Investigación Naturaleza de La Luz

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INSTITUTO POLITÉCNICO NACIONAL

ESCUELA SUPERIOR DE INGENERÍA QUÍMICA E


INDUSTRIALES EXTRACTIVAS

Electricidad y magnetismo

Investigación naturaleza de la luz

Rivera García Angélica.

Grupo: 1IM22

Profesor: Pedro Héctor Arciniega López

Fecha: 6 de noviembre de 2023.


Tenemos la luz tan a la mano, tan cercana, que podríamos decir que la
conocemos como a nuestra madre o a nuestro hermano. Pero en realidad,
si analizamos con cuidado, veremos que empezamos a entender qué es la
luz hace cosa de doscientos años, lo cual es relativamente poco si lo
comparamos con la historia de la humanidad. Y si no sabíamos qué es la
luz, tampoco podíamos explicar qué son y por qué se dan los colores. ¿Qué
es la luz? ¿De dónde surgen los colores? Y en la luz blanca, ¿de qué
manera se nos ocultan los matices que la componen?

Imagen 1. La luz a nuestro alcance. No nos extrañaría que un niño de seis o


siete años nos hiciera alguna de estas preguntas. Sorprendido, habría
descubierto que no puede sujetar un poco de luz entre sus dedos, aunque
siente el calor que ésta le dispensa. La realidad, sin embargo, es que la
mayor parte de la gente no sabría contestar preguntas como éstas. Mucho
antes de interesarse en la naturaleza de la luz, a nuestros antepasados les
preocupó aprender a producir luz, por razones que no es difícil comprender.
En la Tierra, hace cuatro mil millones de años, sólo brillaban el Sol, la Luna
y las estrellas. Desde entonces y hasta ahora el Sol es la fuente más importante
de energía en nuestro planeta. Toda forma de vida en la Tierra depende de su
presencia, directa o indirectamente. El Sol nos calienta e ilumina, hace que las
plantas produzcan el oxígeno que respiramos y fabriquen nuestros alimentos y el
de los animales. Para vencer el frío y la oscuridad nuestros antepasados crearon
fuentes de luz y calor. Durante cientos de miles de años el hombre de las cavernas
sólo contó con fogatas y más tarde con antorchas para calentarse, iluminarse y
alejar los peligros de la noche.

Hace apenas 13 000 años aparecieron las más primitivas lámparas de aceite de
llama abierta, en conchas y recipientes similares. El progreso resultó lentísimo:
apenas 500 años antes de la era común se inventaron en Roma las lámparas de
aceite con recipiente de reserva –de barro, piedra o metal, simples o elegantes–.
Algunas de ellas continúan en uso en lugares apartados, lo que significa más de
13 000 años de servicio. Además del cuchillo o la flecha, ningún otro dispositivo
iguala este éxito. Poco tiempo después apareció la vela de cera de abeja, la cual
iluminó los grandes salones de baile de los palacios reales. Van ya 2 500 años de
fabricar velas de cera. El día de hoy se emplean en la decoración y ambientación,
o para espantar olores o insectos. Su uso como fuentes de luz es ya muy menor y
circunstancial.

Transcurrieron siglos antes de que ocurriese otro acontecimiento importante en


este terreno, pero ya no milenios. Fue así como en el siglo XVI Leonardo da Vinci
dotó a la lámpara de aceite de una chimenea para aumentar su brillo y estabilidad.
Hacia 1800 Humphrey Davy inventó en Inglaterra la lámpara de arco, en la que
arden dos barras de carbón entre las que salta un arco eléctrico continuo. Fue la
primera lámpara eléctrica, sólo que alimentada con las ineficientes baterías de la
época, que se agotaban al cabo de unos minutos. Poco después, en 1814,
apareció la lámpara de gas, que continuó iluminando las calles por casi un siglo, y
en 1853 comenzaron a emplearse también lámparas de keroseno. Para entonces
los faros de los puertos ya habían adoptado la lente de Fresnel (una lente
convergente plana y ligera), lo que fue un paso importante para la seguridad de los
barcos: un faro dotado con una lente de Fresnel señalaba con una luz más intensa
los lugares de riesgo para la navegación. En todo ese tiempo las casas, los
castillos y los palacios continuaron calentándose con leña producida con energía
proveniente del sol.

