Alicia en El País de Las Maravillas by Carroll Lewis.
Alicia en El País de Las Maravillas by Carroll Lewis.
Alicia en El País de Las Maravillas by Carroll Lewis.
Cubierta
Alicia en el país de las maravillas
A través de la tarde dorada
En la madriguera del conejo
El charco de lágrimas
Una carrera loca y una larga historia
La casa del conejo
Consejos de una oruga
Cerdo y Pimienta
Una merienda de locos
El croquet de la Reina
La historia de la falsa tortuga
El baile de la langosta
¿Quién robó las tartas?
La declaración de Alicia
Lewis Carroll, además del gran escritor que fue, era matemático, dibujante, se le considera uno
de los mejores fotógrafos de su tiempo y un poeta genial. Era profesor en la universidad de
Oxford. Allí conoció a la pequeña Alicia, a quien durante un paseo por el bosque, empezó a
contar una historia: Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, libro clave de la
literatura no sólo infantil sino también para mayores, pues Carroll sabía que para entrar en el
terreno de la fantasía y el ingenio, no existe distinción de edades.
Lewis Carroll
Alicia en el país
de las maravillas
ePUB v2.3
Johan 27.04.11
A través de la tarde dorada
A través de la tarde dorada
el agua nos lleva sin esfuerzo por nuestra parte,
pues los que empujan los remos
son unos brazos infantiles
que intentan, con sus manitas
guiar el curso de nuestra barca.
Es la ofrenda de un peregrino
que las recogió en países lejanos.
Capítulo 1
—¡Qué sensación más extraña! —dijo Alicia—. Me debo estar encogiendo como un
telescopio.
Y así era, en efecto: ahora medía sólo veinticinco centímetros, y su cara se iluminó de alegría
al pensar que tenía la talla adecuada para pasar por la puertecita y meterse en el maravilloso
jardín. Primero, no obstante, esperó unos minutos para ver si seguía todavía disminuyendo de
tamaño, y esta posibilidad la puso un poco nerviosa. «No vaya consumirme del todo, como una
vela», se dijo para sus adentros. «¿Qué sería de mí entonces?» E intentó imaginar qué ocurría
con la llama de una vela, cuando la vela estaba apagada, pues no podía recordar haber visto
nunca una cosa así.
Después de un rato, viendo que no pasaba nada más, decidió salir en seguida al jardín. Pero,
¡pobre Alicia!, cuando llegó a la puerta, se encontró con que había olvidado la llavecita de oro, y,
cuando volvió a la mesa para recogerla, descubrió que no le era posible alcanzarla. Podía verla
claramente a través del cristal, e intentó con ahínco trepar por una de las patas de la mesa, pero
era demasiado resbaladiza. Y cuando se cansó de intentarlo, la pobre niña se sentó en el suelo y
se echó a llorar.
«¡Vamos! ¡De nada sirve llorar de esta manera!», se dijo Alicia a sí misma, con bastante
firmeza. «¡Te aconsejo que dejes de llorar ahora mismo!» Alicia se daba por lo general muy
buenos consejos a sí misma (aunque rara vez los seguía), y algunas veces se reñía con tanta
dureza que se le saltaban las lágrimas. Se acordaba incluso de haber intentado una vez tirarse de
las orejas por haberse hecho trampas en un partido de croquet que jugaba consigo misma, pues a
esta curiosa criatura le gustaba mucho comportarse como si fuera dos personas a la vez. «¡Pero
de nada me serviría ahora comportarme como si fuera dos personas!», pensó la pobre Alicia.
«¡Cuando ya se me hace bastante difícil ser una sola persona como Dios manda!»
Poco después, su mirada se posó en una cajita de cristal que había debajo de la mesa. La
abrió y encontró dentro un diminuto pastelillo, en que se leía la palabra «CÓMEME»,
deliciosamente escrita con grosella. «Bueno, me lo comeré», se dijo Alicia, «y si me hace crecer,
podré coger la llave, y, si me hace todavía más pequeña, podré deslizarme por debajo de la
puerta. De un modo o de otro entraré en el jardín, y eso es lo que importa.»
Dio un mordisquito y se preguntó nerviosísima a sí misma: «¿Hacia dónde? ¿Hacia dónde?»
Al mismo tiempo, se llevó una mano a la cabeza para notar en qué dirección se iniciaba el
cambio, y quedó muy sorprendida al advertir que seguía con el mismo tamaño. En realidad, esto
es lo que sucede normalmente cuando se da un mordisco a un pastel, pero Alicia estaba ya tan
acostumbrada a que todo lo que le sucedía fuera extraordinario, que le pareció muy aburrido y
muy tonto que la vida discurriese por cauces normales.
Así pues pasó a la acción, y en un santiamén dio buena cuenta del pastelito.
******
Capítulo 2
El charco de lágrimas
—¡Curiosismo y curiosismo! —exclamó Alicia (estaba tan sorprendida, que por un momento
se olvidó hasta de hablar correctamente)—. ¡Ahora me estoy estirando como el telescopio más
largo que haya existido jamás! ¡Adiós, pies! —gritó, porque cuando miró hacia abajo vio que sus
pies quedaban ya tan lejos que parecía fuera a perderlos de vista—. ¡Oh, mis pobrecitos pies!
¡Me pregunto quién os pondrá ahora vuestros zapatos y vuestros calcetines! ¡Seguro que yo no
podré hacerlo! Voy a estar demasiado lejos para ocuparme personalmente de vosotros: tendréis
que arreglároslas como podáis... Pero voy a tener que ser amable con ellos —pensó Alicia—, ¡o
a lo mejor no querrán llevarme en la dirección en que yo quiera ir! Veamos: les regalaré un par
de zapatos nuevos todas las Navidades.
Y siguió planeando cómo iba a llevarlo a cabo:
—Tendrán que ir por correo. ¡Y qué gracioso será esto de mandarse regalos a los propios
pies! ¡Y qué chocante va a resultar la dirección!
¡Estoy segura que esas no son las palabras! Y a la pobre Alicia se le llenaron otra vez los ojos
de lágrimas.
—¡Seguro que soy Mabel! Y tendré que ir a vivir a aquella casucha horrible, y casi no tendré
juguetes para jugar, y ¡tantas lecciones que aprender! No, estoy completamente decidida: ¡si soy
Mabel, me quedaré aquí! De nada servirá que asomen sus cabezas por el pozo y me digan:
«¡Vuelve a salir, cariño!» Me limitaré a mirar hacia arriba y a decir: «¿Quién soy ahora, veamos?
Decidme esto primero, y después, si me gusta ser esa persona, volveré a subir. Si no me gusta,
me quedaré aquí abajo hasta que sea alguien distinto...» Pero, Dios mío —exclamó Alicia, hecha
un mar de lágrimas—, ¡cómo me gustaría que asomaran de veras sus cabezas por el pozo! ¡Estoy
tan cansada de estar sola aquí abajo!
Al decir estas palabras, su mirada se fijó en sus manos, y vio con sorpresa que mientras
hablaba se había puesto uno de los pequeños guantes blancos de cabritilla del Conejo.
—¿Cómo he podido hacerlo? —se preguntó—. Tengo que haberme encogido otra vez.
Se levantó y se acercó a la mesa para comprobar su medida. Y descubrió que, según sus
conjeturas, ahora no medía más de sesenta centímetros, y seguía achicándose rápidamente. Se
dio cuenta en seguida de que la causa de todo era el abanico que tenía en la mano, y lo soltó a
toda prisa, justo a tiempo para no llegar a desaparecer del todo.
—¡De buena me he librado! —dijo Alicia, bastante asustada por aquel cambio inesperado,
pero muy contenta de verse sana y salva—. ¡Y ahora al jardín!
Y echó a correr hacia la puertecilla. Pero, ¡ay!, la puertecita volvía a estar cerrada y la llave
de oro seguía como antes sobre la mesa de cristal. «¡Las cosas están peor que nunca!», pensó la
pobre Alicia. «¡Porque nunca había sido tan pequeña como ahora, nunca! ¡Y declaro que la
situación se está poniendo imposible!»
Mientras decía estas palabras, le resbaló un pie, y un segundo más tarde, ¡chap!, estaba
hundida hasta el cuello en agua salada. Lo primero que se le ocurrió fue que se había caído de
alguna manera en el mar. «Y en este caso podré volver a casa en tren», se dijo para sí. (Alicia
había ido a la playa una sola vez en su vida, y había llegado a la conclusión general de que, fuera
uno a donde fuera, la costa inglesa estaba siempre llena de casetas de baño, niños jugando con
palas en la arena, después una hilera de casas y detrás una estación de ferrocarril.) Sin embargo,
pronto comprendió que estaba en el charco de lágrimas que había derramado cuando medía casi
tres metros de estatura.
—¡Ojalá no hubiera llorado tanto! —dijo Alicia, mientras nadaba a su alrededor, intentando
encontrar la salida—. ¡Supongo que ahora recibiré el castigo y moriré ahogada en mis propias
lágrimas! ¡Será de veras una cosa extraña! Pero todo es extraño hoy.
En este momento oyó que alguien chapoteaba en el charco, no muy lejos de ella, y nadó
hacia allí para ver quién era. Al principio creyó que se trataba de una morsa o un hipopótamo,
pero después se acordó de lo pequeña que era ahora, y comprendió que sólo era un ratón que
había caído en el charco como ella.
—¿Servirá de algo ahora —se preguntó Alicia— dirigir la palabra a este ratón? Todo es tan
extraordinario aquí abajo, que no me sorprendería nada que pudiera hablar. De todos modos,
nada se pierde por intentarlo. —Así pues, Alicia empezó a decirle—: Oh, Ratón, ¿sabe usted
cómo salir de este charco? ¡Estoy muy cansada de andar nadando de un lado a otro, oh, Ratón!
Alicia pensó que éste sería el modo correcto de dirigirse a un ratón; nunca se había visto
antes en una situación parecida, pero recordó haber leído en la Gramática Latina de su hermano
«el ratón — del ratón — al ratón — para el ratón — ¡oh, ratón!» El Ratón la miró atentamente, y
a Alicia le pareció que le guiñaba uno de sus ojillos, pero no dijo nada. «Quizá no sepa hablar
inglés», pensó Alicia. «Puede ser un ratón francés, que llegó hasta aquí con Guillermo el
Conquistador.» (Porque a pesar de todos sus conocimientos de historia, Alicia no tenía una idea
muy clara de cuánto tiempo atrás habían tenido lugar algunas cosas.) Siguió pues:
—Où est ma chatte?
Era la primera frase de su libro de francés. El Ratón dio un salto inesperado fuera del agua y
empezó a temblar de pies a cabeza.
