Sergio Ortiz - Lluvia

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Lluvia

Prólogo

Bajo la tormenta, corrí hasta que los músculos de mis piernas


comenzaron a arder. Fatigada, ralenticé mis movimientos; el frío era
insoportable. Tiritando y abrazada a mí, sentí que estuve a punto de
desplomarme, pero continué. Mis lágrimas se mezclaban con el agua que
las nubes grises dejaban caer; ahora ya nada tenía sentido. Todo lo que
amaba, todo lo que luché por conquistar, se había convertido en polvo y
ceniza.
Toqué el timbre, todo pasó tan deprisa que olvidé coger las llaves de
casa. Mis manos estaban rojas y no sentía los dedos. Los meses de octubre,
en mi pequeño pueblecito, eran de los más fríos del país. La helada brisa
congeló mis mejillas y el aire que entraba en mis pulmones me congelaba
por dentro. Segundos después, que para mí fueron una eternidad, la puerta
se abrió. No llegué a entrar, simplemente, observé a mi madre al otro lado,
confusa.
—¡No está, mamá!
—¡Cariño, estás empapada! —Los cálidos y reconfortantes brazos de mi
madre me rodearon —. ¡Ven, corre!
Mi querida madre me desnudó en la misma entrada y me guio hasta el
baño. Sumergí mi cuerpo en agua caliente; mi piel comenzó a arder. Aún
seguía llorando, intentando recomponer los pedazos de mi corazón. Todo
había sido un estúpido malentendido, pero ahora, no había oportunidad de
explicarse.
—¡Se ha ido! —dije, angustiada y con el rostro lleno de lágrimas.
—¿Quién se ha ido?
—Sira… —Todavía temblando, no era capaz de mirar los ojos de mi
madre —. Sus padres la han enviado lejos… Yo solo quise que fuera feliz,
era nuestro secreto. Toda la culpa es de Vera…
—Espera, cariño. No entiendo…
—La quiero mucho, mamá…
—¿Hablas de Sira? —Asentí —. ¿Qué quieres decir?
—Nos besamos, mamá. Lo hicimos porque nos queremos…
—¿Te gusta Sira? —Sus ojos se tornaron analizadores, pero no sentí
vergüenza al expresar lo que siempre he sentido. Ya nada importaba. ¿Por
qué ocultarlo más?
—Estoy enamorada de una chica…
Siempre lo supo. Para una madre atenta y cariñosa como la mía, no había
secreto que pudiera ocultar. Me consoló, me arropó entre sus protectores
brazos, pero para mí, no era suficiente. Sin Sira a mi lado, mi vida dejó de
tener sentido. No había pasado, futuro ni presente. Únicamente la desdicha
de mi soledad comenzó a acompañarme día tras día. Todo a mi alrededor
perdió su color natural, y mi mundo, mi vida, se volvieron fríos y grises.
Nuestro amor era tan grande y real, como la inmensidad del océano, pero
una oscura tormenta llegó para turbar las aguas de nuestra relación. Ahora
que la había perdido para siempre, no tenía motivos para seguir adelante…
Capítulo 1 — Besos en la tormenta

Sentada en la escalera, después de despedirme de mis compañeros de


clase, revisaba las notas del tercer y último trimestre, llevándome las manos
a la cabeza. Segundo de bachillerato no resultó ser tan complicado como la
gente me hizo creer, pero descuidé mis estudios y, en el último momento,
fracasé. No di todo de mí y, ¿sabéis por qué? Porque soy adicta a los
videojuegos. Mientras mis compañeros se dedicaban a hincar los codos
durante todo el año, yo aporreaba el teclado de mi ordenador en busca de un
tesoro nuevo o alguna mazmorra eventual para poder mejorar mi avatar. El
resultado; todo un verano estudiando para recuperar mis tres suspensos en
septiembre. No tenía planes para ese verano, bueno, en realidad, mi madre
había reservado unos días en una acogedora cabaña al norte.
Tampoco tenía muchos amigos; para mí socializar era una tarea perdida.
Solo había una chica que me interesaba, pero para ella yo era un fantasma.
Siempre habíamos ido a diferentes aulas, pero el último año, coincidimos.
Traté de acercarme en varias ocasiones, pues siempre pensé que tendríamos
un montón de cosas en común. Nos conocimos en preescolar y fue, sin
lugar a duda, amor a primera vista. En fin, ¿quién no ha tenido nunca un
amor platónico en esos años?
Después de unos minutos dándole vueltas a la cabeza y pensando en
cómo justificar mi fracaso escolar ante mi madre, salí del instituto,
despidiéndome mentalmente hasta septiembre. Y allí, abrazada a su
archivador y caminando con la mirada agachada, se encontraba Sira. Mi
Sira… No era la chica más atractiva del instituto, pero tenía su encanto,
aunque la verdad es que yo tampoco soy nada del otro mundo. Para ser
sincera, en todos mis años de instituto solo dos chicos se me habían
insinuado y puedo asegurar que ninguno de ellos era un buen partido.
Sira tenía cualidades que me atraían en exceso. Tenía los ojos color
ámbar, chiquititos y rasgados. La punta de su nariz terminaba en una
diminuta pelotita que se arrugaba cuando reía y sus dientes eran muy finos
y pequeños. Siempre llevaba su rizado pelo suelto, al contrario que yo, que
nunca salía de casa si no era con una coleta alta de caballo. Una cualidad
suya que siempre me llamaba la atención, era la manera que tenía de
entrecerrar la mirada cuando se concentraba o la forma en la que apretaba
los labios cuando estaba nerviosa. Destacaba mucho en el instituto, pero a
diferencia de las chicas que llevan cola de ballena y el vientre al aire, Sira
lo hacía porque sacaba las mejores notas. No había quien compitiera con
ella.
Siempre que salía del instituto, seguía sus pasos, guardando las
distancias. Era el camino más largo para llegar a mi hogar y la única manera
de sentirla cerca. En fin, siempre he pensado que algún día alguien
aparecería en mi vida y me sacaría a esa chica de la cabeza. Más que una
obsesión, amar a Sira era una rutina.
Ese día, mi madre me pidió expresamente que fuera al puerto, donde
trabajaba desde muy temprano con el fin de ver el resultado final de todo un
año sin dar ni golpe. Ante su mirada de furia y sus gritos, agaché la cabeza,
asustada. Mi madre era una persona muy cariñosa, alegre y, en ocasiones,
mi mejor amiga, pero cuando se enfadaba era como si una bomba nuclear
detonara.
—¡¿Me estás escuchando?! —gritó, agitando los brazos —. ¡Nada de
ordenador hasta que arregles este desastre, ¿lo has entendido?!
—Sí, mamá…
—Ve a casa y prepara tu maleta —Me dio la espalda y se cruzó de brazos
—. Hablaremos más tarde, Lluvia.
¿No os lo he dicho? Mi madre tuvo la brillante idea de ponerme el
nombre menos original y más extraño de todos. Cuando rompió aguas, se
encontraba en el puerto. Fue una noche en la que una tormenta la
sorprendió y las comunicaciones se cortaron. Para colmo, el compañero que
tendría que haberla recogido, tuvo un accidente en un pueblo cercano y no
pudo acudir. Cuando encontraron a mi madre, conmigo en brazos y cubierta
por una mantita, todavía seguía bajo el resguardo de una pequeña fachada,
protegiéndome de la lluvia. Y de ese modo, decidió ponerme un nombre
que me avergonzaba.
Nunca he juzgado sus decisiones, en su lugar, yo no sabría cómo actuar.
Veréis, mi padre era pescador y no uno cualquiera, no. Era más conocido
por sus historias que por su habilidad a la hora de atrapar peces. Un día,
antes de nacer yo, partió a mar abierto en solitario y nunca regresó. Ni
siquiera encontraron su barco pesquero. Mi madre me contó que sufrió
mucho, pero que nunca se rindió. Hizo todo lo posible para que disfrutara
de una buena infancia.
En fin, dejemos las tristezas a un lado. Como mi madre me había
ordenado, me dispuse en la tarea de preparar mi maleta. Me mantuvo
distraída el tiempo suficiente para no pensar en mis notas, ni en Sira, hasta
que mi madre llegó y cayó encima de mí toda su furia e indignación.
Terminé llorando, sí, soy muy llorona, sobre todo cuando me asusto.
Conseguí dormir a ratos, pero estaba demasiado inquieta. Por una parte, me
dolía decepcionar a mi madre y por otra, saber que estaría todo el verano sin
ver a Sira, me hacía sentir apenada.
Al día siguiente, antes de que se pusiera el sol, mi madre conducía su
Ford Ranger mientras yo dormía a su lado. Todos los años, solíamos
alejarnos del mar y visitábamos un pequeño pueblo del norte, a unos
doscientos kilómetros, donde pasábamos unas semanas rodeadas de
naturaleza. El clima era menos húmedo y la temperatura descendía varios
grados. Un sitio perfecto en el que relajarnos y desconectar de tanto mar y
tripas de pescado.
Nos alojamos en una cabaña de madera estilo vintage, pero acogedora, a
las afueras, donde la paz nos permitía conectar con la naturaleza. A poco
más de un kilómetro, había un lago que se llenaba de jóvenes desde primera
hora. No éramos los únicos que nos hospedamos allí, a nuestro alrededor
había varias cabañas, por lo que pude ver, habitadas.
Antes de sacar las maletas, todos los años nos dábamos un baño en el
lago nada más llegar. El agua era tan cristalina que podías ver el fondo y, en
ocasiones, algún pececillo curioso. Mi madre y yo caminamos de la mano y
al llegar, anduvimos por la orilla hasta el muelle. No era muy grande y
nunca se le daba la utilidad que merece. Lo normal es que los jóvenes, y los
que no lo son tanto, se reúnan allí para saltar al agua una y otra vez con el
único propósito de armar escándalo.
Dimos un paseo por los alrededores, todo cubierto de altos pinos, extensa
maleza y todo tipo de florecillas que daban color y vida a nuestra relajante
caminata. El caminito que bordeaba el lago era muy arenoso y debías tener
cuidado de no resbalar. A lo lejos, a poca distancia entre el lago y la cabaña,
había una pradera en la que nos sentamos a comer unos bocadillos. Mi
madre no era buena cocinera, de hecho, no sabía cocinar y a menudo
subsistíamos con bocadillos, precocinados o algún encargo de comida
basura. La compañía de mi querida madre siempre resultaba reconfortante.
Cansadas del viaje y de haber pasado un estupendo día rodeadas de
naturaleza, volvimos a nuestra cabaña. No era muy grande, pero teníamos
habitaciones separadas. El olor a madera me traía buenos recuerdos; fueron
muchas las visitas al norte. Mi pequeña habitación tenía un armario que
chirriaba cuando se abría y los cajones de mi mesita de noche parecían estar
pegados con cola. La cama sonaba una barbaridad cuando te meneabas por
la noche, pero era cómoda. Dormía con la ventana abierta y tapada hasta el
cuello con una fina mantita, alejada del calor insoportable del rústico
pueblo donde vivía.
Al despertar, desayuné con el sigilo de un felino. Pocas veces mi madre
tenía la oportunidad de dormir a pierna suelta hasta tarde, de modo que me
escabullí en silencio dispuesta a dar un paseo en solitario. El frescor de la
mañana era agradable y se respiraba un fuerte olor a pino. Sin rumbo,
caminé bordeando el lago hasta llegar a un paraje en el que la maleza
ocultaba mi presencia. Desde allí, podía divisar el muelle, lleno de chicos
con el único fin de divertirse. Cuando quería tranquilidad, no había un sitio
mejor.
Me tumbé en la densa hierba, mirando la claridad del cielo en busca de
alguna nube a la que dar forma con mi imaginación. Escuché el crujir de
unas ramas y me incorporé. Reconocí una voz que me taladró y me hizo
incorporar, agazapada. A lo lejos, junto a dos chicos que desconocía, Vera,
la odiosa hermana de Sira, se insinuaba de manera descarada. Ella fue mi
némesis en el instituto. No dudó en hacerme la vida imposible durante toda
su estancia. Por suerte, se graduó el año anterior y dejó de asistir a clase,
por lo que para muchos de nosotros fue un gran alivio.
Me alejé en completo silencio, bordeando el lago en dirección contraria y
dándole vueltas a un pensamiento. Si Vera estaba allí, significaba que su
hermana pequeña también había venido.
Al llegar a la cabaña, mi madre estaba despierta, envuelta en su albornoz
con una taza caliente de café, sentada en las escaleras de la entrada. Me
abracé a sus piernas y no tardó en acariciar mi cabello con una ternura
exquisita.
—Cariño, el muelle está lleno de chicas de tu edad, ¿por qué no intentas
socializar más?
—Estoy bien, mamá —Suspiré —. Me gusta estar contigo, no necesito a
nadie más —Su empeño porque tuviera un grupo de amigos nunca desistía.
—Iré al mercado, no tenemos nada para comer —Se levantó torpemente
—. No quiero que te quedes jugando con esos estúpidos videojuegos, ¿lo
has entendido? —Me señaló con su autoritario dedo índice —. Vuelve al
lago e intenta disfrutar.
—Mamá…
Puse los ojos en blanco y entré de nuevo en mi habitación. No había
deshecho la maleta y tardé en encontrar mi antiguo bikini, el mismo desde
que cumplí los quince años. Seguía teniendo la misma figura desde
entonces y mis diminutos pechos dejaron de desarrollarse muy pronto. Un
vaquero corto y desgastado, una camiseta rosa ancha y mis chanclas, fueron
suficientes para mirarme ante el espejo y verme como una chica de lo más
vulgar. Mi madre esperó antes de marcharse para asegurarse de que no me
quedaba encerrada en casa.
Caminé de nuevo por los despejados caminos hasta el lago, alerta por si
me encontraba con Vera. Paseaba con lentitud, dando patadas a cada
guijarro que me encontraba, haciendo tiempo hasta que mi madre regresara.
No tenía intención de bañarme, pero sí de sentarme en el muelle lo más
lejos posible del resto de chicos que se divertían como animales. No estuve
mucho tiempo, las miradas de todos los jóvenes reparaban en mí; era una
chica solitaria que esquivaba el acercamiento de todos a mi alrededor.
Decidí adentrarme más en el bosque. Sin querer, no vi el socavón que se
ocultaba tras unas flores y tonta de mí, caí al suelo. El fuerte dolor que sentí
en el tobillo me hizo gritar. Me acurruqué mientras mis lágrimas
amenazaban con salir, estirando la pierna.
—¿Lluvia? ¿Eres tú?
Cuando quise reaccionar, Sira corría a socorrerme. Me quedé embobada,
creyendo que me había golpeado en la cabeza y estaba delirando. Mis
mejillas comenzaron a arder y por unos segundos dejé de respirar. Intenté
levantarme, pero Sira lo impidió. Retiró mi chancla y como si fuera una
experta, elevó mi pie.
—¿Puedes moverlo? —Asentí, conteniendo mis lágrimas. Cualquier
golpecito en mi delicado y blandito cuerpo, me hacía llorar —. Tranquila,
sobrevivirás —Con cuidado, acarició la zona de mi tobillo. Sus manos eran
tan suaves que parecían estar hechas de algodón.
—Sira, ¿qué haces aquí? —Me miró, incrédula por mis palabras.
—He venido con mi familia. Tampoco es tan raro, ¿no? Muchos chicos
de nuestro pueblo visitan el lago a menudo —Me ofreció su mano —. Ven,
el agua del lago está fría e impedirá que se te inflame el tobillo.
Nuestras manos conectaron y creí morir. Por si fuera poco, me cogió de
la cintura y me llevó a la orilla del lago. Dejé de sentir dolor alguno; las
sensaciones de mi cuerpo recaían sobre algo más importante. Con el agua
hasta las rodillas, Sira me sujetaba con firmeza. Nunca había estado tan
cerca de ella y me di cuenta de que era un poco más alta que yo, lo cual no
es difícil cuando no llegas al metro sesenta. Ambas mirábamos al frente,
bajo un incómodo silencio que ninguna de las dos se atrevía a romper.
—¿Dónde te alojas? —dije al final.
—En una zona residencial a las afueras. Estaremos solamente unos días.
Y durante un largo rato, no dijimos nada más. Apoyé el pie,
asegurándome de que podía caminar. Sentía una ligera molestia, pero nada
que no me permitiera volver a la cabaña por mis propios medios. Resulta
que Sira iba en la misma dirección que yo, por lo que compartimos el
camino de vuelta.
—Gracias por tu ayuda, Sira.
—¡No hay de qué! —Me miró a los ojos y sonrió, mostrando sus finos y
relucientes dientes —. ¡Vaya! Tienes los ojos grises, nunca me había fijado.
Por cierto, ¿qué hacías paseando sola?
—Yo podría preguntar lo mismo…
—Huyo de mi hermana Vera —Apretó los labios —. He decidido volver
con mis padres, hasta que nuestros caminos se han encontrado.
—Tu hermana es…
—Lo sé —Me interrumpió bruscamente —. Por si no lo sabes, vivo con
ella —Se llevó la mano a la boca —. Perdona, no quería ser desagradable.
Es solo que Vera me saca de quicio —A lo lejos, divisamos mi cabaña.
—Te entiendo… —Me alejé unos pasos de ella —. Quizás nos veamos
por el lago algún día.
—Suelo ir al muelle por la noche, es el mejor momento para darse un
baño. No me importaría que vinieras…
Sonreí. Sira, sin perder tiempo, se marchó con pasos firmes y decididos.
Miré su forma de caminar hasta que la perdí de vista. Se meneaba
ligeramente a los lados, con la espalda perfectamente erguida. Sus brazos y
piernas eran rosadas, producto del intenso sol. Era la primera vez que
intercambiamos palabra alguna. En todos estos años, nunca saqué el valor
suficiente para entablar una conversación con ella, pero siempre deseé
formar parte de su pequeño círculo social.
Sira era especial en todos los sentidos, al menos para mí. Físicamente, en
conjunto, era hermosa, pero el resto de los chicos la consideraban alguien
muy común. No entendían que su atractivo recaía en otras cualidades como
su inteligencia, sonrisa o el brillo de sus ojos cuando el sol los bañaba con
sus rayos.
El caso es, que aquel día, no dejé de pensar en nuestro primer encuentro.
Mi mente recordaba una y otra vez sus manos en mi piel. Después de cenar
junto a mi atolondrada madre, fui a mi habitación y reflexioné. Aún llevaba
la misma ropa del día y ante el pequeño espejo del tocador, apreté los puños
y aspiré hondo. Cogí una linterna de uno de los cajones de la entrada y abrí
la puerta, dispuesta a adentrarme en el bosque a medianoche.
—¿A dónde vas, hija?
—Esta mañana me he encontrado con una amiga del instituto. Me ha
invitado al lago…
—¡Eso es estupendo! —Me abrazó.
—No vendré tarde, lo prometo.
Al adentrarme en el bosque, empecé a creer que aquello era una mala
idea. Veía sombras por todas partes, a pesar de que la intensa luz de la luna
se reflejaba en el lago y tenía mi linterna encendida. Nunca había caminado
de noche por el bosque, pero estaba dispuesta a sacrificarme si conseguía
estar con Sira de nuevo. Al llegar al muelle, no había rastro de ella. Todo
estaba desierto.
Me senté en cuclillas, mirando el reflejo de la luna en el lago. El agua
estaba serena y resultaba tan hermoso como intimidante. Una ligera brisa
permitía que el calor de la noche fuera reconfortante. Con mi teléfono móvil
en la mano, comprobaba la hora a cada a minuto, pero ni rastro de Sira.
Había esperado lo suficiente para darme cuenta de que no aparecería.
Decepcionada, miré por última vez las oscuras y tranquilas aguas y el ruido
de unos pasos contra la desgastada e hinchada madera del muelle, llamó mi
atención. Con una mochila fucsia al hombro, vi la inconfundible silueta de
Sira.
—¡Has venido! —Me plantó un besó en la mejilla y soltó la mochila.
Comencé a sentir un calor interno que subía por mi estómago —. ¿Te
encuentras bien, Lluvia? Estás colorada como un tomate.
—Tranquila —Agité las manos —. Estoy bien.
Sira se mostraba contenta, nunca la había visto sonreír de aquella forma
tan natural. No tardó en desprenderse de sus ligeras ropas y mostrar un
trikini negro con lunares amarillos. Normalmente, Sira solía vestir muy
recatada y me asombré al ver como cada prenda se ajustaba a su perfecto
cuerpo. Guiñó un ojo, corrió hasta el final del muelle y se tiró al agua de
cabeza. Tardó en salir a la superficie. La luz de la luna golpeaba su rostro,
sombreado bajo las oscuras aguas de tal forma, que parecía una modelo en
una sesión fotográfica.
—¿No me acompañas? – dijo, acercándose a mí.
—Prefiero verte…
—¡No seas aburrida!
No quería decepcionar a Sira. Salí del muelle y me introduje en el agua
por la orilla hasta la cintura. Cuando mi cuerpo se adaptó a la temperatura
del agua, me arrodillé y moví los brazos. Era la primera vez que me daba un
baño por la noche y fue una sensación maravillosa.
—¡Ven conmigo, Lluvia! – gritó.
—¡Aquí estoy bien! —Cómo era de esperar, Sira vino hacia mí, nadando
con soltura. Se colocó a mi lado, también de rodillas.
—No te preocupes, al principio da miedo bañarse en el lago por la noche
—Me dio un golpecito en el hombro. La soltura y efusividad que mostraba
me descolocó. Sira solía ser una chica tímida y prudente —. ¿He dicho algo
malo?
—No, no, es solo que… —Mojé mi cara para tener tiempo de pensar una
respuesta —. Normalmente, sueles ser bastante seria y apenas hablas con
nadie…
—¡Ah, ¿es por eso?! Bueno, en el instituto evito relacionarme con nadie.
—¿Por qué?
—Porque al instituto se va a estudiar, no a divertirse, tonta —Comenzó a
reírse a carcajadas —. ¿Te cuento un secreto? Siempre que vengo aquí,
suelo aburrirme como una ostra. Estoy sola y los amigos de mi hermana no
hacen otra cosa que meterse conmigo. Es la primera vez que me baño en el
lago con una amiga.
—¿Una amiga?
—¡Claro! Te invité a salir y aceptaste, así que somos amigas —Cogió mi
mano y tiró de mí —. ¿Tienes hambre?
Sira me ofreció un trozo de empanada de carne y nos sentamos en el
muelle, con los pies dentro del agua. Me sentía cómoda a su lado, como si
nos conociéramos de toda la vida. Su forma de comportarse me resultaba
extraña, fuera de lugar. Nunca imaginé que, al margen del instituto, Sira
fuera una chica tan lanzada y extrovertida.
—Cuéntame algo sobre ti —Me miró, divertida —. ¿Quizás algún
secreto que no sepa nadie?
—No tengo secretos.
—Todo el mundo tiene secretos. ¿Algún chico que te guste?
—Bueno… Hay alguien que siempre me ha gustado. Desde que vi a esa
persona por primera vez, quedé hipnotizada.
—¿Es guapo?
—Mucho, pero no tengo posibilidades, ya sabes, somos muy diferentes y
hasta hace poco ni siquiera sabía que existía… —Sin querer, me había
declarado de forma indirecta. La verdad es que decir aquellas palabras
fueron como una pequeña liberación —. ¿Y tú? ¿Tienes novio?
—No, nunca me han gustado los chicos —Se llevó el último trozo de
empanada a la boca y sin pensárselo dos veces y masticando, se lanzó al
agua de nuevo.
Un mundo de posibilidades se abrió ante mis ojos. Sus palabras me
dieron a entender que compartía mis gustos por el género femenino, lo cual
me hizo sentir esperanzada, pero los complejos que sentía por mi físico eran
un impedimento. ¿Qué encantos podría tener yo para atraer a alguien como
Sira?
Mientras observaba como se bañaba con cierta gracia, nadando de un
lado a otro y buceando, pensé en todos los años que fui una idiota y no
mostré el valor suficiente para acercarme a ella en el instituto.
Seguimos disfrutando parte de la noche en el lago, hasta que nuestros
bostezos nos obligaron a marcharnos. Aún seguía atontada por las palabras
de Sira y no entendía cómo podía haber revelado su condición sexual así.
En mi pueblo, si alguien es diferente, le castigan con el mayor de los
desprecios.
Nos despedimos con un abrazo. Habíamos congeniado mucho en las
pocas horas que duró nuestro encuentro. Sobra decir, que cuando entré a
hurtadillas en la cabaña y me encerré en mi habitación, comencé a dar
saltos de alegría. Pocas veces sentí una emoción tan grande y me costó
conciliar el sueño. En mi cabeza solo existía un pensamiento; Sira…
Las siguientes noches, Sira y yo compartimos el muelle. Era muy abierta
y no dudaba en decir lo que pensaba. Acabamos por forjar una intensa
amistad de verano. Estar a su lado era mejor que en mis sueños. Descubrí,
no solo una personalidad diferente en Sira, sino que su círculo social era tan
abundante como pintoresco, pero su vida no estaba en mi pequeño pueblo.
Aunque su familia residía allí, su vida personal se forjó en la capital. No
tenía pareja y dijo en varias ocasiones que no estaba interesada en mantener
una relación sentimental con nadie, lo que me llevó a sentir una profunda
decepción. Únicamente, se dedicaba a sus estudios, pero al terminar el
bachillerato dudaba sobre qué carrera escoger. Quería ir a la universidad, a
diferencia de mí, que estaba destinada a limpiar tripas de pescado.
Durante el día, mi atención recaía sobre mi madre. Hicimos un montón
de cosas, incluso fuimos a una hípica cercana e hicimos una ruta a caballo
por el bosque. Era la primera y última vez que tenía pensado montar a un
animal tan majestuoso. Acabé con agujetas en las piernas, por no mencionar
el miedo que tenía a las alturas. Para mí, elevarme del suelo más de un
metro, era una señal de pánico. También hicimos una fogata frente a la
cabaña y contamos historias de miedo, bueno, más bien de risa. Quizás
nunca necesité relacionarme con nadie por el gran vínculo que tenemos. Mi
madre siempre ha sido mi mejor y más preciada amiga.
Al anochecer del cuarto día, caminé hasta el muelle del lago, con mi
linterna en la mano y golpeando los guijarros más pequeños del camino con
mis desgastadas chanclas. Sentada en posición de flor de loto, Sira me
esperaba, como todas las noches. Me senté a su lado, me abrazó y me regaló
una preciosa sonrisa. Nos desvestimos para darnos un baño; ella saltando
desde el muelle y yo rodeándolo hasta la orilla. Aquello no entraba en los
planes de Sira. Me abrazó por detrás, me elevó un palmo del suelo y caminó
hasta el fondo del muelle.
—¡No, Sira! ¡Para, por favor!
—Tranquila, no tengas miedo. Lo haremos juntas, ¿vale?
Miré el lago a mis pies e hiperventilé. Lancé un grito de terror, pero Sira
pensaba que solo bromeaba. Cerré los ojos, muerta de miedo ante su
disparatada idea. Si me soltaba, estaba convencida de que me hundiría para
siempre.
—Una, dos y…
—¡Para, Sira! ¡No sé nadar!
Retrocedió y me soltó. Aterrada, me alejé todo lo que pude. Sin
pretenderlo, revelé uno de los tantos secretos de mí misma que me
avergonzaban. Pronto, el rostro de Sira se llenó de preocupación,
arrepentida por haberme intentado lanzar al agua, pero ¿qué chica de
diecisiete años no sabe nadar?
—No lo sabía —Se sentó a mi lado, cogió mi mano y la apretó entre las
suyas.
—Estoy a punto de sufrir un ataque al corazón —Mi pecho se inflaba y
desinflaba a un ritmo alarmante. Aunque os parezca exagerado, para mí fue
como estar al borde de la muerte.
—Tranquila… —Sus ojos no se despegaban de los míos —.
Perdóname…
Tardé en recuperar el aliento y que mi respiración recobrara un ritmo
normal. Sira se disculpaba una y otra vez. No estaba molesta, sino asustada.
No tenía miedo al agua, pero sí a las zonas donde no podía hacer pie. Uno
de mis mayores miedos, era morir ahogada, como supuestamente falleció
mi padre.
Sira me abrazó, preocupada. Cada contacto con el calor de su cuerpo me
agitaba. Sus abrazos eran tiernos, sinceros, tal y como siempre los había
soñado. En aquella época, no entendía mucho sobre el amor, pero sabía que
mis sentimientos eran demasiado fuertes. Desconocía qué tendría que hacer
para conquistar su corazón. Me mostraba cariñosa, pero siempre que
nuestro contacto físico se daba lugar, la inseguridad se apoderaba de mí.
Pronto, nuestras vacaciones en el lago llegarían a su fin y tendría que poner
todo mi empeño en hacer que se fijara en mí.
Sentadas en el muelle, Sira y yo reíamos sin parar. Tenía un absurdo
sentido del humor, pero a mí me hacía reír. La ligera brisa nos hizo
arrimarnos la una a la otra para entrar en calor y cada vez, me sentía más
cómoda tras cada acercamiento. A menudo, admiraba sus labios, carnosos y
rosados, imaginando en mi mente una y otra vez un beso que llegara por su
parte.
—Tierra llamando a Lluvia, ¿me estás escuchando?
—¿Qué?
—¡Qué cómo es qué no has aprendido a nadar!
—Nunca lo he necesitado y no me gusta mucho el agua.
Sin previo aviso, el cielo rugió. Alzamos la vista y un relámpago brilló
entre las oscuras nubes. La primera gota de una intensa tormenta cayó sobre
mi frente. Sira recogió su mochila, agarró mi mano y tiró de mí. Corrimos
por el muelle, riéndonos ante aquella divertida escena cuando de golpe y
porrazo comenzó a diluviar. Escuchamos otro trueno, más fuerte que el
anterior, y en lugar de correr hasta mi cabaña para buscar refugio, Sira se
introdujo en el bosque. No conseguía ver nada y la densa hierba golpeaba
mis piernas.
—¡Sira! —grité —. ¿Dónde me llevas?
—Hay un pequeño puesto forestal a unos metros —contestó, jadeando
—. Si no nos refugiamos ahora, nos congelaremos de frío.
El puesto forestal no quedaba lejos, pero estaba cerrado. Bajo una
intensa lluvia, me abrazaba a mí misma mientras tiritaba de frío; estábamos
empapadas. Sira comenzó a dar vueltas alrededor del puesto y yo, asustada,
solo quería correr en dirección a mi cabaña.
—¡Aparta! —gritó a mi espalda.
Sira portaba en sus dos manos una enorme roca. La lanzó contra una de
las ventanas de cristal, pero no logró acertar en el blanco. Volvió a
intentarlo, esta vez con éxito. Se quitó su fina chaqueta vaquera y la colocó
en la ventana para no cortarnos con los cristales al saltar. Ella entró primero
y me ayudó a cruzar hasta el interior. Me acurruqué contra la pared,
intentando adaptar la vista a la oscuridad del lugar. Sira cubrió la ventana
con las cortinas y las ató para que entrara la menor cantidad de frío posible.
—Estoy congelada… —dije, tiritando.
El puesto forestal era estrecho y poco acogedor. Tenía una mesa de
madera llena de polvo con varios aparatos electrónicos, un armario
empotrado tan pequeño que solo cabía una persona y un par de sillas que
cojeaban. Sira comenzó a buscar por todas partes, abriendo todos los
cajones.
—Lluvia, quítate la ropa.
Me desvestí, quedándome únicamente con la parte inferior de mi bikini
y colocando mis prendas lo más estiradas posible encima de la mesa. Sira
encontró en el interior del armario un par de chaquetones verdes y dos
toallas. Colocó una en el suelo, y después de desprenderse de sus ropas, se
arrodilló y comenzó a secarme. Aún tiritaba de frío y para qué negarlo,
estaba aterrada. El aire chocaba con el frágil puesto forestal, haciéndolo
temblar, y el viento golpeaba con violencia los árboles, solapando cualquier
otro sonido.
Sira intentaba mantenerse serena y calmada, pero también estaba helada
y sus manos temblaban. Me lanzó uno de los chaquetones y comenzó a
secarse con rapidez. Apenas conseguía distinguir nada entre tanta
oscuridad, salvo cuando un nuevo relámpago castigaba el cielo e iluminaba
brevemente la estancia. La silueta de Sira se reflejaba en mis ojos cada
pocos segundos y no conseguía pensar en otra cosa.
—Lluvia, abrígate…
Se acurrucó a mi lado para que las dos pudiéramos entrar en calor. Su
piel junto a la mía era más de lo que podía soportar. A pesar de la humedad
de su cuerpo, estaba caliente. Me quité mi coleta y estrujé mis cabellos para
quitar el máximo de agua posible. Sira me cubrió con la toalla y comenzó a
secar mi pelo con insistencia. Al terminar, coloqué mi cabeza en su hombro,
abracé su cintura y busqué sus piernas con mis pies.
—Pronto entraremos en calor —Besó mi coronilla —. Solo es una
tormenta de verano, cesará en seguida…
Sentía el palpitar de su corazón. Mi costado apretujaba sus pechos y no
podía sacarme de la cabeza que la chica de mis sueños estaba a mi lado,
medio desnuda y acariciando mi piel. Sira consiguió tranquilizar mi miedo.
Su aliento golpeaba mi cara y no podía hacer otra cosa que respirar con
fuerza para absorber cada bocanada de aire.
—Sira —Me retiré lo suficiente para colocar mi rostro cerca del suyo
—. Gracias por cuidarme.
No podía verla con claridad, pero juraría que estaba sonriendo. Busqué
con mis dedos su boca, la acaricié y como si fuéramos dos imanes, nuestros
labios se encontraron. Sus manos se posaron en mi cuello, se apartó y
acarició mi nariz con la suya.
—Lluvia… —susurró.
Volví a descansar sobre su cuerpo, con la sensación en el corazón
que conlleva tu primer beso. Nuestras manos jugueteaban bajo el abrigo y
nuestras piernas se entrelazaron como si formáramos parte de la misma
persona. Todo lo demás dejó de existir; en ese momento tan especial, solo
Sira ocupaba cada uno de mis pensamientos.
Capítulo 2 — Bajo el agua

Dos golpes secos y sonoros, nos hicieron sobresaltar. Los rayos del sol
entraban por los huecos de las cortinas y escuchamos el cantar de los
pájaros del exterior. Abrimos los ojos y a la vez, nos pusimos en pie. La
noche anterior conseguimos entrar en calor y sin pretenderlo, nos quedamos
dormidas. La puerta se abrió de par en par y apareció un hombre con gafas
de pasta dura. Vestía el uniforme de los guardas forestales de la zona. Puso
los brazos en jarras y agitó la cabeza.
—¡Están aquí! —gritó.
Aún seguía abrazada a Sira cuando nos separaron. Nos hicieron decenas
de preguntas, más preocupados por nuestro bienestar que por otra cosa. Al
parecer se formó un gran revuelo. Nuestras madres denunciaron nuestra
desaparición y las autoridades cercanas comenzaron nuestra búsqueda por
los alrededores.
Salimos del puesto forestal y la luz del sol cegó mis ojos. Un guarda
salió de un vehículo cercano junto a una mujer que me resultaba familiar.
Julia, la madre de Sira, era una mujer más joven de lo que aparentaba.
Coincidí con ella en un par de ocasiones a la salida del instituto, pero nunca
habíamos intercambiado ninguna palabra. Siempre mantenía un semblante
serio e inescrutable. Cuando se acercó a nosotras, tiró de su hija y la cubrió
con una manta.
—¡¿Dónde demonios estabas, Sira?! —gritó, alterada.
Sira relató lo ocurrido, pero Julia no parecía prestar atención. Me
miraba fijamente, apretando los labios y suspirando con intensidad. Su
mirada rezumaba cierta malicia, pero estaba tan asustada que me limitaba a
mirarme los pies y pensar en otra cosa. Con el chaquetón todavía puesto, los
guardas forestales nos ofrecieron agua y un paquete de galletas de chocolate
y nos ayudaron a montar en su vehículo. Sira me miraba de reojo, confusa.
Era evidente que el fuerte carácter de su madre la intimidaba.
A las puertas de la cabaña donde me alojaba, uno de los guardas me
ayudó a bajar del vehículo y me acompañó. Me dio una bolsa blanca de
plástico con mis arrugadas ropas y aporreó la puerta. Unos pasos sonaron al
otro lado y mi madre apareció con el rostro descompuesto.
—Lluvia… —susurró, llorando a moco tendido. Me abrazó y miró con
agradecimiento al hombre que me había rescatado —. Gracias por encontrar
a mi hija.
El guarda mostró una amplia sonrisa, satisfecho por devolverme con mi
madre en perfectas condiciones. Cuando entré, bajo los brazos de mi
afectada madre, me quité el chaquetón y me senté en el pequeño sofá de
color beis.
—Lluvia, cariño —Sus lágrimas me contagiaron y las dos comenzamos
a llorar con intensidad —. Creí que te perdía…
—Lo siento, mamá, no quería preocuparte.
No recibí ninguna reprimenda; mi madre era una mujer de lo más
comprensiva. Nunca quise que se preocupara, pero no me arrepentía de lo
que había ocurrido. Las circunstancias que acontecieron la noche anterior
me llevaron a los labios de Sira. Fue uno de los momentos más románticos
de mi adolescencia, pero una parte de mí, temía que no fuera correspondida.
Al fin y al cabo, las dos estábamos asustadas en un ambiente desconocido y
un beso no significa lo mismo para todo el mundo.
La sensación que sentí el resto del día era como estar en una nube.
Sonreía constantemente, tratando de que mi madre no se percatara de mi
felicidad. Estuve con ella a cada segundo, disfrutando de nuestras
vacaciones e intentando omitir de nuestras mentes lo ocurrido. Solo pensaba
en dos cosas; el beso con Sira y las miradas maliciosas por parte de su
madre. No comprendía por qué me miró de esa forma tan despectiva, pero
quise creer que tan solo estaba preocupada por su hija.
A la mañana siguiente, muy temprano, observaba el amanecer con una
taza de leche caliente y envuelta en el albornoz de mi madre. Nunca me
había despertado tan pronto un día de descanso, pero me pareció bonito
admirar el inmenso cielo. Esperé el tiempo suficiente para que las horas de
la mañana avanzaran y así contactar con Sira. No respondía a mis llamadas
ni a mis mensajes, pero no desistí. Cada poco tiempo, volvía a coger mi
teléfono y lo intentaba de nuevo.
Decepcionada, corrí hasta el muelle a medianoche. Estuve sentada,
esperando ver a la chica que me había robado mi primer beso. Sira no
apareció aquella noche, ni tampoco la siguiente. Sin tener noticias suyas,
estaba al borde de la desesperación.
Al tercer día, volví al muelle con la esperanza de ver a Sira por última
vez. Al día siguiente, volvería al pueblo y no podía marcharme sin
despedirme. Derrotada y llorando de tanto esperar, miré la luna y me
levanté. Me giré, con la cabeza agachada, y vi entre los árboles la parte
inferior de una chica a pocos metros de mi posición. Al alzar la vista, Sira
me miraba con tristeza. Durante unos segundos, un pronunciado vuelco al
corazón me agitó por completo y me tiré a sus brazos, siendo
correspondida.
—Lo siento mucho, Lluvia. Mis padres me han prohibido verte y he
estado incomunicada —Nos sentamos en el muelle, mirándonos fijamente a
los ojos —. Me he escapado, necesitaba verte…
—¿Tus padres no quieren que seamos amigas?
—Creen que eres una mala influencia…
Tras escuchar sus palabras, las dudas se esfumaron. Sira había venido a
despedirse de mí, sin importar los obstáculos que se interpusieran en su
empeño. Largo rato estuvimos mirándonos a los ojos, felices por
estar juntas de nuevo. Tenía miedo de separarme de ella y de que la
distancia interfiriera entre nosotras, por lo que cometí un acto de valor
impropio de mí. Me lancé a sus labios, buscando el calor que tanto ansiaba.
Su boca se abrió y con prudencia, rozó mis labios con su lengua. Intenté
copiar sus movimientos y el contacto de nuestras húmedas bocas era tan
intenso que podía escuchar a mi descontrolado corazón bajo mi pecho. Sira
sabía a fresa, probablemente por haber estado mascando chicle. La
sensación de la unión de nuestros labios, explorando nuestras bocas con la
timidez y el deseo de dos chicas inexpertas, resultó ser tan excitante como
nuevo.
Aquella noche, con la luna como único testigo de nuestro beso de amor,
comprendí que nunca querría estar con otra chica que no fuera Sira. Ella era
mi todo, la persona que siempre quise tener a mi lado. Mi amor
inalcanzable se hizo posible. Aún recuerdo ese maravilloso beso como uno
de los más bonitos de mi juventud.
Nos retiramos a la vez, con nuestros labios adormecidos después de un
prolongado beso que pareció no tener fin. Su sonrisa era perfecta y sus ojos
me dijeron todo lo que necesitaba saber. Se hizo tarde, pero no nos importó.
Para nosotras, ocultas en la oscuridad del muelle, solo existía el amor que
nos teníamos. Acarició mi mejilla, cerró los ojos y su boca comenzó a
buscar la mía.
—¡Sira! —se escuchó decir por todo el muelle.
Abortamos nuestro último beso y nos levantamos, sobresaltadas.
Distinguía los andares de Vera entre la oscuridad, avanzando con largos y
sonoros pasos hasta nosotras. Sira me echó a un lado y me miró, frunciendo
el ceño. La mano de su hermana chocó con fuerza en su mejilla. Cayó al
suelo sin tener la oportunidad de apoyar las manos.
—¡Niñata desconsiderada! —gritó —. Llevo horas buscándote.
—¡No la vuelvas a tocar! —La empujé con todas mis fuerzas, rabiosa
ante una Sira que se postraba en el suelo, indefensa.
—Tenías que ser tú, ¿verdad, Lluvia? —Agarró mis manos —. Siempre
fastidiándome con tu presencia.
—Nunca te he hecho nada malo —Ayudé a Sira a incorporarse —.
Estoy harta de que me hagas la vida imposible. ¡Te odio, Vera!
Vera me miraba con rabia. No entendía por qué siempre la tomaba
conmigo. Los recreos en el instituto fueron un infierno. Me provocaba a
todas horas, ridiculizándome ante mis compañeros. No iba a permitir más
humillaciones y mucho menos que agrediera a Sira de un modo tan
violento. Me enfrenté a ella cuando vino hacia mí y sin querer, Sira volvió a
caer al suelo. Vera era un año mayor que yo y bastante más alta. Sobra decir
que mi fuerza era menor, pero intenté estar a su altura. Sus empujones me
hacían retroceder y no era capaz de defenderme. Cuando estuve al borde de
caer al agua, las manos de Vera fueron directas a mi cuello.
—¡No deberías existir! —gritó. Mi cuerpo se venció hacia atrás y todo
mi mundo se ralentizó. Giré la cabeza antes de caer a las oscuras aguas que
amenazaban con engullirme.
—¡No sabe nadar! —los gritos de Sira fueron lo último que escuché.
Mi cuerpo se hundió. No conseguía ver nada y movía las extremidades
torpemente. Conseguí salir y respiré antes de volver a hundirme. El agua
estaba fría y a cada segundo que pasaba, me hundía con más rapidez. No
podía respirar y trataba por todos los medios volver a la superficie. Mi
mente se nubló y mis brazos y piernas dejaron de moverse. Sentí un par de
convulsiones y como mis sentidos se desconectaban. Perdí la noción del
tiempo, pero cuando abrí los ojos, me encontraba tumbada en el muelle.
Comencé a expulsar agua, sintiendo un fuerte ardor de estómago. Sira
estaba delante de mí, completamente mojada.
Mi agitada respiración tardó en normalizarse; jamás había
experimentado tanto miedo. Pensé que no lo contaría. Sira sujetaba mi
cabeza entre sus piernas, susurrándome palabras de consuelo al oído. Me
incorporé, sintiendo la necesidad de alejarme todo lo posible del muelle
cuando Julia apareció y tiró de la oreja de Sira para alejarla de mí. A lo
lejos, Vera sonreía con maldad.
—¡Suéltame! —gritó Sira —. No soy una niña, mamá. ¡Qué me sueltes,
te digo!
—Esta vez te has pasado de la raya, Sira. No volverás a ver a esa chica
nunca más.
—No voy a dejarla sola —Se zafó de su madre —. ¡Lluvia!
Corrió a mis brazos, pero esta vez era ella la que buscaba ayuda. Julia
me miraba como si fuera un repugnante insecto y no entendía el motivo.
Hizo un gesto con la mano para que la siguiéramos, y dudosas, aceptamos.
Julia había aparcado a pocos metros del muelle y pronto me encontré en su
vehículo, de camino a mi cabaña.
Frenó bruscamente al llegar, se bajó y tiró de mi brazo hasta mi cabaña.
Aporreó la puerta con insistencia hasta que mi madre abrió de golpe. Miró
las manos que apretaban mi brazo y las golpeó para liberarme. Se enfrentó a
Julia, señalándola con el dedo mientras de sus ojos saltaban chispas.
—Te dije, hace mucho tiempo, que nunca te acercaras a mi hija – dijo
mi madre, enfurecida como nunca la había visto.
—Entonces deberías vigilar de cerca sus pasos, Dalia. La próxima vez,
habrá consecuencias —Se giró, dispuesta a marcharse.
—¿Me estás amenazando? —Mi madre me echó a un lado y siguió sus
pasos hasta detenerse a escasos metros—. Después de todo el dolor que
causaste a mi familia, tienes la poca decencia de plantarme cara. Tus actos
no tienen nombre, Julia. Llegamos a un acuerdo por el bien de nuestras
hijas…
—No presumas de superioridad moral —Apretó los dientes —. Tú me
lo arrebataste, Dalia. Eso es algo que nunca te perdonaré. Si no hubieras
intervenido, él aún estaría vivo.
Mi madre agarró mi brazo y tiró hasta el interior de la cabaña. Estaba
harta de que me trataran como a una niña de diez años. Miré por la ventana
y vi como el vehículo de Julia daba un fuerte acelerón y se perdía en la
lejanía.
—¿Hablabais de mi padre? —dije, acercándome —. ¡Te he hecho una
pregunta! ¿Qué ha querido decir, mamá?
—Así que, ¿Sira es la chica con la que sales todas las noches?
—¿Qué ocurre? No entiendo nada.
—No vuelvas a acercarte a esa chiquilla, Lluvia. Esa familia no te traerá
nada bueno…
—Pero, mamá… —Intentaba comprender sus palabras, el porqué de
tanto odio hacia la familia de la persona que amaba. Sin duda, había
muchos secretos que mi madre ocultaba… —. Sira es buena conmigo y…
—¡Te lo prohíbo, Lluvia! —gritó, llena de ira —. ¡Haz las maletas
ahora mismo! Volvemos a casa.
Con los ojos bañados por incontables lágrimas, corrí enfurecida y me
encerré en mi habitación. No comprendía qué estaba ocurriendo. Lo que
parecía tener un final feliz, se fue al traste y desconocía el motivo. Solo de
pensar que Sira y yo tendríamos que separarnos, me provocaba el mayor de
los dolores. Lo único que quería en este mundo, era estar a su lado.
No renunciaría a la compañía de Sira, ni por mi madre, ni por nadie,
pero sí dejaría que el tiempo calmara las embravecidas aguas. Buscaría el
momento oportuno para que volviéramos a estar juntas, pero nunca imaginé
lo que se nos vendría encima. Sira tenía razón; todo el mundo tiene
secretos.
Capítulo 3 — Un futuro incierto

Ante mí, con los ojos inyectados en sangre y empuñando una alabarda
envuelta en un aura ponzoñosa, el carcelario de las tierras altas del Este
emergió de su sucio y asqueroso escondrijo. Había tenido que cruzar las
montañas de Igafiur, la ciénaga de Engmior y derrotar al dragón de un solo
ojo para llegar hasta él, pero al fin, era mío. No fracasaría en mi intento de
vengar a mi prometido.
Desenvainé mi espada y la alcé al oscuro y tenebroso cielo. Estábamos
en su territorio, sí, pero tenía un as en la manga. El mago del océano me
otorgó el hechizo necesario para acabar con cualquiera de mis enemigos. El
único inconveniente, era que perdí mi escudo durante una reyerta con los
gnomos ponzoñosos.
—¡Driamolgo! No tienes escapatoria.
Saltó hacia mí, lanzando un ataque descendente que conseguí esquivar a
tiempo. Su fuerza era atroz, pero yo había basado mis atributos en la
agilidad. Corrí y comencé a atacar sus extremidades, sin éxito. Driamolgo
se movía con más rapidez que antes. Nuestras armas chocaron y la presión
de su alabarda en mi espada me hizo arrodillar. Era el momento de llevar a
cabo mi plan.
—¡Luz de estrella! ¡Guía tu destello a mi arma!
Mi espada brilló con tanta intensidad que cegó a mi enemigo, dejándolo
indefenso. Clavé mi arma en su estómago, traspasando su cuerpo. Cuando
creí que la victoria era mía, Driamolgo agarró la hoja de mi arma y se la
incrustó más en su pecho, para acercarse a más mí. No tenía la fuerza
suficiente para hacerme con mi espada de nuevo y cuando quise reaccionar,
la hoja de su alabarda cortó mi cuello. Todo se tiñó de rojo. Arrodillada,
observando como un charco de sangre caía a borbotones de mi profunda
herida, Driamolgo me decapitó. De repente, todo se volvió oscuro.
—Mierda… —dije, rabiosa ante mi mal perder —. Tres horas tiradas a la
basura…
Desde que mi madre y yo regresamos a casa, no hice otra cosa que jugar
con el ordenador a escondidas y de vez en cuando, estudiar mis asignaturas
pendientes. En lo referente a mis estudios estaba más desmotivada que
nunca y no encontraba fuerzas suficientes para recuperar mis suspensos. Lo
cierto es que, desde que me alejé de Sira, me encontraba apagada. No tuve
noticias suyas desde el incidente con su familia y temía que nuestro breve e
intenso romance hubiera llegado a su fin. Hice el amago de llamar en varias
ocasiones, pero me avergonzaba tanto la actitud que mostró mi madre, que
no tenía palabras.
Mi madre y yo no hablamos sobre lo ocurrido. Tenía dudas sobre lo que
pasó, pues en aquellos comentarios llenos de ira y con segundas
intenciones, dejaron claro que guardaban un secreto entre ellas. Sabía que
mi madre era muy conocida en el pueblo, pero nunca imaginé que tuviera
enemigos.
Después de diez días de nuestro regreso, estaba absorta, malgastando el
tiempo con el ordenador en lugar de aplicarme a mis estudios, cuando un
golpe secó sonó en la ventana de mi dormitorio. Miré durante unos
segundos y seguí con lo mío cuando otro golpe más fuerte, volvió a
escucharse. Agazapada entre dos coches mal estacionados, Sira alzó la
mano y soltó un puñado de piedras. Se acercó, alerta de cualquiera que
pudiera descubrirnos.
—Sira, ¿qué haces aquí?
—Necesito hablar contigo.
—Estoy sola en casa —Señalé la parte trasera —. Ven por la puerta de
atrás.
Corrí todo lo que pude, abrí la verja de la puerta trasera y allí estaba, tan
hermosa como siempre. Entró y se tiró a mis brazos, estrujándome con
afecto. Aspiré su olor natural y por unos segundos, me perdí por completo
en el aroma de su piel. Agarré su mano y nos encerramos en mi habitación.
Se sentó a los pies de mi cama y comenzó a observar el entorno.
—¡Madre mía, Lluvia! Tu habitación es un desastre.
—Me alegro de verte, pero ¿por qué has venido?
—¡Vaya! —exclamó —. Esperaba otro tipo de recibimiento…
Me miró a los ojos, decepcionada. Lo cierto es que deseaba tanto estar
con ella, que no pensé en otra cosa desde nuestro último encuentro, pero a
la vez, me sentía avergonzada. Todo ocurrió tan deprisa que no supe
gestionar mis sentimientos.
—¿Qué está pasando, Sira?
—No lo sé —Suspiró —. Parece que entre nuestras familias existe una
rivalidad desde hace años, pero mi madre se niega a hablar. Intenté
preguntar a mi padre, pero me advirtió con severidad que no removiera el
pasado —Acarició mi mano —. Vigilan cada uno de mis movimientos…
No quieren que me acerque a ti…
—Todo es muy confuso y no sé qué debo hacer… —Cerré los ojos.
—Da igual lo que nuestras familias digan. Nunca nos separaremos, ¿me
oyes?
Por primera vez en muchos días, lloré de alegría. Me senté encima de
sus piernas y la abracé tan fuerte como pude. Sira me regaló un dulce beso,
simple, pero sensual. Si aquello era amor verdadero, lucharía, aunque me
fuera la vida en ello. Sira lo merecía…
Nos tumbamos en la cama y me recosté sobre su pecho, anhelando la
calidez de su respiración y rogando al cielo que detuviera el tiempo para
siempre. Su mano se introdujo por debajo de mi camiseta y empezó a hacer
círculos con sus dedos en mi vientre. La temperatura de mi cuerpo aumentó
drásticamente y besé su cuello hasta llegar a sus carnosos labios. Todo el
amor, el cariño y el respeto que sentíamos se expresó en las cuatro paredes
de mi habitación.
Sentía que a su lado era capaz de cualquier cosa, incluso de mover el
mundo. La estimulación de nuestros besos pronto se manifestó y nuestras
manos se enredaron en nuestros cuerpos, con timidez de no rozar ninguna
parte íntima.
—Lluvia, ¿por qué he tardado tanto en fijarme en ti? Eres todo lo que
siempre he querido…
Sonreí y la abracé. Éramos felices tan solo con querernos. Sira jugó con
mis labios, literalmente. Los mordía y lamía mientras las dos reíamos como
niñas. Quizás quiso que nuestras mentes se alejaran del excitante momento
que estábamos experimentando. Al igual que ella, aún no estaba preparada
para dar un paso tan importante.
—¿Sabes que podría ir a la cárcel por besarte? —dijo, con una divertida
sonrisa —. Eres menor de edad…
—Solo me sacas un par de meses y pronto cumpliré los dieciocho, así
que…
—¿Todavía no has guardado tus libros? —preguntó, señalando la pila de
libros que descansaban sobre mi escritorio.
—Aún los necesito —dije, avergonzada.
—¿No me digas que has suspendido? —dijo, impresionada —. Pero
¡Sira! ¿Qué has estado haciendo todo el curso?
—No tienes de qué preocuparte. Recuperaré mis suspensos y me
matricularé.
—Quiero ver tus notas, ¡ahora! —exigió.
Me levanté y abrí el cajón de mi mesita de noche. Al ver mis notas, Sira
se echó una mano a la cabeza y me miró enfadada. Las revisó con suma
atención, más decepcionada incluso que mi madre. Resultó divertido
cuando me regañó, señalándome con un corto dedo índice que se movía a
los lados como un rayo. Mientras Sira hablaba sobre la importancia de una
buena educación, me tumbé con los brazos extendidos en la cama
esperando que terminara con su reprimenda.
—Tu madre trabaja hasta tarde, ¿cierto? —Agitó las notas cerca de mi
cara —. ¡Pues bien! Vendré todas las tardes a ayudarte con tus estudios, así
me aseguraré de que no haces el vago.
—Sira, no es necesario que te tomes tantas molestias. Además, no creo
que puedas escabullirte de tu casa como si nada todos los días.
—Eso no es un problema —Se subió encima de mí y apretó mis muñecas
contra la cama —. Soy una chica de lo más resolutiva —Sonrió, preciosa.
—No quiero que tengas problemas por mi culpa.
Ignorando mis palabras, volvió a besarme. Durante toda la mañana, nos
cubrimos de caricias y miradas de cariño, hasta que, al caer el sol, tuvo que
marcharse. Flotando por toda mi casa, sentía la sensación de vivir un sueño.
Intentaba no pensar en Sira, ya que, al recordar sus besos, un leve
hormigueo recorría mi entrepierna; una sensación de fuego que despertaba
un deseo misterioso y tentador.
Tal y como dijo, Sira me ayudó con mis estudios. Cada día, al poco de
que mi madre volviera al puerto para proceder con el turno de tarde, nos
reuníamos en la intimidad de mi dormitorio, pero sin ningún acercamiento
entre nosotras. Sira se limitaba exclusivamente a mis estudios, ejerciendo
de profesora como si fuera su vocación. Su inteligencia y conocimiento no
tenían límites y no necesitaba consultar ninguno de los libros para resumir,
de forma impecable, cada uno de los temas. Se lo tomó muy en serio y me
enseñó algún truquillo que otro para memorizar grandes párrafos con
fluidez.
Los días pasaron con rapidez y me esforcé todo lo que pude por contentar
a Sira. Antes de irse, nos dedicábamos unos momentos para nosotras, sin
llegar a excedernos. En varias ocasiones, me mostré más lanzada de lo
normal. Poco a poco mi deseo por ir un paso más allá aumentaba y mis
ganas de descubrir los misteriosos placeres del sexo, me nublaban el juicio.
No estaba preparada para dar un paso semejante, pero cuando Sira rozaba
mi piel, me perdía ante la calidez de su tacto.
Poco a poco, acabamos por saber todo la una sobre la otra. Nunca me
había abierto tanto con nadie, ni siquiera con mi querida madre. Descubrí
que Sira detestaba el mundo donde vivía y su condición sexual la llevó a ser
otra persona. Al conocerme, dijo que se alejó de todos sus amigos y
conocidos, pues entendió que solo a mi lado podía ser ella misma. Sus
padres fueron muy duros y nunca obtenía el cariño que necesitaba. No eran
muy afectuosos y la relación que su familia mantenía era distante y fría. Me
sorprendió cuando me contó, decepcionada, que Vera y ella no eran hijas
del mismo padre. Toda su infancia fue un drama, por eso se centró por
completo en sus estudios desde temprana edad con el fuerte deseo de
abandonar aquel infierno.
Por si fuera poco, desde que tuvo uso de razón, Vera, comenzó a hacer de
su vida una auténtica pesadilla, lo que la llevó a generar un odio
permanente hacia su hermana. A menudo, manipulaba a sus padres con el
único propósito de volverles en su contra. Nunca imaginé que Sira fuera
una chica desdichada, a pesar de su forma de ser tan risueña y extrovertida.
Creo que el destino me la ofreció en el momento justo y de aquella manera,
nuestro amor se volvió sólido. Después de conocer el lado oscuro de su
vida, decidí que mi deber era hacerla feliz.

Cuando abría los ojos, Sira era el primer pensamiento que venía a mi
cabeza. Me despertaba enérgica, dispuesta a comenzar el día con
positividad y alegría. Fui a la cocina y desayuné un par de tostadas con
cacao. Últimamente, comía en exceso. Mientras curioseaba mi móvil en
busca de una distracción, el teléfono fijo de casa sonó. Perezosa, caminé
arrastrando los pies hasta su origen.
—Lluvia, necesito que vengas al puerto de inmediato —Mi madre se
mostraba entusiasmada.
No me apetecía bajar hasta al puerto, pero no quería descontentar a mi
madre. Desde que volvimos de nuestras cortas y extrañas vacaciones en el
lago, nuestra relación se enfrió. Comenzó a mostrarse triste y, en ocasiones,
esquivaba mi mirada. Creí que con el paso de los días nuestra maravillosa
relación volvería a ser la de antes, pero el tiempo avanzaba y nos
distanciábamos cada vez más.
El calor era sofocante. Daba igual que fueras medio desnuda por la calle;
el sol era tan intenso que sudabas a cada paso que dabas. Al llegar, todos los
empleados del puerto me saludaban al pasar. Es cierto que aquel lugar era el
corazón del pueblo y tenía un encanto especial. El pescado que llegaba
recién capturado se procesaba allí mismo para ser repartido por todo el país.
Una pequeña parte, se limpiaba y se troceaba para ser ultracongelado. Y
ahí, es donde entra mi madre.
Ella siempre fue pescadora, pero cuando falleció mi padre nunca volvió a
alta mar. Es la encargada del puerto por las mañanas y por las tardes, limpia
pescado y organiza a los demás empleados. Mi madre es una persona muy
trabajadora.
Siempre que visitaba el puerto, que era muy a menudo, Enzo, un
simpático pescador y antiguo amigo íntimo de mi padre, corría a recibirme.
Daba igual lo que estuviera haciendo, siempre se alegraba de verme. Mi
padre y él crecieron juntos y desde su trágica desaparición en alta mar,
cuidó de mi madre. No en un sentido romántico sino más bien familiar.
Desde que era pequeña, se encargó de ejercer de padre en las ocasiones
importantes, pero siempre siendo prudente y guardando las distancias ante
un papel que desconocía cómo llevar a cabo.
Enzo era un hombre bastante desaliñado, pero muy guapo. Tenía unos
bonitos ojos negros y una piel oscura como la noche, pero su mayor
atractivo recaía en su blanca dentadura. Siempre sonreía, incluso en los
malos momentos. Enzo siempre decía que la vida es un regalo y que la
única forma de estar agradecido ante el privilegio de vivir es hacer felices a
los demás con una sonrisa.
—¡Lluvia! —gritó corriendo hacia mí —. ¿Cómo estás? —Me abrazó y
cuando quise darme cuenta, me cogió en brazos.
—Enzo, tienes que dejar de cogerme en brazos. Ya no soy una niña
pequeña…
—Siempre lo serás para mí. ¡Vamos, tenemos buenas noticias!
Agarrada a su cuello mientras todos los empleados se reían de nosotros,
Enzo corrió hasta la zona de carga y descarga, donde mi madre y dos de sus
compañeras descansaban sobre una pila de cajas llenas de pescado. Me bajó
al suelo y frotó mi cabeza mientras le dedicaba una mueca de molestia. Mi
madre se levantó y sonriente, apretó mis mejillas.
—¡Mamá! —protesté. Las risas de los demás no tardaron en llegar —.
¡Me estáis avergonzando!
—Cariño, solo quedan unos días para tu décimo octavo cumpleaños y
Enzo ha decidido que es hora de que sigas los pasos de tu familia —La
efusividad de mi madre la delataba y sabía el motivo con exactitud —. A
partir de la semana que viene trabajarás con nosotros en el puerto. ¿Qué
dices? ¿No te alegras?
—Aún intento recuperar mis estudios, mamá…
—Solo serán unas horas por la mañana y tendrás las tardes para estudiar
—intervino Enzo —. Después del verano te ofreceremos una vacante
acorde a tus capacidades.
No quise cortar el rollo, pero la idea de destripar pescado no era
especialmente de mi agrado. Me había acostumbrado a su olor, pero no era
un oficio que me entusiasmara, aunque mi madre y Enzo tenían razón en
una cosa. El puerto es el corazón del pueblo, como ya he dicho, y era una
buena fuente de ingresos. Siempre había trabajo y mi madre es una
empleada muy apreciada. Si quería tener un futuro en el pueblo, lo más
inteligente sería seguir sus pasos, como ella siempre quiso.

Sira me escuchaba con atención, aplaudiendo una y otra vez. Se alegraba


profundamente por mí, a pesar de mi cara de disgusto. Intentaba animarme,
pero yo era incapaz de ver el lado positivo al giro tan inesperado que había
dado mi vida.
—Pero ¡es genial, Lluvia! Tendrás tu propio empleo y podrás ganar
dinero —Me abrazó por los hombros —. Tendrás libertad para hacer lo que
quieras…
—Lo que quiero es pasear contigo de la mano y no tener que escondernos
—Me cubrí la cara con las manos —. Es la única libertad que necesito.
Al margen del impedimento de nuestros padres, existía otro problema
igual de importante. En mi pueblo, ser diferente era un error que no podías
permitirte. La homofobia estaba a la orden del día y ninguno era capaz de
rebelarse contra una sociedad anticuada y no acabar mal. A veces, soñaba
que vivía en una de las grandes ciudades, donde mantener una relación con
alguien del mismo sexo era tan natural como respirar.
Os contaré una historia, quizás así comprendáis mejor lo que conlleva ser
homosexual en un entorno tan hostil. Yo era muy pequeña, pero recuerdo
con exactitud todo lo ocurrido. Cuando tenía once años, un nuevo profesor
de educación física hizo una sustitución durante unos meses. Vivía no muy
lejos y era un hombre encantador, aunque solo daba clases a los alumnos de
primero y segundo de bachiller. Se descubrió, al poco tiempo, que era gay y
estaba felizmente casado con un extranjero al que nunca conocí. Pronto
empezaron las humillaciones, los comentarios ofensivos y las novatadas.
Pintaron su vehículo con palabras homófobas de todo tipo, quemaron la
entrada de la casa donde residía, no le permitían el acceso a la mayoría de
los restaurantes, los más pequeños le lanzaban piedras cuando se encontraba
solo y, por si fuera poco, en una ocasión, los alumnos se negaron a seguir
sus clases por orden de sus padres. Mi pueblo era un lugar encantador, pero
tenía una sociedad que regía el día a día de cada uno de nosotros; una mente
retrógrada y enfermiza. Aquel hombre tan simpático y educado dimitió y
nunca supimos de él. Así es como tratan a la gente como yo, por lo que, al
margen de Sira, nadie sospechaba de mi orientación sexual.
Pero no metamos a todos en el mismo saco. Unos pocos no estaban de
acuerdo con la forma de pensar tan anticuada de la mayoría, pero si querías
encajar, no tenías más remedio que adaptarte a su forma de ser. Aunque la
mayoría no lo crea, todavía existen zonas en las que la homosexualidad se
castiga de las peores formas posibles.
Empezar a trabajar era algo tan nuevo para mí, que me aterraba. Tarde o
temprano, mi destino se forjaría en el puerto, como mis padres, pero
siempre imaginé que sería más mayor cuando comenzara a seguir sus pasos.
Tumbada en mi cama, al anochecer, daba vueltas en mi cabeza a las
palabras de Sira. Dijo que era comprensible que estuviera nerviosa y que no
me gustara el nuevo cometido que me esperaba, pero que hiciera lo posible
por ahorrar la máxima cantidad de dinero. Ella tenía un plan para nosotras;
quería que nos marcháramos del pueblo cuando tuviéramos ocasión.
Aquella idea lo cambió todo, pues solo imaginarme una vida plena junto a
Sira me daba el empujoncito que necesitaba para ver aquella situación como
una nueva oportunidad. Desde ese día, mi único empeño era esforzarme
todo lo posible por conquistar el mundo en el que quería vivir.

Días antes de comenzar a trabajar, me levanté temprano y estudié todo lo


que pude durante la mañana. Quería impresionar a Sira. Me esforcé tanto,
que comencé a notar un martilleo en la cabeza. Por la tarde, esperaba
ansiosa su llegada. Era un día especial, pero mi madre tenía que trabajar,
por lo que no tenía otro plan que mi rutinario día a día con Sira.
Teníamos una clave cuando venía a mi casa. Aporreaba la puerta con dos
golpes suaves y uno fuerte, de esa manera sabía que era ella quien estaba al
otro lado. Cuando abrí, me miró con los ojos abiertos como platos y entró
con rapidez. Portaba en sus manos una enorme caja de pizza de un
restaurante italiano cerca del puerto.
—¡Feliz cumpleaños! —gritó. Me besó en los labios y yo, sofocada, me
ruboricé. Siempre me ha dado vergüenza que me felicitaran en mi
cumpleaños. La miré de reojo, con una sonrisa que asomaba de mis labios
sin poder evitarlo.
—Es todo un detalle…
—¿Qué esperabas? ¡No todos los días se cumple la mayoría de edad!
Además, tengo una sorpresa para ti, pero tendrás que esperar unos días —
Caminó en dirección a mi habitación —. ¡Vamos, Lluvia!
A los pies de mi cama, degustamos un trozo de pizza. Sira me conocía a
la perfección y a pesar de que odiaba los champiñones, escogió una pizza
extra de ese ingrediente. Ese día nos tomamos un descanso de mis estudios
y nos dedicamos a escuchar música, hablar de nuestras cosas y hacernos
preguntas de lo más picante. Sinceramente, cada día me entristecía más
tener que esconder lo nuestro.
—¿Fui tu primer beso? —pregunté.
—Sí… —Se sonrojó y acarició mi mano.
—Vale —Asentí, satisfecha —. Te toca…
—¡Vale! —dijo, golpeando sus labios con el dedo índice —. Cuando te
masturbas, ¿piensas en alguien?
—¡¿Qué?! —No salía de mi asombro —. No voy a responder a eso.
—Tienes que contestar, Lluvia, son las reglas del juego.
—Está bien… —Agaché la cabeza —. En ti…
Sira se tumbó encima de mí, muy lentamente. Nuestras bocas se
fusionaron en un beso, más lujurioso de lo normal. Seguí sus movimientos
y no tardé en sentir la excitación que siempre me provocaba, pero aquella
vez, noté una abundante humedad en mi ropa interior. Me atreví a colocar
las manos en su trasero, mientras ella, nerviosa y con un temblor de manos,
acarició mi vientre y subió hasta mis pechos, por debajo de la camiseta de
mi pijama. Su mano se abrió y cubrió uno de mis pechos con suavidad.
Sentir la palma de su mano contra mi erecto pezón, me hizo suspirar. El
calor que subía por mi estómago era intenso y el fuego que corría por mis
venas, incontrolable. Su rodilla hizo una ligera presión en mi entrepierna y
lancé un gemido más alto de lo que pretendía. Conseguí valor para frenar y
ladeé la cara, alejándome de un beso que sacaba de mi interior mi lado más
primitivo.
—Lo siento… —susurré —. Aún no estoy preparada…
Lanzó un suspiro y cerró los ojos. El calor se manifestaba en su pecho y
rostro, pero detenernos en aquel momento fue una decisión acertada. Sira
me sonrió y se acurrucó a mi lado. Sus dedos se enredaron en mis cabellos
y traté de pensar en otra cosa para no volver a lanzarme a sus brazos.
—Quiero organizarte una fiesta de cumpleaños dentro de poco — dijo,
mirándome fijamente a los ojos —. Pasaremos unos días en mi casa, solas
tú y yo.
—No entiendo…
—Mis padres se marchan unos días a visitar a unos familiares al
extranjero. Mi hermana también irá… —Se mordió el labio —. Yo tengo
que quedarme como castigo por mi comportamiento, pero lo que no saben
es que me hacen un favor. Solo he tenido que fingir durante días…
—Tendría que engañar a mi madre…
—Lo sé, pero seguro que se te ocurrirá algo —Se incorporó y acarició mi
mejilla con el dorso de su mano —. Lluvia, quiero entregarme a ti… —Me
besó en los labios y se mantuvo muy cerca de mi rostro —. Quiero que
nuestra primera vez sea especial…
Comprendí que Sira estaba tan enamorada de mí como yo de ella. La
sensación de saber que estaba dispuesta a que nos uniéramos en cuerpo y
alma, me hizo reflexionar. No me sentí presionada, pues mi primera vez
quería que fuera lo más romántica posible. Sabía que Sira conseguiría que
todo fuera tan natural como especial, así que, con una nerviosa risita, asentí,
dejando bien claro que estaba dispuesta para ella siempre y cuando las
circunstancias fueran las adecuadas.
Capítulo 4 — A las puertas del amor

La idea que rondaba por mi confusa y despistada cabeza me hacía


acobardarme a cada paso que daba, pero había tomado una decisión y era la
única manera de estar con Sira todo un fin de semana. No tenía muchas
opciones y solo había una persona que podía ayudarme. Quedé con ella en
una cafetería, no muy lejos de casa. Al doblar la esquina, sentada con las
piernas cruzadas y un refresco de lima-limón entre las manos, me miró con
una extraña mueca, sorbiendo de su pajita. Todo lo tomaba con pajita,
incluso el café. Desconocía si su expresión era de desagrado o de
incomodidad, al fin y al cabo, apenas hablamos durante el último curso. Me
senté a su lado y pronto un camarero, más conocido en el pueblo por su
golfería que por su profesión, me atendió con extrema pereza. No sabía qué
decir y mucho menos, como saludar. Ofrecer mi mano podría ser demasiado
frío y un par de besos en las mejillas mostraría demasiado interés y
falsedad. Recibí un descafeinado con mucha leche y cuando volvimos a
encontrarnos a solas de nuevo, sonreí, nerviosa.
—¿Y bien? —dijo cruzando los brazos —. Hace siglos que no
quedamos e imagino que necesitas un favor. Si no de qué ese repentino
cambio por vernos…
—Verás, Aitana… —Tragué saliva con fuerza —. Yo…
—¡Es broma, idiota! —Me dio un manotazo en la mano y comenzó a
reír —. ¡Me alegro de estar contigo!
Siempre me la colaba. Aitana fue una buena amiga en el instituto, pero
por circunstancias de la adolescencia, terminamos por distanciarnos. No
fuimos uña y carne, como algunas amistades pueden presumir, pero tuvimos
una relación bastante cercana. Incluso celebrábamos nuestros cumpleaños
en familia, pero de eso hace ya algunos años.
Aitana era una chica entradita en carnes, pero con unas bonitas y
exuberantes curvas. Destacaba por sus bonitos ojos verde oliva y sus
carnosos labios, pero vestía tan común como yo, lo que hacía que sus
facetas más sexis y llamativas quedaran ocultas. Tenía un añadido a su
rostro que siempre desviaba mi atención; un piercing en la nariz que se
balanceaba cada vez que reía.
—No me des estos sustos —dije agarrándome el pecho —. Por un
momento creí que estabas molesta conmigo.
—No digas tonterías, ¿por qué iba a estarlo? —Sorbió con fuerza de su
pajita —. Estoy encantada de que retomemos el contacto, pero por la cara
que traes estoy segura de que quieres pedirme algo.
—Necesito que me cubras el próximo fin de semana. No puedo decirte
dónde estaré, es un secreto, pero tu casa es el único lugar donde mi madre
me permite pasar la noche —Bajé el tono de voz, ya que el camarero
comenzó a mostrarse curioso detrás de la barra —. Te prometo que te
compensaré.
—Ya… —Me miró unos segundos, pensativa —. ¡Vale, lo haré! —
Aplaudió, con una efusividad que no logré entender —. Pero quiero que
sepas que no soy tonta, Lluvia, y las personas de este pueblo tampoco. Si
quieres mantener una relación en secreto con alguien, tienes que saber que
tarde o temprano lo vuestro saldrá a la luz. Aquí se descubre todo, deberías
saberlo tan bien como yo —Miró a los lados y se inclinó —. ¿Quién es el
chico por el que babeas tanto como para engañar a tu madre?
—No puedo decírtelo, lo siento…
—¡Bah! Es igual —Guiñó un ojo —. Solo espero que merezca la
pena…
Después de terminar con nuestras bebidas, me tiré a sus brazos,
agradecida por la ayuda que me ofreció desinteresadamente. Me hubiera
gustado aprovechar su compañía durante toda la tarde, pero al día siguiente
tenía que madrugar. Comenzaba mi primer día de trabajo en el puerto y
tenía que despertarme muy temprano para estar lista cuando los barcos
pesqueros regresaran de alta mar.
Cuando la voz de mi madre me despertó, creí que moriría. Todavía no
había salido el sol y para colmo, estaba acostumbrada a levantarme al
mediodía. Mi primera experiencia en el mundo laboral estaba a punto de
comenzar, pero no estaba nerviosa. Conocía a la mayoría de los trabajadores
y todos eran buenas personas. Enzo no quiso presionarme el primer día y
me asignó, de forma provisional, en la zona de carga y descarga como
ayudante en la gestión de mercancía. Mis compañeras se volcaron por
completo en mí, enseñándome el oficio de modo que no me aturullara.
Todas eran mucho más mayores que yo y se comportaron como si fuera una
hermana pequeña a la que cuidar. De ese modo, la mañana se esfumó en un
abrir y cerrar de ojos y me sentí acogida y realizada. Aunque estaba cansada
por el enorme madrugón que me di, estaba feliz por haber encajado a la
perfección con mis compañeras.
Caminé hasta mi casa con una sonrisa en los labios, pero bostezando sin
parar y jurando al cielo que aquella noche me iría a la cama poco después
de que cayera el sol. Después de devorar un plato de pasta carbonara
precocinado, me tumbé en el sofá del salón y sin darme cuenta, mis ojos se
cerraron y caí presa de un profundo y placentero sueño. Fue tan solo una
hora de descanso, ya que los golpes que se escucharon al otro lado de la
puerta me indicaron que Sira esperaba impaciente.
Como mujer responsable que me estaba convirtiendo, me apliqué con
interés a mis estudios mientras mi perfecta y adorable novia me explicaba
las dudas con sumo detalle. Me concentré todo lo que pude, pero lo único
que quería era besar aquellos labios que me pedían a gritos un poco de
calor. Y como era de esperar, tumbadas en mi cama y con los libros por el
suelo, nos dedicamos unos momentos de placer y cariño, donde Sira volvió
a conseguir que me derritiera de amor.
—¿Estás nerviosa? —pregunté, refiriéndome a los próximos días donde
dormiríamos juntas por primera vez.
—¿La verdad? Estoy aterrada, Lluvia…
Y como el que no quiere la cosa, mi dulce novia transmitió una
inseguridad impropia de ella. Un semblante serio bajo unos ojos vidriosos
fue lo que obtuve y como ella siempre hizo conmigo, tuve que coger las
riendas por primera vez y alejar de sus pensamientos un comportamiento
que la avergonzaba.
—Pronto comenzaré la universidad —susurró con un brillo de ilusión
en los ojos —. Mis padres alquilarán una casita en la capital para mí y… —
Se mordió el labio —. Quiero que vengas conmigo.
—Sira… —Apreté sus manos con fuerza —¿Y de qué vamos a vivir?
Acabo de comenzar a trabajar en el puerto y sabes que no tengo dinero.
—Puedes aguantar unos meses y ahorrar un poco —Sus labios
acariciaron mis hombros —. Después, puedes encontrar un empleo en
cualquier sector. Todo saldrá bien, estoy segura.
Los siguientes días, me centré en mi nuevo trabajo en el puerto y puse
todo mi empeño en mis estudios. Cada día, durante una de las semanas más
extrañas de mi vida, me esforcé al máximo para adaptarme a mi nueva vida.
En menos de dos meses, pasé de ser una chica solitaria sin nada mejor que
hacer que jugar al ordenador, a tener un trabajo que me encantaba y una
preciosa novia a la que amaba con locura.
Es curioso como el destino de una persona puede cambiar de la noche a
la mañana. En mi caso, el nuevo rumbo que mi vida acababa de tomar me
guiaba a un destino desconocido. Sira conseguía transmitirme una
seguridad que se arraigaba cada vez con más fuerza en mi persona.
Únicamente, esperaba de todo corazón no decepcionar a la chica que tanto
me había aportado, pero como aprendiz en el amor, no estaba segura de
estar a la altura llegado el momento. Aún estaba a las puertas de su corazón,
y solo había una manera permanente de sellar nuestro amor hasta el fin de
los días.
Capítulo 5 — Siempre contigo, Sira

Frente al espejo de mi habitación, contemplaba mi rostro con interés.


