Dia de Suerte - Mary Higgins Clark

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Dia De Suerte

MARY HIGGINS CLARK


Era un frío miércoles de Noviembre, Nora andaba deprisa, agradeciendo que la
parada del metro solo estuviera a dos manzanas de distancia. Ella y Jack habían
tenido suerte al conseguir un apartamento en Claridge House cuando se inauguro
hacia seis años. De la forma en que habían subido los alquileres para los nuevos
inquilinos, ahora ya no se lo hubieran podido permitir. Y su situación entre la tercera y
la ochenta y siete lo hacía asequible para el metro y autobús y para los taxis también.
Pero los taxis no entraban en su presupuesto.

Hubiera deseado llevar algo mas caliente que la cazadora que le regalaron en la
fiesta para celebrar la ultima película en la que había trabajado llevaba el nombre de la
película bordado en el bolsillo, lo cual era una prueba visible de que tenía una sólida
experiencia como actriz.

Se detuvo en la esquina. El semáforo estaba en verde, pero el tráfico estaba


dando la vuelta, y tratar de cruzar podía costarle la vida a cualquiera. La próxima
semana era el día de Acción de Gracias. Entre Acción de Gracias y Navidad, Manhattan
sería un gran aparcamiento para coches. Trató de no pensar en que Jack no cobraría la
paga extra de Navidad de Merrill Lynch. Durante el desayuno le había dicho que era
uno de los que iban a despedir en Merrill Lynch, pero que esa misma mañana
empezaba un nuevo trabajo. Otro trabajo distinto.

Cruzó corriendo la calle cuando el semáforo se puso en rojo, y casi la atropella


un taxi que había pasado con el semáforo en ámbar. E! taxista le gritó: —No seguirás
tan guapa si te aplastan, cariño. —Nora se dio la vuelta. El le estaba levantando el
dedo corazón. En un impulso, ella hizo lo mismo y después se avergonzó de haberlo
hecho. Corrió a lo largo de la manzana, ignorando los escaparates y pasando junto a
una mujer metida en un saco de dormir, que estaba echada junto a la fachada de una
tienda.

Estaba a punto de bajar las escaleras de la boca del metro, cuando oyó que
alguien le llamaba. —Hey, Nora, ¿es que ya no saludas? —Junto al quiosco de
periódicos, Bill Regan, con una sonrisa en su rostro que descubría su dentadura postiza
demasiado brillante, le entregó un ejemplar plegado del Times—. Estás soñando
despierta, —le dijo.

—Supongo que sí.

Ella y Bill habían entablado cierta amistad por sus encuentros diarios. Bill, un
repartidor jubilado, ayudaba al vendedor del quiosco que era ciego, durante la bulla de
la mañana, y después trabajaba como mensajero. —Esto me tiene ocupado, —le había
explicado a Nora—. Desde que murió May, la casa está demasiado solitaria. Así tengo
algo que hacer. Conozco a mucha gente simpática y puedo hablar mucho. May siempre
decía que era un gran hablador.

El gran error que ella había cometido era que cuatro meses antes, el día del
aniversario de la muerte de May, obedeciendo a un impulso, había invitado a Bill a
tomar una copa. Ahora, este había cogido !a costumbre de ir a ver!a cada semana o
cada dos semanas con alguna excusa, para que le dejara entrar. Jack ya estaba harto.
Una vez dentro del apartamento, Bill se quedaba por lo menos dos horas, hasta que
ella decidía echarle o invitarle a cenar.
—Tengo un presentimiento, Nora, —dijo Bill—. E! presentimiento de que hoy es
mi día de suerte. Esta tarde se sortea el gordo.

El gordo de la Lotería Estatal iba ya por trece millones de dólares. Hacía seis
semanas que no se había vendido el gordo. —Me he olvidado de comprar un número,
—dijo Nora—. Pero no creo que tuviera esa suerte. —Cogió algunas monedas sueltas
del bolsillo—. Más vale que me dé prisa, tengo una audición.

—Que tengas suerte. —Bill estaba claramente orgulloso de sus conocimientos


del argot del show-business—. Siempre te lo he dicho. Eres la viva imagen de Rita
Hayworth, cuando actuó en “Gilda”. Serás una estrella. —Por un instante, se miraron a
los ojos. Nora se sentía tontamente impresionada. La habitual expresión dolorida había
desaparecido momentáneamente de los ojos azul pálido de Bill. Unos mechones de
pelo de color gris amarillento le caían por la frente. Su sonrisa parecía congelada en
sus labios.

—De una forma u otra, tal vez ambos tengamos suerte, —dijo ella—. Hasta
luego, Bill.

En el teatro, había ya diecinueve esperanzadas candidatas delante de ella. Le


dieron un número y trató de encontrar un lugar donde sentarse. Se le acercó alguien
que le era familiar. El año pasado, Sam y ella habían tenido unos pequeños papeles en
una película de Bogdanovich.

—¿Cuántos papeles van a repartir?, —preguntó ella.

—Dos. Uno para ti y otro para mí.

—Muy gracioso.

Era la una cuando finalmente le tocó. Era imposible decir si lo había hecho bien
o mal. El autor y el productor estaban ahí, sentados con los rostros impasivos.

Más tarde fue a una audición para una película industrial de J.C. Penney. No
estaría mal conseguir ese papel: serían tres días de trabajo.

Había otro sitio donde quería dejar su fotografía, pero a las cuatro y media
decidió no hacerlo e irse a casa. La intranquilidad que había sentido todo el día se
había convertido en una gran depresión. Fue hacia una boca del metro, y llegó al
andén justo en el momento en que el metro salía, luego se sentó cansada en un banco
forrado de grafitti.

Esto le dio tiempo para hacer lo que había evitado hacer en todo el día. Pensar.
Pensar en Jack. Pensar en ella y Jack. En que el apartamento se iba a poner en venta y
que ellos no podían permitirse el lujo de comprarlo. Jack, cambiando de trabajo otra
vez. Incluso en Manhattan, las empresas de inversiones estaban contadas. Ella ni
siquiera sabía como se llamaba esa nueva empresa.
Tenía que afrontarlo. Jack odiaba las ventas. Se había metido en ellas sólo para
tener ingresos mientras ella trataba de triunfar como actriz. Los fines de semana,
escribía. Habían llegado a Nueva York con la tinta de los títulos universitarios todavía
mojada, los anillos de casados todavía relucientes, convencidos de que en Manhattan
iban a triunfar. Y ahora, seis años después, la frustración de Jack se mostraba de cien
maneras distintas.

Un tren repleto entró en la estación. Nora se levantó, empujó para poder entrar
y se agarró a una barra. Tratando de guardar el equilibrio, pensó que estaría lloviendo.
La gente a su alrededor tenía los abrigos mojados y el olor a zapatos húmedos
inundaba el vagón.

