Tema II

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DERECHO DE LIBERTAD DE CREENCIAS

BEATRIZ SOUTO G ALVÁN

TEMA II. LA LIBERTAD DE CREENCIAS EN EL ORDENAMIENTO


JURÍDICO ESPAÑOL

El espíritu laico no es en sí mismo una nueva cultura, sino la condición de


convivencia de todas las posibles culturas

Norberto Bobbio

I. EL DERECHO FUNDAMENTAL DE LIBERTAD DE CREENCIAS

El artículo 16 de la Constitución española de 1978 garantiza la libertad de


creencias o de convicciones de los individuos y de las comunidades, en los siguientes
términos:

1. Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos


y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria
para el mantenimiento del orden público protegido por la Ley.

2. Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o


creencias.

3. Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos


tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán
las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás
confesiones.

La triple terminología utilizada en el apartado primero de este precepto ha


sugerido una doble interpretación del mismo. Parte de la doctrina científica estima que
el artículo 16 CE garantiza dos libertades formalmente distintas: la libertad religiosa y la
libertad ideológica o de pensamiento. Desde esta perspectiva, se sostiene que tienen un
objeto propio, distinto en cada caso: el objeto de la libertad ideológica sería el conjunto

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de ideas, conceptos y juicios que el hombre puede elaborar y defender sobre cualquier
realidad física o humana, mientras que el de la libertad religiosa sería la profesión y
práctica de las propias creencias religiosas (Hervada, 111); considerando, además que la
religión es un bien jurídico que justifica una protección específica, que exige acciones
positivas por parte del Estado como única forma de reconocer en términos reales la
libertad religiosa (Ollero).

La segunda opción, en la que me sitúo, se decanta por una interpretación unitaria


del derecho garantizado en el artículo 16 de la CE, esto es, considerando que este
precepto garantiza un único derecho, el derecho a la libertad de creencias o de
convicciones.

La CE obliga a interpretar los derechos y libertades fundamentales teniendo en


cuenta la cláusula de remisión hermenéutica contenida en el artículo 10.2 CE, es decir,
en consonancia con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los Tratados y
Acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España.

El Tribunal Constitucional español ha manifestado, en este sentido, que el


artículo 10.2 CE “pone de manifiesto la decisión del constituyente de reconocer nuestra
coincidencia con el ámbito de valores e intereses que protegen los instrumentos
internacionales a que remite, así como nuestra voluntad como Nación de incorporarnos
a un orden jurídico internacional que propugna la defensa y protección de los derechos
humanos como base fundamental en la organización del Estado” 1. De este precepto se
deriva, en consecuencia, que la regulación de los derechos fundamentales en nuestra
norma constitucional es incompleta y debe ser perfeccionada a través de la
interpretación de los Tratados internacionales que les afectan. Se trata, en definitiva, de
ir construyendo su contenido mediante la incorporación de los textos de los tratados, y
su interpretación por los órganos jurisdiccionales supranacionales (De Carreras, 335).

La Constitución española, por tanto, otorga a la Declaración Universal de


Derechos Humanos y otros tratados internacionales sobre Derechos humanos ratificados
por España un papel esencial en la interpretación de los derechos y libertados
garantizados en nuestra norma fundamental. Entre ellos, se ha de remarcar la
importancia del Convenio Europeo de Derechos Humanos, dado que ha sido

1
STC 198/2012, de 6 de noviembre, F.J.2º.

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probablemente el que mayor influencia ha generado en la jurisprudencia constitucional


española.

1. La libertad de creencias en la Organización de Naciones Unidas

En 1948, tres años después de la fundación de la Organización de Naciones


Unidas (en adelante ONU), se aprueba la Declaración Universal de Derechos Humanos
(en adelante DUDH), con la que se pretende conseguir una adecuada protección
internacional de los derechos humanos. Aunque la elaboración de la Declaración se
encontró plagada de dificultades derivadas del conflicto ideológico-político de la
sociedad internacional de la postguerra, finalmente, consiguió un elevado consenso,
contando con 48 votos a favor, 8 abstenciones, (bloque socialista 2, Arabia Saudí y la
Unión Sudafricana) y ningún voto en contra.

A la hora de exponer el contenido de la DUDH, es frecuente la referencia a la


metáfora utilizada por R. Cassin para ilustrar sus detalles. Para quien fuera redactor del
proyecto del que nació, la Declaración sería una especie de templo inspirado en el ideal
de la unidad de la familia humana, cuyos cimientos estarían representados por los
principios de libertad, igualdad y fraternidad proclamados en los artículos 1 y 2, sobre
los que se levantarían cuatro grandes pilares que sujetan un frontispicio. La primera de
esas columnas está representada por los artículos 3 a 11, en los cuales se contienen los
derechos de orden personal: derecho a la vida, derecho a la libertad y seguridad
personal, con la consiguiente prohibición de la esclavitud y de las detenciones
arbitrarias y del que derivan igualmente los principios de legalidad penal y de
presunción de inocencia, el derecho a la integridad física y psíquica –resultando
proscritas las torturas y otras tratos crueles, inhumanos o degradantes- y derechos de
índole jurídica y procesal.

Vendrían después los artículos 12 a 17, en los que se enuncian los derechos que
corresponden al individuo en sus relaciones con los grupos sociales de los que forma
parte: derecho a la intimidad y a la vida privada y familiar, incluyendo el derecho a
contraer matrimonio y a fundar una familia, derecho a una nacionalidad, libertad de
circulación y residencia, derecho a buscar asilo y derecho a la propiedad privada y
colectiva. En la tercera columna, representada por los artículos 18 a 21, se encontrarían
2
República Socialista Soviética de Bielorrusia; Checoslovaquia; Polonia; Yugoslavia; República Socialista
Soviética de Ucrania; La Unión Soviética.