Lejos de querer aparentar la misma imagen de siempre, dejé a un lado mi
coleta alta de caballo y alisé mi melena. Un poco de brillo de labios fue
suficiente para verme guapa. Añadí como vestimenta unos vaqueros azules
ajustados, un top con rayas rojas y blancas y unos botines negros. Mi fondo
de armario era escaso, ya que siempre vestía con lo mismo, y la moda no
era mi punto fuerte. Aun así, estuve satisfecha con el resultado.
Me eché al hombro una mochila de cuero con ropa de cambio para el fin
de semana y antes de cerrar mi habitación, contemplé cada rincón con un
nerviosismo muy propio de mí. Abracé a mi madre, que se disponía a
volver al puerto para realizar el turno de tarde. Rezumaba una felicidad
contagiosa, producto de una mentira por mi parte poco elaborada. Ella
siempre quiso que tuviera una vida social activa y cualquier señal de
intimar con gente de mi edad lo veía como una oportunidad para forjar mi
carácter en una edad complicada y confusa.
Sira vivía a las afueras y había que caminar más de media hora para
llegar a su casa. La mayoría sabíamos donde vivía, ya que sus padres eran
conocidos por ser de los más ricos del pueblo. El trayecto se hizo corto; mi
imaginación recaía en lo que ocurriría los próximos días.
A las puertas de su casa, toqué el portero y la puerta negra de acero
emitió un sonido metálico. Al abrir, caminé por la entrada del patio
delantero, admirando el perfecto y cuidado césped a los lados. A pocos
metros, Sira se apoyaba en la puerta de la entrada principal con una sonrisa
tan preciosa, que encogió mi corazón. Llevaba el mismo trikini que utilizó
en nuestras cortas vacaciones, el mismo que me hacía perder la cabeza. Me
desprendió de la mochila, tiró de mí y me apretujó con fuerza. Agarradas de
mano, después de un magnífico beso que me supo a gloria, me guio hasta el
patio trasero.
Sentada en una de las hamacas en el porche, Sira trajo una bandeja con
un par de limonadas. Mientras intentaba actuar con naturalidad, me dejaba
asombrar por el enorme patio. La piscina era gigantesca y todo estaba
rodeado de unos setos altos y perfectamente podados. Lo más bonito de
todo, era el caminito de piedras hasta la piscina que se desviaba a un jardín
con flores de todo tipo. La temperatura no acompañaba y la verdad, me
apetecía darme un baño para quitarme de encima el calor insoportable de la
tarde.
—¿Estás preparada? —preguntó, poniéndose en pie —. Espero que
debajo de toda esa ropa, lleves puesto tu bikini, lo vas a necesitar —Asentí
con una sonrisilla que asomaba de mis labios —. ¡Perfecto! Porque hoy
aprenderás a nadar.
—¿Qué?
Cuando quise reaccionar, Sira comenzó a desvestirme. En un abrir y
cerrar de ojos estaba al borde de la piscina, en la parte más honda,
observando las aguas como si fueran un abismo. Mis manos temblaron y me
giré, con el único propósito de alejarme todo lo posible. Sira me empujó y
caí al agua con un grito de terror. Intenté salir a la superficie y cuando lo
logré, una mano me sujetó y pude agarrarme al borde. Aterrada y sin hacer
pie, me aferraba con fuerza.
—Primer paso, no entres en pánico —Sira apretó mi mano, tratando de
calmarme —. Segundo paso, aprender a exhalar debajo del agua.
Se separó un par de palmos del borde, cogió aire y fue hundiéndose
poco a poco al mismo tiempo que exhalaba aire a través de la nariz. Hizo
cinco repeticiones y se sentó en el borde de la piscina de un salto. Riéndose
ante mi miedo, me envolvió con sus piernas y las estiró, indicándome que
me agarrara a sus tobillos para alejarme un poco del lugar al que me
aferraba como si la vida me fuera en ello. Negué con la cabeza y me abracé
a su cintura.
—No puedo hacerlo, Sira…
—¡Claro que puedes, confió en ti!
Estaba asustada y hoy en día, todavía desconozco como los ojos y
palabras de Sira siempre conseguían darme las fuerzas necesarias para
superar mis miedos. Tal como dijo, agarré sus tobillos, sin dejar de buscar
su mirada en ningún momento, como un perro asustado en busca de la
protección de su amo. En ella, me sentía a salvo. Hundí mi cabeza e hice
exactamente lo mismo que Sira. Bajo los insistentes ánimos de mi novia y
tras decenas de repeticiones, terminé por acomodarme a hundirme por
completo. Agotada de hacer tantas inmersiones y dejando los tobillos de
Sira con la marca de mis dedos, comencé a reírme a carcajadas al sentir
como mis brazos comenzaban a temblar por el cansancio.
—No puedo más… —conseguí decir, jadeante.
Sira se lanzó contra mí y me hundió por completo. Me ayudó a salir a la
superficie mientras mis brazos la rodeaban buscando un punto de sujeción,
y me llevó a la otra punta de la piscina. En una zona en la que conseguí
hacer pie, golpeé la espalda de Sira con la palma de la mano, indignada por
la traición que acababa de cometer.
—¡Me has hecho una ahogadilla! —dije, enfadada.
—Sí, pero ¿a qué ahora puedes aguantar la respiración con más
facilidad? —Acercó su boca a la mía —. Y no has tragado agua…
Como una idiota, sonreí. Sira era perfecta. Con el sol como único
testigo de nuestros besos, comprendí que solo ella conseguía esfumar mis
miedos y estaba convirtiéndome en una chica fuerte y más decidida. Más
como ella siempre ha sido…
Estuvimos toda la tarde en la piscina hasta que nuestros dedos se
arrugaron, haciendo manitas para terminar sobre una toalla en el mullido
césped. Saber que teníamos total privacidad y no había toque de queda para
ninguna, nos ayudó a relajarnos de un modo tan especial, que me sentía en
una nube.
Cuando el sol se escondió, Sira me acompañó hasta uno de los baños de
la primera planta y aunque insinuó de forma descarada que le hubiera
gustado ducharse conmigo, no me sentía preparada para mostrar mi
desnudez tan pronto. Nos duchamos por turnos, siendo yo la última.
Terminé en un abrir y cerrar de ojos. Me cepillé el pelo a conciencia
después de vestirme con un cómodo short y una holgada camiseta cuando
Sira golpeó la puerta. Sin ser invitada, entró tras unos segundos, abrazó mi
cintura y apoyó la cabeza en mi hombro. Miramos la bonita imagen ante el
espejo y sonreímos a la vez.
—Hacemos una bonita pareja —susurró —. Ven, tengo una sorpresa…
Volvimos al porche donde estuvimos toda la tarde y cubrí mi rostro con
las manos al ver la decoración que Sira había aplicado. Una mesita de
madera decorada con un mantel rojo, perfectamente planchado, y dos
velitas alargadas de color blanco. Emitían una luz tenue y muy romántica.
De fondo se escuchaba música de piano, pero no conseguí descubrir la
procedencia del sonido. En el suelo, un caminito de pétalos de rosa indicaba
mi lugar en la mesa. Los cloches cubrían nuestros platos, perfectamente
colocados junto a unos relucientes cubiertos plateados. Sira retiró una de las
sillas e hizo una reverencia para que ocupara ese lugar. Al sentarme, lloraba
haciendo pucheros mientras me entregaba una copa con un líquido amarillo
y burbujeante. Brindamos y sus ojos se clavaron en los míos antes de dar el
primer trago.
—¿Es cerveza? —dije mientras mis papilas gustativas se adaptaban al
sabor.
—Detesto el vino y si abro una de las botellas de mi padre, se dará
cuenta…
Comenzamos a reír a la vez. Las ocurrencias de Sira me parecían tan
naturales como adorables. En alguna ocasión, había tomado alguna cerveza
con Enzo, con la única intención de aparentar ser mayor, y el sabor me
resultaba agradable. Mis lágrimas volvieron a mis ojos cuando Sira dejó
encima de la mesa una pequeña caja envuelta con papel de regalo rosa y
blanco.
—Feliz cumpleaños, Lluvia…
Desenvolví la cajita con sumo cuidado, desprendiendo el celo de
manera que rasgara el papel lo menos posible. Lo doblé, lo dejé a un lado y
me centré en el estuche de cuero verde oliva. Al abrirlo, se me cayó la boca
al suelo. Nunca había visto algo tan bonito y reluciente en la vida. Dos
alianzas de oro blanco con un acabado brillante del que relucía un diminuto
brillante. Cuando mis dedos las rozaron, Sira se encontraba a mi lado.
Cogió una de las alianzas con delicadeza y me mostró el interior. Nuestros
nombres estaban tallados en relieve y al verlos, exploté. Mis lágrimas eran
como dos pequeñas cascadas sin control, guiadas por mi cara a través de las
diminutas imperfecciones de mi piel. Extendí la mano y en menos que canta
un gallo portaba aquella exquisita alianza en mi dedo anular. Sira se colocó
la otra y me miró con los ojos vidriosos. Me lancé a su boca, devorando sus
labios con mil lágrimas en los ojos.
Puede que os resulte demasiado empalagoso, pero tendríais que haber
vivido aquella experiencia tan romántica. Las personas como yo, que
creemos en el amor por encima de todas las cosas en un mundo en el que no
terminamos de encajar, somos demasiado sensibles.
Con una música suave de fondo y cogidas de la mano, volvimos cada
una a nuestro asiento. No podía dejar de mirar mi hermosa alianza, que
brillaba con intensidad bajo la luz de las velas.
—Ha tenido que costarte una fortuna, Sira…
—Lo mereces —Su sonrisa aumentó la intensidad de mi respiración —.
Son alianzas de boda. Buscaba algo especial que regalarte, algo que
mostrara todo el cariño que nos tenemos. Entonces las vi en una joyería de
la ciudad y pensé en ti.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno… —Se rascó la cabeza, arrugando la naricilla —. Algún día,
me gustaría casarme contigo, lejos de aquí, lejos de todas las personas que
nos obligan a escondernos.
Otra vez, mis ojos volvieron a empañarse. Sira se sonrojó, sin dejar de
reír. Me sentí como una tonta que lloraba por todo, aunque en aquella época
era exactamente así. Si seguía escuchando palabras tan bonitas de la boca
de mi risueña e impulsiva novia, estaba segura de que mi corazón no lo
soportaría y explotaría en mil pedazos.
Dos copas de cerveza después, conseguí relajarme y sentirme cómoda.
Dispuestas a comenzar una cena llena de romanticismo, descubrimos
nuestros platos. Un detalle muy importante que Sira pasó por alto, era
contarme que es una estupenda cocinera. Me preguntaba a mí misma si
había algo que Sira no supiera hacer. Claro que, cuando dedicas tu tiempo a
cualquier conocimiento en lugar de perder el tiempo con videojuegos, el
resultado está a la vista.
Degustamos un delicioso plato de tortellini casero relleno de carne con
salsa de tomate, y sin recoger nada de la mesa, fuimos al salón, donde pude
ver una televisión casi tan grande como la pared de mi habitación. Sentadas
y con nuestros ojos conectados y pestañeando casi a la vez, ninguna de las
dos se atrevía a dar el paso, pues ambas sabíamos lo que ocurriría. Un acto
impulsivo me llevó a sus labios, quizás de un modo un tanto brusco, pero
los nervios impedían una coordinación correcta de mis movimientos. Nos
comimos demasiado tiempo y por primera vez, deseaba poder sentir su
calor de la forma más íntima posible. Estaba preparada para dar el paso.
Sus dedos, entrelazados con los míos, me guiaron a la segunda planta.
En la intimidad de su dormitorio, con la luz de la luna entrando por los
pequeños agujeros de la persiana, Sira me recostó sobre su cama. Se
deshizo de la camiseta y se subió encima de mí. Podía escuchar su
acelerada respiración cuando se quitó el sujetador y pude ver al fin, en
primer plano, unos hermosos y firmes pechos, bastante más grandes que los
míos. Me sentía vulnerable en una postura que daba a entender que debería
ser ella quien tomara la iniciativa. Y así fue. Sus manos acariciaron mis
hombros muy despacio, casi sin tocarme, para agarrar mis manos y
colocarlas en su cintura. Su piel parecía estar hecha de seda y cuando las
guio hasta sus pechos, creí que moriría de excitación. Mis diminutas manos
llegaban a abarcar sus senos y bajo su mirada de satisfacción, me deleité
con ellos el tiempo suficiente para que Sira lanzara unos pequeños y
disimulados gemidos.
Se desabrochó los botones de su short vaquero y mostró su pubis. Ya no
había vuelta atrás. Tragué saliva y mis ojos se encontraron con su lasciva
mirada. Rocé su vientre, dudosa por si no era capaz de calmar su deseo de
la forma esperada, cuando en un acto impulsivo, Sira volvió a coger mi
mano y la llevó directa a su entrepierna.
La suavidad de sus resbaladizos labios me provocó un cosquilleo en el
estómago que nunca había sentido. Mis dedos exploraron su intimidad con
lujuria, observando su rostro para cerciorarme que lo hacía de la manera
correcta. Subí y bajé la mano en varias ocasiones y relajé mis temblorosos
dedos en la entrada. Su mirada entrecerrada, sus suspiros de deseo y agitada
respiración, me advirtieron que estaba dispuesta. Poco a poco, mi dedo
corazón y anular entraron lo suficiente para que Sira apoyara las manos en
mis hombros y comenzara a gemir. Muy lentamente, seguí hasta que su
cuerpo se tensó y sus uñas se clavaron sutilmente en mi piel. Sonrió de
medio lado, con una picardía que me dejaron con ganas de más.
Toda mi atención recaía sobre el tacto de mis dedos, que se deleitaban
con su sexo. Lo exploré con cautela, bajando y subiendo en innumerables
ocasiones desde su perineo hasta su clítoris, donde me detuve para
presionarlo con suavidad y acariciarlo como yo me lo hacía a mí en los
momentos de absoluta intimidad.
Noté como la erección aumentó y con la mano, acaricié su liso abdomen
mientras me embelesaba con una desinhibida y excitada Sira que jadeaba
meneándose sobre mis dedos. Sus gemidos, espasmos y forma de abrir los
ojos de par en par, provocaron que aumentara el ritmo, liberándola así de la
intensa excitación que su cuerpo acumuló bajo mis estímulos.
Desde arriba, tratando de recuperar el aliento, Sira me miraba con
vergüenza. Sonrió, tímida y encantadora mientras mi cuerpo pedía a gritos
sentir su boca en mi piel. Mordió su labio inferior y arrugó la nariz. Con
habilidad, me desnudó de cintura para abajo, posó una de sus manos en mi
ingle y observó mi sexo con atención. Instintivamente, alejándome de toda
vergüenza, abrí mis piernas. Mi entrepierna ardía de pasión y mis
pensamientos solo se centraban en la lujuriosa postura que había adoptado.
Sira se tumbó sobre mí, presionó mis partes íntimas con la rodilla y mordió
mis labios.
—Relájate, cariño… —susurró.
El aliento de sus palabras me golpeó y cerré los ojos, dejándome llevar
por completo al placer que solo Sira era capaz de otorgarme. En un
principio fue delicada, tal como esperaba; solo sentí un sutil roce por su
parte. De repente, sin esperarlo, sus dedos entraron en mi interior y
comencé a sentir una presión en mi hinchado clítoris que se movía en
perfectos y sincronizados círculos.
La sensación era más de lo que mi cuerpo podía concebir. Tapé mi boca
con las dos manos, con los ojos todavía cerrados y abierta de piernas. No
aguanté más y pese a que no quería que la excitación terminara tan pronto,
exploté en un sinfín de sensaciones que no sabía que mi cuerpo podía
soportar. Fue como si todo a mi alrededor dejara de existir y todo lo malo
que habitaba dentro de mí saliera disparado, electrocutando mi columna e
impidiéndome respirar. Mi mente no distinguía la realidad y por unos
segundos, pensé que me derretiría.
Poco a poco, con la boca completamente seca y tratando de que los
fuertes latidos de mi corazón no rompiesen mi caja torácica, abrí mis ojos,
relajándome por completo. Sira se encontraba recostada a mi lado, preciosa.
Me sentí tan avergonzada que escondí mi rostro en su pecho. Soltó una
fuerte carcajada y entonces la miré.
—Te quiero, Lluvia.
—Y yo…
Con nuestras respiraciones como música de fondo y nuestras
extremidades entrelazadas como una enredadera, mi primera vez llegó a su
fin. La sensación de haberme entregado a Sira en cuerpo y alma fue mágica.
Mucho mejor de lo que me esperaba, sin duda. Me sentí más unida a ella
que nunca, como si formáramos parte de la misma persona. Caí agotada en
sus brazos, sumiéndome en un profundo y reconfortante sueño. Pero
nuestro fin de semana especial no terminó ahí.
Al día siguiente, muy temprano, desperté para descubrir que Sira
llevaba horas observando como dormía. Volvimos a hacer el amor sobre su
cama, bueno, en realidad, lo hicimos por distintos lugares de la casa. Cada
sitio nos proporcionaba sensaciones y estímulos diferentes, pero mi favorita
fue en la piscina, al anochecer. Resultó romántico y morboso hacerlo al aire
libre. No sé cómo explicarlo, pero teníamos una conexión tan especial y
maravillosa que no necesitábamos palabras para entendernos. Me esforcé
por aprender cada milímetro de su piel y a menudo, en el fervor del sexo,
estudiaba cada una de sus respiraciones, gestos y señales con la intención de
conocerlo todo de ella.
Nuestra relación se fortalecía a pasos agigantados. No solo descubrí que
Sira era la chica de mi vida, sino que la necesitaba tanto como el aire para
respirar. Con su ayuda, en tan solo dos días, aprendí a nadar. Más bien a
defenderme, ya que mi capacidad como nadadora se limitaba a no
ahogarme, pero perdí mi fobia al agua. Me sentí una estúpida por haber
tenido tanto miedo por algo tan simple durante toda mi vida y Sira me
prometió que cuando tuviéramos oportunidad, me ayudaría a mejorar mi
técnica.
Lo peor de todo fue la tarde del domingo, donde después de descubrir lo
que era estar con Sira las veinticuatro horas del día, tuve que marcharme.
Sus padres regresaban ese mismo día al anochecer y Sira quería que todo
estuviera en orden para no levantar sospechas.
Reconozco que cuando llegué a mi solitaria casa, lloré. Me sentí vacía,
como si una parte muy importante de mí se hubiera desprendido. Para alejar
toda sensación de negatividad, recordé cada magnífico momento con Sira y
que siempre, pasara lo que pasase, nos mantendríamos unidas hasta el fin de
nuestros días.
Capítulo 6 — Un oscuro secreto

Varias semanas después, seguía sin acostumbrarme a madrugar. Como


la gran mayoría, hasta después del almuerzo no conseguía espabilarme y ser
persona. Ejercía la misma labor en el puerto y Enzo todavía no había
encontrado un puesto acorde a mis aptitudes. Decía que ponerme a limpiar
pescado o seguir realizando cualquier labor en la zona de carga y descarga,
era malgastar talento. Es cierto que dominé mis labores en poco tiempo,
pero trabajaba al mismo ritmo que los demás.
Al salir, continuaba con mi rutinario día a día; esperar a Sira para
estudiar y en ocasiones, hacer algo más. En lo único que había cambiado mi
vida fue que retomar el contacto con Aitana nos volvió a unir. Como no
tenía absolutamente nada que hacer, solía venir a buscarme a la salida del
trabajo y me acompañaba a casa. Me gustaba tenerla de nuevo a mi lado.
La última semana de agosto, tuve que estudiar de más; Sira era muy
exigente. Con su ayuda y las ganas de superación que me inculcó, aprobé
mis tres suspensos con una nota magnífica, consiguiendo así matricularme y
superar el bachillerato con un excelente resultado. La efusividad de Sira
cuando se enteró me alegró, pero también comenzó a agobiarme por sus
constantes insistencias para que continuara con mis estudios y siguiera
formándome en cualquier campo. Me costó convencerla de que mi
intención era no volver a coger un libro nunca más.
Mi vida comenzó a tener sentido, pero cada día llevaba peor esconder lo
nuestro. Eran unas cadenas que oprimían mi libertad y no me permitían
disfrutar en plenitud del amor que nos unía. Temía que, con el tiempo,
nuestra relación se resintiera.
Nunca llevábamos nuestras alianzas en público, únicamente cuando
estábamos a solas. Ese era el trato; no levantar sospechas. Eran anillos muy
llamativos y no resultaba disparatado pensar que cualquiera pudiera
relacionarnos a través de ellos. Sira guardaba la suya en un trozo de tela en
su bolso, pero yo sentía la necesidad de que el metal estuviera en contacto
con mi piel. Colgaba de mi cuello en una fina cadenita de plata, escondida
en mi escote.
No hace mucho, Sira y yo empezamos a vernos fuera de la intimidad de
mi casa en un pequeño parque a las afueras del pueblo. Era el sitio perfecto,
ya que la alta y descuidada maleza y los árboles y setos sin podar, nos
ocultaban a ojos de cualquiera, pero a la vez nos permitía visibilidad ante
cualquier mirada furtiva.
Todo parecía ir sobre ruedas, salvo por el inconveniente de llevar lo
nuestro en secreto, hasta que una noche, todo comenzó a torcerse. Mientras
nuestras bocas se devoraban en la oscuridad de un columpio viejo y
oxidado, sentí a Sira ausente. En un chasquido, sus besos perdieron ese
deseo del que me enamoré. Como chica insegura que todavía era a esa edad,
tenía la necesidad de saber, para que mi imaginación no cobrara vida y se
pusiera en lo peor.
—Sira, ¿estás conmigo?
—¿A qué te refieres?
—Parece que estás en otro lugar y desde que has llegado, no has
sonreído.
—Solo son tonterías mías —Agachó la cabeza.
—¿Y sí son solo tonterías, por qué no me lo cuentas?
—Es por todo, Lluvia —Se puso en pie, escondiendo las manos en los
bolsillos de su chaqueta —. Tengo una madre que me ignora por completo,
una hermana odiosa que me hace la vida imposible y un padre que… —
Cerró los ojos. Pude ver por la forma de sus bolsillos como apretaba los
puños de rabia.
—¿Qué ocurre, Sira? Me preocupas… —Traté de ofrecerla consuelo
acariciando sus manos, pero no lo conseguí.
—¡No quiero estudiar medicina! En unos días empieza una nueva etapa
especial, pero estoy harta de que mi padre me diga lo que tengo que hacer.
¡No quiero que decidan por mí! —Sus brazos me rodearon —. Soy un títere
que vive en una cárcel. ¡No aguanto más!
No supe qué decir. ¿Qué consejo podía ofrecer yo? Tenía menos
experiencia que ella en la vida, pero odiaba verla sufrir. Mi corazón se
partió en dos cuando se separó y meneó la cabeza a los lados, desesperada y
fuera de sí.
—Lo siento, no quería preocuparte. Necesito estar sola… —Y sin más,
se marchó.
—¡Sira, vuelve! —grité.
Quise correr y abrazarla, decir que no tenía por qué sufrir en soledad,
pero lo más sensato era dejarla espacio, y eso hice. No supe de ella el resto
de la noche. Lo único que sabía con certeza, es que Sira estaba al borde de
la locura y su forma de ser tan impulsiva, era lo que más me aterraba. Temía
que cometiera alguna estupidez.
Días más tarde, Sira y yo discutimos por primera vez. Solo quería que se
sintiera bien, pero su carácter había cambiado y se mostraba irritable y poco
receptiva. Nunca olvidaré sus palabras, ni toda la frustración que yo
descargué sobre ella. Por aquel entonces, desconocía a lo que se enfrentaba
día a día. Seguíamos queriéndonos con locura, eso no cambió, pero durante
unos días, nuestra relación se enfrió. Hice todo lo posible por recuperar la
pasión, la magia de cuando nos enamoramos, pero todo parecía inútil.
—Siento llegar tarde —dijo, apareciendo entre la maleza y apoyándose
en el frío hierro del columpio.
—¿Ni siquiera un beso? —protesté. Me besó, obligada. Suspiré,
intentando calmarme —. Sira, esto tiene que cambiar, te necesito.
—Todo es muy difícil…
—No tiene por qué serlo —Agarré sus muñecas y tiré de ellas hasta mí
—. Juntas superaremos cualquier obstáculo.
—Mis padres se van a divorciar…
—¿Qué?
—Creo que es por mi culpa…
—¿Cómo puedes decir eso, Sira? Tú no has hecho nada malo.
—No sé cuándo volveré a verte, Lluvia —Una perfecta lágrima cayó a
plomo de sus ojos —. Mi padre ha descubierto mis escapadas. Me han
quitado el teléfono y cuando regrese a casa y descubran que he vuelto a
salir a hurtadillas…
—¿Qué quieres decir? —pregunté, aterrada.
—Me vigilan con lupa —Apretó los dientes —. Vera está a todas horas
encima de mí. Me persigue allá donde voy. Tendremos que distanciarnos,
Lluvia… —Acunó mi cara cuando mis ojos se bañaron en lágrimas —. No
sabes de lo que es capaz mi padre. Sí nos descubre…
—¡No! —grité —. ¡Nos mantendremos unidas!
—Escucha, cariño… No puedo estar mucho tiempo, desconozco donde
se encuentra Vera —Agachó la cabeza —. Vendré aquí al anochecer cuando
pueda escaparme, pero…
—Vendré todas las noches, Sira —Instintivamente, mis manos cogieron
su cintura y me aferré a ella con todas mis fuerzas —. No te vayas, por
favor…
Y con un «te quiero», y un besó que se me hizo corto, desapareció. Esa
fue la noche donde mis temores me confirmaron que nuestro amor
tambaleaba. Éramos dos adolescentes sin muchas opciones, sometidas por
terceras personas a las que lo único que les importaba era el orgullo de un
oscuro y oculto pasado. Así, comenzaron mis días de desdicha y dolor,
donde todo careció de sentido y tuve que enfrentarme a la verdad de mi
destino. Una verdad que no estaba preparada para afrontar.

* * * * * *

—Lluvia, ¿te encuentras bien? —Enzo se sentó a mi lado y me ofreció


un sándwich de pavo de una de las máquinas expendedoras del puerto —.
Últimamente, estás muy despistada y cometes errores.
—¿Has recibido alguna queja?
—No, pero…
—Entonces, qué más da lo que yo haga o deje de hacer… —solté,
enfadada. Al ver como el rostro de Enzo se descompuso ante mis bruscas
palabras, me arrodillé y apreté sus trabajadas manos —. Lo siento, Enzo.
—No sé qué te está pasando, cielo, pero espero que sea lo que sea, lo
soluciones cuanto antes. Tu madre y yo estamos preocupados por ti —Se
levantó y frotó mi cabeza —. Si necesitas hablar, ya sabes dónde
encontrarme…
Enzo tenía razón. Era evidente por mis cambios de humor que algo
importante me estaba pasando, pero no podía contárselo a nadie. No
confiaba en la gente de mi alrededor y sabía con certeza que me juzgarían,
incluso mi propia madre. Aitana era la única persona que conocía que había
alguien en mi vida, pero no se imaginaba que la persona causante de toda
mi desdicha era Sira. Me mantenía en tensión en todo momento,
especialmente alerta del teléfono móvil en busca de una señal para contactar
con Sira. Desde hacía días, no tenía noticias suyas y me temía lo peor.
Crispada, malhumorada y enfadada con todo lo que me rodeaba,
completé mis labores y me encaminé a la soledad de mi casa. A lo lejos,
mientras me despedía con la mano de mis compañeras, vi a Aitana,
saludando con efusividad en mi dirección. Al menos ella conseguía sacarme
una sonrisa. Con mi mochila a cuestas, subí la rampa que me llevaría
directa a la salida, cuando sin comerlo ni beberlo, una cara conocida y poco
bienvenida salió de la garita que custodiaba la entrada de vehículos y me
abordó. La empujé con el hombro intencionadamente, dejando claro que sus
miradas y gestos de chulería ya no me intimidaban. Como era de esperar,
agarró mi brazo y me volteó.
—¡Qué no me toques! —grité, golpeando la mano que retenía mis pasos.
—¿Sabes una cosa, Lluvia? Desde el primer día qué te vi, supe que Dios
te había puesto en mi camino con el único propósito de amargarme la
existencia —Apretó los puños y me preparé para lo peor —. Siempre con
esa estúpida sonrisa de niñata inocente…
—¡Déjame en paz, Vera! Ya no estamos en el instituto, no te tengo
ningún miedo.
Agarró mis hombros y me estampó contra la pared de la garita.
Forcejeamos, pero no conseguí liberarme de las manos que me agredían.
Me dejé hacer, mirando sus ojos llenos de rabia. Lancé un suspiro y vi
como mi alianza se había salido de su escondite. Rápidamente, ante los ojos
de Vera, volví a esconderla en mi escote.
—¡No soy tonta, niña! —chilló —. ¿Qué hay entre mi hermana y tú?
—¡No sé de qué me hablas! ¡Suéltame!
Levantó el puño para golpearme. Cerré los ojos, pero el golpe no llegó.
Cuando los abrí, Enzo sujetaba con firmeza el brazo de Vera y la retiraba de
mi posición, con una preocupada Aitana que se escondía a sus espaldas.
Con desprecio, empujó a mi agresora y se cruzó de brazos.
—No tienes permiso para estar aquí, Vera —dijo. Era la primera vez que
le veía tan enfadado y la verdad, para ser tan amable y mostrar siempre una
cara simpática, daba bastante miedo.
—¿Me has tocado, negro? —dijo, sonriendo con maldad —. Esto no
quedará así. Cuando mi padre se entere…
—¿Tu padre? —Soltó una irónica carcajada, interrumpiéndola —. Ya
pateé el trasero de tu padre en muchas ocasiones y volvería a hacerlo con
gusto —Dio un paso al frente, apretando la mandíbula —. Quizás tú me des
un buen motivo para que mis puños vuelvan a saludarle.
Vera retrocedió, le dedicó una mirada de resentimiento y corrió,
desapareciendo. Enzo esperó unos minutos sin decir nada y la pobre Aitana,
sin saber qué estaba ocurriendo, miraba al cielo. Todavía seguía un poco
atontada por mi encuentro con Vera y las palabras que daban a entender que
sospechaba de mi relación con su hermana. No dije nada, pero Enzo
esperaba impaciente que diera una explicación.
—Siempre la toma conmigo… —Suspiré, impotente ante una situación
que me superaba con creces.
—Aitana, acompaña a Lluvia a su casa —Besó mi mejilla —. Tengo que
hacer una visita a un antiguo amigo…
—No, Enzo…
—Iros a casa, ¡ya! —exigió, con un tono autoritario que nunca había
escuchado.
Como buena amiga, Aitana me acompañó a casa, pero ninguna habló
durante todo el trayecto. Ni siquiera le agradecí que alertara a Enzo cuando
Vera estuvo a punto de estampar su puño en mi cara. Si la situación no era
lo suficientemente complicada y extraña, con Vera pisándome los talones,
lo tenía muy complicado si quería acercarme a Sira. En ocasiones, tenía
impulsos de ir a su casa y enfrentarme a sus padres, pero sabía que era una
acción precipitada y rebelde y me alejaría aún más de la chica que amaba.
—Aitana… —susurré antes de entrar en casa —. ¿Puedes quedarte
conmigo? No quiero estar sola…
No hizo falta decir más para recibir un abrazo en el que me derrumbé por
completo. Necesitaba, más que nunca, un hombro en el que llorar. Invité a
Aitana a comer e hizo todo lo posible por sacarme una sonrisa, pero mis
lágrimas decidieron quedarse permanentemente en mis ojos. Me di cuenta
de que Aitana, poco a poco, se había convertido en un pilar fundamental de
mi vida, pero seguía temiendo que se alejará de mi lado cuando supiera
cómo eran realmente mis sentimientos.
Tumbada en mi cama, con los ojos fijos en la ventana, mi dulce amiga
apoyó la cabeza en mis muslos y se miró los pies, meneándolos de un lado a
otro. Su propósito era que mis pensamientos se esfumaran de mi mente con
sus constantes tonterías. Al final tuve que reír, no por gusto, sino para que
se sintiera bien.
—Lluvia —Se incorporó, mordiéndose los mofletes —. ¿Cuándo vas a
contarme qué es lo que ocurre? Vale, sí, estás sufriendo por amor, pero hay
muchas cosas que dices que no encajan…
—¿Cómo qué? —pregunté, poniéndome a la defensiva.
—Cómo por ejemplo que tiene que ver Sira en todo esto… —Me miró
fijamente y supe que la confrontación con Vera y sus palabras la hicieron
abrir los ojos —. Lluvia, ¿eres…?
—¡No lo digas! —grité.
Mi corazón se llenó de temores. Estaba convencida de que a partir de ese
instante Aitana se alejaría de mi vida para siempre. En mi pueblo, nadie en
su sano juicio se atrevería a entablar amistad con una persona como yo. La
única compañía y consuelo que me quedaban era ella y la necesitaba más
que nunca. Estaba a un paso de perder a Sira y de volver a convertirme en
una chica solitaria y triste.
—Si lo dices, te alejarás de mi lado… —No me atrevía a mirarla a los
ojos.
—Pues sí eres bollera, eres bollera… Mientras la gente del pueblo no se
entere, no tendrás problemas —La miré, confusa, prestando atención a sus
palabras —. Por lo que a mí respecta, lo que te lleves a la boca no es asunto
mío —Comenzó a reírse a carcajadas de su propia gracia —. Además,
siempre he querido tener una amiga lesbiana.
Vale, aquello me pilló completamente desprevenida. ¿Cómo podía saber
que Aitana era tan liberal? Nunca mencionó ninguna aceptación sobre la
homosexualidad, aunque, ahora que lo pienso, tampoco mostró estar en
contra. Dejé de tener motivos para ocultar mis sentimientos y la terrible
situación a la que intentaba hacer frente, por lo que le conté absolutamente
todo lo que había entre Sira y yo, sin obviar detalle alguno.
—Lo vuestro es un drama —dijo, cuando terminé de relatar los
acontecimientos de los últimos meses —. No sé lo que haría en tu lugar,
pero una cosa te digo —Me miró muy seria —. Puedes confiar en mí, me
llevaré tu secreto a la tumba…
Me sentí aliviada y comprendida. Aitana no le dio importancia al hecho
de mi orientación sexual, lo cual es raro si tenemos en cuenta que nació y
creció en este pueblo, al igual que yo. Me aconsejó que no me precipitara y
me mantuviera distraída, que el tiempo pondría nuestro amor en su lugar,
pero yo no lo veía así. Tenía un pálpito de que mi relación con Sira había
llegado a su fin.
Poco después, recibí un mensaje de Enzo para que me presentara con
urgencia en el puerto, sin que mi madre se enterase. Me preocupé, ya que, a
esas horas de la noche, solo el personal de seguridad ocupaba las
instalaciones. Enzo se encontraba al final de uno de los muelles, cerca de su
barco pesquero. Me resultó difícil verle, puesto que su oscura piel se
camuflaba con la poca iluminación del puerto.
Los ojos de Enzo se tornaban confusos y preocupados; una expresión que
me alertó que algo grave ocurría. Al verme, agitó la cabeza, sin saber qué
decir. Se sentó en el muelle y palmeó a su lado para que le acompañara.
Tenía un pequeño hematoma en el labio derecho, producido por un golpe
reciente.
—¿Enzo?
—Siempre insistí en que tu madre te contara la verdad —Aspiró aire con
fuerza e intentó relajarse —. Nunca me hizo caso. Quiso mantenerte al
margen, pero…
—¡¿Qué es lo que oculta mi madre?! —Le di un golpecito en el hombro
para llamar su atención —. ¿Por qué nadie me dice que está pasando?
—Lo siento, no depende de mí que lo sepas —Metió la mano en mi
escote, sin pudor ninguno, y sacó la alianza para contemplarla con
detenimiento —. ¿Así que es cierto? Sira y tú…
—¿Qué? —Estupefacta, me quedé en blanco.
—Vengo de casa de sus padres —Se rascó su desaliñada melena —. Vera
estuvo siguiendo a su hermana durante días. Ha descubierto lo vuestro,
Lluvia. Sus padres lo saben todo… —Se mordió el labio y sonrió con ironía
—. De todas las chicas que existen, has tenido que enamorarte de Sira…
—Enzo, por favor, necesito saber la verdad —supliqué.
—Esto que voy a decirte, te partirá el corazón —Se levantó, me ofreció
la mano para ayudarme a incorporar y descansó sus enormes manos en mi
cuello —. Sira se marcha…
—¿Qué insinúas?
—Corre, Lluvia —Me dio un empujoncito —. No tienes mucho
tiempo…
Mis ojos se abrieron de par en par. Bajo la angustia de Enzo, salí
corriendo a toda velocidad. Mi corazón bombeaba sangre a un ritmo
alarmante, incluso peligroso si teníamos en cuenta que la ansiedad, las
taquicardias y un leve pinchazo, provocaban que mis movimientos se
ralentizaran. Me esforcé por llegar tan rápido como pude, pero el trayecto
era largo. Las nubes grises ocultaban la luna, pero no me importó; en mi
cabeza se repetían una y otra vez las últimas palabras de Enzo.
Al llegar, Julia y Vera se mantenían en una postura defensiva en la
entrada de casa, mientras su padre, César, cargaba en un lujoso coche varias
maletas. Todos clavaron sus ojos en mí, pero ya no importaba. Me enfrenté
a ellos y grité el nombre de Sira con todas mis fuerzas cuando bajó del
vehículo. Buscó la aprobación de su padre unos segundos antes de dirigirse
a mí, agarrarme la muñeca y tirar para alejarme lo suficiente de las miradas
asesinas que me taladraban.
—¡Sira, me haces daño! —protesté.
—No deberías estar aquí —Rompió a llorar.
—¿Te marchas? —Asintió y se alejó unos pasos de mi posición —. Sira,
yo te quiero…
—Lo siento, Lluvia. Lo nuestro es imposible —Su labio inferior
temblaba descontroladamente y sus palabras se clavaron en mi corazón
como alfileres —. Me marcho a Londres con mi padre —Su voz se rompió
—. No voy a volver… Aquí no hay nada para mí. Tú deberías hacer lo
mismo.
—Me rompes el corazón… —Me acerqué a su boca con las ansias de
recibir un último beso, pero Sira me empujó de un modo desagradable.
—¡No, Lluvia! Lo nuestro termina aquí —Se alejó y me miró por última
vez —. ¿Tú lo sabías? —Elevó la cabeza al cielo y cerró los ojos —. Claro
que no…
Bajo las miradas de su familia, Sira se marchó con su padre. Arrodillada
en el suelo, con mil lágrimas brotando de mis ojos, mi corazón se convirtió
en ceniza; un dolor tan atroz que no era capaz de soportar. Un estruendoso
sonido en el cielo no tardó en traer una repentina e intensa lluvia. Con los
ojos maliciosos de Julia y Vera, corrí en busca de respuestas. Necesitaba
saber la verdad, que era lo que todos ocultaban que me impedía llevar una
vida normal. En el peor momento de mi vida, no tenía nada que perder. Mi
mundo dejó de girar y toda la alegría y felicidad se esfumaron en un abrir y
cerrar de ojos. Sin Sira a mi lado, mi vida carecía de sentido.

Mi madre me hizo entrar en calor cuando llegué. Abrazada a sus piernas


y llorando sin consuelo, dije entre susurros a quien pertenecía mi corazón.
Cuando terminé, me miró desolada, como si no terminara de creerse mis
palabras. Su mirada era vacía; había perdido el brillo tras mis palabras. No
iba a aguantar ni un minuto más sin saber la verdad, por lo que, en un acto
de desesperación, golpeé con fuerza la mesa y lancé un grito de rabia.
—Quiero saber toda la verdad. ¡Ahora! —chillé.
—Enzo siempre me advirtió que este momento llegaría —dijo,
poniéndose en pie —. Está bien, te lo contaré todo, pero la verdad que tanto
necesitas solo te traerá más dolor.
Mi madre se marchó a su habitación y después de unos minutos que para
mí fueron como horas, salió y se sentó a mi lado. Me entregó una fotografía
donde salían Enzo, César y un desconocido cuyo rostro me resultaba
familiar. Todos portaban un enorme anillo de plata en el dedo pulgar con la
forma de una calavera pirata.
—Él es tu padre, Lluvia —Señaló al desconocido.
—Dijiste que no tenías ninguna fotografía suya.
—Creí que te resultaría más fácil así…
Examiné por primera vez las facciones del rostro de mi padre. Tenía el
pelo perfectamente peinado hacia atrás en un voluminoso tupé, la piel
bronceada por el sol y una aniñada carita de chico malo acompañada de una
preciosa sonrisa traviesa. Sus ojos eran grises, como los míos, pero más
expresivos. Se le veía feliz. Bloqueada y embobada, admirando a mi
querido padre, cerré los ojos y abracé la fotografía.
—Tu padre era muy querido en el pueblo y con sus dos inseparables
amigos, presumían de ser el azote de los mares —Sonreía mientras
recordaba —. Siempre llevaban esos ridículos anillos, a pesar de que se les
podía enredar en las redes y perder un dedo.
—El de papá está abollado —Me fijé en sus manos, que pasaban por los
hombros de Enzo con cariño.
—Tu padre y César siempre se peleaban. Se llevaban como el perro y el
gato, sobre todo después de…
—¿Qué pasó, mamá?
—Julia siempre se sintió atraída por tu padre. Por aquel entonces, ella
acababa de contraer matrimonio con César, pero eso no impidió que
tuvieran un desliz de una noche —Acarició mi mano y sonrió —. Tu padre
era un buen hombre, pero cometió algunos errores. Poco antes de que se
descubriera la verdad, compré esta casa y me vine a vivir aquí. Terminé
relacionándome con todos ellos y por un breve periodo de tiempo, todos
fuimos grandes amigos —Una lagrimilla rebelde se escapó de sus ojos, pero
por la expresión de su mirada, parecía ser de alegría —. Tu padre y yo nos
enamoramos y no tardamos en comenzar una relación seria. Al poco
tiempo, una estupenda noticia llegó; un bebé fruto de nuestro amor crecía
en mi interior. Siempre fue todo lo que busqué en una persona, pero Julia no
iba a permitir que le arrebatara al hombre de sus sueños.
—Pero, mamá, ¿qué tiene que ver Sira en todo esto?
—Ella no tiene nada que ver. Al igual que tú, esa pobre niña está
pagando los platos rotos de todos nosotros —Hizo una breve pausa —. El
desliz entre tu padre y Julia, tiempo atrás, trajo consigo un embarazo no
deseado. Ella solo quiso alumbrar a aquella niña con el objetivo de romper
nuestra relación…
—Quieres decir que… —No puede terminar la frase.
—Vera es tu hermana, Lluvia…
Y por un segundo, todo cobró sentido. Mi padre eligió a mi madre en
lugar de Julia y todo se fue al traste. Vera lo sabía. Por su manera de
tratarme, tenía que saberlo. En ese momento, entendí por qué mi madre
puso tanto empeño en ocultarme la verdad. En mi mente confusa, trataba de
tejer la realidad de unas palabras que se anudaban y me impedían ver todo
con claridad. Mi madre tenía razón; la verdad acabaría rompiéndome el
corazón.
—¿Es eso cierto, mamá? —pregunté, sin llegar a creérmelo del todo —.
¿Tengo una hermana?
—Lo siento, cielo. Mi deber era alejarte de esa familia.
—¿Por qué no te marchaste? Papá y tú deberíais haberos ido lejos…
Ahora estaríamos todos juntos…
—Es lo que quisimos hacer, pero un día, tu padre se marchó a la mar a
altas horas de la noche y nunca regresó…
—No lo entiendo, mamá —Agitaba la cabeza —. Cuando era pequeña y
me hablabas de papá, siempre decías el respeto que le tenía al mar. Nunca
partía en su barco sin Enzo…
—Y es cierto, hija —Me miró con seriedad —. Tu padre no se ahogó en
alta mar. Nadie le vio salir con su barco aquella noche. No pude
demostrarlo, pero estoy convencida de que, en un ataque de ira y celos,
Julia lo mató.
—No puede ser… No digas eso… —Rompí a llorar y me tiré al suelo,
deshecha por dentro.
Rota en un tornado de negativas sensaciones, mi madre me abrazaba
mientras yo chillaba una y otra vez, desgarrada por la verdad de un pasado
que nunca debí conocer. Las palabras de mi madre me abrieron los ojos;
nunca podría estar con Sira después de saber el pasado que volaba sobre
nosotras.
Desde aquel día, mi corazón dejó de sentir. Me prometí a mí misma que
nunca me volvería a enamorar, bajo ningún concepto. Todo lo relacionado
con el amor, comenzó a ser como un veneno para mí. Mi madre me regaló
la foto en la que aparecía mi padre y le comencé a dar uso todas las
mañanas, pues ver su rostro era lo primero que hacía al despertar.
No me lamentaría ante nuestra desdicha. Aquella verdad me hizo más
fuerte, en parte, y me juré a mí misma que algún día, la familia que tanto
dolor nos causó, lo pagaría con creces. Desde ese instante, el amor de Sira
se tatuó en mi corazón, creando una barrera que impedía que nadie más
pudiera entrar…
Capítulo 7 — Un maravilloso mundo que
descubrir
Diez años después.

Adormilada, con el movimiento relajante del barco pesquero mientras


surcaba los mares de regreso a puerto, sentí un golpe en los pies. Me giré,
dejándome caer, y apoyé la cabeza sobre uno de los salvavidas. Una mano
con la suficiente fuerza me incorporó. Malhumorada, miré a Moro a los
ojos, que sonreía ante mi pereza. Estiré mi espalda y a lo lejos pude divisar
el puerto.
—Pronto llegaremos, Lluvia.
Suspiré. Mis párpados pesaban y me costaba mantenerme despierta. Fui
a la popa, dónde Enzo guiaba el timón canturreando una canción en su
lengua materna. Insistió en que me pusiera a los mandos del barco, pero me
negué. Estaba agotada. La noche anterior trasnoché y tenía una fuerte resaca
producida por decenas de cócteles cuyo nombre no recuerdo. Al menos en
unas horas, tendría un par de días de descanso. Aitana había hecho planes
para esa tarde y estaba deseando que llegara la hora de finalizar mi jornada
laboral.
A pocos metros del muelle seis, dónde nuestro barco pesquero amarraba
cada día, vi la sonrisa más bonita del mundo. Aquella niña, a punto de
cumplir ocho años, me había robado el corazón. Su piel morena y sus ojos
rasgados y oscuros como la noche siempre mostraban una dulzura sin igual,
como su padre. Me saludaba dando grititos a lo lejos, agarrada a la mano de
mi madre. No lo pensé dos veces. Me desprendí de mi vadeador y me ajusté
mi bikini. Nunca salía de casa sin él.
—¡Lluvia! —gritó Enzo. Me señaló con el dedo, agitándolo en mi
dirección —. No lo hagas…
—No seas muermo —Le saqué la lengua y guiñé un ojo —. Moro te
ayudará con los amarres.
Corrí hasta la proa y salté del barco. Hundirme en el mar me hizo sentir
libre. Nadé todo lo rápido que pude hasta el muelle y subí por una de las
escalerillas hasta llegar a mi madre, que se echaba una mano a la cabeza.
Elevé a la niña que soltó su mano al verme aparecer y mordí sus suaves
mofletes. Con una aguda risa, meneándose a los lados para tratar de
liberarse, hacía aspavientos con las manos para seguirme el juego.
—¿Tienes hambre, Enoa? —dije, besándola por toda la cara —. Ven,
tengo gominolas en mi taquilla.
—Lluvia, la estás empapando—protestó mi madre.
Mi querida renacuaja siempre pululaba por el puerto los días que no
tenía colegio. Como siempre que estábamos a solas, la consentía todo lo
que pedía, por muy ridículo que fuera. Enoa era muy importante en mi vida,
tanto que, en ocasiones, rechazaba salir de picos pardos simplemente por
estar a su lado. Quizás el reloj biológico de la maternidad pronto empezó a
hacer de las suyas, no lo sé, siempre me encantaron los niños.
Regresé junto a mi madre. Enzo estaba a su lado con los brazos
cruzados y no tardó en coger en brazos a su hija, que se mostraba ilusionada
por ver a su padre. Era demasiado estricto con la alimentación de la
pequeña, pero a escondidas, yo la inflaba a dulces y chucherías. Lo siento,
sé que no es bueno, pero si pudierais ver la risueña carita de Enoa… En fin,
como siempre que hacía lo que me venía en gana, Enzo me fulminó con la
mirada.
—Lluvia, vuelve al trabajo —dijo con autoridad —. Tienes
responsabilidades que atender.
—Vale, papá… —Puse los ojos en blanco.
—Cariño —intervino mi madre —. Enzo y yo queremos celebrar
nuestro aniversario, ¿cuidarás de Enoa?
—¡Claro que sí! Es un placer cuidar de mi hermanita pequeña —dije,
haciendo burlas a la niña que reclamaba mi atención.
Así es, aquella niña morenita tan adorable, es mi hermana pequeña.
Todo ocurrió cuando llevaba cerca de un año trabajando en el puerto. Al
final, el acercamiento entre mi madre y Enzo formó una bonita relación y
con el paso de los años, el amor llamó a sus puertas. Hacen muy buena
pareja y se complementan a la perfección. Poco después de que Enzo
comenzara a vivir con nosotras, una buena nueva llegó a nuestras vidas. Mi
madre se quedó embarazada y, con cariño y amor, todos acogimos al nuevo
miembro de nuestra peculiar y extraña familia que hoy ilumina nuestras
vidas. No tardaron en casarse y afianzar su relación. Al principio me resultó
extraño verlos como pareja, pero con el paso de los años, terminé por
aceptar a Enzo como a un padre.
Mi vida dio un giro de ciento ochenta grados, pues ya no soy la chica
insegura y enamoradiza. Todos en el pueblo saben de mi orientación sexual,
Vera se encargó en su día de correr la voz, pero su artimaña para hundirme
más en la miseria no funcionó, pues abracé mi homosexualidad y aprendí a
sentirme orgullosa de mí misma.
Desde hace años, disfruto de relaciones con mujeres que se esconden en
el armario. Resulta que, en mi querido pueblo, hay muchas mujeres
dispuestas a conocer los misterios del sexo con una mujer, siempre y
cuando quede en el más absoluto secreto. Es una situación que manejo a mi
antojo, ya que muchas de ellas me buscan con la mirada con la única
intención de acercarse y tirarme los trastos. Algunas solo tienen curiosidad
y no quieren más que confirmar sus dudas, pero para mí, es una manera de
conseguir sexo y nuevas experiencias sin compromiso.
Desde hace un año, mantengo una extraña relación con una mujer
casada y mucho más mayor que yo. Irene es muy atractiva para rondar los
cuarenta años; una morenaza de las que ya no quedan. Mantenemos nuestra
relación en absoluto secreto, aunque mis amigas saben bien a lo que nos
dedicamos en la intimidad de su cama. Una mujer muy insegura e
inmadura, que lleva una vida llena de machismo y maltrato psicológico.
Una pena, pero su vida nunca ha sido asunto mío y hago todo lo posible por
no verme involucrada en sus problemas personales.
Después de un abrazo de mi madre, un achuchón de Enoa y una colleja
por parte de Enzo, volví al barco pesquero para poner orden junto a Moro,
un joven que recientemente alcanzó la mayoría de edad e intenta aprender
el oficio de pescador. Un buen chico y muy trabajador, pero que siempre
está pensando en las musarañas. Yo soy la segunda al mando en el barco de
Enzo y sí, con el paso de los años dejé a un lado mis miedos y me convertí
en pescadora. Al final, terminé por seguir los pasos de mi padre.

Lancé un sonoro bostezo que alertó a mis compañeras de que era hora de
irme. Tenía ganas de llegar a casa y descansar, pero había hecho planes con
Aitana y no quería dejarla en la estacada. Quedamos donde siempre; el
punto de encuentro donde organizábamos todas nuestras salidas. Estaba
cansada, pero me apetecía una cerveza bien fría como inicio de los
próximos días libres que estaban por llegar. A la salida del puerto, me
coloqué el casco y acaricié el chasis.
—¿Has echado de menos a mamá? —dije, admirando mi última
adquisición.
Arranqué mi moto recién comprada y di un fuerte acelerón. El sonido del
motor siempre me daba un buen subidón. Os contaré algo de lo que no me
enorgullezco, pero que no puedo evitar hacer. Siempre que puedo, voy a
velocidad máxima por la carretera, apurando en cada frenada. La sensación
de velocidad me proporciona una libertad y un subidón únicos. Me atrevería
a decir que hasta excitante. Como una loca, conduje hasta mi próximo
destino en un tiempo récord.
Samsara es un pub ubicado a las afueras del pueblo regentado por
Renata, una de mis mejores amigas. Hace unos años, compró una vieja
casita abandonada y la reformó por completo, transformándola en uno de
los lugares para despendolarse con más estilo de toda la zona. En pocos
meses, Samsara se convirtió en uno de los pubs más visitados, y no solo por
gente del pueblo. Era mi lugar favorito, el sitio donde podía dar rienda
suelta a mi golfería sin prejuicios, aunque para ser sincera, era el único
lugar en el pueblo dónde no me miraban con desprecio.
—Quiero la cerveza más grande que tengas, niña pija —dije, golpeando
la barra. Dejé mi casco y mi mochila en un taburete a mi lado y puse
morritos.
—Mira quién se digna a aparecer —Dejó una cerveza en la barra con
fuerza, provocando que la espuma comenzara a derramarse —. Llevas días
sin venir…
—He estado haciendo de canguro. Mi hermanita es más importante que
venir a verte la cara, Renata.
—Lluvia —Aitana apareció detrás de la barra y se sentó a mi lado. Clavó
su dedo en mi costado, provocando que estuviera a punto de escupir el trago
de cerveza que acababa de dar —. Llegas tarde.
—¿A dónde crees que vas, bonita? —Renata se dirigió a mi alocada
amiga —. Todavía no ha terminado tu turno.
—No seas negrera —Le sacó el dedo del medio y me miró, sonriente —.
Tengo el plan perfecto para ti, Lluvia. Esta noche iremos a la ciudad —
Aplaudió con efusividad —. ¿Recuerdas a Dan? —Asentí, suspirando
profundamente —. Pues bien, hemos quedado esta noche con su prima, se
muere por conocerte…
—¿A la ciudad? ¡No cuentes conmigo! —Bebí de la cerveza y golpeé la
barra, solicitando otra —. Te he dicho mil veces que no busco pareja.
—Vamos, Lluvia… —Mujer cansina en tres, dos, uno… —. Le enseñé
una foto tuya y se muere por conocerte. Es la excusa perfecta para volver a
ver a Dan. Además, necesitas una novia que cuide de ti, no querrás estar
toda la vida de flor en flor con reprimidas que solo buscan tu lengua…
—Joder, que fina eres, cariño —Protesté —. Está bien…
A menudo, Aitana se proponía hacer de alcahueta. Estaba obsesionada
con que encontrara pareja, a pesar de que estaba mejor que nunca. Las
relaciones serias me parecen una pérdida de tiempo. ¿Por qué malgastar el
tiempo con la misma persona cuando hay todo un mundo de posibilidades?
Lo tenía muy claro. ¿Relaciones serias? No, gracias.
Lo normal con Aitana es tomarnos un par de cervezas en Samsara antes
de la hora de comer y continuar con la juerga por la noche después de una
buena comilona y un par de horas de siesta, pero se nos fue el santo al cielo.
A las cuatro de la tarde, ambas llevábamos más cerveza en el cuerpo que
sangre y Renata nos preparó un par de hamburguesas para que nuestros
estómagos se asentaran.
Claro que, llegados a ese punto, el despiporre era incontrolable y éramos
el centro de atención de todos los que habían tenido la misma idea que
nosotras. Mi compañera de fiesta era muy escandalosa y las dos
congeniábamos a la perfección a la hora de divertirnos, pero a veces ocurre
que alguien aparece de improvisto para fastidiarte la diversión.
—Lluvia —susurró Renata. Señaló con la mirada en dirección a la
entrada —. Se avecina una tormenta.
—¡No me jodas! —Aitana fue muy descarada al mirar y pronto se giró y
agachó la cabeza, meneando su cerveza —. ¿Qué hace aquí?
De reojo, observé como Irene entraba acompañada del hombre que
amargaba su existencia. Pasó por mi lado y me saludó sin disimulo mientras
su marido me echaba una mirada poco bienvenida. Con la boca abierta, me
eché una mano a la cabeza. ¿Se podía ser más imbécil? Irene cada vez tenía
menos reparos en lanzarme miraditas y gestos curiosos, incluso delante de
su marido, pero venir a Samsara era ir demasiado lejos. Su marido, un
cretino más preocupado de las apariencias que de cualquier otra cosa, no
solía hacer vida social en el pueblo y en el pub dónde nos encontrábamos,
todos sabían lo que había entre Irene y yo. Se sentaron en unos sofás al
fondo, donde mi amante escogió un sitio para tenerme vigilada. Muy propio
de ella.
—Esa tía te traerá problemas, Lluvia —Renata, como siempre,
ejerciendo de hermana mayor —. Deberías alejarte de ella.
—¿Tú no tienes que trabajar? —dije, crispada —. Voy al baño.
—¿Quieres que vaya y te agité por los hombros cuando termines? —soltó
Aitana, provocando en la camarera, que estaba más pendiente de cotillear
que de servir bebidas, una risa descontrolada.
Cuando me miré en el espejo, me di cuenta de que ya había bebido
suficiente. Era hora de irse. Después de hacer aguas menores, mojé mi cara
e intenté que la caraja se me pasara lo suficiente para poder conducir de
vuelta a casa. Al menos, la deliciosa hamburguesa de Renata consiguió
serenarme un poco. Ya se sabe, con el estómago vacío no es bueno inflarse
a cervezas. Después de recomponerme, me apreté la coleta y estiré mi
espalda. La puerta se abrió e Irene esbozó una sonrisa de oreja a oreja. No
sé por qué, pero me esperaba que hiciera alguna estupidez…
—¿Me has echado de menos? —Intentó besarme, pero me aparté.
—¿Te has vuelto loca? Tu marido está ahí fuera —Señalé la puerta,
enfurecida.
—Solo un beso, Lluvia. Hace días que no nos vemos…
—¡Qué no, joder!
Apreté tanto los dientes que creí que saltarían en mil pedazos. Sus ojos se
enrojecieron, pero no me importó. De un empujón y de la forma más
desagradable posible, eché a un lado a mi amante y me fui enfurecida con
mis amigas, que agitaban la cabeza en señal de incredulidad. Solicité otra
cerveza, pero Renata se negó a servirme más alcohol. Con un gritito de
molestia, dejé un billete en la barra, mordí el pómulo de Aitana y me
marché. Conduje con suma precaución, aunque me encontraba en
condiciones de conducir, había bebido demasiado y los reflejos tienden a
disminuir, por mucho que pensemos lo contrario.
Una hora y media de siesta, una ducha relajante y los besos y mimos de
mi hermanita pequeña fueron suficientes para recomponerme. Enzo y mi
madre descansaban en el sofá cuando me fui y Enoa pintarrajeaba en su
bloc de dibujo en la alfombra. Una estampa de familia feliz que no dudé en
admirar durante unos minutos. Adoraba a mi familia por encima de todo;
para mí, era lo que daba sentido a mis días.
Poco a poco os hacéis una idea de la personalidad tan espontánea de
Aitana, pero en todos estos años no fue a mejor. La muy golfa me citó en
una marisquería del centro a las nueve de la noche y ya llevaba más de dos
horas con su cita. Por eso mismo se negó a ir conmigo, poniendo de excusa
que prefería ir en su coche para no depender de nadie. El objetivo de Aitana
no era que la ayudara a acercarse a Dan, sino buscarme pareja. Claro, que
no me callé, y delante del hombre por el que llevaba tiempo perdiendo las
bragas, la monté todo un espectáculo. Si me organizas una cita a ciegas, no
tengas la cara dura de meterme por medio con mentiras para acercarme a
una mujer que ni siquiera conozco. Pero como casi siempre, después de un
par de cervezas, el enfado desapareció y mi sonrisa volvió como por arte de
magia.
—¿Y qué hay de ti, Lluvia? —Dan, tan simpático y agradable como
siempre, sonrió —. Hace tiempo que no coincidimos.
—Poca cosa, mi vida es muy rutinaria. ¿Y tú prima? —Sin darme cuenta,
terminé mi segunda cerveza y si no cenábamos de inmediato, acabaría
achispada sin haber probado bocado —. Parece que se retrasa…
—Tranquila, vendrá —Sonrió, alzando las cejas —. Tiene muchas ganas
de conocerte. Aitana le mostró fotos tuyas en su teléfono móvil y desde
entonces no ha dejado de darme la tabarra. Tengo un pálpito de que te vas a
enamorar en poco tiempo.
—¿Qué? —Solté una carcajada —. Eres muy optimista. Aún no sé quién
es y las citas a ciegas no suelen funcionar, así que…
—¿No sabes quién es mi prima?
—¡Cállate, Dan! —Aitana le tapó la boca —. Es una sorpresa.
—¿De qué va todo esto? —Tanto secretismo, empezaba a cabrearme.
Los ojos de la joven parejita se dirigieron a la entrada, donde un rostro
conocido se acercaba a nosotros con unos elegantes andares. Sentí un
temblor en la cabeza y era consciente de que mi boca se abrió tanto que
podría haberme metido el culo del botellín de cerveza, sin rozar mis dientes.
Cegada por su presencia, saludaba con una perfecta sonrisa. La mujer más
hermosa y sexi del país se encontraba a escasos metros de mi posición.
—Eres Lluvia, ¿me equivoco? —Tardé en reaccionar y no fui consciente
de que todos me miraban fijamente. Aitana tosió a propósito, alejándome de
mi bloqueo mental —. Soy Claudia.
—Sí, lo sé —Me plantó dos besos en las mejillas y creí desmayarme allí
mismo —. De hecho, casi todos sabemos quién eres —Sin querer, solté una
risita aguda que me hizo quedar como una imbécil.
Acababa de conocer a Claudia Pontevedra. Una modelo de lencería muy
reconocida que acababa de saltar a la fama por una serie de televisión a la
que estaba enganchada desde el primer capítulo. Su personaje murió en la
temporada anterior, pero admiré tanto el talento y atractivo que poseía, que
terminé por volverme loca. No en un sentido romántico, sino más bien
como cuando te gusta mucho un famoso y estás loquita por sus huesos.
Y cómo no estar babeando por una mujer como ella. Decir que era guapa,
era quedarme muy corta. Tenía los ojos algo rasgados y de un tono azul
claro que te dejaban atónito. Su boca era hipnotizadora, pues esos labios
carnosos rosados bajo una dentadura perfecta te hacían perder la cabeza.
Medía cerca del metro setenta y cinco, lo cual quería decir que, si
tuviéramos que besarnos, tendría que subirme a un taburete. Físicamente,
era perfecta, única. ¿Conocéis a las chicas que salen con los futbolistas más
reconocidos? Pues bien, Claudia Pontevedra podría hacerlas sombra
fácilmente.
No me podía creer que a mi lado, un monumento de semejante belleza
estuviera sonriendo y charlando con toda la naturalidad del mundo. Apenas
hablé durante la cena y me negué a comer en exceso para guardar las
apariencias. Eso sí, bebí todo el vino blanco que pude y más. Quería
desinhibirme y soltarme, conocer más a aquella mujer tan sensual que me
lanzaba sutiles miradas reclamando mi atención.
Entonces llegó el momento en el que la inseguridad me abofeteó de
improvisto. Ninguna chica era capaz de hacerme sentir así, pero cuando me
fijé en su corto vestido con escote, perfectamente entallado y su fina cadena
de plata acariciando su pecho, me sentí una imbécil. Mientras mi cita había
tenido el detalle de vestirse lo más elegante posible, allí estaba yo, con un
top ajustado sin mangas, unos vaqueros azules y desgastados y mis botas
negras. Sin que se dieran cuenta, me quité los anillos de acero que
decoraban la mayoría de mis dedos y los guardé en mi bolsillo.
Avergonzada, solo esperaba no espantar a Claudia y que se llevara una
decepción por mi vestimenta.
Horas después, cerca de medianoche, salimos de la marisquería. Aitana y
Dan sugirieron tomar unas copas en un pub cercano. Dejaron espacio entre
Claudia y yo, cosa que agradecí. Ella parecía tan nerviosa como yo y
buscaba una manera de romper el hielo que no me dejara como una tonta.
Estaba segura de que Claudia era una mujer de mundo, mientras que yo,
hacía vida en un pueblucho.
—Aitana dice que te mueres por encontrar el amor, ¿es cierto? —dijo,
clavando sus hermosos ojazos en mí.
—¿Quieres un consejo? Nunca hagas caso de lo que dice —Sonreí, pero
por dentro tomaba nota para vengarme de mi retorcida amiga —. ¿Qué más
te ha dicho de mí?
—Que te rompieron el corazón y desde entonces vives encerrada en ti
misma —Agitó la cabeza —. Disculpa, tu vida sentimental no es asunto
mío.
Intimidada y embobada por Claudia a partes iguales, sentí que era una
mujer con un buen corazón. Ante las cámaras era una persona totalmente
diferente, pues lo poco que estaba conociendo de su personalidad, es que
era tan natural como elegante.
El sitio en el que terminamos era tan estrafalario como oscuro. No
entiendo por qué decoran los sitios con lo primero que se les ocurre y
añaden luces de neón a todo. ¿Por qué no contratan a un decorador? Dado el
precio de cada copa, podrían incluso poner el suelo de oro macizo. Aitana
no tardó en percatarse de que aquel lugar, con la música alta y lleno de
niñatos pijos, no iba conmigo. Al menos Dan, tuvo la picardía de reservar
una zona al fondo para alejarnos de la aglomeración de personas que
bailaban a empujones. No era muy grande, pero tenía unos sillones
cómodos junto a una mesa con una cubitera. Tardaron más de la cuenta en
atendernos, pero no protesté, ya que mi atención recaía en la belleza que
estaba sentada a mi lado.
Me pasé un poco con los chupitos. Teníamos barra libre por cortesía de
Dan y no eran muchas las ocasiones en las que podía beber de gorra. Me
sorprendió ver como Claudia bebía tanto como yo, sobre todo, las
innumerables veces que iba al servicio. Poco a poco, el alcohol en mis
venas me producía un agradable calor, provocando que me soltara la
melena. Escuchaba las anécdotas de Claudia, embelesada por su voz, a
pesar de que teníamos que hablar a gritos para entendernos. No paraba de
reír ante sus palabras, que, en boca de otro, podían sonar a mentiras.
—Y entonces —continuó riendo a carcajadas —, el tacón de uno de mis
zapatos se partió en pleno desfile. Normalmente, cuando algo similar
ocurre, tienes que levantarte con elegancia, mantener la compostura y
seguir caminando con toda la profesionalidad posible. Pero claro, el golpe
que me di me hizo descojonarme de la risa y contagié a todos a mi
alrededor —Comenzó a aplaudir—. Jamás he pasado tanta vergüenza…
Riendo sin parar, cubrí mi boca con una mano. Sentí una caricia en el
muslo y nuestras risas se apagaron. Una mirada sincera se clavó en mis ojos
y percibí un calor interno que creí olvidado. Su inocente risa me embrujó.
Empezaron a florecer en mí sentimientos extraños y los recuerdos que me
vinieron a la cabeza, me produjeron una ansiedad que no era capaz de
controlar. Un rostro olvidado se mostró ante mí y por un segundo, reviví el
pasado.
—¿Lluvia? —gritó Claudia —. ¿Te encuentras bien?
—Sí —Me levanté, dejé mi copa y cogí mi chaqueta entre el montón de
abrigos en el suelo —. Lo siento, tengo que irme.
—¿Tan pronto?
—¿Dónde vas, Lluvia? —Aitana agarró mi brazo, pero me zafé
disimuladamente.
—Es tarde y prometí a mis padres que llegaría a una hora decente.
Fui consciente de la absurda excusa que dije, pero de repente, quería salir
de allí a toda costa. Caminé hasta la salida entre la gente y miré en todas
direcciones. No conocía muy bien el lugar donde me encontraba y
desconocía cómo volver. Me eché una mano a la cabeza y por primera vez
en mi vida, sentí una taquicardia tan fuerte que me dejó sin respiración. No
podía pensar ni reaccionar, de modo que me apoyé en un coche mal
estacionado y cerré los ojos, tratando que la situación no me sobrepasara.
—Cielo, ¿estás bien? —susurró Claudia. Su mano acarició mi espalda —.
¿No recuerdas dónde estás? —Entrelazó su brazo con el mío y sonrió —.
Vamos, te acompañaré.
No sabía qué me estaba pasando, el porqué de un repentino malestar que
me mantenía en un constante sin vivir. Conseguí despejarme bajo la
agradable brisa de la noche, pero el tacto de Claudia me mantenía rígida. Al
llegar al lugar donde había estacionado, quité la cadena antirrobo de mi
moto y recogí mi casco, comprobando que no tuviera ningún arañazo.
—¿Conduces este trasto? —Acarició el chasis y se colocó a mi lado, tan
cerca, que podía sentir el calor que desprendía —. ¿Volveré a verte?
—Bueno… —Evité el contacto visual —. Estoy algo ocupada y…
—¿No te gusto, Lluvia?
—¿Qué? —Acarició mi mano y observé cómo poco a poco se
entrelazaban nuestros dedos. La suavidad de su mano me hizo suspirar y no
era capaz de mirar sus preciosos ojazos más de un segundo —. Eres
preciosa, Claudia…
—¿Entonces?
Acercó su boca a la mía. Paralizada ante su aliento, cerré los ojos,
rogando que aquella hermosura de mujer se detuviera. Posó sus labios en la
comisura de los míos. El contacto fue algo único, algo que hacía mucho
tiempo que no sentía. Lentamente, solté su mano, dándome cuenta de que
mantenía la mandíbula rígida. Claudia apoyó sus muñecas en mis hombros,
ladeó la cabeza y mostró una dulce y risueña sonrisa que congeló mi
corazón. Vi en sus ojos el recuerdo del dolor de un pasado olvidado, un
dolor que comenzaba a revivir a pasos agigantados.
—No estoy interesada, gracias.
No miré su reacción. Subí en mi moto y salí a toda velocidad, alejándome
de la mujer que me había hecho revivir el peor momento de mi vida. Mis
palabras fueron una grosería que, con seguridad, dañarían la autoestima de
la actriz; dudo mucho que en algún momento de su vida hubiera sido
rechazada por alguien tan simple como yo. No soy tan ingenua como pueda
parecer, era consciente de lo que mi corazón me quería decir. Tengo fobia a
enamorarme.

