Interiores Las Melodys 02-11-21 COMPLETO
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Interiores Las Melodys 02-11-21 COMPLETO
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México 2021
En esta primera novela la única no ficción es el amor que manifesté por esas
cinco niñas de la secundaria, mis amigas verdaderas a quienes ubiqué en
este escenario ficticio reconstruyéndolas a mi manera, con la fuerza de mis
evocaciones y de esos tiempos inolvidables que viví con ellas durante la
década de los setenta. Por eso, les dedico esta historia:
Regina, aunque hoy estés olvidando muchas cosas porque la enfer-
medad que padeces provoca ese síntoma, sé que estos recuerdos siguen
latentes dentro de ti. Por todo lo que nos ha unido y contra todo lo que
pueda separarnos.
Tere, pese a la distancia geográfica, nos encontramos siempre que volve-
mos a necesitarnos, sigues siendo para mí la misma niña de aquella época
de corazón generoso y genuina candidez, no pierdas esa esencia por nada.
Elizabeth, hace unos días te llamé y no sabes cuánta paz me dio tu
voz cuando dijiste con tanta facilidad: “Te quiero, amiga”, con esa voz que
siempre me acompaña al evocar la fuerza de nuestra amistad.
Lucía Guadalupe, nuestra complicidad sigue presente en cada mensaje
compartido o con un simple “me gusta” por Facebook. Gracias por mandar
esa señal de “aquí estoy”, de “aquí estaré siempre junto a ti”.
Martha, eres la única de quien ya no he sabido nada, pero releo tus
cartas, y mi deseo constante cuando pienso en ti es que estés bien y esa
sonrisa que iluminaba tu rostro siga brillando.
Pese a mi fatal pronunciación del inglés, aúllo a buen ritmo. Voy en el auto.
En la radio se escucha una de las canciones de la película Melody, donde los
Bee Gees celebran la complicidad amistosa… ¡Y yes! But ai jus giv mai best
to mis frends!
Justo en ese momento, la luz en rojo me deja frente a la que fue mi secun-
daria. Hace tanto que no pasaba por aquí… Un remolino de recuerdos llega
a mi corazón.
De inmediato evoco a mis cinco amigas. Regina, flacucha como ella
sola; envidiaba tanto su melancólica cabellera sombría, pero no esa voz de
tenor que nadie podía evitar escuchar a su paso. Lucía Guadalupe se dibuja-
ba con el delineador unos ojos de gato tierno, cuya perfección a cada rato
confirmaba en su espejo leal. A Tere le gustaba traer el uniforme debajo de
la rodilla, siempre impecablemente limpio, y escribir en su portafolio color
de rosa frases de las canciones de los Osmond. Martha provocaba fiesta
en las miradas, le encantaba lucir sus hermosas piernas y caminaba como
una verdadera diosa, un ángel atrevido sin alas. Elizabeth se parecía a Karen
Carpenter, voz dulce y ojos color noche nostálgica.
El semáforo sigue en alto, pero mis recuerdos avanzan a gran velocidad.
Imagino que caminamos, como en aquel 1975, por la calle 20 de Agosto.
Vamos bromistas, alegres y planeando alguna que otra travesura. ¡Ay! Como
ese alboroto que armamos en el primer año cuando nos parábamos a la
entrada de los hoteles de paso sobre calzada de Tlalpan, para burlarnos de
quienes entraban en su automóvil.
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Poco a poco, una a una, mis amigas llegaban a la escuela. En el salón había
un gran compañerismo, pero cada uno tenía su propio grupito que se
distinguía por una manera de ser o de comportarse.
Nos pusieron Las Melodys porque un día en la clase de Música quisi-
mos exponer con mucho entusiasmo las canciones de los Bee Gees. Ante
el regocijo del salón —y también de la profesora— hasta nos pusimos a
cantar. Desde entonces ya era yo malísima para el inglés, así que solamente
hacía el coro, mientras Tere y Lucy-Lupita eran las vocalistas principales.
Las demás se encargaron de la música y el vestuario.
Quisimos aprovechar todas las composiciones que formaron parte de
la banda sonora de Melody, mi película preferida. Gracias a Regina, que
sabía mucho del tema, no solamente nos limitamos a contar la historia
de aquel trío musical, sino que también supimos identificar su estilo y
aportaciones. Además, la mamá de Regina nos confeccionó unos pantalo-
nes igualitos a los que lucían ellos en un video que vimos en el programa
Dimensión Cuatro. Todo el grupo nos aplaudió cuando los hicimos cantar
una y otra vez el coro de “To love somebody”.