El apartamento le pareció un paraíso después de ese día. Las ventanas daban al


East River, el Puente Triborough y Gracie Mansion. A Nora le parecía mentira que
ninguno de los dos hubiera nacido en Manhattan. Simplemente eran neoyorquines. Si
consiguiera un papel en una serie, al menos podría llevar los ingresos durante una
temporada y esto le daría a Jack la posibilidad de escribir. Había estado cerca varias
veces. Algún día lo conseguiría.

No le tenía que haber regañado por la mañana. Había estado tan avergonzado al
admitir que había perdido el trabajo en Merrill Lynch. ¿Se había hecho ella tan crítica
inconscientemente, que él no era capaz de hablar con ella, o tal vez estaba perdiendo
la confianza en sí mismo? Te quiero, Jack, pensó. Fue a la cocina y cogió un trozo de
queso y un racimo de uvas de la nevera. Lo prepararía junto con la jarra de vino, para
cuando él llegara a casa. Arreglando la bandeja, sacando la copas de vino, sacudiendo
los cojines del sofá y bajando la intensidad de las luces, de forma que se acentuara el
perfil de la ciudad, disminuyó la preocupación que sentía Nora. No se dio cuenta hasta
que entró en el dormitorio para cambiarse de ropa y ponerse un kaftan, de que la luz
del contestador automático estaba parpadeando.

Había un mensaje. Era de Bill Regan. Su voz excitada dijo: —Nora, no salgas.
Tengo algo que celebrar contigo. Iré a las siete. Nora, te lo dije. Lo sabía. Hoy es mi
día de suerte.

Dios mío. Lo que le faltaba a Jack, que Bill Regan estuviera ahí esa noche. Día
de suerte. Tenía que ser la lotería. Seguramente había vuelto a ganar algunos cientos
de dólares. Ahora seguro que se quedaría toda la noche o insistiría en llevarlos a cenar
a cualquier restaurante.

Si Jack pensaba que llegaría tarde, llamaba siempre antes. Esa noche no. A las
seis, Nora mordisqueó un trocito de queso, a las seis y media se echó una copa de
vino. Si al menos Jack hubiera llegado temprano. Habrían estado solos un rato hasta
que llegara Bill.

A las siete y media, todavía no había llegado ninguno de los dos. Bill nunca
llegaba tarde. Si hubiera cambiado de planes, seguramente habría llamado. La
desesperación se mezcló con su preocupación. Viniera o no, la noche estaba arruinada.
¿Y dónde estaba Jack?

A las ocho, Nora no sabía qué hacer. No recordaba el nombre de la nueva


empresa donde trabajaba Jack. La empresa de mensajeros en el Fisk Building en la
Calle Cincuenta y siete Oeste donde trabajaba Bill estaba cerrada. ¿Habría ocurrido un
accidente? Si al menos hubiera podido enterarse de las noticias locales. Y Bill siempre
pasaba por el Central Park cuando iba a su casa. Decía que así hacía ejercicio. Lo hacía
aunque lloviera. Treinta manzanas por el parque. En una noche como esa, no habría
nadie haciendo footing. ¿Le habría pasado algo?

Jack llegó a las ocho y media. Su delgado rostro estaba pálido como el de un
muerto, las pupilas agrandadas. Cuando ella corrió a su encuentro, la abrazó y empezó
a mecerla. —Nora, Nora.

—Jack, ¿qué ha pasado? He estado tan preocupada. Tú y BilI, ambos tan


tarde...

El la retiró. —No me digas que estás esperando a Bill Regan.

—Sí. Ha llamado. Dijo que estaría aquí a las siete. Jack, ¿qué te pasa? Siento lo
de esta mañana. No quería hacer que te enfadaras. Jack, no me importa que cambies
de empresa. Sólo estoy preocupada por ti... Tal vez yo pueda dejar de actuar una
temporada y buscar un trabajo con unos ingresos regulares. Te daré tu oportunidad.
Jack, te quiero.

Oyó un sonido ahogado, entonces notó que sus hombros empezaban a moverse.
Jack estaba llorando. Nora atrajo su cabeza hacia sí, la acarició. —Lo siento. No sabía
que te sintieras tan mal.

El no contestó, sólo la apretaba contra sí. Nora y Jack. Se habían conocido hacía
diez años, en su primer día en Brown. Ella se había sentido atraída por la tranquila
intensidad que sentía en él, por su delgado e inteligente rostro, la rápida sonrisa, que
conseguía que se desvaneciera su habitual expresión seria. Chico conoce a chica.
Después de ese primer encuentro, ninguno de los dos se interesaba por ningún otro.

Ahora, ella le quitó la chaqueta, una imitación de Burberry, comprada en las


rebajas. —¡Jack, estás empapado!
—Supongo que sí. Oh, cariño, tengo que hablar contigo, pero esperaré. Dices que va a
venir Bill. —Empezó a reírse, pero de nuevo se le saltaron las lágrimas.

Como un niño obediente acató la orden de tomarse una ducha caliente. Algo
había ocurrido, pero no podrían hablar hasta que llegara y se fuera Bill Regan.

¿Qué le habría pasado a Bill Regan? Vivía en Queens. Les había enseñado unas
fotografías del viejo bungalow. Tal vez el número de teléfono figurara en la guía. Le
parecía imposible que hubiera podido olvidarse de la cita, aunque ya tenía setenta y
cinco años.

Había una docena de Regans en Queens. Desesperadamente Nora trató de


recordar la dirección.

Colgó el teléfono y buscó la lista de gente a la que mandaba una postal para
Navidad. El año anterior le había pedido a Bill su dirección, para poderle mandar una.
Cuando encontró la dirección, volvió a marcar el número de información y le dieron el
número. Pero nadie cogía el teléfono en casa de Bill.
Desde el dormitorio oyó un fuerte ruido metálico. ¿Qué diablos estará haciendo
Jack?, pensó, pero se olvidó rápidamente y volvió a marcar el número de BilI.
Simplemente no estaba en casa.

Jack salió en pijama y albornoz. Parecía más tranquilo, aunque su gravedad


podía hacer crujir el aire, como si estuviera cargado de corriente estática. Engulló una
copa de vino y empezó a comerse el queso ansiosamente.

—Debes estar medio desmayado. Todavía queda alguna salsa de espaghettis del
otro día. —Como si se excusara, Nora se encaminó hacia la cocina.

Jack la siguió. —No estoy inválido. —Empezó a preparar una ensalada, mientras
ella puso el agua a cocer para la pasta. Poco después, oyó una fuerte aspiración.
Rápidamente se volvió para mirarlo. Jack se había cortado gravemente en un dedo. Le
salía mucha sangre. Ambas manos le temblaban. Trató de quitarle importancia—. A
quién se le ocurre. Se me escapó el cuchillo. Nora, no pasa nada. Ve a buscar una tinta
o algo.

No pudo convencerle de que la raja era profunda, de que tal vez necesitara
algún punto. —Te digo que no es nada.

—Jack, te pasa algo. Por favor, dime lo que es. Si has perdido tu nuevo empleo,
no te preocupes, ya nos las arreglaremos.