En las escaleras de la entrada de mi casa, contemplaba el despejado cielo,


sujetando mi casco con las piernas. La imagen de Claudia y lo último que
salió de mi boca eran lo único en lo que podía pensar. Me preguntaba a mí
misma cuando me había convertido en alguien tan desconsiderada como
para rechazar tan descortésmente a un ángel. Hacía muchos años que no
lloraba, pero esa noche, bajo la luz de la luna, una triste lágrima cayó por
mi mejilla.
—Una bonita noche —Enzo se sentó a mi lado, con una taza de leche
caliente.
—¿Qué haces despierto? —Disimuladamente, froté mis ojos.
—No consigo dormir. ¿Por qué lloras, Lluvia?
—Porque soy imbécil, por eso… —Apoyé la cabeza en su hombro,
relajándome —. Hoy he conocido a alguien espectacular y…
—Te has asustado y has huido, ¿verdad? —dijo, interrumpiéndome.
—¿Tan predecible soy?
—Escucha, Lluvia. Pocas veces en la vida, el amor llama a nuestras
puertas —Se levantó, sorbió de su taza e hizo algo que me cabreaba;
mantenerse en silencio unos segundos para dar suspense a la conversación
—. No encierres tus sentimientos por una mala experiencia. Ahí fuera —
Señaló a la nada —, hay un maravilloso mundo por descubrir. La vida sin
amor no es vida, Lluvia. Tenlo muy presente…
Un tierno beso y un abrazó después, caminaba en completo silencio a mi
habitación. Mi hermanita tenía el sueño muy ligero y cuando me escuchaba
a esas horas, no dudaba en levantarse y venir a mi dormitorio. Atontada y
confundida, me metí en las sábanas de mi cama, tratando con todas mis
fuerzas borrar aquella noche.
Enzo era mi consejero sentimental. Siempre que las dudas sobrevolaban
mi cabeza, corría a sus brazos en busca de sus sabías palabras, aunque,
ahora que lo pienso, pocas veces he seguido sus consejos. Quizás por eso
me iba tan mal en mis relaciones sentimentales. Hasta ese día, era feliz con
la vida que llevaba, pero me di cuenta, después de mucho reflexionar, que
Claudia hizo reaparecer en mi interior un vacío que nunca pensé que
volvería a sentir. Lo más sensato y por el bien de mis sentimientos, era
alejarme de la mujer que consiguió robar una pequeña parte de mi corazón
con una sonrisa.
Capítulo 8 — Mi ángel

Me desperté más cansada de lo habitual. La noche anterior tuve una


horrible pesadilla producto de mi mala conciencia. No recuerdo qué soñé,
solo que me levanté sobresaltada y empapada en sudor. Sentada en el sofá,
con los pies sobre la mesa, veía un capítulo repetido de una de mis series
favoritas. Claudia Pontevedra hacía el papel de propietaria en un prostíbulo
de mala muerte. No os precipitéis, no es un drama romántico, sino una
comedia muy bien elaborada. Enoa pintaba en su bloc de dibujo, como
siempre, tarareando y meneándose a los lados. Pasaba horas observando sus
movimientos, tan divertidos como adorables.
—Enoa, ¿qué estás dibujando? —pregunté.
—Mira —Se sentó a mi lado, mostró el dibujo y comenzó a
explicármelo con ilusión —. Estos son papá y mamá —Enzo estaba
dibujado con un negro tan oscuro que parecía una silueta y mi madre salía
con unos kilos de más, por no decir que sus ojos eran tan grandes como sus
orejas —, y estas somos tú y yo.
—¿Quién es esta chica? —Señalé un garabato alejado del resto. Parecía
una chica alta con una melena rubia despeinada.
—Mi otra hermana.
—¿Qué hermana?
—No la conozco, pero sé que tenemos una hermana…
—¿Quién te ha dicho semejante estupidez?
—Se lo escuché decir a papá el otro día.
—¿Qué escuchaste, Enoa? —La quité el bloc de dibujo y lo lancé contra
la mesa.
—Papá le dijo a Mamá que tu hermana está malita en el hospital. No le
entendí bien… —Arrugó la frente —. ¿He dicho algo malo?
—No, cariño… —Besé sus mofletes —. Ve a lavarte las manos.
Comemos en diez minutos.
Enoa era una niña muy avispada. Mi madre pensó, que cuando fuera
mayor, le contaría toda la verdad. Aprendió de sus errores, pero no tuvo en
cuenta que mi hermanita pequeña crecía con rapidez y pronto se enteraría
de la verdad. Pese a su inocencia, era una niña con mucha picardía para su
edad.
Desde lo ocurrido años atrás, tuve muchos encontronazos con Vera,
incluso llegamos a las manos en un par de ocasiones. Sinceramente, me
encantaba provocarla. Aún seguía dolida por todo el daño que causó y no
dudaba en montar una buena bronca cuando llevaba dos cervezas de más.
Gracias a esos encuentros con Vera, conseguí hacerme respetar y eran pocos
los que se atrevían a amenazarme por mi condición sexual.
Enzo y mi madre llegaron casi al anochecer, felices por celebrar su
aniversario. Normalmente, estoy encantada de cuidar de Enoa, pero tenía un
batiburrillo en la cabeza desde lo ocurrido con Claudia y necesitaba
desfogarme. De modo que subí en mi moto y conduje a todo trapo hasta mi
rinconcito favorito.
Al llegar a Samsara, di un golpe en la barra, solicitando una cerveza
fría. A esas horas, el local estaba prácticamente vacío, pero en poco tiempo
estaría a rebosar de jóvenes dispuestos a beberse hasta el agua de los
floreros. Beber en soledad es gratificante, aunque para algunas personas
pueda resultar triste. Tenía mucho en lo que pensar. Me sentía mal conmigo
misma y los ojazos de Claudia me hacían suspirar cada vez que recordaba
nuestra fría despedida.
En una ocasión, después de mi segunda cerveza y una breve
conversación con Renata, volvía del baño, pensando en las musarañas.
Tropecé con un hombre cuando se giró, con la mala suerte que fui
trastabillando hasta la barra y tiré mi cerveza. Cayó al suelo, provocando un
sonoro estruendo y que los pocos clientes dirigieran su atención en mí.
—¡Mira por dónde vas, imbécil! —grité.
—Culpa mía, preciosa. Me llamo Álvaro —Intentó darme un par de
besos, colocando la mano en mi cintura.
—¿De qué vas? —Le empujé —. Serás capullo…
No tenía suficiente con el cacao mental que sufría para que encima me
tocara el baboso de turno. Con una nueva cerveza en la mano y ahogando
mis penas en alcohol, Aitana apareció con prisa, dispuesta a comenzar su
turno de camarera en uno de los días más ajetreados de la semana. Se sentó
a mi lado, pero no me saludó.
—Renata, tequila —Señaló la barra —. Aquí…
—Entras a trabajar en diez minutos, Aitana —dijo, pero no dudó en
servir un chupito.
—Lo sé, es que hay ciertas personas que me ponen de muy mala hostia
y necesito relajarme —Agarró la botella cuando Renata la sirvió —. Déjala,
yo misma me iré sirviendo…
—Si tienes algo que decirme, Aitana —Me apoyé en la barra, preparada
para la discusión que estaba por llegar —, dilo de una vez y déjate de
dramatismos.
—¡Pues sí! —Se bebió el chupito y comenzó a servirse otro —. Eres
una mierda de amiga. Me dejaste colgada. ¿Sabes lo ilusionada que estaba
Claudia con nuestra cita doble?
—Te he dicho cientos de veces que dejes de buscarme pareja, joder —
Golpeé su hombro con dorso de mi mano.
—¿Encima de todas las molestias que me he tomado?
—Escúchame bien, Aitana…
—¡No, escúchame tú a mí, guapita! —gritó, interrumpiéndome —.
Dejaste a Claudia destrozada y lo que tenía que ser una noche especial se
fue a la mierda por tus putos traumas, Lluvia —Lanzó un fuerte suspiro,
inflando los mofletes —. Claudia estaba entusiasmada contigo. Estuvo toda
la noche llorando y lo que más me cabrea es que no te importa lo más
mínimo.
—No lo sabía…
—Si Sira te dejó tocada es tu problema, pero esa mujer tan dulce no se
merece tal desprecio —Bebió otro chupito —. Me has decepcionado.
—Aitana… —Intenté abrazarla.
—¡No me toques! —Me señaló, fulminándome con la mirada —. Hasta
que no te disculpes no quiero saber nada de ti.
—¡Vale! —Alcé los brazos y apreté los dientes —. Me disculparé.
Dame su número de teléfono y lo solucionaré.
—De eso nada, monada. Si quieres su número de teléfono habérselo
pedido a ella…
Después de un tercer chupito, cruzó la barra y comenzó a trabajar. Renata
hizo una mueca en plan «déjalo estar si no quieres recibir una patada en el
toto». Aitana era una bestia cuando se enfadaba y tendía a exagerarlo todo,
pero en esa ocasión, tenía razón. Mientras me sentía cada vez peor por la
bronca con mi enfurruñada amiga, imaginé a Claudia llorando tras mis
palabras. Algo en mí se rompió y avergonzada por mi actitud, me acerqué a
Aitana, que secaba unos vasos al final de la barra.
—Está bien —Suspiré —. ¿Qué tengo que hacer?
—Claudia y Dan están con unos amigos en la ciudad, cerca de donde nos
amargaste la noche —Se cruzó de brazos —. Dijeron que después de cenar
se pasarían por Mulligan, un pub que, por tu vestimenta, dudó que te dejen
entrar.
—¿En serio vas a hacer que vaya hasta la ciudad? Joder, Aitana… —
Apreté los puños —. ¡Vale! ¿Dónde está exactamente?
—Búscate la vida…
Tuve que contenerme para no saltar de la barra y agarrar de los pelos a
Aitana. Cogí mi casco y subí en mi moto, pero no tenía claro que lo que
estaba a punto de hacer diera resultado. Si yo estuviera en el lugar de
Claudia, no aceptaría disculpas por un comportamiento similar.
Conduje a una velocidad decente. El recorrido era largo, pero necesitaba
todo el tiempo posible para meditar y buscar las palabras apropiadas.
Cuando llegué, no tenía ni idea de por dónde empezar a buscar. Recorrí la
zona, que en esos momentos estaba abarrotada de gente. Media hora
después de dar vueltas como una loca, me perdí por las calles de la ciudad.
Si hubiera estado cerca de mi moto, me habría alejado de allí.
—Disculpe —dije a una joven pareja —. ¿Mulligan?
—¿El pub? —Asentí —. Estás un poco lejos, chiquilla.
Me dieron unas indicaciones muy elaboradas, pero no me enteré de casi
nada. Tratando de recordar las señas, llegué a una plaza frente a una enorme
fuente con la escultura de un tritón, pero ni rastro de mi destino. Volví a
preguntar y quedé como una estúpida al saber que el pub se encontraba a
mis espaldas. Se veía a la legua que era un lugar de pijos y para colmo,
estaba cerrado. De modo que, sentada en un banco con la vista fija en la
puerta, esperé hasta que abrieron. Mirando en todas direcciones, buscaba en
los grupos de jóvenes el rostro de Dan y Claudia. Dos horas después, me
levanté dispuesta a marcharme, pero no sabía qué camino escoger. Perdida
y frustrada, volví a sentarme, maldiciéndome por mi estupidez.
—¿Lluvia? —A cierta distancia, agarrada al brazo de su primo, Claudia
me observaba. Le dijo algo al oído y Dan marchó al interior del pub con un
grupito de chicas. Se acercó a mí, pero mantuvo las distancias —. ¿Qué
haces aquí?
—Pues… —De repente, empecé a ponerme de los nervios —. Aitana me
dijo dónde encontrarte…
—¿Y qué es lo que quieres? —Levantó una ceja, recelosa.
—Disculparme… —Un incómodo silencio —. No estuvo bien tratarte
así. Fuiste muy dulce conmigo mientras que yo… —Miré en todas
direcciones, tratando de recordar por dónde había venido —. En fin,
Claudia, tengo que irme…
—¿Otra vez te has perdido? —Una sutil sonrisa que me dejó atontada.
—Quizás tenga que volver a perderme para encontrar el camino.
—Vamos, anda… —Cogió mi mano y al sentir su sedosa piel contra la
mía, un escalofrío recorrió mi cuerpo —. Te guiaré.
El corazón de Claudia rebosaba bondad. La había despreciado, aun así,
no dudó en ayudarme. Reconozco que la conexión de nuestras manos me
hizo sentir una calidez que me encantó, por no decir que, aquella noche,
estaba especialmente preciosa. Vestía de forma muy natural y sencilla, con
un fino vestido floreado y unas sandalias de color crema. Su melena le
llegaba casi por la cintura y sus hermosos ojos azules me lanzaban sutiles
miradas de ternura. Saltaban chispas entre nosotras. No hablamos durante
los quince minutos de trayecto hasta mi moto, pero no estuve incómoda en
ningún momento. No sé explicarlo, pero Claudia me transmitía una calma y
paz, que conseguían relajar mis sentidos.
Entonces, llegó la peor parte. Solté su mano y coloqué mi casco en el
asiento de mi moto. No quería irme, pero tampoco quedarme. Me fijé en su
figura; esbelta, sensual, elegante… Un regalo para la vista. Me acerqué,
quizás demasiado, pero Claudia no se inmutó.
—Gracias por perdonarme, Claudia…
—¿Quién ha dicho que te he perdonado? —Sonrió con picardía —.
Tendrás que esforzarte más si quieres mi perdón.
—Vale —Me apoyé en la moto —. ¿Qué propones?
—¿Una cita? —No contesté —. Está bien, no insistiré más, Lluvia —
Sacó un bolígrafo de su bolso, cogió mi mano y escribió su número de
teléfono —. Quizás cambies de parecer.
Guiñó un ojo y se giró. Un temblor recorrió mi cuerpo al saber que
estaba dispuesta a marcharse. Mis manos se movieron por si solas. Tiré de
su vestido, atrayéndola hacia mí. No pude evitar besar sus labios.
Mantuvimos aquel casto beso unos segundos y cuando me retiré, Claudia
estaba colorada como un tomate y yo a punto de sufrir un ataque al corazón.
Su sonrisa me atrapó, pero no iba a ponérselo tan fácil. Froté mi mano,
borrando su número de teléfono de mi piel.
—¿Qué haces? —Con la boca abierta, Claudia me miraba sin dar
crédito.
—Ahora te toca a ti dar el siguiente paso.
—¿Perdona? —Soltó una risotada —. Soy yo la que lleva días detrás de
ti, no lo olvides.
—Cierto, pero yo te he besado —Me mordí el labio, picarona —. Trabajo
en el puerto —Me monté en la moto y arranqué. Claudia, al escuchar el
estruendo del motor, retrocedió un par de pasos —. Sorpréndeme…
Claudia echó la cabeza hacia atrás y carcajeó, divertida. Dio un par de
palmadas y cuando quise darme cuenta, sonreía, embelesada por su
presencia. Lancé un beso al aire, buscando de nuevo su risa, me puse el
casco y admiré la magnificencia de la mujer que tenía ante mí. Di un fuerte
acelerón, tratando de impresionarla, y salí a toda velocidad por las calles de
la ciudad.
De vuelta a Samsara, solo podía pensar en una cosa; nuestro primer
beso. Reviví unos maravillosos sentimientos, pero a la vez, estaba aterrada.
No sabía qué hacer. Una cosa tenía clara; Claudia no era mujer de una sola
noche. No negaré que las mariposillas revoloteaban en mi estómago,
curiosas y agitadas. Normalmente, cuando me siento atraída por una mujer,
trato de imaginarla desnuda o como sería hacerlo con ella. Con Claudia, no.
Con ella fantaseaba otro tipo de situaciones menos lujuriosas y más
románticas. Pensamientos que me desconcertaban por completo.
Llegué más tarde que pronto, pues Aitana y Renata estaban a punto de
cerrar. Solo quedaba una chica al fondo, tambaleándose a los lados en un
taburete. Me senté en mi sitio de siempre y mi mejor amiga no tardó en
venir, con su particular cara de haba y mirándome con indiferencia.
—¿Y bien? —Se apoyó en la barra, con una chulería que me sacaba de
mis casillas.
—Solucionado…
—No me lo creo. Tú no sueles rebajarte tan fácilmente.
—Pues yo creo que es verdad —Renata cogió mi cara y me observó
fijamente —. ¡Está sonriendo como una idiota!
—Eso no es cierto —protesté.
—¡Es verdad! Estás sonriendo —Aitana esbozó una enorme sonrisa —.
¿De qué habéis hablado?
—Pues… —No podía callármelo ni un segundo más —. Nos hemos
besado… —susurré.
—¡¿Qué?! —gritaron a la vez.
Sonrojada, me cubrí la cara con las manos. Renata no tardó en servir
una cerveza para cada una y sentarse a mi lado. Aitana se abrazó a mí como
un koala y sí, no pude evitar soltar un gritito de alegría. Estaba eufórica y
por primera vez en mucho tiempo, abrí mis sentimientos. Conté con pelos y
señales todo lo ocurrido con Claudia y de algún modo, me sentí liberada.
—¿Y qué vas a hacer, Lluvia? —Aitana chocó su cerveza con la mía.
—No lo sé. Quiero volver a estar con ella, pero…
—¿Qué te inquieta? —intervino Renata, colocando tres nuevas cervezas
en la barra.
—Me gusta demasiado…
—¿Cómo no te va a gustar? ¡Es Claudia Pontevedra! Me gusta hasta a
mí…
—No es su físico lo que me asusta —Agaché la cabeza y volví a sonreír
al recordar —. Es su dulzura, su elegancia al caminar, su modo de
acariciarme lo que me está haciendo perder la cabeza. A su lado, me siento
en calma, ¿sabéis? —Mis amigas cogieron mis manos —. Es especial, un
ángel. ¿Y si vuelvo a enamorarme? No quiero que me rompan el corazón…
—Lluvia, cariño —Renata besó mi mejilla —. Ella no es Sira. Hazte un
favor y por una vez, déjate querer…
Abracé su cuerpo, rompiendo a llorar por la inseguridad que sentía
mientras Aitana daba golpecitos en mi espalda. ¿Qué me estaba pasando?
¿Por qué lloraba de esa manera? Miles de pensamientos navegaban por mi
cabeza. De repente, mi teléfono móvil comenzó a sonar, sacándonos del
íntimo momento para dar paso a una incómoda y conocida situación.
—¿Quién es? —Aitana me arrebató el teléfono —. Joder, es Irene. ¿Te
llama a estas horas?
—Sí, a veces es como un dolor de muelas —Colgué la llamada y me
puse en pie —. Creo que tengo que irme, chicas.
—¿A dónde vas?
—A casa, tengo mucho en lo que pensar.
—Directa a casa, Lluvia —Renata me señaló con autoridad —. No te
acerques a Irene.
—Tranquila, creo que lo nuestro ha llegado a su fin.
Me fui con una sonrisa. Feliz por haber rotó el primer ladrillo de la
muralla que bloqueaba mi corazón. Hoy en día, años más tarde, no sé qué es
lo que hizo Claudia, pues después de aquella noche, dejé de tener miedo al
amor. Había muchas pruebas que tendría que superar y muchas dificultades
para poder abrirme a una mujer, pero estaba convencida de que mi ángel lo
haría todo más fácil.
Capítulo 9 — Una cita inesperada

Mi lengua, juguetona y traviesa, recorría sus labios, deleitándose con el


sabor de su humedad. Siempre se dejaba hacer, otorgándome el placer de
manejar su cuerpo a mi antojo. Apoyada sobre la ventana, sin pudor de ser
vista, sujetaba mi cabeza entre sus largas piernas, lanzando secos gemidos.
Su fogosidad me embriagaba. Puede que fuera una mujer impulsiva y
alocada, pero en la cama nos entendíamos a la perfección. Sabía cuál era el
momento álgido de su excitación, momento en el que yo devoraba su sexo
con más ansia todavía. Sus dedos se enredaron en mis cabellos y arqueó la
espalda, gritando mi nombre. Se relajó, me besó con pasión y caímos en la
cama.
Agotadas y sudorosas después de innumerables orgasmos, caí presa del
agotamiento. Ella siempre insistía en que durmiéramos abrazadas, pero
después de una buena sesión de sexo sin compromiso, detestaba el contacto
físico. Aun así, por una vez, dejé que sus brazos me rodearan durante la
noche.
Al despertar, me desperecé, lanzando un exagerado grito. Mi
acompañante se encontraba de espaldas al tocador, canturreando como una
quinceañera. Cogí mi teléfono móvil, que descansaba en una mesita de
noche a mi lado con un diez por ciento de batería. Al ver la hora, pegué un
bote y sentí una leve molestia en la cabeza, producida por haber consumido
demasiada cerveza durante la noche.
—Joder, es muy tarde, no voy a llegar…
—¿No puedes quedarte? —Irene me abrazó —. Faltan horas para que
amanezca.
—¿Estás de coña? No puedo dejar a Enzo colgado. Además, si falto un
día al trabajo me lo descontarán de mi sueldo.
—Por favor, Lluvia. Mi marido volverá al atardecer y no sé cuándo
dispondremos de otra noche para nosotras.
—Irene, te dije que este sería nuestro último encuentro —Me vestía a
toda prisa —. Lo nuestro termina aquí.
—No es la primera vez que dices eso, cariño —Acarició mi espalda
mientras me ponía las botas.
—Adiós, Irene.
Su casa no quedaba lejos del puerto, pero iba a contrarreloj. Estacioné mi
moto en una plaza al azar, lo más cerca posible de la ubicación de nuestro
barco. Corrí a toda prisa entre la brisa de la mañana, con una tremenda
resaca y un sueño insoportable. En el muelle seis, Moro cargaba lo
necesario en nuestro barco y Enzo me esperaba con los brazos cruzados,
preocupado.
—¿Dónde te has metido, Lluvia? Llevas todo el fin de semana sin dar
señales de vida —Bufó —. ¿Y tus cosas?
—No he podido pasar por casa… —dije, fatigada.
—Menuda cara traes…
Medio mareada y atontada, ayudé a Moro y pronto nos pusimos rumbo a
alta mar, donde tuve uno de los peores días de mi vida. Normalmente, suelo
acostarme temprano, aunque el día anterior haya bebido en exceso, pero
aquella noche me desmadré por completo.
Mi día se resume en un fortísimo dolor de cabeza, una vomitona desde la
proa y dos litros de agua con paracetamol. Mi cara era un poema, pero para
Enzo la situación resultaba de lo más divertida. Me lo merecía, ya que, si
tienes valor para salir de fiesta sabiendo que al día siguiente tienes que
trabajar, también debes tener aguante para soportar lo que te echen. Y eso
hacía Enzo; cuanto más cansada me veía, más trabajo me daba. Era mi
castigo, entre sonrisas, por haberle tenido preocupado todo un fin de
semana.
Al regresar a puerto, como excepción, Enzo quiso darme el resto de la
mañana libre con la condición de que estuviera descansada al día siguiente,
pero me negué. Trabajé muy duro aquel día; todos los últimos días de mes
eran horribles.
Después de terminar mis tareas, fui en busca de mi madre, que
organizaba los pagos a varios de nuestros proveedores más exigentes. Entré
en su minúsculo despacho en la primera planta y cerré la puerta con
suavidad.
—¿Tienes un minuto? —Me crucé brazos, buscando su atención.
—¿Todo bien, hija?
—Podría ir mejor. Deberíais tener cuidado cuando habléis de ciertos
temas en presencia de Enoa.
—¿Qué quieres decir? —Por fin, capté su atención.
—Os escuchó hablar a escondidas y ahora piensa que tiene otra hermana.
—Tarde o temprano se enterará de la verdad, Lluvia.
—Insinuó que Vera está enferma —Me senté en su escritorio —. ¿Vas a
contarme lo que ocurre o tengo que volver a montar un espectáculo como
hace diez años?
—Lluvia… —Se recostó sobre su silla, mirándome con atención —. Tu
hermana Vera…
—No la llames así —La señalé con el dedo —. Esa puta no es mi
hermana…
—Dijiste hace tiempo, que no querías saber absolutamente nada de esa
familia, Lluvia. No seas injusta conmigo… —Se levantó, caminó hasta la
puerta y apoyó el costado —. Julia y Vera tuvieron un accidente de coche
hace días.
—Una buena noticia.
—No seas así, hija —Meneó la cabeza a los lados —. Vera está en
cuidados intensivos y Julia se ha llevado la peor parte. Está en estado crítico
y los médicos creen que no sobrevivirá.
—¿Tan grave es?
—Eso parece —Cogió mis manos —. Sé el dolor que esa familia te ha
causado, pero conozco esa sonrisilla, Lluvia. No está bien alegrarse de las
tragedias de los demás. Estamos hablando de la vida de dos personas; no lo
olvides.
—Cómo, por ejemplo, ¿la asesina de mi padre? —Tragué saliva con
fuerza. Mencionar el pasado me angustiaba —. Eso dijiste, ¿lo recuerdas?
Seré sincera. Alegrarse no es la palabra exacta que sentí al enterarme de
la situación de mis dos peores enemigas. No sentía satisfacción, pero
tampoco lástima. Aunque reconozco, que sí pensé que su muerte nos
facilitaría la vida.
Abracé a mi madre con cariño; fui demasiado brusca. Un beso por mi
parte fue suficiente para que supiera que todo estaba bien entre nosotras así
que, acto seguido, fui a mi taquilla y me cambié de ropa. Salí con el sol de
cara, entrecerrando la mirada y deseando llegar a casa y tumbarme a la
bartola. Enzo apareció de la nada y detuvo mi marcha.
—Lluvia —Miró a los lados y acercó su boca a mi oído —. Tienes
visita.
—Joder, voy a denunciar a Aitana por acoso… —Me llevé las manos a
la cabeza.
—No se trata de ella… —Alzó las manos, gesticulando con una mueca
de confusión. Parecía sorprendido, por no decir atontado.
La única persona que venía día sí y día también a visitarme, era Aitana.
Incluso había días que se quedaba horas charlando con las estúpidas de mis
compañeras sin prestarme atención. Cogí el casco de mi moto y con pereza,
caminé los metros restantes hasta la salida, dónde para mi sorpresa, Claudia
se encontraba sosteniendo una rosa. Al verme, su cara se iluminó y mis
pulmones dejaron de respirar. Tan preciosa como siempre, sonrió, besó mi
mejilla y me entregó la rosa. Como una patética adolescente, me ruboricé y
olí el dulce aroma de los pétalos.
—Debo reconocer que no te esperaba tan pronto.
—He pensado que podríamos comer juntas —Me miró fijamente a los
ojos —. ¿Te encuentras bien? Pareces cansada.
—He tenido un día de locos —Acaricié su mano y los calores no
tardaron en llegar —. Me gustaría mucho, Claudia, pero estoy agotada y
mañana madrugo. Puede que suene a excusa, pero…
—Te prometo que mañana estarás fresca como una lechuga.
—Antes tendría que darme una ducha.
—No me importa esperar.
No podía decir que no y para qué negarlo; me moría de ganas por pasar
tiempo a su lado. Claudia me siguió en su flamante BMW negro hasta mi
casa. Tuve la cortesía de invitarla a entrar mientras me quitaba el olor a mar,
preparaba mis cosas para el día siguiente y pensaba mentalmente que
ponerme para mi cita con Claudia. Revisé mi fondo de armario varias veces
y me decidí, sin mucha convicción, por un vestido rojo con escote. Fue un
regalo de mi madre, pero no había tenido ocasión de ponérmelo. Ya sabéis,
los sitios que suelo frecuentar no requieren de una vestimenta tan delicada.
En el salón, sentada con una taza de café, Claudia se puso en pie para
recibirme. Caminó con sus sensuales andares hasta mi posición y me miró
con una radiante sonrisa. Me susurró un piropo un tanto picante que
prefiero guardarme para mí y sus manos se posaron en mi cabeza. Retiró mi
coleta, liberando mis cabellos. Los peinó con las manos mientras el aroma
de mi champú se adueñaba de nuestro momento. Besé sus labios; no pude
evitarlo después de ver cómo me pedían a gritos que lo hiciera, lo que
confirmó mis sospechas; Claudia es especial en todos los sentidos de la
palabra.
Monté en su vehículo, sin saber nuestro próximo destino. Claudia dijo
que quería improvisar sobre la marcha. Una hora más tarde, aparcamos en
una callejuela de la capital y caminábamos agarradas de la mano sin
decirnos nada, observando todo a nuestro alrededor. No sabía por qué
Claudia me dejaba sin habla y cuando quería entablar cualquier tema de
conversación, mis palabras se ahogaban.
Entramos en un asador de una de las avenidas principales, cerca de uno
de los monumentos más famosos de la ciudad; un lugar muy transitado. No
teníamos reserva, pero por suerte, un encantador Hostess reconoció a
Claudia de inmediato y no dudó en ofrecernos una mesa. Como era de
esperar, mi acompañante fue agradable y accedió a fotografiarse y dedicarle
un autógrafo en una de las servilletas de papel. Me sentí avergonzada, pero
en el buen sentido de la palabra. Aquello hizo que varias mesas se
percataran de nuestra presencia y reconocieran a la actriz. Claudia me dejó
sentarme de espaldas al resto, ya que mi rostro manifestaba un rojo intenso
por las constantes miradas hacia nosotras.
—Joder, Clau —Cubrí mi boca —. Qué vergüenza. ¿Es siempre así?
—Más o menos —Sonrió.
Claudia no dudaba en mostrarse cariñosa en público, sin importar quién
estuviera a nuestro alrededor. Hacíamos manitas constantemente,
manteniendo el contacto visual en todo momento. No sé cómo explicarlo,
pero cuando nuestros ojos conectaban, todo lo demás carecía de
importancia.
No siempre tengo la oportunidad de comerme un chuletón de quinientos
gramos y no iba a hacer una excepción aquel día. Por el contrario, Claudia
escogió una ensalada cuyo nombre me niego a pronunciar. ¿Quién pide una
ensalada en un asador? Supongo que las modelos tienen que mantener la
talla a toda costa, sobre todo cuando su carrera como actriz comienza a
despegar. El servicio fue lo mejor de todo, pues estuvieron especialmente
pendientes de nosotras. Todo fue fantástico, incluso romántico, pero como
siempre, me excedí con el vino y terminé muerta de sueño, con el estómago
a punto de reventar. Sutilmente, lancé un disimulado bostezo, lo que alertó a
mi acompañante.
—¿Necesitas descansar? —dijo, besando mi mano —. Podemos echar
una cabezada en mi casa, no vivo lejos.
—¿Crees que es apropiado? Apenas nos conocemos…
—Mientras me respetes de cintura para abajo, no habrá ningún
problema —Sonrió, tímida.
—Se pueden hacer muchas cosas de cintura para arriba —Soltamos una
carcajada a la vez —, pero tranquila, te respetaré.
—Eso espero, aunque debo confesar que tengo ganas de tenerte entre
mis piernas… —Ataque al corazón en tres, dos, uno…
No sabía cuáles eran las intenciones de Claudia, pero, aunque me moría
por acostarme con ella, hubiera preferido mantener más el misterio. No iba
a ser yo la que se negara a terminar entre sus sábanas, de modo que accedí.
Tuvo la generosidad de pagar la cuenta, a pesar de mis insistencias.
Claudia vivía cerca del asador, en un lujoso, pero pequeño ático en una de
las calles más adineradas. En uno de los edificios más altos, me asomé por
una de las ventanas en las zonas comunes y eché un vistazo mientras
Claudia abría la puerta de su ático. Contemplé toda la ciudad a gran altura;
una imagen preciosa e intimidante.
Su casa estaba prácticamente vacía, como dijo, hacía unas semanas que
había adquirido dicha propiedad, pero con el ajetreo de su día a día, no
había tenido ocasión de dedicar tiempo a su nuevo hogar. Tenía un enorme
sofá en el salón junto a una mesita de madera, sin televisión. La cocina solo
disponía de lo esencial y salvo una de las habitaciones, la más grande, todo
estaba completamente vacío. Había cajas por todas partes colocadas de
forma que no entorpecieran el paso. Me senté en el sofá, me deshice de mis
sandalias y masajeé mis pies. Claudia no tardó en aparecer con una
camiseta ancha de manga corta para mí.
—Ponte cómoda, Lluvia.
Guiñó un ojo y me dejó intimidad. Relajada en su sofá, tratando por
todos los medios de no quedarme dormida, pellizcaba mis mofletes. Mi
acompañante apareció dos minutos más tarde con un fino vestido de seda y
un par de copas de vino tinto. Dio un ligero trago y se lamió el labio
superior. Su lengua patinando por su boca me estremeció, por no decir que
casi se me salen los ojos de las órbitas. Ambas brindamos y nos recostamos.
Dejé caer mi cabeza en su hombro y nuestras manos comenzaron a
juguetear. Tan delicada como siempre, Claudia comenzó a acariciar mis
cabellos.
—¿Puedo hacerte una pregunta, Lluvia? No tienes que contestar si no
quieres…
—No tengo nada que esconder.
—¿Hay alguien en tu vida?
—Mantenía una relación un tanto extraña hasta hace poco. Ahora
mismo, no hay nadie que me espere al llegar a casa, si es eso lo que te
preocupa —Me besó en la frente —. ¿Y tú? Y no me digas que nadie.
Seguro que debes de tener una lista de incontables amantes… —Clavé mi
dedo en su costado, tratando de chincharla.
—Ojalá fuera cierto —Sonrió, sonrojada —. Las relaciones son
complicadas… —Mordió su labio y arrugó la nariz.
—¿Y qué es lo que buscas?
—Alguien como tú…
No aguanté más y me lancé a sus labios. Besarla era lo más parecido a
rozar el cielo con las puntas de los dedos. Su sabor era excitante, único.
Nuestras lenguas se movían con elegancia, como si tuviéramos todo el
tiempo del mundo. Sus besos me transmitían una calidez y amor que nunca
había sentido y por primera vez en mi vida, rechacé la idea de ir un paso
más allá. El hormigueo en mi estómago me advirtió de lo que sospechaba;
Claudia podría ser esa mujer que lo cambiaría todo.
No recuerdo cuánto tiempo estuvimos devorándonos. Cuando se apartó
y me miró con los ojos entrecerrados, quise morir. Claudia era sin lugar a
duda la mujer más hermosa que había conocido. Nos tumbamos en el sofá,
abrazándonos la una a la otra. En pocos segundos, dormía plácidamente
sobre su cuerpo, aferrándome con toda la delicadeza de la que mis manos
eran capaces.
Al despertar, nuestras miradas se cruzaron. Sonreímos embobadas y a la
vez, nos abrazamos. Habíamos dormido demasiado, pero aún tenía falta de
sueño. Claudia cumplió su palabra y me dejó en mi casa a una hora
apropiada. Claro que, aunque tenía que ser responsable y acostarme a una
hora decente, no quería alejarme de su lado. Un último beso fue todo lo que
recibí de Claudia antes de marcharse, después de tener la cita más bonita y
extraña de todas.
Al entrar en casa, jugueteaba con las llaves, rememorando los preciosos
ojos de Claudia involuntariamente. Enoa gritó mi nombre desde su
habitación y como de costumbre, caminé a su encuentro hasta que un leve
llanto frenó mis pasos. En la puerta del baño, Enzo abrazaba a mi madre,
que lloraba con un clínex en la mano bajo los constantes ánimos de mi
moreno padrastro.
—¿Qué ocurre, mamá?
—Julia acaba de fallecer —dijo Enzo —. No ha sobrevivido a sus
heridas…
Me giré y me encerré en mi dormitorio. No supe reaccionar, ya que no
entendía por qué mi madre lloraba por esa malnacida. No está bien
alegrarse de la muerte de nadie, eso es lógico, pero ¿llorar así? Me sentí
confusa y enfadada. Puede que lo mereciera, o quizás no; no soy juez ni
verdugo. Pero siempre que algo bueno me ocurría, aquella dichosa familia
lo estropeaba todo. Lo que debería de haber sido un precioso día, se fue al
traste en un abrir y cerrar de ojos.
Mi madre intentó hablar conmigo, pero en un arrebato, cogí mi moto y
me marché a Samsara, para ahogar mi confusión en alcohol. No sabía qué
sentir y aunque sabía que debía consolar a mi madre, algo en mi interior lo
impedía. Como siempre ocurría, las desdichas estaban a la vuelta de la
esquina, acechando en busca del momento oportuno para agitar mi vida.
Capítulo 10 — Liberación

El agua caliente caía por mi cuerpo. Después de una dura jornada


laboral, lo mejor era una buena ducha para desprenderse de la salinidad del
mar. Una buena comida precocinada y una siesta en el sofá junto a mi dulce
hermanita era suficiente para sacarme los malos pensamientos de la cabeza.
Y es que, como no podía ser de otra forma, la situación en casa estaba
enrarecida. La muerte de Julia hizo revivir en el corazón de mi madre un
trauma aún no olvidado. Su estado anímico estaba por los suelos y ni mi
compañía ni la de Enzo, conseguían alejar la negatividad que transmitía.
Sinceramente, nunca la había visto tan decaída.
Conseguí relajarme lo suficiente para reponer fuerzas. Un ruido en la
cocina me desveló y con cuidado de no despertar a Enoa, fui de puntillas,
tratando de pasar desapercibida, pero el oído de mi madre era como el de un
felino. Estaba sentada en un pequeño taburete de cáñamo, vestida con un
elegante vestido negro acampanado con las mangas semitransparentes. Al
ver su tristeza, me reuní con ella.
—Mamá, ¿no me digas que vas a ir al entierro de esa bruja?
—No lo entenderías, Lluvia —Cerró los ojos con fuerza —. Solo te
pido que lo respetes, cielo.
—¿Crees que es buena idea?
—No lo sé —Limpió sus lágrimas con un trozo de tela negro —.
Necesito pedirte un favor. Puede que te resulté extraño, pero…
—Haré lo que sea por ti, mamá…
—Vera ha estado preguntando por ti, cariño…
—¿Cuándo has estado con Vera?
—Llevo días visitándola en el hospital. Está muy grave, Lluvia…
—Joder… —Me eché las manos a la cabeza, conteniendo mi rabia —.
¡¿Por qué?! ¿Por qué te preocupas por esa malnacida? ¿Ya no recuerdas
todo lo que me hizo?
—Escúchame —Cogió mis manos —. Vera se ha criado en un entorno
frío y lleno de maltratos, Lluvia. Descargaba su ira contra el mundo por
todo el dolor que experimentaba en su día a día. Sé que es difícil de
entender...
—No es mi problema… —la interrumpí de malas maneras.
—Nosotras no somos así —El coche de Enzo emitió un pitido en la
entrada de casa —. Tengo que irme. Confío en que harás lo correcto.
—Mamá —La di la espalda —. ¿Ella está aquí? ¿Ha vuelto al pueblo?
—Sí… —Abrió la puerta de la calle, pero se detuvo unos segundos —.
Vera no tiene a nadie, así que Sira se quedará una temporada hasta que se
recupere…
Cuando salió, me quedé estupefacta. Mi madre es una buena persona,
quizás demasiado para el pueblo donde vivimos. Sé que sus intenciones
siempre fueron que estuviera en paz conmigo misma, que no guardara en mi
interior ningún atisbo de odio, pero era incapaz de llevar a cabo su petición.
En una situación similar, lo primero que hubiera hecho sería coger mi moto
y presentarme en Samsara con la idea de despejar mi mente, pero mi
hermanita pequeña requería de mis cuidados.
Esperé toda la tarde hasta que mi madre y Enzo aparecieron.
Automáticamente, mi madre se encerró en su habitación y su marido fue a
la cocina para servirse una taza de chocolate caliente. No pregunté. Me
despedí de Enoa bajo la promesa de que dormiríamos juntas y me fui a mi
pequeño rinconcito.
Sentada en la barra con una cerveza helada y dando grandes sorbos,
recibía los consejos de mis dos mejores amigas. Después de tantos años, no
sabía por qué demonios las escuchaba. Lo único que hacían era pelearse por
sus diferencias de opiniones. Todo un espectáculo, si no tenemos en cuenta
que lo que menos necesitaba eran más gritos y protestas a mi alrededor.
—Pues yo creo que sí, Aitana —Renata, frunciendo el ceño, golpeaba la
barra repetidas veces —. Si le hace bien a su madre, debería hacer todo lo
posible.
—¿En serio? A veces no te entiendo, tía. Tú no estuviste aquí y no
conoces a esa arpía. Nos amargó la vida en el instituto y, por si fuera poco,
intentó hundir a Lluvia en la miseria.
—Chicas… —susurré.
—Eso fue hace mil años. Quizás haya cambiado… —Renata alzó la voz
mientras su empleada aplaudía con ironía —. ¡Joder, tía! Para ti todo es
blanco o negro.
—Vale ya, chicas. Me vais a provocar dolor de cabeza —supliqué,
echándome las manos a la cabeza.
—A ti lo que te pasa, Renata, es que vives en un cuento de Disney.
Seguro que estornudas y escupes confeti.
—¿Queréis dejarlo de una vez? —protesté —. Joder, es que nunca
aprendo. No tendría que haberos dicho nada.
—Pon otra ronda, empleada —dijo Renata haciendo burlas. Acarició mi
mano y se acercó a mi oído —. Lluvia, esa mujer ha estado al borde de la
muerte. Una situación así cambia a las personas… Por lo que me contaste
hace tiempo, tu madre ha sufrido mucho y si una simple visita consigue
reducir su angustia, deberías dar tu brazo a torcer. Tu orgullo no te llevará a
buen puerto, cielo…
¿Cómo saber que era lo correcto? Vera había sido la causante de todos
mis problemas desde mi niñez. Dar mi brazo a torcer significaba rebajarme
y no estaba dispuesta, pero a la vez, sentía cierta lástima. Se ganó muchos
enemigos con el paso de los años y llegó un momento en el que fue incluso
más rechazada que yo. Se volvió una mujer solitaria, pero en ningún
momento dejó de hacer de las suyas. A menudo, aparecía en cualquier bar
con la única intención de beber más de la cuenta y terminar peleándose con
cualquiera del pueblo. Incluso se rumoreaba que consumía algo más que
alcohol.
Reflexioné sobre las últimas palabras de Renata, pero seguía sin tener el
valor de enfrentarme a mi pasado. Cuando decidí que había bebido
suficiente, volví a casa. Aquella noche, mi familia estaba dispersa, cada uno
en una habitación alejado del resto. Como había prometido, dormí con mi
dulce hermanita, que se mantenía ajena a todos nuestros problemas. Al
menos, sus caricias y dulzura consiguieron sumirme en un profundo sueño.

Una semana después, seguía con mi rutina diaria. Mi madre se mostraba


distante, ausente, y con frecuencia, su mirada se tornaba vacía. Por otro
lado, Enzo, seguía con su peculiar y dulce sonrisa tratando de animar a su
mujer, pero el ambiente, tanto laboral como familiar, estaba enrarecido.
Lejos de aquellas preocupaciones porque la relación con mis seres queridos
volviese a la normalidad, me centré más en mí que en otra cosa. Aunque
para ser sincera, lo que más eché en falta durante ese corto periodo de
tiempo, fue no tener noticias de Claudia. Según me contó Aitana, había
salido de viaje, pero desconocía los motivos de su repentina y precipitada
escapada. Tampoco hice intención de llamar, ya os podéis imaginar por qué;
orgullosa hasta la médula.
Así que, al margen de mi hermanita pequeña, no tenía nada mejor que
hacer que beber en Samsara y matar el tiempo con mis amigas. Los días de
descanso eran los peores, o los mejores, según se mire. Me solía quedar
hasta el cierre y las tres nos juntábamos para vaciar una botella tras otra. En
ocasiones, Renata acababa tan perjudicada que se olvidaba de anotar
cuántas cervezas habíamos tomado, por lo que ganábamos algunas rondas
extra.
Al día siguiente, recién despierta, me monté en mi moto y volví a
Samsara, solo por la fuerte necesidad de alejarme del ambiente tan negativo
de mi hogar. Lo mejor de mi rinconcito, no solo eran mis amigas, ni el
local, o el ambiente tan marchoso que se formaba en ocasiones; Renata
preparaba las mejores hamburguesas de buey que había probado. Aitana y
yo las llamábamos «las mata resacas», ya que era comerte una y quedarte
como nueva.
Dicen que lo mejor, después de una noche de fiesta, es seguir bebiendo a
un ritmo moderado para hacer desaparecer el mal cuerpo y eliminar el dolor
de cabeza. Después de la deliciosa hamburguesa de Renata y tomar tres
cervezas, terminé un poco piripi. Irme a casa sería la opción más sensata,
pero claro, Aitana solo descansaba un día a la semana y aquella tarde, a
pesar de su malestar, tenía más ganas de fiesta que nunca. La conocía
demasiado bien para no saber que, cuando se desmadraba sin control y
comenzaba a pedir chupitos desde las seis de la tarde, significaba que algo
en su cabeza no estaba en su sitio.
—¡Venga, Lluvia! No seas floja, del tirón —Nos bebimos un chupito de
tequila y cuando el calor bajaba por mi garganta, mordí un trozo de limón y
dejé el vasito con fuerza en la barra —. Joder, tía, no vales para nada…
—Aguanto más que tú, bonita…
—No te lo crees ni tú —Señaló a Renata, que atendía a un par de clientes
al final de la barra —. Jefa, ¿quién aguanta más bebiendo? —Renata señaló
a Aitana —. Te lo dije, Lluvia, no me aguantas el ritmo.
—¿Qué te apuestas? —Me levanté y golpeé la barra con la palma de las
manos —. ¡Renata! Deja la botella de tequila —Amenacé a Aitana con el
dedo y ella sonrió, con maldad —. Voy a enseñarte a beber de verdad.
No preguntéis qué pasó a continuación, porque ni yo misma lo sé.
Recuerdo la primera media hora, pero después era como si me hubieran
borrado la memoria. Al abrir los ojos, me encontraba en mi cama, medio
desnuda y con medio cuerpo por fuera. Enoa estaba delante de mí,
observándome con sus profundos y rasgados ojos negros. Comenzó a reírse
y me provocó un intenso dolor en la cabeza. Era como si dentro tuviera un
concierto de Heavy Metal. Estaba bastante desubicada y no recordaba nada
del día anterior. Toqué mi entrepierna y suspiré, tranquila. «Al menos tengo
las bragas puestas», pensé.
—¿Estás malita? —Enoa tocó mi frente como si supiera hacer de
enfermera —. Anoche te caíste por las escaleras.
—Con razón me duele tanto el culo —protesté.
Me incorporé de la cama, masajeándome las sienes. Parecía que tenía
arena dentro de los ojos, pues al abrirlos, el picor y el escozor eran
insoportables. Saqué fuerzas para coger en brazos a Enoa y morder sus
mofletes. Cuando miré al frente, Enzo sonreía de oreja a oreja con una taza
de café que me entregó. El primer trago me dio una ligera arcada y estuve a
punto de vomitar.
—No me des la charla, papá —Dejé mi taza de café sobre mi escritorio y
abracé a mi hermanita —. ¿Metí mucho la pata?
—Bueno —Se sentó a mi lado —, digamos que, si no llega a ser por tu
amiga, no habrías podido volver a casa.
—Sí… —Suspiré —. Aitana es una buena compañera de copas.
—No hablo de Aitana.
—¿Qué?
—¿Cuándo tenías pensado contarnos que sales con una actriz? —Mis
ojos se abrieron como platos y por un segundo, la resaca desapareció —.
¿De verdad no recuerdas nada? —Comenzó a reírse a carcajadas,
contagiando a Enoa.
—Enzo —Agarré sus hombros y le miré fijamente —. ¿Qué ocurrió
anoche?
—Todo un espectáculo, cariño —Su risa empezaba a sacarme de quicio
—. Apareciste a medianoche con nada más y nada menos que Claudia
Pontevedra. Llevabas una caraja que no podías ni mantenerte en pie. Te
caíste por las escaleras, fue muy divertido. Tu madre y Claudia te ayudaron
a darte una ducha; estabas especialmente cariñosa.
—¿Cariñosa?
—Sí, nunca te había visto así —Se tapó la boca con la mano cuando la
incontrolable risa amenazaba con estallar en su garganta —. Te abrazabas a
Claudia y suplicabas que no se marchara. La pobre mía tuvo que quedarse a
tu lado hasta que te dormiste. Una mujer realmente encantadora…
—No me jodas… —susurré, llevándome las manos a la cabeza.
¿Se podía hacer algo más humillante? Por si el dolor de cabeza y las
náuseas no fueran suficientes, me sentí tremendamente abochornada y lo
peor de todo, es que no recordaba absolutamente nada de la noche anterior.
Como todas las personas que han sufrido una situación similar producida
por una cantidad abismal de alcohol, me juré a mí misma que nunca
volvería a beber. Una gran mentira, ya sabéis de lo que hablo.
Mi madre apareció entre risas, dándome un fuerte beso en la mejilla y
deseándome un buen día. Al menos estaba de mejor humor. Ese día, mi
peculiar familia hizo una escapada de una sola noche para visitar a unos
parientes de Enzo. Evidentemente, yo me quedé entre las sábanas de mi
cama, abrazada a una botella de agua y consumiendo paracetamol como si
fueran gominolas. Avergonzada como nunca lo había estado, apagué mi
teléfono móvil. «Seguro que Aitana y Renata se están descojonando de mí»,
pensé, tremendamente avergonzada.
Cerca de las cinco de la tarde, los ardores y el vacío en mi estómago
comenzaron a ser insoportables. No tenía ganas de comer, únicamente
quería desaparecer de la faz de la tierra. Cuando me cojo cogorzas tan
grandes y sufro de una resaca similar, lo único que me apetece es beber
zumo de tomate en cantidades enormes. Apoyada sobre mi mano, mirando a
un punto fijo en la pared de la cocina y dando pequeños sorbitos a mi
colorada bebida, escuché el timbre de la puerta. Me asomé por la ventana de
la cocina y al ver a Claudia al otro lado me agaché, sujetándome a la pared.
«¿Qué coño hace aquí?», pensé.
—¡Vamos, Lluvia! —gritó Claudia al otro lado —. Te he visto, las
cortinas aún se mueven.
Vale, era hora de dar la cara. Me agarré la cabeza con fuerza y cerré los
ojos. Solo esperaba, que no hubiera liado alguna tan gorda como para
llevarme un buen tirón de orejas. No soy una persona problemática cuando
bebo, de hecho, me sienta fenomenal, pero tiendo a sacar la mano a pasear a
la mínima que alguien me provoca o me lanza una mala mirada.
Completamente avergonzada, abrí la puerta con los ojos cerrados. Claudia
no tardó en entrar, posar sus manos en mi cuello y mirarme fijamente.
Cuando fui a hablar, arrugó la nariz y lamió mi mejilla.
—¿Cómo estás, gatita? —Arañó mi cara con suavidad e imitó el sonido
de un felino —. ¿Tu proposición sigue en pie?
—¿Qué? —Tragué saliva, sin saber dónde esconderme —. ¿Qué
proposición?
—¿No lo recuerdas? —Acercó su boca a la mía —. ¡Lástima! Me había
hecho ilusiones…
—Escucha, Claudia, yo… —Me aparté, avergonzada —. Siento mucho
lo de anoche, no sé lo que pasó…
—No tienes que disculparte, tonta —Su risa era música para mis oídos
—. ¡Estuviste la mar de divertida! Creo que nunca me lo he pasado tan bien
—Besó mi mano —. Si me invitas a un café te lo contaré todo…
A medida que Claudia iba relatando los hechos de mi deplorable
conducta, mi humillación iba en aumento. Había tocado fondo, no por
emborracharme, sino por haberme rebajado a un comportamiento en el que,
al parecer, me sinceré por completo con todas mis amigas, incluyendo a la
espectacular rubia que me dedicaba miradas de cariño.
Empezaré por el principio. Después de que Aitana y yo termináramos
con media botella de tequila, comenzó a ofrecer cócteles experimentales de
todo tipo. Según entendí, estaba especialmente desatada aquella noche, y no
solo porque propiné un puñetazo a un baboso que intentó meterme mano,
sino porque tuve la osadía, en plena borrachera, de subir en mi moto con la
intención de conducir a la ciudad en busca de Claudia. Por suerte, Renata lo
impidió y terminé llorando, sin motivo alguno.
Aitana, entre risas y con la única intención de aumentar la diversión,
avisó a Claudia, que no tardó en presentarse en Samsara. Cuando llegó, me
abracé a ella y la besé en todos los morros. Todo un espectáculo. La primera
vez que una famosa aparece en el lugar más frecuentado del pueblo y
resulta que la lesbiana de turno se tira a sus brazos en presencia de todos.
Poco antes de que Renata echara el cierre, Claudia se ofreció a llevarme a
casa. Antes de montarme en su carísimo coche de lujo, vomité. Terminé
apoyada en el capó, descojonándome de la risa con un hipo incontrolable.
—Joder, Clau… —No podía dar crédito a lo que escuchaba —. Cuánto lo
siento…
—Eso no es todo, cariño —Dio un trago a su café y me miró, divertida
—. Cuando te traje a casa y te dejé en manos de tus padres, te abalanzaste
sobre mí y no me dejaste marchar… —Cogió mi mano —. Conseguimos
darte una ducha para quitarte la caraja y cuando te llevamos a tu cama, te
arrodillaste y me propusiste matrimonio. Dijiste que era el amor de tu
vida…
—¡La madre que me parió! —Me puse en pie de un salto —. Claudia, de
verdad que lo siento. Yo… no sé qué decir —Mis ojos se empañaron e
intenté por todos los medios no llorar ante la vergüenza y humillación de
mis actos —. Bebí demasiado y…
—Ya te lo he dicho, no tienes de qué disculparte —Sonrió, preciosa —.
Estuviste muy divertida y cariñosa…
—Yo no soy así, joder. No quiero que pienses…
—Cállate y ven aquí, anda —Tiró de mi mano y me sentó en sus muslos,
interrumpiendo mis palabras.
Me robó un beso que estaba destinado a ser suyo. Sus manos, acariciando
mi cuello, hicieron que me derritiera, pues en ese momento, todo lo demás
dejó de existir. Una sensación de fuego crecía en mi interior, una sensación
que me impulsaba a un bienestar absoluto. Me retiré de aquel excitante beso
y apoyé mi frente en la suya. Claudia solo sonreía. Miré sus ojos e intenté
memorizar la forma de su iris. En ellos, veía reflejada a mi alma, a la
persona que antaño quise ser. Alguien muy lejano de quien me había
convertido. Era pronto para lanzar un «te quiero»; ni siquiera habíamos
tenido el placer de compartir cama, pero aquella mirada, tan intensa y
penetrante, me hizo saber que la mujer que tenía ante mí era todo lo que
deseaba. Una parte de mí temía lo que estaba a punto de hacer, pero otra, la
más profunda que habitaba dentro de mí, quería entregarse por completo.
Ella tenía otros planes muy diferentes. Su único deseo, era mi compañía,
conocerme antes de ir un paso más allá en nuestra peculiar relación. Mi
ángel era distinta de todas las mujeres con las que había intimado.
Volvimos a besarnos, pero esta vez, nuestras bocas se entregaron por
completo a un maravilloso beso. Su sabor era una droga para mí; adictivo y
excitante. Quise subirla a mi habitación, desnudarla y entregarme a un
placer que solo ella podía otorgarme, pero ¿sería acertado romper el mágico
momento que nos envolvía? Con Claudia, no. Para nosotras quería algo
más, algo más íntimo y romántico. Si lo nuestro era tan intenso, tan real, al
menos por mi parte, trataría de hacer que se sintiera especial, como la
magnífica mujer que es.
—¿Qué puedo hacer para compensarte por lo de anoche? —susurré en su
oído.
—¿Acaso no lo sabes ya?
Sonreí. Agarré su mano y la llevé a mi dormitorio, pero no penséis lo que
no es. Mi única intención era despejarme de mi persistente resaca,
acicalarme un poco e invitar a Claudia a una cena por todo lo alto. Claro
que, como mujer tan espontánea que es, su propósito era volver a Samsara
para descojonarse del espectáculo de anoche.
—Creo que nunca volveré, Clau. Joder, ¡me moriría de vergüenza! —Me
miraba en el pequeño espejo de mi habitación, poniéndome un kilo de
maquillaje intentando disimular mis ojeras.
—No seas tonta, anoche me lo pasé en grande. Tus amigas son
estupendas —Examinaba mis estanterías, ojeando cada libro que parecía
interesante.
—Me condenarás a la más absoluta humillación…
—¡Vaya! No sabía que te gusta tanto leer —Cogió uno de los libros y lo
observó con especial atención —. Nunca había visto una colección de
literatura lésbica de tal magnitud —Sonrió con picardía —. Eres muy
excitante, Lluvia.
—Lo que tú digas —Fingí indignación, pero Claudia me infundía una
ternura que manipulaba mis reacciones.
Al entrar en Samsara de nuevo, sentí como decenas de miradas se
posaban en mí. Renata esbozó una enorme sonrisa y Aitana estaba inclinada
dando golpecitos sobre la mesa, partiéndose de risa. Para ser un sábado por
la tarde, mi rinconcito estaba más despejado de lo normal, pero no tardaría
en llenarse. Claudia solicitó una cerveza y yo un refresco de piña bajo el
despiporre de las dos cabronas que me estaban empezando a levantar dolor
de cabeza, otra vez. Renata, en un intento por desprenderme de todas las
capas de vergüenza con las que vestía, omitió el hecho de ver a una Lluvia
bebiendo un zumo y me ofreció una cerveza. Brindé junto a Claudia y el
primer trago me produjo náuseas.
—Lluvia, cariño —Aitana apretujó mis pechos y puso morritos —. ¿Por
qué no me enseñas lo que escondes debajo de la ropa? Venga, porfa…
¡Somos amigas!
—Pero ¿de qué vas? —La di un fuerte capón y me crucé de brazos.
—No te enfades con ella —intervino Renata, muerta de risa —. Solo te
está imitando…
—¿A qué te refieres?
—Es lo que dijiste, bueno, más bien suplicaste —Aitana alzó las cejas,
apoyada en la barra con una sonrisilla de medio lado —. Querías comparar
nuestras tetas con las tuyas —Todas soltaron una carcajada a la vez.
—Espera, espera —Renata agitó las manos, tratando de llamar la
atención — ¿Y cuándo besó a Kira?
—¿Quién es Kira? —Me puse en pie, de una mala hostia incontrolable.
—Vale —Claudia se secaba las lágrimas con un pañuelo de tela,
producidas por una incesante risa —. Esa parte la desconozco.
—Mi nueva empleada… —Renata puso los brazos en jarras —. Ayer
comenzó su primer día…
—Sí, pero dudo mucho que vuelva. Al parecer, el pescado no es su fuerte
—Una carcajada explotó por parte de mis amigas.
—¿Sabéis qué? Iros todas a la mierda.
Enfurecida, di un trago de cerveza, apurándola. Caminé todo lo rápido
que pude hasta el aparcamiento, dónde el día anterior había estacionado mi
moto. Rebusqué por mis bolsillos, pero ni rastro de las llaves. Claudia no
tardó en aparecer, juntando las manos en señal de perdón. Me abrazó y besó
mis labios.
—Si lo que querías era traerme aquí para descojonarte a mi costa…
—Lo siento, cariño —Su boca empezó a vibrar y segundos después, su
risa se intensificó tan alto que me asustó —. Por favor, no nos lo tomes en
cuenta. Te pido disculpas, Lluvia.
—Me está resultando muy difícil no salir corriendo…
—No seas orgullosa —Frotó su nariz con la mía —. Ven conmigo…
Nos sentamos en un poyete de hormigón, alejadas de la entrada de
Samsara. De repente, su rostro dejó de mostrar ese cariño hacia mí que
tanto amor me infundía. Colocó un mechón rebelde detrás de mi oreja. No
era capaz de mirarla a los ojos mucho tiempo; aún seguía muerta de
vergüenza. Al menos, para mi consuelo, no recordar nada de lo ocurrido,
me ayudaba a sobrellevar la situación.
—¿Quién es Sira? —preguntó, dejándome sin aliento.
—¿Quién te ha hablado de ella?
—Fuiste tú… —Cogió mis manos y las apretó contra su pecho —.
Balbuceaste su nombre cuando te quedaste dormida —Cerré los ojos y
agaché la cabeza —. Lloraste en sueños, Lluvia…
—Forma parte del pasado…
—Al parecer, un pasado que no consigues olvidar —Sus ojos se clavaron
en los míos y no tenía claro a donde quería llegar —. Escúchame, cariño.
Creo que anoche, estallaste, y por primera vez en mucho tiempo, te
mostraste tal y como eres. ¿Por qué no me dejas entrar en tu mente?
—Todavía es pronto…
—¿Pronto? —Acarició mi cabeza y me derrumbé. Lo hice sin esperarlo y
porque algo en mi interior que reprimía desde hacía años, salió a la luz —.
Ábreme tu corazón, Lluvia…
Las palabras salieron en contra de mi voluntad. No quería recordar el
pasado, el dolor de un tiempo lejano al que me aferraba inconscientemente.
Por un momento, todo fue tan real como si lo estuviera reviviendo; cada
recuerdo, cada sensación que creí olvidada… Llorando a lágrima viva, abrí
mi corazón a la única mujer por la que sentía algo especial. Decir todo
aquello, fue como quitarme una pesada losa de encima y a pesar de que mi
pasado y mi tristeza no eran plato de buen gusto, Claudia me escuchó, me
consoló y me dio todo el cariño que siempre necesité. Hasta ese día, no
supe que aún había una espina llamada Sira en mi corazón que no dejaba de
sangrar.
No omití palabra alguna. Fui totalmente sincera. Lejos de todo aquello,
de tanto dolor reprimido, Claudia esbozó una tierna y sincera sonrisa y
como por arte de magia, todo mi sufrimiento se esfumó. Bajo sus brazos y
palabras de consuelo, amor y cariño, me sentí la mujer más débil del
mundo. Como cuando era una adolescente frágil y atemorizada. Comprendí
que, la coraza que había creado a mi alrededor, no me hizo más fuerte.
Seguía siendo aquella chiquilla tímida, indefensa e insegura.
—Lluvia —susurró —, déjame quererte…
Y así, de un modo que nunca hubiese esperado, llegó el beso que sanó mi
corazón por completo. Un beso en el que comprendí, a ciencia cierta, que
mis sentimientos hacia Claudia no eran un capricho pasajero.
Hubiera querido que aquel día, en el que me sentí más vulnerable que
nunca, abrazar a Claudia y no soltarla jamás, pero ella tenía un plan mejor.
Le gustó tanto Samsara, que decidió que pasáramos allí la tarde y parte de
la noche. Dijo que estaba cansada de las grandes ciudades, restaurantes de
lujo y compromisos porque sí, y adoraba aquel pueblecito en el que me crie.
—Está bien, Clau —dije bajo su constante insistencia —, pero controla lo
que bebo, no quiero volver a hacer el ridículo.
—No sé qué decirte, me gustó mucho que me propusieras matrimonio.
—No te pases, rubia —La di un azote en el culo.
Poco a poco, Samsara se fue animando y el ambiente te empujaba al
descontrol. Por suerte, y pese a que Claudia bebía tanto como yo, sabía
controlarse, y lo que es mejor, vigilarme sin que me sintiera presionada,
porque desde aquel día en el que mi estatus social cayó en picado, temía
volver a cometer alguna de esas estupideces que fueron el hazmerreír
durante años entre mi grupito de amigas. Aitana sacó un hueco en su
ajetreado trabajo y cenó con nosotras. Nada del otro mundo; un picoteo
informal entre amigas.
El tiempo pasó volando y aunque la música comenzaba a escucharse a
todo volumen y el local a llenarse con rapidez, la compañía de Claudia
resultaba agradable, por no decir necesaria. Hablamos de todo, pero en
especial de mí. De como una niña como yo se crio en un pueblo en el que
no encajaba, para después, con el paso de los años, seguir los pasos de su
familia.
Pedimos un cóctel sin alcohol, ya que habíamos bebido suficiente, y por
qué negarlo, tanto pimplar iba a dejarme con resaca al día siguiente, otra
vez. Brindamos y entrelazamos los brazos para dar el último trago de la
noche cuando, sin venir a cuento, Aitana estaba de pie en la barra, con todo
su morro, llamando la atención. La música se paró y solo se escuchaban los
murmullos de la gente.
—Hoy quiero dedicar, de todo corazón, unas palabras a una de las
personas más bonitas que hay en mi vida —Me señaló. Me eché una mano a
la cabeza al ver como todos posaban sus miradas en mí —. Lluvia, siempre
has estado a mi lado y no solo en las noches locas en las que buscaba una
forma de desfogar mis ganas de fiesta —Se calló un segundo, y ladeó la
cabeza, sonriente.
—La madre que la trajo… —susurré, sin poder creer lo que veían mis
ojos.
—A mí me parece muy tierno —repuso Claudia.
—Eso es porque no la conoces…
—Lluvia —continuó Aitana —, me has demostrado que no solo eres mi
compañera de barra. Eres mi mejor amiga, mi hermana, mi todo… —Clavó
una rodilla en el suelo, sacó un arito de cebolla del bolsillo trasero de su
pantalón vaquero y me miró unos segundos antes de continuar —. ¿Quieres
casarte conmigo?
Renata comenzó a descojonarse detrás de la barra, Claudia observaba a
Aitana con la boca abierta, sin saber muy bien que decir, y el resto, que nos
observaban sin quitarnos ojo de encima, se echaban una mano a la cabeza.
Me levanté, sin vergüenza alguna, y caminé entre la gente con la única
intención de derramar mi bebida encima de la cabeza de Aitana. La muy
cabrona saltó por detrás de la barra y se escondió a las espaldas de Renata,
que seguía despollándose de la risa.
Apoyé los codos en un taburete con la cabeza agachada y comencé a reír.
La verdad es que tuvo gracia, pero eso no quería decir que no tuviera
intenciones de devolver el golpe. Al incorporarme, un hombre me miraba
con el ceño fruncido. Tenía un rasguño en la mejilla izquierda. Aguanté su
mirada unos segundos hasta que Claudia tocó mi espalda y colocó su cuello
en mi hombro.
—¿Sabes quién es? —preguntó.
—Seguramente, un capullo más.
—Deberías disculparte —Me abrazó por la cintura —. Anoche le
agrediste.
Suspiré. Me estaba empezando a agobiar tanta disculpa. Claudia besó mi
mejilla y accedí. Al acercarme, el misterioso hombre se retiró un par de
pasos y me señaló con el dedo. Mostré la palma de mis manos, indicando
que mis intenciones no eran otras que disculparme. Apretó los dientes y
bufó.
—No te acerques a mí, zorra —alzó la voz.
—Vale, pajarito. Siento lo de noche —Arqueé una ceja —. ¿Quieres un
trago? —. Me acerqué a la barra y no dudó en seguirme. Claudia me guiñó
un ojo, pero se mantuvo a una distancia prudente. Miré a Renata, que se
movía a toda velocidad colocando unas copas —. ¡Renata!
—Whisky, gracias —dijo, con una sonrisilla que me daba muy mala
espina —. Soy Álvaro.
—¡Te conozco! Tú tiraste mi cerveza.
—En realidad, chocaste conmigo y la tiraste tú.
Cuando quise darme cuenta, su mano se colocó en mi cintura. Sonreí y
puse los ojos en blanco. «Siempre me tocan todos los babosos», pensé. Le
miré con cara de mala hostia y me crucé de brazos. Álvaro sonreía de un
modo que no me aportaba confianza, pero no quería montar un espectáculo
después de las cagadas de la noche anterior.
—He venido a pasar unos días. No estaré mucho tiempo. Quizás te
gustaría cenar conmigo algún día. —Bajó su mano hasta mi cadera —.
¿Puedo saber tu nombre? —Miré a Claudia, que se lo estaba pasando en
grande a mi lado —. No muerdo, ¿sabes? Además, soy un gran
conversador.
—Lluvia… —Ofrecí mi mano cuando vi que sus intenciones eran
acercarse más de lo permitido —. Si vuelves a tocarme, te mandaré a la otra
punta del bar de una patada en el culo, ¿queda claro? —Agité su mano y
retrocedí un par de pasos —. Disfruta de tu copa, capullo.
Agarré la mano de Claudia, que esbozaba una sonrisa de sorpresa. Era
hora de irse. Me acompañó hasta mi moto al otro lado del aparcamiento.
Cuando la besé, sentí un nudo en el estómago, como una fuerte presión que
me impedía tomar el control de mis acciones. Acaricié su rostro antes de
verla marchar. Cuando subí en mi vehículo de dos ruedas y fui a colocarme
el casco, cerré los ojos y sonreí. La perdí de vista demasiado pronto y al
escuchar cómo arrancó su BMW, salí corriendo. Me monté en el asiento del
copiloto y, literalmente, mordí su boca. La risa de Claudia era tan hermosa
como contagiosa.
—Claudia —Miré al frente, tímida —, esta noche no hay nadie en mi
casa y no quiero dormir sola…
Lentamente, aceleró y pusimos rumbo a mi hogar. No dijimos nada en
todo el trayecto. Las caricias de nuestras manos no necesitaban palabras. Al
entrar, fuimos directas a mi habitación. Pronto comenzaron a temblarme las
manos mientras Claudia mostraba una actitud serena y relajada. Me miraba
fijamente, casi sin pestañear, y sinceramente, en aquel momento, me volví
totalmente vulnerable. Se acercó a mí y me susurró al oído una idea que
tenía en mente. Era imposible declinar su oferta. Me abrazó por la espalda y
caminamos hasta el baño. Mi casa solía ser siempre un caos, pero por
suerte, mi madre hizo limpieza a fondo antes de marcharse.
Busqué sus labios y sin prisa, nos desnudamos la una a la otra, pero me
sentía incapaz de mirar su cuerpo desnudo. Abrió el agua de la ducha y no
tardó en repasar mi cuerpo con su curiosa y pícara mirada. Sus ojos
brillaban con intensidad. Los calores no tardaron en llegar; me sentía
intimidada, vulnerable, bloqueada… Una sensación que nunca había
experimentado.
El agua caliente era reconfortante y sus besos, más todavía. Sentir su
lengua era tan excitante, como romántico. Su manera de besar era paciente
y calmada, como si el tiempo se hubiera congelado. Sus sentidos se
centraban en mí, pero los míos daban vueltas y vueltas. Incluso me atrevería
a decir que llegué a sentir un ligero mareo. Mis manos se posaban en todo
momento alrededor de su cuello, pero ella no dudó en explorar mi cuerpo
con dulzura, teniendo especial cuidado con las partes más delicadas y
sensibles. Un roce del dorso de su mano en uno de mis pezones me produjo
un ligero gemido, casi inaudible, pero Claudia se percató. Sonreí y lamí mis
labios.
Se arrodilló. Tragué saliva y eché la cabeza hacia atrás, hundiéndome en
los chorros de la ducha. Sus besos recorrieron mis muslos, caderas,
abdomen. Al llegar a mi monte de venus, estiré mis brazos y me estremecí
por completo. Me dio la vuelta y continuó su cometido. Las caricias que
recibía me derretían cada vez más. Cerré el agua del grifo cuando sus
pechos se posaron en mi espalda. Mordió mi cuello, juguetona, y entonces
no me contuve. Me lancé a su boca con la fuerte necesidad de saborear su
aliento. Salí de la ducha, agarré su muñeca con decisión, y aún con nuestros
cuerpos empapados, la guie hasta mi cama. La tumbé con cuidado y
observé al detalle cada centímetro de su desnudez. La perfección de su
cuerpo se hacía presente en cada rasgo. Me senté y acaricié su abdomen,
pero no era capaz de observar sus ojazos azules en un momento tan íntimo.
Recorrí con la yema de mis dedos los diminutos lunares que se repartían
por sus brazos, piernas y torso. Observé, sin ningún pudor, su hermosa y
rosada entrepierna. Rocé sus labios y me dejé caer contra su cuerpo.
Nuestras piernas se enredaron y nuestras bocas comenzaron a comerse sin
control. Agradecí estar mojada, pues así el agua de la ducha disimulaba mi
intensa humedad. Ya no había sutileza ni lentitud. Pronto, nos deleitamos
con nuestra intimidad, explorando nuestros sexos tratando de memorizar el
sin fin de sensaciones que nuestros cuerpos podían concebir.
Claudia me mostró una nueva forma de hacer el amor, más sensual,
delicada y tierna. El placer que obtuve de sus expertas habilidades como
amante me hizo alcanzar el cielo, y en la cúspide de nuestra culminación,
cuando observé como sus ojos se abrían dando la bienvenida a un orgasmo
absoluto, entendí que no solo se trataba de sexo. Al liberarme del que sin
duda fue uno de los orgasmos más excitantes y románticos de mi vida, sentí
que comenzaba a sanar.
Aún temblaba cuando me abrazó. No podía dejar de mirarla, admirarla,
quererla… Claudia era la perfección del amor. Fue extraño, ya que, después
de hacerlo, siempre detestaba el contacto físico, pero solo alejé mi boca de
la suya tiempo después, cuando un incontrolable bostezo se hizo partícipe
por mi parte. La falta de sueño era evidente.
—No es hora de dormir, Lluvia —Acarició mi pelo —, aún no he
terminado contigo…
Recuerdo aquella noche como un nuevo descubrimiento. Nunca pensé,
hasta ese día, que el amor se podía sentir de infinitas formas. Cada orgasmo
que se produjo entre las sábanas de mi cama fue tan especial como escuchar
el latir de su corazón al dormir. Después de tantos años, no sé qué fue lo
que Claudia vio en mí, pero no negaré la verdad de mi corazón, aunque
todavía era pronto para decirlo en voz alta. Sí, esa magnífica noche, aquella
mujer tan sensual, delicada y hermosa, terminó por enamorarme. Un amor
que se tatuó en mi corazón, cubriendo una cicatriz que terminaría por
quedar en el olvido.
Capítulo 11 — Viaje al pasado

