R. Mesonero Romanos, El Romanticismo y Los Románticos
R. Mesonero Romanos, El Romanticismo y Los Románticos
R. Mesonero Romanos, El Romanticismo y Los Románticos
Lope de Vega.
Si fuera posible reducir a un solo eco las voces todas de la actual generación
europea, apenas cabe ponerse en duda que la palabra romanticismo parecería ser
la dominante desde el Tajo al Danubio, desde el mar del Norte al estrecho de
Gibraltar.
Y sin embargo (¡cosa singular!) esta palabra tan favorita, tan cómoda, que así
aplicamos a las personas como a las cosas, a las verdades de la ciencia como a las
ilusiones de la fantasía; esta palabra que todas las plumas adoptan, que todas las
lenguas repiten, todavía carece de una definición exacta que fije distintamente su
verdadero sentido.
«La necedad se pega» ha dicho un autor célebre. No es esto afirmar que lo que
hoy se entiende por romanticismo sea necedad, sino que todas las cosas exageradas
suelen degenerar en necias; y bajo este aspecto la romántico-manía se pega
también. Y no sólo se pega, sino que al revés de otras enfermedades contagiosas
que a medida que se transmiten pierden en grados de intensidad, ésta, por el
contrario, adquiere en la inoculación tal desarrollo, que lo que en su origen pudo
ser sublime, pasa después a ser ridículo; lo que en unos fue un destello del genio,
en otros viene a ser un ramo de locura.
Y he aquí por qué un muchacho que por los años de 1811 vivía en nuestra
corte y su calle de la Reina, y era hijo del general francés Hugo, y se
llamaba Víctor, encontró el romanticismo donde menos podía esperarse, esto es,
en el seminario de nobles; y el picaruelo conoció lo que nosotros no habíamos
sabido apreciar y teníamos enterrado hace dos siglos con Calderón; y luego regresó
a París, extrayendo de entre nosotros esta primera materia, y la confeccionó a la
francesa, y provisto como de costumbre con su patente de invención, abrió su
almacén, y dijo que él era el Mesías de la literatura, que venía a redimirla de la
exclavitud de las reglas; y acudieron ansiosos los noveleros, y la manada de
imitadores (imitatores servum pecus, que dijo Horacio) se esforzaron en
sobrepujarle y dejar atrás su exageración y los poetas transmitieron el nuevo humor
a los novelistas; éstos a los historiadores; éstos a los políticos; éstos a todos los
demás hombres; éstos a todas las mujeres; y luego salió de Francia aquel virus ya
bastardeado, y corrió toda la Europa, y vino en fin a España, y llegó a Madrid (de
donde había salido puro), y de una en otra pluma, de una en otra cabeza, vino a dar
en la cabeza y en la pluma de mi sobrino, de aquel sobrino de que ya en otro tiempo
creo haber hablado a mis lectores; y tal llegó a sus manos que ni el mismo Victor
Hugo lo conociera, ni el Seminario de nobles tampoco.
Habla de Víctor Hugo como pícaro madrileño que abandera ese movimiento y lo llevó
por todo el mundo y lo vuelve a traer a España irreconocible.
Para ello comenzó a revolver cuadros y libros viejos, y a estudiar los trajes del
tiempo de las Cruzadas; y cuando en un códice roñoso y amarillento acertaba a
encontrar un monigote formando alguna letra inicial de capítulo, o rasguñado al
margen por infantil e inexperta mano, daba por bien empleado su desvelo, y luego
poníase a formular en su persona aquel trasunto de la edad media.
Por resultado de estos experimentos llegó muy luego a ser considerado como
la estampa más romántica de todo Madrid, y a servir de modelo a todos los jóvenes
aspirantes a esta nueva, no sé si diga ciencia o arte. Sea dicho en verdad; pero si
yo hubiese mirado el negocio sólo por el lado económico, poco o nada podía
pesarme de ello: porque mi sobrino, procediendo a simplificar su traje, llegó a
alcanzar tal rigor ascético, que un ermitaño daría más que hacer a los Utrillas y
Rougets. Por de pronto eliminó el frac, por considerarlo del tiempo de la
decadencia, y aunque no del todo conforme con la levita, hubo de transigir con
ella, como más análoga a la sensibilidad de la expresión. Luego suprimió el
chaleco, por redundante; luego el cuello de la camisa, por inconexo; luego las
cadenas y relojes; los botones y alfileres, por minuciosos y mecánicos; después los
guantes, por embarazosos; luego las aguas de olor, los cepillos, el barniz de las
botas, y las navajas de afeitar; y otros mil adminículos que los que no alcanzamos
la perfección romántica creemos indispensables y de todo rigor.