—¡Oh, le ruego que me perdone! —gritó Alicia apresuradamente, temiendo haber herido los
sentimientos del pobre animal—. Olvidé que a usted no le gustan los gatos.
—¡No me gustan los gatos! —exclamó el Ratón en voz aguda y apasionada—. ¿Te gustarían
a ti los gatos si tú fueses yo?
—Bueno, puede que no —dijo Alicia en tono conciliador—. No se enfade por esto. Y, sin
embargo, me gustaría poder enseñarle a nuestra gata Dina. Bastaría que usted la viera para que
empezaran a gustarle los gatos. Es tan bonita y tan suave —siguió Alicia, hablando casi para sí
misma, mientras nadaba perezosa por el charco—, y ronronea tan dulcemente junto al fuego,
lamiéndose las patitas y lavándose la cara... y es tan agradable tenerla en brazos... y es tan hábil
cazando ratones... ¡Oh, perdóneme, por favor! —gritó de nuevo Alicia, porque esta vez al Ratón
se le habían puesto todos los pelos de punta y tenía que estar enfadado de veras—. No
hablaremos más de Dina, si usted no quiere.
—¡Hablaremos dices! chilló el Ratón, que estaba temblando hasta la mismísima punta de la
cola—. ¡Como si yo fuera a hablar de semejante tema! Nuestra familia ha odiado siempre a los
gatos: ¡Bichos asquerosos, despreciables, vulgares! ¡Que no vuelva a oír yo esta palabra!
—¡No la volveré a pronunciar! —dijo Alicia, apresurándose a cambiar el tema de la
conversación—. ¿Es usted... es usted amigo... de... de los perros? El Ratón no dijo nada y Alicia
siguió diciendo atropelladamente—: Hay cerca de casa un perrito tan mono que me gustaría que
lo conociera! Un pequeño terrier de ojillos brillantes, sabe, con el pelo largo, rizado, castaño. Y
si le tiras un palo, va y lo trae, y se sienta sobre dos patas para pedir la comida, y muchas cosas
más... no me acuerdo ni de la mitad... Y es de un granjero, sabe, y el granjero dice que es un
perro tan útil que no lo vendería ni por cien libras. Dice que mata todas las ratas y... ¡Dios mío!
—exclamó Alicia trastornada—. ¡Temo que lo he ofendido otra vez!
Porque el Ratón se alejaba de ella nadando con todas sus fuerzas, y organizaba una auténtica
tempestad en la charca con su violento chapoteo. Alicia lo llamó dulcemente mientras nadaba
tras él:
—¡Ratoncito querido! ¡vuelve atrás, y no hablaremos más de gatos ni de perros, puesto que
no te gustan!
Cuando el Ratón oyó estas palabras, dio media vuelta y nadó lentamente hacia ella: tenía la
cara pálida (de emoción, pensó Alicia) y dijo con vocecita temblorosa:
—Vamos a la orilla, y allí te contaré mi historia, y entonces comprenderás por qué odio a los
gatos y a los perros.
Ya era hora de salir de allí, pues la charca se iba llenando más y más de los pájaros y
animales que habían caído en ella: había un pato y un dodo, un loro y un aguilucho y otras
curiosas criaturas. Alicia abrió la marcha y todo el grupo nadó hacia la orilla.
Capítulo 3
«¡Vaya, por fin tengo libre la cabeza!», se dijo Alicia con alivio, pero el alivio se transformó
inmediatamente en alarma, al advertir que había perdido de vista sus propios hombros: todo lo
que podía ver, al mirar hacia abajo, era un larguísimo pedazo de cuello, que parecía brotar como
un tallo del mar de hojas verdes que se extendía muy por debajo de ella.
—¿Qué puede ser todo este verde? —dijo Alicia—. ¿Y dónde se habrán marchado mis
hombros? Y, oh mis pobres manos, ¿cómo es que no puedo veros?
Mientras hablaba movía las manos, pero no pareció conseguir ningún resultado, salvo un
ligero estremecimiento que agitó aquella verde hojarasca distante. Como no había modo de que
sus manos subieran hasta su cabeza, decidió bajar la cabeza hasta las manos, y descubrió con
entusiasmo que su cuello se doblaba con mucha facilidad en cualquier dirección, como una
serpiente. Acababa de lograr que su cabeza descendiera por el aire en un gracioso zigzag y se
disponía a introducirla entre las hojas, que descubrió no eran más que las copas de los árboles
bajo los que antes había estado paseando, cuando un agudo silbido la hizo retroceder a toda prisa.
Una gran paloma se precipitaba contra su cabeza y la golpeaba violentamente con las alas.
—¡Serpiente! —chilló la paloma.
—¡Yo no soy una serpiente! —protestó Alicia muy indignada—. ¡Y déjame en paz!
—¡Serpiente, más que serpiente! —siguió la Paloma, aunque en un tono menos convencido,
y añadió en una especie de sollozo—: ¡Lo he intentado todo, y nada ha dado resultado!
—No tengo la menor idea de lo que usted está diciendo! —dijo Alicia.
—Lo he intentado en las raíces de los árboles, y lo he intentado en las riberas, y lo he
intentado en los setos —siguió la Paloma, sin escuchar lo que Alicia le decía—. ¡Pero siempre
estas serpientes! ¡No hay modo de librarse de ellas!
Alicia se sentía cada vez más confusa, pero pensó que de nada serviría todo lo que ella
pudiera decir ahora y que era mejor esperar a que la Paloma terminara su discurso.
—¡Como si no fuera ya bastante engorro empollar los huevos! —dijo la Paloma—. ¡Encima
hay que guardarlos día y noche contra las serpientes! ¡No he podido pegar ojo durante tres
semanas!
—Siento mucho que sufra usted tantas molestias —dijo Alicia, que empezaba a comprender
el significado de las palabras de la Paloma.
—¡Y justo cuando elijo el árbol más alto del bosque —continuó la Paloma, levantando la voz
en un chillido—, y justo cuando me creía por fin libre de ellas, tienen que empezar a bajar
culebreando desde el cielo! ¡Qué asco de serpientes!
—Pero le digo que yo no soy una serpiente. Yo soy una... Yo soy una..
—Bueno, qué eres, pues? —dijo la Paloma—. ¡Veamos qué demonios inventas ahora!
—Soy... soy una niñita —dijo Alicia, llena de dudas, pues tenía muy presentes todos los
cambios que había sufrido a lo largo del día.
—¡A otro con este cuento! —respondió la Paloma, en tono del más profundo desprecio—.
He visto montones de niñitas a lo largo de mi vida, ¡pero ninguna que tuviera un cuello como el
tuyo! ¡No, no! Eres una serpiente, y de nada sirve negarlo. ¡Supongo que ahora me dirás que en
tu vida te has zampado un huevo!
—Bueno, huevos si he comido —reconoció Alicia, que siempre decía la verdad—. Pero es
que las niñas también comen huevos, igual que las serpientes, sabe.
—No lo creo —dijo la Paloma—, pero, si es verdad que comen huevos, entonces no son más
que una variedad de serpientes, y eso es todo.
Era una idea tan nueva para Alicia, que quedó muda durante uno o dos minutos, lo que dio
oportunidad a la Paloma de añadir:
—¡Estás buscando huevos! ¡Si lo sabré yo! ¡Y qué más me da a mí que seas una niña o una
serpiente?
—¡Pues a mí sí me da! —se apresuró a declarar Alicia—. Y además da la casualidad de que
no estoy buscando huevos. Y aunque estuviera buscando huevos, no querría los tuyos: no me
gustan crudos.
—Bueno, pues entonces, lárgate —gruño la Paloma, mientras se volvía a colocar en el nido.
Alicia se sumergió trabajosamente entre los árboles. El cuello se le enredaba entre las ramas
y tenía que pararse a cada momento para liberarlo. Al cabo de un rato, recordó que todavía tenía
los pedazos de seta, y puso cuidadosamente manos a la obra, mordisqueando primero uno y
luego el otro, y creciendo unas veces y decreciendo otras, hasta que consiguió recuperar su
estatura normal.
Hacía tanto tiempo que no había tenido un tamaño ni siquiera aproximado al suyo, que al
principio se le hizo un poco extraño. Pero no le costó mucho acostumbrarse y empezó a hablar
consigo misma como solía.
—¡Vaya, he realizado la mitad de mi plan! ¡Qué desconcertantes son estos cambios! ¡No
puede estar una segura de lo que va a ser al minuto siguiente! Lo cierto es que he recobrado mi
estatura normal. El próximo objetivo es entrar en aquel precioso jardín... Me pregunto cómo me
las arreglaré para lograrlo.
Mientras decía estas palabras, llegó a un claro del bosque, donde se alzaba una casita de poco
más de un metro de altura.
—Sea quien sea el que viva allí —pensó Alicia—, no puedo presentarme con este tamaño.
¡Se morirían del susto!
Así pues, empezó a mordisquear una vez más el pedacito de la mano derecha, Y no se atrevió
a acercarse a la casita hasta haber reducido su propio tamaño a unos veinte centímetros.
Capítulo 6
Cerdo y Pimienta
Alicia se quedó mirando la casa uno o dos minutos, y preguntándose lo que iba a hacer,
cuando de repente salió corriendo del bosque un lacayo con librea (a Alicia le pareció un lacayo
porque iba con librea; de no ser así, y juzgando sólo por su cara, habría dicho que era un pez) y
golpeó enérgicamente la puerta con los nudillos. Abrió la puerta otro lacayo de librea, con una
cara redonda y grandes ojos de rana. Y los dos lacayos, observó Alicia, llevaban el pelo
empolvado y rizado. Le entró una gran curiosidad por saber lo que estaba pasando y salió
cautelosamente del bosque para oír lo que decían.
El lacayo-pez empezó por sacarse de debajo del brazo una gran carta, casi tan grande como
él, y se la entregó al otro lacayo, mientras decía en tono solemne:
—Para la Duquesa. Una invitación de la Reina para jugar al croquet.
El lacayo-rana lo repitió, en el mismo tono solemne, pero cambiando un poco el orden de las
palabras:
—De la Reina. Una invitación para la Duquesa para jugar al croquet.
Después los dos hicieron una profunda reverencia, y los empolvados rizos entrechocaron y se
enredaron.
A Alicia le dio tal ataque de risa que tuvo que correr a esconderse en el bosque por miedo a
que la oyeran. Y, cuando volvió a asomarse, el lacayo-pez se había marchado y el otro estaba
sentado en el suelo junto a la puerta, mirando estúpidamente el cielo.
Alicia se acercó tímidamente y llamó a la puerta.
—No sirve de nada llamar —dijo el lacayo—, y esto por dos razones. Primero, porque yo
estoy en el mismo lado de la puerta que tú; segundo, porque están armando tal ruido dentro de la
casa, que es imposible que te oigan.
