Sergio Ortiz - Lluvia
Sergio Ortiz - Lluvia
Sergio Ortiz - Lluvia
Prólogo
Dos golpes secos y sonoros, nos hicieron sobresaltar. Los rayos del sol
entraban por los huecos de las cortinas y escuchamos el cantar de los
pájaros del exterior. Abrimos los ojos y a la vez, nos pusimos en pie. La
noche anterior conseguimos entrar en calor y sin pretenderlo, nos quedamos
dormidas. La puerta se abrió de par en par y apareció un hombre con gafas
de pasta dura. Vestía el uniforme de los guardas forestales de la zona. Puso
los brazos en jarras y agitó la cabeza.
—¡Están aquí! —gritó.
Aún seguía abrazada a Sira cuando nos separaron. Nos hicieron decenas
de preguntas, más preocupados por nuestro bienestar que por otra cosa. Al
parecer se formó un gran revuelo. Nuestras madres denunciaron nuestra
desaparición y las autoridades cercanas comenzaron nuestra búsqueda por
los alrededores.
Salimos del puesto forestal y la luz del sol cegó mis ojos. Un guarda
salió de un vehículo cercano junto a una mujer que me resultaba familiar.
Julia, la madre de Sira, era una mujer más joven de lo que aparentaba.
Coincidí con ella en un par de ocasiones a la salida del instituto, pero nunca
habíamos intercambiado ninguna palabra. Siempre mantenía un semblante
serio e inescrutable. Cuando se acercó a nosotras, tiró de su hija y la cubrió
con una manta.
—¡¿Dónde demonios estabas, Sira?! —gritó, alterada.
Sira relató lo ocurrido, pero Julia no parecía prestar atención. Me
miraba fijamente, apretando los labios y suspirando con intensidad. Su
mirada rezumaba cierta malicia, pero estaba tan asustada que me limitaba a
mirarme los pies y pensar en otra cosa. Con el chaquetón todavía puesto, los
guardas forestales nos ofrecieron agua y un paquete de galletas de chocolate
y nos ayudaron a montar en su vehículo. Sira me miraba de reojo, confusa.
Era evidente que el fuerte carácter de su madre la intimidaba.
A las puertas de la cabaña donde me alojaba, uno de los guardas me
ayudó a bajar del vehículo y me acompañó. Me dio una bolsa blanca de
plástico con mis arrugadas ropas y aporreó la puerta. Unos pasos sonaron al
otro lado y mi madre apareció con el rostro descompuesto.
—Lluvia… —susurró, llorando a moco tendido. Me abrazó y miró con
agradecimiento al hombre que me había rescatado —. Gracias por encontrar
a mi hija.
El guarda mostró una amplia sonrisa, satisfecho por devolverme con mi
madre en perfectas condiciones. Cuando entré, bajo los brazos de mi
afectada madre, me quité el chaquetón y me senté en el pequeño sofá de
color beis.
—Lluvia, cariño —Sus lágrimas me contagiaron y las dos comenzamos
a llorar con intensidad —. Creí que te perdía…
—Lo siento, mamá, no quería preocuparte.
No recibí ninguna reprimenda; mi madre era una mujer de lo más
comprensiva. Nunca quise que se preocupara, pero no me arrepentía de lo
que había ocurrido. Las circunstancias que acontecieron la noche anterior
me llevaron a los labios de Sira. Fue uno de los momentos más románticos
de mi adolescencia, pero una parte de mí, temía que no fuera correspondida.
Al fin y al cabo, las dos estábamos asustadas en un ambiente desconocido y
un beso no significa lo mismo para todo el mundo.
La sensación que sentí el resto del día era como estar en una nube.
Sonreía constantemente, tratando de que mi madre no se percatara de mi
felicidad. Estuve con ella a cada segundo, disfrutando de nuestras
vacaciones e intentando omitir de nuestras mentes lo ocurrido. Solo pensaba
en dos cosas; el beso con Sira y las miradas maliciosas por parte de su
madre. No comprendía por qué me miró de esa forma tan despectiva, pero
quise creer que tan solo estaba preocupada por su hija.
A la mañana siguiente, muy temprano, observaba el amanecer con una
taza de leche caliente y envuelta en el albornoz de mi madre. Nunca me
había despertado tan pronto un día de descanso, pero me pareció bonito
admirar el inmenso cielo. Esperé el tiempo suficiente para que las horas de
la mañana avanzaran y así contactar con Sira. No respondía a mis llamadas
ni a mis mensajes, pero no desistí. Cada poco tiempo, volvía a coger mi
teléfono y lo intentaba de nuevo.
Decepcionada, corrí hasta el muelle a medianoche. Estuve sentada,
esperando ver a la chica que me había robado mi primer beso. Sira no
apareció aquella noche, ni tampoco la siguiente. Sin tener noticias suyas,
estaba al borde de la desesperación.
Al tercer día, volví al muelle con la esperanza de ver a Sira por última
vez. Al día siguiente, volvería al pueblo y no podía marcharme sin
despedirme. Derrotada y llorando de tanto esperar, miré la luna y me
levanté. Me giré, con la cabeza agachada, y vi entre los árboles la parte
inferior de una chica a pocos metros de mi posición. Al alzar la vista, Sira
me miraba con tristeza. Durante unos segundos, un pronunciado vuelco al
corazón me agitó por completo y me tiré a sus brazos, siendo
correspondida.
—Lo siento mucho, Lluvia. Mis padres me han prohibido verte y he
estado incomunicada —Nos sentamos en el muelle, mirándonos fijamente a
los ojos —. Me he escapado, necesitaba verte…
—¿Tus padres no quieren que seamos amigas?
—Creen que eres una mala influencia…
Tras escuchar sus palabras, las dudas se esfumaron. Sira había venido a
despedirse de mí, sin importar los obstáculos que se interpusieran en su
empeño. Largo rato estuvimos mirándonos a los ojos, felices por
estar juntas de nuevo. Tenía miedo de separarme de ella y de que la
distancia interfiriera entre nosotras, por lo que cometí un acto de valor
impropio de mí. Me lancé a sus labios, buscando el calor que tanto ansiaba.
Su boca se abrió y con prudencia, rozó mis labios con su lengua. Intenté
copiar sus movimientos y el contacto de nuestras húmedas bocas era tan
intenso que podía escuchar a mi descontrolado corazón bajo mi pecho. Sira
sabía a fresa, probablemente por haber estado mascando chicle. La
sensación de la unión de nuestros labios, explorando nuestras bocas con la
timidez y el deseo de dos chicas inexpertas, resultó ser tan excitante como
nuevo.
Aquella noche, con la luna como único testigo de nuestro beso de amor,
comprendí que nunca querría estar con otra chica que no fuera Sira. Ella era
mi todo, la persona que siempre quise tener a mi lado. Mi amor
inalcanzable se hizo posible. Aún recuerdo ese maravilloso beso como uno
de los más bonitos de mi juventud.
Nos retiramos a la vez, con nuestros labios adormecidos después de un
prolongado beso que pareció no tener fin. Su sonrisa era perfecta y sus ojos
me dijeron todo lo que necesitaba saber. Se hizo tarde, pero no nos importó.
Para nosotras, ocultas en la oscuridad del muelle, solo existía el amor que
nos teníamos. Acarició mi mejilla, cerró los ojos y su boca comenzó a
buscar la mía.
—¡Sira! —se escuchó decir por todo el muelle.
Abortamos nuestro último beso y nos levantamos, sobresaltadas.
Distinguía los andares de Vera entre la oscuridad, avanzando con largos y
sonoros pasos hasta nosotras. Sira me echó a un lado y me miró, frunciendo
el ceño. La mano de su hermana chocó con fuerza en su mejilla. Cayó al
suelo sin tener la oportunidad de apoyar las manos.
—¡Niñata desconsiderada! —gritó —. Llevo horas buscándote.
—¡No la vuelvas a tocar! —La empujé con todas mis fuerzas, rabiosa
ante una Sira que se postraba en el suelo, indefensa.
—Tenías que ser tú, ¿verdad, Lluvia? —Agarró mis manos —. Siempre
fastidiándome con tu presencia.
—Nunca te he hecho nada malo —Ayudé a Sira a incorporarse —.
Estoy harta de que me hagas la vida imposible. ¡Te odio, Vera!
Vera me miraba con rabia. No entendía por qué siempre la tomaba
conmigo. Los recreos en el instituto fueron un infierno. Me provocaba a
todas horas, ridiculizándome ante mis compañeros. No iba a permitir más
humillaciones y mucho menos que agrediera a Sira de un modo tan
violento. Me enfrenté a ella cuando vino hacia mí y sin querer, Sira volvió a
caer al suelo. Vera era un año mayor que yo y bastante más alta. Sobra decir
que mi fuerza era menor, pero intenté estar a su altura. Sus empujones me
hacían retroceder y no era capaz de defenderme. Cuando estuve al borde de
caer al agua, las manos de Vera fueron directas a mi cuello.
—¡No deberías existir! —gritó. Mi cuerpo se venció hacia atrás y todo
mi mundo se ralentizó. Giré la cabeza antes de caer a las oscuras aguas que
amenazaban con engullirme.
—¡No sabe nadar! —los gritos de Sira fueron lo último que escuché.
Mi cuerpo se hundió. No conseguía ver nada y movía las extremidades
torpemente. Conseguí salir y respiré antes de volver a hundirme. El agua
estaba fría y a cada segundo que pasaba, me hundía con más rapidez. No
podía respirar y trataba por todos los medios volver a la superficie. Mi
mente se nubló y mis brazos y piernas dejaron de moverse. Sentí un par de
convulsiones y como mis sentidos se desconectaban. Perdí la noción del
tiempo, pero cuando abrí los ojos, me encontraba tumbada en el muelle.
Comencé a expulsar agua, sintiendo un fuerte ardor de estómago. Sira
estaba delante de mí, completamente mojada.
Mi agitada respiración tardó en normalizarse; jamás había
experimentado tanto miedo. Pensé que no lo contaría. Sira sujetaba mi
cabeza entre sus piernas, susurrándome palabras de consuelo al oído. Me
incorporé, sintiendo la necesidad de alejarme todo lo posible del muelle
cuando Julia apareció y tiró de la oreja de Sira para alejarla de mí. A lo
lejos, Vera sonreía con maldad.
—¡Suéltame! —gritó Sira —. No soy una niña, mamá. ¡Qué me sueltes,
te digo!
—Esta vez te has pasado de la raya, Sira. No volverás a ver a esa chica
nunca más.
—No voy a dejarla sola —Se zafó de su madre —. ¡Lluvia!
Corrió a mis brazos, pero esta vez era ella la que buscaba ayuda. Julia
me miraba como si fuera un repugnante insecto y no entendía el motivo.
Hizo un gesto con la mano para que la siguiéramos, y dudosas, aceptamos.
Julia había aparcado a pocos metros del muelle y pronto me encontré en su
vehículo, de camino a mi cabaña.
Frenó bruscamente al llegar, se bajó y tiró de mi brazo hasta mi cabaña.
Aporreó la puerta con insistencia hasta que mi madre abrió de golpe. Miró
las manos que apretaban mi brazo y las golpeó para liberarme. Se enfrentó a
Julia, señalándola con el dedo mientras de sus ojos saltaban chispas.
—Te dije, hace mucho tiempo, que nunca te acercaras a mi hija – dijo
mi madre, enfurecida como nunca la había visto.
—Entonces deberías vigilar de cerca sus pasos, Dalia. La próxima vez,
habrá consecuencias —Se giró, dispuesta a marcharse.
—¿Me estás amenazando? —Mi madre me echó a un lado y siguió sus
pasos hasta detenerse a escasos metros—. Después de todo el dolor que
causaste a mi familia, tienes la poca decencia de plantarme cara. Tus actos
no tienen nombre, Julia. Llegamos a un acuerdo por el bien de nuestras
hijas…
—No presumas de superioridad moral —Apretó los dientes —. Tú me
lo arrebataste, Dalia. Eso es algo que nunca te perdonaré. Si no hubieras
intervenido, él aún estaría vivo.
Mi madre agarró mi brazo y tiró hasta el interior de la cabaña. Estaba
harta de que me trataran como a una niña de diez años. Miré por la ventana
y vi como el vehículo de Julia daba un fuerte acelerón y se perdía en la
lejanía.
—¿Hablabais de mi padre? —dije, acercándome —. ¡Te he hecho una
pregunta! ¿Qué ha querido decir, mamá?
—Así que, ¿Sira es la chica con la que sales todas las noches?
—¿Qué ocurre? No entiendo nada.
—No vuelvas a acercarte a esa chiquilla, Lluvia. Esa familia no te traerá
nada bueno…
—Pero, mamá… —Intentaba comprender sus palabras, el porqué de
tanto odio hacia la familia de la persona que amaba. Sin duda, había
muchos secretos que mi madre ocultaba… —. Sira es buena conmigo y…
—¡Te lo prohíbo, Lluvia! —gritó, llena de ira —. ¡Haz las maletas
ahora mismo! Volvemos a casa.
Con los ojos bañados por incontables lágrimas, corrí enfurecida y me
encerré en mi habitación. No comprendía qué estaba ocurriendo. Lo que
parecía tener un final feliz, se fue al traste y desconocía el motivo. Solo de
pensar que Sira y yo tendríamos que separarnos, me provocaba el mayor de
los dolores. Lo único que quería en este mundo, era estar a su lado.
No renunciaría a la compañía de Sira, ni por mi madre, ni por nadie,
pero sí dejaría que el tiempo calmara las embravecidas aguas. Buscaría el
momento oportuno para que volviéramos a estar juntas, pero nunca imaginé
lo que se nos vendría encima. Sira tenía razón; todo el mundo tiene
secretos.
Capítulo 3 — Un futuro incierto
Ante mí, con los ojos inyectados en sangre y empuñando una alabarda
envuelta en un aura ponzoñosa, el carcelario de las tierras altas del Este
emergió de su sucio y asqueroso escondrijo. Había tenido que cruzar las
montañas de Igafiur, la ciénaga de Engmior y derrotar al dragón de un solo
ojo para llegar hasta él, pero al fin, era mío. No fracasaría en mi intento de
vengar a mi prometido.
Desenvainé mi espada y la alcé al oscuro y tenebroso cielo. Estábamos
en su territorio, sí, pero tenía un as en la manga. El mago del océano me
otorgó el hechizo necesario para acabar con cualquiera de mis enemigos. El
único inconveniente, era que perdí mi escudo durante una reyerta con los
gnomos ponzoñosos.
