O'neill de La Fuente Mónica Cecilia

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PONTIFICIA UNIVERSIDAD

CATÓLICA DEL PERÚ

Escuela de Posgrado

La doctrina de los actos propios en el derecho


contractual en el Perú

Tesis para obtener el grado académico de Doctora


en Derecho que presenta:

Mónica Cecilia O’Neill de la Fuente

Asesor
Reynaldo Bustamante Alarcón

Lima, 2021
A Alfredo
A Mariano
A ustedes, papi y mami
AGRADECIMIENTOS

Gracias, Pontificia Universidad Católica del Perú por haberme formado como
persona, como ciudadana y como profesional.

Gracias, Jorge Avendaño V., sé que estarías orgulloso de este trabajo.

Gracias, Universidad del Pacífico, por haber apoyado este proyecto de


investigación.

Gracias, Reynaldo, por tus consejos y por tu generosidad.

Gracias, Alfredo, por haber hecho de este sueño mío, un sueño nuestro.

Gracias, Mariano, por inspirarme.

Gracias, papi y mami, por absolutamente todo lo que soy.

Gracias, familia y amigos, por haber entendido que este camino toma un buen
tiempo, el tiempo que no pude compartir con ustedes.
RESUMEN

En esta tesis doctoral la autora responde la pregunta dirigida a definir qué es y


para qué sirve la doctrina de los actos propios en el Derecho de Contratos en el
Perú. Su objetivo al elaborar este aporte fue no solamente reunir las principales
posiciones teóricas sobre la estructura y consecuencias de la doctrina de los
actos propios, sino además contrastar dichas posturas con numerosos casos
prácticos.

La hipótesis que plantea se desarrolla en cinco capítulos, para concluir que la


doctrina de los actos propios es un principio de derecho derivado del principio de
la buena fe, aplicable para impedir que un sujeto actúe de manera incoherente
con una conducta anterior, cuando de esta deriva confianza en otro sujeto que
merece protección, por haber asumido razonablemente que no habría variación
en el sentido de dicha conducta.

La doctrina de los actos propios es crucial para garantizar operaciones


contractuales seguras, pues protege las expectativas razonables generadas por
la conducta de las partes en determinado sentido, cuando se ven defraudadas
por la contradicción no justificada en el pacto o en la ley.

Palabras clave: actos propios, buena fe, coherencia en el actuar, conducta


contradictoria, conducta vinculante, estoppel, confianza legítima, identidad de
sujetos, principios de derecho, venire contra factum proprium.

ABSTRACT

In this dissertation, the author defines and explains the own acts doctrine under
Contract Law in Peru. The objective is not only to gather the main theoretical
opinions on the structure and consequences of the own acts doctrine, but also
apply them to a variety of real-world cases.

The dissertation’s hypothesis is developed in five chapters, to conclude that the


own acts doctrine is a principle of law derived from the principle of good faith. It
is applied to prevent a subject from acting in a manner that is incoherent with a
previous action, when a second subject is deserving of protection as they have
assumed there will not be a variation in the original subject’s behaviour.

The doctrine is crucial in guaranteeing safe contractual operations. It protects


reasonable expectations generated by the behaviour of the parties involved in the
contract, when these are unfulfilled due to a contradiction that is not justified in
the contract or the law.

Keywords: own acts, good faith, behavioural coherence, contradictory conduct,


binding conduct, estoppel, legitimate trust, subject identity, principles of law,
venire contra factum proprium.
ÍNDICE

LA DOCTRINA DE LOS ACTOS PROPIOS EN EL DERECHO DE


CONTRATOS EN EL PERÚ

INTRODUCCIÓN……………………………………………………………………11

CAPÍTULO I: ACERCAMIENTO A LA DOCTRINA DE LOS ACTOS PROPIOS


A PARTIR DE SUS ALCANCES HISTÓRICOS, DE LA TEORÍA DEL
ESTOPPEL Y DE LA LEX MERCATORIA 16

1.1 Introducción. La importancia de no contradecirse ................................. 16

1.2 Evolución histórica de la doctrina de los actos propios ......................... 19


1.2.1 La doctrina de los actos propios en el Derecho Romano ............ 19
1.2.2 La doctrina de los actos propios en el Derecho Medieval ........... 21
1.2.3 La doctrina de los actos propios en el Derecho Moderno ......... .23
1.2.4 La doctrina de los actos propios en el Derecho Contemporáneo
…………………………………………………………………………………… 24

1.3 Aportes desde el common law a los problemas derivados de la


inconsistencia en el actuar durante la ejecución de los contratos. La
doctrina del estoppel ............................................................................. 28
1.3.1 Promissory estoppel ................................................................... 30
1.3.2 Estoppel by representation ......................................................... 33

1.4 La doctrina de los actos propios bajo la perspectiva de la lex mercatoria


............................................................................................................... 36
1.4.1 Los Principios UNIDROIT ........................................................... 40
1.4.2 Los Principios Trans-Lex ............................................................ 47
1.4.3 Draft Common Frame of Reference (DCFR) ............................... 48
1.4.4 La Convención de Viena sobre Compraventa de Mercaderías .. 49
1.4.5 Las cortes arbitrales bajo la lex mercatoria ................................ 51

1.5 Casos en materia comercial internacional en los que se analiza la doctrina


de los actos propios .............................................................................. 52
1.5.1 Casos que amparan la invocación de la doctrina de los actos
propios ...................................................................................................... 54
1.5.2 Casos que no amparan la invocación de la doctrina de los actos
propios ...................................................................................................... 83
1.6 Resultado de la invocación de la doctrina de los actos propios en los casos
seleccionados ..................................................................................... 103

1.7 Ideas finales......................................................................................... 111

CAPÍTULO II: APORTES FILOSÓFICOS PARA DETERMINAR SI LA


ESENCIA DE LA DOCTRINA DE LOS ACTOS PROPIOS CORRESPONDE A
UN PRINCIPIO O A UNA REGLA DERIVADA DEL PRINCIPIO DE LA BUENA
FE 113

2.1 Introducción. La coherencia como base de la interacción .................. 113

2.2 Concepciones del Derecho. “Funcionalismo jurídico” .......................... 115

2.3 Iusnaturalismo y positivismo a partir del constitucionalismo ............... 118

2.4 Positivismo incluyente o inclusivo. Positivismo excluyente o exclusivo


.......................................................................................................... …121
2.4.1 Positivismo jurídico exclusivo ................................................... 122
2.4.2 Positivismo jurídico inclusivo .................................................... 122
2.4.3 Positivismo ético o normativo ................................................... 123

2.5 A propósito de los principios y reglas .................................................. 131

2.6 Diferencia entre principios y reglas ..................................................... 136

2.7 La buena fe como antídoto para las conductas oportunistas .............. 144

2.8 Evolución del concepto de buena fe ................................................... 146

2.9 La noción de buena fe en el Derecho peruano ................................... 150

2.10 La buena fe en el common law ......................................................... 154

2.11 La buena fe emana de un principio de derecho ................................ 158

2.12 Exclusión de la buena fe ................................................................... 163

2.13 La doctrina de los actos propios. ¿Principio o regla? ......................... 170


2.13.1 Doctrina de los actos propios como regla de derecho .............. 173
2.13.2 Doctrina de los actos propios como principio de derecho ........ 175
2.13.3 La doctrina de los actos propios es un principio de derecho .... 175

2.14 Ideas finales ....................................................................................... 181


CAPÍTULO III: DELIMITACIÓN DE LA DOCTRINA DE LOS ACTOS PROPIOS:
REQUISITOS PARA OPERAR Y CONSECUENCIAS DE SU APLICACIÓN 183

3.1 Introducción. La doctrina de los actos propios como expresión del deber
de coherencia ...................................................................................... 183

3.2 Normas que reconocen el deber de coherencia ................................. 186


3.2.1 Primer nivel.- reglas que llevan implícito el deber de coherencia
................................................................................................................. 187
3.2.2 Segundo nivel.- el deber de coherencia en la doctrina de los actos
propios ..................................................................................................... 193

3.3 Presupuestos para la aplicación de la doctrina de los actos propios .. 194


3.3.1 Conducta relevante, inequívoca y objetiva ................................ 194
3.3.1.1 Conducta vinculante bajo el prisma de la buena fe
objetiva………………………………………………………………...………..194
3.3.1.2 Funciones de la buena fe en la doctrina de los actos
propios………………………………………………………...…………....…..199
3.3.1.3 Frecuencia de la conducta vinculante …………..………..201
3.3.1.4 Legalidad de la conducta vinculante ………………….…..203
3.3.1.5 Validez de la conducta vinculante ………………………….….….204
3.3.1.5.1 Conducta derivada de un contrato anulable por error …..…..….204
3.3.1.5.2 Conducta derivada de un contrato anulable por dolo ….…..…...212
3.3.1.5.3 Conducta derivada de un contrato nulo …………..…….….….....212
3.3.2 Conducta ulterior de carácter contradictorio…………….………..234
3.3.3 Identidad de sujetos .................................................................. 241
3.3.3.1 Identidad de sujetos en la sucesión………………………………..242
3.3.3.2 Identidad de sujetos en la representación……...…………….…..244
3.3.3.3 Contrato a favor de tercero.………………………….…...………..246
3.3.3.4 Identidad de sujetos en las personas jurídicas...….……………...247
3.3.3.5 Identidad de sujetos en el Estado..……………...............………..252

3.4 Consecuencias de la aplicación de la doctrina de los actos propios ... 260


3.4.1 Limitación o extinción de derechos ......................................... 262
3.4.2 Las obligaciones naturales y la doctrina de los actos propios ... 267
3.4.3 Indemnización por daños y perjuicios ....................................... 269

3.5 Posibilidad de pactar en contra de la doctrina de los actos propios ... 273

3.6 La doctrina de los actos propios como mecanismo de acción o de defensa


............................................................................................................. 275
3.7 Sobre la aplicación de oficio de la doctrina de los actos propios ........ 277

3.8 Ideas finales......................................................................................... 279

CAPÍTULO IV: LA DOCTRINA DE LOS ACTOS PROPIOS FRENTE A OTRAS


INSTITUCIONES JURÍDICAS QUE RECHAZAN LA INCOHERENCIA EN EL
ACTUAR 281

4.1 Introducción. Distinguir para fortalecer ............................................... 281

4.2 Diferencias entre la doctrina de los actos propios y otras categorías


jurídicas .............................................................................................. 281
4.2.1 Categorías jurídicas negociales ............................................... 283
4.2.1.1 Negocio jurídico ………………………………..………………...…283
4.2.1.2 Modificación de los negocios jurídicos ………………....…288
4.2.1.3 Conducta interpretativa ………………...…….…………….299
4.2.1.4 Renuncia de derechos …………….……..……...…………305
4.2.1.5 Silencio y manifestación de voluntad …....…………....….310
4.2.2 Categorías jurídicas no negociales .......................................... 319
4.2.2.1 Abuso del derecho ...………..……………………………………...319
4.2.2.2 Prescripción extintiva y verwirkung ……………...…….…323
4.2.2.3 Doctrina de la protección de la apariencia …………..…..328

4.3 La doctrina de los actos propios es una herramienta residual ............ 333

4.4 Análisis de la doctrina de los actos propios mediante algunos casos


prácticos ............................................................................................. 336
4.4.1 Primer caso: cesión de derechos de empresa insolvente
................................................................. ……...………………..336
4.4.2 Segundo caso: construcción de central hidroeléctrica ............. 341
4.4.3 Tercer caso: operación de factoring ......................................... 344

4.5 Ejemplos de uso irreflexivo de la doctrina de los actos propios .......... 347

4.6 Test con preguntas sugeridas para determinar la aplicación de la doctrina


de los actos propios en un caso concreto ........................................... 352

4.7 Ideas finales ........................................................................................ 355

CAPÍTULO V: USO DE LA DOCTRINA DE LOS ACTOS PROPIOS POR LAS


CORTES JUDICIALES PERUANAS Y SU USO EN ÁREAS AJENAS AL
DERECHO CONTRACTUAL. HACIA UNA PROPUESTA DE REGULACIÓN 357
5.1 Introducción. Sin un alcance práctico la teoría es insuficiente ............ 357

5.2 Pleno Casatorio Civil. Casación Nº 1465-2007-Cajamarca ................ 358

5.3 La doctrina de los actos propios ante las cortes judiciales peruanas .. 362

5.4 Conclusiones sobre la aplicación de la doctrina de los actos propios en los


casos comentados .............................................................................. 404
5.4.1 Cuestiones generales sobre la aplicación de la doctrina de los actos
propios .................................................................................................... 405
5.4.2 Demandas de anulación de laudos arbitrales ........................... 405
5.4.3 Demandas de anulación de actos jurídicos ............................... 407
5.4.4 Demandas de obligación de dar suma de dinero ...................... 408
5.4.5 Demandas de ejecución de garantías ...................................... 408
5.4.6 Demandas sobre diversos asuntos civiles………………………. 408
5.4.7 Cuestiones procesales contradictorias…………………..……..…409
5.4.8 Falta de tecnicismo y predictibilidad en la aplicación de la doctrina
de los actos propios por las cortes judiciales
peruanas……………………………………………………………..410

5.5 Aplicación de la doctrina de los actos propios en áreas ajenas al Derecho


de Contratos ....................................................................................... 412
5.5.1 Aplicación de la doctrina de los actos propios por el Tribunal
Constitucional peruano ............................ ……...………………..413

5.5.2 Aplicación de la doctrina de los actos propios en el proceso ... 414


5.5.2.1 La doctrina de los actos propios no siempre se configura en el
marco de un proceso ……………...……………………………………….…414
5.5.2.2 La doctrina de los actos propios frente a la preclusión y la renuncia
del derecho a objetar ……………..…….…………………….…………….…416
5.5.2.3 La doctrina de los actos propios y las contradicciones procesales
..................................................................................................................417
5.5.2.4 La doctrina de los actos propios y las decisiones judiciales
………………………………………………………………………….…….....418
5.5.3 Aplicación de la doctrina de los actos propios en el Derecho
Administrativo. El principio de confianza legítima
.…...…………………………………………………………………..419
5.5.4 Aplicación de la doctrina de los actos propios en el Derecho Laboral
................................................................................................................. 426

5.6 Sobre la necesidad y la conveniencia de mencionar la doctrina de los


actos propios en el ordenamiento jurídico peruano ............................ 428
5.6.1 Justificación de la incorporación expresa de la doctrina de los actos
propios a la legislación peruana ............................................................. 428
5.6.2 Intentos de incluir la doctrina de los actos propios en el
ordenamiento jurídico peruano ............................................................... 431
5.6.3 Texto sugerido para la inclusión de la doctrina de los actos propios
en el Título Preliminar del Código Civil ................................................... 437

5.7 Ideas finales ........................................................................................ 439

CONCLUSIONES ....... …………………………………………………………….441

BIBLIOGRAFÍA ............................................................................................. 444


INTRODUCCIÓN

En el presente trabajo pretendo responder la pregunta dirigida a definir qué es y


para qué sirve la doctrina de los actos propios en el Derecho de Contratos en el
Perú.

Motivación

Mi interés académico y mi práctica profesional se orientan a estudiar las


irregularidades de las relaciones contractuales que ameritan una solución justa.
La solución justa no siempre es fácil de encontrar. Suele serlo cuando para
aplicarla basta con subsumir las circunstancias del caso en los supuestos de
hecho previstos en el propio contrato o en las reglas supletorias.

Sin embargo, en numerosas ocasiones no me ha sido posible determinar con


facilidad cuál es el camino a recorrer para satisfacer los intereses de las partes.
Ello suele ocurrir cuando entran en juego no solo el pacto estipulado por ellas o
las reglas supletorias, sino además los principios de derecho, que requieren
efectuar una delicada labor de ponderación.

Más específicamente, he encontrado fascinantes aquellos problemas en los


cuales una de las partes ve traicionada la confianza que depositó en la otra, pero
no porque se haya producido un incumplimiento sino por haber mediado una
contradicción inesperada, propiciada por quien fue incoherente en su actuar.

Este tema es sugestivo, dado que la confianza es crucial para garantizar


operaciones contractuales seguras, con instrumentos jurídicos que incentiven la
celebración de contratos que permitan generar bienestar a través del respeto a
las promesas realizadas. Para ello la doctrina de los actos propios cumple un rol
fundamental, puesto que es expresión de la coherencia en el actuar y de la
protección de las expectativas razonables generadas por la conducta de las
partes en determinado sentido, las cuales se ven defraudadas por la
contradicción no justificada en el pacto o en la ley.

A medida que estudiaba el tema para sustentar las posturas a asumir en casos
concretos, me encontraba con más preguntas que respuestas, con argumentos
contradictorios, con mucho escepticismo entre los autores consultados, y con
decisiones poco prolijas adoptadas por las cortes judiciales y arbitrales. Sin
embargo, la versatilidad de la doctrina de los actos propios para repudiar la
contradicción sin traspasar los límites de otras figuras jurídicas, me animó a
seguir estudiándola para reforzar la fe en su uso, que si bien es residual es
contundente.

Hipótesis

Planteo la hipótesis en virtud de la cual la doctrina de los actos propios es un


principio de derecho derivado del principio de la buena fe, aplicable para impedir

11
que un sujeto actúe de manera incoherente con una conducta anterior, cuando
de esta deriva confianza en otro sujeto que merece protección, por haber
asumido razonablemente que no habría variación en el sentido de dicha
conducta. Ello, como consecuencia del principio de la buena fe, que incorpora el
valor ético de la confianza y de la coherencia en el actuar, indispensable para la
interacción humana. La doctrina de los actos propios tiene como presupuestos,
la existencia de una conducta vinculante basada en la confianza, de una
contradicción posterior y de identidad de los sujetos involucrados. La aplicación
de la doctrina de los actos propios genera la limitación e incluso la extinción de
los derechos de quien actúa de forma inconsistente. Es de aplicación residual,
pues no se superpone con otras herramientas jurídicas que combaten la
incoherencia.

Objetivos

La doctrina de los actos propios suele ser invocada por las cortes que resuelven
controversias suscitadas en áreas ajenas al Derecho Civil, como el Derecho
Constitucional, Procesal, Administrativo y Laboral. Sin embargo, el propósito
planteado con esta investigación involucra solamente a las disputas
contractuales, y si bien se ha revisado lo que al respecto plantean autores y
cortes internacionales, el objetivo de este trabajo es ofrecer un aporte que sea
especialmente útil para los operadores jurídicos nacionales e incluso para
reflexionar sobre una posible reforma legal que permita incluirla de forma
expresa en el ordenamiento jurídico.

Mi objetivo al elaborar este aporte no fue solamente reunir las principales


posiciones teóricas sobre la estructura y consecuencias de la doctrina de los
actos propios, sino además contrastar dichas posturas con numerosos casos
prácticos, algunos de invención propia, otros revisados en mi ejercicio
profesional, algunos propuestos por los autores revisados y muchos decididos
en cortes judiciales y arbitrales, peruanas y extranjeras.

Metodología

Para la elaboración de este trabajo de investigación he usado el método


dogmático, pero con una apreciación filosófica e histórica.

El método dogmático consiste en estudiar el ordenamiento jurídico desde una


perspectiva teórica, para conocerlo, optimizarlo y mejorarlo. He incluido en el
trabajo opiniones de autores especialmente relevantes en la materia y otros
menos conocidos, pero con perspectivas interesantes sobre el tema. He incluido
posiciones teóricas que critico y otras que comparto. Dichas posiciones han sido
cuidadosamente meditadas para que no sean incorporadas de forma automática
en mis decisiones teóricas.

No solamente de la dogmática jurídica se han extraído los insumos para la


elaboración de este trabajo. También se han incorporado referencias de la
realidad. Para esto último he revisado la historia de la doctrina de los actos
propios en el Derecho Romano, la evolución de la teoría del estoppel en el
sistema del common law y su configuración en la lex mercatoria.

12
Además, he revisado numerosas sentencias y laudos emitidos por cortes
judiciales, peruanas y extranjeras, fundamentalmente en materia de Derecho
Contractual y de comercio internacional. Finalmente, la Filosofía del Derecho me
ha permitido encontrar el marco teórico que subyace a mi visión personal del
Derecho.

De otro lado, es pertinente preguntarse si mi objeto de estudio, desde el punto


de vista epistemológico, califica como “teoría” o “doctrina”, aun cuando la
relevancia práctica de esta distinción pueda discutirse. Prefiero el término
“doctrina”, que denota: “enseñanza para la instrucción de alguien” por tratarse
de una directriz que sirve de guía (Jaramillo 2014: 67), mientras que “teoría”
alude a una lectura más individual o subjetiva, y en ocasiones más especulativa
(Jaramillo 2014: 67). La teoría brinda una explicación mediante las etapas del
método científico, mientras la doctrina realiza una apreciación, emite un juicio
valorativo o califica resultados de la investigación. También prefiero referirme a
la “doctrina” de los actos propios, pues este es el término acuñado
mayoritariamente por los autores que se ocupan de estudiarla, lo que facilita la
uniformidad de la referencia conceptual, aunque ciertamente haya discrepancias
en relación con su contenido.

Desarrollo de la hipótesis

La hipótesis que planteo es desarrollada en cinco capítulos. En los dos primeros


doy cuenta de la evolución del principio de la buena fe y de la doctrina de los
actos propios, la cual queda ensamblada dentro de una visión del Derecho que
le confiere la condición de principio, y que como tal debe aplicarse con un
delicado equilibrio. En los siguientes dos capítulos, con el marco de los dos
primeros, continúo con la demostración de la hipótesis que propongo en este
trabajo. En el último capítulo, luego de revisar el entendimiento que tienen las
cortes peruanas sobre la doctrina de los actos propios y luego de verificar su
poca prolijidad al abordar este tema, propongo un test con preguntas relevantes
que ayudarán a resolver los casos concretos con mayor holgura. Finalmente, sin
que sea indispensable mas sí conveniente, propongo una reforma legislativa
para incluir expresamente la doctrina de los actos propios en el Título Preliminar
del Código Civil.

En el Capítulo 1 sostengo que la aspiración de no contradecirse tiene larga data


y que es común a diversos sistemas jurídicos. De ello da cuenta la evolución
histórica de la doctrina de los actos propios en el Derecho Romano, en el
Derecho Medieval, en el Derecho Moderno y en el Derecho Contemporáneo.
Desde el common law también se han abordado los problemas derivados de la
inconsistencia en el actuar durante la ejecución de los contratos a través de la
teoría del estoppel.

Las cortes arbitrales internacionales se ocupan de configurar la doctrina de los


actos propios o la teoría del estoppel en el comercio internacional bajo la
perspectiva de la lex mercatoria, la cual incluye los Principios UNIDROIT, la
Convención de Viena sobre Compraventa de Mercaderías y otros instrumentos
que reproducen el entendimiento de los comerciantes sobre la contradicción en

13
el actuar. Este entendimiento queda reflejado en numerosos casos que luego de
haber sido reseñados y comentados, revelan que el rechazo de la contradicción
que traiciona la confianza es el hilo conductor en la contratación internacional.

Este capítulo permite señalar entonces que la doctrina de los actos propios
carece de vocación constructivista, en el sentido que no fue ensamblada en un
laboratorio jurídico con el propósito de ser inoculada como solución a los
conflictos suscitados en el mundo real. Por el contrario, sus remotas referencias
romanas, su desarrollo mediante la teoría del estoppel y las decisiones
sustentadas en la lex mercatoria, evidencian que se trata de una herramienta
flexible, precisamente por ser un principio de derecho.

En el Capítulo 2, luego de verificar que mi tema de estudio tiene un fuerte


componente adaptativo a las circunstancias de los casos en disputa, pretendo
contrastar la función práctica inherente a su origen romano y a su aplicación en
el common law y bajo la lex mercatoria, con una concepción personal del
Derecho que guarde coherencia.

Sin pretender zanjar las discusiones teóricas sobre las diversas concepciones
del Derecho, sobre lo cual, por cierto, no recae esta investigación, sí creo en una
concepción que reconoce al Derecho como el resultado de la interacción humana
y por tanto como “funcional”, no como una “creación” por un orden superior. Por
cierto, esta concepción del Derecho no excluye nociones de moralidad como la
de buena fe, que sirve para reducir la incertidumbre y protección de la confianza.

A partir de esta visión del Derecho, y aunque esta discusión está lejos de ser
acabada en doctrina, he optado por una distinción entre principios y reglas,
según la cual estas últimas operan de modo todo o nada, mientras que los
principios se aplican de manera gradual, a través de la ponderación. Explico en
este capítulo por qué la doctrina de los actos propios es un principio de Derecho.
El hecho de serlo le da mayor flexibilidad, lo cual es coherente con su uso en la
práctica.

En el Capítulo 3, luego de haber concluido que la doctrina de los actos propios


es un principio de Derecho, la examino con mayor detenimiento para deslindarla
de otras normas que reconocen el deber de coherencia. Para ello se propone
tres requisitos para su aplicación: una conducta relevante, inequívoca y objetiva;
una conducta ulterior de carácter contradictorio; e identidad de sujetos.

Son numerosos los desafíos derivados del examen anterior. Entre otros
elementos, debe revisarse si la frecuencia de la conducta es suficiente según las
circunstancias, si había razones para confiar en que se mantendría, o si la
conducta vinculante es legal y válida, por ejemplo. La verificación del
presupuesto de identidad de sujetos, aunque parece sencilla, no siempre lo es,
sobre todo en situaciones de representación, de personas jurídicas, de contratos
a favor de tercero o cuando una de las partes contratantes es el Estado.

Postulo que una correcta aplicación de la doctrina de los actos propios supone
limitar o incluso, bajo ciertas circunstancias, extinguir derechos de quien se

14
contradice ilícitamente. Ello da pie a reflexionar sobre si subsisten obligaciones
naturales y sobre si es posible indemnizar los daños y perjuicios generados.

Aunque en el Capítulo 3 se abordan cuestiones relevantes sobre su operatividad


práctica, como la posible aplicación de oficio, o su uso como mecanismo de
acción o de defensa, lo más importante es que en él se responde la pregunta de
qué es la doctrina de los actos propios y para qué sirve. Sin embargo, la
respuesta es incompleta si no estamos en condiciones de decir qué no es la
doctrina de los actos propios. Esta pregunta se contesta en el capítulo siguiente.

Las distinciones contribuyen a generar identidad. Por ello, en el Capítulo 4 me


ocupo de presentar las diferencias entre la doctrina de los actos propios y otras
categorías jurídicas, tanto negociales como no negociales, como el negocio
jurídico y sus modificaciones, la conducta interpretativa, la renuncia de derechos,
el silencio como manifestación de voluntad, el abuso del derecho, la prescripción
extintiva y la doctrina de la protección de la apariencia.

Presentadas las diferencias y configurada la identidad de la doctrina de los actos


propios, queda evidenciado que es una herramienta residual, lo que ciertamente
no es incompatible con su condición de principio de derecho. Dicho eso, se
analizan diversos casos prácticos para cotejar si los operadores jurídicos le
confieren carácter excepcional. Además, aunque no es materia de este estudio,
encuentro útil echar un vistazo a la aplicación de la doctrina de los actos propios
en áreas ajenas al Derecho de Contratos, como el Derecho Constitucional,
Procesal, Administrativo y Laboral.

Dado que es constante el uso irreflexivo de la doctrina de los actos propios,


propongo un test con preguntas que pueden ayudar a determinar si se aplica en
casos concretos.

Habiendo demostrado la hipótesis que planteo, en el Capítulo 5 me ocupo de


cotejarla con un grupo de decisiones judiciales peruanas adoptadas en materia
contractual, las cuales carecen de tecnicismo y predictibilidad.

El punto anterior ratifica que, si bien no es indispensable, sí es conveniente


incorporar de forma expresa la doctrina de los actos propios en el ordenamiento
jurídico peruano, específicamente en el Título Preliminar del Código Civil. Ya
hubo intentos que fracasaron, pero propongo que el texto a incluir sea similar al
artículo 1.8 de los Principios UNIDROIT, según el cual “Una parte no puede
actuar en contradicción a un entendimiento que ella ha suscitado en su
contraparte y conforme al cual esta última ha actuado razonablemente en
consecuencia y en su desventaja”.

Dicho enunciado es coherente con la concepción del Derecho que planteo, con
la condición de principio de la doctrina de los actos propios y con su carácter
residual. Además, lleva implícitos los tres presupuestos necesarios para que
opere. Aunque la fórmula es escueta y no revela en detalle cuáles son las
consecuencias de su aplicación, es lo suficientemente flexible como para
preservar la capacidad adaptativa de la doctrina de los actos propios, que es la
razón por la cual ha sobrevivido a través del tiempo.

15
CAPÍTULO I

ACERCAMIENTO A LA DOCTRINA DE LOS ACTOS PROPIOS A PARTIR


DE SUS ALCANCES HISTÓRICOS, DE LA TEORÍA DEL ESTOPPEL Y DE
LA LEX MERCATORIA

“Ved cómo la naturaleza tuvo el buen sentido de hacer


que los ríos corrieran justo por debajo de los puentes” 1

1.1 Introducción. La importancia de no contradecirse.-

Nada más inútil que lo poco claro. De allí que la razón de esta investigación y de
mis esfuerzos para llevarla a cabo esté en la necesidad de aportar límites a la
noción de la doctrina de los actos propios, fuente de tantos debates inconclusos.
Mi propósito es delimitar su significado y los alcances de su aplicación en el
Derecho de contratos en el Perú. Si bien el tema presenta una alta dosis de
dogmática jurídica, bien aplicada, puede servir para evitar y solucionar
numerosos problemas prácticos.

Un ejemplo puede servir para comprender sus alcances (Díez-Picazo 2014: 254-
256). Hace más de cuarenta años, los tribunales supremos alemán y español
decidieron dos casos aparentemente sencillos, pero como muchos de los casos
que no aparentan complejidad, fueron más retadores de lo que uno se imagina.

Dejando los detalles de lado y encontrando los elementos comunes de ambos,


los casos involucraban a un arrendador y a un arrendatario de una finca rústica,
con contratos en los que se había pactado una renta anual, pagadera en una
fecha determinada. El primer año la renta se pagó puntualmente. En el segundo
año, el arrendatario pidió al arrendador que le permitiese pagar la renta tres
meses después de la fecha inicial, luego de recogida la cosecha. El arrendador
accedió expresamente a la solicitud. El siguiente y sucesivos años, sin mediar
pedido expreso ni respuesta del arrendador, el arrendatario pagó la renta luego
de la cosecha. Finalmente, varios años después de que esta conducta se hubiera
repetido, el arrendador demandó al arrendatario la resolución del contrato por
incumplimiento y la devolución de la posesión de la finca.

Ambos países compartían similares regulaciones civiles: la fuerza obligatoria de


los contratos, la posibilidad de demandar por desalojo y la obligación de actuar
de buena fe.

Sin embargo, los jueces alemanes desestimaron la demanda, mientras que los
españoles la ampararon. Los primeros alegaron que la tolerancia de la repetida
impuntualidad en el pago había originado en el arrendatario una confianza

1
Cuplé cantado en un cabaret de Montmartre, según Bruno Leoni (1974: 68).

16
fundada, que en todo caso debió ser liquidada mediante una advertencia por
parte del arrendador, lo cual no ocurrió. Por cierto, esta advertencia a futuro no
habría supuesto una modificación de la fecha de pago original, sino por el
contrario, hubiera servido para ratificar que nuevos retrasos no serían tolerados.
Dicho con otras palabras, la decisión alemana se sustentó en la doctrina de los
actos propios.

En cambio, los jueces españoles concluyeron que el contrato era claro en


relación con la fecha de vencimiento de la obligación de pago de la renta, de
modo que debió cumplirse puntualmente sin excepciones.

El problema planteado –como muchos de aquellos en los que se alega la doctrina


de los actos propios- no es sencillo de resolver, pues supone encontrar un
equilibrio entre la libertad para corregir una conducta previa o cambiar de opinión,
es decir, el derecho a contradecirse, con la expectativa que razonablemente se
generó en los terceros con el comportamiento anterior.

Reconociendo que un problema como este debe solucionarse atendiendo a las


circunstancias de cada caso concreto, hace falta una delimitación de los
alcances de la doctrina de los actos propios que sea lo más precisa posible, pues
no tener claras sus fronteras supone un doble peligro: que la doctrina de los actos
propios termine siendo una noción vacía de contenido, y que por tanto, se vuelva
inútil por no ser asertiva, y de otro lado, que se aplique a problemas cuya solución
se encuentra en remedios que la ley proporciona de manera directa.

Como he mencionado en la Introducción de este trabajo, pretendo responder la


pregunta dirigida a definir qué es y para qué sirve la doctrina de los actos propios
en el Perú, específicamente en el Derecho de contratos. He planteado la
hipótesis en virtud de la cual la doctrina de los actos propios es un principio
derivado de la buena fe, aplicable para impedir que un sujeto actúe de manera
incoherente con una conducta anterior, cuando de esta deriva confianza en otro
sujeto que merece protección, por haber asumido razonablemente que no habría
variación en el sentido de dicha conducta. En el fondo, se trata del repudio de
una conducta oportunista que traiciona la confianza generada por la apariencia.
Ello, como consecuencia del principio de la buena fe, que incorpora el valor ético
de la confianza y de la coherencia en el actuar, que es indispensable para la
interacción humana.

Debo apuntar que esta hipótesis no enerva la legítima posibilidad de los sujetos
de derecho de variar sus conductas, de arrepentirse, de cambiar de opinión.
Todo ello es posible en el ejercicio de nuestra autonomía privada, pero esta
última es protegible siempre que se ejerza responsablemente y no se vulnere la
confianza propiciada razonablemente en los terceros. De lo contrario,
paradójicamente, por proteger la autonomía privada de un sujeto, se afectaría la
de otro.

En ese contexto, y mediando diversos intereses en juego cuando de la aplicación


de la doctrina de los actos propios se trata, apunto a que el resultado de este
trabajo aporte claridad para entender a cabalidad cuáles son las consecuencias
prácticas de la aplicación de la doctrina de los actos propios, y permita finalmente

17
determinar qué es y qué no es; es decir, cuando se puede solucionar un
problema apelando a ella, y cuándo no.

De nuevo, siempre que estén involucrados los intereses y expectativas de


diversos sujetos que interactúan entre sí, el Derecho debe establecer
consecuencias que, incentivando conductas responsables, protejan a aquél que
confió razonablemente en la información sobre la cual tomó sus decisiones. En
el caso de la doctrina de los actos propios, esta información emana de una
conducta que posteriormente se pretende contradecir.

Definir en cada caso concreto el fiel de la balanza es muchas veces un trabajo


de filigrana, y por tanto se requiere un análisis cuidadoso de los hechos y
precisión en la aplicación de las consecuencias. Y naturalmente, un trabajo casi
artesanal por parte de los operadores jurídicos no es posible sin tener claridad
en los alcances y límites de la “regla”2 que se pretende aplicar.

Este asunto es ciertamente relevante, teniendo en cuenta que la doctrina de los


actos propios deriva del principio general de la buena fe, que por definición tiene
un contenido dúctil y que debe adaptarse a las circunstancias concretas de cada
caso con razonabilidad, para lo cual se requiere una fiel remisión a los hechos y
una clara conciencia sobre los límites y consecuencias de la institución jurídica
relevante.

Independientemente de que la remisión a los hechos del caso concreto sea


indispensable para su correcta solución, no es menos cierto que el análisis bajo
el manto de la doctrina de los actos propios supone entender los alcances de
esta en su real dimensión, y para ello propongo que, antes de indicar cuáles con
sus requisitos para operar, debemos entender cuál es su origen, cómo se
entiende bajo un sistema jurídico ajeno al nuestro –el common law- y cómo la
entienden los comerciantes según la lex mercatoria, bajo la perspectiva de un
Derecho vivo.

En consecuencia, este capítulo tiene tres partes. En la primera se presenta una


sucinta revisión de la evolución histórica de la doctrina de los actos propios. En
la segunda parte se explica cómo los operadores jurídicos del sistema de
common law abordan los problemas atendidos por la doctrina de los actos
propios a través de la teoría del estoppel. En la tercera parte se expone cómo es
que la práctica comercial ha asumido que la doctrina de los actos propios es una
herramienta de resolución de conflictos, recogida por instrumentos normativos o
mediante su invocación por las cortes comerciales.

Como puede apreciarse, en este capítulo se presenta tanto la visión


inmodificable de la doctrina de los actos propios, aportada a partir de la historia,
como su visión viva y mutable, según los estándares comerciales que han ido
evolucionando al compás de la práctica y de las decisiones adoptadas por los
tribunales que analizan casos presentados en el comercio internacional. Es a
partir de este contraste –práctica histórica y práctica viva- que podrá entenderse
la doctrina de los actos propios y aplicarse a nuestra realidad.
2
Uso comillas pues más adelante me referiré a la calificación de la doctrina de los actos propios
como regla o como principio.

18
1.2 Evolución histórica de la doctrina de los actos propios.-

Aunque son varios los autores que se ocupan, con mayor o menor detalle, de la
evolución histórica de la doctrina de los actos propios, la síntesis que se presenta
a continuación está basada en la que propone Jaramillo (2014: 141-156).

1.2.1 La doctrina de los actos propios en el Derecho Romano.-

El Derecho Romano era hostil a la abstracción, generalización y presentación de


definiciones, y por tanto era casuístico. De allí que, como solía ocurrir con los
juristas romanos, estos no se ocuparon de la doctrina de los actos propios de
manera abstracta o general, sino a partir de algunos casos concretos, cuyo
estudio posterior permitió acuñar la idea general que repudia la contradicción
cuando esta afecta a quien confió razonablemente en quien se contradice:

“… resulta muy difícil encuadrar la doctrina de los actos propios en el mundo


jurídico romano puesto que el pensamiento en aquella época se caracterizaba
por el uso riguroso de la lógica, de la casuística concreta y enormemente precisa.
Y, en efecto, la doctrina objeto de estudio se caracteriza principalmente por su
generalidad, abstracción y vaguedad, por lo que el origen de las formulaciones
no se encuentra en los textos romanos, sino en otros posteriores” (Almarcha
2007: 2).

El hecho que la doctrina de los actos propios no haya sido estructurada como
tal; es decir, como una aproximación replicable ante diversas situaciones con
similares problemas, no enerva que los juristas romanos hayan repudiado la
contradicción en las conductas, en ciertos casos emblemáticos:

(i) Caso de la hija emancipada:

La emancipación romana era un acto formal, que suponía que el pater familias
retiraba la patria potestad de un miembro de su familia que se encontraba bajo
su autoridad.