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proclamados los derechos políticos: libertad de pensamiento, conciencia y religión,


libertad de expresión, derechos de reunión y de asociación y derechos de participación
en los asuntos públicos y de acceso a la función pública. El cuarto pilar viene
constituido por los artículos 22 a 27, en los que se enuncian los derechos en el campo
económico y social: derechos a la seguridad social, derechos laborales básicos y de
protección contra el desempleo, derecho de sindicación, derecho a un nivel de vida
adecuado, derecho a la educación y derecho a participar libremente en la vida cultural.
Esas cuatro columnas sostienen un frontispicio, representado por los artículos 28 a 30,
que expresarían los vínculos entre el individuo y la sociedad: reconocimiento del
derecho a un orden social e internacional en el que todos los derechos proclamados
puedan hacerse efectivos, proclamación de la existencia de deberes de toda persona
hacia la comunidad así como la posibilidad de establecer límites a los derechos
reconocidos, y la cláusula general de interpretación de la Declaración de forma que no
ampare actos tendentes a la supresión de los derechos y libertades proclamados
(Sánchez Legido).

La DUDH ocupa un lugar destacado entre los instrumentos internacionales de


derechos humanos. Pese a carecer de valor jurídico vinculante para los Estados
firmantes, ha inspirado más de 80 declaraciones y tratados internacionales, un gran
número de convenciones regionales, proyectos de leyes nacionales de derechos
humanos y disposiciones constitucionales que, en conjunto, constituyen un sistema
amplio jurídicamente vinculante para la promoción y la protección de los derechos
humanos. Se trata, además, del primer instrumento internacional del Sistema de
Naciones Unidas que consagra específicamente el derecho de libertad de creencias,
garantizando un amplio haz de facultades (Badilla).

En su artículo 18 reconoce el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia


y de religión: “este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así
como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente,
tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la
observancia”.

La redacción de este artículo generó una honda polémica. En un principio se


planteó la necesidad de regular de forma autónoma la libertad religiosa para,
posteriormente, reivindicar la inclusión en un mismo precepto de la libertad de

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pensamiento y la libertad de creencias religiosas, que constituiría, a su vez, una mera


concreción o especificación de la primera. En definitiva, a tenor de la segunda opción,
finalmente elegida, lo que parece reconocerse en este artículo es la libertad de creencias
o convicciones, entendida en un sentido amplio, es decir, como la libertad de tener y
manifestar creencias de carácter religioso, ideológico, filosófico, etc. Protegería, de este
modo, la capacidad de elección de una propia convicción o concepción de la vida.

La Declaración Universal fue concebida como el punto de partida de un proceso


más amplio encaminado a garantizar el respeto de los derechos humanos desde el
Derecho internacional. Para ello, en 1966, se proponen a la firma de los Estados parte de
las Naciones Unidas dos Pactos Internacionales sobre derechos humanos: el Pacto
Internacional de derechos civiles y políticos (PIDCP) y el Pacto Internacional sobre
derechos económicos, sociales y culturales (PIDESC), aunque no entrarían en vigor
hasta 1976.

El carácter dual de estos instrumentos, que son desarrollo directo de la DUDH,


obedece a la confrontación de las concepciones liberales y sociales de los derechos
humanos, aunque también es patente la influencia de los nuevos Estados surgidos del
proceso descolonizador. La diferencia en la protección de estos derechos no es sólo
formal; frente al carácter efectivo e inmediato de los derechos civiles y políticos, los
económicos, sociales y culturales aparecen configurados con las notas de factibilidad y
progresividad. Del primero son Estados partes 168, del segundo por 164 (Sánchez
Legido).

El PIDCP garantiza, al igual que la DUDH, la libertad de pensamiento, conciencia


y religión (art.18), ampliando, además, su contenido en los siguientes términos:

1. Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de


religión; este derecho incluye la libertad de tener o de adoptar la religión o las
creencias de su elección, así como la libertad de manifestar su religión o sus
creencias, individual o colectivamente, tanto en público como en privado,
mediante el culto, la celebración de los ritos, las prácticas y la enseñanza.

2. Nadie será objeto de medidas coercitivas que puedan menoscabar su libertad


de tener o de adoptar la religión o las creencias de su elección.

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3. La libertad de manifestar la propia religión o las propias creencias estará


sujeta únicamente a las limitaciones prescritas por la ley que sean necesarias
para proteger la seguridad, el orden, la salud o la moral públicos, o los derechos
y libertades fundamentales de los demás.

4. Los Estados Partes en el presente Pacto se comprometen a respetar la libertad


de los padres y, en su caso, de los tutores legales, para garantizar que los hijos
reciban la educación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias
convicciones.

De la redacción de este precepto se desprende también la equiparación de la


libertad de pensamiento, conciencia y religión como manifestaciones de una misma
libertad. En este sentido parece manifestarse el Comité de Derechos Humanos en su
Comentario al artículo 18 del PIDCP:

El derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión es un


derecho profundo y de largo alcance; abarca la libertad de pensamiento sobre
todas las cuestiones, las convicciones personales y el compromiso con la
religión o las creencias, ya se manifieste a título individual o en comunidad con
otras personas.

La libertad de creencias reconocida en la Declaración Universal y el PIDCP ha


sido desarrollada posteriormente en la Declaración sobre eliminación de todas las
formas de intolerancia y discriminación fundadas en la religión o en las convicciones
(1981), que expresa la preocupación de la ONU por garantizar adecuadamente este
derecho:

Considerando que la religión o las convicciones, para quien las profesa,


constituyen uno de los elementos fundamentales de su concepción de la vida y
que, por tanto, la libertad de religión o de convicciones debe ser íntegramente
respetada y garantizada.

