Las Tres Versiones de Judas

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Las tres versiones de Judas

Jorge Luis Borges


En el Asia Menor o en Alejandría, en el segundo
siglo de nuestra fe, cuando Basílides publicaba que
el cosmos era una temeraria o malvada
improvisación de ángeles deficientes, Niels
Runeberg hubiera dirigido, con singular pasión
intelectual, uno de los coventículos gnósticos. Dante
le hubiera destinado, tal vez, un sepulcro de fuego;
su nombre aumentaría los catálogos de heresiarcas
menores, entre Satornilo y Carpócrates; algún
fragmento de sus prédicas, exonerado de injurias,
perduraría en el apócrifo Liber adversus omnes
haereses o habría perecido cuando el incendio de
una biblioteca monástica devoró el último ejemplar
del Syntagma. En cambio, Dios le deparó el siglo
veinte y la ciudad universitaria de Lund. Ahí, en
1904, publicó la primera edición de Kristus och
Judas; ahí, en 1909, su libro capital Den hemlige
Frälsaren. (Del último hay versión alemana,
ejecutada en 1912 por Emili Schering; se llama Der
heimliche Heiland.)
Antes de ensayar un examen de los precitados
trabajos, urge repetir que Nils Runeberg, miembro
de la Unión Evangélica Nacional, era hondamente
religioso. En un cenáculo de París o aun en Buenos

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Aires, un literato podría muy bien redescubir las
tesis de Runeberg; esas tesis, propuestas en un
cenáculo, serían ligeros ejercicios inútiles de la
negligencia o de la blasfemia. Para Runeberg,
fueron la clave que descifra un misterio central de la
teología; fueron materia de meditación y análisis, de
controversia histórica y filológica, de soberbia, de
júbilo y de terror. Justificaron y desbarataron su
vida. Quienes recorran este artículo, deben
asimismo considerar que no registra sino las
conclusiones de Runeberg, no su dialéctica y sus
pruebas. Alguien observará que la conclusión
precedió sin duda a las “pruebas”. ¿Quién se
resigna a buscar pruebas de algo no creído por él o
cuya prédica no le importa?
La primera edición de Kristus och Judas lleva este
categórico epígrafe, cuyo sentido, años después,
monstruosamente dilataría el propio Nils
Runeberg: No una cosa, todas las cosas que la
tradición atribuye a Judas Iscariote son falsas (De
Quincey, 1857). Precedido por algún alemán, De
Quincey especuló que Judas entregó a Jesucristo
para forzarlo a declarar su divinidad y a encender
una vasta rebelión contra el yugo de Roma;
Runeberg sugiere una vindicación de índole
metafísica. Hábilmente, empieza por destacar la
superfluidad del acto de Judas. Observa (como
Robertson) que para identificar a un maestro que

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diariamente predicaba en la sinagoga y que obraba
milagros ante concursos de miles de hombres, no
se requiere la traición de un apóstol. Ello, sin
embargo, ocurrió. Suponer un error en la Escritura
es intolerable; no menos tolerable es admitir un
hecho casual en el más precioso acontecimiento de
la historia del mundo. Ergo, la traición de Judas no
fue casual; fue un hecho prefijado que tiene su lugar
misterioso en la economía de la redención.
Prosigue Runeberg: El Verbo, cuando fue hecho
carne, pasó de la ubicuidad al espacio, de la
eternidad a la historia, de la dicha sin límites a la
mutación y a la carne; para corresponder a tal
sacrificio, era necesario que un hombre, en
representación de todos los hombres, hiciera un
sacrificio condigno. Judas Iscariote fue ese hombre.
Judas, único entre los apóstoles, intuyó la secreta
divinidad y el terrible propósito de Jesús. El Verbo
se había rebajado a mortal; Judas, discípulo del
Verbo, podía rebajarse a delator (el peor delito que
la infamia soporta) y ser huésped del fuego que no
se apaga. El orden inferior es un espejo del orden
superior; las formas de la tierra corresponden a las
formas del cielo; las manchas de la piel son un
mapa de las incorruptibles constelaciones; Judas
refleja de algún modo a Jesús. De ahí los treinta
dineros y el beso; de ahí la muerte voluntaria, para

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merecer aun más la Reprobación. Así dilucidó Nils
Runeberg el enigma de Judas.
Los teólogos de todas las confesiones lo refutaron.
Lars Peter Engström lo acusó de ignorar, o de
preterir, la unión hipostática; Axel Borelius, de
renovar la herejía de los docetas, que negaron la
humanidad de Jesús; el acerado obispo de Lund, de
contradecir el tercer versículo del capítulo 22 del
Evangelio de San Lucas.
Estos variados anatemas influyeron en Runeberg,
que parcialmente reescribió el reprobado libro y
modificó su doctrina. Abandonó a sus adversarios el
terreno teológico y propuso oblicuas razones de
orden moral. Admitió que Jesús, «que disponía de
los considerables recursos que la Omnipotencia
puede ofrecer», no necesitaba de un hombre para
redimir a todos los hombres. Rebatió, luego, a
quienes afirman que nada sabemos del inexplicable
traidor; sabemos, dijo, que fue uno de los apóstoles,
uno de los elegidos para anunciar el reino de los
cielos, para sanar enfermos, para limpiar leprosos,
para resucitar muertos y para echar fuera demonios
(Mateo 10: 7-8; Lucas 9: 1). Un varón a quien ha
distinguido así el Redentor merece de nosotros la
mejor interpretación de sus actos. Imputar su
crimen a la codicia (como lo han hecho algunos,
alegando a Juan 12: 6) es resignarse al móvil más