Y efectivamente del interior de la casa salía un ruido espantoso: aullidos, estornudos y de vez
en cuando un estrepitoso golpe, como si un plato o una olla se hubiera roto en mil pedazos.
—Dígame entonces, por favor —preguntó Alicia—, qué tengo que hacer para entrar.
—Llamar a la puerta serviría de algo —siguió el lacayo sin escucharla—, si tuviéramos la
puerta entre nosotros dos. Por ejemplo, si tú estuvieras dentro, podrías llamar, y yo podría abrir
para que salieras, sabes.
Había estado mirando todo el rato hacia el cielo, mientras hablaba, y esto le pareció a Alicia
decididamente una grosería. «Pero a lo mejor no puede evitarlo», se dijo para sus adentros.
«¡Tiene los ojos tan arriba de la cabeza! Aunque por lo menos podría responder cuando se le
pregunta algo.»
—¿Qué tengo que hacer para entrar? —repitió ahora en voz alta.
—Yo estaré sentado aquí —observó el lacayo— hasta mañana...
En este momento la puerta de la casa se abrió, y un gran plato salió zumbando por los aires,
en dirección a la cabeza del lacayo: le rozó la nariz y fue a estrellarse contra uno de los árboles
que había detrás.
—... o pasado mañana, quizás —continuó el lacayo en el mismo tono de voz, como si no
hubiese pasado absolutamente nada.
—¿Qué tengo que hacer para entrar? —volvió a preguntar Alicia alzando la voz.
—Pero ¿tienes realmente que entrar? —dijo el lacayo—. Esto es lo primero que hay que
aclarar, sabes.
Era la pura verdad, pero a Alicia no le gustó nada que se lo dijeran.
—¡Qué pesadez! —masculló para sí—. ¡Qué manera de razonar tienen todas estas criaturas!
¡Hay para volverse loco!
Al lacayo le pareció ésta una buena oportunidad para repetir su observación, con variaciones:
—Estaré sentado aquí —dijo— días y días.
—Pero ¿qué tengo que hacer yo? —insistió Alicia.
—Lo que se te antoje —dijo el criado, y empezó a silbar.
—¡Oh, no sirve para nada hablar con él! —murmuró Alicia desesperada—. ¡Es un perfecto
idiota!
Abrió la puerta y entró en la casa.
La puerta daba directamente a una gran cocina, que estaba completamente llena de humo. En
el centro estaba la Duquesa, sentada sobre un taburete de tres patas y con un bebé en los brazos.
La cocinera se inclinaba sobre el fogón y revolvía el interior de un enorme puchero que parecía
estar lleno de sopa.
—¡Esta sopa tiene por descontado demasiada pimienta! —se dijo Alicia para sus adentros,
mientras soltaba el primer estornudo.
Donde sí había demasiada pimienta era en el aire. Incluso la Duquesa estornudaba de vez en
cuando, y el bebé estornudaba y aullaba alternativamente, sin un momento de respiro. Los únicos
seres que en aquella cocina no estornudaban eran la cocinera y un rollizo gatazo que yacía cerca
del fuego, con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Por favor, podría usted decirme —preguntó Alicia con timidez, pues no estaba demasiado
segura de que fuera correcto por su parte empezar ella la conversación— por qué sonríe su gato
de esa manera?
—Es un gato de Cheshire —dijo la Duquesa—, por eso sonríe. ¡Cochino!
Gritó esta última palabra con una violencia tan repentina, que Alicia estuvo a punto de dar un
salto, pero en seguida se dio cuenta de que iba dirigida al bebé, y no a ella, de modo que recobró
el valor y siguió hablando.
—No sabía que los gatos de Cheshire estuvieran siempre sonriendo. En realidad, ni siquiera
sabía que los gatos pudieran sonreír.
—Todos pueden —dijo la Duquesa—, y muchos lo hacen.
—No sabía de ninguno que lo hiciera —dijo Alicia muy amablemente, contenta de haber
iniciado una conversación.
—No sabes casi nada de nada —dijo la Duquesa—. Eso es lo que ocurre.
A Alicia no le gustó ni pizca el tono de la observación, y decidió que sería oportuno cambiar
de tema. Mientras estaba pensando qué tema elegir, la cocinera apartó la olla de sopa del fuego, y
comenzó a lanzar todo lo que caía en sus manos contra la Duquesa y el bebé: primero los hierros
del hogar, después una lluvia de cacharros, platos y fuentes. La Duquesa no dio señales de
enterarse, ni siquiera cuando los proyectiles la alcanzaban, y el bebé berreaba ya con tanta fuerza
que era imposible saber si los golpes le dolían o no.
—¡Oh, por favor, tenga usted cuidado con lo que hace! —gritó Alicia, mientras saltaba
asustadísima para esquivar los proyectiles—. ¡Le va a arrancar su preciosa nariz! —añadió, al
ver que un caldero extraordinariamente grande volaba muy cerca de la cara de la Duquesa.
—Si cada uno se ocupara de sus propios asuntos —dijo la Duquesa en un gruñido—, el
mundo giraría mucho mejor y con menos pérdida de tiempo.
—Lo cual no supondría ninguna ventaja —intervino Alicia, muy contenta de que se
presentara una oportunidad de hacer gala de sus conocimientos—. Si la tierra girase más aprisa,
¡imagine usted el lío que se armaría con el día y la noche! Ya sabe que la tierra tarda veinticuatro
horas en ejecutar un giro completo sobre su propio eje...
—Hablando de ejecutar —interrumpió la Duquesa—, ¡que le corten la cabeza!
Alicia miró a la cocinera con ansiedad, para ver si se disponía a hacer algo parecido, pero la
cocinera estaba muy ocupada revolviendo la sopa y no parecía prestar oídos a la conversación, de
modo que Alicia se animó a proseguir su lección:
—Veinticuatro horas, creo, ¿o son doce? Yo...
—Tú vas a dejar de fastidiarme —dijo la Duquesa—. ¡Nunca he soportado los cálculos!
Y empezó a mecer nuevamente al niño, mientras le cantaba una especie de nana, y al final de
cada verso propinaba al pequeño una fuerte sacudida.
A mi hijo le grito,
y si estornuda, ¡menuda paliza!
Porque, ¿es que acaso no le gusta
la pimienta cuando le da la gana?
CORO
¡Gua! ¡Gua! ¡Gua!
—¡Ea! ¡Ahora puedes mecerlo un poco tú, si quieres! —dijo la Duquesa al concluir la
canción, mientras le arrojaba el bebé por el aire—. Yo tengo que ir a arreglarme para jugar al
croquet con la Reina.
Y la Duquesa salió apresuradamente de la habitación. La cocinera le tiró una sartén en el
último instante, pero no la alcanzó.
Alicia cogió al niño en brazos con cierta dificultad, pues se trataba de una criaturita de forma
extraña y que forcejeaba con brazos y piernas en todas direcciones, «como una estrella de mar»,
pensó Alicia. El pobre pequeño resoplaba como una máquina de vapor cuando ella lo cogió, y se
encogía y se estiraba con tal furia que durante los primeros minutos Alicia se las vio y deseó para
evitar que se le escabullera de los brazos.
En cuanto encontró el modo de tener el niño en brazos (modo que consistió en retorcerlo en
una especie de nudo, la oreja izquierda y el pie derecho bien sujetos para impedir que se
deshiciera), Alicia lo sacó al aire libre. «Si no me llevo a este niño conmigo», pensó, «seguro que
lo matan en un día o dos. ¿Acaso no sería un crimen dejarlo en esta casa?» Dijo estas últimas
palabras en alta voz, y el pequeño le respondió con un gruñido (para entonces había dejado ya de
estornudar).
—No gruñas —le riñó Alicia—. Ésa no es forma de expresarse.
El bebé volvió a gruñir, y Alicia le miró la cara con ansiedad, para ver si le pasaba algo. No
había duda de que tenía una nariz muy respingona, mucho más parecida a un hocico que a una
verdadera nariz. Además los ojos se le estaban poniendo demasiado pequeños para ser ojos de
bebé. A Alicia no le gustaba ni pizca el aspecto que estaba tomando aquello. «A lo mejor es
porque ha estado llorando», pensó, y le miró de nuevo los ojos, para ver si había alguna lágrima.
No, no había lágrimas.
—Si piensas convertirte en un cerdito, cariño —dijo Alicia muy seria—, yo no querré saber
nada contigo. ¡Conque ándate con cuidado!
La pobre criaturita volvió a soltar un quejido (¿o un gruñido? era imposible asegurarlo), y los
dos anduvieron en silencio durante un rato.
Alicia estaba empezando a preguntarse a sí misma: «Y ahora, ¿qué voy a hacer yo con este
chiquillo al volver a mi casa?», cuando el bebé soltó otro gruñido, con tanta violencia que volvió
a mirarlo alarmada. Esta vez no cabía la menor duda: no era ni más ni menos que un cerdito, y a
Alicia le pareció que sería absurdo seguir llevándolo en brazos.
Así pues, lo dejó en el suelo, y sintió un gran alivio al ver que echaba a trotar y se adentraba
en el bosque.
«Si hubiera crecido», se dijo a sí misma, «hubiera sido un niño terriblemente feo, pero como
cerdito me parece precioso». Y empezó a pensar en otros niños que ella conocía y a los que les
sentaría muy bien convertirse en cerditos. «¡Si supiéramos la manera de transformarlos!», se
estaba diciendo, cuando tuvo un ligero sobresalto al ver que el Gato de Cheshire estaba sentado
en la rama de un árbol muy próximo a ella.
El Gato, cuando vio a Alicia, se limitó a sonreír. Parecía tener buen carácter, pero también
tenía unas uñas muy largas Y muchísimos dientes, de modo que sería mejor tratarlo con respeto.
—Minino de Cheshire —empezó Alicia tímidamente, pues no estaba del todo segura de si le
gustaría este tratamiento: pero el Gato no hizo más que ensanchar su sonrisa, por lo que Alicia
decidió que sí le gustaba—. Minino de Cheshire, ¿podrías decirme, por favor, qué camino debo
seguir para salir de aquí?
—Esto depende en gran parte del sitio al que quieras llegar —dijo el Gato.
—No me importa mucho el sitio... —dijo Alicia.
—Entonces tampoco importa mucho el camino que tomes —dijo el Gato.
—... siempre que llegue a alguna parte —añadió Alicia como explicación.
—¡Oh, siempre llegarás a alguna parte —aseguró el Gato—, si caminas lo suficiente!
A Alicia le pareció que esto no tenía vuelta de hoja, y decidió hacer otra pregunta:
¿Qué clase de gente vive por aquí?