Ocurrió que un pater familias, por decisión soberana y solemne, decidió


emancipar a su hija. Ella, ya emancipada, elaboró un testamento instituyendo
herederos. Producida su muerte, el pater familias cuestionó la existencia de la
emancipación. El propósito era, en el fondo, conseguir la ineficacia del
testamento, sobre la base de una emancipación inválida. Esto le pareció al
jurisconsulto Ulpiano, un comportamiento contrario a la equidad.

El Digesto de Justiniano, que era una recopilación de la jurisprudencia romana,


recoge la decisión de Ulpiano en estos términos:

“Después de la muerte de su hija que había vivido como madre de familia


válidamente emancipada, y falleció dejando herederos instituidos en su
testamento, se prohíbe que el padre mueva controversia contra su propio acto,
como si no lo hubiese emancipado válidamente y en presencia de testigos […]”
(D. 1,7.25, Ulpiano) (Jaramillo 2014: 146).

19
Para Díez-Picazo, en este texto la razón no es la contradicción en sí misma
considerada, sino que se iba a obtener un resultado inicuo. Así, si el padre
hubiera alegado la inexistencia de la emancipación mientras la hija estaba viva,
también habría habido contradicción, pero no habría sido abusiva y contraria a
la buena fe (Díez-Picazo 2014: 93).

Esto último es muy importante, pues no basta con la existencia de contradicción


para cuestionar un cambio de conducta. Como ya se dijo, contradecirse es
humano, y así lo entendía Ulpiano. Lo que no admitió al resolver el caso
mencionado, es que la incoherencia en el actuar genere un resultado inicuo.

La solución que propuso contiene una carga subjetiva. Como se verá más
adelante, lo que se propone en los textos contemporáneos es un criterio más
bien objetivo, basado en si la conducta primigenia generó confianza razonable
en la contraparte, independientemente de la intención de dañar.

(ii) Establecimiento de servidumbre por parte de algunos condóminos:

Un fundo tenía varios copropietarios. Para conceder un derecho de paso era


necesario que todos estuvieran de acuerdo. Ellos no expresaron su
consentimiento en el mismo momento. Faltó que un copropietario confiriera el
derecho. Mientras ello no ocurra, quienes sí lo hicieron no pueden oponerse al
ejercicio del derecho de paso. Este caso fue resuelto por Celso e incluido en el
Digesto de Justiniano.

“El derecho de senda y el de paso de ganado a través de un fundo que es de


varios, puede concederse separadamente. Así, sólo se hará mío este derecho,
en rigor, si lo cedieran todos [los propietarios], y con la cesión del último se
confirmarán todas las anteriores. Pero puede decirse, con mayor benignidad,
que antes de que el último hubiese cedido el derecho, los que cedieron antes no
pueden impedir que use de él” (D. 8.3.11, Celso) (Jaramillo 2014: 147).

No pretendo analizar si esta decisión es o no correcta, ni a la luz del Derecho


Romano ni a la luz de las reglas contemporáneas. De hecho, el asunto presenta
cierta complejidad, considerando que sin el consentimiento del último
copropietario el negocio no es eficaz todavía (Díez-Picazo 2014: 97-98).

Sin perjuicio de ello, lo relevante de esta decisión es se que repudia la


incoherencia de quien, habiendo consentido en brindar un derecho de paso,
impida luego su ejercicio. Con los criterios actuales para la aplicación de la
doctrina de los actos propios, invocarla en este caso probablemente no sería
exitoso, pero, de cualquier modo, la decisión comentada es interesante porque
revela el rechazo de la contradicción injustificada.

(iii) Compra de un fundo ajeno:

Este caso, resuelto por el jurista Pomponio y también incluido en el Digesto de


Justiniano, revela que la compraventa de bien ajeno era una figura reconocida
en el Derecho Romano, como se indica a continuación:

20
“Si hubieras comprado a Ticio un fundo que era de Sempronio; te lo hubieran
entregado, una vez pagado el precio; luego Ticio hubiera heredado de
Sempronio y hubiera vendido y entregado ese mismo fundo a Mevio, dice Juliano
que es lo más justo que el pretor te defienda [con una excepción de dolo], pues,
si el mismo Ticio te reclamara el fundo, sería rechazado mediante una excepción
redactada por el hecho o la del dolo malo, y si, poseyendo el fundo Ticio, se lo
reclamara con la [acción] Publiciana, podrás servirte de una réplica contra la
excepción de “a no ser que el propietario del demandado”, de suerte que se
entiende que había vuelto a vender un fundo que ya no tenía en su patrimonio”
(D. 44,4.32, Pomponio) (Jaramillo 2014: 150).

Como puede apreciarse, el caso trata de un contrato de compraventa celebrado


por quien no es propietario. Luego de la venta, el vendedor adquiere (hereda) el
bien y se lo vende a un tercero. El primer adquirente debe ser protegido, a pesar
de que el vendedor no era dueño al momento de la transferencia, pues “… es
evidentemente contradictorio que una persona venda una cosa y luego pretenda
reivindicarla sobre la base de que al momento de la venta no era el legítimo
propietario” (Borda 2017: 5).

Regla similar, por cierto, contienen los artículos 15373 y siguientes del Código
Civil. Esta norma entiende la venta de bien ajeno como aquel contrato por el cual
el vendedor se compromete a que el comprador adquiera un bien que le
pertenece a otro (sabiendo ambos que es ajeno). El artículo 1538 4 añade que, si
el vendedor adquiere luego la propiedad del bien, está obligado, en virtud del
mismo contrato, a transferir el bien al acreedor, sin que quepa pacto en contrario.

Durante el Derecho Romano postclásico o justinianeo, además de reunirse en el


Digesto decisiones jurisprudenciales emitidas siglos antes de dicha compilación,
hubo diversas manifestaciones de rechazo a la incoherencia en el actuar.

Así, el primer intento de generalización del criterio de la inadmisibilidad de


contravenir un acto propio pertenece al período de la compilación justinianea del
siglo VI. El último de los títulos de los cincuenta libros del Digesto se llama “De
diversis regulis iuris antiqui”, esto es, “De las diversas reglas del derecho
antiguo”. En este título se insertó un párrafo de la obra de Papiniano que decía:
“Nemo potest mutare consilium suum in alterius iniuriam”, que se traduce como
“Nadie puede cambiar su voluntad en perjuicio de otro” (Corral Talciani 2010:
22). Como solía ocurrir en el Derecho Romano, el propósito del jurista Papiniano
no fue formular una regla de aplicación general, sino brindar solución a un caso
particular.

1.2.2 La doctrina de los actos propios en el Derecho Medieval.-

3
“Artículo 1537.- El contrato por el cual una de las partes se compromete a obtener que la otra
adquiera la propiedad de un bien que ambos saben que es ajeno, se rige por los artículos 1470,
171 y 1472”.
(Dichas normas se refieren a la promesa de la obligación o del hecho de un tercero).
4
“Artículo 1538.- En el caso del artículo 1537, si la parte que se ha comprometido adquiere
después la propiedad del bien, queda obligado en virtud de ese mismo contrato a transferir dicho
bien al acreedor, sin que valga pacto en contrario”.

21
En el Derecho Medieval no hubo mayores aportes al desarrollo de la doctrina de
los actos propios. Sin embargo, pueden identificarse tres etapas que permitieron
un desarrollo progresivo y más articulado de las ideas que rechazan la
contradicción en el actuar.

La primera etapa se desarrolló bajo la influencia de la Escuela de los Glosadores,


que se desarrolló entre los siglos XI a XIII y que tuvo como destacados
representantes a Azzo y a Accursio. Como el nombre de esta Escuela lo indica,
era habitual el uso de la glosa.

El método de la glosa era un método exegético, que incorporaba notas al margen


para aclarar las ideas y con el propósito de explicar el texto legal objeto de
estudio. A partir del método de la glosa van surgiendo ideas reiteradas que
permitían obtener una regla común. Uno de los juristas más importantes de los
siglos XII y XIII fue Azzio (Acio de Bologna), quien se ocupó de incorporar y
sistematizar glosas al Corpus Iuris Civilis de Justiniano, que incluye el ya
comentado Digesto.

De esta labor de síntesis surgen los llamados “brocardos”. Uno de los brocardos
que forman parte de la obra de Azzo es la “regla” “venire contra factum proprium
nulli conceditur” (Díez-Picazo 2014: 110).

Como puede apreciarse, lejos de la invocación en casos particulares que hacían


los juristas romanos, puede afirmarse que las glosas y consiguientes brocardos
fueron las primeras sistematizaciones de las ideas que repudiaban la
contradicción en el actuar. Así, el brocardo venire contra factum proprium nulli
conceditur fue resultado del desarrollo del Derecho Medieval; no resultó del
Derecho Romano. De hecho, la “doctrina jurídica europea comienza con el
estudio del “Corpus iuris civilis” por la llamada escuela de la Glosa en Italia en
los comienzos de la baja Edad Media” (Díez-Picazo 2014: 109).

Una segunda etapa se presentó con la Escuela de los Comentaristas o


“postglosadores”, integrada por juristas del siglo XIV que continuaron la labor de
la Escuela de la Glosa. Estos juristas, cuyos representantes más destacados
fueron Bartolo De Saxoferrato y Baldo de Ubaldis, siguieron estudiando los textos
clásicos romanos aplicando el método de la exégesis, pero incorporando
adiciones a las glosas apuntadas en la etapa previa. Estas incorporaciones
permitieron el desarrollo de una jurisprudencia constructiva, con mayor y más
refinado análisis, con el propósito de aplicar las investigaciones realizadas a la
realidad práctica (Díez-Picazo 2014: 113).

Finalmente, la Escuela de los Canonistas también enarboló el rechazo de la


contradicción en el comportamiento y generó un desarrollo más sistemático del
repudio de la incoherencia, debido a la gran importancia que le confería a la
buena fe. De ahí que en algunos textos de la época se encontraran referencias
a que “nemo potest venire contra factum suum”, expresión que más adelante fue
sustituida por “nemo potest venire contra factum proprium” (Jaramillo 2014: 160).

Veamos qué ocurrió en España. La doctrina de los actos propios encontró más
acogida teórica y jurisprudencial en el Derecho español. De hecho, España es

22
un país pionero en cuanto a la incorporación normativa de la doctrina de los actos
propios, pues las Siete Partidas ya hacían referencia a ella en el siglo XIII. La
Partida Tercera, Título 31, Ley 10 decía:

“Los señores de los edificios, e de las heredades, pueden poner cada uno de
ellos, servidumbre a su edificio o heredad. Pero si muchos fueren señores de un
edificio, o de una heredad, a que quieran poner servidumbre, todos la deben
otorgar cuando la ponen. E si por ventura la otorgasen algunos, e non todos,
aquellos que la pusieron non la pueden después contrastar, que la non haya
aquel a quien la otorgaron. Mas los otros que la non quisieron otorgar, bien la
pueden contradecir cada uno de ellos también por la su parte como por la de los
otros que no la otorgaron” (Jaramillo 2014: 183-184).

1.2.3 La doctrina de los actos propios en el Derecho Moderno.-

A partir del siglo XVI y en la medida que el esplendor renacentista fue


consolidándose, el Renacimiento desplegó efectos no solo en las artes sino
también en el mundo jurídico, que dejó de girar alrededor de los textos romanos
justinianeos. Como es fácil imaginar, los juristas de la época renacentista fueron
influenciados por un espíritu más crítico, que dejaba poco espacio para el
argumento de autoridad y, por consiguiente, hubo un alejamiento de la influencia
de la sistematización y glosas de las escuelas anteriores.

La crítica al trabajo de los glosadores no impidió que los juristas modernos


defendieran una lectura más pura del Derecho romano; sin embargo, se propició
una mayor apertura para la construcción del pensamiento jurídico, centrado en
la fuerza vinculante del contrato. Como consecuencia de ello, se “le restó
vigencia y aplicación al venire contra factum proprium” (Jaramillo 2014: 163).

La Escuela Clásica del Derecho Natural tuvo como exponentes a Grocio y


Puffendorf, que en el siglo XVII aportaron ideas notables para enfatizar la
importancia del consentimiento y de la responsabilidad derivada del contrato.
Por su parte, J. Domat y R.J. Pothier tuvieron gran influencia para el desarrollo
de la codificación francesa de comienzos del siglo XIX, en la que la doctrina de
los actos propios no tuvo influencia.

En efecto, en el siglo XVII Domat se ocupó de procurar la coherencia en sede


contractual, y bajo la influencia de los evangelios cristianos, destacó la necesidad
de humanizar el Derecho y de cumplir el precepto según el cual “no debe hacerse
a los otros aquello que no deseamos que los otros nos hagan” (Jaramillo 2014:
165).

Pothier continuó en el siglo XVIII con esta misma línea de pensamiento, para
sostener que todo contratante que no actúa con sinceridad, tiene mala fe. El
sustento de su posición es el deber de amar al prójimo como a uno mismo.
Aunque no haya mencionado expresamente a la doctrina de los actos propios,
del pensamiento jurídico de Pothier puede deducirse que creía en la coherencia
comportamental, sobre la base de la buena fe (Jaramillo 2014: 166).

23
De otro lado, autores españoles de los siglos XVII y XVIII ya habían comentado
la doctrina de los actos propios también. Es más, el Código Civil de 1889 ya tenía
referencias a ella en su artículo 597:

“Para imponer una servidumbre sobre un fundo indiviso se necesita el


consentimiento de todos los copropietarios. La concesión hecha solamente por
algunos, quedará en suspenso hasta tanto que la otorgue el último de todos los
partícipes o comuneros. Pero la concesión hecha por uno de los copropietarios
separadamente de los otros obliga al concedente y a sus sucesores, aunque lo
sean a título particular, a no impedir el ejercicio del derecho concedido” (Jaramillo
2014: 184-185)5.

Como puede apreciarse, el hilo conductor del Derecho Moderno es la idea de la


fuerza vinculante de la autonomía privada.

1.2.4 La doctrina de los actos propios en el Derecho Contemporáneo.-

La importancia del consentimiento y de la responsabilidad derivada del contrato,


que pusieron el foco de atención en la seguridad jurídica derivada de la expresión
de la voluntad, desplazó a la doctrina de los actos propios como herramienta
para resolver conflictos, puesto que esta última añade cierta dosis de
incertidumbre a las discusiones contractuales.

Siendo la protección de la voluntad del individuo el eje central de las ideas tanto
políticas como jurídicas derivadas de la Revolución Francesa, esta propició la
creación de un sistema de codificación con predominio de la voluntad privada.
De allí que, para atenuar la incertidumbre, el movimiento codificador no haya
recogido expresamente la formulación de la doctrina de los actos propios, debido
a la desconfianza –consecuencia del anterior régimen político absolutista- que
producía la posibilidad de que los jueces hicieran un mal uso de las normas
genéricas o discrecionales.

La consecuencia en el espacio jurídico de dicha desconfianza fue el desarrollo


de la Escuela de la Exégesis, cuyos postulados reforzaron la idea de rechazar el
escrutinio judicial y de adoptar una visión prevalentemente legalista, que daba
preeminencia a la literalidad de los textos sobre el ejercicio de la capacidad
crítica del intérprete.

En el Derecho contemporáneo de los países del sistema latino-continental, la


excepción más notoria a la recepción doctrinal y jurisprudencial de la doctrina de
los actos propios es Francia, puesto que la teoría del abuso del derecho habría
absorbido los casos en los que se alega un perjuicio debido a la de contradicción
de conductas. A pesar de ello, en los últimos tiempos se viene defendiendo con
mayor firmeza la idea de exigir coherencia de conductas en el campo contractual
(Corral Talciani 2010: 30).

5
Nótese la semejanza de esta regla con el caso resuelto por Celso e incluido en el Digesto de
Justiniano. En relación con este asunto, el artículo 1042 del Código Civil peruano señala que el
predio sujeto a copropiedad sólo puede ser gravado con servidumbre si prestan su asentimiento
todos los copropietarios.

24
En cambio, el Código Civil italiano de 1942 muestra una mayor relevancia de la
buena fe y la consiguiente limitación de los derechos a partir de su invocación,
puesto que los derechos tienen límites que no pueden soslayarse. En el marco
de la buena fe es que la doctrina italiana del siglo XX, representada
principalmente por Emilio Betti, sostuvo que debe rechazarse el ir contra el propio
acto y que debe más bien propiciarse la coherencia en el actuar (Jaramillo 2014:
181).

En Alemania, bajo la influencia de Otto Bismarck, hacia finales del siglo XIX se
le imprimió al Código Civil alemán un toque social. Ello se logró en el marco de
la Escuela Pandectista que buscaba la extracción y deducción de nuevos
principios a partir de la abstracción de conceptos anteriores.

Fue así como el artículo 242 del Código Civil alemán6, referido a la buena fe,
quedó redactado de la siguiente manera: “El deudor está obligado a efectuar la
prestación como exigen la fidelidad y la buena fe en atención a los usos del
tráfico”. Vale la pena destacar en este punto el enorme aporte de la obra de Erwin
Riezler al estudio de la buena fe y de la doctrina de los actos propios. En su
trabajo de 1912 redescubrió el tema e hizo un análisis exhaustivo de ella a partir
de los textos romanos y medievales, y de la doctrina del estoppel (Díez-Picazo
2014: 148). Riezler consideraba que la doctrina de los actos propios expresa
una idea que permite superar los vacíos que se presentan en la legislación y que
requieren que sean llenados (Dajczak 2019: 34).

Los pensadores alemanes también se aproximaron a la doctrina de los actos


propios a partir del estudio de las excepciones. Ennecerus hizo una distinción
entre la exceptio doli specialis, que ocurre si la pretensión ha sido obtenida
mediante conducta dolosa, por engaño; y la exceptio doli generalis, basada en
la idea de que el demandante obraba contra la buena fe al deducir su acción.
“Por tanto, toda excepción se convertía en exceptio doli cuando, con
conocimiento de la excepción, el demandante presentaba su demanda. Pero
más tarde se prescindió de este sentir del demandante, otorgándose la exceptio
doli, siempre que el ejercicio de la pretensión, formalmente existente, fuese
contrario al sentimiento jurídico o a la buena fe” (Ennecerus 1935: 481) 7.

Ennecerus considera que si bien la doctrina de los actos propios no es


mencionada en el Código Civil (BGB), puede aplicarse sin inconveniente a partir
del artículo 242, referido a la buena fe. Añade que del principio de buena fe
pueden deducirse varias proposiciones, entre las cuales está:

6
Bürgerliches Gesetzbuch o BGB.
7
La excepción de dolo (exceptio dolis) es figura derivada del Derecho Romano que permitía al
pretor impedir reclamos fundados en actos dolosos (Díez-Picazo 2014: 232). Aunque no hay
uniformidad en la doctrina sobre su aceptación y alcances, era una figura versátil que permitía
aplicar diversos remedios ante los casos presentados, cuando el sustento de la acción era un
acto doloso. Por ejemplo, se invocaba si el acreedor que recibió y aceptó una prestación diferente
a la originalmente prevista, reclama después la inicialmente estipulada (Jaramillo 2014: 345).
Como puede apreciarse, en el Derecho Contemporáneo la aplicación de la excepción de dolo no
sería necesaria en un caso como el indicado, dado que contamos con herramientas como la
novación objetiva o con la dación en pago, e incluso con la figura más genérica de la buena fe.

25
“A nadie le es lícito hacer valer un derecho en contradicción con su anterior
conducta, cuando esta conducta, interpretada objetivamente según la ley, según
las buenas costumbres o la buena fe, justifica la conclusión de que no se hará
valer el derecho, o cuando el ejercicio posterior choque contra la ley, las buenas
costumbres o la buena fe (prohibición del venire contra factum proprium, estoppel
en el derecho inglés)” (Ennecerus 1935: 482).

Nótese que mientras la excepción de dolo tiene un carácter genérico, que


permitía ser invocada cuando el ejercicio de un derecho era contrario a la buena
fe, la doctrina de los actos propios, inspirada también en ella, requiere como
elemento indispensable la vulneración de la confianza a través de la
contradicción en la conducta.

Si bien ambas figuras operan procesalmente como excepciones o


contestaciones, la doctrina de los actos propios puede además plantearse vía
réplica contra una defensa del demandado; puede también servir de fundamento
en la demanda, como rechazo preventivo de una posible alegación. Es decir, la
doctrina de los actos propios tiene un funcionamiento procesal que sobrepasa
los límites de una excepción.

Finalmente, y para terminar con las referencias históricas a la doctrina de los


actos propios en Alemania y su relación con la excepción de dolo, cabe señalar
que “… la exceptio doli tiene más bien un carácter de figura histórica, que si bien
puede despertar interés entre los estudiosos del derecho, no tiene la fecunda
aplicación que goza la teoría de los actos propios en la vida judicial. Sólo en
países determinados –tales como Alemania- la exceptio doli tiene verdadero
relieve” (Borda 2017: 121).

Lo más destacable del Derecho español a propósito de la doctrina de los actos


propios es su copioso desarrollo jurisprudencial. Hay abundantes
pronunciamientos del Tribunal Supremo Español (TSE) al respecto. La primera
vez que la doctrina de los actos propios fue mencionada por el TSE fue el 28 de
mayo de 1864, antes del Código Civil hoy vigente (1889). En dicha sentencia se
dispuso que las “acciones de nulidad y rescisión propuestas alternativamente por
el demandante no eran procedentes: la primera porque él no podía ir contra sus
propios actos solemnemente reconocidos y, la segunda, porque, además de no
haberla deducido en tiempo, no ha probado la lesión enormísima en la que la
apoyaba” (Jaramillo 2014: 186).

Esta sentencia del Tribunal Supremo Español concluyó que la acción de nulidad
propuesta por el demandante no podía prosperar “porque él no podía ir contra
sus actos propios solemnemente reconocidos”; es decir, se limitó a impedir el
ejercicio de una nulidad contradictoria con la anterior conducta del actor. Como
señala Díez-Picazo, este planteamiento contiene un análisis del caso muy
estrecho y por tanto cuestionado (Díez-Picazo 2014: 169).

A pesar de ello, no puede discutirse su importancia, pues a partir de dicha


sentencia, el Tribunal Supremo Español la cita en numerosas decisiones, y al

26
igual que en aquélla, sin necesariamente precisar el alcance de la doctrina de
los actos propios8.

El desarrollo jurisprudencial de la doctrina de los actos propios encontró acogida


legislativa indirecta con la modificación en 1974 del artículo 7 del Código Civil
español de 1889, en los términos siguientes:

“1. Los derechos deberán ejercitarse conforme a las exigencias de la buena fe.
2. La ley no ampara el abuso del derecho o el ejercicio antisocial del mismo.
Todo acto u omisión que por la intención de su autor, por su objeto o por las
circunstancias en que se realice sobrepase manifiestamente los límites normales
del ejercicio de un derecho, con daño para tercero, dará lugar a la
correspondiente indemnización y a la adopción de las medidas judiciales o
administrativas que impidan la persistencia en el abuso”.

La positivización del principio de buena fe como cláusula general (siguiendo los


modelos alemán y suizo) le dio a la doctrina de los actos propios un todavía
mayor impulso jurisprudencial. Incluso, la Constitución de 1978 ha permitido que
el Tribunal Constitucional español se haya referido a ella.

Sin embargo, la enorme utilización jurisprudencial de la doctrina de los actos


propios no ha evitado, sino que más bien ha propiciado, una también enorme
confusión con otros remedios, diseñados para resolver directamente los
conflictos suscitados sin tener que acudir a la buena fe como principio rector, que
por supuesto es el sustrato de dichos remedios.

De hecho, en el importante libro sobre la doctrina de los actos propios y la


jurisprudencia del Tribunal Supremo Español, Díez-Picazo comenta 855
sentencias emitidas entre los años 1864 y 2011 (Díez-Picazo 2014: 305-979).
De las referencias a tales decisiones, en la gran mayoría de ocasiones el Tribunal
desestima las invocaciones a la doctrina de los actos propios, y en muchos casos
en que las ampara, no queda claro, al menos a partir de las reseñas, cuáles son
las razones para su aplicación o cuál es la diferencia con otros remedios jurídicos
aplicables9.

La explicación para ello es que, si bien la doctrina de los actos propios pudo ser
necesaria al inicio de su aplicación por las cortes en el siglo XIX, posteriormente
se crearon soluciones legales para problemas parecidos. Las cortes no han
adaptado los criterios a los nuevos tiempos, de modo que “la doctrina de los
actos propios sigue siendo decimonónica” (Díez-Picazo 2014: 169).

En efecto, “nunca se ha debido confundir la doctrina de los actos propios con la


fidelidad de la palabra dada, con la fuerza de obligar de las convenciones o con
la imposibilidad de destruir los actos que han creado derechos a favor de terceras
personas” (Díez-Picazo 2014: 171).

8
Algo similar ocurre con la Suprema Corte Federal de Argentina a partir de la sentencia del 8 de
abril de 1869 y las numerosas sentencias que a partir de allí se han dictado (Pardo 1991: 63).
9
Así por ejemplo, se ampara la aplicación de la doctrina de los actos propios cuando se plantean
pretensiones incompatibles con negocios jurídicos celebrados por las partes, cuando se alega la
invalidez de negocios jurídicos previamente respetados, cuando se ejercen derechos de los
cuales se ha renunciado, cuando se cambia de posición en distintas instancias del proceso, etc.

27
Son numerosas las ocasiones en que las sentencias del Tribunal Supremo
Español, siguiendo una decisión adoptada en 1890, señalan que los actos a los
que esta doctrina se refiere son aquellos que, como expresión del
consentimiento, se realizan con el fin de crear, modificar o extinguir algún
derecho. Tres asuntos llaman la atención a propósito de ello: la imprecisión de
dicha idea, la confusión de la doctrina de los actos propios con la obligatoriedad
de los contratos, y el hecho que después de casi 150 años, las cortes no hayan
trabajado mejor sus contornos.

El rechazo que aún hoy formulan algunos autores a la idoneidad de la doctrina


de los actos propios como fórmula para la solución de conflictos se debe en
buena cuenta a la mala práctica que de ella han hecho las cortes, incluyendo el
Tribunal Supremo Español, que lejos de acotar con precisión en qué casos
puede aplicarse y sobre todo en qué casos no debe hacerse, ha desdibujado sus
contornos, al punto de confundirla con remedios derivados de la teoría del
negocio jurídico, como la obligatoriedad misma de los pactos contractuales.

De allí que, en el Capítulo III explicaré cuáles son los requisitos para que opere
la doctrina de los actos propios de manera prolija, y formularé distinciones en
relación con otras figuras jurídicas con la que se le suele confundir. Para ello
explicaré a continuación cómo es que el sistema del common law resuelve con
el estoppel los problemas derivados de la inconsistencia en el actuar durante la
ejecución de los contratos, y cuál es el camino que siguen las cortes comerciales
internacionales para resolver estos problemas.

Luego de recorrer este camino es que se podrán entender más cabalmente las
distinciones entre la doctrina de los actos propios y los demás remedios
contemplados por el ordenamiento jurídico para promover la consistencia
contractual. Sólo así podremos rescatar el verdadero valor de la doctrina de los
actos propios, acotado pero útil, y combatir el escepticismo producido en buena
cuenta por su desbordada aplicación.

1.3 Aportes desde el common law a los problemas derivados de la


inconsistencia en el actuar durante la ejecución de los contratos. La
doctrina del estoppel.-

El common law reconoce que durante la ejecución contractual hay una condición
implícita de no hacer nada para frustrar el objeto del contrato. Ello deja espacio
para introducir la noción de buena fe en las relaciones contractuales. De hecho,
ella ha inspirado el desarrollo de la doctrina del estoppel a través de numerosos
fallos judiciales.

“En cualquier caso, los sistemas de common law han desarrollado lo que
ahora es una arraigada doctrina, cuyas raíces pueden encontrarse en el
concepto de la buena fe, o al menos en la manifestación de ese concepto.
Esa es la doctrina del estoppel. Esta doctrina específica se encuentra
alineada con el concepto de “venire contra factum proprium” y viene
siendo invocada por la jurisprudencia para resolver exactamente el mismo

28
tipo de problemas que son abordados por la doctrina de la buena fe en las
jurisdicciones “tradicionales” del Derecho civil” (Henriques 2015: 523)10.

El estoppel es un principio de justicia y de equidad (Cooke 2000: 1). La razón


que sustenta esta afirmación es que tiene la función de impedir “que una
persona, en el curso de un proceso, alegue y pruebe la falsedad de algo que ella
misma ha representado, con sus palabras o con su conducta, como verdadero.
La esencia del estoppel radica en que a una persona no puede serle permitido
negar un estado de hecho que ella ha establecido como verdadero,
expresamente por medio de palabras o implícitamente a través de su conducta,
en algún momento anterior” (Diez Picazo 2014: 126).

La noción de estoppel fue mencionada por primera vez en la publicación The


Institutes of Laws in England que fue escrita en 1628 por Sir Edward Cook
(Uçaryilmaz, 162). Y los casos más conocidos en el Reino Unido son Montefiori
v. Montefiori (1762) y Pickard v. Sears (1837) (Uçaryilmaz 2013: 163).

Por su parte, las cortes norteamericanas aplicaban con regularidad la figura del
promissory estoppel incluso antes de ser recogida en la sección 90 del
Restatement of Contracts. En su segunda versión, de 1981, este cuerpo
normativo señala que quien formula una promesa puede esperar
razonablemente que quien la recibe actúe en consecuencia con ella; dicha
promesa es vinculante si la única manera de evitar la injusticia es exigiendo que
se cumpla; los remedios pueden ser variados11.

Cabe señalar que el reconocimiento del estoppel en el Reino Unido es en general


más restrictivo que en los Estados Unidos, pues solamente puede usarse como
medio de defensa, mientras que el sistema norteamericano admite que sea
usado como “espada y escudo” (sword and shield) (Uçaryilmaz 2013: 164).

Debemos advertir que son varias las funciones que se ha atribuido


jurisprudencialmente al estoppel, aunque en líneas generales lo que se pretende
proteger es la apariencia en virtud de la cual se ha desplegado una conducta.

En las líneas que siguen nos referiremos a dos de las modalidades de estoppel
reconocidas por las cortes del common law, por ser las que más se aproximan a
los problemas que se pueden solucionar con la doctrina de los actos propios.
Nos referimos al promissory estoppel y al estoppel by representation, que
producen un efecto procesal y por consiguiente deben alegarse dentro de un
proceso. “Estoppel provides a shield, not a sword (proporciona un escudo, jamás
una espada)” (Pardo 1991: 64).

10
Traducción libre de: “In any event, the common law systems have developed what is now
steadily anchored doctrine that may find its roots in the concept of good faith or at least in a
manifestation of that concept. That is the doctrine of estoppel. This specific doctrine is in line with
the concept of the prohibition of “venire contra factum proprium” and is being called upon by
jurisprudence to solve exactly the same kind of problems that are addressed by the doctrine of
good faith in “traditional” civil law jurisdictions”.
11
“A promise which the promisor should reasonably expect to induce action or forbearance on
the part of the promisee or a third person and which does induce such action or forbearance is
binding if injustice can be avoided only by enforcement of the promise. The remedy granted for
breach may be limited as justice requires”.

29
1.3.1 Promissory estoppel.-

Es importante anotar que bajo el common law, el estoppel cumple también una
función subsidiaria (como proponemos ocurre con la doctrina de los actos
propios); es decir, no es necesario –y es hasta equivocado- invocarla si los
remedios contractuales proveen soluciones al caso analizado. Para entender
esta última afirmación es indispensable explicar brevemente que la existencia de
consideration (consideración) es uno de los elementos indispensables para la
celebración de un contrato, de acuerdo con el régimen del common law.

No es nuestro propósito abordar extensamente la noción de consideration, pero


por ser necesaria para entender el concepto de estoppel anglosajón, puede
indicarse que, sin ser idéntica a nuestra noción de “causa” como elemento
constitutivo del negocio jurídico, presenta similitudes con ella. La consideration
es el elemento que permite distinguir a los contratos de las promesas gratuitas,
que no tienen efectos jurídicos (en el sistema anglosajón, las donaciones no son
contratos). La consideration es una suerte de contraprestación o la razón por la
cual las partes celebraron el contrato y pueden exigir su cumplimiento.

La noción de intercambio (bargain) es entonces esencial para la configuración


de un contrato bajo el common law. Como señala el Professor E. Allan
Farnsworth, en principio, es necesario que el propósito de quien hace una
promesa es lograr que a cambio se lleve a cabo una conducta (O’Gorman 2015:
144)12.

El requisito de la consideration se explica en que los términos del intercambio


aseguran la ejecución de las promesas en el mercado, lo cual es vital para la
economía. El common law explica el requisito de la consideration en el hecho
que las sociedades del siglo XVIII en adelante se desarrollaron en un contexto
de libertad de empresa y de libre mercado, en la cual la realización de
intercambios se volvió parte de la cultura.

A pesar de lo anterior, la consideration no es, por cierto, la única manera de que


una promesa sea exigible. Una alternativa proviene del promissory estoppel. De
acuerdo con esta doctrina, una promesa es exigible, incluso si no media
consideration, si quien hace la promesa puede razonablemente esperar que con
ella ha generado confianza en la otra parte, y una situación injusta solo puede
evitarse si se cumple la promesa (O’Gorman 2015: 151)13.

12
Traducción libre de: “As explained by Professor E. Allan Farnsworth: In principle, at least, the
bargain test requires that the promisor’s purpose in making that commitment be to induce some
action in return—to induce an Exchange”.
13
Traducción libre de: “Consideration is not, of course, the only basis upon which a promise can
become enforceable. The principal alternative is the doctrine of promissory estoppel. Under
promissory estoppel, a promise is enforceable if the promisor should reasonably expect it to
induce reliance by the promisee or a third party; it does induce such reliance; and injustice can
only be avoided by enforcing the promise”.

30
La noción de promissory estoppel permite generar responsabilidad (reliance
damages) en quien formuló la promesa sin que se haya celebrado un contrato,
por la falta de consideration.

“En otras palabras, bajo el common law primero se debe averiguar si la promesa
puede ser ejecutada como un contrato, sustentada por una consideración. Solo
en su defecto las cortes deben analizar la teoría del promissory estoppel, como
una segunda-mejor alternativa. Su categoría secundaria se vincula con el
remedio que provee: daños por la confianza. ¿Por qué alguien utilizaría el
promissory estoppel y obtener daños por la confianza cuando una acción
ordinaria por incumplimiento de contratos podría generar una indemnización
mayor por los daños esperados? (Snyder 1998: 700)14.

Como puede apreciarse, el estoppel en estos casos cumple una función


excepcional y correctiva, para proteger a quien confió en una promesa, aun
cuando no hubiera celebrado un contrato (Feinman 1984: 686).

El promissory estoppel “es la modalidad de estoppel que más se aplica al


derecho de contratos, de manera tal que se impide a una parte retirar una
promesa hecha a otro si este confió razonablemente en dicha promesa y se le
causó por ello un daño” (Bernal 2008: 300).

Bajo la doctrina del promissory estoppel, por ejemplo, se analizó un caso en el


que una empresa ofreció a una trabajadora retirarse de la compañía y a cambio
recibir el equivalente al sueldo que venía percibiendo, por el resto de su vida.
Los nuevos propietarios de la empresa, cinco años después de que la
trabajadora se había retirado, decidieron suspender el otorgamiento del
beneficio. Bajo la doctrina del promissory estoppel, se le concedió el pago de
una indemnización, pues la ex trabajadora, aunque no había celebrado un
contrato con la compañía pues no hubo “intercambio” (no ofreció nada a cambio
a la empresa), había tomado decisiones en función del ofrecimiento original, y
merecía protección. En el fondo, la indemnización fue otorgada bajo un concepto
de responsabilidad extracontractual, ante la ausencia de consideration; en tal
sentido, no se le concedió el derecho a recibir las remuneraciones futuras sino
solamente lo que hubiera ganado de no haber renunciado y haberse jubilado
(interés negativo).

En el caso anterior se cumplieron los cuatro elementos necesarios para invocar


la doctrina del promissory estoppel: primero, tiene que haber una promesa clara
y definida; segundo, el promitente debe tener una razón para esperar que se
confíe en esa promesa; tercero, la promesa debe haber inducido a esa confianza
y a una desventaja debido al cambio de parecer del promitente; y cuarto, el
cumplimiento de la promesa permite evitar la injusticia (Gan 2015: 56) 15.

14
Traducción libre de: “In other words, the common law will first inquire whether a promise can
be enforced as a contract supported by consideration. Only if some defect would prevent such a
holding will a court turn to promissory estoppel, a second-best alternative. Its secondary status is
linked to its remedy: reliance damages. Why would someone use promissory estoppel and get
reliance damages when an ordinary breach of contract action will yield higher expectancy
damages?”.
15
Traducción libre de: “The law requires that four elements be present in order to invoke the
doctrine of promissory estoppel: First, there has to be a clear, definite, and unambiguous promise;

31
Como puede apreciarse, nos encontramos frente a un tema claramente
relacionado con la doctrina de los actos propios en el Derecho continental. La
revisión de textos vinculados al estoppel ratifica la importancia de entender el
Derecho desde diversas perspectivas, incluso ajenas a nuestro sistema jurídico,
para saber qué esperar de nuestras instituciones jurídicas.

Así, mientras que la consideration funciona como una regla (sin ella los contratos
no son exigibles), el promissory estoppel funciona más como un estándar, para
cuya aplicación debe preguntarse si sería o no injusto que la promesa no pueda
exigirse. Nótese que algo parecido ocurre con la aplicación de la doctrina de los
actos propios, cuya naturaleza se corresponde con la de un principio de derecho,
sin perjuicio de que luego de analizar el caso concreto se fije una regla que le
provea una solución.

A propósito de los remedios conferidos con la noción de promissory estoppel,


más adelante nos preguntaremos cuál debería ser la consecuencia de invocar
con éxito la doctrina de los actos propios. En el caso del common law, cuando
se ampara una pretensión basada en el promissory estoppel, el remedio
concedido es el de los llamados reliance damages, que por proteger únicamente
el “interés negativo” (que coloca al afectado en la situación en la que estaría si
la promesa no se hubiera formulado), son más restrictivos que los derivados de
un incumplimiento contractual (expectation damages), que cubren también el
“interés positivo” (que colocan al afectado en la situación en la que estaría si el
contrato se hubiera cumplido).

