos años3
y cuyos argumentos centrales reiteramos en una publicación europea4.
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que siguieron a aquellas publicaciones de la última del siglo pasado, se
produjo un cambio cualitativo muy negativo, que plantea hoy el problema
más agudo y generalizado y hasta normalizado en la región: se trata de la
sobrepoblación penitenciaria y del constante aumento de la prisionización
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(conocido como el gran encarcelamiento o encarcelamiento masivo)5.
El número de presos en casi todos nuestros países aumenta incesante-
mente desde 1992 a ritmos anuales sostenidos, llegando a cifras absolutas
y relativas antes nunca registradas. La Argentina pasó de 63 presos por
cada cien mil habitantes en 1992, a más de 200 en la actualidad, Brasil de
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dundaron en una disminución significativa de estos porcentajes, pese a
implicar el paso de presos sin condena a condenados sin juicio.
Todo sigue señalando que el alto porcentaje de presos preventivos es
indicativo de una alta tasa de población penal flotante, imputada por delitos
de menor gravedad.
Cabe observar que la creciente prisionización no guarda relación con
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el crecimiento poblacional general, ni tampoco con la mayor frecuencia de
delitos graves, porque en la población penal de nuestra región predominan
netamente los presos por delitos contra la propiedad –muchos sin violen-
cia– y por comercio minorista de tóxicos prohibidos (distribuidores entre
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nuestras clases medias).
La composición de la población carcelaria en la región demuestra que
domina la prisionización por hechos que corresponden a la llamada delin-
cuencia de subsistencia, lo que se confirma verificando que el porcentaje
de presos por homicidios, delitos contra la integridad física y sexuales, por
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7 Cfr. Elías Carranza, Sobrepoblación carcelaria en América Latina y el Caribe, ¿Qué ha-
cer? ¿Qué no hay que hacer? El caso de México, trabajo inédito en curso de publicación,
Revista de Derecho Penal y Criminología, La Ley, Bs. As., 2020.
8 La Casación argentina acaba de recomendar la prisión domiciliaria de mujeres con hijos
pequeños.
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En algunos países donde se mantiene una seria discriminación étnica
–sea como cicatriz histórica del sistema eslavócrata o de la colonización
genocida originaria– se registran también altos porcentajes de presos (in-
dios o negros y mulatos, según la composición poblacional), que sobrepa-
san en mucho el de su tasa en la población general (sobre-representación).
De cualquier modo, en todos nuestros países la población penal se
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compone en su casi totalidad por personas de los estratos más pobres de
cada sociedad, es decir, seleccionada conforme a estereotipos clasistas, lo
que en algunos se combinan con los elementos racistas señalados antes,
o sea que se trata de hombres jóvenes, pobres y en algunos países prefe-
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rentemente negros, mulatos e indios.
La composición de la población penal muestra que la selección crimi-
nalizante se lleva a cabo conforme a estereotipos configurados mediáti-
camente en el imaginario social con estas características, a las que suele
agregarse la de morador de barrios precarios (los slums de nuestras ciuda-
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y 354% en Bolivia. Diez de los dieciocho países del Caribe también superan
el límite tolerable y Haití alcanza una densidad de 365%12.
Por lo general, cuando se producen estos excesos, al mismo tiempo
se registra una enorme desproporción entre el personal penitenciario y el
número de presos. El porcentaje óptimo de funcionarios de seguridad por
preso parece estar entre 1 y 3 funcionarios por preso, que son los números
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europeos13. Cabe observar que –en razón de turnos y parte dedicada a la
administración– en el servicio de seguridad exclusivamente la tasa ideal
está entre 5 y 15 presos por funcionario.
Desde Uruguay, que registra 4 presos (en realidad de servicio 20) por
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funcionario, hasta Ecuador, con 24 presos (en realidad 120) presos por fun-
cionario14, ninguno de los países de la región se encuentra con las cifras
óptimas y muchos se alejan insólitamente de ellas.
En estas condiciones el Estado pierde el control del orden interno de
las prisiones, que pasa a manos de los propios presos que, por regla son
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11 Las reglas mínimas originarias datan de 1955, pero han sido reformuladas y adoptadas
por la Asamblea General de la ONU el 17 de diciembre de 2015, conocidas ahora como
reglas Mandela.