Habla de cómo impregna el movimiento en los jóvenes más proclives a dejarse llevar por las
modas nuevas. Habla inclusa de qué aspecto tienen, hace una parodia de cómo se construyen los
personajes románticos.
Ya que vio romantizada su persona, toda su atención se convirtió a romantizar
igualmente sus ideas, su carácter y sus estudios. Por de pronto me declaró
rotundamente su resolución contraria a seguir ninguna de las carreras que le
propuse, asegurándome que encontraba en su corazón algo volcánico y sublime,
incompatible con la exactitud matemática, o con las fórmulas del foro; y después
de largas disertaciones vine a sacar en consecuencia que la carrera que le parecía
más análoga a sus circunstancias era la carrera de poeta, que según él es la que
guía derechita al templo de la inmortalidad. Características del genio poético romántico con su
tendencia a sublimarlo todo.
En busca de sublimes inspiraciones, y con el objeto sin duda de formar su
carácter tétrico y sepulcral, recorrió día y noche los cementerios y escuelas
anatómicas; trabó amistosa relación con los enterradores y fisiólogos; aprendió el
lenguaje de los búhos y de las lechuzas; encaramóse a las peñas escarpadas, y se
perdió en la espesura de los bosques; interrogó a las ruinas de los monasterios y de
las ventas (que él tomaba por góticos castillos); examinó la ponzoñosa virtud de
las plantas, e hizo experiencia en algunos animales del filo de su cuchilla, y de los
convulsos movimientos de la muerte. Trocó los libros que yo le recomendaba, los
Cervantes, los Solís, los Quevedos, los Saavedras, los Moretos, Meléndez y
Moratines, por los Hugos y Dumas, los Balzacs, los Sands y Souliés; rebutió su
mollera de todas las encantadoras fantasías de Lord Byron, y de los tétricos cuadros
de d'Arlincourt; no se le escapó uno solo de los abortos teatrales de Ducange, ni de
los fantásticos ensueños de Hoffman; y en los ratos en que menos propenso estaba
a la melancolía, entreteníase en estudiar la Craneoscopia del doctor Gall, o las
Meditaciones de Volney.
¡Válgame Dios! ¡con qué placer haría a mis lectores el mayor de los regalos
posibles, dándoles in integrum esta composición sublime, práctica explicación del
sistema romántico, en que según la medicina homeopática, que consiste en curar
las enfermedades con sus semejantes, se intenta a fuerza de crímenes corregir el
crimen mismo! Mas ni la suerte ni mi sobrino me han hecho poseedor de aquel
tesoro, y únicamente la memoria, depositaria infiel de secretos, ha conservado en
mi imaginación el título y personajes del drama. Helos aquí.
¡¡ELLA!!!... Y ¡¡ÉL!!!...
DRAMA ROMÁNTICO NATURAL,
emblemático-sublime, anónimo, sinónimo, tétrico y espasmódico,
ORIGINAL, EN DIFERENTES PROSAS Y VERSOS
EN SEIS ACTOS Y CATORCE CUADROS.
Por...
(Aquí había una nota que decía: Cuando el público pida el nombre del autor);
y seguía más abajo.
Siglos IV y V. -La escena pasa en Europa y dura cien años.
INTERLOCUTORES.
Los títulos de las jornadas (porque cada una llevaba el suyo a manera de
código) eran, si mal no me acuerdo, los siguientes: 1.ª Un crimen. -2.ª El veneno. -
3.ª Ya es tarde. -4.ª El panteón. -5.ª ¡Ella! -6.ª ¡Él!, y las decoraciones eran las seis
obligadas en todos los dramas románticos, a saber: Salón de baile; Bosque; La
Capilla; Un subterráneo; La alcoba, y El cementerio.