El empezó a reír, una risa extraña, profunda, que parecía proceder del interior
de su pecho, una risa que parecía excluirla a ella. —Cariño, lo siento, —logró decir
finalmente—. Dios, vaya noche. Tráeme algunas tiritas y vamos a comer. Hablaremos
después. Los dos estamos demasiado nerviosos ahora.

—Pondré tres cubiertos por si aparece Bill.

—¿Por qué no pones cuatro, por si se ha ligado a una rubia?

—¡Jack!
—Qué diablos, vamos a comer y se acabó.

Comieron en silencio. El hueco a la derecha de Nora era un visible recuerdo de


que Bill se había retrasado. Bajo la luz parpadeante de las velas, el vendaje en el dedo
de Jack fue tomándose de un color rojo claro a una mancha marrón oscura.

La salsa Bolognese era la especialidad de Nora, pero no era capaz de tomarse ni


un bocado. El color de la salsa se parecía demasiado al de la sangre de Jack. La
desesperación comenzaba a producirle una enorme tensión en la espalda. Finalmente,
retiró su silla. —Tengo que llamar a la policía para ver si alguien que responda con la
descripción de Bill ha sufrido un accidente.

—Nora, Bili hace repartos por todo Manhattan. ¿Por qué comisaría vas a
empezar?
—Con la que tenga al Central Park bajo su jurisdicción. Si ha sufrido un
accidente mientras trabajaba o se ha puesto enfermo, alguien lo habrá llevado al
hospital. Ya sabes la manía que tiene de cruzar el parque.

Llamó a la comisaría local. —El parque tiene su propia comisaría, la Veintidós.


Le daré el número.

El sargento que contestó a su llamada la tranquilizó.

—No señora, no tenemos informes de que haya habido jaleo en el parque.


Incluso los atracadores quieren mantenerse secos esta noche. —Se rió de su propia
gracia—. Claro, tomaré nota de su descripción y su nombre, y también del suyo. Pero
no se preocupe. Seguramente sólo se ha retrasado.

—Si hubiera ido al hospital porque se encontraba mal, ¿usted lo sabría?

—¿Está bromeando? Los únicos ingresos en urgencias que controlamos son los
que entran con heridas de navaja o balas. No podemos enviar a un policía cada vez
que alguien vaya porque le duele el estómago. ¿Entiende?

—Entonces, ¿cree que debo llamar yo misma a los servicios de urgencia de los
hospitales?

—No estaría de más el hacerlo.

Nora le dijo a Jack lo que le había dicho el policía y notó que ahora Jack parecía
estar más tranquilo. —Yo buscaré los números, tú marcas, —dijo él.

Empezaron por los hospitales más grandes de Manhattan.

Un hombre que respondía a la descripción de Bill había sido llevado al hospital


Roosevelt sin papeles de identificación. Había sido atropellado por un coche en la Calle
Cincuenta y siete, cerca de la Octava Avenida. Le pidieron a Nora que fuera para ver si
era Bill y lo podía identificar. Estaba en coma y tenían que ponerse en contacto con
algún familiar para pedir consentimiento y poder operarlo.

Ella estaba segura de que era Bill. —Tiene una sobrina en Maryland, —dijo—. Si
es Bill, puedo ir a su casa y tratar de encontrar su nombre.

No quería que Jack también fuera, pero él insistió. Se vistieron en silencio, y


Jack manchó de sangre su ropa interior, su jersey y sus tejanos. Cuando se puso las
zapatillas Adidas señaló a la cama. —No te puedes imaginar cómo deseaba acostarme
contigo esta noche.

—¿En pasado? —La respuesta salió de forma automática. En su mente se le


apareció el rostro de Bill. Ese anciano tan cariñoso, con la tristeza formando parte de
su expresión, su necesidad de hablar, hablar, hablar, de interesar a alguien, tratar de
que alguien le escuchara. —Y Nora, me dije a mí mismo, no te puedes quedar mucho
tiempo más en Queens. La casa no es la misma sin May. El techo necesita una
reparación y el trabajo en el jardín es demasiado pesado. Con un poco de suerte, me
iré a Florida, como el resto de los viejos. Tal vez incluso a alguna residencia, como el
Cocoon, donde pueda hacer muchos amigos nuevos.

Cogieron un taxi al hospital Roosevelt. La víctima del accidente se encontraba


en una zona del servicio de urgencia, separada por cortinas, con tubos en la nariz, la
pierna entablillada, y una botella de suero conectada al brazo. El hombre tenía los ojos
cerrados, y el vendaje le cubría medio rostro. Su respiración era irregular y débil. Pero
el pelo gris era demasiado fino. Bili tenía el cabello grueso. Ella debería haberse
acordado de decírselo. —No es el señor Regan, —le dijo Jack al médico.

Cuando se volvieron, Nora le dijo a Jack que se curara el dedo ahí.

—Vámonos, —contestó él.

Se apresuraron en salir, ambos deseaban dejar atrás el olor a medicamentos y


desinfectantes, la imagen de una camilla que estaban éntrando en ese momento.

—Moto, —decía un camillero—. El imbécil se puso justo delante de un autobús.


—Lo decía en un tono enfadado y frustrado a la vez.

El teléfono estaba sonando cuando llegaron a casa. Nora corrió para cogerlo.

Era el sargento de policía que había sonado tan jovial cuando había hablado con
él anteriormente.

—Señora Barton, me temo que su presentimiento era correcto. Hemos


encontrado un cuerpo en el Central Park, cerca de la Calle Setenta y cuatro. Los
papeles que lleva en su cartera le identifican como William Regan. Nos gustaría que
viniera a hacer la identificación positiva.

—Su pelo, ¿es grueso... gris amarillento, pero grueso para un hombre de su
edad? ¿Sabe?, el otro fue una equivocación. Tal vez este también lo sea.

Pero ella sabía que no era una equivocación. Por la mañana ya sabía que algo
iba a pasarle a Bill. Por la mañana al despedirse de él lo había sabido. Notó como Jack
le quitó el teléfono. Estupefacta oyó que le decía que sí, que iría inmediatamente al
depósito para una identificación positiva. —Me gustaría no tener que someter a mi
mujer... De acuerdo. Entiendo. —Colgó e! teléfono y se volvió hacia ella.

Como a través de un cristal roto, ella vio que a su marido le había dado un tic
nervioso en la mejilla. Al llevarse las manos a la cara para tratar de detenerlo, gimió
de dolor. El vendaje volvió a enrojecer. Entonces los brazos de Jack la rodearon. —
Cariño estoy seguro de que es Bill. Quieren que vayamos los dos. Me gustaría poderte
ahorrar esto, pero quieren hablar contigo. Le han roto la cabeza. No había dinero en su
cartera. Creen que fue un atracador.

Sus brazos parecían cintas de acero, que la aplastaban. Ella trató de soltarse. —
Me estás haciendo daño...

No parecía oírla. —Nora, acabemos con esto. Trata de pensar que Bill ha tenido
una vida larga. Mañana... oh cariño, espera y verás. El mundo, todo parecerá
distinto... será distinto. —Incluso a pesar del shock en que se encontraba se dio cuenta
de que la voz de Jack sonaba distinta, muy aguda, casi histérica.