—¡Driamolgo! No tienes escapatoria.
Saltó hacia mí, lanzando un ataque descendente que conseguí esquivar a
tiempo. Su fuerza era atroz, pero yo había basado mis atributos en la
agilidad. Corrí y comencé a atacar sus extremidades, sin éxito. Driamolgo
se movía con más rapidez que antes. Nuestras armas chocaron y la presión
de su alabarda en mi espada me hizo arrodillar. Era el momento de llevar a
cabo mi plan.
—¡Luz de estrella! ¡Guía tu destello a mi arma!
Mi espada brilló con tanta intensidad que cegó a mi enemigo, dejándolo
indefenso. Clavé mi arma en su estómago, traspasando su cuerpo. Cuando
creí que la victoria era mía, Driamolgo agarró la hoja de mi arma y se la
incrustó más en su pecho, para acercarse a más mí. No tenía la fuerza
suficiente para hacerme con mi espada de nuevo y cuando quise reaccionar,
la hoja de su alabarda cortó mi cuello. Todo se tiñó de rojo. Arrodillada,
observando como un charco de sangre caía a borbotones de mi profunda
herida, Driamolgo me decapitó. De repente, todo se volvió oscuro.
—Mierda… —dije, rabiosa ante mi mal perder —. Tres horas tiradas a la
basura…
Desde que mi madre y yo regresamos a casa, no hice otra cosa que jugar
con el ordenador a escondidas y de vez en cuando, estudiar mis asignaturas
pendientes. En lo referente a mis estudios estaba más desmotivada que
nunca y no encontraba fuerzas suficientes para recuperar mis suspensos. Lo
cierto es que, desde que me alejé de Sira, me encontraba apagada. No tuve
noticias suyas desde el incidente con su familia y temía que nuestro breve e
intenso romance hubiera llegado a su fin. Hice el amago de llamar en varias
ocasiones, pero me avergonzaba tanto la actitud que mostró mi madre, que
no tenía palabras.
Mi madre y yo no hablamos sobre lo ocurrido. Tenía dudas sobre lo que
pasó, pues en aquellos comentarios llenos de ira y con segundas
intenciones, dejaron claro que guardaban un secreto entre ellas. Sabía que
mi madre era muy conocida en el pueblo, pero nunca imaginé que tuviera
enemigos.
Después de diez días de nuestro regreso, estaba absorta, malgastando el
tiempo con el ordenador en lugar de aplicarme a mis estudios, cuando un
golpe secó sonó en la ventana de mi dormitorio. Miré durante unos
segundos y seguí con lo mío cuando otro golpe más fuerte, volvió a
escucharse. Agazapada entre dos coches mal estacionados, Sira alzó la
mano y soltó un puñado de piedras. Se acercó, alerta de cualquiera que
pudiera descubrirnos.
—Sira, ¿qué haces aquí?
—Necesito hablar contigo.
—Estoy sola en casa —Señalé la parte trasera —. Ven por la puerta de
atrás.
Corrí todo lo que pude, abrí la verja de la puerta trasera y allí estaba, tan
hermosa como siempre. Entró y se tiró a mis brazos, estrujándome con
afecto. Aspiré su olor natural y por unos segundos, me perdí por completo
en el aroma de su piel. Agarré su mano y nos encerramos en mi habitación.
Se sentó a los pies de mi cama y comenzó a observar el entorno.
—¡Madre mía, Lluvia! Tu habitación es un desastre.
—Me alegro de verte, pero ¿por qué has venido?
—¡Vaya! —exclamó —. Esperaba otro tipo de recibimiento…
Me miró a los ojos, decepcionada. Lo cierto es que deseaba tanto estar
con ella, que no pensé en otra cosa desde nuestro último encuentro, pero a
la vez, me sentía avergonzada. Todo ocurrió tan deprisa que no supe
gestionar mis sentimientos.
—¿Qué está pasando, Sira?
—No lo sé —Suspiró —. Parece que entre nuestras familias existe una
rivalidad desde hace años, pero mi madre se niega a hablar. Intenté
preguntar a mi padre, pero me advirtió con severidad que no removiera el
pasado —Acarició mi mano —. Vigilan cada uno de mis movimientos…
No quieren que me acerque a ti…
—Todo es muy confuso y no sé qué debo hacer… —Cerré los ojos.
—Da igual lo que nuestras familias digan. Nunca nos separaremos, ¿me
oyes?
Por primera vez en muchos días, lloré de alegría. Me senté encima de
sus piernas y la abracé tan fuerte como pude. Sira me regaló un dulce beso,
simple, pero sensual. Si aquello era amor verdadero, lucharía, aunque me
fuera la vida en ello. Sira lo merecía…
Nos tumbamos en la cama y me recosté sobre su pecho, anhelando la
calidez de su respiración y rogando al cielo que detuviera el tiempo para
siempre. Su mano se introdujo por debajo de mi camiseta y empezó a hacer
círculos con sus dedos en mi vientre. La temperatura de mi cuerpo aumentó
drásticamente y besé su cuello hasta llegar a sus carnosos labios. Todo el
amor, el cariño y el respeto que sentíamos se expresó en las cuatro paredes
de mi habitación.
Sentía que a su lado era capaz de cualquier cosa, incluso de mover el
mundo. La estimulación de nuestros besos pronto se manifestó y nuestras
manos se enredaron en nuestros cuerpos, con timidez de no rozar ninguna
parte íntima.
—Lluvia, ¿por qué he tardado tanto en fijarme en ti? Eres todo lo que
siempre he querido…
Sonreí y la abracé. Éramos felices tan solo con querernos. Sira jugó con
mis labios, literalmente. Los mordía y lamía mientras las dos reíamos como
niñas. Quizás quiso que nuestras mentes se alejaran del excitante momento
que estábamos experimentando. Al igual que ella, aún no estaba preparada
para dar un paso tan importante.
—¿Sabes que podría ir a la cárcel por besarte? —dijo, con una divertida
sonrisa —. Eres menor de edad…
—Solo me sacas un par de meses y pronto cumpliré los dieciocho, así
que…
—¿Todavía no has guardado tus libros? —preguntó, señalando la pila de
libros que descansaban sobre mi escritorio.
—Aún los necesito —dije, avergonzada.
—¿No me digas que has suspendido? —dijo, impresionada —. Pero
¡Sira! ¿Qué has estado haciendo todo el curso?
—No tienes de qué preocuparte. Recuperaré mis suspensos y me
matricularé.
—Quiero ver tus notas, ¡ahora! —exigió.
Me levanté y abrí el cajón de mi mesita de noche. Al ver mis notas, Sira
se echó una mano a la cabeza y me miró enfadada. Las revisó con suma
atención, más decepcionada incluso que mi madre. Resultó divertido
cuando me regañó, señalándome con un corto dedo índice que se movía a
los lados como un rayo. Mientras Sira hablaba sobre la importancia de una
buena educación, me tumbé con los brazos extendidos en la cama
esperando que terminara con su reprimenda.
—Tu madre trabaja hasta tarde, ¿cierto? —Agitó las notas cerca de mi
cara —. ¡Pues bien! Vendré todas las tardes a ayudarte con tus estudios, así
me aseguraré de que no haces el vago.
—Sira, no es necesario que te tomes tantas molestias. Además, no creo
que puedas escabullirte de tu casa como si nada todos los días.
—Eso no es un problema —Se subió encima de mí y apretó mis muñecas
contra la cama —. Soy una chica de lo más resolutiva —Sonrió, preciosa.
—No quiero que tengas problemas por mi culpa.
Ignorando mis palabras, volvió a besarme. Durante toda la mañana, nos
cubrimos de caricias y miradas de cariño, hasta que, al caer el sol, tuvo que
marcharse. Flotando por toda mi casa, sentía la sensación de vivir un sueño.
Intentaba no pensar en Sira, ya que, al recordar sus besos, un leve
hormigueo recorría mi entrepierna; una sensación de fuego que despertaba
un deseo misterioso y tentador.
Tal y como dijo, Sira me ayudó con mis estudios. Cada día, al poco de
que mi madre volviera al puerto para proceder con el turno de tarde, nos
reuníamos en la intimidad de mi dormitorio, pero sin ningún acercamiento
entre nosotras. Sira se limitaba exclusivamente a mis estudios, ejerciendo
de profesora como si fuera su vocación. Su inteligencia y conocimiento no
tenían límites y no necesitaba consultar ninguno de los libros para resumir,
de forma impecable, cada uno de los temas. Se lo tomó muy en serio y me
enseñó algún truquillo que otro para memorizar grandes párrafos con
fluidez.
Los días pasaron con rapidez y me esforcé todo lo que pude por contentar
a Sira. Antes de irse, nos dedicábamos unos momentos para nosotras, sin
llegar a excedernos. En varias ocasiones, me mostré más lanzada de lo
normal. Poco a poco mi deseo por ir un paso más allá aumentaba y mis
ganas de descubrir los misteriosos placeres del sexo, me nublaban el juicio.
No estaba preparada para dar un paso semejante, pero cuando Sira rozaba
mi piel, me perdía ante la calidez de su tacto.
Poco a poco, acabamos por saber todo la una sobre la otra. Nunca me
había abierto tanto con nadie, ni siquiera con mi querida madre. Descubrí
que Sira detestaba el mundo donde vivía y su condición sexual la llevó a ser
otra persona. Al conocerme, dijo que se alejó de todos sus amigos y
conocidos, pues entendió que solo a mi lado podía ser ella misma. Sus
padres fueron muy duros y nunca obtenía el cariño que necesitaba. No eran
muy afectuosos y la relación que su familia mantenía era distante y fría. Me
sorprendió cuando me contó, decepcionada, que Vera y ella no eran hijas
del mismo padre. Toda su infancia fue un drama, por eso se centró por
completo en sus estudios desde temprana edad con el fuerte deseo de
abandonar aquel infierno.
Por si fuera poco, desde que tuvo uso de razón, Vera, comenzó a hacer de
su vida una auténtica pesadilla, lo que la llevó a generar un odio
permanente hacia su hermana. A menudo, manipulaba a sus padres con el
único propósito de volverles en su contra. Nunca imaginé que Sira fuera
una chica desdichada, a pesar de su forma de ser tan risueña y extrovertida.
Creo que el destino me la ofreció en el momento justo y de aquella manera,
nuestro amor se volvió sólido. Después de conocer el lado oscuro de su
vida, decidí que mi deber era hacerla feliz.
Cuando abría los ojos, Sira era el primer pensamiento que venía a mi
cabeza. Me despertaba enérgica, dispuesta a comenzar el día con
positividad y alegría. Fui a la cocina y desayuné un par de tostadas con
cacao. Últimamente, comía en exceso. Mientras curioseaba mi móvil en
busca de una distracción, el teléfono fijo de casa sonó. Perezosa, caminé
arrastrando los pies hasta su origen.
—Lluvia, necesito que vengas al puerto de inmediato —Mi madre se
mostraba entusiasmada.
No me apetecía bajar hasta al puerto, pero no quería descontentar a mi
madre. Desde que volvimos de nuestras cortas y extrañas vacaciones en el
lago, nuestra relación se enfrió. Comenzó a mostrarse triste y, en ocasiones,
esquivaba mi mirada. Creí que con el paso de los días nuestra maravillosa
relación volvería a ser la de antes, pero el tiempo avanzaba y nos
distanciábamos cada vez más.
El calor era sofocante. Daba igual que fueras medio desnuda por la calle;
el sol era tan intenso que sudabas a cada paso que dabas. Al llegar, todos los
empleados del puerto me saludaban al pasar. Es cierto que aquel lugar era el
corazón del pueblo y tenía un encanto especial. El pescado que llegaba
recién capturado se procesaba allí mismo para ser repartido por todo el país.
Una pequeña parte, se limpiaba y se troceaba para ser ultracongelado. Y
ahí, es donde entra mi madre.
Ella siempre fue pescadora, pero cuando falleció mi padre nunca volvió a
alta mar. Es la encargada del puerto por las mañanas y por las tardes, limpia
pescado y organiza a los demás empleados. Mi madre es una persona muy
trabajadora.
Siempre que visitaba el puerto, que era muy a menudo, Enzo, un
simpático pescador y antiguo amigo íntimo de mi padre, corría a recibirme.
Daba igual lo que estuviera haciendo, siempre se alegraba de verme. Mi
padre y él crecieron juntos y desde su trágica desaparición en alta mar,
cuidó de mi madre. No en un sentido romántico sino más bien familiar.
Desde que era pequeña, se encargó de ejercer de padre en las ocasiones
importantes, pero siempre siendo prudente y guardando las distancias ante
un papel que desconocía cómo llevar a cabo.
Enzo era un hombre bastante desaliñado, pero muy guapo. Tenía unos
bonitos ojos negros y una piel oscura como la noche, pero su mayor
atractivo recaía en su blanca dentadura. Siempre sonreía, incluso en los
malos momentos. Enzo siempre decía que la vida es un regalo y que la
única forma de estar agradecido ante el privilegio de vivir es hacer felices a
los demás con una sonrisa.
—¡Lluvia! —gritó corriendo hacia mí —. ¿Cómo estás? —Me abrazó y
cuando quise darme cuenta, me cogió en brazos.
—Enzo, tienes que dejar de cogerme en brazos. Ya no soy una niña
pequeña…
—Siempre lo serás para mí. ¡Vamos, tenemos buenas noticias!
Agarrada a su cuello mientras todos los empleados se reían de nosotros,
Enzo corrió hasta la zona de carga y descarga, donde mi madre y dos de sus
compañeras descansaban sobre una pila de cajas llenas de pescado. Me bajó
al suelo y frotó mi cabeza mientras le dedicaba una mueca de molestia. Mi
madre se levantó y sonriente, apretó mis mejillas.
—¡Mamá! —protesté. Las risas de los demás no tardaron en llegar —.
¡Me estáis avergonzando!
—Cariño, solo quedan unos días para tu décimo octavo cumpleaños y
Enzo ha decidido que es hora de que sigas los pasos de tu familia —La
efusividad de mi madre la delataba y sabía el motivo con exactitud —. A
partir de la semana que viene trabajarás con nosotros en el puerto. ¿Qué
dices? ¿No te alegras?
