R. Mesonero Romanos, El Romanticismo y Los Románticos

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El Romanticismo y los románticos

Señales son del juicio


ver que todos lo perdemos,
unos por carta de más
y otros por carta de menos.

Lope de Vega.

Si fuera posible reducir a un solo eco las voces todas de la actual generación
europea, apenas cabe ponerse en duda que la palabra romanticismo parecería ser
la dominante desde el Tajo al Danubio, desde el mar del Norte al estrecho de
Gibraltar.

Y sin embargo (¡cosa singular!) esta palabra tan favorita, tan cómoda, que así
aplicamos a las personas como a las cosas, a las verdades de la ciencia como a las
ilusiones de la fantasía; esta palabra que todas las plumas adoptan, que todas las
lenguas repiten, todavía carece de una definición exacta que fije distintamente su
verdadero sentido.

¡Cuántos discursos, cuántas controversias han prodigado los sabios para


resolver acertadamente esta cuestión! y en ellos ¡qué contradicción de opiniones!
¡qué extravagancia singular de sistemas!... -«¿Qué cosa es romanticismo?...» -(les
ha preguntado el público;) y los sabios le han contestado cada cual a su manera.
Unos le han dicho que era todo lo ideal y romanesco; otros por el contrario, que no
podía ser sino lo escrupulosamente histórico; cuáles han creído ver en él a la
naturaleza en toda su verdad; cuáles a la imaginación en toda su mentira; algunos
han asegurado que sólo era propio a describir la edad media; otros lo han hallado
aplicable también a la moderna; aquéllos lo han querido hermanar con la religión
y con la moral; éstos lo han echado a reñir con ambas; hay quien pretende dictarle
reglas; hay por último, quien sostiene que su condición es la de no guardar ninguna.

Dueña, en fin, la actual generación de este pretendido descubrimiento, de este


mágico talismán, indefinible, fantástico, todos los objetos le han parecido propios
para ser mirados al través de aquel prisma seductor; y no contenta con subyugar a
él la literatura y las bellas artes, que por su carácter vago permiten más libertad a
la fantasía, ha adelantado su aplicación a los preceptos de la moral, a las verdades
de la historia, a la severidad de las ciencias, no faltando quien pretende formular
bajo esta nueva enseña todas las extravagancias morales y políticas, científicas y
literarias.
Sobre el romanticismo Mesonero nos dice antes de hablar de su sobrino que hay una
terrible confusión sobre qué es el romanticismo y lo que es ser romántico. Va hilando todas
las claves estéticas del romanticismos diciendo que no están bien entendidas y son
contradictorias. Nos da las pautas estéticas que están impregnando en la literatura española.
La literatura salta a otras esferas como lo político, lo social, etc. El epicentro del centro es la
denuncia de la exageración de movimiento romántico que, para él, no funciona.

El escritor osado, que acusa a la sociedad de corrompida, al mismo tiempo que


contribuye a corromperla más con la inmoralidad de sus escritos; el político, que
exagera todos los sistemas, todos los desfigura y contradice, y pretende reunir en
su doctrina el feudalismo y la república; el historiador, que poetiza la historia; el
poeta que finge una sociedad fantástica y se queja de ella porque no reconoce su
retrato; el artista, que pretende pintar a la naturaleza aún más hermosa que en su
original, todas estas manías que en cualesquiera épocas han debido existir y sin
duda en siglos anteriores habrán podido pasar por extravíos de la razón o
debilidades de la humana especie, el siglo actual, más adelantado y perspicuo, las
ha calificado de romanticismo puro.
Aparece la denuncia a modo humorístico

«La necedad se pega» ha dicho un autor célebre. No es esto afirmar que lo que
hoy se entiende por romanticismo sea necedad, sino que todas las cosas exageradas
suelen degenerar en necias; y bajo este aspecto la romántico-manía se pega
también. Y no sólo se pega, sino que al revés de otras enfermedades contagiosas
que a medida que se transmiten pierden en grados de intensidad, ésta, por el
contrario, adquiere en la inoculación tal desarrollo, que lo que en su origen pudo
ser sublime, pasa después a ser ridículo; lo que en unos fue un destello del genio,
en otros viene a ser un ramo de locura.

Y he aquí por qué un muchacho que por los años de 1811 vivía en nuestra
corte y su calle de la Reina, y era hijo del general francés Hugo, y se
llamaba Víctor, encontró el romanticismo donde menos podía esperarse, esto es,
en el seminario de nobles; y el picaruelo conoció lo que nosotros no habíamos
sabido apreciar y teníamos enterrado hace dos siglos con Calderón; y luego regresó
a París, extrayendo de entre nosotros esta primera materia, y la confeccionó a la
francesa, y provisto como de costumbre con su patente de invención, abrió su
almacén, y dijo que él era el Mesías de la literatura, que venía a redimirla de la
exclavitud de las reglas; y acudieron ansiosos los noveleros, y la manada de
imitadores (imitatores servum pecus, que dijo Horacio) se esforzaron en
sobrepujarle y dejar atrás su exageración y los poetas transmitieron el nuevo humor
a los novelistas; éstos a los historiadores; éstos a los políticos; éstos a todos los
demás hombres; éstos a todas las mujeres; y luego salió de Francia aquel virus ya
bastardeado, y corrió toda la Europa, y vino en fin a España, y llegó a Madrid (de
donde había salido puro), y de una en otra pluma, de una en otra cabeza, vino a dar
en la cabeza y en la pluma de mi sobrino, de aquel sobrino de que ya en otro tiempo
creo haber hablado a mis lectores; y tal llegó a sus manos que ni el mismo Victor
Hugo lo conociera, ni el Seminario de nobles tampoco.

La primera aplicación que mi sobrino creyó deber hacer de adquisición tan


importante, fue a su propia física persona, esmerándose en poetizarla por medio
del romanticismo aplicado al tocador. En España, todo movimiento que viene de fuera se vuelve
una imitación.
Porque (decía él) la fachada de un romántico debe ser gótica, ojiva, piramidal
y emblemática. Habla de Víctor Hugo y la escuela francesa, ya que el romanticismo llega a España por
Víctor Hugo o Alejandro Dumas.

Habla de Víctor Hugo como pícaro madrileño que abandera ese movimiento y lo llevó
por todo el mundo y lo vuelve a traer a España irreconocible.

El romanticismo es una evolución de gente ociosa, de gente que puede permitírselo, de


clases altas, denuncia reiterada en varios autores.
Asimilación del romanticismo con el teatro barroco español. La disputa entre lo clásico y lo
moderno es recurrente e insistente en todos los escritores con la cuestión del eclecticismo y la
pervivencia del neoclasicismo en España y todos se posicionan.

Para ello comenzó a revolver cuadros y libros viejos, y a estudiar los trajes del
tiempo de las Cruzadas; y cuando en un códice roñoso y amarillento acertaba a
encontrar un monigote formando alguna letra inicial de capítulo, o rasguñado al
margen por infantil e inexperta mano, daba por bien empleado su desvelo, y luego
poníase a formular en su persona aquel trasunto de la edad media.

Por resultado de estos experimentos llegó muy luego a ser considerado como
la estampa más romántica de todo Madrid, y a servir de modelo a todos los jóvenes
aspirantes a esta nueva, no sé si diga ciencia o arte. Sea dicho en verdad; pero si
yo hubiese mirado el negocio sólo por el lado económico, poco o nada podía
pesarme de ello: porque mi sobrino, procediendo a simplificar su traje, llegó a
alcanzar tal rigor ascético, que un ermitaño daría más que hacer a los Utrillas y
Rougets. Por de pronto eliminó el frac, por considerarlo del tiempo de la
decadencia, y aunque no del todo conforme con la levita, hubo de transigir con
ella, como más análoga a la sensibilidad de la expresión. Luego suprimió el
chaleco, por redundante; luego el cuello de la camisa, por inconexo; luego las
cadenas y relojes; los botones y alfileres, por minuciosos y mecánicos; después los
guantes, por embarazosos; luego las aguas de olor, los cepillos, el barniz de las
botas, y las navajas de afeitar; y otros mil adminículos que los que no alcanzamos
la perfección romántica creemos indispensables y de todo rigor.

Quedó, pues, reducido todo el atavío de su persona a un estrecho pantalón que


designaba la musculatura pronunciada de aquellas piernas; una levitilla de
menguada faldamenta, y abrochada tenazmente hasta la nuez de la garganta; un
pañuelo negro descuidadamente anudado en torno de ésta, y un sombrero de
misteriosa forma, fuertemente introducido hasta la ceja izquierda. Por bajo de él
descolgábanse de entrambos lados de la cabeza dos guedejas de pelo negro y
barnizado, que formando un bucle convexo, se introducían por bajo de las orejas,
haciendo desaparecer éstas de la vista del espectador; las patillas, la barba y el
bigote, formando una continuación de aquella espesura, daban con dificultad
permiso para blanquear a dos mejillas lívidas, dos labios mortecinos, una afilada
nariz, dos ojos grandes, negros y de mirar sombrío; una frente triangular y fatídica.
-Tal era la vera efigies de mi sobrino, y no hay que decir que tan uniforme tristura
ofrecía no sé qué de siniestro e inanimado, de suerte que no pocas veces, cuando
cruzado de brazos y la barba sumida en el pecho, se hallaba abismado en sus
tétricas reflexiones, llegaba yo a dudar si era él mismo o sólo su traje colgado de
una percha; y acontecióme más de una ocasión el ir a hablarle por la espalda,
creyendo verle de frente, o darle una palmada en el pecho, juzgando dársela en el
lomo. Empieza a marcar todas las pautas estéticas superficiales que, con tanta repetición, llevan al
ridículo de tanto repetirse. Ej: no porque aparezca un cementerio ya estamos hablando de
Romanticismo. Con este juego nos muestra cuáles son los principios estéticos que más
impregnaron en España.

Habla de cómo impregna el movimiento en los jóvenes más proclives a dejarse llevar por las
modas nuevas. Habla inclusa de qué aspecto tienen, hace una parodia de cómo se construyen los
personajes románticos.
Ya que vio romantizada su persona, toda su atención se convirtió a romantizar
igualmente sus ideas, su carácter y sus estudios. Por de pronto me declaró
rotundamente su resolución contraria a seguir ninguna de las carreras que le
propuse, asegurándome que encontraba en su corazón algo volcánico y sublime,
incompatible con la exactitud matemática, o con las fórmulas del foro; y después
de largas disertaciones vine a sacar en consecuencia que la carrera que le parecía
más análoga a sus circunstancias era la carrera de poeta, que según él es la que
guía derechita al templo de la inmortalidad. Características del genio poético romántico con su
tendencia a sublimarlo todo.
En busca de sublimes inspiraciones, y con el objeto sin duda de formar su
carácter tétrico y sepulcral, recorrió día y noche los cementerios y escuelas
anatómicas; trabó amistosa relación con los enterradores y fisiólogos; aprendió el
lenguaje de los búhos y de las lechuzas; encaramóse a las peñas escarpadas, y se
perdió en la espesura de los bosques; interrogó a las ruinas de los monasterios y de
las ventas (que él tomaba por góticos castillos); examinó la ponzoñosa virtud de
las plantas, e hizo experiencia en algunos animales del filo de su cuchilla, y de los
convulsos movimientos de la muerte. Trocó los libros que yo le recomendaba, los
Cervantes, los Solís, los Quevedos, los Saavedras, los Moretos, Meléndez y
Moratines, por los Hugos y Dumas, los Balzacs, los Sands y Souliés; rebutió su
mollera de todas las encantadoras fantasías de Lord Byron, y de los tétricos cuadros
de d'Arlincourt; no se le escapó uno solo de los abortos teatrales de Ducange, ni de
los fantásticos ensueños de Hoffman; y en los ratos en que menos propenso estaba
a la melancolía, entreteníase en estudiar la Craneoscopia del doctor Gall, o las
Meditaciones de Volney.