Pues cierto que son buenos adminículos para llenar una carta de dote... no, si
no échelos usted en el puchero y verá qué caldo sale... Y no es esto lo peor,
continuaba el buen hombre, sino que la muchacha se ha vuelto tan loca como él, y
ya habla de féretros y letanías, y dice que está deshojada, y que es un tronco
carcomido, con otras mil barbaridades que no sé cómo no la mato... y a lo mejor
nos asusta por las noches despertando despavorida y corriendo por toda la casa,
diciendo que la persigue la sombra de yo no sé qué Astolfo o Ingolfo el
exterminador; y nos llama tiranos a su madre y a mí; y dice que tiene guardado un
veneno, no sé bien si para ella o para nosotros; y entre tanto las camisas no se cosen
y la casa no se barre y los libros malditos me consumen todo el caudal.
-El malditu sea él y la bruja que lo parió...¡ingratu! después que todas las
mañanas le entru el chucolate a la cama, y que por él he despreciadu al aguador
Toribiu y a Benitu el escaroleru del portal...
-Vaya, vaya, señoritu, esto ya pasa de chanza; o usted está locu, o yo soy una
bestia... Váyase con mil demonius al cementeriu u a su cuartu, antes que empiece
a ladrar para que venga el amu y le ate.
Por fortuna hizo asomar la risa a los labios de los mismos censurados, y en
gracia de ella, y en prenda también de su buena amistad, lo perdonaron sin duda
aquella festiva y bien intencionada fraterna. -Hubo, sin embargo, algunos pérfidos
instigadores de mala ley, que achacando al autor intenciones gratuitas de retratar
en sus líneas a algunos de nuestros más peregrinos ingenios, procuraron
indisponerle con ellos y hacerles tomar, por aplicaciones a su persona, los rasgos
generales con que aparecía presentado al público el tipo del poeta romántico;
pero el grande y verdadero talento de aquéllos les hizo conocer no sólo la
inexactitud de tal supuesto, sino la buena intención del autor y la rectitud de su
juicio literario. Algo cree haber contribuido a fijar la opinión hacia un término
justo entre ambas exageraciones clásicas y románticas: por lo menos coincidió su
sátira con el apogeo de la última de éstas, y desde entonces fue retrocediendo
sensiblemente hasta un punto racional y admirable para todos los hombres de
conciencia y de estudio. Además dio la señal de otros ataques semejantes en el
teatro y en la prensa, que minando sucesivamente aquel ridículo de bandería,
acabó por hacerle desaparecer y que fructificasen en el verdadero terreno de la
razón y del estudio, talentos privilegiados que han llegado a adquirir en nuestro
parnaso una inmortal corona.
Madrid a la luna
I
Pablo de Céspedes.
Madrid es para mí un libro inmenso, un teatro animado, en que cada día
encuentro nuevas páginas que leer, nuevas y curiosas escenas que observar.
Algunos años van trascurridos desde que cansado de estudiar mentalmente en
dicho libro, cedí a la fuerte tentación de leerlo en alta voz, quiero decir, de
comunicar al público mis menguadas observaciones; y sin embargo, todavía no
encuentro agotada la materia, antes bien los límites del campo que me tracé, cada
día se retiran a mi vista, en términos que primero que el espacio entiendo que han
de faltarme las fuerzas para recorrerlo.
Pero hasta el día (lo confieso con rubor) no había parado la imaginación en
uno de los más interesantes espectáculos, y estaba muy lejos de sospechar que en
aquella misma hora en que apagando mi linterna y cerrando el ventanillo, me
entregaba tranquilamente a ordenar en mi memoria cualquiera de las escenas
anteriores, la naturaleza próvida e infatigable me brindaba con una de las más
interesantes y magníficas, esto es, Madrid iluminado por la luna.
y dirigir sus fatídicos agüeros al pueblo incauto que se agitaba a sus pies, y
que probablemente seguiría tranquilo su camino sin escucharlas ni entenderlas.
Cualquiera de estos dos extremos prestaría sin duda interés a mi discurso, y
convertiría hacia él la atención de mis oyentes; pero así creo en las visiones
fantásticas como en las deidades de la mitología, y eso me dan las metamorfosis
de Ovidio como los monstruos de Victor Hugo; porque en la luna sólo tengo la
desgracia de ver la luna, y en las torres las torres, y en el pueblo de Madrid una
reunión de hombres y de calles y de casas que se llaman la muy noble, muy leal,
muy heroica, imperial y coronada villa y corte de Madrid.