—Aún intento recuperar mis estudios, mamá…
—Solo serán unas horas por la mañana y tendrás las tardes para estudiar
—intervino Enzo —. Después del verano te ofreceremos una vacante
acorde a tus capacidades.
No quise cortar el rollo, pero la idea de destripar pescado no era
especialmente de mi agrado. Me había acostumbrado a su olor, pero no era
un oficio que me entusiasmara, aunque mi madre y Enzo tenían razón en
una cosa. El puerto es el corazón del pueblo, como ya he dicho, y era una
buena fuente de ingresos. Siempre había trabajo y mi madre es una
empleada muy apreciada. Si quería tener un futuro en el pueblo, lo más
inteligente sería seguir sus pasos, como ella siempre quiso.
* * * * * *
Lancé un sonoro bostezo que alertó a mis compañeras de que era hora de
irme. Tenía ganas de llegar a casa y descansar, pero había hecho planes con
Aitana y no quería dejarla en la estacada. Quedamos donde siempre; el
punto de encuentro donde organizábamos todas nuestras salidas. Estaba
cansada, pero me apetecía una cerveza bien fría como inicio de los
próximos días libres que estaban por llegar. A la salida del puerto, me
coloqué el casco y acaricié el chasis.
—¿Has echado de menos a mamá? —dije, admirando mi última
adquisición.
Arranqué mi moto recién comprada y di un fuerte acelerón. El sonido del
motor siempre me daba un buen subidón. Os contaré algo de lo que no me
enorgullezco, pero que no puedo evitar hacer. Siempre que puedo, voy a
velocidad máxima por la carretera, apurando en cada frenada. La sensación
de velocidad me proporciona una libertad y un subidón únicos. Me atrevería
a decir que hasta excitante. Como una loca, conduje hasta mi próximo
destino en un tiempo récord.
Samsara es un pub ubicado a las afueras del pueblo regentado por
Renata, una de mis mejores amigas. Hace unos años, compró una vieja
casita abandonada y la reformó por completo, transformándola en uno de
los lugares para despendolarse con más estilo de toda la zona. En pocos
meses, Samsara se convirtió en uno de los pubs más visitados, y no solo por
gente del pueblo. Era mi lugar favorito, el sitio donde podía dar rienda
suelta a mi golfería sin prejuicios, aunque para ser sincera, era el único
lugar en el pueblo dónde no me miraban con desprecio.
—Quiero la cerveza más grande que tengas, niña pija —dije, golpeando
la barra. Dejé mi casco y mi mochila en un taburete a mi lado y puse
morritos.
—Mira quién se digna a aparecer —Dejó una cerveza en la barra con
fuerza, provocando que la espuma comenzara a derramarse —. Llevas días
sin venir…
—He estado haciendo de canguro. Mi hermanita es más importante que
venir a verte la cara, Renata.
—Lluvia —Aitana apareció detrás de la barra y se sentó a mi lado. Clavó
su dedo en mi costado, provocando que estuviera a punto de escupir el trago
de cerveza que acababa de dar —. Llegas tarde.
—¿A dónde crees que vas, bonita? —Renata se dirigió a mi alocada
amiga —. Todavía no ha terminado tu turno.
—No seas negrera —Le sacó el dedo del medio y me miró, sonriente —.
Tengo el plan perfecto para ti, Lluvia. Esta noche iremos a la ciudad —
Aplaudió con efusividad —. ¿Recuerdas a Dan? —Asentí, suspirando
profundamente —. Pues bien, hemos quedado esta noche con su prima, se
muere por conocerte…
—¿A la ciudad? ¡No cuentes conmigo! —Bebí de la cerveza y golpeé la
barra, solicitando otra —. Te he dicho mil veces que no busco pareja.
—Vamos, Lluvia… —Mujer cansina en tres, dos, uno… —. Le enseñé
una foto tuya y se muere por conocerte. Es la excusa perfecta para volver a
ver a Dan. Además, necesitas una novia que cuide de ti, no querrás estar
toda la vida de flor en flor con reprimidas que solo buscan tu lengua…
—Joder, que fina eres, cariño —Protesté —. Está bien…
A menudo, Aitana se proponía hacer de alcahueta. Estaba obsesionada
con que encontrara pareja, a pesar de que estaba mejor que nunca. Las
relaciones serias me parecen una pérdida de tiempo. ¿Por qué malgastar el
tiempo con la misma persona cuando hay todo un mundo de posibilidades?
Lo tenía muy claro. ¿Relaciones serias? No, gracias.
Lo normal con Aitana es tomarnos un par de cervezas en Samsara antes
de la hora de comer y continuar con la juerga por la noche después de una
buena comilona y un par de horas de siesta, pero se nos fue el santo al cielo.
A las cuatro de la tarde, ambas llevábamos más cerveza en el cuerpo que
sangre y Renata nos preparó un par de hamburguesas para que nuestros
estómagos se asentaran.
Claro que, llegados a ese punto, el despiporre era incontrolable y éramos
el centro de atención de todos los que habían tenido la misma idea que
nosotras. Mi compañera de fiesta era muy escandalosa y las dos
congeniábamos a la perfección a la hora de divertirnos, pero a veces ocurre
que alguien aparece de improvisto para fastidiarte la diversión.
—Lluvia —susurró Renata. Señaló con la mirada en dirección a la
entrada —. Se avecina una tormenta.
—¡No me jodas! —Aitana fue muy descarada al mirar y pronto se giró y
agachó la cabeza, meneando su cerveza —. ¿Qué hace aquí?
De reojo, observé como Irene entraba acompañada del hombre que
amargaba su existencia. Pasó por mi lado y me saludó sin disimulo mientras
su marido me echaba una mirada poco bienvenida. Con la boca abierta, me
eché una mano a la cabeza. ¿Se podía ser más imbécil? Irene cada vez tenía
menos reparos en lanzarme miraditas y gestos curiosos, incluso delante de
su marido, pero venir a Samsara era ir demasiado lejos. Su marido, un
cretino más preocupado de las apariencias que de cualquier otra cosa, no
solía hacer vida social en el pueblo y en el pub dónde nos encontrábamos,
todos sabían lo que había entre Irene y yo. Se sentaron en unos sofás al
fondo, donde mi amante escogió un sitio para tenerme vigilada. Muy propio
de ella.
—Esa tía te traerá problemas, Lluvia —Renata, como siempre,
ejerciendo de hermana mayor —. Deberías alejarte de ella.
—¿Tú no tienes que trabajar? —dije, crispada —. Voy al baño.
—¿Quieres que vaya y te agité por los hombros cuando termines? —soltó
Aitana, provocando en la camarera, que estaba más pendiente de cotillear
que de servir bebidas, una risa descontrolada.
Cuando me miré en el espejo, me di cuenta de que ya había bebido
suficiente. Era hora de irse. Después de hacer aguas menores, mojé mi cara
e intenté que la caraja se me pasara lo suficiente para poder conducir de
vuelta a casa. Al menos, la deliciosa hamburguesa de Renata consiguió
serenarme un poco. Ya se sabe, con el estómago vacío no es bueno inflarse
a cervezas. Después de recomponerme, me apreté la coleta y estiré mi
espalda. La puerta se abrió e Irene esbozó una sonrisa de oreja a oreja. No
sé por qué, pero me esperaba que hiciera alguna estupidez…
—¿Me has echado de menos? —Intentó besarme, pero me aparté.
—¿Te has vuelto loca? Tu marido está ahí fuera —Señalé la puerta,
enfurecida.
—Solo un beso, Lluvia. Hace días que no nos vemos…
—¡Qué no, joder!
Apreté tanto los dientes que creí que saltarían en mil pedazos. Sus ojos se
enrojecieron, pero no me importó. De un empujón y de la forma más
desagradable posible, eché a un lado a mi amante y me fui enfurecida con
mis amigas, que agitaban la cabeza en señal de incredulidad. Solicité otra
cerveza, pero Renata se negó a servirme más alcohol. Con un gritito de
molestia, dejé un billete en la barra, mordí el pómulo de Aitana y me
marché. Conduje con suma precaución, aunque me encontraba en
condiciones de conducir, había bebido demasiado y los reflejos tienden a
disminuir, por mucho que pensemos lo contrario.
Una hora y media de siesta, una ducha relajante y los besos y mimos de
mi hermanita pequeña fueron suficientes para recomponerme. Enzo y mi
madre descansaban en el sofá cuando me fui y Enoa pintarrajeaba en su
bloc de dibujo en la alfombra. Una estampa de familia feliz que no dudé en
admirar durante unos minutos. Adoraba a mi familia por encima de todo;
para mí, era lo que daba sentido a mis días.
Poco a poco os hacéis una idea de la personalidad tan espontánea de
Aitana, pero en todos estos años no fue a mejor. La muy golfa me citó en
una marisquería del centro a las nueve de la noche y ya llevaba más de dos
horas con su cita. Por eso mismo se negó a ir conmigo, poniendo de excusa
que prefería ir en su coche para no depender de nadie. El objetivo de Aitana
no era que la ayudara a acercarse a Dan, sino buscarme pareja. Claro, que
no me callé, y delante del hombre por el que llevaba tiempo perdiendo las
bragas, la monté todo un espectáculo. Si me organizas una cita a ciegas, no
tengas la cara dura de meterme por medio con mentiras para acercarme a
una mujer que ni siquiera conozco. Pero como casi siempre, después de un
par de cervezas, el enfado desapareció y mi sonrisa volvió como por arte de
magia.
—¿Y qué hay de ti, Lluvia? —Dan, tan simpático y agradable como
siempre, sonrió —. Hace tiempo que no coincidimos.
—Poca cosa, mi vida es muy rutinaria. ¿Y tú prima? —Sin darme cuenta,
terminé mi segunda cerveza y si no cenábamos de inmediato, acabaría
achispada sin haber probado bocado —. Parece que se retrasa…
—Tranquila, vendrá —Sonrió, alzando las cejas —. Tiene muchas ganas
de conocerte. Aitana le mostró fotos tuyas en su teléfono móvil y desde
entonces no ha dejado de darme la tabarra. Tengo un pálpito de que te vas a
enamorar en poco tiempo.
—¿Qué? —Solté una carcajada —. Eres muy optimista. Aún no sé quién
es y las citas a ciegas no suelen funcionar, así que…
—¿No sabes quién es mi prima?
—¡Cállate, Dan! —Aitana le tapó la boca —. Es una sorpresa.
—¿De qué va todo esto? —Tanto secretismo, empezaba a cabrearme.
Los ojos de la joven parejita se dirigieron a la entrada, donde un rostro
conocido se acercaba a nosotros con unos elegantes andares. Sentí un
temblor en la cabeza y era consciente de que mi boca se abrió tanto que
podría haberme metido el culo del botellín de cerveza, sin rozar mis dientes.
Cegada por su presencia, saludaba con una perfecta sonrisa. La mujer más
hermosa y sexi del país se encontraba a escasos metros de mi posición.
—Eres Lluvia, ¿me equivoco? —Tardé en reaccionar y no fui consciente
de que todos me miraban fijamente. Aitana tosió a propósito, alejándome de
mi bloqueo mental —. Soy Claudia.
—Sí, lo sé —Me plantó dos besos en las mejillas y creí desmayarme allí
mismo —. De hecho, casi todos sabemos quién eres —Sin querer, solté una
risita aguda que me hizo quedar como una imbécil.
Acababa de conocer a Claudia Pontevedra. Una modelo de lencería muy
reconocida que acababa de saltar a la fama por una serie de televisión a la
que estaba enganchada desde el primer capítulo. Su personaje murió en la
temporada anterior, pero admiré tanto el talento y atractivo que poseía, que
terminé por volverme loca. No en un sentido romántico, sino más bien
como cuando te gusta mucho un famoso y estás loquita por sus huesos.
Y cómo no estar babeando por una mujer como ella. Decir que era guapa,
era quedarme muy corta. Tenía los ojos algo rasgados y de un tono azul
claro que te dejaban atónito. Su boca era hipnotizadora, pues esos labios
carnosos rosados bajo una dentadura perfecta te hacían perder la cabeza.
Medía cerca del metro setenta y cinco, lo cual quería decir que, si
tuviéramos que besarnos, tendría que subirme a un taburete. Físicamente,
era perfecta, única. ¿Conocéis a las chicas que salen con los futbolistas más
reconocidos? Pues bien, Claudia Pontevedra podría hacerlas sombra
fácilmente.
No me podía creer que a mi lado, un monumento de semejante belleza
estuviera sonriendo y charlando con toda la naturalidad del mundo. Apenas
hablé durante la cena y me negué a comer en exceso para guardar las
apariencias. Eso sí, bebí todo el vino blanco que pude y más. Quería
desinhibirme y soltarme, conocer más a aquella mujer tan sensual que me
lanzaba sutiles miradas reclamando mi atención.
Entonces llegó el momento en el que la inseguridad me abofeteó de
improvisto. Ninguna chica era capaz de hacerme sentir así, pero cuando me
fijé en su corto vestido con escote, perfectamente entallado y su fina cadena
de plata acariciando su pecho, me sentí una imbécil. Mientras mi cita había
tenido el detalle de vestirse lo más elegante posible, allí estaba yo, con un
top ajustado sin mangas, unos vaqueros azules y desgastados y mis botas
negras. Sin que se dieran cuenta, me quité los anillos de acero que
decoraban la mayoría de mis dedos y los guardé en mi bolsillo.
Avergonzada, solo esperaba no espantar a Claudia y que se llevara una
decepción por mi vestimenta.
Horas después, cerca de medianoche, salimos de la marisquería. Aitana y
Dan sugirieron tomar unas copas en un pub cercano. Dejaron espacio entre
Claudia y yo, cosa que agradecí. Ella parecía tan nerviosa como yo y
buscaba una manera de romper el hielo que no me dejara como una tonta.
Estaba segura de que Claudia era una mujer de mundo, mientras que yo,
hacía vida en un pueblucho.
—Aitana dice que te mueres por encontrar el amor, ¿es cierto? —dijo,
clavando sus hermosos ojazos en mí.
—¿Quieres un consejo? Nunca hagas caso de lo que dice —Sonreí, pero
por dentro tomaba nota para vengarme de mi retorcida amiga —. ¿Qué más
te ha dicho de mí?
—Que te rompieron el corazón y desde entonces vives encerrada en ti
misma —Agitó la cabeza —. Disculpa, tu vida sentimental no es asunto
mío.
