HACER MEMORIA. INTRODUCCIÓN (Extractos)

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KARINA SOLCOFF (2016) HACER MEMORIA. Bs.

As.: Paidós.

Introducción

Cartografía de la memoria.

Los famas para conservar sus recuerdos proceden a embalsamarlos en la


siguiente forma: Luego de fijado el recuerdo con pelos y señales, lo envuelven de pies
a cabeza en una sábana negra y lo colocan parado contra la pared de la sala, con un
cartelito que dice: “Excursión a Quilmes”, o :“Frank Sinatra”.
Los cronopios, en cambio, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos
sueltos por la casa entre alegres gritos, y ellos andan por el medio y cuando pasa
corriendo uno, lo acarician con suavidad y le dicen:
“No vayas a lastimarte”, y también: “Cuidado con los escalones.”

Julio Cortázar, 1962

La memoria autobiográfica: viajar en el tiempo

La escena comienza una mañana de verano, en el interior de un auto azul


que avanza a través de las calles de la ciudad. Afuera hace calor, y Blanca viaja
sentada en el asiento de atrás, llevando en los brazos a su pequeña bebé recién
nacida. La beba tiene los dedos apretados, los dos puñitos asomados a las
mangas de algodón, los ojos cerrados en quién sabe qué sueños, los ojos de su
papá y la tibieza del regazo de mamá. Acaban de salir los tres de la maternidad,
donde apenas cuarenta y ocho horas atrás Blanca daba a luz a la pequeña Nina.
Pablo, el papá, conduce en silencio el auto azul, atento al ángulo del espejo
retrovisor que le permite verlas, envueltas en la luz que se filtra por la
ventanilla. Blanca devuelve su mirada, los dos en silencio secreto, mientras un

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preludio de Bach se cuela arrullando el sueño de la bebé y el auto huele a todo
eso: ropita blanca, sueño y preludio. La respiración acompasada de la bebé
podría mecer el universo entero. Por la ventanilla, como en cámara lenta,
Blanca ve pasar las avenidas, las casas, las bicicletas y los árboles mojados por el
sol de enero. No recuerda haber sido nunca tan feliz. Mira por la ventanilla y
aunque afuera discurren las calles y los transeúntes, otras imágenes se deslizan
como diapositivas desordenadas, en una pantalla que sólo es visible para ella. La
noche de lluvia cuando supo que estaban esperando un bebé. La primera vez
que Pablo la invitó al cine de la calle Sarmiento. La tarde que aprendió a andar
en bici con la ayuda de su abuelo, en la cuadra más tranquila del barrio. El día
que actuó de dama de mayo en la fiesta del colegio, bajo la inmensa mirada de
papá. El abrazo de su mamá en la puerta de la cocina la mañana de su último
examen de la facultad. La abuela Tona abrochándole el anorak nuevo
estrenando el primer domingo de teatro. El esperado llanto de Nina recién
nacida inaugurando la vida entre luces de quirófano, sábanas y paredes blancas.
Ahora Blanca vuelve la mirada hacia su bebita, se deja inundar de ese sueño, los
tres volviendo a casa, el auto azul es una nave encantada que sobrevuela el
asfalto rumbo a su destino en la tierra. Y Blanca es la princesa encantada, la
novia del cine de la calle Sarmiento, la niña de la bicicleta, la dama de mayo, la
graduada de su mamá, la nena del anorak nuevo de domingo, la mamá para
siempre de esta beba que duerme ahora entre sus brazos. Blanca quisiera que
ese viaje no terminase nunca, desearía detener el tiempo en esa felicidad.
Como surgidos de esa ventanilla mágica, los recuerdos se despliegan ante
la conciencia de quien recuerda, transformando su mundo mental en escenario
privilegiado del tiempo subjetivo. Quien recuerda es capaz de detener,
retroceder, avanzar o proyectar lo vivido siguiendo una cronología ajena a las
sujeciones del tiempo físico. Quien recuerda dispone del poder de
reexperimentar lo vivido y de ser simultáneamente otro y el mismo. Quien
recuerda puede atravesar el tiempo en cualquier dirección.
¿Cuál es el tiempo que la memoria cautiva, ése que hace a los seres
humanos capaces de viajar hacia atrás, retroceder al pasado, sustraer su
conciencia del presente y dominar cualquier calendario? ¿Recordará Blanca
dentro de unos años ese momento de felicidad? ¿Cómo será su recuerdo? ¿Se
acordará del preludio de Bach que acompañó ese primer viaje con Nina en sus