Amanecí recostada sobre el pecho de Claudia, cubierta por una fina


manta en la oscuridad de mi dormitorio. Aún no había amanecido y el
silencio de la noche aportaba cierta paz y tranquilidad. El olor que su
cuerpo desprendía me embelesaba por completo. Para mi sorpresa, Claudia
tenía los ojos abiertos, observando la oscuridad que nos envolvía en un
intento por desperezarse. Mostró una traviesa sonrisilla y sus dedos se
deslizaron entre mis cabellos. Aspiró y cerró los ojos. Sin motivo aparente,
comencé a reír. La misma risa aguda que me dejaba como una imbécil.
Nuestros pies se acariciaban entre las sábanas y ante mi nerviosismo, mordí
su cuello. Forcejamos entre gritos, protestas juguetonas y risas
escandalosas. Claudia se relajó sobre mi cuerpo y lamió mis labios antes de
besarlos. Aún sonreíamos cuando nuestras lenguas, traviesas y ansiosas,
comenzaron a explorar nuestras bocas.
Sus manos se volvieron curiosas e impacientes, pues la tímida y
recatada Claudia que conocía se esfumó. Su lengua surcó mi cuerpo y sus
dedos, revoltosos, tocaron mi humedad. Instintivamente, me abrí a ella,
colocando las palmas de las manos en mi nuca para adoptar una postura
más cómoda y relajada. Observar, en primer plano, como sus ojazos me
miraban fijamente a la par que su lengua investigaba mi sexo, produjo un
nivel de calor en mi cuerpo demasiado intenso para soportarlo.
Sus manos se aferraron a mis pechos, sintiendo el contacto de su suave
y delicada palma en mis erectos pezones. Rasqué su cuero cabelludo y
cuando quise reaccionar, movía mis caderas al ritmo de su boca. A punto de
que mi excitación se desbordara, se apartó, interrumpiendo mi orgasmo.
Bruscamente, me lancé a su cuerpo, saboreando de su boca mi propia
humedad. Trataba de tocar las partes más deseables de su cuerpo, pero
Claudia se resistía. Terminé encima de su abdomen y lancé un fuerte
mordisco en su cuello. Al tumbarme a su lado con la mirada entrecerrada,
nuestras caricias se volvieron lentas y tiernas. Sus dedos me penetraban con
delicadeza, al mismo ritmo que yo se lo hacía a ella, preparándonos para
llegar simultáneamente a un prolongado orgasmo.
Absorbiendo el brillo de su mirada, observé cómo sus pupilas se
dilataron y sus ojos se oscurecieron levemente. Su aliento en mi piel me
obligó a acompañarla. Tratando de recuperar la respiración en una cama
desecha y con un morboso olor a sexo, volví a reír como una estúpida.
Mis tripas emitieron un intenso sonido y Claudia se llevó las manos a la
boca, muerta de la risa y dando cabezazos en mi hombro. Inflé los mofletes
y me puse en pie de un salto.
Minutos después, preparábamos tostadas y café. Abrazada a su abdomen,
Claudia untaba mantequilla y mermelada; era incapaz de desprenderme de
su piel. Desayunamos sentadas en la alfombra del salón, donde tanto tiempo
pasaba con mi hermanita.
—Adoro tu casa, Lluvia. Se respira mucho amor…
—Es muy sencilla, nunca hemos tenido lujos, pero no la cambiaría por
nada del mundo.
—No sabes la suerte que tienes —Bebió un trago de su café y su
atención se alejó de mí.
—¿Claudia?
—No me hagas caso —Me lanzó un sonoro beso —. A veces digo
tonterías…
Claudia tenía otros compromisos que quedarse a mi lado aquella calurosa
mañana de verano, pues los inicios de su carrera como actriz ocupaban la
mayor parte de su tiempo. Al menos, obtuve las caricias que tanto anhelaba.
Cuando salimos de casa, la brisa de la madrugada nos refrescó. El
trayecto a Samsara estuvo lleno de miradas furtivas, caricias y gestos
provocativos. Mi moto seguía estacionada donde la dejé y nunca había
estado tanto tiempo sin conducir. Desconocía cuándo volveríamos a vernos,
aunque Claudia aseguró que sacaría un hueco en su apretada agenda para
hacerme una visita sorpresa. Me costó despedirme, pero, por otra parte,
darnos cierto espacio era lo correcto. No quería comenzar la típica relación
en la que nuestra constante presencia arruinara el misterio de un nuevo
romance, aunque en el fondo, la idea de separarnos minaba mi moral.
De vuelta a mi hogar, tuve que luchar contra el peso de mis párpados.
Fueron días en los que apenas descansé, llenos de emociones y situaciones
que me producían un irrefrenable cambio de carácter. El aroma de Claudia
permanecía en mis sábanas cuando me despanzurré en mi cálida y cómoda
cama. Abracé la almohada con la que durmió y pese a que me sentí una
idiota, me aferré a ella con fuerza hasta que mi cuerpo se relajó y mi mente
me transportó a un reconfortante sueño.
Hacía años que no despertaba tan tarde, pero necesitaba un prolongado
descanso para recuperarme. Disfruté de mi último día de la semana entre
varias lecturas abandonadas y cientos de búsquedas en internet sobre
Claudia. Sin duda, se había convertido en poco tiempo en la comidilla de
todo el país, pues tanto en revistas del corazón como en programas de
cotilleo, Claudia resultaba ser un misterio. Descubrí que no estaba dada de
alta en ninguna red social, lo cual me sorprendió.
Esperé impaciente el regreso de mi familia. Odiaba pasar tanto tiempo
sin ver a mis queridos padres, sobre todo, a mi niñita de ojos oscuros. Así
que, cuando los vi aparecer con una sonrisa de oreja a oreja, con una
renacuaja que vino hacia mí tirándose a mis brazos, propuse terminar el día
de un modo especial. Llegaron cansados del viaje y aunque les pareció
extraño, invité a todos a comer en un pequeño restaurante cerca del puerto.
Al día siguiente, Enzo y yo comenzamos nuestra jornada laboral con
energía y positividad. Como siempre, Moro llegó con los ojos rojos y el
pelo desgreñado; una evidente señal de las fiestas en las que participaba en
sus días libres. Al menos, era un chico responsable y sus alocadas juergas
no bajaban su ritmo de productividad.
Antes de regresar a puerto, siempre nos tomábamos un ratito de
descanso, admirando la inmensidad del mar. Era uno de mis momentos
favoritos del día, ya que hablábamos de cualquier cosa con el único
propósito de afianzar un poco más nuestra relación.
—Moro —Le miré fijamente a los ojos, mientras Enzo devoraba un
trozo de empanada casera —. ¿Quieres dejar de mirarme así? Me pones los
pelos de punta.
—Lo siento, Lluvia —Se rascó la cabeza —. Es que…
—¡Vale, suéltalo de una vez!
—¿Es cierto que sales con Claudia Pontevedra?
—Joder, menudo pueblo de cotillas…
—No deberías pasearte con una mujer así si no quieres estar en boca de
todos —intervino Enzo —. Vas presumiendo de novia y…
—No es mi novia, Enzo… —Le fulminé con la mirada —. Es solo…
¿Una buena amiga? —Me llevé una mano a la cabeza —. En realidad, es
mucho más que eso. Pero todavía no hemos llegado a ese punto, ¿no? Es
decir, ¿cuándo es el momento idóneo para saber con certeza que tienes
exclusividad con una única persona? —Me di cuenta de que hablaba para
mí misma —. ¿Y si todo son imaginaciones mías y lo que siento no es real?
Quizás las dos no sintamos lo mismo… —Miré a Enzo a los ojos y me puse
de pie de un salto —. ¡Vale, es hora de irnos!
Golpeé el hombro de Enzo y señalé a Moro, indicando que borrara esa
sonrisilla de la cara. Me puse a los mandos del barco y mi adorable
padrastro me abrazó por la espalda. Se me saltaron las lágrimas cuando su
aliento golpeó mi oído y escuché aquellas palabras tan hermosas que aún no
he olvidado. No sé por qué estaba tan sensible y empezaba a cabrearme
sentirme todo el día en una nube. Nunca he sido así y en parte, quería
recuperar la frialdad que he mostrado siempre. Claro que, todo era tan
bonito y a la vez esperanzador, que no fue de extrañar cuando al llegar a
puerto mi madre insistió en hablar conmigo. Su intención no era
precisamente darme buenas noticias.
—No voy a ir, mamá… —Fui a salir de su despacho, pero agarró mi
brazo con fuerza y tiró. Me empujó y me señaló con el dedo, como cuando
era una adolescente y había cometido una travesura.
—¡Lluvia! ¿Qué demonios te pasa? ¿Es que no tienes corazón? —
Estaba a punto de perder los papeles —. Tenéis que enterrar el hacha de
guerra de una vez.
—¡No lo entiendo! —Golpeé la mesa con fuerza —. ¿Por qué, mamá?
¿Por qué tienes tanto empeño en que hable con la persona que estuvo años
jodiéndome la vida? —Lancé un fuerte grito —. ¿De repente, Julia se
muere y tú quieres hacer el papel de madre? ¡Esa familia no es asunto mío!
—¡Lluvia, no me levantes la voz!
—¿Sabes una cosa, mamá? A veces no te reconozco —Chasqueé la
lengua —. Te preocupas más de esa zorra que de tu propia hija…
—Esa mujer es hija de tu padre y eso la convierte en tu hermana.
—¡Qué no es mi hermana! —grité tan alto como pude.
El bofetón que mi madre me propinó me serenó por completo. Era la
primera vez que recibía una reprimenda semejante, pero por la mirada que
obtuve después, supe que el golpe le dolió más a ella que a mí. Me dejé caer
en la silla, tratando de calmarme. Mi madre se arrodilló, envolvió mis
manos con las suyas y esbozó una forzada sonrisa.
—No puedo abandonarla… —Acarició mi mejilla, buscando una
mirada por mi parte que no llegó —. Pregunta a menudo por ti y… —Hizo
una pausa —. Por el amor de Dios, Lluvia, ha intentado suicidarse…
—¡¿Qué?! —La miré, incrédula.
—Su vida ha sido un auténtico infierno… Nos necesita, hija.
—No puedes pedirme una cosa así…
—Confío en que harás lo correcto.
Mi madre me abrazó con cariño. Las dudas galopaban por mi mente sin
control, como caballos salvajes sin rumbo fijo. Rebajarme significaría un
fuerte desahogo para mi madre, pero también dejar a un lado mi orgullo.
¿Acaso debería dar mi brazo a torcer por la familia que tanto dolor nos
causó? Mil preguntas se formularon en mi cabeza, pero en el fondo de mi
corazón, sabía cuál era la decisión acertada. De modo que asentí, dando a
entender que me enfrentaría a mi pasado una vez más, pero esta vez, ya no
era una adolescente con la cabeza llena de pájaros.
—Gracias… Pronto lo entenderás…
—Mamá —susurré —. ¿Sira sigue en el pueblo?
—Sí —Acunó mi cara y sonrió, guapísima —, y es toda una mujer,
aunque te costará reconocerla.
Mi madre se marchó y me dejó unos minutos para reflexionar en su
despacho, pero no tardé en ponerme manos a la obra con mis tareas; mi
jornada laboral aún no había llegado a su fin. De modo que, a pesar del
batiburrillo de cabeza que tenía, estuve junto a Enzo y Moro hasta mi toque
de queda, donde, después de una ducha relajante, puse rumbo a un lugar
que me traería dolorosos recuerdos.
Hacía diez años que no pasaba por la calle donde estacioné mi moto y la
fachada seguía exactamente igual a como la recordaba. Cada paso, era
como si sintiera una fuerte punzada en el corazón. Temía que los miedos y
mi carácter tan temperamental me jugaran una mala pasada. Lo último que
quería era empeorar las cosas.
Toqué el timbre y un escalofrío recorrió cada centímetro de mi piel. La
puerta se abrió con un sonido metálico y entré, dudosa. El verde césped que
había a los lados había desaparecido y ahora estaba cubierto por una
extensa maleza. La puerta de casa se abrió y tardé en reconocer el rostro
que me miraba fijamente, apoyada en el cerco; la misma postura y lugar de
hacía diez años.
—¿Lluvia?
Sira había cambiado tanto que me resultaba casi imposible mirar sus
ojos. Sus pómulos y nariz eran muy diferentes a como los recordaba, pues
esos rasgos tan dulces se habían esfumado por completo. No lucía sus
largos rizos y ocultaba su rostro sobre una cantidad abusiva de maquillaje.
Llevaba el pelo corto, con un largo flequillo que cubría parte de su lado
derecho en un tono negro azabache. Incluso me atrevería a decir que parecía
más alta que antes. Estoy convencida de que no la reconocería si nos
hubiéramos encontrado por la calle.
—Hola, Sira…
Cubrió su boca con una mano, con los ojos como platos. Avanzó con
pasos decididos hasta mi posición y sonrió. Mostró una reluciente y
perfecta dentadura. Suspiró antes de abrazarme, pero no obtuvo respuesta
alguna por mi parte. Sentí el calor de su cuerpo, pero no era el mismo que
conocía. Aquella mujer, no era la adorable y espontánea chica que un día
me enamoró.
—Dios santo… —susurró en mi oído —. Has venido…
—Mi madre ha insistido en…
—Sí —me interrumpió —. Es complicado —Se alejó un palmo de mí y
metió sus manos en los bolsillos traseros de su pantalón vaquero —. Todo
ha pasado muy deprisa y…
—No entiendo que tengo que ver en todo esto, Sira —Resoplé —.
Siento mucho lo de vuestra madre, pero…
—¿Quieres tomar algo? —volvió a interrumpirme y caminó hasta la
entrada de su casa —. Ven, tenemos mucho de qué hablar.
Era consciente de que me mantenía a la defensiva, aun así, accedí. Me
ofreció una cerveza fría. No era una marca que me agradase, pero a caballo
regalado… Sira se sirvió una copa de vino tinto y en la desordenada mesita
de la cocina, nos sentamos. No tardó en formarse un incómodo silencio.
Tenía cientos de preguntas que rondaban mi cabeza. ¿Cómo podía haber
cambiado tanto? Incluso su manera de mover las manos y gesticular, era
diferente. ¿Acaso quedaba algo de Sira en aquella mujer?
—Tu madre nos dijo que eres pescadora —Bebió de su copa, con un
empalagoso y refinado movimiento —. Es una mujer encantadora. Nos está
ofreciendo mucha ayuda… —Me miró fijamente, esperando una respuesta
por mi parte —. Oye, Lluvia, siento mucho lo que pasó entre nosotras. Yo…
No lo he tenido fácil, ¿sabes?
—¡Ahora lo entiendo! —Me acerqué con cierto desparpajo y observé su
rostro con atención, interrumpiendo sus palabras —. ¿Te has realizado
operaciones estéticas? ¡Joder, menuda obra de arte! Parece hasta natural…
—Sonreí —. Claro, que no me extraña…
—¿Qué quieres decir? —Apretó los labios.
—Bueno, siempre te has ocultado detrás de una máscara.
—¿En serio, Lluvia? ¿Después de tanto tiempo me sales con esas? —Se
cruzó de brazos —. Yo no sabía que Vera era tu hermana, así que no tienes
derecho a atacarme. Fui tan víctima de todo aquello como tú.
—¡Oh, sí! —Le di un último trago a mi cerveza. Me fijé en su mano
izquierda, donde descansaba una preciosa y sencilla alianza de oro en el
dedo anular. Sin saber por qué, me puse furiosa al recordar.
—Está bien… —Cerró los ojos y suspiró —. Empecemos de nuevo…
—Mira, Sira. Esta situación me resulta antinatural; yo no debería estar
aquí —Me puse en pie —. Si tienes una espinita clavada por lo que pasó, es
tu problema. He venido por Vera, no por ti.
Esbozó una fingida sonrisa. Suspiró un par de veces, clavó las palmas de
las manos en la mesa y se puso en pie. Chasqueó los dedos con chulería y
salió de la cocina. Seguí sus pasos a través del pasillo hasta llegar al salón,
donde se detuvo delante del patio. Abrió la puerta con sumo cuidado y se
giró, sin llegar a mirarme.
—Está un poco atontada por la medicación —dijo en un tono poco
amistoso —. Te ruego que tengas paciencia. A veces le cuesta seguir una
conversación.
Recostada sobre una hamaca, bajo la sombra de una pérgola oxidada,
Vera disfrutaba de un descanso al aire libre. Caminé despacio,
contemplando el que un día fue un hermoso patio. La maleza reinaba por
todas partes y la piscina se hallaba medio vacía con una ligera costra
verdosa. Sin duda, hacía años que se descuidó el mantenimiento.
Vera se encontraba de espaldas. Me senté en un pequeño taburete a su
lado. Cuando me percaté de su estado, me llevé una mano a la boca,
impactada. Una escayola cubría su pierna y brazo izquierdo, pero al
observar con atención su maltratado rostro, no supe qué decir. Tenía la cara
totalmente amoratada y llena de cortes. Sus pómulos estaban
exageradamente hinchados y varias vendas cubrían su cuello y cabeza.
Intuí, por el grosor de su camiseta de manga corta, que tenía el torso
completamente vendado. El accidente tuvo que ser brutal.
Abrió los ojos lentamente y me miró sin decir nada. Hizo un puchero y
sus ojos se tornaron vidriosos. Movía el brazo con torpeza, buscando mi
mano. La apreté con fuerza y rompió a llorar. Jamás había presenciado algo
similar. Tanto dolor, pena y miedo. Ver a Vera en aquel lamentable estado,
me dejó completamente descolocada. Lentamente, acarició mi mejilla, pero
pronto dejó caer el brazo contra su pecho. Profirió un gritito de dolor y sus
ojos volvieron a los míos. Su llanto se intensificó y acaricié su mano, pues
era la única parte de su cuerpo en la que no veía lesión alguna.
—¿Eres tú, Lluvia? —Su lengua se trababa ligeramente al hablar,
seguramente producido por la cantidad de medicamentos que ingería para
mitigar su dolor.
—¡Eh, tranquila! —Me acerqué un poco más —. Vera, tranquila. Te
pondrás bien…
—Siento mucho todo lo que te hice —Comenzó a respirar con dificultad
—. Lo siento, lo siento, lo siento…
—Forma parte del pasado —No pude evitarlo, verla tan afligida me
empujó a acompañarla en su llanto —. Éramos unas niñas. Todo está bien,
¿de acuerdo? —Me dejé caer al suelo y de rodillas, besé su frente con todo
el cuidado del que fui capaz —. Ahora, tienes que ponerte bien.
—Nada está bien… —Su mirada se perdió en la lejanía —. Te hice
mucho daño, Lluvia…
—Necesitas descansar, Vera. Te prometo que vendré cuando estés mejor.
—¡No, por favor! —gritó. Tosió un par de veces, tratando de
incorporarse. No supe qué hacer, pero me mantuve a su lado, aferrándome a
su mano —. Quédate conmigo… —Sus ojos se cerraron y tras un fuerte
suspiró, su respiración se relajó —. Yo solo quería una familia normal. Solo
quería… algo de amor en mi vida…
Dicho esto, se durmió. Acaricié las vendas que cubrían su cabeza y
estuve a su lado más tiempo del que puedo recordar. ¿Qué había hecho la
vida con Vera? No era la mujer problemática y llena de maldad que
conocía. Todo era tan extraño, tan confuso. Acerqué mi boca a su oído y
prometí que volveríamos a vernos, que no la dejaría en un estado de
desesperación absoluta.
Volví al salón cuando mis lágrimas cesaron. Sira se encontraba
mirándome fijamente desde la puerta, derrotada y con otra copa de vino
tinto en la mano. Si la situación fue dura para mí, como tendría que ser para
las personas que estaban a su cargo. La rabia pudo conmigo al recordar el
estado de Vera, tumbada en una camilla en el patio como si fuera un perro
callejero.
—¿Es que os habéis vuelto todos locos? —Golpeé el pecho de Sira con
mi puño.
—No me toques, Lluvia…
—¿Qué no te toque? ¿Tienes a tu hermana hecha una puta mierda y tú
bebiendo vino como si nada? —Me dieron ganas de abofetearla con todas
mis fuerzas, pero me contuve —. ¡Tiene que estar en un hospital, joder!
Aquí no podéis tratarla…
—¡¿Crees que no lo sé?! —gritó, alzando los brazos. Un poco de vino se
derramó en el suelo —. Soy médico, sé perfectamente los cuidados que
requiere. Lo hemos intentado por todos los medios, pero ha sido imposible.
Amenazó con quitarse la vida si permanecía un día más ingresada y casi lo
consigue si no llega a ser por tu madre —Se acercó a mí, totalmente fuera
de sí —. Intentó tomarse un bote entero de barbitúricos, ¿entiendes lo que
eso significa? ¿Lo entiendes? —Me empujó con violencia y me coloqué en
postura defensiva —. ¡Llevo dos putas semanas aquí encerrada, vigilando
cada movimiento que hace las veinticuatro horas del día! ¿Por qué coño
piensas que no he ido a visitarte? —Dio un pisotón al suelo —. Mi madre
ha muerto, joder, y ni siquiera he podido asistir al velatorio por cuidar de mi
hermana… —Apoyó la espalda en la pared y se dejó caer hasta el suelo,
completamente derrotada —. Estoy acojonada, Lluvia… Todo esto me
queda grande…
Jamás, en mis veintiocho años de vida, me había sentido tan mal. Los
acontecimientos de las últimas horas cambiaron por completo mi concepto
de una situación que para nada era como imaginaba. Sentí una tremenda
lástima por Sira. La ayudé a incorporarse y nos abrazamos. Busqué en su
mirada un ápice de la Sira de antes, pero estaba tan cambiada que no había
ni un atisbo de la niña que un día conocí.
—No estás sola, Sira. Yo cuidaré de vosotras…
—No puedo pedirte una cosa así.
—Todo se solucionará…
—¿Qué nos ha pasado, Lluvia? —Cerró los ojos y vació su copa de vino
de un trago —. ¿Dónde están los sueños y las esperanzas del pasado?
¿Dónde quedaron nuestras promesas de un futuro mejor?
Conseguí que recobrará la compostura. Lo único que Sira necesitaba
tanto como el aire para respirar era la calidez y afecto de un sincero abrazo.
Decidí que era el momento de actuar, pero el remolino de confusos
pensamientos que se apelotonaban en mi mente me impedían tomar una
decisión. Después de ver con mis propios ojos la aflicción que las dos
hermanas sufrían, no podía marcharme sin más. Dejarlas solas, en una
situación que las superaba con creces, no era una opción. Prometí que haría
lo posible hasta que retomaran sus vidas.
Sira me acompañó hasta la entrada. En sus ojos se veía la desesperación
y el dolor de una situación que no sabía cómo afrontar, pero al margen de la
muerte de su madre y el estado de su hermana mayor, estaba convencida de
que había algo más. La abracé por última vez y noté el temblor de su
cuerpo. Interrumpiendo un momento tan delicado como es el reencuentro de
un amor imposible, la puerta del patio se abrió y un rostro conocido me
miró fijamente. Lanzó una risita de incredulidad y Sira se alejó de mí,
bruscamente.
—¿Quién tenemos aquí? —dijo, repasándome con los ojos y
posicionándose al lado de Sira. La agarró por la cintura y meneó la cabeza a
los lados.
—¿Qué coño haces aquí? —pregunté, sin entender nada.
—Lluvia —susurró Sira, con cierto temor en la voz —. Este es Álvaro,
mi prometido…
—Tienes que estar de broma… —dije por lo bajini en un tono casi
imperceptible.
Álvaro caminó hasta el interior y gritó el nombre de su futura mujer.
Agachó la cabeza, temerosa, y fue junto a su prometido. Me quedé
totalmente en blanco, con la mirada perdida y confusa. ¿Qué demonios
estaba ocurriendo? Todo parecía ser una retorcida broma del destino. Tardé
en reaccionar, pero lo hice dando un fuerte portazo al salir que retumbó por
todo el patio.
Nunca había sentido una sensación de miedo e inquietud semejante.
Tenía fuertes palpitaciones y no podía parar de mover las manos y los pies.
No hacía mucho calor y, aun así, sudaba ligeramente. Rememorando las
últimas horas en las que descubrí lo equivocada que estuve durante tantos
años, no pude sentirme más estúpida. Vera dio a entender que su vida fue
una constante lucha en busca de la aprobación de sus padres, quizás por ese
motivo, su mundo giró en torno al odio. Mientras pasaba mi tiempo de
picos pardos, ella sufría en silencio día tras día. Desconocía los detalles,
pero su afligida mirada me advirtió de los traumas que cargaba a sus
espaldas. Quizás si hubiera intentado intimar con ella y hablar de lo
sucedido… No, únicamente me defendía por todos los abusos que sufrí por
su parte, nada más. Se lo tenía merecido, sí, pero no podía abandonarla. Era
hija de mi padre y aunque solo conocía de él una vieja foto y cientos de
comentarios positivos y buenas anécdotas de todos los que le conocieron,
no podía abandonar a Vera en el olvido. Mi padre no lo hubiera querido y
me sentía en la obligación moral de hacer algo al respecto.
Por otra parte, Sira había vuelto a mi vida. No albergaba ningún
sentimiento de amor hacia ella; solo rencor. Reconozco que me excedí en
mi primera toma de contacto, pero al mirar sus ojos, recordé lo abandonada
que me sentí durante años. Reprimí unos sentimientos que, sin duda,
comenzaban a salir con rapidez. Tampoco ayudó cuando el capullo de su
prometido apareció, pero su mirada de sumisión ante tal hombre
despreciable me hizo darme cuenta de que su tiempo lejos del pueblo no fue
fácil. ¿Debería ceder, tragarme mi orgullo y retomar la relación con las
personas que tanta desdicha me causaron en el pasado?
En la cama, recostada en una postura imposible, tuve una rápida charla
con Claudia, lo que elevó mis ánimos. Para mi decepción, estaríamos unos
días sin vernos. Tenía una sesión de fotos en el extranjero para promocionar
la segunda temporada de la serie en la que participó, lo que me reveló, que a
pesar de su muerte y el increíble papel que hizo, tendría alguna aparición
más. Verla actuar era maravilloso. Entre tanto, Enoa saltaba en mi cama,
haciéndome decenas de preguntas sobre la mujer que ahora ocupaba mi
corazón. Ciertamente, estás dos personas me alegraban la vida, cada una a
su manera.
Mi madre no tardó en llegar de su trabajo en el puerto, con Enzo, claro
está. Vino a mi habitación sin ni siquiera pasar por el baño o ir a la cocina
para picar algo, como solía hacer. Se sentó a orillas de mi cama, dubitativa,
y ordenó a Enoa que preparara sus libros para el siguiente día de escuela.
Me miró fijamente e hizo una mueca de molestia, supongo que porque sabía
que estaba afectada por la verdad. Mi madre me conocía tan bien, que a
veces me daba miedo.
—¿Lo entiendes ahora, hija?
—Sí… —Me tumbé en la cama y apoyé la cabeza en su muslo, con
medio cuerpo por fuera —, pero hay detalles que se me escapan. Todo es
muy extraño…
—¿Hablaste con Sira? —Nuestras miradas se cruzaron y asentí —. ¿Qué
opinas?
—Que no es la chica de la que una vez me enamoré… —Sentir las
caricias de mi madre, como cuando era pequeña, seguía enterneciéndome.
—Créeme cuando te digo que, para mí, todo esto mengua mi orgullo…
—Ayudaré en todo lo que pueda, pero con una condición —Me incorporé
y me froté la cara con la mano —. Cuándo Vera esté mejor, no quiero volver
a saber nada de esa familia, ¿lo has entendido?
—¿Y Sira? —Posó su mano en la mía —. Cariño, esa mujer fue muy
importante para ti. Creo que deberíamos alejarla de ese hombre.
—Si quiere estar con ese capullo, allá ella.
—Opino que la maltrata, Lluvia —Mi corazón dio un vuelto. Pocas
veces, mi madre se equivocaba —. Algo me huele muy mal en esa relación.
—¿Has visto alguna señal?
—No, pero en su compañía se muestra temerosa e intenta complacerle en
todos los sentidos. Es como si nadie más existiera —Pensativa, estiró la
espalda —. Llevo semanas visitando a Vera, intentando ayudar a amenizar
su carga y… —Se calló.
—¿Mamá?
—Quizás sean cosas mías, pero ¿no te has fijado que, incluso estando
todo el día en casa, va exageradamente maquillada? Siempre viste ropas de
manga y pierna larga, a pesar del calor de verano —Me miró fijamente —.
Tengo un mal presentimiento sobre todo esto…
Pocas veces necesité tanto una cerveza, pero decidí quedarme con mi
familia. Últimamente, Enoa me extrañaba demasiado y la tenía un poco
abandonada. Mi familia era un poco extraña, solo había que vernos, pero
todos nos queríamos con locura. Cada uno, a su manera, era un pilar
fundamental en mi vida. Mi madre era la que siempre ponía orden, Enzo el
que sonreía y nos consentía todo, Enoa la niñita que daba alegría a nuestros
días y yo la loca que les daba quebraderos de cabeza por mis repentinas y
duraderas escapadas.
Dormí acurrucada con mi hermanita, a pesar de las constantes protestas
de mi madre. Decía que, por mi culpa, Enoa seguía temiendo dormir sola y
por eso lo hacía con una pequeña lucecita encendida y a regañadientes.
Cuando cerré los ojos, Sira daba vueltas en mi cabeza, pero no de la manera
que os pensáis.

Los días transcurrieron lentos y pesados. Mi trabajo y la compañía de


Enzo y Moro eran lo único que me distraía de tanta comedura de cabeza.
Cuando finalizaba mi turno, recogía a mi hermanita del colegio y me
ocupaba de ella. Mi madre se encargaba a ratos de ayudar en los cuidados
de Vera y en los de Sira, si era necesario. Cuando regresaba a casa, tomaba
el relevo y seguía con la dichosa tarea de atender a una enferma
prácticamente inmóvil. Cada día era muy rutinario, por no decir otra palabra
más vulgar.
Me resultó muy extraño que Álvaro nunca estuviera en casa. Sira y él
viajaron desde Londres para pasar una temporada hasta que la situación se
tranquilizase, pero estaba claro que el capullo de su prometido tenía otros
asuntos que atender más importantes que cuidar de su futura familia.
Después de asear a Vera, su hermana curaba sus heridas con una
impecable profesionalidad. Le administró un sedante en vena y revisó sus
constantes. Apretó su mano y suspiró. Entre las dos, llevamos a Vera a su
cama y esperé en la entrada de la habitación hasta que Sira se aseguró de
que estaba totalmente dormida. Recogí mi mochila de la entrada y saqué
una bolsa de tela que previamente mi madre preparó con comida casera,
elaborada por Enzo, claro está. Fui a la cocina y Sira me siguió, extrañada.
—¿Qué haces?
—¿Tú que crees? —Saqué un par de táper de mi mochila —. Tienes que
comer, Sira —Rebusqué por todos los armarios hasta encontrar un par de
platos, servir la deliciosa comida de Enzo y ponerlo a calentar en el
microondas —. Estás muy delgada.
Sira se ruborizó, seguramente porque no estaba acostumbrada a que se
preocuparan por ella. Sacó una botella de vino y sirvió un par de copas.
Sentadas en su desordenada cocina, serví los platos y me senté a su lado.
—¿Qué es? Huele delicioso…
—Es mafé, un guiso de cacahuete acompañado con arroz —Señalé el
segundo plato —. Y estos son Fataya, empanadillas rellenas de carne con
cebolla, pimiento y tomate. Sabe mejor de lo que parece.
—¡Dios mío! —Cerró los ojos al morder una de las empanadillas —.
Esto está delicioso. Tienes que decirle a Enzo que me enseñe la
gastronomía de su país.
—Pruébalo con salsa picante casera, te gustará…
Cogí un pequeño cuenco de plástico donde reposaba la salsa y se la
ofrecí. Sus dedos conectaron con mi mano y por un segundo, nos miramos a
los ojos. Las dos agachamos la cabeza a la vez, incómodas. Desde que
comencé a ayudar en los cuidados de Vera, no habíamos tenido ningún
contacto físico, pero nuestra relación era cordial. Sira colocó su flequillo
detrás de la oreja y miró fijamente su plato. Seguimos degustando el
delicioso menú de Enzo. El silencio se volvió irrompible.
Sira sirvió la segunda copa de vino. Brindamos, más por compromiso que
por otra cosa. Cuando dio su último bocado, saciada por completo, se
recostó sobre su silla. Su mirada se perdió y una lágrima brotó por su
mejilla. Apretaba la mandíbula, sin pestañear. Agarraba los cubiertos con
fuerza, sin ser consciente de que estaba a su lado. Coloqué mi mano en su
hombro y susurré su nombre, pero parecía completamente inmersa en sus
pensamientos.
—Gracias, Lluvia… —Soltó una bocanada de aire —. Lo siento, soy una
imbécil…
—¿Qué ocurre, Sira?
—Han sido semanas muy duras, eso es todo —Bebió de su copa —.
Cuéntame que es de tu vida. Tengo mil preguntas que hacerte —Me dio un
golpecito en el hombro y se secó las lágrimas —. Dime, ¿hay alguien en tu
vida?
—Bueno… —No pude evitar sonreír al pensar en Claudia.
—Claro que sí —Sonrió y me di cuenta de que aún mantenía esas
facciones tan divertidas que un día me enamoraron —. Ven, pongámonos al
día…
Cogimos nuestras copas y minutos más tarde, nos encontrábamos en el
patio trasero, admirando la inmensidad del cielo. La noche estaba
especialmente estrellada y aunque hacía algo de calor, la brisa nos
refrescaba. La hamaca no era muy cómoda, pero conseguí encontrar una
postura adecuada y relajarme. Sira brindó, esta vez con una sonrisilla
traviesa.
—Empiezo yo —dijo. Se colocó en posición de flor de loto y se dio unos
golpecitos en el labio con el dedo índice —. Tengo curiosidad, detestabas el
agua y eras penosa como nadadora. ¿Cómo diablos terminaste siendo
pescadora?
—Sira, no tenemos dieciocho años…
—Contesta, son las reglas, ¿recuerdas? —Sonrió, divertida.
—Supongo que algo en mí cambió cuando… —Esquivé su curiosa
mirada —. Digamos que quise seguir los pasos de mis padres.
—¿De verdad? —Abrió los ojos de par en par.
—¡Está bien! —La miré, pensativa —. ¿Cómo acabaste con un capullo
como Álvaro?
—Yo sola me lo he buscado, ¿eh? —Agachó la cabeza e infló los
mofletes —. Su padre es quien… —Señaló su cara —. Digamos que es un
reconocido cirujano en Londres. Pasé decenas de veces por quirófano con
veinte años y con el tiempo, mi padre y él se hicieron íntimos. Una cosa
llevó a la otra y años más tarde… —Se calló.
—¿Te operaste con veinte años? —pregunté, perpleja.
—¡Eh! Solo una pregunta. Me toca —Me miró fijamente —. ¿Cómo se
llama?
—¿Quién?
—Vamos, Lluvia…
—Claudia Pontevedra —Esperé una reacción por su parte que no llegó
—. Es actriz… —Presumí.
—¿En serio? No veo mucho la televisión —Chocó su copa con la mía y
dio un largo trago —. ¡Dispara!
—Ya lo sabes —Señalé su rostro —. Lo de tu cara… Eras una chica
guapísima y adorable, ¿por qué?
—No fue por gusto, te lo aseguro —Se recostó en la hamaca y apoyó la
copa en su pecho, admirando el cielo —. Cuando llegué a Londres, mi
mundo estaba patas arriba. No solo te perdí a ti, Lluvia. Mi madre y Vera
me dieron de lado, de hecho, no volví a saber de ellas hasta hace unas
semanas. Mi padre era demasiado duro conmigo y me inculcaba unos
estrictos valores para los que no estaba preparada —Suspiró, agitando la
cabeza —. Un día, bebí demasiado. Odiaba mi vida y en lo único que
pensaba era en ti. Ahora que lo recuerdo, fui una estúpida….
—¿Qué pasó? —La curiosidad podía conmigo.
—Salté de un segundo piso —Nos miramos a la vez —. Caí encima de
un coche. Me rompí la pierna derecha, varias costillas y las dos muñecas,
pero mi cara se llevó la peor parte. Se quedó incrustada en la luna delantera.
Así que —Alzó la copa al aire —, quedé parcialmente desfigurada…
—Menuda familia de suicidas… —susurré —. Al menos tu padre hizo lo
posible por devolverte a la normalidad.
—Lo hizo porque se avergonzaba. Me veía como a un monstruo y quería
mantener nuestra imagen a toda costa —Apretó los labios —. Mi padre es
un cabrón… Ni siquiera se dignó a ir al funeral de mi madre… ¿Y Vera?
Puede que no sea su hija biológica, pero ¿despreciarla así?
—¿Está en el pueblo?
—Se aloja en la ciudad —Volvió a beber de su copa —. Quiere vender
sus escasas propiedades y su negocio, incluida esta casa… —Me miró
fijamente —. Está en bancarrota.
—¿Quiere vender vuestro hogar?
—Sí, pero hay un inconveniente —Elevó la cabeza y miró la ventana de
la habitación de su hermana —. Vera se niega —Golpeó mi hombro y ladeó
la cabeza, sonriente —. ¡Eh! Has hecho cuatro preguntas, me toca. ¿Aún
guardas nuestra alianza?
—No podría deshacerme de ella —La nostalgia me transportó a una
noche que nunca olvidaré —. Fuiste muy importante para mí —Apreté los
dientes, rabiosa al recordar —. Cuando te fuiste, me sentí abandonada. Me
volví loca, fuera de mí… —Dejé la copa de vino después de dar un trago y
me levanté —. Me partiste en dos, Sira.
—Lluvia… —susurró. Sus brazos rodearon mi cintura.
—Pero ahora, al verte después de tantos años, me he dado cuenta de que
fue igual de duro para ti —Sus labios estaban muy cerca de los míos.
—Nunca quise lastimarte.
—Sira… —Sentí su aliento y coloqué un dedo en su boca —. No lo
hagas, no tienes derecho a besarme…
—Lo siento —Retiró mi mano —. Tendrás que frenarme…
Su boca fue con rapidez a la mía, pero ladeé la cabeza a tiempo. Agachó
la mirada y en lugar de separarse, me abrazó. Sentí una conexión mágica,
una energía vital que me estremeció. Siempre sería mi Sira, la niña
espontánea que robó mi corazón. El primer gran amor de mi vida, pero
ahora, otra mujer se había adueñado de mis sentimientos. ¿Engañar a
Claudia? Jamás traicionaría su confianza, su amor…
—Necesito que me prometas una cosa —Agarré la cara de Sira con
decisión.
—Lluvia… —Una lágrima cayó por su mejilla.
—Prométeme que, si estás en peligro, acudirás a mí —Nos miramos
fijamente a los ojos —. ¡Promételo, Sira! —Agité su rostro.
—Lo prometo…
No fue capaz de mirarme a los ojos. Me fui todo lo rápido que pude, era
imperativo que saliera lo antes posible. No podía arriesgarme a que mi
corazón me jugase una mala pasada. Miré la puerta de su casa unos minutos
antes de dar un fuerte acelerón y volver a mi hogar, al que necesitaba
regresar más que nunca.
Al entrar, la risa de Enzo y Enoa se escuchaba desde el salón. Un
perfume inundó mis pulmones y cerré los ojos. No hizo falta más para saber
que estaba allí. Claudia jugaba con Enoa, haciéndole pedorretas en su
tripita. Enzo abrazaba a mi madre por los hombros, que no me quitaba el
ojo de encima.
—¿Claudia?
No dudó en besarme delante de todos. Enoa se tapó la boca con la mano,
con una tímida y traviesa sonrisa. Me puse roja de vergüenza, en el buen
sentido. Claudia era más alta que yo y me encantaba tener que ponerme de
puntillas para alcanzar sus labios. Si bien es cierto que me parecía muy
sensual; muy de película.
—Quería sorprenderte —Miró a mis padres —. Dalia y Enzo han tenido
la amabilidad de dejarme entrar.
—Pero ¿qué haces despierta tan tarde, renacuaja? —Propiné un
cachetazo en el culote de mi hermana, que reía sin parar —. ¡Corre a lavarte
los dientes! Mañana tienes colegio, enana.
—Mañana no podrá asistir a clase —dijo mi madre, que no dejaba de
observar a la hermosa rubia que agarraba mi mano con dulzura —. Emma
no podrá hacerse cargo.
—¿Quién es Emma? —preguntó Claudia, curiosa.
—Nuestra vecina… —dije, y me crucé de brazos —. Joder, mamá, pues
tendremos que contratar a alguien que haga de canguro. No puede dejarnos
tirados a la primera de cambio. Estamos hablando de la educación de Enoa
—Di un pisotón al suelo, indignada.
—¿Y qué quieres, Lluvia? —Mi madre ladeó la cabeza, como siempre
que tenía ganas de bronca —. Enoa se niega a estar con otra que no sea
Emma y desconfía de cualquier desconocido.
—Yo puedo hacerme cargo —interrumpió Claudia —. Adoro las niñas.
—¿Estás segura?
—Siempre quise una hermanita y se me dan bien los niños.
—¿No tienes hermanos? —Enzo bostezó, con los ojos rojos por el
cansancio.
—No, bueno, en realidad puede que tenga diez hermanos… —Arrugó la
naricilla —. Es una larga historia…
—Está bien —dijo mi madre —, me quedo más tranquila si te haces
cargo, pero con una condición. Esta noche te quedarás a dormir aquí. No
quiero que estés yendo y viniendo de la ciudad.
—Clau —Puse los ojos en blanco —, necesito hablar contigo —Miré a
mis padres —. En privado.
Salimos al porche de mi pequeño jardín. Tenía que hablar con Claudia
sobre todo lo ocurrido las últimas semanas. Necesitaba su consejo, su punto
de vista. Mientras relataba los hechos, mi preciosa rubia mantenía un
semblante inescrutable. Su mirada y forma de escuchar me hacían abrirme
por completo, pero al hablar de Sira, noté que mis palabras se ahogaban. No
quería una relación con secretos; no con Claudia.
—Y esta noche ha intentado besarme —dije, y cogí aire —. Tengo muy
claro que quiero estar contigo y sé que lo más acertado sería alejarme, pero
no puedo abandonarlas, Clau.
—¿Qué sentiste cuando os reencontrasteis?
—¿Al principio? —Miré al cielo, pensativa —. Rabia, pero después,
lástima…
—Lluvia, tienes que estar con ellas —Acarició mi mano —. Si son
ciertas tus sospechas sobre Sira, tienes que intentar por todos los medios
alejarla de ese hombre.
—Lo sé, pero ¿cómo? Es decir, es una situación muy delicada y conozco
a Sira. Saldrá huyendo si se siente presionada.
—Hablaré con mis abogados —Colocó sus dedos en mi boca cuando fui
a hablar —. Solo para tantear el terreno. Quiero estar preparada, eso es
todo. Tenemos que vigilar sus movimientos de cerca.
—¿Vigilarla?
—Claro, tonta. No voy a dejarte sola en esta situación —Guiñó un ojo.
—No sé cómo puedo agradecértelo —Me abracé a su cuerpo.
—Por favor, Lluvia, no dejes que te bese —Suspiró, nerviosa —. No
soportaría que…
—¡Eh! Eso no pasará, ¿entendido?
Si las tornas cambiarán, no podría soportar que mi Claudia estuviera en
brazos de otra mujer, pero ella es diferente al resto. Comprensiva, como
tantas otras veces, se ofreció a una tarea que sin duda nos pondría a prueba.
Nunca he sido una persona celosa, pero a través de otras mujeres he vivido
cómo los celos, a veces, nos empujan a hacer locuras que nos pueden llegar
a marcar de por vida.
Bien, fuera los malos rollos. Esa noche, era la primera que Claudia sería,
en cierto modo, reconocida por mi familia como pareja estable. Lejos de
querer limitarme a estrecharla en mi pecho, tenía otras intenciones en
mente. Nos despedimos de Enoa antes de entrar en mi dormitorio y claro, el
hormigueo que comencé a sentir en mi entrepierna fue atroz. Claudia tenía
un efecto en mí que no podía controlar. Mi madre entró sin llamar, aunque
la puerta estaba entornada, y me miró arqueando una ceja.
—Lluvia —Me señaló con el dedo. Siempre el mismo gesto autoritario…
—, tu hermana está al otro lado. Haz el favor de controlarte.
—¿Qué insinúas?
—Que no quiero que Enoa vuelva a escucharte…
—Joder, mamá…
Lanzó una sonrisa de aprobación a Claudia y me fulminó con la mirada.
Cerró la puerta tras de sí, pero Claudia la abrió de par en par y comenzó a
desnudarse, lista para meterse entre mis sábanas. Puse los brazos en jarras,
indignada.
—¿Qué haces?
—¿Tú que crees? —susurró —. No voy a hacer nada con tus padres y tu
hermana al otro lado.
—Puffffff —Me llevé las manos a la cabeza, pues Claudia se encontraba
en ropa interior luciendo su espectacular figura —. Es comprensible…
—Por cierto, ¿a cuántas mujeres te has traído a casa?
—No quieras saberlo.
—No sé por qué, pero no me sorprende —Se quitó el sujetador,
mostrando esos pechos tan suaves y apetecibles. Los diminutos lunares de
su cuerpo parecían salpicaduras. Todo un regalo para la vista.
—No me lo vas a poner fácil, ¿verdad?
No me andaré con sutilezas, no a estas alturas. Me acosté con un calentón
insoportable, ¿sabéis por qué? Porque la cabrona se durmió abrazada a mi
espalda y sentí durante toda la noche el roce de sus pezones. Para colmo,
lanzaba pequeños gemidos y en varias ocasiones, se me pasó por la cabeza
calmar el deseo que comenzaba a frustrarme y a ponerme de muy mala
hostia. Fue una noche terriblemente dura…
Capítulo 12 — Descubriendo a Claudia

Cuando abrí los ojos, la calmada respiración de Claudia me enterneció.


¿Cómo era posible que una mujer fuera tan hermosa mientras dormía? La
desperté entre caricias y besos, y por qué negarlo, también la metí mano.
Sus ojos se abrieron y quise morir. No me cansaré de decir lo preciosa que
era la mujer que caminaba a mi lado. Mordí su cara y bajo una fingida
protesta, estiró sus brazos y piernas.
—¿Qué hora es? —preguntó con voz ronca.
—Las cuatro de la madrugada.
—Pero ¿qué diablos te pasa? —Se cubrió la cabeza con la almohada,
perezosa.
Enzo ya se encontraba, como cada día, en el porche tomando su vaso de
leche caliente. Daba igual que hiciese frío o calor, lloviese o granizase, él
siempre daba los buenos días al cielo en manga corta. Sí, Enzo es inmune a
las variaciones climáticas. Siempre que sonreía, me derretía ante tanta
ternura, sobre todo cuando me veía feliz y compartía mi alegría. A través de
mis ojos, Enzo vivía su día a día.
Claudia se encargó de Enoa de forma impecable. La despertó con
tiempo de sobra para que estuviera lista. Peinó sus gruesos y revueltos
cabellos y le hizo dos adorables trencitas, dieron un largo paseo antes de
entrar en el colegio y la invitó a desayunar churros con chocolate. Habían
conectado en poco tiempo y como cualquier niña pequeña en una situación
similar, Claudia se convirtió en la novedad del momento. Tal fue el cariño
que cogió a mi rubia que, cuando abrí la puerta de casa y grité su nombre
para recibir mi ración de mimos después de un rutinario día de trabajo, me
ignoró.
Con los brazos en jarras, observé como Claudia había preparado un rico
plato de pasta para Enoa, que comía con voracidad. Tenía sus libros
perfectamente apilados en una esquina de la mesa, con toda la tarea del día
terminada. Para colmo, la mujer que hacía de canguro se había encargado
de que se diera una ducha antes de comer.
—¿En serio? —Protesté —. Me lleva toda una tarde que realice sus
obligaciones.
—Claudia no me grita, me compra chuches —Enoa, con la boca llena
de tomate, sostenía con fuerza el tenedor —, y hemos hecho una promesa.
—¿Qué promesa?
—Es un secreto…
—Ya veo —Besé a Claudia y señalé a mi hermanita —. Has perdido
muchos puntos conmigo —Di un cachete a Claudia en el culo —. Voy a
darme una ducha.
No sé cómo lo hizo, pero cuando salí del baño, Claudia se encontraba
sentada a los pies de mi cama. Había tenido el detalle de recoger mi
desordenada habitación. Tenía planes para nosotras, unos planes de los que
yo no podría formar parte. Como cada día, tenía la obligación de visitar a
Sira, y si lo requería, cuidar de Vera. Haber accedido a aquella tarea tan
engorrosa, comenzaba a ser un impedimento en mi relación con Claudia,
pero mi dulce novia siempre daba soluciones anticipadas a cualquier
problema que estuviese por llegar.
—Clau, me encantaría pasar la tarde con tus amigas, pero sabes que no
puedo —Decepcionada por tener que alejarme de mi chica tan pronto, me
despanzurré en la cama —. Prometí ayudar en todo lo posible…
—No es necesario, cariño —Colocó su cabeza en mi hombro y se
abrazó a mí —. Vera estará todo el día en el hospital.
—¿Qué?
—Tranquila, todo está bien. Tienen que realizar varias pruebas y me
ofrecí a hacer de taxista —Me miró, tímida —. Tu madre se encargará de
recogerlas cuando salga del puerto.
—Espera, espera, espera… —Me incorporé de un salto y de rodillas
sobre la cama, clavé mi mirada en sus ojos —. ¿Qué tienes que ver tú en
todo esto?
—Bueno, no quiero meterme donde no me llaman, pero hablé con Dalia
y me dijo como llegar a casa de Sira —Se mordió el labio e hizo una
adorable mueca —. Cuando dejé a Enoa en el colegio…
—¡¿Has estado con Sira?! —Sin pretenderlo, grité.
—Solo quería ayudar —Levantó las palmas, tratando de buscar las
palabras adecuadas tras mi sorpresa —. Necesitaba llevar a Vera al hospital,
así que me ofrecí. Lo he organizado todo para que podamos pasar un fin de
semana juntas…
—Claudia, no es tu responsabilidad…
—Pero, prometimos ayudarlas, ¿cierto? —Sus ojazos azules me
miraban con una expresividad que no conseguía comprender —. Quizás me
excedí…
Me lancé a sus labios, no podía ser de otra manera. El corazón de
Claudia rebosaba bondad, pureza, caridad, honestidad… Su única intención
era facilitarme la vida, pero no entendía como una mujer tan excepcional
podía entregarse tanto a mí. Estaba claro que, a mi lado, besándome con
esos suaves y preciosos labios, se encontraba la mujer perfecta.
Había tenido el detalle, no solo de ocuparse de mi familia y mis
responsabilidades, sino de organizar un fin de semana por todo lo alto, pero
sin darme muchos detalles. Lo que sí supe, es que pasaríamos tres
maravillosos días en la ciudad visitando todo tipo de lugares. No eran
muchos los sitios de la capital que no había visitado, a pesar de no saber
orientarme entre sus calles, pero Claudia prometió que me enseñaría
rincones y sitios desconocidos.
Preparé mi maleta, nada del otro mundo; no suelo complicarme mucho
cuando salgo de escapada. Quería dejar a un lado mis tops, mis pantalones
vaqueros y mis botas con plataformas, por lo que decidí que era hora de
vestir acorde con mi acompañante. No tenía mucho fondo de armario, pero
la verdad, es que mi cuerpo no cambió absolutamente en nada desde mi
adolescencia y, por ende, aún conservaba prendas de ropa desde hacía más
de una década. Elegí una minifalda negra con aplicaciones de tachas, una
camiseta elástica color visón y unos botines con tacón.
Cuando Enzo volvió de poner orden en el puerto, abrazó a Claudia con
cariño. Era evidente que había encajado a la perfección en mi peculiar
familia. Como Enoa ya no requería de mis cuidados, puesto que su padre
tomó el relevo, nos fuimos a toda prisa a la gran ciudad. Mi madre se haría
cargo de Vera en compañía de Sira, aunque al parecer, la situación iba
mejorando.
El lugar al que fuimos estaba oculto en una callejuela poco transitada, lo
que agradecí. Por su fachada no parecía tener nada de especial, pero cuando
entramos y vi la pintoresca y llamativa decoración, sonreí, impresionada. El
pub tenía como nombre «El tacón dorado» y por las mujeres, algunas
abrazándose y otras especialmente cariñosas con sus respectivas parejas,
entendí que se trataba de un local lésbico. Nunca había tenido la
oportunidad de visitar ninguno, así que imaginad mi entusiasmo.
El tamaño de la sala era enorme y en lugar de mesas y sillas, había
sillones de color beis con reposabrazos de madera; todo muy estrafalario. El
suelo estaba hecho de tal forma que imitaba ser un enorme espejo, pero sin
dejarse ver por completo cualquier reflejo. La barra y la zona donde servían
bebidas y combinados era lo mejor de todo, pues dos bellezas se movían
con una exquisita soltura.
El local hacía referencia a algunas de las lesbianas y bisexuales más
conocidas, como la tenista Billie Jean King, la pintora y poetisa Frida
Khalo, la cantante de rock Janis Joplis, a la cual admiraba desde mi más
tierna infancia, y otras celebridades como Cara Delevigne, Ellen DeGeneres
o la actriz Anabel Alonso. Admiraba las paredes de madera en tonos
melocotones, donde descansaban dichos retratos, hasta que, uno en
particular, llamó mi atención.
—¿Virginia Wolf era lesbiana? —pregunté, asombrada.
—No hagas caso de todo lo que ves. Se rumoreó durante muchos años
que fue bisexual y mantuvo una relación en secreto con la autora Vila
Sackville-West. Incluso que eliminó pasajes lésbicos de algunos de sus
trabajos, pero nunca se llegó a demostrar, o al menos, eso he leído.
Mientras mis ojos seguían recorriendo la estancia, nos sentamos en un
cómodo sillón. Las camareras que nos atendieron, al margen de ser unas
auténticas bellezas latinas, eran tan simpáticas como agradables. Claudia
decidió por mí y eligió un vino dulzón francés cuyo nombre me niego a
pronunciar. Espumoso y afrutado, aquella bebida no duraría mucho entre
mis manos, a pesar de que mi intención era la de no beber demasiado.
Aquello no fue lo mejor de todo, ya que, en la entrada y acercándose
con la mirada fija en nosotras, se encontraban nada más y nada menos que
Yolanda Otero y Erica Martín; mis dos novelistas lésbicas favoritas.
Literalmente, me quedé atónita, sin palabras, observándolas como una
imbécil, sin saber qué decir para causar una buena impresión. Lo único que
quería hacer era gritar y dar saltos de alegría.
—Clau, no me digas que… —susurré.
—Vi en tu habitación decenas de sus novelas y casualmente, Yolanda y
Erica son dos de mis mejores amigas —Con una preciosa sonrisa, apretó mi
mano.
—Estoy a punto de perder las bragas —Nos pusimos en pie a la vez —.
Mejor dicho, acaban de evaporarse.
Sobra decir que hice el ridículo, como de costumbre. Cuando Claudia
saludó con cariño a Yolanda y Erica, mi reacción fue estirar la mano y
quedarme rígida en el sitio, como si fuera un soldado en presencia de su
superior. Todas se rieron a la vez y mis mejillas no tardaron en tornarse de
un rojo tan intenso, que por un momento creí que dejaría ciegas a las dos
personas que más había admirado desde niña. Dos besos me dieron a
entender que me encontraba con dos mujeres normales y corrientes, aunque
soy de esas que piensan que cualquier famosillo lleva una vida muy
diferente a la nuestra.
La pareja que se encontraba junto a nosotras era encantadora. Entre
ellas se mostraban abiertas y cariñosas. Para mí fue una sorpresa saber qué
mujeres como yo eran felices y se movían por el mundo sin complejos,
inseguridades ni miedos. Compartían su amor de un modo respetuoso y
afectivo, pero sin llamar demasiado la atención. Claro está que, en la
ciudad, todo era mucho más sencillo que en mi pueblo.
Siempre es emocionante conocer gente nueva, al menos para el resto.
Para mí, socializar no era plato de buen gusto, pero últimamente quería
ampliar más mis fronteras y salir de mi zona de confort. La compañía de
Aitana y Renata eran suficiente y no necesitaba a nadie más para
divertirme, pero supongo que, conforme los años van pasando, necesitas
buscar diferentes amistades que cubran otras necesidades. En mi caso, la
literatura, la música rock y el mundillo de las motos siempre han sido mi
gran pasión, pero los gustos de mi círculo social se alejaban demasiado de
los míos.
—Y bien, Lluvia —dijo Yolanda —. Claudia dice que tienes todas
nuestras novelas, ¿es cierto o solo intentas impresionarnos?
—¡Oh, sí! Deberías ver la biblioteca que tiene montada en su habitación
—repuso Claudia, divertida. Empecé a pensar que fue mala idea pedir una
segunda botella de vino.
—Para ser sincera, no —dije —. Pero lo cierto es que admiro mucho
vuestro trabajo —Sonreí —. Sois un encanto y además guapísimas. Siempre
conseguís emocionarme con vuestra escritura.
—¡Vaya, Claudia! —Erica me miraba con una fina sonrisa. Tenía un
rostro dulce y su voz parecía la de una sirena, aun así, intimidaba —. No
nos habías dicho que tu chica era tan dulce.
Agaché la cabeza y me ruboricé. ¿Yo una persona dulce? Ni en broma,
solo quería impresionar a esas dos mujeres y no meter la pata delante de
Claudia, eso es todo. No tardó mucho en vérseme el plumero, pues cuanto
más vino ingería, más escandalosa me volvía. Mi risa tiende a
descontrolarse y aunque es pegadiza, en ocasiones parece un tanto
exagerada.
¿Adivináis qué ocurrió horas más tarde? ¡Exacto! Cuando fui a ponerme
en pie para solicitar una nueva botella de ese delicioso vino francés, sentí
un ligero mareo; ya estaba piripi. Era el momento de intentar serenarse un
poco.
En el servicio de señoras lavé mi cara y me relajé unos minutos antes de
volver. Unas manos rodearon mi cintura y el rostro de Claudia apareció tras
de mí. Nunca había tenido la oportunidad de vernos como pareja, y ante el
espejo, nuestra imagen hizo que las mariposillas de mi estómago
revoloteasen descontroladas. Hacíamos una bonita pareja.
Claudia introdujo sus dedos en mi pelo y los clavó en mi cuero
cabelludo, rascó hacia abajo y tiró con mimo, ladeando mi cuello, sensual y
provocador. Me giré y apoyé mis muñecas en sus hombros. Nuestras
sonrisas dieron pie a un excitante y prolongado beso, demasiado lujurioso
para el lugar donde nos encontrábamos. Nos encerramos en uno de los
cubículos, intentando hacer el menor ruido posible. Las manos de Claudia
estaban desatadas y estrujaba cada parte de mi cuerpo con un deseo
impropio de ella. Controlar mis impulsos en situaciones similares era una
tarea perdida y con Claudia no iba a ser diferente. Subió mi minifalda todo
lo que pudo y acarició mi entrepierna por encima de mi ropa interior.
Cuando quise darme cuenta, tenía las bragas por los tobillos y esperaba
impaciente cualquier contacto físico. La situación resultaba de lo más
excitante y morbosa.
Escuché la puerta abrirse y mis ojos se abrieron como platos. Claudia se
encontraba a punto de salir, mirándome con una sonrisa pícara mientras
meneaba mis bragas en ligeros círculos. Instintivamente, me bajé la falda y
traté de recuperar mi ropa interior, sin éxito.
—Que fácil ha sido… —Guiñó un ojo y cerró la puerta tras de sí.
—¿Qué coño estás haciendo, Claudia? —Salí del cubículo, más
enfurecida por el calentón que tenía que por otra cosa.
—Te las devolveré al final de la noche…
—Joder… —Salió del baño descojonándose de la risa —. ¡Vuelve,
Claudia! ¡No tiene gracia!
No fue ni divertido, ni excitante. Me había dejado con un calentón que
hasta me costaba mantenerme en pie y para colmo, debería tener cuidado de
no hacer ningún movimiento brusco para que no se me vieran mis partes
íntimas. Volví a su lado todo lo rápido que pude. Yolanda y Erica me
miraban con una sonrisilla que no me gustó nada, porque me dio a entender
que estaban metidas en el ajo.
—¡Las tengo! —dijo Claudia, satisfecha.
—No me lo creo —Erica aplaudió, muerta de risa —. Necesitaría ver
una prueba.
—Ya lo pillo… —Nos miramos fijamente —. ¿Es cosa vuestra?
—Es una especie de ritual entre nosotras, Lluvia —intervino Yolanda
con una sonrisilla traviesa —. Todas las que pasan por la cama de Claudia
tienen que entregarnos una prenda interior —Comenzó a reírse a carcajadas.
—Estáis de broma, ¿no?
—¡Venga, Claudia! —Erica comenzó a aplaudir —. Enséñanos una
prueba y oficialmente la consideraremos tu pareja.
—Cómo quieras… —Claudia me miró con las cejas levantadas.
Abrió el puño y fue a mostrar mis bragas, por debajo de la mesa. Un
vuelco al corazón me hizo abalanzarme sobre ella. Durante unos segundos,
bajo las risas de nuestras dos acompañantes, forcejeamos. Los gritos no
tardaron en percatar a los demás y cuando hice fuerza con el peso de mi
cuerpo para recuperar mis bragas, Claudia me soltó y choqué con el sillón.
Se venció hacia atrás, perdí el equilibrio y caí de costado, con los brazos
extendidos y un fuerte golpe en la cabeza que me dejó aturdida.
Abrí los ojos. Claudia se cubría la boca, asustada. Yolanda y Erica se
descojonaban de la risa dando golpes en la mesa y una de las camareras
estaba arrodillada a mi lado. El resto de las personas que disfrutaban de una
relajada tarde, estaban de pie, curiosas por ver quien era la chica que se
había pegado tal castañazo. Me incorporé como pude, tremendamente
avergonzada. Cuando miré a la camarera sentí un ligero mareo y cómo mis
pulmones se cerraron; mis bragas estaban a sus pies. Las recogí y con la
vista en el suelo, me encerré en el baño. Menuda forma de hacer el
ridículo…
—Lluvia —Claudia golpeó la puerta varias veces —. Lo siento. ¡Abre,
por favor!
Con mi ropa interior en su sitio, fui al encuentro de Claudia. Su cara era
un poema y no dudé en aprovecharme de ella y fingir más indignación y
bochorno del que sentía. Si hubiera sido Aitana, la situación sería diferente,
pero no podía enfadarme con Claudia. Mi mente ya estaba maquinando
cómo devolver el golpe. De modo que, puse cara de tristeza y la abracé. Se
disculpó sin cesar, arrepentida por haberme dejado en completo ridículo. Al
menos tuvo la cortesía de dar por finalizada nuestra visita a un lugar del que
me había encaprichado y fuimos a picar algo a un restaurante de sushi un
tanto alejado de donde residía Claudia.
Puede que sea pescadora y disfrute mucho de mi oficio, pero el pescado
no es de mi agrado. Si encima añades que no esté cocinado y lo sirvan con
un arroz insípido, el resultado es irme con el estómago vacío. Reconozco
que soy muy tragona y mi dieta consta en su mayoría de carne. No soy de
esas personas atrevidas a las que les encanta probar cosas nuevas; para mí,
donde esté un filete de ternera con patatas fritas, que se quite lo demás.
La compañía fue más que agradable, eso ni merece ser mencionado,
pero la comida se llevó mi peor nota. Dimos un paseo después de cenar y
acompañamos a las amigas de Claudia de vuelta a su pequeño dúplex
ubicado en una zona residencial. Prometimos volver a vernos, pero sin
sobresaltos.
Al fin llegó el momento en el que me quedé a solas con Claudia. Rumbo
a su ático de lujo, caminamos despreocupadas por las calles y avenidas más
conocidas de la capital. La ciudad era un lugar precioso y lleno de historia.
Había visitado muchas zonas de alterne, pero apenas conocía sus calles,
salvo un sitio en particular.
Cerca de una de las discotecas más famosas del país, cuyas entradas son
casi imposibles de conseguir, se encontraban decenas de puestos y
mercadillos ambulantes. Las pocas veces que visité esa zona de la ciudad en
compañía de Aitana y Renata, pedimos unos burritos de pollo con
guacamole que vendían en un puesto ambulante. Es cierto que la persona al
cargo lucía bastante desaliñada y no parecía precisamente alguien muy
higiénico, pero hacía unos burritos de chuparse los dedos.
—¿Vas a comerte eso, Lluvia? —Claudia miró la delicia que tenía entre
las manos con cara de asco.
—¿Qué quieres? Me estás matando de hambre —Con voracidad, di un
gran mordisco.
—Allá tú, pero no pienso besarte en toda la noche…
Podéis decir lo que queráis, pero la comida basura es una buena manera
de saciarte y quedarte como nueva. Con mi burrito en la mano y con
Claudia a mi lado, caminamos hasta su lujoso ático. Sin pretenderlo, se nos
había hecho tarde, pero no nos importó; teníamos por delante unos
maravillosos días en pareja.
Al entrar, vi todo el esfuerzo que Claudia dedicó a su hogar los últimos
días. Había comprado muebles, electrodomésticos e incluso una pequeña
pecera que descansaba al lado de una televisión de cincuenta pulgadas en el
salón. Todo muy sencillo, pese a que vivía en una de las zonas más
adineradas de la ciudad.
Lo primero que hizo mi atractiva novia fue descalzarse y encerrarse en
su habitación. No soy una persona muy organizada, como ya sabréis, pero
siempre que paso algunos días fuera de casa me gusta colocar mis cremas,
colonias y demás accesorios en el baño. Me hice con un huequito en uno de
los laterales y me aseé todo lo rápido que pude.
Un silbido procedente del pasillo me sobresaltó. Tímidamente, me
asomé desde el baño y al otro lado, abrazada al cerco de la puerta con el
trasero ligeramente en pompa, Claudia acariciaba su abdomen. Su larga
melena alborotada hacia delante resaltaba sobre su coqueto picardías de
raso negro con transparencias. Una imagen de lo más estimulante.
Atraída por la mujer que conseguía sacar a la luz mi lado más primitivo
y sexual, fui desnudándome por el camino, sin importar en qué parte caía
mi vestimenta. Aspiré el olor que emanaba su cabello, afrutado y
embriagador. Me enredé en sus labios y nuestras lenguas comenzaron a
bailar sin control, pero con una sincronización perfecta. Su forma de besar
era distinta; más acelerada, más ansiosa… Se dejó caer en la cama, con la
risita traviesa que siempre me volvía loca. Me desprendí del sujetador y me
subí encima de su abdomen.
La suavidad de su conjunto de lencería era, como poco, excitante, pero
mis manos necesitaban tocar la desnudez de su piel. Tratando de no romper
las finas costuras de su delicado picardías, tiré hasta que sus redondos
pechos se descubrieron. Acaricié su cuerpo y recibí lo mismo por su parte.
Lancé de nuevo mi boca a la suya y el roce de nuestros pezones fue una
sensación que elevó mi excitación al máximo. Sus manos perdieron sutileza
y giró mi cuerpo para tomar el control. Apartó su boca y me miró fijamente,
con los ojos entrecerrados y una agitada respiración. Sonreí al darme cuenta
del efecto que mis caricias tenían sobre ella.
Después de deleitarnos con decenas de besos, caricias y algún roce
casual en otras partes más íntimas, Claudia tiró de mis manos para ponerme
de rodillas. Cuando quise darme cuenta, estaba con el trastero en pompa, a
su merced. Con habilidad, me desprendió de mis bragas y besó mis glúteos.
Un mordisco, juguetón, me hizo soltar una carcajada que se ahogó en un
gemido al sentir sus dedos en mi interior. Dejé caer mi cuerpo, dejándome
hacer. Me penetraba a un marcado ritmo que hizo aumentar la frecuencia de
mis gemidos. Noté su entrepierna en uno de mis glúteos. No dudó en
frotarse contra mí, mientras su resbaladizo sexo se movía con una fuerte
presión en busca de un contacto más directo.
Imaginarme con total nitidez a Claudia dominándome de una forma
desconocida, aumentó mi excitación de tal manera, que parecía que mi
corazón iba a salir disparado por mi boca. Mi vista se enfocaba al frente, ya
que la postura que me obligó a adoptar me tenía sometida por completo. Un
azote fue lo suficientemente estimulante para gritar de placer, apretar las
sábanas con todas mis fuerzas y sentir como mi cuerpo se liberaba de la
excitación acumulada.
Cuando recobré la compostura, Claudia estaba de rodillas, jadeando,
tratando de dominar su respiración. Nos enfrentamos en una lucha sobre
quién tomaría la iniciativa en el segundo asalto, pero la nueva Claudia que
acababa de descubrir volvió a someterme. Su lengua recorrió mi cuello
antes de dejar que me tumbara en la cama. Abrió mis piernas y se deleitó
con mi sexo el tiempo suficiente para caer rendida y satisfecha en sus
brazos.
Susurró mi nombre y llevó mis manos a su sexo. Tumbada de costado,
exploraba su interior mientras se retorcía, gimiendo ante el placer que mis
habilidades la otorgaban. Mordía su labio y se tocaba los pechos,
estimulando sus pezones. Cuando sentí que estaba a punto, froté su clítoris
con rapidez mientras mis dedos accedieron a su interior. Gritó mi nombre,
con los ojos cerrados, y relajó su cuerpo estirando las piernas. La miraba
embelesada, como si fuera la misma diosa del amor. No sé por qué, pero
comenzó a reírse a carcajadas, cubriéndose con la almohada. Divertida, se
abalanzó de nuevo a mí y dejó caer el peso de su cuerpo.
Entonces, llegó la mirada más dulce que había visto. Sus ojos, algo
vidriosos, observaban cada detalle de mi rostro. Se dedicó a juguetear con
mi pelo, tratando de memorizar cada detalle. Mordió mi labio y lo lamió,
solo para lanzar una tímida risita. En su rostro se desdibujó su particular
alegría y lanzó un prolongado suspiro.
—Te quiero, Lluvia… —susurró.
La abracé tan fuerte que creí que nuestras costillas se romperían. Escuché
un sollozo por su parte y el inevitable llanto que emergió de un nudo en mi
garganta, explotó. Cogí su cara con mis manos y vi la mirada más sincera
que había visto nunca.
—Te quiero…
Recuerdo esa noche como un nuevo descubrimiento para mí, ya que
Claudia, no era la mujer recatada y sumisa que en un principio supuse. Era
fogosidad en estado puro; una amante que sin duda iba a terminar por
enseñarme el verdadero placer del sexo y el amor.

Aún estaba desnuda cuando un ligero, pero insistente meneo, me


despertó. Los besos de Claudia subieron por mi hombro y con su dedo
corazón, rozó mi frente hasta llegar a la barbilla. Me ofreció un camisón
rosa y me guio hasta la terraza, donde había preparado un elaborado
desayuno. El olor a tostadas con mantequilla, fruta y café caliente despertó
mi apetito. Me ofreció un asiento y a mi lado, mi dulce novia apoyó sus
piernas encima de mis muslos. Aún era de noche y la brisa de verano nos
regaló una maravillosa temperatura.
—Eres perfecta… —dije, ruborizada por la atención que recibía.
—No es para tanto —Bebió de su taza de café, acariciándome con sus
pies —. Elegí vivir aquí porque adoro ver el amanecer. Desde este concreto
lugar, siempre que puedo, tengo el privilegio de ver el inicio de un nuevo
día.
Pronto comencé a devorar con un hambre feroz. Necesitaba energías
después de tanto sexo. Claudia no probó bocado, salvo su café. Comía
como un pajarito, incluso había días que se saltaba las comidas. En muchos
aspectos, sobre todo en la alimentación, éramos muy distintas. Ella
controlaba cada caloría que ingería mientras que yo comía a deshoras sin
seguir ningún régimen específico.
Saciada por completo y sentada en mi asiento con el cuerpo de Claudia
encima, el sol comenzó a chocar con los edificios de la ciudad, bañándolos
con una intensa luz amarilla, roja y naranja. Hasta ese día, fue el momento
más romántico de mi vida. Tras nuestro primer «te quiero», todo cambió.
Confirmé que Claudia era el amor de mi vida, un amor que crecía dentro de
mi pecho desorbitadamente. Cada rocé de mi piel con la suya, era una
conexión que reforzaba nuestro cariño. Una sensación muy extraña, pues,
aunque había estado con decenas de mujeres a lo largo de mi vida,
desconocía los misterios del amor. Lo poco que obtuve de un
enamoramiento, fue el desgarro que Sira dejó en mi corazón. Enamorarme
nunca fue una opción para mí, pero Claudia apareció para dar un giro de
ciento ochenta grados a mi vida.
Sobra decir que Claudia no me dejó volver a la cama; tenía otros planes
más interesantes, como, por ejemplo, hacer el amor por cada rincón de su
ático. Era una mujer que quería comerse el mundo, que irradiaba energía y
alegría por cada poro de su piel. Una forma de ser de la que me estaba
contagiando sin ser consciente. Amaba pequeñas cosas que, para el resto,
nos resultan insignificantes y a menudo, sonreía sin motivo alguno. En una
ocasión, dijo que hay que agradecer a la vida el simple hecho de poder
respirar, que caminamos en este mundo por una o varias razones y que hay
que estar especialmente atentos a las pequeñas señales de la vida. Su
espiritualidad me recordaba en exceso a mi querido Enzo.
Ese sábado, después de estar encerradas todo el día en su hogar, me llevó
a un lugar muy especial. En un precioso mirador con vistas a toda la ciudad,
cenamos en un pintoresco jardín botánico. En lugar de mesas y sillas,
disponían de camas balinesas decoradas en tonos salmón y ocre. Teníamos
cierta privacidad, pues unos mástiles de color caoba nos cubrían con una
fina tela rosa. Unos farolillos, con un diseño un tanto medieval, adornaban
el centro de una mesa redonda, otorgando una luz tenue que sombreaba los
platos y copas de vino, reflejando así nuestros movimientos en la fina tela
que se mecía con la ligera brisa del atardecer.
—¿Crees que siempre será así, Lluvia? —preguntó después de degustar
un trago de su copa de vino —. Es decir, lo que siento por ti es único y
maravilloso. Quiero guardar este sentimiento en mi corazón por siempre.
—¿Tienes miedo?
—A veces, sí.
—No me digas más —Busqué su mano por debajo de la mesa —.
Alguien rompió tu corazón, ¿verdad? Por eso, te sientes insegura.
—Nunca he tenido el privilegio de enamorarme, hasta que te conocí.
—¿Entonces?
—Me crie en un entorno lleno de peleas, gritos y maldad. Mis padres
eran personas llenas de odio que nunca me prestaron la atención que
necesité —Miraba fijamente al farolillo, lo que hacía que el azul de sus ojos
se intensificase —. Cuando era una niña, me marché de casa y desde
entonces, no sé nada de ellos. Mi tío me acogió y me ayudó a cumplir mis
sueños…
Todos tenemos nuestros traumas, alguna época que nos marca de por vida
y no conseguimos olvidar. Claudia no era la excepción. Puede que fuera una
mujer alegre, responsable y se hubiera labrado un buen futuro a base de
esfuerzo y sacrificio, pero aquella noche, una de las más especiales, pude
ver a una Claudia insegura y llena de temor.
Nos marchamos a casa a medianoche, cuando nuestros bostezos y ojos
cansados nos advirtieron de que era hora de descansar. Entre sus brazos, caí
presa del agotamiento, aún sin poder creerme los maravillosos días a su
lado.