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torpe. Nils Runeberg propone el móvil contrario: un
hiperbólico y hasta ilimitado ascetismo. El asceta,
para mayor gloria de Dios, envilece y mortifica la
carne; Judas hizo lo propio con el espíritu. Renunció
al honor, al bien, a la paz, al reino de los cielos,
como otros, menos heroicamente, al placer1.
Premeditó con lucidez terrible sus culpas. En el
adulterio suelen participar la ternura y la
abnegación; en el homicidio, el coraje; en las
profanaciones y la blasfemia, cierto fulgor satánico.
Judas eligió aquellas culpas no visitadas por
ninguna virtud: el abuso de confianza (Juan 12: 6) y
la delación. Obró con gigantesca humildad, se creyó
indigno de ser bueno. Pablo ha escrito: El que se
gloria, gloríese en el Señor (I Corintios 1: 31); Judas
buscó el Infierno, porque la dicha del Señor le
bastaba. Pensó que la felicidad, como el bien, es un
atributo divino y que no deben usurparlo los
hombres2.
Muchos han descubierto, post factum, que en los
justificables comienzos de Runeberg está su
extravagante fin y que Den hemlige Frälsaren es
una mera perversión o exasperación de Kristus och
Judas. A fines de 1907, Runeberg terminó y revisó
el texto manuscrito; casi dos años transcurrieron sin
que lo entregara a la imprenta. En octubre de 1909,
el libro apareció con un prólogo (tibio hasta lo
enigmático) del hebraísta dinamarqués Erik Erfjord

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y con este pérfido epígrafe: En el mundo estaba y el
mundo fue hecho por él, y el mundo no lo
conoció (Juan 1: 10). El argumento general no es
complejo, si bien la conclusión es monstruosa. Dios,
arguye Nils Runeberg, se rebajó a ser hombre para
la redención del género humano; cabe conjeturar
que fue perfecto el sacrificio obrado por él, no
invalidado o atenuado por omisiones. Limitar lo que
padeció a la agonía de una tarde en la cruz es
blasfematorio3. Afirmar que fue hombre y que fue
incapaz de pecado encierra contradicción; los
atributos de impeccabilitas y de humanitas no son
compatibles. Kemnitz admite que el Redentor pudo
sentir fatiga, frío, turbación, hambre y sed; también
cabe admitir que pudo pecar y perderse. El famoso
texto Brotará como raíz de tierra sedienta; no hay
buen parecer en él, ni hermosura; despreciado y el
último de los hombres; varón de dolores,
experimentado en quebrantos (Isaías 53: 2-3), es
para muchos una previsión del crucificado, en la
hora de su muerte; para algunos (verbigracia, Hans
Lassen Martensen), una refutación de la hermosura
que el consenso vulgar atribuye a Cristo; para
Runeberg, la puntual profecía no de un momento
sino de todo el atroz porvenir, en el tiempo y en la
eternidad, del Verbo hecho carne. Dios totalmente
se hizo hombre hasta la infamia, hombre hasta la
reprobación y el abismo. Para salvarnos, pudo

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elegir cualquiera de los destinos que traman la
perpleja red de la historia; pudo ser Alejandro o
Pitágoras o Rurik o Jesús; eligió un ínfimo destino:
fue Judas.
En vano propusieron esa revelación las librerías de
Estocolmo y de Lund. Los incrédulos la
consideraron, a priori, un insípido y laborioso juego
teológico; los teólogos la desdeñaron. Runeberg
intuyó en esa indiferencia ecuménica una casi
milagrosa confirmación. Dios ordenaba esa
indiferencia; Dios no quería que se propalara en la
tierra Su terrible secreto. Runeberg comprendió que
no era llegada la hora: Sintió que estaban
convergiendo sobre él antiguas maldiciones divinas;
recordó a Elías y a Moisés, que en la montaña se
taparon la cara para no ver a Dios; a Isaías, que se
aterró cuando sus ojos vieron a Aquel cuya gloria
llena la tierra; a Saúl, cuyos ojos quedaron ciegos
en el camino de Damasco; al rabino Simeón ben
Azaí, que vio el Paraíso y murió; al famoso
hechicero Juan de Viterbo, que enloqueció cuando
pudo ver a la Trinidad; a los Midrashim, que
abominan de los impíos que pronuncian el Shem
Hamephorash, el Secreto Nombre de Dios. ¿No era
él, acaso, culpable de ese crimen oscuro? ¿No
sería ésa la blasfemia contra el Espíritu, la que no
será perdonada (Mateo 12: 31)? Valerio Sorano
murió por haber divulgado el oculto nombre de

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Roma; ¿qué infinito castigo sería el suyo, por haber
descubierto y divulgado el horrible nombre de Dios?
Ebrio de insomnio y de vertiginosa dialéctica, Nils
Runeberg erró por las calles de Malmö, rogando a
voces que le fuera deparada la gracia de compartir
con el Redentor el Infierno.
Murió de la rotura de un aneurisma, el primero de
marzo de 1912. Los heresiólogos tal vez lo
recordarán; agregó al concepto del Hijo, que
parecía agotado, las complejidades del mal y del
infortunio.

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