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brazos? ¿Recordará el calor de la ciudad, la entrañable mirada de Pablo en el
retrovisor, la carita dormida de la niña y su respiración como esponjita de aire?
¿Recordará ese trayecto con la misma emoción con que lo ha vivido? ¿Cómo se
escribirá este viaje en la memoria de Blanca? ¿Cómo se escribirá en la memoria
de Pablo? ¿Y en la de Nina? ¿Recordará la niña esa mañana de verano?
Los tres viajeros de nuestra escena compartían ese día la misma travesía
y los mismos cuarenta minutos por la ciudad. ¿Compartían el mismo tiempo?
Esa mañana de enero se desplazaron los tres desde un lugar a otro lugar en el
espacio físico de la ciudad, y el curso del reloj también avanzó, como el auto,
surcando el tiempo hacia adelante. Cuarenta minutos. El tiempo siempre avanza
hacia delante, inexorablemente... ¿Pero es así en la mente de Blanca durante ese
viaje? ¿Cuántos años hacia atrás se desplazó su vida al recordar el domingo con
su abuela en el teatro, cuántos días retrocedió hasta la memoria del primer
llanto de Nina, cuánto tiempo se remontó su corazón hasta la imagen del abrazo
de su mamá en la cocina? ¿Y cuánto tiempo permaneció absorta su mente
detenida en la escena donde Pablo la invitaba al cine? ¿”Cuarenta minutos” es
una medida justa para reflejar el tiempo transcurrido internamente en la mente
de Blanca durante ese viaje? ¿Cuántas veces recordará ese momento a lo largo
de su vida…cuántas veces lo convocará, cuántas veces deseará recuperarlo,
cuántas veces lo logrará? ¿Cuánto tiempo podrá retenerlo, quedarse con él,
revivirlo en cualquier lugar, llevarlo consigo?
Como recuerdos al portador, partes de nuestra vida viven en nosotros, se
transforman en destinos a los que viajamos sin maletas ni pasajes. Sólo los seres
humanos somos capaces de lograr semejante maravilla: viajar mentalmente en
el tiempo. Se trata de una exclusiva travesía cuyo itinerario responde a
particulares coordenadas de espacio y tiempo: el tiempo subjetivo y el espacio
mental.

El tiempo subjetivo y el espacio mental

El tiempo físico, lo sabemos, se comporta de forma regular, avanza en


una única dirección: hacia adelante. Sólo conoce una forma de acción: la
progresión. Su marcha es implacable, nunca se detiene, no se inmuta ante nada.

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Imperio de la monotonía: un momento se sucede atrás de otro, de manera
ineludible y fatal. El tiempo físico transcurre de manera predecible, un continuo
en el que cada momento dura lo mismo que el siguiente, regido por leyes ajenas
al arbitrio humano (Tulving, 2005).
En la mitología griega, Cronos, personificación del tiempo, es el dios que
devora a sus hijos. Cronos reinó en el Universo hasta que fue vencido por Zeus,
el único hijo que logró sobrevivir y rebelarse contra él. Según la cosmogonía
helénica, luego de vencer a su padre Cronos, Zeus libera a sus hermanos y
desposa -entre otras- a una particular titánide: nada menos que Mnemósine, la
memoria. Zeus se convierte así en el dios máximo del Olimpo. Sin afán de
detenernos en los avatares familiares de las deidades, no es un hecho menor que
en los orígenes de nuestra cultura encontremos un relato tal: el Dios más
poderoso del Universo, soberano de hombres y dioses, fue aquel que venció al
tiempo y se unió a la memoria (Graves, 1984).
¿De qué manera los simples mortales podemos vencer al tiempo? ¿Qué
poder nos es dado si dominamos el tiempo? El mundo antiguo parece anticipar
en su genealogía fantástica algo que la psicología definiría milenios después
como una de las formas superiores del recuerdo humano. En la voz del
psicólogo Endel Tulving late aquel relato fundacional cuando afirma que “la
memoria es un ardid que la evolución inventó para que sus criaturas puedan
comprimir el tiempo físico” (1985).
Sólo el poder de la memoria vence el tiempo, sólo gracias a la capacidad
humana de viajar mentalmente a nuestro pasado nos transformamos en
pequeños Zeus mortales, todopoderosos dioses humanos atravesando el tiempo,
jugando con él, indiferentes a sus condiciones, sus medidas y sus
determinaciones. Cuando Blanca recuerda su primer paseo en bicicleta,
comprime los veinticinco años transcurridos desde ese acontecimiento, los
reduce a los milisegundos que tarda su mente en llegar a esa vereda tranquila de
su infancia. Cuando su memoria se traslada al cine de la calle Sarmiento,
comprime los doce años transcurridos desde entonces, los convierte por arte de
magia en millonésimas de segundos. La velocidad de la luz queda opacada ante
semejante hazaña cognitiva. Pero nuestro poder no se detiene allí, no sólo
podemos comprimir el tiempo físico, también poseemos la capacidad opuesta:
la de dilatar el tiempo según nuestro capricho… ¿Cuántas veces, al recordar un