—Jack, suéltame. —Su propia voz era un grito. El dejó caer sus brazos y la miró
fijamente.

—Nora, lo siento. ¿Te hacía daño? No me daba cuenta... Dios, acabemos con
esto de una vez.

Por tercera vez en menos de dos horas pararon un taxi. Pero esta vez tuvieron
que esperar varios minutos, antes de poder hacerlo. Había doce mil taxis en Manhattan
y todos estaban ocupados.

La lluvia se estaba convirtiendo en aguanieve. Algunas gotas que lograban


evitar el paraguas, golpeaban a Nora en la cara. Incluso con su gabardina, forrada con
la lana del abrigo que había tenido cuando iba a la universidad, tiritaba. El
impermeable de Jack había estado demasiado empapado como para poder ponérselo,
y su abrigo se estaba mojando también, a causa de sus inútiles idas y venidas.
Finalmente un taxi libre se detuvo delante de ellos. La ventanilla se abrió un poquito.

—¿Hasta donde van?

—El... quiero decir Treinta y uno y Primera.

—De acuerdo. Suban.

El taxista era locuaz. —No tengo ganas de conducir esta noche. Voy a plegar
temprano. Hace una noche como para llegar temprano a casa y acostarse.

Ahora Bill debería estar en casa, esa vieja casita que él y May compraron en
1.931. Debía haber muerto en su cama, pensó Nora. No merecía estar tirado en el frío
y la lluvia. ¿Cuánto tiempo habría estado ahí tirado? ¿Habría muerto en el acto? Ella
rezaba para que así fuera.

Era evidente que el hombre que se les acercó cuando entraron en el edificio les
estaba esperando. Parecía tener cerca de cuarenta años y tenía el pelo rubio y unos
ojos pequeños, pero de miradá intensa. Se presentó como Detective Peter Carlson y
les acompañó a un pequeño despacho. —Estoy seguro de que la identificación será
positiva cuando vean el cuerpo, —dijo——. Si creen que les es posible, me gustaría
hacerlo ahora mismo. Si piensan que el hecho de verle les puede perturbar, podemos
hablar primero.

—Yo quiero estar segura. —Sabía que él los estaba observando. ¿Qué estaría
viendo? Deberían tener un aspecto horrible. ¿Se preguntaría por qué ella había
llamado con tanta insistencia, para dar cuenta de un Posible crimen antes de que el
cuerpo fuera hallado?

Jack golpeaba el suelo con el pie —un sonido continuo, fastidioso—, él, que
siempre parecía tan tranquilo, que parecía obligado a no manifestar dolor o
preocupación... Había empezado el día con ella regañándole. ¿Habría roto algún escudo
protector que él necesitaba?
Como por telepatía los tres se levantaron. —Terminaremos en seguida.

Ella esperaba que les condujera a una sala con muchas losas colocadas en fila.
Así era como se hacía en las películas. Pero el Detective Carison les acompañó a través
de un pasillo hacia una ventana con cortinas.

Inconscientemente Nora recordó las ventanas de la sección de maternidad de


los hospitales, recordó la primera vez que había visto a sus hermanos, cuando estos
nacieron. Cuando se abrió la cortina no fue un recién nacido lo que vio, sino el rostro
inmóvil y pálido de Bill Regan. Estaba tapado hasta el cuello con una sábana, un
esparadrapo le tapaba la boca, tenía la frente machacada, y su pelo parecía más fino
ahora.

—No hay duda, —dijo Jack.

Con la mano en su hombro, trató de alejarla de la ventana. Por un momento,


parecía que no se iba a poder mover del sitio, miraba fijamente la boca de Bill. Era
como si hubiera sido retirado el esparadrapo, y la sonrisa demasiado brillante lo
hubiera reemplazado, y volvió a oír la ronca y esperanzada voz. —Tengo un
presentimiento Nora, el presentimiento de que hoy es mi día de suerte.

Arriba en el despacho le contó su conversación al Detective Carlson, le contó


que realmente tenía suerte en la lotería. Vanas veces le habían tocado algunos cientos
de dólares y siempre decía que le iba a tocar el gordo. —Cuando hablaba de su “día de
suerte”, se refería a la lotería. Estoy segura. Incluso creo que sería uno de los
agraciados con el gordo.

—Sólo ha habido un ganador, —le dijo el Detective Carlson—. Si no me


equivoco, nadie ha reclamado el premio todavía. ¿Está segura de que Bili Regan tenía
un boleto?

—Me dijo que tenía uno.

—Pues no llevaba ninguno encima cuando lo encontramos. Pero quienquiera que


haya vaciado su cartera se lo puede haber llevado sin saber lo que esto suponía.
Supongamos que le tocara el gordo. ¿Es probable que fuera por ahí hablando de ello?
Si se lleva un número de lotería encima es como llevar el dinero en efectivo.

Nora no se daba cuenta de que estaba sonriendo. Se echó el pelo hacia atrás
notando que se le había rizado por la lluvia. —Te pareces a Rita Hayworth en “Gilda”,
—había dicho. Ahora le hubiera gustado decirle que había representado a Gilda y que
realmente había un gran parecido. A Bill le hubiera gustado oír eso. Pero era tan difícil
meter baza con Bill. Eso era lo que le había preguntado el Detective Carison.

—Bill era un hablador, —dijo----. Lo hubiera dicho.

—Pero ha dicho que por teléfono no especificó de qué se trataba. Sólo que era
su día de suerte. Eso puede significar un aumento de sueldo, una buena propina al
entregar algo, encontrarse dinero en la calle. Puede significar cualquier cosa, ¿verdad?

—Yo creo que tiene algo que ver con la lotería, —insistió Nora.
—Lo controlaremos, pero ha habido una serie de atracos en esa zona durante
las últimas semanas. Cogeremos al atracador... y si ha matado al señor Regan, pagará
por ello, se lo aseguro.

Mató al señor Regan. Ella nunca había pensado en Bill como “el señor Regan”.

Miró a Jack. Este miraba el suelo fijamente, y había empezado de nuevo a


golpear el suelo con el pie. Entonces ocurrió algo. El despacho empezó a dar vueltas.
Se estaba cayendo, y no podía respirar. Trató. de gritar “Jack”, pero sus labios no se
movían. Notó como se caía de la silla.

Cuando abrió los ojos se encontraba en el duro sofá, cubierto de plástico. Jack
presionaba una compresa fría contra su frente. Desde lo que le pareció una distancia
enorme oyó al Detective Carison preguntarle a Jack si quería llamar a una ambulancia.

—Estoy bien. —Ahora podía hablar. Su voz era tan débil que Jack tuvo que
acercar el oído a su boca para poder oír sus palabras. Sus labios tocaron su mejilla—.
Quiero irme a casa, —murmuró.

Esta vez no tuvieron que esperar un taxi. Carison llamó a un coche patrulla.
Nora trató de disculparse.

—Creo que no me he desmayado en mi vida... Es sólo este horrible


presentimiento que he tenido todo el día, y ver ahora que se ha cumplido...