12 Cfr. Elías Carranza, op. cit.
13 Cfr. Elías Carranza, idem.
14 Ibidem.
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somete a servidumbre, ponen en peligro su vida en razón de la violencia
interna, siendo impotentes para pedir ayuda o protección al personal de
seguridad que, cuando existe, lo es en número por completo insuficiente
para cumplir esa función elemental.
Si bien en todo el mundo, por efecto del inevitable deterioro de la insti-
tución total15, en las prisiones se producen más homicidios y suicidios que
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en la vida libre, esa relación alcanza límites muy altos en nuestra región,
donde se ha calculado que por cada homicidio en la sociedad libre, se
producen 25 en las prisiones, y por cada suicidio en la sociedad libre, 8 en
las prisiones16.
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2.4. El efecto reproductor de violencia. Lejos de cumplir cualquier ob-
jetivo que en algún momento permita al preso su reintegro a la vida libre en
condiciones al menos no más negativas que las que determinaron su ingre-
so, la inmersión de una población masculina joven en prisiones degradadas
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mericana, que hace más de cincuenta años advertía que una errada in-
tervención punitiva con motivo de una desviación de conducta (primaria),
15 Erving Goffman, Internados, Ensayos sobre la situación social de los enfermos mentales,
Amorrortu, Bs. As., 1994.
16 Elías Carranza, op. cit.
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Estado se empeña en proveerles de un certificado de incapacidad laboral y
de capitis diminutio social en general.
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micidios que registran algunos de los países de la región que, conforme a
los estándares de evaluación de la ONU, se hallarían en situación crítica
en cuanto a muertes violentas. Tengamos en cuenta además que, en esos
países, cerca del 50% de los homicidios suelen quedar impunes, sea por
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falta de diligencia para su esclarecimiento o por tratarse de ejecuciones sin
proceso.
Las tasas de homicidio se establecen por su número cada 100.000
habitantes. De los 221 países de la ONU, en 2015 de observan 42 que
registran menos de un homicidio anual por cada 100.000 habitantes; hay
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sos hasta una tasa de 100. Son 26 los países a los que corresponden estos
últimos registros críticos, entre los cuales 21 corresponden a Latinoamérica
y el Caribe; los cinco restantes son africanos. México, Colombia, Brasil,
Guatemala, Belice, Jamaica, Venezuela, Honduras, El Salvador, superan
con creces la tasa de 15 por 100.000 anuales, y este último país registraba
en 2015 nada menos que 10818, en tanto que Brasil hoy alcanza algo más
de 37.
17 Edwin Lemert, Desviación primaria y secundaria, en Rosa del Olmo (ed.), “Estigmatiza-
ción y conducta desviada”, Instituto de Criminología de la Universidad de Zulia, Maracai-
bo, 1978.
18 Cfr. Elías Carranza, op. Cit.
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En Brasil, tomando en cuenta esa faja etaria y, dentro de ella, abarcando
sólo a los jóvenes negros y mulatos, la tasa de muerte violenta alcanza a
100 por 100.000 anuales, lo que implica una verdadera cifra bélica. Estos
datos revelan una selección discriminatoria clasista, etaria y racista en la
victimización por homicidio, que guarda un casi exacto paralelo con la dis-
criminación que rige la selección prisionizante.
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2.6. La prisión como tortura. La privación de libertad bajo constante
amenaza para la vida y la salud, la subalimentación, el riesgo de enferme-
dades infecciosas, el sometimiento a grupos violentos de presos –muchas
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veces humillante y servil–, en dormitorios con hasta tres niveles de camas,
provistos de colchones no ignífugos de polietileno (cuya combustión pro-
duce asfixia letal por obstaculización de vías respiratorias), escaso o nulo
personal de vigilancia, sin un mínimo de privacidad, maltrato a los visitantes,
requisas violentas y vejatorias, insuficiente o inexistente personal médico y
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de investigación, sino que los fines que menciona son meramente ejempli-
ficativos, dado que agrega o con cualquier otro fin.
Quede claro que no nos estamos refiriendo a las habituales carencias
de las prisiones de la región, ni tampoco a la sobrepoblación dentro de
límites tolerables ni a los defectos corrientes por todos conocidos, sino a
una deformación total de esta pena, de tal entidad que deja de ser de mera
privación de libertad, para pasar a ser una pena corporal con posibles se-
cuelas irreversibles o incluso una pena de muerte por azar. Mucho menos
estamos haciendo referencia aquí los usuales efectos deteriorantes de la
prisionización, conocidos desde la crítica sociológica del siglo pasado a las
instituciones totales.