Fuertemente pertrechado con toda esta diabólica erudición, se creyó ya en


estado de dejar correr su pluma, y rasguñó unas cuantas docenas de fragmentos en
prosa poética, y concluyó algunos cuentos en verso prosaico; y todos empezaban
con puntos suspensivos, y concluían en ¡maldición!; y unos y otros estaban
atestados de figuras de capuz, y de siniestros bultos, y de hombres gigantes, y
de sonrisa infernal, y de almenas altísimas, y de profundos fosos, y de buitres
carnívoros, y de copas fatales, y de ensueños fatídicos, y de velos transparentes,
y de aceradas mallas, y de briosos corceles, y de flores amarillas, y de fúnebre
cruz. Generalmente todas estas composiciones fugitivas solían llevar sus títulos tan
incomprensibles y vagos como ellas mismas: v. g. ¡¡¡Qué será!!! -¡¡¡No!!!... -
¡Más allá!... -Puede ser.- ¿Cuándo? -¡Acaso!... -¡Oremus!

Esto en cuanto a la forma de sus composiciones; en cuanto al fondo de sus


pensamientos no sé qué decir, sino que unas veces me parecía mi sobrino un gran
poeta, y otras un loco de atar; en algunas ocasiones me estremecía al oírle cantar
el suicidio o discurrir dudosamente sobre la inmortalidad del alma; y otras teníale
por un santo, pintando la celestial sonrisa de los ángeles, o haciendo tiernos
apóstrofes a la Madre de Dios. Yo no sé a punto fijo qué pensaba él sobre esto,
pero creo que lo más seguro es que no pensaba nada, ni él mismo entendía lo que
quería decir. Enumeración divertida de los
personajes secundarios que
aparecen en las novelas
románticas.
Sin embargo, el muchacho con estos raptos consiguió al fin verse admirado
por una turba de aprendices del delirio, que le escuchaban enternecidos cuando él
con voz monótona y sepulcral les recitaba cualquiera de sus composiciones, y
siempre le aplaudían en aquellos rasgos más extravagantes y oscuros, y sacaban
copias nada escrupulosas, y las aprendían de memoria, y luego esforzábanse a
imitarlas, y sólo acertaban a imitar los defectos y de ningún modo las bellezas
originales que podían recomendarlas.

Todos estos encomios y adulaciones de pandilla lisonjeaban muy poco el


altivo deseo de mi sobrino, que era nada menos que atraer hacia sí la atención y el
entusiasmo de todo el país. Y convencido de que para llegar al templo de la
inmortalidad (partiendo de Madrid), es cosa indispensable el pasarse por la calle
del Príncipe, quiero decir, el componer una obra para el teatro, he aquí la razón por
qué reunió todas sus fuerzas intelectuales; llamó a concurso su fatídica estrella, sus
recuerdos, sus lecturas; evocó las sombras de los muertos para preguntarles sobre
diferentes puntos; martirizó las historias, y tragó el polvo de los archivos; interpeló
a su calenturienta musa, colocándose con ella en la región aérea donde se forman
las románticas tormentas; y mirando desde aquella altura esta sociedad terrena,
reducida por la distancia a una pequeñez microscópica, aplicado al ojo izquierdo
el catalejo romántico, que todo lo abulta, que todo lo descompone, inflamóse al fin
su fosfórica fantasía, y compuso un drama.

¡Válgame Dios! ¡con qué placer haría a mis lectores el mayor de los regalos
posibles, dándoles in integrum esta composición sublime, práctica explicación del
sistema romántico, en que según la medicina homeopática, que consiste en curar
las enfermedades con sus semejantes, se intenta a fuerza de crímenes corregir el
crimen mismo! Mas ni la suerte ni mi sobrino me han hecho poseedor de aquel
tesoro, y únicamente la memoria, depositaria infiel de secretos, ha conservado en
mi imaginación el título y personajes del drama. Helos aquí.

¡¡ELLA!!!... Y ¡¡ÉL!!!...
DRAMA ROMÁNTICO NATURAL,
emblemático-sublime, anónimo, sinónimo, tétrico y espasmódico,
ORIGINAL, EN DIFERENTES PROSAS Y VERSOS
EN SEIS ACTOS Y CATORCE CUADROS.
Por...
(Aquí había una nota que decía: Cuando el público pida el nombre del autor);
y seguía más abajo.
Siglos IV y V. -La escena pasa en Europa y dura cien años.
INTERLOCUTORES.

• La mujer (todas las mujeres, toda la mujer).


• El marido (todos los maridos). Prioridad del tema amoroso en las obras románticas. Casi
• Un hombre salvaje (el amante). todas las obras ponen como tema principal el tema amoroso
• El Dux de Venecia.
• El tirano de Siracusa.
• El doncel.
• La Archiduquesa de Austria.
• Un espía.
• Un favorito.
• Un verdugo.
• Un boticario.
• La cuádruple alianza.
• El sereno del barrio.
• Coro de monjas carmelitas.
• Coro de padres agonizantes.
• Un hombre del pueblo.
• Un pueblo de hombres.
• Un espectro que habla.
• Otro ídem que agarra.
• Un demandadero de la Paz y Caridad.
• Un judío.
• Cuatro enterradores.
• Músicos y danzantes.
• Comparsas de tropa, brujas, gitanos, frailes y gente ordinaria.

Los títulos de las jornadas (porque cada una llevaba el suyo a manera de
código) eran, si mal no me acuerdo, los siguientes: 1.ª Un crimen. -2.ª El veneno. -
3.ª Ya es tarde. -4.ª El panteón. -5.ª ¡Ella! -6.ª ¡Él!, y las decoraciones eran las seis
obligadas en todos los dramas románticos, a saber: Salón de baile; Bosque; La
Capilla; Un subterráneo; La alcoba, y El cementerio.

Con tan buenos elementos confeccionó mi sobrino su admirable composición,


en términos que si yo recordara una sola escena para estamparla aquí, peligraba el
sistema nervioso de mis lectores; conque así no hay sino dejarlo en tal punto y
aguardar a que llegue día en que la fama nos la transmita en toda su integridad, día
que él retardaba, aguardando a que las masas (las masas somos nosotros) se hallen
(o nos hallemos) en el caso de digerir esta comida que él modestamente llamaba un
poco fuerte.

De esta manera mi sobrino caminaba a la inmortalidad por la senda de la


muerte, quiero decir, que con tales fatigas cumplía lo que él llamaba su misión
sobre la tierra. Empero la continuación de las vigilias y el obstinado combate de
sentimientos tan hiperbólicos, habíanle reducido a una situación tan lastimosa de
cerebro, que cada día me temía encontrarle consumido a impulsos de su fuego
celestial.
Y aconteció, que para acabar de rematar lo poco que en él quedaba de seso,
hubo de ver una tarde por entre los más labrados hierros de su balcón a cierta
Melisendra de diez y ocho abriles, más pálida que una noche de luna, y más
mortecina que lámpara sepulcral; con sus luengos cabellos trenzados a la
Veneciana, y sus mangas a lo María Tudor, y su blanquísimo vestido aéreo a lo
Estraniera, y su cinturón a la Esmeralda, y su cruz de oro al cuello a lo huérfana
de Underlach.

Hallábase a la sazón meditabunda, los ojos elevados al cielo, la mano derecha


en la apagada mejilla, y en la izquierda sosteniendo débilmente un libro abierto...,
libro que según el forro amarillo, su tamaño y demás proporciones, no podía ser
otro a mi entender, que el Han de Islandia o el Bug-Jargal.

No fue menester más para que la chispa eléctrico-romántica atravesase


instantáneamente la calle y pasase desde el balcón de la doncella sentimental al
otro frontero donde se hallaba mi sobrino, viniendo a inflamar súbitamente su
corazón. Miráronse pues; creyeron adivinarse; luego se hablaron; y concluyeron
por no entenderse; esto es, por entregarse a aquel sentimiento vago, ideal,
fantástico, frenético, que no sé bien cómo designar aquí, si no es ya que me valga
de la consabida calificación de... romanticismo puro.

Pero al cabo el sujeto en cuestión era mi sobrino, y el bello objeto de sus


arrobamientos, una señorita, hija de un honrado vecino mío, procurador del
número, y clásico por todas sus coyunturas. A mí no me desagradó la idea de que
el muchacho se inclinase a la muchacha (siempre llevando por delante la más sana
intención), y con el deseo también de distraerle de sus melancólicas tareas, no sólo
le introduje en la casa, sino que favorecí (Dios me lo perdone) todo lo posible el
desarrollo de su inclinación.

Lisonjeábanse, pues, con la idea de un desenlace natural y espontáneo,


sabiendo que toda la familia de la niña participaba de mis sentimientos, cuando
una noche me hallé sorprendido con la vuelta repentina de mi sobrino, que en el
estado más descompuesto y atroz corrió a encerrarse en su cuarto gritando
desaforadamente: -¡Asesino!... ¡Asesino!... ¡Fatalidad!... ¡Maldición!...
-¿Qué demonios es esto? -Corro al cuarto del muchacho; pero había cerrado
por dentro y no me responde; vuelo a casa del vecino por si alcanzo a averiguar la
causa del desorden, y me encuentro en otro no menos terrible a toda la familia: la
chica accidentada y convulsa, la madre llorando, el padre fuera de sí...
-¿Qué es esto, señores? ¿qué es lo que hay?
-¿Qué ha de ser? (me contestó el buen hombre) ¿qué ha de ser? sino que el
demonio en persona se ha introducido en mi casa con su sobrino de usted... Lea
usted, lea usted qué proyectos son los suyos, qué ideas de amor y de religión... Y
me entregó unos papeles que por lo visto había sorprendido a los amantes.
Recorrílos rápidamente, y me encontré diversas composiciones de estas de
tumba y hachero que yo estaba tan acostumbrado a escuchar al muchacho. En todas
ellas venía a decir a su amante con la mayor ternura, que era preciso que se
muriesen para ser felices; que se matara ella, y luego él iría a derramar flores sobre
su sepulcro, y luego se moriría también, y los enterrarían bajo una misma losa...
Otras veces la proponía que para huir de la tiranía del hombre («este hombre soy
yo», decía el pobre procurador) se escurriese con él a los bosques o a los mares, y
que se irían a una caverna a vivir con las fieras, o se harían piratas o bandoleros;
en unas ocasiones la suponía ya difunta, y la cantaba el responso en bellísimas
quintillas y coplas de pie quebrado; en otras llenábala de maldiciones por haberle
hecho probar la ponzoña del amor.

-Y a todo esto (añadía el padre), nada de boda, nada de solicitar un empleo


para mantenerla...; vea usted, vea usted; por ahí ha de estar...; oiga usted cómo se
explica en este punto..., ahí en esas coplas, seguidillas, o lo que sean, en la que dice
lo que tiene que esperar de él...

