Investigación Naturaleza de La Luz
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Investigación Naturaleza de La Luz
Electricidad y magnetismo
Grupo: 1IM22
Hace apenas 13 000 años aparecieron las más primitivas lámparas de aceite de
llama abierta, en conchas y recipientes similares. El progreso resultó lentísimo:
apenas 500 años antes de la era común se inventaron en Roma las lámparas de
aceite con recipiente de reserva –de barro, piedra o metal, simples o elegantes–.
Algunas de ellas continúan en uso en lugares apartados, lo que significa más de
13 000 años de servicio. Además del cuchillo o la flecha, ningún otro dispositivo
iguala este éxito. Poco tiempo después apareció la vela de cera de abeja, la cual
iluminó los grandes salones de baile de los palacios reales. Van ya 2 500 años de
fabricar velas de cera. El día de hoy se emplean en la decoración y ambientación,
o para espantar olores o insectos. Su uso como fuentes de luz es ya muy menor y
circunstancial.
Fue en 1879 cuando Thomas Edison (en Estados Unidos) y Joseph Swan
(en Inglaterra) llegaron independientemente a un invento que transformó
nuestra vida: la lámpara eléctrica incandescente, la que nosotros
conocemos como foco, y que de inmediato comenzó a alumbrar casas y
calles. A partir de ese momento la técnica de la iluminación artificial avanza
a otro ritmo. Casi cada diez años se da un paso importante en la conquista
de la luz para alumbrarnos. A finales del siglo XIX llegó la luz de neón y de
otros gases (y otros colores), producida al ionizarse el gas con la ayuda de
una corriente eléctrica. Poco después se eleva la eficiencia de la lámpara
incandescente por un factor de tres al llenarla con un gas inerte. En la
década siguiente, la lámpara de sodio de baja presión, en la que la fuente
de luz es vapor de sodio, se convirtió en indispensable para la seguridad en
las carreteras. Diez años después se generalizó la lámpara fluorescente de
mercurio por su alta eficiencia. A mediados del siglo llegó la fibra óptica,
eficaz transmisora y guía de la luz. La fibra óptica es para la luz lo que los
cables de cobre han sido para la electricidad. Para 1960, el láser se
convirtió en una realidad y hoy invade todos los laboratorios ópticos y
nuestros hogares y bolsillos con los CD y DVD, los lectores de códigos de
barras, etcétera. Las ciudades mejoraron su iluminación poco después por
medio de la lámpara de sodio de alta presión, que resulta mucho más
eficiente y económica que sus antecesoras. No tarda sino una década en
aparecer la lámpara fluorescente pequeña, que pronto sustituye a las
lámparas incandescentes usuales por resultar tres veces más eficiente,
pues no derrocha energía en generar calor. Ésta, a su vez, fue rebasada a
finales del siglo xx por la lámpara led (siglas en inglés de “diodo
fotoemisor”), que resulta diez veces más económica que la incandescente
(además de ser fría) y tres veces más que la fluorescente. Y están por venir
las lámparas láser domésticas… Con todo este progreso, el Sol sigue
siendo el rey: la iluminación artificial no sólo resulta incomparablemente más
pobre y localizada, sino que se alimenta de energía que proviene… del Sol.