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ricana de Derechos Humanos y por todas las constituciones de nuestras
repúblicas.
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Al igual que hace tres décadas, advertimos ahora que las penas pueden
ser lícitas o ilícitas, siendo estas últimas las penas crueles, inhumanas y
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degradantes, consideradas tales por el derecho constitucional de todos
los países latinoamericanos y también por todos los tratados de derecho
internacional de derechos humanos.
No tiene sentido eludir la realidad con finas especulaciones racionali-
zadoras, pretendiendo concluir que la tortura infligida por un funcionario
estatal a una persona que está sometida o somete a su poder con motivo
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Frente a los delitos o ilícitos cometidos por funcionarios sostuvimos –y
seguimos afirmando– que el sufrimiento que la víctima padeció como pena,
necesariamente le debe ser descontado o compensado con una reducción
–o incluso cancelación, según la gravedad del daño sufrido– de la pena
lícita que se le imponga o que deba cumplir o le reste por cumplir, según
el caso.
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En este último sentido debemos aclarar que es obvio que la prisión pre-
ventiva es una pena. Sería absurdo que la prohibición de penas crueles,
inhumanas o degradantes o de torturas, se limitase a las penas a conde-
nados y excluyese la prisión de procesados beneficiarios del principio de
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inocencia.
Los argumentos de algunos procesalistas que sostienen su analogía
con las medidas cautelares del proceso civil, son inconsistentes: en el pro-
ceso civil es posible exigir contracautelas, lo que en la prisión preventiva es
inimaginable; la medida cautelar civil sólo puede producir un indebido daño
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a esa objeción nos parecía obvio que, tratándose de hechos posteriores o
sobrevinientes, necesariamente debían dar lugar a una revisión de la pena
impuesta, además de advertir que una garantía en favor del condenado
nunca debe utilizarse en su contra.
Contrarreplicar que también la cosa juzgada operaría como una garantía
para la sociedad o el Estado, implicaría una inversión del objetivo constitu-
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cional de la exigencia de legalidad, que pasaría a entenderse como garantía
de la voluntad punitiva del Estado, al igual que en el derecho penal fascista,
en especial cuando se identifica al Estado con la sociedad.
Menos aún admitíamos que la falta de previsión legal del caso impidiese
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a los jueces adoptar la solución compensatoria, cuando ésta no depen-
de de la letra de la ley infraconstitucional, sino de la ley constitucional e
internacional.
De máxima incapacidad justificante sería la objeción simplista de que
resulta difícil compensar, por falta de criterios más o menos firmes, puesto
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Por ende, adoptando –únicamente ad effectum alegandi– la legitima-
ción más o menos hegeliana de las penas, se podría llegar a sostener que
con la punición del autor del delito se reafirma el derecho y se cancela su
negación, con lo cual la cuestión quedaría supuestamente zanjada.
Esta tesis podría ensayarse hoy por quienes postulan apodícticamente
que la pena es la reafirmación de la vigencia del derecho19. Desde esta
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posición, se podría argumentar que penando al torturador se reafirmaría la
vigencia del derecho y con eso se resolvería el problema.
Pero incluso dentro de esta tesis legitimante no podría ignorarse que el
delito de tortura fue también una pena realmente ejecutada que, debido a
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su ilicitud, no sólo no reafirmó la vigencia del derecho, sino todo lo contra-
rio, precisamente por ser un delito. Si la pena debe seguir al delito, en estos
casos, la pena que sigue al delito es otro delito. La tortura sería una pena
que no sólo no reafirma la vigencia del derecho, sino que, por constituir un
delito, agrava o duplica la lesión, provoca una defraudación de expectativas
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La más profunda y radical diferencia con lo que planteamos hace tres dé-
cadas y lo que nos ocupa como fenómeno que se fue generalizando en
el tiempo transcurrido es que, en aquel momento nos referíamos a penas
ilícitas impuestas y ejecutadas por agentes del Estado que, ordinariamente
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funcionarios administrativos, el silencio ante los jueces que operan como
autores mediatos de tortura resulta mucho más dramático para el prestigio
y la credibilidad de la ciencia jurídico penal.