Sin embargo, es necesario remarcar que nos encontramos ante uno de los
derechos fundamentales que más controversias ha generado en relación con su
determinación y alcance. De hecho, las diferencias en la comprensión de esta libertad en
el seno de Naciones Unidas han impedido que se garantice a través de una Convención

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–como es el caso, por ejemplo, de la discriminación racial-. Esta Declaración


comprende un Preámbulo y ocho artículos, en los que se describe, con mayor detalle
que en instrumentos previos, las facultades inherentes al derecho a la libertad de
creencias. Su artículo primero formula el derecho de modo similar al previsto en la
Declaración Universal, pero, como ya había hecho el PIDCP, omite el derecho a
cambiar de religión o creencia previsto en la DUDH. El motivo se encuentra en el
rechazo de los representantes islámicos a reconocer expresamente esta posibilidad,
aunque, en definitiva, se encuentre implícitamente consagrada en el derecho a tener o
adoptar una religión o creencia.

Otra diferencia relevante respecto a los textos previos es la inclusión del término
“convicciones” no utilizada previamente en la formulación del derecho –aunque sí en
alguna de sus cláusulas-. En la Declaración del 81 se garantiza “la libertad de tener una
religión o cualesquiera convicciones”, como resultado de la presión de los entonces
denominados Países del Este, que consideraron que el derecho del artículo 18 DUDH se
extendía no solo a la protección de las creencias religiosas sino también a cualesquiera
otra.

Por otra parte, y pese a los intentos de comunidad internacional de proteger la


igualdad entre hombres y mujeres, la realidad mundial muestra un panorama que dista
mucho de haber obtenido logros significativos en este aspecto. En muchas ocasiones, el
escenario de las desigualdades en relación con las mujeres deriva de prácticas o
tradiciones culturales y/o religiosas mayoritarias en Estados que, sin embargo, se
comprometieron en la firma de la Convención para la eliminación de todas las formas
de discriminación contra la mujer (CEDAW). Se trata de un documento aprobado por
Naciones Unidas en 1979 y ratificado por España en el 83. Al mismo haremos
referencia en otros temas, en particular en el relativo al derecho a contraer matrimonio,
pero ahora interesa poner de relieve sus aspectos básicos y fundamentales, de directa
aplicación al tema que nos ocupa.

La CEDAW se basa en tres principios centrales: El principio de “igualdad


sustantiva” (Igualdad de oportunidades, Igualdad de acceso a las oportunidades,
Igualdad de resultados); el principio de la “no discriminación”; y el principio de
“obligación del Estado”.

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Sin duda, la novedad más significativa es la redacción del artículo 1: “A los


efectos de la presente Convención, la expresión "discriminación contra la mujer"
denotará toda distinción, exclusión o restricción basada en el sexo que tenga por objeto
o resultado menoscabar o anular el reconocimiento, goce o ejercicio por la mujer,
independientemente de su estado civil, sobre la base de la igualdad del hombre y la
mujer, de los derechos humanos y las libertades fundamentales en las esferas política,
económica, social, cultural y civil o en cualquier otra esfera”.

Los Estados Partes condenan la discriminación contra la mujer en todas sus


formas, convienen en seguir, por todos los medios apropiados y sin dilaciones, una
política encaminada a eliminar la discriminación contra la mujer y, con tal objeto, se
comprometen a adoptar diferentes medidas.

La importancia de la CEDAW radica en diversos aspectos no abordados


previamente en el ámbito internacional: a) amplía la responsabilidad estatal; b) obliga a
los Estados a adoptar medidas concretas para eliminar la discriminación contra las
mujeres; c) permite medidas transitorias de “acción afirmativa” a las que la CEDAW
llama medidas especiales de carácter temporal; d) reconoce el papel de la cultura y las
tradiciones en el mantenimiento de la discriminación contra las mujeres y obliga a los
Estados a eliminar los estereotipos en los roles de hombres y mujeres; e) define la
discriminación y establece un concepto de igualdad sustantiva; f) fortalece el concepto
de indivisibilidad de los derechos humanos.

Al apreciar que el acto discriminatorio puede producirse en distintas etapas de la


existencia de un derecho: en el reconocimiento, el goce o el ejercicio, la CEDAW está
obligando a los Estados Parte no sólo a reconocer los derechos de las mujeres, sino a
proveer las condiciones materiales y espirituales para que las mujeres puedan gozar de
los derechos reconocidos y a crear los mecanismos para que las mujeres puedan
denunciar su violación y lograr un resarcimiento. Además, cuenta con un Protocolo de
actuación y un Comité al que los Estados están obligados a presentar informes sobre la
situación de los derechos de las mujeres en sus respectivos países.

2. La libertad de creencias en la Unión Europea

Antes de analizar cuál es la regulación específica de la libertad de creencias en la


Unión Europea es necesario detenerse en su previa garantía a través del Convenio

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Europeo para la protección de los Derechos Humanos (en adelante CEDH), firmado en
Roma el 14 de noviembre de 1950 por los países miembros del Consejo de Europa.

El artículo 9 del Convenio dispone: 1. Toda persona tiene derecho a la libertad


de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho implica la libertad de cambiar
de religión o de convicciones, así como la libertad de manifestar su religión o sus
convicciones individual o colectivamente, en público o en privado, por medio del culto,
la enseñanza, las prácticas y la observancia de los ritos. 2. La libertad de manifestar su
religión o sus convicciones no puede ser objeto de más restricciones que las que,
previstas por la Ley, constituyen medidas necesarias, en una sociedad democrática, para
la seguridad pública, la protección del orden, de la salud o de la moral públicas, o la
protección de los derechos o las libertades de los demás.