Ha habido marchas y contramarchas a través de los años en relación con el


alcance del promissory estoppel y la posibilidad de que sea alegado solamente
como mecanismo de defensa y no de acción.

“El resultado neto de todos esos movimientos expansivos y contractivos hasta la


fecha es el siguiente. [...] En Inglaterra, una presunción sobre una conducta
futura puede generar promissory estoppel (impedimento por promesa) solo si el
supuesto es que una parte no hará cumplir, o suspenderá, derechos o facultades
legales existentes. En Australia, la ley es incierta. Según un punto de vista, la ley
australiana sobre promissory estoppel no difiere de la ley inglesa. Desde un
punto de vista más amplio, el promissory estoppel puede operar en Australia
cuando se ha hecho creer a una parte que en el futuro recibirá determinados
derechos, por ejemplo, derivados de un contrato, y la doctrina permite que dicha
parte haga cumplir esos derechos como si hubieran sido otorgados. En una
visión aún más amplia, la ley australiana sobre promissory estoppel es mucho
más expansiva y es capaz de operar como una fuente independiente de
derechos o fundamento de una demanda cuando una parte induce a otra a
asumir que esta le otorgará un beneficio" (Robertson 2018: 174-175)16.

second, the promisor must have had reason to expect reliance on the promise; third, the promise
must have induced such reliance and a consequent detrimental change of position; and fourth,
injustice can be avoided only by enforcement of the promise. The fourth element, which will be
referred to as the justice element, is the subject matter of this Article”.
16
Traducción libre de: “The net result of all of those expansionary and contractionary movements
to date is as follows. (…). In England, an assumption as to future conduct can establish a
promissory estoppel only if the assumption is that the inducing party will not enforce, or will
suspend, existing legal rights or powers. In Australia, the law is uncertain. On one view, the

32
1.3.2 Estoppel by representation.-

Su origen es la decisión recaída en el caso Pickward v. Sears, que en 1837


señaló que: “Cuando una persona, con sus palabras o con su conducta, produce
voluntariamente en otra la creencia de la existencia de un determinado estado
de cosas y la induce a actuar de manera que altere su previa posición jurídica,
el primero no puede alegar frente al segundo que en realidad existía un estado
de cosas diferente” (112 E.R. 179).

Puede mencionarse a manera de ejemplo, un caso en el que un accionista


minoritario de una compañía impugnó la decisión de esta de conceder garantías
a una empresa del mismo grupo económico, alegando que ello se encuentra
fuera de su objeto social. Su pretensión no tuvo éxito, pues quedó demostrado
que ese mismo accionista había votado, como director de la misma compañía,
para conceder garantías a favor suyo (del accionista/director). La contradicción
de su conducta era pues evidente y no podía ser amparada.

Como señala Diez Picazo, el estoppel by representation es considerado como


un principio usual y saludable que impone en las relaciones de negocios un
criterio de honestidad. “Su fundamento se encuentra en la idea que, cualquiera
que haya podido ser la intención real de la persona, esta debe quedar vinculada
por la apariencia o impresión que el sentido objetivo de su conducta pueda haber
ocasionado en otro, pues un deber de diligencia social impone tener en cuenta
las representaciones que nuestros actos pueden causar en los demás” (Diez
Picazo 2014: 141-142).

Visto desde la perspectiva de quien genera la apariencia, la representación


constitutiva del estoppel debe haber sido producida voluntariamente, lo cual no
quiere decir que la representación tenga que ser dolosa. Además, para que el
estoppel se produzca es necesario que el destinatario de la representación17
haya confiado en ella y realizado algún acto modificativo de su situación jurídica
anterior, de tal manera que la inexistencia del estado de cosas en que confió, le
ocasione detrimento o perjuicio” (Diez Picazo 2014: 142-143).

Advertimos que por habernos concentrado en el promissory estoppel y en el


estoppel by representation, por ser las más afines a las discusiones propias de
la doctrina de los actos propios, en las líneas anteriores no nos hemos referido
a otras modalidades de estoppel reconocidas por las cortes del common law18.

Australian law of promissory estoppel does not differ from English law. On a broader view,
promissory estoppel can operate in Australia where the relying party has been led to believe that
he or she will in the future be granted legal rights, such as rights under a contract, and the doctrine
allows the relying party to enforce those rights as though they had been granted. On a still broader
view, the Australian law of promissory estoppel is vastly more expansive, and is capable of
operating as an independent source of rights or cause of action wherever one party induces
another to assume that the inducing party will confer a benefit on the relying party”.
17
“Representación” entendida no como un mecanismo para expresar la voluntad a través de un
tercero, sino como una descripción de la realidad, como una expresión del entendimiento.
18
No nos hemos referido, entre otras, a las siguientes modalidades de estoppel:

33
Se dice que habría algún parentesco entre el estoppel y la regla romanista de
venire contra factum proprium, teniendo en cuenta, entre otros factores, que
algunos juristas ingleses medievales estaban influidos por la doctrina romano-
canónica. A pesar de ello, no puede desconocerse que la evolución de cada una
ha seguido caminos paralelos.

“Exista o no comunidad de origen histórico, es claro, que una y otra institución


han sufrido evoluciones independientes, amoldándose cada una de ellas a la
idiosincrasia del país y a la realidad social en que han sido aplicadas, de tal
manera que entre ambas figuras existen hoy divergencias muy acusadas. Pero
si esto es así, no es también que acaso estas divergencias y esta disparidad
pueden ser un útil complemento. Y así no cabe duda que los juristas
continentales pueden dar a su viejo dogma un sentido nuevo a través de una

1. Estoppel by record.- Se corresponde con la eficacia que proporciona la cosa juzgada. La


terminología empleada para crear esta categoría se basa en el hecho que la sentencia “is entered
upon the record of the Court” (es registrada en la Corte) (Diez Picazo 2014: 135). Esto significa
que si una controversia ya ha sido resuelta de manera definitiva por las cortes, cualquiera de las
partes está “estopped” (prohibida) de pretender litigar nuevamente sobre el mismo asunto.
2. Estoppel by deed.- “Deed” es un negocio jurídico solemne, que puede comprenderse mejor si
tenemos en cuenta que en el sistema de common law los contratos suponen la existencia de una
consideration, que da el carácter obligatorio a los contratos. En cambio, la solemnidad del deed
es tal, que no es necesario que exista consideration. “La idea fundamental del “estoppel by deed”
es que quien ha emitido una declaración y ha asumido una responsabilidad por medio de un
documento “under his hand and seal”, no puede discutir la veracidad de lo declarado tan
solemnemente” (Diez Picazo 2014: 136-137).
3. Estoppel by fact in pais.- Es una modalidad de estoppel derivada de actos ejecutados de
manera notoria en cierto lugar. La idea es que quien mediante ciertos actos reconoce el título o
legitimación que confiere un estado posesorio sobre un bien inmueble, no puede posteriormente
negarlo.
4. Estoppel by acquiescence.- El silencio puede causar la aplicación del estoppel impidiendo el
ejercicio de un derecho, si ese silencio ha creado la representación de que una persona no tiene
ese derecho. Para ello es necesario que la parte tenga un deber de decir algo y que el silencio
suponga una infracción de la buena fe. En el caso Berrysford v. Millward” (1740) “los tribunales
ingleses decidieron que, cuando un hombre ha permitido que otro edifique sobre su terreno,
conociendo el propietario la existencia y el alcance de su propio derecho e ignorándolo el
edificante de buena fe, el tribunal debe obligar al propietario del suelo, que sólo ha hecho valer
su derecho cuando el edificio ya había sido totalmente construido, a permitir el goce quieto y
pacífico del edificante” (Diez Picazo 2014: 143). Nótese que una regla semejante a la del
“estoppel by acquiescence” puede encontrarse en el artículo 944 del Código Civil, según el cual,
cuando en una edificación se ha invadido parcialmente y de buena fe el suelo de la propiedad
vecina sin que el dueño de esta se haya opuesto, el propietario del edificio adquiere el terreno
ocupado, pagando su valor, salvo que destruya lo construido.
5. Estoppel by convention.- Se trata de un desarrollo relativamente reciente, que logró
reconocimiento judicial en 1981, con el caso Amalgamated Investment & Property Co. Ltd. v.
Texas Commerce International Bank, según el cual, si las partes de un contrato, durante las
negociaciones, incluyen una interpretación específica de sus términos, en virtud de la cual llevan
a cabo los asuntos derivados de su relación contractual, se encuentran obligadas por dicha
interpretación, como si el contrato se hubiera modificado de manera expresa en ese sentido
(Bunting 2011: 513). El estoppel by convention presenta desafíos de carácter procesal,
inexistentes en el Derecho Continental, referidos a la llamada “parol evidence rule”, que
pertenece al common law. Esta regla señala que no puede admitirse la evidencia extrínseca que
añada, altere o contradiga los términos de un contrato escrito (Bunting 2011: 529). Es fácil notar
que para casos como este la solución bajo el Derecho Continental sería la realización de una
adecuada labor hermenéutica, teniendo en cuenta el significado que las propias partes le han
conferido a los términos contractuales.

34
serie de matices sólo descubiertos por la intuición y fino sentido jurídico de los
anglosajones” (Diez Picazo 2014: 128).

En esta misma línea, Jaramillo señala:

“… no se puede aseverar que el estoppel y la regla venire contra factum proprium


–y sus aplicaciones- son figuras iguales, y que sólo se diferencian por la lengua
que las identifica o por su geografía jurídica, porque pese a su génesis, son
autonómicas, así compartan, como comparten, diversos elementos estructurales
que avalan su “parentesco” y su “estrecha relación”. Sin embargo, en cada
sistema jurídico, en lo pertinente, haciendo un ejercicio de comparación, fungen
como instituciones próximas o equivalentes” (Jaramillo 2014: 448).

A pesar de las diferencias, lo que ambas figuras tienen en común es que tanto
el estoppel como la doctrina de los actos propios configuran un mecanismo para
exigir coherencia y consistencia en las conductas que han generado una
confianza razonable en otra persona. En ambos casos lo que se pretende es la
protección de la apariencia jurídica. “Es decir, quien crea en otra persona una
confianza en una determinada situación aparente e induce con ello a esta otra
persona a obrar en un determinado sentido, sobre la base de esta apariencia en
la que ha confiado, no puede después pretender que aquella situación era
puramente ficticia y que debe valer la situación real” (Diez Picazo 2014: 131).

Nótese que por la vía de la protección de la apariencia llegamos al común


denominador que existe entre ambas figuras jurídicas: el principio de la buena
fe. Ello es así porque la doctrina de la apariencia “es una de las principales
derivaciones del principio general de la buena fe. La idea es simple: la protección
de la confianza suscitada y la seguridad de los negocios exigen que quien
contribuye con su actuación a crear una determinada situación de hecho cuya
apariencia resulte verosímil, debe cargar con las consecuencias” (López Mesa
2013: 298).

Ahora bien, un operador jurídico del Derecho Continental debe distinguir las
decisiones jurisprudenciales basadas en el estoppel o en la doctrina de los actos
propios, de aquellas situaciones en las que pueden aplicarse reglas específicas,
como las que regulan la relación entre el silencio y la manifestación de voluntad,
la modificación o interpretación de los contratos, o la prescripción extintiva.

Es mucho más lo que puede decirse del estoppel y de su vinculación con la


doctrina de los actos propios. Sin embargo, de cara a la materia de este trabajo
de investigación, lo que sigue es analizar la manera en que las cortes
internacionales se han aproximado al estoppel o a la doctrina de los actos
propios a partir de la lex mercatoria, que recoge las prácticas que los
comerciantes han establecido para repudiar el comportamiento contradictorio y
la incoherencia en el actuar.

35
1.4 La doctrina de los actos propios bajo la perspectiva de la lex
mercatoria.-

Para entender a profundidad la noción de la doctrina de los actos propios en el


Derecho Privado debe revisarse cuál es el comportamiento que los contratantes
esperan de su contraparte, y sobre todo, cómo es que las cortes resuelven las
controversias derivadas de la falta de coherencia durante la ejecución de las
obligaciones.

La sistematización de las expectativas de los comerciantes y de las decisiones


de los tribunales que han resuelto sus controversias ha dado lugar a lo que se
denomina lex mercatoria, que, a los efectos de conocer a profundidad alguna
institución jurídica vinculada al Derecho de contratos, es de estudio
indispensable, si lo que queremos es que tal institución “funcione”; es decir, que
responda a las expectativas de los contratantes, que estas sean protegibles y se
hagan exigibles por los tribunales.

La aparición de los comerciantes “profesionales” en el mundo occidental, que


masificaron el intercambio y generaron el desarrollo intenso de los mercados, se
produjo luego de que en los siglos XI y XII se hubiera producido un rápido
crecimiento de la productividad agraria, lo cual estimuló el comercio y el traslado
de la población a las ciudades (Benson 1989: 43), y a su vez, la integración y
sistematización de los usos y costumbres. “De hecho, la revolución comercial
que tuvo lugar entre los siglos XI y XV y que desembocó en el Renacimiento y la
Revolución Industrial, no habría tenido lugar sin el rápido desarrollo de este
sistema privado de administración y ejecución de justicia basada en los usos y
costumbres” (Benson 1989: 44).

Esta sistematización fue posible gracias a dos procesos simultáneos: repetición


y selección. Repetición, pues los comerciantes ejecutaban inicialmente sus
acuerdos sin necesidad de que una norma jurídica emanada del Estado
estableciera todas las condiciones según las cuales el contrato debía ser
ejecutado, sino que los acuerdos que atendían con eficiencia los intereses de los
comerciantes empezaron a repetirse.

Ello ocurrió como consecuencia del desarrollo de la tecnología que masificó


paulatinamente la producción y que por consiguiente generó la aparición de
nuevos mercados. La proximidad de las partes de los arreglos comerciales fue
mediatizándose por razones geográficas, lo que generó la necesidad de contar
con mecanismos de ejecución comercial que redujesen al máximo las posibles
controversias y que por tanto hicieran los acuerdos ejecutables en la práctica.
Nótese la necesidad de que los comerciantes confiaran unos en otros, a pesar
de la distancia, de las diferencias culturales y de lo impersonal de la interacción.

El proceso de repetición de las transacciones generó una situación de ensayo-


error y por consiguiente, una selección de los instrumentos contractuales que
mejor respondiesen a sus necesidades.

“El Derecho mercantil se transformó en un sistema jurídico universal


a través de un proceso de selección natural. A medida que los

36
mercaderes empezaron a comerciar a través de las barreras políticas,
culturales y geográficas, exportaron también sus prácticas comerciales a
los mercados extrajeros. Las antiguas costumbres de ámbito local que
resultaron ser comunes a muchos lugares acabaron formando parte del
Derecho mercantil internacional. Donde surgían problemas, las prácticas
que resultaran más eficientes para facilitar los intercambios
comerciales desplazaron a las que no lo eran tanto. Hacia el siglo XII,
los usos mercantiles ya habían alcanzado un nivel suficiente para que los
mercaderes extranjeros tuvieran la debida protección en las disputas con
los mercaderes locales …” [énfasis agregado] (Benson 1989: 45).

Nótese que el aludido proceso de selección contractual derivó en un proceso de


evolución que sustituyó las prácticas menos funcionales por aquellas que
respondían mejor a los intereses de los comerciantes. Los usos que adquieren
mayor arraigo son entonces aquellos que ofrecen mayor flexibilidad de
adaptación a sus necesidades. Así,

“… la estandarización evolutiva es flexible justamente porque admite el


cambio constante. Si alguna regla no puede adaptarse a una determinada
circunstancia o a un determinado cambio social, económico o cultural deja
de ser útil para la sociedad entonces al igual que en el proceso de selección
natural, las especies se adaptarán y solucionarán el inconveniente con una
regla distinta” (Bullard y Repetto 2014: 5).

La idea anterior es explicada por otros autores a partir de la teoría del


aprendizaje, en virtud de la cual el sujeto aprende sobre la base de experiencias
previas, imitando conductas practicadas anteriormente. Esta idea, si bien es
planteada por la autora Silvia Díez Sastre a propósito de la repetición de las
conductas burocráticas de la administración pública, es de utilidad en el tema
que nos convoca, ya que en ambos casos se generar conductas previas que de
alguna u otra manera terminan siendo vinculantes para el Derecho.

Así, a propósito del llamado aprendizaje instrumental, la autora señala:

“El individuo atiende a los resultados que derivan de cierta conducta con el
fin de mantenerla o evitarla en las situaciones similares que se le planteen
en el futuro. La creación de costumbres, sobre la base de los criterios de
actuación seleccionados en un momento anterior, disciplina el
comportamiento posterior de una forma relativamente rígida. El
presupuesto necesario para asegurar la racionalidad de este tipo de
comportamiento es que la conducta aprendida sólo se active en una
situación semejante a la que provocó el aprendizaje o, lo que es lo mismo,
en una situación igual (o mejor, homologable) a la que motivó la elección
del criterio de actuación que se considera certado. De este modo, el
comportamiento, vinculado siempre a determinadas situaciones y orientado
a un fin concreto, se asume como algo natural, hasta el punto de que el
agente no debe esforzarse prácticamente para llevarlo a cabo con un
mínimo de control consciente” (Díez Sastre 2018: 33).

37
Nótese la importancia de la idea anterior –que el comportamiento repetido
termina asumiéndose como algo natural- para calificar a la costumbre como
fuente de derecho, aunque haya ido perdiendo importancia como consecuencia
del proceso de codificación posterior19.

El proceso de repetición y selección que va dando lugar a los usos mercantiles,


y por tanto a la lex mercatoria, es indispensable para la masificación de las
transacciones ocurrida con el transcurso del tiempo. Este proceso tuvo como
consecuencia inexorable el hecho de que la negociación detallada de cada uno
de los términos comerciales no solo fuese impracticable sino además
inconveniente para los fines de la contratación. En tal sentido, la aparición de
contratos tipo (cláusulas generales de contratación y contratos por adhesión) fue
consecuencia de la evolución de las prácticas comerciales, que luego de un
proceso repetido, produjo la selección de los mecanismos de contratación más
flexibles a las nuevas necesidades. Al legislador no le quedó otra alternativa que
reconocer y hacer exigibles dichas prácticas.

“Las leyes que aparecieron para controlar el Derecho mercantil


internacional, reforzaron, más que reemplazaron, la práctica de los
negocios: leyes que dirigieron a los comerciantes a llevar a cabo aquello
que hubieran acordado. Además, estas leyes usualmente no suponían
fórmulas legales complicadas o controles obligatorios sobre los negocios.
Las leyes comerciales tenían el claro propósito de ser el lenguaje de la
interacción. Se evitaron complicaciones que hubieran impedido la
comunicación y por tanto desincentivado el comercio” (Benson 1989:
648)20.

La lex mercatoria empezó a ser incorporada formalmente a los ordenamientos


jurídicos de los estados a partir del siglo XIX, lo que por cierto coincidió con el
auge de la codificación del Derecho. Esto condujo “al peculiar desarrollo del
derecho internacional privado “conflictualista” para la selección del derecho
aplicable en transacciones transfronterizas” (Moreno 2014: 77-78).

Ahora bien, no hay unanimidad sobre la definición de la lex mercatoria. Por el


contrario, su definición ha generado encendidos debates en el plano teórico. La
construcción teórica de la noción de lex mercatoria fue impulsada principalmente
por los profesores Schimithoff y Goldman (Tovar 2004: 161). Sin embargo, hay
quienes no solo presentan opiniones discrepantes con las definiciones

19
Según Díez Sastre, pp. 75-76, la costumbre, como Derecho no escrito, fue la fuente jurídica
más importante, pero en los períodos clásico y postclásico (a fines del siglo I a.C.), perdió
protagonismo, debido a la expansión territorial del Imperio, lo que generó que Roma esté
integrada por tradiciones dispares, de modo que la supremacía de la ley se consolidó. En la Edad
Media la costumbre recuperó protagonismo como consecuencia de la nueva dispersión del
poder; sin embargo, el proceso de codificación le produjo un definitivo revés.
20
Traducción libre de: “The laws which came to dominate the international Law Merchant were
laws which reinforced rather than superseded business practice: laws which commanded
merchants to do what they had already agreed to do. Furthermore, these laws typically did not
involve complex legal forms or mandatory controls over business. Commercial law was clearly
intended to be a language of interaction. Complexities that might hinder communication and
thereby inhibit trade were avoided” (Benson 1989: 648).

38
propuestas, sino que además cuestionan su existencia, acusándosele de
sustituir la regla aplicable por las preferencias personales del juzgador 21.

Al respecto, Bucur informa que las principales objeciones contra la aplicación de


la lex mercatoria es que los acuerdos privados no pueden producir normas sin la
autorización o el control de los estados, y que la ley no puede ser aplicada fuera
de las jurisdicciones nacionales a menos que haya un instrumento jurídico global
que así lo autorice (2018: 297).

No es la idea de este trabajo profundizar en las posiciones que la doctrina ha


postulado en relación con la “naturaleza” de la lex mercatoria, pero de cara al
tratamiento que ella brinda a la doctrina de los actos propios, podemos señalar
que tiene vocación de universalidad, que se ha creado espontáneamente, y que
es independiente de los ordenamientos jurídicos estatales. Nada de ello, sin
embargo, tiene el poder de eliminar las reglas imperativas del Derecho aplicable
según el mecanismo de conflicto de leyes que hayan previsto las normas de
Derecho Internacional Privado de los países involucrados (Moreno 2014: 96).

“Consideramos que no cabe llegar al extremo de considerar a la Lex


Mercatoria como un orden jurídico autónomo. Creemos que lo que
debemos hacer es estudiar la Lex Mercatoria Internacional como una fuente
de Derecho Internacional Privado y buscar que se la reconozca como un
instrumento que se le ofrece a este para construir soluciones aplicables a
las relaciones del tráfico jurídico privado internacional” (Tovar 2004: 161).

Visto entonces que los usos mercantiles creados por los comerciantes
contenidos en la lex mercatoria no necesariamente están recogidos por las
normas de Derecho positivo, cabe preguntarse cómo pueden incorporarse a sus
relaciones contractuales. Ello pude ocurrir de distintas formas; una de ellas por
remisión expresa de las partes a los usos y costumbres mercantiles; otra es por
incorporación automática, cuando se trata de usos obligatorios; también puede
haber incorporación tácita, si ello se deduce de la intención de las partes
expresadas en prácticas anteriores (Tovar 2004: 162).

Para irnos aproximando al tema que nos convoca, que subyace a la doctrina de
los actos propios, cabe señalar que el trato justo entre los comerciantes es uno
de los elementos esenciales de la lex mercatoria.

“La justicia era un elemento necesario de la lex mercatoria, por supuesto,


precisamente porque su “autoridad” derivaba voluntariamente del
reconocimiento de beneficios recíprocos. Nadie hubiera reconocido
voluntariamente un sistema legal que no lo hubiera tratado
adecuadamente. La objetividad e imparcialidad de la lex mercatoria, que
reflejaba tal énfasis sobre la justicia era luego exigida a través de

21
Como señala Moreno (Moreno 2014: 87), hay incluso quien dijo que la lex mercatoria es como
el “Monstruo del Lago Ness”, que ocasionalmente aparece en los titulares por haber sido visto
en algún fallo, pero que en definitiva es inexistente.

39
decisiones imparciales adoptadas por las cortes de comerciantes” (Benson
1989: 649)22.

El carácter “espontáneo” de la lex mercatoria queda revelado en el hecho que no


necesitó de coerción estatal para ser aplicada. En palabras de Petsche, la lex
mercatoria es el producto de la autorregulación de la comunidad comercial
internacional (2014: 491). Es precisamente por ello que los comerciantes
formaron sus propias cortes para decidir de acuerdo con las prácticas arraigadas
luego del mencionado proceso ensayo-error. Las decisiones adoptadas por las
cortes eran aceptadas tanto por vencedores como por vencidos, pues de lo
contrario hubieran sido condenados al ostracismo.

Como veremos a continuación, una de las prácticas que se encuentra arraigada


entre los comerciantes por brindarles flexibilidad para encontrar soluciones
justas a sus controversias, que es resultado del proceso de “selección natural”
luego de un proceso de repetición, es aquella que proscribe el comportamiento
contradictorio de las partes en sus relaciones comerciales. Dicho con otras
palabras, la doctrina de los actos propios forma parte de los usos y costumbres
contenidos en la lex mercatoria.

A continuación nos referimos a la expresión por excelencia de la armonización


del Derecho Privado, más allá de las fronteras de los países: los Principios
UNIDROIT.

1.4.1 Los Principios UNIDROIT.-

UNIDROIT es el Instituto Internacional para la Unificación del Derecho Privado,


una organización intergubernamental independiente, con sede en Roma,
también conocido por el Instituto de Roma. Se fundó en 1926 como órgano
auxiliar de la antigua Liga de las Naciones (antecedente de las Naciones Unidas).

Los Principios UNIDROIT no han adoptado la forma de un tratado, pues no están


destinados a ser ratificados por los países. Sin embargo, al resumir las prácticas
generalizadas del comercio exterior, pueden ser adoptados por las partes de los
contratos internacionales como reglas que guíen su ejecución, o servir como
guías a los árbitros y juzgadores encargados de resolver sus controversias
(Moreno 2014: 74).

A la técnica adoptada con los Principios UNIDROIT se le denomina restatement


y corresponde a la alternativa de armonización legislativa por medio de una
especie de codificación de origen privado (Glitz 2012: 276). En efecto, “la
armonización del derecho privado (en particular del relativo al sector de los
contratos, el más sensible a los cambios) es un proceso lógico e inevitable en un

22
Traducción libre de: “Fairness was a required feature of the Law Merchant, of course, precisely
because its “authority” arose voluntarily from recognition of reciprocal benefits. No one would
voluntarily recognize a legal system that was not expected to treat him fairly. The objectivity and
impartiality of the Law Merchant, reflecting this emphasis on fairness was further reinforced by
impartial adjudication which manifested itself in the rise of participatory merchant courts” (Benson
1989: 649).

40
mundo donde las fronteras nacionales de manera paulatina han ido perdiendo la
trascendencia que otrora tuvieran” (Facco 2017: 330).

Los Principios UNIDROIT, que son la mejor expresión de la lex mercatoria,


pueden ser aplicados cuando las partes acuerden que el contrato se rige por
principios generales del Derecho, por los usos y costumbres internacionales, por
la lex mercatoria o expresiones semejantes. Sirven también como criterio
hermenéutico para interpretar o complementar los alcances del Derecho
nacional.

Es interesante tener en consideración que mediante sentencia emitida el 25 de


febrero de 2020, la Corte de Apelaciones de París confirmó un laudo emitido en
el marco de la Cámara de Comercio Internacional (CCI) en el que el tribunal
arbitral aplicó exclusivamente los Principios UNIDROIT como lex contractus, a
pesar de que las partes no se remitieron expresamente a dichos Principios. De
esta forma, la Corte de Apelaciones sostiene que un tribunal arbitral puede
aplicar exclusiva y válidamente los Principios UNIDROIT si las partes no han
acordado una ley aplicable a sus procedimientos de arbitraje. La Corte de
Apelaciones también considera que un tribunal arbitral que aplica los Principios
UNIDROIT no falla en equidad (Fernández Rozas 2020).

A los efectos de la investigación que presento, la revisión de los Principios


UNIDROIT y el análisis de los casos dictados al amparo de ellos, es importante
porque “son un reflejo de las prácticas o principios comunes en materia
contractual a nivel mundial recopilados por expertos usando no sus propias
ideas, sino lo que recogen de la práctica” (Bullard y Repetto 2014: 12).

“Los Principios UNIDROIT no son una convención internacional o un


modelo legislativo, sino que tienen más bien, a nivel internacional, una
función similar a la de los Restatements of the Law publicados por el
American Law Institute. Los principios sirven entonces para formular
sistemáticamente y en una forma que se pueda interpretar de modo
equivalente en todo el mundo las principales prácticas y principios que rigen
el campo de la contratación internacional. No son simplemente el registro
de las prácticas existentes; son en parte la codificación de principios
generalmente adoptados en los contratos internacionales, y en parte
presentan regulaciones originales, resultantes del trabajo elaborado por un
grupo grande de expertos de varias partes del mundo” (Cordero 2007:
21)23.

A continuación nos referimos a algunas de las “reglas” contenidas en los


Principios UNIDROIT en su versión de 2010, que es la vigente24, así como a sus

23
Traducción libre de: “The UNIDROIT Principles are not an international convention or a model
law, they have rather, on an international level, a function similar to the Restatements of the Law
published by the American Law Institute. The principles are thus meant to formulate
systematically and in a way that may be interpreted equally all over the world the main practices
and principles prevailing in the field of international contracts. They are not merely a record of
existing practice; they are partially a codification of generally adopted principles of international
contracts, and partially they present original regulations, that result from the work of a large group
of experts from various parts of the world”.
24
Esta versión fue modificada en el 2016 a propósito de los contratos de larga duración.

41
Comentarios Oficiales, en relación con la coherencia en el actuar de los
comerciantes.

“Artículo 1.7 (buena fe y lealtad negocial):

(1) Las partes deben actuar con buena fe y lealtad negocial en el


comercio internacional.
(2) Las partes no pueden excluir ni limitar este deber”.

Al respecto, los Comentarios Oficiales señalan que los Principios UNIDROIT


contienen numerosas referencias a la buena fe y lealtad negocial, que son ideas
fundamentales en las que aquéllos se sustentan, y que son exigibles incluso en
la etapa de negociación. Es más, dichos Comentarios señalan que está incluida
la prohibición del abuso del derecho, que se “caracteriza por el malicioso
comportamiento de una parte que acontece, por ejemplo, cuando se ejerce un
derecho solamente para dañar a la otra parte o con un propósito diverso para el
cual fue otorgado, o cuando el ejercicio del derecho es desproporcionado a la
intención original del resultado esperado” (UNIDROIT 2015: 21)25.

Además, indican los Comentarios Oficiales que el deber de conducirse de buena


fe es de tal importancia, que las partes no pueden excluirlo ni limitarlo. En este
punto nos remitimos a similar conclusión alcanzada en el capítulo primero, a
propósito de la discusión sobre si es admisible un pacto de exclusión del deber
de actuar de buena fe. Nuestra conclusión es ratificada por la práctica comercial
recogida en los Principios UNIDROIT.

25
Son reglas que confieren a la buena fe un rol central en los contratos comerciales
internacionales:
“Artículo 2.1.15 (negociaciones de mala fe)
(1) Las partes tienen plena libertad para negociar los términos de un contrato y no son
responsables por el fracaso en alcanzar un acuerdo.
(2) Sin embargo, la parte que negocia o interrumpe las negociaciones de mala fe es responsable
por los danõ s y perjuicios causados a la otra parte.
(3) En particular, se considera mala fe que una parte entre en o continúe negociaciones cuando
al mismo tiempo tiene la intención de no llegar a un acuerdo”.
“4.8 (integración del contrato)
(1) Cuando las partes no se hayan puesto de acuerdo acerca de un término importante para
determinar sus derechos y obligaciones, el contrato será integrado con un término apropiado a
las circunstancias.
(2) Para determinar cuál es el término más apropiado, se tendrán en cuenta, entre otros factores,
los siguientes:
1. (a) la intención de las partes;
2. (b) la naturaleza y finalidad del contrato;
3. (c) la buena fe y la lealtad negocial;
4. (d) el sentido común”.
“5.1.2 (obligaciones implícitas)
Las obligaciones impli ́citas pueden derivarse de:
1. (a) la naturaleza y la finalidad del contrato;
2. (b) las prácticas establecidas entre las partes y los usos;
3. (c) la buena fe y la lealtad negocial.
4. (d) el sentido común”.
“5.1.3: (cooperación entre las partes)
Cada una de las partes debe cooperar con la otra cuando dicha cooperación pueda ser
razonablemente esperada para el cumplimiento de las obligaciones de esta última”.

42
A propósito de la buena fe, es revelador que los Principios UNIDROIT contengan
mención expresa a la doctrina de los actos propios. De hecho, la necesidad de
repeler las conductas contradictorias en las relaciones comerciales ha conducido
a que la proscripción del comportamiento contradictorio sea uno de los principios
generales contenidos en dicho instrumento de lex mercatoria.

“Artículo 1.8 (Comportamiento contradictorio. Venire contra factum proprium):

Una parte no puede actuar en contradicción a un entendimiento que ella ha


suscitado en su contraparte y conforme al cual esta última ha actuado
razonablemente en consecuencia y en su desventaja”.

Son tres las ideas más importantes que en relación con este asunto plantean los
Comentarios Oficiales, y respecto de las cuales profundizaremos en los capítulos
siguientes, dado que el propósito en este es presentar las decisiones que los
tribunales internacionales han adoptado en aplicación de los Principios
UNIDROIT (UNIDROIT 2015: 23-24).

La primera idea que destacan los Comentarios Oficiales es que la prohibición


contenida en el artículo 1.8 puede resultar en la creación de derechos, así como
en la pérdida, suspensión o modificación de derechos por medios diferentes al
acuerdo de las partes. Ello se debe a que el entendimiento en el que se basaron
las partes puede ser en sí mismo contradictorio con lo acordado por ellas o con
sus derechos.

La segunda idea es que el entendimiento que dio lugar a la confianza luego


contradicha con un comportamiento posterior y contradictorio, puede referirse
tanto a cuestiones de hecho como de derecho.

La tercera idea central de los Comentarios Oficiales de los Principios UNIDROIT


en relación con el venire contra factum proprium, es que la regla que repudia la
contradicción opera solamente si el entendimiento en el que se basa la
confianza, es protegible razonablemente de acuerdo con las circunstancias.

“La única restricción es que el entendimiento debe ser tal que la otra parte, de
acuerdo con las circunstancias, haya podido razonablemente confiar en él. Si esa
confianza es razonable o no depende de las circunstancias, tomando en
consideración, en particular, las comunicaciones y el comportamiento de las
partes, la naturaleza y el contexto de la operación, y las expectativas que cada
parte podría haber generado razonablemente en la otra” (UNIDROIT 2015: 24).

Ahora bien, a manera ilustrativa, e independientemente de presentar más


adelante los casos en los que los tribunales internacionales han analizado la
doctrina de los actos propios en el comercio internacional, a continuación,
mencionamos algunos ejemplos contenidos en los Comentarios Oficiales a
propósito del artículo 1.8 de los Principios UNIDROIT. No es nuestro propósito
en este punto dar nuestra opinión sobre ellos, sino dar cuenta de lo que los
propios comentaristas oficiales de los Principios UNIDROIT consideran son las
situaciones en las que correspondería aplicar –o no- la doctrina de los actos
propios.

43
- “A lleva un buen tiempo negociando con B un contrato de arrendamiento
de un inmueble que pertenece a B y según el cual este debe demoler la
construcción existente con el fin de construir un edificio de acuerdo a las
especificaciones de A. A se comunica con B en términos que inducen
razonablemente a B a entender que las negociaciones han concluido y que
B puede empezar a ejecutar el contrato. Entonces B demuele el edificio e
inicia la construcción del nuevo. A se da cuenta de ello y no lo impide; luego
le informa a B que existen términos adicionales por negociar. A está
impedido de modificar el entendimiento de B.

- B cree erróneamente que su contrato con A puede ser ejecutado de un


modo determinado. A se da cuenta de ello y no dice nada, mientras que B
comienza a cumplir el contrato. B y A se reúnen regularmente y la
modalidad de cumplimiento de B se discute en las reuniones, pero A no
menciona el error en que ha incurrido B. A no puede sostener que la
modalidad de cumplimiento de B era diferente a la pactada en el contrato.

- La empresa A subcontrata regularmente a B para llevar a cabo trabajos de


construcción de edificios. La actividad de A y sus empleados son
transferidos a la empresa A.1, relacionada a A. B continúa prestando los
servicios y factura a A, quien no informa que el trabajo beneficia ahora a
A.1. A no puede negarse a pagar.

- A no puede cumplir a tiempo con las obligaciones frente a B, debido a


problemas con sus propios proveedores. Luego de informar a B, este le
indica que no insistirá en el cumplimiento puntual. Un año después, el
negocio de B sufre las consecuencias del incumplimiento moroso de A. B
intenta recuperar el pago de las penalidades ocasionadas por la morosidad
de A y le exige que en el futuro las entregas sean puntuales. B no puede
exigir las penalidades pasadas pero sí exigir el cumplimiento puntual en el
futuro.

- B adeuda a A 10,000 dólares. La deuda es exigible pero A no hace nada


para cobrarla. B deduce que A le ha condonado la deuda. A no hizo nada
para dar a entender eso; por el contrario, demanda el pago. B no puede
confiar en la inacción de A para oponerse al pago”.

Para Brödermann, los ejemplos típicos de aplicación del artículo 1.8 de los
Principios UNIDROIT ocurren en aquellas situaciones en las cuales una de las
partes tolera silenciosamente, por un largo período, el comportamiento de la otra
parte que contraviene el texto del contrato, generando así que esta última
considere que sus actuaciones están siendo toleradas (2018: 26). Añade el autor
que la manera de evitar los efectos del artículo 1.8 es usar una “non-reliance
clause” o una “without prejudice letter” (Brödermann 2018: 26)26.

26
Una “non-reliance clause” permite a las partes excluir alegaciones basadas en la confianza
generada por la conducta desplegada por las partes, como se señala en el acápite 3.5 de este
trabajo. Una “without prejudice letter” (carta que indique “sin perjuicio de que …”) es una forma
de comunicación que establece una reserva, con el propósito de evitar que la contraparte alegue
que se ha generado confianza razonable y protegible.

44
Ahora bien, los Principios UNIDROIT no solamente contienen una “regla” que de
manera directa abordan el asunto de la contradicción en el comportamiento de
las partes al ejecutar sus contratos, como la contenida en el artículo 1.8, sino
que contienen otras que han sido construidas sobre la base de dicha lógica y del
repudio a la inconsistencia en el actuar. Nos referimos a los artículos 2.1.18
(modificación en una forma en particular) y 2.2.5 (representante actuando sin
poder o excediéndolo).

“Artículo 2.1.18 (Modificación en una forma en particular):

Un contrato por escrito que exija que toda modificación o extinción por mutuo
acuerdo sea en una forma en particular no podrá modificarse ni extinguirse de otra
forma. No obstante, una parte quedará vinculada por sus propios actos y no
podrá valerse de dicha cláusula en la medida en que la otra parte haya
actuado razonablemente en función de tales actos” [énfasis agregado].