Y en tan fiera esclavitud


sólo puede darte mi alma
un suspiro... y una palma...
una tumba... y una cruz...

Pues cierto que son buenos adminículos para llenar una carta de dote... no, si
no échelos usted en el puchero y verá qué caldo sale... Y no es esto lo peor,
continuaba el buen hombre, sino que la muchacha se ha vuelto tan loca como él, y
ya habla de féretros y letanías, y dice que está deshojada, y que es un tronco
carcomido, con otras mil barbaridades que no sé cómo no la mato... y a lo mejor
nos asusta por las noches despertando despavorida y corriendo por toda la casa,
diciendo que la persigue la sombra de yo no sé qué Astolfo o Ingolfo el
exterminador; y nos llama tiranos a su madre y a mí; y dice que tiene guardado un
veneno, no sé bien si para ella o para nosotros; y entre tanto las camisas no se cosen
y la casa no se barre y los libros malditos me consumen todo el caudal.

-Sosiéguese usted, señor don Cleto, sosiéguese usted.

Y llamándole aparte, le hice una explicación del carácter de mi sobrino,


componiéndolo de suerte que si no lo convencí que podía casar a su hija con un
tigre, por lo menos le determiné a casarla con un loco.

Satisfecho con tan buenas nuevas, regresé a mi casa para tranquilizar el


espíritu del joven amante; pero aquí me esperaba otra escena de contraste, que por
lo singular tampoco dudo en apellidar romántica.
Mi sobrino, despojado de su lacónico vestido y atormentado por sus
remordimientos, había salido en mi busca por todas las piezas de la casa, y no
hallándome, se entregaba a todo el lleno de su desesperación. No sé lo que hubiera
hecho considerándose solo, cuando al pasar por el cuarto de la criada, hubo sin
duda ésta de darle a conocer por algún suspiro que un ser humano respiraba a su
lado. (Se hace preciso advertir que esta tal moza era una moza gallega, con más
bellaquería que cuartos y más cuartos que peseta columnaria y que hacía ya días
que trataba de entablar relaciones clásicas con el señorito.) La ocasión la pinta
calva, y la gallega tenía buenas garras para no dejarla escapar; así es que entreabrió
la puerta y modificando todo lo posible la aguardentosa voz, acertó a formar un
sonido gutural, término medio entre el graznido del pato y los golpes de la
codorniz.

-Señuritu... señuritu... ¿qué diablus tiene?... Entre y dígalo; si quier una


cataplasma para las muelas o un emplasto para el hígadu...
(Y cogió y le entró en su cuarto y sentóle sobre su cama, esperando sin duda
que él pusiera algo de su parte.)

Pero el preocupado galán no respondía, sino de cuando en cuando exhalaba


hondos suspiros, que ella contestaba a vuelta de correo con otros descomunales,
aderezados con aceite y vinagre, ajos crudos y cominos, parte del mecanismo de
la ensalada que acababa de cenar. De vez en cuando tirábale de las narices o le
pinchaba las orejas con un alfiler (todo en muestras de cariño y de tierna solicitud);
pero el hombre estatua permanecía siempre en la misma inamovilidad.
Ya estaba ella en términos de darse a todos los diablos por tanta severidad de
principios, cuando mi sobrino con un movimiento convulsivo la agarró con una
mano la camisa (que no sé si he dicho que era de lienzo choricero del Bierzo), e
hincando una rodilla en tierra, levantó en ademán patético el otro brazo y exclamó:

Sombra fatal de la mujer que adoro,


ya el helado puñal siento en el pecho;
ya miro el funeral lúgubre lecho,
que a los dos nos reciba al perecer.
Y veo en tu semblante la agonía
y la muerte en tus miembros palpitantes,
que reclama dos míseros amantes
que la tierra no pudo comprender.

-Ave María purísima... (dijo la gallega santiguándose). Maldemoñu me lleve


si le comprendu... ¡Habrá cermeñu!... pues si quier lechu ¿tien más que tenderse
en ese que está ahí delante, y dejar a los muertos que se acuesten con los difuntus?
Pero el amartelado galán seguía sin escucharla su improvisación, y luego
variando de estilo y aun de metro exclamaba:
¡Maldita seas, mujer!
¿No ves que tu aliento mata?
Si has de ser mañana ingrata,
¿por qué me quisiste ayer?
¡Maldita seas, mujer!

-El malditu sea él y la bruja que lo parió...¡ingratu! después que todas las
mañanas le entru el chucolate a la cama, y que por él he despreciadu al aguador
Toribiu y a Benitu el escaroleru del portal...

Ven, ven y muramos juntos,


huye del mundo conmigo,
ángel de luz,
al campo de los difuntos;
allí te espera un amigo
y un ataúd.

-Vaya, vaya, señoritu, esto ya pasa de chanza; o usted está locu, o yo soy una
bestia... Váyase con mil demonius al cementeriu u a su cuartu, antes que empiece
a ladrar para que venga el amu y le ate.

Aquí me pareció conveniente poner un término a tan grotesca escena, entrando


a recoger a mi moribundo sobrino y encerrarle bajo de llave en su cuarto; y al
reconocer cuidadosamente todos los objetos con que pudiera ofenderse, hallé sobre
la mesa una carta sin fecha, dirigida a mí, y copiada de la Galería fúnebre, la cual
estaba concebida en términos tan alarmantes, que me hizo empezar a temer de
veras sus proyectos y el estado infeliz de su cabeza. Conocí, pues, que no había
más que un medio que adoptar, y era el arrancarle con mano fuerte a sus lecturas,
a sus amores, a sus reflexiones, haciéndole emprender una carrera, activa,
peligrosa y varia; ninguna me pareció mejor que la militar, a la que él también
mostraba alguna inclinación; hícele poner una charretera al hombro izquierdo, y le
vi partir con alegría a reunirse a sus banderas.

Un año ha trascurrido desde entonces, y hasta hace pocos días no le había


vuelto a ver; y pueden considerar mis lectores el placer que me causaría al
contemplarle robusto y alegre, la charretera a la derecha, y una cruz en el lado
izquierdo, cantando perpetuamente zorcicos y rondeñas, y por toda biblioteca en
la maleta, la ordenanza militar y la Guía del oficial en campaña.
Luego que ya le vi en estado que no peligraba, le entregué la llave de su
escritorio; y era cosa de ver el oírle repetir a carcajadas sus fúnebres
composiciones; deseoso sin duda de probarme su nuevo humor, quiso entregarlas
al fuego; pero yo, celoso de su fama póstuma, me opuse fuertemente a esta
resolución, y únicamente consentí en hacer un escrupuloso escrutinio,
dividiéndolas, no en clásicas y románticas, sino en tontas y discretas, sacrificando
aquéllas y poniendo éstas sobre las niñas de mis ojos. En cuanto al drama no fue
posible encontrarlo, por haberlo prestado mi sobrino a otro poeta novel, el cual lo
comunicó a varios aprendices del oficio y éstos lo adoptaron por tipo, y repartieron
entre sí las bellezas de que abundaba, usurpando de este modo ora los aplausos,
ora los silbidos que a mi sobrino correspondían, y dando al público en mutilados
trozos el esqueleto de tan gigantesca composición.

La lectura en fin, de sus versos, trajo a la memoria del joven militar un


recuerdo de su vaporosa deidad; preguntóme por ella con interés, y aun llegué a
sospechar que estaba persuadido de que se habría evaporado de puro amor; pero
yo procuré tranquilizarle con la verdad del caso, y era que la abandonada Ariadna
se había conformado con su suerte; ítem más, se había pasado al género clásico,
entregando su mano, y no sé si su corazón, a un honrado mercader de la calle de
Postas: ¡ingratitud notable de mujeres! Bien es la verdad que él por su parte no la
había hecho, según me confesó, sino unas catorce o quince infidelidades en el año
trascurrido. De este modo concluyeron unos amores que si hubieran seguido su
curso natural, habrían podido dar a los venideros Shakespeares materia sublime
para otro nuevo Romeo.
(Setiembre de 1837.)
Nota
El Romanticismo y los Románticos. -El mérito de este artículo (si es que
alguno tiene) fue sin duda el de la oportunidad, y el osado atrevimiento del autor
en darle a luz en los momentos en que la nueva secta Hugólatra dominaba toda la
línea del uno a otro extremo de la república literaria. -Ya hemos recordado el
ferviente entusiasmo, la asombrosa vitalidad que por entonces ofrecían en nuestra
capital las imaginaciones juveniles y la energía que prestaban a su desarrollo la
revolución política, la revolución literaria, y la creación de la tribuna de los
periódicos y de los Liceos. -Era un momento de vértigo y de exageración, aunque
fecundo en magníficos resultados. -A las modestas y filosóficas comedias de
Moratín, Gorostiza y Bretón, habían sustituido en nuestra escena los apasionados
dramas de El Trovador, Los Amantes de Teruel, y La fuerza del Sino. Espronceda
y Zorilla con su robusta entonación, elevadas imágenes y florido estilo, habían
arrinconado la lira antigua de Garcilaso y de Meléndez, las anacreónticas y
églogas, los madrigales e idilios, los pastores y zagalas. -Con ellos habían
enterrado los preceptos de Aristóteles y de Horacio, de Boileau y de Luzán;
Shakespeare, el Dante y Calderón, eran las nuevas divinidades poéticas; y Victor
Hugo su gran sacerdote y profeta. -¿Quién podría negar justamente el tributo de
entusiasmo y admiración al autor de Nuestra Señora de París y de Lucrecia
Borgia, de las Orientales, y del Angelo? ¿Quién resistir al impulso de la época
que agitando y conmoviendo todas las imaginaciones, todos los talentos, en
política, en ciencias, en literatura y artes, les presentaba nuevos y dilatados
horizontes de porvenir y de gloria?

Aquella exaltación, sin embargo, rayó breves momentos en un punto ridículo,


y estos momentos oportunos fueron los que con no poca osadía escogió para
castigarle el autor de las Escenas Matritenses, llegando su valor hasta el extremo
de leer su composición en el mismo Liceo de Madrid centro de las nuevas
opiniones, y magnífico palenque de sus más ardientes adalides.

Por fortuna hizo asomar la risa a los labios de los mismos censurados, y en
gracia de ella, y en prenda también de su buena amistad, lo perdonaron sin duda
aquella festiva y bien intencionada fraterna. -Hubo, sin embargo, algunos pérfidos
instigadores de mala ley, que achacando al autor intenciones gratuitas de retratar
en sus líneas a algunos de nuestros más peregrinos ingenios, procuraron
indisponerle con ellos y hacerles tomar, por aplicaciones a su persona, los rasgos
generales con que aparecía presentado al público el tipo del poeta romántico;
pero el grande y verdadero talento de aquéllos les hizo conocer no sólo la
inexactitud de tal supuesto, sino la buena intención del autor y la rectitud de su
juicio literario. Algo cree haber contribuido a fijar la opinión hacia un término
justo entre ambas exageraciones clásicas y románticas: por lo menos coincidió su
sátira con el apogeo de la última de éstas, y desde entonces fue retrocediendo
sensiblemente hasta un punto racional y admirable para todos los hombres de
conciencia y de estudio. Además dio la señal de otros ataques semejantes en el
teatro y en la prensa, que minando sucesivamente aquel ridículo de bandería,
acabó por hacerle desaparecer y que fructificasen en el verdadero terreno de la
razón y del estudio, talentos privilegiados que han llegado a adquirir en nuestro
parnaso una inmortal corona.