Al despertar, me encontré sola. La tenue luz de la madrugada se colaba


por los diminutos agujeros de la persiana y al otro lado del ático, se
escuchaba el sonido del abrir y cerrar de unos cajones. Suponiendo que
Claudia se encontraba organizando sus cosas, fui de puntillas, tratando de
sorprenderla. Se encontraba de rodillas en el suelo, examinando lo que
parecían ser unas facturas impagadas.
—¿Todo en orden? —pregunté, colocándome a su lado.
—Sí, sí —Sonrió, falsa —. Soy un desastre y a veces olvido el plazo de
los pagos.
Sin permiso, examiné una factura impagada por un elevado importe, más
dinero del que yo ganaría en un año con mi oficio. Lo curioso de todo, es
que, según los extractos de su cuenta bancaria, tenía ingresos suficientes
para llevar una vida de lujos sin mover un dedo. Al parecer, su carrera como
actriz no era lo único de lo que se beneficiaba, pues como modelo recibía
grandes sumas de dinero.
—Quizás te excediste al comprar esta casa en un barrio tan adinerado…
—No tengo propiedades, Lluvia —La miré, confusa —. Todo lo que ves
es alquilado o a través de préstamos…
—No lo entiendo. Creía que económicamente te iba más que bien.
—Ya… —Suspiró —. Vístete, te enseñaré algo.
Mis planes para esa mañana hubieran sido enredarme entre sus piernas,
pero en su lugar, fuimos a uno de los barrios más pobres y peligrosos de la
ciudad. Un sitio en el que sin duda no pasábamos desapercibidas, en
especial, la hermosa actriz que caminaba a mi lado. La callejuela en la que
nos adentramos hizo frenar la marcha de mis pasos. Dos hombres con pintas
de no estar haciendo nada bueno, trapicheaban apoyados en una farola,
atentos a nuestros andares. Claudia se detuvo en un viejo edificio, cuya
fachada se caía prácticamente a pedazos. Subimos un par de pisos a pie, ya
que el ascensor estaba averiado.
En la segunda planta, en un piso al fondo, Claudia golpeó la puerta con
insistencia. El hombre que nos recibió se tiró a sus brazos y le faltó poco
para echarse a llorar. Hablaban entre susurros mientras que yo, tímida y sin
saber dónde me encontraba, me mantenía a una distancia prudente. Ambos
me invitaron a entrar y respiré tranquila al saber, que el interior de aquel
piso estaba en perfectas condiciones.
Claudia no tardó en desaparecer entre los ruidos y chillidos de unos niños
al otro lado, en una amplia habitación. El hombre me miró con ternura, pero
en sus ojos se dibujaba una curiosidad persistente. Nos sentamos en un
desgastado, pero cómodo sofá. Cruzó las piernas, pero seguía sin dirigirme
la palabra.
—Esto… Me llamo Lluvia.
—Es un placer conocerte —Me estrechó la mano —. Claudia me ha
hablado mucho de ti. Soy Bruno.
—¿Qué es este sitio?
—Un lugar que alberga nuevas oportunidades y esperanzas. Deberías
sentirte afortunada, Claudia nunca ha traído visitas a este lugar.
—¡Lluvia! ¿Puedes venir un segundo? —gritó Claudia.
Bruno, con un gesto de cabeza y sin dejar de mirarme fijamente a los
ojos, indicó con amabilidad que fuera al otro lado de la casa. Claudia se
encontraba abrazando a un grupo de niños, mientras tres niñas correteaban a
su alrededor, ansiosas por recibir su atención. Una de ellas, la más pequeña
y traviesa de todas, tiró de mi camiseta varias veces y me miró, con cierto
enfado.
—¿Quién eres tú? —dijo con voz de pito.
—¡Gabriela! —Claudia apretó los labios —. Sé educada.
—Perdón…
—Id a jugar, enseguida estaré con vosotros.
Los niños corrieron como pequeños demonios hasta una de las
habitaciones, donde se encerraron entre gritos y risas. Claudia me abrazó
por la cintura y miró a su alrededor. La estancia donde nos encontrábamos
estaba llena de libros, cuentos y pinturas. Se respiraba amor entre las cuatro
paredes, pero lo que más llamó mi atención, fueron las decenas de
fotografías de Claudia rodeada de niños en un pintoresco mural de colores.
—¿Qué es todo esto?
—Estos pequeños necesitan un hogar, Lluvia —Me miró, con una sonrisa
de auténtica felicidad —. Necesitan educación, alimentos y amor. La
mayoría vienen de familias desestructuradas. Otros han sufrido maltrato o
han sido abandonados a su suerte. Bruno y yo nos encargamos de que
tengan un futuro.
—¿Trabajas en una casa de acogida?
—Podría decirse que sí. Mi tío Bruno montó todo esto hace años, pero las
subvenciones dejaron de llegar y las licencias se irán al traste si no se
cumplen los requisitos y acondicionamientos necesarios —Se sentó en el
suelo y dio un par de palmaditas a su lado para que la acompañara —. He
invertido todos los ahorros de mi vida en una propiedad a las afueras. Si
todo sale según lo planeado, en unos meses estos niños tendrán un lugar
mejor y podremos contratar personal cualificado. Es mi proyecto más
ambicioso…
—¿Por eso estás sin blanca?
—Sí, pero me recuperaré. Ellos… —Miró al suelo, cabizbaja —. No
tienen a nadie, Lluvia —Agitó la cabeza y sonrió.
—Clau, es el gesto más bonito que he visto nunca —Acaricié sus
mejillas.
Fue un momento tan emotivo, que estuve a punto de llorar como un bebé.
No solo las buenas acciones de Claudia, sino ver cómo para esos niños, ella
era una diosa, su salvadora. No dudó en renunciar a una vida de lujos por
ofrecer un techo y un plato de comida caliente a niños que lo necesitaban,
sino que, para ella, era su razón de existir.
Los niños, algunos problemáticos y otros no, tenían lo básico para
sobrevivir, más de lo que habían tenido nunca. Claudia dijo que jamás
tiraba la toalla con ninguno de ellos. Ella pasó su adolescencia en aquella
casa, rodeada de niños, y supo, desde el primer día, que aquel lugar salvó su
vida. Se dedicó por completo a su cuidado y su carrera, omitiendo todo lo
demás, centrándose en sus objetivos con una envidiable persistencia.
La familiaridad de Bruno y Claudia con aquellos renacuajos era magistral
y no tardé en dejarme envolver por ellos. Pasamos una agradable mañana
donde conocí en profundidad a mi atractiva novia.
Como último día a su lado, nos dedicamos a querernos en la intimidad de
su casa, pedir comida basura y beber vino hasta caer agotadas. Nunca me
acostumbraré a ver a una persona conformarse con un par de bocados para
pasar al día, aunque gracias a eso, me podía cebar como una cerda.
En su acogedor salón, con una caja de pizza vacía y una botella de vino,
brindamos por nosotras. Habíamos colocado una manta en el suelo y
despanzurradas, hablábamos de todo un poco, en especial, de ella. Había
recorrido tantos lugares en el mundo, que resultaba imposible memorizarlos
todos, por lo que su vida estaba llena de historias interesantes. Pero Claudia
estaba a punto de hacerme una proposición que, desde luego, no estaba
dispuesta a rechazar.
—En unas semanas me marcharé a Italia una temporada —dijo,
mordiéndose los mofletes y con una voz un tanto cómica —.
Comenzaremos a rodar una película que podría darme el empujón que
necesito.
—¿En serio? —pregunté, curiosa —. ¿De qué se trata?
—Es secreto profesional —Carcajeó —. Me gustaría que vinieras
conmigo.
—¿Cuánto tiempo?
—Tres meses, probablemente, algo más —Agachó la mirada,
avergonzada —. Sé que es mucho tiempo y que no puedes dejar tus
obligaciones de un día para otro. Además, Sira y Vera te necesitan, pero…
—Se calló.
—Sí —susurré —. Iré contigo…
El beso que recibí por su parte me dejó sin aliento. No me cansaré de
decir que sus besos eran una droga. Siempre que sus labios conectaban con
los míos, sentía un vértigo en el estómago que no podía controlar.
Reconozco que era la única mujer con la que no conseguía controlar mis
impulsos y despertó en mí un aumento de mi deseo sexual. Nunca estaba
del todo satisfecha y a menudo mis pensamientos se basaban en el sexo.
Imagino que cuando conectas a la perfección con alguien sientes la
necesidad de unirte a la otra persona a cualquier hora.
Eso ocurría cuando nuestras bocas se fusionaban en un eterno beso.
Cuando quise darme cuenta, mi boca saboreaba su sexo, lentamente,
deleitándome con su embriagador sabor. Saber que causaba en ella un
orgasmo satisfactorio, me otorgaba una excitación increíble. No era capaz
de controlar mis impulsos, pero Claudia disfrutaba haciéndose de rogar. Sus
manos rozaban cada parte de mi cuerpo, solo con la idea de estimularme
aún más.
Cuando se puso en pie y tiró de mi mano hasta su dormitorio, creía que
me desmayaría antes de llegar. Ver el movimiento de su perfecto y desnudo
trasero, aumentaba la intensidad de mi respiración, y el ardor que sentía en
mi entrepierna era insoportable. Lo que más disfrutaba de la faceta oculta
de Claudia, era su forma de dominarme y ser, en cierto modo, brusca
conmigo. Me lanzó contra la cama y ahí empezó mi sumisión. Ansiosa por
averiguar su próximo movimiento, barajé la idea de comenzar sin ella, pero
no duraría mucho en mi estado.
Abrió su armario y rebuscó en el interior. Quedé sin aliento cuando se
colocó un arnés con un dildo de un tamaño considerable. Mis ojos fijaron la
vista en el juguete que se fue acercando poco a poco. Claudia se subió
encima de mí y no pude evitar acariciar el añadido que no tardó en
penetrarme. Entró en mi resbaladizo y brillante sexo con soltura, mientras
que yo, aún impactada y excitada a niveles inimaginables, clavaba las uñas
en su espalda. La sensación de suavidad y la coordinación de sus
movimientos de caderas fueron tales, que no tardé en comenzar a gemir,
desinhibiéndome por completo. Sus embestidas aumentaron con vigor, con
una maestría que me hizo perderme en un placer que desconocía que era
capaz de concebir. Me sentía vulnerable, sumisa, manejable…
Sentí innumerables orgasmos entre sus manos, sensaciones exquisitas
que me transportaban a un mundo nuevo. Al sentir como sus movimientos
se ralentizaron y vi en su rostro el agotamiento que comenzaba a sufrir, la di
la vuelta y me subí encima, dejándome caer con brusquedad sobre aquel
excitante juguete. Cabalgué con todas mis fuerzas; no podía dejar de
experimentar la necesidad de sentir las múltiples sensaciones que me
dejaban sin aliento. Tras cada orgasmo, me perdía en sus preciosos ojos
azules, mientras sus manos exploraban mi torso con deseo.
Cuando mis caderas comenzaron a arder y mi cuerpo no pudo continuar,
caí sobre sus suaves y apetecibles pechos. Sudorosa, agotada y con el
corazón a punto de estallar, sonreía como una imbécil ante tal excitante
encuentro. Besé sus labios por última vez; literalmente, no podía mover ni
un solo músculo de mi cuerpo. Como era de esperar en mi dulce y atenta
novia, me cubrió de caricias hasta que todo se volvió oscuro y me embarqué
en un profundo sueño.
Al día siguiente, me desperté antes del amanecer y observé con todo el
cariño de mi corazón, como Claudia descansaba en mis brazos. Sentir su
respiración y su piel desnuda contra la mía me proporcionaron una euforia
incontrolable. Ya era tarde, me había enamorado perdidamente de Claudia.
Me resultó triste cuando nos despedimos entre caricias y besos en las
puertas de mi casa. Desde ese día, no podía vivir sin ella. Habíamos
conectado de la mejor forma posible. Ahora, nuestro amor, se había
convertido en un estado permanente de felicidad, deseo y cariño. Un
sentimiento que atesoré en mi corazón hasta el fin de mis días.
Capítulo 13 — Venganza

Lo normal en mí, es sentirme eufórica cuando suena mi toque de queda.


No es que no adore mi trabajo, ni mucho menos, pero en ocasiones mi
oficio consigue saturarme. Hay días en los que la rutina puede conmigo,
supongo que como la gran mayoría. Y todo hay que decirlo, desde que
Claudia terminó de engatusarme, buscaba cualquier momento del día para
contactar con ella.
Caminé esquivando a mis compañeras de trabajo, aunque teníamos un
trato cordial y respetuoso. Mi taquilla estaba en la primera planta, cerca del
despacho de mi madre. Hace años, cuando todas descubrieron quién era en
realidad, pronto llegaron las peleas, los insultos y las novatadas. No todo
tenía que ver con mi orientación sexual y sus comentarios homófobos entre
cuchicheos; era la única mujer pescadora, lo que, en cierto modo, me
convertía en su superior. Lo más curioso de todo, es que los demás
pescadores me trataban como si fuera una más. El único problema eran las
mujeres que se encargaban de la zona de carga y descarga y del papeleo en
el puerto.
En un intento porque no fuera un paso más allá y mis acciones no me
llevaran a un despido inmediato, Enzo ordenó que tuviera el menor contacto
posible con ellas. Y así, de esa forma, terminé por tener una pequeña
habitación para mí sola. Decorada a mi gusto, también era mi lugar de
descanso y a veces recurría a ese espacio cuando quería escapar de la
compañía de los demás.
Dejé mi ropa de trabajo en el fondo de mi taquilla, me aseé y estiré mi
espalda con esmero. Saqué de mi mochila de cuero ropa de cambio, pero mi
atención se centraba en una mujer en particular que ocupaba la mayor parte
de mis pensamientos. Escuchaba el ajetreo de mis compañeras y los gritos
de los demás pescadores cuando un ligero y casi imperceptible golpe en la
puerta, me alejó de mi momento de distracción.
Sentí su perfume incluso antes de abrir la puerta y susurré una barbaridad
cuando vi su modelito. Si bien sus ojos, azulados y brillantes siempre
conseguían dejarme embobada, mi mirada fue directa a su escote cuando
entró y cerró la puerta con suavidad. Su fino vestido floral, corto, escotado
y sin dejar mucho a la imaginación, me dejó con la boca seca.
—Clau…
—¡Vaya! —Sus brazos me rodearon y respiró cerca de mis labios —.
Menudo recibimiento, aunque tu lencería deja mucho que desear.
—¿Qué haces aquí? —Fui a besarla, pero me rechazó, juguetona.
—Quería verte… —Peinó mi alborotada melena con su mano varias
veces —. Tengo un compromiso fuera de la ciudad y estaremos días sin
vernos…
—Lo siento, pero tengo que cuidar de Enoa. No dispongo de mucho
tiempo y llego tarde.
—Con un beso me conformo…
—¿Solo un beso? —Mis dedos se deslizaron por sus muslos, rebeldes e
incontrolables.
—¡Lluvia! —Lanzó una carcajada y me dio un manotazo en la mano.
Sonreí con picardía y coloqué una silla de metal contra la puerta. Claudia
puso los ojos en blanco y cubrió la risa que asomaba de sus labios. Miré sus
ojos y agarré la falda de su vestido con las dos manos. Mordí su mentón y
cuando quiso reaccionar, tiré hacia arriba y la desnudé. La estampé contra
mi taquilla y arqueó la espalda. Agarré su cara con una mano y devoré sus
labios como si me fuera la vida en ello. La despojé de su sujetador y admiré
su cuerpo unos segundos antes de continuar. Introduje la mano en su sexo,
por debajo de su coqueto y fino tanga. Escuchar los murmullos de mis
compañeros al otro lado, aumentó mi deseo. Aún desconozco lo que me
llevó a ser tan impulsiva, pero el cuerpo de mi rubia provocaba en mí un
subidón sexual constante en busca de nuevas y excitantes experiencias.
Frotaba su entrepierna con rapidez mientras mi lengua navegaba por sus
pechos. Claudia tapó su boca, tratando de mantener el silencio, pero sus
ojos de excitación y confusión me llevaron a un estado de lujuria sin
control. Agarré su rostro, con fuerza, y aumenté la marcha de mis
movimientos. Nuestros ojos conectaron; una mirada que sacaba mi lado
más animal.
—Lluvia… —susurró, jadeante.
—Quiero ver cómo te corres…
Sus ojos se pusieron en blanco y sentí en mis dedos las contracciones de
su vagina. Se relajó sobre mi cuerpo, con el corazón a punto de salir de su
pecho. Bajé mis bragas un palmo para liberar mi sexo y cuando sentí sus
dedos bajar por mi monte de venus, me preparé para recibir el placer que se
había vuelto imprescindible; no aguantaría mucho dada la situación.
—¿Lluvia? —la voz de mi madre se escuchó al otro lado de la puerta y
ambas palidecimos.
—Mierda… —susurré —. ¡Salgo en un minuto!
—¿Por qué te encierras? ¡Sal inmediatamente! Llegas tarde a recoger a
Enoa.
—¡Qué sí!
El vestido de Claudia se había enganchado en la esquina de mi taquilla y
trataba, con rapidez y nerviosismo, de hacerse con él. Me vestí a toda prisa
y traté de ayudarla cuando una idea, retorcida y vengativa vino a mi mente
por sorpresa.
—Qué vergüenza, Lluvia —susurró Claudia, una vez que liberó su
vestido. Dio varias vueltas sobre sí misma —. ¿Dónde está mi ropa interior?
—Me miró y se le cayó la boca al suelo —. No, Lluvia…
—La próxima vez, rubia, piénsatelo dos veces —Sonreí, con mi mochila
de cuero al hombro y su tanga y sujetador en el interior.
—¡Lluvia! —susurró, apretando los puños, sonrojada y sofocada —.
Tengo una reunión muy importante y… —Se calló y me miró con ojitos de
cordero degollado.
Su cara de angustia me provocó una carcajada. Claudia no sabía dónde
meterse. Retiré la silla que apalancaba la puerta y salí descojonándome de
la risa. Jamás pensé que sería tan fácil llevar a cabo mi venganza y aún no
había olvidado el día en el que terminé, por su culpa, tumbada en el suelo y
sin bragas.
Mi madre me miraba a pocos metros de distancia, apretando los labios y
dando fuertes golpes en el suelo con la punta de su pie derecho. Aún seguía
riéndome, imaginándome a Claudia vistiéndose a toda prisa con un vestido
en el que se le transparentaría todo.
—¿Con quién hablabas, Lluvia? —Resopló —. He oído la voz de otra
mujer dentro…
—Es Claudia —Cerré los ojos, tratando de tomarme la situación en serio,
pero no era capaz de controlar mi risa.
—¡Estás en el trabajo! —Alzó la mano al aire y respiró tratando de
calmarse —. ¿Dónde demonios tienes la cabeza?
—¡Anda! —Miré mi reloj de pulsera —. ¡Qué tarde! —Besé su mejilla y
comencé a caminar —. Tengo que recoger a mi adorable hermanita. ¡Te
quiero!
—¡Vuelve a aquí!
Corrí despavorida hasta la entrada y monté en mi moto. Antes de arrancar
con el propósito de recoger a mi hermanita del colegio tuve que controlar
mi respiración y tratar de desviar mi atención de los pensamientos
calenturientos que atravesaban mi mente.
Fue divertido y sí, sé lo que estáis pensando; soy rencorosa hasta la
médula. Las risas se esfumaron cuando, al presentarme en el colegio, Enoa
me esperaba enfurruñada después de media hora de retraso, pero lo peor fue
la bronca que me cayó por parte de mis padres. Incluso me amenazaron con
abrirme un expediente disciplinario. ¿Os lo podéis creer?
Al menos, conseguí que el día no fuera tan rutinario como de costumbre,
claro que, al llegar el relevo de mis padres, tuve que volver a casa de Sira,
como cada día. La situación se volvía más incómoda a cada minuto, pues,
aunque manteníamos una cordialidad basada en el respeto y la educación, la
tensión podía cortarse con un cuchillo. Y no es que tanto Sira como Vera
mantuvieran una postura ausente, más bien todo lo contrario. Algo en mi
interior me decía a gritos que aquel no era mi lugar, que si seguía cerca de
ella, podrían salir a la luz sentimientos no deseados.
Bañar a Vera era todo un reto dada la gravedad de sus heridas, pero en
cierto modo tenía su gracia. Protestaba constantemente, más por su forma
de ser que por su estado, y luchábamos porque no se levantara por su propio
pie. Aún seguía ida por lo ocurrido y a menudo balbuceaba palabras sin
sentido. Vera era insufrible y desesperante en todos los sentidos.
Reconozco que estar cerca de Sira era confuso, a la par que cargante. Sus
constantes acercamientos con el único fin de que nuestro contacto físico se
diera lugar por casualidad comenzaban a desesperarme. Por no decir, que
sus ojos me buscaban con una marcada tristeza que no lograba comprender.
Desconocía si sus acciones eran debido al sufrimiento al que estaba
sometida o sí en realidad sus intenciones eran otras.
—Márchate, Lluvia —dijo Sira, entregándome mi mochila de cuero —.
Es tarde y ya has hecho suficiente por hoy.
—¿Estás segura?
—Sí, puedo apañármelas —Frotó sus ojos y respiró en profundidad—.
Además, estarás deseando llegar a casa para pasar la noche enganchada al
ordenador —Sonrió.
—Hace mucho que no pierdo el tiempo con videojuegos —Me coloqué la
mochila al hombro.
—¿En serio? —Se acercó demasiado, tanto que sentí el calor que
irradiaba su piel. Disimuladamente, retrocedí —. ¿Por qué? —No contesté
—. Estás tan cambiada…
—Sira, ya no soy una niña —Lancé un suspiro —. Diez años es mucho
tiempo… —Su mirada se apagó y sentí una oleada de tristeza —. Buenas
noches…
Instintivamente, había ocasiones en las que me ponía a la defensiva ante
sus palabras. Puede que intentara, de manera inconsciente, mantener cierta
distancia entre nosotras, o quizás fuera el que cualquier atisbo de intimar
con ella lo viera como una falta de respeto hacia Claudia. De cualquier
forma, trataba de adaptarme a la situación y a los nuevos cambios que mi
vida había dado de forma repentina. Lo único que deseaba por encima de
todo, era volver a mis días de locura, donde mi mayor preocupación eran
mis noches de fiesta, la mirada azulada de Claudia y los problemas
cotidianos tanto con mi familia como con mis amigas.
Mordí los mofletes de Enoa al llegar a casa, pero ignoré por completo a
mis padres. Aún seguían con un cabreo monumental, por lo que me encerré
en el baño dispuesta a darme una buena sesión de relajación, en todos los
sentidos.
Eché el pestillo, me desnudé y me preparé un baño por todo lo alto, de
esos en los que la espuma desborda por la bañera y el olor de las sales de
baño inundan toda la estancia. Con una ligera música de fondo y sumergida
en unas cálidas y espumosas aguas que me hicieron lanzar un suspiro de
placer, masajeé mis sienes tratando de liberar la tensión de mis
pensamientos.
Mi teléfono móvil sonó y no pude evitar descojonarme al ver el nombre
de Claudia en el panel táctil. Tardé en contestar, simplemente por hacerme
de rogar. Descolgué, tapándome la boca para que mi risa no fuera lo
primero que escuchase.
—Eres muy graciosa, ¿lo sabías? —dijo en un tono de guasa que me hizo
estallar en una exagerada carcajada.
—Supongo que ahora estamos en paz —Cerré los ojos y lancé un
pronunciado bostezo, dejando que mis brazos flotaran entre las burbujas.
—¿Un día duro?
—Ni te lo imaginas, Vera es insufrible. Así que he pensado en dedicarme
unos minutos para mí —Mis dedos comenzaron a hacer círculos en mi
vientre —. Justo ahora, pensaba en ti.
—¿De verdad? —el tono meloso de su voz me estremeció —. ¿En qué
exactamente?
—En las ganas que tengo de sentirte… —Mordí mi labio e imaginé con
total nitidez la imagen de su desnudo cuerpo —. Necesito tu calor en mi
piel…
—Conecta el altavoz, ahora yo controlo tus manos, Lluvia —susurró —.
Quiero tocarte, de la misma manera que lo haría si estuvieras ante mí.
—Claudia… —susurré, repentinamente excitada y dejando el teléfono
móvil a un lado con cuidado de que no se hundiera en la bañera.
—Acaricia tu cuerpo, amor mío, quiero sentirlo. Sube tus dedos hasta tu
cuello e imagina que soy yo quien te toca… —Jadeó, solo para estimularme
—. Ábrete para mí y baja tus manos, muy lentamente…
Apoyé las piernas en los bordes de la bañera, todo lo que daba de sí el
reducido espacio. Mis manos bajaron con cautela por mi cuello y rocé mis
clavículas, susurrando su nombre y meneándome ligeramente. Lamí mis
labios, como cuando estábamos a punto de besarnos.
—Despacio, no te precipites…
Me entretuve con mis erectos pezones, escuchando al otro lado de la
línea leves suspiros que me otorgaban un estímulo incontrolable. Pellizqué
uno de ellos y gemí. Seguí bajo las órdenes de Claudia, acariciando mi
abdomen hasta apretar mis muslos y retorcerme de lujuria. Estaba tan
caliente que la temperatura de mi cuerpo aumentó drásticamente.
—Roza tus labios… —el sonido de su sensual voz me transportó a una
situación de lo más erótica —. Entra dentro de ti, tócate para mí. Quiero
sentirte, cariño…
Mis dedos entraron en mi interior de forma violenta. Acaricié mi clítoris
con lentitud, a la vez que me dejaba llevar por todos los placeres que podía
percibir. Creyendo por completo que mi cuerpo estaba siendo manipulado
por Claudia, me masturbaba en la soledad de mi baño.
—Sigue, no pares… ¿Te gusta cómo te follo?
—Joder, Claudia… No sigas…
—Aguanta, amor mío. Resiste todo lo que puedas…
Recuerdo el ardor de mi cuerpo. Las sensaciones de sentir tan cerca a una
persona que se hallaba a kilómetros, pero que, a la vez, era como si de
verdad me estuviera tocando. Traté de aguantar, de que el nivel de
excitación dejara de aumentar solo por disfrutar más de mi cuerpo. De las
sensaciones que hacían volar mi imaginación hasta tal punto que me alejé
de toda realidad.
—Ahora, córrete ahora, Lluvia —Me perdí en sus fingidos gemidos —.
Hazlo, cariño…
Aumenté el ritmo de mis movimientos hasta fundirme en un orgasmo que
me hizo derretirme por completo. Sentí innumerables espasmos, a la par
que me deleitaba con un placer oculto y extraño que intensificó las
sensaciones de mi cuerpo. Un torrente eléctrico me atravesó por completo
para, segundos después, recuperar la noción del tiempo.
—Claudia, acabas de matarme, cielo…
—¿Relajada?
—Por completo —Sonreía como una idiota, acariciando mi abdomen con
la punta de los dedos y tratando de que mi respiración tornara a su
normalidad —, espero que haya sido igual de intenso para ti.
—No me hagas reír —Carcajeó y carraspeó la garganta —. Tendré que
esperar a llegar a casa…
—¿Dónde estás? —pregunté, incorporándome.
—Te dije que tenía un compromiso fuera de la ciudad. Estoy con los
productores de mi próxima película, ya sabes, un muermo. Me he encerrado
en uno de los cubículos del baño para charlar contigo —Comencé a reír a
carcajadas, llevándome las manos a la cabeza y dejando que mi cuerpo
resbalara por la bañera —. Tengo que irme. Se preguntarán donde me he
metido.
—La madre que te parió, Clau.
—¡Eh! Soy yo la que se va con un calentón de campeonato.
—Te quiero…
—Te quiero, amor mío. Te visitaré lo antes posible…
Aún seguía sonriendo cuando Claudia colgó. Mi cuerpo y mi mente
seguían en un estado permanente de relajación. Con los pensamientos en la
mirada y la voz de la mujer que conseguía disipar cualquier atisbo de
negatividad en mi vida, me sumí en un ligero sueño, ignorando que, muy
pronto, me enfrentaría a los errores de mi pasado, y peor aún, descubriría
otra verdad que me pondría al límite.
Capítulo 14 — Una vida de esclavitud

Coloqué un cojín detrás de su espalda. Apenas podía moverse, pero su


estado había mejorado considerablemente. La atención y cuidados de su
hermana pequeña estaban dando sus frutos, pero lo que más nos preocupaba
en esos días era su estado anímico. Con el paso de los días, Vera se encerró
más en sí misma. Se mostraba ausente y estaba claro que sufría de
depresión. Recobró la lucidez de su memoria, pero reflejaba una tristeza
permanente en sus ojos. Se negó a tomar analgésicos para el dolor y aunque
se dejaba hacer, sus constantes protestas y quejidos resultaban agobiantes.
Parecía necesitar sufrir más que nunca, percibir dolor para sentirse viva, o
al menos, es lo que yo pensaba. En ocasiones, solía susurrar para sí misma,
como si le hablara a alguien.
Cuando cerró los ojos y se quedó profundamente dormida, decidí que
era hora de irme, como otros tantos días. Mientras cuidaba de Vera, su
hermana se dedicaba a las labores del hogar. Aquella tarde, una de muchas,
Sira parecía estar irritable, por no decir insoportable. A sus espaldas,
cargaba con una situación que minaba su moral y reprimía cualquier atisbo
de felicidad. No quería llegar más allá de la labor para la que me había
comprometido e intimar con Sira era una jugada arriesgada. Necesitaba
desesperadamente ayuda, en todos los sentidos en los que lo necesita una
mujer, pero a veces, cuando miraba sus preciosos y tristes ojos, una voz en
mi interior gritaba que tenía que alejarme de inmediato.
—¿Te marchas? —Sira suspiraba, con los ojos hinchados y un evidente
malestar emocional.
—¿Te encuentras bien?
—No… —Dejó caer los brazos, derrotada —. ¿Podrías abrazarme?
La acuné entre mis brazos y sacó todo lo que su corazón reprimía. No
podía abandonar a Sira en esa situación, no cuando sus lágrimas brotaban
de sus ojos con tal intensidad. Me quedé junto a ella, bajo el resguardo de
su porche y tratando por todos los medios apaciguar su dolor. Acurrucada
en una de las hamacas, Sira se aferraba a mi cuerpo con desespero. Las
sensaciones que crecían en mi interior eran extrañas y sin saber por qué, no
podía dejar de pensar en Claudia.
—Deberíais marcharos lejos de aquí, Sira…
—Ya lo hice una vez y no sirvió de nada —Me miró lanzando una
bocanada de aire —. Mi padre no se marchará de la ciudad hasta que
consiga vender todas sus propiedades, incluida esta casa.
—¿Y tú? —La miré, sorprendida —. ¿Estás dispuesta a acceder?
—No tengo otra opción.
—¿Por qué, Sira? —Me senté, apartando su cuerpo con cuidado —.
¿Por qué te haces esto? No le debes nada. Podrías, no sé… —Apreté el
puño —. Volver al pueblo y empezar de cero. Puedes labrarte un futuro
aquí. Este ha sido siempre tu hogar…
—No es tan sencillo…
—¡No lo entiendo! —grité —. ¿Qué coño han hecho contigo?
—Mi padre es un monstruo, Lluvia, si no hago lo que me pide… —
Cerró los ojos y sus palabras se esfumaron.
—¡¿Qué, Sira?! —Agité sus hombros. Hizo una mueca de dolor y lanzó
un ligero chillido —. Ese hijo de puta de Álvaro ha vuelto a pegarte, ¿no?
—Me puse en pie y le propiné un fuerte puñetazo a la pared —. ¡Te juro
que le mataré!
—¡Basta, Lluvia! —gritó —. Puede que Álvaro sea un imbécil, pero
jamás me ha puesto las manos encima —Nos miramos a los ojos unos
segundos, en silencio, y entonces lo entendí todo.
—¿César te maltrata? —Asintió —. ¿Cómo puede un padre pegar a su
hija?
Sira me dio la espalda. Tras unos minutos de silencio, dolor y
desconcierto por mi parte, se desprendió de su camisa de manga larga. Los
golpes recientes, y otros no tanto, se presentaban por cada parte de su
espalda. Al girarse, me llevé una mano a la boca. Marcas amoratadas
recorrían sus brazos y abdomen, donde sin duda había sufrido violentos y
contundentes golpes. Sira se abrazó a sí misma, acariciando sus brazos con
incontables lágrimas cayendo por sus mejillas. Ante aquella impactante
imagen, quedé petrificada.
—Ayúdame, Lluvia… —Su boca se torció y su cuerpo comenzó a
temblar —. Por favor…
—Antes, necesito saber la verdad…
La imagen del maltratado cuerpo de Sira se grabó en mi mente aquel día
con fuego incandescente. No iba a consentir ni un solo segundo más aquella
situación, pero antes de hacer mi primer movimiento, tendría que saber toda
la verdad. Sira se guardaba muchos secretos por el terror que sufría a manos
de su padre.
Con Sira a mi lado en el que un día fue su dormitorio, nos servimos un
par de copas de vino para tratar de calmar nuestros nervios y poner fin a
tanto drama. Jamás había visto a una mujer tan sometida, vulnerable y
hundida. Solo de imaginar lo que tuvo que soportar día a día, sacaba lo peor
de mí.
—Mi padre nunca soportó la idea de criar a una hija que no era suya —
Comenzó a decir, inmersa en sus pensamientos —. El día que me marché,
pensé que por fin tendría un padre que cuidaría de mí, pero sus intenciones
eran otras más oscuras y perversas. Cuando descubrí su verdadero
propósito, me rebelé. Trató de someterme para utilizarme como moneda de
cambio en sus turbios negocios. Quise volver con mi madre, a pesar de su
rechazo; volver a tu lado e intentar enderezar mi vida —Sonrió de tristeza y
agitó levemente la cabeza —. Vivía en un lugar frío y sin amor, en un país
donde no conocía a nadie. No vi otra opción que saltar al vacío…
—Sira… —susurré con voz rota.
—César era un hombre poderoso, con infinitos recursos. Podría hundirle
la vida a cualquiera solo con señalar con el dedo, pero desde hace años sus
negocios se han visto afectados por su descontrolada vida de lujos. Ahora,
su estabilidad económica pende de un hilo…
—¿Qué tienes que ver tú en todo esto?
—Aunque mi padre es el dueño de varias propiedades, mi madre seguía
poseyendo la mitad de los bienes. Quiere que nosotras le entreguemos la
parte que hemos heredado tras su fallecimiento, pero hay un problema —
Bebió de su copa de vino —. Vera se niega…
—¿Y qué esperabas? ¿Qué le entregué todos los bienes heredados a un
hombre que nunca estuvo a su lado? —Puse los ojos en blanco —. ¿De
verdad vas a acceder? ¿Dejarás que el monstruo que os ha maltratado
durante años se quede con todo? —Agarré sus hombros y la zarandeé —.
No puedes permitirlo. Os dejará en la más absoluta ruina…
—Es la única forma de que nos dejé en paz. Nunca descansará hasta
obtener lo que desea. No sabes de lo que es capaz…
—¿Y Álvaro? —La miré a los ojos, buscando cualquier atisbo de
mentira por su parte —. Está claro que no le amas y, sin embargo, una
alianza de boda descansa sobre tu mano. ¿Está al corriente de la situación?
—Sí, pero mira hacia otro lado —Suspiró —. Él solo es alguien al que
me he aferrado para no estar sola…
—Sira, no me jodas…
—¡Vale, lo sé! —Comenzó a andar en círculos —. Es un capullo, un
maleducado y un niño pijo. Sé perfectamente que me engaña con otras, pero
al menos, siempre vuelve a mi lado…
—Pero ¿tú te estás oyendo? —En sus ojos se detectaba la desesperación
de una mujer totalmente hundida en un mundo al que no pertenecía —. ¡No
puedes seguir viviendo así!
—¿Qué puedo hacer, Lluvia? —Se arrodilló en el suelo y cubrió sus
ojos con las manos.
Lo único que podía ofrecer, era consuelo. Mi forma de ser y mi carácter
no podían concebir como una mujer podía dejarse doblegar de una forma
tan cruel. Aquellos llantos desgarraban mi alma. Un dolor crecía en mi
interior con rapidez y no descansaría hasta conseguir enderezar su vida.
Observar cómo sufría de un modo tan atroz me hizo apretarla contra mi
pecho de nuevo, tratando de absorber parte de su tormento.
Sus manos se enredaron en mi cuello, moviendo los dedos con lentitud.
Aquella caricia me erizó la piel y sentí la agitación de un amor olvidado.
Era inevitable no revivir dentro de mí todo el cariño que me otorgó en el
pasado. Ella fue mi primer amor, mi primer todo, la chica de mis sueños que
me robó los mejores besos de mi adolescencia.
Se dejó caer encima de mí y vi en sus ojos el deseo que tantas veces
añoré. Respiró cerca de mi boca. Quise alejarme, salir corriendo y huir de
una situación para la que no estaba preparada, pero en su lugar, cerré los
ojos. Una parte de mí quería recordar la suavidad de sus labios. Paralizada,
sin poder moverme, rogué internamente al cielo que se detuviera. Quizás
los astros se pusieron a mi favor, ya que cuando pensé que todo estaba
perdido, mi teléfono móvil sonó.
Ambas recobramos la compostura, pero no fui capaz de ponerme en pie.
Descolgué la llamada aún con la respiración de Sira en mi piel, un momento
tan confuso como desgarrador. ¿Qué coño estaba haciendo?
—Tienes que venir a Samsara —Aitana, al otro lado de la línea, parecía
alterada.
—¿Qué ocurre?
—Tus putas mierdas, Lluvia, eso es lo que ocurre. Ven aquí, ¡ya! —
Colgó.
Golpeé el suelo con el puño. Me levanté y me detuve unos segundos
antes de marcharme. Era incapaz de mirar a Sira a los ojos, pues el
desconcierto me impedía sacar el valor suficiente para acercarme. Escuché
sus sollozos antes de salir despavorida.
—Te salvaré, Sira… —susurré.
Camino a Samsara, conducía superando el límite de velocidad. No sabía
qué me depararía al cruzar sus puertas, pero por el tono de voz de Aitana
supuse que algo grave ocurría. Últimamente, estaba tan centrada en Claudia
y en cuidar de Vera, que apenas pasaba tiempo con mis viejas amigas. Mi
vida había dado un cambio radical y me costaba ubicarme.
Aitana y una chica que supuse que sería la nueva empleada de Renata,
esperaban en la entrada, impacientes. Aparqué dando un fuerte frenazo; no
había tiempo que perder. Automáticamente, mi quisquillosa amiga abrió la
puerta y me invitó a entrar. El local permanecía vacío a aquellas horas,
salvo por una mujer a lo lejos que reconocí de inmediato. Sentada en un
taburete a lo lejos, bebía de su copa de whisky sin prestar atención a su
entorno. Suspiré para mis adentros, tratando de no montar un espectáculo.
Renata, al otro lado de la barra, me indicó con un gesto prudente que me
acercara.
—¿Qué hace ella aquí? —pregunté, crispada.
—Dímelo tú —Se cruzó de brazos —. Lleva aquí metida desde el
mediodía.
—¡Dios, esto es una pesadilla! —Me llevé las manos a la cabeza,
impotente.
—No te lamentes, Lluvia. Tu solita te lo has buscado —Se acercó,
enfadada —. Aitana y ella se han peleado, está fuera de control —Golpeó la
barra con la palma de las manos —. Te lo advierto, no quiero problemas en
mi bar.
—¿Qué demonios te pasa? —Alcé la voz.
—Valor tienes de preguntarme eso, guapita —Rodeó la barra, agarró mi
brazo y tiró hasta el otro extremo del local —. ¿Qué has hecho, Lluvia? ¿Es
que no tienes corazón?
—Creí que nunca aprobaste lo nuestro, siempre me sugeriste que su
compañía no me convenía.
—Sí, pero no que la abandonaras sin más —Chasqueó la lengua y lanzó
un bufido —. Me has decepcionado… —Me golpeó suavemente en el
hombro —. Soluciona este desastre.
Si continuaba apretando las manos con tanta fuerza, mis uñas se
clavarían en mi piel y comenzaría a sangrar. Por si no fuera poca toda la
carga que ya llevaba a cuestas, ahora tenía que responsabilizarme de las
decisiones de una loca. Pellizcándome los brazos y tratando de despertar,
me coloqué al lado de la mujer que ingería whisky como si no hubiera un
mañana. Posé mi mano en su hombro, pero ni se inmutó.
—¿Irene?
—Llevo semanas llamándote, sin obtener respuesta… —Las palabras
patinaban en su lengua, por no decir el pestazo a alcohol que desprendía —.
¿Tan despreciable soy?
—Escucha, Irene, has bebido demasiado y…
—Sé que no soy una gran persona… —Dio un trago —. No lo
entiendo… Creí que… —Volvió a beber, vaciando la copa por completo. Se
puso en pie y me miró con una odiosa mirada —. ¿Por qué me humillas?
Pensé que me querías…
—Irene, necesitas descansar —Suavemente, cogí su mano —. Vamos, te
llevaré a casa.
—¡¡¡A casa!!! —Lanzó la copa vacía contra el suelo, provocando que
varios cristales salieran disparados—. ¡No tengo casa, Lluvia! —Se dejó
caer en la barra —. Te fuiste y me abandonaste… Me dejaste sola. Hice
todo lo que pude para contentarte y mantenerte a mi lado, pero no fue
suficiente. Nada es nunca suficiente para ti…
—Irene, cálmate…
—Como una idiota, dejé a mi marido para estar contigo porque pensé que
una acción tan valiente demostraría compromiso por mi parte —sus
palabras se ahogaban y cada vez, costaba más entenderla —. Y como una
estúpida, te encuentro paseando de la mano con otra mujer, delante de todo
el pueblo, como si lo nuestro nunca hubiera existido. No podía creerlo…
—Irene, lo nuestro era solo sexo…
—Para ti era solo sexo, Lluvia. ¡Yo te quería! Deseaba comenzar una
vida a tu lado…
—Nunca quise lastimarte.
—¿Sabes qué? —Se incorporó, tambaleándose. Tuve que sujetar su
cuerpo para que no cayera de culo. Cuando quise reaccionar, su mano me
abofeteó. Retrocedí cuando Renata intervino entre las dos, aferrándose a mi
ebria amiga —. Eres una mierda de persona, Lluvia.
—Irene, yo…
—Lluvia, es mejor que te vayas —susurró Renata —. No solucionarás
nada. Me encargaré de ella, puedes estar tranquila.
Ver cómo el corazón de Irene estaba destrozado por mis acciones
egoístas, me provocó un ligero mareo. A menudo, mi vida sentimental me
había costado muchos quebraderos de cabeza, pero jamás había calado tan
hondo en ninguna de mis amantes. Bajo la decepcionante mirada de Renata,
las lágrimas de Irene y el enfado de una Aitana que no fue capaz de
mirarme a la cara, salí de Samsara completamente derrotada. Jamás quise
dañarla, esa nunca fue una opción para mí. Sin embargo, allí estaba, con el
corazón roto y ahogando sus penas en un vaso de whisky.
Tardé más de la cuenta en recomponerme y volver al único lugar en la
tierra que me alejaría de uno de los días más tristes de mi vida. No había
consuelo que eliminara la capa de desdicha que cubría mi corazón. Solo
dolor y tragedia me acompañaron aquella noche. Rendirme no era una
opción, pues antes que Irene, otra persona más importante requería de mi
ayuda. No estaba dispuesta a abandonarla, no después de saber la verdad.
Haría lo imposible por conseguir enderezar mi vida y la de todos a mi
alrededor.
Al llegar a casa, Enoa dormía en su camita plácidamente, perfectamente
arropada y abrazada a su conejito de peluche. Mis padres se encontraban en
su dormitorio, dispuestos a obtener el descanso que se merecían después de
un largo día de trabajo. Entré sin llamar y me posicioné en el borde de la
cama. Enzo no tardó en percibir la preocupación que asomaba por mi rostro
y mi madre, que yacía tumbada con un libro entre las manos, se incorporó.
—Cariño, ¿estás bien? —Mi atolondrada madre, tan empática como
siempre, tocó mi hombro.
—No, mamá —Me tumbé de espaldas, colocando la cabecita entre sus
piernas —. Tengo que contaros algo, pero puede que lo que tengo que decir
os destroce el corazón.
—Lluvia… —Enzo se sentó a mi lado y envolvió mi mano entre las
suyas —. Nos estás asustando.
—Sé cómo ayudar a Sira y Vera, pero no puedo hacerlo sin vosotros…
Capítulo 15 — Un mar de sentimientos

En una pequeña maleta, Sira guardaba las pocas ropas y pertenencias


que trajo de Londres. Con toda la rapidez de la que éramos capaces,
terminamos la engorrosa tarea de recoger los utensilios médicos y
medicamentos de su hermana. Entre tanto, mi madre se encargaba de cerrar
puertas y ventanas, asegurándose de que Vera no hacía el intento de ponerse
en pie e intentar ayudar. Al bajar las escaleras hasta la planta baja, vimos
como Enzo recogía sus herramientas de trabajo, atento a cualquier presencia
no bienvenida desde la puerta de la entrada principal.
—Chicas, he terminado de cambiar la cerradura —Cerró su maletín con
fuerza y se puso en pie —. Es hora de irnos…
Mi madre empujó la silla de ruedas donde Vera descansaba. Al pasar
rozó mi mano con sus dedos y sonrió. Una leve sonrisa esperanzadora. Sira,
con su maleta a cuestas, observó el interior del que antaño fue su hogar.
Apretaba la mandíbula y sentí en el aura que la rodeaba un atisbo de odio y
rencor. Me acerqué y acaricié sus muñecas.
—Todo saldrá bien, Sira —Levanté su mentón para que nuestros ojos
conectaran —. No volveré a dejar que nadie te haga daño.
En la vieja Ford Ranger de mi madre, pusimos rumbo a mi casa, donde
Claudia cuidaba de mi hermanita. Fueron unos minutos de incomodidad
absoluta, pues ninguno de nosotros sabía qué decir. La tensión nos impedía
pensar con claridad, pero lo que realmente nos preocupaba, era cuál sería la
reacción de César ante tal acción precipitada.
A las puertas de mi acogedor hogar, Claudia se encontraba caminando
en círculos, ansiosa por vernos llegar ante una niña ajena a todos nuestros
problemas. No tardamos en entrar, cargados con maletas y procurando
entrar lo antes posible. Sira se lanzó a los brazos de Claudia, una acción que
resultaba de lo más antinatural, mientras que yo, sin saber cómo
enfrentarme a lo que estaba por venir, empujé a Vera en su silla de ruedas
hasta el salón. Enoa no tardó en seguirnos y observar, desde una distancia
prudente, a la mujer cuyo rostro se mostraba inescrutable, pues tanto Vera
como yo, no sabíamos cómo explicarle la situación a una niña tan pequeña
e inocente.
Recelosa, Enoa se acercó cuando Vera extendió la mano. Se miraron
fijamente a los ojos, pero ninguna de las dos habló. Coloqué la mano en el
hombro de mi hermanita, que dio un ligero bote, sobresaltada.
—Enoa, ella es… —No pude continuar.
—Me llamo Vera, ¿sabes quién soy? —Enoa la miró con los ojos como
platos.
—Cariño, ¿por qué no vas a jugar con Claudia? —intervine.
Mi hermanita salió corriendo, pero en lugar de ir en busca de Claudia,
se encerró en su habitación. Entre tanto, Sira, Enzo y mi madre susurraban
al fondo del pasillo. Sentí el tacto de Vera y asintió.
—Tienes que hablar con ella, Lluvia —susurró —. Es una niña. Lo
último que queremos es que también se vea perjudicada. Lo entenderá…
Antes de tomar cualquier otra decisión, acompañamos a Sira y Vera a la
habitación de invitados, donde pasarían una larga temporada. Dejamos
espacio suficiente para que se instalaran, sin presión, ya que todo había
pasado tan deprisa que aún estábamos intentando mentalizarnos de los
nuevos acontecimientos que nos cambiarían la vida. Una vez que nos
quedamos a solas, los cuatro nos acomodamos en el salón, para debatir
cuáles serían los próximos movimientos que nos pondrían al límite. Enzo
abrazó a mi madre por el hombro, Claudia cerró la puerta para tener más
privacidad y yo aguantaba las ganas de llorar.
—¿Y ahora? —pregunté.
—Llega lo más difícil —Claudia se sentó a mi lado —. Solo hay una
salida; tienen que denunciar a su padre, pero… —Agitó la cabeza —. Mis
abogados han investigado a César. No tiene antecedentes y salvo por algún
problema de estafa, está totalmente limpio.
—Entonces, ¿cuál es el problema? —Mi madre apretaba el puño, con
fuerza.
—Se rumorea que su relación con el jefe de policía de este pueblo es
muy cercana, a pesar de haber vivido en el extranjero tanto tiempo. Eso
puede ser un inconveniente…
—¿Y qué? —Enzo se puso en pie.
—Para empezar —continuó Claudia, alzando la mano para tranquilizar
a mi enfurecido padrastro —, Sira tendría que denunciar a su padre por
coacción, maltrato, intimidación y delito de estafa, pero ¿es lo que desea?
—Se llevó una mano a la cabeza, agobiada —. A donde quiero ir a parar es
que César, a pesar de estar en bancarrota, es un hombre de recursos. Mi
recomendación es que accedan a su petición, solo así le perderán de vista.
No conviene involucrarse en un juicio con un hombre con tantas
influencias.
—¿Influencias? —Enzo arqueó una ceja, confuso —. César es un
pelele, siempre lo fue… ¿De dónde has sacado esa información?
—Un favor de aquí, otro de allá… —Se mordió el labio —. La decisión
es de Sira…
—¿Y Vera? —Intervino mi madre —. Ella también fue maltratada por
César durante años.
—No es hija suya y, ¿de eso hace cuánto? ¿Diez? ¿Quince años? —
Claudia nos miró unos segundos antes de continuar —. Mis abogados están
indagando más en este asunto. Quizás deberíamos esperar unos días, tantear
el terreno y ver cuáles son las intenciones de César. Si de ese modo comete
algún tipo de error y deja a la vista cualquier prueba de agresión por su
parte, todo será más sencillo.
—¡Claudia, el cuerpo de Sira es un puto mapa! —Me levanté y la miré
—. ¡Con eso debería bastar para meter a ese cabrón entre rejas!
—No es tan sencillo, si algo sale mal y se libra de esta, desaparecerá —
Tiró de mi brazo para sentarme, pero me zafé bruscamente —Maldición,
Lluvia… ¿Quieres que por una acción precipitada vuelva años más tarde y
tome represalias contra Sira?
Miré a Claudia a los ojos, impotente. Salí disparada todo lo rápido que
pude, agarré un par de cervezas de la nevera y salí al patio delantero. Tras
un largo trago que me revolvió el estómago, golpeé la pared con el puño.
Esta vez, sentí un fuerte pinchazo y la mano comenzó a temblar. Grité como
una histérica, sin ser consciente de quien podría escucharme. En parte, me
sentí liberada. En ocasiones, cuando todo va mal, siento una fuerte presión
en el pecho, una sensación que atrapa mis emociones en un descontrol que
me cuesta dominar. Perder los papeles a solas, a menudo consigue
tranquilizarme.
—Lluvia —Claudia caminó hacia mí, agarró mis manos y me besó en la
mejilla —. Tengo que irme, por favor, mantén la calma y no cometas
ninguna estupidez.
—¿Ya está?
—Sí, cariño, ahora hay que ser paciente… —Me lanzó una mirada
analizadora que no me gustó nada. Era como si tratara de leerme la mente
—. Cuida de ellas y, sobre todo, que no salgan de casa.
Y se marchó sin mirar atrás. Ni siquiera me abrazó antes o me regaló uno
de sus preciosos besos. Sentí algo extraño en su forma de comportarse, pero
en ese momento imaginé que la situación la dejó tan apagada como a todos
nosotros.
Aquella noche, bajo las lágrimas de Sira, los agradecimientos de Vera y
la ayuda de mis padres, todos pudimos dormir un poco más tranquilos. La
tristeza, el desconcierto y la impotencia reinaban por cada rincón, pero al
menos, todos estábamos unidos y afrontaríamos la situación a capa y
espada. Lucharíamos por protegerlas; no las abandonaríamos a su suerte.
Nunca volvería a permitir que Sira fuera maltratada y haría lo que fuera
necesario para que obtuviera su libertad.

Al principio, el tiempo avanzaba con lentitud. Las dos nuevas mujeres


que compartían nuestro día a día se adaptaron con rapidez y la convivencia,
al margen de los problemas que nos asolaban a todos, era agradable,
respetuosa y cariñosa. Lo más curioso de todo era el cambio que Vera
estaba dando, tanto en su carácter como en la forma de intimar con
cualquiera. Se mostraba agradecida en todo momento, pero en ocasiones, en
la soledad de la noche, su llanto me despertaba a través de las paredes.
Mi madre tenía un especial cariño a Vera y dedicaba cada segundo de su
tiempo libre en encontrar la forma de que obtuviera el cariño y el amor que
tanto le faltó. Después de tantos años, cuando recuerdo cómo se miraban e
interactuaban entre ellas, sigo creyendo que veía en Vera el recuerdo de mi
padre. Es cierto que, cuando comencé a analizar su rostro, tras tantos días
en su compañía, me di cuenta de que se parecía a nuestro padre incluso más
que yo.
Por la parte que le tocaba a Sira, seguía manteniendo la tristeza en sus
ojos y a menudo, me miraba como si tuviera la fuerte necesidad de decir
algo. En poco tiempo, creó un fuerte vínculo con Enoa. Después de nuestra
primera semana viviendo juntas, mi querida hermanita obtuvo en el colegio
las vacaciones de verano y Sira terminó por encargarse de aquella chiquilla
que tantas sonrisas nos proporcionaba.
Enzo, como siempre, mostraba cientos de sonrisas e intentaba amenizar
la extraña situación que nos sobrevolaba, pero siempre alerta de todo a su
alrededor. Nos vigilaba muy de cerca y siempre que tenía tiempo, lo
dedicaba en asegurarse de que nuestro estado anímico no estaba por los
suelos.
Todo comenzaba a sobrecargar mis sentidos. Al margen de los problemas
y del miedo de que nuestra precipitada acción trajera graves consecuencias,
sentía que mi relación con Claudia se enfriaba con rapidez. Desde que todo
comenzó, apenas me prestó atención, escudándose en que su trabajo
acaparaba la mayor parte de su tiempo. Incluso había días que no tenía
noticias suyas. Lo peor de todo, era que en poco tiempo se marcharía a
Italia y aunque accedí a dejarlo todo por marcharme unos meses con ella, la
situación había cambiado tanto que no podía irme sin más. Más pronto que
tarde, cientos de kilómetros se interpondrían entre nosotras y estaba segura,
que una vez que nuestros caminos se separasen, no volvería a mi lado. Era
tan consciente como yo de que Sira había provocado que viejos
sentimientos brotaran de nuevo.
El acercamiento entre Sira y yo era inevitable, pues convivíamos juntas,
y traté por todos los medios de que se encontrara a gusto en mi hogar, pero
sin pretenderlo, volví a obsesionarme. Desde que estuvimos a punto de
besarnos, algo en mí cambió. No negaré que sentía una irremediable y
atrayente curiosidad por volver con ella. Sentir, nunca fue tan doloroso, ya
que, aunque quería estar con Claudia, no podía evitar desear a otra mujer.
Y así, los días avanzaban sin control, buscando que en cualquier
momento todo se ordenara y pudiera volver a la vida que dejé a un lado.
Intentaba mantenerme serena y apenas bebía para que el alcohol no tomara
la iniciativa en mis decisiones. Mi vida se resumía entre el trabajo y mi
hogar y a menudo, echaba en falta mis días de libertad, donde caminaba a
mi antojo con la única preocupación de beber hasta perder el sentido.
De modo que, después de diez horas de duro trabajo en el puerto, volví a
mi casa. Lo primero era abrazar, besar y achuchar a mi hermanita, siempre
dispuesta a recibir su ración de mimos. Mi madre y Enzo llegarían poco
antes del anochecer, por lo que Sira se encargaba de tener la cena preparada.
Lo bueno de todo aquello, fue que apenas moví un dedo en las labores del
hogar en todo ese tiempo.
—Lluvia, ¿tienes un minuto? —Vera me llamó desde el salón, sentada en
su silla de ruedas. Me acerqué y me abrazó por el cuello, colocando su boca
cerca de mi oído —. Creo que deberías hablar con Enoa. Últimamente, hace
muchas preguntas y no sé qué responder.
Mi hermanita se encontraba en su habitación ordenando sus juguetes.
Entré haciendo una mueca graciosa, solo por verla sonreír. A los pies de su
cama, me despanzurré y no tardó en venir a mi encuentro, lanzándose sobre
mi estómago. Contemplé su profunda y oscura mirada, llena de inocencia.
—¿Tienes algo que decirme, enana? —Acaricié su grueso pelo —. ¿Por
qué no sueltas por esa boquita lo que te preocupa?
—¿Por qué pegan a Sira?
—Enoa, tienes que dejar de escuchar a hurtadillas.
—Si me contarais la verdad, no tendría que hacerlo —Se acurrucó sobre
mi pecho y colocó su cabecita encima de mi corazón, para escucharlo latir
como tantas otras veces —. La espié en el baño. Tiene pupas por todas
partes…
—Verás, princesa —Comencé a juguetear con sus deditos —, hay un
hombre malo que hace daño a Sira. Nosotros tenemos que cuidar de ella,
por eso ahora vive aquí.
—¿El hombre malo también hace daño a Vera?
—Sí…
—¿Por qué? Son buenas y cariñosas.
—Hay personas malvadas, cariño. Gente que no necesita ningún motivo
para dañar a otras —Besé su cabecita —. Por eso, tenemos que proteger a
quien lo necesita. Ellas no tienen unos padres como nosotras, están solas…
—¡Yo cuidaré de ellas para que ningún hombre malo las vuelva a hacer
daño! —Se levantó llena de energía y abrió la puerta de su habitación,
dispuesta a salir.
—¿A dónde vas?
—Papá dice que los besos curan las heridas. Voy a besar el cuerpecito de
Sira para que se ponga mejor —Fue a salir, pero algún extraño pensamiento
la detuvo. Me acerqué y cogí su carita entre mis manos, buscando en su
mirada un atisbo de alegría —. ¿Vera es nuestra hermana?
—Sí… —Un nudo se formó en mi garganta —. ¿Recuerdas que un día te
conté la historia de mi papá? —Asintió —. Pues Vera también es hija de ese
hombre.
Salió corriendo sin mirar atrás, con una sonrisa de oreja a oreja. Cerré los
ojos y me dejé caer tras la puerta. Las lágrimas brotaron sin control por mis
mejillas. Era inevitable que la tristeza no cubriera mi corazón. La situación
comenzaba a ser insoportable; la distancia de Claudia, la impotencia contra
César, los cambios en mi día a día, mis sentimientos por Sira y Vera… Todo
era un sin sentido que a ratos me volvía loca, sin conseguir sacar nada en
claro. Lo único que quería era huir lejos, muy lejos…
—¡Lluvia! —Los pasos de Sira comenzaron a escucharse tras la puerta
—. ¿Por qué Enoa nos está besando por todas partes? —su voz sonaba
divertida. Golpeó la puerta repetidas veces —. ¿Lluvia? —No contesté.
Intentó abrir, pero el peso de mi cuerpo lo impidió —. ¿Estás bien?
Me retiré y lancé un gemido, provocado por mi angustia. Sira no tardó en
aparecer, volver a cerrar y lanzarse a mis brazos. Sequé mis lágrimas y nos
sentamos sobre la cama. Busqué calor en su cuello, con la fuerte necesidad
de encontrar un atisbo de calma a mis sentimientos. El olor de su piel era
agradable y fresco, parecido a una mañana de verano. Rocé mis labios
contra su piel y repetí aquella acción el tiempo suficiente para sentirme una
idiota.
—Lo siento —Suspiré, me retiré y me dejé caer sobre la cama —.
Claudia y yo no pasamos por un buen momento y todo es tan… —Me callé.
No dijo nada. En su lugar, se acomodó a mi lado. La abracé y conseguí
frenar los intensos latidos de mi corazón hasta el punto de quedarme
dormida.
Cuando desperté, me encontré sola, cubierta por una fina mantita y con
mis zapatillas a los pies de la cama. Reflexioné durante unos minutos hasta
encaminarme de nuevo al salón, donde Vera hacía sus ejercicios de
rehabilitación con la ayuda de Sira y Enoa. Me senté en uno de los sillones
y observé, sin que se percataran por mi presencia.
—Vera —Sira la agarraba con fuerza —, no vayas tan rápido y aférrate a
la muleta.
—Joder —protestó —. Lo intento, pero me duele todo… —Lanzó un
quejido —. Vuelve a sentarme, me duele horrores el maldito brazo.
Enoa, aunque no hacía otra cosa que estorbar, se mantenía a su lado.
Cuando Sira, con cuidado, la dejó en la silla de ruedas, Vera lanzó un
suspiro de paz. Fue entonces cuando se percataron de que las observaba
desde la otra punta del salón. Comprendí que, si dejábamos a un lado
nuestras diferencias, todas nosotras podríamos ser felices. Aquellas dos
mujeres del pasado estaban calando muy hondo en el corazón de Enoa y la
estampa familiar que tenía ante mis ojos, conseguía darme esperanzas de
que algún día todo se solucionaría.
Horas más tarde, con el calor del atardecer y el sol calentando mis
mejillas, disfrutaba de una agradable cerveza en la soledad de mi patio. En
mis pensamientos, solo existía el remordimiento de mis acciones. Guardé
tanto odio, tanto rencor que, sin pretenderlo, me convertí en una de las
personas que siempre he detestado. Mis malas decisiones me habían llevado
a recorrer un camino embarrado, lleno de obstáculos. La gente de mi
entorno se había visto afectada por mi falta de empatía y ética moral y
sentía más que nunca que mi deber era reparar todo el daño causado.
Los momentos en los que la soledad acompañan los pensamientos de una
misma, son reconfortantes, pero mi hogar se había convertido en un lugar
lleno de compañía. Sira no tardó en aparecer con una copa de vino en la
mano. Ahora que lo pienso, en aquella época, eran pocos los momentos que
no bebía, aunque en su defensa diré que nunca la llegué a ver ebria.
—¿Más tranquila? —dijo, sentándose a mi lado.
—Estoy en esos días del mes, ya sabes… A veces las hormonas nos
juegan malas pasadas.
—Siento todo esto, Lluvia. Sé lo mucho que estoy trastocando vuestras
vidas.
—Basta de disculpas —Apuré mi cerveza de un trago —. Ninguno de los
que estamos aquí es culpable de esta situación.
—Gracias… —Tocó mi brazo y me miró, sonriente. El vello de todo mi
cuerpo se erizó y estaba segura de que podía notar como me enrojecía.
—¿Y Álvaro? —Sutilmente, dejé caer mi brazo para dejar de sentir su
contacto físico —. No has hablado de él desde que llegaste.
—Bueno… —Sacó de su dedo anular la alianza de boda, dejando una
leve marca blanquecina. La observó al trasluz —. Digamos que nos hemos
dado un tiempo. Es curioso, pero no ha mostrado el más mínimo interés. Ni
siquiera ha insistido en averiguar dónde estoy así que, ¿por qué
preocuparse? —Se guardó la alianza en el bolsillo —. Imagino que le
vendrá de perlas todo este embrollo para tener espacio y hacer una escapada
de las suyas, pero volverá, créeme.
Escuché el murmullo de mi madre y Enzo y poco después, los grititos de
alegría de Enoa; mis padres habían vuelto del puerto. Sin dar ninguna
explicación me marché, subí en mi moto y puse rumbo a ninguna parte.
Necesitaba una buena sobredosis de adrenalina. Recorrí unos doscientos
kilómetros a toda la velocidad que me permitía la carretera y cuándo vi que
era necesario hacer una parada para repostar, estacioné en una gasolinera.
Compré un par de cervezas y antes de arrancar, di paso a una nueva
disculpa. Apoyada en mi moto, con mi teléfono móvil en la mano y
observando a lo lejos otros vehículos que habían tenido la misma idea que
yo, esperé impaciente una respuesta.
—Jamás creí que volvería a saber de ti…
—Espero que algún día puedas perdonarme, Irene —Una lágrima rebelde
brotó por mi mejilla —. No tuve en cuenta tus sentimientos y me porté
fatal. Nunca mereciste que te trataran así… Siempre fuiste buena conmigo y
me regalaste mucho amor, aunque yo no supe apreciarlo. Eres una gran
mujer…
—Soy yo la que tiene que disculparse, amor mío —su voz sonaba rota,
sin fuerzas —. Perdí los papeles —Un sollozo al otro lado —. Al menos
todo esto me ha servido para empezar de cero.
—¿Es cierto? ¿Dejaste a tu marido por mí?
—Sí, y hubiera hecho lo imposible por permanecer a tu lado… —
Recordé la última vez que la miré a los ojos; una mirada tan afligida que me
desgarró por dentro —. Espero que encuentres lo que buscas, Lluvia —
Colgó.
Saber que Irene y yo habíamos cortado los lazos para siempre, me
entristeció. No de un modo romántico, sino como una buena amiga que se
aleja para no volver. Las disculpas no conseguían borrar el rastro de dolor
que dejé, pero calmó un poco la congoja que me impedía descansar por las
noches. Aceleré y volví al único sitio donde me esperaban con los brazos
abiertos.
Al entrar, todos cenaban entre risas y chistes malos, como si de verdad
fuéramos una familia unida y feliz. Una estampa que logró sacarme una
sonrisa. Era impropio de mí sentirme en armonía con las personas que tanto
dolor me causaron, pero la verdad, era que su presencia comenzaba a ser
irremplazable.

Días más tarde, esperaba con ansia mis dos días libres para descansar,
leer y beber para evadirme de la absurda realidad. No tenía intención de
salir de casa, allí podría desfogarme en la soledad de mi dormitorio. Aquel
inicio de fin de semana estaba especialmente agotada, melancólica. Seguía
añorando a Claudia y a mis irritantes amigas.
Cuando entré en casa, lo primero que hice fue darme una ducha relajante,
poner música ambiental y encerrarme en mi habitación con un pack de seis
cervezas y una buena novela romántica. Entre capítulo y tragos de alcohol,
llamaba a Claudia, sin obtener respuesta, salvo por un mensaje de texto
indicando que volvería a visitarme cuando tuviera tiempo. Realmente, la
distancia que se interponía entre nosotras comenzaba a ser demoledora.
¿No os ocurre qué cuándo estáis en la comodidad de vuestro hogar,
relajadas y sin querer saber nada de nadie es cuándo alguien os importuna
con una inesperada visita? Pues bien, el timbre de la puerta sonó como
quien no quiere la cosa. Mi madre y Enzo aún tenían trabajo en el puerto y
estarían fuera de casa unas horas, de modo que esperaba que quien estuviera
al otro lado fuera cualquiera. Sira esperaba en la entrada a que bajara a
recibir al misterioso extraño que mostraba tanta insistencia con sus
constantes toques a mi porterillo, esperando ser recibido. Cuando lo hice,
me llevé una mano a la cabeza. Salí, con los brazos en jarras, sin saber que
era lo que me esperaba.
—¿Qué haces aquí?
—La madre que te trajo, Lluvia —Aitana portaba dos bolsas de tela—.
Eres una mierda de amiga, ¿lo sabías? —Caminó con intención de entrar en
casa, pero bloqueé su paso.
—No es buen momento…
—¡Aitana! —Renata apareció cargada como una mula, sujetando dos
bolsas con el logotipo del supermercado del pueblo y arrastrando un
pequeño barril de cerveza —. ¡Joder, tía! ¡Siempre coges lo que menos
pesa, menudo morro tienes!
—Quita de en medio, Lluvia —Me apartó con el hombro y entró —.
Estoy al tanto de lo que ocurre. A diferencia de ti, Claudia confía en Dan y
no tienen secretos. A eso se le llama amistad, bonita.
Confusa y desubicada, Aitana y Renata entraron sin importarles no ser
invitadas. Dejaron las bolsas y el barril en la cocina mientras Sira y yo nos
mirábamos desde la distancia, sin saber qué hacer ni decir. Hizo una mueca
vergonzosa mientras Enoa corría a mi posición para averiguar quién se
había atrevido a perturbar nuestra tranquilidad. Como siempre, se tiró a los
brazos de Aitana.
—Pero ¿qué hacéis aquí? —pregunté. Empezaba a cabrearme tanto
misterio.
—¿Tú qué crees, guapita? —Renata me abrazó —. Hace semanas que no
te dejas ver por Samsara y hemos decidido traer la fiesta a tu casa.
—No me jodas… —Aitana caminó hasta Sira, que se mantenía rígida en
el sitio —. ¿Dios santo? ¿Eres tú? —La abrazó con cariño.
—Me alegro de verte…
—No nos vemos desde el instituto —Estrechó sus manos —. Siento todo
lo ocurrido, de veras, tienes todo nuestro apoyo…
—¡No seas acaparadora! —Renata apartó con brusquedad a Aitana, que
no dudó en sacarla el dedo del medio —. Soy Renata —Con una sonrisa,
plantó dos besos en sus mejillas —. ¡Venga, nada de tristezas! Es hora de
comer y beber hasta hartarse.
No podía creer lo que mis ojos veían. Mis amigas del alma habían venido
en mi busca, como otras tantas veces. Al parecer, Claudia se desahogaba
con su primo Dan cuando no sabía a quién recurrir. Una cosa llevó a la otra
y por boca de su primo, Aitana y Renata no tardaron en averiguar la
situación que recaía sobre nosotros. Poco tardaron en comprar kilos de
comida, litros de bebida y presentarse en mi casa para pegarnos una buena
juerga. Las abracé con cariño, a pesar de que me esperaban horas y horas de
protestas por haberme guardado un secreto semejante.
—Chicas, antes de nada… —susurré y centré mi vista en Aitana —. Vera
ya no es la persona que suponéis. Por favor, no la juzguéis.
—Tranquila, me portaré bien…
—No lo harás —Renata pellizcó el brazo de su amiga.
Y así, sin más, todos nos vimos en el patio, rodeados de cerveza, vino y
comida basura. Enoa fue la primera en empezar a devorar y sabía que me
iba a caer una buena bronca por parte de Enzo por inflarla a patatas fritas y
minihamburguesas fuera de hora. Sira se mantenía en silencio, prestando
atención a la conversación de mis amigas. Vera insistió en irse a su
habitación, imagino que no se sentía cómoda con Aitana, a quien también
amargó la adolescencia.
En poco tiempo, había bebido una cantidad de alcohol considerable y
estaba a punto de comenzar el descontrol y la diversión. Mi hermanita
estaba recostada sobre los muslos de Aitana, en una postura que con
seguridad terminaría con una pequeña contractura de cuello. En fin, un día
de desmadre no hace daño a nadie.
—Dan y tú parecéis muy unidos —dije después de ver como el rostro de
Aitana se iluminaba al hablar de él.
—Sí, bueno… —Se sonrojó.
—¡Aiiins, tontorrona! —Renata se apretujó a su cuerpo —. Estás
enamoradita, no lo niegues —Guiñó un ojo y me sacó la lengua —. ¿Y
Claudia? Creíamos que estaría aquí.
—Le comentamos nuestra fiesta sorpresa y dijo que vendría… —Aitana
lanzó su peculiar mirada analizadora.
—Si me disculpáis —Sira se puso en pie —. Voy a ver como se
encuentra Vera —Con un semblante demasiado serio para el divertido
encuentro que estábamos viviendo, se marchó.
—¿Qué ocurre, Lluvia? —El calor y la suavidad de los dedos de Renata
conectaron con los míos y no fui capaz de mirarla a la cara.
—No lo sé, lo nuestro no va bien…
—¿No lo sabes o no lo quieres reconocer? —Las palabras de Aitana me
taladraron —. Veo como os miráis Sira y tú. Lluvia, por favor, no me digas
que…
—¡No! —la interrumpí, sobresaltando a mi pequeña hermanita. No tardó
en volverse a acurrucar junto a Aitana —. No hay nada entre nosotras, ¿por
quién me tomas? Es solo que… —Intenté deshacer el nudo de mi garganta,
pero explotó —. Pretendo hacer lo correcto, ¡nada más! —Cubrí mis ojos,
avergonzada. Las lágrimas mojaban mis manos.
—¡Eh, cariño! —Renata se levantó, me abrazó y apretó con fuerza —.
Tranquila, todo saldrá bien.
Mi madre y Enzo no tardaron en aparecer y unirse a la fiesta, lo que
interrumpió mi llanto y una conversación para la que no estaba preparada.
Una cosa a tener en cuenta sobre mi querido padrastro es que, aunque su
trabajo no le permite mucho tiempo libre, es capaz de tumbarnos a todas
bebiendo.
Con los estómagos a punto de explotar de tanta comida basura y saciados
por completo, pusimos fin a una tarde de risas, diversión y desfogue.
Acompañé a mis amigas hasta la salida y con un cariñoso achuchón y
decenas de besos, me despedí.
—Estamos para lo que necesites, ¿entendido? —susurró Renata en mi
oído.
Me sentí una estúpida por no haber confiado en ellas. Por haberlas
ocultado la verdad de nuestros problemas. Su visita consiguió alejar mis
pensamientos negativos, pero en mi cama, tumbada y rodeada de oscuridad
y silencio, la sonrisa de Claudia invadió mis pensamientos. Creí que, por
una noche, conseguiría dormir a pierna suelta.
—¿Tienes unos minutos? —Un ronco susurró me alertó de una presencia.
Encendí la luz y vi como Vera intentaba acercarse torpemente. Se
apoyaba con el hombro sobre las paredes y con la única mano de la que
disponía, cargaba su peso con la muleta para poder avanzar.
Automáticamente, salté de la cama y fui en su busca.
—¿Qué demonios estás haciendo, Vera? —La agarré por los hombros y
cerré la puerta —. No puedes andar por casa a tu antojo. Te harás daño.
—Necesitaba verte… —Con cuidado, la senté sobre la cama. Comenzó a
observar todo a su alrededor —. ¡Vaya! No imaginaba que tu dormitorio
sería así.
—¿Nunca habías estado aquí? —Negó con la cabeza —. Entonces,
¿cómo te lo imaginabas?
—Lleno de calaveras y símbolos satánicos —Sonrió —. No quería
molestar…
—¿Te encuentras bien?
Dejó de escucharme. Su atención recaía sobre la vieja fotografía que
descansaba en mi mesita de noche desde hacía diez años. Sus dedos rozaron
el marco y su semblante se tornó inescrutable. Me miró unos segundos y
una lágrima resbaló por su mejilla. Volvió a observar la foto y señaló al
hombre que abrazaba a Enzo con cariño.
—Es nuestro padre, ¿verdad? —consiguió decir, con los ojos
completamente cerrados.
—Sí…
—Hace años, encontré una fotografía de él, pero apenas era un
chiquillo… —Sus ojos se empañaron —. Cuando era una niña, me
preguntaba por qué César me trataba con tanto desprecio hasta que un día,
en el que su odio traspasó todos los límites, lo confesó a golpes —Rabiosa,
apretó el puño —. Es peor de lo que os imagináis.
—¿Qué ocurrió la noche del accidente? —Acaricié su hombro, tratando
de hacer que su dolor disminuyera —. Tuvo que ser muy traumático…
—Aún desconozco porque mi madre me sacó de casa aquella noche.
Desde que César y Sira desaparecieron de nuestras vidas, se volvió
misteriosa y solitaria —Rozó la fotografía con el dedo, rememorando la
traumática experiencia que la marcó de por vida —. Era de noche, pero la
carretera estaba bien iluminada. Mi madre aceleró, pero al girar la curva, el
coche se descontroló. Todo se volvió borroso… Cuando desperté, mi madre
había fallecido y yo me encontraba postrada en una cama sin poder
moverme.
—¿Por qué no condujiste tú? Julia no se encontraba en condiciones de
ponerse al volante aquella noche…
—Mi madre estaba perfectamente. Alterada, sí, pero nada más —Nos
miramos a los ojos —. Era abstemia.
—¿Qué quieres decir?
—El informe policial miente. No había rastro de alcohol en su sangre…
—Resopló con fuerza y emitió un leve quejido de dolor por la incómoda
postura que había adoptado —. Mi madre fue asesinada, Lluvia…
—¿Estás segura? —Asintió, sin dejar de mirar la fotografía —. ¿Por qué
no lo dijiste antes?
—¿De qué iba a servir? Soy Vera, ¿recuerdas? La mentirosa, egoísta y
problemática de este pueblo. Nadie me creería…
Con torpeza, sacó la fotografía de mi padre. La dobló y ayudándose de
sus muslos, la partió en dos. Hizo pedazos la parte en la que no salía nuestro
padre y Enzo. Me la entregó, con una fina sonrisa de tristeza. Con el único
brazo sano del que disponía, me abrazó por los hombros y apoyó la cabeza.
—Así es como debería de ser… —Señaló la mano de nuestro padre —.
¿Qué significa la calavera pirata?
—Todos portaban un anillo similar. Hubo un tiempo en el que eran
inseparables…
—Lo he visto antes…
—César también tenía uno.
—No… El de nuestro padre está abollado —Como una loca, comenzó a
rebuscar entre los pedazos rotos. Con suma atención, no desistió hasta que
encontró los trozos de Cesar y los unió —. El de César está en perfecto
estado…
—¿Y? —Arqueé las cejas, sin saber a dónde quería llegar.
—No me jodas… —susurró. Se puso en pie, agarrándose a mis hombros
y señaló a nuestro padre de nuevo—. Este anillo… — Me miró, abriendo
ampliamente la boca —. Hijo de puta…
—Vera, ¿estás segura de lo que dices?
—César se dejó muchas de sus cosas cuando se marchó, pero recuerdo
ver un anillo abollado en la buhardilla de su antiguo despacho —Me miró,
con los ojos muy abiertos —. Aún está allí…
Con la fotografía de nuestro padre y Enzo, se descubrió todo un mundo
de posibilidades. La verdad que siempre había sospechado no era más que
una mentira a la que me había aferrado. Si era cierto lo que Verá insinuaba,
el verdadero asesino de mi padre se había revelado después de tantos años.
Confusa y con un persistente martilleo que se instaló en mi cabeza, traté de
reflexionar. Vera apretó mi mano. Suspiraba con fuerza, colérica.
—Tenemos que recuperar ese anillo…
Capítulo 16 — Dos en mi corazón

Echaba tanto en falta el calor de su cuerpo, que cuando sus finas,


delicadas y suaves manos rozaron mi cuello, quise morir. Nuestros labios se
unieron, pero no me invitó a entrar. Quizás su mirada quiso expresar lo que
sentía, no lo sé, todavía me pregunto qué hice mal. Claudia tenía una faceta
de mujer impotente y dominante que fui descubriendo con el tiempo. Una
faceta que me intimidaba y me hacía muy chiquitita.
La temperatura tampoco acompañaba aquel mes de julio, pues, aunque
el calor era insoportable, el bochorno de unas nubes grises cubriendo el sol
daban al día cierta tristeza. Al menos, estaba en la mejor compañía, aunque
no fuera en las mejores circunstancias.
—Pronto me marcharé a Italia, Lluvia.
—¿Han adelantado el viaje? —pregunté, curiosa.
—En realidad, no —Su mirada ya no tenía aquel brillo tan radiante del
que me enamoré, pero seguía siendo la mujer más preciosa de todas —. Me
vendrán bien unos días de distracción antes de que comience el rodaje.
Serán unos meses muy duros y necesito estar descansada —Apretó mi
mano, con la vista al frente —. ¿Aún sigues dispuesta a acompañarme?
—Clau, yo… Tengo que estar aquí…
—¿Por qué? No te entiendo, Lluvia —Bufó —. Has hecho por ellas
todo lo que estaba en tu mano. Ahora están a salvo y tus padres las
protegerán. Mis abogados se encargarán de todo lo demás…
—Tienes que entenderlo —Intenté besarla, pero ladeó la cabeza,
dejándome con los ojos cerrados y el corazón descolocado —. Lo siento…
—Tengo que irme —Se levantó, cogió su bolso y me dio un casto beso
en los labios —. Te llamaré —Caminó unos pasos y se detuvo. Incluso a
tanta distancia podía observar cómo su respiración se agitaba —. Por cierto,
uno de mis abogados vendrá uno de estos días. Ya han redactado una
denuncia, pero necesitan tener un primer contacto con Sira antes de
proceder.
Fue entonces cuando supe que nuestro amor tambaleaba. Sabía la razón
de su malestar, del cambio de su comportamiento hacia mí, pero no tenía
derecho a presionarme.
Cuando el rugido del motor de su coche desapareció, algo en mi interior
se quebró. Ahí fue cuando comencé a mentalizarme de que en algún
momento tendría que dejarla marchar. Su inesperada visita me perturbó,
pues a pesar de todo, ella era la única que me comprendía, pero no recorrió
tanta distancia desde la ciudad hasta mi pequeño pueblo solo para verme.
Sigo creyendo que sus intenciones fueron ponerme a prueba, porque
Claudia se dio cuenta de lo que ocurría antes que yo.
Mi viejo patio era un sitio perfecto cuando necesitabas meditar, por esa
razón, después de verla marchar, continué sentada con mi colorada bebida
entre las manos. Opino que Enzo estuvo espiando tras la puerta, porque al
poco tiempo apareció a mi lado, sentándose con prudencia. Esperé a que
comenzara con su discurso, pero era uno de esos momentos en los que una
mujer no necesita ninguna opinión ajena, salvo la de una misma.
—Te he escuchado merodeando por toda la casa durante la noche —
dijo, frotando sus curtidas y ásperas manos —. El zumo de tomate te delata.
Bebiste más de la cuenta.
—Todos bebimos más de la cuenta anoche, incluso tú.
—Cierto, pero tú continuaste por tu cuenta. ¿Por qué?
—Escúchame bien, Enzo, te recuerdo que ya soy mayorcita y no tengo
que darte explicaciones, ¿entendido? —Bebí el último trago de mi bebida,
lamentándome porque no podría disfrutar más de mi delicioso zumo de
tomate hasta que mi madre volviera al supermercado —. No tienes que estar
encima de mí constantemente…
—Me preocupas, sé que esta situación te está llevando al límite—Me
miró a los ojos, seriamente —. En realidad, nos está poniendo a todos al
límite. Creo que tu corazón quiere decirte algo y…
—¿Mi corazón? —le interrumpí —. Déjate de sermones de una puta
vez, siempre sales con las mismas mierdas, Enzo —Me puse en pie —.
¡Joder, no eres mi padre, ¿vale?! —Le señalé con el dedo, furiosa —. ¡Tú
no conoces mi corazón!
—¿Y tú sí? —Me agarró por el brazo y tiró con tal fuerza, que al volver
a sentarme sentí un fuerte dolor en el hueso del culo —. ¡Suéltalo de una
vez, Lluvia! Di lo que tú y yo sabemos y échale valor…
Golpeé su hombro con mi puño varias veces. Le miré a los ojos y no me
pude contener. Abofeteé su dulce rostro, pero mantuvo la mirada en mis
ojos. Fue la única vez en mi vida que me enfrente a Enzo de esa forma tan
desagradable, tan cruel. Cuando volví en mí, mis músculos se aflojaron,
pero continuaba apretando los dientes de rabia. Enzo pasó su mano por mi
nuca y exploté.
—Sira… —Coloqué mi cara en su hombro y me aferré a su cuerpo todo
lo que pude —. No quiero amarla… ¡No quiero volver a enamorarme de
ella!
—Creo que ya lo has hecho…
—Dime que debo hacer, Enzo…
—No, cielo —Separó mi cuerpo del suyo y agarró mis manos con
cariño —. No te derrumbes.
—Lo siento… —Mis ojos, aunque cerrados, soltaron incontables
lágrimas reprimidas llenas de confusión y desesperación —. Siento lo que
te he dicho…
Escuchar mis palabras y comprenderlas fue una verdadera revelación.
No se puede luchar contra los sentimientos, contra el amor. Comprendí que
necesitaba a Sira como en el pasado, pero amaba a Claudia de corazón.
Suena absurdo, ¿verdad? Amar a dos personas de manera diferente y no
querer alejarse de ninguna. El deseo por los labios de la niña de la que
estuve años enamorada volvió a mí. Necesitaba su aliento en mi piel, sus
manos en mi cuerpo recordando como fue mi primera vez.
Descompuesta y rota por la verdad que me negaba a asumir, Enzo me
llevó a mi dormitorio. Entre las sábanas de mi cama, me sentí más sola que
nunca y con la fotografía de mi padre, susurré su nombre. Rogué su
consejo, las palabras de un muerto que nunca llegué a conocer, y cuando el
cansancio pudo conmigo, me sumí en un sueño lleno de incertidumbre.
Al despertar, la cabeza me daba vueltas. Tardé en recomponerme para
seguir luchando con mi día a día. Era más tarde de lo normal, demasiado.
Todos se encontraban en el salón, charlando mientras se escuchaba una
película de fondo. No me atreví a entrar. Al dar la vuelta y volver sobre mis
pasos, un fuerte latido de mi corazón me paralizó. Lo mejor ante esa
incómoda molestia, era darme una ducha, despejarme e intentar desconectar
de cualquier forma posible.
Para mi sorpresa, Sira se encontraba a mis espaldas, observando cómo
me susurraba a mí misma frases motivadoras que me convencieran de que
podría afrontar aquella situación. Intenté hablar, pero salí corriendo y me
encerré en el baño. No tardó en golpear la puerta con suavidad, preocupada.
—Vete, vete, vete… —susurré —. Aléjate, por favor…
—¿Lluvia?
—He dicho que te vayas…
—Cariño, ¿te encuentras bien?
Abrió la puerta y me encontró agarrada a las cortinas de la ducha,
hablando conmigo misma como una lunática. Tocó mi espalda y me giré,
lanzándome a sus brazos. Acaricié su cuello con el dorso de mi mano y lo
besé, posando los labios y saboreando su calor. Me retiró, confusa. Levanté
su camiseta de flores y dejé la palma de mi mano en su abdomen. El
corazón me latía a mil por hora y miré sus labios, los mismos que
necesitaba como el aire para respirar. Fui a besarla, pero en el último
momento, me detuve. Coloqué mi frente en la suya, aun admirando la forma
de sus apetecibles labios.
—No voy a frenarte, Lluvia. Lo sabes…
—No me hagas esto… Estás jugando conmigo.
—¿Jugar? Mi amor por ti no es ningún juego, nunca lo fue —Rozó mis
labios con la punta de su dedo índice y lo besé, cerrando los ojos —. Te
necesito…
—Debiste pensarlo antes de marcharte. Me abandonaste porque eres una
cobarde…
—No intentes dañarme, Lluvia. No funcionará conmigo —Se retiró, aún
con su dedo en mis labios —. No voy a besarte, tendrás que ser tú quien lo
haga —Fue hacia la puerta y la abrió de nuevo —. Hazte un favor, amor
mío, y termina de una vez con la incertidumbre que nos rodea.
Cuando desapareció de mi vista, todavía seguía con la forma de sus ojos
en mi mente. Reflexioné durante horas, encerrada en el baño con el calor
del agua golpeando mi piel. Sabía lo que debía hacer, alejarme de las
tentaciones y solucionar todo este embrollo de una vez por todas. Sira
tendría que desaparecer de mi vida de un modo u otro, y sabía la forma de
conseguir dicho propósito.
Vera había encontrado una forma de acelerar dicho proceso, aunque
tuviéramos que jugárnoslo todo a una carta. Un paso en falso y nuestras
acciones podrían afectar a nuestro futuro, pero lo que nos preocupaba a
ambas, era lo que descubriríamos al entrar en la boca del lobo.