Al respecto, los Comentarios Oficiales señalan que las partes pueden pactar que
la manera de modificar o extinguir el contrato sea por escrito, e incluso con
alguna forma particular, incorporando para ello una cláusula especial (por
ejemplo: “toda modificación al presente contrato solamente se podrá realizar por
escrito y mediante la firma de las partes contratantes”). En tal sentido, una
pretendida modificación realizada por un medio distinto, como por ejemplo un
correo electrónico, no surtirá efectos si las partes inicialmente habían previsto
que debía efectuarse con otra formalidad27.

Sin embargo, y en este punto viene la conexión con la doctrina de los actos
propios, el artículo 2.1.18, que protege la libertad de las partes para pactar las
formalidades de la modificación de los contratos, no ampara las situaciones en
las que ellas invoquen la falta de cumplimiento de las formalidades cuando su
propia conducta ha importado la anuencia a las modificaciones realizadas, que
luego pretenden cuestionar.

“Existe sin embargo una excepción a la regla general. Al aplicar el principio general
relativo a la prohibición del comportamiento inconsistente (véase el Art. 1.8),
conforme a esta disposición, cualquiera de las partes quedará vinculada por sus
propios actos y no podrá alegar la cláusula que exige la forma escrita para
modificar o extinguir el contrato cuando la otra parte hubiera actuado
razonablemente sobre la base de dichos actos” (UNIDROIT 2015: 67)28.

27
Nótese que en relación con este asunto, el artículo 1411 del Código Civil peruano señala: “Se
presume que la forma que las partes convienen adoptar anticipadamente y por escrito es
requisito indispensable para la validez del acto, bajo sanción de nulidad”.
28
Los Comentarios Oficiales a los Principios UNIDROIT presentan el siguiente ejemplo, que
advertimos, es por cierto debatible: “un constructor “A” celebra un contrato, suscrito por el consejo
directivo de una escuela “B”, para construir un nuevo edificio escolar. Se prevé que el segundo
piso debe tener la resistencia necesaria para albergar una biblioteca. Además, se prohíbe la
modificación verbal. Sin embargo, posteriormente las partes acuerdan verbalmente que el
segundo piso no debe tener la capacidad originalmente prevista. A termina el edificio conforme
a la modificación verbal. B observó la construcción sin ninguna objeción. Sin embargo, al
momento de la entrega B observa la forma en que se construyó el segundo piso. “Un tribunal
podría decidir que “B” no tiene derecho a valerse de la cláusula que prohíbe la modificación
verbal, puesto que “A” pudo razonablemente confiar en la modificación verbal y por lo tanto no
incurre en responsabilidad por incumplimiento” (UNIDROIT 2015: 67).

45
Por su parte, en el ejercicio de las facultades de representación también es
posible evitar que los comerciantes actúen de manera incoherente con el
entendimiento que propiciaron y que por tanto debe ser protegido.

“Artículo 2.2.5 (representante actuando sin poder o excediéndolo)

(1) Cuando un representante actúa sin poder o lo excede, sus actos no afectan
las relaciones juri d
́ icas entre el representado y el tercero.
(2) Cuando el representado genera en el tercero la convicción razonable que el
representante tiene facultad para actuar por cuenta del representado y que el
representante está actuando en el ámbito de ese poder, el representado no puede
invocar contra el tercero la falta de poder del representante”.

El numeral 2 de la norma citada es de particular relevancia porque es una


manifestación de la doctrina de los actos propios, como los Comentarios
Oficiales lo señalan expresamente.

“La representación aparente, que constituye una aplicación del principio general
de buena fe (ver el Art. 1.7) y de la prohibición del comportamiento contradictorio
(ver Art. 1.8) es particularmente importante cuando el representado no es una
persona fi ś ica sino un ente colectivo. Al tratarse de una sociedad o de cualquier
otra persona juri d ́ ica, un tercero puede tener dificultad para determinar si las
personas que actúan en la organización tienen poder real para actuar, de manera
que podri a
́ preferir, cuando sea posible, confiar en el poder aparente. En estos
casos, el tercero sólo tiene que demostrar que era razonable para él creer que la
persona que pretendi a ́ representar a la organización teni a
́ poder para ello, y que
esta creencia razonable se forjó en razón del comportamiento de quienes
realmente contaban con los poderes para representar a la organización (consejo
de administración, directores, socios, etc.). La cuestión de saber si esta creencia
era razonable o no para el tercero dependerá de las circunstancias del caso (el
lugar dentro de la jerarqui a ́ de la organización que teni a
́ la persona que hizo la
aparente representación, el tipo de operación, el consentimiento de los directores
de la organización en el pasado, etc.)” (UNIDROIT 2015: 86)29.

Los Principios UNIDROIT, como ya se ha explicado, son la expresión por


excelencia de la lex mercatoria; sin embargo, no han sido el único esfuerzo
desplegado por los expertos para presentar un conjunto de “reglas” que recogen

29
A manera ilustrativa, cabe señalar que, en el Perú, los artículos 12 y 13 de la Ley General de
Sociedades establecen lo siguiente:
“Artículo 12.- La sociedad está obligada hacia aquellos con quienes ha contratado y frente a
terceros de buena fe por los actos de sus representantes celebrados dentro de los li m ́ ites de las
facultades que les haya conferido aunque tales actos comprometan a la sociedad a negocios u
operaciones no comprendidos dentro de su objeto social.
Los socios o administradores, según sea el caso, responden frente a la sociedad por los daños
y perjuicios que ésta haya experimentado como consecuencia de acuerdos adoptados con su
voto y en virtud de los cuales se pudiera haber autorizado la celebración de actos que extralimitan
su objeto social y que la obligan frente a co-contratantes y terceros de buena fe, sin perjuicio de
la responsabilidad penal que pudiese corresponderles.
La buena fe del tercero no se perjudica por la inscripción del pacto social”.
“Arti ́culo 13.- Actos que no obligan a la sociedad
Quienes no están autorizados para ejercer la representación de la sociedad no la obligan con
sus actos, aunque los celebren en nombre de ella.
La responsabilidad civil o penal por tales actos recae exclusivamente sobre sus autores”.

46
la práctica del comercio internacional. A continuación nos referimos brevemente
a los Principios Trans-Lex y al Draft Common Frame of Reference.

1.4.2 Los Principios Trans-Lex.-

El Centro de Derecho Transnacional (Center for Transnational Law) ha recogido


aproximadamente ciento treinta principios que reflejan la práctica del comercio
internacional, cada uno con comentarios y con referencias a casos que los
contienen. Ellos están organizados en una base de datos de libre acceso libre:
trans-lex.org.

Es interesante anotar que el primer principio Trans-Lex, que por su lugar


preferente de ubicación da cuenta del rol central que cumple en el comercio
internacional, sin distinguir entre los sistemas jurídicos del Common Law y del
Derecho Continental, es el de buena fe. Sobre esto, el Principio Nº I.1.1
establece, en primer lugar, que las partes de transacciones internacionales
deben actuar de conformidad con la buena fe y trato justo en el comercio
internacional, y que este estándar aplica a la negociación, formación, ejecución
e interpretación de los contratos internacionales.

En segundo lugar, establece que los estándares y requerimientos impuestos a


las partes por este Principio, dependerán de las circunstancias, como por
ejemplo el sector en el que operan, su tamaño, su nivel de sofisticación
profesional, así como la naturaleza y la duración del contrato.

Finalmente, y esto es muy importante, las partes no pueden excluir o limitar la


aplicación del principio de la buena fe30.

Ahora bien, en lo que se refiere específicamente a la doctrina de los actos


propios, se ha fijado el Principio Trans-Lex Nº I.1.2, con el título “prohibición del
comportamiento inconsistente”:

“(a) Una parte no puede actuar en contradicción con su propia conducta en


relación con la otra parte, si esta última ha actuado confiando
razonablemente en dicha conducta (“venire contra factum proprium”).
(b) La violación de este Principio puede determinar la pérdida, suspensión
o modificación de los derechos de la parte que vulnere este Principio o en
la creación de derechos para la parte afectada”31.
30
Traducción libre de:
“No. I.1.1 - Good faith and fair dealing in international trade
(a) Parties to international business transactions must act in accordance with good faith and fair
dealing in international trade. This standard applies to the negotiation, formation, performance
and interpretation of international contracts.
(b) The standards and requirements imposed on the parties by this Principle vary depending on
the individual circumstances involved, such as the trade sector in which the parties are operating,
their size and degree of professional sophistication, and the nature and duration of the contract.
(c) The parties may not exclude or limit the application of this Principle to their legal relationship”.
31
“Nº I.1.2.- “prohibition of inconsistent behaviour
(a) A party cannot set itself in contradiction to its previous conduct vis-à-vis another party if
that latter party has acted in reasonable reliance of such conduct (“venire contra factum
proprium”).

47
En primer lugar, debemos hacer notar el lugar preponderante que ocupa este
principio; es el segundo de más de ciento treinta, lo cual tiene que ver con que,
según los comentarios a este principio, deriva del principio general de la buena
fe. Entre otros elementos para que opere, los comentarios requieren: (i) que la
confianza generada en la otra parte esté basada en un acto específico, una
declaración o el silencio; (ii) que la conducta esté relacionada a la relación
contractual existente entre las partes; (iii) que la confianza sea razonable; es
decir, contar con razones justificadas para confiar en la conducta inicial de la
contraparte, la cual debe determinarse según las circunstancias del caso
concreto.

1.4.3 Draft Common Frame of Reference (DCFR).-

El Draft Common Frame of Reference (DCFR), o Marco Común de Referencia


para el Derecho Privado Europeo, es un paso más en el proceso de maduración
del Derecho Contractual uniforme europeo. Es una obra elaborada por
académicos expertos en la materia, editada por primera vez en 2008. Es una
herramienta de soft law a disposición de los contratantes para que lo usen como
referencia en ejercicio de su autonomía privada. De hecho, hay varias sentencias
del Tribunal Supremo Español que lo invocan. Se basa en cuatro pilares: libertad,
seguridad, justicia y eficiencia, los cuales se reflejan en las llamadas “reglas
operativas” (model rules) (Facco 2017: 349).

Una de las reglas operativas alude al deber de buena fe (good faith and fair
dealing), definido como un “estándar de conducta caracterizado por la
honestidad, franqueza y consideración de los intereses de la otra parte en la
transacción o relación en cuestión” (Facco 2017: 351).

El segundo párrafo del principio I.I:103 del Marco Común de Referencia para el
Derecho Privado señala que un comportamiento contrario a la buena fe (good
faith and fair dealing) es “todo acto inconsistente de una de las partes con
relación a una conducta anterior que generó razonable confianza en la otra
parte”.

En el ámbito europeo se han lanzado otros dos importantes proyectos: los


Principios de Derecho Contractual europeo (proyecto de la comisión presidida
por el jurista danés Ole Lando) y el Código europeo de los contratos (proyecto
de la Academia de iusprivatistas europeos). En ambos se alude al deber de
buena fe, pero la diferencia entre uno y otro está en que el primero consagra
directivas con carácter programático, mientras que el segundo presenta los
caracteres de un verdadero código (Facco 2017: 331)32.

(b) Violation of this Principle may result in the loss, suspension, or modification of rights
otherwise available to the party violating this Principle or in the creation of rights otherwise not
available to the aggrieved party”.
32
El artículo 1202 de los Principios del Derecho Europeo de los Contratos señala que "Cada una
de las partes está obligada respecto de la otra, a cooperar para conseguir la plena efectividad
del contrato”.

48
Hasta ahora nos hemos referido a expresiones de la lex mercatoria contenidas
en los Principios UNIDROIT, los Principios Trans-Lex y el Marco Común de
Referencia para el Derecho Privado. A continuación nos referimos a un
documento que también resulta de los usos y costumbres en materia de
comercio internacional, pero que sí ha alcanzado un estatus jurídico mayor: ha
sido suscrito por numerosos Estados y por tanto forma parte de su Derecho
interno, incluido el del Perú33.

1.4.4 La Convención de Viena sobre Compraventa de Mercaderías.-

La Convención de las Naciones Unidas sobre los Contratos de Compraventa


Internacional de Mercaderías (“CISG”, por sus siglas en inglés34) fue elaborada
por la Comisión de Derecho del Comercio Internacional de las Naciones Unidas
y aprobada en Viena en 1980 (Cordero 2007: 22) (en adelante, la “Convención
de Viena”).

“La CISG estableció un sistema unificado para regir los contratos


internacionales de compra y venta de mercaderías. Actualmente su
relevancia es básicamente producto de tres puntos: (i) su amplia aplicación
en el Derecho Internacional, (ii) la posibilidad de que normas de DIPRI [sic]
apliquen la ley del país signatario de la Convención y (iii) la posibilidad de
que las partes se sometan a ella voluntariamente” (Glitz 2012: 255).

Como señala Claire M. Germain, la literatura sobre la Convención de Viena es


abundante (1996: 53), al punto que dicha autora ofrece una guía útil -pese a la
antigüedad de su trabajo- para aproximarse a los textos más relevantes. Sin
embargo, a continuación nos referimos únicamente a las reglas contenidas en la
Convención de Viena que son pertinentes de cara al deber de guardar
coherencia durante la ejecución de los contratos, recogido en la doctrina de los
actos propios.

“Artículo 8
1) A los efectos de la presente Convención, las declaraciones y otros actos de una
parte deberán interpretarse conforme a su intención cuando la otra parte haya
conocido o no haya podido ignorar cuál era esa intención.
2) Si el párrafo precedente no fuere aplicable, las declaraciones y otros actos de
una parte deberán interpretarse conforme al sentido que les habri á dado en igual
situación una persona razonable de la misma condición que la otra parte.
3) Para determinar la intención de una parte o el sentido que habri a ́ dado una
persona razonable deberán tenerse debidamente en cuenta todas las
circunstancias pertinentes del caso, en particular las negociaciones, cualesquiera
prácticas que las partes hubieran establecido entre ellas, los usos y el
comportamiento ulterior de las partes”.

“Artículo 9
1) Las partes quedarán obligadas por cualquier uso en que hayan
convenido y por cualquier práctica que hayan establecido entre ellas.

33
Perú ratificó la Convención de Viena el 25 de marzo de 1999 y entró en vigor el 1 de abril de
2000: http://www.uncitral.org/uncitral/en/uncitral_texts/sale_goods/1980CISG_status.html
34
Convention on Contracts for the International Sale of Goods.

49
2) Salvo pacto en contrario, se considerará que las partes han hecho
tácitamente aplicable al contrato o a su formación un uso del que tenían o
debían haber tenido conocimiento y que, en el comercio internacional, sea
ampliamente conocido y regularmente observado por las partes en
contratos del mismo tipo en el tráfico mercantil de que se trate”.

“Artículo 29
1) El contrato podrá modificarse o extinguirse por mero acuerdo de las partes.
2) Un contrato por escrito que contenga una estipulación que exija que toda
modificación o extinción por mutuo acuerdo se haga por escrito no podrá
modificarse ni extinguirse por mutuo acuerdo de otra forma. No obstante,
cualquiera de las partes quedará vinculada por sus propios actos y no podrá alegar
esa estipulación en la medida en que la otra se haya basado en tales actos”.

“Artículo 46
1) El comprador podrá exigir al vendedor el cumplimiento de sus obligaciones, a
menos que haya ejercitado un derecho o acción incompatible con esa exigencia.
[…]”.

Como puede apreciarse, en la Convención de Viena no hay una referencia


expresa y directa a la doctrina de los actos propios, como sí la hay en los
Principios UNIDROIT y en los Principios Trans-Lex, sin perjuicio de lo cual dicho
tratado no tolera las conductas contrarias a la buena fe y rechaza más bien los
comportamientos contradictorios de las partes.

En esta línea, como plantea Perales Viscasillas (1998: 195), las materias no
excluidas de la Convención de Viena, que no están expresamente resueltas por
ella, pueden abordarse con las soluciones contenidas en los Principios
UNIDROIT, dado que el artículo 7 párrafo 2 de la Convención de Viena señala
que:

“Las cuestiones relativas a las materias que se rigen por la presente Convención
que no estén expresamente resueltas en ella se dirimirán de conformidad con
los principios generales en los que se basa la presente Convención o, a falta de
tales principios, de conformidad con la ley aplicable en virtud de las normas de
derecho internacional privado”.

Así, por ejemplo, se ha señalado que, si bien la palabra “estoppel” no es parte


de la terminología de la Convención de Viena, es aceptado que ella se encuentra
a la sombra en diversos de sus artículos, y que el principio de la buena fe, que
subyace a la figura del estoppel, es un principio común de la lex mercatoria
(Uçaryilmaz 2013: 169)35.

De ello da cuenta el hecho que para entender el sentido de los contratos, la


Convención de Viena exija que se debe tener en consideración que: (i) las
prácticas llevadas a cabo por las partes en el transcurso de la ejecución de sus
prestaciones; (ii) que sin perjuicio de las formalidades para la modificación de los

35
Traducción libre de: “Altough the word estoppel is not a part of the language of the CISG, it is
accepted that it lives in the shadows of the several Articles of the Convention. It is admitted that
the principle of good faith which lies behind the doctrine of estoppel is a common principle of Lex
Mercatoria” (Uçaryilmaz 2013: 169).

50
contratos, las partes no pueden ir contra sus propios actos; y, (iii) el comprador
podrá exigir al vendedor el cumplimiento de sus obligaciones, a menos que haya
ejercitado un derecho o acción incompatible con esa exigencia.

1.4.5 Las cortes arbitrales bajo la lex mercatoria.-

La lex mercatoria expresada en los Principios UNIDROIT, al igual que la


Convención de Viena, es aplicada tanto por las cortes estatales como por
tribunales arbitrales cuando las controversias se suscitan en el marco del
comercio internacional. Sin embargo, como se verá más adelante a propósito de
los casos seleccionados para ilustrar la manera en que los tribunales
internacionales abordan la doctrina de los actos propios (o el estoppel), puede
apreciarse que son los árbitros quienes con mayor frecuencia invocan la lex
mercatoria, pues a diferencia de los jueces nacionales, no están necesariamente
vinculados a una lex fori.

Ello ocurre porque las controversias del comercio internacional no suelen estar
vinculadas a un solo Estado.

“A diferencia de los árbitros, los jueces nacionales sí están atados a un


conjunto de normas de conflicto que los obligan y que no pueden dejar de
lado. Esto lleva a que dependa del marco legal de cada juez y la posibilidad
de aplicación de la Lex Mercatoria. La posibilidad, en este caso, de
aplicación directa de la Lex Mercatoria, con exclusión de las normas
imperativas de una ley nacional, es difícil. Para que sea posible, será
necesario que las normas de Derecho Internacional privado del juez lo
remitan, de alguna forma, a la Lex Mercatoria” (Tovar 2004: 172).

Como es evidente, las cortes estatales sí pueden (y deben) aplicar la lex


mercatoria cuando sus normas internas así lo permitan; ello ocurre por ejemplo
con los países que han suscrito la Convención de Viena, la cual reconoce a los
usos como fuente de Derecho.

Por su parte, las cortes arbitrales no solamente deben laudar conforme a las
normas jurídicas aplicables, sino que además están regidos por el principio de la
buena fe. “La buena fe, sin dudas incorporada a los principios generales del
comercio internacional, es de fecunda aplicación tanto en los aspectos
procesales como sustantivos del arbitraje y también lo es en los procedimientos
judiciales estatales de apoyo y de control del arbitraje” (Arrighi 2017: 2).

Siendo la buena fe una cuestión que rige los procesos arbitrales tanto en asuntos
procedimentales como de fondo, no es de extrañar que los tribunales que
resuelven controversias de comercio internacional se sientan cómodos al
momento de laudar invocando el deber de buena fe y repudiando
comportamientos contradictorios de las partes en ejecución de sus contratos.

En el caso peruano, el artículo 38 del Decreto Legislativo Nº 1071, Ley que norma
el arbitraje, así lo ordena: “Las partes están obligadas a observar el principio de
la buena fe en todos sus actos e intervenciones en el curso de las actuaciones

51
arbitrales y a colaborar con el tribunal en el desarrollo del arbitraje”. El artículo
14 también se remite al deber de buena fe, a propósito de la extensión del
convenio arbitral a las partes no signatarias.

El artículo 57 señala que, en todos los casos, el tribunal arbitral decidirá con
arreglo a las estipulaciones del contrato y tendrá en cuenta los usos y prácticas
aplicables36. Lo mismo señala el artículo 21 del Reglamento de Arbitraje de la
Cámara de Comercio Internacional y de la Cámara de Comercio de Lima, dos
importantes instituciones arbitrales. Dichas normas señalan que el Tribunal
Arbitral debe tener en cuenta las estipulaciones del contrato celebrado entre las
partes, así como los usos y prácticas aplicables.

Solamente a manera ilustrativa cabe señalar que además de las normas


indicadas, son varias las normas del Derecho nacional que permiten la remisión
tanto a los principios del Derecho como a los usos y costumbres. Así, el artículo
VIII del Título Preliminar del Código Civil obliga a aplicar los principios generales
del Derecho; los artículos 168 y 1362 obligan a interpretar los contratos conforme
a la buena fe; el artículo 170 señala que los negocios jurídicos deben
interpretarse conforme a la naturaleza y objeto del acto.

Por su parte, el artículo 2 del Código de Comercio señala que los actos de
comercio se rigen por las condiciones establecidas en el Código (que en su
mayoría están hoy derogadas), y, en su defecto, por los usos de comercio, y solo
a falta de ambas reglas, por el Derecho común. El artículo 57 señala que: “Los
contratos de comercio se ejecutarán y cumplirán de buena fe, según los términos
en que fueren hechos y redactados, sin tergiversar con interpretaciones
arbitrarias el sentido recto, propio y usual de las palabras dichas o escritas, ni
restringir los efectos que naturalmente se deriven del modo con que los
contratantes hubieren explicado su voluntad y contraído sus obligaciones” (esta
norma no ha sido materia de derogación expresa).

Y en relación con controversias con componentes internacionales, el artículo


2047 del Código Civil señala que “El derecho aplicable para regular relaciones
jurídicas vinculadas con ordenamientos jurídicos extranjeros se determina de
acuerdo con los tratados internacionales ratificados por el Perú que sean
pertinentes y, si estos no lo fueran, conforme a las normas del presente Libro.
Además son aplicables, supletoriamente, los principios y criterios consagrados
por la doctrina del Derecho Internacional Privado”.

1.5 Casos en materia comercial internacional en los que se analiza la


doctrina de los actos propios.-

Habiendo concluido que la lex mercatoria, expresada tanto por los Principios
UNIDROIT como por la Convención de Viena, es aplicada por los tribunales en

36
Ello es lo que indica la Ley Modelo de la Comisión de las Naciones Unidas sobre Derecho
Mercantil Internacional - CNUDMI sobre Arbitraje Comercial Internacional (Ley Modelo
UNCITRAL), referido a las normas aplicables al fondo del litigio. El artículo 28 señala que en
todos los casos, el tribunal arbitral decidirá con arreglo a las estipulaciones del contrato y tendrá
en cuenta los usos mercantiles aplicables al caso.

52
materia de comercio internacional, presentamos a continuación 33 casos en los
cuales ha sido materia de análisis la conducta contradictoria desplegada por las
partes en ejecución del contrato. Las cortes analizan si dicha contradicción
supone una incoherencia que deba ser rechazada por haberse presentado los
supuestos que la doctrina de los actos propios pretende combatir.

Son varios los criterios de selección aplicados para seleccionar y presentar los
casos cuya sumilla se presenta a continuación 37.

1. Los casos no aplican el Derecho interno de los estados a los que pertenecen
los contratantes, sino la lex mercatoria. La razón es que, como ya se ha indicado,
ella es el resultado de ejercicios repetidos como consecuencia de una actividad
de ensayo-error, lo cual ha dado lugar, con el transcurrir del tiempo, a la selección
de las prácticas que mejor se ajustan a las necesidades de los comerciantes.

2. La selección de casos que aplican la lex mercatoria tiene como efecto


inmediato, aislar del análisis a aquellos casos que responden a los
ordenamientos jurídicos nacionales de los Estados involucrados, pues es
nuestro propósito revisar cómo es que los comerciantes en la práctica abordan
el asunto de la incoherencia de las partes en la ejecución de sus contratos. Del
ordenamiento jurídico peruano en relación con este asunto nos ocuparemos en
los capítulos que siguen.

3. Hemos usado las bases de datos mejor organizadas para dar cuenta de las
decisiones referidas a la lex mercatoria; específicamente a los Principios
UNIDROIT, los Principios Trans-Lex y la Convención de Viena. Dichas bases de
datos son:

CISG database Pace Law School


http://www.cisg.law.pace.edu

Clout
http://www.uncitral.org/clout/search.jspx?f=es%23cloutDocument.textTypes.textT
ype_s1%3aCIM%5c+%5c(1980%5c)

International Chamber of Commerce – ICC. Digital Library.

TRANS-LEX.ORG. The Lex Mercatoria and the TransLex-Principles.


https://www.trans-lex.org/principles/of-transnational-law-(lex-mercatoria)

UNILEX
http://www.unilex.info/dynasite.cfm?dssid=2377&dsmid=14311

Tribunal Arbitral du Sport - TAS


https://jurisprudence.tas-
cas.org/Search/results.aspx#k=arbitration%20(CAS%202002%2FO%2F410)%23
s=11

37
Es importante señalar en este punto que deliberadamente hemos omitido casos de la
jurisprudencia peruana, pues a ella nos referiremos más adelante. En este capítulo nos limitamos
a presentar controversias enmarcadas en la práctica comercial internacional en las que se ha
invocado la doctrina de los actos propios al amparo de la lex mercatoria.

53
4. Se ha revisado decisiones en su mayoría arbitrales, contenidas en las bases
de datos consultadas, referidas a controversias derivadas del comercio
internacional. Dichas bases de datos también arrojaron decisiones en las que
una de las partes era el Estado (contratos de concesión, o arbitrajes de inversión,
por ejemplo), que en general, no son incluidas en este capítulo38.

5. La consulta a las referidas bases de datos arrojó un total de aproximadamente


140 casos referidos de alguna manera a la doctrina de los actos propios, sea por
referencia directa o indirecta de los principios y reglas aplicables. Para la
selección de los casos se dio preferencia a aquellos que se referían
concretamente a los artículos 1.8 y 2.1.18 de los Principios UNIDROIT, al
Principio I.1.2 de Trans-Lex y al artículo 9 de la Convención de Viena. También
se tuvo en consideración que la decisión contenga un análisis –no
necesariamente profundo- sobre los temas antes mencionados. Finalmente, se
seleccionaron casos que amparan y que rechazan la invocación de la doctrina
de los actos propios.

1.5.1 Casos que amparan la invocación de la doctrina de los actos propios.-

Para la presentación de los casos que se mencionan a continuación se ha


seguido un orden cronológico, desde los más recientes hasta los más antiguos.
Casi la mitad de los 21 casos sumillados a continuación son de compraventa y
de suministro de bienes. La otra mitad corresponde a controversias variadas,
referidas a la distribución de bienes, construcción, consultoría, contratos
asociativos, entre otros. El común denominador entre ellos es la utilización de la
doctrina de los actos propios por parte de las cortes a cargo de la resolución de
estos conflictos.

1)
Datos del caso ICC International Court of Arbitration Bulletin Vol. 25
Nº 2
2014
París, Francia.
Final Award in Case 14108 (extracts)
Sumilla de hechos El Demandante es una empresa que suscribió con un
Estado, un contrato denominado Production Sharing
Agreement (PSA), contrato para explotar yacimientos
de petróleo, y alega que el contrato fue renovado por
5 años, lo cual es negado por el Estado Demandado.
Reclama el pago de los daños consistentes en el valor

38
A manera ilustrativa puede mencionarse que un estudio realizado al respecto analizó 53
decisiones que mencionaron el estoppel. De ellas, 36 plantearon el tema a propósito de asuntos
de jurisdicción o procedimentales, mientras que 12 lo plantearon a propósito de los méritos del
caso o el fondo de la controversia. En cuanto a los resultados, el argumento fue rechazado 33
veces, fue estimado en 9 decisiones y en 11 oportunidades el asunto no fue resuelto con claridad.
En los casos en que el argumento del estoppel fue amparado, los hechos no encuadraban en los
requisitos para que opere, según el autor del estudio (Kulick 2016:113).

54
del petróleo a extraer si la explotación se hubiera
llevado a cabo por los 5 años adicionales.
Argumentos de las Las razones por las que no se formalizó la extensión
partes del plazo es que el pedido no fue sustentado y
aprobado por el Congreso del Estado Demandado, lo
cual estaba previsto en sus normas. Según el
Demandante, importantes integrantes del Poder
Ejecutivo, incluyendo un ministro, manifestó que no
eran necesarias formalidades adicionales.
Decisión El Tribunal analiza la figura del estoppel, y añade que
se aplica por derivar de principios reconocidos por
“naciones civilizadas”, como el de la buena fe. Señala
que en las normas de los Estados contratantes no se
recoge expresamente la regla del estoppel, aunque
ello sí ocurre en el artículo 1.8 de los Principios
UNIDROIT, los cuales pueden ser aplicados aunque
las partes no hayan hecho referencia a ellos en sus
contratos.
El Tribunal señala que el Poder Ejecutivo del
Demandado sí hizo esfuerzos necesarios para
conseguir la aprobación de la extensión del plazo por
parte del Congreso.
A pesar de ello, el Tribunal considera que el Ministro
correspondiente actuó de manera ambigua y
contradictoria frente al Demandante: primero señaló
que la extensión había sido otorgada con la
aprobación del Consejo de Ministros, aunque el
Parlamento no lo hubiera hecho, pero posteriormente
lo negó.
Para el Tribunal Arbitral, la actividad exploratoria –sin
cumplirse las formalidades para la extensión de plazo-
fue no solamente conocida y tolerada por el Estado,
sino además promovida (encouraged) por él; de
hecho, no sugirió paralizarla en un plazo razonable
(“On the contrary, it took it a long time before advising
[Claimant] to stop spending money on such
expenditures”).
En principio, el riesgo de ello le corresponde al
Demandante, que no debió iniciar operaciones sin
haberse cumplido todos los requisitos. Sin embargo,
el Tribunal considera que el Estado Demandado
propició que el inicio de los trabajos de explotación se
produzca incluso antes de la firma de la extensión del
plazo por el Poder Ejecutivo, y además, omitió dar
pronto aviso de que el Congreso no aprobaría dicha
extensión.
En tal sentido, el Tribunal aplicó el artículo 1.8 de los
Principios UNIDROIT y condenó al Estado a
reembolsar los gastos en que el Demandante incurrió

55
para llevar a cabo los trabajos mientras el plazo de la
concesión no había sido extendido.
Conclusión Defensa sobre la base del estoppel: amparada.
Doctrina de los actos propios en el marco del 1.8
de los Principios UNIDROIT, para indemnizar a
una parte por la conducta contradictoria de la otra.

2)
Datos del caso Unilex
Fecha: 24.10.2014
País: Paraguay
Número: Sentencia Nº 95
Corte: Tribunal de Apelación en lo Civil y Comercial de
Asunción
Partes: José Luis Andrés Manzoni Wasmosy C/ Indert
S/ Obligación de hacer escritura pública y otros
Cita: http://www.unilex.info/case.cfm?id=1866
Sumilla de hechos Un ciudadano paraguayo interpuso una demanda civil
contra la institución gubernamental sobre asuntos de
tierras (Instituto Nacional de Desarrollo Rural y de la
Tierra - INDERT), en relación con el pago de una
adjudicación de tierras hecha a su favor por una decisión
del presidente de dicha institución. La institución se negó
a recibir el pago debido a que había decidido revertir la
decisión inicial y estableció un nuevo y más alto precio
para la tierra adjudicada.
Argumentos de las La Demandante alega que le fue adjudicado en venta por
partes Resolución No. 35/99 de fecha 20 de enero de 1999,
dictada por el Consejo del INSTITUTO DE BIENESTAR
RURAL (hoy INDERT), un inmueble fracción fiscal de
aproximadamente 99 hectáreas. Conforme al relato de la
parte accionante, el ente demandado había
confeccionado una liquidación oficial por la cantidad de
Gs. 6.773.590, que consideraba el pago ya realizado
conforme el Recibo No. 357034. Añadió que el actor –
conforme a su relato- en varias ocasiones había
intentado realizar el pago de cancelación del precio
pactado pero el INDERT se había negado a recibir el
pago, ocasionando así la interposición de la demanda de
otorgamiento de escritura pública y pago por
consignación.
Por su parte, el INDERT sostuvo que no tenía obligación
de otorgar la escritura pública sobre el inmueble de la
fracción fiscal adjudicada al accionante, puesto que el
precio pretendido por la Demandante no era el real y
establecido por la autoridad de la entidad, conforme las
resoluciones vigentes y los procedimientos establecidos
en la ley, conforme a las cuales el precio por hectárea era
de Gs. 3.290.000 y no de Gs. 500.000 por hectárea que
había dispuesto en su momento la autoridad del INDERT,

56
siendo un acto nulo por no haberse dado intervención a
la Junta Asesora y Control de Gestión, tal como disponía
la ley.
Decisión Respecto a la nulidad de la última decisión tomada por el
INDERT, uno de los miembros del Tribunal de la Corte de
Apelaciones de Asunción indicó que era contrario a la
buena fe que la entidad en un primer momento hubiera
establecido un precio y luego se negara a reconocer la
cantidad fijada. Sostiene que la entidad no podía basarse
en un nuevo pronunciamiento de su Presidente
ignorando la decisión anterior, en base al principio de
"venire contra factum proprium" establecido por el
artículo 1.8 de los Principios UNIDROIT, citando también
otros artículos como el 1.7; 2.1.4 (2) (b); 2.1.18; 2.1.20;
2.2.5 (2) y 10.4.
En relación a la aplicación de los Principios UNIDROIT,
indicó que es de gran valor interpretativo para los
derechos nacionales.
Además, indicó que los Principios UNIDROIT constituyen
un medio de interpretación en aquellos ordenamientos
jurídicos que consagran a los principios generales del
derecho como fuente del derecho. Por tanto, los jueces
pueden tomarlos en cuenta para resolver disputas.
Conclusión Defensa sobre la base del estoppel: amparada. Doctrina
de los actos propios, en el marco del artículo 1.8 de los
Principios UNIDROIT, para analizar la conducta de una
Entidad frente al administrado. Es relevante en los países
que consagran a los principios generales del Derecho
como fuentes de derecho.

3)
Datos del caso Unilex
Fecha: 05.01.2012
País: Italia
Corte: Tribunale di Varese (Sezione distaccata di Luino)
Partes: Desconocido
Cita: http://www.unilex.info/case.cfm?id=1873
Sumilla de hechos El Demandado (una empresa de construcción italiana),
después de haber construido un edificio de
departamentos, vendió siete de ellos a los Demandantes,
todos ciudadanos italianos. Poco después de haber
tomado posesión de los departamentos, los nuevos
propietarios descubrieron una serie de defectos de
construcción en la piscina y la cancha de tenis que
habían adquirido en común, y lo notificaron
inmediatamente al Demandado. El Demandado
reconoció la existencia de los defectos en cuestión y
prometió repararlos de inmediato.
El Demandado eliminó solo una parte de los defectos, lo
que obligó a los Demandantes a presentar una acción

57
contra el Demandado solicitando la reparación de todos
los defectos o, alternativamente, el pago de los daños por
la pérdida causada a los Demandantes como resultado
de los defectos no eliminados.
Argumentos de las El Demandado objetó que el reclamo había prescrito
partes porque se presentó ante el tribunal después de la
expiración del plazo de un año previsto en el artículo
1669 del Código Civil italiano.
Decisión Al rechazar la excepción planteada por el Demandado, el
Tribunal señaló que al reconocer los defectos de
construcción y al prometer remediarlos luego de recibir la
debida notificación por parte de los Demandantes, el
Demandado hizo que los Demandantes creyeran
razonablemente que no se requería ninguna otra acción
de su parte. Para respaldar esta solución, el Tribunal
invocó el principio general de buena fe establecido en el
Artículo 1175 del Código Civil italiano y la aplicación del
mismo consistente en la prohibición de conductas
contradictorias y, al respecto, se refiere expresamente al
Artículo 1.8 de los Principios UNIDROIT.
Conclusión Defensa sobre la base del estoppel: amparada. Doctrina
de los actos propios, en el marco del Art. 1.8 de los
Principios UNIDROIT, para analizar la confianza
generada en la otra parte y rechazar la excepción de
prescripción.

4)
Datos del caso Unilex
Fecha: 23.08.2012
Laudo Arbitral
Número: 173/2011
Corte: International Arbitration Court of the Chamber of
Commerce and Industry of the Russian Federation
Partes: Desconocido
Cita: http://www.unilex.info/case.cfm?id=1731
Sumilla de hechos El Demandante, una compañía rusa, celebró un contrato
de construcción (el "Acuerdo") con el Demandado, una
compañía de Estados Unidos. Posteriormente, el
Demandante y el Demandado iniciaron negociaciones
sobre posibles modificaciones de los términos y la
duración del Acuerdo.
La Demandada creyó que tales negociaciones
suspendieron la ejecución del Acuerdo y, por lo tanto,
dejó de cumplir con sus obligaciones. Si bien el
Demandante por un tiempo no objetó el comportamiento
del Demandado, posteriormente el Demandante resolvió
el Acuerdo de manera unilateral, invocando que el
Demandado incumplió los plazos previamente
establecidos en el Acuerdo.

58
Las partes pactaron como ley aplicable al Acuerdo la ley
de la Federación Rusa.
Argumentos de El Demandado solicitó que el Tribunal Arbitral tomara en
las partes cuenta para su decisión los Principios UNIDROIT y la
Convención de Viena sobre Compraventa de
Mercaderías (CISG). El Demandante se opuso a la
aplicación de ambas normas.
El Demandante alegó incumplimiento del Acuerdo por
parte del Demandado. El Demandado alegó que las
negociaciones sobre las modificaciones del Acuerdo
habían suspendido la ejecución; por tanto, no incurrió en
incumplimiento.
Decisión Sobre la ley aplicable, el Tribunal determinó que la CISG
no era aplicable a los contratos de construcción.
Asimismo, el Tribunal Arbitral decidió que podía tomar en
cuenta los Principios UNIDROIT porque “en la práctica
internacional moderna de muchos tribunales arbitrales,
incluido el ICAC, se consideran la fuente recomendada
de normas que rigen las cuestiones generales sobre
ejecución e interpretación de contratos de carácter
internacional".
En cuanto a los méritos del caso, el Tribunal determinó
que el Demandante, en lugar de continuar las
negociaciones y luego repentinamente resolver el
Acuerdo, debió haber informado al Demandado sobre
sus intenciones de no seguir negociando para volver a
los términos originales del Acuerdo. Según el Tribunal, el
comportamiento del Demandante fue contradictorio e
inconsistente con el principio de buena fe en la ejecución
del contrato. El Tribunal se basó en el Artículo 1.8 de los
Principios Unidroit, según el cual una parte no puede
actuar de manera contradictoria con el entendimiento que
ha generado en la otra parte, y conforme al cual esa otra
parte razonablemente ha actuado en su detrimento.
Conclusión Defensa sobre la base del estoppel: amparada. Doctrina
de los actos propios, en el marco del Art. 1.8 de los
Principios UNIDROIT, para determinar que no es válida
una resolución contractual unilateral cuando implica una
conducta contradictoria.