Extraño ese ambiente, esos tiempos. Me encantaba la clase de Historia.
La profesora era una verdadera dictadora, pero enseñaba con verdadera
pasión. Nos dejaba comprar las famosas monografías, recortarlas e ilustrar
cada tarea con las imágenes de Hidalgo o el perfil de Leona Vicario. Le
gustaba advertir que Regina y yo nos interesábamos de verdad, así que a
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Me escribe Napoleón:
El colegio es muy grande,
nos levantamos muy temprano,
hablamos únicamente en inglés,
te mando un retrato del edificio.
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Querida Sara:
p.d. Estas manchas de sangre con que firmo la carta son muestra de que
no soy hipócrita.
Cuando releo esa carta, no me duele lo que dice, me duele que ese momen-
to ya pasó, que ya no regresará. Una cálida sensación me invade. Siento
cerquita de mí a esa pequeña cómplice de trece años; esa niña con una larga
trenza que parecía estar tejida con hilos de canela perfumada. Mi amiga con
piel de luna llena y ojos tristes. La misma Tere que hoy, a nuestras cinco
décadas, me ha pedido que le recuerde quién es ella.
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También vimos Taxi Driver, que resultó muy extraña: sorprendente. Eso de
ver a una niña de nuestra edad que trabajaba como prostituta, no podíamos
creerlo. Aunque ninguna de nosotras entendió por qué enloqueció el chofer.
Eso sí, nos gustaba vernos en el espejo e imitar a Robert de Niro: “¿Me estás
hablando a mí?”.
Por Barbra Streisand, que le encantaba a Elizabeth, vimos Nuestros años
felices. ¡Ay, cómo lloramos! Pero a mí sí me gustó que los protagonistas no
fueran eternamente una pareja, que se quedara ese amor entre ellos como
una complicidad a pesar de separarse. Con la escena en que se reencuen-
tran, sentí un brinco en el corazón. También me gustó la traducción del tema
musical del filme:
Si tuviéramos la oportunidad de hacerlo todo de nuevo, dime, ¿lo haríamos?
¿podríamos? Los recuerdos…
Salí del cine llore y llore, pero me gustó el final diferente, cada uno haría su
vida sin dejar de quererse.
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Para mi querida amiga, de Martha, una amiga que te quiere como hermana
y espero que nunca me olvides.
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No quiero hacerte enojar, solamente quiero que vayas más despacio. ¿Acaso
nunca has sido tierna?
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¿Cómo pasaron mis días después de que pasó todo eso? Nunca he podido
decir el día que aborté. Cuando ráfagas de ese momento soplan en mi
corazón, lo siento muy lejano, ajeno, como si le hubiera pasado a otra chica,
pero sé que me pasó a mí, que por eso me volví una mujer oscilando entre
la fragilidad y la resistencia, el miedo y la osadía, sin cielos ni infiernos, llena
de gracia, bendita entre las mujeres que creen en sí mismas, que están bien
acompañadas, que nunca se sentirán solas ni abandonadas.
Ese día, luego de salir del consultorio, con mucho cuidado subí al coche
de Martha. Mis queridas amigas ya habían acordado llevarme a la casa de
una de ellas. Todo el trayecto íbamos llorando, menos Regina. Ella prefi-
rió hacerse la fuerte, pero cuando quiso decirnos algo, la voz se le quebró
y prefirió abrazarme. Tiempo después me dijo que nunca se había senti-
do tan impotente, sin saber qué decir para impedir que lloráramos como
las mujeres en quienes nos convertíamos en ese momento y las niñas que
todavía éramos. Tan frágiles, tan unidas. Elizabeth tomó mi mano y dijo
bajito, pero con verdadera seguridad:
—Somos Las Melodys, nada puede quebrarnos.
La frase representó tal fuerza, que Regina la repitió para acentuarla con
su vozarrón mientras limpiaba mis lágrimas. Mi mano derecha se confun-
dió con la suya, mi brazo izquierdo con el de Lucy-Lupita. Todas vueltas
una, mientras él manejaba en silencio.
Evoco siempre el momento como si volviera a vivirlo. Me parece vernos
ahí, amontonadas en el asiento de atrás, las seis parecíamos una maraña.