Los funcionarios encargados de ejecutar las penas habilitadas por jue-
ces y que deban cumplirse en las cárceles deterioradas serían los autores
directos, quizá amparados en la necesidad justificante o exculpante, incluso
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por un invencible error de prohibición, pero a los jueces no los podría bene-
ficiar ninguna de esas eximentes.
Ni siquiera se podría argumentar en favor de los jueces que no son
culpables, debido a su formación positivista jurídica, como se pretendió
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con los jueces nazis. En este caso no puede tener eficacia ese argumento,
porque los jueces nazis obedecían las leyes de su tiempo, donde no había
normas constitucionales ni internacionales válidas. Pero los positivistas de
hoy no pueden ignorar las normas de máxima jerarquía, perfectamente vá-
lidas y que prohíben esa clase de penas. A los jueces nazis se los pretendió
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5.1. Las preguntas se dirigen a la doctrina penal. Sea que las penas
ilícitas se califiquen como tortura o simplemente como penas crueles, in-
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humanas o degradantes, las preguntas que inmediatamente vienen a la
mente son las siguientes: ¿Puede admitirse que los jueces ordenen torturas
o penas crueles, inhumanas o degradantes? ¿Puede el derecho ordenarles
asumir el papel de autores mediatos de torturas? ¿Obedecen los jueces la
Constitución que juraron o se comprometieron a respetar y que prohíbe
esas penas? ¿Serían responsables por las muertes y lesiones que se pro-
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duzcan en esas prisiones? ¿Acaso esos resultados no son previsibles?
Estas no son preguntas dirigidas a los políticos, es decir, a los poderes
ejecutivos y legislativos de cada Estado en reclamo de una política –llámese
criminal o, simplemente, política– sino al propio derecho penal, a la propia
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dogmática jurídico penal, que debe una respuesta.
El saber o ciencia jurídico penal, no es un art pour l’art, sino que se trata
de un conjunto de conocimientos con un claro objetivo práctico: aspira a
convertirse en jurisprudencia. Se teoriza el derecho penal con destino a
los operadores del poder jurídico (jueces, ministerios públicos, defensores,
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penal latinoamericana pase por alto que proyecta la tarea de los jueces
en forma que, en la práctica, éstos se conviertan en autores mediatos de
delitos de tortura y hasta de homicidios.
Los penalistas podríamos no responder o evadir la respuesta con ra-
cionalizaciones, en cuyo caso también estaríamos respondiendo, porque
dejaríamos las cosas como están y los jueces seguirían imponiendo penas
ilícitas. Se trata de un claro caso en que la no respuesta es una respuesta.
Si la doctrina debe alimentar la jurisprudencia, si en definitiva es en
nuestra tradición la encargada de proveer a los jueces de los instrumen-
tos conceptuales con que resolver sus casos, las preguntas terriblemente
embarazosas antes expuestas y los cuestionamientos, aparentemente di-
rigidos a los jueces, no deben dirigirse a éstos –o, al menos, no a ellos en
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jurídico penal, pues de lo contrario deja a los jueces sin los instrumentos
conceptuales para ensayar una jurisprudencia adecuada al Estado republi-
cano de derecho.
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jurídico penal– la urge la propia jurisprudencia constitucional e internacio-
nal, incluso fuera de nuestra región. Sin pretensión de agotar sus debidos
reclamos –jurídicos, por cierto, pero fuera del derecho penal– cabe recor-
dar que la Suprema Corte de los Estados Unidos ordenó al gobierno de
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California reducir en determinado plazo el número de presos20 y el Tribunal
Europeo de Derechos Humanos hizo lo mismo con Italia21; en nuestra re-
gión se registran decisiones de máximos tribunales en parecido sentido en
Argentina22 y en Colombia23. Hoy la Argentina enfrenta un problema similar
en el sistema carcelario de la Provincia de Buenos Aires y el máximo tri-
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Supreme Court of the United States, No. 09–1233, Edmund G. Brown Jr., Governor of
20
California, et al., Appellants Vs. Marciano Plata et al. On Appeal from the United States
District Courts for the Eastern District and the Northern District of California.
21 Cfr. Emergenza Carceri. Radici remote e recenti soluzioni normative, Atti del Convegno
Teramo, 6 marzo 2014, a cura di Rosita Del Coco, Luca Marafioti e Nicoa Pisani, Torino,
2014.