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (en adelante TEDH) es la instancia


competente para interpretar y aplicar el CEDH y los Protocolos sucesivos, y ha
contribuido notablemente a la determinación del contenido y alcance del derecho a la
libertad de creencias. Y, como ya adelantaba, de acuerdo con el art.10.2 CE, se
constituye en “instrumento imprescindible para interpretar el sistema español de
derechos” (Freixes Sanjuán, 98).

El TEDH ha establecido, a través de su jurisprudencia, tres principios generales en


materia de libertad de creencias: a) la neutralidad estatal ante el fenómeno religioso; b)
la libertad de creencias; c) el principio de igualdad y no discriminación por motivos
religiosos o de convicciones.

Al igual que la DUDH, el Convenio utiliza los términos pensamiento, conciencia


y religión para garantizar este derecho, pero introduce el término “convicciones” en
sustitución del de “creencias” -utilizado dos años antes por la ONU en la DUDH-. El
TEDH ha señalado que el término “convicciones” no es sinónimo de “opinión e ideas”
sino que se aplicaría a las opiniones que alcanzan cierto grado de fuerza, seriedad,
coherencia e importancia.

Más influencia ha tenido, si cabe, su interpretación sobre los límites de los


derechos fundamentales. El CEDH establece que las injerencias en los derechos han de
estar previstas por ley, han de ser necesarias en una sociedad democrática y han de
perseguir alguno de los fines legítimos explicitados en el propio Convenio.

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En relación al primer requisito -“restricción prevista por ley”-, el TEDH


entiende que la medida restrictiva ha de estar recogida en el Derecho nacional con
ciertas condiciones de calidad –precisión y previsibilidad-, pero no exige que se trate de
una ley en el sentido formal, sino que cabe que se derive de un reglamento o incluso de
la propia jurisprudencia nacional. En segundo lugar, las restricciones deben perseguir
alguno de los fines legítimos establecidos por el CEDH, que, en definitiva, se
reconducen a la noción de orden público: seguridad, salud, moral públicos, la defensa
del orden o la protección de los derechos y libertades fundamentales de terceros. Por
último, se establece que la medida restrictiva sea necesaria en una sociedad
democrática. La interpretación de este último requisito se ha focalizado en tres
elementos considerados esenciales en una sociedad democrática: el pluralismo, la
tolerancia y el espíritu de apertura. En definitiva, los límites impuestos al ejercicio de
los derechos fundamentales no pueden en ningún caso vulnerar su contenido esencial,
han de ser necesarios en una sociedad democrática, y proporcionados al fin perseguido.

Respecto al Derecho de la Unión tenemos que tener presente la Carta de los


Derechos fundamentales de la Unión Europea (2000), jurídicamente vinculante desde la
entrada en vigor del Tratado de Lisboa (1 de diciembre de 2009). La CEDF garantiza,
en su artículo décimo, el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de
religión. Este derecho implica la libertad de cambiar de religión o de convicciones, así
como la libertad de manifestar su religión o sus convicciones individual o
colectivamente, en público o en privado, a través del culto, la enseñanza, las prácticas y
la observancia de los ritos.

3. Interpretación del artículo 16 de conformidad con los textos


internacionales de derechos humanos

Desde mi perspectiva, la exigencia interpretativa impuesta por el artículo 10.2


CE obliga a asumir una concepción unitaria del derecho en nuestro ordenamiento
constitucional. El artículo 16 CE debería ser comprendido, por tanto, en este sentido, es
decir, se trataría de una libertad que garantiza “la libre autodeterminación del individuo
en la elección de su propio concepto de la vida o de su propia cosmovisión, así como de
la libre adopción de decisiones existenciales” (Souto). Desde esta perspectiva, se
requiere garantizar de igual modo la libertad de convicciones con independencia del
origen o fuente de creación o adhesión del propio concepto de vida, que no puede

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constituir un motivo para dispensar un tratamiento jurídico diverso sin incurrir en la


vulneración del principio de igualdad. En consecuencia, la libertad del artículo 16 CE
presenta “una vertiente interna (el claustro íntimo de la conciencia) y otra externa de
manifestación o proyección pública o social” (García Manzano).

Esta no es, sin embargo, la tónica general en la interpretación del derecho


garantizado en el artículo 16 CE. En primer lugar, el legislador español decidió
desarrollar parcialmente este precepto con la promulgación de la Ley Orgánica 7/1980,
de 5 de julio, de Libertad Religiosa (LOLR), con lo que asume que la libertad religiosa
y de culto constituye una libertad distinta de la ideológica, dotada de un objeto y un
contenido propios y diferenciados. Su objeto propio serían las manifestaciones sociales
de lo religioso, excluyendo otras manifestaciones propias de convicciones no religiosas
(Polo Sabau). Efectivamente, la Ley, en su artículo 3.2, deja fuera de su ámbito de
protección “las actividades, finalidades y entidades relacionadas con el estudio y
experimentación de los fenómenos psíquicos o parapsicológicos o la difusión de valores
humanísticos o espiritualistas u otros análogos ajenos a los religiosos”.

Por otra parte, el Tribunal Constitucional ha mantenido con firmeza, con muy
pocas excepciones3, la distinción entre la libertad religiosa y la ideológica. En relación
con el derecho de libertad religiosa ha formulado los siguientes criterios:

El art. 16.1 CE garantiza la libertad religiosa y de culto «de los individuos


y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria
para el mantenimiento del orden público protegido por la ley». Este
reconocimiento de «un ámbito de libertad y una esfera de “agere licere”... con
plena inmunidad de coacción del Estado o de cualesquiera grupos sociales» 4 se
complementa, en su dimensión negativa, por la determinación constitucional de
que «nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o
creencias» (art. 16.2 CE).
3
El TC, en la Sentencia 292/1993 afirmó que “La libertad ideológica” (…..) “es comprensiva de todas las
opciones que suscita la vida personal y social, que no pueden dejarse reducidas a las convicciones que
se tengan respecto al fenómeno religioso y al destino último del ser humano” también la Sentencia
141/2000 de 29 mayo, pareció acercarse a la concepción unitaria del derecho al declarar que “La libertad
de creencias, sea cual sea su naturaleza, religiosa o secular, representa el reconocimiento de un ámbito
de actuación constitucionalmente inmune a la coacción estatal garantizado por el art. 16 CE, «sin más
limitación, en sus manifestaciones, que las necesarias para el mantenimiento del orden público protegido
por la ley»”. También, en Auto 40/1999, de 22 de febrero, afirma que “la libertad ideológica, comprensiva
de todas las opciones que suscita la vida personal y social, entre las que se incluyen las convicciones que
se tengan respecto del fenómeno religioso y del destino último del ser humano”.
4
SSTC 24/1982, de 13 de mayo y 166/1996, de 28 de octubre.