Intimidada y embobada por Claudia a partes iguales, sentí que era una
mujer con un buen corazón. Ante las cámaras era una persona totalmente
diferente, pues lo poco que estaba conociendo de su personalidad, es que
era tan natural como elegante.
El sitio en el que terminamos era tan estrafalario como oscuro. No
entiendo por qué decoran los sitios con lo primero que se les ocurre y
añaden luces de neón a todo. ¿Por qué no contratan a un decorador? Dado el
precio de cada copa, podrían incluso poner el suelo de oro macizo. Aitana
no tardó en percatarse de que aquel lugar, con la música alta y lleno de
niñatos pijos, no iba conmigo. Al menos Dan, tuvo la picardía de reservar
una zona al fondo para alejarnos de la aglomeración de personas que
bailaban a empujones. No era muy grande, pero tenía unos sillones
cómodos junto a una mesa con una cubitera. Tardaron más de la cuenta en
atendernos, pero no protesté, ya que mi atención recaía en la belleza que
estaba sentada a mi lado.
Me pasé un poco con los chupitos. Teníamos barra libre por cortesía de
Dan y no eran muchas las ocasiones en las que podía beber de gorra. Me
sorprendió ver como Claudia bebía tanto como yo, sobre todo, las
innumerables veces que iba al servicio. Poco a poco, el alcohol en mis
venas me producía un agradable calor, provocando que me soltara la
melena. Escuchaba las anécdotas de Claudia, embelesada por su voz, a
pesar de que teníamos que hablar a gritos para entendernos. No paraba de
reír ante sus palabras, que, en boca de otro, podían sonar a mentiras.
—Y entonces —continuó riendo a carcajadas —, el tacón de uno de mis
zapatos se partió en pleno desfile. Normalmente, cuando algo similar
ocurre, tienes que levantarte con elegancia, mantener la compostura y
seguir caminando con toda la profesionalidad posible. Pero claro, el golpe
que me di me hizo descojonarme de la risa y contagié a todos a mi
alrededor —Comenzó a aplaudir—. Jamás he pasado tanta vergüenza…
Riendo sin parar, cubrí mi boca con una mano. Sentí una caricia en el
muslo y nuestras risas se apagaron. Una mirada sincera se clavó en mis ojos
y percibí un calor interno que creí olvidado. Su inocente risa me embrujó.
Empezaron a florecer en mí sentimientos extraños y los recuerdos que me
vinieron a la cabeza, me produjeron una ansiedad que no era capaz de
controlar. Un rostro olvidado se mostró ante mí y por un segundo, reviví el
pasado.
—¿Lluvia? —gritó Claudia —. ¿Te encuentras bien?
—Sí —Me levanté, dejé mi copa y cogí mi chaqueta entre el montón de
abrigos en el suelo —. Lo siento, tengo que irme.
—¿Tan pronto?
—¿Dónde vas, Lluvia? —Aitana agarró mi brazo, pero me zafé
disimuladamente.
—Es tarde y prometí a mis padres que llegaría a una hora decente.
Fui consciente de la absurda excusa que dije, pero de repente, quería salir
de allí a toda costa. Caminé hasta la salida entre la gente y miré en todas
direcciones. No conocía muy bien el lugar donde me encontraba y
desconocía cómo volver. Me eché una mano a la cabeza y por primera vez
en mi vida, sentí una taquicardia tan fuerte que me dejó sin respiración. No
podía pensar ni reaccionar, de modo que me apoyé en un coche mal
estacionado y cerré los ojos, tratando que la situación no me sobrepasara.
—Cielo, ¿estás bien? —susurró Claudia. Su mano acarició mi espalda —.
¿No recuerdas dónde estás? —Entrelazó su brazo con el mío y sonrió —.
Vamos, te acompañaré.
No sabía qué me estaba pasando, el porqué de un repentino malestar que
me mantenía en un constante sin vivir. Conseguí despejarme bajo la
agradable brisa de la noche, pero el tacto de Claudia me mantenía rígida. Al
llegar al lugar donde había estacionado, quité la cadena antirrobo de mi
moto y recogí mi casco, comprobando que no tuviera ningún arañazo.
—¿Conduces este trasto? —Acarició el chasis y se colocó a mi lado, tan
cerca, que podía sentir el calor que desprendía —. ¿Volveré a verte?
—Bueno… —Evité el contacto visual —. Estoy algo ocupada y…
—¿No te gusto, Lluvia?
—¿Qué? —Acarició mi mano y observé cómo poco a poco se
entrelazaban nuestros dedos. La suavidad de su mano me hizo suspirar y no
era capaz de mirar sus preciosos ojazos más de un segundo —. Eres
preciosa, Claudia…
—¿Entonces?
Acercó su boca a la mía. Paralizada ante su aliento, cerré los ojos,
rogando que aquella hermosura de mujer se detuviera. Posó sus labios en la
comisura de los míos. El contacto fue algo único, algo que hacía mucho
tiempo que no sentía. Lentamente, solté su mano, dándome cuenta de que
mantenía la mandíbula rígida. Claudia apoyó sus muñecas en mis hombros,
ladeó la cabeza y mostró una dulce y risueña sonrisa que congeló mi
corazón. Vi en sus ojos el recuerdo del dolor de un pasado olvidado, un
dolor que comenzaba a revivir a pasos agigantados.
—No estoy interesada, gracias.
No miré su reacción. Subí en mi moto y salí a toda velocidad, alejándome
de la mujer que me había hecho revivir el peor momento de mi vida. Mis
palabras fueron una grosería que, con seguridad, dañarían la autoestima de
la actriz; dudo mucho que en algún momento de su vida hubiera sido
rechazada por alguien tan simple como yo. No soy tan ingenua como pueda
parecer, era consciente de lo que mi corazón me quería decir. Tengo fobia a
enamorarme.
Días más tarde, esperaba con ansia mis dos días libres para descansar,
leer y beber para evadirme de la absurda realidad. No tenía intención de
salir de casa, allí podría desfogarme en la soledad de mi dormitorio. Aquel
inicio de fin de semana estaba especialmente agotada, melancólica. Seguía
añorando a Claudia y a mis irritantes amigas.
Cuando entré en casa, lo primero que hice fue darme una ducha relajante,
poner música ambiental y encerrarme en mi habitación con un pack de seis
cervezas y una buena novela romántica. Entre capítulo y tragos de alcohol,
llamaba a Claudia, sin obtener respuesta, salvo por un mensaje de texto
indicando que volvería a visitarme cuando tuviera tiempo. Realmente, la
distancia que se interponía entre nosotras comenzaba a ser demoledora.
¿No os ocurre qué cuándo estáis en la comodidad de vuestro hogar,
relajadas y sin querer saber nada de nadie es cuándo alguien os importuna
con una inesperada visita? Pues bien, el timbre de la puerta sonó como
quien no quiere la cosa. Mi madre y Enzo aún tenían trabajo en el puerto y
estarían fuera de casa unas horas, de modo que esperaba que quien estuviera
al otro lado fuera cualquiera. Sira esperaba en la entrada a que bajara a
recibir al misterioso extraño que mostraba tanta insistencia con sus
constantes toques a mi porterillo, esperando ser recibido. Cuando lo hice,
me llevé una mano a la cabeza. Salí, con los brazos en jarras, sin saber que
era lo que me esperaba.
—¿Qué haces aquí?
—La madre que te trajo, Lluvia —Aitana portaba dos bolsas de tela—.
Eres una mierda de amiga, ¿lo sabías? —Caminó con intención de entrar en
casa, pero bloqueé su paso.
—No es buen momento…
—¡Aitana! —Renata apareció cargada como una mula, sujetando dos
bolsas con el logotipo del supermercado del pueblo y arrastrando un
pequeño barril de cerveza —. ¡Joder, tía! ¡Siempre coges lo que menos
pesa, menudo morro tienes!
—Quita de en medio, Lluvia —Me apartó con el hombro y entró —.
Estoy al tanto de lo que ocurre. A diferencia de ti, Claudia confía en Dan y
no tienen secretos. A eso se le llama amistad, bonita.
Confusa y desubicada, Aitana y Renata entraron sin importarles no ser
invitadas. Dejaron las bolsas y el barril en la cocina mientras Sira y yo nos
mirábamos desde la distancia, sin saber qué hacer ni decir. Hizo una mueca
vergonzosa mientras Enoa corría a mi posición para averiguar quién se
había atrevido a perturbar nuestra tranquilidad. Como siempre, se tiró a los
brazos de Aitana.
—Pero ¿qué hacéis aquí? —pregunté. Empezaba a cabrearme tanto
misterio.
—¿Tú qué crees, guapita? —Renata me abrazó —. Hace semanas que no
te dejas ver por Samsara y hemos decidido traer la fiesta a tu casa.
—No me jodas… —Aitana caminó hasta Sira, que se mantenía rígida en
el sitio —. ¿Dios santo? ¿Eres tú? —La abrazó con cariño.
—Me alegro de verte…
—No nos vemos desde el instituto —Estrechó sus manos —. Siento todo
lo ocurrido, de veras, tienes todo nuestro apoyo…
—¡No seas acaparadora! —Renata apartó con brusquedad a Aitana, que
no dudó en sacarla el dedo del medio —. Soy Renata —Con una sonrisa,
plantó dos besos en sus mejillas —. ¡Venga, nada de tristezas! Es hora de
comer y beber hasta hartarse.
No podía creer lo que mis ojos veían. Mis amigas del alma habían venido
en mi busca, como otras tantas veces. Al parecer, Claudia se desahogaba
con su primo Dan cuando no sabía a quién recurrir. Una cosa llevó a la otra
y por boca de su primo, Aitana y Renata no tardaron en averiguar la
situación que recaía sobre nosotros. Poco tardaron en comprar kilos de
comida, litros de bebida y presentarse en mi casa para pegarnos una buena
juerga. Las abracé con cariño, a pesar de que me esperaban horas y horas de
protestas por haberme guardado un secreto semejante.
—Chicas, antes de nada… —susurré y centré mi vista en Aitana —. Vera
ya no es la persona que suponéis. Por favor, no la juzguéis.
—Tranquila, me portaré bien…
—No lo harás —Renata pellizcó el brazo de su amiga.
Y así, sin más, todos nos vimos en el patio, rodeados de cerveza, vino y
comida basura. Enoa fue la primera en empezar a devorar y sabía que me
iba a caer una buena bronca por parte de Enzo por inflarla a patatas fritas y
minihamburguesas fuera de hora. Sira se mantenía en silencio, prestando
atención a la conversación de mis amigas. Vera insistió en irse a su
habitación, imagino que no se sentía cómoda con Aitana, a quien también
amargó la adolescencia.
En poco tiempo, había bebido una cantidad de alcohol considerable y
estaba a punto de comenzar el descontrol y la diversión. Mi hermanita
estaba recostada sobre los muslos de Aitana, en una postura que con
seguridad terminaría con una pequeña contractura de cuello. En fin, un día
de desmadre no hace daño a nadie.
—Dan y tú parecéis muy unidos —dije después de ver como el rostro de
Aitana se iluminaba al hablar de él.
—Sí, bueno… —Se sonrojó.
—¡Aiiins, tontorrona! —Renata se apretujó a su cuerpo —. Estás
enamoradita, no lo niegues —Guiñó un ojo y me sacó la lengua —. ¿Y
Claudia? Creíamos que estaría aquí.
—Le comentamos nuestra fiesta sorpresa y dijo que vendría… —Aitana
lanzó su peculiar mirada analizadora.
—Si me disculpáis —Sira se puso en pie —. Voy a ver como se
encuentra Vera —Con un semblante demasiado serio para el divertido
encuentro que estábamos viviendo, se marchó.
—¿Qué ocurre, Lluvia? —El calor y la suavidad de los dedos de Renata
conectaron con los míos y no fui capaz de mirarla a la cara.
—No lo sé, lo nuestro no va bien…
—¿No lo sabes o no lo quieres reconocer? —Las palabras de Aitana me
taladraron —. Veo como os miráis Sira y tú. Lluvia, por favor, no me digas
que…
—¡No! —la interrumpí, sobresaltando a mi pequeña hermanita. No tardó
en volverse a acurrucar junto a Aitana —. No hay nada entre nosotras, ¿por
quién me tomas? Es solo que… —Intenté deshacer el nudo de mi garganta,
pero explotó —. Pretendo hacer lo correcto, ¡nada más! —Cubrí mis ojos,
avergonzada. Las lágrimas mojaban mis manos.
—¡Eh, cariño! —Renata se levantó, me abrazó y apretó con fuerza —.
Tranquila, todo saldrá bien.
Mi madre y Enzo no tardaron en aparecer y unirse a la fiesta, lo que
interrumpió mi llanto y una conversación para la que no estaba preparada.
Una cosa a tener en cuenta sobre mi querido padrastro es que, aunque su
trabajo no le permite mucho tiempo libre, es capaz de tumbarnos a todas
bebiendo.
Con los estómagos a punto de explotar de tanta comida basura y saciados
por completo, pusimos fin a una tarde de risas, diversión y desfogue.
Acompañé a mis amigas hasta la salida y con un cariñoso achuchón y
decenas de besos, me despedí.
—Estamos para lo que necesites, ¿entendido? —susurró Renata en mi
oído.
Me sentí una estúpida por no haber confiado en ellas. Por haberlas
ocultado la verdad de nuestros problemas. Su visita consiguió alejar mis
pensamientos negativos, pero en mi cama, tumbada y rodeada de oscuridad
y silencio, la sonrisa de Claudia invadió mis pensamientos. Creí que, por
una noche, conseguiría dormir a pierna suelta.
—¿Tienes unos minutos? —Un ronco susurró me alertó de una presencia.
Encendí la luz y vi como Vera intentaba acercarse torpemente. Se
apoyaba con el hombro sobre las paredes y con la única mano de la que
disponía, cargaba su peso con la muleta para poder avanzar.
Automáticamente, salté de la cama y fui en su busca.
—¿Qué demonios estás haciendo, Vera? —La agarré por los hombros y
cerré la puerta —. No puedes andar por casa a tu antojo. Te harás daño.
—Necesitaba verte… —Con cuidado, la senté sobre la cama. Comenzó a
observar todo a su alrededor —. ¡Vaya! No imaginaba que tu dormitorio
sería así.
—¿Nunca habías estado aquí? —Negó con la cabeza —. Entonces,
¿cómo te lo imaginabas?
—Lleno de calaveras y símbolos satánicos —Sonrió —. No quería
molestar…
—¿Te encuentras bien?