22 https://www.cels.org.ar/common/documentos/fallo_csjn_comisarias_bonaerenses.pdf
23 Cfr. http://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2013/t-388-13.htm
24 http://www.corteidh.or.cr/docs/medidas/placido_se_03.pdf
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medidas generales de reducción de población penal por la vía de alguna o
de todas las ramas de sus gobiernos; cuál de ellas lo haga y cómo es una
cuestión interna de cada Estado, en la que el derecho internacional no se
entromete.
Pero lo cierto es que ninguna de ellas se funda en consideraciones de
estricta dogmática jurídico penal, sino –como corresponde a la naturaleza
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de las decisiones– que se adoptan conforme al saber jurídico propio del de-
recho constitucional y del internacional, sin que hasta el momento se haya
ensayado una respuesta desde la doctrina jurídico penal.
Aunque en algún caso, como el de la medida provisional de la Corte
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Interamericana, incumbe también a los jueces su acatamiento, lo cierto es
que, incluso en ese supuesto, los jueces decidirían conforme a lo ordenado
por la jurisdicción internacional para no hacer incurrir al Estado de un injusto
internacional, pero no lo harían en función de consideraciones proporciona-
das por la doctrina o ciencia jurídico penal.
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del último siglo la doctrina ha hipertrofiado la teoría del delito, frente a una
teoría de la pena crecientemente raquítica y con frecuencia contradictoria.
Respecto de la pena, el juez hallará en los libros de derecho penal la
consabida reiteración de la vieja clasificación de las llamadas teorías de la
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Abrirá otros libros, donde se sostenga que las penas deben disuadir a
los que no delinquieron, para que no lo hagan, en cuyo caso, como nunca
se sabe hasta dónde deben asustar a los ciudadanos, todos supuesta-
mente sospechados de estar prontos para cometer delitos (presupone un
pueblo de potenciales criminales), puede llegar a postular que todos los
delitos sean penados con las penas máximas.
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En otros libros, el juez leerá que las penas deben reforzar el prestigio del
Estado como proveedor de seguridad jurídica, lo que resultará bastante pa-
radojal, porque es impensable que una pena cruel, inhumana y degradante
pueda reforzar la imagen positiva del Estado, salvo que se tomen en cuenta
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los reclamos del punitivismo populachero de los medios de comunicación
hegemónicos de la región.
Abrirá más libros y verá que algunos afirman que las penas deben cum-
plir supuestos cometidos de re-socialización, re-personalización, re-inser-
ción, hasta re-moralización, etc., cuando ante sus ojos es evidente que no
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comprensión, en las que se mezcla el deber ser con el ser, cuando no di-
rectamente se ignora este último.
El juez preocupado dejará de lado todos estos libros, porque caerá en
la cuenta de que ignoran la realidad del poder punitivo y, por ende, revisará
25 Baeur, Anton, Teoría de la advertencia y una exposición y evaluación de todas las teorías
del derecho penal, EDIAR, Bs. As., 2018. Traducción de Eugenio Raúl Zaffaroni.
OM
radical reducción.
Ante semejantes respuestas, el juez quedará más desconcertado, por-
que se dará cuenta de que éstas no están dirigidas a él, sino a políticos o
reformadores sociales, a los que les proponen proyectos de futuras socie-
dades y culturas bien diferentes de las actuales y, por ende, modelos de
Estados tan inventados o imaginarios como el kantiano o el hegeliano, sólo
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que esta vez sin penas o con muy pocas penas.
El juez preocupado, después de consultar los libros, tanto de quienes
legitiman las penas como de los que las deslegitiman, deberá cerrarlos
resignadamente, porque no hallará nada que le ayude a resolver la con-
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tradicción jurídica y ética que le plantea habilitar con sus decisiones penas
crueles, inhumanas o degradantes –y tal vez torturas o muerte–, es decir,
penas ilícitas y prohibidas por la propia constitución de su país.
Conforme hemos visto, en el caso, un derecho penal que no responde,
en verdad, le está respondiendo a los jueces que continúen haciendo lo
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acto de gobierno.