—En esta dirección —dijo el Gato, haciendo un gesto con la pata derecha— vive un
Sombrerero. Y en esta dirección —e hizo un gesto con la otra pata— vive una Liebre de Marzo.
Visita al que quieras: los dos están locos.
—Pero es que a mí no me gusta tratar a gente loca —protestó Alicia.
—Oh, eso no lo puedes evitar —repuso el Gato—. Aquí todos estamos locos. Yo estoy loco.
Tú estás loca.
—¿Cómo sabes que yo estoy loca? —preguntó Alicia.
—Tienes que estarlo afirmó el Gato—, o no habrías venido aquí.
Alicia pensó que esto no demostraba nada. Sin embargo, continuó con sus preguntas:
—¿Y cómo sabes que tú estás loco?
—Para empezar —repuso el Gato—, los perros no están locos. ¿De acuerdo?
—Supongo que sí —concedió Alicia.
—Muy bien. Pues en tal caso —siguió su razonamiento el Gato—, ya sabes que los perros
gruñen cuando están enfadados, y mueven la cola cuando están contentos. Pues bien, yo gruño
cuando estoy contento, y muevo la cola cuando estoy enfadado. Por lo tanto, estoy loco.
—A eso yo le llamo ronronear, no gruñir —dijo Alicia.
—Llámalo como quieras —dijo el Gato—. ¿Vas a jugar hoy al croquet con la Reina?
—Me gustaría mucho —dijo Alicia—, pero por ahora no me han invitado.
—Allí nos volveremos a ver —aseguró el Gato, y se desvaneció.
A Alicia esto no la sorprendió demasiado, tan acostumbrada estaba ya a que sucedieran cosas
raras. Estaba todavía mirando hacia el lugar donde el Gato había estado, cuando éste reapareció
de golpe.
—A propósito, ¿qué ha pasado con el bebé? —preguntó—. Me olvidaba de preguntarlo.
—Se convirtió en un cerdito —contestó Alicia sin inmutarse, como si el Gato hubiera vuelto
de la forma más natural del mundo.
—Ya sabía que acabaría así —dijo el Gato, y desapareció de nuevo.
Alicia esperó un ratito, con la idea de que quizás aparecería una vez más, pero no fue así, y,
pasados uno o dos minutos, la niña se puso en marcha hacia la dirección en que le había dicho
que vivía la Liebre de Marzo.
—Sombrereros ya he visto algunos —se dijo para sí—. La Liebre de Marzo será mucho más
interesante. Y además, como estamos en mayo, quizá ya no esté loca... o al menos quizá no esté
tan loca como en marzo.
Mientras decía estas palabras, miró hacia arriba, y allí estaba el Gato una vez más, sentado en
la rama de un árbol.
—¿Dijiste cerdito o cardito? —preguntó el Gato.
—Dije cerdito —contestó Alicia—. ¡Y a ver si dejas de andar apareciendo y desapareciendo
tan de golpe! ¡Me da mareo!
—De acuerdo —dijo el Gato.
Y esta vez desapareció despacito, con mucha suavidad, empezando por la punta de la cola y
terminando por la sonrisa, que permaneció un rato allí, cuando el resto del Gato ya había
desaparecido.
—¡Vaya! —se dijo Alicia—. He visto muchísimas veces un gato sin sonrisa, ¡pero una
sonrisa sin gato! ¡Es la cosa más rara que he visto en toda mi vida!
No tardó mucho en llegar a la casa de la Liebre de Marzo. Pensó que tenía que ser
forzosamente aquella casa, porque las chimeneas tenían forma de largas orejas y el techo estaba
recubierto de piel. Era una casa tan grande, que no se atrevió a acercarse sin dar antes un
mordisquito al pedazo de seta de la mano izquierda, con lo que creció hasta una altura de unos
dos palmos. Aun así, se acercó con cierto recelo, mientras se decía a sí misma:
—¿Y si estuviera loca de verdad? ¡Empiezo a pensar que tal vez hubiera sido mejor ir a ver
al Sombrerero!
Capítulo 7
Al llegar a este punto, el Lirón se estremeció y empezó a canturrear en sueños: «brilla, brilla,
brilla, brilla... », y estuvo así tanto rato que tuvieron que darle un buen pellizco para que se
callara.
—Bueno —siguió contando su historia el Sombrerero—. Lo cierto es que apenas había
terminado yo la primera estrofa, cuando la Reina se puso a gritar: «¡Vaya forma estúpida de
matar el tiempo! ¡Que le corten la cabeza!»
—¡Qué barbaridad! ¡Vaya fiera! —exclamó Alicia.
—Y desde entonces —añadió el Sombrerero con una voz tristísima—, el Tiempo cree que
quise matarlo y no quiere hacer nada por mí. Ahora son siempre las seis de la tarde.
Alicia comprendió de repente todo lo que allí ocurría.
—¿Es ésta la razón de que haya tantos servicios de té encima de la mesa? —preguntó.
—Sí, ésta es la razón —dijo el Sombrerero con un suspiro—. Siempre es la hora del té, y no
tenemos tiempo de lavar la vajilla entre té y té.
—¿Y lo que hacen es ir dando la vuelta? a la mesa, verdad? —preguntó Alicia.
—Exactamente —admitió el Sombrerero—, a medida que vamos ensuciando las tazas.
—Pero, ¿qué pasa cuando llegan de nuevo al principio de la mesa? —se atrevió a preguntar
Alicia.
—¿Y si cambiáramos de conversación? —los interrumpió la Liebre de Marzo con un
bostezo—. Estoy harta de todo este asunto. Propongo que esta señorita nos cuente un cuento.
—Mucho me temo que no sé ninguno —se apresuró a decir Alicia, muy alarmada ante esta
proposición.
—¡Pues que lo haga el Lirón! —exclamaron el Sombrerero y la Liebre de Marzo—.
¡Despierta, Lirón!
Y empezaron a darle pellizcos uno por cada lado.
El Lirón abrió lentamente los ojos.
—No estaba dormido —aseguró con voz ronca y débil—. He estado escuchando todo lo que
decíais, amigos.
—¡Cuéntanos un cuento! —dijo la Liebre de Marzo.
—¡Sí, por favor! —imploró Alicia.
—Y date prisa —añadió el Sombrerero—. No vayas a dormirte otra vez antes de terminar.
—Había una vez tres hermanitas empezó apresuradamente el Lirón—, y se llamaban Elsie,
Lacie y Tilie, y vivían en el fondo de un pozo...
—¿Y de qué se alimentaban? —preguntó Alicia, que siempre se interesaba mucho por todo
lo que fuera comer y beber.
—Se alimentaban de melaza —contestó el Lirón, después de reflexionar unos segundos.
—No pueden haberse alimentado de melaza, sabe —observó Alicia con amabilidad—. Se
habrían puesto enfermísimas.
—Y así fue —dijo el Lirón—. Se pusieron de lo más enfermísimas.
Alicia hizo un esfuerzo por imaginar lo que sería vivir de una forma tan extraordinaria, pero
no lo veía ni pizca claro, de modo que siguió preguntando:
—Pero, ¿por qué vivían en el fondo de un pozo?
—Toma un poco más de té —ofreció solícita la Liebre de Marzo.
—Hasta ahora no he tomado nada —protestó Alicia en tono ofendido—, de modo que no
puedo tomar más.
—Quieres decir que no puedes tomar menos —puntualizó el Sombrerero—. Es mucho más
fácil tomar más que nada.
—Nadie le pedía su opinión —dijo Alicia.
—¿Quién está haciendo ahora observaciones personales? —preguntó el Sombrerero en tono
triunfal.
Alicia no supo qué contestar a esto. Así pues, optó por servirse un poco de té y pan con
mantequilla. Y después, se volvió hacia el Lirón y le repitió la misma pregunta: —¿Por qué
vivían en el fondo de un pozo?
El Lirón se puso a cavilar de nuevo durante uno o dos minutos, y entonces dijo:
—Era un pozo de melaza.
—¡No existe tal cosa!
Alicia había hablado con energía, pero el Sombrerero y la Liebre de Marzo la hicieron callar
con sus «¡Chst! ¡Chst!», mientras el Lirón rezongaba indignado:
—Si no sabes comportarte con educación, mejor será que termines tú el cuento.
—No, por favor, ¡continúe! —dijo Alicia en tono humilde—. No volveré a interrumpirle.
Puede que en efecto exista uno de estos pozos.
—¡Claro que existe uno! —exclamó el Lirón indignado. Pero, sin embargo, estuvo dispuesto
a seguir con el cuento—. Así pues, nuestras tres hermanitas... estaban aprendiendo a dibujar,
sacando...
—¿Qué sacaban? —preguntó Alicia, que ya había olvidado su promesa.
—Melaza —contestó el Lirón, sin tomarse esta vez tiempo para reflexionar.
—Quiero una taza limpia —les interrumpió el Sombrerero—. Corrámonos todos un sitio.
Se cambió de silla mientras hablaba, y el Lirón le siguió: la Liebre de Marzo pasó a ocupar el
sitio del Lirón, y Alicia ocupó a regañadientes el asiento de la Liebre de Marzo. El Sombrerero
era el único que salía ganando con el cambio, y Alicia estaba bastante peor que antes, porque la
Liebre de Marzo acababa de derramar la leche dentro de su plato.
Alicia no quería ofender otra vez al Lirón, de modo que empezó a hablar con mucha
prudencia:
—Pero es que no lo entiendo. ¿De dónde sacaban la melaza?
—Uno puede sacar agua de un pozo de agua —dijo el Sombrerero—, ¿por qué no va a poder
sacar melaza de un pozo de melaza? ¡No seas estúpida!
—Pero es que ellas estaban dentro, bien adentro —le dijo Alicia al Lirón, no queriéndose dar
por enterada de las últimas palabras del Sombrerero.
—Claro que lo estaban —dijo el Lirón—. Estaban de lo más requetebién.
Alicia quedó tan confundida al ver que el Lirón había entendido algo distinto a lo que ella
quería decir, que no volvió a interrumpirle durante un ratito.
—Nuestras tres hermanitas estaban aprendiendo, pues, a dibujar —siguió el Lirón,
bostezando y frotándose los ojos, porque le estaba entrando un sueño terrible—, y dibujaban todo
tipo de cosas... todo lo que empieza con la letra M...
—¿Por qué con la M? —preguntó Alicia.
—¿Y por qué no? —preguntó la Liebre de Marzo.
Alicia guardó silencio.
Para entonces, el Lirón había cerrado los ojos y empezaba a cabecear. Pero, con los pellizcos
del Sombrerero, se despertó de nuevo, soltó un gritito y siguió la narración: —... lo que empieza
con la letra M, como matarratas, mundo, memoria y mucho... muy, en fin todas esas cosas.