Madrid a la luna
I

En el silencio oscuro su belleza


desnuda de afeitadas fantasías
le descubre al pintor naturaleza.

Pablo de Céspedes.
Madrid es para mí un libro inmenso, un teatro animado, en que cada día
encuentro nuevas páginas que leer, nuevas y curiosas escenas que observar.
Algunos años van trascurridos desde que cansado de estudiar mentalmente en
dicho libro, cedí a la fuerte tentación de leerlo en alta voz, quiero decir, de
comunicar al público mis menguadas observaciones; y sin embargo, todavía no
encuentro agotada la materia, antes bien los límites del campo que me tracé, cada
día se retiran a mi vista, en términos que primero que el espacio entiendo que han
de faltarme las fuerzas para recorrerlo.

En esta animada óptica, en este panorama moral, unas veces me ha tocado


contemplar sus cuadros a la brillante luz del sol del medio día, otras al dudoso
reflejo del crepúsculo de la tarde; cuándo embalsamados con el suave ambiente de
primavera; cuándo entristecidos por las densas nubes invernales; ya inmensos,
agitados y magníficos; ya reducidos a límites estrechos y grotescas figuras.

Pero hasta el día (lo confieso con rubor) no había parado la imaginación en
uno de los más interesantes espectáculos, y estaba muy lejos de sospechar que en
aquella misma hora en que apagando mi linterna y cerrando el ventanillo, me
entregaba tranquilamente a ordenar en mi memoria cualquiera de las escenas
anteriores, la naturaleza próvida e infatigable me brindaba con una de las más
interesantes y magníficas, esto es, Madrid iluminado por la luna.

Si yo fuera partidario de la escuela rancia, no dejaría de empezar aquí mi


narración por un brillante apóstrofe a la señora Diana, con el ¡Oh tú! de costumbre,
y suplicándola que suspendiendo por aquella noche su rato de bureo con el
consabido pastorcillo cazador, tuviese a bien prestarme su influjo y su rayo
macilento para dibujar un cuadro tan pálido y dormilón como ella misma.

O bien, siguiendo el moderno estilo, me dejaría de apóstrofes y de deidades


paganas, y encaramándome a una altura (la de San Blas por ejemplo) miraría
dibujarse en el espacio, y a la luz del astro de la noche, las elevadas cúpulas de la
capital; mi imaginación las prestaría vida, y convirtiéndolas en gigantescos
monstruos, miraríalas.

levantarse, crecer, tocar las nubes,

y dirigir sus fatídicos agüeros al pueblo incauto que se agitaba a sus pies, y
que probablemente seguiría tranquilo su camino sin escucharlas ni entenderlas.
Cualquiera de estos dos extremos prestaría sin duda interés a mi discurso, y
convertiría hacia él la atención de mis oyentes; pero así creo en las visiones
fantásticas como en las deidades de la mitología, y eso me dan las metamorfosis
de Ovidio como los monstruos de Victor Hugo; porque en la luna sólo tengo la
desgracia de ver la luna, y en las torres las torres, y en el pueblo de Madrid una
reunión de hombres y de calles y de casas que se llaman la muy noble, muy leal,
muy heroica, imperial y coronada villa y corte de Madrid.

II
La media noche

Hacía ya larga media hora que todos los relojes de la capital sonaban
sucesivamente las once de la noche. Los hermosos reverberos (una de las señales
más positivas del progreso de las luces en estos últimos tiempos) iban negando sus
reflejos y cediendo al nocturno fanal la alta misión de iluminar el horizonte; por
manera que el primer rayo de la luna servía de señal al último destello del último
farol; combinación ingeniosamente dispuesta, que honra sobremanera a los
conocimientos astronómicos del director del alumbrado. Los encargados
subalternos de esta artificial iluminación, recogían ya sus escalas y antorchas
propagadoras; las tiendas y cafés, entornando sus puertas, despedían políticamente
a sus eternos abonados; y los criados de las casas, cerrando también sus entradas,
dirigían una tácita reconvención a los vecinos perezosos o distraídos. Veíase a
algunos de éstos llegar apresurados a ganar su mansión antes que la implacable
mano del gallego se interpusiese entre ellos y la cena; y llegando a la puerta y
encontrándola ya cerrada, daban los golpes convenidos, y el gallego no parecía; y
volvían a llamar una vez y otras, y se desesperaban grotescamente, hasta que se
oía acercar un ruido compaseado, semejante a los golpes de un batán o a las
descargas lejanas de artillería; y eran los férreos pies del gallego que bajaba, y
medio dormido aún, no acertaba la cerradura, y apagaba la luz, y se entablaba entre
amo y mozo un diálogo interesante y entre puertas, hasta que en fin, abiertas éstas,
iba desapareciendo en espiral el rumor de los que subían por la escalera.

Los amantes dichosos habían concluido ya por aquella noche su periódica


tarea de suspiros y juramentos, y trocaban el aroma de sus diosas respectivas por
el grato olorcillo de la ensalada y la perdiz; en el teatro había muerto ya el último
interlocutor, y Norma se metía en el simón, y Antony tomaba su paraguas para irse
a dormir tranquilamente, a fin de volverse a matar a la siguiente noche; el celoso
amo de casa hacía la cuotidiana requisa de su habitación, y se parapetaba con llaves
y cerrojos; la esposa discutía con el comprador sobre varios problemas de
aritmética referentes a su cuenta; y el artesano infeliz en su buhardilla descansaba
tranquilo hasta que viniesen a herir su frente los primeros rayos del sol.
No todo, sin embargo, dormía en Madrid. Velaba el magnate en el dorado
recinto de su gabinete, agotando todos los recursos de su talento para llegar a clavar
la voluble rueda de la fortuna; velaba el avaro, creyendo al más ligero ruido ver
descubierto su escondido tesoro; velaba el amante, bajo el balcón de su querida,
esperando una palabra consoladora; velaba el malvado, probando llaves y ganzúas
para sorprender al infeliz dormido; velaba el enfermo, contando los minutos de su
agonía, y esperando por momentos la luz de la aurora; velaba el jugador sobre el
oscuro tapete, viendo desaparecer su oro a cada vuelta de la baraja; velaba el poeta,
inventando situaciones dramáticas con que sorprender al auditorio; velaba el
centinela, mirando cuidadosamente a todos lados para dar en caso necesario el
alerta a sus compañeros dormidos; velaba la alta deidad en el baile, siendo objeto
de mil adoraciones y agasajos: velaba la infeliz escarbando en la basura para buscar
en ella algún resto miserable del festín.

Y sin embargo, en medio de este general desvelo, la población aparecía muda


y solitaria; las largas filas de casas eran un fiel trasunto de las calles de un
cementerio, y sólo de vez en cuando se interrumpía este monótono silencio por el
lejano rumor de algún coche que pasaba, por el aullido de un perro, o por el lúgubre
cantar del vigilante, que en prolongada lamentación exclamaba... ¡Las doce en
punto! y... sereno.

III
El sereno

No se puede negar que la persona de un sereno considerada poéticamente tiene


algo de ideal y romancesco, que no es de despreciar en nuestro prosaico, material
y positivo Madrid, tan desnudo de edad media, de góticos monumentos y de ruinas
sublimes.

Un hombre que, sobreviniendo al sueño de la población, está encargado de


conservar su sosiego, de vigilar su seguridad, de conjurar sus peligros, tiene algo
de notable y heroico, que no hubieran desdeñado Walter Scott ni Byron si hubieran
vivido entre nosotros. Dejemos a un lado el mezquino interés que sin duda le
mueve a abrazar tan importante misión; no por ser recompensado con otro más
alto, deja de ser noble la tarea del defensor armado de la seguridad del país; la del
abogado, escudo de la inocencia; la del público funcionario, autorizado servidor
de los intereses del pueblo.

Cuando todo el vecindario, abandonando sus respectivas tareas, entrega sus


cansados miembros al necesario reposo; cuando los gobernantes abandonan por
algunas horas el peso de su autoridad, y los gobernados buscan en el recinto de sus
hogares el grato premio de sus fatigas, el uso positivo de sus más halagüeños
derechos, el sereno abandona su modesta mansión, y se arranca a los brazos de su
esposa y de sus hijos (que también es padre y esposo), viste su morena túnica,
endurecida por los vientos y la escarcha, toma su temible lanzón, cuelga a la punta
el luciente farolillo y sale a las calles ahuyentando con su vista a los malvados, que
le temen como al grito de su conciencia, como al espejo de sus delitos y acusador
infatigable de la ley.

Durante su monótono paseo, ora reconoce una puerta que los vecinos dejaron
mal cerrada, y les llama para advertirles del peligro; ora sosiega una quimera de
gentes de mal vivir, rezagadas a la puerta de una taberna; ya impide con su
oportuna llegada la atrevida tentativa de un ratero, y salva y acompaña hasta su
casa al miserable transeúnte a quien asaltó; ya presta su formidable apoyo al bastón
de la autoridad para descubrir un garito o proceder a una importante captura.
Noblemente desinteresado en medio de tan variadas escenas, deja gozar de su
reposo al descuidado vecino, sin exigirle siquiera el reconocimiento por el peligro
de que le ha libertado, por el servicio que acaba de prestarle sin su noticia; y cuando
todavía en su austero semblante se notan las señales del combate que acaba de
sostener, o de la tempestuosa escena que acaba de presenciar, alza sus ojos al cielo,
mira la luna, muda, quieta, impasible, como su imaginación; presta el atento oído
al reloj que da la hora, y rompe el viento con su voz, exclamando tranquila y
reposadamente: ¡La una menos cuarto! y... sereno.

IV
Paseo nocturno

No sé si he dicho (y si no lo diré ahora) que aquella noche, por un capricho


que algunos calificarán de extravagante, me había propuesto acompañar al buen
Alfonso, el vigilante de mi barrio, en su nocturno paseo, y que para poder hacerlo
con más libertad, había creído conveniente aceptar un capotón y un chuzo como
los suyos, que me prestó.

No se rían mis lectores de esta transformación de mi exterioridad; otras no tan


momentáneas, aunque no menos ridículas, vemos y contemplamos todos los días
sin extrañeza; un traje humilde, una corteza grosera, suele a veces encubrir la
inteligencia del alma; ¡y cuántas veces un magnífico uniforme suele servir de
disfraz a un tronco rudo!

Mi voluntario sacrificio de algunas horas tenía por lo menos un objeto noble.


Yo soy un hombre concienzudo y chapado a la antigua, que gusto de estudiar lo
que he de escribir, y tratándose ahora de las costumbres de alta noche, creí
indispensable una de dos cosas: o que el sereno se hiciese escritor, o que el escritor
se transformase en sereno. Lo segundo me pareció más fácil que lo primero.

Ya hacía un buen ratillo que andábamos, sin ocurrirnos cosa que de contar sea,
cuando al pasar por bajo de unos balcones de una casa principal, hirió dulcemente
nuestros oídos una grata armonía de instrumentos. Alzamos involuntariamente la
vista, y al resplandor de la suntuosa iluminación que despedían las ventanas, vimos
dibujarse en la pared de enfrente los fantásticos movimientos de mil figuras
elegantes que acompañaban los acordes de la orquesta, encontrándose y
separándose a compás. Varios grupos estacionarios e inamovibles, ocupando los
balcones, formaban entretenidos episodios en este cuadro interesante y animado,
y veíanse circular por la sala multitud de familiares con sendas bandejas,
distribuyendo refrescos y confitura; escuchábase el confuso murmullo de mil
diálogos interesantes, y sentíase el aroma de cien químicas preparaciones; y todo
era risas y algazara, y movimiento y vida, y dulzuras y placer.