Al segmentar de esta manera al sistema penal, cada agencia de éste
(policía, jueces, penitenciarios, legisladores, políticos, medios de comuni-
cación, académicos) concluirán que en su respectivo ámbito hace lo debi-
do y, por ende, nadie será responsable del resultado del conjunto, es decir,
de las torturas, muertes y penas crueles, inhumanas y degradantes.
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Extremando este planteo hasta el límite del absurdo e incluso de lo te-
rrorífico, cabe recordar que también Eichmann alegaba que se limitaba a
cumplir con su labor de programador de trenes y nada más. La ciencia
jurídico penal que legitimase el argumento del programador de trenes, no
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sólo caería en el descrédito, sino que perdería toda legitimidad, como saber
limitado a la programación del reparto de penas crueles, inhumanas y de-
gradantes, semejante a un autómata o a un aparato mecánico de produc-
ción de órdenes de penas ilícitas y de torturas. Estaríamos ante una nueva
banalización del mal.
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tando heroicamente ese destino, lo cierto es que, en el plano de la realidad,
al menos su intuición le indicará que esa propuesta no se ajusta al objetivo
político que a su función –y a la de todos los agentes del Estado– le señala
la Constitución Nacional.
Esta respuesta –en el fondo tan idealista como el silencio doctrinario–
generaría alarma social, igualaría a los pequeños ladrones o fumadores de
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marihuana catalogados con distribuidores con los femicidas y parricidas,
no tendría en cuenta el grado de deterioro ya sufrido por las víctimas, con-
fundiría a condenados con procesados, es decir, trataría de igual modo a
personas que se hallan en situaciones desiguales, todo lo cual dista de ser
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racional y acaba por confundir más las cosas, sin perjuicio del riesgo de
desatar una reacción paradojal de mayor represión.
El juez preocupado, incluso dispuesto a afrontar la agresión despiadada
del punitivismo populachero, no podría dejar de pensar que esa respuesta
no es la adecuada a los objetivos generales del derecho que –en el caso
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26 Cfr. Jesús-María Silva Sánchez, Malum passionis. Mitigar el dolor del Derecho penal,
Barcelona, 2018, p. 154 y bibliografía allí citada.
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de sistema sin alterarlos en lo más mínimo. Es algo así como hacer del
barro ladrillos, apilarlos y luego seleccionarlos y disponerlos en forma armó-
nica en la construcción de un edificio, que en nuestro caso es el sistema o
modelo jurídico. Así como el edificio no debe desafiar la ley de la gravedad,
en nuestro caso, la recomposición de estos dogmas en forma de sistema
debe respetar el principio de no contradicción o de completividad lógica.
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En el actual momento de nuestra cultura jurídica, para elaborar una res-
puesta no es necesario invocar ningún principio o criterio supralegal, como
sucedía en el siglo XIX europeo, en que los doctrinarios (Feuerbach, Ca-
rrara, etc.) debían superar el nivel del derecho positivo, porque carecían de
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constituciones y de derecho internacional de los derechos humanos.
El planteo dogmático penal actual no tiene ninguna necesidad de exce-
der los límites del puro positivismo jurídico, porque lo que antes se busca-
ba supralegalmente, hoy está incorporado a la ley positiva constitucional
e internacional. Si bien esto no cancela las respetables discusiones jusfi-
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en la base.
Estos son los dogmas o elementos resultantes del análisis y descompo-
sición de las leyes de mayor jerarquía: la ley constitucional e internacional
(en el caso argentino, esta última está incorporada a la Constitución en
función del inciso 22º del art. 75).
La objeción que podría alzarse contra la solución que propondremos,
argumentando que se trata de decisiones supuestamente extralegales,
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jerarquía. Con este extraño y tan curioso como inexplicable criterio, nunca
la dogmática jurídico penal podría hacerse cargo de la enorme contradic-
ción que implica dejar sin solución la evidencia aberrante de que los jueces
se convierten en autores mediatos de torturas.
Estos errores son –en buena medida– fruto de una tradición legislativa y
doctrinaria contradictoria. Nuestras constituciones, desde los orígenes de
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nuestros Estados, han seguido las líneas generales del modelo norteame-
ricano, no por servilismo, sino porque en tiempos de nuestras independen-
cias era casi el único vigente de carácter republicano. Por ello, al menos
en el plano del deber ser, siempre tuvimos Estados constitucionales de
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derecho, o sea que dispusimos de un tribunal que debió ejercer el control
de constitucionalidad de las leyes ordinarias.