Mucho, digo, porque ya sabes, como cuando se dice "un mucho más que un menos". ¿Habéis
visto alguna vez el dibujo de un «mucho»?
—Ahora que usted me lo pregunta —dijo Alicia, que se sentía terriblemente confusa—, debo
reconocer que yo no pienso...
—¡Pues si no piensas, cállate! —la interrumpió el Sombrerero.
Esta última grosería era más de lo que Alicia podía soportar: se levantó muy disgustada y se
alejó de allí. El Lirón cayó dormido en el acto, y ninguno de los otros dio la menor muestra de
haber advertido su marcha, aunque Alicia miró una o dos veces hacia atrás, casi esperando que la
llamaran. La última vez que los vio estaban intentando meter al Lirón dentro de la tetera.
—¡Por nada del mundo volveré a poner los pies en ese lugar! —se dijo Alicia, mientras se
adentraba en el bosque—. ¡Es la merienda más estúpida a la que he asistido en toda mi vida!
Mientras decía estas palabras, descubrió que uno de los árboles tenía una puerta en el tronco.
—¡Qué extraño! —pensó—. Pero todo es extraño hoy. Creo que lo mejor será que entre en
seguida.
Y entró en el árbol.
Una vez más se encontró en el gran vestíbulo, muy cerca de la mesita de cristal. «Esta vez
haré las cosas mucho mejor», se dijo a sí misma. Y empezó por coger la llavecita de oro y abrir
la puerta que daba al jardín. Entonces se puso a mordisquear cuidadosamente la seta (se había
guardado un pedazo en el bolsillo), hasta que midió poco más de un palmo. Entonces se adentró
por el estrecho pasadizo. Y entonces... entonces estuvo por fin en el maravilloso jardín, entre las
flores multicolores y las frescas fuentes.
Capítulo 8
El croquet de la Reina
Un gran rosal se alzaba cerca de la entrada del jardín: sus rosas eran blancas, pero había allí
tres jardineros ocupados en pintarlas de rojo. A Alicia le pareció muy extraño, y se acercó para
averiguar lo que pasaba, y al acercarse a ellos oyó que uno de los jardineros decía:
—¡Ten cuidado, Cinco! ¡No me salpiques así de pintura!
—No es culpa mía —dijo Cinco, en tono dolido—. Siete me ha dado un golpe en el codo.
Ante lo cual, Siete levantó los ojos dijo:
—¡Muy bonito, Cinco! ¡Échale siempre la culpa a los demás!
—¡Mejor será que calles esa boca! —dijo Cinco—. ¡Ayer mismo oí decir a la Reina que
debían cortarte la cabeza!
—¿Por qué? —preguntó el que había hablado en primer lugar.
—¡Eso no es asunto tuyo, Dos! —dijo Siete.
—¡Sí es asunto suyo! —protestó Cinco—. Y voy a decírselo: fue por llevarle a la cocinera
bulbos de tulipán en vez de cebollas.
Siete tiró la brocha al suelo y estaba empezando a decir: «¡Vaya! De todas las injusticias...»,
cuando sus ojos se fijaron casualmente en Alicia, que estaba allí observándolos, y se calló en el
acto. Los otros dos se volvieron también hacia ella, y los tres hicieron una profunda reverencia.
—¿Querrían hacer el favor de decirme —empezó Alicia con cierta timidez— por qué están
pintando estas rosas?
Cinco y Siete no dijeron nada, pero miraron a Dos. Dos empezó en una vocecita temblorosa:
—Pues, verá usted, señorita, el hecho es que esto tenía que haber sido un rosal rojo, y
nosotros plantamos uno blanco por equivocación, y, si la Reina lo descubre, nos cortarán a todos
la cabeza, sabe. Así que, ya ve, señorita, estamos haciendo lo posible, antes de que ella llegue,
para...
En este momento, Cinco, que había estado mirando ansiosamente por el jardín, gritó: «¡La
Reina! ¡La Reina!», y los tres jardineros se arrojaron inmediatamente de bruces en el suelo. Se
oía un ruido de muchos pasos, y Alicia miró a su alrededor, ansiosa por ver a la Reina.
Primero aparecieron diez soldados, enarbolando tréboles. Tenían la misma forma que los tres
jardineros, oblonga y plana, con las manos y los pies en las esquinas. Después seguían diez
cortesanos, adornados enteramente con diamantes, y formados, como los soldados, de dos en
dos. A continuación venían los infantes reales; eran también diez, y avanzaban saltando, cogidos
de la mano de dos en dos, adornados con corazones. Después seguían los invitados, casi todos
reyes y reinas, y entre ellos Alicia reconoció al Conejo Blanco: hablaba atropelladamente, muy
nervioso, sonriendo sin ton ni son, y no advirtió la presencia de la niña. A continuación venía el
Valet de Corazones, que llevaba la corona del Rey sobre un cojín de terciopelo carmesí. Y al
final de este espléndido cortejo avanzaban el Rey y la Reina de Corazones.
Alicia estaba dudando si debería o no echarse de bruces como los tres jardineros, pero no
recordaba haber oído nunca que tuviera uno que hacer algo así cuando pasaba un desfile. «Y
además», pensó, «¿de qué serviría un desfile, si todo el mundo tuviera que echarse de bruces, de
modo que no pudiera ver nada?» Así pues, se quedó quieta donde estaba, y esperó.
Cuando el cortejo llegó a la altura de Alicia, todos se detuvieron y la miraron, y la Reina
preguntó severamente:
—¿Quién es ésta?
La pregunta iba dirigida al Valet de Corazones, pero el Valet no hizo más que inclinarse y
sonreír por toda respuesta.
—¡Idiota! —dijo la Reina, agitando la cabeza con impaciencia, y, volviéndose hacia Alicia,
le preguntó—: ¿Cómo te llamas, niña?
—Me llamo Alicia, para servir a Su Majestad —contestó Alicia en un tono de lo más cortés,
pero añadió para sus adentros: «Bueno, a fin de cuentas, no son más que una baraja de cartas.
¡No tengo por qué sentirme asustada!»
—¿Y quiénes son éstos? —siguió preguntando la Reina, mientras señalaba a los tres
jardineros que yacían en torno al rosal.
Porque, claro, al estar de bruces sólo se les veía la parte de atrás, que era igual en todas las
cartas de la baraja, y la Reina no podía saber si eran jardineros, o soldados, o cortesanos, o tres
de sus propios hijos.
—¿Cómo voy a saberlo yo? —replicó Alicia, asombrada de su propia audacia—. ¡No es
asunto mío!
La Reina se puso roja de furia, y, tras dirigirle una mirada fulminante y feroz, empezó a
gritar:
—¡Que le corten la cabeza! ¡Que le corten...!
—¡Tonterías! —exclamó Alicia, en voz muy alta y decidida.
Y la Reina se calló.
El Rey le puso la mano en el brazo, y dijo con timidez:
Considera, cariño, que sólo se trata de una niña!
La Reina se desprendió furiosa de él, y dijo al Valet:
—¡Dales la vuelta a éstos!
Y así lo hizo el Valet, muy cuidadosamente, con un pie.
—¡Arriba! —gritó la Reina, en voz fuerte y detonante.
Y los tres jardineros se pusieron en pie de un salto, y empezaron a hacer profundas
reverencias al Rey, a la Reina, a los infantes reales, al Valet y a todo el mundo.
—¡Basta ya! —gritó la Reina—. ¡Me estáis poniendo nerviosa! —Y después, volviéndose
hacia el rosal, continuó—: ¡Qué diablos habéis estado haciendo aquí?
—Con la venia de Su Majestad —empezó a explicar Dos, en tono muy humilde, e hincando
en el suelo una rodilla mientras hablaba—, estábamos intentando...
—¡Ya lo veo! —estalló la Reina, que había estado examinando las rosas ¡Que les corten la
cabeza!
Y el cortejo se puso de nuevo en marcha, aunque tres soldados se quedaron allí para ejecutar
a los desgraciados jardineros, que corrieron a refugiarse junto a Alicia.
—¡No os cortarán la cabeza! —dijo Alicia, y los metió en una gran maceta que había allí
cerca.
Los tres soldados estuvieron algunos minutos dando vueltas por allí, buscando a los
jardineros, y después se marcharon tranquilamente tras el cortejo.
—¿Han perdido sus cabezas? —gritó la Reina.
—Sí, sus cabezas se han perdido, con la venia de Su Majestad —gritaron los soldados como
respuesta.
—¡Muy bien! —gritó la Reina—. ¿Sabes jugar al croquet?
Los soldados guardaron silencio, y volvieron la mirada hacia Alicia, porque era evidente que
la pregunta iba dirigida a ella.
—¡Sí! —gritó Alicia.
—¡Pues andando! —vociferó la Reina.
Y Alicia se unió al cortejo, preguntándose con gran curiosidad qué iba a suceder a
continuación.
—Hace... ¡hace un día espléndido! —murmuró a su lado una tímida vocecilla.
Alicia estaba andando al lado del Conejo Blanco, que la miraba con ansiedad.
—Mucho —dijo Alicia—. ¿Dónde está la Duquesa?
—¡Chitón! ¡Chitón! —dijo el Conejo en voz baja y apremiante. Miraba ansiosamente a sus
espaldas mientras hablaba, y después se puso de puntillas, acercó el hocico a la oreja de Alicia y
susurró—: Ha sido condenada a muerte.
—¿Por qué motivo? —quiso saber Alicia.
—¿Has dicho «pobrecilla»? —preguntó el Conejo.
—No, no he dicho eso. No creo que sea ninguna «pobrecilla». He dicho: ¿Por qué motivo?»
—Le dio un sopapo a la Reina... —empezó a decir el Conejo, y a Alicia le dio un ataque de
risa—. ¡Chitón! ¡Chitón! —suplicó el Conejo con una vocecilla aterrada—. ¡Va a oírte la Reina!
Lo ocurrido fue que la Duquesa llegó bastante tarde, y la Reina dijo...
—¡Todos a sus sitios! —gritó la Reina con voz de trueno.
Y todos se pusieron a correr en todas direcciones, tropezando unos con otros. Sin embargo,
unos minutos después ocupaban sus sitios, y empezó el partido. Alicia pensó que no había visto
un campo de croquet tan raro como aquél en toda su vida. Estaba lleno de montículos y de
surcos. Las bolas eran erizos vivos, los mazos eran flamencos vivos, y los soldados tenían que
doblarse y ponerse a cuatro patas para formar los aros.
La dificultad más grave con que Alicia se encontró al principio fue manejar a su flamenco.