5)
Datos del caso Unilex
Fecha: 14.01.2010
International Centre for Settlement of Investment Disputes
(ICSID)
Número: No ARB/06/18; IIC 424 (2010)
Corte: International Centre for Settlement of Investment
Disputes (ICSID)
Partes: Joseph Charles Lemire v Ukraine
Cita: http://www.unilex.info/case.cfm?id=1533

59
Sumilla de hechos El Demandante (nacional de los Estados Unidos) y el
Demandado (Gobierno de Ucrania) firmaron un contrato
de inversión para el establecimiento a cargo del
Demandante de estaciones de radiodifusión en Ucrania.
Iniciado el procedimiento arbitral, las partes llegaron a un
acuerdo sobre la controversia y solicitaron al Tribunal que
registrara el acuerdo de conciliación ("el Acuerdo") en
forma de laudo (ver UNILEX, Laudo CIADI de 20 de
marzo de 2000). Según el Demandante, el Demandado
había incumplido una serie de obligaciones pactadas en
el Acuerdo y, en consecuencia, el Demandante inició un
nuevo procedimiento arbitral.
Argumentos de El Demandante alegó que además de las obligaciones
las partes expresamente pactadas en el Acuerdo, existían otras
obligaciones que no figuraban en el Acuerdo pero que
habían sido acordadas en las negociaciones. Recurrió al
artículo 4.3 de los Principios UNIDROIT, que indica que
el contrato deberá interpretarse de acuerdo a la común
intención de las partes y para ello deberá tomarse en
cuenta, entre otros, las negociaciones previas entre las
partes.
El Demandado rechazó lo anterior alegando que el
Acuerdo, además, contenía una cláusula de integración,
conforme al artículo 2.1.17 de los Principios UNIDROIT:
“el Acuerdo constituye todo lo acordado entre las partes
sobre el tema del presente documento y reemplaza toda
correspondencia, negociaciones y entendimientos
previos entre ellos con respecto a los asuntos aquí
cubiertos”.
Decisión El Tribunal Arbitral determinó que los Principios
UNIDROIT eran aplicables al Acuerdo.
Según el Tribunal, las cláusulas leídas en conjunto
requerían que las expectativas generadas durante las
negociaciones del Acuerdo se reflejen en el texto del
Acuerdo. No era suficiente que una obligación hubiera
sido discutida durante las negociaciones.
El Tribunal Arbitral rechazó el argumento del Demandante
según el cual el Demandado no cumplió con una serie de
obligaciones en virtud del Acuerdo, por ejemplo, llevar a
cabo el examen de las interferencias dentro de las dos
semanas posteriores a la firma del Acuerdo, y hacer sus
mejores esfuerzos para proporcionar a la Demandante las
licencias para radiofrecuencias.
Sobre la primera obligación, el Tribunal recalcó que los
exámenes de posibles interferencias ya se habían
realizado con resultados positivos poco antes de la
ejecución del Acuerdo, y que luego el Demandante nunca
solicitó más exámenes, lo que hizo que el Demandado
creyera que los exámenes previos al Acuerdo eran
suficientes.

60
Al no realizar ningún examen adicional, el Demandado
actuó razonablemente basándose en tal entendimiento,
impidiendo así que el Demandante actuara de manera
inconsistente al argumentar que el Demandado no había
cumplido con su obligación en virtud del Acuerdo. El
Tribunal citó como sustento el artículo 1.8 de los
Principios UNIDROIT.
Conclusión Defensa sobre la base del estoppel: amparada. Doctrina
de los actos propios, en el marco del Art. 1.8 de los
Principios UNIDROIT, para analizar la confianza
generada en la otra parte en la ejecución de obligaciones.

6)
Datos del caso ICC International Court of Arbitration Bulletin Vol. 21 Nº 2
2010
París, Francia.
Final Award in Case 7421 (extracts)
Sumilla de hechos En 1983, una compañía peruana, la Demandante, acordó
vender metales a una compañía suiza, que cedió sus
derechos a una compañía sueca (Demandada). La ley
pactada en el contrato era la suiza; se pactó FOB Callao
(lo que supone que los costos de transporte son
asumidos por el comprador); se previó un valor
determinado para el costo del transporte, y se indicó que
el riesgo de cualquier aumento de este debía ser
compartido por ambas partes. Parte de la carga se perdió
en el camino a su destino.
Argumentos de La empresa compradora, Demandada, señalaba que
las partes para calcular el precio de los bienes debía tenerse en
cuenta el promedio del peso de la carga y la descarga
(dado que parte de la carga se había perdido en el
camino). La Demandada sostiene que si bien,
inicialmente en el contrato se previó que el peso de
referencia era el del momento de la carga, posteriormente
debía considerarse también el de la descarga. Ello,
porque durante la ejecución del contrato se habría
cambiado la entrega FOB Callao por CIF (puerto de
destino).
Decisión No hay evidencia de que en los hechos se haya producido
el cambio de FOB Callao por CIF (puerto de destino),
pues el despacho se produjo como antes, sin cambio
alguno, por la propia voluntad del comprador
(Demandado).
Rechazar su cambio de conducta (ejecutar el contrato
bajo términos FOB pero pretender el pago bajo términos
CIF) se ampara en el principio de la buena fe y en la
doctrina de los actos propios, prevista en el Derecho
suizo como abuso de derecho.
Conclusión Defensa sobre la base del estoppel: amparada. Doctrina
de los actos propios en el marco de la ley suiza, como

61
abuso de derecho. Rechazo de pretensión basada en un
cambio de conducta no razonable.

7)
Datos del caso Caso Clout Nº 777 / Unilex / CISG database Pace Law
School
Fecha: 12.09.2006
País: Estados Unidos de América
Número: 05-13995
Corte: U.S. Court of Appeals (11th Circuit)
Partes: Treibacher Industrie, A.G. v. Allegheny
Technologies, Inc.
Cita:
http://www.unilex.info/case.cfm?pid=1&id=1136&do=cas
e
Clout Nº 777:
http://www.uncitral.org/clout/clout/data/usa/clout_case_777_l
eg-1960.html?lng=es
Base de datos CISG:
http://cisgw3.law.pace.edu/cases/060912u1.html
Sumilla de hechos Un proveedor austríaco (Demandante) y un comprador
estadounidense situado en Alabama (Demandado)
celebraron un conjunto de contratos relativos a la compra
de un compuesto químico en “consignación”. En cada
contrato se especificaba la cantidad del compuesto que
se entregaría al comprador.
En los contratos anteriores a los que estaban en litigio, el
comprador había comprado la totalidad del compuesto
que el proveedor le suministraba, y en una oportunidad
había desistido de una tentativa de devolver el producto
que no había utilizado.
El comprador, durante el plazo de duración de los dos
contratos litigiosos, comunicó al proveedor que no
aceptaría más entregas del compuesto y no pagaría el
compuesto que había sido entregado, pero no utilizado.
Sin que el proveedor tuviese conocimiento, el comprador
había encontrado una fuente de suministro menos
costosa. El proveedor encontró otro comprador, pero a
un precio menor.
Posteriormente, el proveedor inició una acción judicial
para recuperar la suma que el comprador debería haber
pagado si hubiese aceptado la entrega de todo el
producto especificado en los contratos.
El proveedor y el comprador discrepaban con respecto al
significado del término entrega en “consignación”.
Según el perito del comprador, en la industria de los
metales, el término “consignación” significaba que la
venta no se perfeccionaba hasta que el comprador
utilizara efectivamente el compuesto.

62
El proveedor presentó pruebas basadas en la conducta
previa de las partes con el objeto de establecer que
“consignación” significaba que el comprador tenía la
obligación de pagar la totalidad del compuesto
entregado, pero que no recibiría la factura hasta tanto no
lo utilizase efectivamente”.
(Extracto del resumen del caso Clout Nº 777).
El Tribunal de primera instancia le dio la razón al
demandante, por lo que ordenó que el comprador pague
el precio de la mercadería. Siendo ello así, el Demandado
apeló la decisión ante la Corte de Apelaciones de
Estados Unidos (11 Circuito).
Argumentos de las En la apelación, el comprador alegó que: “de conformidad
partes con la CISG un término de un contrato debía ser
interpretado según su uso habitual “salvo que las partes
hayan acordado expresamente otro uso”. El comprador
también adujo que la práctica establecida entre las partes
no requería que el comprador utilizase y pagase la
totalidad del compuesto especificado en el contrato.
(Extracto del resumen del caso Clout Nº 777).
El proveedor argumentó que, según las prácticas
establecidas entre las partes, el comprador debía pagar
por todo el compuesto entregado, lo utilice o no.
Decisión Tanto el Tribunal de primera instancia como la Corte de
Apelaciones determinaron que la ley aplicable era la
Convención de Viena.
La Corte de Apelaciones confirmó la sentencia de
primera instancia por las siguientes razones:
- “La Corte de Apelaciones observó que en el
artículo 8, que rige la interpretación de las
declaraciones y actos de las partes, se trataba por
separado del caso en que una parte tenía
conocimiento de la intención real de la otra parte y
del caso en que no tenía ese conocimiento. El
tribunal llegó a la conclusión de que cuando no se
conoce la intención real, el artículo 8 impone la
norma del sentido que habría dado una persona
razonable. En el párrafo 3) del artículo 8 se
indicaban las fuentes para determinar la intención
real de una parte, “en particular las negociaciones,
cualesquiera prácticas que las partes hubieran
establecido entre ellas, los usos y el
comportamiento ulterior de las partes”.
- “El comprador arguyó que el artículo 9 exigía el
acuerdo expreso de las partes para que el uso
entre las partes prevalezca sobre el uso habitual
establecido en la industria. Concretamente, el
comprador adujo que en el párrafo 2) del artículo
9 se establecía que las partes debían pactar
expresamente no quedar obligadas por el uso

63
habitual. Como respaldo de tal argumento, el
comprador citó la parte del párrafo 1) del artículo
9 según la cual las partes quedaban obligadas
“por cualquier uso en que hayan convenido y por
cualquier práctica que hayan establecido entre
ellas”. El comprador también sostuvo que
aplicando esta definición al párrafo 2) del artículo
9, los términos del contrato debían interpretarse
de conformidad con el uso habitual salvo acuerdo
en contrario de las partes.
La Corte de Apelaciones constató que la
interpretación del comprador tendría como
resultado la anulación del párrafo 3) del artículo 8
y de la última parte del párrafo 1) del artículo 9. La
última parte del párrafo 1) del artículo 9 quedaría
anulada porque las partes ya no se regirían por
“cualquier práctica que hayan establecido entre
ellas”. Rechazando la interpretación que daba el
comprador al párrafo 2) del artículo 9, la Corte de
Apelaciones sostuvo que el uso que las partes
hacían de un término en sus relaciones
comerciales regía el significado de ese término
cuando estaba en conflicto con el uso habitual de
dicho término”.
- “La Corte de Apelaciones observó que no se
impugnaba que las partes habían celebrado una
serie de contratos relativos al suministro de
compuestos químicos entre 1993 y 2000. Todos
ellos se referían a cantidades concretas del
producto para su entrega en “consignación”, y el
comprador lo guardaba por separado,
presentando informes mensuales de utilización al
proveedor. Estos informes servían de base para
emitir las facturas al comprador por el producto
utilizado. El comprador había usado y pagado
todos los compuestos que se le habían entregado
en el marco de todos los contratos celebrados con
anterioridad a los dos contratos litigiosos”.
- “La Corte de Apelaciones también observó que el
comprador, con anterioridad, había actuado como
si estuviese obligado a comprar todos los
compuestos entregados de conformidad con los
contratos”.
(Extracto del resumen del caso Clout Nº 777).
Conclusión Defensa sobre la base del estoppel: amparada. Doctrina
de los actos propios, en el marco del artículo 9 de la
Convención de Viena, para determinar que los términos
del contrato se interpretan según las prácticas
establecidas por las partes, las cuales priman sobre los
usos comerciales.

64
8)
Datos del caso Caso Clout Nº 750 / Unilex / CISG database Pace Law
School
Fecha: 31.08.2005
País: Austria
Número: 7 Ob 175/05v
Corte: Oberster Gerichtshof
Partes: Desconocido
Cita:
http://www.uncitral.org/clout/clout/data/aut/clout_case_7
50_leg-2371.html?lng=es
Unilex:
http://www.unilex.info/case.cfm?pid=1&do=case&id=109
6&step=Abstract
Base de datos CISG:
http://cisgw3.law.pace.edu/cases/050831a3.html
Sumilla de hechos Un vendedor de Hong Kong (Demandante) celebró un
contrato con una compañía compradora de Austria,
(Demandado), para el suministro de polvo de tantalio que
se entregaría en lotes por un periodo de dos años.
El contrato fue negociado y redactado en inglés. “Se
utilizaron formularios de órdenes de compra en inglés
que en la primera página conteni a ́ n una remisión en
inglés a las condiciones generales que figuraban en el
reverso del documento. Dichas condiciones generales
estaban redactadas en alemán, idioma que no se habla
en Hong Kong. Esos formularios ya habi a ́ n sido utilizados
en ocasiones anteriores.
El vendedor no pudo deducir del texto en alemán que el
comprador queri a ́ celebrar el contrato únicamente si se
pactaban esas condiciones generales. Resulta que el
polvo de metal no cumpli a ́ los requisitos necesarios de
calidad, por lo que el comprador resolvió el contrato
invocando tales condiciones generales.
El vendedor reclamó el pago del precio de la mercadería.
(Extracto del resumen del caso Clout Nº 750).
Argumentos de las El vendedor sostuvo que no se había estipulado un
partes estándar específico de calidad del polvo de tantalio, por
lo que la mercadería no era defectuosa y cumplía con el
contrato. En ese sentido, el comprador debía pagar el
precio del polvo de tantalio enviado. Además, alegó que
las condiciones generales redactadas en alemán no
fueron válidamente incorporadas al contrato redactado
en inglés.
Por su lado, el comprador argumentó que el vendedor
sabía que la calidad del polvo de tantalio era esencial. La
orden de compra contenía una especificación exacta
sobre la calidad requerida. Asimismo, el comprador
sostuvo que las condiciones generales sí se habían

65
incorporado válidamente en el contrato. Como los
productos entregados no cumplían con los estándares de
calidad requeridos, el comprador resolvió válidamente el
contrato, de acuerdo con las condiciones generales. En
consecuencia, el comprador no aceptó la mercadería
entregada por el vendedor y no debe pagar el precio de
las mismas.
(Extraído del texto de la sentencia, disponible en
http://cisgw3.law.pace.edu/cases/050831a3.html).
Decisión “La Corte Suprema determinó que la Convención de
Viena era la ley aplicable. A pesar que la CISG no aborda
específicamente la cuestión de la incorporación de
condiciones generales, su inclusión en el contrato se rige
por las disposiciones sobre la formación del contrato (art.
14 CISG) y la interpretación (Art. 8 CISG). De
conformidad con el art. 8 CISG, las condiciones
generales deben incluirse en la oferta de la parte que
pretende que rija el contrato de una manera que la otra
parte sabía o no podía haber sido razonablemente
inconsciente de tal intención”.
(Extraído del resumen de Unilex, disponible en
http://www.unilex.info/case.cfm?pid=1&do=case&id=109
6&step=Abstract).
“La Corte Suprema decidió que las condiciones
generales en alemán formaban parte integrante del
contrato, puesto que la utilización de tales condiciones
generales habi ́a sido una práctica que las partes habi a ́ n
establecido entre si ,́ de conformidad con el párrafo 1) del
arti ć ulo 9 de la CISG. Si bien los usos deben respetarse
al menos en determinados ámbitos comerciales, las
prácticas son establecidas entre las propias partes. Tales
prácticas pueden consistir en patrones de conducta que
se respetan frecuentemente durante un peri o ́ do
determinado y de modo que las partes que actúan de
buena fe puedan confiar en que dichas prácticas serán
observadas nuevamente en futuras ocasiones. Las
percepciones impli ́citas de una parte también pueden
llegar a formar parte de tales prácticas, si, de las
circunstancias del caso se desprende que a la otra parte
le queda claro que la primera desea celebrar un contrato
con sujeción a determinadas condiciones y de un
formulario determinado. En el presente caso, el vendedor
ya habi a ́ firmado el formulario para hacer el pedido de su
primera adquisición y lo habi ́a remitido al comprador,
aceptando, por consiguiente, las condiciones generales.
En las compras posteriores el vendedor no habi ́a
devuelto los formularios, pero aceptó la oferta del
comprador, y por lo tanto, habi a ́ aceptado las condiciones
generales al ejecutar el contrato”.
(Extracto del resumen del caso Clout Nº 750).

66
Conclusión Defensa sobre la base del estoppel: amparada. Doctrina
de los actos propios, en el marco del artículo 9 de la
Convención de Viena, para determinar que las prácticas
establecidas por las partes son vinculantes.

9)
Datos del caso Unilex
Fecha: 04.03.2004
Laudo Arbitral
Corte: Ad hoc Arbitration (Lugar desconocido)
Partes: Desconocido
Cita: http://www.unilex.info/case.cfm?id=973
Sumilla de hechos El Demandado (una empresa de Europa Central) obtuvo
contractualmente el derecho a distribuir en su propio
territorio productos del Demandante (empresa de Europa
Occidental).
Cuando el Demandante formó una alianza con un
tercero, decidió dejar de fabricar los productos en
cuestión. Suponiendo que el Demandante ya no estaría
en condiciones de entregar los productos para su
distribución, el Demandado dejó de ejecutar sus
prestaciones.
El Demandante demandó al Demandado por daños y
perjuicios.
El contrato de distribución se regía por la ley de Francia.
Argumentos de las Ambas partes y el Tribunal Arbitral se referieron a los
partes Principios UNIDROIT para complementar la aplicación de
la ley francesa.
El Demandante alegó que, respecto al período del año
2002, el Demandado había incumplido con comprar las
cantidades mínimas pactadas. Asimismo, alegó que
había incumplido la prohibición de vender productos
similares de otras marcas. El Demandado sostuvo que
con el último pedido que solicitó a fines del año 2001 se
había cumplido la cuota respecto del año 2002. Sobre la
venta de otros productos, señaló que esa prohibición no
se hizo valer durante la vigencia del contrato y que ello
no le había generado ningún daño.
Decisión El Tribunal Arbitral desestimó la afirmación que el
Demandado había incumplido el contrato de distribución.
Con respecto al argumento de que para el año 2002 el
Demandado había incumplido con comprar las
cantidades mínimas acordadas, era cierto que en ese
año el Demandado no había realizado ningún pedido. Sin
embargo, en el año anterior, el Demandado no solo había
cumplido con la cuota anual, sino que al final de ese año
había realizado otro pedido sustancial que equivalía casi
al total de la cuota mínima para el 2002. Por tanto, sería
contrario a la buena fe que el Demandante invocara la
falta de órdenes en el año siguiente y no tuviera en

67
cuenta el importante pedido extra realizado al final del
año 2001. Además, el Demandante debía entregar esos
pedidos en diciembre de 2001 pero lo entregó recién en
mayo de 2002.
Bajo tales circunstancias, el Tribunal considera que sería
contrario a la buena fe (art. 1134 al. 3 del Código Civil
francés, artículo 1.7 de los Principios de Unidroit) tomar
en cuenta solo la fecha en que se ejecutó el pedido de
compra y no considerar que se alcanzó la cuota mínima
para el año 2002.
En cuanto a la alegación de que el Demandado había
incumplido su obligación contractual de no vender
productos de la competencia comprados a otros
fabricantes, el Tribunal Arbitral, aunque no negó la
verdad de los hechos, sostuvo que el Demandante
debido a su conducta estaba impedido de imputar este
incumplimiento al Demandado.
De hecho, el Demandado ya distribuía los bienes de la
competencia antes del contrato, al momento de la
celebración del contrato y continuó haciéndolo después.
El Demandado era una empresa top en ventas y
conocida por distribuir productos de distintas marcas. El
Demandante, aunque era perfectamente consciente de la
situación, no hizo objeciones. Durante la relación
contractual, nunca se hizo cumplir la prohibición de
vender otros productos.
Entonces, invocar repentinamente la violación del
Demandado de su obligación contractual en esta etapa
tardía definitivamente equivale a un caso de
comportamiento contradictorio que, según el Tribunal
Arbitral, era contrario a un principio bien establecido de
comercio internacional, según lo confirmado por el
Artículo 1.8 de los Principios UNIDROIT.
Conclusión Defensa sobre la base del estoppel: amparada. Doctrina
de los actos propios, en el marco del Art. 1.8 de los
Principios UNIDROIT, para negar el pago de una
indemnización por incumplimiento contractual.

10)
Datos del caso Caso Clout Nº 595 / CISG database Pace Law School
Fecha: 15.09.2004
País: Alemania
Número: 7 U 2959/04
Corte: Oberlandesgericht München
Publicado en alemán: Zeitschrift für Wirtschaftsrecht
(ZIP) 2005, 175; [2005] Internationales Handelsrecht
(IHR) 2005, 70
Resumen preparado por Ulrich Magnus, corresponsal
nacional y Klaus Bitterich

68
Disponible:http://www.uncitral.org/clout/clout/data/deu/cl
out_case_595_leg-1382.html?lng=es
Base de datos CISG:
http://www.cisg.law.pace.edu/cisg/wais/db/cases2/04091
5g2.html#ctoc
Sumilla de hechos “Una curtidora italiana (el Demandante) demandó a un
fabricante alemán de muebles forrados (el Demandado)
el pago del precio de compra pendiente de una remesa
de cuero entregada en el verano del año 2000. La acción
fue desestimada por el Tribunal de primera instancia
porque el Demandado ejercitó con éxito una excepción
de pago compensatorio. Esta excepción interpuesta por
concepto de pago compensatorio estaba fundada en la
negativa del Demandante de efectuar futuras entregas
con arreglo a una promesa que hizo en febrero del año
2000. El Tribunal de primera instancia estimó que dicha
negativa constitui a ́ un incumplimiento esencial del
contrato, por lo que, con arreglo al arti ́culo 76 1) de la
CISG, el Demandado teni a ́ derecho a reclamar la
diferencia entre el precio de la mercanci ́a fijado en el
contrato inicial y el precio abonado en la compra de
reemplazo. En la apelación se debía determinar, con
arreglo a los arti ć ulos 49 1) a) y 76 1) de la CISG, si el
comprador estaba obligado a declarar expli ć itamente que
daba por resuelto el contrato -lo que no se hizo en el
presente caso- aun cuando el vendedor se hubiera
negado expli ́citamente a cumplir con sus obligaciones”.
Argumentos de las Respecto a la apelación, el vendedor alegó que el
partes Tribunal de primera instancia asumió erróneamente que
se había cumplido los requisitos del artículo 76 de la
CISG, puesto que el comprador no resolvió el contrato.
Por su parte, el comprador argumentó que los requisitos
del artículo 76 de la CISG se cumplieron. Alegó que,
debido al hecho de que el vendedor se negó
expresamente y de forma concluyente a entregar, una
declaración de resolución no era necesaria”.
(Extraído del texto de la sentencia, disponible en:
http://www.cisg.law.pace.edu/cisg/wais/db/cases2/04091
5g2.html#ctoc)
Decisión “El Tribunal de apelación dictaminó que la declaración
expli ́cita de resolución del contrato dejaba de ser un
requisito indispensable en todo supuesto en el que el
vendedor se negara terminantemente a cumplir el
contrato, ya que ello constituiri ́a un formalismo
innecesario. Si bien parte de la doctrina juri d́ ica duda de
que proceda liberar al comprador de su deber de efectuar
una declaración expli ́cita de que da por resuelto el
contrato, el Tribunal observó que, si bien debe respetarse
el principio de que no debe menoscabarse la certeza
juri d
́ ica, no parece que determinar el momento en que un

69
vendedor se niega a cumplir con sus obligaciones vaya a
resultar más difi ́cil que determinar el momento en que un
comprador declara resuelto un contrato. El Tribunal
estimó que su propia interpretación de los arti ć ulos 49 1)
a) y 76 de la CISG concuerda con el principio de la
interpretación autónoma de la CISG. Pese a que el deber
de observar la buena fe en el comercio internacional, con
arreglo al arti ć ulo 7 1) de la CISG, no deja margen para
la aplicación de criterio alguno de equidad, este arti ́culo
si ́ faculta a los tribunales para aplicar los principios
reconocidos por el derecho interno en lo concerniente al
principio de la buena fe.
A la luz de su negativa a cumplir lo acordado, el
demandante no podi a ́ exigir una declaración expli ́cita del
demandado por la que éste declarara resuelto el contrato
con arreglo al arti ́culo 49 1) a) de la CISG sin contravenir
la prohibición de “venire contra factum propium”, que
constituye un principio reconocido de la buena fe que
debe observarse entre las partes. El Tribunal de
apelación confirmó por ello la resolución dictada por el
Tribunal de primera instancia”.
(Extracto del resumen del caso Clout Nº 595).
Conclusión Defensa sobre la base del estoppel: amparada. Doctrina
de los actos propios, en el marco de la segunda parte de
los artículos 7.1 y 49.1 de la Convención de Viena, para
rechazar la exigencia de declarar explícitamente resuelto
el contrato.

11)
Datos del caso Arbitration CAS 2002/O/410 The Gibraltar Football
Association (GFA) / Union des Associations
Européennes de Football (UEFA), award of 7 October
2003
Court of Arbitration for Sport (CAS)
Sumilla de hechos La Federación de Football de Gibraltar (GFA) inició un
proceso arbitral ante el CAS contra la Union des
Associations Européennes de Football (UEFA), ante la
negativa de esta de incorporar a la GFA a la asociación.
GFA tenía interés en afiliarse a la UEFA para luego
hacerlo ante la Féderátion Internationale de Football
Association (FIFA).
Al presentar su solicitud, el Estatuto de la UEFA permitía
la asociación provisional de asociaciones de football
situadas en el continente europeo. Sin embargo,
mientras la solicitud estaba en trámite, el Estatuto fue
cambiado para restringir la incorporación a asociaciones
de países reconocidos como naciones independientes de
las Naciones Unidas.
Ante la insistencia de la GFA para obtener una respuesta
favorable, la UEFA se negó a concederla, y sin

70
denegarla, sostuvo que el trámite estaba suspendido
hasta nuevo aviso.
Argumentos de las La GFA sostiene que le es aplicable la versión anterior
partes de los Estatutos de la UEFA, de acuerdo con los cuales,
había razones para considerar que los requisitos se
cumplían y que por tanto la solicitud debía ser
procedente.
La UEFA sostiene la aplicación inmediata del nuevo
Estatuto, por tratarse de una regla procesal. Además,
sostiene que la UEFA se rige por la libertad de
asociación, de acuerdo a lo establecido a la ley suiza.
Dado que Gibraltar pertenece al Reino Unido y no es un
país independiente, su incorporación no puede ser
admitida bajo el nuevo Estatuto.
Decisión El Tribunal declaró fundada la demanda y ordenó a la
UEFA que en un plazo máximo establecido en el laudo
decida sobre la incorporación de la GFA de acuerdo con
las reglas contenidas en el Estatuto, en la versión vigente
al momento de presentarse la solicitud.
El Tribunal considera que la regla en cuestión no es de
carácter procesal sino sustantivo, de modo que
corresponde aplicar la versión anterior del Estatuto, con
la cual se presentó la solicitud. Sin embargo, incluso si
se tratase de una regla procesal, aplicar el nuevo
Estatuto supondría vulnerar el principio de la buena fe. El
Tribunal aplica la doctrina de los actos propios,
señalando que la UEFA generó en la GFA expectativas
legítimas que deben ser protegidas. Los elementos de
hecho tenidos en cuenta para ello son: (i) la UEFA
procesó la solicitud inicialmente sin reservas; (ii) la UEFA
y la FIFA hicieron una visita inspectiva a la GFA pese a
que ya se encontraban considerando el cambio de las
reglas; (iii) la UEFA emitió un reporte favorable a la futura
incorporación de la GFA luego de la visita inspectiva; (iv)
la UEFA informó a la GFA que solicitaría un informe a los
expertos legales, luego de lo cual la GFA consideró que
la decisión se sujetaría a lo indicado en dicho informe; (v)
el informe de los expertos fue favorable a la posición de
la GFA, y sugirió la modificación del Estatuto, pero para
evitar problemas en el futuro.
Todos esos elementos generaron expectativas legítimas
en la GFA de que sería provisionalmente admitido
siempre que hubiera cumplido los requisitos.
Conclusión La defensa sobre la base del estoppel es amparada. La
doctrina de los actos propios puede aplicarse para evitar
la aplicación inmediata de una regla procesal si se
generó en el solicitante una expectativa razonable de que
se aplicaría la regla vigente al momento de presentarse
la solicitud.

71
12)
Datos del caso Unilex
Fecha: 12.02.2003
País: Australia
Número: NG733 of 1997
Corte: Federal Court of Australia
Partes: GEC Marconi Systems Pty Ltd. v BHP
Information Technology Pty Ltd. and Others
Cita: http://www.unilex.info/case.cfm?id=845
Sumilla de hechos El Commonwealth de Australia ("el Commonwealth") y
las dos compañías de software australianas BHP
Information Technology Pty Ltd ("BHP-IT") y GEC
Marconi Systems Pty Ltd ("GEC Marconi") celebraron
contratos con cláusula back to back fixed price para el
desarrollo de software e integración de sistemas en la
Red de Comunicación Diplomática de Australia, una red
para la comunicación hacia y desde las misiones de
Australia en el extranjero.
El contrato entre el Commonwealth y BHP-IT fue el
"Contrato principal" y el contrato entre BHP-IT y GEC
Marconi el "Subcontrato". El software sería desarrollado
por GEC Marconi, pero el Commonwealth suministraría
dispositivos de seguridad de límites especiales
("dispositivos STUBS") a BHP-IT, que a su vez los
suministraría a GEC Marconi para la integración con el
software que desarrollaría.
Las partes estaban obligadas a cumplir con sus
obligaciones de acuerdo con un Plan de Implementación
especial, que contemplaba 5 fases sucesivas de
desarrollo o "hitos”.
La disputa surgió cuando GEC Marconi resolvió el
Subcontrato con BHP-IT debido a supuestos
incumplimientos contractuales por parte de BHP-IT.
GEC Marconi inició un proceso contra BHP-IT ante el
Tribunal Federal de Australia, que dio lugar a una serie
de demandas cruzadas, primero, por BHP-IT contra GEC
Marconi y, en segundo lugar, por el Commonwealth
contra BHP-IT.
Argumentos de las GEC Marconi reclamó que BHP-IT no había
partes proporcionado los dispositivos STUBS según lo exigido
por el Subcontrato, y se negó a pagarle a GEC Marconi
por alcanzar el cuarto hito como lo exige el Subcontrato.
BHP-IT no negó estos hechos, pero sostuvo que el
Subcontrato se había modificado mediante un acuerdo
para eliminar la obligación de proporcionar los
dispositivos STUBS y sustituirlos por software de
emulación.
Decisión Tanto el Contrato principal como el Subcontrato se rigen
por la ley australiana. Sin embargo, en varias ocasiones
el Tribunal hizo referencia a fuentes extranjeras,

72
principalmente a las leyes estadounidenses e inglesas,
así como a instrumentos internacionales como los
Principios UNIDROIT y, en menor medida, los Principios
del Derecho Contractual Europeo.
Con respecto a la objeción de BHP-IT de que el
Subcontrato había sido modificado, surgió la pregunta de
si la existencia de una cláusula de "no modificación oral"
en el Subcontrato excluía, como GEC Marconi
argumentó, un acuerdo de variación oral o implícita, o si,
en cualquier caso, una parte podría, por su conducta,
dejar de invocar la cláusula de "no modificación oral",
como argumentó BHP-IT.
Al rechazar el argumento de GEC Marconi y decidir a
favor de BHP-IT, el Tribunal se refirió, entre otros, al
artículo 2.18 (posteriormente 2.1.18) de los Principios
UNIDROIT, que, aunque como norma que da efecto a las
cláusulas contractuales que imponen un requisito de
escritura para modificaciones posteriores, establece que
una parte puede ser excluida por su conducta de invocar
dicha cláusula en la medida en que la otra parte ha
actuado confiando en esa conducta.
Finalmente, con respecto a la afirmación de BHP-IT de
que al resolver el Subcontrato, GEC Marconi había
incumplido un término implícito del contrato que le exigía
actuar de manera honesta, justa y razonable, y a la
objeción de GEC Marconi de que un deber de buena fe,
aunque esté generalmente implícito, no podría estar
implícito en el contrato debido a la llamada cláusula de
"acuerdo completo" contenida en el Subcontrato, el
Tribunal señaló que en la ley australiana no existía tal
estado de derecho obligatorio que impusiera a las partes
el deber de buena fe y trato justo, como el artículo 1-102
(3) del Código de Comercio Uniforme de los Estados
Unidos o los Artículos 1.7 de los Principios UNIDROIT y
el 1:201 de los Principios de Derecho Contractual
Europeo. Sin embargo, concluyó que el deber de buena
fe y trato justo debía considerarse un término implícito de
todos los contratos, y el mero hecho de que el contrato
contenía una cláusula de "acuerdo total" no era suficiente
para excluir tal implicación.
Conclusión Defensa sobre la base del estoppel: amparada. Doctrina
de los actos propios, en el marco de la segunda parte del
artículo 2.1.18 de los Principios UNIDROIT, se aplica
porque la conducta de la parte ha generado la suficiente
confianza para excluir el pacto de no modificación oral del
contrato.

13)
Datos del caso Unilex
Fecha: 30.04.2001

73
Laudo Arbitral
Corte: Ad hoc arbitration (San José, Costa Rica)
Partes: Desconocido
Cita: http://www.unilex.info/case.cfm?id=1100
Sumilla de hechos Una compañía francesa y una compañía costarricense
celebraron un contrato de joint venture para participar en
un proceso de licitación pública para la construcción y
operación exclusiva de centros para la revisión técnica de
vehículos en Costa Rica por diez años.
El contrato fue finalmente adjudicado a un tercero.
Según la empresa costarricense, la adjudicación fue
incorrecta, pero la compañía francesa se negó a seguir a
su socio para impugnar la adjudicación ante la autoridad
competente, lo que impidió que la empresa costarricense
concluyera el procedimiento. La compañía costarricense
inició un arbitraje contra la compañía francesa alegando
el incumplimiento del acuerdo de joint venture y
reclamando una indemnización por el daño sufrido,
incluido el lucro cesante por las ganancias que podría
haber esperado obtener durante el período de diez años.
Argumentos de las No figuran en el fragmento publicado del caso pero se
partes infieren de los hechos.
Decisión En el contrato las partes acordaron que cualquier disputa
debía resolverse "sobre la base de la buena fe y los usos
justos y con respecto a las prácticas comerciales más
sanas y términos amigables". El Tribunal Arbitral decidió
aplicar los Principios UNIDROIT, que consideraba
constituían "el componente central de las reglas y
principios generales que regulan las obligaciones
contractuales internacionales y gozan de un amplio
consenso internacional".
Sobre los méritos, el Tribunal Arbitral consideró que la
negativa de la compañía francesa a unirse a la compañía
costarricense en su apelación contra la decisión de la
autoridad adjudicadora supuso un incumplimiento de las
obligaciones derivadas del contrato de joint venture, y
para este efecto se refirió a los Artículos 1.7., 1.8, 4.1, 5.3
y 5.4 de los Principios UNIDROIT. También invocó el
principio general de la prohibición de venire contra factum
proprium, sin citar la disposición relevante de los
Principios UNIDROIT.
En cuanto a la pretensión del demandante por daños y
perjuicios por lucro cesante, el Tribunal Arbitral sostuvo
que las ganancias esperadas eran demasiado inciertas
como para ser resarcibles en su totalidad y, por tanto,
otorgó daños solo por la pérdida de la chance,
refiriéndose expresamente al Artículo 7.4.3 de los
Principios UNIDROIT.
Conclusión Defensa sobre la base del estoppel: amparada. Doctrina
de los actos propios, en el marco del Art. 1.8 de los

74
Principios UNIDROIT, para analizar el incumplimiento de
obligaciones.

14)
Datos del caso Unilex / CISG database Pace Law School
Fecha: 27.07.1999
Decisión: Laudo Arbitral
Número: 302/1997
Corte: International Arbitration Court of the Chamber of
Commerce and Industry of the Russian Federation
Partes: Desconocido
Cita: http://www.unilex.info/case.cfm?id=671
Base de datos CISG:
http://www.cisg.law.pace.edu/cisg/wais/db/cases2/99072
7r1.html
Sumilla de hechos En julio de 1993, un comprador suizo (Demandante) y un
vendedor ruso (Demandado) celebraron un contrato de
compraventa de bienes. Según el contrato, el envío debía
hacerse máximo al final de octubre de 1993, el término
de la compraventa era FOB y debía hacerse en un puerto
de Ucrania.
El vendedor solo entregó el primer lote de la mercadería
que equivalía al 20% del total de la cantidad pactada.
El comprador demandó al vendedor por incumplimiento
de contrato y solicitó una indemnización por los daños
sufridos.
Argumentos de las El comprador alegó un incumplimiento del contrato por la
partes falta de entrega del total de la mercadería.
Por su parte, el vendedor invocó la invalidez del contrato
debido a la falta de autorización del director de la
empresa para firmar el contrato.
Decisión El Tribunal Arbitral determinó que, conforme al acuerdo
de las partes, es aplicable la Convención de Viena y
subsidiariamente la ley sustantiva rusa. Asimismo,
respecto a la lex mercatoria, el Tribunal aplicó los
Principios UNIDROIT, pues estaban adquiriendo
gradualmente el estatus de usos comerciales
internacionalmente reconocidos en la práctica de
arbitraje internacional.
En relación al fondo del caso, el Tribunal desestimó la
nulidad del contrato en base a las siguientes razones:
- “El vendedor no proporcionó ninguna evidencia de
que su funcionario haya actuado en violación de la
ley u otros instrumentos legales. En consecuencia,
el contrato celebrado por él no puede considerarse
nulo”.
- “Las acciones del vendedor hacia la ejecución del
contrato comprueban la aprobación del contrato
por parte de la empresa del vendedor. Por
ejemplo, la entrega del primer lote de mercancías

75
y la recepción de los pagos respectivos, la
correspondencia sobre el procedimiento de
entrega de la parte faltante de las mercancías”.
- “La correspondencia enviada por el vendedor al
comprador después del 13 de septiembre de 1993
(la fecha en que el CEO de la compañía del
vendedor regresó de sus vacaciones) no puede
considerarse como una negativa del vendedor a
aprobar el contrato. Por el contrario, las
posteriores notificaciones repetidas de que las
mercancías no estaban listas para ser enviadas y
las solicitudes para extender el plazo de envío
evidencian la existencia de relaciones
contractuales entre las partes”.
- “El vendedor alegó la nulidad mucho tiempo
después del momento en que supo o pudo haber
sabido de los hechos, los cuales solo solo él pudo
haber estado al tanto”.
- “Conforme a la lex mercatoria, se debe rechazar la
defensa legal y judicial de una parte que emplea
un derecho propio (en este caso, el derecho a
declarar nulo el contrato) de manera irrazonable o
en contradicción con su anterior conducta (nemo
potest venire contra factum proprium). Además,
según el artículo 7 de la CISG y el requisito de
"observancia de buena fe en el comercio
internacional", la práctica de arbitraje internacional
ha llegado a la conclusión de aplicar a los
contratos para ventas internacionales el principio
angloamericano de estoppel o el alemán
Verwirkung”.
Siendo ello así, el Tribunal concedió al comprador la
indemnización por lucro cesante.
(Extraído del texto de la sentencia, disponible en:
http://www.cisg.law.pace.edu/cisg/wais/db/cases2/99072
7r1.html)
Conclusión Defensa sobre la base del estoppel: amparada. Doctrina
de los actos propios, en el marco del Art. 7 de la
Convención de Viena, para denegar la nulidad del
contrato porque alegarla es contrario a los actos
anteriores del vendedor.