Dejó de escucharme. Su atención recaía sobre la vieja fotografía que
descansaba en mi mesita de noche desde hacía diez años. Sus dedos rozaron
el marco y su semblante se tornó inescrutable. Me miró unos segundos y
una lágrima resbaló por su mejilla. Volvió a observar la foto y señaló al
hombre que abrazaba a Enzo con cariño.
—Es nuestro padre, ¿verdad? —consiguió decir, con los ojos
completamente cerrados.
—Sí…
—Hace años, encontré una fotografía de él, pero apenas era un
chiquillo… —Sus ojos se empañaron —. Cuando era una niña, me
preguntaba por qué César me trataba con tanto desprecio hasta que un día,
en el que su odio traspasó todos los límites, lo confesó a golpes —Rabiosa,
apretó el puño —. Es peor de lo que os imagináis.
—¿Qué ocurrió la noche del accidente? —Acaricié su hombro, tratando
de hacer que su dolor disminuyera —. Tuvo que ser muy traumático…
—Aún desconozco porque mi madre me sacó de casa aquella noche.
Desde que César y Sira desaparecieron de nuestras vidas, se volvió
misteriosa y solitaria —Rozó la fotografía con el dedo, rememorando la
traumática experiencia que la marcó de por vida —. Era de noche, pero la
carretera estaba bien iluminada. Mi madre aceleró, pero al girar la curva, el
coche se descontroló. Todo se volvió borroso… Cuando desperté, mi madre
había fallecido y yo me encontraba postrada en una cama sin poder
moverme.
—¿Por qué no condujiste tú? Julia no se encontraba en condiciones de
ponerse al volante aquella noche…
—Mi madre estaba perfectamente. Alterada, sí, pero nada más —Nos
miramos a los ojos —. Era abstemia.
—¿Qué quieres decir?
—El informe policial miente. No había rastro de alcohol en su sangre…
—Resopló con fuerza y emitió un leve quejido de dolor por la incómoda
postura que había adoptado —. Mi madre fue asesinada, Lluvia…
—¿Estás segura? —Asintió, sin dejar de mirar la fotografía —. ¿Por qué
no lo dijiste antes?
—¿De qué iba a servir? Soy Vera, ¿recuerdas? La mentirosa, egoísta y
problemática de este pueblo. Nadie me creería…
Con torpeza, sacó la fotografía de mi padre. La dobló y ayudándose de
sus muslos, la partió en dos. Hizo pedazos la parte en la que no salía nuestro
padre y Enzo. Me la entregó, con una fina sonrisa de tristeza. Con el único
brazo sano del que disponía, me abrazó por los hombros y apoyó la cabeza.
—Así es como debería de ser… —Señaló la mano de nuestro padre —.
¿Qué significa la calavera pirata?
—Todos portaban un anillo similar. Hubo un tiempo en el que eran
inseparables…
—Lo he visto antes…
—César también tenía uno.
—No… El de nuestro padre está abollado —Como una loca, comenzó a
rebuscar entre los pedazos rotos. Con suma atención, no desistió hasta que
encontró los trozos de Cesar y los unió —. El de César está en perfecto
estado…
—¿Y? —Arqueé las cejas, sin saber a dónde quería llegar.
—No me jodas… —susurró. Se puso en pie, agarrándose a mis hombros
y señaló a nuestro padre de nuevo—. Este anillo… — Me miró, abriendo
ampliamente la boca —. Hijo de puta…
—Vera, ¿estás segura de lo que dices?
—César se dejó muchas de sus cosas cuando se marchó, pero recuerdo
ver un anillo abollado en la buhardilla de su antiguo despacho —Me miró,
con los ojos muy abiertos —. Aún está allí…
Con la fotografía de nuestro padre y Enzo, se descubrió todo un mundo
de posibilidades. La verdad que siempre había sospechado no era más que
una mentira a la que me había aferrado. Si era cierto lo que Verá insinuaba,
el verdadero asesino de mi padre se había revelado después de tantos años.
Confusa y con un persistente martilleo que se instaló en mi cabeza, traté de
reflexionar. Vera apretó mi mano. Suspiraba con fuerza, colérica.
—Tenemos que recuperar ese anillo…
Capítulo 16 — Dos en mi corazón
* * * * * *
Suspiré varias veces, sentada a orillas de la cama. Mi dormitorio se
había convertido en nuestro punto de encuentro, un lugar donde planear al
detalle nuestros próximos movimientos. Vera tardó en llegar, ya que tuvo
que asegurarse de que todos dormían plácidamente antes de caminar con
torpeza a mi habitación. Entró sin llamar y tuve que correr para cogerla al
vuelo, pues sus torpes movimientos producto de sus heridas hacían que sus
extremidades flaquearan de manera imprevista.
—¿Preparada? —susurró. Asentí, colocándome las botas —. Tu trasto va
a hacer mucho ruido…
—No te preocupes. Pensarán que me voy de escapada a Samsara —Me
arrodillé a sus pies e introduje la cabeza en sus muslos.
—Necesitarás esto —Elevó mi rostro y me ofreció unas llaves con un
divertido llavero de un ancla con dos diminutos ojos —. Yo te guiaré, no
tienes de qué preocuparte.
—¿Le has robado las llaves de tu casa a Enzo?
—Técnicamente, es mi casa.
Besé su mejilla antes de salir a hurtadillas al exterior. Respiré antes de
ponerme mi chaqueta de cuero, coger mi mochila y sacar mi moto del
garaje. La empujé durante varios metros antes de montarme, acelerar y
poner rumbo a mi destino. Todo estaba preparado al más mínimo detalle,
pero llegado el momento, comencé a sentir un temblor de manos.
Durante el corto trayecto me imaginé mil formas posibles en las que todo
llegaría a su fin y podría retomar de una vez por todas mi vida. Aparqué
detrás de unos setos, en un parque a metros de distancia de mi objetivo.
Saqué de mi mochila una pequeña linterna, la guardé en mi bolsillo y me
enfundé un pasamontañas. Me coloqué unos finos guantes térmicos negros
y un auricular en mi oreja derecha. Antes de que mis piernas comenzaran a
moverse, marqué el número de Vera y guardé mi teléfono móvil en el
interior de mi chaqueta.
—¿Puedes oírme? —susurré.
—Alto y claro. No te despistes…
Con ojos en todas partes y bordeando cada casa hasta llegar a la puerta de
metal que me llevaría al último lugar donde quería estar, caminaba de
puntillas intentando que los nervios no me jugaran una mala pasada.
Introduje la llave con sumo cuidado, tratando de hacer el menor ruido
posible cuando la puerta emitió un sonido chirriante. Me detuve y arrastré
mi cuerpo hasta el interior del patio delantero. Esperé unos segundos antes
de continuar.
—Lluvia, al abrir tendrás diez segundos para desconectar la alarma… —
Vera pronunciaba cada palabra con calma y una perfecta entonación —.
Dirígete al panel de la derecha lo antes posible.
Tal y como mi compinche me indicó, al abrir la puerta principal una
lucecita roja comenzó a parpadear. Cerré todo lo despacio que pude y me
lancé al panel táctil. Todo estaba completamente oscuro y la luz
intermitente daba al entorno un aspecto tétrico y misterioso.
—Vera, ¿cuál es la clave? —dije, más alto de lo que en realidad quise.
—Cinco, seis, cuatro, dos, dos, nueve, uno, tres… —Fui marcando los
números lo más rápido que pude —. Al finalizar, marca la casilla de color
verde.
—Eso ya lo sé, no soy imbécil…
Cuando el panel dibujó un candado abierto y la lucecita intermitente de
color rojo desapareció, me arrodillé en el suelo agarrándome el pecho. La
tensión a la que estaba siendo sometida tenía a mi corazón bombeando
sangre a toda velocidad. Encendí mi linterna y enfoqué en cada rincón.
—¿Y ahora? —pregunté, tratando de adaptar mis sentidos al lugar.
—Segunda planta, tercera puerta a la izquierda. No enciendas las luces,
Lluvia.
Con la ayuda de la luz que proporcionaba mi linterna, subí hasta la
segunda planta. La energía que transmitía era extraña, oscura y fría. Una
sensación que me agitaba por completo. Abrí la puerta que me indicó y la
dejé abierta de par en par. Todo estaba cubierto por una fina capa de polvo.
Los muebles, viejos y deteriorados, daban la sensación de estar en una
habitación abandonada. Sin lugar a duda, desde la marcha de César, nadie
entró en su despacho.
—¿Ves la trampilla en el techo?
—Sí…
—Tira de la cuerda, pero ten cuidado. Hace años que nadie sube ahí
arriba, puede que la estructura esté dañada.
—¿Cómo se supone que voy a llegar ahí arriba?
—Deberías ver una banqueta en algún lugar…
Busqué por la zona. Cada paso que mis pies daban al frente, conseguían
causarme un tembleque por todo el cuerpo. Miré en el escritorio de caoba,
donde cientos de documentos desordenados estaban esparcidos. Debajo,
había una pequeña banqueta desgastada. La utilicé para llegar hasta la
trampilla. Tiré de la cuerda con fuerza. Una escalera de madera se fue
asomando hasta llegar al suelo. Alumbré con la linterna al hueco que daba
al interior de la buhardilla. Subí con sumo cuidado, ya que el crujir de los
escalones me advirtió que podrían romperse en cualquier momento. Apoyé
una mano y mi linterna me reveló una enorme estancia vieja y sucia, llena
de cajas y muebles. Tardé unos segundos en sacar el valor suficiente para
incorporarme. Por una diminuta ventana circular, la luz de la luna penetraba
al fondo, lo que daba al habitáculo un toque tétrico.
—Dirígete al fondo. Verás un enorme armario de doble puerta.
Revisando cada rincón con la boca completamente seca, comencé a
escuchar mi respiración. Divisé el armario que Vera me indicó y sentí un
chillido a mis espaldas, agudo y chirriante. Me giré con rapidez, enfocando
en todas direcciones. Con el corazón a punto de salir por mi boca y un
temblor inevitable de manos, escuché un fuerte golpe a mi derecha.
Rápidamente, mis manos dirigieron la luz de la linterna a la procedencia del
sonido. Un cuadro yacía en el suelo, junto a un pequeño ratón sobre dos
patas, observándome con curiosidad. Grité y me cubrí la boca con las dos
manos.
—Lluvia, ¿estás bien?
—Joder, hay ratas…
—¿Qué?
—Qué tienes ratas en casa…
—Es una buhardilla, no me des estos sustos.
—Tengo que salir de aquí, Vera. Me dan fobia estos bichos.
—Céntrate, joder —suspiró —. ¿Estás en posición?
—Sí —Comencé a escuchar ruidos por todas partes, puede que reales o
puede que producto de mi imaginación —. Vera, ¿qué hago ahora?
—Debajo del armario tendría que haber una caja de cartón azul con las
solapas rotas.
—¿Qué?
—Mete la mano y…
—¡Ni de coña, Vera! No voy a meter la mano debajo de ningún sitio.
—No alces la voz. Haz lo que te digo y deja de protestar, no tenemos
toda la noche…
Cerré los ojos, junté las manos e inspiré aire con insistencia. Me
arrodillé en busca de cualquier peligro bajo el armario, pero no conseguía
alumbrar bien. Me quité el pasamontañas, lo dejé a un lado y me froté los
ojos. Sin pensarlo más, introduje la mano, palpando en el hueco rugoso
lleno de polvo y pelusas e hiperventilando. Cuando mis dedos rozaron la
superficie de lo que parecía ser una caja, la agarré y tiré. Sonreí levemente
al no haberme encontrado con ningún monstruito de ojos saltones y cola
alargada, pero me llevé un vuelco al observar que, junto al cuadro caído, el
curioso ratón había desaparecido.
Segundos después, me centré en mi objetivo. La cajita que portaba entre
mis manos estaba arrugada y llena de agujeros. La abrí con cuidado. Viejos
papeles sin importancia fue lo que obtuve en mi búsqueda, hasta qué,
reconocí el anillo abollado de mi padre. Con curiosidad, lo envolví en mi
mano y cerré los ojos. Recordé el rostro de mi padre; la mirada de un
hombre que nunca conoceré. Coloqué el anillo en mi dedo pulgar, tal y
como vi que él lo portaba en la vieja foto que descansaba en mi dormitorio.
Volví a revisar el interior de la caja. Encontré una fotografía de mi padre
junto a César. Salían sonriendo y abrazados por los hombros cuando eran
unos niños. En el reverso, unos números estaban escritos en una letra casi
ilegible. Reflexioné unos minutos. La reacción al ver el rostro de mi joven
padre me dejó casi sin respiración.
—Lo tengo… —susurré —. ¿Disponéis de caja fuerte?
—En el dormitorio de mi madre. Primera planta, al fondo.
Dejé la caja en su sitio. Volví sobre mis pasos, pero al acercarme a la
trampilla, el odioso ratón curioseaba alrededor. Me miró cuando le enfoqué
con la linterna. Se frotó las patas delanteras; parecía no tener miedo. Hice
aspavientos con la mano para asustarle, pero ni se inmutó. Di un pisotón en
el suelo y cuando salió despavorido, bajé a toda prisa.
Con pasos lentos, pero decididos, seguí las indicaciones de Vera. Al
entrar en el dormitorio de Julia, percibí un leve olor a rosas. La cama de
matrimonio estaba deshecha y todo se encontraba desordenado. En el suelo,
descansaban multitud de prendas de ropa y los armarios estaban abiertos y
revueltos.
—En el armario más pequeño, hay un doble fondo de pared.
Encontrarás una caja fuerte de color verde —dijo Vera.
Rebusqué con convicción, centrada en mi objetivo. La caja fuerte estaba
desgastada y costaba distinguir los números para introducir la clave. Con la
fotografía en la mano, introduje varias veces la clave para acceder al
interior, pero era incorrecta. Decepcionada, pensé durante unos minutos que
podrían significar aquellos números.
Antes de salir, eché un vistazo por los alrededores. Entre las sábanas,
había un pequeño portátil abierto y conectado a un cargador. Al deslizar el
dedo en el panel táctil, el salvapantallas iluminó la estancia. Me senté y
busqué alguna pista. Todo lo que parecía haber eran fotografías viejas,
facturas y cientos de libros descargados. Consulté el historial del navegador
y sus últimas búsquedas trataban sobre un viejo hotel en la ciudad de
Estocolmo horas antes del accidente. Fotografié con mi teléfono móvil la
pantalla y, de paso, el estado en el que se encontraba el dormitorio.