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Ahora bien, el contenido del derecho a la libertad religiosa no se agota en


la protección frente a injerencias externas de una esfera de libertad individual o
colectiva que permite a los ciudadanos actuar con arreglo al credo que profesen 5,
pues cabe apreciar una dimensión externa de la libertad religiosa que se traduce
en la posibilidad de ejercicio, inmune a toda coacción de los poderes públicos, de
aquellas actividades que constituyen manifestaciones o expresiones del fenómeno
religioso, asumido en este caso por el sujeto colectivo o comunidades”.

El TC también ha destacado “la máxima amplitud con que la libertad ideológica


está reconocida en el art. 16.1 de la Constitución, por ser fundamento, juntamente con la
dignidad de la persona y los derechos inviolables que le son inherentes, según se
proclama en el art. 10.1 CE, de otras libertades y derechos fundamentales” 6. En cuanto a
la delimitación de su contenido esencial, el mismo Tribunal aclara que, al igual que la
libertad religiosa, “la libertad ideológica no se agota en una dimensión interna del
derecho a adoptar una determinada posición intelectual ante la vida y cuanto le
concierne y a representar o enjuiciar la realidad según personales convicciones.
Comprende, además, una dimensión externa de agere licere, con arreglo a las propias
ideas, sin sufrir por ello sanción o demérito ni padecer la compulsión o la injerencia de
los poderes públicos”7. Es decir, el TC considera que ambas libertades, en su dimensión
individual, gozan de la misma protección jurídica, es decir, se garantiza el derecho a
“disponer de un espacio de privacidad totalmente sustraído a la invasión de la
imperatividad del Derecho, a la libre formación de la conciencia, a mantener unas
u otras creencias, ideas y opiniones, a expresarlas o a silenciarlas, a comportarse de
acuerdo a ellas y a no ser obligado a comportarse en contradicción con ellas cuando se
trate de auténticas convicciones” (Llamazares). La distinción va a establecerse, sin
embargo, en su ejercicio colectivo, dada, como veremos a continuación, la naturaleza
prestacional o asistencial que atribuye a la actuación de los poderes públicos en relación
con las confesiones y comunidades religiosas.

4. El derecho a no ser discriminado por motivos de religión o creencia

5
SSTC 19/1985, de 13 de febrero, 120/1990, de 27 de junio y 63/1994, de 28 de febrero.
6
STC 20/1990, de 15 de febrero de 1990.
7
STC 137/1990, de 19 de julio.

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La prohibición de la discriminación religiosa o de convicciones está consagrada


en los principales tratados internacionales de derechos humanos, entre otros, la ya
mencionada Declaración sobre eliminación de todas las formas de intolerancia y
discriminación fundadas en la religión o en las convicciones (1981). La prohibición
genérica viene recogida en su art. 2.1, que señala que «nadie será objeto de
discriminación por motivos de religión o convicciones por parte de ningún Estado,
institución, grupo de personas o particulares», sentando las bases de lo que debe
entenderse por discriminación y aclarando que dicho concepto incluye «toda distinción,
exclusión, restricción o preferencia fundada en la religión o las convicciones y cuyo fin
o efecto sea la abolición o el menoscabo del reconocimiento, el goce o el ejercicio en
pie de igualdad de los derechos humanos y las libertades fundamentales».

En este sentido, los Estados tienen el deber de abstenerse de discriminar a las


personas o grupos basándose en su religión o creencia (obligación de respetar); tienen el
deber de prevenir ese tipo de discriminación, incluyendo la discriminación por parte de
actores no estatales (obligación de proteger); y deben adoptar las medidas necesarias
para velar por que, en la práctica, toda persona que se encuentre en su territorio pueda
disfrutar todos los derechos humanos sin discriminación alguna (obligación de cumplir).

En segundo lugar, es necesario aclarar que la discriminación puede ser directa -


cuando el trato es explícitamente menos favorable- o, indirecta -cuando es el resultado
de una disposición o conducta aparentemente neutra que es de facto discriminatoria-.
Finalmente, es necesario subrayar que, en muchos casos, la discriminación
experimentada no está relacionada con una única característica, sino con varias. En este
caso nos enfrentamos a la llamada discriminación múltiple o interseccional (Los perfiles
de la discriminación en España, 2013).

En el ordenamiento jurídico español, el principio de igualdad se encuentra


recogido en el Artículo 14 de la Constitución: “Los españoles son iguales ante la ley, sin
que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo,
religión, opinión o cualquiera otra condición o circunstancia personal o social”. Por
tanto, garantizar el principio de igualdad ante la ley precisa la ausencia de las citadas
discriminaciones y supone un requisito fundamental para las garantías democráticas del
Estado.