El anchuroso portal, decorosamente reforzado con el apéndice del farolón de


gala, mirábase henchido de mozos y lacayos que mataban el tiempo cambiando la
calderilla a las sublimes combinaciones de la brisca, o durmiendo al dulce influjo
del mosto bienhechor; y a la puerta, varios coches y carretelas demostraban la alta
categoría de aquella magnífica concurrencia.

Cuando más embelesados estábamos en esta contemplación, un ruido


penetrante que se aproximaba sucesivamente, nos hizo esperar la llegada de nuevas
y magníficas carrozas, y ya los cocheros que ocupaban la calle se replegaban y
abrían paso de honor a los recién venidos. El ruido, sin embargo, llegó a hacerse
sospechoso, por una disonancia sui generis que no es fácil comparar con otra
alguna; y al revolver la esquina de la calle la brillante comitiva, nuestras narices,
acometidas de improviso, nos dieron a conocer la verdad del caso.

Un movimiento eléctrico hizo desaparecer a todos los grupos de los balcones,


y cerrar los cristales, y huir todos y refugiarse al medio del salón, y prestarse
mutuamente pañuelos y frasquillos, y cruzarse las sonrisas y miradas burlonas de
inteligencia, y esperar todos a que aquella ominosa nube pasase de largo. Mas...
¡oh desgracia! el imperturbable conductor para y detiene su primera máquina de
guerra (en que montaba) delante de la misma puerta del sarao; a su voz le imitan
igualmente todos los demás funcionarios con sus respectivos instrumentos, y sin
hacer alto en la consternación del concurso, ni en la incongruencia de su
determinación, se preparan a ejecutar sus profundos trabajos en el pozo mismo de
la casa en cuestión.

Los criados corren presurosos a avisar al amo del grave peligro que amenaza;
éste horrorizado baja la escalera vestido de rigurosa etiqueta, con zapato de charol
y guante blanco; busca y encuentra al director de aquella escena; le suplica que
dilate hasta el siguiente día su operación; otras veces le amenaza, le insulta, y...
todo en vano; el grave funcionario responde que no está en su mano complacerle,
y que tiene que obedecer al mandato de sus jefes. Este diálogo animado se
estereotipa en la imaginación de todos los concurrentes; las damas acuden a buscar
sus schales y sombreros, los galanes toman capas y sortous; los lacayos corren a
hacer arrimar los coches; el amo patea, y grita, y ruega a todos que no se vayan,
que todo se compondrá; nadie le cree, y los salones van quedando desiertos; los
músicos envuelven en las bayetas sus instrumentos; y toda la concurrencia, en fin,
gana por asalto la calle, procurando evitar los ominosos preparativos, cerrando
herméticamente sus narices, y corriendo precipitados a buscar otra atmósfera no
tan mefítica y angustiosa.
Nuestro auxilio no fue del todo inútil en tan crítica situación, antes bien
pudimos servir, y servimos con efecto, a reunir las discordes parejas que por efecto
de la distracción y aturdimiento, propios de semejante catástrofe, tomaban un
coche por otro, o emprendían un camino diametralmente opuesto al que llevaba la
familia.

Uno de estos grupos episódicos reclamó mi auxilio para disipar sin duda con
mi presencia cualquier sospecha que pudiera infundir a un marido, por poco celoso
que fuese, el verlos llegar tan solos y a tales horas. Comprendí, pues, toda la
importancia de mi papel, que era nada menos que representar a la sociedad,
defendiendo los derechos del ausente, y en su consecuencia traté de llenar mi deber
en términos, que sospecho que el galán más de una vez me dio a todos los diablos,
y hubiera querido no haber tropezado con mi inevitable farol.

Al avistar la casa de la señora, vimos asomar por otra esquina a la demás


familia, acompañada casualmente por el buen Alfonso. Trocados el santo y seña,
nos reconocimos todos, depositamos nuestro respectivo convoy, y yo, observando
las miradas escrutadoras del esposo y su enojo mal reprimido, no pude menos de
verter una gota de bálsamo en su corazón. -«Tranquilícese usted (le dije al oído);
su esposa de usted es todavía digna de su amor; la sociedad entera ha velado por
ella en mi persona; pero cuenta, señor marido, que no todos los días está la sociedad
de vigilante, ni todos los faroles son tan concienzudos como el mío.» -Dicho esto
desaparecimos bruscamente, sin dar lugar a mayores explicaciones con el buen
hombre, que no acertaba a volver del pasmo y dar gracias a la sociedad, que por
servirle se había escondido bajo el pardo capuchón de un sereno.

No habíamos andado largo trecho, luego que nos quedamos solos, cuando al
volver la esquina de una callejuela hirieron simultáneamente nuestros oídos varias
voces acongojadas que gritaban ¡favor! ¡ladrones, ladrones! -Redoblamos
nuestros pasos; Alfonso suena su pito, y muy luego por todas las bocacalles vemos
relumbrar sucesivamente los faroles de sus compañeros que acuden a la señal.
Corre la voz de que hay peligro; ocúpanse los desfiladeros, y de allí a un instante
se siente una carrera precipitada de uno que escapaba gritando: «A ése, a ése; al
ladrón, al ladrón.» -Los guardas de la noche no se dejan engañar por este ardid,
antes bien enfilan sus lanzones, dirigiéndolos hacia el que corre; éste, viendo
ocupadas todas las salidas, intenta volver atrás; pero ya no es tiempo; el círculo de
los serenos se estrecha, y se encuentra el malhechor en medio de ellos sufriendo
su terrible interrogatorio, y los más terribles reflejos de los faroles, asestados a su
semblante, y a cuyo resplandor se revela en él la turbación del crimen, que en vano
intenta disimular. Cuadro interesante y animado, no indigno por cierto del pincel
de nuestros célebres artistas.
Allí mismo se improvisó una cuerda, y ligado convenientemente fue
encargado a dos de los aprehensores para conducirle al cuerpo de guardia, en tanto
que los demás corrían a prestar su auxilio a los vecinos de la casa asaltada; éstos
juraban y sostenían que algún otro malvado se había escurrido hacia los tejados: y
así era la verdad, y que sin duda lo hubiera conseguido, gracias a la ligereza de sus
piernas, en contraposición a la gravedad de las de los perseguidores, a no haber
asomado en aquel mismo momento la ronda del barrio con sus respectivos
alguaciles de presa, los cuales, destacados que fueron al ojeo, regresaron muy
luego de las alturas trayendo muy bien acondicionado al fugitivo.

Todas las cosas a ratos


tienen su remedio cierto,
para pulgas el desierto,
para ratones los gatos.

Disipada, en fin, aquella tumultuosa escena, volvimos Alfonso y yo a nuestro


solitario paseo; y aquél, que vio restablecido el silencio, y que era la ocasión
oportuna para volver a lucir la sonoridad de su garganta, tosió dos veces, escupió,
echó la cabeza fuera del capuchón, y con brío y majestad lanzó al viento el
consabido canto llano: ¡Las dos en punto y... sereno!

En este mismo instante empezaba a nuestra espalda otra escena, que a juzgar
por la cobertura, no podía menos de ser brillante y divertida. Una escogida orquesta
de cencerros y esquilones, almireces y regaderas, obligada de periódicos bemoles
producidos por aquel instrumento grosero, hasta en el nombre, formaba un
estrépito original y extravagante que contrastaba singularmente con el silencio
anterior. Semejante modo de hablar simbólico tiene esto de bueno, que expresa
rápidamente, y no da lugar a dudas o interpretaciones. Así que luego que oímos el
sonido del cencerro, no dudamos que aquello podía ser una cencerrada, y al
escuchar los fúnebres acordes de la Lira de Medellín, luego nos figuramos que se
trataba de boda o cosa tal.

Éralo en verdad; y los malignos felicitantes dirigían aquel agasajo a un


honrado tabernero que en aquel día acababa de trocar sus doce lustros de vida y
cuatro de viudez, con una calcetera también viuda, también vieja, y también
honrada; determinación heroica y altamente social, que en vez de ser
recompensada con tiernos epitalamios y coronas de laurel, celebraban sus amigos
con aquella algazara que es ya de estilo para el que vuelve a encender segunda vez
la antorcha del himeneo.
Un sentimiento de piedad, que sin duda produjo en Alfonso el recuerdo de su
esposa, le movió a proteger la inviolabilidad de aquel primer sueño conyugal, y a
disipar aquella tormenta que por los menos tendía a interrumpirle por largo rato.
Consiguiólo en efecto, gracias a su persuasiva autoridad, y luego que vio
desamparada la calle, no pudo resistir un movimiento de orgullo, dando a conocer
al tendero el servicio que acababa de dispensarle, y exclamó: ¡Las dos y media!
y... sereno.

«Gracias, amigo» -dijo a este tiempo una aguardentosa voz, escapada de una
como cabeza que asomó envuelta en un gorro como verde por el ventanillo de la
tienda. Y tras esto una mano amiga pasó por el mismo conducto un vaso de
Cariñena que hizo regocijar al buen Alfonso, el defensor del orden público y de
los derechos conyugales.

Nuevos y nuevos sucesos exigían en aquel momento nuestra franca


cooperación. Una mujer desgreñada y frenética atravesaba la calle para rogarnos
que fuésemos a la parroquia a pedir la extremaunción para su hijo... y por el
opuesto lado un hombre, sin sombrero y sin corbata, nos acometía, empeñándonos
a acompañarle para ir a casa del comadrón a rogarle que viniera a ejercer su
ministerio cerca de su esposa. Fue, pues, preciso dividirnos tan importantes
funciones; el compañero marchó con la mujer a la parroquia, y yo a casa del
comadrón con el marido. Y al volver a encontrarnos, el uno con el nuncio de la
vida, y el otro con el ángel de la muerte, no sé lo que pensaría Alfonso; pero yo de
mí sé decir que me ocurrieron reflexiones que acaso no dirían mal aquí.

Una sola calle en todo el cuartel no habíamos visitado en toda la noche,


negándose constantemente Alfonso a entrar en ella, no sin excitar mi natural
curiosidad. Pero en fin, instado por mí, y sin duda conociendo que ya podría ser
hora oportuna, penetramos en su recinto, y luego conocí la causa misteriosa de
aquella reserva. Érase un apuesto galán embozado hasta las cejas, y tan
profundamente distraído en sabrosa plática con un bulto blanco que asomaba a un
balcón, que no echó de ver nuestra llegada, hasta que ya inmediatos a él, Alfonso
tosió varias veces, y acercándose el preocupado galán: «Buenas noches, señorito.»
-¿Cómo? ¿pues qué hora es? -Las tres y media acaban de dar. -Un profundo
suspiro, que tuvo luego su eco en el balcón, fue la única respuesta. Y el bulto
blanco desapareció, y la misteriosa capa también.