II
La media noche
Hacía ya larga media hora que todos los relojes de la capital sonaban
sucesivamente las once de la noche. Los hermosos reverberos (una de las señales
más positivas del progreso de las luces en estos últimos tiempos) iban negando sus
reflejos y cediendo al nocturno fanal la alta misión de iluminar el horizonte; por
manera que el primer rayo de la luna servía de señal al último destello del último
farol; combinación ingeniosamente dispuesta, que honra sobremanera a los
conocimientos astronómicos del director del alumbrado. Los encargados
subalternos de esta artificial iluminación, recogían ya sus escalas y antorchas
propagadoras; las tiendas y cafés, entornando sus puertas, despedían políticamente
a sus eternos abonados; y los criados de las casas, cerrando también sus entradas,
dirigían una tácita reconvención a los vecinos perezosos o distraídos. Veíase a
algunos de éstos llegar apresurados a ganar su mansión antes que la implacable
mano del gallego se interpusiese entre ellos y la cena; y llegando a la puerta y
encontrándola ya cerrada, daban los golpes convenidos, y el gallego no parecía; y
volvían a llamar una vez y otras, y se desesperaban grotescamente, hasta que se
oía acercar un ruido compaseado, semejante a los golpes de un batán o a las
descargas lejanas de artillería; y eran los férreos pies del gallego que bajaba, y
medio dormido aún, no acertaba la cerradura, y apagaba la luz, y se entablaba entre
amo y mozo un diálogo interesante y entre puertas, hasta que en fin, abiertas éstas,
iba desapareciendo en espiral el rumor de los que subían por la escalera.
III
El sereno
Durante su monótono paseo, ora reconoce una puerta que los vecinos dejaron
mal cerrada, y les llama para advertirles del peligro; ora sosiega una quimera de
gentes de mal vivir, rezagadas a la puerta de una taberna; ya impide con su
oportuna llegada la atrevida tentativa de un ratero, y salva y acompaña hasta su
casa al miserable transeúnte a quien asaltó; ya presta su formidable apoyo al bastón
de la autoridad para descubrir un garito o proceder a una importante captura.
Noblemente desinteresado en medio de tan variadas escenas, deja gozar de su
reposo al descuidado vecino, sin exigirle siquiera el reconocimiento por el peligro
de que le ha libertado, por el servicio que acaba de prestarle sin su noticia; y cuando
todavía en su austero semblante se notan las señales del combate que acaba de
sostener, o de la tempestuosa escena que acaba de presenciar, alza sus ojos al cielo,
mira la luna, muda, quieta, impasible, como su imaginación; presta el atento oído
al reloj que da la hora, y rompe el viento con su voz, exclamando tranquila y
reposadamente: ¡La una menos cuarto! y... sereno.
IV
Paseo nocturno
Ya hacía un buen ratillo que andábamos, sin ocurrirnos cosa que de contar sea,
cuando al pasar por bajo de unos balcones de una casa principal, hirió dulcemente
nuestros oídos una grata armonía de instrumentos. Alzamos involuntariamente la
vista, y al resplandor de la suntuosa iluminación que despedían las ventanas, vimos
dibujarse en la pared de enfrente los fantásticos movimientos de mil figuras
elegantes que acompañaban los acordes de la orquesta, encontrándose y
separándose a compás. Varios grupos estacionarios e inamovibles, ocupando los
balcones, formaban entretenidos episodios en este cuadro interesante y animado,
y veíanse circular por la sala multitud de familiares con sendas bandejas,
distribuyendo refrescos y confitura; escuchábase el confuso murmullo de mil
diálogos interesantes, y sentíase el aroma de cien químicas preparaciones; y todo
era risas y algazara, y movimiento y vida, y dulzuras y placer.
Los criados corren presurosos a avisar al amo del grave peligro que amenaza;
éste horrorizado baja la escalera vestido de rigurosa etiqueta, con zapato de charol
y guante blanco; busca y encuentra al director de aquella escena; le suplica que
dilate hasta el siguiente día su operación; otras veces le amenaza, le insulta, y...
todo en vano; el grave funcionario responde que no está en su mano complacerle,
y que tiene que obedecer al mandato de sus jefes. Este diálogo animado se
estereotipa en la imaginación de todos los concurrentes; las damas acuden a buscar
sus schales y sombreros, los galanes toman capas y sortous; los lacayos corren a
hacer arrimar los coches; el amo patea, y grita, y ruega a todos que no se vayan,
que todo se compondrá; nadie le cree, y los salones van quedando desiertos; los
músicos envuelven en las bayetas sus instrumentos; y toda la concurrencia, en fin,
gana por asalto la calle, procurando evitar los ominosos preparativos, cerrando
herméticamente sus narices, y corriendo precipitados a buscar otra atmósfera no
tan mefítica y angustiosa.