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El Tribunal Constitucional ha establecido también los criterios o elementos que


permiten distinguir entre una diferencia de trato justificada y otra discriminatoria y, por
tanto, constitucionalmente inadmisible (desigualdad de los supuestos de hecho;
finalidad constitucionalmente legítima; congruencia entre el trato desigual, el supuesto
de hecho que lo justifica y la finalidad que se persigue; y proporcionalidad entre los
elementos anteriores); ha otorgado a las condiciones personales explícitamente
enunciadas en el artículo 14 (nacimiento, raza, sexo, religión y opinión) el tratamiento
de "categorías sospechosas de discriminación", de tal modo que todo trato desigual
basado en alguna de esas circunstancias debe ser sometido a un escrutinio especialmente
riguroso, necesitando un plus de fundamentación de su objetividad y razonabilidad para
pasar el test de constitucionalidad; ha admitido, con ciertas cautelas, la compatibilidad
de las leyes singulares o de caso único con el principio de igualdad; y, por último, ha
defendido la necesidad de hacer una interpretación dinámica y abierta de la igualdad
formal del artículo 14, a fin de hacer hacerla compatible con la igualdad real y efectiva
de la que habla el artículo 9.2 de la Constitución, lo que le ha llevado, entre otras cosas,
a admitir la validez constitucional de las medidas de acción positiva y de discriminación
inversa en relación con grupos sociales desfavorecidos (mujeres, discapacitados, etc.).
(Gálvez Muñoz, 2003).

Pese a la consagración formal de la igualdad y no discriminación seguimos


observando múltiples discriminaciones hacia colectivos por motivos de orden racial,
religioso, ideológico, de género, etc. En este sentido y, a modo de ejemplo, uno de los
grupos más significativos en crecimiento poblacional en Europa es el constituido por
personas pertenecientes a la comunidad islámica. La hostilidad hacia el islam como
religión y hacia el pueblo musulmán, en particular después de la “guerra contra el
terror”, ha revelado profundos prejuicios contra los musulmanes en muchas sociedades
europeas. Con la percepción de esta religión como asociada únicamente con el
terrorismo y el extremismo, la islamofobia8 ha contribuido a las opiniones negativas del

8
Islamofobia: sentimiento y actitud de rechazo y hostilidad hacia el islam y, por extensión, a las personas
musulmanas y su entorno social y cultural. Ocho son las características que denotan islamofobia: la
creencia de que el islam es un bloque monolítico, estático y refractario al cambio; radicalmente distinto de
otras religiones y culturas con las que no comparte valores o influencias; inferior a la “cultura occidental”
(primitivo, irracional, bárbaro y machista); violento y hostil per se; la idea de que en el islam la ideología
política y la religión están íntimamente unidos; el rechazo global a las críticas a Occidente formuladas
desde ámbitos musulmanes; la justificación de prácticas discriminatorias y excluyentes hacia los

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islam y de los musulmanes, a generalizar erróneamente el extremismo religioso y el


ultra-conservadurismo militante en todos los países musulmanes y en la población
musulmana (Consejo de Europa).

II. SOBRE LA LAICIDAD EN LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA

El Derecho constitucional de los países de nuestro entorno cultural regula de


diversa forma las relaciones entre el Estado y las confesiones religiosas como
consecuencia de su propio devenir histórico; modelos que van desde la estricta laicidad
francesa a la confesionalidad formal de Reino Unido o Grecia. El régimen español
actual suele considerarse integrado en los denominados “modelos de cooperación o de
laicidad positiva”.

Estos son, por tanto, los sistemas más comunes en el ámbito europeo:

1) Laicismo: Estado hostil o beligerante contra las religiones.

2) Laicidad o neutralidad religiosa: Estado imparcial entre las diversas


creencias en materia de religión.

3) Laicidad positiva o neutralidad cooperadora: valora positivamente el hecho


religioso y colabora en su desarrollo, especialmente a través de la adopción de medidas
prestacionales a favor de las confesiones religiosas.

En España, el modelo histórico es el confesional católico que, salvo excepciones


como la Segunda República, se impuso durante los siglos XIX y parte del XX. La
Constitución de 1812 se constituyó como referente en este ámbito con una declaración
radical de confesionalidad e intolerancia religiosa: “la religión de la nación española es
y será perpetuamente la católica, apostólica y romana, única verdadera. La nación la
protege con leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquier otra”. El
antecedente inmediato a la CE de 1978, la Dictadura del General Franco, se caracteriza
también por una confesionalidad sin fisuras: “La profesión y práctica de la religión
católica, que es la del Estado, gozará de protección oficial” (art.6 del Fuero de los

musulmanes; y la consideración de dicha hostilidad como algo natural y habitual.

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Españoles). En consecuencia, tal y como explica Polo Sabau, “con esta larga trayectoria
de confesionalidad católica del Estado no es de extrañar que la Constitución vigente se
decante por una fórmula que trasluce el compromiso de hallar una solución de consenso
entre quienes consideraron necesario el establecimiento de un régimen de libertad y
separación y los que defendían la pervivencia en el nuevo sistema del conjunto de
privilegios de los que la Iglesia Católica era beneficiaria por vía acordada” (2017, 317).

Como ya adelantaba, el Artículo 16.3 CE de 1978 establece: Ninguna confesión


tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas
de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con
la Iglesia Católica y las demás confesiones.

El apartado tercero del artículo 16 consagra, por tanto, en primer lugar, la


laicidad del Estado: “ninguna confesión tendrá carácter estatal”, para después introducir
un mandato a los poderes públicos de “tener en cuenta las creencias religiosas de la
sociedad española y cooperar con la Iglesia Católica y las demás confesiones”.

Pese a la confusión que generó la mención específica de la Iglesia Católica en


nuestra Ley fundamental, se puede afirmar que la Constitución española de 1978
garantiza implícitamente la neutralidad ideológica del Estado, a través del
reconocimiento de principios como el pluralismo, la libertad ideológica y religiosa o la
aconfesionalidad estatal (STC 5/1981, de 13 de febrero).