15)
Datos del caso Caso Clout Nº 313 / CISG database Pace Law School
Fecha: 21.10.1999
País: Francia
Corte: Cour d'Appel de Grenoble
Partes: Société Calzados Magnanni c. SARL Shoes
General International

76
Resumen preparado por Mari a ́ del Pilar Perales
Viscasillas, corresponsal nacional
Cita:
http://www.uncitral.org/clout/clout/data/fra/clout_case_31
3_leg-1536.html?lng=es
Base de datos CISG:
http://cisgw3.law.pace.edu/cases/991021f1.html
Sumilla de hechos “El comprador (Demandante), una empresa francesa,
encargó al vendedor (Demandado), una empresa
española, 8.651 pares de zapatos para comercializarlos
con la marca “Pierre Cardin”.
El vendedor negó haber recibido pedidos y se negó a
suministrar la mercanci ́a. El comprador recurrió entonces
a otros fabricantes, pero debido al retraso en el
suministro de la mercanci ́a a los pequeños comerciantes,
éstos le devolvieron 2.125 pares de zapatos no vendidos.
El comprador reclamó daños y perjuicios por valor de
712.879 francos por los 2.125 pares de zapatos no
vendidos asi ́ como por la pérdida de imagen de marca de
su sociedad”.
(Extracto del resumen del caso Clout Nº 313).
El Tribunal de primera instancia le dio la razón al
demandante. El demandado apeló esa decisión.
Argumentos de las El comprador alegó que el vendedor, al no entregar los
partes zapatos, había incumplido el contrato. Es por ello que se
vio en la necesidad de recurrir a compras de reemplazo
pero no pudo entregar a los comerciantes los zapatos a
tiempo, por lo que una gran cantidad no fue vendida.
El vendedor argumentó que no existía un contrato de
compraventa con el comprador, razón por la cual no
entregó los pedidos. Según su posición, no había
comunicado su aceptación de los pedidos.
Decisión La Corte de Apelaciones determinó que era aplicable la
Convención de Viena.
En relación a la celebración del contrato, concluyó lo
siguiente:
“Si bien el vendedor negaba que existiera un contrato de
compraventa e invocaba el arti ć ulo 18 1) de la CISG,
según el cual el silencio o la inacción por si ́ solos no
constitui a
́ n aceptación, el tribunal estimó que si ́ habi a
́
habido celebración de contrato, incluso sin la aceptación
expresa del vendedor. El tribunal se remitió a la práctica
seguida en años anteriores, cuando el vendedor habi a ́
cumplido siempre los pedidos de la empresa francesa sin
expresar su aceptación.
Además, el vendedor no presentó ningún escrito en el
que, en respuesta a las numerosas cartas de reclamación
del comprador, afirmara no haber recibido el pedido. Por
otra parte, el vendedor conoci a ́ la intención del
comprador de participar en el mercado del calzado en

77
verano de 1995 y, aunque no hubiera recibido ningún
pedido, después de fabricar las muestras y de conservar
el material original, teni ́a que haber preguntado al
comprador cómo habi a ́ que interpretar la falta de pedido.
El tribunal estimó que el “hecho de negarse a cumplir un
pedido recibido, sin motivo legi t́ imo, sosteniendo
falsamente que no se habi ́a cursado tal pedido,
constituye por parte del vendedor una violación esencial
del arti ́culo 25 de la Convención de Viena”.
En ese sentido, la Corte de Apelaciones confirmó el fallo
de la primera instancia, pero declaró infundada la
indemnización respecto a los daños por afectación a la
imagen de la marca.
(Extracto del resumen del caso Clout Nº 313).
Conclusión Defensa sobre la base del estoppel: amparada. Doctrina
de los actos propios, en el marco de los artículos 9 y 18.1
de la Convención de Viena, para establecer que en base
a las prácticas entre las partes se puede dar tácitamente
la aceptación de la oferta.

16)
Datos del caso Caso Clout Nº 270 / Unilex / CISG database Pace Law
School
Fecha: 25.11.1998
País: Alemania
Número: VIII ZR 259/97
Corte: Bundesgerichtshof
Partes: Desconocido
Cita: http://www.unilex.info/case.cfm?id=356
Clout Nº 270:
http://www.uncitral.org/clout/clout/data/deu/clout_case_2
70_leg-1493.html?lng=es
Base de datos CISG:
http://cisgw3.law.pace.edu/cases/981125g1.html
Sumilla de hechos Este caso se basa en los hechos del Caso Clout Nº 230 /
Unilex / CISG database Pace Law School (ver referencias
a ese caso).
El comprador apeló el fallo de la Corte de Apelaciones
que dio la razón al vendedor.
Argumentos de las El comprador reiteró los argumentos esgrimidos en la
partes primera instancia y ante la Corte de Apelaciones.
El vendedor no se apersonó en esta instancia, pero el
Tribunal Supremo consideró todas las posiciones y
puntos controvertidos de las partes.
Decisión “El Tribunal Supremo revocó el fallo de la Corte de
Apelaciones y estimó el reclamo del comprador.
El Tribunal dictaminó que el vendedor había renunciado
a su derecho de invocar la notificación tardía de la falta
de conformidad. Al respecto, el vendedor puede
renunciar a sus derechos no sólo de manera expresa sino

78
también en forma implícita. La condición previa para una
renuncia implícita, es que haya indicios concretos que
den a entender al comprador que la acción del vendedor
constituye una renuncia a su derecho.
El hecho de que el vendedor entable negociaciones
respecto de la falta de conformidad de las mercaderías
no debe considerarse necesariamente una renuncia, sino
que debe estudiarse conjuntamente con las
circunstancias de cada caso. En este caso, las
negociaciones sobre la cuantía de los daños y perjuicios
y la forma en que se pagarían la indemnización se habían
llevado a cabo durante un período de 15 meses, tiempo
en el cual el vendedor no se había reservado el derecho
a invocar los artículos 38 y 39 de la CISG. Además, a
petición del comprador, el vendedor había pagado los
costos de un experto. Incluso, el vendedor había ofrecido
pagar los daños y perjuicios por una cuantía de siete
veces el precio que había recibido por la lámina de
protección de superficies.
El tribunal sostuvo que, desde la perspectiva del
comprador (párrafos 2) y 3) del artículo 8 de la CISG),
únicamente podía entenderse que el vendedor no
invocaría luego los artículos 38 y 39 de la CISG”.
En tal sentido, el comprador iría en contra de sus propios
actos si luego invoca la extemporaneidad de la
notificación de la falta de conformidad.
(Extracto del resumen del caso Clout Nº 270).
Conclusión Defensa sobre la base del estoppel: amparada. Doctrina
de los actos propios, en el marco del artículo 8 de la
Convención de Viena, se aplica porque el vendedor no
puede oponer la extemporaneidad del aviso de falta de
conformidad, luego de no haberlo invocado durante las
negociaciones previas sobre la indemnización al
comprador. Se entiende que el vendedor había
renunciado a objetar la demora.

17)
Datos del caso Unilex / Caso Clout Nº 94
Fecha: 15.06.1994
Decisión: Laudo Arbitral
Número: SCH-4318
Corte: Internationales Schiedsgericht der
Bundeskammer der gewerblichen Wirtschaft - Wien
(Vienna), Austria
Partes: Desconocido
Cita: http://www.unilex.info/case.cfm?id=56
Sumilla de hechos “En 1990, un vendedor austríaco (Demandado) y un
comprador alemán (Demandante) celebraron un
Contrato para la venta de hojas de metal laminado. Las
mercancías debían ser entregadas en cuotas “FOB

79
Rostock”, especialmente empaquetadas para la
exportación.
Inmediatamente después de recibir las dos primeras
entregas, el comprador vendió los productos a una
empresa belga que los envió a un fabricante portugués.
El fabricante encontró que las mercancías estaban
defectuosas y se negó a aceptar el resto.
Después de recibir la notificación de la no conformidad
del comprador alemán, el vendedor austríaco se negó a
pagar los daños, alegando que la notificación era
extemporánea.
El comprador inició un procedimiento arbitral conforme a
una cláusula de arbitraje en el contrato”.
Argumentos de las El vendedor (Demandado) alegó que el comprador
partes (Demandante) había perdido el derecho a reclamar los
daños porque no notificó la falta de conformidad de los
bienes a tiempo. El comprador había enviado al vendedor
una notificación por escrito de los defectos, junto con una
declaración pericial de una empresa reconocida
internacionalmente, seis meses después de la entrega,
mientras que, según el contrato, debería haberlo hecho
inmediatamente después de la entrega de los bienes (o
a más tardar dentro de dos meses a partir de la entrega).
Por su parte, el comprador (Demandante) sostuvo que el
Demandado había renunciado a su derecho de oponer la
defensa de notificación extemporánea de la falta de
conformidad.
Decisión “El árbitro único estableció que la ley aplicable era la
Convención de Viena.
En relación a la notificación de no conformidad,
determinó que el Demandante no cumplió con lo
establecido en el Contrato, puesto que lo comunicó fuera
del plazo de 2 meses. El vendedor hizo la entrega de los
bienes en dos lotes, el primero fue en febrero de 1991 y
el segundo en abril del mismo año. Según el Contrato,
debía notificar los defectos de los dos lotes máximo en
abril y junio de 1991, respectivamente. Sin embargo,
notificó la no conformidad del primer lote recién en mayo
(3 meses después) y, respecto al segundo lote, en
octubre (6 meses después).
Respecto a la renuncia del vendedor a su derecho a
invocar la notificación extemporánea de la no
conformidad, el árbitro sostuvo que la intención de una
parte de renunciar a este derecho debe estar claramente
establecida y que, en este caso, no había pruebas
suficientes de tal intención real.
No obstante, determinó que el vendedor no podía
emplear la defensa de extemporaneidad. El árbitro aplicó
el art. 7 (2) CISG, y - refiriéndose a los arts. 16 (2) (b) y
29 (2) CISG - sostuvo que el estoppel (“venire contra

80
factum proprium”) es un principio general subyacente a la
CISG. En este caso, el vendedor se había comportado de
tal manera que hizo creer a la otra parte que el vendedor
no plantearía la defensa de extemporaneidad, por
ejemplo, después de recibir la notificación, el vendedor
había continuado pidiéndole al comprador información
sobre el estado de las quejas por parte del cliente final
portugués y/o el intermediario belga; y había continuado
las negociaciones con miras a alcanzar un acuerdo de
solución.
Siendo ello así, el árbitro reconoció el reclamo de daños
y perjuicio en favor del comprador por los bienes
defectuosos”.
Conclusión Defensa sobre la base del estoppel: amparada. Doctrina
de los actos propios, en el marco de la segunda parte del
artículo 7 de la Convención de Viena, para rechazar una
defensa de extemporaneidad que no fue alegada con
anterioridad y generó en la otra parte la confianza de que
no sería ejercida.

18)
Datos del caso Iran-US Claims Tribunal, DIC of Delawere et. al. v.
Tehran Redevelopment Corp., YCA 1986, at 332 et seq.
TransLex
Sumilla de hechos El 2 de julio de 1975, DIC y Underhill, dos compañías de
Estados Unidos, y Starret, una compañía suiza,
suscribieron un contrato con Tehran Redevelopment
Corp. (TRC), para proveer asistencia técnica en relación
con la construcción de estructuras de concreto para un
proyecto de viviendas en Irán. El contrato se refería a 8
edificios que integraban la fase I. Posteriormente fueron
contratadas para llevar a cabo trabajos en las fases II y
IA, en octubre de 1976.
Argumentos de las Los Demandantes sostienen que en setiembre de 1977
partes se celebraron contratos oralmente en relación con la
etapa III del proyecto, mientras que el Demandado niega
la existencia de tal acuerdo.
Decisión El Tribunal sostiene que el Demandado no objetó a
tiempo el saldo a pagar presentado por los
Demandantes, lo cual generó en TRC la carga de probar
que el valor requerido no era el correcto.
Conclusión La defensa sobre la base del estoppel es amparada. El
tribunal concluye que no objetar el saldo durante un largo
período impide al Demandado negarse al pago, pues a él
le corresponde la carga de probar la inexactitud del saldo
requerido.

19)
Datos del caso Framatome-Award, YCA 1983, at 94, 101 et seq.
TransLex

81
Laudo, 192 (original en francés)
Sumilla de hechos La Compañía “Z”, del país “Xanadu” suscribió un contrato
para la explotación de recursos naturales con “ABC”, una
entidad estatal del país “Utopía”. El contrato fue
ejecutado por ambas partes durante varios meses, pero
surgida una disputa durante la ejecución, ABC lo resolvió
y Z interpuso una demanda arbitral.
Argumentos de las ABC alegó que el contrato era inválido, pues no se había
partes cumplido todas las formalidades para su suscripción:
aprobación por parte de un comité de ABC, el que según
la propia declaración de ABC, se reunía solo
ocasionalmente. ABC además alegó que el estado de
Utopía había decidido no explotar los recursos naturales
materia del contrato.
Decisión ABC no puede tomar ventaja de las irregularidades e
incumplimiento de la ley de Utipía, cometidos por sus
propios órganos, los cuales, según la propia declaración
de ABC, no podían resistir la habitual práctica de
violación de la ley de su país. Ello es contrario al principio
de la buena fe. El hecho que el contrato haya sido
ejecutado por ambas partes revela que las
irregularidades no fueron esenciales; de hecho, las
alegaciones de nulidad se producen recién en el arbitraje.
Conclusión Se ampara el argumento del Demandante sobre la
prohibición de un comportamiento inconsistente,
contenida en el Principio I.1.2 de TransLex.

20)
Datos del caso Iran-US Claims Tribunal, Wodward-Clyde Consultants v.
Iran et. al., 3 IRAN-U.S. C.T.R., at 239 et seq. (1983)
TransLex
Sumilla de hechos Woodward-Clyde Consultants y otras empresas
vinculadas interponen demanda contra el Gobierno de
Irán y la agencia estatal the Atomic Energy Organization
of Iran (“AEOI”) para que le pague la contraprestación por
los servicios prestados en el marco del contrato de
consultoría en relación con la instalación de plantas
nucleares, celebrado en 1975 y modificado en 1976 y
1978.
Argumentos de las El Demandado señala que el funcionario que suscribió la
partes modificación del contrato no contaba con las facultades
necesarias.
Decisión El Tribunal considera que el Demandado ha incurrido en
un comportamiento inconsistente, pues a pesar de negar
que su representante tenía facultades para modificar el
contrato y en consecuencia proceder al pago, hay
evidencia de que algunos pagos sí fueron efectuados con
anterioridad a pesar de no haberse cumplido las
formalidades contractuales. En tal sentido, el contratista

82
Demandante ejecutó sus prestaciones confiando en que
su contraparte había brindado su consentimiento.
Conclusión La defensa sobre la base del estoppel es amparada. El
tribunal concluye que no deben primar las formalidades
cuando la conducta de una de las partes revela
conformidad con la ejecución de las prestaciones de su
contraparte.

21)
Datos del caso ICC Second Preliminary Award. Case Nº 1512, YCA
1980, 170, 174 et seq.
TransLex
Sumilla de hechos La Demandante es una compañía cementera india,
acreedora de una empresa cementera pakistaní. La
deuda sería pagada con la entrega periódica de ciertas
cantidades de cemento. La obligación fue garantizada
por un banco pakistaní. En 1965 se produjeron
hostilidades entre India y Pakistán, lo que generó
restricciones comerciales entre ambos países y el
consiguiente incumplimiento de la obligación de entrega
por parte de la empresa pakistaní. El banco se negó a
honrar su garantía.
Argumentos de las El banco (Demandado) cuestionó las actuaciones
partes arbitrales sobre la base de la existencia de otros
procesos iniciados por el demandado luego de iniciado el
proceso arbitral.
Decisión El árbitro único rechazó este argumento sobre la base de
la conducta del propio demandado, inconsistente con lo
anterior. Señaló que existe un principio general del
derecho “that a man shall not be allowed to blow hot and
cold –to affirm at one time and to deny at another”39. Sin
embargo, el análisis del caso concreto en función a este
principio no queda claro.
Conclusión Se ampara el argumento del Demandante sobre la
prohibición de un comportamiento inconsistente,
contenida en el Principio I.1.2 de TransLex.

1.5.2 Casos que no amparan la invocación de la doctrina de los actos propios.-

La presentación de los 12 casos en los cuales las cortes que aplicaron la lex
mercatoria desestimaron la invocación de la doctrina de los actos propios, ha
seguido un criterio cronológico, desde las decisiones más recientes a las más
antiguas. En la mitad de ellos se discutió cuestiones referidas a contratos de
compraventa de mercaderías, mientras que los casos restantes son variados e
involucran cuestiones derivadas de contratos de construcción, de distribución,
entre otros.

39
Es decir, “que un hombre no puede soplar aire frío y caliente – afirmar en un momento y
denegar en otro”.

83
1)
Datos del caso ICC International Court of Arbitration Bulletin 2016 Nº 2
113
2016
Ginebra, Suiza.
Partial Award in Case 15453 (extracts)
Sumilla de hechos El Demandante y los Demandados suscribieron
acuerdos relacionados a la construcción de una
embarcación. Uno de los documentos fue suscrito por un
ex trabajador del Demandante, el fabricante de la
embarcación, sin su conocimiento. Entre otros asuntos,
se discutió en el proceso quién era el propietario del
casco de la nave y si hubo incumplimientos del Contrato.
Argumentos de las El Demandante alega ser propietario del casco de la
partes nave, pues de acuerdo con la ley brasilera no se habrían
cumplido los requisitos para su transferencia. Por el
contrario, el Demandado alega ser propietario de la nave
y sustenta su afirmación, entre otros argumentos, en el
estoppel by representation, pues antes de la suscripción
del contrato el Demandante señaló que no sería
necesaria una garantía adicional porque los bienes
pertenecen a los Demandados. Ello impide al
Demandante alegar que el casco de la embarcación es
de su propiedad.
Decisión La propiedad del casco corresponde al Demandado
luego de recibida la factura, de acuerdo a lo previsto en
el contrato. La transferencia de propiedad a su favor no
liberó de responsabilidad al Demandante como
contratista, quien mantuvo la posesión de la nave.
Conclusión Defensa sobre la base del estoppel: desestimada. No era
necesario invocar la doctrina del estoppel porque los
términos del contrato eran suficientes para definir las
reglas de transferencia de propiedad. En todo caso, el
tribunal señala no estar de acuerdo con la invocación de
la doctrina del estoppel, pues el contrato excluyó la
posibilidad de ampararse en declaraciones previas a la
celebración del contrato.

2)
Datos del caso ICC International Court of Arbitration Bulletin Vol. 11 Nº 2
2009
Zurich, Suiza.
Final Award in Case 8786 (extracts)
Sumilla de hechos Un fabricante de ropa, el Demandante, recibió una orden
de compra de un vendedor retail, el Demandado, y envió
las muestras un mes antes de la fecha de entrega de los
productos. Las muestras fueron observadas, pero luego
las observaciones se subsanaron. Sin embargo, la orden

84
de compra fue cancelada 10 días antes de la fecha de
entrega.
Argumentos de las El fabricante interpuso una demanda arbitral reclamando
partes los daños generados por la imposibilidad de colocar los
productos requeridos. El Demandado alegó que la
entrega de las muestras fue tardía, lo cual hizo imposible
que la entrega de los productos se realizara a tiempo.
Señala que la entrega a tiempo es una obligación
esencial de acuerdo con la Convención de Viena sobre
Compraventa de Mercaderías. El Demandante señaló
que en ocasiones anteriores el Demandado no reclamó
por entregas tardías y que hacerlo en dicha ocasión era
un comportamiento de mala fe, contrario a los actos
propios.
Decisión El hecho que en ocasiones anteriores el Demandado no
haya insistido en que las entregas fuesen a tiempo no
supone una prohibición para exigirlo en el futuro.
Conclusión Defensa sobre la base del estoppel: desestimada. La
doctrina de los actos propios es calificada como una
modalidad de abuso de derecho.

3)
Datos del caso Caso Clout Nº 827 / Unilex / CISG database Pace Law
School
Fecha: 29.05.2007
País: Holanda
Número: C051069/HE
Corte: Court of Appeals of-Hertogenbosch
Partes: Desconocido
Cita:
http://www.unilex.info/case.cfm?pid=1&do=case&id=131
3&step=Abstract
Clout Nº 827:
http://www.uncitral.org/clout/clout/data/nld/clout_case_8
27_leg-2570.html?lng=es
Base de datos CISG:
http://cisgw3.law.pace.edu/cases/070529n1.html
Sumilla de hechos Una empresa belga (Demandante) y una empresa
holandesa (Demandado) celebraron un contrato para la
venta de una máquina. La empresa belga cumplió con
entregar la máquina a la empresa holandesa.
“En la factura enviada por el vendedor figuraba el
siguiente texto: “las mercanci á s siguen siendo de nuestra
propiedad hasta que se haya recibido el pago i n ́ tegro”. El
vendedor aplicó las condiciones generales en las que
también se indicaba que “las mercanci a ́ s entregadas
seguirán siendo propiedad del vendedor hasta que se
reciba el pago i n
́ tegro, lo que significa, en particular, que
el comprador no podrá revender las mercanci a ́ s ni
constituir una garanti ́a sobre ellas”. No obstante, el

85
comprador holandés no pagó i n ́ tegramente el precio de
compra y vendió la máquina a una tercera empresa,
arrendando a su vez la máquina de dicha empresa. El
vendedor belga alegó que el comprador holandés habi a ́
actuado ili ́citamente al vender la máquina a un tercero sin
haber pagado previamente el precio i n ́ tegro de compra,
lo que constituye una violación de la reserva de
propiedad.
El Tribunal de primera instancia determinó que el
comprador –al no oponerse a la disposición relativa a la
reserva de propiedad incluida en la factura por la
empresa belga- aceptó impli ć itamente la reserva de
propiedad sobre la base de los arti ́culos 18 3), 8 y 9 de la
CISG. El Tribunal determinó también que el comprador
cometió un acto ili ć ito, pero no se pudo determinar la
existencia de un nexo causal entre el daño sufrido por el
vendedor belga y el acto ili ć ito, por lo que desestimó la
demanda”.
(Extracto del resumen del caso Clout Nº 827).
El Demandante apeló la decisión.
Argumentos de En el recurso de apelación, la empresa belga sostuvo que
las partes la decisión tomada por el Tribunal era errónea. Por su
parte, el comprador argumentó que no habi a ́ aceptado
impli ́citamente la reserva de propiedad desde un
principio.
Decisión El Tribunal de Apelación confirmó la sentencia del
Tribunal de primera instancia, precisando los siguientes
fundamentos:
- El Tribunal de Apelación determinó que la
Convención de Viena era la ley aplicable al caso.
“Por lo tanto, la cuestión de si el vendedor y el
comprador han convenido en una reserva de
propiedad y/o si son aplicables las condiciones
generales de la empresa belga y la reserva de
propiedad consagrada en ellas ha de responderse
en función de los arti ć ulos 14 y 19 de la CISG
relativos a la oferta y la aceptación, y en los
arti ć ulos 8 y 9, por lo que respecta a la
interpretación de la Convención”.
- “Es evidente que las dos empresas realizaban
actividades comerciales conjuntamente y de forma
periódica. También quedó claro que en el anverso
de las facturas enviadas por la empresa belga a la
empresa holandesa siempre se ha indicado que
las mercanci a ́ s vendidas estaban sujetas a una
reserva de propiedad supeditada al pago i ́ntegro
del precio de compra. Sin embargo, aunque las
facturas sí lo mencionaban, en el contrato de
compraventa no se indicaba en modo alguno que
la compra estuviera sujeta a dicha reserva de

86
propiedad. En el arti ć ulo 18 1) de la CISG se
establece que ni el silencio, ni la falta de respuesta
ante una oferta constituyen una aceptación de
ésta. El vendedor sostuvo que la reserva de
propiedad no fue acordada tácitamente, sino que
se hizo referencia expli ć ita a ella en las facturas.
Por lo tanto, la cuestión que hay que plantearse es
si la empresa belga puede invocar la reserva de
propiedad frente al comprador a pesar de lo
dispuesto en el arti ć ulo 18 de la CISG, teniendo en
cuenta que, anteriormente, ambas partes habi a ́ n
llevado a cabo negocios conjuntamente en
múltiples ocasiones. A la luz de las disposiciones
de la CISG, hay que responder negativamente a
esta pregunta”.
- “Habida cuenta de que no existi a ́ n pruebas de que
la reserva de propiedad fuera una práctica o uso
habitual vinculante para la empresa holandesa, y
de que esta empresa sólo pudo tener
conocimiento de la reserva de propiedad después
de recibir la factura (con independencia de si se
hizo referencia a la reserva de propiedad en el
anverso o en el reverso de la factura), no puede
considerarse que en virtud de los arti ć ulos 18, 8 y
9 de la CISG el comprador haya dado su
consentimiento y, por consiguiente, aceptado la
reserva de propiedad. Por lo tanto, nunca se
convino en que la máquina se entregari a ́ con una
reserva de propiedad en favor del vendedor, y no
hay ningún fundamento para que la empresa belga
afirme que la empresa holandesa actuó
ili ć itamente. Ni la venta con retrocesión en
arrendamiento, que no es inhabitual, ni la negativa
de la empresa holandesa a utilizar el importe
obtenido de la tercera empresa para reembolsar a
la empresa que vendió en primer lugar pueden dar
lugar a un acto ili ć ito”.
(Extracto del resumen del caso Clout Nº 827).
Conclusión Defensa sobre la base del estoppel: rechazada. Se
analizó la doctrina de los actos propios, en el marco de
los artículos 8, 9 y 18 de la Convención de Viena, para
determinar que no existe entre las partes una práctica
habitual de reserva de propiedad.

4)
Datos del caso Caso Clout Nº 1039 / CISG database Pace Law School
Fecha: 27.12.2007
País: España
Corte: Audiencia Provincial de Navarra

87
Partes: Cerámica Tudelana S.A. y Wassmer Gruppe
Spezialmaschinen GMBH
Resumen preparado por Mari a ́ del Pilar Perales
Viscasillas, corresponsal nacional
Cita:
http://www.uncitral.org/clout/clout/data/esp/clout_case_1
039_leg-2395.html?lng=es
Base de datos CISG:
https://www.iicl.law.pace.edu/cisg/case/spain-
audiencias-provinciales-23
http://www.cisgspanish.com/jurisprudencia/espana/audie
ncia-provincial-de-navarra-27-diciembre-2007/
Sumilla de hechos El 21 de julio de 2000, una empresa española
(Demandante) y una empresa alemana (Demandado)
celebraron un contrato para la compraventa de una
máquina que servía para rectificar ladrillos; esta máquina
era fabricada por la empresa alemana.
La compradora reclamó que la máquina comprada era
deficiente porque su rendimiento era muy bajo. Es por
ello que demandó a la empresa alemana, solicitando que
se declare resuelto el contrato de compraventa y el
respectivo pago por daños y perjuicios.
El Juzgado de Tudela falló íntegramente a favor de la
demandante. Determinó que la máquina en cuestión era
defectuosa, puesto que los ladrillos que pasan por la
máquina salían rotos en un porcentaje entre 75% y 84%,
según la velocidad utilizada.
El vendedor apeló la sentencia ante la Audiencia
Provincial de Navarra.
(Extraído del texto de la sentencia de primera instancia,
disponible en
http://www.cisgspanish.com/jurisprudencia/espana/juzga
do-de-primera-instancia-e-instrucción-no3-de-tudela-29-
marzo-2005/).
Argumentos de las La demandante sostuvo que los defectos de la máquina
partes implicaban un incumplimiento esencial del contrato, por
lo que su resolución era válida.
La demandada alegó que los defectos de la máquina no
eran esenciales y que la compradora, al solicitar la
resolución judicial del contrato, estaba actuando en
contra de sus propios actos.
“Según la demandada, los documentos muestran que la
máquina instalada no era defectuosa de forma esencial,
pues de ser así la compradora no habría suscrito el
“documento de compromiso mutuo” de 3 de agosto de
2001, no habría pagado más parte del precio, ni aceptado
que la máquina se quedara en sus instalaciones, por lo
que ha venido contra sus propios actos”.

88
(Extraído del texto de la sentencia, disponible en
http://www.cisgspanish.com/jurisprudencia/espana/audie
ncia-provincial-de-navarra-27-diciembre-2007/).
Decisión La Audiencia Provincial desestimó el recurso de
apelación de la demandada y confirmó la sentencia de
primera instancia que dio la razón a la compradora.
En relación al argumento de los actos propios, la
Audiciencia Provincial señaló lo siguiente:
“El art. 8 del Convenio de Viena contiene una serie de
reglas interpretativas aplicables no sólo al contrato en sí
mismo considerado, sino a cualquier acto, declaración o
comportamiento de las partes significativo en orden a la
determinación de la voluntad real. El párrafo c) del citado
artículo establece que para determinar la intención de
una parte deberán tenerse en cuenta todas las
circunstancias pertinentes del caso, incluyendo su
“comportamiento ulterior”. Esta norma de alguna forma
recoge expresamente la conocida prohibición de “venire
contra factum proprium” y reconoce que el
comportamiento posterior de los involucrados en una
transacción internacional debe tomarse en consideración
a la hora de valorar la intención de cada una de las
partes.
Si se analiza la actuación de Tudelana no puede
sostenerse, como se hace en el recurso, que vaya contra
sus propios actos al resolver el contrato de compraventa.
Antes se indicó que habían sido continuas sus
reclamaciones por el deficiente funcionamiento de la
máquina instalada en Tudela, durante quince meses
aproximadamente. En concreto, Tudelana en su fax de
18 de octubre de 2002 reprocha a Wassmer su “falta de
interés” en solucionar los problemas, a pesar del tiempo
transcurrido, por lo que concede a la misma el plazo de
una semana, comunicando su intención de acudir a los
tribunales de no ofrecer una solución.
Y Wassmer, en su contestación a dicha comunicación
manifiesta que es imposible trabajar con una máquina
con un 0% de mermas, y que la instalación suministrada
es apta para el rectificado de los bloques de ladrillos.
Por ello, en todo caso sería la demandada quien iría
contra sus propios actos al oponerse a que la
demandante haya acudido a los Tribunales, pues admitió
esa posibilidad, al manifestar en el fax de 21 de octubre
de 2002 (documento 44 de la demanda) que “si tienen la
opinión que esto sólo se puede clarificar por la vía judicial,
estamos de acuerdo” y, posteriormente, en el fax de 25
de octubre del mismo año (documento 46 de la demanda)
que “si Uds. sostienen la exigencia de mermas del 0% …
cualquier acción por nuestra parte sería inútil y el asunto
tendrá que aclararse ante los tribunales”.

89
(Extracto de la sentencia, disponible en
http://www.cisgspanish.com/jurisprudencia/espana/audie
ncia-provincial-de-navarra-27-diciembre-2007/).
El vendedor interpuso recurso de casación contra esta
decisión alegando una infracción procesal respecto de la
actuación de las pruebas periciales. El Tribunal Supremo
declaró fundada la casación y remitió el caso al juzgado
de primera instancia para que vuelva a actuar las
pericias. Sin perjuicio de ello, el Juzgado volvió a dar la
razón al comprador al determinar que la máquina era
defectuosa.
Conclusión Defensa sobre la base del estoppel: rechazada. Doctrina
de los actos propios, en el marco del artículo 8 de la
Convención de Viena, no se configura porque el
comprador no incurrió en una conducta contradictoria.

5)
Datos del caso Caso Clout Nº 490 / CISG database Pace Law School
Fecha: 10.09.2003
País: Francia
Número: 2002/02304
Corte: Corte de Apelación de París
Partes: Société H. GmbH y Co. contra SARL M Cita:
Publicado en francés: http://witz.jura.uni-
sb.de/CISG/decisions/100903.htm
Resumen preparado por Claude Witz, corresponsal
nacional, con ayuda de W.-Thomas Schneider
Cita:
https://www.uncitral.org/clout/clout/data/fra/clout_case_4
90_leg-1715.html?lng=es
Base de datos CISG:
http://cisgw3.law.pace.edu/cases/030910f1.html
Sumilla de hechos “El caso opone a un vendedor alemán de telas
(Demandante) y a un comprador francés (Demandado).
En el marco de sus relaciones comerciales, el agente
comercial del vendedor visitó el día 9 de septiembre de
1998 la sede social del comprador. En la visita, el agente
comercial del vendedor presentó al comprador un nuevo
tejido de tipo licra que le propuso que comprara.
El 28 de septiembre de 1998 el vendedor dirige al
comprador una carta en alemán, titulada “Confirmación
de pedido”, que trata de la venta de 100.000 metros de
tejido a un precio de 11,40 francos franceses el metro. La
carta precisa que el tejido se entregará previa llamada del
comprador por lotes de 25.000 metros entre noviembre
de 1998 y febrero de 1999. Este procedimiento de
confirmación de pedido oral se había seguido ya en otros
pedidos anteriores del comprador.
Más adelante, el comprador pide una primera entrega de
1.718 metros. Esa entrega es objeto de una factura de

90
fecha 15 de marzo de 1999 en la que se hace referencia
al saldo de 98.772 metros que faltaban por entregar. El
comprador liquida la factura sin reserva alguna pero no
da curso a su pedido en lo que se refiere al resto de la
tela.
El vendedor pretende que un contrato de venta que trata
de la entrega de 100.000 metros de tela quedó
concertado entre él y el comprador en el momento en que
su representante visitó la sede social del vendedor”.
(Extracto del resumen del caso Clout Nº 490).
En base a ello, el vendedor demandó al comprador
solicitando el pago del precio por el resto de los 100.000
metros de tela y por daños y perjuicios.
El Tribunal de primera instancia rechazó la demanda del
vendedor, por lo que el Demandante apeló la decisión.
Argumentos de las El comprador alegó que no existe un contrato de venta
partes por 100.000 metros de tela. Por tanto, no está obligado a
pagar por el precio total.
Por su parte, el vendedor sostiene que en el momento de
la venta el intercambio de consentimiento de las partes
operó de acuerdo con las prácticas anteriores entre ellas,
conforme al artículo 9 de la CISG. Por ello, el director de
la empresa vendedora registró de inmediato el pedido a
nombre del comprador. Además, sostiene que el saldo
que figuraba en la factura del pedido de 1.718 metros se
pagó sin hacer ninguna reserva.
(Extraído del texto de la sentencia, disponible en
http://cisgw3.law.pace.edu/cases/030910f1.html).
Decisión La Corte de Apelación confirmó la sentencia del Tribunal
de primera instancia, en base a los siguientes
fundamentos:
- “La Corte, antes que nada, comprueba si se pudo
concertar un contrato de venta por vía oral cuando
el representante del vendedor visitó al comprador.
A tal respecto, estima que, habida cuenta de la
contestación formal de esos hechos por el
comprador, el vendedor no ha proporcionado las
pruebas necesarias para establecer la
concertación del contrato”.
- “La Corte estima además que tampoco hubo
contrato con arreglo a las costumbres establecidas
entre las partes, pese a que el mismo proceso de
pedido oral del comprador, confirmado por carta
del vendedor, se había observado ya en casos
anteriores. El Tribunal hace valer que la
observancia de las costumbres no dispensaba a
las partes de sus obligaciones emanadas del
artículo 14.1 y del artículo 18.1 de la CISG que,
por una parte, disponen que una oferta debe ser
suficientemente precisa y que, por otra parte, el

91
simple silencio del destinatario no significa
aceptación. El Tribunal deduce de lo antedicho
que, en el caso de que se trata, el vendedor que
tenía la intención de proporcionar al comprador
una tela de nueva confección, muy diferente de los
tejidos vendidos anteriormente, no podía, por lo
tanto, prevalecerse de la costumbre anterior
seguida por las partes con ocasión de
transacciones de tejidos de confección clásica. A
falta de costumbre, la “confirmación de pedidos”
debía ser analizada en una oferta de compra que
el comprador no había aceptado”.
- “El Tribunal considera además que el comprador,
que no conoce la lengua alemana, tenía derecho
a no haber comprendido el sentido de la
“confirmación de pedido”, redactada
exclusivamente en alemán”.
- “Por último, el Tribunal pone de relieve que la
entrega de 1.718 metros de tejido no constituye
una ejecución parcial de la venta prevista de
100.000 metros”.
(Extracto del resumen del caso Clout Nº 490).
Por todo lo expuesto, se desestimó la demanda del
vendedor rechazando su argumento sobre las prácticas
establecidas entre las partes.
Conclusión Defensa sobre la base del estoppel: rechazada. Doctrina
de los actos propios, en el marco de los artículos 9, 14 y
18 de la Convención de Viena, no es aplicable para
determinar la existencia de un contrato respecto de la
venta de un bien distinto al de los anteriores contratos.
No se pueden invocar las prácticas establecidas en
operaciones distintas.