Nuestro auxilio no fue del todo inútil en tan crítica situación, antes bien
pudimos servir, y servimos con efecto, a reunir las discordes parejas que por efecto
de la distracción y aturdimiento, propios de semejante catástrofe, tomaban un
coche por otro, o emprendían un camino diametralmente opuesto al que llevaba la
familia.
Uno de estos grupos episódicos reclamó mi auxilio para disipar sin duda con
mi presencia cualquier sospecha que pudiera infundir a un marido, por poco celoso
que fuese, el verlos llegar tan solos y a tales horas. Comprendí, pues, toda la
importancia de mi papel, que era nada menos que representar a la sociedad,
defendiendo los derechos del ausente, y en su consecuencia traté de llenar mi deber
en términos, que sospecho que el galán más de una vez me dio a todos los diablos,
y hubiera querido no haber tropezado con mi inevitable farol.
No habíamos andado largo trecho, luego que nos quedamos solos, cuando al
volver la esquina de una callejuela hirieron simultáneamente nuestros oídos varias
voces acongojadas que gritaban ¡favor! ¡ladrones, ladrones! -Redoblamos
nuestros pasos; Alfonso suena su pito, y muy luego por todas las bocacalles vemos
relumbrar sucesivamente los faroles de sus compañeros que acuden a la señal.
Corre la voz de que hay peligro; ocúpanse los desfiladeros, y de allí a un instante
se siente una carrera precipitada de uno que escapaba gritando: «A ése, a ése; al
ladrón, al ladrón.» -Los guardas de la noche no se dejan engañar por este ardid,
antes bien enfilan sus lanzones, dirigiéndolos hacia el que corre; éste, viendo
ocupadas todas las salidas, intenta volver atrás; pero ya no es tiempo; el círculo de
los serenos se estrecha, y se encuentra el malhechor en medio de ellos sufriendo
su terrible interrogatorio, y los más terribles reflejos de los faroles, asestados a su
semblante, y a cuyo resplandor se revela en él la turbación del crimen, que en vano
intenta disimular. Cuadro interesante y animado, no indigno por cierto del pincel
de nuestros célebres artistas.
Allí mismo se improvisó una cuerda, y ligado convenientemente fue
encargado a dos de los aprehensores para conducirle al cuerpo de guardia, en tanto
que los demás corrían a prestar su auxilio a los vecinos de la casa asaltada; éstos
juraban y sostenían que algún otro malvado se había escurrido hacia los tejados: y
así era la verdad, y que sin duda lo hubiera conseguido, gracias a la ligereza de sus
piernas, en contraposición a la gravedad de las de los perseguidores, a no haber
asomado en aquel mismo momento la ronda del barrio con sus respectivos
alguaciles de presa, los cuales, destacados que fueron al ojeo, regresaron muy
luego de las alturas trayendo muy bien acondicionado al fugitivo.
En este mismo instante empezaba a nuestra espalda otra escena, que a juzgar
por la cobertura, no podía menos de ser brillante y divertida. Una escogida orquesta
de cencerros y esquilones, almireces y regaderas, obligada de periódicos bemoles
producidos por aquel instrumento grosero, hasta en el nombre, formaba un
estrépito original y extravagante que contrastaba singularmente con el silencio
anterior. Semejante modo de hablar simbólico tiene esto de bueno, que expresa
rápidamente, y no da lugar a dudas o interpretaciones. Así que luego que oímos el
sonido del cencerro, no dudamos que aquello podía ser una cencerrada, y al
escuchar los fúnebres acordes de la Lira de Medellín, luego nos figuramos que se
trataba de boda o cosa tal.
«Gracias, amigo» -dijo a este tiempo una aguardentosa voz, escapada de una
como cabeza que asomó envuelta en un gorro como verde por el ventanillo de la
tienda. Y tras esto una mano amiga pasó por el mismo conducto un vaso de
Cariñena que hizo regocijar al buen Alfonso, el defensor del orden público y de
los derechos conyugales.
Alfonso a este tiempo hizo alto delante de una modesta habitación, y con
mayor alegría que en el resto de la noche exclamó: ¡Las cinco en punto! y...
«Ya bajo» -le contestó desde la buhardilla una voz que supuse desde luego ser
la de su cara mitad.