A las anteriores afirmaciones hay que añadir, además, el cuerpo de doctrina que
el Constitucional ha generado en torno al apartado tercero del artículo 16 CE, esto es, en
primer lugar, la declaración de laicidad del Estado español y, en segundo lugar, el
mandato a los poderes públicos de tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad
española y cooperar con la Iglesia Católica y las demás confesiones religiosas.

Sobre la laicidad, el Tribunal Constitucional ha manifestado reiteradamente que


el artículo 16.3 CE veda cualquier confusión entre funciones religiosas y funciones
estatales, y así lo ha expuesto en una de las últimas Sentencias referidas a esta cuestión9.

9
STC 51/2011, de 14 de abril de 2011, FJ 3.

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En consecuencia, el máximo intérprete de la CE ratifica que “en un sistema


jurídico político basado en el pluralismo, la libertad ideológica y religiosa de los
individuos y la aconfesionalidad del Estado, todas las instituciones públicas han de ser
ideológicamente neutrales”10. O, lo que es lo mismo, “La aconfesionalidad del Estado
implica que el Estado se prohíbe a sí mismo cualquier concurrencia, junto a los
ciudadanos, en calidad de sujeto de actos o de actitudes de signo religioso11.

La laicidad implica, por tanto, la separación del Estado y las confesiones


religiosas y la neutralidad del Estado. La separación entre el Estado y las confesiones
religiosas significa que el Estado no podrá identificarse con ninguna religión; la
neutralidad implica que los poderes públicos en el ejercicio de sus funciones actuarán
con imparcialidad, esto es, sus decisiones no se apoyarán en valores religiosos de una u
otra confesión. Los únicos valores a los que los poderes públicos se deben son los
plasmados en la Constitución que se sustentan en los derechos fundamentales
conformados sobre el reconocimiento de la igual dignidad humana como elemento
nuclear (Castro Jover).

La garantía de neutralidad es además una exigencia necesaria para hacer efectiva


la igualdad porque lo contrario implicaría un tratamiento discriminatorio hacia aquéllos
que no comparten los valores impuestos –de una u otra forma- por el aparato estatal
(Prieto Sanchís 2009, 224). En relación con el derecho de libertad religiosa, el TC
afirmó, inicialmente, que el principio de igualdad impide “establecer ningún tipo de
discriminación o de trato jurídico diverso de los ciudadanos en función de sus
ideologías o sus creencias y que debe existir un igual disfrute de la libertad religiosa por
todos los ciudadanos. Dicho de otro modo, el principio de libertad religiosa reconoce el
derecho de los ciudadanos a actuar en este campo con plena inmunidad de coacción del
Estado y de cualesquiera grupos sociales, de manera que el Estado se prohíbe a sí
mismo cualquier concurrencia, junto a los ciudadanos, en calidad de sujeto de actos o de
actitudes de signo religioso, y el principio de igualdad, que es consecuencia del
principio de libertad en esta materia, significa que las actitudes religiosas de los sujetos
de derecho no pueden justificar diferencias de trato jurídico y se deduce de los artículos
9 y 14 CE”12.

10
STC 34/2011, de 28 de marzo, FJ 4.
11
STC 24/1982 de 13 mayo, F.J.1.
12
STC 24/1982 de 13 mayo, FJ 1.

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Pese a las afirmaciones previas, nuestro Alto Tribunal, justifica, no obstante, el


reconocimiento de un trato especial a los miembros de la confesión católica, alegando
que todas las confesiones tienen un igual derecho al disfrute de la libertad religiosa
pero “en la medida y proporción adecuadas”13. Argumento que parece haber sido
asentado como criterio de interpretación general del principio de igualdad en el ejercicio
del derecho de libertad de creencias. La proporcionalidad –referida normalmente al
arraigo histórico y social de las comunidades religiosas- parece ser el elemento de
“relevancia jurídica” que permite admitir como constitucional un trato jurídico
diferenciado como el que posee la Iglesia Católica en España en relación con el resto de
confesiones religiosas o con asociaciones ideológicas no confesionales. Sin embargo, y
desde el punto de vista de los derechos subjetivos, el resultado de conjugar el artículo 16
CE con el principio de igualdad (art.14 y 9.2) debería significar la imposición a los
poderes públicos de un deber de respeto y garantía de las creencias particulares, con
independencia de la extensión geográfica o social de la comunidad a la que pertenezca
(Ruiz-Rico, 105).

Esta desviación en la interpretación del Tribunal Constitucional del artículo 16.3


CE no ha contribuido precisamente a la preservación de la neutralidad del Estado. La
cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones religiosas se ha traducido
en la práctica en el compromiso de los poderes públicos de asumir determinadas
prestaciones a favor de los colectivos religiosos más relevantes desde un punto de vista
sociológico, afectando en no pocas ocasiones en su regulación a la neutralidad del
Estado y al principio de igualdad. De hecho se ha llegado a afirmar que la Iglesia
católica disfruta de auténticos privilegios al haber sido reconocidos en exclusiva, es
decir, sólo para los creyentes católicos, una amplia relación de derechos que otras
confesiones no poseen o ejercitan de modo efectivo (Porras).

El argumento esencial que utiliza el TC se basa en que nuestro sistema


constitucional no instaura un sistema de laicidad puro, sino que el artículo 16.3 impone
un principio de laicidad positiva, que se puede resumir en la afirmación siguiente:

El contenido del derecho a la libertad religiosa no se agota en la protección


frente a injerencias externas de una esfera de libertad individual o colectiva que
permite a los ciudadanos actuar con arreglo al credo que profesen, pues cabe
13
Ibídem, FJ 4.