No obstante, a la hora de elaborar la doctrina correspondiente a casi
todas las otras ramas del derecho, nos inspiramos (y muchas veces copia-
mos) la doctrina europea, sin advertir que los Estados europeos eran Esta-
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Descartada la vieja peligrosidad de cuño policial y propia del reduccionismo
biológico racista del siglo XIX, hoy impera casi general coincidencia en que
la pena debe adecuarse a la culpabilidad por el hecho, que corresponde
siempre al contenido ilícito de cada injusto.
Esta adecuación la impone el llamado principio de proporcionalidad,
que no es necesario explicar apelando a cualquier teoría retributiva de la
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pena, sino como simple criterio de racionalidad impuesto por el principio re-
publicano de gobierno: no es admisible que el Estado responda con penas
desproporcionadas al contenido ilícito (a la jerarquía y entidad de la lesión
del bien jurídico causada por el injusto) y al grado de reproche de culpa-
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bilidad conforme a las circunstancias concretas del hecho. En el extremo
inferior, cuando el ilícito sea insignificante, incluso se debe prescindir de la
respuesta punitiva (principio de insignificancia), en función del antiquísimo
principio de minimis non curat praetor.
Por cierto, es obvio que una pena importa un contenido penoso, aunque
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dad y viola el correspondiente principio republicano: se está infligiendo a la
persona un sufrimiento que no fue calculado por el legislador en el código
al momento de establecer el tiempo de duración de la pena de prisión.
La razón indica que: si (X sufrimiento = Z tiempo); a (X x 2 sufrimiento)
debe corresponder (Z -2 tiempo). Se trata de una cuestión de pura lógica,
que hace a la completividad de la construcción dogmática dirigida al juez y
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a los operadores del poder jurídico en general.
Al contrario de quienes creen que con esto violamos el método dogmá-
tico, afirmamos que lo aplicamos en forma correcta, tomando en cuenta
que (X x 2) es un dato de la realidad igual a que el sujeto activo de un hurto
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se apoderó de una cosa mueble ajena. Si el dato real debe tomarse en
cuenta para determinar la tipicidad de lo que no debió ser (el delito), tam-
bién debe tomarse en cuenta para determinar si su consecuencia es como
debe ser (la pena).
Al hacerlo se hace patente que ese tiempo de pena no corresponde al
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que previó el legislador que hizo el código, sino a una pena que quiebra el
principio constitucional de proporcionalidad y, por ende, que nos manda re-
calcular el tiempo adecuándolo al grado de sufrimiento, para restablecer la
vigencia y el acatamiento al principio de proporcionalidad (a la Constitución).
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Es obvio que este hecho no autoriza a ningún derecho penal a conver-
tirse en derecho penal de autor, por lo cual esta variable debe descartarse.
No obstante, el saber o ciencia penal que incorpore los datos reales no
puede dejar de tener en cuenta la información acerca del efecto deterioran-
te sufrido con frecuencia por las víctimas y, dado que el derecho penal de
autor es un camino prohibido, debe adoptar un criterio objetivo para tomar
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decisiones cuando se le impone hacer cesar penas ilícitas.
Este criterio no puede ser otro que la naturaleza del delito por el cual la
persona está procesada o condenada, o sea, adoptar alguna precaución
en el caso de condenados por delitos contra la vida, la integridad física o
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sexual y mediante el uso de armas de fuego con potencialidad letal.
Pero este criterio objetivo aplicado a rajatabla, también resulta inade-
cuado para la paz interior y a la vez lesivo de la proporcionalidad, porque
no todas las personas condenadas por estos delitos –y con mayor razón
las que ni siquiera han sido condenadas y no se sabe si realmente son cul-
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Queda claro que el camino prohibido del derecho penal de autor impide
volver a la vieja peligrosidad como pronóstico de conducta que –como di-
jimos– es un concepto policial propio del positivismo racista, que pretende
penar delitos que no sólo no se han cometido, sino que ni siquiera han sido
imaginados.
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cesado y ni siquiera tampoco el propio juez; en lugar, con una adecuada
peritación psicológica puede tener una altísima certeza acerca de la agresi-
vidad presente en la personalidad de quien tiene delante.