Addison
Parece, sin embargo, lo más acertado el creer que este es un círculo sempiterno
en que quedan absolutamente confundidos el principio y el fin, pues si vemos
muchos casos en que el legislador se limitó a formular las costumbres y las
inclinaciones de los pueblos, también hay otros en que éstos se vieron prevenidos
por la atrevida mano de aquél.
Todas estas y otras muchas verdades se ven materializadas, por decirlo así, en
cada país, en cada ciudad, en cada casa. Mas cuenta, que no a todos es dado el
apreciar distintamente el espectáculo que delante se les presenta; no todos saben
adivinar sus causas, medir sus efectos, calcular sus consecuencias; el libro de la
vida todos lo escriben, muy pocos son los que aciertan a leer en él; y allí donde por
lo regular acaba el horizonte del vulgo, suele empezar el del filósofo observador.
II
La madre
León de Arroyal.
No bien cumplió doce años, y antes que la razón viniese como suele a perturbar
la tranquilidad de su espíritu, fue colocada en un convento, donde aprendió a
trabajar mil primorosas fruslerías, y a pedir a Dios, en una lengua que no entendía,
perdón de unos pecados que no conocía tampoco.
El amor paterno, velando por su porvenir en tanto que ella dormía y crecía en
el seno de la inocencia, negociaba con eficacia un ventajoso matrimonio para
cuando llegase el momento de salir al mundo; y así que hubo llegado a los diez y
ocho años de su edad, fue vuelta a la casa paterna, y desposada de allí a pocos
meses con un hombre a quien ella apenas conocía, pero que tenía la ventaja de
colocarla en una brillante posición, y añadir a sus apellidos siete u ocho apellidos
más.
Ya se deja conocer, y todas mis lectoras convendrán en ello, que sistema tan
descortés supone, como si dijéramos, una sociedad incivilizada, una ilustración en
mantillas; y todas las jóvenes darán en el interior de su corazón mil gracias al cielo
por haberlas hecho nacer en un siglo más filosófico y conciliador. Pero esto no es
del caso, ni ahora la ocasión del obligado encomio del siglo en que vivimos; todo
ello podrá tener su lugar más adelante; por ahora habremos de reposar la
imaginación en los últimos años del que pasó.
Nuestra bella mal maridada llevó con paciencia el primer año de aquel tiránico
amor: en este punto hay que alabarla la constancia, que en el día podría hacerla
pasar por una Penélope; pero al fin, el primer año pasó, y vino el segundo; y
entonces observó que su marido siempre era el mismo; un señor por otro lado muy
formal y muy buen cristiano, pero sin espada ni redecilla, ni botones de acero, ni
mucho sebo en el peluquín; que entonces las mujeres se enamoraban de las pelucas,
como ahora se enamoran de las barbas.
Observó que a su edad (que tenía ya treinta cumplidos) todavía no sabía bailar
el bolero, ni cantar la Tirana, ni había podido tomar partido entre Costillares y
Romero, ni sabía qué cosa era el arrojar confites a Manolito García; cosas todas
muy puestas en razón, y que para servirme de una expresión galo-moderna, hacían
furor por aquellos tiempos de gracia. Advirtió que su casa era siempre su casa, y
las ventanas siempre con celosías, y el perro siempre acostado a la entrada, y el
Rodrigón siempre en acecho a la salida, y los muebles siempre silenciosos, y los
libros siempre Santa Teresa y Fray Luis, y las estampas siempre el Hijo Pródigo y
las Bodas de Caná.
Por algunas expresiones sueltas de algunas amigas (que nunca faltan amigas
para venir a enredar las casas) llegó a adivinar que extramuros de la suya había
alguna otra cosa que no era ni su marido, ni sus pájaros, ni sus celosías, ni sus
tiestos, ni sus lignum crucis, ni sus San Juanitos de cera. Supo que había teatros, y
toros, y meriendas, y Prado, y abates, y devaneos; y como la privación es salsa del
apetito, rabió por los abates y por las meriendas, y por el Prado y por los toros, y
por la comedia y por los devaneos.
Pero a todos estos extraños deseos hacía frente la faz austera del esposo, que
rayando en una edad madura, y práctico conocedor de los peligros mundanos, se
consideraba en el deber de apartar de ellos con vigilante constancia a su joven
compañera, sin que ésta por su parte se lo agradeciese, como que sólo veía en ello
un exceso de egoísmo, y una implacable manía de ejercer con ella su conyugal
autoridad.