Al llegar aquí no pude menos de respetar en Alfonso el dios tutelar de aquel


misterio, y comparando esta escena con la anterior, eché de ver que entre la vida y
la muerte hay todavía en este mundo alguna cosa interesante y placentera.
Patética iba estando mi imaginación, sin que bastase a distraerla el sabroso
diálogo que poco después entablamos con un hombre que yacía tendido en medio
de la calle; el cual, inspirado por el influjo del mosto que encerraba en su interior,
se soñaba feliz en brazos de su esposa, y dirigía sus caricias al inmediato guarda-
cantón; asunto eminentemente clásico, y digno de la lira de Anacreonte.
En esto un perro ladró, y luego ladraron dos perros, y después cuatro, y en
seguida diez, y por último ladraron todos los perros del barrio, y Alfonso exclamó
con alegría: -«Ya viene Colás, y el día no puede tardar tampoco.» -¿Y quién era
(exclamarán sin duda mis lectores) este anuncio del sol, este héroe matinal, a quien
aclamaban en coro todos los cuadrúpedos vivientes? -¿Ahí que no es nada!... Era
Colás, el investigador de misterios escondidos entre el polvo y la inmundicia, el
descubridor de ignoradas bellezas, químico analizador de la materia; sustancia que
se adhiere a las sustancias de valor; disolvente metal que sabe separar el oro de la
liga y vengar con su ciencia la injusticia de la escoba. Armado con su gancho
protector, recorre sucesivamente los depósitos que los vecinos han colocado a sus
puertas, y busca su subsistencia en aquellos desperdicios que los demás hombres
consideran por inútiles y arrojadizos. Y como la raza canina cuenta también con
aquellos mismos desperdicios como base de su existencia, y la ley (¡injusta ley al
fin hecha por los hombres!) ha investido al trapero de una autoridad perseguidora
hacia aquella clase, no hay que extrañarse del natural encono con que le miran, ni
que las víctimas saluden a su paso al sacrificador, con aquel interés con que lo
harían si él fuera ministro de Hacienda, y ellos fueran los contribuyentes.
En sabrosa plática departían Alfonso y Colás sus mutuos sentimientos, entre
tanto que yo, apoyado en una esquina, saboreaba las consideraciones que me
inspiraba aquella escena, y ya me disponía a abandonarla y a despojarme de mi
misterioso disfraz, cuando el sonido de una campana extraña llamó rápidamente la
atención de Alfonso, que con el mayor interés interrumpe su diálogo: aplica el
oído, cuenta uno, dos, cuatro, cinco golpes: y exclama... ¡Las cuatro menos
cuarto!... y ¡fuego en la parroquia de Santa Cruz!

Inmediatamente corren precipitados todos los serenos; cuáles a avisar a los


obreros, cuáles a reunir a los aguadores de las fuentes; éstos a acompañar las
bombas, aquéllos a dar aviso a la autoridad. En un momento las calles se pueblan
de gentes que corren hacia el sitio del incendio; los carros de las mangas parten
precipitados para alcanzar el premio de la que llega primero; cruzan las ordenanzas
de los puestos militares; aparecen las autoridades con sus rondas; y unos y otros
refluyen por distintos puntos al sitio del incendio. Esta escena era majestuosa e
imponente: iluminada de un lado por los últimos rayos de la luna, de otro por el
lúgubre resplandor de las llamas; animada por un conjunto numeroso de operarios
que acudían a hacer trabajar las máquinas, a extraer las personas y muebles, a
cortar el progreso del incendio, ofrecía un golpe de vista por manera interesante y
animado.

No faltaban en verdad sus grotescos episodios; no faltaba manga que exhalaba


su respiración por un lado, dirigiendo su benéfico raudal a la pared de en frente,
no sin grave compromiso de los curiosos vecinos que campeaban en los balcones;
no faltaba hombre aturdido que para salvar de las llamas un precioso reloj, lo
arrojaba violentamente por el balcón; ni quien propusiera apagar el fuego a
cañonazos; ni quien derribar una casa inmediata para ponerla a cubierto de todo
temor.
Pero el celo era grande; la filantropía de la mayor parte de los operarios, digna
del más cumplido elogio. Los serenos, colocados en semicírculo delante de la casa
incendiada, custodiaban los efectos; las patrullas dispersaban a la parte innecesaria
de la concurrencia; los vecinos prestaban sus casas a los infelices, víctimas de
aquella catástrofe; la autoridad procuraba regularizar los movimientos de todos y
dirigirlos al fin común. Por último, después de un largo rato de inútiles tentativas
pudo llegar a cortarse el vuelo de las llamas; y sucesivamente todo fue entrando en
el orden, hasta que ya disipado el peligro, cada uno pensó en retirarse a descansar.
Los cantos de las aves anunciaban ya la próxima aparición de la aurora; las
puertas de la capital daban entrada a los aldeanos que acudían a proveer los
mercados; las tiendas de aguardiente se entreabrían ya para ofrecer su alborada a
los mozos compradores; los ancianos piadosos seguían el misterioso son de la
lejana campana que anunciaba la primera misa; y los honrados guardas nocturnos
iban desapareciendo y apagando sus ya inútiles faroles.

Alfonso a este tiempo hizo alto delante de una modesta habitación, y con
mayor alegría que en el resto de la noche exclamó: ¡Las cinco en punto! y...
«Ya bajo» -le contestó desde la buhardilla una voz que supuse desde luego ser
la de su cara mitad.

Conocí que era llegado el momento de separarnos; entreguele chuzo y


capotón, y restituido a mi forma primera, volví a ser actor en un drama agitado, del
que toda la noche había sido sereno e indiferente espectador.
(Noviembre de 1837.)

Antes, ahora y después


I
El tiempo se ve retratado con exactitud en las
generaciones vivas; de suerte que los viejos representan
lo pasado, los jóvenes lo presente y los niños el porvenir.

Addison

La filosófica observación de un célebre moralista, que queda estampada como


epígrafe del presente artículo, nos conduciría como por la mano a entrar de lleno
en aquella cuestión tantas veces agitada de la mayor o menor corrupción de los
tiempos; y después de bien debatida, sucederíanos lo que de ordinario acontece,
esto es, que acaso no sabríamos decidirnos entre los recuerdos pasados, la
actualidad presente y las esperanzas futuras.
Las mujeres, según la observación también exacta de otro autor crítico, son las
que forman las costumbres, así como los hombres hacen las leyes; quedando
igualmente por resolver la eterna duda de cuál de estas dos causas influye
principalmente en la otra, a saber: si las costumbres son únicamente la expresión
de las leyes, o si éstas vienen a reproducirse como el reflejo de aquéllas.

Parece, sin embargo, lo más acertado el creer que este es un círculo sempiterno
en que quedan absolutamente confundidos el principio y el fin, pues si vemos
muchos casos en que el legislador se limitó a formular las costumbres y las
inclinaciones de los pueblos, también hay otros en que éstos se vieron prevenidos
por la atrevida mano de aquél.

De todos modos, no puede negarse que la educación es la base principal que


sustenta y modela casi a voluntad el carácter del hombre, y de aquí la importancia
de las leyes que la dirijan; también habrá de convenirse en que las mujeres están
llamadas por la naturaleza a prestar al hombre los primeros cuidados, a inspirarle
sus primeras ideas; y he aquí explicada también naturalmente la otra observación,
o sea su influencia en el futuro desarrollo de la sociedad.

Todas estas y otras muchas verdades se ven materializadas, por decirlo así, en
cada país, en cada ciudad, en cada casa. Mas cuenta, que no a todos es dado el
apreciar distintamente el espectáculo que delante se les presenta; no todos saben
adivinar sus causas, medir sus efectos, calcular sus consecuencias; el libro de la
vida todos lo escriben, muy pocos son los que aciertan a leer en él; y allí donde por
lo regular acaba el horizonte del vulgo, suele empezar el del filósofo observador.

II
La madre

Mucho más locas las viejas


son en Madrid que las mozas,
y es natural, porque llevan
muchos más años de locas.

León de Arroyal.

Doña Dorotea Ventosa, de quien ya en otra ocasión tengo hablado a mis


lectores, era una señora que por mal de sus pecados tuvo la fatal ocurrencia de
nacer en los felices años del reinado de Carlos III, y si bien esta circunstancia no
fuese sabida más que de ella misma, y del señor cura de la parroquia, y pareciese
hallarse desmentida por las continuas modificaciones y revoque de su persona
monumental, sin embargo, los arqueólogos y amantes de antigüedades (que como
es sabido tienen la descortés osadía de señalar fechas a todo lo que miran) creyeron
poder arriesgarse a colocar la del nacimiento de nuestra heroína a los setenta y
cinco del pasado siglo, mes más o menos.

Nacida de padres nobles, y sesudamente originales, en aquellos tiempos en


que los españoles no se habían aún traducido del francés, vio deslizarse sus
primeros años en aquel reducido círculo de sensaciones que constituían por
entonces la felicidad de las familias; y el respeto a señores padres y el santo temor
de Dios eran los únicos pensamientos que alternaban en su imaginación con los
juegos infantiles. Enseñáronla a leer, lo necesario para hojear el Desiderio y
Electo y las Soledades de la vida; y en cuanto a escribir, nunca llegó a hacerlo, por
considerarse en aquellos tiempos la pluma como arma peligrosa en las manos de
una mujer.

No bien cumplió doce años, y antes que la razón viniese como suele a perturbar
la tranquilidad de su espíritu, fue colocada en un convento, donde aprendió a
trabajar mil primorosas fruslerías, y a pedir a Dios, en una lengua que no entendía,
perdón de unos pecados que no conocía tampoco.

El amor paterno, velando por su porvenir en tanto que ella dormía y crecía en
el seno de la inocencia, negociaba con eficacia un ventajoso matrimonio para
cuando llegase el momento de salir al mundo; y así que hubo llegado a los diez y
ocho años de su edad, fue vuelta a la casa paterna, y desposada de allí a pocos
meses con un hombre a quien ella apenas conocía, pero que tenía la ventaja de
colocarla en una brillante posición, y añadir a sus apellidos siete u ocho apellidos
más.

Pasó, pues, sin transición gradual, desde el dominio de la hermana superiora,


al más positivo del marido superior. Porque es bien que se sepa que por entonces
todos los maridos lo eran, y tenían más punto de contacto con la arrogancia de los
árabes, que con la acomodaticia cortesanía francesa.

Convencidos, no sé si con razón, de lo peligroso que es el aire libre y el


contacto de la sociedad a la pureza de las costumbres femeniles, tocaban en el
opuesto extremo; convertían sus casas en fortalezas, sus mujeres en esclavas, y en
austera obligación los voluntarios impulsos del amor.

Ya se deja conocer, y todas mis lectoras convendrán en ello, que sistema tan
descortés supone, como si dijéramos, una sociedad incivilizada, una ilustración en
mantillas; y todas las jóvenes darán en el interior de su corazón mil gracias al cielo
por haberlas hecho nacer en un siglo más filosófico y conciliador. Pero esto no es
del caso, ni ahora la ocasión del obligado encomio del siglo en que vivimos; todo
ello podrá tener su lugar más adelante; por ahora habremos de reposar la
imaginación en los últimos años del que pasó.
Nuestra bella mal maridada llevó con paciencia el primer año de aquel tiránico
amor: en este punto hay que alabarla la constancia, que en el día podría hacerla
pasar por una Penélope; pero al fin, el primer año pasó, y vino el segundo; y
entonces observó que su marido siempre era el mismo; un señor por otro lado muy
formal y muy buen cristiano, pero sin espada ni redecilla, ni botones de acero, ni
mucho sebo en el peluquín; que entonces las mujeres se enamoraban de las pelucas,
como ahora se enamoran de las barbas.