Logró dominar al pajarraco metiéndoselo debajo del brazo, con las patas colgando detrás, pero
casi siempre, cuando había logrado enderezarle el largo cuello y estaba a punto de darle un buen
golpe al erizo con la cabeza del flamenco, éste torcía el cuello y la miraba derechamente a los
ojos con tanta extrañeza, que Alicia no podía contener la risa. Y cuando le había vuelto a bajar la
cabeza y estaba dispuesta a empezar de nuevo, era muy irritante descubrir que el erizo se había
desenroscado y se alejaba arrastrándose. Por si todo esto no bastara, siempre había un montículo
o un surco en la dirección en que ella quería lanzar al erizo, y, como además los soldados
doblados en forma de aro no paraban de incorporarse y largarse a otros puntos del campo, Alicia
llegó pronto a la conclusión de que se trataba de una partida realmente difícil.
Los jugadores jugaban todos a la vez, sin esperar su turno, discutiendo sin cesar y
disputándose los erizos. Y al poco rato la Reina había caído en un paroxismo de furor y andaba
de un lado a otro dando patadas en el suelo y gritando a cada momento «¡Que le corten a éste la
cabeza!» o «¡Que le corten a ésta la cabeza!»
Alicia empezó a sentirse incómoda: a decir verdad ella no había tenido todavía ninguna
disputa con la Reina, pero sabía que podía suceder en cualquier instante. «Y entonces», pensaba,
«¿qué será de mí? Aquí todo lo arreglan cortando cabezas. Lo extraño es que quede todavía
alguien con vida!»
Estaba buscando pues alguna forma de escapar, Y preguntándose si podría irse de allí sin que
la vieran, cuando advirtió una extraña aparición en el aire. Al principio quedó muy
desconcertada, pero, después de observarla unos minutos, descubrió que se trataba de una
sonrisa, y se dijo:
—Es el Gato de Cheshire. Ahora tendré alguien con quien poder hablar.
—¿Qué tal estás? —le dijo el Gato, en cuanto tuvo hocico suficiente para poder hablar.
Alicia esperó hasta que aparecieron los ojos, y entonces le saludó con un gesto. «De nada
servirá que le hable», pensó, «hasta que tenga orejas, o al menos una de ellas». Un minuto
después había aparecido toda la cabeza, Y entonces Alicia dejó en el suelo su flamenco y
empezó a contar lo que, ocurría en el juego, muy contenta de tener a alguien que la escuchara. El
Gato creía sin duda que su parte visible era ya suficiente, y no apareció nada más.
—Me parece que no juegan ni un poco limpio —empezó Alicia en tono quejumbroso—, y se
pelean de un modo tan terrible que no hay quien se entienda, y no parece que haya reglas
ningunas... Y, si las hay, nadie hace caso de ellas... Y no puedes imaginar qué lío es el que las
cosas estén vivas. Por ejemplo, allí va el aro que me tocaba jugar ahora, ¡justo al otro lado del
campo! ¡Y le hubiera dado ahora mismo al erizo de la Reina, pero se largó cuando vio que se
acercaba el mío!
—¿Qué te parece la Reina? —dijo el Gato en voz baja.
—No me gusta nada —dijo Alicia. Es tan exagerada...— En este momento, Alicia advirtió
que la Reina estaba justo detrás de ella, escuchando lo que decía, de modo que siguió—: ... tan
exageradamente dada a ganar, que no merece la pena terminar la partida.
La Reina sonrió y reanudó su camino.
—¿Con quién estás hablando? —preguntó el Rey, acercándose a Alicia y mirando la cabeza
del Gato con gran curiosidad.
—Es un amigo mío... un Gato de Cheshire —dijo Alicia—. Permita que se lo presente.
—No me gusta ni pizca su aspecto —aseguró el Rey—. Sin embargo, puede besar mi mano
si así lo desea.
—Prefiero no hacerlo —confesó el Gato.
—No seas impertinente —dijo el Rey—, ¡Y no me mires de esta manera!
Y se refugió detrás de Alicia mientras hablaba.
—Un gato puede mirar cara a cara a un rey —sentenció Alicia—. Lo he leído en un libro,
pero no recuerdo cuál.
—Bueno, pues hay que eliminarlo —dijo el Rey con decisión, y llamó a la Reina, que
precisamente pasaba por allí—. ¡Querida! ¡Me gustaría que eliminaras a este gato!
Para la Reina sólo existía un modo de resolver los problemas, fueran grandes o pequeños.
—¡Que le corten la cabeza! —ordenó, sin molestarse siquiera en echarles una ojeada.
—Yo mismo iré a buscar al verdugo —dijo el Rey apresuradamente.
Y se alejó corriendo de allí.
Alicia pensó que sería mejor que ella volviese al juego y averiguase cómo iba la partida, pues
oyó a lo lejos la voz de la Reina, que aullaba de furor. Acababa de dictar sentencia de muerte
contra tres de los jugadores, por no haber jugado cuando les tocaba su turno. Y a Alicia no le
gustaba ni pizca el aspecto que estaba tomando todo aquello, porque la partida había llegado a tal
punto de confusión que le era imposible saber cuándo le tocaba jugar y cuándo no. Así pues, se
puso a buscar su erizo.
El erizo se había enzarzado en una pelea con otro erizo, y esto le pareció a Alicia una
excelente ocasión para hacer una carambola: la única dificultad era que su flamenco se había
largado al otro extremo del jardín, y Alicia podía verlo allí, aleteando torpemente en un intento
de volar hasta las ramas de un árbol.
Cuando hubo recuperado a su flamenco y volvió con él, la pelea había terminado, y no se
veía rastro de ninguno de los erizos. «Pero esto no tiene demasiada importancia», pensó Alicia,
«ya que todos los aros se han marchado de esta parte del campo». Así pues, sujetó bien al
flamenco debajo del brazo, para que no volviera a escaparse, y se fue a charlar un poco más con
su amigo.
Cuando volvió junto al Gato de Cheshire, quedó sorprendida al ver que un gran grupo de
gente se había congregado a su alrededor. El verdugo, el Rey y la Reina discutían
acaloradamente, hablando los tres a la vez, mientras los demás guardaban silencio y parecían
sentirse muy incómodos.
En cuanto Alicia entró en escena, los tres se dirigieron a ella para que decidiera la cuestión, y
le dieron sus argumentos. Pero, como hablaban todos a la vez, se le hizo muy difícil entender
exactamente lo que le decían.
La teoría del verdugo era que resultaba imposible cortar una cabeza si no había cuerpo del
que cortarla; decía que nunca había tenido que hacer una cosa parecida en el pasado y que no iba
a empezar a hacerla a estas alturas de su vida.
La teoría del Rey era que todo lo que tenía una cabeza podía ser decapitado, y que se dejara
de decir tonterías.
La teoría de la Reina era que si no solucionaban el problema inmediatamente, haría cortar la
cabeza a cuantos la rodeaban. (Era esta última amenaza la que hacía que todos tuvieran un
aspecto grave y asustado.)
A Alicia sólo se le ocurrió decir:
—El Gato es de la Duquesa. Lo mejor será preguntarle a ella lo que debe hacerse con él.
—La Duquesa está en la cárcel —dijo la Reina al verdugo—. Ve a buscarla.
Y el verdugo partió como una flecha.
La cabeza del Gato empezó a desvanecerse a partir del momento en que el verdugo se fue, y,
cuando éste volvió con la Duquesa, había desaparecido totalmente. Así pues, el Rey y el verdugo
empezaron a corretear de un lado a otro en busca del Gato, mientras el resto del grupo volvía a la
partida de croquet.
Capítulo 9
El baile de la langosta
La Falsa Tortuga suspiró profundamente y se enjugó una lágrima con la aleta.
Antes de hablar, miró a Alicia durante bastante tiempo, mientras los sollozos casi la
ahogaban.
—Se te ha atragantado un hueso, parece —dijo el Grifo poco respetuoso. Y se puso a darle
golpes en la concha por la parte de la espalda.
Por fin la Tortuga recobró la voz y reanudó su narración, solo que las lágrimas resbalaban
por su vieja cara arrugada.
—Tú acaso no hayas vivido mucho tiempo en el fondo del mar...
—Desde luego que no —dijo Alicia.
—Y quizá no hayas entrado nunca en contacto con una langosta.
Alicia empezó a decir: «Una vez comí...», pero se interrumpió a toda prisa por si alguien se
sentía ofendido.
—No, nunca —respondió.
Pues entonces, ¡no puedes tener ni idea de lo agradable que resulta el Baile de la Langosta.
—No —reconoció Alicia—. ¿Qué clase de baile es éste?
—Verás —dijo el Grifo—, primero se forma una línea a lo largo de la playa...
—¡Dos líneas! —gritó la Falsa Tortuga—. Focas, tortugas y demás. Entonces, cuando se han
quitado todas las medusas de en medio...
—Cosa que por lo general lleva bastante tiempo —interrumpió el Grifo.
—... se dan dos pasos al frente...
—¡Cada uno con una langosta de pareja! —gritó el Grifo.
—Por supuesto —dijo la Falsa Tortuga—. Se dan dos pasos al frente, se forman parejas...
—... se cambia de langosta, y se retrocede en el mismo orden —siguió el Grifo.
—Entonces —siguió la Falsa Tortuga— se lanzan las...
—¡Las langostas! —exclamó el Grifo con entusiasmo, dando un salto en el aire.
—...lo más lejos que se pueda en el mar...
—¡Y a nadar tras ellas! —chilló el Grifo.
—¡Se da un salto mortal en el mar! —gritó la Falsa Tortuga, dando palmadas de entusiasmo.
—¡Se cambia otra vez de langosta! —aulló el Grifo.
—Se vuelve a la playa, y... aquí termina la primera figura —dijo la Falsa Tortuga, mientras
bajaba repentinamente la voz.
Y las dos criaturas, que habían estado dando saltos y haciendo cabriolas durante toda la
explicación, se volvieron a sentar muy tristes y tranquilas, y miraron a Alicia.
—Debe de ser un baile precioso —dijo Alicia con timidez.
—¿Te gustaría ver un poquito cómo se baila? —propuso la Falsa Tortuga.
—Claro, me gustaría muchísimo —dijo Alicia.
—¡Ea, vamos a intentar la primera figura! —le dijo la Falsa Tortuga al Grifo—. Podemos
hacerlo sin langostas, sabes. ¿Quién va a cantar?
—Cantarás tú —dijo el Grifo—. Yo he olvidado la letra.
Empezaron pues a bailar solemnemente alrededor de Alicia, dándole un pisotón cada vez que
se acercaban demasiado y llevando el compás con las patas delanteras, mientras la Falsa Tortuga
entonaba lentamente y con melancolía:
—Muchas gracias. Es un baile muy interesante —dijo Alicia, cuando vio con alivio que el
baile había terminado—. ¡Y me ha gustado mucho esta canción de la pescadilla!