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apreciar una dimensión externa de la libertad religiosa que se traduce en la


posibilidad de ejercicio, inmune a toda coacción de los poderes públicos, de
aquellas actividades que constituyen manifestaciones o expresiones del
fenómeno religioso, asumido en este caso por el sujeto colectivo o comunidades,
tales como las que enuncia el art. 2 y respecto de las que se exige a los poderes
públicos una actitud positiva, desde una perspectiva que pudiéramos llamar
asistencial o prestacional (…) Y como especial expresión de tal actitud positiva
respecto del ejercicio colectivo de la libertad religiosa, en sus plurales
manifestaciones o conductas, el art. 16.3 de la Constitución, tras formular una
declaración de neutralidad, considera el componente religioso perceptible en
la sociedad española y ordena a los poderes públicos mantener “las
consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás
confesiones”, introduciendo de este modo una idea de confesionalidad o
laicidad positiva14.

El deber de cooperación impuesto por la CE se materializó, en lo que concierne


a la Iglesia Católica, con la suscripción, el 3 de enero de 1979, de cuatro Acuerdos sobre
materias específicas:

a) Acuerdo sobre asuntos jurídicos, que incluye aspectos como la


personalidad jurídica de los entes eclesiásticos; inviolabilidad de lugares de culto,
archivos y registros; libertad de comunicación y publicación; días festivos religiosos;
asistencia religiosa en centros públicos; actividades benéficas y asistencias y efectos
civiles del matrimonio canónico.

b) Acuerdo sobre enseñanza y asuntos culturales, que regula la enseñanza


de la religión católica en centros docentes; la libertad de creación de centros docentes y
Universidades de la IC; la convalidación de estudios y reconocimiento de títulos; y, por
último, el acceso a los medios de comunicación y la protección del patrimonio histórico-
artístico.

c) Acuerdo sobre asuntos económicos, dedicado esencialmente a regular el


sistema de financiación de la Iglesia Católica en España.

14
STCE 128/2001 de 4 junio, Fundamento.2.

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d) Acuerdo sobre asistencia religiosa en las Fuerzas Armadas y servicio


militar de clérigos y religiosos.

Los contenidos acordados han permitido la creación de un sistema asimétrico,


que trata de forma desigual a los ciudadanos creyentes de unas u otras confesiones y a
los ciudadanos que no profesan religión alguna, respecto a los que profesan el
catolicismo, dado que la Iglesia católica mantiene una situación de privilegio (Castro
Jover).

En virtud de lo dispuesto en el artículo 7 de la LOLR –posibilidad del Estado de


celebrar acuerdos con confesiones inscritas que posean notorio arraigo- en 1992 el
Estado español suscribió Acuerdos con la Federación de entidades evangélicas de
España, la Comunidad islámica de España y la Federación de comunidades judías de
España. La principal diferencia con los pactos celebrados con la Iglesia Católica se
encuentra precisamente en que los contenidos prestacionales previstos para la segunda
no se concretan con las confesiones minoritarias.

III. VALORACIONES FINALES

La Constitución española consagra un sistema de libertades que garantiza tanto


el ejercicio individual como la dimensión colectiva de los derechos humanos. Y, en este
aspecto, el Estado ha desarrollado una política de protección o apoyo a determinados
grupos -no necesariamente minoritarios ni desfavorecidos-, en aras de promocionar el
pleno ejercicio de los derechos fundamentales.

Específicamente, y respecto a la libertad religiosa, el Estado español ha


adoptado medidas que facilitan su ejercicio, como el reconocimiento de efectos civiles a
formas matrimoniales propias, y otras de carácter prestacional –que lo incentivan- como
la incardinación de la enseñanza religiosa en el ámbito educativo público -cuyo coste
asume el Estado español- o la cooperación financiera destinada al mantenimiento de los
mismos.

Como hemos visto, la propia Constitución española determina esta inicial


diferenciación al establecer una cooperación específica con la Iglesia Católica y otras
confesiones religiosas. Pese a garantizar, en su dimensión individual, la libertad
ideológica y religiosa con el mismo nivel de protección, únicamente va a dispensar un

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tratamiento singular a las creencias de carácter religioso, y, por ahora, únicamente a la


Iglesia Católica y a algunas minorías (judíos, evangélicos e islámicos), promocionando
así el hecho religioso en detrimento de otras concepciones de vida derivadas de
construcciones filosóficas, ideológicas o culturales.

La igualdad en este ámbito se ha interpretado desde la denominada “igualdad de


proporcionalidad” que plantea la necesidad de modular su alcance en función de la
mayor o menor presencia sociológica de la religión que se trate. El principio de
laicidad positiva desarrollado por el Tribunal Constitucional da cobertura a ese
tratamiento diferenciado cuando, en realidad, el “deber de tener en cuenta y la
cooperación” del artículo 16.3 CE debería haberse interpretado desde las exigencias que
imponen la neutralidad y, especialmente, la igualdad –valor fundamental del
ordenamiento jurídico-, y no al revés. En mi opinión, el apartado tercero del artículo 16
CE puede ser comprendido desde el valor del pluralismo religioso –no mencionado
expresamente en el artículo primero de la CE- pero no se explica, sin embargo, que la
promoción del pluralismo se lleve a cabo mediante la adopción de medidas
prestacionales a favor de las confesiones religiosas de mayor implantación social
porque, lógicamente, con ello se obtiene el efecto contrario. En este sentido, y, desde
una interpretación sistemática de la Constitución, debemos comprender que la garantía
de una igual libertad de creencias –de orígenes diversos, no exclusivamente religiosos-
exige una configuración laica del Estado español, y una actuación de los poderes
públicos acorde con este principio, interviniendo en este ámbito, tal como exige la
propia Constitución, tan sólo para remover los obstáculos que impidan el pleno ejercicio
del derecho, en aquellas situaciones en que efectivamente sea necesario algún tipo de
acción por existir un verdadero “obstáculo” que impida su ejercicio.

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