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Qué lujo fue entrar a ese baño. La inmensa tina azul mar… ¡cuánta paz me
dio admirarla! Todavía, cuando voy de visita a la casa de mi madre, no dejo
de asomarme a mirar ese mueble hermoso. Nunca más he vuelto a bañarme
ahí, pero ese día, después de lo que pasó, mientras la bañera se llenaba, fui
quitándome poco a poco la ropa como si así lograra arrancarme las extrañas
sensaciones que me envolvían.
La del espejo me espiaba muy calladita, cómplice de lo que habíamos
vivido unos días antes. De verdad, no evitaba pensar en eso, simplemente
no quería hacerlo. Sentada en la orilla de la tina, juro que sentí una caricia
en la punta de los dedos de mis pies, como si las sirenas talladas en las patas
suspiraran con melancolía. El grifo en forma de delfín paría chorros de agua
que atrapaban mi mirada para hipnotizarla y convencerla de que seguía
siendo dulce y bondadosa. El agua caía dentro de la tina en cataratas solida-
rias, olas generosas. Quise pedir un deseo, aunque no fuera una fuente.
Cuando metí la mano para palpar si el agua estaba en su punto, creí que
una brisa fresca acariciaba mi rostro. Cerré fuerte los ojos y me fui metien-
do con lentitud en la tina; pude sentir que una primera ola imaginaria logra-
ba empapar mi cuerpo, menos mi talón derecho. Soy Aquiles en femenino,
una sola debilidad parece querer vencerme: el miedo. Deseaba estar en el
mar y que se tragara una parte de mí, la más abierta, la más oscura, un jirón
de piel no amado, un pedazo de este corazón quebrado, esta alma necia que
se moja y se seca una y otra vez.
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Ninguno se atrevió a proponer una cita, vernos algún día, saber más de
nuestras vidas, a preguntar por este hoy.
Pasaron los meses. Nos volvimos a ver en la reunión organizada por
Regina y Lazcano. Me sorprendió encontrarme con un hombre maduro
que ahora usaba anteojos. Entradas en su cabello, rayos de luna contrasta-
ban con su pelo antes totalmente negro. Dios, los mismos ojos. Le encantó
saber que me dedicaba a escribir, que cumplí ese sueño. Él trabajaba donde
también deseaba hacerlo; le iba bien. Alguien llevó en una usb cien cancio-
nes de la década de los 70. Ya nadie llegó, como antes, con algún casete, ni
cargando sus discos lp o de 45 revoluciones. Se escuchó “Hotel California”.
No podíamos dejar de bailarla. De pronto, murmuró a mi oído:
—Cenemos la otra semana.
El día de la cita recorrí sin prisa Paseo de la Reforma. Protesté en silen-
cio, porque me habían cambiado lugares y habían surgido más edificios
gigantescos. A cada paso me topaba con decenas de rostros desconocidos,
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El día que pasó aquella pesadilla, y gracias a Tere, que me dio asilo en su
casa, estuve en reposo absoluto, fui bien cuidada y mi recuperación fue
rápida. El domingo siguiente, la doctora fue a verme y después de revisar-
me dijo que estaba bien, que tendría hijos cuando yo lo deseara, que
esperaba fuera dentro de muchos años. Por supuesto, nos dio una plática
sobre el uso de los anticonceptivos. Otra gran lección.
Ninguna de nosotras volvió a hablar de ese día. Lo decidimos sin
decirlo, quizás creyendo que el silencio nos haría olvidar. Tal vez Tere lo
hizo para perdonarme, porque su religión le aseguraba que eso que yo
había hecho era un grave pecado. Posiblemente, las otras no dijeron nada
porque sabían que esto podía pasarle a cualquiera y necesitaría también
la misma ayuda que ellas me proporcionaron. Así, en la tarde, mientras
estaba recostada en la cama, todas me rodearon y nos pusimos a recordar
los momentos memorables de nuestra vida escolar. Él, tomaba mi mano,
no dejaba de repetir:
—Están bien locas.
No había tono de burla ni de señalamiento, más bien lo celebraba, lo
decía con admiración. La locura vista como una complicidad gozosa.
Yo platiqué aquella vez que nos tocó ver una balacera como en las
películas, justo frente a la secundaria. Habíamos salido más temprano de
acostumbrado y casi la mitad del grupo se quedó afuera echando relajo.
Pasó un camión de esos que cargan cubitos de hielo, detrás un auto con un
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ISBN: 978-607-9298-89-0