—Oh, respecto a la pescadilla... —dijo la Falsa Tortuga—. Las pescadillas son... Bueno,
supongo que tú ya habrás visto algunas.
—Sí —respondió Alicia—, las he visto a menudo en la cen...
Pero se contuvo a tiempo y guardó silencio.
—No sé qué es eso de cen —dijo la Falsa Tortuga—, pero, si las has visto tan a menudo,
sabrás naturalmente cómo son.
—Creo que sí —respondió Alicia pensativa. Llevan la cola dentro de la boca y van cubiertas
de pan rallado.
—Te equivocas en lo del pan —dijo la Falsa Tortuga—. En el mar el pan rallado
desaparecería en seguida. Pero es verdad que llevan la cola dentro de la boca, y la razón es... —
Al llegar a este punto la Falsa Tortuga bostezó y cerró los ojos—. Cuéntale tú la razón de todo
esto —añadió, dirigiéndose al Grifo.
—La razón es —dijo el Grifo— que las pescadillas quieren participar con las langostas en el
baile. Y por lo tanto las arrojan al mar. Y por lo tanto tienen que ir a caer lo más lejos posible. Y
por lo tanto se cogen bien las colas con la boca. Y por lo tanto no pueden después volver a
sacarlas. Eso es todo.
—Gracias —dijo Alicia—. Es muy interesante. Nunca había sabido tantas cosas sobre las
pescadillas.
—Pues aún puedo contarte más cosas sobre ellas —dijo el Grifo.— ¿A que no sabes por qué
las pescadillas son blancas?
—No, y jamás me lo he preguntado, la verdad ¿Por qué son blancas?
—Pues porque sirven para darle brillo a los zapatos y las botas, por eso, por lo blancas que
son —respondió el Grifo muy satisfecho.
Alicia permaneció asombrada, con la boca abierta.
—Para sacar brillo —repetía estupefacta—. No me lo explico.
—Pero, claro. ¿A ver? ¿Cómo se limpian los zapatos? Vamos, ¿cómo se les saca brillo?
Alicia se miró los pies, pensativa, y vaciló antes de dar una explicación lógica.
—Con betún negro, creo.
—Pues bajo el mar, a los zapatos se les da blanco de pescadilla —respondió el Grifo
sentenciosamente.— Ahora ya lo sabes.
—¿Y de que están hechos?
—De mero y otros peces, vamos hombre, si cualquier gamba sabría responder a esa pregunta
—respondió el Grifo con impaciencia.
—Si yo hubiera sido una pescadilla, le hubiera dicho al delfín: "Haga el favor de marcharse,
porque no deseamos estar con usted".—dijo Alicia pensando en una estrofa de la canción.
—No —respondió la Falsa Tortuga.— No tenían más remedio que estar con él, ya que no
hay ningún pez que se respete que no quiera ir acompañado de un delfín.
—¿Eso es así? —preguntó Alicia muy sorprendida.
—¡Claro que no! —replicó la Falsa Tortuga.— Si a mí se me acercase un pez y me dijera que
marchaba de viaje, le preguntaría primeramente: "¿Y con qué delfín vas?
Alicia se quedó pensativa. Luego aventuró:
—No sería en realidad lo que le dijera ¿con que fin?
—¡Digo lo que digo! —aseguró la Tortuga ofendida.
—Y ahora —dijo el Grifo, dirigiéndose a Alicia—, cuéntanos tú alguna de tus aventuras.
—Puedo contaros mis aventuras... a partir de esta mañana —dijo Alicia con cierta timidez—.
Pero no serviría de nada retroceder hasta ayer, porque ayer yo era otra persona.
—¡Es un galimatías! Explica todo esto —dijo la Falsa Tortuga.
—¡No, no! Las aventuras primero —exclamó el Grifo con impaciencia—, las explicaciones
ocupan demasiado tiempo.
Así pues, Alicia empezó a contar sus aventuras a partir del momento en que vio por primera
vez al Conejo Blanco. Al principio estaba un poco nerviosa, porque las dos criaturas se pegaron a
ella, una a cada lado, con ojos y bocas abiertos como naranjas, pero fue cobrando valor a medida
que avanzaba en su relato. Sus oyentes guardaron un silencio completo hasta que llegó el
momento en que le había recitado a la Oruga el poema aquél de "Has envejecido, Padre
Guillermo..." que en realidad le había salido muy distinto de lo que era. Al llegar a este punto, la
Falsa Tortuga dio un profundo suspiro y dijo:
—Todo eso me parece muy curioso.
—No puede ser más curioso —remachó el Grifo.
—Te salió tan diferente... —repitió la Tortuga—, que me gustaría que nos recitases algo
ahora.
Se volvió al Grifo.
—Dile que empiece.
El Grifo indicó:
—Ponte en pie y recita eso de "Es la voz del perezoso..."
—Pero, ¡cuántas órdenes me dan estas criaturas! —dijo Alicia en voz baja—. Parece como si
me estuvieran haciendo repetir las lecciones. Para esto lo mismo me daría estar en la escuela.
Pero se puso en pie y comenzó obedientemente a recitar el poema. Mientras tanto, no dejaba
de darle vueltas en su cabeza a la danza de las langostas y en realidad apenas sabía lo que estaba
diciendo. Y así le resultó lo que recitaba:
La voz de la Langosta
he oído declarar:
Me han tostado demasiado
y ahora tendré que ponerme azúcar.
Lo mismo que el pato hace con los párpados
hace la langosta con su nariz:
ajustarse el cinturón y abotonarse
mientras tuerce los tobillos.
El Grifo dijo:
—No lo oía así yo cuando era niño. Resulta distinto.
—Puede ser, aunque lo cierto es que yo jamás he oído ese poema —dijo la Falsa Tortuga—,
pero el caso es que me suena a disparates.
Alicia no contestó. Se cubrió la cara con las manos, tras sentarse de nuevo y se preguntó si
sería posible que nada pudiera suceder allí de una manera natural.
—Veamos, me gustaría escuchar una explicación lógica— dijo la Falsa Tortuga.
—No sabe explicarlo —intervino el Grifo.— Pero, bueno, prosigue con la siguiente estrofa.
—Pero —insistió la Tortuga—, ¿qué hay de los tobillos! ¿Cómo podía torcérselos con la
nariz?
—Se trata de la primera posición de todo el baile —aclaró Alicia, que, sin embargo, no
comprendía nada de lo que estaba sucediendo, y deseaba cambiar el tema de la conversación.
—¡Prosigue con la siguiente estrofa! —reclamó el Grifo.— Si no me equivoco es la que
comienza diciendo: "Pasé por su jardín...".
Alicia obedeció, aunque estaba segura de que todo iba a seguir saliendo tergiversado. Con
voz temblorosa dijo:
—Lo que digo yo —dijo la Tortuga, —es ¿de qué nos sirve tanto recitar y recitar? ¿Si no
explicas el significado de los que estás diciendo! ¡Bueno! ¡Esto es lo más confuso que he oído en
mi vida!
—Desde luego —asintió el Grifo—. Creo que lo mejor será que lo dejes.
Y Alicia se alegró muchísimo.
—¿Intentamos otra figura del Baile de la Langosta? —siguió el Grifo—. ¿O te gustaría que la
Falsa Tortuga te cantara otra canción?
—¡Otra canción, por favor, si la Falsa Tortuga fuese tan amable! —exclamó Alicia, con
tantas prisas que el Grifo se sintió ofendido.
—¡Vaya! —murmuró en tono dolido—. ¡Sobre gustos no hay nada escrito! ¿Quieres cantarle
Sopa de Tortuga, amiga mía?
La Falsa Tortuga dio un profundo suspiro y empezó a cantar con voz ahogada por los
sollozos:
¡Soooo—pa de la noooo—che!
¡Hermosa, hermosa sopa!
Capítulo 11
La declaración de Alicia
—¡Estoy aquí! —gritó Alicia.
Y olvidando, en la emoción del momento, lo mucho que había crecido en los últimos
minutos, se puso en pie con tal precipitación que golpeó con el borde de su falda el estrado de los
jurados, y todos los miembros del jurado cayeron de cabeza encima de la gente que había debajo,
y quedaron allí pataleando y agitándose, y esto le recordó a Alicia intensamente la pecera de
peces de colores que ella había volcado sin querer la semana pasada.
—¡Oh, les ruego me perdonen! —exclamó Alicia en tono consternado.
Y empezó a levantarlos a toda prisa, pues no podía apartar de su mente el accidente de la
pecera, y tenía la vaga sensación de que era preciso recogerlas cuanto antes y devolverlos al
estrado, o de lo contrario morirían.
—El juicio no puede seguir —dijo el Rey con voz muy grave— hasta que todos los
miembros del jurado hayan ocupado debidamente sus puestos... todos los miembros del jurado
—repitió con mucho énfasis, mirando severamente a Alicia mientras decía estas palabras.
Alicia miró hacia el estrado del jurado, y vio que, con las prisas, había colocado a la Lagartija
cabeza abajo, y el pobre animalito, incapaz de incorporarse, no podía hacer otra cosa que agitar
melancólicamente la cola. Alicia lo cogió inmediatamente y lo colocó en la postura adecuada.
«Aunque no creo que sirva de gran cosa», se dijo para sí. «Me parece que el juicio no va a
cambiar en nada por el hecho de que este animalito esté de pies o de cabeza.»
Tan pronto como el jurado se hubo recobrado un poco del shock que había sufrido, y hubo
encontrado y enarbolado de nuevo sus tizas y pizarras, se pusieron todos a escribir con gran
diligencia para consignar la historia del accidente. Todos menos la Lagartija, que parecía haber
quedado demasiado impresionada para hacer otra cosa que estar sentada allí, con la boca abierta,
los ojos fijos en el techo de la sala.
—¿Qué sabes tú de este asunto? —le dijo el Rey a Alicia.
—Nada —dijo Alicia.
—¿Nada de nada? —insistió el Rey.
—Nada de nada —dijo Alicia.
—Esto es algo realmente trascendente —dijo el Rey, dirigiéndose al jurado.
Y los miembros del jurado estaban empezando a anotar esto en sus pizarras, cuando intervino
a toda prisa el Conejo Blanco:
—Naturalmente, Su Majestad ha querido decir intrascendente —dijo en tono muy
respetuoso, pero frunciendo el ceño y haciéndole signos de inteligencia al Rey mientras hablaba.
—Intrascendente es lo que he querido decir, naturalmente —se apresuró a decir el Rey.
Y empezó a mascullar para sí: «Trascendente... intrascendente... trascendente...
intrascendente...», como si estuviera intentando decidir qué palabra sonaba mejor.