Observó que a su edad (que tenía ya treinta cumplidos) todavía no sabía bailar
el bolero, ni cantar la Tirana, ni había podido tomar partido entre Costillares y
Romero, ni sabía qué cosa era el arrojar confites a Manolito García; cosas todas
muy puestas en razón, y que para servirme de una expresión galo-moderna, hacían
furor por aquellos tiempos de gracia. Advirtió que su casa era siempre su casa, y
las ventanas siempre con celosías, y el perro siempre acostado a la entrada, y el
Rodrigón siempre en acecho a la salida, y los muebles siempre silenciosos, y los
libros siempre Santa Teresa y Fray Luis, y las estampas siempre el Hijo Pródigo y
las Bodas de Caná.

Por algunas expresiones sueltas de algunas amigas (que nunca faltan amigas
para venir a enredar las casas) llegó a adivinar que extramuros de la suya había
alguna otra cosa que no era ni su marido, ni sus pájaros, ni sus celosías, ni sus
tiestos, ni sus lignum crucis, ni sus San Juanitos de cera. Supo que había teatros, y
toros, y meriendas, y Prado, y abates, y devaneos; y como la privación es salsa del
apetito, rabió por los abates y por las meriendas, y por el Prado y por los toros, y
por la comedia y por los devaneos.

Pero a todos estos extraños deseos hacía frente la faz austera del esposo, que
rayando en una edad madura, y práctico conocedor de los peligros mundanos, se
consideraba en el deber de apartar de ellos con vigilante constancia a su joven
compañera, sin que ésta por su parte se lo agradeciese, como que sólo veía en ello
un exceso de egoísmo, y una implacable manía de ejercer con ella su conyugal
autoridad.

Desengañada, en fin, de la inutilidad de sus esfuerzos para quebrantar sus


odiosas cadenas, hubo de conformarse al reducido círculo de sus obligaciones
domésticas. Por fortuna el amor maternal pudo hacerla más halagüeña su
existencia: tres hermosos niños vinieron sucesivamente a endulzarla; criábalos ella
misma, por no haberse establecido aún la funesta moda que releva a las madres de
este sublime deber; vivía con ellos y para ellos, y sus gracias inocentes casi la
llegaron a reconciliar con unos lazos que antes miraba como tiránicos y opresivos.

Desgraciadamente de estos tres niños desaparecieron dos, antes que la muerte


arrebatase también al papá; y cuando este acontecimiento vino a cambiar la
existencia de nuestra heroína, quedó ésta a los cuarenta y ocho de su edad, con una
sola niña de quince abriles, que revelaba a la mamá en sus lindas facciones una
verdad que apenas había tenido lugar de advertir, esto es, que ella también había
sido hermosa.

Las mujeres en general suelen tener dos épocas de agitación y de ruido: una
cuando en la primavera de la edad recogen los obsequios que la sociedad las dirige,
y otra cuando vuelven a recibirlos en la persona de sus hijas. La mamá de que
vamos hablando, por las razones que quedan dichas, no había tenido ocasión de
disfrutar de aquella primera época; pero nada la impedía aprovecharse de la
segunda. Y como es una observación generalmente constante que el que ha sido
viejo cuando joven, suele querer ser joven cuando llega a viejo, déjase conocer la
buena voluntad con que aprovecharía la ocasión de rendir al mundo el tributo que
tan sin su voluntad le había negado un tiempo.

Escudada con el pretexto de la hija (que suele ser en madres verdes el salvo-
conducto de su ridícula disipación), halagada por la fortuna con una brillante
posición social, dueña absolutamente de su persona y de sus bienes, y todavía no
maltratada por el medio siglo que disimulaba su espejo, trató de indemnizarse de
las privaciones pasadas por las delicias presentes. Abrió su casa a la sociedad, y se
relacionó con las más elegantes de la corte; dio bailes y conciertos, visitó teatros,
dispuso giras de campo y lucidas cabalgatas; observó hasta la extravagancia los
más extraños preceptos de la moda; y como ésta lo autorizaba y su posición lo
permitía también, supo fijar al dorado carro de su triunfo, y disputar a su propia
hija mil adoradores, que suspiraban por los bellos ojos de su bolsillo, y que
ofuscados por su esplendor, sabían disimular sus postizos adornos, su incansable
e insulsa locuacidad, su dominante altivez y sus voluntarios caprichos.

El tiempo, sin embargo, iba imprimiendo su huella cada día más hondamente
en aquella agitada persona; pero ella, tenazmente sorda a sus avisos, disputaba paso
a paso al viejo alado la victoria, en términos que a creerla, tenía el singular
privilegio de caminar hacia su origen, porque si un año confesaba cuarenta, al otro
no tenía más que treinta y cinco, y al siguiente treinta y dos, hasta que se plantó en
veinte y nueve, y ya no hubo forma de hacerla adelantar más.

A la implacable rueca de las Parcas oponía ella las tijeras de la modista y la


media caña del peluquero, y las preparaciones del químico; allí donde anochecía
un diente de amarillento hueso, la industria corría presurosa a colocarla otro de oro
purísimo y marfil; allí donde empezaba a amanecer la blanca cabellera, el arte sabía
correr el denso velo de un elegante prendido.

...¿Quién hay
que cuente los embelecos,
los rizos, guedejas, moños
que están diciendo: Memento,
calva, que ayer fuiste raso,
aunque hoy eres terciopelo?
Ella, en fin, era un códice antiguo, cuidadosamente encuadernado en
magnífica cubierta; un cuadro del Ticiano restaurado por manos profanas; casco
viejo y carenado, como aquel en que el inmortal Teseo marchó a libertar a los
atenienses del tributo de Minos, del cual se cuenta que fue conservado por éstos
en señal de veneración, reponiendo continuamente las piezas que se rompían, en
términos que después de nueve siglos, siempre era el mismo, aunque había
desaparecido del todo.

No sin ocultos celos esta arrogante mamá veía crecer y desenvolverse


diariamente las gracias de Margarita (que así se llamaba la niña), y más de una
ocasión llegó a disputarla, con grandes esfuerzos, tal cual conquista que ella había
hecho sin ninguno. Bien hubiera deseado ocultarla a los ojos del mundo, como un
argumento vivo de su edad, o como un formidable contraste de sus artificiales
perfecciones; pero entonces se hubiera ella misma condenado a igual reclusión y
silencio. Más fácil era hacerla pasar por sobrina o por hermana menor; afectar con
ella la mayor familiaridad y renunciar a todo respeto; disminuir su brillantez con
la sencillez de su traje; dejarla correr con sus amigas distinto rumbo y diversas
sociedades, y evitar, en fin, todo término posible de odiosa comparación.

Las consecuencias naturales de semejante sistema no se hicieron esperar por


largo tiempo; desamparada la joven de la tutela y del escudo maternal, entregó
inadvertidamente su corazón al primer pisaverde que quiso recogerlo, y lo entregó
con tal verdad, que haciendo frente a la terrible oposición de la madre (que quiso
entonces usar de un derecho a que ella misma había renunciado con su conducta),
e impulsada por el primer movimiento de su pasión, imploró la protección de las
leyes para satisfacer su voluntad, contrayendo matrimonio con el susodicho galán.
Y mientras esto sucedía, la mamá, libre ya absolutamente de toda traba y
responsabilidad, se propuso dar rienda suelta a sus caprichos y disipación, llegando
a lograrlo en términos, que sólo fue capaz de atajarla una aguda pulmonía, que
supo aprovechar la ocasión de la salida de un baile, para llevarla aún cubierta de
flores a las afueras de la puerta de Fuencarral.

III
LA HIJA

Ya la notoriedad es el más noble


atributo del vicio, y nuestras Julias,
más que ser malas, quieren parecerlo.

Jovellanos.
Dicho se está lo importante a par que difícil del acierto en la educación de una
mujer. Hemos visto en el ejemplo anterior las consecuencias de la excesiva
suspicacia paterna y de la opresión conyugal; pero antes de decidirnos por el
opuesto término, bueno será fijar la vista en sus naturales inconvenientes. Y las
siguientes líneas van a ofrecernos una prueba más de que así es de temer en la
mujer el extremado rigor y la absoluta ignorancia, como la falsa ilustración y una
completa libertad.

Hemos dejado a Margarita en aquel momento en que colocada por su


matrimonio en una situación nueva, podía tomar su rumbo propio, y reducir a la
práctica el resultado de su educación y sus principios.

Poco queda que adivinar cuáles serían éstos, si traemos a la memoria el


ejemplo de la mamá, y las apasionadas exageraciones que no podría menos de
escuchar de su boca, contra la rígida severidad de sus padres y de su esposo.
Añádase a esto el continuo roce con lo más disipado y bullicioso de la sociedad,
las conversaciones halagüeñas de los amantes, las pérfidas confianzas de las
amigas, y la indiscreta lectura de todo género de libros; porque ya por entonces las
jóvenes, a vuelta de las Veladas de la Quinta y la Pamela Andrews, solían leer
la Presidenta de Turbel, y la Julia de Rousseau.

Por fortuna el carácter de Margarita era naturalmente inclinado a lo bueno, y


ni las lecturas, ni el ejemplo, pudieron llegar a corromper su corazón hasta el
extremo que era de temer; sin embargo, la adulación continuada hubo de
imprimirla cierto sentimiento de superioridad y de orgullo, que veía celebrado con
el título de «amable coquetería»; la irreflexión propia de su edad y de sus escasos
conocimientos pudo a veces ofuscarla contra su propio interés; y esta misma
veleidad y esta misma irreflexión fueron las que la guiaron, cuando desdeñando
otros partidos más convenientes, dio la preferencia al joven que al fin llegó a
llamarla su esposa.

Era éste, a decir verdad, lo que se llama en el mundo una conquista brillante,
muy a propósito para lisonjear el amor propio de Margarita. Joven, buen mozo,
alegre, disipador, sombra fatal de todos los maridos, grata ilusión de todas las
mujeres, cierto que ni por su escasa fortuna, ni por sus ningunos estudios, ni por
su carácter inconstante y altivo, parecía llamado a conquistar entre los demás
hombres una elevada posición social, y que hubiera representado un papel nada
airoso en un tribunal o en una academia; pero en cambio ¿quién podía disputarle
la ventaja en un estrado de damas, siendo el objeto de su admiración, o cabalgando
a la portezuela de un coche sobre un soberbio alazán? Estas circunstancias unidas
a su buen decir, sus estudiados transportes, y su tierna solicitud, fueron más que
suficientes para dominar un corazón infantil, y alejar de él toda idea de calculada
reflexión.
Pudo, en fin, Margarita ostentar sujeto al carro de su triunfo aquel bello adalid,
objeto de la envidia de sus celosas compañeras; pudo al fin pasear el Prado colgada
de su brazo, llamarse con su apellido, y darle de paso a conocer a él mismo la
superioridad a que le había elevado, y el respeto y el amor que le exigía en justa
retribución.

Las primeras semanas no tuvo, por cierto, motivo alguno de queja de parte de
su esposo, antes bien calculando por ellas, no podía menos de prometerse una
existencia de contentos y de paz. Siguiendo en un todo las máximas de la moda,
ella era la que recibía las visitas, ella la que ofrecía la casa, ella la que reñía a los
criados, ella la que disponía los bailes, ella la que presentaba al esposo a la
concurrencia, ella, en fin, la que dominaba en aquella voluntad en otro tiempo tan
altiva.