—Lluvia, recuerda dejar todo exactamente cómo te lo has encontrado.
Me coloqué de nuevo el pasamontañas y con cuidado de no ser vista,
volví hasta mi moto. El cielo rugió y una leve lluvia comenzó a caer. Antes
de que las condiciones climáticas empeorasen, volví hasta mi hogar todo lo
rápido que pude.
Vera me esperaba en la misma posición que la dejé y noté un cierto
nerviosismo por su parte. Me abrazó en cuanto me vio, preocupada. Era
raro, pero poco a poco, estábamos forjando un cercano vínculo familiar.
Acarició el anillo que descansaba en mi dedo pulgar y sonrió. Le mostré la
fotografía que encontré.
—¿Sabes que pueden significar estos números? —pregunté, agitada.
Negó con la cabeza y posó su mano en mi cadera —. Puede que tengamos
una pista…
—No tenemos nada, Lluvia. Todo esto ha sido una pérdida de tiempo —
Me arrebató la fotografía —. Yo la guardaré.
—Encontramos el anillo de mi padre entre las pertenencias de César…
—¿Y? —Nos miramos fijamente —. Prueba que él lo mató, pero no nos
servirá ante un juicio. Solo que cometiste allanamiento de morada.
—Con tu consentimiento… —Me mordí el labio, pensativa —. ¿Estás
convencida de que César trató de asesinaros?
—¿Acaso lo dudas? —dijo, con sarcasmo.
—Quizás en el coche donde viajabais haya alguna prueba. Algo con lo
que dar para terminar con todo esto…
—Es posible, pero estará en el depósito municipal de vehículos. No será
fácil colarse como si nada.
—Déjamelo a mí. Hay varias personas que podrían ayudarme…
Ambas estábamos rabiosas. Descubrir que todo apuntaba a que César
fue el verdadero asesino de nuestro padre, lo cambió todo. Necesitábamos
pruebas para constatar la verdad, pero no teníamos nada con lo que
incriminarlo. Aunque habíamos avanzado, necesitaríamos algo más
contundente para encerrar al cabrón que amenazaba el bienestar de mi
familia. Haría lo que fuera necesario por llegar hasta el final, por
desmantelar los planes de César y que todos volviéramos a retomar nuestras
vidas. Ahora, más que nunca, estaba preparada para hacer todo lo posible
por honrar la memoria de mi padre.
Capítulo 17 — Un plan casi perfecto
Cuando abrí los ojos, Enoa dormía abrazada a una de mis manos. Salí de
la cama, me desperecé y fui directa a servirme un buen desayuno. Cuando
me serví un café caliente y un par de tostadas con tomate y jamón serrano,
Vera apareció como por arte de magia.
—Joder, Vera, eres desesperante —La ofrecí una silla, la ayudé a sentarse
mientras colocaba su pierna rota en lo alto de la mesa y se agarró el
costado.
—Necesito moverme, Lluvia —Besó mi mano —. ¿Estás dispuesta a
seguir adelante? —susurró.
—Sí, pero esta vez te mantendrás al margen. Deja que me encargue de
todo, no estaré sola —La ofrecí una de mis tostadas y dio un bocado con
ganas.
—Gracias… —Me miró fijamente, analizándome. Hizo el típico gesto
suyo cuando no sabía qué decir; proyectar su mentón en mi dirección, con
chulería —. Está bien, pero me mantendrás informada.
Cómo buen sábado por la tarde, dediqué mi día libre a jugar con Enoa.
Últimamente, parecía estar todo el día pensando en las musarañas y no
quería que se viera afectada por la situación que nos envolvía. Después de
una buena comilona y una reconfortante siesta, decidí darme una ducha y
prepararme para ir a Samsara, aunque esa vez, no era por placer.
Arranqué mi moto, pero antes de colocarme el casco, Sira se colocó en
medio, impidiéndome salir. Cruzó los brazos y con la mandíbula apretada,
se acercó. Puse los ojos en blanco antes de cerrar el puño y controlé la mala
leche que empezaba a dominarme.
—¿Qué quieres, Sira?
—¿Qué demonios hay entre mi hermana y tú? —No contesté —. No soy
idiota, Lluvia. Tarde o temprano, me enteraré de lo que estáis tramando.
—Solo intentó hacer que todo sea más fácil.
—¿Y ese anillo?
—No es asunto tuyo, Sira —Me coloqué el casco —. No te metas en mi
vida.
Con un fuerte acelerón, puse rumbo a Samsara sin mirar atrás. Me sentía
fuera de lugar, fuera de todo lo que siempre fui. Hablar con tanta amargura
y condescendencia a Sira, me hacía más daño a mí que a ella, pero mis
intenciones eran alejarla de mi lado, aunque fuera de la forma más
miserable y dañina posible. En el fondo de mi corazón, sabía que era tarde;
Sira había despertado en mí unos sentimientos que se volvieron a grabar
con fuego.
Al abrir las puertas de mi rinconcito, sentí un profundo alivio. El jolgorio
que había me llevó a pedirme una cerveza mientras, con una dulce mirada y
una caricia en mis mejillas, Renata sonreía ante mi repentina aparición.
Fueron muchos los días que extrañé aquel lugar, el sitio donde tantos
recuerdos y buenas anécdotas guardaba. Para mí, era como si hubieran
pasado años desde mi última visita.
—Por fin te dignas a aparecer —Aitana bordeó la barra, se lanzó a mis
brazos y besó mi cuello. Por un segundo, estuve a punto de llorar —. Te
echamos de menos, bollera. ¿Cómo va todo?
—Podría ir mejor…
La nueva empleada de Renata, Kira, me saludó manteniendo las
distancias. Por lo que Renata comentó minutos después, aún seguía
impactada desde que, en la borrachera en la que perdí toda la razón, la besé
a traición. Era una jovencita muy agradable y dulce, bastante tímida e
insegura para un trabajo como aquel. No me sentía avergonzada, había
pasado demasiado tiempo como para seguir con una tontería semejante
rondando mis pensamientos.
Kira era una chiquilla muy adorable, y se enrojecía bruscamente cuando
nuestras miradas se encontraban. Por su forma de moverse y comportarse,
parecía tan torpe como inexperta. En ocasiones, sus grandes ojos se
mostraban apagados, como si tuviera un pensamiento persistente que la
impedía ser ella misma. Renata me contó, entre cuchicheos, que en mi
ausencia se convirtió en una más del grupo.
Controlé la cantidad de alcohol, no quería terminar piripi y olvidarme
del verdadero objetivo de mi visita. Fue alrededor de medianoche, tan
pronto como los clientes abandonaron el local, algunos con ayuda y otros
por su propio pie, cuando me dispuse a llevar a cabo mi cometido.
Renata cerró Samsara para nosotras cuando Kira se marchó, finalizando
su turno, y nos preparó un delicioso picoteo. Con mi tercera cerveza en la
mano y pensando cuáles serían mis siguientes palabras, sentí las miradas de
mis amigas. A medida que iba relatando el nuevo plan que quería llevar a
cabo, más ridícula me sentía. ¿A qué estaba jugando? Para mi sorpresa,
ninguna insistió en que eliminara mis intenciones de realizar dicha labor.
—Sabes que no eres agente secreto, ¿verdad? —dijo Renata, con sorna.
—A ver si lo he entendido bien, Lluvia —Aitana chasqueó la lengua y
ladeó la cabeza, tosiendo. Lanzó una risita de incredulidad y me miró —.
Pretendes que nos colemos en una propiedad privada que, probablemente,
esté completamente vigilada para rebuscar entre los escombros de un
vehículo, ¿me equivoco? —Asentí —. Un vehículo que aún sigue siendo
una prueba policial…
—Chicas, Julia fue asesinada y por poco, también mi hermana Vera.
—¿Cuándo has admitido que Vera es tu hermana? —Aitana miró a
Renata y después a mí.
—Eso es lo de menos —Di un golpe en la mesa —. Puede que
encontremos una prueba que incrimine a César. Si es cierto lo que creo, el
vehículo de Julia fue manipulado —Suspiré y di un gran trago a mi cerveza
—. No podemos confiar en el jefe de policía, tengo que hacer esto por mi
cuenta.
—¿De verdad piensas que el jefe de policía arriesgaría su impoluta
reputación así? —dijo Aitana, tratando de comprenderme —. No sé, Lluvia,
todo esto parece fuera de lugar.
—Bueno —intervino Renata —, Lluvia no anda mal desencaminada
con nuestro querido jefe de policía.
—¿Qué quieres decir? —pregunté, curiosa —. ¿Qué sabes sobre Lucio?
—¿Recordáis cuando abrí este negocio y me trasladé aquí? —Aitana y
yo asentimos a la vez —. Pues bien, tuve un problema con las licencias. El
ayuntamiento se negó a darme los permisos para una reforma tan grande en
este pueblo y… —Se rascó la cabeza —. Lucio se ofreció a solventar la
situación a cambio de… —Se calló y mordió su labio inferior.
—¿A cambio de qué? ¡Suéltalo de una vez, Renata! —Aitana se puso en
pie, furiosa e impaciente.
—De cierta cantidad de dinero.
—¿Cuánto dinero? —Nuestros ojos conectaron.
—Bueno, digamos que tuve que solicitar una ampliación de la hipoteca
para poder pagarle —Se encogió de hombros —. Mucho dinero. ¿Cómo
creéis que monté un local de este estilo en un pueblo con tanto retrógrado?
—La madre que te trajo, Renata —protesté —. ¿Cómo pudiste confiar
en un tipo como Lucio? Podrías haber salido muy mal parada…
Teníamos una prueba que señalaba en dirección a Lucio, nuestro jefe de
policía, como un hombre corrupto. Poco a poco, todo comenzaba a tomar
forma, pues nada era como en un principio supusimos. Mi pequeño pueblo,
a pesar de ser un lugar encantador lleno de naturaleza y vida, era un sitio
lleno de secretos.
—Digamos que nos apuntamos a tu aventura, Lluvia —dijo Aitana tras
unos minutos de reflexión —. Nos colamos en el depósito municipal de
vehículos y llegamos hasta nuestro objetivo, y después, ¿qué? —Crujió los
dedos de sus manos —. ¿Cómo averiguamos que el vehículo de Julia fue
manipulado?
—Tiene razón —intervino Renata —. Ninguna de nosotras tiene idea de
por dónde empezar a buscar…
—Lo sé, por eso necesitamos a alguien con altos conocimientos de
mecánica —dije, con una chulesca sonrisilla. De repente, varios golpes se
escucharon en la entrada de Samsara —. Y llega justo a tiempo.
Renata fue a recibir a la misteriosa persona que esperaba al otro lado de
la entrada. Mis curiosas amigas no tardaron en mirarse a los ojos, incrédulas
ante el chico que se mostraba impaciente al otro lado. Aitana puso los ojos
en blanco, pues Moro nunca fue de su agrado. Por compromiso, la dueña de
Samsara le ofreció una cerveza fría y pronto todos nos reunimos en la mesa
donde llevábamos horas debatiendo nuestra incursión.
—¿En serio, tía? ¿Moro? —Aitana bufó —. ¿Se te ha ido la olla?
—Es uno de los mejores mecánicos de la zona —dije, dándola a
entender que no soportaba su odio hacia mi compañero de pesca —. ¿Qué
coño tienes en contra de él?
—¡Joder, mírale! Es un crío —Comenzó a mover las manos con
rapidez, lanzando aspavientos en mi dirección —. Además, tiene pinta de
delincuente.
—¡Eres una racista! —protestó Moro —. Para tu información, llevo
desmontando motores desde los diez años. Mi padre tiene un taller de
mecánica y nunca le ha faltado el trabajo.
—¡Oh, sí! Todos sabemos que tu papaíto tiene un taller estupendo —Se
levantó y le señaló con el dedo —. ¿Y qué? ¡Eres un niño!
—¡Aitana! —Renata golpeó su mano y la hizo sentar de un fuerte
empujón.
—Vale, haré como que esto no ha sucedido —Miré a Moro fijamente a
los ojos, que se mantenía a la defensiva con la vista clavada en Aitana —.
¿Puedes identificar si un vehículo ha sido manipulado?
—Depende —Puso los ojos en blanco —. Hay muchas maneras, pero
puedo intentarlo —Dio unos golpecitos con los dedos en la mesa —. Pero,
eso no es lo que me preocupa —Se inclinó —. Veréis, he estado cientos de
veces en el depósito de vehículos. Tienen cámaras de seguridad en ambas
entradas y varios seguratas las veinticuatro horas. No será fácil colarse sin
ser detectado… No quiero volver a tener problemas con la ley.
—¡Te lo dije! —Aitana golpeó la mesa y se levantó —. ¡Es un
delincuente!
—No te preocupes por eso, lo tengo bajo control —Coloqué mi mano
en su hombro, tratando de calmar sus nervios ante la reacción de mi
exagerada y quisquillosa amiga
—No sé, Lluvia —Lanzó una mirada furiosa a Aitana y después, dejó
caer el peso de su cuerpo en la mesa —. Sé quién es el propietario del
depósito municipal de vehículos y es un maniático de cuidado. Si nos
cogen, nos hará la vida imposible.
—Tranquilo, ese hombre no será un impedimento.
—¿Sabes quién es?
—Sí, y hasta hace poco me acostaba con su mujer —Los miré a todos, de
uno en uno —. Ha accedido a echarnos una mano…
—Joder, Lluvia —Renata me miró con media sonrisilla de lado —. A
veces das miedo, bonita.
Puede que ante todos diera a entender que no había cabos sueltos en mi
absurdo plan, pero la verdad era que estaba siendo elaborado sobre la
marcha y sin tener en cuenta factores que podrían perjudicarnos. La
realidad era que estaba aterrada, muerta de miedo, y no solo por mí. Jamás
me perdonaría que mis amigas y mi dispuesto compañero salieran
perjudicados, pero el tiempo se agotaba y no tenía más remedio que
tomarme la justicia por mi mano.
Capítulo 18 — Lluvia sobre mojado
* * * * * *
En mi cama, bajo el resguardo y la protección de mi cálido hogar, Enoa
acariciaba mi cabecita y me leía, de forma torpe, pero ininterrumpida, uno
de sus cuentos favoritos. No se separó de mi lado desde que salí del
hospital, pues la tristeza que me envolvió era evidente incluso para una niña
tan pequeña. No hablamos de lo ocurrido, ni siquiera se mencionaron los
hechos o se pidió una excusa por mi parte para justificar mi
comportamiento. En mi dulce hogar, reinaba el silencio absoluto.