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momento significativo de nuestra vida, algo que duró un instante apenas – la
fugacidad de una mirada, una palabra en voz baja, un gesto imperceptible, un
efímero adiós-, lo desplegamos en nuestra mente durante minutos, lo ponemos
en cámara lenta, lo sostenemos en pausa, lo prolongamos infinitamente, nos
dejamos invadir por él, soberanos absolutos de nuestra escena mental?
El sentido humano del tiempo implica un tipo particular de consciencia,
que permite a los seres humanos evocar el pasado, reflexionar sobre el presente
e imaginar el futuro. La consciencia del tiempo en que se desarrollan nuestras
vidas hace que nos sea posible viajar mentalmente en el tiempo, la esencia del
recuerdo autobiográfico y de la imaginación prospectiva.
Es importante distinguir que al igual que todos los eventos físicos y
biológicos, la memoria humana opera en el tiempo físico. Pero el tiempo en el
cual ocurren los eventos recordados es diferente. Se trata del tiempo subjetivo.
El tiempo subjetivo existe solamente en virtud de la interacción entre el tiempo
físico y nuestra memoria. Es la memoria un puente de plata que hace posible la
paradoja de que aquello que fue, esté presente en lo que es (Tulving, 2002).
¿Cómo se construye desde el punto de vista evolutivo ese puente, cuándo
empezamos a ser cognitivamente capaces de atravesarlo, en qué momento de la
infancia conquistamos esa capacidad para evocar los sucesos pasados?
En definitiva, su adquisición marca un hito fundamental en el desarrollo
cognitivo: cuando empezamos a ser pequeños dioses en el olimpo de nuestra
propia mente. La capacidad de viajar mentalmente en el tiempo no es una
conquista temprana, ni desde el punto de vista filogenético ni desde el punto de
vista ontogenético. Se especula que recién con la llegada del Homo Sapiens el
género Homo desarrolla esta capacidad; y en la vida de un niño aparece una vez
que han transcurrido ya sus primeros cuatro años de su vida (Perner, 2001;
Solcoff, 2012).
Viajeros en el tiempo, invencibles recordadores, guardianes de tesoros
inasibles: somos nuestra memoria.
Partir del extrañamiento sea tal vez una de las mejores formas para
abordar el estudio de la memoria humana. Los formalistas rusos llamaban
“extrañamiento” (остранение) al recurso poético que consiste en volver extraño
lo conocido. "La automatización devora los objetos" (Shklovski, 1917) en la
medida que cuando vemos o hacemos algo una y otra vez se torna automático, y

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perdemos la capacidad de percibirlo. No nos parece descabellado reclamar esa
condición poética en el punto de partida de nuestro recorrido por la psicología
de la memoria. El extrañamiento, en nuestro caso, implicaría poder partir de la
desnaturalización del recuerdo, abrirle paso al asombro y la curiosidad. El acto
de recordar nuestro día de ayer, el patio de la escuela o un pasado viaje en un
auto azul constituyen acciones habituales y espontáneas que forman parte
naturalmente de nuestra vida. Pero una mirada extrañada, desautomatizada, ha
de advertir que en cada uno de esos actos los seres humanos ponemos en juego
uno de los logros más altos de nuestra naturaleza humana.

Los procesos psicológicos superiores: el recuerdo

Cuando Lev Vigotsky presenta el núcleo de su programa psicológico, él


mismo define su psicología como una psicología de las cimas (1926). Sostiene
en ese momento Vigotsky que, mientras su contemporáneo Sigmund Freud se
ha ocupado de las “profundidades” de la mente humana, su psicología, en
cambio, habría de ocuparse de las “altas cumbres”.

Ahora bien, ¿Cuáles son para Vigotsky las cimas de la naturaleza


humana, ésas en las que es posible encontrar las manifestaciones más altas del
desarrollo humano?: La conciencia autorreflexiva, el lenguaje poético, la
imaginación creadora, el pensamiento, la memoria lógica. Estos procesos
psicológicos, exclusivamente humanos, constituyen para Vigotsky las cimas
superiores de la geografía psicológica. Gracias a ellos el hombre es capaz de
imaginar realidades complejas, modificar su pensamiento, crear ficciones,
resolver problemas lógicos, inventar artefactos, hacer obras artísticas, recordar
su propia vida, pensarse a sí mismo, conmoverse frente a un hecho estético
(Vigotsky, 1931).

Recordar, planteado en esos términos, constituye una capacidad situada


en las altas cumbres de los procesos cognitivos. Su emergencia en el desarrollo

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