Las mujeres en general suelen tener dos épocas de agitación y de ruido: una
cuando en la primavera de la edad recogen los obsequios que la sociedad las dirige,
y otra cuando vuelven a recibirlos en la persona de sus hijas. La mamá de que
vamos hablando, por las razones que quedan dichas, no había tenido ocasión de
disfrutar de aquella primera época; pero nada la impedía aprovecharse de la
segunda. Y como es una observación generalmente constante que el que ha sido
viejo cuando joven, suele querer ser joven cuando llega a viejo, déjase conocer la
buena voluntad con que aprovecharía la ocasión de rendir al mundo el tributo que
tan sin su voluntad le había negado un tiempo.
Escudada con el pretexto de la hija (que suele ser en madres verdes el salvo-
conducto de su ridícula disipación), halagada por la fortuna con una brillante
posición social, dueña absolutamente de su persona y de sus bienes, y todavía no
maltratada por el medio siglo que disimulaba su espejo, trató de indemnizarse de
las privaciones pasadas por las delicias presentes. Abrió su casa a la sociedad, y se
relacionó con las más elegantes de la corte; dio bailes y conciertos, visitó teatros,
dispuso giras de campo y lucidas cabalgatas; observó hasta la extravagancia los
más extraños preceptos de la moda; y como ésta lo autorizaba y su posición lo
permitía también, supo fijar al dorado carro de su triunfo, y disputar a su propia
hija mil adoradores, que suspiraban por los bellos ojos de su bolsillo, y que
ofuscados por su esplendor, sabían disimular sus postizos adornos, su incansable
e insulsa locuacidad, su dominante altivez y sus voluntarios caprichos.
El tiempo, sin embargo, iba imprimiendo su huella cada día más hondamente
en aquella agitada persona; pero ella, tenazmente sorda a sus avisos, disputaba paso
a paso al viejo alado la victoria, en términos que a creerla, tenía el singular
privilegio de caminar hacia su origen, porque si un año confesaba cuarenta, al otro
no tenía más que treinta y cinco, y al siguiente treinta y dos, hasta que se plantó en
veinte y nueve, y ya no hubo forma de hacerla adelantar más.
...¿Quién hay
que cuente los embelecos,
los rizos, guedejas, moños
que están diciendo: Memento,
calva, que ayer fuiste raso,
aunque hoy eres terciopelo?
Ella, en fin, era un códice antiguo, cuidadosamente encuadernado en
magnífica cubierta; un cuadro del Ticiano restaurado por manos profanas; casco
viejo y carenado, como aquel en que el inmortal Teseo marchó a libertar a los
atenienses del tributo de Minos, del cual se cuenta que fue conservado por éstos
en señal de veneración, reponiendo continuamente las piezas que se rompían, en
términos que después de nueve siglos, siempre era el mismo, aunque había
desaparecido del todo.
III
LA HIJA
Jovellanos.
Dicho se está lo importante a par que difícil del acierto en la educación de una
mujer. Hemos visto en el ejemplo anterior las consecuencias de la excesiva
suspicacia paterna y de la opresión conyugal; pero antes de decidirnos por el
opuesto término, bueno será fijar la vista en sus naturales inconvenientes. Y las
siguientes líneas van a ofrecernos una prueba más de que así es de temer en la
mujer el extremado rigor y la absoluta ignorancia, como la falsa ilustración y una
completa libertad.
Era éste, a decir verdad, lo que se llama en el mundo una conquista brillante,
muy a propósito para lisonjear el amor propio de Margarita. Joven, buen mozo,
alegre, disipador, sombra fatal de todos los maridos, grata ilusión de todas las
mujeres, cierto que ni por su escasa fortuna, ni por sus ningunos estudios, ni por
su carácter inconstante y altivo, parecía llamado a conquistar entre los demás
hombres una elevada posición social, y que hubiera representado un papel nada
airoso en un tribunal o en una academia; pero en cambio ¿quién podía disputarle
la ventaja en un estrado de damas, siendo el objeto de su admiración, o cabalgando
a la portezuela de un coche sobre un soberbio alazán? Estas circunstancias unidas
a su buen decir, sus estudiados transportes, y su tierna solicitud, fueron más que
suficientes para dominar un corazón infantil, y alejar de él toda idea de calculada
reflexión.