—Ha sido de gran ayuda. Me gustaría que todo el mundo se ocupara un poco de
esos pobres ancianos.

Se encaminaron hacia la salida, ambos hombres la sujetaban, una mano firme


bajo cada brazo. Fuera, la lluvia estaba aminorando, pero la temperatura había
descendido radicalmente. Ahora el aire frío le sentaba bien.

—¿Qué va a pasar ahora?, —le preguntó Jack a Carison cuando arrancó el coche
patrulla.

—Depende mucho de la autopsia. Patrullaremos más por el parque. Es una


locura que alguien atravesara el parque en una noche así. Sólo teníamos algunos
patrulleros en la calle, no había policías de paisano. Les tendremos informados.

Esta vez fue Jack el que insistió en que ella se tomara una ducha caliente, luego
la estaba esperando con una limonada caliente y una píldora para dormir, cuando salió
del cuarto de baño.

—Una píldora para dormir. —Nora miró la cápsula roja y amarilla—. ¿Cuándo te
las han recetado?

—Oh, cuando fui al médico el mes pasado le dije que no dormía muy bien.

—¿Y cuál te dijo que era la causa?


—Una pequeña depresión. Nada de importancia. Pero no quería que te
preocuparas. Vamos, acuéstate.

El inicio de una depresión. Y no le había dicho nada. Nora recordó todas las
noches en que le había estado hablando de los buenos papeles que había obtenido:
“sólo es para unos días, pero el director es Mike Nichois”, o de las críticas de su primer
papel fuera de Broadway la primavera pasada. Jack había compartido su alegría, le
había preguntado si seguiría con él, después de que se hiciera famosa, y había vuelto a
la infinidad de empleos, vendiendo obligaciones. La novela que por fin había
terminado, había tenido éxito en las editoriales. “No es exactamente nuestro estilo,
pero pruebe de nuevo”. El desaliento en sus ojos cuando decía: —Después de un día
de ventas, cuando sé que no soy un vendedor, tratando de parecer entusiasmado
cuando un valor sube, cuando en realidad no me importa. No sé, Nora, es como si
perdiera la inspiración. Me voy a la máquina de escribir y nada sale como yo quiero. Sé
que está ahí, pero no sale. No puedo escribir como yo quiero, si pienso en que el lunes
tengo que volver a ese manicomio.

Ella no le había escuchado de verdad. Le había dicho lo orgullosa que estaba de


que su primera novela no fuera rechazada rotundamente, que algún día, cuando fuera
famoso, contaría esos primeros rechazos; todo formaba parte del juego.

El dormitorio servía también como despacho para Jack. Su máquina de escribir


estaba sobre el pesado escritorio de roble que compraron de rebajas. Además tenía
botes de typex, una taza sin asa, que servía para meter los lápices y los marcadores,
la pila de papel que era su nuevo manuscrito, el manuscrito que no crecía.

—Vamos, tómate la limonada y los dos nos tomaremos una píldora para dormir.

Ella obedeció, sin atreverse a hablar, preguntándose si el amor que sentía por él
se reflejaría en sus ojos. No le extrañaba que Bill hubiera estado tan necesitado de
compañía. Si algo le pasaba a Jack, no querría despertar jamás.

Jack se acostó junto a ella, le quitó la taza de la mano y apagó la luz. Sus
brazos buscaron su cuerpo. —¿Sabes esa canción sobre “dos personas soñolientas”? Si
alguien me hubiera dicho que este día acabaría así...

Nora durmió profundamente y por la mañana despertó con la sensación de


haber estado soñando toda la noche, sin poder recordar el qué. Le costó trabajo abrir
los ojos, era como si tuviera los párpados pegados con pegamento. Cuando finalmente
se incorporó, apoyándose sobre un brazo, vio que Jack ya no estaba. Las dos agujas
del reloj estaban sobre el nueve. Las nueve menos cuarto. Ella nunca se levantaba tan
tarde. Tratando de salir del letargo, se puso la bata y fue a la cocina. La cafetera
estaba preparada, Jack le había hecho zumo de naranja fresco, otro de esos pequeños
detalles que ella consideraba normales. El sabía cuánto le gustaba el zumo recién
hecho, aunque él se conformaba con el zumo de paquete.

El ya se había vestido para el trabajo. No parecía haber perdido nada de la


tensión de la noche anterior. Unas enormes ojeras demostraban que la píldora había
tenido poco efecto. Cuando la besó, sus labios estaban secos y febriles. —Ahora sé
cómo tener paz y tranquilidad por las mañanas. Darte una dosis que te deje K.O..

—¿A qué hora te has levantado?


—Sobre las cinco. O tal vez las cuatro, no lo sé.

—Jack, no vayas al trabajo. Siéntate y hablemos. Hablemos en serio. —Trató de


oprimir un bostezo—. Dios, no consigo despertarme. ¿Cómo es posible que haya gente
que se toma esas píldoras cada noche?

—Mira, tengo que irme. Hay algunas cosas que debo hacer... Sea como sea, tú
vuelve a la cama y sigue durmiendo. Yo vendré temprano, no más tarde de las cuatro,
y esta noche... esta noche será algo especial.

Otro bostezo y la sensación de que se le iban a cerrar los ojos, hicieron ver a
Nora que ese no era el momento de hablar con Jack. —Pero si vas a venir más tarde,
llama. Anoche estaba muy preocupada.

—No llegaré tarde, te lo juro.

Nora apagó la cafetera, se bebió el vaso de zumo de camino al dormitorio, y en


tres minutos volvió a estar dormida. Esta vez, no tuvo sueños y cuando el teléfono la
despertó dos horas después, sentía la cabeza despejada.

Era el Detective Carison. —Señora Barton, creí que le gustaría saberlo. Me puse
en contacto con el servicio de mensajeros donde trabajaba Bill Regan. Volvió ahí
alrededor de las seis de la noche, justo antes de que cerraran. Algunos de los otros
mensajeros estaban a punto de acabar el trabajo. Estaba excitado; estaba feliz; dijo
que ese día había sido su día de suerte, pero cuando le preguntaron qué significaba
eso, cerró la boca y sólo les miró de forma misteriosa. La autopsia está programada
para esta tarde. Nuestra teoría es que, por el golpe recibido en la cabeza y la cartera
vacía, fue atacado por el atracador que intentamos arrestar.

Están equivocados, pensó Nora. Trató de no parecer crítica cuando dijo: —Lo
que me intriga es que si fue atracado, ¿por qué no se llevaron la cartera? No creo que
Bill llevara nunca más de unos dólares. ¿Llevaba mucha calderilla en el bolsillo, o
quizás algunas fichas?

—Un par de dólares en calderilla, y unas seis fichas. Señora Barton, sé que no
está satisfecha, porque usted quería al señor Regan. Si un atracador tiene tiempo, no
se lleva la cartera. De esa forma, si es arrestado, nunca la lleva encima. El viejo tenía
unos bolsillos profundos. Si el atracador cogió la cartera y encontró lo que quería, tal
vez no se tomó la molestia de registrarle los bolsillos, buscando calderilla. No hay
manera de saber con seguridad si el señor Regan llevaba dinero encima o no, ¿verdad?