Con el paso de los siglos, mejoraron las formas de sustituir parcialmente al
Sol. Al mismo tiempo, lo fuimos conociendo mejor a él y a la luz que nos
regala. Por un lado, la astrofísica desentrañó el misterio de la fuente de
energía que le da vida, descubriendo que se trata de una forma de energía
nuclear que se libera al fusionarse núcleos de hidrógeno para producir
núcleos de helio y convertirse, una parte ínfima de la masa nuclear, en
radiación. El Sol nos alumbra comiéndose a sí mismo, como lo hace
cualquier otra estrella viva. Hoy sabemos que nuestra estrella va a la mitad
de su vida, así que le quedan aún cosa de seis mil millones de años para
seguir iluminándonos. Simultáneamente fuimos entendiendo el alma de la
luz. Durante miles de siglos (la antigüedad del género Homo del que somos
parte se estima en 2.5 millones de años) no supimos (quizá ni nos interesó
saber) de que está hecha la luz. Sabemos desde hace poco más de 200
años la fórmula H2O del agua; así como la composición de esa mezcla
principalmente de oxígeno y nitrógeno que es el aire. Y la luz, ¿de qué está
hecha la luz? La respuesta que recibió esta pregunta en la antigüedad fue
inocente: de luz. Se supuso, cuando finalmente surgió la pregunta, que la
luz estaba compuesta de ínfimas particulitas de luz. Se requirió que
transcurrieran siglos para que, cuando el siglo XVIII daba paso al XIX, el
médico y científico inglés Thomas Young demostrara con un experimento
definitivo que la luz no es una sustancia de naturaleza atómica como todo lo
que vemos con ayuda de la luz –y aun lo que no vemos, como el aire—,
sino una onda. El experimento consistió en demostrar que al superponer
apropiadamente dos haces de luz se obtienen zonas iluminadas y oscuras
alternadas (es decir, regiones con luz y regiones sin luz). Esto es propio de
las ondas (es el fenómeno de interferencia de ondas), imposible de obtener
con partículas: nunca sucedería con canicas, por ejemplo, porque
encimando canicas es imposible obtener regiones sin canicas. La idea de la
posibilidad ondulatoria giraba ya en la mente de algunos investigadores,
pero Young la transformó en un hecho comprobado mediante su
experimento. Esta innovadora propuesta entraba en contraposición con la
idea que se había heredado de Isaac Newton, quien con sus avanzados
estudios sobre la luz había reforzado la conclusión de que está constituida
por pequeñísimos corpúsculos luminosos que la materia atrae y puede
desviar. La propuesta de Young, apoyada como estaba en un experimento
definitivo, en poco tiempo se transformó en la teoría dominante, liberándose,
no sin sus trabas, del enorme peso de la figura de Newton. Surgió entonces
la pregunta natural: ¿ondas de qué?, ¿qué es lo que ondula si el espacio
entre la Tierra y el sol está vacío? Poco a poco se fue conformando una
respuesta, al retomar una vieja idea presocrática que consideraba que el
espacio no está vacío, sino lleno de un elemento muy fino, el elemento del
que están hechos los cielos. Se le llamaba éter y se le tomaba como la
quinta esencia, pues había que sumarlo a los cuatro elementos que se creía
que constituyen el mundo material (aire, agua, tierra y fuego). Los físicos del
siglo XIX —los filósofos naturales— adoptaron este mismo nombre para el
supuesto elemento extraordinariamente ligero y elástico que proponían llena
el espacio y sirve de soporte a las vibraciones luminosas. Durante ese
mismo siglo XIX se hizo la luz sobre la naturaleza de la luz y sus
vibraciones. El gran físico escocés James Clerk Maxwell, estudiando los
fenómenos electromagnéticos, llegó a una conclusión inesperada, lo que
representó una de las más brillantes síntesis de la física: la luz es de
naturaleza electromagnética, es una onda constituida por vibraciones
eléctricas y magnéticas engarzadas entre sí de una manera muy específica.
Las ondas electromagnéticas pueden tener cualquier frecuencia de
vibración, y dependiendo del valor de ésta, constituyen ondas de radio, o
microondas, o infrarrojas, o visibles, o ultravioletas, o rayos X, o incluso
rayos gamma (en orden creciente de frecuencia). El reducido intervalo de
frecuencias que corresponde al espectro visible queda perdido entre el resto
de bandas electromagnéticas, al centro de la lista, como se muestra en la
figura 1; si no fuera por la enorme —inmensísima— importancia que tiene
para nosotros, permanecería perdido, ya que sólo ocupa una región
pequeñísima del espectro, apenas entre 400 y 750 nanómetros (1
nanómetros = 10−9 metros, o sea la millonésima parte de un milímetro).
Esto representa una octava. En cambio, el oído humano registra 8-9
octavas sonoras.