* * * * * *
Suspiré varias veces, sentada a orillas de la cama. Mi dormitorio se
había convertido en nuestro punto de encuentro, un lugar donde planear al
detalle nuestros próximos movimientos. Vera tardó en llegar, ya que tuvo
que asegurarse de que todos dormían plácidamente antes de caminar con
torpeza a mi habitación. Entró sin llamar y tuve que correr para cogerla al
vuelo, pues sus torpes movimientos producto de sus heridas hacían que sus
extremidades flaquearan de manera imprevista.
—¿Preparada? —susurró. Asentí, colocándome las botas —. Tu trasto va
a hacer mucho ruido…
—No te preocupes. Pensarán que me voy de escapada a Samsara —Me
arrodillé a sus pies e introduje la cabeza en sus muslos.
—Necesitarás esto —Elevó mi rostro y me ofreció unas llaves con un
divertido llavero de un ancla con dos diminutos ojos —. Yo te guiaré, no
tienes de qué preocuparte.
—¿Le has robado las llaves de tu casa a Enzo?
—Técnicamente, es mi casa.
Besé su mejilla antes de salir a hurtadillas al exterior. Respiré antes de
ponerme mi chaqueta de cuero, coger mi mochila y sacar mi moto del
garaje. La empujé durante varios metros antes de montarme, acelerar y
poner rumbo a mi destino. Todo estaba preparado al más mínimo detalle,
pero llegado el momento, comencé a sentir un temblor de manos.
Durante el corto trayecto me imaginé mil formas posibles en las que todo
llegaría a su fin y podría retomar de una vez por todas mi vida. Aparqué
detrás de unos setos, en un parque a metros de distancia de mi objetivo.
Saqué de mi mochila una pequeña linterna, la guardé en mi bolsillo y me
enfundé un pasamontañas. Me coloqué unos finos guantes térmicos negros
y un auricular en mi oreja derecha. Antes de que mis piernas comenzaran a
moverse, marqué el número de Vera y guardé mi teléfono móvil en el
interior de mi chaqueta.
—¿Puedes oírme? —susurré.
—Alto y claro. No te despistes…
Con ojos en todas partes y bordeando cada casa hasta llegar a la puerta de
metal que me llevaría al último lugar donde quería estar, caminaba de
puntillas intentando que los nervios no me jugaran una mala pasada.
Introduje la llave con sumo cuidado, tratando de hacer el menor ruido
posible cuando la puerta emitió un sonido chirriante. Me detuve y arrastré
mi cuerpo hasta el interior del patio delantero. Esperé unos segundos antes
de continuar.
—Lluvia, al abrir tendrás diez segundos para desconectar la alarma… —
Vera pronunciaba cada palabra con calma y una perfecta entonación —.
Dirígete al panel de la derecha lo antes posible.
Tal y como mi compinche me indicó, al abrir la puerta principal una
lucecita roja comenzó a parpadear. Cerré todo lo despacio que pude y me
lancé al panel táctil. Todo estaba completamente oscuro y la luz
intermitente daba al entorno un aspecto tétrico y misterioso.
—Vera, ¿cuál es la clave? —dije, más alto de lo que en realidad quise.
—Cinco, seis, cuatro, dos, dos, nueve, uno, tres… —Fui marcando los
números lo más rápido que pude —. Al finalizar, marca la casilla de color
verde.
—Eso ya lo sé, no soy imbécil…
Cuando el panel dibujó un candado abierto y la lucecita intermitente de
color rojo desapareció, me arrodillé en el suelo agarrándome el pecho. La
tensión a la que estaba siendo sometida tenía a mi corazón bombeando
sangre a toda velocidad. Encendí mi linterna y enfoqué en cada rincón.
—¿Y ahora? —pregunté, tratando de adaptar mis sentidos al lugar.
—Segunda planta, tercera puerta a la izquierda. No enciendas las luces,
Lluvia.
Con la ayuda de la luz que proporcionaba mi linterna, subí hasta la
segunda planta. La energía que transmitía era extraña, oscura y fría. Una
sensación que me agitaba por completo. Abrí la puerta que me indicó y la
dejé abierta de par en par. Todo estaba cubierto por una fina capa de polvo.
Los muebles, viejos y deteriorados, daban la sensación de estar en una
habitación abandonada. Sin lugar a duda, desde la marcha de César, nadie
entró en su despacho.
—¿Ves la trampilla en el techo?
—Sí…
—Tira de la cuerda, pero ten cuidado. Hace años que nadie sube ahí
arriba, puede que la estructura esté dañada.
—¿Cómo se supone que voy a llegar ahí arriba?
—Deberías ver una banqueta en algún lugar…
Busqué por la zona. Cada paso que mis pies daban al frente, conseguían
causarme un tembleque por todo el cuerpo. Miré en el escritorio de caoba,
donde cientos de documentos desordenados estaban esparcidos. Debajo,
había una pequeña banqueta desgastada. La utilicé para llegar hasta la
trampilla. Tiré de la cuerda con fuerza. Una escalera de madera se fue
asomando hasta llegar al suelo. Alumbré con la linterna al hueco que daba
al interior de la buhardilla. Subí con sumo cuidado, ya que el crujir de los
escalones me advirtió que podrían romperse en cualquier momento. Apoyé
una mano y mi linterna me reveló una enorme estancia vieja y sucia, llena
de cajas y muebles. Tardé unos segundos en sacar el valor suficiente para
incorporarme. Por una diminuta ventana circular, la luz de la luna penetraba
al fondo, lo que daba al habitáculo un toque tétrico.
—Dirígete al fondo. Verás un enorme armario de doble puerta.
Revisando cada rincón con la boca completamente seca, comencé a
escuchar mi respiración. Divisé el armario que Vera me indicó y sentí un
chillido a mis espaldas, agudo y chirriante. Me giré con rapidez, enfocando
en todas direcciones. Con el corazón a punto de salir por mi boca y un
temblor inevitable de manos, escuché un fuerte golpe a mi derecha.
Rápidamente, mis manos dirigieron la luz de la linterna a la procedencia del
sonido. Un cuadro yacía en el suelo, junto a un pequeño ratón sobre dos
patas, observándome con curiosidad. Grité y me cubrí la boca con las dos
manos.
—Lluvia, ¿estás bien?
—Joder, hay ratas…
—¿Qué?
—Qué tienes ratas en casa…
—Es una buhardilla, no me des estos sustos.
—Tengo que salir de aquí, Vera. Me dan fobia estos bichos.
—Céntrate, joder —suspiró —. ¿Estás en posición?
—Sí —Comencé a escuchar ruidos por todas partes, puede que reales o
puede que producto de mi imaginación —. Vera, ¿qué hago ahora?
—Debajo del armario tendría que haber una caja de cartón azul con las
solapas rotas.
—¿Qué?
—Mete la mano y…
—¡Ni de coña, Vera! No voy a meter la mano debajo de ningún sitio.
—No alces la voz. Haz lo que te digo y deja de protestar, no tenemos
toda la noche…
Cerré los ojos, junté las manos e inspiré aire con insistencia. Me
arrodillé en busca de cualquier peligro bajo el armario, pero no conseguía
alumbrar bien. Me quité el pasamontañas, lo dejé a un lado y me froté los
ojos. Sin pensarlo más, introduje la mano, palpando en el hueco rugoso
lleno de polvo y pelusas e hiperventilando. Cuando mis dedos rozaron la
superficie de lo que parecía ser una caja, la agarré y tiré. Sonreí levemente
al no haberme encontrado con ningún monstruito de ojos saltones y cola
alargada, pero me llevé un vuelco al observar que, junto al cuadro caído, el
curioso ratón había desaparecido.
Segundos después, me centré en mi objetivo. La cajita que portaba entre
mis manos estaba arrugada y llena de agujeros. La abrí con cuidado. Viejos
papeles sin importancia fue lo que obtuve en mi búsqueda, hasta qué,
reconocí el anillo abollado de mi padre. Con curiosidad, lo envolví en mi
mano y cerré los ojos. Recordé el rostro de mi padre; la mirada de un
hombre que nunca conoceré. Coloqué el anillo en mi dedo pulgar, tal y
como vi que él lo portaba en la vieja foto que descansaba en mi dormitorio.
Volví a revisar el interior de la caja. Encontré una fotografía de mi padre
junto a César. Salían sonriendo y abrazados por los hombros cuando eran
unos niños. En el reverso, unos números estaban escritos en una letra casi
ilegible. Reflexioné unos minutos. La reacción al ver el rostro de mi joven
padre me dejó casi sin respiración.
—Lo tengo… —susurré —. ¿Disponéis de caja fuerte?
—En el dormitorio de mi madre. Primera planta, al fondo.
Dejé la caja en su sitio. Volví sobre mis pasos, pero al acercarme a la
trampilla, el odioso ratón curioseaba alrededor. Me miró cuando le enfoqué
con la linterna. Se frotó las patas delanteras; parecía no tener miedo. Hice
aspavientos con la mano para asustarle, pero ni se inmutó. Di un pisotón en
el suelo y cuando salió despavorido, bajé a toda prisa.
Con pasos lentos, pero decididos, seguí las indicaciones de Vera. Al
entrar en el dormitorio de Julia, percibí un leve olor a rosas. La cama de
matrimonio estaba deshecha y todo se encontraba desordenado. En el suelo,
descansaban multitud de prendas de ropa y los armarios estaban abiertos y
revueltos.
—En el armario más pequeño, hay un doble fondo de pared.
Encontrarás una caja fuerte de color verde —dijo Vera.
Rebusqué con convicción, centrada en mi objetivo. La caja fuerte estaba
desgastada y costaba distinguir los números para introducir la clave. Con la
fotografía en la mano, introduje varias veces la clave para acceder al
interior, pero era incorrecta. Decepcionada, pensé durante unos minutos que
podrían significar aquellos números.
Antes de salir, eché un vistazo por los alrededores. Entre las sábanas,
había un pequeño portátil abierto y conectado a un cargador. Al deslizar el
dedo en el panel táctil, el salvapantallas iluminó la estancia. Me senté y
busqué alguna pista. Todo lo que parecía haber eran fotografías viejas,
facturas y cientos de libros descargados. Consulté el historial del navegador
y sus últimas búsquedas trataban sobre un viejo hotel en la ciudad de
Estocolmo horas antes del accidente. Fotografié con mi teléfono móvil la
pantalla y, de paso, el estado en el que se encontraba el dormitorio.
—Lluvia, recuerda dejar todo exactamente cómo te lo has encontrado.
Me coloqué de nuevo el pasamontañas y con cuidado de no ser vista,
volví hasta mi moto. El cielo rugió y una leve lluvia comenzó a caer. Antes
de que las condiciones climáticas empeorasen, volví hasta mi hogar todo lo
rápido que pude.
Vera me esperaba en la misma posición que la dejé y noté un cierto
nerviosismo por su parte. Me abrazó en cuanto me vio, preocupada. Era
raro, pero poco a poco, estábamos forjando un cercano vínculo familiar.
Acarició el anillo que descansaba en mi dedo pulgar y sonrió. Le mostré la
fotografía que encontré.
—¿Sabes que pueden significar estos números? —pregunté, agitada.
Negó con la cabeza y posó su mano en mi cadera —. Puede que tengamos
una pista…
—No tenemos nada, Lluvia. Todo esto ha sido una pérdida de tiempo —
Me arrebató la fotografía —. Yo la guardaré.
—Encontramos el anillo de mi padre entre las pertenencias de César…
—¿Y? —Nos miramos fijamente —. Prueba que él lo mató, pero no nos
servirá ante un juicio. Solo que cometiste allanamiento de morada.
—Con tu consentimiento… —Me mordí el labio, pensativa —. ¿Estás
convencida de que César trató de asesinaros?
—¿Acaso lo dudas? —dijo, con sarcasmo.
—Quizás en el coche donde viajabais haya alguna prueba. Algo con lo
que dar para terminar con todo esto…
—Es posible, pero estará en el depósito municipal de vehículos. No será
fácil colarse como si nada.
—Déjamelo a mí. Hay varias personas que podrían ayudarme…
Ambas estábamos rabiosas. Descubrir que todo apuntaba a que César
fue el verdadero asesino de nuestro padre, lo cambió todo. Necesitábamos
pruebas para constatar la verdad, pero no teníamos nada con lo que
incriminarlo. Aunque habíamos avanzado, necesitaríamos algo más
contundente para encerrar al cabrón que amenazaba el bienestar de mi
familia. Haría lo que fuera necesario por llegar hasta el final, por
desmantelar los planes de César y que todos volviéramos a retomar nuestras
vidas. Ahora, más que nunca, estaba preparada para hacer todo lo posible
por honrar la memoria de mi padre.
Capítulo 17 — Un plan casi perfecto

Uno de los privilegios de vivir en mi pequeño pueblo, es poder admirar


el despejado y maravilloso cielo de una noche de verano. Intimidante y
satisfactorio, un relajado paseo por las estrechas y antiguas calles consiguió
desviar mis malos pensamientos. A mi lado, Claudia se mantenía rígida.
Parecía que mi presencia la incomodaba, pero no tenía el valor suficiente
para preguntar. Su mano apretaba con fuerza la mía. No había el mismo
cariño y ternura que semanas atrás. Nuestras conversaciones se basaban en
su día a día, bastante resumidas, y en las dos mujeres que compartían mi
vida. Hacía muchos días que no sonreía con su naturaleza radiante y
particular, lo que provocaba una agónica inquietud permanente en mi
interior.
Después de que dos de sus abogados, más estirados que otra cosa,
tuvieran una primera toma de contacto con Sira y redactaran una elaborada
y estudiada denuncia, necesitaba desesperadamente airearme. En un
principio, las dudas se hicieron presa de sus intenciones y por un momento,
todos pensamos que se echaría atrás. El proceso judicial ya estaba en
marcha, pero tendríamos que andarnos con mil ojos para no cometer ningún
error. Vera y yo seguíamos con la labor de buscar respuestas por nuestra
parte.
—Te echo de menos, Clau —susurré, hundiendo mi rostro en su cuello y
aspirando el dulce olor que emanaba de su piel —. ¿Cuándo volveremos a
vernos?
—Aún no lo sé…
—Joder —suspiré.
—Lluvia, sabes bien que tengo mucho trabajo y preparo un viaje para
dentro de unos días —Me apartó con suavidad. Me miró a los ojos, pero
esquivé su profunda y cargante mirada —. ¿Tienes algo que decirme?
—No…
—Lo suponía —Meneó la cabeza. Fue a hablar, pero en su lugar, me
regaló un casto beso en los labios —. Descansa, amor mío. Te veré antes de
partir a Italia…
Aguanté mis ganas de llorar, gritar y romper con todo. ¿Qué hacer ante
una situación que no sabía cómo manejar? Lo de siempre, beber en el
pequeño patio de mi casa. Al salir, con dos latas de cerveza bien frías, Sira
recogía la ropa de la cuerda y la doblaba con delicadeza, para después
comenzar a tender una nueva tanda. Me senté bruscamente, ofreciendo mi
espalda como saludo.
—Vera pregunta por ti —dijo, únicamente prestando atención a su labor
—. Últimamente, habláis mucho…
—¿Cuál es el problema?
—Qué conociéndote como te conozco, diría que estáis tramando algo.
—No me conoces, Sira. Ya no soy una niña insegura y asustadiza —Abrí
la primera lata de cerveza de la noche, degustando la burbujeante y amarga
bebida que conseguía que todo fuera más fácil —. Las personas cambian,
deberías saberlo mejor que nadie.
—¿Sabes qué? —Se acercó como una bala a mi posición y colocó sus
labios cerca de mi oído —. Estoy harta de tus groserías, Lluvia.
Se marchó, y como siempre quise decir algo para quedar por encima,
pero no quería estropear más la situación, de modo que lancé palabras
venenosas y dañinas para mí misma. Cuando sentí que la brisa de la noche
me destempló, fui a la cocina y cogí una pequeña botella de agua. Miré mi
solitario dormitorio segundos antes de darme la vuelta y tumbarme en la
cama con mi hermanita que, al estar de vacaciones, aún seguía despierta,
remoloneando.
—¿No puedes dormir, enana? —No tardó en acurrucarse encima de mi
cuerpo.
—No…
—¿Te preocupa algo? —Comencé a hacer diminutos circulitos en sus
morenos y suaves brazos.
—¿Claudia ya no me quiere?
—¿Por qué dices eso?
—Apenas viene a verme —Hizo un puchero y cogió aire con fuerza —.
Hoy no me ha dado mimos y creo que se ha olvidado de su promesa.
—Aún no me has dicho que te prometió.
—Es un secreto —Me miró, dulce, pero a la vez, triste.
—Verás, renacuaja —Besé su frente y la abracé —. Claudia trabaja
mucho y tiene muchas cosas en la cabeza, pero te quiere. En unos días, todo
volverá a ser como antes, ya lo verás.
Odiaba mentir, sobre todo a mi hermanita. No quise decir lo que sentía,
lo que pensaba ante el repentino cambio de mi novia, pero cada día que
pasaba, más me convencía de que Claudia terminaría por salir de nuestras
vidas.

Cuando abrí los ojos, Enoa dormía abrazada a una de mis manos. Salí de
la cama, me desperecé y fui directa a servirme un buen desayuno. Cuando
me serví un café caliente y un par de tostadas con tomate y jamón serrano,
Vera apareció como por arte de magia.
—Joder, Vera, eres desesperante —La ofrecí una silla, la ayudé a sentarse
mientras colocaba su pierna rota en lo alto de la mesa y se agarró el
costado.
—Necesito moverme, Lluvia —Besó mi mano —. ¿Estás dispuesta a
seguir adelante? —susurró.
—Sí, pero esta vez te mantendrás al margen. Deja que me encargue de
todo, no estaré sola —La ofrecí una de mis tostadas y dio un bocado con
ganas.
—Gracias… —Me miró fijamente, analizándome. Hizo el típico gesto
suyo cuando no sabía qué decir; proyectar su mentón en mi dirección, con
chulería —. Está bien, pero me mantendrás informada.
Cómo buen sábado por la tarde, dediqué mi día libre a jugar con Enoa.
Últimamente, parecía estar todo el día pensando en las musarañas y no
quería que se viera afectada por la situación que nos envolvía. Después de
una buena comilona y una reconfortante siesta, decidí darme una ducha y
prepararme para ir a Samsara, aunque esa vez, no era por placer.
Arranqué mi moto, pero antes de colocarme el casco, Sira se colocó en
medio, impidiéndome salir. Cruzó los brazos y con la mandíbula apretada,
se acercó. Puse los ojos en blanco antes de cerrar el puño y controlé la mala
leche que empezaba a dominarme.
—¿Qué quieres, Sira?
—¿Qué demonios hay entre mi hermana y tú? —No contesté —. No soy
idiota, Lluvia. Tarde o temprano, me enteraré de lo que estáis tramando.
—Solo intentó hacer que todo sea más fácil.
—¿Y ese anillo?
—No es asunto tuyo, Sira —Me coloqué el casco —. No te metas en mi
vida.
Con un fuerte acelerón, puse rumbo a Samsara sin mirar atrás. Me sentía
fuera de lugar, fuera de todo lo que siempre fui. Hablar con tanta amargura
y condescendencia a Sira, me hacía más daño a mí que a ella, pero mis
intenciones eran alejarla de mi lado, aunque fuera de la forma más
miserable y dañina posible. En el fondo de mi corazón, sabía que era tarde;
Sira había despertado en mí unos sentimientos que se volvieron a grabar
con fuego.
Al abrir las puertas de mi rinconcito, sentí un profundo alivio. El jolgorio
que había me llevó a pedirme una cerveza mientras, con una dulce mirada y
una caricia en mis mejillas, Renata sonreía ante mi repentina aparición.
Fueron muchos los días que extrañé aquel lugar, el sitio donde tantos
recuerdos y buenas anécdotas guardaba. Para mí, era como si hubieran
pasado años desde mi última visita.
—Por fin te dignas a aparecer —Aitana bordeó la barra, se lanzó a mis
brazos y besó mi cuello. Por un segundo, estuve a punto de llorar —. Te
echamos de menos, bollera. ¿Cómo va todo?
—Podría ir mejor…
La nueva empleada de Renata, Kira, me saludó manteniendo las
distancias. Por lo que Renata comentó minutos después, aún seguía
impactada desde que, en la borrachera en la que perdí toda la razón, la besé
a traición. Era una jovencita muy agradable y dulce, bastante tímida e
insegura para un trabajo como aquel. No me sentía avergonzada, había
pasado demasiado tiempo como para seguir con una tontería semejante
rondando mis pensamientos.
Kira era una chiquilla muy adorable, y se enrojecía bruscamente cuando
nuestras miradas se encontraban. Por su forma de moverse y comportarse,
parecía tan torpe como inexperta. En ocasiones, sus grandes ojos se
mostraban apagados, como si tuviera un pensamiento persistente que la
impedía ser ella misma. Renata me contó, entre cuchicheos, que en mi
ausencia se convirtió en una más del grupo.
Controlé la cantidad de alcohol, no quería terminar piripi y olvidarme
del verdadero objetivo de mi visita. Fue alrededor de medianoche, tan
pronto como los clientes abandonaron el local, algunos con ayuda y otros
por su propio pie, cuando me dispuse a llevar a cabo mi cometido.
Renata cerró Samsara para nosotras cuando Kira se marchó, finalizando
su turno, y nos preparó un delicioso picoteo. Con mi tercera cerveza en la
mano y pensando cuáles serían mis siguientes palabras, sentí las miradas de
mis amigas. A medida que iba relatando el nuevo plan que quería llevar a
cabo, más ridícula me sentía. ¿A qué estaba jugando? Para mi sorpresa,
ninguna insistió en que eliminara mis intenciones de realizar dicha labor.
—Sabes que no eres agente secreto, ¿verdad? —dijo Renata, con sorna.
—A ver si lo he entendido bien, Lluvia —Aitana chasqueó la lengua y
ladeó la cabeza, tosiendo. Lanzó una risita de incredulidad y me miró —.
Pretendes que nos colemos en una propiedad privada que, probablemente,
esté completamente vigilada para rebuscar entre los escombros de un
vehículo, ¿me equivoco? —Asentí —. Un vehículo que aún sigue siendo
una prueba policial…
—Chicas, Julia fue asesinada y por poco, también mi hermana Vera.
—¿Cuándo has admitido que Vera es tu hermana? —Aitana miró a
Renata y después a mí.
—Eso es lo de menos —Di un golpe en la mesa —. Puede que
encontremos una prueba que incrimine a César. Si es cierto lo que creo, el
vehículo de Julia fue manipulado —Suspiré y di un gran trago a mi cerveza
—. No podemos confiar en el jefe de policía, tengo que hacer esto por mi
cuenta.
—¿De verdad piensas que el jefe de policía arriesgaría su impoluta
reputación así? —dijo Aitana, tratando de comprenderme —. No sé, Lluvia,
todo esto parece fuera de lugar.
—Bueno —intervino Renata —, Lluvia no anda mal desencaminada
con nuestro querido jefe de policía.
—¿Qué quieres decir? —pregunté, curiosa —. ¿Qué sabes sobre Lucio?
—¿Recordáis cuando abrí este negocio y me trasladé aquí? —Aitana y
yo asentimos a la vez —. Pues bien, tuve un problema con las licencias. El
ayuntamiento se negó a darme los permisos para una reforma tan grande en
este pueblo y… —Se rascó la cabeza —. Lucio se ofreció a solventar la
situación a cambio de… —Se calló y mordió su labio inferior.
—¿A cambio de qué? ¡Suéltalo de una vez, Renata! —Aitana se puso en
pie, furiosa e impaciente.
—De cierta cantidad de dinero.
—¿Cuánto dinero? —Nuestros ojos conectaron.
—Bueno, digamos que tuve que solicitar una ampliación de la hipoteca
para poder pagarle —Se encogió de hombros —. Mucho dinero. ¿Cómo
creéis que monté un local de este estilo en un pueblo con tanto retrógrado?
—La madre que te trajo, Renata —protesté —. ¿Cómo pudiste confiar
en un tipo como Lucio? Podrías haber salido muy mal parada…
Teníamos una prueba que señalaba en dirección a Lucio, nuestro jefe de
policía, como un hombre corrupto. Poco a poco, todo comenzaba a tomar
forma, pues nada era como en un principio supusimos. Mi pequeño pueblo,
a pesar de ser un lugar encantador lleno de naturaleza y vida, era un sitio
lleno de secretos.
—Digamos que nos apuntamos a tu aventura, Lluvia —dijo Aitana tras
unos minutos de reflexión —. Nos colamos en el depósito municipal de
vehículos y llegamos hasta nuestro objetivo, y después, ¿qué? —Crujió los
dedos de sus manos —. ¿Cómo averiguamos que el vehículo de Julia fue
manipulado?
—Tiene razón —intervino Renata —. Ninguna de nosotras tiene idea de
por dónde empezar a buscar…
—Lo sé, por eso necesitamos a alguien con altos conocimientos de
mecánica —dije, con una chulesca sonrisilla. De repente, varios golpes se
escucharon en la entrada de Samsara —. Y llega justo a tiempo.
Renata fue a recibir a la misteriosa persona que esperaba al otro lado de
la entrada. Mis curiosas amigas no tardaron en mirarse a los ojos, incrédulas
ante el chico que se mostraba impaciente al otro lado. Aitana puso los ojos
en blanco, pues Moro nunca fue de su agrado. Por compromiso, la dueña de
Samsara le ofreció una cerveza fría y pronto todos nos reunimos en la mesa
donde llevábamos horas debatiendo nuestra incursión.
—¿En serio, tía? ¿Moro? —Aitana bufó —. ¿Se te ha ido la olla?
—Es uno de los mejores mecánicos de la zona —dije, dándola a
entender que no soportaba su odio hacia mi compañero de pesca —. ¿Qué
coño tienes en contra de él?
—¡Joder, mírale! Es un crío —Comenzó a mover las manos con
rapidez, lanzando aspavientos en mi dirección —. Además, tiene pinta de
delincuente.
—¡Eres una racista! —protestó Moro —. Para tu información, llevo
desmontando motores desde los diez años. Mi padre tiene un taller de
mecánica y nunca le ha faltado el trabajo.
—¡Oh, sí! Todos sabemos que tu papaíto tiene un taller estupendo —Se
levantó y le señaló con el dedo —. ¿Y qué? ¡Eres un niño!
—¡Aitana! —Renata golpeó su mano y la hizo sentar de un fuerte
empujón.
—Vale, haré como que esto no ha sucedido —Miré a Moro fijamente a
los ojos, que se mantenía a la defensiva con la vista clavada en Aitana —.
¿Puedes identificar si un vehículo ha sido manipulado?
—Depende —Puso los ojos en blanco —. Hay muchas maneras, pero
puedo intentarlo —Dio unos golpecitos con los dedos en la mesa —. Pero,
eso no es lo que me preocupa —Se inclinó —. Veréis, he estado cientos de
veces en el depósito de vehículos. Tienen cámaras de seguridad en ambas
entradas y varios seguratas las veinticuatro horas. No será fácil colarse sin
ser detectado… No quiero volver a tener problemas con la ley.
—¡Te lo dije! —Aitana golpeó la mesa y se levantó —. ¡Es un
delincuente!
—No te preocupes por eso, lo tengo bajo control —Coloqué mi mano
en su hombro, tratando de calmar sus nervios ante la reacción de mi
exagerada y quisquillosa amiga
—No sé, Lluvia —Lanzó una mirada furiosa a Aitana y después, dejó
caer el peso de su cuerpo en la mesa —. Sé quién es el propietario del
depósito municipal de vehículos y es un maniático de cuidado. Si nos
cogen, nos hará la vida imposible.
—Tranquilo, ese hombre no será un impedimento.
—¿Sabes quién es?
—Sí, y hasta hace poco me acostaba con su mujer —Los miré a todos, de
uno en uno —. Ha accedido a echarnos una mano…
—Joder, Lluvia —Renata me miró con media sonrisilla de lado —. A
veces das miedo, bonita.
Puede que ante todos diera a entender que no había cabos sueltos en mi
absurdo plan, pero la verdad era que estaba siendo elaborado sobre la
marcha y sin tener en cuenta factores que podrían perjudicarnos. La
realidad era que estaba aterrada, muerta de miedo, y no solo por mí. Jamás
me perdonaría que mis amigas y mi dispuesto compañero salieran
perjudicados, pero el tiempo se agotaba y no tenía más remedio que
tomarme la justicia por mi mano.
Capítulo 18 — Lluvia sobre mojado

A las afueras del pueblo, estacioné mi moto en la parte trasera de una


gasolinera. Mi destino estaba a medio kilómetro de distancia. La ruta más
rápida era atravesar un oscuro camino en la soledad de la noche. Agarrada a
mi mochila de cuero, anduve a toda prisa por terrenos irregulares. La leve
brisa de la noche y el silencio, otorgaban cierta paz. Justo lo que necesitaba
antes de embarcarme en mi cometido.
A lo lejos, pude divisar el depósito municipal de vehículos, pero aún no
era mi destino. Bordeé la zona industrial hasta llegar al vehículo donde me
esperaban. Desde aquella distancia, refugiadas en el inicio de un caminito
que llevaba a una de las playas más transitadas del pueblo, mis compinches
me esperaban, impacientes. Sobra decir que, al entrar en el vehículo de
Renata y sentarme en el asiento trasero junto a Moro, Aitana ya estaba
resoplando, con su característico y pronunciado mal humor.
—¿Dónde te has metido? —protestó, observándome a través del espejo
retrovisor.
Hice oídos sordos; cuando estaba de mal humor, lo mejor era ignorarla.
Todos mirábamos al frente, donde una pequeña garita de seguridad se
iluminaba en la entrada del depósito municipal de vehículos. Desde aquella
distancia, no conseguíamos ver nada a través de los ventanales, pero estaba
claro que había alguien en su interior. Embobadas y alertas a cualquier
desconocido que pudiera percatarse de nuestras intenciones, todos nos
sobresaltamos cuando la puerta trasera del vehículo se abrió y de un golpe
de caderas, Irene se colocó a mi lado. Portaba, en sus delicadas y cuidadas
manos, una bolsa de papel de color caqui. Nos miramos unos segundos,
para dar pie a un cálido abrazo.
—Gracias por esto, Irene —susurré en su oído.
—¿Qué llevas entre las manos? —dijo Renata, guiñando un ojo a modo
de saludo —. Huele a nata…
—Bocaditos rellenos de nata y cabello de ángel —dijo, atusándose el
pelo con una mano.
—¡Genial, me muero de hambre! —Aitana se giró en el asiento delantero
y trató de agarrar la bolsa con su particular falta de educación. Irene la
protegió con las manos.
—¡No son para ti! —protestó —. Son para el personal de seguridad.
—¿Vas a ofrecerles bollitos? —pregunté, sin comprender.
—Sí —Sonrió con picardía, clavando en mi mirada sus hermosos ojos
claros —. Llenos de somníferos. Así podréis colaros sin ser vistos…
—¿En serio? —intervino Aitana —. Creí que utilizarías técnicas más…
¿Atrevidas?
—¿Qué insinúas? De verdad te digo, Aitana, que el día que te muerdas la
lengua te vas a envenenar.
—Irene… —Coloqué la mano en su muslo y pude notar como sus
pupilas se dilataban —. No quiero que corras ningún peligro. Si ves que
todo se complica, quiero que salgas por patas.
—Tranquila —Besó mi mejilla —. Sigo siendo la mujer del jefe,
¿recuerdas? Aún tengo acceso ilimitado a las instalaciones. Fingiré una
visita sorpresa para acceder a su despacho con cualquier excusa, no
sospecharán nada —Sentí el inmenso cariño que aún sentía por mí. Agarró
la maneta de la puerta y nos miró a todos, uno por uno —. Vamos, no
tenemos tiempo que perder.
Todos bajamos del vehículo y seguimos a Irene, a excepción de Renata.
Su misión era la más sencilla, pero necesaria. Aguardaría atenta a nuestra
llegada, por sí en algún momento todo se torcía y teníamos que huir lo más
rápido posible.
Agazapados, bordeamos el muro lleno de grafitis del depósito municipal
de vehículos. En la parte trasera, con mil ojos en todas direcciones,
llegamos a un enorme portón doble y de una altura considerable. La garita
de seguridad se encontraba a escasos metros de nuestra posición, por lo que
deberíamos tener cuidado de no llamar la atención. Observé el rostro de
Moro que, a pesar de la agradable brisa de verano, sudaba a chorros.
—Esperad aquí —susurró Irene —. ¿Recuerdas las indicaciones que te
di?
—Sí —Cerré los ojos y me llevé una mano a la cabeza, tratando de
recordar —. Tenemos que llegar al fondo y girar a la derecha. La puerta
trasera tiene que quedar a nuestra izquierda…
—Exacto, amor mío —Acarició mi mano con cierto recelo de ser
rechazada, nerviosa —. Debajo de un techado es donde encontraréis los
vehículos siniestrados —Me regaló una sonrisilla y se atusó el pelo —.
¿Cómo estoy?
—Preciosa, como siempre…
—¡Uf! —Miró al frente —. Lluvia, no dejes de mirar la cámara de
seguridad.
Irene golpeó la puerta de la garita de seguridad, que no tardó en abrirse.
Tan amigable como siempre, saludó enseñando la bolsa que portaba en sus
manos. Pronto fue invitada. A través de la ventana, nos guiñó un ojo y
desapareció junto a uno de los guardias de seguridad.
—Dos pescadores, una camarera y una puta loca inestable. ¿Qué puede
salir mal? —susurró Aitana, a punto de sufrir un parraque por la tensión que
sufríamos.
—Joder, Aitana, eres infinita…
Mi atención recaía en la cámara de seguridad que enfocaba a las puertas
que teníamos ante nosotros, colocada estratégicamente en un mástil en lo
alto del muro. Sin despegar los ojos del aparato que se movía levemente a
los lados, comencé a suspirar. Los minutos parecían horas y seguimos
durante demasiado tiempo sin acceso a las instalaciones.
Cuando estuve a punto de perder toda esperanza, la luz verde fija de la
cámara de seguridad se apagó. Observé durante unos segundos, para
asegurarme de que sus movimientos habían cesado. Una vez que estuve
convencida de que estaba desconectada, me relajé, aunque aún quedaba la
peor parte.
—Bien, chicos —susurré —. Colocaos los pasamontañas, no tenemos
mucho tiempo.
Con nuestros rostros cubiertos, Moro apoyó la espalda en el portón y con
la ayuda de sus manos me impulsó con fuerza. Me agarré como pude, ya
que la oxidada entrada era resbaladiza, y salté sin saber muy bien donde
caería. Al aterrizar, intenté agudizar mis sentidos a la oscuridad, pues el
lugar solo se iluminaba con unos diminutos farolillos en el suelo, mostrando
un camino irregular lleno de gravilla.
Segundos más tarde, Aitana cayó a mi lado, pero para su mala suerte no
consiguió plantar los pies correctamente y aterrizó con el culo. La ayudé a
incorporarse, más preocupada porque Moro consiguiera saltar, que por el
porrazo que se dio Aitana. Con gran habilidad, mi exótico amigo apareció a
mi lado, como si de un superhéroe se tratase.
—Se te da bien saltar vallas, ¿verdad? —susurró Aitana con ironía.
—Vete a la mierda…
—¿Queréis callaros los dos? —Golpeé su hombro.
Con el corazón bombeando sangre a un ritmo alarmante, pusimos rumbo
por el laberinto que teníamos ante nosotros. Cientos de coches descansaban
en cada rincón, al parecer, sin organización. Me ceñí a las indicaciones de
Irene, rezando internamente por no llegar a un camino sin salida.
Recorrimos el interior con lentitud, pues temíamos que en cualquier
momento fuéramos descubiertas. No dudaba de la habilidad de Irene para
engatusar a los demás, pero un paso en falso nos llevaría directamente a la
cárcel.
A lo lejos, un techado de metal, desgastado y descolorido se presentó en
mi campo de visión. Miré a la izquierda y vi la puerta trasera de las
instalaciones. Caminamos sin bajar la guardia en busca del vehículo de
Julia. Entre decenas de coches completamente destrozados, recaí sobre uno
en particular. El único que tenía un cordón policial que lo separaba de los
demás. Aitana fue la primera en acercarse.
—Es este, Lluvia…
—Joder… —Me llevé las manos a la boca —. Está irreconocible.
El vehículo que teníamos ante nuestros ojos no era más que un amasijo
de hierros que había perdido su forma original. Al imaginarme el terrible
accidente que tuvieron que sufrir Vera y su madre, un nudo se formó en mi
estómago. La parte frontal estaba completamente aplastada, con el motor
sobresaliendo por el suelo. El techo estaba completamente abollado y
debería de tener cuidado de no cortarme con los restos de cristales que aún
se aferraban a los bordes de la ventanilla. Pero aquello no fue lo peor de
todo. Al sacar mi linterna y alumbrar el interior del asiento del conductor,
pude divisar con total claridad manchas de sangre seca.
—Aitana —Señalé la puerta trasera —. Vigila desde allí.
Mi quisquillosa amiga fue directa a uno de los vehículos cercanos a la
puerta principal y se agazapó con la vista en todas direcciones. Fui al
asiento del copiloto e intenté abrir la puerta. Hice toda la fuerza posible,
pero no cedió. Con cuidado de no cortarme con ningún trozo de metal o
cristal, introduje mi cuerpo hasta la cintura. Conseguí, a duras penas, abrir
la guantera. Estaba vacía. Inspeccioné por los alrededores hasta que, por
casualidad más que por otra cosa, encontré un sobre blanco debajo del
asiento.
Con gran curiosidad, abrí aquel misterioso sobre y saqué dos billetes de
vuelo. El destino era Estocolmo, exactamente para la noche en la que Julia
tuvo el accidente. Todo empezó a cobrar sentido en mi cabeza, pues estaba
claro que la noche del accidente, Julia intentaba huir del país. Sin más
dilación, guardé los dos billetes en mi mochila de cuero. Le entregué a
Moro mi linterna y nos arrodillamos en el frontal del vehículo.
—Moro, ¿qué hiciste para tener problemas con la ley?
—Una estupidez —Me miró un segundo y arrastró su espalda por el
suelo hasta introducirse por completo debajo del vehículo —. No tenía
mucho dinero y quería impresionar a una chica. Robé un par de refrescos en
un supermercado y me trincaron. Tenía doce años…
—Joder, Moro —Reí ante su inocencia —. Eres de lo que no hay…
Moro trasteaba debajo del vehículo en busca de alguna pista que
confirmase la teoría de Vera, aunque para ser sincera, no hacía falta ninguna
prueba para que creyera sus palabras. Mi joven amigo, tras un largo periodo
en una postura imposible, solicitó mi smartphone. Mientras hacía
fotografías a las entrañas del vehículo, observé como Aitana venía hacia
nosotros. Nunca lo reconoció, pero temblaba de pánico. Se aferró a mi
brazo y agachó la mirada.
—Chicas, creo que lo tengo —Moro salió con torpeza, ya que no tenía
mucho espacio para moverse —Mirad —Me enseñó mi teléfono móvil y
comenzó a pasar fotografías con gran rapidez, explicándonos tecnicismos
que no comprendíamos —. Aquí, ¿lo veis? —Señaló un montón de
amasijos de hierros cubiertos de un negro y espeso aceite.
—¿Ese cable? —pregunté, confusa.
—No es un cable, es la manguera de los frenos —Me miró, impaciente
—. Está cortada…
—¿Cómo puedes estar seguro? Pudo romperse en el accidente.
—Lo dudo, observa —Señaló el extremo de la manguera en la fotografía
—. Es un corte limpio, demasiado perfecto —Sonrió y alzó el puño,
victorioso —. Todo cuadra. Julia arrancó su coche y siguió en línea recta
por la calle de su casa a toda velocidad, pero al llegar a la curva, los frenos
no respondieron. Esa es la causa del accidente.
—Eres un puñetero genio, Moro.
Un ruido cercano nos alertó de una presencia no bienvenida. Nuestra
primera reacción fue agacharnos, pero la silueta que se movía con sigilo a
nuestras espaldas nos petrificó. Irene se acercó a nosotras. Sofocada, trató
de recobrar el aliento.
—Tenemos que irnos —Su falta de aliento reveló su escasa resistencia
física —. Uno de los guardas se ha zampado todos los bollitos, pero
desconozco el paradero del segundo.
Guardé mi teléfono móvil en la mochila de cuero, era una prueba
existencial del asesinato de Julia. Caminamos hasta la salida más lentos de
lo normal. Irene apenas podía caminar por aquel terreno irregular con sus
finos tacones de aguja. Por un momento, creí que se rompería el tobillo,
pero por suerte se agarró a mi hombro para no caer. A pesar de la escasa
luz, observé su profunda mirada entristecida. Sentí que me estaba
aprovechando de una buena mujer, que la utilizaba sin remordimientos para
conseguir un propósito. Irene siempre sería aquella mujer enamoradiza que
lo dejaría todo por contentarme.
Faltaban pocos metros para alcanzar el portón que nos llevaría a todos
directos al exterior, cuando la luz de una linterna a lo lejos nos sorprendió.
Miré a Irene, que se mordía el labio, sin saber qué hacer. Una voz
imponente y varonil nos dio el alto, pero no estábamos dispuestas a
dejarnos atrapar. Teníamos tiempo de sobra para salir sin ser reconocidos,
pero cuando escuchamos un fuerte ladrido, cada uno de nosotros dio un
ligero bote.
—¡Tienen perros, Lluvia! —gritó Aitana.
—Primera noticia… —Irene me miró, aterrada.
—¡Vamos, vamos! —Comencé a empujarlos en dirección a la salida —.
¡Tenemos que salir de aquí!
Como si nos fuera la vida en ello, corrimos hasta la salida. Aitana y Moro
encabezaban la carrera, ya que Irene apenas podía moverse por su calzado y
dejarla atrás no era una opción para mí. Los ladridos se escuchaban cada
vez más cerca, tanto, que conseguimos ver dos sombras que se acercaban a
toda velocidad. Irene se detuvo, se desprendió de sus tacones y retrocedió.
—¡¿Qué estás haciendo, Irene?! —Tiré de su brazo, pero me empujó.
—Tenéis que iros —Dio unos pasos atrás —. Yo los distraeré.
—¡De ninguna manera! —Fui hacia ella, pero me quedé petrificada al
observar cómo los caninos estaban a pocos metros de nuestra posición,
acercándose con unos fieros e insistentes ladridos.
—Tranquila, estaré bien —Agarró mi nuca y embistió sus labios contra
los míos.
Se giró y, torpemente, comenzó a correr por donde vinimos. Me bloqueé,
debatiéndome entre la libertad y correr en busca de Irene. Cuando quise
reaccionar, dos enormes perros de presa bordearon mi cuerpo a toda
velocidad, dando grandes zancadas en dirección a la sombra que Irene
proyectaba a lo lejos. Aitana agarró mi muñeca y tiró con fuerza.
—¡Joder, Lluvia!
—¡No puedo abandonarla!
En pocos segundos, Moro ayudaba a Aitana a saltar el portón y acto
seguido, intentó ayudarme. Me negué. Mi joven amiga, asustada, dio un
brinco, se agarró a la parte alta y saltó. Me debatí entre mis miedos y mi
objetivo y apreté los puños, dispuesta a rescatar a Irene.
—¡No te muevas de donde estás! —una grave e imponente voz me sacó
de mis pensamientos.
El hombre que se postraba ante mí, cargando una porra extensible, me
bloqueaba la dirección que quería tomar. No podía enfrentarme a un
hombre tan corpulento, por lo que cogí impulso y me aferré con todas mis
fuerzas al portón. Fui trepando hasta llegar a la parte de arriba, pero un
fuerte agarrón en mi tobillo me impidió avanzar. La mano del guarda de
seguridad me impedía escapar. De reojo, desesperada e intentando zafarme
de su agarré, observé como alzaba su arma para golpearme. No lo pensé.
Aflojé mi cuerpo para que la distancia de mis piernas estuviera en su rostro
y le propiné un taconazo que me liberó de sus garras. Salté al exterior,
donde Aitana y Moro me esperaban a pocos metros. A lo lejos, las luces del
vehículo de Renata nos advirtieron que estaba preparada, pero no podía
arriesgarse a que identificaran la matrícula de su vehículo, por lo que
teníamos que proteger su anonimato.
Un sonido metálico y chirriante se escuchó a mis espaldas. El corpulento
guarda de seguridad abría las puertas. Miré el rostro de terror de mis amigos
y caí en la cuenta de que no pondría a nadie más en peligro. Corrí hasta
Aitana y susurré en su oído un cambio de planes de última hora. A través
del pasamontañas, el terror en sus ojos se hizo presa de sus movimientos.
Moro agarró su brazo y juntos se encaminaron hasta la mujer que les sacaría
de allí. Miré al hombre que caminaba hacia mi posición, enfurecido y
meneando la porra de un lado a otro. Le saqué el dedo del medio.
—Si quieres cogerme, te lo tendrás que ganar, cretino.
La puerta de la garita de seguridad se abrió, mostrando a un adormilado
hombre que se apoyaba en el cerco sin comprender qué ocurría. Aquella
escena distrajo a mi persecutor y me puse en marcha por el camino que
llegué. A lo lejos, vi como el vehículo de Renata se marchaba dando un
fuerte acelerón. Al girarme para buscar la ubicación del hombre que
amenazaba con arrebatarme la libertad, quedé sorprendida. A pesar de su
enorme tamaño, era veloz y poco a poco fue comiéndome el terreno.
Con un subidón de adrenalina provocado por una situación de lo más
irreal, corrí todo lo que pude, sin mirar atrás. Una fina lluvia comenzó a
caer, pero no me detuve. Llegué hasta el oscuro camino y seguí corriendo.
Corrí y corrí hasta que mis piernas comenzaron a arder y mi respiración se
tornó caliente y entrecortada. Caí arrodillada, empapada por una lluvia que
se intensificaba por momentos. Por suerte, me encontraba sola y mi
persecutor había desistido.
Con mi mochila a cuestas, mi corazón agitado y las piernas adormecidas,
fui en busca de mi moto. Seguía en la misma posición que la dejé. Me quité
el pasamontañas y agradecí sentir el agua en mi rostro. Me coloqué el casco
y arranqué. Por fin, podía volver a casa.
El cielo rugió y la lluvia se intensificó de tal manera que me impedía ver.
A una velocidad adecuada, prestaba especial atención a la carretera. Un par
de luces me cegaron y un vehículo que no conseguía distinguir se colocó a
mi lado. Lo primero que vino a mi mente, es que comenzaría una
persecución a toda velocidad por las carreteras cercanas a mi pueblo, pero
solo era un pirado que me observaba tratando de vacilar. Eso fue lo que
pensé hasta que hizo amago de sacarme de la carretera, amenazándome con
el morro de su vehículo. Estuvo a poco de golpearme, de modo que aceleré.
Por el espejo retrovisor, observé como me seguía de cerca. «¿Quién es este
pirado?», pensé, acojonada.
Soy una gran conductora, pero no conseguía despistar al desconocido que
amenazaba con sacarme de la carretera. La intensa e incesante lluvia me
impedía poder tomar cada curva con libertad, por no decir, que quien fuera
que me estaba amenazando, llevaba un vehículo demasiado potente.
Volvió a colocarse a mi lado de un fuerte acelerón. No conseguía ver
nada a través de los cristales, solo unas manos enfundadas en unos guantes
que apretaban con fuerza el volante. Un movimiento imprevisto por su parte
hizo que la parte frontal golpeara mi moto y perdí el control. Salí disparada
por encima de mi medio de transporte y al caer al suelo, rodé con violencia
hasta el arcén. Agradecí el no haber podido ir a velocidad máxima, pero en
ese instante, me desorienté. Los golpes contra el duro asfalto frenaron mi
cuerpo y me sentí rota.
Dos luces me impedían ver con claridad. Me despojé de mi casco,
notando un fuerte pinchazo en el torso. La puerta se abrió y de ella apareció
un hombre. Solo conseguí distinguir un par de zapatos negros de marca.
Intenté fijarme en el rostro de mi atacante, pero me encontraba atontada y el
destello de las luces me impedía enfocar.
—Lluvia, eres tan persistente e irritable como tu difunto padre —Me
agarró con violencia y me volteó. Me desprendió de mi mochila de cuero y
se la echó a un hombro —. No debiste llegar tan lejos —Me cacheó de
arriba abajo, pero todas mis pertenencias se encontraban en la mochila que
descansaba sobre sus espaldas —. Esto termina aquí.
Tiró de mi melena y levantó mi rostro. Solté un gritó de dolor y a
continuación, un violento impacto contra mi ceja derecha. Caí desplomada,
atontada y fuera de mí. Escuché el motor del vehículo marcharse y traté de
incorporarme. No conseguí enderezarme por completo. Agarrándome el
costado, intenté recoger mi destrozada moto del suelo, pero no tenía fuerzas
suficientes. Debido a la lluvia y la sangre que brotaba a borbotones por mi
ceja, no conseguía ver con claridad. Herida, incomunicada y empapada en
una noche llena de temor, no tuve otra opción que caminar a oscuras por la
carretera. Al menos, era poca la distancia hasta mi hogar, donde estaría a
salvo de los peligros que yo misma provoqué.
Capítulo 19 — Sin salida

Al despertar, el fortísimo dolor de cabeza no me dejaba asimilar todo lo


ocurrido. El ajetreo de enfermeros me impedía descansar, al igual que la
mirada preocupante de mi madre, que se mecía sobre un pequeño sillón a
mi lado. Giré mi cuerpo para ponerme en pie, pero sentí intensos pinchazos
en cada parte de mi torso. Enzo postró su mano en mi pecho; su mirada de
indignación lo decía todo. Mi mano derecha estaba cubierta por una venda y
noté una leve molestia en mi ceja derecha. Tenía el ojo medio cerrado y la
cabeza me daba vueltas, pero lo peor de todo fue el tremendo dolor que noté
en el pecho al toser.
—Mamá… —susurré.
—Descansa, hija… —Posó la palma de su mano en mi frente.
Las imágenes de la noche anterior se iban formando en mis
pensamientos como un rompecabezas. Fue entonces cuando un rostro en
particular se proyectó en mi mente. Mi corazón se encogió y mis pulmones
se cerraron de sopetón.
—¡Irene! —grité.
—Tranquila, Lluvia —Enzo miraba mis heridas con curiosidad —. Está
a salvo.
Un apuesto doctor con un estresado semblante apareció a nuestro lado
como por arte de magia. Como explicó, tenía la ceja derecha partida, un
esguince en la muñeca y una costilla rota. El resto, solo eran leves y
molestos hematomas. Mi madre me contó, cuando el doctor se marchó, que
la noche anterior aparecí herida, exhausta y desorientada a las puertas de
casa. Me desmayé al poco de llegar al hospital, lo que provocó un gran
revuelo con mis seres queridos.
No conseguí descansar, pese a que lo intenté con insistencia. No era
capaz de sacarme a Irene de la cabeza. La puerta se abrió y me sacó de mis
turbios pensamientos. Claudia se acercó y besó mi mejilla, con los ojos
rojos por haber llorado recientemente. A su espalda, Sira apareció y cogió
mi mano. Dirigió su atención a la documentación médica que descansaba a
los pies de mi cama, refugiada en una carpeta de cartón rosa. La atención de
mis sentidos recaía en la mirada de mi atractiva novia, que observaba
fijamente a Sira de un modo desagradable.
Estar cerca de ellas en un momento tan extraño, me provocó una leve,
pero prolongada taquicardia. Como pude, agarrándome el pecho, me
incorporé y me senté a orillas de la cama. Enzo se colocó a mi lado
mientras el dolor se hacía presa de mí.
—Lluvia, no seas cabezota.
—Tengo que verla. ¿Dónde está?
—Tienes que reposar —Claudia me señaló con el dedo, furiosa —. Deja
de comportarte como una niñata estúpida.
—Joder, esto es ridículo…
Planté los pies en el suelo. Percibí debilidad en mis músculos, pero no
desistí. Era consciente de que había metido la pata hasta el fondo y que, por
mi culpa, Irene había salido perjudicada. Desconocía el estado del resto de
mis amigos, pero el último adiós de Irene acaparaba todos mis sentidos. Mi
madre trató de detenerme, pero mi furiosa mirada y mis precipitados actos
eran conocidos por todos. No desistiría en mi lucha por salir de la
habitación y buscar a Irene.
—Lluvia —Con cuidado, pero firmemente, Claudia agarró mis hombros
—. No nos des más quebraderos de cabeza.
—Cariño, haz caso, por favor —Mi querida madre se aferraba a la mano
de Enzo, con los ojos vidriosos.
—¿Dónde está Irene? —Desafié a Claudia con la mirada.
—No tienes remedio… —Suspiró y me soltó —. Habitación ciento
siete, te acompañaré.
Agarré mi costado, abandonando la estancia a toda prisa. Claudia me
alcanzó a los pocos metros y me rodeó con los brazos, facilitando mis
pasos. El dolor en el pecho, cada vez que respiraba, era atroz y para colmo,
moverme resultaba un suplicio. Era como si un tren me hubiera pasado por
encima.
A duras penas, llegamos a la habitación ciento siete. La puerta estaba
cerrada, pero entré sin llamar. No fue de extrañar que se encontrara sola, sin
ningún familiar o amigo cuidándola, ya que, debido a la sumisión y
machismo al que le sometió su marido a diario, carecía de vida social.
Tumbada boca arriba con los ojos abiertos y cubierta por una fina sábana
blanca, Irene se mantenía pensativa. Reaccionó al verme y se incorporó sin
dificultad. Mostró una pronunciada mueca de dolor. Con torpeza, la destapé
para comprobar su estado. Una de sus piernas estaba cubierta por una
escayola y tenía gasas y vendas cubriendo sus brazos, pero por suerte, no
había ningún daño en su rostro.
—Irene… —Nos abrazamos con cuidado y con ayuda de Claudia, me
senté a su lado —. ¿Cómo estás?
—Ha sido terrible —Rozó mi rostro con sus dedos y miró fijamente a
Claudia —. Pensé que no lo contaría.
—¿Qué pasó?
—Conseguí subir a uno de los vehículos, pero resbalé con el agua de la
lluvia —Sus ojos se empañaron —. Caí sobre mi pierna y los perros
comenzaron a morderme. ¡Fue horrible! —Me abracé a ella, tratando de
calmar su malestar —. Creí que moriría…
—Irene, no sabes cuanto lo siento…
—No te lamentes, Lluvia —dijo Claudia, con los brazos cruzados —.
Es lo que tú has provocado…
—No me ataques, Claudia —Nuestras miradas se encontraron y no cedí
hasta que sus ojos se rindieron.
Dos golpes se escucharon en la puerta y a continuación, una estresada
Sira apareció. Saludó a Irene de un modo que me dio a entender que ya
habían tenido oportunidad de conocerse. Revisó sus heridas con cuidado y
comprobó sus constantes vitales. Movió sus extremidades, como toda una
profesional, haciendo insistentes preguntas a la paciente que respondía y
asentía con obediencia. Una enfermera apareció y se cruzó de brazos.
Ambas intercambiaron una mirada poco amistosa y Sira no tardó en volver
a su cometido.
—Señorita, le ruego de nuevo que deje a la paciente. Usted no trabaja
aquí…
—Y al parecer, ustedes tampoco —Quitó una de las vendas del brazo de
Irene y alzó su extremidad para mostrar una herida circular, bastante
enrojecida —. Sus lesiones presentan síntomas de infección.
La enfermera, sin saber qué decir, salió de la habitación seguida de Sira,
que se empeñó en hablar con su superior. Todo era tan surrealista y
antinatural que no lograba ubicarme. En los ojos de Irene no había rencor,
todo lo contrario; una mirada brillante llena de ternura, con la única
intención de que no me sintiera culpable por su estado.
—Siento haberte besado, Lluvia…
—¿Perdona? —Claudia la miró, alzó una ceja y puso los brazos en
jarras.
—Claudia, fue… —suspiré —. Estábamos bajo mucha presión y…
—Yo tengo la culpa —Irene, avergonzada, miraba a Claudia con temor
—. Fue un error y lo siento.
—He escuchado suficiente —Miró su reloj de pulsera y dio un par de
toquecitos con sus dedos en el cristal —. Tengo que irme…
—Clau, escucha —La seguí a toda prisa, pero mis heridas me
incapacitaron. Apoyada en el cerco de la puerta, grité su nombre. Cuando
volvió hacia mí, su mirada estaba teñida en un mar de impotencia —. Solo
fue un beso, cariño. Estábamos aterradas e Irene es muy impulsiva…
—¿Crees que eso es lo que me preocupa? Maldita sea, Lluvia. Qué poco
me conoces…
—Entonces, ¿qué ocurre? ¿Por qué me miras así?
—¿Aún no lo sabes? —Cerró la puerta para que tuviéramos intimidad,
pero Irene no dejaba de observarnos, curiosa ante la discusión que estaba
por llegar —. Apareciste en casa de tus padres fingiendo haber tenido un
accidente de moto por un despiste al volante y resulta que una de tus
amiguitas con derecho está en el mismo hospital, herida al igual que tú.
Dime, ¿cuál es tu excusa?
—Te lo contaré todo, Clau…
—No es necesario —Cerró los ojos. Parte de su rubia melena cayó por
encima de su rostro y aparté aquel mechón rebelde para observar cómo
varias lágrimas salían disparadas de sus ojos —. Moro nos llamó, Lluvia.
Nos lo contó todo. ¿A qué estás jugando?
—Maldito chivato… —susurré para mí misma.
—¿En serio? Has implicado a un crío que recientemente ha alcanzado la
mayoría de edad —Su rostro se descompuso —. Podrías haberle arruinado
la vida. Moro estaba aterrado por Irene y porque tú no dabas señales de
vida. Eres una inconsciente, una irresponsable y una manipuladora. Has
involucrado a todos a tu alrededor de forma egoísta. Me has
decepcionado…
—¿De verdad piensas eso de mí? —Me apoyé en la pared, con el
corazón en un puño —. Solo intento ayudar a mi familia, salir de esta
pesadilla por nosotras.
—Lo haces por tu propio orgullo, no te equivoques —Se secó las
lágrimas con las palmas de las manos —. Te dije que te mantuvieras al
margen y no cometieras ninguna estupidez…
—Pues lo siento, tus abogados son demasiado lentos…
—¿Sabes lo que cuesta una hora de su tiempo? ¿Acaso te has parado a
pensarlo? No son baratos, ¿sabes? —Apretó los dientes —. He tenido que
sacar parte del fondo para ayudar a mis niños, incluir a un detective y
sobornar a… —Se calló y sollozó.
—¿Qué estás diciendo, Claudia? Debiste informarme… —Me llevé una
mano a la boca.
—¿Para qué? No podía arriesgarme a decirte la verdad. ¡Mira lo
temperamental que eres! —Sus labios temblaban y su respiración se volvía
cada vez más incontrolable —. Mírate, irradias odio por cada poro de tu
piel, no te reconozco, Lluvia. No eres la mujer de la que me enamoré…
Esta situación te ha sobrepasado —Abrió la puerta y trató de tranquilizarse,
sin éxito —. Reza para que nadie descubra lo que habéis hecho, porque no
estaré aquí para salvarte el culo… Está vez, no.
—Claudia… —pronuncié su nombre en un susurro roto, lleno de dolor.
—Vendré a visitaros antes de marcharme a Italia —Me miró y agitó la
cabeza, furiosa —. No nos hagas más daño…
Y así, sin más, se marchó. La presión en mi pecho se volvió
incontrolable; una sensación que me impedía respirar. Mi mente se nubló
tras las palabras de Claudia. ¿En qué me estaba convirtiendo? ¿Acaso mi
sed de venganza estaba nublándome la razón? Las verdades de sus palabras
fueron como finas cuchillas que se clavaron en mi corazón, pues el estrés y
toda la carga que llevaba a cuestas explotó. No recuerdo gran cosa, ya que
mi mente se desconectó y cuando recobré el conocimiento, me encontraba
postrada de nuevo en mi camilla, bajo las miradas preocupantes de mis
padres.
Había tocado fondo. No tenía ningún motivo para seguir con mi locura.
Estaba en un callejón sin salida, sin opciones. Lo único que conseguí, fue el
anillo de un muerto que descansaba en mi dedo pulgar. Me perdí en mi
propio dolor. No había consuelo, ni segundas oportunidades. Lo más
sensato por mi parte, era reconocer que estaba perdiendo al amor de mi vida
y que tendría que mantenerme al margen en todo lo relacionado con Sira.