Hundida en la tristeza, lloraba cuando me encontraba a solas.
Necesitaba a Claudia más que nunca, pero después de sus duras palabras,
no era capaz de dar el primer paso. Sabía que debía disculparme, sacar todo
el odio y el sufrimiento que había acumulado, pero mi mundo se
desmoronaba a pasos agigantados y no veía salida alguna a mi desdicha.
Sira entró en mi dormitorio e indicó a Enoa que ordenara su habitación
si quería seguir disfrutando de mi compañía. En sus manos descansaba una
bandeja azul de flores rosadas, la misma que habíamos utilizado en casa
desde que tenía uso de razón. La dejó en mi escritorio, cogió un vaso con
zumo de naranja y se sentó a mi lado. Me escondí entre las sábanas; tenerla
cerca me producía un sin vivir; un maremoto de sentimientos sin sentido.
—Lluvia, cielo —Me destapó para observar cómo lloraba con mil
lágrimas en los ojos —. No puedes seguir así. Tienes que comer —Me
meció levemente —. ¿Lluvia? ¡Eh, cariño! —Muy despacio, con la
tranquilidad y delicadeza que la caracterizaban, se introdujo entre las
sábanas y secó mis lágrimas con una triste sonrisa —. Todo se
solucionará…
Me rendí. No soportaba más la soledad a la que mi corazón se
enfrentaba por la ausencia de Claudia. Busqué sus manos y las llevé a mi
pecho. Besé su hombro y acaricié su abdomen para sentir una calidez aún
no olvidada. Mis dedos navegaron por su piel; su calor era demasiado para
mí. Hundí la cabeza en su cuello y aspiré con fuerza. No había duda alguna,
pues estaba tan enamorada de Sira como de mi risueña novia. Entre llantos
desconsolados, descargué toda mi frustración. Jamás, en todos mis años, me
había sentido tan hundida, ya que no veía esperanza por ningún lado.
Lloré hasta quedarme dormida. Sira no se despegó de mi lado hasta que
abrí los ojos. No podía alejar la vista de sus labios, que pedían a gritos ser
recibidos por los míos. Me incorporé y acepté el almuerzo que preparó para
mí. Mis heridas seguían muy presentes en mi cuerpo, sobre todo la rotura de
costilla, que dificultaban mis movimientos con un dolor persistente. El
esguince de mi muñeca era soportable, ya que era ambidiestra y me
manejaba a la perfección con las dos manos. Mi ceja se había tornado en un
morado amarillento y una gasa la cubría para evitar roces e infecciones.
Sira se contentó al verme con el estómago lleno. Un nuevo triste y
lúgubre día se alzaba ante mí. Beber era mi finalidad para hacer que el
tiempo avanzara con rapidez. Como en los últimos días, contemplando mi
destrozada moto, me lamentaba de mi desdicha. Entre cerveza y cerveza
examinaba una y otra vez el arañado y deformado chasis. Fue una suerte
que Enzo recuperara mi moto de la carretera en plena noche.
—Tiene solución, Lluvia —Vera apareció arrastrando los pies.
Últimamente, habíamos desistido en tratar de que reposara de sus heridas y
campaba a sus anchas por casa, ralentizando la recuperación de sus
extremidades.
—Es una pieza de coleccionista, Vera —Suspiré y di un trago —. Me
costó años adquirirla. Nuestro padre tuvo una igual…
—Supongo que ahora nos toca esperar —Se apoyó en mi hombro y se
sentó, estirando la pierna y lanzando un quejido.
—Se llevó mi mochila, todas las pruebas están ahí —Apreté el puño con
rabia, impotente —. No tenemos nada…
—Desconozco lo que pasará los próximos días, pero sí sé una cosa —
Cogió una cerveza y me la entregó para que se la abriera. Dio un trago y
degustó el amargo líquido antes de continuar —. Hoy me emborracharé
contigo.
Sinceramente, Vera era una buena compañía en los malos momentos.
Quizás porque su vida fue una tortura y conocía cada tipo de sentimiento
negativo. A pesar de que daba los peores consejos, sabía escuchar y su
mirada te invitaba a sincerarte en plenitud. Si Sira no hubiera aparecido
para regañar a su hermana por beber como una posesa, habría terminado
muy perjudicada. Puede que las hermanas que rondaban por mi casa se
llevaran como el perro y el gato, pero se empezaba a denotar una ternura
infinita entre ellas.
Por mi parte, seguí con mi propósito de beber para calmar la agonía que
sufría, pero Sira no iba a permitir que siguiera autodestruyéndome. Dejó a
su hermana en su dormitorio y volvió para reunirse conmigo. Me quitó la
cerveza de las manos y la dejó a un lado.
—No te sientas culpable, hiciste lo creías conveniente, aunque tus
métodos no fueran los más acertados —Su dedo acarició mi anillo —. ¿Por
qué no me hablas, Lluvia? Desde que saliste del hospital, me buscas con la
mirada, pero en ocasiones, me tratas con desprecio.
—Necesito estar cerca de ti, pero a la vez, quiero tenerte lejos…
—Mírame —Giró mi rostro y conectamos la mirada —. Sé que estás
confusa y…
—No lo sabes, Sira —interrumpí sus palabras —. No sabes lo que es
amar a dos personas y sentirte completamente sola.
—No tiene que ser así… —Acarició mi cuello y se lamió los labios; un
gesto tan sensual que consiguió derretirme —. Yo siempre estaré a tu lado,
no volveré a abandonarte.
Apoyé mis muñecas en sus hombros. Su acelerada respiración me
advirtió que estaba tan nerviosa como yo. Me acerqué lo suficiente para
sentir su aliento en mis labios y unimos nuestras frentes a la par que
nuestros ojos se miraban en un remolino de sentimientos. Sus labios eran un
fruto prohibido, demasiado tentador para echarme atrás.
—Te lo dije, Lluvia —susurró. Su respiración contra mi rostro me erizó
la piel —. Tendrás que ser tú quien me bese…
—Por favor, detenme…
Conté hasta tres en mi cabeza y nuestros labios se unieron después de
tantos años. Con movimientos lentos e indecisos, nuestras bocas se
embistieron hasta que nuestras lenguas comenzaron a bailar, unidas por un
amor que no debería de existir. Su sabor me transportó a otra época. Una
época llena de felicidad en la que todo era más sencillo y puro. Sus besos
eran tal y como los recordaba, pues aún mantenían ese cariño que tanto
extrañé. Ambas nos apartamos al mismo tiempo. Un beso que me
convenció por completo de lo que mi corazón gritó durante tanto tiempo;
una parte de mí siempre estaría enamorada de Sira.
—Lo siento… —Me incorporé, con la palma de mi mano en el costado
—. No puedo traicionar a Claudia. Tienes que olvidarte de mí, Sira… —Me
detuve antes de entrar en casa —. No vuelvas a tentarme…
* * * * * *
Sonrientes, pero con cientos de lágrimas cayendo por nuestros rostros,
todos contemplábamos la tumba de mi padre. Enzo fue el primero en
arrodillarse y tocar el relieve de su nombre. Mi madre colocó unos bonitos
claveles en un pequeño cuenco de barro. Fue la primera en dedicar unas
bonitas palabras y Enoa, tan mona con su vestidito blanco, dejó un dibujo
para él encima de la lápida. Al fin, teníamos un sitio donde llorar. Prometí
que le visitaría a menudo y que le contaría todo sobre mi vida. Nunca nos
conocimos, pero para mí, era una oportunidad de hacerlo. Estaba segura de
que, de un modo u otro, él vigilaba mis pasos de cerca.
Meses antes de que las aguas se calmaran, se abrió una investigación y
un equipo de búsqueda marítima, encontró el barco pesquero de mi padre
hundido a millas del puerto. El cuerpo de mi padre se encontraba en su
interior, descompuesto por tantos años exponiéndose a las profundidades
del mar. Nos costó sangre y sudor conseguir dicho propósito, pero para
nuestra salvación, cuando creíamos que todo estaba perdido, Oliver
apareció con su equipo de abogados dispuesto a hacer presión a los cuerpos
de seguridad. El procedimiento se volvió engorroso y tardío, pero al menos
mantuvo mis pensamientos alejados de la mujer a la que mi corazón no
podía olvidar.
Nuestras vidas volvieron a su punto de origen, pero con algunos
cambios extras. Mi madre dejó de trabajar en el puerto por las tardes para
pasar más tiempo con Sira y Enoa. Vera, para variar, apenas nos concedía
visitas y nos llamaba ocasionalmente con su particular chulería. Para
nuestra sorpresa, se estaba convirtiendo en una reclusa modelo.
Sira había puesto en venta la casa de sus padres, había tantos recuerdos
tristes que decidió que era hora de un cambio. Su intención no era otra que
amasar toda la fortuna posible con las propiedades de sus padres y dividir
las ganancias con su hermana. Decidió adquirir una pequeña casita cerca
del puerto, solo con la intención de estar cerca de nosotros, pero aún no
estaba preparada para alejarse de nuestro lado. Vivía con nosotros y cada
día, la alegría se hacía más permanente en ella, pero tardé o temprano nos
dejaría, pues para Sira, estar cerca de mí era una tentación demasiado
arriesgada. Lo que más agradecí de todo, fue como terminó por recuperar la
alegría y la espontaneidad de cuando era niña. Volvió a ser ella más que
nunca; aquella alocada chica que era capaz de todo.
Aitana le propuso matrimonio a Dan, ¿os lo imagináis? La muy puta nos
lo ocultó durante semanas, pero terminamos alegrándonos por ella, aunque
no teníamos claro si a última hora lanzaría su vestido al aire y correría en
dirección contraria. Renata seguía a cargo de Samsara con cariño y
devoción y lo que me sorprendió fue su acertada idea de contratar a Kira.
Aquella chica tan adorable acabó formando parte de nuestra pandilla de
locas y, de una forma cariñosa y sana, terminamos por afianzar una bonita
amistad.
Irene fue la que salió mejor parada, o no, según se mire. El divorcio con
su marido fue una batalla campal, donde terminó volviendo a la casucha de
sus padres con una mano delante y otra detrás. Renunció a su vida de lujos
y admitió su sexualidad abiertamente, al margen de lo que sus familiares y
amigos pudieran pensar. No obtuvo ningún apoyo por su parte, pero ahora,
vive libre y en armonía con su sexualidad. Incluso se volvió una picaflor
que no dudó en quitarme el puesto como la lesbiana del pueblo. Ojalá
hubiéramos mantenido el contacto después de tantos años, pero decidió, por
su propio bien, alejarse de mí, en todos los sentidos. Lo único que obtuve de
ella, era alguna sonrisa casual llena de ternura cuando nos encontrábamos
en el pueblo, pero jamás volvimos a recuperar el contacto.
Por mi parte, reconocí que mis sentimientos por Sira eran sólidos.
Nuestro amor se fue convirtiendo en un vínculo familiar poderoso, pues
cada día que transcurría en mi rutinaria vida, me convencía más de que no
estábamos destinadas a estar juntas. Una parte de mí siempre albergaría
sentimientos románticos hacia ella; fue mi primer amor, pero por otra,
seguía llorando por Claudia en soledad, guardándome ese sentimiento tan
desgarrador para mis adentros. No terminaba de mentalizarme desde su
marcha y aún en la distancia, rememoraba cada uno de nuestros encuentros,
viviendo en mis pensamientos un pasado que hacía mella en mi corazón.
Puede que todos fueran felices en plenitud, pero para mí, aún tenía un sabor
amargo en la boca. Sin mi rubia de ojazos azules, jamás sería feliz en mi
totalidad.
Pero al margen de mi desamor, volví a ser la mujer espontánea y
juerguista de antes, con la única diferencia de que mis piernas estaban
cerradas para cualquier desconocida que quisiera pasar una noche en
lugares poco éticos. La segunda cerveza ya estaba en camino y conversaba
con Aitana y una atareada Retana tras la barra sobre nuestro día a día. Kira
finalizó su turno, se sentó a nuestro lado con una copa en la mano, agotada
tras un duro día de trabajo, y me entregó una cerveza bien fría.
—Estoy molida —dijo con una triste mirada.
—Renata es una negrera… —protestó Aitana.
—¡Te he oído! —gritó Renata al otro lado.
—¡Buah! —Puso los ojos en blanco —. ¿Entonces qué? ¿Desmadre a lo
loco?
—A mí me vendría bien. ¿Tú qué dices, Llu?
—Siempre y cuando no me dejéis hacer el ridículo…
—¿Cómo cuándo besaste a Kira? —Carcajeó.
—Eso fue… —Me callé al ver como las mejillas de Kira se sonrojaban
—. Se me fue la olla, ¿vale?
—Ya, se te ha ido la olla muchas veces, guapita.
—¿Con cuantas mujeres has estado? —Kira, tímida y con una copa en
su regazo, me miraba expectante.
—No muchas…
—¡Tendrás poca vergüenza! —Con la boca abierta, Aitana me miró de
arriba abajo —. ¿Por dónde empiezo?
—Exageras…
—¿Seguro? —Me dio un manotazo en el muslo —. Te montaste un trío
en la trastienda con dos pijas de la ciudad, te liaste con la hermana de
Renata en su cumpleaños, estuviste con una mujer casada durante más de
un año y para colmo, te acostaste con la hija de nuestro tutor de instituto,
que, por cierto, era menor de edad. Por no decir a todas a las que te has
tirado de este pueblo.
—¡Eso no fue así! Para empezar, con la hermana de Renata solo
tonteamos y nos dimos un par de besos, nada más, y con la hija de nuestro
tutor no pasó nada, solo un piquito en los labios. Lo de Irene fue… Bueno,
ni yo misma lo sé.
—¿Y lo del trío?
—Estaba borracha…
—Ya, guapita… Tú sumas dos más dos y te da sesenta y nueve.
Sí, lo confieso. Fueron muchas las mujeres que pasaron por mi cama y no
me arrepiento. Puede que no me sintiera a gusto conmigo misma por el trato
que di, pero disfruté mucho de la compañía de distintas mujeres, de las que,
de un modo u otro, me otorgaban satisfacciones de formas diferentes. Pero
ninguna de ellas podía compararse con Claudia.