Pudo, en fin, Margarita ostentar sujeto al carro de su triunfo aquel bello adalid,
objeto de la envidia de sus celosas compañeras; pudo al fin pasear el Prado colgada
de su brazo, llamarse con su apellido, y darle de paso a conocer a él mismo la
superioridad a que le había elevado, y el respeto y el amor que le exigía en justa
retribución.
Las primeras semanas no tuvo, por cierto, motivo alguno de queja de parte de
su esposo, antes bien calculando por ellas, no podía menos de prometerse una
existencia de contentos y de paz. Siguiendo en un todo las máximas de la moda,
ella era la que recibía las visitas, ella la que ofrecía la casa, ella la que reñía a los
criados, ella la que disponía los bailes, ella la que presentaba al esposo a la
concurrencia, ella, en fin, la que dominaba en aquella voluntad en otro tiempo tan
altiva.
-«No digas más», prorrumpió agitada Margarita, «no digas más»; y la voz de
la naturaleza se ahogó en su pecho, y el eco de la moda resonó en los más
recónditos secretos de su corazón.
La mujer en opinión
mucho más pierde que gana
pues son como la campana,
que se estiman por el son.
IV
LOS NIETOS
Margarita tenía, como queda dicho, un corazón excelente, amaba a su marido
y a sus hijos, y más de una vez hubiera deseado disfrutar con ellos de aquella paz
doméstica, única verdadera en este mundo engañador; pero el ejemplo de su esposo
por un lado, la adulación por otro, triunfaban casi siempre de aquellos
sentimientos, y a pesar suyo veíase arrastrada en un torbellino de difícil salida.
Para conservar lo que ella llamaba su independencia, y que más pudiéramos
apellidar vasallaje de la moda, había apartado de su lado a los dos únicos niños que
le quedaban, Arturo y Carolina, colocándoles en elegantes colegios, donde
pudiesen aprender lo que ahora se enseña. De esta manera se privó voluntariamente
de los puros placeres de la maternidad, y sus propios hijos, cuando por acaso solían
verla, la miraban con la extrañeza y cumplido que era consiguiente.
No paró aquí su desconsuelo; el esposo, que hasta allí había dado libre rienda
a sus caprichos sin fijarse en ninguno, llegó a apasionarse verdaderamente de otra
mujer, y a hacer sentir a la propia toda la inconveniencia de su existir. Margarita,
por el extremo contrario, o sea que la edad fuese desenvolviendo en ella sus
inclinaciones racionales, o fuese el sentimiento natural de verse suplantada por
otro amor, vio renovarse en su corazón el que le inspiraba su esposo. Éste por su
parte, para librarse de sus importunidades, la echó en cara su disipación y ligereza
anterior, el abandono de sus hijos, las injurias que la edad y la tristeza imprimieran
en su semblante, y en fin, no pudiéndose resignar a esta continua reconvención,
huyó del lado de su esposa, dejándola abandonada a su desesperación y a sus
remordimientos.
Quedóla, pues, por único consuelo el cariño de sus hijos; pero éstos apenas la
conocían ni la debían nada, y por consecuencia no la tenían amor. Por otro lado,
educados con aquella independencia y descuido, era ya difícil variar sus primeras
inclinaciones, darles a conocer sus más sólidas ideas.
Carolina era una niña prematura, apasionada y tierna por extremo, que lloraba
sin saber por qué, y se miraba al espejo, y dormía los ojos, y hablaba con él, y
chillaba al ver un ratón, y aplaudía en los dramas la escena del veneno, y se
enamoraba de las estampas de los libros, y se ponía colorada cuando la hablaban
de muñecas y bordados, y cantaba con expresión el tenero ogetto y el morir per te.
Margarita vio entonces de lleno todo el horror de su situación, y tembló por
ella misma y por sus hijos. Vio en Arturo una fiel continuación de la imprudencia
de su esposo; vio en Carolina un espejo fiel de su propia imprudencia; se vio ella
misma víctima del ejemplo de su madre, modelo que dejaba a sus hijos; y no
pudiendo resistir a esta terrible idea, sucumbió de allí a poco, dejándolos
abandonados en el mar proceloso de la vida.
La sociedad, empero, recogió su herencia, la inspiró sus ideas, la comunicó
sus ilusiones, y como había modelado a la abuela y a la madre, modeló también a
los nietos, y éstos servirán de fiel continuación de aquel drama, y no hay que
dudarlo, lo que fue antes, y lo que es ahora, eso mismo será después.
(Diciembre de 1837.)