* * * * * *
En mi cama, bajo el resguardo y la protección de mi cálido hogar, Enoa
acariciaba mi cabecita y me leía, de forma torpe, pero ininterrumpida, uno
de sus cuentos favoritos. No se separó de mi lado desde que salí del
hospital, pues la tristeza que me envolvió era evidente incluso para una niña
tan pequeña. No hablamos de lo ocurrido, ni siquiera se mencionaron los
hechos o se pidió una excusa por mi parte para justificar mi
comportamiento. En mi dulce hogar, reinaba el silencio absoluto.
Hundida en la tristeza, lloraba cuando me encontraba a solas.
Necesitaba a Claudia más que nunca, pero después de sus duras palabras,
no era capaz de dar el primer paso. Sabía que debía disculparme, sacar todo
el odio y el sufrimiento que había acumulado, pero mi mundo se
desmoronaba a pasos agigantados y no veía salida alguna a mi desdicha.
Sira entró en mi dormitorio e indicó a Enoa que ordenara su habitación
si quería seguir disfrutando de mi compañía. En sus manos descansaba una
bandeja azul de flores rosadas, la misma que habíamos utilizado en casa
desde que tenía uso de razón. La dejó en mi escritorio, cogió un vaso con
zumo de naranja y se sentó a mi lado. Me escondí entre las sábanas; tenerla
cerca me producía un sin vivir; un maremoto de sentimientos sin sentido.
—Lluvia, cielo —Me destapó para observar cómo lloraba con mil
lágrimas en los ojos —. No puedes seguir así. Tienes que comer —Me
meció levemente —. ¿Lluvia? ¡Eh, cariño! —Muy despacio, con la
tranquilidad y delicadeza que la caracterizaban, se introdujo entre las
sábanas y secó mis lágrimas con una triste sonrisa —. Todo se
solucionará…
Me rendí. No soportaba más la soledad a la que mi corazón se
enfrentaba por la ausencia de Claudia. Busqué sus manos y las llevé a mi
pecho. Besé su hombro y acaricié su abdomen para sentir una calidez aún
no olvidada. Mis dedos navegaron por su piel; su calor era demasiado para
mí. Hundí la cabeza en su cuello y aspiré con fuerza. No había duda alguna,
pues estaba tan enamorada de Sira como de mi risueña novia. Entre llantos
desconsolados, descargué toda mi frustración. Jamás, en todos mis años, me
había sentido tan hundida, ya que no veía esperanza por ningún lado.
Lloré hasta quedarme dormida. Sira no se despegó de mi lado hasta que
abrí los ojos. No podía alejar la vista de sus labios, que pedían a gritos ser
recibidos por los míos. Me incorporé y acepté el almuerzo que preparó para
mí. Mis heridas seguían muy presentes en mi cuerpo, sobre todo la rotura de
costilla, que dificultaban mis movimientos con un dolor persistente. El
esguince de mi muñeca era soportable, ya que era ambidiestra y me
manejaba a la perfección con las dos manos. Mi ceja se había tornado en un
morado amarillento y una gasa la cubría para evitar roces e infecciones.
Sira se contentó al verme con el estómago lleno. Un nuevo triste y
lúgubre día se alzaba ante mí. Beber era mi finalidad para hacer que el
tiempo avanzara con rapidez. Como en los últimos días, contemplando mi
destrozada moto, me lamentaba de mi desdicha. Entre cerveza y cerveza
examinaba una y otra vez el arañado y deformado chasis. Fue una suerte
que Enzo recuperara mi moto de la carretera en plena noche.
—Tiene solución, Lluvia —Vera apareció arrastrando los pies.
Últimamente, habíamos desistido en tratar de que reposara de sus heridas y
campaba a sus anchas por casa, ralentizando la recuperación de sus
extremidades.
—Es una pieza de coleccionista, Vera —Suspiré y di un trago —. Me
costó años adquirirla. Nuestro padre tuvo una igual…
—Supongo que ahora nos toca esperar —Se apoyó en mi hombro y se
sentó, estirando la pierna y lanzando un quejido.
—Se llevó mi mochila, todas las pruebas están ahí —Apreté el puño con
rabia, impotente —. No tenemos nada…
—Desconozco lo que pasará los próximos días, pero sí sé una cosa —
Cogió una cerveza y me la entregó para que se la abriera. Dio un trago y
degustó el amargo líquido antes de continuar —. Hoy me emborracharé
contigo.
Sinceramente, Vera era una buena compañía en los malos momentos.
Quizás porque su vida fue una tortura y conocía cada tipo de sentimiento
negativo. A pesar de que daba los peores consejos, sabía escuchar y su
mirada te invitaba a sincerarte en plenitud. Si Sira no hubiera aparecido
para regañar a su hermana por beber como una posesa, habría terminado
muy perjudicada. Puede que las hermanas que rondaban por mi casa se
llevaran como el perro y el gato, pero se empezaba a denotar una ternura
infinita entre ellas.
Por mi parte, seguí con mi propósito de beber para calmar la agonía que
sufría, pero Sira no iba a permitir que siguiera autodestruyéndome. Dejó a
su hermana en su dormitorio y volvió para reunirse conmigo. Me quitó la
cerveza de las manos y la dejó a un lado.
—No te sientas culpable, hiciste lo creías conveniente, aunque tus
métodos no fueran los más acertados —Su dedo acarició mi anillo —. ¿Por
qué no me hablas, Lluvia? Desde que saliste del hospital, me buscas con la
mirada, pero en ocasiones, me tratas con desprecio.
—Necesito estar cerca de ti, pero a la vez, quiero tenerte lejos…
—Mírame —Giró mi rostro y conectamos la mirada —. Sé que estás
confusa y…
—No lo sabes, Sira —interrumpí sus palabras —. No sabes lo que es
amar a dos personas y sentirte completamente sola.
—No tiene que ser así… —Acarició mi cuello y se lamió los labios; un
gesto tan sensual que consiguió derretirme —. Yo siempre estaré a tu lado,
no volveré a abandonarte.
Apoyé mis muñecas en sus hombros. Su acelerada respiración me
advirtió que estaba tan nerviosa como yo. Me acerqué lo suficiente para
sentir su aliento en mis labios y unimos nuestras frentes a la par que
nuestros ojos se miraban en un remolino de sentimientos. Sus labios eran un
fruto prohibido, demasiado tentador para echarme atrás.
—Te lo dije, Lluvia —susurró. Su respiración contra mi rostro me erizó
la piel —. Tendrás que ser tú quien me bese…
—Por favor, detenme…
Conté hasta tres en mi cabeza y nuestros labios se unieron después de
tantos años. Con movimientos lentos e indecisos, nuestras bocas se
embistieron hasta que nuestras lenguas comenzaron a bailar, unidas por un
amor que no debería de existir. Su sabor me transportó a otra época. Una
época llena de felicidad en la que todo era más sencillo y puro. Sus besos
eran tal y como los recordaba, pues aún mantenían ese cariño que tanto
extrañé. Ambas nos apartamos al mismo tiempo. Un beso que me
convenció por completo de lo que mi corazón gritó durante tanto tiempo;
una parte de mí siempre estaría enamorada de Sira.
—Lo siento… —Me incorporé, con la palma de mi mano en el costado
—. No puedo traicionar a Claudia. Tienes que olvidarte de mí, Sira… —Me
detuve antes de entrar en casa —. No vuelvas a tentarme…

Las horas se convertían en un suplicio encerrada entre las cuatro


paredes de mi hogar. Todos me miraban mientras relataba los hechos que se
descontrolaron en el último momento. Cada uno de ellos me miraban sin
dar crédito a lo que escuchaban, pues al margen de lo ocurrido en el
depósito municipal de vehículos, desconocían mi asalto a la casa de César y
el encontronazo con aquel misterioso desconocido que estuvo a punto de
acabar con mi vida.
—Dios santo… —Sentada en el sofá de mi salón, Claudia se echó las
manos a la cabeza, meneando el pie ante el desconcierto que sufría. Señaló
a Vera —. ¿Y tú? ¿No tienes nada que decir?
—Al menos conseguimos desenmascarar a César —Alterada, caminaba
de un lado a otro por la estancia, con ojos curiosos a cada uno de mis
movimientos —. Él es el verdadero asesino de mi padre.
—Pero, perdiste las pruebas que tenías contra él. No tienes nada, Lluvia
—Enzo trataba de mantener la paciencia —. Solo tienes humo.
—Di mejor que César me las arrebató. ¡Casi me mata, joder!
—¿Viste su cara?
—No, pero mencionó a mi padre. ¡Tiene que ser él!
—Cariño —Mi madre acariciaba la espalda de Enzo —. Todos en el
pueblo conocían a tu padre. Pudo ser cualquiera…
—Lluvia tiene razón… —Claudia meneó las manos con pereza —.
Contraté a un detective para que siguiera los movimientos de César, pero
horas antes del accidente de Lluvia, consiguió despistarle. Es posible que se
trate de él, pero no tenemos nada concluyente.
—¿Un detective? —Vera por fin, habló —. ¿Quién coño eres tú?
—Dalia —Claudia hizo oídos sordos al comentario tan soez de Vera y
sacó un trozo de papel de su bolso —. Es un hombre muy resolutivo. Lleva
días investigando a César, sabe lo que se hace —Abrió el trozo de papel y
se lo entregó —. Si en algún momento todo se tuerce, no dudéis en solicitar
sus servicios. Yo me encargaré de los gastos —Me miró y cerró los ojos —.
Lo siento, pero no puedo estar más a vuestro lado…
—Pero ¿algo podremos hacer? —susurré —. Encontré pruebas de la
noche del accidente. Julia trató de sacar a Vera del país. ¡Sabía que estaban
en peligro!
—Te lo he dicho cientos de veces —Claudia se dio un manotazo en la
frente —. ¡Deja que mi equipo de abogados se encargue!
—Él mató a papá… —Miré los tristes ojos de mi madre.
—¡Basta, Lluvia! —Enzo golpeó la mesa con fuerza, provocando que
todos nos sobresaltáramos. Sira retrocedió unos pasos, escondiéndose tras
su hermana mientras mi madre se hacía a un lado —. ¡¿Por qué tanto
empeño por desenterrar el pasado?! ¿Qué importa quién fuera el
responsable de su muerte? ¡Ya no está!
—Tengo que honrar su memoria, Enzo…
—Ni siquiera le conociste, ¿vale? —Se encaró a mí —. Lo que de
verdad importa es mantener a salvo a nuestra familia. ¡Nada más! —
Masajeó sus sienes y contuvo su respiración unos segundos. Miró a Claudia
y fue a su encuentro —. Gracias por todo lo que haces por nosotros —
Cogió sus manos y la ayudó a ponerse en pie para fundirse en un abrazo
lleno de afecto —. Siempre estaré en deuda contigo. Te esperan grandes
retos, podrás con ellos —Golpeó suavemente su mejilla con el puño —.
Recuerda que eres la mejor.
—Enzo… —susurró Claudia, con una fina sonrisa de vergüenza y
colorada como un tomate —. Solo me marcho unos meses. Antes de que te
des cuenta, volveremos a encontrarnos.
Uno a uno, todos se despidieron de Claudia, pues ya no podía posponer
su viaje a Italia por más tiempo. Entre lágrimas, mi madre acunaba su carita
deseándole lo mejor en la vida. Sira solo le dedicó una sonrisa y Vera besó
su mano en señal de gratitud.
Cogidas de la mano, envueltas en la tristeza, salimos de casa. El sol
cegó mis ojos. Agradecí que los daños en mi cuerpo ralentizaran nuestros
pasos, pues así pude disfrutar más de su compañía. Una despedida que me
alejaría de la mujer con la que quería estar el resto de mi vida, pues incluso
en ese instante, supe que nuestro amor estaba a punto de romperse.
—Despídete de Enoa por mí, ¿quieres? —Apretó mi mano al llegar a su
flamante BMW —. Lo entenderá…
—Sí, bueno, estas no son conversaciones para una niña pequeña. Suerte
que pudimos recurrir a los servicios de mi vecina —Agarré su cintura —.
Claudia… —No había palabras apropiadas para amenizar lo que estaba por
decir, pero no podía guardarme para mí un acto tan ruin —. Sira y yo…
—Lo sé —Sus preciosos ojazos azules, se empañaron —. No hace falta
más que ver como os miráis, Lluvia —Agachó la cabeza —. ¿Fuiste tú? ¿Tú
diste el primer paso? —Tapó mi boca con su mano —. ¿Sabes qué?
Prefiero no saberlo…
—Escúchame —Con mi dedo pulgar, rocé sus mejillas —. Tengo muy
claro que quiero estar contigo. Tú eres la mujer con quien quiero compartir
el resto de mi vida… —Fui a besar sus labios, pero me rechazó —. Claudia,
fue un error… Por favor, perdóname, cariño —Dejé caer mi cabeza en su
hombro.
—Debo irme, Lluvia —Sus brazos me rodearon —. No alarguemos más
lo inevitable.
—No me dejes, amor mío —Me aferré con tanta fuerza a su pecho, que
el dolor en mi torso me hizo inclinarme. Tan pronto como pude, volví a sus
brazos —. Iré contigo, ¿de acuerdo? Dame unos minutos para despedirme
—Agitó la cabeza a los lados —. Por favor… Estaremos solas, tú y yo.
Comenzaremos de cero… Te quiero…
Me retiró y vi su apenada mirada. Sus ojos no aguantaron más y sus
lágrimas caían en cascada por sus mejillas. Con unos temblorosos labios,
me besó. Un último beso de despedida. Subió a su coche tan rápido que no
pude impedírselo. Intenté abrir la puerta, pero bloqueó el cierre desde el
interior.
—Claudia —Golpeé repetidamente la ventanilla —. ¡Tienes que
escucharme! Por favor… —Pulsó el botón y la ventanilla bajó, pero no lo
suficiente para introducir la cabeza y besarla de nuevo —. No volverá a
ocurrir. ¡Déjame quererte! —El vehículo comenzó a moverse, pero no
desistí. Continué golpeando mientras caminaba torpemente, agarrándome el
pecho por los constantes pinchazos que sufría.
—Cuídate mucho, Lluvia —Miraba al frente, con los nudillos blancos
por la fuerza que ejercía sobre el volante —. Nunca te olvidaré…
—No digas eso —Agarré la ventanilla, como si fuera capaz de frenar la
marcha de su coche —. ¡No te despidas de mí! —Mis manos se soltaron y
Claudia dio un fuerte acelerón —. ¡Claudia! ¡No, Claudia! ¡Vuelve, por
favor!
Hice el intento de correr, pero caí al suelo. No estaba en condiciones de
perseguir a Claudia. Cuando desapareció de mi campo de visión, grité hasta
que mis pulmones ardieron. El asfalto, calentado por el intenso sol del
verano, quemaba mi piel. Arrodillada, miré mis manos. Un fuerte puñetazo
al suelo me hizo retorcerme de dolor, pues el esguince de mi muñeca aún
era reciente. Quise destruirme y continué en mi empeño por golpear el
suelo. Mi mano vibraba sin control y comencé a sentir un dolor atroz en la
muñeca.
Me abracé a mí misma y miré al cielo. Lo había perdido todo. Había
destrozado y alejado a la única mujer que me había amado
incondicionalmente. La única que estuvo a mi lado a pesar de las
adversidades, simplemente porque me amaba. Aquel caluroso día de julio,
mi corazón dejó de latir. Se quebró en mil pedazos… Comprendí, que el
amor no estaba hecho para mí.
Capítulo 20 — Rota

Sentada en el borde del muelle, esperaba el regreso de Enzo. Ojalá


hubiera podido darme un baño aquel día, pero la venda que cubría mi mano
me impedía llevar una vida normal. Yo había provocado aquella situación y
tendría que enfrentarme a las consecuencias. Al menos, el encapotado cielo,
que más tarde traería una fuerte tormenta de verano, producía una agradable
y refrescante brisa.
—Hija… —Mi querida madre se sentó a mi lado—. ¿Qué haces aquí?
Deberías estar reposando.
—Quiero volver a trabajar, mamá. Echo de menos el puerto…
—Lo siento, pero estarás unas semanas sin poder trabajar. Te has roto
una costilla y tu mano aún está inservible —Sujetó mi frente y observó mi
ceja derecha —. ¿Te han retirado los puntos de sutura?
—Ha sido Sira…
—Te va a quedar una fea cicatriz…
—Lo sé…

—Vamos —Se levantó y me ayudó a incorporarme —, te llevaré a casa.


Apoyé la cabeza contra la ventanilla de su destartalado vehículo,
contemplando el paisaje hasta llegar a mi cálido hogar. Me sentía
completamente vacía, hueca, como si me hubieran sacado las entrañas y
fuera una carcasa deshabitada. Hacía días que dejé de llorar, pues mis
lágrimas se convirtieron en polvo. Mi madre, tan afectuosa como siempre,
besó mi mejilla y mimó mi rostro con sus dedos.
—Tengo que volver al puerto —Frotó mi muslo, tratando de conectar
conmigo—. No vuelvas a escabullirte, necesitas descansar.
—¿Hay noticias nuevas?
—Los abogados ya han procedido con la denuncia y han solicitado una
orden de alejamiento contra César. Sin embargo… —Hizo una mueca de
disgusto.
—¿Mamá?
—He hablado con el detective de Claudia —Soltó una bocanada de aire
—. Hace días que perdió el rastro de César. Solo nos queda esperar…
—Esperar… —susurré.
—Sí, cielo, debemos ser pacientes y confiar en los medios que nos ha
proporcionado Claudia —Besó mi mejilla —. Vuelve a casa y hazme un
favor, no bebas, no te sienta bien.
Arrastrándome y dolorida por la caminata que había dado hasta el
puerto, entré en casa. Me serví una cerveza bien fría y antes de dar el primer
trago, Enoa se encontraba en la puerta con los brazos cruzados, mirándome
con cara de mala leche. Enfurruñada, se acercó y me dio una patada en la
pierna.
—¿Dónde estabas, Lluvia? —Dio un pisotón en el suelo —. ¡No puedes
salir de casa! ¡Estás malita!
—Necesitaba tomar el aire.
—Si vuelves a escaparte, te dejaré de hablar —Tiró de mi mano hasta el
salón —. Tienes que comer…
Mi hermanita pequeña se había vuelto toda una enfermera. Cuidaba de
nosotras a cada segundo, incluso alertaba a Sira cuando tratábamos de
romper las normas y hacer lo que nos venía en gana. Había preparado un
par de sándwiches para nosotras y había adornado el plato con patatas fritas.
Vera me recibió entre sus brazos. Aún me resultaba extraño que una
mujer tan seria, con una mirada tan perturbada, fuera a la vez tan cariñosa y
tierna. Sus caricias no surtían ningún efecto; hacía días que había dejado de
sentir. Cuando terminé mi improvisado almuerzo, volví a la soledad de mi
dormitorio, donde con una cantidad de alcohol considerable en sangre,
terminé en el suelo de mi habitación mareada, sosteniendo la fotografía de
mi difunto padre. Cerré los ojos y cuando desperté, ya era de día y me
encontraba con las mismas ropas del día anterior y envuelta entre mis
sábanas.
Cuando planté los pies en el suelo, todo me daba vueltas. Como
siempre, una ducha y un buen vaso de zumo de tomate fue lo que necesité
para recomponerme y seguir consumiendo cerveza. El objetivo que tenía
entre manos era dejar que el tiempo avanzara y esperar que, de algún modo,
mis sentimientos por Claudia fueran disminuyendo. Cuanto más tiempo
pasaba, más me daba cuenta de la enorme huella que había dejado en cada
poro de mi piel, pues saber que se había marchado de mi lado, me hizo
comprender que nunca volvería a ser feliz.
Achispada, bajé las escaleras, apoyada en la barandilla. Mi costilla rota
no se había soldado del todo, pero el dolor no era tan intenso, aunque sí
molesto cuando hacía algún movimiento brusco. La decepción me abofeteó,
pues había terminado mis existencias de alcohol. Por suerte, desde que Sira
vivía con nosotros, nunca faltaba el vino tinto.
No entiendo mucho sobre dicha bebida, por lo que cogí una botella al
azar, la abrí y comencé a beber a morro en la cocina. Se escuchaba una
película proveniente del salón y unas carcajadas provocadas por Enoa y
Sira. Mi hermanita era una friki de Disney, y pasaba horas y horas delante
de la televisión reviviendo las mismas canciones y bailes. Habré visto
Frozen como cien veces…
¿Qué había hecho? ¿Cómo fui tan estúpida de alejar a Claudia de mi
vida? La congoja penetraba tan hondo, que mi aura irradiaba una
negatividad contagiosa. Reflexionando todos los pasos que di hasta
encontrarme en una terrible situación sin sentido, imaginaba la sonrisa de
Claudia a miles de kilómetros. Me preguntaba cómo era su día a día ahora
que yo no pertenecía a su mundo. Es raro como los sentimientos nos
traicionan, de cómo se anteponen a cualquier lógica o razón.
Siempre supe que el amor entre Sira y yo era tan imposible como
antinatural. Lo nuestro terminó y estuvo destinado desde el primer día al
más absoluto fracaso. Sin embargo, aquello no impidió que me dejará llevar
por una conducta insensible y cruel. Jamás me perdonaría el daño que causé
en el corazón de Claudia. En ocasiones, el cerebro y el corazón no van de la
mano.
Ilusa de mí, creí que con el paso del tiempo todo recobraría su color
natural; para mí, de un color gris oscuro. Los días avanzaban, lentos,
pesados y rutinarios. Pensé que había tocado fondo, que no había nada que
pudiera causarme más dolor, pero mientras yo me lamentaba de mi
desdicha, una nube negra comenzaba a cernirse sobre todos nosotros, pues
lo que vendría a continuación, nos terminaría de rematar.
La puerta se abrió y Enzo y mi madre entraron discutiendo entre
susurros, como en los últimos días. No quise mirarlos a los ojos cuando me
los encontré, era consciente de lo que se disgustaban cuando me veían ebria
en días tan tristes.
—Lluvia, cielo —Enzo cogió mi cara entre sus esculpidas manos —.
No bebas más, ¿quieres? —Asentí —. Ten, lo necesitarás —Me ofreció un
smartphone nuevo —. Si vas a seguir escabulléndote, al menos necesito que
estés comunicada.
—No lo necesito —Me sujeté en su hombro, ya que, al levantarme,
volví a sentirme mareada por las mezclas de alcohol —. Prometo que no
saldré de aquí.
Mi madre me regaló una sonrisa, sabía que no era el mejor momento
para echarme la bronca. El sonido del timbre desvió nuestra atención y
desapareció. Enzo me abrazó por los hombros, agitándome a los lados,
otorgándome una de sus sonrisas esperanzadoras que ya no surtían ningún
efecto. La historia de mi vida se había convertido en un drama sin retorno.
Una voz varonil gritó desde la entrada de nuestro hogar; una nueva
amenaza nos sobrevolaba a todos. No reconocí la voz al otro lado, pero por
el semblante de odio que se tornó en el rostro de Enzo, supe de quién se
trataba. Al fin, se dignaba a aparecer.
Con las manos en la boca, impactada por su presencia, mi madre estaba
atónita, sin poder reaccionar. Enzo fue como una bestia encolerizada y se le
encaró. Seguí sus pasos y pude ver al hombre que tanto dolor nos había
causado a todos. Reconocí los zapatos con los que vestía. Su traje de marca
estaba arrugado y llevaba la corbata desanudada. Siempre tuve un concepto
de él de hombre galán y bien vestido, pero parecía que llevaba días sin
darse una ducha.
—¿Dónde está mi hija, Enzo? —su voz fue lo que terminó de
convencerme; él fue mi agresor.
—Lárgate de aquí, César. Ya has hecho suficiente…
—No voy a repetírtelo, negro —Le empujó con fuerza, pero el enorme
cuerpo de Enzo apenas se inmutó —. He venido a por mi hija, sé que la
escondes aquí.
—¿Papá? —Sira, aterrorizada, caminó unos pasos al frente,
resguardándose en las espaldas de Enzo.
—Ya te has divertido bastante, Sira.
—No saldrá de aquí —Enzo agarró su rostro y le empujó. César
trastabilló y se incorporó, riéndose como un completo lunático —. Antes
tendrás que pasar por encima de mi cadáver.
—Eso se puede solucionar, querido Enzo…
Sacó un revólver de su espalda y apuntó a su cabeza. Sira gritó
aterrorizada y mi madre cayó de rodillas al suelo. Los ojos rojos de César
indicaban que estaba perdiendo el control de sus actos. Me coloqué al lado
de mi padrastro, que permanecía inmutable ante el arma que amenazaba su
vida. Colocó su brazo en mi pecho, impidiendo que me acercara.
—¿Crees que es la primera vez que me apuntan a la cabeza con un arma?
Vengo de un país tercermundista, César. Vamos, dispara si tienes lo que hay
que tener…
—Maldito cabrón… —Presionó el arma contra su frente y mi corazón se
paralizó.
—¡César! —el gritó de Vera retumbó desde la entrada de casa. Ayudada
por su muleta y con dificultad, se posicionó al lado de su hermana —. He
llamado a la policía… ¡Lárgate de aquí y deja en paz a mi familia!
—¡Tú no tienes familia!
Sus ojos rojos llenos de ira se enfocaron en Vera. No lo vio venir y Enzo
agarró su antebrazo, alzando al cielo la mano que portaba el arma.
Forcejearon ante nuestros ojos y cayeron al suelo. Petrificada en el sitio,
estaba convencida de que el arma se dispararía, pero por suerte, Enzo se
hizo con el revólver y lo dejó caer. Fui hasta el arma y de una patada, la
envié todo lo lejos que pude.
Enzo agarró a César por la espalda y le dio un fuerte tirón de pelo,
apretando con saña. No logré escuchar lo que susurró en su oído antes de
abandonar el patio delantero y salir a la calle. Le levantó en volandas y,
como si fuera un juguete, le lanzó contra el suelo. Se escuchó un fuerte
golpe y como César se retorcía de dolor. Tonta de mí, pensé que todo había
terminado, pero Enzo había perdido por completo la razón. Colocó la
rodilla en su pecho, permitiendo que no pudiera escapar. Alzó el puño y lo
estampó con todas sus fuerzas en la cara de nuestro enemigo.
—¡Era mi mejor amigo! —Otro fuerte puñetazo —. ¡Tú le mataste! —
Otro puñetazo más; un chorro de sangre salió disparado —. ¡Asesino! —
Los contundentes golpes de Enzo, tenían a César con la mirada perdida,
como si fuera un muñeco de trapo —. ¡Él siempre cuidó de todos nosotros!
—¡Enzo, para! —Agarré sus hombros y tiré hacia atrás, pero no conseguí
separarles —. ¡Le matarás!
Se escucharon las sirenas de la policía y, segundos después, dos
vehículos policiales aparecieron ante nosotros. Dos jóvenes agentes bajaron
con rapidez y fui a su encuentro, rogando que detuvieran a Enzo; si seguía
golpeándole con tanta violencia, perdería al padre que siempre estuvo a mi
lado.
Trataron de reducirlo, pero no lo consiguieron. En su lugar, uno de los
policías se llevó un fuerte golpe en el mentón. Enzo se incorporó y le dio un
codazo en el abdomen al segundo policía. No podía creer lo que mis ojos
veían; el calmado y afable Enzo se enfrentaba uno a uno a los agentes de la
ley. Toda la rabia que reprimió durante años, después de la muerte de mi
padre, se manifestó en el peor de los momentos.
—¡Enzo! ¡Por el amor de Dios, para ya! —Mi madre, con mil lágrimas
en los ojos y abrazada a mi pequeña hermanita, lo miraba desesperada.
—¡Haz caso a tu mujer! —Lucio, nuestro corrupto jefe de policía, se bajó
del segundo vehículo y, con toda la tranquilidad del mundo, encendió un
cigarrillo y caminó con chulería.
Me miró con una sonrisilla de satisfacción y se detuvo a escasos metros
de César, que movía los brazos sin saber dónde se encontraba. Le ayudó a
incorporarse y puedo decir que me alegré al ver como la sangre caía a
chorros por su cara.
Enzo se miró las manos y observó a su alrededor. Se arrodilló en el suelo
y cerró los ojos. Uno de los agentes levantó al otro del suelo y se pusieron
de nuevo en guardia. Cuando estuvieron convencidos de que se había
rendido, le tumbaron en el suelo y fue esposado. Corrí a su encuentro, pero
Lucio no lo permitió. Se interpuso en mi cometido y colocó su mano en mi
pecho. El tacto de su piel me revolvió las tripas.
—Soltadle, Enzo no ha hecho nada malo —Apreté los puños —. ¡Solo
nos protegía!
—Lluvia, no te entrometas —Colocó su boca en mi oído. Su aliento me
descomponía —. Todo esto ha ocurrido porque Sira y tú sois dos
depravadas sin conocimiento…
—Eres un puto cerdo…
Sus ojos se abrieron como platos y no vi la mano que se estampó contra
mi cara. Mi cuerpo se encendió en un estallido y reaccioné instintivamente.
Le propiné un rodillazo en la entrepierna y salí disparada al rescate de
Enzo, como si de verdad tuviera alguna posibilidad. La adrenalina recorría
mi torrente sanguíneo; ver a Enzo postrado en el suelo como si fuera un
delincuente me hizo explotar. Quería, por todos los medios, abrazarle, pero
no lo conseguí.
Lo último que recuerdo de aquella trágica noche, era como me
inmovilizaban y gritaba de desesperación ante el dolor de mis fracturas.
Indefensa y esposada, ante un jefe de policía que maldecía una y otra vez,
lloraba por la rabia y la impotencia que crecía dentro de mí. Vi los ojos de
mi hermanita Enoa, que se abrazaba a la pierna de mi madre con un sinfín
de lágrimas en los ojos, aterrada y confusa.
—Enoa… —susurré.
Capítulo 21 — Un inesperado desenlace

Abrazada a mi cuerpo, frotaba mis brazos para entrar en calor. Sentía


mi mejilla algo hinchada y el frío intensificaba los dolores en mi muñeca y
torso. Recostada en el incómodo suelo, introduje la mano entre los barrotes.
Llamé su atención, con leves toquecitos en su costado. Los agentes de
policía se sobrepasaron con él, pero en ningún momento protestó. Sus ojos
perdieron la alegría y en sus carnosos labios se dibujaban una tristeza
permanente. Apretó mi mano y la besó. Al menos, nuestras celdas estaban
unidas y podía sentir su piel entre mis dedos.
—Lo he echado todo a perder, Lluvia…
—Enzo… —Suspiré, forzando a que el nudo en mi garganta volviera a
su lugar —. Solo trataste de protegernos…
—Cuando tu padre se enteró de que Dalia estaba embarazada, quiso
comenzar de cero lejos de tanto odio. Se propuso daros a tu madre y a ti una
nueva oportunidad en un bonito lugar, lejos de las amenazas de Julia y los
peligros de César —Me miraba sin pestañear, pensativo —. Aún le
extraño…
—¿Cómo era?
—Una versión masculina de ti —Sonrió y cerró los ojos —. Testarudo,
alocado y muy juerguista, pero noble, leal y de gran corazón —Apretó mi
mano —. Cuando vine a este país ilegalmente, apenas tenía para subsistir.
Los chicos del pueblo se burlaban de mí y me perseguían allá donde iba.
Solía esperar a las puertas de los restaurantes y supermercados con el fin de
obtener algo que llevarme a la boca.
» Una tarde, unos chicos trataron de robarme lo poco que conseguí a lo
largo del día. Estaba hambriento, de modo que me enfrenté a ellos —
Agachó la cabeza y me miró —. Tu padre apareció como un superhéroe.
Sacó pecho ante mis agresores; nunca le tuvo miedo a nada —Soltó una
leve carcajada —. Nos dieron una buena paliza a los dos y consiguieron su
objetivo. Me llevó a su casa y me ofreció un plato caliente.
» Con el paso del tiempo, formamos una sincera amistad. Me consiguió
un empleo en el puerto y con su ayuda, obtuve los papeles necesarios para
forjarme una nueva vida en este país. Antes de conocerle, yo no era nadie,
Lluvia —Estiró su espalda y giró la cabeza, avergonzado por mostrarse tan
vulnerable —. Él me dio una nueva oportunidad y desde entonces, nos
hicimos inseparables…
—Ojalá le hubiera conocido —No me di cuenta de que lloraba a moco
tendido hasta que la mano de Enzo traspasó los barrotes y secó mis lágrimas
—. Es extraño, ni siquiera le conocí y, aun así, le echo de menos.
—Siempre vivirá en nuestros corazones, Lluvia…
Me pregunté a mí misma si estaría orgulloso de mí. Si hay algún lugar
más allá de la vida desde donde él puede verme. Estaba convencida de que
estaría decepcionado. No fui capaz de proteger y cuidar de mi familia y me
hallaba en una celda como una vulgar delincuente, a la espera de ser
juzgada. Mi libertad dejó de pertenecerme, pues la gravedad de nuestras
acciones se había convertido en un delito al que nos tendríamos que
enfrentar. Por suerte, para mí, tenía un ángel que aún no me había
abandonado.
—Lluvia… —Lucio apareció al otro lado de la celda junto a un agente
de policía y sus ojos se clavaron en Enzo —. Es tu día de suerte. Vamos,
levanta.
Abrió la celda. Quise negarme a abandonar a Enzo, pero su
preocupación porque me alejara de aquel lugar lo antes posible se manifestó
a través de sus ojos. Nos abrazamos como pudimos entre los barrotes y
coloqué sus manos en mi pecho.
—Te sacaré de aquí, papá… Te lo prometo.
Antes de salir, Lucio y yo nos echamos una mirada furiosa. Sonreía
satisfecho; sabía que dejar a Enzo en aquella celda era peor que cualquier
castigo para mí. Agarró mi brazo con violencia y tiró hasta la salida.
Cruzamos por una amplia sala, no recuerdo nada del lugar, ya que mantenía
la vista en el suelo, avergonzada de encontrarme en aquel lugar. De un
fuerte empujón, trastabillé hasta un hombre con un elegante traje oscuro.
Me fijé en su corbata celeste de seda, perfectamente anudada. Sus ojos
castaños mostraban un brillo de seguridad imponente y su engominado
pelo, exageradamente peinado hacia atrás, le daban un aspecto de rico
estirado. Señaló a Lucio con descaro y dio un paso al frente.
—Le ruego que trate a mi cliente con más respeto —su voz era melosa,
a pesar de sus apariencias.
—Márchense de mi comisaría de inmediato.
—Señorita, debe acompañarme —Hizo una leve reverencia en mi
dirección —. Volveremos a vernos —Dedicó una mirada dominante a
Lucio, que se mantenía en tensión, receloso.
—Lo dudo mucho, letrado.
—¡Oh, señor Garrido! Claro que sí —Sonrió, mostrando unos dientes
muy blanqueados —. Tengo un pálpito de que nos encontraremos pronto,
muy señor mío, mucho antes de lo que usted cree.
Dicho esto, cogió su maletín del suelo y caminó. Le seguí por el
estrecho pasillo y no tardé en divisar a mi querida madre en la sala de
espera. Ambas corrimos a nuestro encuentro y el abrazó fue tan fuerte que
el pinchazo que sentí en el pecho me hizo doblarme de dolor.
—Lo siento tanto, mamá…
Mi madre no dijo nada, solo me estrechó entre sus brazos y hundió sus
manos en mi pelo. Me encontraba exhausta y perdida en un maremoto de
retorcidos pensamientos. Envolví mis sentidos en su olor, el mismo de
cuando era una niña solitaria y buscaba consuelo. En sus brazos me sentía a
salvo y protegida.
Minutos más tarde, cuando recobré la compostura, miré al estirado
hombre que tenía ante mis ojos, observándonos con el ceño fruncido.
—¿Quién eres?
—Me envía la señorita Pontevedra —dijo en voz baja —. Busquemos
un sitio más íntimo. Esta comisaría apesta a corrupción.
—Cariño —Mi madre colocó sus manos en mi cuello y besó mi mejilla
—. Es Oliver, uno de los abogados de Claudia.
Al salir, la luz me cegó y noté una fuerte presión en la cabeza. La
claridad de una nueva mañana golpeaba el suelo y no conseguía mantener la
vista al frente. Agarrada al brazo de mi madre, seguimos a Oliver hasta una
cafetería a varios metros y escogimos una mesa apartada del resto. Pude
percibir cierta inquietud en sus gestos, pero su talante me aportó confianza.
Sin lugar a duda, no era un abogado que yo pudiera permitirme.
—Iré directo al grano—Miró a mi madre y entrecerró los ojos.
—Por favor, dígame qué podemos hacer por mi marido —Cogió mi
mano por debajo de la mesa.
—La señorita Pontevedra se ha hecho cargo de la fianza de su hija, pero
llegado el momento, tendrá que comparecer ante un juicio por cargos de
resistencia a la autoridad y agresión a un agente de la ley —Levantó el
brazo e hizo un aspaviento al aire —, pero eso no es todo. El problema que
nos atañe es su marido.
—Pagaré su fianza —dije, plantando las manos sobre la mesa —. Tengo
dinero ahorrado y si no es suficiente, lo conseguiré.
—No es tan sencillo. Lucio está haciendo todo lo posible por retrasar
una salida anticipada —Por primera vez desde que llegamos, se dirigió a mí
—. Estamos estudiando su caso, pero me temo que los cargos a los que se
enfrenta son graves.
—¿Irá a la cárcel?
—Me temo que sí, señorita —Lamió sus labios y miró al techo, quizás
tratando de empatizar con la situación —. Intento de homicidio, agresión a
varios agentes de la ley y resistencia a la autoridad no son cargos que se
tomen a la ligera, por no decir que Lucio hará todo lo posible por hundirle.
—Pero, Enzo solo trató de protegernos —sin pretenderlo, alcé la voz.
Mi madre hizo un gesto para que me calmara —. César nos amenazó con un
arma.
—Soy consciente de ello, pero no han encontrado ninguna prueba y
César lo niega todo —Se incorporó, miró a los lados y prosiguió —.
Sabemos con certeza que ambos se respaldan entre sí, al igual que la
corrupción que asola la comisaría de policía.
—Enzo no puede ir a la cárcel… —susurré —. ¿De cuánto tiempo
estamos hablando?
—De diez a quince años, pero reduciremos su condena, créame. Con un
tribunal a nuestro favor y si muestra buena conducta, de dos a cinco años.
—Joder… —Me llevé las manos a la cabeza.
—Haremos todo lo que esté en nuestras manos. Si queréis un consejo,
id a vuestra casa y descansad, nosotros nos ocuparemos de todo.
Nos dedicó una amable sonrisa y se levantó. No consiguió mirarnos a
los ojos antes de marcharse. En su lugar, trató de eliminar unas arrugas
inexistentes en su impoluto y carísimo traje de marca. Cogió su maletín y se
encaminó hacia la salida de la cafetería. Fui a su encuentro.
—¿Cómo está Claudia?
—Qué tenga usted un buen día, señorita —Hizo una leve reverencia y
siguió su camino.
Los brazos de mi madre rodearon mi cintura. Su mirada estaba rota,
perdida. No había ningún atisbo de esperanza, solo prepararnos para lo
peor. Nada de lo que hicimos fue suficiente, en realidad, habíamos perdido
la batalla antes de librarla. No podía derrumbarme, no cuando mi familia
más me necesitaba.
Al salir, al otro lado de la acera, Aitana y Renata gritaron mi nombre.
Corrieron a nuestro encuentro a toda velocidad, sin importar que
entorpecieran el tráfico. Las tres nos abrazamos, pues después de tantos
años, para ellas Enzo era una persona muy querida y respetada.
—¿Qué hacéis aquí, chicas? —Una triste lágrima recorría mis mejillas.
—Joder, Lluvia —dijo Aitana, negando con la cabeza —. Estáis en boca
de todos.
—Deberíais iros —dijo mi madre después de abrazar a Renata. Besó mi
frente —. Tú también, Lluvia.
—No me marcharé, no dejaré a Enzo.
—Hija, Sira y Enoa están asustadas —Miró la puerta de la comisaría —.
Tu hermana está aterrada. No sabe lo que ocurre, te necesita.
—Pero, mamá…
—Márchate, Lluvia. Esperaré a las puertas de comisaría el tiempo
necesario, te mantendré informada.
Con un beso en la mejilla y unos ojos vidriosos y descompuestos, mi
madre se esfumó. Algo me impulsó a ir en su busca, pero mis amigas lo
impidieron. Subimos en el coche de Renata y en todo momento enfoqué mi
atención en las paredes de la comisaría, donde mi querido Enzo permanecía
encerrado injustamente. Estaba al borde de la desesperación, de la locura
más absoluta.
—Te llevaré a casa —Renata introdujo la llave y arrancó —. Aitana se
quedará con vosotras esta noche. Yo tengo que hacerme cargo de Samsara.
—No quiero volver a casa —Me tumbé en los asientos traseros —.
Necesito una copa…
Escuché un fuerte suspiro por su parte, pero accedió a mi petición.
Sabía de sobra que era capaz de ir por mis propios medios. Aitana mantuvo
su mano en mis piernas en todo el trayecto y en ningún momento dejó de
mirarme. Recordé el día que me sinceré con ella sobre mi sexualidad y su
reacción ante mis palabras. Aitana siempre será mi mejor amiga, la chica
alocada que estuvo a mi lado en los momentos más difíciles de mi vida,
cuidándome, protegiéndome y consolándome.
Traté de unir todos los hechos desde el regreso de Sira. Todo parecía
irreal, en especial, todo lo que cambió mi vida. Siempre creí que era una
mujer fuerte, decidida y con un autocontrol de mis sentimientos y
emociones, hasta ese día. El día en el que el hombre que me había criado
como a una hija se enfrentaba al peor de todos los castigos. De cómo estaba
enamorada hasta las trancas de dos mujeres tan opuestas y a la vez, tan
hermosas. Mi corazón pedía a gritos los besos de Sira, pero sabía con
exactitud que la mujer de mi vida era Claudia.
La pesada losa que cargaba a mis espaldas estaba a punto de hacerme
caer y esa vez, no estaba dispuesta a levantarme. Todo había llegado a su fin
y para mí, no había consuelo que neutralizara mi tormento. Lo único que
deseaba, era cerrar los ojos y dejarme llevar al abismo de mi tortura.
Renata tenía un arduo trabajo por hacer, ya que los primeros días de mes
son los más engorrosos para su negocio y no dudó en posponerlo todo y
dejar las labores de servir bebidas a su empleada Kira. Aitana no soltó mi
mano en ningún momento y sentadas al fondo del pub, con una cerveza en
la mano, lloraba por mi desdicha.
Fueron tantas lágrimas derramadas, tantos llantos perdidos y alcohol
ingerido, que cuando quise darme cuenta, Aitana sujetaba mis cabellos en
uno de los baños mientras vomitaba. Casi sin poder moverme por mis
propios medios, me llevó a cuestas hasta la trastienda y me dejó descansar
unas horas en un cómodo y viejo sofá. Me cubrió con una fina manta y mis
emociones se desconectaron al entrar en un sueño absoluto.
Recordaba aquel sitio como uno de mis favoritos y más picantes, ya que
Renata me lo accedió a menudo para complacer mis deseos sexuales en mis
noches locas y desenfrenadas. Ahora lo recuerdo de manera muy distinta a
aquella época. Siempre pensé que solo se trataba de sexo, de calmar las
necesidades de mi cuerpo, pero estaba equivocada. Aquellas mujeres solo
fueron un parche para la soledad que reprimía, una fuerte necesidad de
sentir calor humano, de obtener el cariño de una mujer incomprendida
como yo.
Al despertar, Renata estaba sentada a mi lado, con una deliciosa
hamburguesa de buey y un vaso hasta arriba de zumo de tomate. Me
incorporé y comencé a pellizcarme los dedos. Recordaba todo como una
pesadilla que poco a poco me consumía en la oscuridad.
—Gracias, Renata, pero no tengo apetito.
—Vas a comer, Lluvia, y después, Aitana te llevará a casa —Me ofreció
el zumo de tomate y lo bebí con ansias —. Sira ha llamado, está preocupada
por ti…
—Renata… —Me sentía mareada y mi cabeza proyectaba imágenes a
una velocidad de vértigo —. ¿Qué puedo hacer?
—De momento descansar, cielo —Me ofreció la hamburguesa —. Come,
no me moveré de aquí hasta que te lo termines todo.
Si las hamburguesas de Renata las llamábamos las «mata resacas» era
precisamente por algo. Aunque no consiguió animarme, sí asentó mi
estómago. Miré mi reflejo en el espejo del baño antes de marcharme. Mis
ojeras y mi rostro descompuesto me hacían parecer mucho más mayor.
Lavé mi cara a conciencia, pues quería estar despejada. Aitana se ofreció a
hacer de taxista; el viaje se me hizo eterno. Se despidió con un beso en mis
labios; un beso de verdadera amistad que solo mostraba en los peores
momentos.
Al entrar en mi hogar, todo me parecía más grande de lo normal. Traté de
no hacer ruido y seguí el sonido de la televisión. Pronto sería medianoche y
Sira dormía en el sofá junto a mi hermanita, enredada en sus brazos.
Acaricié el oscuro rostro de Enoa. Abrió los ojos y se quedó unos segundos
sin saber cómo reaccionar, después, se lanzó a mis brazos, sollozando. Sira
no tardó en unirse a nosotras.
—¿Dónde está papá? —Enoa apretaba mi camiseta con fuerza —.
¿Dónde está? —Miró a su alrededor —. ¡Papá! —Me zarandeó con una
rabia impropia de ella.
—Cariño…
—¡Quiero ver a mi papá! —gritó.
Me apartó de un empujón y corrió a su habitación. Caí al suelo de culo y
me incorporé con la ayuda de Sira. Caminé hasta el pasillo, pero cobarde de
mí no sabía cómo explicar lo ocurrido. Cómo consolar a una niña que no
volvería a ver a su padre en años. Mis pasos me llevaron involuntariamente
a mi patio delantero; el mismo al que necesitaba ir más que nunca. Me senté
admirando la estrellada noche y entre susurros, rogué a los cielos una
posible salida a nuestro tormento. Como siempre ocurría, no obtuve
respuesta, únicamente un silencio absoluto lleno de incertidumbre.
—Lluvia, ten —Sira se sentó a mi lado y me ofreció una cerveza
mientras bebía de su copa de vino.
—Creo que he bebido suficiente por hoy… —La dejé a un lado y cerré
los ojos —. Aún se me hace extraño verte beber vino. Siempre lo detestaste.
—César me obligaba en sus acontecimientos sociales y poco a poco, fui
cogiéndole el gusto —Colocó su cabeza en mi hombro —. Todo esto es
culpa mía, Lluvia… —Sus ojos se empañaron.
—¿Culpa tuya? —Suavemente acaricié su mejilla con el dorso de mi
mano y giré su retocado rostro para encontrarme con una mujer
completamente hundida —. Tú menos que nadie eres culpable de todo esto.
—Vera va a aceptar la propuesta de César. Cederemos nuestros bienes, es
el único modo.
—Así que ese cabrón va a salirse con la suya… ¿Sabes qué? A estas
alturas supongo que ya no importa.
—Todo se ha ido a la mierda —Besó la comisura de mi boca y no negaré
que mi primera reacción fue la de arrancar sus tentadores labios a
mordiscos —. Quiero disculparme por haberte presionado, Lluvia. Nunca
debí entrometerme entre Claudia y tú.
—Sira, lo nuestro es imposible…
—Lo sé, siempre lo he sabido, pero eso no impide que siga amándote —
Se separó de mí y abrazó sus piernas —. Es raro, inadecuado, por no decir
antinatural, ¿verdad? Estar enamorada de la hermana de tu hermana…
¡Joder! —Se mordió el labio —. ¿Qué me hiciste, Lluvia? ¿Qué hiciste para
que en todos estos años aún siga tan enamorada de ti?
—Se nos pasará… Nos guste o no somos familia y eso, está por encima
de todo, Sira.
—Dormiré con Vera esta noche, lleva todo el día sin salir de su
habitación —Besó mi mejilla —. No te acuestes muy tarde, necesitas
descansar.
Asentí. Agradecí la soledad que me acompañó minutos después. Me
encontraba cansada, como si toda mi energía vital se hubiera evaporado,
pero tenía miedo de cerrar los ojos. Vacíe la cerveza en el suelo; no
encontraba consuelo en el alcohol. La brisa de la noche dejó de ser
reconfortante y sentí una leve tiritona. Arrastrando los pies e inmersa en mi
dolor, la puerta se abrió de par en par antes de entrar.
—¡Vera no está! —gritó Sira, con los ojos como platos.
—¿Qué?
—He buscado por toda la casa, Lluvia —Me agitó por los hombros —.
Tenemos que dar con ella.
—Apenas puede moverse, no creo que haya ido muy lejos —Entramos al
interior de mi casa y me crucé de brazos —. ¿Has probado a llamar a su
teléfono?
—Buena idea… —susurró. Una canción de rock se escuchó al otro lado.
Fuimos al origen del sonido y divisamos el teléfono móvil de Vera entre las
sábanas de su cama —. Lo ha olvidado… Vera, ¿dónde te has metido?
—Trae, seguro que está bien —Le quité el teléfono y comencé a
comprobar el historial de llamadas —. Después de todo lo que ha ocurrido,
quizá necesite espacio —Mis pulmones se cerraron y mi corazón dejó de
latir al ver la última persona con la que habló —. ¡César!
—¡¿Qué?! —Me arrebató el teléfono —. Dios, no, no, no… —Dio un
pisotón en el suelo, hiperventilando —. Sé dónde puede estar… —Nos
miramos fijamente —. Ha ido a nuestra casa.
—¿Estás de coña? No puede haber ido tan lejos en su estado —
Reflexioné ante mis palabras. Tratándose de Vera, todo era posible —.
Bien, vamos —Tiré de su brazo hasta el garaje.
—¿Y Enoa?
—Estará bien. ¡Vamos!
—No estás capacitada para conducir. Tu muñeca aún…
Saqué mi deteriorada moto del garaje. Sira se mantenía a mi lado,
temblando como un flan. Intenté arrancarla, sin éxito. Golpeé el chasis con
todas mis fuerzas y lo intenté de nuevo. Escuché el sonido más
reconfortante de todos y como el motor vibraba con un rugido ahogado.
Sira se subió detrás y se agarró a mis caderas, temerosa y con la mirada
perdida.
Por las calles de mi pueblo, conducía a todo lo que mi moto daba de sí,
con Sira golpeando mi espalda con el puño, asustada. Miraba a un punto
fijo en mi hincapié por encontrar a Vera, pero al girar la esquina que nos
llevaría directas a su casa, la imagen ante nosotras nos produjo una
sensación de terror absoluto. Frené en seco y Sira salió disparada. Dejé caer
mi moto al suelo y corrí en su dirección.
Conté cinco vehículos policiales, dos de ellos pertenecientes a la
comisaría de la capital, y dos ambulancias. Los vecinos se mantenían
curiosos tras el cordón policial, custodiado por varios agentes. No reconocí
a ninguno de ellos. Las luces que desprendían ante la noche me dejaron
atontada. Sira, descompuesta, trató de traspasar el cordón policial, pero se
lo impidieron. Al ver como varios médicos forenses empujaban una camilla
con un cuerpo envuelto en una bolsa mortuoria, las dos nos llevamos las
manos a la boca, sin dar crédito. Sira chilló y apretó mi brazo, aterrada y
fuera de sí.
—¡Vera! —gritó, desesperada. Se dirigió al agente que nos impidió el
paso —. ¡Es mi hermana!
El policía, demasiado joven para llevar uniforme, le permitió el acceso.
Hablaron unos segundos con lo que parecía ser un inspector al cargo, que,
con total seguridad y por el respeto que infundía, pertenecía a la capital.
Segundos más tarde, la guiaron al interior de la casa.
Observé a los forenses introducir el cuerpo en una ambulancia y caí
arrodillada, rogando al cielo que todo se tratase de una amarga pesadilla. Un
pedazo de mí, que siempre creí inexistente, se rompió. Recordé cada una de
nuestras discusiones y peleas, de cómo terminamos por convertirnos en
familia, guiadas por una venganza que no conseguimos llevar a cabo.
Maldije para mis adentros, susurrando su nombre, lamentándome porque
tendría que asumir otra pérdida. Cuando por fin acepté con cariño que era
mi hermana, el destino me la arrebató.
De repente, dos policías llamaron mi atención por la forma brusca y
alterada de moverse. Montaron en un vehículo sumamente custodiado y mis
ojos se abrieron de par en par, pues en el asiento de atrás, Vera me miraba
con mil lágrimas en los ojos. Una de sus mejillas estaba cubierta de sangre
y por la forma de las salpicaduras, parecían no pertenecer a ella. Me sonrió
con tristeza, pero sentí por primera vez cierta liberación en su mirada.
Asintió y agachó la cabeza, justo cuando el vehículo se movió. Me
incorporé, sin comprender absolutamente nada.
Cuando desapareció, bajo una noche encapotada llena de desgracia, Sira
apareció arrastrando los pies. Traspasó el cordón policial con torpeza y la
abracé, sin obtener respuesta. Rígida y temblorosa, Sira se encontraba en
shock.
—Lo ha matado… —susurró, sin pestañear —. Vera ha asesinado a
César…
La apreté con fuerza bajo mi pecho y ambas nos unimos en un llanto
desgarrador. El estado de una perturbada Sira alertó a varios médicos y
trataron de intervenir, insistiendo en acompañarla a una de las ambulancias.
Y entonces, a lo lejos, le vi. La misma cara de arrogancia que vi horas
antes. El mismo hombre corrupto que fue partícipe de todo aquello con sus
sucias y dañinas artimañas. Impotente, aparté a Sira y nuestros ojos se
encontraron, pero esta vez, él era el que parecía más perjudicado. Todo
estaba perdido, todo se había ido a la mierda y mi familia había quedado
rota en mil pedazos. Mi única intención era que experimentara todo el dolor
que causó. Como una bestia encolerizada, empujé con toda mi rabia a uno
de los agentes para traspasar el cordón policial. Cuando cayó al suelo vi mi
oportunidad y grité su nombre, alertando a todos a nuestro alrededor.
—Señorita —Una mano suave, pero firme, me sujetó por el hombro —,
creo que no será necesario recurrir a la violencia.
—¿Oliver?
—Discúlpeme —Me miró con seguridad e indicó al hombre a su lado,
con más pinta de galán que de otra cosa, que siguiera sus pasos. Vestía con
un traje muy oscuro y una camisa a juego, pero lo que más llamó mi
atención, fue su oscuro sombrero de bombín —. Tenemos trabajo que hacer.
Fueron en dirección a Lucio, que desabrochó el botón de su chaqueta de
traje marrón e introdujo la mano en los bolsillos, dando un par de pasos al
frente con su particular valentonería. No dudé a la hora de acompañarlos y
averiguar que se traían entre manos. Por suerte, Oliver me guiñó un ojo,
sonriente.
—Esta es la escena de un crimen, maldita sea —Miró con desatención al
desconocido junto a Oliver —. No podéis estar aquí.
—Creo que, por esta vez, podrá hacer una excepción, señor Garrido —Su
sonrisa de satisfacción me desconcertaba.
—Si no os marcháis de inmediato, ordenaré que os detengan —Los miró
uno a uno —. ¡A los dos!
—Lo que mi buen amigo tiene que decir, podría interesarle —Se hizo a
un lado y colocó las manos en su regazo.
—Lucio Garrido —El extraño que acompañaba a Oliver dio unos pasos
al frente y se detuvo cerca de Lucio, sin apartar la vista de sus fríos y
oscuros ojos —, permítame que me presente. Soy…
—Me importa una mierda quien sea —Propinó un puñetazo en su
hombro, pero el extraño personaje que tenía ante él, apenas se inmutó. A
cambio, le devolvió una extraña sonrisa maliciosa —. Lárguense de aquí,
¡ahora!
—Creo que no es consciente de su situación —Abrió su chaqueta y
mostró una placa amarrada en su cinturón de cuero trenzado.
—¿Un detective? —Lució lo miró con ojos entrecerrados, pero su
malhumorado carácter, se desvaneció.
—He descubierto mucho sobre usted. Debo decirle que es un hombre
astuto, pero de igual forma, comete errores —Introdujo la mano en su
chaqueta y le ofreció varios papeles doblados en dos partes. Lucio los
cogió, tembloroso, y se dispuso a leerlos mientras los músculos de su
mandíbula se hacían presente —. Tiene ante usted una copia del documento
original que redactó el médico forense que realizó la necropsia de Julia,
muy distinto al que hay en sus archivos. ¿Cómo es posible que una mujer
que no había probado el alcohol en su vida, de repente, se estrellara ebria
junto a su hija? Una conductora que, en todos sus años, nunca había
cometido ninguna infracción al volante, a pesar de sus constantes viajes.
—No tienen nada…
—¿Está seguro? —La sonrisa del detective me dejó helada, pues en su
rostro se detectaba cierta satisfacción —. Hemos apretado las tuercas a
dicho médico y lo ha confesado todo. Está dispuesto a declarar en su contra,
señor Garrido.
—Es su palabra contra la mía, no tienen nada sólido contra mí —Agitó
los papeles cerca de la cara del detective, rabioso.
—Una frase muy típica de quien se encuentra acorralado —Sacó su
teléfono móvil y mantuvo uno de sus dedos sobre el panel táctil —. En
estos momentos, una unidad del equipo de la policía judicial de tráfico está
en el depósito municipal de vehículos y mis compañeros de la policía
científica esperan mi orden a las puertas de su comisaría, señor Garrido.
Estoy convencido, que, en dichas instalaciones, encontraremos alguna
prueba incriminatoria contra usted —Se acercó a Lucio y retiró el papel de
sus manos —. ¿No tiene nada que decir? —Esperó unos segundos, pero
Lucio permanecía pensativo, mirando a su alrededor —. Claro que, una vez
dicho esto, todo tiene solución —Los ojos de Lucio captaron su atención.
—¿Qué propone?
—Es muy sencillo —Guardó su teléfono móvil y sacó una pitillera. Se
encendió un cigarrillo y expulsó el humo en el rostro de Lucio —. Los
cargos a los que se enfrenta le dejarán una larga temporada a la sombra y
solo hemos descubierto la guinda del pastel, ¿verdad? —Miró a Oliver y
ambos sonrieron. Parecían disfrutar como niños —. Quiero que liberes a
Enzo, sin cargos —Colocó la mano en mi hombro —. También que borres
el expediente policial de la señorita. Lo que ocurrió aquella noche quedará
en el olvido.
—Me pides lo imposible…
—Estoy seguro de que será capaz de resolverlo. ¿Qué pensarán su mujer
y sus hijas cuando descubran cómo es usted realmente? —intervino Oliver
—. Pero eso no es todo, señor Garrido. Tiene cuarenta y ocho horas para
dimitir de su cargo. Se marchará de este pueblo y bajo ningún concepto
volverá, ¿lo ha entendido? —Por primera vez, Oliver se mostró
amenazante.
Lucio me miró fijamente a los ojos. Le regalé una sonrisa de oreja a
oreja, porque a pesar de que dos lágrimas brotaban de mis ojos, estaba feliz
de saber que Enzo sería libre. Los dos hombres que se habían convertido en
mis ángeles salvadores me dedicaron una empalagosa reverencia y sentí en
su forma de mirar un atisbo de alegría.
Los miré caminar, con unos elegantes andares y la cabeza bien alta, pues
habían ganado una dura batalla. No estaba convencida del todo, aún no,
porque si algo fallaba en todas sus condiciones, mi querido Enzo saldría
perjudicado. De modo que, cuando subieron en un vehículo aparcado cerca
de todo aquel embrollo, fui en su busca. Golpeé la ventanilla y Oliver me
regaló una cálida sonrisa.
—¿Se encuentra bien, señorita?
—¿Cómo están tan seguros de que Lucio accederá?
—Tenemos un as en la manga, pero, por su propia seguridad, es mejor
que se mantenga al margen —Cogió mi mano y la acarició con el dedo
pulgar —. Confié en nosotros. Váyase a casa y descanse, hoy ha sido un día
duro. Le prometo, con total certeza, que Enzo saldrá lo antes posible.
—Gracias, Oliver —Besé su mano; sus palabras y su convicción,
esfumaron todas mis dudas —. Nunca podré agradecer todo lo que han
hecho.
—Es mi trabajo —Pensativo, comenzó a analizarme —. Dele las gracias
a la señorita Pontevedra.
—¿Cómo está?
—Le envía saludos —Una sonrisa pícara se mostró en su blanqueada
dentadura —. Descanse y vuelva con su familia.
Al girar, Sira se encontraba al otro lado de la acera, buscándome
desesperadamente. Corrí a sus brazos y la estrujé contra mi pecho. Besé su
mejilla, pero sus lágrimas no cesaban. Sequé sus ojos y no dejé de hacerlo
hasta que su leve llanto se consumió. Busqué su mano y entrelazamos los
dedos, de la misma forma que cuando éramos unas crías.
—No podemos irnos, Lluvia. Mi hermana…
—Estará bien —la interrumpí, sonriente —. Sabes que es la más fuerte
de todas nosotras. Ven —Comenzamos a caminar hasta mi moto —,
volvamos a casa. Hay una renacuaja que se preguntará dónde nos hemos
metido.
La muerte de César a manos de Vera fue un giro inesperado. Comprendí
que no fue un acto desesperado, sino una forma de otorgar a su hermana
pequeña la libertad que tanto deseó. Sabía, tan bien como yo, que el hombre
que arruinó su vida y traumatizó su día a día, nunca desistiría por recuperar
a su hija, pues, aunque firmara todos los documentos y obtuviera lo querido
para continuar con su vida de lujos, siempre cabía la posibilidad de que
volviera en busca de Sira.
Y cuando todo estaba perdido, un ángel apareció ante mí para hacer
realidad mis sueños. No hablo de detectives ni abogados, pues la verdadera
cabecilla de todo no era otra que Claudia. Puso todos sus medios a nuestro
alcance y no dejó de luchar por nosotros hasta el final, aún en la distancia.
Aunque nuestros caminos se separasen, siempre la amaría con todo mi
corazón, pues sí había una mujer a la que considerar mi otra mitad, era ella.
Capítulo 22 — Dulce y amargo

A través de la ventana, observaba los ojos encendidos de Lucio. Le


regalé una sonrisa chulesca de satisfacción, pues después de que accediera a
borrar el historial de Enzo y proceder a su liberación, Oliver faltó a su
palabra. La policía científica había abierto una investigación, no solo contra
Lucio, sino contra varios de sus compañeros a los que se llevaron detenidos.
Nunca descubrí cuáles eran los otros tejemanejes en los que estaba
involucrado y desconozco si fue casualidad o también estaba implicado,
pero el alcalde de nuestro pueblo dimitió de su cargo días después.
Lo más curioso de todo, fue que la policía encontró mi mochila de cuero
en la habitación de un hotel en la capital donde se alojaba César. En su
interior, guardaba pruebas que facilitaron la investigación, aunque tardé o
temprano hubieran dado con ellas. Cuando Aitana se enteró, bromeó sobre
dedicarse al espionaje, pero ya conocéis a mi vieja amiga; nunca se toma
nada en serio.
Ver como se llevaban a Lucio detenido, fue reconfortante para mi
corazón, pues cuando creí que todo estaba perdido, se impartió justicia.
Desde aquel día, los habitantes del pueblo lucharon contra la corrupción
con el fin de recuperar su origen humilde y noble.
Al margen de todos nuestros problemas y a las puertas de la comisaría
donde el ajetreo de policías investigaban la corrupción que les asolaba,
esperábamos impacientes. Mi hermanita se agarraba a la pierna de nuestra
madre, mirando en todas direcciones. Sira resoplaba, nerviosa, y yo me
mantenía con la sonrisa de mi salvadora en mis pensamientos.
Enzo salió desorientado, cubriéndose los ojos del intenso sol de verano.
Bajó los peldaños de las escaleras, cansino, buscándonos. Lucía un aspecto
desaliñado, pero en su sonrisa se detectaba la alegría que siempre le
acompañaba. Todos corrimos a su encuentro y nos fundimos en un abrazo
eterno, pues el hombre que siempre fue un padre para mí había vuelto con
nosotras. Entre mimos y lágrimas de felicidad, todos apretujábamos al pilar
de nuestra familia. El beso que le regaló a mi madre fue tan bonito, que
Enoa se puso a dar saltos de alegría. Sira se apartó de nosotros y miró al
cielo, pues aún había un serio problema del que preocuparse.
—Sira —Mi madre la rodeó con ternura y limpió sus lágrimas con la
palma de la mano —. Tu hermana estará bien.
—¿Pudiste hablar con ella?
—Sí, y aunque va a sorprenderte lo que tengo que decir, te alegrará… —
Nos miró a todos —. Oliver me consiguió unos minutos con Vera.
—¿Cómo está?
—Feliz —Sonrió —. Muy feliz, de hecho, más que nunca. Ha renunciado
a los abogados de Claudia.
—¿Por qué iba a cometer semejante estupidez, mamá? —protesté.
—Quiere cumplir su condena. Dice que la cárcel le traerá paz —Meneó
la cabeza al escuchar sus propias palabras —. Es su manera de pagar por
todo el daño que ha causado a lo largo de su vida —Me miró, colocó su
dedo índice en mi frente y apretó —. Quiere hablar contigo, Lluvia…
No me sorprendieron aquellas palabras. Vera era la persona más
impredecible que conocía. Había cambiado tanto en todo ese tiempo, que
estaba irreconocible, pero no nos equivoquemos, seguía siendo, en cierto
modo, un mal bicho. Estoy convencida de que fue el amor de mi familia lo
que le otorgó nuevas esperanzas, pues, aunque se enfrentaría al fin de su
libertad durante una larga temporada, atesoró en su corazón todo nuestro
cariño. Vera y yo siempre seriamos amigas y enemigas a partes iguales,
pero en el fondo, era una hermana de buen corazón quebrada por un dolor
qué tarde o temprano se desvanecería. Al margen de aparentar ser una
mujer fuerte, necesitó vivir la experiencia de tener una familia unida.
—Ya no tengo a nadie, Dalia —susurró Sira entre pucheros.
—¡Eh! ¿Cómo puedes decir eso? —dijo Enzo, impactado por sus
palabras. Besó su frente y la abrazó como un padre —. Siempre nos tendrás
a nosotros, somos tu familia, Sira.
—Enzo tiene razón, cariño —Mi madre me abrazó por la cintura y colocó
la mano en la cabecita de Enoa, observándola fijamente —. Eres parte de
nosotros, nunca te abandonaremos.
La tristeza de Sira por el desenlace que perjudicó a Vera se disipó en gran
parte, pero cada uno de nosotros la echaríamos de menos. Sobra decir que
estaríamos a su lado, pues, al igual que Sira, Vera era un miembro más de
nuestra familia. Me costó tiempo reconocerlo, pero las amaba a cada una de
ellas, de forma diferente, claro está.
Después de nuestro emotivo encuentro, Enoa cogió la mano de Sira y
todos caminamos rumbo a nuestro hogar, a la calidez de las cuatro paredes
que nos permitirían conectar como una familia unida y feliz. Me juré a mí
misma que cuidaría de cada miembro con mi vida, les daría amor, cariño y
comprensión, y nunca dudaría de ninguno de ellos. Mi único objetivo en la
vida se convirtió en atesorar cada minuto con ellos, pues eran la única razón
de mi existencia.
Los días comenzaron a clarear y veíamos el futuro como una nueva
oportunidad llena de buenas nuevas. Quise contactar con Claudia en varias
ocasiones, agradecer todo lo que había hecho por nosotros, pero no obtuve
respuesta. Sus nuevos proyectos, lejos del país, ocupaban todo su tiempo y
por boca de sus mejores amigas descubrí que se había propuesto olvidarme.
Me sentí dolida, ya que, saber que el amor de tu vida trata por todos los
medios apagar el fuego que nos unía, era una clara muestra de que su vida
no estaba a mi lado, pero respeté su decisión. Aunque tampoco tenía otra
opción…
Extrañábamos a Vera y sus peculiares cambios de humor, pero éramos
conscientes de que estaba en paz consigo misma. Renunció a cualquier
medio que pudiéramos ofrecer; quiso afrontar la situación con todas las
consecuencias. Fue condenada a quince años de prisión sin reducción de
condena, pero el jurado tuvo en cuenta su sinceridad y súplicas por obtener
su castigo. Se negó a que ninguno de nosotros estuviéramos a su lado en el
proceso judicial y exigió, con gran insistencia, que yo fuera la primera en
visitarla.
Así que, como indicó, ahí estaba yo, siendo cacheada por uno de los
carceleros, más pendiente de mi delantera que de otra cosa. Me guiaron por
un estrecho pasillo, bien iluminado, pero que transmitía una extraña energía
negativa. El carcelero abrió una reja metálica y después, una puerta pesada
y gris. Vera estaba sentada en uno de los habitáculos del centro,
observándome con una fina sonrisilla. La misma que siempre me sacaba de
quicio. Fui hacia ella, me senté sin dejar de mirar sus ojos y descolgué el
teléfono a mi derecha. Ella hizo lo mismo y colocó la palma de la mano en
el cristal. Al principio dudé, pero imité sus movimientos, tratando de
conectar con ella y sentir su tacto. Tenía un pequeño corté en la ceja y un
ojo morado.
—¿Qué te ha pasado, Vera?
—Ya sabes —Se señaló la cara y lamió su labio superior —. Me gusta
darme a conocer —Sus facciones de macarra desaparecieron y me sonrió
con dulzura —. Me alegro de verte, Lluvia.
—Yo también a ti —Suspiré. Me entristecía verla en aquella horrible
situación —. Siento que tengas que pasar por esto.
—Pero ¿qué dices? ¡Esto es el paraíso! —dijo con sorna —. Verás,
Lluvia, la razón de que estés aquí es… —Sus ojos se empañaron —. Siento
como te traté cuando éramos niñas.
—¿Vas a ponerte sentimental a estas alturas? —dije, tratando de quitarle
hierro al asunto.
—Supongo que no —Me enseñó el dedo del medio y ambas reímos.
—¿Por qué lo hiciste? Vivirás con esta carga toda la vida… Podríamos
haber buscado otra salida.
—Viví de primera mano lo que era tener una familia de verdad gracias a
ti. Cuando vi como tu alma se rompió a través de tus ojos por lo que ocurrió
aquella noche, no aguanté más —Dejó caer la mano y nuestra conexión,
desapareció —. Me sentí rabiosa al imaginar que perderías al hombre que
ahora es tu padre. Supe que César tenía que morir —Apretó los dientes —.
Por vuestro bien y la felicidad de mi hermana supe que aquella carga tenía
que recaer sobre mí. Sé que no soy más que una asesina, pero…
—No digas eso, no te llames así nunca, ¿me oyes?
—Pero, es la verdad, Lluvia. Tú lo sabes tan bien como yo —Respiró
profundamente, cogiendo fuerzas para continuar —, pero estoy dispuesta a
soportarlo si con ello la gente a la que quiero es feliz.
—Tengo una duda —La miré, curiosa —. Todos nos preguntamos cómo
conseguiste llegar de una casa a otra en tu estado. La distancia es larga y
apenas podías mantenerte en pie. Incluso hay quien piensa que alguien te
ayudó.
—¿Quieres saber la verdad? —Se cruzó de brazos —. Caminé hasta que
no pude más. Antes de salir, le ofrecí a César una falsa esperanza de obtener
su propósito —Dejó de mirarme a los ojos —, pero no se esperaba que, al
abrir la puerta, me abalanzaría sobre él con tanta furia… Cuando quise
reaccionar y volví en mí, sostenía un cuchillo en la mano. Había sangre por
todas partes… Fue horrible, Lluvia…
—¡Eh! Lo superarás, ¿vale? —Di unos toquecillos en el cristal para
llamar su atención —. Eres la mujer más fuerte y más hija de puta de todas
—Ambas sonreímos —. Eres buena persona…
—¿Quién es la sentimental ahora? —Me señaló con el dedo —.
¿Recuerdas la fotografía que encontraste en mi buhardilla? —Asentí —. La
escondí en uno de tus libros, pero no te diré cuál. Tendrás que encontrarla
—Sonrió, maliciosa —. Conseguí descifrar el significado de los números…
—Supongo que ya no importa…
—Te equivocas —Miró a los lados, cautelosa, a pesar de que nos
encontrábamos a solas —. ¿Eres pescadora y no sabes lo que significan?
Desde luego no eres buena en tu trabajo…
—¿A qué te refieres? —Adopté una postura defensiva.
—Son coordenadas. He investigado el origen y enfocan en un punto a
mar abierto no muy lejos del puerto.
—¿Y qué? Esos números son de César y por aquella época, él trabajaba
en el puerto y era uno de los accionistas mayoritarios. Puede que tuvieran
un significado para él, no sé, quizás algo que ocurrió que no quería olvidar.
—Piensa, Lluvia —Agitó la cabeza, llevándose una mano a la frente.
—¿Insinúas lo que creo? —Instintivamente, me puse en pie de un salto.
—La tumba de nuestro padre ya no será un ataúd vacío…
Mi sonrisa se amplió de oreja a oreja. Si Vera estaba en lo cierto, mi
padre al fin tendría un entierro digno y nosotros un lugar al que visitarle. Le
daríamos la despedida que se merecía. No pude evitar que mis lágrimas
cayeran sobre la mesa; aquella fue la mejor noticia de todas. Sonreí y Vera
me regaló un pícaro guiño de ojo. Tenía que ponerme manos a la obra de
inmediato.
—Por cierto, Lluvia —Arqueó una ceja —, espero no volver a verte hasta
que salga de aquí, ¿lo has entendido?
—¿Qué? Que estés aquí es lo mejor que me podría haber pasado —Le
saqué el dedo del medio —. Ya no tendré que aguantar más tu cara de haba
—Bromeé.
—Cuídate, hermanita…
—No vuelvas a llamarme así, no soy tu hermana —Nos miramos
fijamente y ambas comenzamos a reír a carcajadas.
Con la mente en mi próximo objetivo, salí de la penitenciaría de la
ciudad a toda prisa. Estaba feliz, eufórica ante la situación que se me
presentaba. Poco a poco y con sacrificio, todo comenzó a coger forma. La
sensación era indescriptible, maravillosa, tenía la oportunidad de cerrar el
capítulo más triste de mi vida, pues darle a mi verdadero padre una
sepultura como se merecía me otorgaría una inmensa felicidad.

* * * * * *
Sonrientes, pero con cientos de lágrimas cayendo por nuestros rostros,
todos contemplábamos la tumba de mi padre. Enzo fue el primero en
arrodillarse y tocar el relieve de su nombre. Mi madre colocó unos bonitos
claveles en un pequeño cuenco de barro. Fue la primera en dedicar unas
bonitas palabras y Enoa, tan mona con su vestidito blanco, dejó un dibujo
para él encima de la lápida. Al fin, teníamos un sitio donde llorar. Prometí
que le visitaría a menudo y que le contaría todo sobre mi vida. Nunca nos
conocimos, pero para mí, era una oportunidad de hacerlo. Estaba segura de
que, de un modo u otro, él vigilaba mis pasos de cerca.
Meses antes de que las aguas se calmaran, se abrió una investigación y
un equipo de búsqueda marítima, encontró el barco pesquero de mi padre
hundido a millas del puerto. El cuerpo de mi padre se encontraba en su
interior, descompuesto por tantos años exponiéndose a las profundidades
del mar. Nos costó sangre y sudor conseguir dicho propósito, pero para
nuestra salvación, cuando creíamos que todo estaba perdido, Oliver
apareció con su equipo de abogados dispuesto a hacer presión a los cuerpos
de seguridad. El procedimiento se volvió engorroso y tardío, pero al menos
mantuvo mis pensamientos alejados de la mujer a la que mi corazón no
podía olvidar.
Nuestras vidas volvieron a su punto de origen, pero con algunos
cambios extras. Mi madre dejó de trabajar en el puerto por las tardes para
pasar más tiempo con Sira y Enoa. Vera, para variar, apenas nos concedía
visitas y nos llamaba ocasionalmente con su particular chulería. Para
nuestra sorpresa, se estaba convirtiendo en una reclusa modelo.
Sira había puesto en venta la casa de sus padres, había tantos recuerdos
tristes que decidió que era hora de un cambio. Su intención no era otra que
amasar toda la fortuna posible con las propiedades de sus padres y dividir
las ganancias con su hermana. Decidió adquirir una pequeña casita cerca
del puerto, solo con la intención de estar cerca de nosotros, pero aún no
estaba preparada para alejarse de nuestro lado. Vivía con nosotros y cada
día, la alegría se hacía más permanente en ella, pero tardé o temprano nos
dejaría, pues para Sira, estar cerca de mí era una tentación demasiado
arriesgada. Lo que más agradecí de todo, fue como terminó por recuperar la
alegría y la espontaneidad de cuando era niña. Volvió a ser ella más que
nunca; aquella alocada chica que era capaz de todo.
Aitana le propuso matrimonio a Dan, ¿os lo imagináis? La muy puta nos
lo ocultó durante semanas, pero terminamos alegrándonos por ella, aunque
no teníamos claro si a última hora lanzaría su vestido al aire y correría en
dirección contraria. Renata seguía a cargo de Samsara con cariño y
devoción y lo que me sorprendió fue su acertada idea de contratar a Kira.
Aquella chica tan adorable acabó formando parte de nuestra pandilla de
locas y, de una forma cariñosa y sana, terminamos por afianzar una bonita
amistad.
Irene fue la que salió mejor parada, o no, según se mire. El divorcio con
su marido fue una batalla campal, donde terminó volviendo a la casucha de
sus padres con una mano delante y otra detrás. Renunció a su vida de lujos
y admitió su sexualidad abiertamente, al margen de lo que sus familiares y
amigos pudieran pensar. No obtuvo ningún apoyo por su parte, pero ahora,
vive libre y en armonía con su sexualidad. Incluso se volvió una picaflor
que no dudó en quitarme el puesto como la lesbiana del pueblo. Ojalá
hubiéramos mantenido el contacto después de tantos años, pero decidió, por
su propio bien, alejarse de mí, en todos los sentidos. Lo único que obtuve de
ella, era alguna sonrisa casual llena de ternura cuando nos encontrábamos
en el pueblo, pero jamás volvimos a recuperar el contacto.
Por mi parte, reconocí que mis sentimientos por Sira eran sólidos.
Nuestro amor se fue convirtiendo en un vínculo familiar poderoso, pues
cada día que transcurría en mi rutinaria vida, me convencía más de que no
estábamos destinadas a estar juntas. Una parte de mí siempre albergaría
sentimientos románticos hacia ella; fue mi primer amor, pero por otra,
seguía llorando por Claudia en soledad, guardándome ese sentimiento tan
desgarrador para mis adentros. No terminaba de mentalizarme desde su
marcha y aún en la distancia, rememoraba cada uno de nuestros encuentros,
viviendo en mis pensamientos un pasado que hacía mella en mi corazón.
Puede que todos fueran felices en plenitud, pero para mí, aún tenía un sabor
amargo en la boca. Sin mi rubia de ojazos azules, jamás sería feliz en mi
totalidad.
Pero al margen de mi desamor, volví a ser la mujer espontánea y
juerguista de antes, con la única diferencia de que mis piernas estaban
cerradas para cualquier desconocida que quisiera pasar una noche en
lugares poco éticos. La segunda cerveza ya estaba en camino y conversaba
con Aitana y una atareada Retana tras la barra sobre nuestro día a día. Kira
finalizó su turno, se sentó a nuestro lado con una copa en la mano, agotada
tras un duro día de trabajo, y me entregó una cerveza bien fría.
—Estoy molida —dijo con una triste mirada.
—Renata es una negrera… —protestó Aitana.
—¡Te he oído! —gritó Renata al otro lado.
—¡Buah! —Puso los ojos en blanco —. ¿Entonces qué? ¿Desmadre a lo
loco?
—A mí me vendría bien. ¿Tú qué dices, Llu?
—Siempre y cuando no me dejéis hacer el ridículo…
—¿Cómo cuándo besaste a Kira? —Carcajeó.
—Eso fue… —Me callé al ver como las mejillas de Kira se sonrojaban
—. Se me fue la olla, ¿vale?
—Ya, se te ha ido la olla muchas veces, guapita.
—¿Con cuantas mujeres has estado? —Kira, tímida y con una copa en
su regazo, me miraba expectante.
—No muchas…
—¡Tendrás poca vergüenza! —Con la boca abierta, Aitana me miró de
arriba abajo —. ¿Por dónde empiezo?
—Exageras…
—¿Seguro? —Me dio un manotazo en el muslo —. Te montaste un trío
en la trastienda con dos pijas de la ciudad, te liaste con la hermana de
Renata en su cumpleaños, estuviste con una mujer casada durante más de
un año y para colmo, te acostaste con la hija de nuestro tutor de instituto,
que, por cierto, era menor de edad. Por no decir a todas a las que te has
tirado de este pueblo.
—¡Eso no fue así! Para empezar, con la hermana de Renata solo
tonteamos y nos dimos un par de besos, nada más, y con la hija de nuestro
tutor no pasó nada, solo un piquito en los labios. Lo de Irene fue… Bueno,
ni yo misma lo sé.
—¿Y lo del trío?
—Estaba borracha…
—Ya, guapita… Tú sumas dos más dos y te da sesenta y nueve.
Sí, lo confieso. Fueron muchas las mujeres que pasaron por mi cama y no
me arrepiento. Puede que no me sintiera a gusto conmigo misma por el trato
que di, pero disfruté mucho de la compañía de distintas mujeres, de las que,
de un modo u otro, me otorgaban satisfacciones de formas diferentes. Pero
ninguna de ellas podía compararse con Claudia.
Acepté la invitación al desmadre, pues era martes por la noche y nos
permitiría desfogarnos sin mucho ajetreo a nuestro alrededor. Bailamos
como locas, mientras una Renata saturada de trabajo se encargaba de
realizar cada tarea que sus empleadas no podían hacer en su día libre. Lo
bueno de Samsara es que ningún día de la semana cierra sus puertas al
público.
Nuestra juerga sin control comenzaba cuando una de nosotras caía al
suelo y Aitana era la que solía dar pie al inicio de cientos de carcajadas. Sin
darnos cuenta, estábamos pervirtiendo a la jovencita Kira. Llegó bebiendo
zumo de piña y centrada en sus estudios para terminar con nosotras,
inflándose a ron barato y manteniendo una cara de resaca permanente. Es
una chiquilla muy dulce y tierna, que me recordaba en exceso a mí en mis
primeras salidas nocturnas. Su inocencia la delataba y su falta de
experiencia ante la vida, más todavía, pero tiene un bonito corazón y sus
palabras siempre son sinceras y llenas de cariño.
Cuando la música rock dejó de sonar, Kira y yo seguíamos bailando
como locas mientras Aitana estaba con el rostro pálido y la lengua de trapo,
tumbada en uno de los sillones y dando pequeños sorbos a su cerveza.
Renata se unió a nosotras antes de echar el cierre; pocas veces la había visto
tan agotada, pero a veces su negocio de éxito exprimía por completo a mi
vieja amiga.
Brindamos como las grandes amigas que éramos, riendo ante el mareo de
Aitana. Dejé mi cerveza vacía en la barra, la última de la noche, y fui al
servicio. Mi vejiga estaba a punto reventar y tenía que despejarme ante el
espejo antes de coger mi moto y volver a mi hogar. Pero no era consciente
de lo que estaba a punto de ocurrir. No me encontraba sola. A mis espaldas,
unas pequeñas manos rodearon mi cintura y me voltearon. Sus expresivos,
relucientes y verdosos ojos me comieron con la mirada, pero ladeé la
cabeza antes de que sus labios me embistieran.
—Kira, ¿qué haces, cielo? —Lo intentó de nuevo, pero me aparté —.
¡Kira, no!
—¿No te gusto, Llu?
—Claro que sí, pero no de esa manera.
—Supongo que soy poca cosa para ti…
—Kira, no te menosprecies —Sé apartó y dejó caer sus brazos —. Eres
una chica dulce, encantadora y bonita. Yo… —La di un cariñoso y delicado
empujón en el mentón con mi puño—. Solo te haría daño, créeme.
—Que rabia, pensé que tendría alguna posibilidad —Sus tristes ojos
dejaron caer varias lágrimas de decepción. Abracé su cuerpecito, tratando
de suprimir su dolor —. Desde que me besaste no he dejado de pensar en
otra cosa. Me ha costado mucho sacar el valor suficiente para… —Estrujó
mi camiseta en sus manos y escondió su rostro en mi hombro —. Es que…
—Me empujó contra la pared, con un leve temblor en el cuerpo —. Quiero
lo que tú tienes… Eres libre y puedes hacer lo que quieras. No tienes miedo
a lo que puedan decir de ti y…
—Kira —la interrumpí, acunándola en un tierno abrazo —, solo debe
importar lo que tú pienses de ti. Escucha, cielo, lo que sientes no es malo, es
algo precioso. Eres un amor y encontrarás a alguien que llene tu vacío. Sé
lo duro que es vivir escondiendo tus sentimientos, pero con el tiempo,
aprenderás a abrirte y nosotras, la gente que te quiere te apoyará hagas lo
que hagas.
—Gracias, Llu… —Se secó las lágrimas y trató de sonreír —. Seguimos
siendo amigas, ¿no?
—Las mejores amigas —Sonreí ante la ternura de su inocencia —.
Vamos, anda. Con la fama que tengo pensarán que estoy abusando de ti —
Soltamos una sonrisa al unísono.
Salimos abrazadas y riendo, no había vínculo más fuerte que las locas de
mis amigas. Me senté junto al resto y Kira, tan adorable como siempre, se
marchó con una efusiva despedida. Era hora de irse y descansar para
recargar energías. Besé las mejillas de Renata y lancé una pedorreta en
dirección a Aitana, que se incorporaba pestañeando una y otra vez. Cogí mi
mochila de cuero y me masajeé las sienes, como si fuera suficiente para
eliminar la caraja que llevaba.
—Sé lo que te pasa, Lluvia —Aitana caminó hasta mi posición con
torpeza, ladeándose cómicamente a los lados.
—¿Y qué me pasa? —pregunté, cansina.
—Tienes la misma mirada que cuando Sira te rompió el corazón.
—Necesitas dormir la mona… —Besé su mejilla.