Acepté la invitación al desmadre, pues era martes por la noche y nos
permitiría desfogarnos sin mucho ajetreo a nuestro alrededor. Bailamos
como locas, mientras una Renata saturada de trabajo se encargaba de
realizar cada tarea que sus empleadas no podían hacer en su día libre. Lo
bueno de Samsara es que ningún día de la semana cierra sus puertas al
público.
Nuestra juerga sin control comenzaba cuando una de nosotras caía al
suelo y Aitana era la que solía dar pie al inicio de cientos de carcajadas. Sin
darnos cuenta, estábamos pervirtiendo a la jovencita Kira. Llegó bebiendo
zumo de piña y centrada en sus estudios para terminar con nosotras,
inflándose a ron barato y manteniendo una cara de resaca permanente. Es
una chiquilla muy dulce y tierna, que me recordaba en exceso a mí en mis
primeras salidas nocturnas. Su inocencia la delataba y su falta de
experiencia ante la vida, más todavía, pero tiene un bonito corazón y sus
palabras siempre son sinceras y llenas de cariño.
Cuando la música rock dejó de sonar, Kira y yo seguíamos bailando
como locas mientras Aitana estaba con el rostro pálido y la lengua de trapo,
tumbada en uno de los sillones y dando pequeños sorbos a su cerveza.
Renata se unió a nosotras antes de echar el cierre; pocas veces la había visto
tan agotada, pero a veces su negocio de éxito exprimía por completo a mi
vieja amiga.
Brindamos como las grandes amigas que éramos, riendo ante el mareo de
Aitana. Dejé mi cerveza vacía en la barra, la última de la noche, y fui al
servicio. Mi vejiga estaba a punto reventar y tenía que despejarme ante el
espejo antes de coger mi moto y volver a mi hogar. Pero no era consciente
de lo que estaba a punto de ocurrir. No me encontraba sola. A mis espaldas,
unas pequeñas manos rodearon mi cintura y me voltearon. Sus expresivos,
relucientes y verdosos ojos me comieron con la mirada, pero ladeé la
cabeza antes de que sus labios me embistieran.
—Kira, ¿qué haces, cielo? —Lo intentó de nuevo, pero me aparté —.
¡Kira, no!
—¿No te gusto, Llu?
—Claro que sí, pero no de esa manera.
—Supongo que soy poca cosa para ti…
—Kira, no te menosprecies —Sé apartó y dejó caer sus brazos —. Eres
una chica dulce, encantadora y bonita. Yo… —La di un cariñoso y delicado
empujón en el mentón con mi puño—. Solo te haría daño, créeme.
—Que rabia, pensé que tendría alguna posibilidad —Sus tristes ojos
dejaron caer varias lágrimas de decepción. Abracé su cuerpecito, tratando
de suprimir su dolor —. Desde que me besaste no he dejado de pensar en
otra cosa. Me ha costado mucho sacar el valor suficiente para… —Estrujó
mi camiseta en sus manos y escondió su rostro en mi hombro —. Es que…
—Me empujó contra la pared, con un leve temblor en el cuerpo —. Quiero
lo que tú tienes… Eres libre y puedes hacer lo que quieras. No tienes miedo
a lo que puedan decir de ti y…
—Kira —la interrumpí, acunándola en un tierno abrazo —, solo debe
importar lo que tú pienses de ti. Escucha, cielo, lo que sientes no es malo, es
algo precioso. Eres un amor y encontrarás a alguien que llene tu vacío. Sé
lo duro que es vivir escondiendo tus sentimientos, pero con el tiempo,
aprenderás a abrirte y nosotras, la gente que te quiere te apoyará hagas lo
que hagas.
—Gracias, Llu… —Se secó las lágrimas y trató de sonreír —. Seguimos
siendo amigas, ¿no?
—Las mejores amigas —Sonreí ante la ternura de su inocencia —.
Vamos, anda. Con la fama que tengo pensarán que estoy abusando de ti —
Soltamos una sonrisa al unísono.
Salimos abrazadas y riendo, no había vínculo más fuerte que las locas de
mis amigas. Me senté junto al resto y Kira, tan adorable como siempre, se
marchó con una efusiva despedida. Era hora de irse y descansar para
recargar energías. Besé las mejillas de Renata y lancé una pedorreta en
dirección a Aitana, que se incorporaba pestañeando una y otra vez. Cogí mi
mochila de cuero y me masajeé las sienes, como si fuera suficiente para
eliminar la caraja que llevaba.
—Sé lo que te pasa, Lluvia —Aitana caminó hasta mi posición con
torpeza, ladeándose cómicamente a los lados.
—¿Y qué me pasa? —pregunté, cansina.
—Tienes la misma mirada que cuando Sira te rompió el corazón.
—Necesitas dormir la mona… —Besé su mejilla.
Desde que era una niña y comencé a tener uso de razón, siempre había
admirado a Enzo en todos los sentidos. No sabría vivir sin él y su devoción
por mi familia hacía que le amara aún más, pero en ese instante en el que
cogió mi teléfono móvil, me dieron ganas de darle una buena colleja e
invitarle a marcharse de casa. Cuando a Enzo le entraban las ganas de jugar
y tocar las narices, era todo un experto.
Era más fuerte que yo, pero jugaba con ventaja. Él siempre me veía como
su niñita y nunca se sobrepasaba conmigo en sus juegos, por lo que yo me
aprovechaba de esa debilidad. Le golpeé el costado con el puño varias veces
mientras me sostenía boca abajo y de una pierna en el aire.
—¡Suéltame de una vez! —Trataba de coger mi teléfono, pero sus
largos brazos me impedían acercarme —. ¡Dámelo o te arrepentirás!
—Quizás si lo pides con más educación…
—¡Joder, Enzo!
Le propiné un puñetazo en sus partes. Emitió un agudo sonido
agarrándose la entrepierna y al aflojar su brazo me di un coscorrón en la
cabeza. Me arrastré rápido por su cuerpo y le arrebaté el teléfono.
Descolgué la llamada y corrí a la otra punta del salón, enseñándole el dedo
del medio.
—¿Por qué has tardado tanto? —dijo Claudia al otro lado.
—Tengo un padre que es un imbécil —Enzo volvió hacia mí,
arrastrando los pies y cubriendo sus partes —. Tengo ganas de verte,
mañana te recogeré en el aeropuerto y no quiero excusas.
—De eso quería hablarte —Un silencio incómodo —. Tengo que
quedarme unos días…
—Joder, Clau —Me llevé una mano a la cabeza.
—Lo siento, tengo que dejarte, hablamos pronto.
—Espera, Claudia.
—Te quiero, amor mío. No lo olvides… —Colgó.
—¿Claudia?
Miré a Enzo, furiosa, pero no dudó en abrazarme, lanzando una
risotada. No sé por qué todos se metían conmigo. Últimamente, estaban
cogiendo la pésima costumbre de chincharme a todas horas. Incluso Enoa
estaba muy subidita y se unía a mis padres para hacerme novatadas. Era
frustrante. Sira apareció portando un cesto con ropa, curiosa por nuestro
alboroto.
—¿Qué os pasa? ¿Ya estáis otra vez?
Traté de asimilar la situación. Desde mi vuelta de Venecia no había
dejado de pensar en Claudia. Es cierto que hablábamos constantemente por
teléfono y nos enviábamos mensajes picantes cada dos por tres, pero
ansiaba su contacto físico.
Cuando el timbre de la puerta sonó y obvié toda esperanza de disfrutar de
un fin de semana con mi ausente novia, me dirigí como un autómata a la
puerta. Abrí y mi mundo se congeló, pues Claudia Pontevedra se
encontraba apoyada en su flamante BMW, mirándome con una sonrisa
traviesa. Me llevé las manos a la boca y fui a correr a sus brazos, cuando
Enzo, como un toro bravo, me echó a un lado y la abrazó.
—¡Qué bueno verte, Claudia! —Enzo dejó escapar una lagrimilla, pero
no me importó lo más mínimo su emoción. Le empujé a un lado,
fulminándole con la mirada.
—Clau… —susurré un segundo antes de besarla —. Eres idiota, ¿lo
sabías? Por un momento, creí que tendría que estar otro fin de semana sin ti.
—Y así es, cariño —Mordió mi labio inferior —. Tendrás que esperar.
Tengo una promesa que cumplir…
—No entiendo…
—¡Quita de en medio, Lluvia! —Enoa se introdujo entre nosotras y se
abrazó a Claudia como un koala.
—¿Estás preparada, pequeña? —Claudia se arrodilló y besó sus
mofletes.
Mi madre apareció con la pequeña maleta de mi hermanita y se unió a
nuestro encuentro, estrujando a Claudia como a una hija. Miraba a todos,
que pasaban olímpicamente de mí. Cuchicheaban entre ellos, formulando
palabras que no lograba entender. Para colmo, Enoa me miraba frunciendo
el ceño y con los brazos cruzados.
—¡Eh! ¿Hola? —Agité la mano —. Estoy aquí, por si no os habéis dado
cuenta.
—Tened cuidado, por favor —Mi madre frotó la cabeza de mi
hermanita.
—No te preocupes tanto, Dalia —intervino Enzo, pasando el brazo por
los hombros de su mujer —. Claudia es una mujer de lo más responsable.
—¡¿Alguien va a decirme de qué coño va todo esto?! —grité.
—Perdona, cariño —Claudia me besó en los labios mientras los demás
carcajeaban —. Enoa insistió en que no te dijéramos nada. Nos vamos de
escapada.
—¡Disneyland, Disneyland, Disneyland! —Enoa comenzó a dar saltitos
de alegría.
—¿Nos vamos a París? —Los miré a todos de uno en uno —. Joder,
Clau, no he preparado equipaje.
—¡Tú no vienes! —Enoa dio un pisotón en el suelo.
—Lo siento, amor —Claudia me lanzó una mirada que se debatía entre
la incomodidad y la diversión.
—¿Me vas a dejar colgada?
—No quiero que vengas, Lluvia —Mi hermanita puso los brazos en
jarras —. Cuando estáis juntas no dejáis de haceros mimos y no me hacéis
caso. ¡Quiero pasar tiempo con Clau!
—Te lo compensaré en unos días… —Volvió a besarme y agarró la
maleta.
—Seréis cabronas… —susurré.
No salía de mi asombro. Después de dos semanas sin ver al amor de mi
vida, había regresado como si nada, para darme un simple beso y secuestrar
a mi hermana pequeña. Lo que más me fastidió de todo, fue como Enoa me
sacaba la lengua a través de la ventanilla, con una chulería impropia de ella.
—No la tomes con ella —dijo mi madre, entre risas —. Ese
comportamiento lo ha aprendido de ti.
Me fui por no montar un espectáculo, pero no pude evitar reír a
carcajadas cuando entré en casa. Me habían puesto la miel en los labios
para luego darme una patada. Solo pensaba en una retorcida forma de hacer
pagar a mi hermanita haberme desafiado de una forma tan directa. Se iba
haciendo mayor y empezaba a tener el valor suficiente para plantarse y
pensar por sí misma.
Admiraba el sol cayendo por las montañas en mi cálido y reconfortante
patio, amarrada a una lata de cerveza y con la memoria puesta en Claudia.
Al menos en unos días estaríamos juntas y retomaríamos nuestra relación.
Sira me ofreció otra cerveza y se sentó a mi lado.
—¿Qué se siente cuando una niña de diez años secuestra a tu novia?
—No empieces tú también —Golpeé su muslo.
—¿Quieres que hagamos algo especial?
—¿Cómo qué?
—Cómo hacer el amor…
—¡Vale ya, Sira!
—Perdón —Se llevó una mano a la boca, descojonada de la risa.
—¿Por qué la habéis tomado conmigo? ¡Joder, sois unos pesados!
—Está bien, tienes razón —Se tumbó en el suelo, apoyando la cabeza
en mi muslo —. Es muy fácil hacerte de rabiar —Me dio una toba en el
mentón —. Tengo algo para ti.
—Aún faltan meses para mi cumpleaños, Sira…
—Considéralo un regalo extra —Se incorporó y me entregó una cajita
con un lazo azul —. Aunque esto sea devolverte lo que es tuyo…
—Te lo advierto, si algo sale disparado de esta cajita, te mandaré a la
luna de una patada en el culo —Cuando retiré la tapa, suspiré sonriente,
pero sin comprender. Cogí los dos anillos que descansaban en el interior —.
Son nuestros anillos, Sira —Nuestros nombres estaban borrados y la miré,
incrédula.
—Tuve que poner patas arriba tu dormitorio para encontrar el tuyo —La
risa de cuando era una niña curiosa, se manifestó en sus labios —. Lo
nuestro siempre estuvo destinado al fracaso —Cerró la cajita y la dejó a un
lado —. Quiero que formen parte de tu vida, Lluvia. Algún día, una gran
mujer te llevará al altar, probablemente Claudia.
—Pero, Sira, esto forma parte de nuestros recuerdos…
—Y así seguirá siendo… —Besó mi mejilla y agachó la cabeza.
—¿Eh? —Acaricié su mentón y lo elevé para admirar sus ojos
esperanzadores —. ¿Qué ocurre? —Me abrazó.
—Ha llegado el día, Lluvia…
—No… —La apretujé con fuerza, dejándome invadir por la tristeza —.
Prometiste que permaneceríamos juntas.
—Mantendré mi promesa. Todo ha terminado, por suerte, para bien —
Me empujó con cariño y comenzó a reír, poniéndose en pie —. Tengo que
retomar mi vida…
—Esta siempre será tu casa…
—Lluvia… —Me dio la espalda —. No me voy al fin del mundo, solo a
la otra punta del pueblo.
Sira se cargó de fuerza y valor. Decidió que era hora de volar como
mujer libre e independiente, resurgir de sus cenizas y darle a sus días un
nuevo rumbo. Lloré cuando la vi marchar, aunque me prometió que me
acosaría a diario. Me acostumbré tanto a su presencia, que los primeros días
me encontré desubicada. Había tanto silencio en mi dulce hogar…
Por suerte, Enzo consiguió colmarme de ánimos, pero la decisión que
había tomado por mi parte fue un golpe bajo para él. Me apoyó, pero un
pedacito de él se rompió. Tardaría en asimilar el nuevo rumbo que daría mi
vida, pero en ese momento, más que nunca, necesitaba buscar mi propia
felicidad. Nunca los abandonaría, pues siempre estaría disponible para cada
uno de ellos, aunque fuera en la distancia.