—No, claro que no. ¿Ha controlado lo del boleto de lotería?

Ahora la voz de Carison se hizo más formal, con un toque de desaprobación. —


No tenía ningún boleto de lotería, señora Barton.

Cuando Nora colgó, una frase de la conversación seguía repitiéndose en su


mente. “No está satisfecha”. No, no lo estaba.

Calentó e! café y se vistió rápidamente. Había algo que tenía que hacer. No
tendría paz consigo misma si no lo intentaba.
Estás loca, se decía a ella misma cuando se apresuraba calle abajo. El tiempo
había cambiado dramáticamente. Hacía sol y el viento era cálido, un día más digno de
abril que de noviembre. Era mejor así. Se alegraba de poder llevar la chaqueta que le
regalaron al entrar en el reparto de la película. Su gabardina y el abrigo de Jack
todavía estaban húmedos de la noche anterior cuando habían ido al depósito de
cadáveres. El abrigo que Jack había llevado al trabajo el día anterior todavía estaba
chorreando, así que había tenido que ponerse su viejo Mackintosh. Un deshauciado
estaba clasificando los bocadillos medio comidos que había sacado de la basura.
¿Dónde estaría la mujer que estaba en el saco de dormir? ¿Habría encontrado refugio
la noche anterior?

Al llegar al quiosco, apartó la vista. El propietario ciego se preguntaría qué le


habría pasado a Bill que no iba a ayudarle esa mañana. Pero ella no se encontraba con
fuerzas para contárselo ahora.

Tomó el Lexington Avenue Express hasta la Calle Cincuenta y nueve, donde hizo
transbordo, luego cogió el tren, y fue hacia el Fisk Building. El Servicio de Mensajeros
Dynamo Express constaba de una sola oficina en el quinto piso.

Todo el mobiliario que tenían era un escritorio con una cónsola de teléfonos,
varios archivos de tres cajones de color gris fragata, y dos bancos en los que
esperaban varios hombres pobremente vestidos. Cuando cerraba la puerta, el hombre
que estaba detrás del escritorio, dijo de forma desagradable: —Tú, Louie, vé a la Calle
Cuarenta. Debes llevar un mensaje a Broadway y Diecinueve. Léeme esto, para que yo
sepa que lo has entendido. No quiero que pierdas el tiempo equivocándote de
dirección.

El delgado anciano que estaba sentado en medio del banco se levantó, deseoso
de complacerle. Mientras Nora miraba, leyó las instrucciones con mucha dificultad.

—Está bien. Vé a por ello.

Por primera vez, el hombre del escritorio miró a Nora. Llevaba un peluquín que
no le estaba bien. Tenía unas mejillas gordas, en enorme contraste con una nariz larga
y delgada. Sus ojos, de color de peniques oxidados, recorrieron su cuerpo,
desnudándola mentalmente. —¿En qué puedo servirla, encantadora señora?

—Su voz ahora era halagadora, totalmente distinta de la voz gritona e irónica de
hacía un instante.

Al dirigirse hacia él, las luces en la cónsola del teléfono empezaron a parpadear
y sonó un zumbido. El apretó varios botones. —Servicio de Mensajeros Dynamo
Express, espere por favor. —Sonrió a Nora—. Que esperen.

Ya sabía lo de Bill. —Esta mañana vino un policía haciendo preguntas. Pobre


Charlatán. Dios, no se callaba nunca. Siempre le tenía que gritar que dejara de perder
el tiempo en todos los sitios a los que tenía que ir. La gente se quejaba. —Nora debió
gemir—. Claro que cuando digo “gritar” me refiero a que le decía: Vamos Regan, no
todo el mundo quiere saber la historia de tu vida. Creo que me ha hablado de ti. Tú
eres la actriz. Me dijo que te parecías a Rita Hayworth. Por una vez tenía razón...
Espera, tengo que contestar a estas llamadas.
Ella se quedó frente al escritorio, mientras él contestaba al teléfono, tomaba
nota y despachaba a los mensajeros conforme iban entrando. Entre estas actividades
ella logró hacer algunas preguntas. —Sí, Bill estaba excitado anoche. Dijo algo
referente a su día de suerte. Pero no quería decir por qué. Yo le pregunté si es que se
había ido con una puta, en broma claro.

—¿Cree que se lo diría a alguien más?

—No lo sé.

—¿Tiene alguna lista de los lugares a los que fue ayer? Me gustaría hablar con la
gente con la que él habló. ¿Va normalmente a oficinas, conoce a los recepcionistas?

—Supongo. —Estaba empezando a irritarse. Pero sacó la lista. El día anterior


había sido un día ajetreado. Bill fue a quince sitios diferentes. Nora empezó por el
primero: 101 Park Avenue, Sandreil and Woodworth, recoger un sobre del
recepcionista en el décimoctavo piso y entregarlo en el 205 del Central Park South.

La agradable recepcionista del décimoctavo piso recordaba a Bill. —Sí claro, es


un viejo muy simpático. Viene muchas veces. Me enseñó la foto de su mujer una vez.
¿Ocurre algo?

Nora esperaba la pregunta y sabía qué contestar.

—Tuvo un accidente ayer. Quiero escribir a su sobrina. Me había dejado un


mensaje en mi contestador automático diciendo que era su día de suerte. Me gustaría
decirle a su sobrina lo que esto significa. ¿Habló con usted de ello?

La recepcionista se dio cuenta naturalmente de que se trataba de un accidente


mortal y por un momento se le entristeció el rostro por el dolor a causa de la muerte
de un hombre que apenas conocía. —Lo siento. Bueno, sí, me lo dijo, pero yo estaba
muy ocupada, así que le di el sobre y le dije: “Que tengas un buen día Bill”, y él dijo
algo así como “Tengo el presentimiento de que es mi día de suerte”: —
Inconscientemente la mujer había imitado la voz de Bill y Nora sintió un escalofrío
mientras escuchaba—. Eso es exactamente lo que me dijo.

Su siguiente parada fue el apartamento de Central Park South. El conserje se


acordaba de Bill. —Sí, claro, dejó un sobre para el señor Parker. De su contable, creo.
Llamé al apartamento del señor Parker para ver si quería que se lo subiera, pero me
dijo que lo guardara yo, que ya bajaba. No, no habló. Creo que no le di la oportunidad
de hacerlo. A esa hora tenemos mucho trabajo sorteando el correo.

Parecía que ayer todo el mundo había estado demasiado ocupado para atender
a Bill.