Al entrar en casa, todos dormían plácidamente. De puntillas, con mis


botas en la mano y sin encender las luces, caminé hasta el baño. Todo era
tan silencioso que me entristeció. Desnuda junto al espejo, con el sonido de
la ducha de fondo, contemplaba mi cuerpo al detalle. Acaricié mi torso y
reparé en lo mucho que se me marcaban las costillas. Había perdido
demasiado peso en los últimos meses.
Me veía como años atrás, cuando era una niña disconforme con un
cuerpo lleno de complejos. La pequeña, pero marcada cicatriz en mi ceja
desentonaba demasiado y a menudo, ante el espejo, me hacía recordar
aquella fatídica noche.
El vapor del agua no tardó en inundar la estancia; mi único objetivo era
relajarme y fundirme en mis fantasías. Caliente y relajada, imaginaba que el
aliento de su risa golpeaba mis labios y estúpida de mí, lancé una risita.
Tenía cientos de fotografías en mi smartphone, pero mi favorita era una en
la que descansaba en mi cama, cubierta hasta la cintura con una fina sábana
mientras sus rubios cabellos caían por la almohada como una cascada de
oro líquido. Observaba aquella fotografía completamente embelesada, como
si fuera a tomar forma y volverse real.
Era tan fuerte la necesidad de sentir su tacto que, con los ojos cerrados,
acaricié mi cuerpo con la yema de los dedos, soñando que sus manos
volvían a transportarme al mismísimo cielo. Jugué con mi cuerpo hasta
estimularme, pellizcando mis pezones y creyendo que mis dedos se habían
transformado en sus labios. Subí por mis caderas hasta mi ombligo,
retorciéndome ante un iluso placer.
En mi mente, todo era real. Traté de imitar los movimientos de cuando
ella lo hacía, pero el placer en mi sexo era muy diferente. A pesar de mi
insistencia, no conseguía llegar al clímax. Frotaba mi clítoris con una
extraña insistencia y entraba en mi interior con demasiada brusquedad.
Susurré su nombre, quizás para hacerlo más creíble, pero no funcionó.
Miré mis manos y me sentí completamente ridícula. Acurrucada en la
bañera y abrazada a mi cuerpo, intenté no derrumbarme. Al menos,
esperaba de todo corazón que fuera feliz y no se viera en la misma situación
que yo. Traté de autoconvencerme con mentiras de que algún día, por muy
lejano que fuera, aquel dolor se convertiría en un bello recuerdo, pero de
nada sirvió.
Terminé como muchas otras noches, mareada en mi solitaria habitación,
preparada para asumir otro día de tristeza y llanto. Sintiéndome patética y
desdichada. Tenía el consuelo de que mi familia era feliz, y al margen de
tanta tristeza, seguía mereciendo la pena respirar solo por el simple hecho
de disfrutar de ellos.
El mar me otorgaba cierto consuelo. Antes de zarpar a puerto nos
tomábamos un pequeño descanso. Siempre observaba la inmensidad del
océano, aquel infinito misterio que transmitía un poder oculto. En ocasiones
me lanzaba desde la proa, solo para sentir la insignificancia de mi
existencia. Un día de muchos otros…
Al volver a casa, después de un rutinario, pero satisfactorio trabajo, Sira
siempre tenía todo de punta en blanco. Se encargaba a la perfección de
Enoa, que, a pesar de la felicidad propia de una niña tan pequeña, aún
preguntaba por Claudia. Mi madre no tardaba en llegar del puerto y las
cuatro, comíamos en familia.
Amodorrada en el sofá, veía un canal al azar sin prestar mucha atención,
hasta que un nombre en la pantalla llamó mi atención. Subí el volumen a
todo trapo y observé la voz del reportero. Comunicaba, con una gran
profesionalidad, la nueva película de Claudia, que llegaría a nuestras
pantallas al siguiente año. Me incorporé cuando la majestuosa y hermosa
Claudia Pontevedra comenzó a responder las preguntas del periodista.
Cubrí mi boca con las manos y me incorporé, expectante.
—Claudia… —susurré para mí.
Estaba más hermosa que nunca y su sonrisa me provocó un escalofrío por
todo el cuerpo. Sus ojos brillaban de emoción, los mismos que llevaba
tiempo anhelando. Me fijé en cada detalle de su figura, la piel de un cuerpo
que no conseguía olvidar. Respiré con fuerza, cerrando los ojos, y por un
segundo, creí percibir su aroma. No me di cuenta, hasta que Sira se sentó a
mi lado y desconectó la televisión, que lloraba con un agudo y continuo
llanto. Simplemente, me abrazó.
—Estoy bien, Sira…
—No lo estás, cariño. Mírate —Comenzó a juguetear con mis dedos —,
tus ojos te delatan.
—Sé me pasará…
—No tiene por qué ser así, aún estás a tiempo.
—Lo nuestro terminó —Sentí una angustia crecer desde mi estómago —.
La partí el corazón, Sira. Está mejor sin mí…
—¿Has vuelto a hablar con ella?
—Al principio lo intenté, pero me ignora.
—Pues insiste, si de verdad la amas, lucha por ella.
—¿Cómo? No me coge el teléfono y no contesta a mis mensajes.
Además, ya he tirado la toalla…
—Pues ve a buscarla —Agitó mis manos.
—Sira, está a dos mil kilómetros de aquí.
—¿Y? ¿Acaso no la amas lo suficiente?
—Claro que sí… —Suspiré —. Pero no quiere escucharme.
—Pues oblígala.
—Sira…
—¿Qué? —Frunció el ceño —. Esta no es la Lluvia que conozco. La niña
de la que me enamoré hubiera luchado hasta su último aliento por amor. No
seas cobarde, ¿de qué tienes miedo?
—Tengo miedo de que me odie, de que me rechace de nuevo… No lo
soportaría —Me dejé caer de espaldas en el sofá.
—No tienes nada que perder —Agarró mis antebrazos y me incorporó.
La conversación empezaba a agobiarme —. ¿Y si ella espera a que des el
primer paso? ¿No te has preguntado que quizás Claudia necesité una prueba
de amor verdadero por tu parte?
—Pero…
—No hay peros que valgan, Lluvia —Me forzó a ponerme en pie —. ¡Se
trata del amor de tu vida! —Tiró de mi brazo hasta mi habitación —.
¡Vamos!
—¿Qué? ¿A dónde?
—Tienes que ir en su busca, ya has esperado suficiente.
—Estás loca, ¿lo sabías? —Sonreí ante su espontaneidad. Al llegar a mi
habitación me empujó contra la cama.
—La loca eres tú. No soy yo la que está de brazos cruzados esperando a
que la persona a la que más quiero caiga en el olvido —Abrió mi mochila
de cuero y vació el interior sobre el escritorio.
—¿Qué haces, Sira? —No pude evitar reír.
—¿Tú qué crees, tonta? —Empezó a abrir los cajones de mi cómoda
como una chiflada —. ¿Quieres viajar a Italia con lo puesto? —Introdujo un
par de bragas, un sujetador y rebuscó en mi armario —. Necesitarás ropa de
cambio y, ¿una chaqueta? —Se golpeó varias veces los labios con el dedo
índice —. ¿Qué tiempo hará allí? ¡Bah! ¿Sabes qué? No importa…
—Vale, Sira, ya nos hemos reído suficiente.
—Y también tu teléfono, el cargador y tu pasaporte, ¿dónde lo guardas?
—En el primer cajón, al fondo…
Sacó unas fotografías y se sentó a mi lado, con los ojos como platos.
Comenzó a observarlas agarrándose el pecho, impactada, pero con una
sonrisa de oreja a oreja. Ilusionada como una adolescente después de su
primer beso, pasaba cada fotografía con las manos temblorosas.
—Lluvia… —Me abrazó por la cintura, ruborizada —. Somos nosotras
—Señaló una en particular—. Aquí es cuando te enseñé a nadar y, ¡mira! —
Dejó el montón en el escritorio y dio una fuerte palmada —. Es el muelle
donde nos hicimos amigas. No puedo creer que las guardaras después de
tanto tiempo…
—Fuiste especial, Sira. Aún lo eres… —Me froté los ojos, impidiendo
que mis lágrimas salieran disparadas al exterior —. Puedes quedártelas,
tengo más copias.
—¿De verdad? —Nos miramos a los ojos, su felicidad era contagiosa —.
Te quiero, Lluvia —Besó mi mejilla y cuando fui a hablar, se levantó,
agitada —. ¡Basta! Tienes un viaje que hacer —Sacó mi pasaporte, lo
introdujo en la mochila y me la lanzó.
—Sira, agradezco todo esto, pero no sé por dónde empezar a buscar…
—Eres muy resolutiva, algo sé te ocurrirá —Dándome empujones, me
llevó a la entrada de casa.
—¿Y sí…?
—¡Para! Te corresponderá. Eres Lluvia, ¿recuerdas? —Me besó en la
frente; un sonoro beso lleno de cariño —. No hay ninguna mujer que no
desee estar contigo.
—Gracias, Sira…
Respiré varias veces por la boca. Miré mi moto y me pareció más grande
de lo normal. Arranqué, sin saber muy bien que hacer y mucho menos, a
donde ir. La emoción de una Sira que me miraba con ternura y cierta
nostalgia, conseguían motivarme con creces. Sabía que seguía amándome y,
aun así, no dudó en darme el empujón que necesitaba para recuperar a la
mujer de mi vida. Sira, se había vuelto una persona irremplazable en mi
existencia.
—Lluvia, ¿a dónde vas? —Mi madre apareció bostezando después de
una reconfortante y prolongada siesta.
—Me marcho a Italia…
—¿Qué tontería es esa? Mañana trabajas —Agitó la cabeza a los lados
—. Baja de ese trasto, anda, y ven con nosotras. Quedamos en pasar una
tarde en familia.
—Tendrá que esperar… —Miré a Sira y no pude hacer otra cosa que
sonreír, esperanzada —. Voy a recuperar al amor de mi vida.
Me coloqué el casco y di un fuerte acelerón, dejando a mi madre con mi
nombre entre gritos. Estaba convencida. Se acabaron las lamentaciones y
compadecerme de mí misma. Había llegado la hora de dar la cara, sacar la
artillería pesada y quemar el último cartucho. Lucharía por Claudia y
dejaría a un lado mi orgullo, quebrando la coraza que cubría mis
sentimientos. En ese momento, más que nunca, estaba preparada para
afrontar la verdad de un amor, que, hasta el momento, dejó de ser
imposible.
Capítulo 23 — El viaje de mis sueños

El corazón me latía a toda pastilla y no era por la velocidad a la que


conducía camino a la ciudad. No conseguía sacarme a Claudia de la cabeza.
No tenía la más mínima idea de por dónde empezar a buscar. Sabía que se
encontraba en Italia, pero desconocía el destino exacto. Llamé a Dan en una
ocasión, pero desde que Claudia se marchó del país, no volvieron a
contactar. Solo tenía un sitio al que ir, la única forma de obtener
información, pero dudaba que sus amigas más cercanas me ayudaran en mi
propósito.
En la entrada de la zona residencial, esperé durante horas, perdiendo
toda esperanza. Recordaba las palabras de Sira, su ilusión ante mi
atrevimiento, pero las dudas galopaban por mi mente sin control. Las vi
llegar a lo lejos, inmersas en una divertida conversación de la que no
paraban de reír. Dejé mi casco y mi mochila a un lado y me acerqué,
recelosa. Se miraron entre sí y por su semblante serio, descubrí que mi
presencia no era de su agrado.
—¿Qué haces aquí, Lluvia? —De brazos cruzados, la intimidante
mirada de Erica me congeló.
—Necesito vuestra ayuda…
—Llegas un poco tarde, ¿no te parece? —dijo Yolanda. Susurró en el
oído de su novia y me miró, dando un fuerte resoplido —. Está bien,
tigresa. Acompáñanos…
El dúplex de Yolanda y Erica rebosaba lujo por cada rincón, pero apenas
presté atención a mí alrededor. Su forma de dirigirse a mí, de un modo un
tanto hostil, me puso de los nervios, pues empecé a pensar que me iría con
las manos vacías. Me invitaron a sentarme en un cómodo sofá, pero las
provocativas y desafiantes miradas de Erica, me dieron ganas de salir por
patas.
—Tú dirás…
—Necesito contactar con Claudia…
—Han pasado meses desde vuestra ruptura, ¿por qué ahora?
—Sé que metí la pata, chicas, pero…
—Hiciste más que eso, ¿no crees? —Intervino Yolanda. Su actitud era
comprensible, hasta cierto punto.
—Solo fue un beso…
—No, Lluvia, no te engañes. Rompiste su corazón, aun cuando ella te lo
dio todo. Se entregó a ti por completo y tú te aprovechaste de sus buenas
intenciones —Miró a Erica y después a mí —. Eres como todas las que se
acercan a ella. Solo quieres disfrutar de su fama y dinero. Muéstrame que
me equivoco…
—Soy consciente, no es necesario que me lo restriegues por la cara,
Yolanda, sé el daño que causé —Me puse en pie y me eché al hombro mi
mochila de cuero —. Puede que para vosotras todo sea blanco o negro, pero
no tenéis derecho a juzgarme. No soy una pija criada entre algodones como
vosotras —Caminé hasta la entrada —. Mi vida siempre ha sido un puto
drama, pero vosotras qué sabréis, ¿verdad? ¿Acaso Claudia os contó lo que
pasó?
—Siempre fue muy reservada en cuanto a ti —Erica me lanzó un gesto
chulesco antes de continuar —, lo único que sé es que se despidió de
nosotras con el corazón hecho trizas.
—Podéis pensar lo que os venga en gana, pero yo la amo y la encontraré
—Las señalé —, aunque tenga que ir puerta por puerta por toda Italia hasta
dar con ella. No necesito la ayuda de dos pijas como vosotras —Como un
toro embravecido fui hasta la entrada.
—¡Lluvia, detente! —gritó Yolanda.
Agarré el pomo de la puerta y la miré de soslayo. Comenzaron a
cuchichear entre ellas, lo que siempre me ha parecido una falta de respeto
cuando hay visitas. «Mucha pija y después no tienen modales», pensé,
furiosa. Me miraron unos segundos que me parecieron horas.
—Tú ganas —dijo Erica —, pero te lo advierto, Lluvia. Si vuelves a
dañar a Claudia, iré a por ti.
—Te acompañaré a Italia —la voz calmada de Yolanda me relajó
cuando estuve a punto de enfrentarme a su arisca novia —. Espera fuera,
necesito unos minutos para prepararme…
No fue la reacción que esperaba por su parte. No me gustaron las
miradas reacias de Erica ni la forma tan descortés en los gestos de Yolanda,
pero entendía que, después de la ruptura con Claudia, se comportaran como
si fuéramos enemigas.
Esperé a las puertas de su ático el tiempo suficiente como para empezar
a desesperarme. Yolanda salió y se frotó la frente. Me pidió las llaves de mi
moto y se las entregó a Erica. No pregunté, ya que, como habían accedido a
ayudarme, no quería dar motivos para que se echaran atrás. Solo rogaba en
mi interior que Claudia no hubiera dejado de quererme. Que nuestro amor
no se hubiera consumido como una vela desgastada.

El aeropuerto de la ciudad era enorme y lo peor de todo, la espera.


Nuestro vuelo salía en unas horas y no soportaba ni un segundo más la falta
de comunicación entre Yolanda y yo. Seguía siendo una mujer dulce, pero
notaba cierto rechazo. No sabía cómo romper el hielo, de modo que me
mantuve en un silencio permanente consultando el saldo de mi cuenta
bancaria a través de mi smartphone.
—Que rabia… —susurré —. Menudo palo me han dado.
—No te quejes, Lluvia, los vuelos de última hora no suelen ser baratos
—Me miró, cansina —. Podrías haber pagado el doble…
—Gracias por acompañarme —No pude mirarla a los ojos. No por su
mirada analizante, sino porque sus ojos denotaban tristeza, seguramente por
el daño que causé en Claudia.
—No lo hago por ti, que quede bien claro —Cruzó las piernas y miró al
frente —. Lo hago por Claudia y por la pasión que siento hacia Venecia —
Se giró bruscamente y me observó durante unos segundos —. ¿Qué hiciste,
Lluvia?
—Ya te lo he dicho.
—Conozco a Claudia y estaba demasiado enamorada de ti para largarse
solo por un beso.
—Me encapriché de mi exnovia. Tampoco fue agradable para mí,
créeme. No estaba pasando por un buen momento. Todo se desmadró y no
lo vi venir —Pensé en la quebrada mirada de Claudia antes de marcharse y
mi alma tembló —. Mi mundo se desmoronó y no supe gestionar mis
emociones —Miré la mirada confusa de Yolanda antes de continuar —.
Amo a Claudia, quiero estar con ella… Sé que he tardado demasiado
tiempo, pero, al menos, necesito su perdón.
—Te entiendo… —Suspiró —. Yo… —Sonrió para sí misma —. Erica
y yo nos conocemos desde la universidad. Nos enamoramos muy jóvenes.
Todo era maravilloso, perfecto, pero alguien vino a mi vida de forma
inesperada —Cogió mi mano y arrugó la nariz —. No sé cómo pasó, pero
tuve un desliz con aquella mujer. No pude controlar mis impulsos. Solo
ocurrió una vez, pero me sentí tan culpable que se lo conté.
—Pero, lo superó, ¿cierto?
—Sí, con el tiempo, pero la destrocé, Lluvia —Apretó mi mano —. ¿Se
puede superar una infidelidad? Claro, pero debes saber que es posible que
no vuelva a verte con los mismos ojos. Debes estar preparada para lo peor.
—Esa mujer fue Claudia, ¿verdad?
—Así es, y, sin embargo, ahora es nuestra mejor amiga. Irónico, ¿no?
Es curioso cómo se forman las relaciones —Nos pusimos en pie —.
¿Quieres saber mi opinión? —Apoyó su mano en mi hombro —. Te
perdonará, pero una cosa te digo, no vuelvas a dañarla. Nunca, bajo ningún
concepto. Tienes la obligación moral de que sea feliz…
—Es lo que más deseo…
—Pues ya sabes lo que tienes que hacer —Entrelazó su brazo con el
mío —. Vamos, rompecorazones, deberíamos comer algo. Nuestro vuelo
sale en una hora.
Desde que cumplí la mayoría de edad, siempre he adorado la velocidad.
El subidón de adrenalina que proporciona y, sobre todo, sentir la brisa en
cada curva, pero subirme a un avión era una sensación que odiaba. Volé un
par de veces en toda mi vida y fue la sensación más desagradable que había
experimentado. Ya no tenía miedo a las alturas, pero imaginar que algo
pudiera fallar en pleno vuelo, me aterraba. Al menos, Yolanda me apoyó
durante todo el trayecto y no soltó mi mano hasta que llegamos a nuestro
destino.
El aeropuerto de Marco Polo era muy distinto del que veníamos, más
pequeño y con menos ajetreo, lo cual agradecí. Los nervios se esfumaron
cuando pisé tierra firme, pero según la distancia entre Claudia y yo se
reducía, más dudas me asaltaban. Era mi primera visita a Italia, pero no iba
de turismo, al menos, en un principio.
Yolanda se negó a alquilar un vehículo, pero se hizo cargo de pagar un
taxi. Era imposible no sentir la fuerza y romanticismo de dicha ciudad,
pues, al cruzar el puente de la libertad hasta llegar a la isla de Venecia,
quedé abrumada. En Piazzale Roma fue donde Yolanda comenzó su sesión
de fotografías, ya que, aunque yo estaba ansiosa por ver a Claudia, ella no
dudó en hacerse decenas de fotos.
Anduvimos alerta a todo a nuestro alrededor, maravilladas por la
estética de la ciudad. Los canales y el capricho de sus aguas eran hermosos,
únicos. Lleno de turistas que caminaban lentos con intención de descubrir
cada rincón, nos ralentizaban la marcha. Era difícil no admirar su belleza y
la particularidad de sus calles. El olor a mar, fresco y agradable me
recordaba a mi pueblo, pero con un toque más lejano y atrayente, salvo por
algún olor a algas que, en ocasiones, te abofeteaba.
Yolanda estuvo todo el camino con el teléfono en la mano, sin prestarme
atención. Fue al llegar a Giardini Papadopoli, unos jardines históricos,
cuando me encontré con unos ojos nerviosos. Me ordenó que esperara
sentada en un banco, rodeada de una cuidada y extensa vegetación. Adoraba
los lugares como aquel, que infundían tanta paz y tranquilidad, pero no
dejaba de imaginarme una situación en la que Claudia se negaba a
recibirme.
—Espera aquí, no tardaré —Yolanda me besó en la mejilla.
—¿Dónde vas?
—No quiero que seas lo primero que vea Claudia, no sabe que estás
aquí —Me llevé una mano a la cabeza ante sus palabras —. Tranquila, te
allanaré el terreno…
Se marchó con un fuerte resoplido. Me sentí más sola que nunca. A las
puertas del amor, la tensión en mi corazón comenzaba a ser desbordante,
más incluso que la propia incertidumbre. Traté de entrar en sintonía con la
naturaleza del lugar, pero tenía la boca seca, mis manos temblaban y
respiraba como si acabara de correr una maratón.
No veía más allá de un mundo sin Claudia, sin sus besos. Todo el amor
que necesitaba para continuar estaba cerca de mí y no dudaría en
arrodillarme y suplicar si era necesario. Amar nunca fue tan doloroso y
cuando una está al borde de la desesperación, no duda ni un segundo en
dejar el orgullo a un lado.
Las horas fueron pasando y la noche me sorprendió en un entorno
desconocido. Estaba segura, de que, si Claudia no era capaz de perdonarme,
jamás me volvería a enamorar. No había mujer más perfecta y hermosa que
ella, en todos los sentidos. No hubo una sola noche en los últimos meses
que no derramará algunas lágrimas, pues había calado en lo más hondo de
mi ser de un modo obsesivo y enfermizo.
Y ante la desdicha de mi dolor, cuando las esperanzas se disipaban y la
lluvia de la inseguridad me abordó, sentí un calor conocido a mi lado.
Mantuve la vista al frente, observando como una calmada, pero constante
brisa golpeaba las ramas de los árboles. Aspiré con fuerza, reconociendo su
fresco aroma; el mismo en el que me perdí incontables veces. Una lágrima
brotó por mi mejilla y sentí sus ojos clavados en mí.
—Me alegro de verte, Lluvia.
Su voz provocó que me derrumbara, pues, ante sus preciosos ojazos
azules, me sentí totalmente vulnerable. Necesité unos minutos para
recomponerme, sacar de mi interior todo el dolor reprimido. Me arropó
entre sus brazos y quise quedarme en su regazo hasta el fin de mis días.
Limpió mis lágrimas y observé, con todo mi pesar, como carecía de brillo
alguno en sus ojos. No percibí su habitual alegría y aunque estaba más
hermosa que nunca, había perdido algunos kilos.
—Lo siento tanto, Claudia… —Quise besarla, perderme en sus brillantes
y rosados labios —. Ojalá pudieras perdonarme.
—Has venido, eso es un gran paso…
—Ahora entiendo por lo que has pasado. Separarme de ti ha sido una de
las experiencias más duras a las que me he enfrentado —Acaricié sus
labios, ansiosa —. No sabes cuanto lo siento…
—Basta de disculpas —Se puso en pie y me temí lo peor —. Creo que
ambas necesitamos una buena conversación, pero antes de decir lo que
tanto tiempo llevo deseando, me gustaría pasar tiempo contigo. Yo también
te he echado mucho en falta…
Fuimos a la entrada de los jardines. Estuve alerta a cada uno de sus
movimientos, deseando cualquier tipo de contacto físico por su parte.
Cuando cogió mi mano y sus labios mostraron una fina y perfecta sonrisa,
quise morir. Mis esperanzas aumentaron, pero no quería parecer confiada.
Yolanda esperaba agarrada a su bolso y por su burlona sonrisa, entendí que
estaba satisfecha con su cometido.
—¿Por qué no vienes con nosotras? —Claudia la estrechó con cariño.
—¿Estás de broma? Todo esto me ha servido para poder pasar un día en
Venecia —Me guiñó el ojo —. Me perderé por la ciudad y de paso, le
compraré a Erica un bonito regalo.
—Yolanda —Me lancé a sus brazos —. Nunca podré agradecerte todo lo
que has hecho por mí.
—No la cagues, Lluvia —susurró en mi oído —. No desaproveches esta
oportunidad…
Volví junto a una Claudia tímida, pero más receptiva. Era imposible
comprender cómo aún me intimidaba, como conseguía hacerme parecer
poquita cosa. Puede que estuviera un poco ñoña por pasear de la mano con
ella después de tanto tiempo, o quizás fuera la ciudad de Venecia en la
noche, pero sentí como mi corazón comenzaba a sanar. Por primera vez en
mucho tiempo, me sentí viva de nuevo.
Apenas habló en nuestro improvisado paseo. Explicaba curiosidades de
una ciudad tan antigua y llena de historia, pero no podía dejar de mirarla
embobada, inmersa en mis pensamientos. Montamos en una góndola bajo la
iluminación de una atractiva Venecia. El gondolieri propulsaba la
embarcación con ayuda de su remo, sin prestarnos atención.
—Claudia, necesitó saber qué piensas… —pregunté, rozando su mejilla
—. Siento haber besado a Sira.
—Eso no fue lo que me rompió —Apretó los dientes —, sino saber que
tu corazón dejó de ser por completo para mí. Uno no tiene el poder de
controlar sus sentimientos o emociones, pero sí sus impulsos, Lluvia —Me
miró, descompuesta —. Me destrozaste el corazón, cariño.
—Lo sé, y nunca podré perdonármelo —Agarré su rostro con las dos
manos —. Quiero hacer todo lo posible por enmendar ese error, si es que
todavía estoy a tiempo.
—Aunque no te lo creas, te perdoné hace mucho. Sé el infierno al que
estuviste expuesta y… —Suspiró —. Todo este tiempo he hecho lo
imposible por olvidarte, por alejarte de mi corazón. Si te soy sincera, creí
que nunca te volvería a ver.
—Sé que llego tarde…
—No, amor mío —Acercó su boca a la mía —. Llegas justo a tiempo…
Sus labios rozaron los míos antes de besarme. Todas mis dudas se
disiparon como por arte de magia. Lloré de felicidad cuando nuestras
lenguas se encontraron, pues el amor verdadero estaba expuesto en aquel
beso. Perderme en nuestro momento fue instintivo. Seguía manteniendo su
sabor tal y como recordaba. En un canal de Venecia, cuyo nombre no
recuerdo, surcábamos las aguas en una noche estrellada. Un momento que
sigo atesorando en lo más profundo de mi alma.
—Te quiero, Claudia… —susurré —. Jamás volveré a dañarte.
—Confío en ti… —Besó mi frente.
—¿Y ahora?
—Disfrutemos de esta noche, cariño. Estamos en una de las ciudades más
románticas del mundo —Ladeó la cabeza y sonrió, perfecta.
Fue como volver a nacer. Mordí su cara y provoqué que la canoa se
moviera violentamente a los lados. Después de las protestas de un enfadado
gondolieri, volvimos a la intensidad de nuestros besos. Tenerla para mí,
después de tanto dolor e incertidumbre, fue un gran alivio. Los canales de
Venecia eran una maravilla y fomentaban nuestro romanticismo a niveles
desorbitados.
Puede que París sea mundialmente conocida como la capital del amor;
para mí, Venecia se había instalado en mi corazón como la ciudad más
romántica de todas. Puede ser que la noche en la que volví a los besos de
Claudia tuvieran algo que ver, o las multitudes de parejas enamoradas que
vivían un sueño entre las callejuelas, admirando sus costumbres y rincones.
En cualquier caso, nunca había sentido la presión en el pecho que viví
aquella fantástica noche, pues, aunque apenas hablamos mientras
recorríamos brevemente la zona, se instaló en mi ser una sensación abismal
de afecto y deseo.
Nuestros pasos nos llevaron a la zona más céntrica, a un lujoso hotel de
cinco estrellas. Si hubierais visto como el personal idolatraba y admiraba a
Claudia, hasta vosotros os sentiríais orgullosos. La joven actriz era cubierta
de adulaciones, lo cual, dada su bondad, no era de extrañar. Disfrutamos un
menú degustación de la gastronomía típica de la zona. La explosión de
sabores se ajustaba a la perfección a nuestro coqueto y lujoso reservado en
una terraza de tamaño considerable. Todo era de un gusto exquisito. De
madera rústica, con cojines bordados en oro y una delicada alfombra roja
minuciosamente elaborada a nuestros pies, la pequeña zona apartada del
resto hizo que mis sentidos se derritieran ante Claudia. Sinceramente, el
lugar no era acorde a mi vestimenta, pero no importaba, pues la mujer de mi
vida me observaba con una copa de vino espumoso como si yo lo fuera todo
para ella.
—Te noto muy diferente… —dijo, tan cerca de mí que me ruboricé.
—Soy la misma de siempre —Me envolvió con su brazo y miró mi
cuello. Lanzó una risita, mordió su labio y miró los míos.
—Algo en ti ha cambiado —Besó mi mejilla —. Y por lo que veo, para
bien.
—Supongo… —Mi corazón latía a mil por hora.
—¿Nerviosa?
—No… —Mentí —. Quiero darte algo —Saqué de mi mochila de cuero
un cheque y se lo entregué.
—¿Qué es? —Lo miró un segundo y frunció el ceño —. ¿Estás loca?
No me debes nada, Lluvia, lo que hice fue porque quise.
—No es para ti —Sonreí —. Es para tu proyecto. Dijiste que los niños
que cuidas merecen una segunda oportunidad y quiero colaborar.
—Es todo un detalle, pero es mucho dinero, cariño…
—Para ser sincera, son los ahorros de mi vida. Siempre he sido una
tacaña y ahí tienes el resultado —Besé sus labios —. Claudia, siempre he
sido egoísta y nunca he ayudado a nadie, creo que es hora de hacer algo
bueno por los demás. Quiero… —Agaché la cabeza y me buscó con sus
labios. Me miró hasta que pude proseguir —. Quiero hacer lo correcto…
Nos ayudaste desinteresadamente, solo porque tu corazón así lo exige. Si
todos fuéramos como tú, el mundo sería un lugar mejor.
—Amor mío…
—Por cierto, no lo cobres, te lo denegarán —Se echó una mano a la
cabeza, sonriente —. El cheque es solo un símbolo, pero cuando regreses,
lo solucionaré —Agitó la cabeza a los lados, con una fina e irresistible
sonrisilla —. ¿Qué quieres, Clau? ¿Crees que voy con chequera por la vida?
—Eres de lo que no hay…
Terminamos descojonadas de la risa, pero no tardamos en volver a
nuestros besos. Todo era tan romántico y a la vez, tan diferente, que estaba
a punto de caer desmayada ante Claudia. Anhelaba tanto escuchar la
naturalidad de su risa, que comprendí que lo único que mi corazón deseaba
era que fuera feliz, al margen de ser correspondida o no.
Cada día que pasaba más me daba cuenta de que en todos mis años solo
pensé en mí misma. En mis propios sentimientos y beneficio. Comprendí,
que, en algún momento desde mi adolescencia hasta la madurez, me había
desviado del camino correcto. No todo tenía que ver con Claudia, ya que
había sido una egoísta emocional con casi todas las personas que se
cruzaron en mi vida. Me sentí como la niña que una vez fui, a la que solo
preocupaba el bienestar de las personas que amaba por encima de todo. La
mujer que tenía a mi lado sacaba la mejor versión de mí.
La suite donde se alojaba Claudia era más grande que el salón de mi casa,
mucho más. El granate, con toques dorados y colores caoba, predominaban
en la estancia, escrupulosamente adornada. Caminé hasta el interior
absorbiendo cada detalle. Las cortinas eran un regalo para la vista, pues
tanto su blancura como el bordado inferior y superior, eran dignos de ser
admiradas. Me senté muy recatadamente, ya que aquel lugar tan imponente
y hermoso me embelesaba por completo.
A su lado, los nervios comenzaban a florecer. Sus ojos azules se habían
vuelto más claros y brillantes, pero no podía apartar la vista de sus
exquisitos labios. La unión de nuestras bocas se hizo inminente; ambas
deseábamos el sabor de nuestro aliento después de tantos meses. Mis manos
se movían por su cintura con voluntad propia y mis suspiros se
intensificaron ante sus caricias. Se desprendió de su fina camisa y sentí un
ligero mareo cuando se desabrochó el sujetador. Desnudé su parte inferior,
arrastrando mis labios por sus esculpidas y dulces piernas. Desnuda me
abrazó, mordiendo mi cuello. Aspiré el aroma de su champú, el mismo que
tenía grabado a fuego en mi memoria.
Me entretuve con su boca el tiempo suficiente para que mi lengua
comenzara a adormecerse. Sus dedos descansaban en la entrada de mi
deseo, pero ambas no deseábamos dar el paso tan pronto. Con su ayuda, mis
ropas terminaron a los pies del sofá y, durante largo tiempo, admiramos
nuestros cuerpos desnudos. Nos abrazamos sin dejar de mirarnos a los ojos;
el roce de nuestros erectos pezones era demasiado estimulante. Mi pierna se
deslizó entre las suyas y empujé su cuerpo para hacerla descansar en una
cómoda postura. Dibujé los diminutos lunares de su cuerpo, con la
delicadeza que el momento exigía. Si existe algún paraíso, me encontraba
en él.
Como si estuviera escrito, nuestros sexos conectaron y gemí ante la
resbaladiza sensación. Las manos de Claudia en mi cintura me ayudaron a
moverme con la intensidad apropiada. Despacio, acumulando un sinfín de
sensaciones, liberé palabras de amor entre jadeos. Con firmeza agarré sus
pechos y aumenté levemente mis movimientos. Se dejó hacer y estiró los
brazos, cerrando los ojos para sumirse en la situación que nos fundía a
ambas en una sola.
Sentí sus espasmos, suaves al principio y algo violentos al final. Hacía
rato que me liberé de todo orgasmo y uno nuevo estaba a punto de llegar.
Temblaba ante su mirada atrapante, pero Claudia era mucho más que una
amante. Abrazó mi tembloroso cuerpo y me invitó a dejarme querer. Cerré
los ojos y me abrí.
Su cuerpo sobre el mío, cálido y aterciopelado, me hizo abrazarla con las
piernas, mientras ella, impaciente, exploraba mi cuerpo. Su lengua
descendió por mi clavícula hasta mis pechos y succionó uno de mis pezones
con esmero, entregándose por completo a la apasionante estimulación a la
que me sometía. Me retorcía de placer hundiendo mis dedos en sus
cabellos. Deslizó sus labios por mi costado, aprisionando mis piernas con
sus manos. Sopló ligeramente en mi resbaladizo y brillante sexo, para
lanzar su boca a mi entrepierna. Mi hinchado clítoris recibía secos y
contundentes golpes y perdí la noción del tiempo. No dejó de comerme
cuando sus dedos me penetraron. Volví a sentir la maestría de sus manos, la
técnica que se ajustaba a la perfección a mis deseos, hasta que, ansiosa por
cubrirme de sensaciones que me harían tocar el cielo, gemí al ritmo de sus
embestidas. Fue como si todo lo malo que habitaba dentro de mí, explotara
de forma incontrolable.
Vulnerable y con la cabeza en su regazo, traté de recuperar el ritmo de mi
respiración. Dentro de mí crecía un sentimiento de paz y tranquilidad al que
no estaba acostumbrada. Trató de separarme de sus brazos, con la única
intención de volver a observarme. Me guio hasta el dormitorio, con una
sonrisilla tonta en los labios. Bajo una tenue luz, volví a su boca, entre las
escurridizas sábanas de seda. Enmarañadas entre nuestros cuerpos de
nuevo, ninguna era incapaz de amar, sentir, desear… Fueron tantos los
besos, caricias y orgasmos perdidos, que tendríamos que dedicarnos en
cuerpo y alma para recuperar dichos momentos.
Cuando abrí los ojos, ante un caprichoso amanecer, los labios de Claudia
navegaban por mi abdomen. Entrelacé los dedos en sus dorados cabellos y
sonreí ante lo que estaba por venir. Adopté una postura adecuada para
atender, con una lujuriosa mirada, a sus ojazos mientras me otorgaba placer.
Había pasión y deseo en su juguetona lengua, pero también amor. El calor
de su boca recorría mi entrepierna con una paciencia infinita, saboreándome
por completo. Sonreí como una quinceañera después de alcanzar el clímax,
pues mi Claudia se propuso morder mis muslos.
—¿Quieres parar, rubia? —Me tiré sobre ella, buscando sus cosquillas
con mis manos.
—¡Lluvia! —Carcajeaba sin parar, aflojando sus músculos ante mis
constantes ataques —. ¡No, no, déjalo ya, ¿quieres?!
Mordió mi labio y me detuve. Me miró con sus cabellos revueltos sobre
las sábanas, como un mar dorado que se abría paso. Juro que nunca he
amado a nadie como a Claudia, tan perfecta, tan humana… Ella conseguía
hacerme mejor persona, la mujer que un día soñé que sería.
Lejos de tanta felicidad y alegría y por qué no, incontables orgasmos, mi
inolvidable visita a Venecia estaba a punto de finalizar. Desayunamos en la
cama antes de ponernos en marcha al aeropuerto, donde hablé de los
constantes cambios que se estaban produciendo en mi familia. Ambas
necesitábamos un tiempo muerto para asimilar tantas emociones y, sobre
todo, marcar las pautas de nuestra relación. Me despedí de las calles de
Venecia bajo la promesa de que volvería, sin dejar de perder el contacto
físico con Claudia por el camino.
No era una despedida triste, pues más pronto que tarde, volveríamos a
encontrarnos. Ahora que sabía que Claudia sería mía para el resto de mis
días, no había ningún pensamiento negativo que esfumara la sonrisa
permanente que se había instalado en mis labios. Sonreímos mientras
nuestros besos nos calaban hondo, tratando de memorizar ese sabor en el
recuerdo ante nuestras noches de soledad.
—Te echaré de menos, amor… —dijo, abrazada a mi cintura y
meneándose ligeramente a los lados.
—No olvides que te espero impaciente….
—Pronto el rodaje llegará a su fin y dispondré de una temporada a tu
lado —Sonrió y guiñó un ojo —. Además, le hice una promesa a Enoa…
—Cierto —Mordí su cara. Sonrió y volvió a mis brazos —. ¿Qué os
traéis entre manos?
—No es asunto tuyo, cotilla —Me miró, ruborizada —. No dejes de
quererme, ¿entendido? —Suspiró —. Y por favor, hazme saber de ti a
diario.
—Tranquila, sé que estás ocupada —Pellizqué su abdomen —, pero
dedicaré mi tiempo libre a acosarte a través de mensajes de texto.
Sellamos nuestro amor con un maravilloso beso cargado de
sentimientos. La vi marchar radiante, con la misma sonrisa y mirada que me
enamoró la primera vez. Avancé hasta ponerme a la espera en la terminal
donde saldría mi próximo vuelo, sin apartar mis pensamientos de Claudia.
Ahora solo tendría que seguir con mi día a día, a la espera del reencuentro
que estaba por venir. Pronto miles de kilómetros se interpondrían de nuevo,
pero nuestro amor era fuerte e irrompible.
Sentada con las piernas cruzadas y la mirada en un punto fijo, la mujer
que hizo que todo fuera posible se sentó con brusquedad, haciendo
tambalear su asiento. Ninguna nos miramos, ni siquiera nos saludamos.
Suspiró y se cruzó de brazos, recostándose.
—No preguntaré cómo os ha ido, os he visto a través de los cristales —
dijo Yolanda, picajosa —. ¿Y ahora?
—Buscaré la forma de que no volvamos a separarnos.
—Será complicado, Claudia es una mujer de mundo.
—Lo tengo todo pensado…
Capítulo 24 — Libertad

Desde que era una niña y comencé a tener uso de razón, siempre había
admirado a Enzo en todos los sentidos. No sabría vivir sin él y su devoción
por mi familia hacía que le amara aún más, pero en ese instante en el que
cogió mi teléfono móvil, me dieron ganas de darle una buena colleja e
invitarle a marcharse de casa. Cuando a Enzo le entraban las ganas de jugar
y tocar las narices, era todo un experto.
Era más fuerte que yo, pero jugaba con ventaja. Él siempre me veía como
su niñita y nunca se sobrepasaba conmigo en sus juegos, por lo que yo me
aprovechaba de esa debilidad. Le golpeé el costado con el puño varias veces
mientras me sostenía boca abajo y de una pierna en el aire.
—¡Suéltame de una vez! —Trataba de coger mi teléfono, pero sus
largos brazos me impedían acercarme —. ¡Dámelo o te arrepentirás!
—Quizás si lo pides con más educación…
—¡Joder, Enzo!
Le propiné un puñetazo en sus partes. Emitió un agudo sonido
agarrándose la entrepierna y al aflojar su brazo me di un coscorrón en la
cabeza. Me arrastré rápido por su cuerpo y le arrebaté el teléfono.
Descolgué la llamada y corrí a la otra punta del salón, enseñándole el dedo
del medio.
—¿Por qué has tardado tanto? —dijo Claudia al otro lado.
—Tengo un padre que es un imbécil —Enzo volvió hacia mí,
arrastrando los pies y cubriendo sus partes —. Tengo ganas de verte,
mañana te recogeré en el aeropuerto y no quiero excusas.
—De eso quería hablarte —Un silencio incómodo —. Tengo que
quedarme unos días…
—Joder, Clau —Me llevé una mano a la cabeza.
—Lo siento, tengo que dejarte, hablamos pronto.
—Espera, Claudia.
—Te quiero, amor mío. No lo olvides… —Colgó.
—¿Claudia?
Miré a Enzo, furiosa, pero no dudó en abrazarme, lanzando una
risotada. No sé por qué todos se metían conmigo. Últimamente, estaban
cogiendo la pésima costumbre de chincharme a todas horas. Incluso Enoa
estaba muy subidita y se unía a mis padres para hacerme novatadas. Era
frustrante. Sira apareció portando un cesto con ropa, curiosa por nuestro
alboroto.
—¿Qué os pasa? ¿Ya estáis otra vez?
Traté de asimilar la situación. Desde mi vuelta de Venecia no había
dejado de pensar en Claudia. Es cierto que hablábamos constantemente por
teléfono y nos enviábamos mensajes picantes cada dos por tres, pero
ansiaba su contacto físico.
Cuando el timbre de la puerta sonó y obvié toda esperanza de disfrutar de
un fin de semana con mi ausente novia, me dirigí como un autómata a la
puerta. Abrí y mi mundo se congeló, pues Claudia Pontevedra se
encontraba apoyada en su flamante BMW, mirándome con una sonrisa
traviesa. Me llevé las manos a la boca y fui a correr a sus brazos, cuando
Enzo, como un toro bravo, me echó a un lado y la abrazó.
—¡Qué bueno verte, Claudia! —Enzo dejó escapar una lagrimilla, pero
no me importó lo más mínimo su emoción. Le empujé a un lado,
fulminándole con la mirada.
—Clau… —susurré un segundo antes de besarla —. Eres idiota, ¿lo
sabías? Por un momento, creí que tendría que estar otro fin de semana sin ti.
—Y así es, cariño —Mordió mi labio inferior —. Tendrás que esperar.
Tengo una promesa que cumplir…
—No entiendo…
—¡Quita de en medio, Lluvia! —Enoa se introdujo entre nosotras y se
abrazó a Claudia como un koala.
—¿Estás preparada, pequeña? —Claudia se arrodilló y besó sus
mofletes.
Mi madre apareció con la pequeña maleta de mi hermanita y se unió a
nuestro encuentro, estrujando a Claudia como a una hija. Miraba a todos,
que pasaban olímpicamente de mí. Cuchicheaban entre ellos, formulando
palabras que no lograba entender. Para colmo, Enoa me miraba frunciendo
el ceño y con los brazos cruzados.
—¡Eh! ¿Hola? —Agité la mano —. Estoy aquí, por si no os habéis dado
cuenta.
—Tened cuidado, por favor —Mi madre frotó la cabeza de mi
hermanita.
—No te preocupes tanto, Dalia —intervino Enzo, pasando el brazo por
los hombros de su mujer —. Claudia es una mujer de lo más responsable.
—¡¿Alguien va a decirme de qué coño va todo esto?! —grité.
—Perdona, cariño —Claudia me besó en los labios mientras los demás
carcajeaban —. Enoa insistió en que no te dijéramos nada. Nos vamos de
escapada.
—¡Disneyland, Disneyland, Disneyland! —Enoa comenzó a dar saltitos
de alegría.
—¿Nos vamos a París? —Los miré a todos de uno en uno —. Joder,
Clau, no he preparado equipaje.
—¡Tú no vienes! —Enoa dio un pisotón en el suelo.
—Lo siento, amor —Claudia me lanzó una mirada que se debatía entre
la incomodidad y la diversión.
—¿Me vas a dejar colgada?
—No quiero que vengas, Lluvia —Mi hermanita puso los brazos en
jarras —. Cuando estáis juntas no dejáis de haceros mimos y no me hacéis
caso. ¡Quiero pasar tiempo con Clau!
—Te lo compensaré en unos días… —Volvió a besarme y agarró la
maleta.
—Seréis cabronas… —susurré.
No salía de mi asombro. Después de dos semanas sin ver al amor de mi
vida, había regresado como si nada, para darme un simple beso y secuestrar
a mi hermana pequeña. Lo que más me fastidió de todo, fue como Enoa me
sacaba la lengua a través de la ventanilla, con una chulería impropia de ella.
—No la tomes con ella —dijo mi madre, entre risas —. Ese
comportamiento lo ha aprendido de ti.
Me fui por no montar un espectáculo, pero no pude evitar reír a
carcajadas cuando entré en casa. Me habían puesto la miel en los labios
para luego darme una patada. Solo pensaba en una retorcida forma de hacer
pagar a mi hermanita haberme desafiado de una forma tan directa. Se iba
haciendo mayor y empezaba a tener el valor suficiente para plantarse y
pensar por sí misma.
Admiraba el sol cayendo por las montañas en mi cálido y reconfortante
patio, amarrada a una lata de cerveza y con la memoria puesta en Claudia.
Al menos en unos días estaríamos juntas y retomaríamos nuestra relación.
Sira me ofreció otra cerveza y se sentó a mi lado.
—¿Qué se siente cuando una niña de diez años secuestra a tu novia?
—No empieces tú también —Golpeé su muslo.
—¿Quieres que hagamos algo especial?
—¿Cómo qué?
—Cómo hacer el amor…
—¡Vale ya, Sira!
—Perdón —Se llevó una mano a la boca, descojonada de la risa.
—¿Por qué la habéis tomado conmigo? ¡Joder, sois unos pesados!
—Está bien, tienes razón —Se tumbó en el suelo, apoyando la cabeza
en mi muslo —. Es muy fácil hacerte de rabiar —Me dio una toba en el
mentón —. Tengo algo para ti.
—Aún faltan meses para mi cumpleaños, Sira…
—Considéralo un regalo extra —Se incorporó y me entregó una cajita
con un lazo azul —. Aunque esto sea devolverte lo que es tuyo…
—Te lo advierto, si algo sale disparado de esta cajita, te mandaré a la
luna de una patada en el culo —Cuando retiré la tapa, suspiré sonriente,
pero sin comprender. Cogí los dos anillos que descansaban en el interior —.
Son nuestros anillos, Sira —Nuestros nombres estaban borrados y la miré,
incrédula.
—Tuve que poner patas arriba tu dormitorio para encontrar el tuyo —La
risa de cuando era una niña curiosa, se manifestó en sus labios —. Lo
nuestro siempre estuvo destinado al fracaso —Cerró la cajita y la dejó a un
lado —. Quiero que formen parte de tu vida, Lluvia. Algún día, una gran
mujer te llevará al altar, probablemente Claudia.
—Pero, Sira, esto forma parte de nuestros recuerdos…
—Y así seguirá siendo… —Besó mi mejilla y agachó la cabeza.
—¿Eh? —Acaricié su mentón y lo elevé para admirar sus ojos
esperanzadores —. ¿Qué ocurre? —Me abrazó.
—Ha llegado el día, Lluvia…
—No… —La apretujé con fuerza, dejándome invadir por la tristeza —.
Prometiste que permaneceríamos juntas.
—Mantendré mi promesa. Todo ha terminado, por suerte, para bien —
Me empujó con cariño y comenzó a reír, poniéndose en pie —. Tengo que
retomar mi vida…
—Esta siempre será tu casa…
—Lluvia… —Me dio la espalda —. No me voy al fin del mundo, solo a
la otra punta del pueblo.
Sira se cargó de fuerza y valor. Decidió que era hora de volar como
mujer libre e independiente, resurgir de sus cenizas y darle a sus días un
nuevo rumbo. Lloré cuando la vi marchar, aunque me prometió que me
acosaría a diario. Me acostumbré tanto a su presencia, que los primeros días
me encontré desubicada. Había tanto silencio en mi dulce hogar…
Por suerte, Enzo consiguió colmarme de ánimos, pero la decisión que
había tomado por mi parte fue un golpe bajo para él. Me apoyó, pero un
pedacito de él se rompió. Tardaría en asimilar el nuevo rumbo que daría mi
vida, pero en ese momento, más que nunca, necesitaba buscar mi propia
felicidad. Nunca los abandonaría, pues siempre estaría disponible para cada
uno de ellos, aunque fuera en la distancia.

Poco después de que Claudia y la repipi de mi hermana pequeña


volvieran de París para restregarme que habían disfrutado como nunca, mis
alocadas amigas me sorprendieron con una fiesta improvisada en Samsara.
Había mucho que celebrar, tanto para mí, como para el resto de mi círculo
social. Las puertas de mi rinconcito se cerraron al público y no faltó la
bebida, los deliciosos canapés elaborados por Renata y la mejor compañía.
Incluso Moro fue invitado y trajo, para nuestro asombro, una chica que nos
presentó como su pareja.
Teníamos la intención de desmadrarnos sin límite, y qué bien sienta
cuando, después de tanto tiempo, puedes desfogarte sin preocupación
alguna. En cierto modo, echaba en falta las quedadas de antes, ya que, tanto
Aitana como yo, habíamos encontrado el amor y nos controlábamos para no
terminar desfasadas y con la cara desencajada de tanto beber. Supongo que
nos estábamos haciendo mayores, aunque para mí, Aitana seguía siendo
aquella adolescente segura de sí misma, pero con la cabeza llena de pájaros.
Las cervezas y el tequila volaban por la barra sin control y todos nos
dedicábamos a bailar las canciones de una década aún no olvidada. Los
movimientos de caderas de Claudia, rozándome con sus muslos y miradas
lascivas, me provocaban un calor interno que la cerveza solo conseguía
aumentar. Gracias a la borrachera de Aitana y Renata, conseguí que mi
calentón disminuyera, ya que se subieron a la barra meando el culo de
manera exagerada. La pobre Kira, tan inocente, las miraba con las mejillas
enrojecidas mientras Sira trataba de sujetarse a los hombros de Dan para no
caer por la risa. Moro rodeaba con sus brazos a la chica que apoyaba la
cabeza en su cuello, con una divertida sonrisa.
En un descuido, Aitana cayó hacia atrás. Se sujetó a uno de los estantes
llenos de botellas, pero el peso de su cuerpo hizo que la madera
resquebrajara y se diera el castañazo de su vida. Lo peor de todo fue ver
decenas de botellas caer sobre su cuerpo, aparentemente inerte. Todos
fuimos a su encuentro y me llevé una mano a la boca, angustiada al ver que
no se movía. Le propiné un puntapié en el culo y dio un brusco sobresalto,
descojonada de la risa.
—¡Menuda hostia me he pegado! —dijo cuando tratamos de ayudarla a
ponerse en pie.
Nuestro momento de festejo no terminó ahí, ya sabéis que no hay fiesta
en la que Aitana y yo no acabáramos dando la nota. Pero no todo iba a ser
alegría y color, pues una visita de lo más inesperada aporreó las puertas de
Samsara. Con su chaqueta de traje y una cantosa corbata de niño pijo,
saludó con la misma chulería que cuando le conocí. Renata abrió las puertas
y se coló sin ser invitado. Su única intención, era recuperar a Sira, tal y
como ella dijo que ocurriría.
—¿Qué haces aquí? ¿Te has perdido? —Sira se cruzó de brazos y la
música dejó de sonar.
—He venido a por ti, cariño —Álvaro trató de acercarse, pero Aitana se
lo impidió.
—Respeta su espacio… —Su lengua de trapo nos hizo soltar una
carcajada. Álvaro nos miró; sin darse cuenta, se vio rodeado.
—¿Dónde has estado todo este tiempo? —Sira chasqueó los dedos cerca
de su cara —. ¡Ya sé! Escondido como la rata que eres, ¿verdad?
—Puedo explicarlo… —Repasó a Sira de arriba abajo y me miró
fijamente a los ojos —. Ya lo entiendo. Esta zorra te ha vuelto contra mí…
—¿Zorra? —susurró Claudia.
—Eres mi prometida y vendrás conmigo —Sujetó la muñeca de Sira —.
Te guste o no…
—¡No la toques! —Claudia le apartó y ambos se miraron fijamente,
muy cerca el uno del otro.
—¿Quién te crees que eres, famosilla de tres al cuarto?
Intenté intervenir, pero Claudia ya había derramado su gin-tonic encima
de Álvaro. El silencio se hizo, pero la acción de mi furiosa novia no achantó
a un Álvaro a punto de entrar en cólera. Apretó el puño y suspiró. Dio un
paso al frente y me interpuse entre ellos, pero no era la única que estaba
dispuesta a proteger a Sira.
—¡Eh! —Moro le empujó con fuerza —. Lárgate, capullo.
—Apártate… —Le devolvió el empujón.
—¡A tomar por culo ya, joder! —Aitana nos apartó a todos y, con todas
sus fuerzas y la mano abierta, le abofeteó. El estruendoso sonido nos dejó a
todos atónitos. Álvaro se quedó atontado ante el inesperado golpe.
—No eres bienvenido, amigo —Dan le agarró por la nuca, obligándole
a inclinarse.
Le llevó hasta la salida y para nuestro asombro, Kira apareció como un
rayo y le propinó una fuerte patada en la pierna. Todos la miramos,
impactados por una acción tan violenta impropia de ella. No tardó en
refugiarse entre nosotros, bajo las protestas de Álvaro. Sira se acercó y
apaciguó a Dan, que, por su semblante serio, daba a entender que perdería
la paciencia en poco tiempo.
—No vuelvas nunca, Álvaro —Sira se cruzó brazos.
—¿Esto es lo que quieres? ¿Convertirte en una pervertida como ellos?
—Esta es mi familia, mi hogar… —Se unió a nosotros y sonrió. Cogió la
mano de Kira y volvió junto a Álvaro. Besó los labios de Kira, lamiendo su
boca y profiriendo un sensual mordisco —. Y esta soy yo…
Mis ojos estuvieron a punto de salirse de sus órbitas. Sira y Kira aún se
miraban a los ojos cuando Álvaro abandonó Samsara, furioso. No sabría
explicar el cariño con el que ambas se miraban, a pesar de ser prácticamente
unas desconocidas entre ellas. Resultó extraño como Kira, perdida en los
ojos de la mujer que la robó un beso porque sí, embistió sus labios de nuevo
y se rodearon con los brazos bajo unos agudos silbidos. Crucé la mirada con
Claudia, que sonreía ilusionada y dando palmitas. No sé por qué, pero una
lagrimilla brotó por mi mejilla, contagiada por la felicidad de una niña que
siempre quiso ser libre.
Cuando Kira volvió en sí, salió corriendo, colorada como un tomate y
cubriéndose la cara con las manos. Renata y Aitana salieron en su busca,
descojonadas de la risa y lanzando comentarios subiditos de tono. Sira me
guiñó un ojo y vi en su mirada a la chica que un día me conquistó. Saltó la
barra y conectó la música gritando a pleno pulmón.
No hablamos de lo que pasó. Seguimos bailando, bebiendo y dándolo
todo en una fiesta llena de liberación y buena armonía. Las manos de
Claudia acariciaban mi espalda en un abrazo que parecía no tener fin. Con
los ojos cerrados, absorbiendo su olor y buena energía, me dejaba llevar por
sus movimientos, guiada por los latidos de su corazón.
—No me separaré de ti, Claudia —Besé su cuello —. Bajo ningún
concepto… Te seguiré allá donde vayas…
—¿Qué quieres decir? —Colocó un mechón rebelde detrás de mi oreja y
ladeó la cabeza, curiosa.
—He solicitado una excedencia en el puerto —Rocé sus labios con la
punta de mis dedos —. Iré contigo hasta el fin del mundo…
—Lluvia… —Su mano paseó por mi cuello —. Tu vida está aquí…
—Y no la abandonaré. Alternaré ambas vidas —Mordí su cara —. Todo
será perfecto a partir de ahora…
Con un beso sellamos nuestro amor, entregándonos por completo a un
destino aún por descubrir. Aquella noche fue el comienzo de una vida llena
de felicidad y nuevos cambios para nosotras, donde cada una encontramos
nuestro hueco en un mundo al que parecíamos no pertenecer. Donde los
días se volvieron claros y no sonreír, no era una opción para nosotras. Una
vida que nos enamoró, cumpliendo metas y sueños muy distintos a los que
imaginamos, pues mi camino en los días venideros me convirtió en la mujer
que siempre quise ser.
Epílogo
Años después.

Acaricié el anillo que adornaba mi dedo anular. Después de tantos años,


aún me ruborizaba al recordar nuestro beso en el altar; el momento más
romántico de toda mi vida. Manteníamos la magia y la pasión y hacíamos lo
imposible por no caer en la rutina. En ocasiones, era complicado, pues estar
casada con una actriz de renombre, era agotador. Viajábamos muy a
menudo, de ahí que tuviera que abandonar mi trabajo en el puerto, pero
nunca dejé de sacar un huequito y acompañar a Enzo y Moro a alta mar. Mi
vida era perfecta, igual que la de mis seres queridos.
Hice una visita sorpresa a mis padres. Últimamente, había estado
demasiado tiempo en el extranjero y decidimos pasar una temporada en mi
querido pueblo, donde habíamos comprado una acogedora casita cerca de
mis padres.
Crucé todos los muelles hasta llegar a mi moreno padrastro, que lucía una
descuidada y larga barba blanca. Sus arrugas le convertían en un hombre
aún más tierno y cariñoso, pero no había perdido su porte africano. Sus ojos
fueron un poema, pues siempre que me marchaba tanto tiempo, lloraba
emocionado al verme.
—¡Lluvia! —Me cogió en brazos, como cuando era una niña y no
pesaba más de cuarenta kilos —. No te esperaba hasta dentro de unas
semanas.
—Mañana es tu cumpleaños, papá, no me lo perdería por nada del
mundo.
—Así que, asistiereis a mi fiesta sorpresa, ¿verdad?
—¿Lo sabes?
—Tu madre no es muy buena para este tipo de cosas, deberías saberlo
—Frotó mi cabeza —. ¿Por qué no vas a verla? Quizás consigas
desestresarla.
—¿Un mal día?
—Bueno, tu hermana se toma demasiado en serio su trabajo.
Le abracé con cariño. Subí hasta el despacho de mi madre, donde los
gritos retumbaban desde el interior. Desde hace algunos años, había
delegado parte de sus funciones en una persona con nuevas ideas y una gran
iniciativa, pero con un temperamento difícil de llevar. Abrí la puerta
despacio. Al observar cómo discutían entre ellas, sonreí.
—Joder, mamá. ¿Estás ciega? ¡Mira!
—Veo tus cuentas perfectamente y las entiendo, pero son clientes de
confianza.
—¡No se les seguirá suministrando mercancía si no pagan todos los
atrasos! —Se cruzó de brazos —. Punto final.
—¡Dios mío! Eres tan cabezota como tu padre.
—Algo bueno debo de tener, ¿no?
Mi madre se giró y cerró los ojos, sentándose en la mesa. Mi hermana,
tan arisca como siempre, resopló, haciéndose la difícil. Besé las mejillas de
mi atolondrada madre, siempre rebosante de emoción ante mis repentinos
regresos. Cogí sus curtidas y envejecidas manos y nos fundimos en un
tierno abrazo.
—¿Cuándo has llegado, hija?
—Anoche, quería daros una sorpresa —Acaricié sus cabellos —. ¿Me
das un minuto? —Miré a mi hermana y la fulminé con la mirada —. Voy a
ver si consigo domar al dragón —Ambas sonreímos y se marchó a la espera
junto con Enzo. Me senté y puse los ojos en blanco.
—Vera… —La miré de soslayo.
—Lo sé, Lluvia, no me eches la bronca tú también —Cogió mi mano y
la besó —. ¿Cómo ha ido todo?
—Hemos decidido tomarnos una temporada sabática. El mánager de
Claudia no lo aprueba, pero necesitamos estar aquí…
—Me alegro de verte, tía. Renata y Aitana no dejan de darme la tabarra
cuando beben de más, ¡son insufribles! —Se golpeó la cabeza con la palma
de la mano —. Necesito una compañera de barra como tú…
—¿El próximo sábado?
—Perfecto… —Se levantó, vino hacia mí y me miró, tímida. Después
de tanto tiempo, aún le costaba abrirse a los demás, incluso a nosotros —.
Me alegro de tenerte de vuelta…
Vera se había convertido en un claro ejemplo de superación. Su paso por
la cárcel la ayudó a serenarse, analizar su objetivo en la vida y neutralizar
su dolor. Ahora vive con mis padres y ha dejado bien claro, en múltiples
ocasiones, que nunca se marchará de su lado. Ha renunciado a forjar una
relación sentimental y formar una familia por su parte, aunque
ocasionalmente tiene algún lío de una noche.
No estuve mucho tiempo con mis padres, pues aún sufría de jet lag y
necesitaba una buena dosis de tranquilidad, mimos y por qué no, un buen
polvo que me llevara al cielo. Prometí que solo me tomaría un día descanso
y volvería con las pilas bien cargadas para recuperar el tiempo con mi
familia.
Había quedado con Claudia en la ciudad y, para variar, llegaba tarde.
Caminé a toda prisa hasta la salida cuando, con mil ojos en todas partes,
Sira daba vueltas y vueltas sobre su posición. La chisté y vino a mi
encuentro. Hacía algunos meses que se había cortado el pelo y todavía no
era capaz de acostumbrarme. Cogió mi brazo y me acompañó hasta la plaza
donde solía aparcar mi moto.
—Dalia me ha avisado de tu regreso —Me lanzó una sonrisa aniñada
—. ¿Es cierto? ¿Los tres os quedaréis una temporada?
—Así es, Sira. Os echo de menos —La abracé por los hombros —. ¿Y
tú? ¿Qué tal vuestra luna de miel? Apenas hemos hablado de vuestro viaje a
Ibiza.
—Qué puedo decir —Se ruborizó —. Estoy viviendo un sueño…
—Habéis tardado demasiado en dar el paso para casaros —Por un
segundo, recordé su pedida de mano delante de todo Samsara —. Aún me
viene a la mente lo nerviosa que estabas. Incluso vomitaste…
—No me lo recuerdes, lo pasé fatal…
—Y, ¿cómo está ella?
—Pregúntaselo tú, acaba de llegar.
En la acera de enfrente una sonrisa nos deslumbró. Cruzó por mitad de la
carretera, ignorando el paso de peatones a su izquierda. A pocos metros
antes de llegar, dio un par de zancadas y se lanzó a mis brazos. Parecía que,
para ella, el tiempo no avanzaba, pues seguía siendo la misma chica risueña
e inocente. Tuve que separarla de Sira, ya que comenzaron a comerse los
morros como si nada.
—Me alegro de verte, Llu —Agitó los puños cerca de su pecho,
ilusionada —. ¿Has venido sola? —Miró a su alrededor —. Creí que
estarías con Claudia…
—Me espera en la ciudad —Cogí una de sus trencitas —. ¿Qué te has
hecho en el pelo, Kira?
—¿Te gusta? —Meneó la cabeza a los lados —. Cambio de estilo —
Cogió la mano de Sira y la miró con ojos brillantes.
La diferencia de edad entre ambas apenas se percibía. Deslumbraban allá
por donde iban y después de tantos años de noviazgo, decidieron ir un paso
más allá. Verlas juntas era la ternura y el cariño personificadas, pues aún
seguían enamoradas como dos quinceañeras. Paseaban por las calles felices
y libres, pues mi querido pueblo ya no era aquel lugar retrógrado y lleno de
homofobia.
Tuve que conducir a toda velocidad hasta mi próximo destino; llegaba
con una hora de retraso. Claudia ya estaba acostumbrada a mi
impuntualidad, pero no por ello me libraría de sus protestas. Lejos del
pueblo y a las afueras de la ciudad, se encontraba un lugar lleno de
esperanzas y nuevas oportunidades. El centro de acogida, «Un nuevo
camino», se extendía a lo largo de un gigantesco terreno. Había dos
edificios, uno más pequeño que el otro y contaba con gran variedad de
profesionales que se encargaban de que los niños dispusieran de todo lo
necesario.
Claudia se esforzó en construir un hogar para los más necesitados, fue la
promesa que le hizo a su querido tío en su lecho de muerte. Gastó una
cantidad abismal de dinero, pero sus buenas intenciones y fama, abrieron
los ojos de muchos adinerados a su alrededor y ahora, obtiene grandes
donaciones. Incluso nos estábamos planteando abrir otro centro en el sur.
La entrada era lo más precioso de todo, ya que la inmensidad y variedad
de jardines se expandían por cada rincón. Cuando vi a Enoa, con su porte
exótico y hermoso observarme desde lejos, tuve que aguantar las ganas de
llorar. Hacía muchos años que dejó de ser una niña inocente y risueña para
convertirse en una mujer de éxito a cargo del centro. A sus treinta y cinco
años, mi hermanita se había convertido en toda una mujer.
—¡Lluvia! —Ambas corrimos a nuestro encuentro —. ¿Por qué has
tardado tanto? Deseaba verte… —Me abrazó —. Llevamos horas
esperando…
En la recepción, junto a unos sillones de diseño, Claudia se encontraba
sentada con sus largas y esbeltas piernas cruzadas, curioseando una revista
de moda. Mi atención recayó sobre la niña de ojos claros y rubia melena,
que esbozó una enorme sonrisa de alegría. Dio un saltito y esquivó la
pequeña mesa. Sus cortas piernas no fueron un impedimento para correr a
mis brazos.
—¡Mamá! —Se abrazó a mis piernas.
—Lucía, cariño, ¿hiciste tus tareas?
—Sí, tía Enoa me ayudó —Tiró de mi brazo —. Mami está enfadada,
llevamos esperando mucho rato.
—Lo sé, enana.
Nos sentamos junto a mi mujer, que me miraba por encima de su revista.
Después de tantos años, aún seguía perdiéndome en su azulada mirada, pues
Claudia seguía siendo la mujer más perfecta de todas.
—No me des la murga, Clau —dije, ofreciendo mi mano para ayudarla a
ponerse en pie.
—Tendrás que compensarme, ya sabes lo que toca —Sus labios
embistieron los míos; todavía seguía provocándome unas intensas
cosquillas en el estómago. Cuando quise darme cuenta, nos comíamos los
morros como si no hubiera nadie a nuestro alrededor.
—¿Sabéis que hay menores delante? —Enoa nos separó, muerta de la
risa.
—Siempre se están besando —Lucía esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
—Tengo que supervisar el comedor —nos interrumpió Enoa,
abrazándonos a las dos a la vez —. Id a descansar, parecéis agotadas —Se
arrodilló y besó las mejillas de mi hija —. No olvides hacer tus deberes.
Mi vida era perfecta, con algún sobresalto que otro, pero llena de respeto,
amor y cariño. Era hora de tomarse un descanso y disfrutar de la familia y
amigos, pues a pesar de un oscuro pasado que quedó en el olvido, aún
seguía enamorada del pueblo donde crecí, muy distinto a como era antaño.
—He pensado cómo puedes compensarme —dijo Claudia, con una
bribona sonrisa.
Susurró en mi oído, con cuidado de no ser escuchada por la pequeña
Lucía. Su aliento me estremeció al descubrir cuáles eran sus intenciones y
mis bragas se evaporaron. Aún manteníamos la pasión y el deseo, pero de
un modo más afectivo y cariñoso. Claudia seguía infundiéndome una
atracción desbordante.
Con mi mujer y mi hija de las manos, pusimos rumbo a nuestro hogar. Al
lugar donde no faltaban las risas, el cariño y la comprensión. Donde vivía
un sueño al lado de la mujer más maravillosa y la hija más bonita de todas.
Una vida llena de felicidad en la que atesorar cada momento, en la que
nunca dejé de reír y amar, pues en mis días restantes solo hubo luz y alegría.
Notas de autor

Ha sido un camino lleno de ilusión, retos y descubrimiento personal.


Escribir sobre Lluvia ha sido una satisfacción entre letras que nunca
olvidaré. Me cuesta decir adiós a un personaje que me ha aportado mucho,
tanto a nivel profesional como personal.
En un principio, todo se trataba de una distracción en la que plasmar un
pedacito de mí, con la única finalidad de basar una historia en la que
sentirme identificado, pues sin quererlo, he basado sentimientos que, en
ocasiones, fueron reales para mí.
Todo comenzó cuando, en un bloqueo mental, dejé mi proyecto más
ambicioso con el único fin de despejar mi mente y disipar la saturación que
sufría. Sin pretenderlo, de la manera más inesperada posible, nacieron
Lluvia y Sira.
Ha sido un proceso escrito sobre la marcha, donde la historia se ha ido
definiendo por sí sola y nada ha sido planificado. Un viaje tan estimulante
como motivador, donde he podido dar rienda suelta a mi imaginación sin
condicionarme.
No todo el mérito es mío; es mucho el apoyo que he recibido durante el
proceso. Fueron muchas las palabras bonitas y frases que me empujaron a
no abandonar el proyecto. A todos y todas los que siguen a mi lado; gracias
por ayudarme a mejorar.
Este no es el final, pues, aunque la historia de Lluvia ha llegado a su fin,
un personaje un tanto peculiar viene con la intención de derramar mucha
tinta sobre el papel. Solo espero, de todo corazón, estar a la altura en el
nuevo viaje que me he propuesto.

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