6)
Datos del caso Unilex
Fecha: 00.00.2003
Laudo Arbitral
Número: 11849
Corte: ICC International Court of Arbitration 11849
Partes: Desconocido
Cita: http://www.unilex.info/case.cfm?id=1159
Sumilla de hechos El Demandante (un distribuidor de Estados Unidos), firmó
un acuerdo de distribución exclusiva (el "Acuerdo") con el
Demandado (un fabricante italiano de productos de
moda). El Acuerdo estipulaba que el Demandado
entregaría los productos en una o más entregas para las
temporadas de otoño / invierno y primavera / verano, y
que el pago debía realizarse mediante una carta de
crédito ("L/C"). Cuando el Demandado solicitó precios
más altos para sus productos, el Demandante se negó a

92
abrir la L/C para la cuota en cuestión. Sin embargo,
después de una notificación formal por parte del
Demandado que indicó que si el Demandante no pagaba
dentro de los veinte días posteriores a la recepción, el
Demandado resolvería el Acuerdo, el Demandante
declaró que estaba dispuesto a cumplir y abrió la carta de
crédito dentro del plazo establecido por el Demandado.
Sin embargo, el Demandado resolvió el Acuerdo, a pesar
de que sabía que el Demandante había cumplido con su
obligación.
El Demandante inició el arbitraje para reclamar daños y
perjuicios por la pérdida de ganancias sufrida como
resultado de la terminación ilícita del Acuerdo por parte
del Demandado. El Demandado reconvino por el pago de
facturas vencidas y otros asuntos.
Argumentos de las El Demandante señalaba que el Demandado no tenía
partes derecho a resolver el Acuerdo debido a que: (i) las partes
acordaron, en el curso de su relación, abandonar como
medio de pago estándar la carta de crédito y utilizar la
transferencia bancaria, en diferentes términos, (ii) la carta
de crédito no fue el único medio de pago según el
Acuerdo (se usó solo una vez) ni una disposición
fundamental para firmar dicho contrato, (iii) la solicitud del
Demandado de que el reclamante abriera una carta de
crédito para la colección de otoño/invierno fue anulada
por un desacuerdo entre las partes sobre los precios de
los productos para dicha colección, (iii) el Demandado
habría incumplido sus propias obligaciones por su
demora continua y material en la entrega de bienes
según los términos del Acuerdo.
Por su parte, el Demandado argumentó que: (i) el hecho
que el comportamiento del Demandante obligó al
Demandado a aceptar métodos de pago distintos de
cartas de crédito, no puede interpretarse como renuncia
a su derecho a insistir en que los pagos se realizaran
mediante cartas de crédito, (ii) las partes no acordaron
por escrito una modificación al Acuerdo, que prevía el uso
de cartas de crédito, (iii) el pago de los bienes por medio
de una carta de crédito fue de fundamental importancia
para el Demandado, ya que era "un factor fundamental
en las relaciones del demandado con sus distribuidores
e, incidentalmente, en el contrato celebrado con el
demandante", (iv) cualquier demora en la entrega de
bienes por parte del Demandado fue ocasionada por los
propios retrasos del Demandante en la compra de las
muestras y en el procesamiento de los pedidos.
Decisión El Tribunal determinó que la negativa inicial del
Demandante a abrir una carta de crédito constituía un
incumplimiento de su obligación de pagar, y que el
Demandado tenía derecho a resolver el Acuerdo de

93
conformidad con el artículo 64 (1) (b) de la CISG
(Convención de Viena de Compraventa de Mercaderías).
Respecto al argumento de la Demandante sobre que las
partes habían acordado modificar la forma de pago
estipulada en el Acuerdo que imponía el pago mediante
una carta de crédito porque en una ocasión anterior la
Demandada había aceptado el pago mediante
transferencia bancaria ordinaria, el Tribunal Arbitral
indicó que el Acuerdo estipulaba expresamente que
cualquier modificación debía hacerse por escrito. Por
tanto, el mero hecho de que en una ocasión el
Demandado haya aceptado excepcionalmente el pago
por transferencia bancaria no fue suficiente para inducir
al Demandante a creer que el requisito de abrir una carta
de crédito se abandonaría irrevocablemente, más aún
durante las negociaciones el Demandado insistió
repetidamente en la importancia de este requisito y según
el artículo 8 (3) de la CISG, al interpretar la conducta de
una parte, debe tener debidamente en cuenta las
negociaciones precontractuales.
En cuanto al otro argumento presentado por la
Demandante de que su negativa a abrir la carta de crédito
se justificó por la solicitud del Demandado de un aumento
de precio del 10-15%, el Tribunal Arbitral dispuso que la
Demandante podría haber abierto una carta de crédito
sobre la base de la lista de precios anterior, mientras que
la negativa a abrir cualquier carta de crédito fue
equivalente a una negativa total a pagar el precio. Ello fue
una reacción excesiva y desproporcionada con respecto
a un desacuerdo relacionado con el 10 o el 15% de los
precios.
No obstante, el Tribunal Arbitral finalmente decidió que el
Demandado había resuelto erróneamente el Acuerdo. De
hecho, cuando el Demandado notificó al Demandante su
intención de resolver de acuerdo, sabía que el
Demandante había cumplido con su obligación de abrir la
carta de crédito dentro del plazo adicional otorgado. El
Demandado no actuó de buena fe ya que su intención
real era utilizar la resolución para renegociar los términos
del Acuerdo en su beneficio, violando así el principio
general de buena fe, también estipulado en el artículo 7
de la CISG, que impide que una parte aproveche
indebidamente los recursos proporcionados en caso de
incumplimiento de la obligación de la otra parte.
Conclusión Defensa sobre la base del estoppel: rechazada. Doctrina
de los actos propios, en el marco de la segunda parte del
artículo 2.1.18 de los Principios UNIDROIT, no se aplica
porque una acción no es suficiente para dar por
modificado el contrato cuando existe una formalidad
pactada.

94
7)
Datos del caso ICC International Court of Arbitration Bulletin Vol. 12 Nº 2
2001
París, Francia.
Laudo Parcial en el Caso 9474 (extractos)
Sumilla de hechos El Demandante es un banco central y el Demandado es
un fabricante de billetes o papel moneda. En 1990, el
primero solicitó la elaboración de billetes en distintas
denominaciones; el segundo aseguró que alcanzaría los
mayores estándares de seguridad. Esto no ocurrió;
además, la entrega fue tardía. Dos años después las
partes contrataron el rediseño, impresión y entrega de los
billetes, a un precio reducido como reconocimiento de la
responsabilidad del Demandado en la entrega anterior.
Hubo nuevos retrasos y defectos en la entrega. En 1993,
para arreglar las diferencias, el Demandante se
comprometió a hacer una nueva entrega a su propio
costo, y dependiendo de si los requisitos de calidad y
seguridad eran satisfechos, el Demandante se
comprometió a contratar futuras entregas de billetes. En
los hechos subsistían las diferencias.
Argumentos de las Una de las defensas planteadas por el Demandado es
partes que el banco (Demandante) está impedido (estopped) de
reclamar el incumplimiento del acuerdo celebrado en
1993. Añade el Demandado que el Demandante le debió
adjudicar el siguiente contrato para la elaboración de
nuevos billetrs. Las razones son que el banco tenía un
deber de llevar a cabo una inspección de los billetes
entregados, y que su silencio supuso una aceptación de
la entrega, lo cual activaba la adjudicación del nuevo
contrato.
Decisión El Tribunal señala que un principio general de los
contratos internacionales es que una parte no puede
ejercer sus derechos si ha renunciado a ellos expresa o
tácitamente, “by a waiver or an estoppel”, o por no haber
reclamado en un plazo razonable. Sin embargo, la carga
de la prueba corresponde a quien alega el estoppel, y
dicha carga es elevada. El Tribunal concluye que no se
produjo ninguna señal por parte del Demandante para
renunciar expresa o tácitamente a sus derechos.
Conclusión Defensa sobre la base del estoppel: rechazada por falta
de elementos probatorios.
Estoppel como herramienta para no contradecir una
renuncia de derechos supone una elevada carga
probatoria.

8)
Datos del caso Caso Clout Nº 230 / Unilex / CISG database Pace Law
School

95
Fecha: 25.06.1997
País: Alemania
Número: 1 U 280/96
Corte: Oberlandesgericht Karlsruhe
Partes: Desconocido
Cita: http://www.unilex.info/case.cfm?id=296
Clout Nº 230:
http://www.uncitral.org/clout/clout/data/deu/clout_case_2
30_leg-1453.html?lng=es
Base de datos CISG:
http://cisgw3.law.pace.edu/cases/970625g1.html
Sumilla de hechos “Un vendedor alemán (Demandado) y un comprador
austríaco (Demandante) celebraron un contrato para la
venta de láminas adhesivas protectoras que se usarían
en las hojas de acero producidas por el comprador y
vendidas a un cliente para su posterior procesamiento. El
comprador no examinó la lámina al recibirla, que debi a ́
ser autoadhesiva y despegable. El cliente del comprador
le informó que cuando se despegó la lámina de los
productos de acero pulimentado de alta calidad, dejó
restos de pegamento adheridos a la superficie. Advertido
de ello, el comprador lo comunicó al vendedor al di ́a
siguiente. No obstante, la comunicación se realizó
después de transcurridos 24 di a ́ s de la entrega de la
lámina.
El comprador asumió el costo de la eliminación de los
restos de pegamento y presentó una reclamación contra
el vendedor pidiendo el reembolso de la suma
correspondiente.
El Tribunal de primera instancia dio la razón al comprador
e indicó que la notificación de la falta de conformidad
después de 24 días fue a tiempo. El vendedor apeló esta
decisión”.
(Extraído del resumen disponible en:
http://www.unilex.info/case.cfm?pid=1&do=case&id=296
&step=Abstract)
Argumentos de las El comprador alegó que la comunicación de la falta de
partes conformidad por calidad defectuosa de las láminas se
realizó dentro del período prescrito por la CISG. Los
Términos y Condiciones Comerciales Generales
establecidos por el vendedor, que establecían un plazo
de ocho días para la presentación de la queja, no pasó a
formar parte del contrato. Además, el defecto solo se hizo
evidente después del procesamiento de la lámina
adhesiva.
Por otro lado, el comprador argumentó que el vendedor
no podía invocar la extemporaneidad de la falta de
conformidad porque ello no fue objetado en las anteriores
negociaciones sobre el reclamo de daños.

96
Al respecto, el vendedor sostuvo que el reclamo por falta
de conformidad por la calidad defectuosa se hizo fuera
del plazo prescrito, por lo que no cabía amparar la
posición del comprador.
(Extraído del texto completo de la sentencia, disponible
en:
http://cisgw3.law.pace.edu/cases/970625g1.html)
Decisión Tanto el Tribunal de primera instancia como la Corte de
Apelaciones determinaron que la Convención de Viena
era aplicable al contrato. La Corte revocó el fallo del
Tribunal y le dio la razón al vendedor, en base a las
siguientes razones:
- “El comprador perdió el derecho a invocar la falta
de conformidad, ya que no había examinado las
mercaderías tan pronto como fuera posible bajo
las circunstancias (Art. 38 (1) CISG) y no había
notificado los defectos dentro de un plazo
razonable (Art. 39 (1) CISG). Si el comprador
hubiera procesado una muestra de los bienes en
el momento de la entrega, habría descubierto
fácilmente los defectos y podría haber notificado
dentro de los 10 a 11 días posteriores. El
comprador estaba obligado a hacerlo,
independientemente del hecho de que las partes
tenían una relación comercial de larga data”.
- “El comprador tampoco tenía derecho a confiar en
una excusa razonable por no haber avisado
oportunamente (Art. 44 CISG), ya que esta
disposición no se aplica en el caso de un examen
inadecuado de los bienes”.
- “El vendedor no renunció a su derecho a objetar
que la notificación no era oportuna. La Corte se
refirió al principio de estoppel ("venire contra
factum proprium"), derivado del principio de buena
fe (Art. 7 (1) CISG). Sin embargo, según la CISG
la mera disponibilidad del vendedor para llegar a
un acuerdo de conciliación no implica en sí misma
una pérdida del derecho a alegar que la
notificación de falta de conformidad no fue
oportuna. La intención de renunciar a la defensa
debe estar claramente establecida. Además, el
artículo 7(1) y 80 de la CISG no impiden al
vendedor alegar la notificación tardía de la falta de
conformidad durante el proceso, aun cuando no
hay sido alegado durante las negociaciones pre
judiciales”. (Extractos del resumen disponible en:
http://www.unilex.info/case.cfm?pid=1&do=case&i
d=296&step=Abstract)
Conclusión Defensa sobre la base del estoppel: rechazada. Doctrina
de los actos propios, en el marco del artículo 7 de la

97
Convención de Viena, no se aplica porque no objetar la
notificación tardía de la falta de conformidad durante las
negociaciones no implica una renuncia de ese derecho ni
impide alegarlo después.
NOTA: Esta decision fue revocada. Ver referencias al
Caso Clout Nº 270 / Unilex / CISG database Pace Law
School.

9)
Datos del caso Caso Clout Nº 221 / Unilex / CISG database Pace Law
School
Fecha: 03.12.1997
País: Suiza
Número: P4 1996/00448
Corte: Zivilgericht Kanton Basel-Stadt
Partes: Desconocido
Cita:
http://www.unilex.info/case.cfm?pid=1&do=case&id=372
&step=Abstract
Clout Nº 221:
https://www.uncitral.org/clout/clout/data/che/clout_case_
221_leg-1444.html?lng=es
Base de datos CISG
http://cisgw3.law.pace.edu/cases/030910f1.html
Sumilla de hechos Un vendedor suizo y un comprador italiano celebraron un
contrato para la venta de dos buques de carga de úrea.
Las partes acordaron el pago dentro de los 30 días
posteriores a la emisión del conocimiento de embarque.
El vendedor emitió una factura que contenía la nota de
que el pago debía realizarse mediante transferencia a la
cuenta bancaria del vendedor que tenía con un banco
suizo en una determinada región.
Dado que el precio no se pagó, el vendedor inició una
acción de cobro ante el Tribunal de la región donde
estaba ubicado el banco del vendedor, mientras que el
domicilio comercial del vendedor estaba en una región
diferente en Suiza.
(Extraído del resumen disponible en
http://www.unilex.info/case.cfm?pid=1&do=case&id=372
&step=Abstract).
Argumentos de las El comprador alegó que el Tribunal no tenía jurisdicción
partes para conocer el caso. Al respecto, sostuvo que el reclamo
por el pago de precio no puede hacerse ante los
tribunales donde se ubica el banco del vendedor porque
nunca se acordó que ese sería el lugar de pago. Nunca
tuvo lugar un acuerdo explícito sobre el lugar y tampoco
existe una relación comercial continua, por lo que no se
estableció ninguna práctica entre las partes. En ese
sentido, la cuenta bancaria indicada en la factura era solo

98
una alternativa como medio de pago, mas no una
obligación.
Por su parte, el vendedor sostuvo que el Tribunal sí tenía
jurisdicción porque el domicilio del banco era el lugar de
cumplimiento de la obligación de pago, de acuerdo a las
prácticas establecidas entre las partes. El comprador,
anteriormente, adquirió bienes del vendedor en dos
ocasiones, y en esos casos pagó sin objeción en el lugar
indicado en la factura. Además, en la práctica comercial
es habitual que los pagos se realicen mediante
transferencia bancaria. Por tanto, las partes estaban
obligadas por sus prácticas y los usos comerciales.
(Extraído del texto de la sentencia, disponible en
http://cisgw3.law.pace.edu/cases/030910f1.html).
Decisión “El Tribunal aplicó el artículo 57 de la CISG para
determinar el lugar de pago.
Como el contrato implicaba la entrega de documentos, el
Tribunal verificó primero si el lugar de pago debía
determinarse de acuerdo con el art. 57 (1) (b) CISG (lugar
de pago en el lugar de entrega de documentos). El
Tribunal señaló, sin embargo, que el art. 57 (1) (b) no era
aplicable. Según el Tribunal, art. 57 (1) (b) se aplica solo
cuando las obligaciones respectivas del comprador y el
vendedor deben cumplirse simultáneamente y no
cuando, como en el caso en cuestión, el comprador tiene
derecho a pagar dentro de los 30 días posteriores a la
emisión de la factura de carga. En opinión del Tribunal,
las partes acordaron una compra a crédito que no está
incluida en el alcance del art. 57 (1) (b) CISG.
Por lo tanto, la Corte aplicó el art. 57 (1) (a) CISG, según
el cual el lugar de pago es el establecimiento del
vendedor. Como el establecimiento del vendedor no
estaba ubicado en la región del Tribunal, el Tribunal negó
su jurisdicción”.
El Tribunal rechazó los argumentos del vendedor
relativos a que las partes habían acordado el
establecimiento del banco del vendedor como lugar de
pago, por las siguientes razones:
- “Uno de los argumentos del vendedor fue que la
factura que contenía la nota en la cuenta bancaria
del vendedor constituía una carta de confirmación
que, como no objetaba el comprador, se convirtió
en parte del contrato. El Tribunal aclaró que un
documento generalmente conocido en Suiza
como una carta de confirmación pertenece al
proceso de formación del contrato, de modo que
en determinadas circunstancias su contenido
puede formar parte del contrato, mientras que una
factura pertenece al proceso de ejecución del
contrato. Por lo tanto, sin investigar si existía una

99
carta de confirmación, el Tribunal sostuvo que en
el caso en cuestión la nota en la factura no podía
formar parte del contrato, ya que una factura no
califica como una carta de confirmación”.
- “El Tribunal también desestimó la alegación del
vendedor de que la indicación en la factura de la
cuenta bancaria del vendedor establecía una
práctica entre las partes en virtud de la cual el
comprador estaba obligado a pagar en el banco
del vendedor, por lo que el lugar del banco era el
lugar de cumplimiento. En opinión del Tribunal,
aunque dejó abierta la cuestión de si las partes
celebraron uno o dos contratos diferentes para la
entrega de dos cargamentos de barco, sostuvo
que en virtud del art. 9 (1) CISG dos relaciones
contractuales de todos modos no fueron
suficientes para establecer una práctica entre las
partes. Según el Tribunal, para que se establezca
una práctica entre las partes, se requieren
relaciones contractuales duraderas que involucren
más contratos de venta entre las partes”.
- “El Tribunal también rechazó el argumento del
vendedor según el cual el pago del precio
mediante transferencia bancaria a la cuenta
bancaria del vendedor constituye un uso
internacional de acuerdo con el art. 9 (2) CISG.
Aunque el Tribunal reconoció que el pago
mediante transferencia bancaria en lugar de
efectivo se emplea ampliamente en el comercio
internacional, en opinión del Tribunal, sin
embargo, dicho empleo no es suficiente para
establecer un uso internacional en virtud del art. 9
(2) CISG. El uso se establecería solo si la
notificación de un vendedor sobre el pago a su
cuenta bancaria se conociera ampliamente como
una indicación por parte del vendedor de un nuevo
lugar exclusivo de desempeño, y no solo un lugar
de pago alternativo, como en opinión del Tribunal
tal indicación es conocida”.
(Extraído del resumen disponible en
http://www.unilex.info/case.cfm?pid=1&do=case&id=372
&step=Abstract).
Conclusión Defensa sobre la base del estoppel: rechazada. Doctrina
de los actos propios, en el marco de lo artículo 9 de la
Convención de Viena, no se aplica porque el Tribunal
consideró que la conducta de una parte en solo dos
relaciones contratuales es insuficiente para considerar
una práctica establecida.

10)

100
Datos del caso Iran-US Claims Tribunal, Abrahim Rahman Golshani v.
The Government of the Islamic Republic of Iran, YCA
1994, at 421 et seq.
TransLex
Sumilla de hechos El Señor Golshani, ciudadano iraní, demanda al estado
iraní por la expropiación de sus intereses en Tehran
Redevelopment Corp. (TRC), una compañía de
desarrollo iraní, adquiridos mediante contrato de
transferencia celebrado con el Señor Rahman Golzar.
De otro lado, TRC demandó en Francia a los Señores
Golshani y Golzar cuestionando una transferencia
realizada entre ellos.
Argumentos de las El Señor Golshani, demandante en el proceso arbitral,
partes invoca la doctrina del estoppel, señalando que en el
proceso judicial seguido en Francia, TRC, una entidad
perteneciente al Estado iraní, sostuvo una posición
distinta a la que el gobierno iraní sostiene en el arbitraje.
Así, en el proceso judicial francés TRC niega la
existencia de unas actas de reuniones y sostiene la
validez de una escritura de transferencia. Sin embargo,
sostiene lo contrario en el arbitraje de esta referencia.
Decisión El Tribunal sostiene que no corresponde aplicar la
doctrina del estoppel pues no se cumple un requisito
indispensable: que haya una declaración formulada con
claridad y sin ambigüedades. Ello no ocurre en el caso
porque las afirmaciones efectuadas por TRC sobre la
validez de la escritura pública no son claras.
Además, no hay identidad de sujetos, pues no se puede
atribuir al Estado de Irán, demandado en el arbitraje, la
conducta de TRC, la entidad estatal demandante en el
proceso judicial francés.
Tampoco se cumple el requisito sobre la variación de la
conducta, que genere una desventaja en quien confió en
la conducta inicial. En el presente caso, las alegaciones
formuladas por el Demandado sobre la falsificación de la
escritura pública fueron efectuadas en el proceso arbitral
antes de las alegaciones sobre su validez en el proceso
judicial francés.
Por tanto, el Gobierno iraní no está impedido de alegar
que la escritura pública está falsificada.
Conclusión La defensa sobre la base del estoppel es desestimada,
pues no se cumplieron los requisitos para ello.

11)
Datos del caso ICSID Award, AMCO Asia Corp. et al. v. The Republic of
Indonesia et al., YCA 1985, at 61 et seq.
TransLex
Sumilla de hechos En 1968 se celebró un Contrato para la construcción del
Hotel Kartika Plaza en Indonesia, por parte de Amco Asia
Corp. una corporación norteamericana que solicitó la

101
autorización de su inversión por 30 años, para lo cual
constituyó la sucursal P.T. Amco Indonesia, cuyas
acciones fueron posteriormente transferidas a una
empresa constituida en Hong Kong.
Amco Asia y P.T. Wisma, compañía indonesia
aparentemente controlada por el gobierno de ese país,
suscribieron un contrato de alquiler y gerencia en relación
con el hotel. En 1980 este contrato fue resuelto por el
gobierno. El reclamo de fondo se refería a un caso de
expropiación por parte del Gobierno de Indonesia.
Argumentos de las El demandado cuestionó la competencia del tribunal
partes alegando que no se trataba de un contrato de inversión a
ser discutido en CIADI sino un contrato entre privados y,
adelantándose al cuestionamiento por su contraparte,
previsiblemente sustentado en la doctrina del alter ego,
sostuvo que el demandante debía ser “estopped”; es
decir, debía ser impedido de alegar tal argumento. La
razón era que Amco Asia, la demandante, había actuado
en otros procesos de manera incompatible con el
argumento del alter ego.
Decisión El tribunal se ampara en la definición de estoppel según
el common law.
El Tribunal mencionó el caso Temple Vihear, según el
cual, en las relaciones de Derecho Internacional Público,
“one State should not be permitted to rely on its own
inconsistency to the detriment of another State”40. En el
presente caso, el Tribunal sostuvo que algo similar puede
señalarse en las relaciones de comercio internacional
entre privados.
Sin embargo, señaló que en el presente caso no se
produjo perjuicio al gobierno indonesio ni beneficio a
favor de Amco, de modo que se desestimó el argumento
referido al estoppel.
Conclusión Se desestimó el argumento referido al estoppel, invocado
por el Demandado para oponerse al arbitraje (discusión
de jurisdicción).

12)
Datos del caso American Bank and Trust Company v. Trinity Universal
Insurance Company et al. (Decision of 11 December
1967, 251 La. 445, 205 So.2d 35). Corte Suprema de
Luisiana.
TransLex
Sumilla de hechos El banco (Demandante) acciona contra la compañía de
seguros (Demandada), garante de una empresa
constructora, para que asuma el pago que le
correspondía a la empresa garantizada.

40
A un Estado no le está permitido apoyarse en su propia inconsistencia en detrimento de otro
Estado.

102
Argumentos de las El banco sostiene que concedió el prestamo a la empresa
partes constructora bajo el entendimiento de que la compañía
de seguros le otorgaría una garantía respecto de la cual
el banco tendría preferencia en el cobro. Se discute en el
proceso si en efecto el banco tenía preferencia en el
cobro. De hecho, la compañía de seguros realizó pagos
a acreedores laborales, entre otros, pero no al banco
Demandante. La demanda fue declarada fundada en
primera instancia sobre la base del estoppel, pues la
compañía de seguros habría garantizado que el banco
cobraría preferentemente, lo cual le indujo a conceder el
prestamo. Fue declarada infundada en segunda
instancia.
Decisión La Corte Suprema del Estado de Luisiana confirmó la
decisión de segunda instancia y definió el equitable
estoppel como el efecto de la conducta voluntaria de una
parte que le impide hacer valer derechos contra otra que
ha confiado justificadamente en dicha conducta y,
producto de ello, ha cambiado su posición por lo cual
sufriría un perjuicio si a la otra parte se le permite repudiar
su conducta. Fundada sobre la buena fe, la doctrina está
diseñada para prevenir la injusticia al impedir que una
parte, en circunstancias especiales, tome una posición
contraria a sus actos, admisiones, representaciones o
silencio anteriores.
La Corte señala que las declaraciones efectuadas por la
compañía de seguros (representations) no eran de hecho
sino de derecho. Añade que generalmente la doctrina del
estoppel no opera frente a declaraciones de derecho
(representation of law), salvo situaciones excepcionales,
como la de asimetría informativa, lo cual no ocurrió en el
presente caso.
Conclusión La defensa sobre la base del estoppel es desestimada.
La doctrina del estoppel debe ser aplicada
cuidadosamente, especialmente cuando median
declaraciones de derecho y no de hecho.

1.6 Resultado de la invocación de la doctrina de los actos propios en los


casos seleccionados.-

Sin pretender rescatar algún valor estadístico a partir de los resultados obtenidos
en los casos seleccionados, puede señalarse como conclusión evidente que, de
los 33 casos, en 21 los tribunales ampararon las pretensiones referidas a la
doctrina de los actos propios o estoppel, mientras que en 12 rechazaron su
invocación.

No es nuestro propósito brindar una opinión informada sobre cada una de las
decisiones reseñadas. De hecho, ello no sería posible pues en la gran mayoría
de los casos no contamos con los textos completos, e incluso, si los tuviéramos,

103
el análisis y opinión consiguientes no serían precisos, pues no contamos con la
información detallada de los hechos discutidos.

Lo anterior no impide obtener algunas conclusiones generales, que servirán de


insumo para la construcción de una posición jurídica que responda a las
preguntas de qué es y para qué sirve la doctrina de los actos propios en el
Derecho de contratos en el Perú. En tal sentido, los comentarios que siguen
parten de un análisis más cualitativo que estadístico, que pretende entender la
práctica internacional, así como determinar si existen o no conceptos comunes
que sustentan la doctrina de los actos propios, o si más bien esta se usa con
muy distintos propósitos y metodologías.

Todas las decisiones reseñadas tienen una característica en común: revelan que
los tribunales encargados de resolver dichas controversias parten de la premisa
que cuando ni el pacto ni la ley justifican la contradicción de la conducta
desplegada por una de las partes, que hizo confiar razonablemente a la otra que
el curso de dicha actuación no se vería alterado, es posible hacer uso de la
doctrina de los actos propios para evitar que la variación genere una desventaja
injusta.

Esta premisa es asumida incluso en aquellas decisiones que desestimaron la


invocación de la doctrina. Los casos reflejan, por tanto, que la doctrina de los
actos propios existe, más allá de las condiciones de aplicación. Ninguna de las
decisiones desestima su aplicación por considerarla inexistente o inexigible. Así,
en la jurisprudencia comercial todo indica que la doctrina se encuentra
indiscutiblemente arraigada no solamente en la práctica comercial sino además
como herramienta de solución de controversias por parte de los tribunales
internacionales. Asunto distinto es en qué términos se va a aplicar, y si se va a
utilizar de manera rigurosa.

En segundo lugar, otro denominador común de las decisiones antes comentadas


es que la buena fe es invocada en numerosas ocasiones como parte de la lex
mercatoria y como elemento que subyace a la prohibición de actuar de forma
incoherente en las relaciones comerciales. Es más, en el primer caso sumillado
(Final Award in Case 14108) se ha llegado a sostener –de manera controversial,
por cierto- que la buena fe es un principio adoptado por las “naciones civilizadas”.

Esto es consistente con lo que indica la doctrina nacional (e internacional). Por


ejemplo, De la Puente señala:

“Vemos, pues, que si bien en todas estas definiciones y antecedentes hay un


denominador común de que la buena fe es algo loable, con raigambre ética, no
llega a saberse su verdadero contenido, ya que nos estamos perdiendo en una
vaguedad de nociones, en el “cielo de los conceptos jurídicos” de que nos habla
IHERING. Pienso que si, como se ha visto anteriormente, la buena fe es un
elemento de la vida humana que se ha incorporado al Derecho, quizá el mejor
camino no es tratar de encontrar la noción de buena fe a través de las definiciones
de ese elemento de la vida humana, sino a través de la manera como se ha
incorporado al Derecho, que es algo positivo, tangible” (De la Puente 1991: 25).

104
De la Puente tiene razón cuando considera que la buena fe es un elemento de
la vida humana que el Derecho ha incorporado a sí mismo, y no a la inversa.
También tiene razón cuando señala que ello es lo que explica la dificultad de
aprehender ese concepto. Y tiene razón al decir que la manera de entenderlo es
analizando cómo lo ha incorporado el Derecho de manera tangible. Para ello es
necesario revisar cómo es que las cortes resuelven controversias específicas
sobre la base de la buena fe. Como puede apreciarse, lo que indica la doctrina
coincide en general con lo que ocurre en la práctica recogida por la jurisprudencia
comercial internacional.

En efecto, las decisiones comentadas ratifican el hecho de que, debido a la


variedad de situaciones, no previsibles de antemano, en que puede invocarse el
principio de la buena fe para repudiar la incoherencia en el actuar, la lex
mercatoria avala la noción de buena fe propuesta por el Profesor Summers,
según la cual, la buena fe es un “excluder”; es decir, una frase que carece de un
significado general propio, y que sirve más bien para excluir una gran variedad
de conductas contrarias a la buena fe (Summers 1968: 201)41.

Por lo demás, la concepción de buena fe propuesta por Summers como un


excluder es consistente con el hecho de que las cortes comerciales referidas
apliquen la doctrina de los actos propios a falta de un remedio contractual directo.
La doctrina de los actos propios es entonces un excluder, que excluye, valga la
redundancia, ciertas conductas repudiadas por los tribunales mencionados.

Las decisiones antes reseñadas revelan que, como ocurre con el principio de la
buena fe, la doctrina de los actos propios opera como una válvula de seguridad,
que permite cuestionar actuaciones que pueden ser formalmente correctas pero
que en el fondo son injustas e irrazonables. Ello ocurre por ejemplo con el tercer
caso citado (Tribunale di Varese) en el que el tribunal dispensó a una de las
partes del contrato de la presentación oportuna de un reclamo, pues las
circunstancias le permitieron entender razonablemente que la otra parte no le
exigiría la presentación puntual.

“Como concepto general y abstracto, a veces es entendido como una “válvula de


seguridad” del sistema legal, que permite a los jueces y árbitros reconducir una
decisión que puede ser formalmente correcta, pero que podría ser contraria a los
deberes generales de justicia, corrección y razonablidad” (Henriques 2015:
514)42.

Otra idea fuerza que deriva de las decisiones comentadas es que el principio de
la buena fe no es el único elemento que orienta a los tribunales a proscribir el
comportamiento inconsistente de los contratantes del comercio internacional. En

41
Traducción libre de: “In contract law, taken as a whole, good faith is an “excluder”. It is a phrase
without a general meaning (or meanings) of its own and serves to exclude a wide range of
heterogeneous forms of bad faith. In a particular context the phrase takes on specific meaning,
but usually this is only by way of contrast with the specific form of bad faith actually or
hypothetically ruled out”.
42
Traducción libre de: “As a normative general and abstract concept, it is sometimes referred to
as a “safety valve” of the legal system, allowing judges and arbitrators to redirect a decision that
might have been formally correct, but would also have been contrary to general legal statements
of fairness, correctness and reasonableness” (Henriques 2015: 514).

105
efecto, otro importante elemento que subyace a la doctrina de los actos propios
es la protección de la apariencia. Son numerosos los casos reseñados en los
que se concluye que las circunstancias crearon una apariencia protegible.

En efecto, la protección de la confianza razonable derivada de la apariencia es


tan importante para la interacción contractual, que en aquellas situaciones en las
que no pueden operar los remedios aplicables en caso de incumplimiento, puede
penetrar la doctrina de los actos propios, llenando así las rendijas por las cuales
pueden filtrarse los comportamientos oportunistas que, al destruir la confianza
creada, elevan los costos de transacción en la economía.

En otras palabras, la doctrina de los actos propios es expresión de la natural


tendencia del ser humano a cooperar mutuamente, en contextos donde las
relaciones tienden a ser más impersonales (el comercio); pero a la vez tiene
límites dirigidos a impedir que cualquier conducta pueda ser considerada
vinculante. Esto último, por generar falta de predictibilidad, paradójicamente
terminaría inhibiendo la cooperación entre las partes, por el temor de que un acto
cooperativo pueda ser interpretado por la otra parte, y luego por los tribunales,
como vinculante para el futuro.

Así, por ejemplo, la decisión de un acreedor de conferir un plazo adicional para


el pago de una de las cuotas pendientes podría ser considerada como creadora
de una nueva titularidad en el deudor, de modo que este considere que los pagos
futuros también pueden realizarse a destiempo. Si la doctrina de los actos
propios fuese administrada con semejante ligereza, lejos de proteger
expectativas razonables, se crearía un incentivo para evitar la cooperación entre
las partes.

La doctrina de los actos propios debe ser gestionada entonces, como dice el
refrán, colocando la vela ni tan lejos al santo que no lo alumbre ni tan cerca que
lo queme. Ese delicado balance conduce a que, en casos con zonas grises, se
encuentre jurisprudencia contradictoria a pesar de que los supuestos de hecho
sean muy parecidos.

Ante dicho escenario, es tentador acusar de imprecisión y de falta de


predictibilidad a los jueces y árbitros que toman decisiones muy distintas las unas
de las otras. Sin embargo, es justamente su carácter impreciso, lo que le genera
una capacidad adaptativa que le permite evolucionar con el transcurso del
tiempo.

Dicho de otro modo, no es casual que la doctrina de los actos propios sea
imprecisa, sino que su utilidad radica en ello, tal como ocurre con las nociones
de buena fe o de abuso de derecho. Así, lejos de encontrarnos en supuestos de
subsunción normativa, el juzgador tiene margen para efectuar ponderaciones,
según las circunstancias del caso y su leal saber y entender.

La apariencia genera que una situación jurídica parezca real, cuando en realidad
no lo es, y “puede presentarse solo cuando exista una situación capaz de
desplegar una fuerza de señalación de realidad. Por lo tanto, no pueden dar lugar
a hipótesis de apariencia aquellos hechos que se caracterizan por tener una

106
estructura opaca y que, por ello, no son capaces de señalar nada, salvo su propia
existencia” (Falzea 2006: 186).

De allí que la protección de la apariencia sea un instrumento elástico, idóneo


para penetrar en los campos donde el formalismo jurídico no ha tenido
posibilidad de desarrollarse (Falzea 2006: 197), y que tenga el potencial de
solucionar problemas jurídicos de diversa índole43.

Tanto el principio de buena fe, como la protección de la apariencia, han servido


de sustento en las decisiones reseñadas para analizar la aplicación de la doctrina
de los actos propios contenida en la lex mercatoria (artículo 8 de la Convención
de Viena, artículo 1.8 de los Principios UNIDROIT y artículo I.1.2 de Translex) –
sea que en efecto se invoque o se desestime- en los siguientes tipos de
situaciones44:

1. La ejecución de un contrato puede revelar, según las circunstancias, que


las obligaciones son exigibles incluso si no se cumplió con las
formalidades necesarias para su suscripción o renovación. Cobra especial
relevancia que el cumplimiento de las formalidades se encuentre en
control de la parte que cuestiona la validez del acto, especialmente si no
protestó por los defectos de forma.

2. La doctrina de los actos propios puede operar incluso si los


representantes adolecían de facultades para celebrar el contrato, cuando
de las circunstancias puede deducirse que era razonable confiar en que
la parte con representación defectuosa no plantearía objeciones.

3. La doctrina de los actos propios puede servir para admitir reclamaciones


por defectos en el cumplimiento del contrato incluso si fueron formalmente
planteadas fuera del plazo previsto, cuando las circunstancias del caso
hubieran conducido a la parte reclamante a entender que su contraparte
tramitaría el reclamo extemporáneo.

43
La protección de la apariencia es la que sustenta, por ejemplo, la preferencia otorgada a los
terceros en caso de concurrencia de derechos.
44
Este trabajo de investigación no comprende el estudio sistemático de la aplicación de la
doctrina de los actos propios o del estoppel en controversias derivadas de tratados de inversión,
resueltas mediante mecanismos como el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias
Relativas a Inversiones – CIADI (ICSID, por sus siglas en inglés). Sin embargo, dos de los casos
citados, uno que ampara y uno que niega la aplicación de la doctrina de los actos propios, fueron
procesados a través de dicho mecanismo. Fueron incluidos por dos razones distintas.
El primero de ellos (Caso No ARB/06/18; IIC 424 (2010) Partes: Joseph Charles Lemire v
Ukraine) fue incluido porque los asuntos discutidos en él son extrapolables a disputas
comerciales. De hecho, el Tribunal Arbitral desestimó una pretensión del demandante sobre la
base de la doctrina de los actos propios, contenida en el artículo 1.8 de los Principios UNIDROIT.
El segundo caso fue incluido a manera ilustrativa, para dar cuenta de que la doctrina de los actos
propios es útil no solamente para resolver disputas comerciales teniendo en cuenta la lex
mercatoria, sino incluso para discutir la jurisdicción de un tribunal arbitral en casos en los cuales
el bien protegido es la inversión efectuada al amparo de tratados internacionales de protección
de inversiones. Así, en el caso reseñado se discutió si la controversia involucraba en realidad a
un Estado, cuando en apariencia se trataba de una empresa. Bajo la doctrina del alter ego, el
tribunal concluyó que sí tenía jurisdicción.