Una secretaria, delgada como un lápiz, en una oficina de Broadway le dijo a


Nora que nunca animaba a los mensajeros a quedarse más tiempo del necesario. —
Son como los repartidores. Le das la espalda y te quitan lo que pueden. —Se encogió
de hombros como para invitar a Nora a compartir su desdeño por los ladronzuelos a
los que tenía que soportar.
Después de esto, Nora se dio cuenta de que si no se organizaba mejor el
trabajo, no lograría, recorrer todos los lugares que figuraban en la lista. Bill había
cruzado toda la ciudad sin rumbo cierto, había hecho varios encargos en el centro, tres
en las cercanías de la Calle Cincuenta, cuatro en la parte baja de la Quinta Avenida y
dos por Wall Street. En vez de seguir el mismo rumbo que Bill, agrupó los lugares en
los que Bili había estado, por zonas. Los dos primeros lugares no dieron resultado.
Nadie recordaba quien había hecho el encargo. En el tercero, una escritora que había
enviado un manuscrito a su agente, habló con Nora desde el teléfono del recibidor del
hotel donde vivía. Sí, había llamado a un mensajero ayer. Claro que no había
entablado conversación con el mensajero. ¿Ocurría algo? “No me diga que el
manuscrito no fue entregado”.

A las tres, Nora se dio cuenta de que no había comido, que era infructuoso lo
que estaba haciendo, que Jack llegaría pronto a casa y ella quería estar allí cuando
llegara. Entonces habló con el joven vendedor de la tienda de pianos.

Este levantó la mirada esperanzadamente cuando ella entró. La tienda estaba


vacía, a excepción de los pianos y órganos, expuestos en distintos ángulos para
resaltar sus mejores características. Detrás de un pequeño órgano casero, con una
muñeca del tamaño de un niño de cuatro años sentada en el banquillo y con sus dedos
en las teclas, había un poster en el que ponía:
DEJA QUE LA MUSICA FORME PARTE DE TU VIDA.

El desengaño inicial del vendedor al ver que Nora no era una posible
compradora, se disipó gracias a que le dio ocasión de pasar un rato con otro ser
humano. No pensaba seguir en el negocio de la música, le dijo a Nora. Ese negocio
estaba muy flojo. Hasta el dueño admitía que “los mejores tiempos habían sido hacía
seis o siete años. Entonces todo el mundo quería un piano. Ahora, olvídate”.

—¿Ayer? ¿,Un mensajero? Con unos dientes algo extraños... Ah, sí, un hombre
agradable. ¿Había hablado? ¡Que si había hablado! Estaba muy excitado. Me dijo que
era su día de suerte.

—¿Te refieres a que dijo que se sentía feliz ?, —preguntó Nora rápidamente.

—No, eso no. Recuerdo exactamente que dijo que era su día de suerte. Eso es
todo lo que dijo. Cuando le pregunté lo que quería decir con eso, me guiñó un ojo.

Sólo quedaba un lugar al que Bill había ido después de ese recado. Había estado
en la tienda de pianos a las 4:10. Justo después de dejar el mensaje en el comestador.

El lugar en el que estuvo antes de visitar la tien-da de pianos fue donde el


contable que había recogido el encargo había dicho a Nora: —Sí, el viejo dijo algo
sobre sentirse afortunado o algo así. Yo estaba al teléfono y no le hice mucho caso.
Estaba hablando con el jefe y no oía nada.

—Que se sentía afortunado. ¿Está seguro de que no dijo que había tenido
suerte?

—Estoy seguro que dijo que se sentía afortunado, porque pensé que yo
personalmente, me sentía horrible.

A las 3:45, se había sentido afortunado. A las 4:10 en la siguiente dirección,


había dicho que era su día de suerte. Tenía razón, pensó Nora, lo sabía. La lotería se
había sorteado entre las 3:30 y las 4:00. ¿Había tenido BilI uno de los números
premiados? En Madison Avenue, paró a tomarse un café rápidamente. La radio estaba
puesta. El día anterior había habido mil doscientos ganadores de mil dólares, tres
ganadores de cinco mil dólares y un ganador del gordo de trece millones de dólares. El
locutor dijo que todos los que hubieran comprado un número en Manhattan miraran la
lista de números premiados.

Si Bill había ganado cinco mil dólares, era una fortuna para él. Varias veces
había ganado unos cientos de dólares. Era extraño ver como algunos parecían ganar
una y otra vez. Nora echó un vistazo a la lista. Podía descartar los lugares donde Bill
había ido antes de las 3:30. Eso significaba que sólo quedaba un sitio más a donde
ir. Con disgusto vio que se trataba de las Torres Gemelas. Pero ya que había llegado
tan lejos, iría allí y después se iría a casa.

Cuando Nora entró en la estación del metro, se preguntó cómo habría sido Bill
capaz de aguantar ese trabajo. ¿Habría admitido alguna vez que la gente no quería
escucharle, o tal vez el encuentro con el joven vendedor de pianos, que había
agradecido la ocasión de poder hablar con alguien, había hecho de ese día, un día
afortunado para Bili?

El metro estaba abarrotado. Eran las tres y cuarto. Se decía que a media tarde
era buena hora para viajar, y que sólo en las horas punta era difícil encontrar asiento.

El hombre gordo que tenía a su lado se apoyaba contra ella deliberadamente


con los movimientos del tren, y ella se alejó de él rápidamente.

La planta baja del World Trade Center estaba llena de gente que iba de un lado
para otro, entrando en las galerías de los metros, cruzando hacia el otro edificio,
entrando en los restaurantes y tiendas. La mayoría iba bien vestida. Nora perdió cinco
minutos al dirigirse por equivocación al edificio número dos en vez del cuatro.

Su destino estaba en el piso cuarenta y dos. Mientras subía, se preguntaba por


qué el nombre de esa empresa le parecía familiar. Probablemente porque lo había
estado viendo todo el día.

Lyons and Becker era una empresa de inversiones. No muy grande, como pudo
ver. Mejor así. De esa forma, la posibilidad de que alguien recordara a Bill, sería
mayor.

El despacho exterior era pequeño, pero bien amueblado. Mas adentro, Nora veía
algunos de los hombres y mujeres vendiendo acciones y obligaciones.

El recepcionista no recordaba haber visto a Bill.

—Pero espera un momento, yo a esa hora no estaba de servicio. Voy a buscar a


la chica que me sustituyó.

La sustituta era una chica de piernas delgadas y un pecho más que abundante.
Por un momento le escuchó extrañada, entonces sonrió ampliamente. —Claro, —dijo—.
¿Dónde tengo la cabeza? Claro que recuerdo a ese viejo. Casi se olvidó de coger el
paquete.

Nora esperó.

—Estaba dándoselo, cuando él miró a su alrededor y vio a uno de nuestros


vendedores. —Se volvió hacia su compañero de trabajo—. Ya sabes. Jack Barton, el
tipo nuevo.

Nora sintió un pinchazo en la boca del estómago. Por eso el nombre de la


empresa le había parecido familiar. Era la empresa de la que Jack había hablado ayer
con tanto desprecio. Su nuevo puesto de trabajo.