De cualquier manera, sabemos que los presos por los delitos que seña-
lamos, no suelen superar el 20% de la población penal, de modo que lo an-
tes dicho no afectaría el nuevo cálculo de tiempo en aproximadamente los
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cuatro quintos de los casos y, dentro del 20% que podría ser afectado, lo
sería sólo en los supuestos de personalidades con alto nivel de agresividad.
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nas a las prisiones y, paralelamente, reducir proporcionalmente las penas
de los ya presos, se iría provocando una paulatina reducción de la población
penal, hasta lograr, por la mera acción de los jueces, que ésta alcance una
aproximación tolerable en relación a la capacidad de cada establecimiento.
La solución conforme a la dogmática jurídico penal de la pena así en-
tendida, convertida en jurisprudencia, no eliminaría la ilicitud de todas las
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penas instantáneamente, sino que –dinámicamente– daría lugar a una re-
ducción de las penas ilícitas habilitadas y a una menos ilicitud de las habi-
litadas, hasta que la continuidad jurisprudencial llevaría a la eliminación del
resto de ilicitud de las habilitadas.
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Es menester precisar que la solución respecto de las penas cuya eje-
cución no hubiese comenzado, no debe confundirse con lo que sucede en
Brasil desde hace años, en que se mantienen las prisiones sobrepobladas,
pero al mismo tiempo no se cumplen las órdenes de captura, acumulándo-
se éstas hasta alcanzar la cifra astronómica de 600.000. Cada vez que se
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violando un deber de cuidado, pero en su circunstancia sería de imposible
observancia y la solución tradicional, por vía del estado de necesidad, se
justificaría porque la conducta sería típicamente culposa.
No obstante, sería cuestión de reflexionar si esta solución –postulada
por lo general hasta el presente– es correcta, porque si en realidad al dejar
de asistir al paciente con los precarios medios disponibles incurre en una
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conducta típicamente omisiva, se trataría de un cumplimiento de deber ju-
rídico que dejaría atípica su conducta.
Pero en el caso del juez la situación es aún más clara, porque si ignorase
la situación que le impone la administración con sus acciones u omisiones
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permitiendo el deterioro de las prisiones, incurriría en una grave violación a
su deber de obedecer ante todo los mandatos constitucionales.
En este caso ni siquiera se puede plantear la posibilidad de una causa
de justificación por necesidad –ni menos aún por necesidad exculpante–,
sino que, al recalcular el tiempo o reducir las órdenes de prisión preventi-
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No faltará quien pueda pensar que el juez que aplica esta doctrina in-
curre en la conducta de prevaricato (el juez que dictare resoluciones con-
trarias a la ley expresa invocada por las partes o por él mismo, art. 269 del
código penal argentino).
No obstante, respecto de este tipo, la conducta del juez que siga lo que
una sana dogmática jurídico penal le indica, sería por completo atípica,
porque sólo podrían alegar la tipicidad el ministerio público o los querellan-
tes que interpreten la palabra ley del respectivo tipo legal, como limitada a
las leyes penales ordinarias y excluyan del concepto a la ley constitucional
que, lo que –como vimos– es la inadmisible fuente de todos los errores en
la materia.
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conforme a la ley constitucional en todos los casos y, además, interpretan-
do la ley ordinaria (el código penal) conforme al principio de proporciona-
lidad en la forma que el legislador ordinario presupuso al fijar las escalas
penales en tiempo.
V. CONCLUSIÓN
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La sobrepoblación penal es un problema político para la administración
(poder ejecutivo) y también para los legisladores, pero cuando éstos hacen
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caso omiso del deterioro carcelario, a los jueces no les resta otro camino
que resolver habilitando únicamente penas lícitas, so pena de convertirse
en autores mediatos de tortura y hasta de homicidio culposo o con dolo
eventual.
El principio de proporcionalidad –implícito en la exigencia de racionali-
dad de toda medida de gobierno republicano– debe ser restablecido cuan-
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o degradante o de tortura, son los jueces los que –en obediencia al manda-
to constitucional y a la consiguiente prohibición de esas penas ilícitas– de-
ben restablecer la observancia del principio de proporcionalidad conforme
a las reglas de su arte, las que le deben ser indicadas por la ciencia jurídico
penal con su metodología dogmática bien entendida, es decir, fundada so-
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Archivo Digital: online
ISBN 978-987-47556-4-3
1. Derecho Penal. I. Título.
CDD 345
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