Fue en 1879 cuando Thomas Edison (en Estados Unidos) y Joseph Swan
(en Inglaterra) llegaron independientemente a un invento que transformó
nuestra vida: la lámpara eléctrica incandescente, la que nosotros
conocemos como foco, y que de inmediato comenzó a alumbrar casas y
calles. A partir de ese momento la técnica de la iluminación artificial avanza
a otro ritmo. Casi cada diez años se da un paso importante en la conquista
de la luz para alumbrarnos. A finales del siglo XIX llegó la luz de neón y de
otros gases (y otros colores), producida al ionizarse el gas con la ayuda de
una corriente eléctrica. Poco después se eleva la eficiencia de la lámpara
incandescente por un factor de tres al llenarla con un gas inerte. En la
década siguiente, la lámpara de sodio de baja presión, en la que la fuente
de luz es vapor de sodio, se convirtió en indispensable para la seguridad en
las carreteras. Diez años después se generalizó la lámpara fluorescente de
mercurio por su alta eficiencia. A mediados del siglo llegó la fibra óptica,
eficaz transmisora y guía de la luz. La fibra óptica es para la luz lo que los
cables de cobre han sido para la electricidad. Para 1960, el láser se
convirtió en una realidad y hoy invade todos los laboratorios ópticos y
nuestros hogares y bolsillos con los CD y DVD, los lectores de códigos de
barras, etcétera. Las ciudades mejoraron su iluminación poco después por
medio de la lámpara de sodio de alta presión, que resulta mucho más
eficiente y económica que sus antecesoras. No tarda sino una década en
aparecer la lámpara fluorescente pequeña, que pronto sustituye a las
lámparas incandescentes usuales por resultar tres veces más eficiente,
pues no derrocha energía en generar calor. Ésta, a su vez, fue rebasada a
finales del siglo xx por la lámpara led (siglas en inglés de “diodo
fotoemisor”), que resulta diez veces más económica que la incandescente
(además de ser fría) y tres veces más que la fluorescente. Y están por venir
las lámparas láser domésticas… Con todo este progreso, el Sol sigue
siendo el rey: la iluminación artificial no sólo resulta incomparablemente más
pobre y localizada, sino que se alimenta de energía que proviene… del Sol.
Con el paso de los siglos, mejoraron las formas de sustituir parcialmente al
Sol. Al mismo tiempo, lo fuimos conociendo mejor a él y a la luz que nos
regala. Por un lado, la astrofísica desentrañó el misterio de la fuente de
energía que le da vida, descubriendo que se trata de una forma de energía
nuclear que se libera al fusionarse núcleos de hidrógeno para producir
núcleos de helio y convertirse, una parte ínfima de la masa nuclear, en
radiación. El Sol nos alumbra comiéndose a sí mismo, como lo hace
cualquier otra estrella viva. Hoy sabemos que nuestra estrella va a la mitad
de su vida, así que le quedan aún cosa de seis mil millones de años para
seguir iluminándonos. Simultáneamente fuimos entendiendo el alma de la
luz. Durante miles de siglos (la antigüedad del género Homo del que somos
parte se estima en 2.5 millones de años) no supimos (quizá ni nos interesó
saber) de que está hecha la luz. Sabemos desde hace poco más de 200
años la fórmula H2O del agua; así como la composición de esa mezcla
principalmente de oxígeno y nitrógeno que es el aire. Y la luz, ¿de qué está
hecha la luz? La respuesta que recibió esta pregunta en la antigüedad fue
inocente: de luz. Se supuso, cuando finalmente surgió la pregunta, que la
luz estaba compuesta de ínfimas particulitas de luz. Se requirió que
transcurrieran siglos para que, cuando el siglo XVIII daba paso al XIX, el
médico y científico inglés Thomas Young demostrara con un experimento
definitivo que la luz no es una sustancia de naturaleza atómica como todo lo
que vemos con ayuda de la luz –y aun lo que no vemos, como el aire—,
sino una onda. El experimento consistió en demostrar que al superponer
apropiadamente dos haces de luz se obtienen zonas iluminadas y oscuras
alternadas (es decir, regiones con luz y regiones sin luz). Esto es propio de
las ondas (es el fenómeno de interferencia de ondas), imposible de obtener
con partículas: nunca sucedería con canicas, por ejemplo, porque
encimando canicas es imposible obtener regiones sin canicas. La idea de la
posibilidad ondulatoria giraba ya en la mente de algunos investigadores,
pero Young la transformó en un hecho comprobado mediante su
experimento. Esta innovadora propuesta entraba en contraposición con la
idea que se había heredado de Isaac Newton, quien con sus avanzados
estudios sobre la luz había reforzado la conclusión de que está constituida
por pequeñísimos corpúsculos luminosos que la materia atrae y puede
desviar. La propuesta de Young, apoyada como estaba en un experimento
definitivo, en poco tiempo se transformó en la teoría dominante, liberándose,
no sin sus trabas, del enorme peso de la figura de Newton. Surgió entonces
la pregunta natural: ¿ondas de qué?, ¿qué es lo que ondula si el espacio
entre la Tierra y el sol está vacío? Poco a poco se fue conformando una
respuesta, al retomar una vieja idea presocrática que consideraba que el
espacio no está vacío, sino lleno de un elemento muy fino, el elemento del
que están hechos los cielos. Se le llamaba éter y se le tomaba como la
quinta esencia, pues había que sumarlo a los cuatro elementos que se creía
que constituyen el mundo material (aire, agua, tierra y fuego). Los físicos del
siglo XIX —los filósofos naturales— adoptaron este mismo nombre para el
supuesto elemento extraordinariamente ligero y elástico que proponían llena
el espacio y sirve de soporte a las vibraciones luminosas. Durante ese
mismo siglo XIX se hizo la luz sobre la naturaleza de la luz y sus
vibraciones. El gran físico escocés James Clerk Maxwell, estudiando los
fenómenos electromagnéticos, llegó a una conclusión inesperada, lo que
representó una de las más brillantes síntesis de la física: la luz es de
naturaleza electromagnética, es una onda constituida por vibraciones
eléctricas y magnéticas engarzadas entre sí de una manera muy específica.
Las ondas electromagnéticas pueden tener cualquier frecuencia de
vibración, y dependiendo del valor de ésta, constituyen ondas de radio, o
microondas, o infrarrojas, o visibles, o ultravioletas, o rayos X, o incluso
rayos gamma (en orden creciente de frecuencia). El reducido intervalo de
frecuencias que corresponde al espectro visible queda perdido entre el resto
de bandas electromagnéticas, al centro de la lista, como se muestra en la
figura 1; si no fuera por la enorme —inmensísima— importancia que tiene
para nosotros, permanecería perdido, ya que sólo ocupa una región
pequeñísima del espectro, apenas entre 400 y 750 nanómetros (1
nanómetros = 10−9 metros, o sea la millonésima parte de un milímetro).
Esto representa una octava. En cambio, el oído humano registra 8-9
octavas sonoras.