—Sea como fuere, el viejo vio a Jack y pareció realmente sorprendido. Dijo: ¿Es
ese Jack Barton? ¿Trabaja aquí? Yo le dije que sí. Jack estaba saliendo por esa puerta.
—Con la cabeza hizo un gesto hacia una puerta para los empleados, al otro lado de la
habitación—. El viejo se excitó muchísimo. Dijo: Tengo que contarle a Jack lo de mi día
de suerte. Le tuve que gritar para que cogiera el paquete. A fin de cuentas, esa era la
razón por la que había venido aquí, ¿no?
Debía haber un motivo para que Jack no le dijera que había visto a Bill. ¿Qué
motivo?

Nora trató de oprimir el miedo, que era una confirmación de la intranquilidad del
día anterior, comprando un periódico y leyéndolo por el camino hasta casa, pero las
letras le bailaban ante la vista. Cuando llegó a casa, lo primero que hizo fue ir al cuarto
de baño,donde sus abrigos colgaban de la barra de la cortina. El que ella había llevado
la noche anterior estaba completanente seco, aunque había estado diez minutos bajo
la lluvia. El abrigo que Jack había llevado al hospital y al deposito de cadáveres, su
mejor abrigo, estaba sólo húmedo. Pero el abrigo que había llevado ayer cuando llegó
a casa, todavía estaba empapado. Estaba segura de que había andado un trayecto
bastante más largo que desde el metro, bajo la lluvia . Ella recordó la excitación, la
tensión que crujía como corrientes de energía alrededor de su cuerpo, cómo la había
abrazado y había llorado.

¿Cuánto había andado anoche? ¿Por qué había ido andando? ¿Con quién había
estado... o a quién había estado siguiendo?

—Por favor, Dios, no... —murmuró—. No. —El había llegado a casa y ella le
había obligado a ducharse y había llamado a la policía. Cuando salió del dormitorio, le
ayudó a efectuar las llamadas. El había buscado los números. Pero ella estaba al
teléfono la primera vez que salió. Y antes de eso, había oído ese sonido extraño, ese
golpe metálico, y se había preguntado qué estaría haciendo.

Como un prisionero, camino de un destino inexorable, se encaminó al


dormitorio, abrió el armario y sacó la caja de seguridad de metal donde guardaban sus
papeles importantes, el certificado de bodas, las pólizas del seguro, los certificados de
nacimiento. Llevó la caja a la cama y la abrió. El certificado de nacimiento de Jack
estaba encima de todo. Despacio fue sacando todos los papeles uno por uno, hasta
que llegó al último, un boleto de lotería de color rosa y blanco. No Jack, por favor,
pensó. No. Tú no. No por mil dólares. No serías capaz. Debe haber una explicación.

Pero cuando comparó el número con la lista de números premiados del


periódico, lo entendió. En su mano tenía el número que había sido premiado con los
trece millones de dólares.

Bill Regan había sabido que tendría suerte. Ella había sabido que algo horrible le
esperaba. Se quedó mirando por el dormitorio, tratando de encontrar alguna
explicación. El manuscrito estaba junto a la máquina de escribir, el manuscrito que no
crecía porque a Jack se le había acabado la inspiración. Las píldoras de dormir de Jack,
para “una ligera depresión”. Entonces recordó su reprobación hasta que él había
murmurado avergonzadamente el nombre de su nueva empresa y le había dicho que
Merrili Lynch le había despedido... añadiendo como justificación, que se trataba de los
recortes generales de personal. “Es simplemente que soy uno de los más bajos en el
escalafón. No tiene nada que ver con mi trabajo’.

Así que ayer, BilI le había contado lo de su número y algo en la mente de Jack
debió estallar. Debió esperar a que Bill dejara el Fisk Building y debió seguirle hasta el
parque.

¿Qué iba a hacer? Rechazó la idea de llamar a la policía. Jack era su vida. Se
mataría, antes de abandonarle.
Es mi día de suerte. Bill quería irse a Florida, donde podría vivir en una
residencia con gente interesante, como los que vivían en Cocoon. Se hubiera merecido
esa oportunidad.

Nora estaba sentada en el sillón del salón, cuando Jack entró. Había logrado
concentrarse en el hecho de que el tapizado estaba realmente gastado y que unas
fundas nuevas para los cojines, no disimularían que la espuma ya estaba aplastada.
Aunque sólo eran las Cuatro y cuarto, ya era casi de noche y Nora observó que sólo
faltaba un mes para el día más corto del año.

Se levantó cuando se abrió la puerta. Jack traía un ramo de rosas de tallos


largos. —Nora. —La tensión había desaparecido. Anoche había sentido pena con ella
por Bill, pero esa noche era su noche—. Nora, siéntate, espera. Dios mío, cariño,
espera hasta que veas lo que nos ha pasado. Podré escribir, tú tendrás una criada,
podremos comprar este apartamento, comprar una casa en el Cabo. Estamos
arreglados para el resto de nuestras vidas. Quise contártelo ayer cuando llegué. Pero
no quise que Bill Regan nos interrumpiera. Así que esperé. Y después con lo que
ocurrió, era imposible contártelo.

—Ayer viste a Bili.

Jack la miró extrañado. —No, no le vi.

—Te siguió corriendo cuando saliste del despacho a las cuatro.

—Entonces no me alcanzó. Nora, ¿es que no me entiendes? Oí los números


premiados en la lotería de ayer. Y me parecieron familiares. Es una locura. Los cogí al
azar. Sabes que siempre que compro un número de lotería, elijo nuestro aniversario,
tu cumpleaños, o algo por el estilo. Y después no encontraba el maldito boleto.

Jack, no mientas, no mientas.

—Me estaba volviendo loco. Y entonces me acordé. Cuando recogí mis cosas del
escritorio en MerrilI Lynch la semana pasada, estaba encima. A no ser que lo tirara,
tenía que estar en uno de los archivos que estaba ordenando. Fui corriendo hacia allí y
repasé cada uno de ellos. Y lo encontré. No me lo podía creer. Creo que me dio un
shock. Hice todo el camino andando. Y cuando tú me ofreciste dejar tu carrera por mí
debías pensar que estaba loco cuando empecé a llorar. Estaba deseando contártelo,
pero cuando pensaba que el viejo Bill iba a venir, pensaba que debía esperar.

No parecía darse cuenta de que ella no reaccionaba. Entregándole las rosas, le


dijo: —Espera a que te lo enseñe, —y se apresuró hacia la habitación.

Sonó el teléfono. Ella lo cogió automáticamente, y deseó no haberlo hecho, pero


ya era demasiado tarde.

—Diga.

—Señora Barton, soy el Detective Carlson. —Su voz era agradable—. Tengo que
decirle que tenía razón.
—¿Que yo tenía razón?

—Sí, fue tan insistente, que volvimos a registrar su ropa. El pobre viejo tenía un
boleto de lotería, cosido en el forro del abrigo. Le tocaron mil dólares ayer. Y le
agradará oír que no fue atracado. Murió de un ataque cardíaco. Se daría un golpe en la
cabeza al caer.

—No... no... no... —El grito de Nora se juntó con el lamento de Jack cuando
salió corriendo del dormitorio, con la caja de seguridad en la mano, la ceniza del boleto
de lotería resbalaba entre sus dedos.

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