Entre tanto la suya se conservaba perfectamente libre, sin que ninguna


observación, ni la más mínima queja vinieran a turbar aquella aparente felicidad.
Margarita (en uso de los derechos que nuestra moderna sociedad concede tan
oportunamente a una mujer casada) pudo desde el siguiente día de su matrimonio
entrar y salir cuando la acomodaba, recorrer las calles sin compañía, visitar las
tiendas, pasear con las amigas a larga distancia del marido; pudo conversar con
todo el mundo con mayor familiaridad y descoco, y dar a sus discursos cierto
colorido más expresivo y malicioso; ningún capricho de la moda, ninguna
extravagancia del lujo estaban ya vedadas a la que podía titularse señora de su casa;
y cuando a vuelta de pocas semanas advirtió o creyó advertir los primeros síntomas
de su futura maternidad... ¡oh! entonces ya no hubo género de impertinencia que
no estuviese en el orden, capricho que no se convirtiese en necesidad.

Llegó, en fin, después de nueve meses de sustos y sinsabores, el suspirado


momento del parto... ¡Santo Dios! todo el colegio de San Carlos era poco para
semejante lance... pero en fin, la naturaleza, que sabe más que cien doctores, no
quiso que éstos se llevasen la gloria de aquel triunfo, y antes que ellos acudiesen a
estorbarla, salió a luz un primoroso pimpollo de muchacho, que fue recibido con
sendas aclamaciones de toda la familia; y reconocido y bien manoseado por una
vecina vieja, se vio saludado por ella con aquel apóstrofe de costumbre: -
«Clavadito al padre, bendígale Dios.»

Al siguiente día se celebró el bateo con toda solemnidad, y ya de antemano


habían mediado acaloradas disputas sobre el nombre que le pondrían al muchacho;
volviéronse a renovar aquella noche, y toda ella la pasaron el papá y la mamá
haciendo calendarios, pues que el común ya no sirve sino para gentes añejas de
suyo, retrógradas y sin pizca de ilustración. Bien hubiera querido el papá, a quien
alguna cosa se le alcanzaba de historia, haber impuesto al joven infante algún
nombre sonoro y de esperanzas, como Escipión o Epaminondas, mas por qué tanto
la mamá aborrecía de muerte a griegos y romanos, y estaba más bien por los
Ernestos y los Maclovios, y otros nombres así, cantábiles, mantecosos y que
naturalmente llevan consigo mayor sentimentalismo e idealidad.
Y como en casos semejantes la influencia femenil raya en su mayor altura, no hay
necesidad de decir más, sino que Margarita consiguió su deseo, y que el chico fue
inaugurado con el fantástico nombre de Arturo.

El amor maternal es un sentimiento tan grato de la naturaleza que cuesta


mucho trabajo a la sociedad el contrariarlo; así que nuestra joven mamá en los
primeros momentos de su entusiasmo, casi estuvo determinada a criar por sí misma
a su hijo, y como que sentía una nueva existencia al aplicarle a su seno y
comunicarle su propio vivir; pero la moda, esta deidad altiva, que no sufre
contradicción alguna de parte de sus adoradores, acechaba el combate interior de
aquella alma agitada, y apareciendo repentinamente sobre el lecho, mostró a su
esclava la seductora faz, y con voz fuerte y apasionada: -«¿Qué vas a hacer (la
dijo), joven deidad, a quien yo me complazco en presentar por modelo a mis
numerosos adoradores? ¿Vas a renunciar a tu libre existencia, vas a trocar tus galas
y tus tocados, tus fiestas y diversiones, por esa ocupación material y mecánica, que
ofuscando tu esplendor presente, compromete también las esperanzas de tu
porvenir? ¿Ignoras los sinsabores y privaciones que te aguardan, ignoras el ridículo
que la sociedad te promete, ignoras, en fin, que tu propio esposo acaso no sabrá
conciliar con tu esplendor ese que tú llamas imperioso deber, y acaso viendo
marchitarse tus gracias?...»

-«No digas más», prorrumpió agitada Margarita, «no digas más»; y la voz de
la naturaleza se ahogó en su pecho, y el eco de la moda resonó en los más
recónditos secretos de su corazón.

Impulsada por este movimiento, tira del cordón de la campanilla, llama a su


esposo, el cual sonríe a la propuesta, y conferencia con ella sobre la elección de
madre para su hijo. Cien groseras aldeanas del valle de Pas vienen a ofrecerse para
este objeto; el facultativo elige la más sana y robusta; pero la mamá no sirve a
medias a la moda, y escoge la más linda y esbelta; al momento truécase su grosero
zagalejo en ricos manteos de alepín y terciopelo con franja de oro; su escaso
alimento, en mil refinados caprichos y voluntariosos antojos, y cargada con la
dulce esperanza de una elegante familia, puede pasearla libremente por calles y
paseos, retozar con sus paisanos en la Virgen del Puerto, y disputar con sus
compañeras en la plazuela de Santa Cruz.

De esta manera pudo ser madre Margarita, y multiplicar en pocos años su


descendencia, llenando la casa de Carolinas y Rugeros, Amalteas y Pharamundos,
con otros nombres así, desenterrados de la edad media, que daban a la familia todo
el colorido de una leyenda del siglo X. Y hasta en esto se parecía la casa a los
dramas modernos, en que no había unidad de acción; porque el papá, la mamá y
los niños formaban cada uno la suya aparte, tan independiente y sin relación, que
sería de todo punto imposible el seguir simultáneamente su marcha.
Porque si nos empeñásemos en seguir al papá, le veríamos ya desdeñando la
compañía de su esposa como cosa plebeya y anticuada, abandonar día y noche su
casa, correr con otros calaveras los bailes y tertulias, sostener la mesa del juego,
proseguir sus conquistas, entablar y dirigir partidas de caza y viajes al extranjero,
y afectar con su esposa una elegante cortesanía; entrar a visitarla de ceremonia, y
rara vez, o saludarla cortésmente en el paseo, o subir a su palco en el entreacto de
la ópera.

La esposa por su lado nos ofreciera un espectáculo no menos digno de


observar; ocupada gran parte de la mañana en debatir con la modista sobre la forma
de las mangas o el color del sombrerillo, entregada después en manos de su
peluquero mientras hojeaba con interés el Courrier des Salons o el último cuento
filosófico de Balzac, el resto del día lo empleaba en recibir las visitas de aparato,
en murmurar con las amigas de las otras amigas, en escuchar los amorosos suspiros
de los apasionados, y aunque riendo de ellos en el fondo de su corazón, ostentarlos
a su lado en el paseo, en la tertulia, en el teatro; y vivir, en fin, únicamente para el
mundo exterior, representando no sin trabajo el difícil papel de dama a la moda.

Fina y delicada es la observación que nuestro buen Jovellanos consiguió en el


bellísimo terceto que arriba queda citado: la moda y los preceptos del gran mundo
obligan a muchas mujeres a aparentar lo que no son, al paso que el orgullo y el
amor a la independencia suelen a veces ser los escudos de la virtud, si es que sea
virtud aquella tan disfrazada que procura ocultarse a los ojos del mundo, y fingir
abiertamente un contrario sistema. Grande error es en la mujer no tomar en cuenta
las apariencias, pues las más veces suele juzgarse por éstas, y como no todos leen
en el interior de su corazón, no todos llegan a distinguir la realidad de la ilusión,
la consecuencia del vicio, de la que sólo es nacida del imperio de la moda. Y
aunque se me moteje de la manía de estampar citas, no quiero dejar de hacerlo aquí
con unos bellísimos versos de Tirso de Molina que expresan este pensamiento.

La mujer en opinión
mucho más pierde que gana
pues son como la campana,
que se estiman por el son.

IV
LOS NIETOS
Margarita tenía, como queda dicho, un corazón excelente, amaba a su marido
y a sus hijos, y más de una vez hubiera deseado disfrutar con ellos de aquella paz
doméstica, única verdadera en este mundo engañador; pero el ejemplo de su esposo
por un lado, la adulación por otro, triunfaban casi siempre de aquellos
sentimientos, y a pesar suyo veíase arrastrada en un torbellino de difícil salida.
Para conservar lo que ella llamaba su independencia, y que más pudiéramos
apellidar vasallaje de la moda, había apartado de su lado a los dos únicos niños que
le quedaban, Arturo y Carolina, colocándoles en elegantes colegios, donde
pudiesen aprender lo que ahora se enseña. De esta manera se privó voluntariamente
de los puros placeres de la maternidad, y sus propios hijos, cuando por acaso solían
verla, la miraban con la extrañeza y cumplido que era consiguiente.

No paró aquí su desconsuelo; el esposo, que hasta allí había dado libre rienda
a sus caprichos sin fijarse en ninguno, llegó a apasionarse verdaderamente de otra
mujer, y a hacer sentir a la propia toda la inconveniencia de su existir. Margarita,
por el extremo contrario, o sea que la edad fuese desenvolviendo en ella sus
inclinaciones racionales, o fuese el sentimiento natural de verse suplantada por
otro amor, vio renovarse en su corazón el que le inspiraba su esposo. Éste por su
parte, para librarse de sus importunidades, la echó en cara su disipación y ligereza
anterior, el abandono de sus hijos, las injurias que la edad y la tristeza imprimieran
en su semblante, y en fin, no pudiéndose resignar a esta continua reconvención,
huyó del lado de su esposa, dejándola abandonada a su desesperación y a sus
remordimientos.

Quedóla, pues, por único consuelo el cariño de sus hijos; pero éstos apenas la
conocían ni la debían nada, y por consecuencia no la tenían amor. Por otro lado,
educados con aquella independencia y descuido, era ya difícil variar sus primeras
inclinaciones, darles a conocer sus más sólidas ideas.

Arturo era ya un muchacho fatuo y presumido, charlatán y pendenciero, que


saludaba en francés, cantaba en italiano, y escribía a la inglesa; que hablaba de tú
a su mamá, y terciaba en todas las conversaciones; que huía de los muchachos, y
los hombres huían de él; que retozaba con las criadas, y alborotaba en los cafés, y
bailaba en Apolo, y fumaba en el Prado, y en todas partes era temido por su
insoportable fatuidad.

Carolina era una niña prematura, apasionada y tierna por extremo, que lloraba
sin saber por qué, y se miraba al espejo, y dormía los ojos, y hablaba con él, y
chillaba al ver un ratón, y aplaudía en los dramas la escena del veneno, y se
enamoraba de las estampas de los libros, y se ponía colorada cuando la hablaban
de muñecas y bordados, y cantaba con expresión el tenero ogetto y el morir per te.
Margarita vio entonces de lleno todo el horror de su situación, y tembló por
ella misma y por sus hijos. Vio en Arturo una fiel continuación de la imprudencia
de su esposo; vio en Carolina un espejo fiel de su propia imprudencia; se vio ella
misma víctima del ejemplo de su madre, modelo que dejaba a sus hijos; y no
pudiendo resistir a esta terrible idea, sucumbió de allí a poco, dejándolos
abandonados en el mar proceloso de la vida.
La sociedad, empero, recogió su herencia, la inspiró sus ideas, la comunicó
sus ilusiones, y como había modelado a la abuela y a la madre, modeló también a
los nietos, y éstos servirán de fiel continuación de aquel drama, y no hay que
dudarlo, lo que fue antes, y lo que es ahora, eso mismo será después.
(Diciembre de 1837.)

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