A partir de los trabajos de Maxwell y de otro gran científico británico, Michael


Faraday, la teoría electromagnética y sus aplicaciones se desarrollaron con
notable ímpetu. Este proceso dio lugar al surgimiento de la industria
eléctrica y de comunicaciones, lo que vino a transformar de manera
significativa y favorable nuestra forma de vida. En particular, al lado de la
electricidad doméstica, urbana e industrial, apareció el radio, que representó
en su momento el uso más importante y útil de las ondas electromagnéticas.
El éter, que si existiera se nos deslizaría de las manos tan ligeramente como
la luz, seguía siendo considerado el soporte de la radiación
electromagnética, se tratara ahora de luz visible o invisible (radiofrecuencia
u otra frecuencia). Así entramos al siglo XX, en el que se construyen las dos
grandes teorías físicas que lo caracterizan: la teoría de la relatividad y la
teoría cuántica. Ambas teorías tuvieron mucho que decir sobre la luz. La
naturaleza electromagnética de ésta no se alteró, pero adquirió un rostro
diferente del que nos pintara la física clásica heredada del siglo XIX. Por un
lado, la teoría de la relatividad niega el éter, simplemente por no ser
necesario, pues lo que vibra son precisamente las componentes eléctrica y
magnética de la onda. Las ondas electromagnéticas son una forma de
materia, aunque no se trata de materia atómica, como explicamos a
continuación. El punto está en que las ondas electromagnéticas portan
energía (energía electromagnética) y esta energía E equivale a una masa m
dada por la más famosa fórmula de la física, E=mc2 (c representa la
velocidad de la luz en el vacío.

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