Parte del jurado escribió «trascendente», y otra parte escribió «intrascendente». Alicia pudo
verlo, pues estaba lo suficientemente cerca de los miembros del jurado para leer sus pizarras.
«Pero esto no tiene la menor importancia», se dijo para sí.
En este momento el Rey, que había estado muy ocupado escribiendo algo en su libreta de
notas, gritó: «¡Silencio!», y leyó en su libreta:
—Artículo Cuarenta y Dos. Toda persona que mida más de un kilómetro tendrá que
abandonar la sala.
Todos miraron a Alicia.
—Yo no mido un kilómetro —protestó Alicia.
—Sí lo mides —dijo el Rey.
—Mides casi dos kilómetros añadió la Reina.
—Bueno, pues no pienso moverme de aquí, de todos modos —aseguró Alicia—. Y además
este artículo no vale: usted lo acaba de inventar.
—Es el artículo más viejo de todo el libro —dijo el Rey.
—En tal caso, debería llevar el Número Uno —dijo Alicia.
El Rey palideció, y cerró a toda prisa su libro de notas.
—¡Considerad vuestro veredicto! —ordenó al jurado, en voz débil y temblorosa.
—Faltan todavía muchas pruebas, con la venia de Su Majestad —dijo el Conejo Blanco,
poniéndose apresuradamente de pie—. Acaba de encontrarse este papel.
—¿Qué dice este papel? —preguntó la Reina.
—Todavía no lo he abierto —contestó el Conejo Blanco—, pero parece ser una carta, escrita
por el prisionero a... a alguien.
—Así debe ser —asintió el Rey—, porque de lo contrario hubiera sido escrita a nadie, lo cual
es poco frecuente.
—¿A quién va dirigida? —preguntó uno de los miembros del jurado.
—No va dirigida a nadie —dijo el Conejo Blanco—. No lleva nada escrito en la parte
exterior. —Desdobló el papel, mientras hablaba, y añadió—: Bueno, en realidad no es una carta:
es una serie de versos.
—¿Están en la letra del acusado? —preguntó otro de los miembros del jurado.
—No, no lo están —dijo el Conejo Blanco—, y esto es lo más extraño de todo este asunto.
(Todos los miembros del jurado quedaron perplejos.)
—Debe de haber imitado la letra de otra persona —dijo el Rey.
(Todos los miembros del jurado respiraron con alivio.)
—Con la venia de Su Majestad —dijo el Valet—, yo no he escrito este papel, y nadie puede
probar que lo haya hecho, porque no hay ninguna firma al final del escrito.
—Si no lo has firmado —dijo el Rey—, eso no hace más que agravar tu culpa. Lo tienes que
haber escrito con mala intención, o de lo contrario habrías firmado con tu nombre como
cualquier persona honrada.
Un unánime aplauso siguió a estas palabras: en realidad, era la primera cosa sensata que el
Rey había dicho en todo el día.
—Esto prueba su culpabilidad, naturalmente —exclamó la Reina—. Por lo tanto, que le
corten...
—¡Esto no prueba nada de nada! —protestó Alicia—. ¡Si ni siquiera sabemos lo que hay
escrito en el papel!
—Léelo —ordenó el Rey al Conejo Blanco.
El Conejo Blanco se puso las gafas.
—¿Por dónde debo empezar, con la venia de Su Majestad? —preguntó.
—Empieza por el principio —dijo el Rey con gravedad— y sigue hasta llegar al final; allí te
paras.
Se hizo un silencio de muerte en la sala, mientras el Conejo Blanco leía los siguientes versos:
—¡Ésta es la prueba más importante que hemos obtenido hasta ahora! —dijo el Rey,
frotándose las manos—. Así pues, que el jurado proceda a...
—Si alguno de vosotros es capaz de explicarme este galimatías —dijo Alicia (había crecido
tanto en los últimos minutos que no le daba ningún miedo interrumpir al Rey)—, le doy seis
peniques. Yo estoy convencida de que estos versos no tienen pies ni cabeza.
Todos los miembros del jurado escribieron en sus pizarras: «Ella está convencida de que
estos versos no tienen pies ni cabeza», pero ninguno de ellos se atrevió a explicar el contenido
del escrito.
—Si el poema no tiene sentido —dijo el Rey—, eso nos evitará muchas complicaciones,
porque no tendremos que buscárselo. Y, sin embargo —siguió, apoyando el papel sobre sus
rodillas y mirándolo con ojos entornados—, me parece que yo veo algún significado... Y yo a
nadar no aprendí... Tú no sabes nadar, ¿o sí sabes? —añadió, dirigiéndose al Valet.
El Valet sacudió tristemente la cabeza.
—¿Tengo yo aspecto de saber nadar? —dijo.
(Desde luego no lo tenía, ya que estaba hecho enteramente de cartón.)
—Hasta aquí todo encaja —observó el Rey, y siguió murmurando para sí mientras
examinaba los versos—: Bien sabemos que es verdad... Evidentemente se refiere al jurado... Pero
si ella insistiera... Tiene que ser la Reina... ¿Qué te podría pasar?... ¿Qué, en efecto? Yo di una,
ellos dos... Vaya, esto debe ser lo que él hizo con las tartas...
—Pero después sigue todas volvieron a ti —observó Alicia.
—¡Claro, y aquí están! —exclamó triunfalmente el Rey, señalando las tartas que había sobre
la mesa . Está más claro que el agua. Y más adelante... Antes del ataque de ella... ¿Tú nunca
tienes ataques, verdad, querida? —le dijo a la Reina.
—¡Nunca! —rugió la Reina furiosa, arrojando un tintero contra la pobre Lagartija.
(La infeliz Lagartija había renunciado ya a escribir en su pizarra con el dedo, porque se dio
cuenta de que no dejaba marca, pero ahora se apresuró a empezar de nuevo, aprovechando la
tinta que le caía chorreando por la cara, todo el rato que pudo.)
—Entonces las palabras del verso no pueden atacarte a ti —dijo el Rey, mirando a su
alrededor con una sonrisa.
Había un silencio de muerte.
—¡Es un juego de palabras! —tuvo que explicar el Rey con acritud.
Y ahora todos rieron.
—¡Que el jurado considere su veredicto! —ordenó el Rey, por centésima vez aquel día.
—¡No! ¡No! —protestó la Reina—. Primero la sentencia... El veredicto después.
—¡Valiente idiotez! —exclamó Alicia alzando la voz—. ¡Qué ocurrencia pedir la sentencia
primero!
—¡Cállate la boca! —gritó la Reina, poniéndose color púrpura.
—¡No quiero! —dijo Alicia.
—¡Que le corten la cabeza! —chilló la Reina a grito pelado.
Nadie se movió.
—¿Quién le va a hacer caso? —dijo Alicia (al llegar a este momento ya había crecido hasta
su estatura normal)—. ¡No sois todos más que una baraja de cartas!
Al oír esto la baraja se elevó por los aires y se precipitó en picada contra ella. Alicia dio un
pequeño grito, mitad de miedo y mitad de enfado, e intentó sacárselos de encima... Y se encontró
tumbada en la ribera, con la cabeza apoyada en la falda de su hermana, que le estaba quitando
cariñosamente de la cara unas hojas secas que habían caído desde los árboles.
—¡Despierta ya, Alicia! —le dijo su hermana—. ¡Cuánto rato has dormido!
—¡Oh, he tenido un sueño tan extraño! —dijo Alicia.
Y le contó a su hermana, tan bien como sus recuerdos lo permitían, todas las sorprendentes
aventuras que hemos estado leyendo. Y, cuando hubo terminado, su hermana le dio un beso y le
dijo:
—Realmente, ha sido un sueño extraño, cariño. Pero ahora corre a merendar. Se está
haciendo tarde.
Así pues, Alicia se levantó y se alejó corriendo de allí, y mientras corría no dejó de pensar en
el maravilloso sueño que había tenido.
Pero su hermana siguió sentada allí, tal como Alicia la había dejado, la cabeza apoyada en
una mano, viendo cómo se ponía el sol y pensando en la pequeña Alicia y en sus maravillosas
aventuras. Hasta que también ella empezó a soñar a su vez, y éste fue su sueño:
Primero, soñó en la propia Alicia, y le pareció sentir de nuevo las manos de la niña apoyadas
en sus rodillas y ver sus ojos brillantes y curiosos fijos en ella. Oía todos los tonos de su voz y
veía el gesto con que apartaba los cabellos que siempre le caían delante de los ojos. Y mientras
los oía, o imaginaba que los oía, el espacio que la rodeaba cobró vida y se pobló con los extraños
personajes del sueño de su hermana.
La alta hierba se agitó a sus pies cuando pasó corriendo el Conejo Blanco; el asustado Ratón
chapoteó en un estanque cercano; pudo oír el tintineo de las tazas de porcelana mientras la Liebre
de Marzo y sus amigos proseguían aquella merienda interminable, y la penetrante voz de la
Reina ordenando que se cortara la cabeza a sus invitados; de nuevo el bebé-cerdito estornudó en
brazos de la Duquesa, mientras platos y fuentes se estrellaban a su alrededor; de nuevo se llenó el
aire con los graznidos del Grifo, el chirriar de la tiza de la Lagartija y los aplausos de los
«reprimidos» conejillos de indias, mezclado todo con el distante sollozar de la Falsa Tortuga.
La hermana de Alicia estaba sentada allí, con los ojos cerrados, y casi creyó encontrarse ella
también en el País de las Maravillas. Pero sabía que le bastaba volver a abrir los ojos para
encontrarse de golpe en la aburrida realidad. La hierba sería sólo agitada por el viento, y el
chapoteo del estanque se debería al temblor de las cañas que crecían en él. El tintineo de las tazas
de té se transformaría en el resonar de unos cencerros, y la penetrante voz de la Reina en los
gritos de un pastor. Y los estornudos del bebé, los graznidos del Grifo, y todos los otros ruidos
misteriosos, se transformarían (ella lo sabía) en el confuso rumor que llegaba desde una granja
vecina, mientras el lejano balar de los rebaños sustituía los sollozos de la Falsa Tortuga.
Por último, imaginó cómo sería, en el futuro, esta pequeña hermana suya, cómo sería Alicia
cuando se convirtiera en una mujer. Y pensó que Alicia conservaría, a lo largo de los años, el
mismo corazón sencillo y entusiasta de su niñez, y que reuniría a su alrededor a otros chiquillos,
y haría brillar los ojos de los pequeños al contarles un cuento extraño, quizás este mismo sueño
del País de las Maravillas que había tenido años atrás; y que Alicia sentiría las pequeñas tristezas
y se alegraría con los ingenuos goces de los chiquillos, recordando su propia infancia y los
felices días del verano.
FIN