107
4. La doctrina de los actos propios puede permitir a las partes exigir
condiciones contractuales distintas a las que fueron originalmente
previstas en el contrato, como la existencia de un nuevo precio, el
levantamiento de requisitos para la procedencia de los reclamos, o el
ejercicio de la facultad de resolución sin cumplir con las formalidades
previstas en la letra del contrato, por ejemplo.

5. La doctrina de los actos propios sirve para rechazar las conductas de las
partes que son contradictorias con la manera en que se han conducido
durante la ejecución del contrato, que causó la confianza razonable en
que el comportamiento previo se repetiría en el futuro; así, puede
decidirse, sobre la base de la doctrina de los actos propios, que quien
reclama frente a ciertas condiciones en la ejecución del contrato está
vedado de hacerlo por no haber protestado con anterioridad.

6. Solo a manera de ejemplo, cabe mencionar el caso en el cual una de las


partes señaló que la otra había incumplido el contrato por vender no
solamente los productos provistos por aquélla, como estaba previsto, sino
además productos de la competencia, cuando en realidad había tenido
conocimiento de tal circunstancia durante la ejecución del contrato, sin
haber protestado por ello.

7. La doctrina de los actos propios puede ser aplicada, al amparo de la lex


mercatoria, para definir si las afirmaciones vertidas en un proceso judicial
o arbitral pueden ser inconsistentes con posiciones jurídicas planteadas
en otro, seguido por las mismas partes y en relación con las mismas
circunstancias de hecho.

8. La doctrina de los actos propios puede ser aplicada –e incluso


desestimada- cuando lo que se discute es si el comportamiento de las
partes en ejecución del contrato ha dejado sin efecto los requisitos
establecidos por ella para modificarlo. Este criterio es importante, porque
no puede ser analizado sin tener en cuenta la obligatoriedad de los pactos
previstos expresamente por las partes, como por ejemplo aquel que
prohíbe que el contrato se modifique oralmente. Ante una situación en la
que medie una cláusula como esta, debe ser en principio respetada, dice
uno de lo tribunales citados, pero no debe serlo si quien la invoca generó
con su propia conducta confianza en la otra parte para creer
razonablemente que no sería aplicada.

9. En varios de los casos analizados, los Tribunales han decidido, sobre la


base de la doctrina de los actos propios o del estoppel que: (i) un contrato
no puede ser resuelto unilateralmente si durante las negociaciones para
extender su vigencia, quien pretende resolverlo generó confianza
suficiente en la otra parte en que el contrato seguiría surtiendo efectos; (ii)
no puede alegar incumplimiento de la otra parte quien, con su conducta
anterior, mostró encontrarse satisfecho con la ejecución del contrato; (iii)
no se puede sostener que el precio pactado ha variado si ello es
contradictorio con el espíritu del contrato; (iv) va contra la doctrina de los
actos propios quien sostiene una pretensión contraria a la práctica

108
habitual de las partes; y, (v) no puede negarse la vigencia del contrato si
en una oportunidad anterior no se objetó el reclamo de pago de la suma
generada durante la vigencia cuestionada.

10. Como puede advertirse, el hilo conductor entre las conductas


mencionadas en el numeral anterior es preservar la racionalidad
subyacente al pacto de las partes, la cual puede ser aprehendida a partir
de la conducta repetida por las partes durante su ejecución. Cualquier
alteración es desde luego posible, pero debe quedar meridianamente
claro que es propósito de las partes poner fin a la “inercia” resultante de
la ejecución habitual.

11. De otro lado, es interesante descubrir, a partir de los casos reseñados,


que aquello que inspira a la doctrina de los actos propios, es decir, la
importancia de no contradecirse, subyace tambien a importantes figuras
de la regulación civil, como por ejemplo la excepción de incumplimiento o
de caducidad de plazo, previstas en los artículos 1426 y 1427 del Código
Civil45. Ambos medios de defensa frente a la exigencia de una prestación
tienen en común la necesidad de conceder un instrumento para proteger
los intereses de los contratantes: suspender legítimamente la ejecución
de sus obligaciones, con la condición de que se trate de una parte “fiel”;
es decir, que no haya incumplido sus propias obligaciones. Sería
contradictorio con la buena fe permitir a quien ha incumplido, excusarse
en el incumplimiento de la otra parte para no ejecutar lo que le
corresponde. Nótese la semejanza entre dichas reglas y el Caso Clout Nº
595. En este último, se demanda el pago de un precio pendiente, pero se
“reconviene” alegando un daño mayor. El demandante niega la pretensión
de daños señalando que quien la plantea debió antes resolver
expresamente el contrato. El tribunal desestimó esta defensa alegando
que iba contra los actos propios quien, a pesar de haber incumplido (“parte
infiel”), exigía que la otra parte resuelva expresamente como requisito
para el cumplimiento (pagar daños y perjuicios).

12. También es interesante aquel caso que considera apta a la doctrina de


los actos propios para desafiar incluso conceptos acuñados por la teoría
general del Derecho, como aquel por el cual en caso de variación de
normas en el tiempo, las nuevas reglas procesales son de aplicación
inmediata. En uno de los casos reseñados se dispuso que la regla
procesal no se aplicaría de inmediato dado que se había generado
confianza razonable de que la norma anterior mantendría su vigencia 46.

45
“Artículo 1426.- En los contratos con prestaciones recíprocas en que estas deben cumplirse
simultáneamente, cada parte tiene derecho a suspender el cumplimiento de la prestación a su
cargo, hasta que se satisfaga la contraprestación o se garantice su cumplimiento”.
“Artículo 1427.- Si después de concluido un contrato con prestaciones recíprocas sobreviniese
el riesgo de que la parte que debe cumplir en segundo lugar no pueda hacerlo, la que debe
efectuar la prestación en primer lugar puede suspender su ejecución, hasta que aquélla satisfaga
la que le concierne o garantice su cumplimiento”.
46
Se trata de un Arbitraje CAS (Court of Arbitration for Sport) en el que una federación de fútbol
solicitó la aplicación del Estatuto en su versión vigente al momento de solicitar su incorporación
a la Federación de Futbol Europeo. Dicha versión era más flexible que la posterior: mientras que
con la primera podía incorporarse una federación de un país ubicado en Europa, con la segunda

109
13. Una consecuencia natural de la variedad de situaciones en las que la
doctrina de los actos propios ha sido amparada por los tribunales
internacionales en aplicación de la lex mercatoria es el hecho que los
remedios obtenidos por las partes beneficiarias de las decisiones han sido
disímiles también, según las circunstancias del caso. En otras palabras,
el remedio no necesariamente ha sido la obtención de una indemnización,
sino la continuación de la ejecución del contrato de acuerdo con la
posición amparada por las cortes; por ejemplo, ordenar que se ejecute el
contrato asumiendo que es válido pese a los defectos de representación,
o determinar que una reclamación debe tramitarse a pesar de haberse
formulado fuera del plazo inicialmente previsto.

14. Es paradójico que en algunos casos, los tribunales que aplicaron la


doctrina de los actos propios lo hayan hecho cuando no era estrictamente
necesario, mientras que los tribunales que rechazaron su aplicación lo
hicieron en algunos casos no por razones conceptuales sino por falta de
evidencia. Nótese que en ninguna de estas situaciones,
independientemente de que sea o no bien aplicada, se niega la existencia
de la doctrina de los actos propios como herramienta para remediar
controversias.

15. En efecto, quedan dudas sobre la pertinencia de la doctrina de los actos


propios en aquellos casos en que: (i) la línea argumentativa para alcanzar
el mismo resultado podía haber sido la conducta interpretativa de las
partes; es decir, que la conducta de las partes permitía interpretar cuál era
el verdadero sentido del pacto entre ellas (Caso Clout Nº 777 y Caso Clout
Nº 313); (ii) se podría haber sostenido que el pacto original fue modificado
mediante la conducta de las partes; y, (iii) se podría haber sostenido que
en realidad se produjo una renuncia de derechos y que por tanto no era
necesario invocar la doctrina de los actos propios47.

16. De otro lado, algunas decisiones que denegaron la aplicación de la


doctrina de los actos propios revelan mayor claridad que ciertas
decisiones que la amparan. Así, en algunos de los casos en que la
doctrina de los actos propios ha sido desestimada, se señala que: (i) no
es necesario aplicar la doctrina de los actos propios cuando basta
alcanzar el mismo resultado con una adecuada labor hermenéutica; (ii) no
debe aplicarse cuando la evidencia que la sustenta es escasa; (iii) la
observancia de las costumbres no dispensa a las partes de la obligación
de que una oferta sea precisa y que el silencio no supone aceptación; (iv)
dos oportunidades no son suficientes para generar habitualidad entre las

era necesario que dicho país sea reconocido como nación independiente por las Naciones
Unidas. El tribunal arbitral negó que dichas reglas fueran procesales, y que por tanto debía
aplicarse el Estatuto en su versión inicial, pero que incluso si se hubiera tratado de una regla
procesal, debía seguir aplicándose.
47
Sobre estos asuntos volveremos en el Capítulo 4.

110
partes; y, (v) la doctrina de los actos propios no opera frente a cuestiones
de derecho, sino de hecho48.

Para la toma de las decisiones antes reseñadas los tribunales han sido
cuidadosos en determinar si las circunstancias del caso, analizadas con
detenimiento, ofrecen la posibilidad de detectar que en efecto se produjo una
inconsistencia que debe ser rechazada cuando quien genera dicha incoherencia
aparentó que ella no ocurriría.

La determinación de cuántas prácticas y de qué duración son las que generan la


apariencia protegible, desde luego no puede hacerse de antemano. Lo que sí
puede afirmarse es que para los tribunales que adoptaron las decisiones, la
existencia de apariencia que genera confianza debe analizarse, más que desde
la perspectiva concreta de quien confiando en su contraparte sufre una
desventaja por el cambio de comportamiento, desde un estándar de
razonabilidad.

1.7 Ideas finales.-

En este capítulo he presentado tres ideas centrales, sobre la base de las cuales
formularé una noción de la doctrina de los actos propios en los capítulos que
siguen.

En primer lugar, el origen de la doctrina de los actos propios revela que su


vocación no es constructivista, en el sentido que no fue ensamblada en un
laboratorio jurídico con el propósito de ser inoculada como solución a los
conflictos suscitados en el mundo real. Por el contrario, sus remotas referencias
romanas evidencian que se trata de una herramienta que opera caso por caso,
y que surgió a partir de la necesidad de que las soluciones de los conflictos estén
inspiradas en la buena fe. La interacción humana, después de todo, se basa en
la cooperación, no en la contradicción.

La segunda idea central que deriva de la teoría del estoppel en el sistema del
common law, y de las decisiones sustentadas en la lex mercatoria, es que la
doctrina de los actos propios opera como una suerte de comodín, que se adapta
a situaciones de hecho de la más diversa índole. En capítulos posteriores
deslindaré las situaciones previstas por el ordenamiento que están inspiradas en
la doctrina de los actos propios, de aquellas en las que el Derecho positivo no ha
previsto regla alguna. Ello permitirá depurar con mayor rigor los remedios
posibles, distinguiendo aquellos derivados de una aplicación “estricta” de la
doctrina de los actos propios, de los remedios que ya están previstos en el
ordenamiento, como por ejemplo los que corresponden a las declaraciones
negociales. Así, lo que se “escapa” del Derecho positivo se resuelve por la vía
de la doctrina de los actos propios.

Finalmente, la tercera idea central es que, como resultado del análisis de los
casos resueltos al amparo de la lex mercatoria, no es posible ofrecer un remedio
único, como tampoco se puede prever taxativamente todos los supuestos de

48
Esto, a propósito de la alegación de un banco de que concedió el préstamo no pagado
confiando en que la compañía de seguros garante aseguraría el pago preferente.

111
contradicción de conductas. En tal sentido, una regla como la contenida en el
artículo 1.8 de los Principios UNIDROIT es adecuada porque es lo
suficientemente flexible como para comprender variadas situaciones de hecho
que “escaparon” del Derecho positivo, y al mismo tiempo lo suficientemente
escueta para decir lo indispensable: que una parte no puede actuar en
contradicción a un entendimiento que ella ha suscitado en su contraparte y
conforme al cual esta última ha actuado razonablemente en consecuencia y en
su desventaja.

Precisamente esta flexibilidad genera que incluso en los casos en que se


desestimó la aplicación de la doctrina de los actos propios ello no ocurrió porque
los tribunales hubieran negado su existencia, sino por la falta de evidencia del
cumplimiento de sus presupuestos.

Esto último es importante, porque tanto las referencias históricas presentadas en


este capítulo, como la doctrina del estoppel y las decisiones comerciales
basadas en la lex mercatoria, se aproximan a esta materia mediante categorías
jurídicas vagamente determinadas. En tal sentido, los términos “entendimiento”,
“suscitado” o “razonablemente” deben ser llenados de contenido por los agentes
involucrados en las relaciones jurídicas en las cuales se invoca la doctrina de los
actos propios. Para esto último es indispensable ser conscientes de cuál es
nuestra concepción del Derecho.

Explicaré entonces en el capítulo siguiente cuál es mi visión del Derecho, y cuál


es, a partir de ella, el rol de los principios y de las reglas, para definir si la doctrina
de los actos propios opera como un principio o como una regla. Esto último
servirá para entender su alcance e importancia práctica, y para tomar posición
sobre la conveniencia o necesidad de que el Estado brinde reconocimiento
explícito, en términos flexibles, a la proscripción de la conducta incoherente que
vulnera la confianza suscitada por el contratante que contradice su propio
comportamiento.

112
CAPÍTULO II

APORTES FILOSÓFICOS PARA DETERMINAR SI LA ESENCIA DE LA


DOCTRINA DE LOS ACTOS PROPIOS CORRESPONDE A UN PRINCIPIO O
A UNA REGLA DERIVADA DEL PRINCIPIO DE LA BUENA FE

“Como es sabido, la “alteridad” es una de las notas


esenciales de la justicia”49

2.1 Introducción. La coherencia como base de la interacción.-

La interacción humana se sustenta en la coherencia, no en la contradicción. Así


lo entendieron los pretores romanos y comentaristas medievales, al solucionar
casos de la más diversa índole a partir de un mismo hilo conductor: el rechazo
de las conductas contradictorias en el marco de la buena fe. Las remotas
referencias romanas a la doctrina de los actos propios evidencian que se trataba
de una herramienta que operaba caso por caso, y que por tanto tenía una gran
capacidad de adaptación a las circunstancias.

Esta capacidad adaptativa queda confirmada por la aproximación con la que el


sistema del common law soluciona los casos en los que las partes actúan de
manera inconsistente. De hecho, hay numerosas variedades del estoppel porque
son también muchas las posibles agrupaciones que se puede hacer de los
hechos para configurar tipos de posibles incoherencias.

Finalmente, las decisiones emitidas por tribunales comerciales internacionales


sustentadas en la lex mercatoria, también revelan que la doctrina de los actos
propios y el estoppel son antídotos contra la contradicción que operan como una
suerte de comodín, dado que se adaptan a diversas situaciones de hecho que
no pueden preverse taxativamente.

Teniendo antecedentes remotos (Derecho Romano) y evidencia contemporánea


(common law y lex mercatoria), puede señalarse que la doctrina de los actos
propios ha sido empleada para encontrar soluciones diversas pero con la misma
capacidad adaptativa. ¿Es esta aptitud para moldear soluciones flexibles
relevante para definir si la doctrina de los actos propios es un principio o es una
regla? ¿Ser un principio y no una regla le confiere una ventaja para legitimarse
frente a los jueces como solución una solución recurrente? En buena cuenta,
¿es la ductilidad de la doctrina de los actos propios una condición relevante para
determinar su esencia?

Estimo que sí. Esta discusión es pertinente, pues, si hay algo que queda claro
es que la doctrina de los actos propios es enunciada con frecuencia por jueces
y árbitros frente a una enorme variedad de situaciones, muchas veces de manera
antitécnica. Conocer entonces su esencia –principio o regla- contribuye a
determinar cuál es el margen de discrecionalidad de los jueces para llevarla a la
práctica y si es conveniente o necesario que esté contemplada de manera

49
(Bianchi e Iribarne 1984: 856).

113
expresa en el ordenamiento jurídico. Como se analizará en el Capítulo 5, al
mencionar la jurisprudencia peruana sobre este tema, se podrá apreciar que los
contornos de la doctrina de los actos propios no quedan claros para nuestros
jueces, y que por tanto, a pesar de su profusa aplicación, esta es errática. De allí
que jueces más atentos podrían verse inhibidos de invocar esta herramienta sin
conocer cuáles son sus límites y sobre todo su capacidad adaptativa.

Esto último, su aptitud para colarse como solución ante situaciones no previstas
podría ser un ingrediente para concluir si es o no un principio de derecho.
Estaremos en capacidad de hacerlo –definir si es un principio o regla- luego de
ocuparnos previamente de dos asuntos. En primer lugar, definir qué son
principios y reglas, y de otro lado, esbozar los requisitos para que la doctrina de
los actos propios opere y así distinguirla de otras soluciones más directas. De lo
primero me ocupo en las siguientes líneas. En el Capítulo 3 me ocupo de lo
segundo.

Explicaré entonces a continuación cuál es el rol que cumplen los principios y las
reglas en el ordenamiento jurídico, para lo cual postulo cuál es mi visión del
Derecho. Recién después de entender las distinciones entre aquéllos y de
perfilar los alcances de la doctrina de los actos propios se podrá concluir si esta
es un principio o una regla de derecho. Esto último es importante, pues identificar
su esencia permite medir sus alcances y su efectividad.

En las siguientes líneas presentaré un esbozo de una concepción de Derecho


que considero pertinente de cara a determinar la importancia de los principios
del derecho, incluyendo el de la buena fe, y el rol que se les debe asignar para
hacer exigibles conductas coherentes con la protección de la confianza generada
por una actuación anterior.

Estimo que este breve marco teórico debe ser completado con un intento de
caracterización de la doctrina de los actos propios como un principio o como una
regla de derecho –coherente con la visión de Derecho a la que adhiero- con el
propósito de determinar, de acuerdo con su función, cuál es el rol que cumple en
el Derecho Contractual, y cuál debe ser la importancia que le asignen los
operadores jurídicos en la solución de problemas prácticos.

En el párrafo anterior señalo que la calificación de la doctrina como principio o


como regla debe responder a su función; es decir, solamente comprendiendo
para qué sirve puede determinarse si califica como principio o como regla; no a
la inversa. En otras palabras, la decisión de calificar a la doctrina de los actos
propios como principio o como regla debe ser una consecuencia de analizar cuál
es el fin que persigue. Sería desafortunado razonar al revés, pensando que su
función en el Derecho de contratos responde a una calificación previa
desconectada de sus fines.

En este punto es válido preguntarse si tal disquisición es verdaderamente útil.


En efecto lo es, considerando que calificar como principio o como regla a la
doctrina de los actos propios es provechoso no solamente para rescatar la
pureza conceptual de dicha noción, sino que además los operadores jurídicos

114
entenderán mejor sus limitaciones y sus alcances a partir de las limitaciones y
los alcances de los principios y de las reglas.

Es a través de la función de una institución jurídica que puede conocerse su


esencia, y no a la inversa, de modo que encuentro útil asegurar que la definición
de la doctrina de los actos propios como principio o como regla corresponda a
su real vocación: la protección de la confianza, sobre la base de la buena fe.

Creo en una concepción del Derecho que lo reconoce como el resultado de la


interacción humana y por tanto como “funcional”; no como una “creación” por un
orden superior (el “Derecho Natural” o un orden preconcebido). Ello no excluye
nociones de moralidad, dado que esta es resultante de la interacción humana.
La noción de moralidad que corresponde a la reducción de la incertidumbre y la
protección de la confianza, sobre la base del ejercicio del discernimiento, es
pues la buena fe. Bajo esta perspectiva, los principios del Derecho sirven de
nexo para entrelazar las distintas figuras jurídicas, permitiendo su
conceptualización dentro de un todo orgánico que responde a una misma razón
lógica.

Comprendo que se pueda cuestionar la necesidad de empezar este análisis con


una remisión a asuntos tan abstractos como la adscripción a una determinada
concepción del Derecho y la caracterización de los principios y las reglas. Sin
embargo, la correspondencia entre ambos –una determinada concepción del
Derecho de un lado, y el rol de los principios y reglas del otro- contribuirá a
determinar el alcance y funciones de la doctrina de los actos propios en la
solución de problemas prácticos, además de satisfacer la curiosidad teórica de
quienes adopten la decisión de aplicarla o no.

En efecto, la distinción teórica sobre la esencia de los principios y de las reglas


impacta en la definición de los contornos de la doctrina de los actos propios, y
para proponer con solidez una distinción entre principios y reglas es necesario
adherir a una determinada concepción del Derecho.

2.2 Concepciones del Derecho. “Funcionalismo jurídico”.-

No es el centro de este trabajo de investigación presentar las concepciones de


Derecho que ha discutido y sigue discutiendo la academia. A pesar de ello,
planteo que el Derecho responde a la necesidad de proteger propósitos
específicos, resultantes de la interacción humana, las cuales se ajustan a
necesidades individuales y colectivas concretas. Dicho lo mismo con menos
palabras, propongo que el Derecho es entonces “funcional” 50.

Como el Derecho es “funcional”, “no existe para enredarse en abstracciones y


procedimientos donde prime la forma sobre el fondo, sino para evitar problemas
y resolverlos, para lo cual debe ser visto desde su contexto” (O’Neill 2013: 10).

Es desde dicha perspectiva que me aproximo al estudio de la doctrina de los


actos propios, considerando que esta es expresión de un comportamiento de

50
Ello no supone adherir a una postura utilitarista, respecto de la cual no corresponde profundizar
en este trabajo, por exceder el propósito de la investigación.

115
buena fe, a la cual se le ha conferido la condición de un principio general del
Derecho. Y dado que los principios generales se caracterizan por un alto grado
de porosidad, pretendo acercarme a ellos desde una concepción del Derecho
que rescate la función que este cumple para lograr una adecuada interacción
social.

De manera referencial, cabe señalar que las concepciones del Derecho pueden
diseñarse a partir de la interrelación entre tres categorías: validez, eficacia y
justicia. De estas combinaciones, es posible derivar tres corrientes llamadas
“reduccionistas” por Gregorio Peces-Barba: (i) el positivismo ideológico (que
reduce la justicia a la validez); (ii) el iusnaturalismo (que reduce la validez a la
justicia); y, (iii) el realismo jurídico (que reduce la validez a la eficacia) (Peces
Barba, Fernández y De Asís 2000: 31).

Decidir cuál es la dosis de justicia, de validez y de eficacia a inocular en una


concepción del Derecho, parte de una decisión personal, que supone meditar
sobre sobre la función que cumple el Derecho en la sociedad. Siendo ese mi
punto de partida –reflexionar sobre el rol del Derecho- inevitablemente concluyo
que mi concepción del Derecho calificaría como “funcionalista”. Ignoro si este
término ya ha sido acuñado para denotar el significado que propongo, pero su
carga semántica es útil para acometer la labor de adherir a una determinada
concepción jurídica51.

En las siguientes páginas analizo si una visión “funcionalista” del Derecho es


compatible con alguna de las concepciones tradicionales del Derecho –
positivismo o iusnaturalismo- o alguna de sus variantes. Advierto que no es el
propósito de esta investigación discutir las premisas de ambas perspectivas y
que tampoco presento una contraposición actualizada de ambas visiones del
Derecho. En el fondo, y a efectos del estudio de la doctrina de los actos propios,
intentaré dar cuenta de un razonamiento que me permita responder a la pregunta
de cuál es el rol de los principios y las reglas del Derecho. De esta manera podré
proponer cuál es la esencia de la doctrina de los actos propios y cuál es la
consecuencia práctica de ello.

Ante la posible pregunta de por qué “elevarse” hasta la adopción de una


determinada concepción del Derecho para entender qué son los principios del
Derecho, la respuesta la presenta (Díez-Picazo 2003: 141).

“Ahora bien, ¿qué se entiende por “principios generales del Derecho”?


Hay que confesar que esta idea, no obstante la atención que la doctrina
le ha prestado y lo mucho que sobre el tema se ha trabajado, adolece de
una falta de claridad. Parte de las dificultades que en esta materia se
presentan tienen su raíz, en muy buena medida, en la dificultad de perfilar

51
Según Montoro Ballesteros, el funcionalismo es una corriente metodológica que se desarrolla
en la segunda mitad del siglo XX, que se extiende no solo al Derecho, sino además a la
antropología, la sociología, la psicología y la política. “El método funcionalista se propone como
objetivo la comprensión y explicación de las estructuras sociales, no a partir de su origen histórico
y sus particularidades espaciales (geografía) y temporales, sino tomando como punto de partida
la observación, análisis y estudio de las funciones que realizan las estructuras sociales dentro
de la sociedad o en parte de ella” (2007: 365-366).

116
el concepto, que, a su vez, depende de las concepciones filosóficas sobre
el Derecho y los fenómenos jurídicos en general. El problema de los
principios generales del Derecho guarda además una relación muy
estrecha con el fenómeno denominado de las “lagunas de la ley””.

No soy partidaria de preservar los rótulos o etiquetas tradicionalmente asignados


a los conceptos, a menos que ello se justifique. Las tradicionales categorías de
“iusnaturalismo” y “positivismo” han perdido la posibilidad de explicar por sí
mismas cuál es la concepción del Derecho que se intenta reflejar con ellas; en
efecto, son nociones suficientemente amplias como para comprender variantes
entre ellas que hacen difícil deslindar las verdaderas diferencias entre ambas. A
pesar de ello, mantengo como eje de mi explicación algunas generalidades de
estas nociones, por ser aquellas a la que se remiten –al menos como punto de
partida- los debates filosóficos más relevantes en la literatura jurídica.

Bajo el riesgo consciente de presentar una contraposición maniquea entre


ambas corrientes de pensamiento, por no mencionar matices que hoy son
indiscutibles, podría decirse que el iusnaturalismo supone que el valor jurídico
contiene una carga moral. Por el contrario, la versión más “pura” del positivismo
diría que los valores morales están separados de los valores jurídicos.

En efecto, de acuerdo con “la teoría iusnaturalista clásica, entonces, hay por lo
menos una condición con base moral (y posiblemente más) para la juridicidad de
cualquier sistema normativo” (Schauer 2016: 38). De allí que los partidarios de
esta corriente de pensamiento consideren que no puede separarse la juridicidad
de la moralidad. “Frente a esta tesis se alza la tradición del positivismo jurídico,
de acuerdo con el cual el derecho no se deriva necesariamente de principios
morales fundamentales, sino que simplemente es “puesto” por seres humanos e
instituciones humanas” [énfasis agregado] (Schauer 2016: 39).

He enfatizado el adverbio “necesariamente” con la intención de resaltar que el


positivismo no solamente admite, sino que además es compatible con la
introducción de nociones morales en el Derecho, si entendemos que este surge
de la propia interacción humana.

De lo anterior puede concluirse entonces que no hay límites indelebles entre


ambas visiones del Derecho “[…] la elección entre iusnaturalismo y positivismo
es ella misma una elección moral y no un asunto de descubrir qué posición es
ontológicamente correcta” (Schauer 2016: 47).

Hay varias maneras de aproximarse a la contraposición entre positivismo y


iusnaturalismo, pero me limitaré a dos de ellas. La razón de esta elección
responde a que, desde mi punto de vista, las tesis a comentar aportan claridad
sobre la distinción y matices entre las distintas concepciones del Derecho.

La primera aproximación elegida es aquella cuyo punto de partida es el llamado


“constitucionalismo”. La segunda aproximación es aquella que distingue el
positivismo y iusnaturalismo a partir de las categorías “incluyente” y “excluyente”.

117
2.3 Iusnaturalismo y positivismo a partir del constitucionalismo.-

Decía que la dosis de justicia, de validez y de eficacia, a inocular en una


concepción del Derecho, parte de una decisión personal. Así por ejemplo, la
decisión personal del Profesor Manuel Atienza es adscribir a una corriente
denominada por él “constitucionalismo post positivista”. He decidido referirme a
ella porque supone partir de varias premisas relevantes para analizar la doctrina
de los actos propios: la no separación tajante entre moral y Derecho, el carácter
argumentativo del Derecho, y sobre todo, la distinción entre reglas y principios,
que supone distinguir entre la labor de subsunción y de ponderación 52.

La contraposición entre constitucionalistas positivistas y no positivistas está


ilustrada en un diálogo hipotético contenido en el trabajo de Atienza llamado
“Justicia Constitucional y Escepticismo Moral”. Atienza se califica no solo como
post positivista o no positivista, sino además como “objetivista moral”, que sería
una categoría distinta a la del absolutista moral.

“La idea fundamental es que un objetivista moral no es (o no es


necesariamente) un “realista” moral, o sea, no tiene por qué pensar que
existen lo que Dworkin ha llamado los “morons”, o sea, las partículas de
que estaría compuesta la realidad moral, que serían equivalentes a los
átomos o las moléculas en el mundo físico. Lo que sostiene el objetivista
es la posibilidad de dar razones, razones objetivas, a favor de los
enunciados morales que él considera fundados. Y es que ser objetivista
no es lo mismo que ser un “absolutista” moral. El absolutista moral […] no
solo afirma tener razón en cuanto a los juicios morales que sostiene, sino
que pretende que sus razones son absolutas, que no pueden ser
derrotadas por ninguna otra razón […]. El objetivista moral, por el
contrario, está abierto a los argumentos, a la discusión racional: pretende
que lo que sostiene (sus juicios morales reflexivos) es (o son) correcto(s),
pero está dispuesto a dejarse convencer –a modificar su juicio- por la
fuerza del mejor argumento. Absolutismo y objetivismo moral son pues,
en este sentido, posturas antitéticas” (Atienza 2013: 16).

¿Hay entonces criterios objetivos en la argumentación moral? Para Atienza, la


respuesta es afirmativa, dado que el objetivista moral tiene la posibilidad de dar
razones objetivas a favor de los enunciados morales que considera fundados.
Ello, dice, es distinto a ser un “absolutista” moral.

Los Profesores Moreso y Vilajosana, en cambio, han sostenido que no puede


haber objetivismo moral, dado que no hay criterios de corrección en el
razonamiento moral. Ello supone un rechazo al iusnaturalismo, dado que no
existe Derecho natural, entendido como un conjunto de principios y estándares
universalmente válidos (Moreso y Vilajosana 2004: 200).

Volviendo al Profesor Atienza, él sostiene que los positivistas son por lo general
escépticos morales y por tanto ven con prevención el rol de los principios y de la

52
Esta afirmación fue realizada por el Profesor Manuel Atienza en la clase del Seminario de
Investigación y Teoría General del Derecho llevada a cabo el 23 de agosto de 2016 en el
Doctorado en Derecho en la Pontificia Universidad Católica del Perú.

118
ponderación. Por su parte, los no positivistas o postpositivistas (entendidos estos
como los defensores del constitucionalismo en cuanto concepción que se sitúa
en el nivel de la Teoría General del Derecho, no en el marco estricto del Derecho
Constitucional), si bien son conscientes de los riesgos de usar los principios en
el razonamiento jurídico, sí consideran que estos son importantes en el
razonamiento judicial a través de una ponderación conforme a parámetros de
racionalidad práctica.

Presentado el esbozo del constitucionalismo postpositivista, me pregunto si el


prefijo “post” significa apartarse o no del positivismo. La respuesta es negativa.
Más bien, desde la trinchera del positivismo es posible sostener la no separación
tajante entre moral y Derecho, el carácter argumentativo del Derecho, y sobre
todo, la diferencia entre reglas y principios, que supone distinguir entre la labor
de subsunción y de ponderación.

Si el rasgo fundamental del positivismo es atenuar los riesgos de la falta de


predictibilidad de las decisiones judiciales, confiriendo protagonismo a las
fuentes del derecho de carácter “regulatorio”53, podría sostenerse que esta visión
sería incompatible con la admisión de la moral en el mundo del Derecho. Así,
más que llamar a Kelsen “escéptico moral”, habría que precisar que su propuesta
es que la moral y el Derecho están separados.

Me pregunto si podemos llamarnos positivistas aún si creemos que el Derecho


puede contener dosis de moralidad. Me pregunto lo mismo si creemos en la
fuerza normativa de los principios. Mi propuesta es que sí, y a pesar de ello,
curiosamente coincido con el Profesor Atienza. De hecho, considero que las
consecuencias que dicho autor atribuye a los “objetivistas morales” son
aplicables al positivismo.

Por ejemplo, un objetivista moral podría concluir que determinada conducta, en


principio repudiable por ofensiva, no debe ser prohibida ni sustentar una querella,
si es que luego de realizar la labor de ponderación correspondiente, decide que
la libertad de expresión es la esencia de la democracia y el antídoto contra los
excesos del poder político. O a la inversa, podría sostener que si bien, en
principio, los sujetos somos libres de expresar nuestras opiniones y emociones,
dadas las circunstancias del caso, deben reprobarse las expresiones
formuladas, por contener un “discurso de odio”.

Para involucrarse en dicha discusión, las nociones de “objetivista moral” o de


“positivista” no son excluyentes. Si ambas nociones señalan que moral y
Derecho no necesariamente están separados y que la decisión en uno u otro
sentido depende del trabajo argumentativo, no hay razón para una distinción
fuerte.

En esa medida, respecto de un positivista también podría decirse que está


abierto a los argumentos y a la discusión racional: pretende que lo que sostiene
es correcto, pero está dispuesto a dejarse convencer –a modificar su juicio- por
la fuerza del mejor argumento. Ello no es incompatible con la adopción de
53
Entendiendo como tal a las normas emanadas de los órganos competentes, siguiendo el
procedimiento adecuado y respetando la jerarquía normativa.

119
decisiones jurídicas priorizando lo dispuesto por la ley (ciertamente, no
solamente normas de rango legal).

La intromisión de la moralidad o de los principios puede y debe producirse, dado


que la propia ley puede dejar espacio para ellos, no solamente cuando no es
claro su mandato y debe realizarse una intensa actividad hermenéutica, sino
además cuando la propia ley hace remisiones a categorías morales. En esa
línea, propongo que el positivismo no está reñido con la labor de ponderación y
con la inclusión de nociones morales como parte del ordenamiento jurídico.

Si de la conclusión anterior deducimos que debe haber una necesaria conexión


entre moral y Derecho, la pregunta que surge de inmediato es cuál sería la
consecuencia de la vigencia de una norma injusta.

Al respecto, Moreso y Vilajosana, citando a Finnis, señalan que:

“[…] la tesis de la conexión necesaria entre el Derecho y la moral no debe


ser comprendida en el sentido de que las normas injustas no son
jurídicamente válidas, sino en el sentido de que la existencia del Derecho
positivo tiene necesariamente algún valor moral. Puede suceder, añaden,
que tenga un valor moral muy deficiente porque contenga muchas normas
injustas, pero no es posible regular los comportamientos humanos sin
instanciar algunos valores morales” (Moreso y Vilajosana 2004: 194).

De hecho, en un trabajo posterior, Moreso señala que la conexión entre moral y


Derecho no es necesaria, sino más bien contingente (Moreso 2015: 186).

“Cualquier teoría jurídica debe hacer compatible dos dimensiones del


derecho que se hallan en tensión. Por un lado, el derecho tiene una
dimensión sustantiva, regula el comportamiento, establece deberes y
derechos de los ciudadanos, que pueden obviamente ser vulnerados. Al
ejercer esta función el derecho algunas veces remite a la argumentación
moral y, de este modo, hace que la corrección y validez jurídica dependa
del acuerdo con la moralidad de determinadas acciones. Por otro lado, el
derecho tiene una dimensión procedimental, establece mediante qué
procedimientos cuáles son las autoridades jurídicas que ponen fin a las
controversias. Esta dimensión no puede estar abierta a la moralidad,
porque entonces sería virtualmente imposible poner fin a las
controversias” (Moreso 2015: 199-200).

Comparto dicha respuesta. Establecer conexiones entre moral y Derecho no


supone una autorización para desestimar la aplicación de la norma injusta
cuando hay claridad respecto del supuesto de hecho y la consecuencia. Si por
ejemplo el Estado prohíbe con claridad, a través del instrumento jurídico
correspondiente emitido por la autoridad competente, que el Poder Ejecutivo
anuncie en medios privados de comunicación, puede alegarse que esa norma
es injusta, pues priva de información indispensable a los más necesitados. Sin
embargo, la norma debe cumplirse.

120
Ello es importante porque “[…] hay un riesgo de banalizar los derechos si estos
se ven simplemente como el resultado de un razonamiento basado en principios
morales y se pierde de vista el papel esencial (garantista) de las reglas jurídicas”
(Atienza 2017: 102). Así, no siempre la práctica jurídica debe ser conforme con
la moral. Los jueces pueden tomar decisiones injustas, “incompatibles con los
requerimientos de una moralidad justificada” (Atienza 2017: 19).

Coincido con los autores citados en que la conexión entre moral y Derecho no
resta validez a una norma injusta, aunque permite introducir nociones morales a
las que habrá que recurrir para la aplicación concreta de la norma. Así pues, en
este punto concluyo que aquello que el constitucionalismo postpositivista
propone, también puede ser atribuido a una concepción positivista del Derecho
con matices “funcionalistas”, que permiten llevar a cabo una adecuada labor de
ponderación.

En esa medida, un positivista “funcionalista” también es empático con el trabajo


de argumentación y la discusión racional. Adoptará decisiones jurídicas
amparadas en la ley, pero reservará espacio para la moralidad o los principios
del Derecho. Veremos a continuación si podemos llegar a esta misma conclusión
a partir de las categorías “incluyente” y “excluyente” que un sector de la doctrina
atribuye al positivismo.

La importancia que un positivista “funcionalista” confiere a los principios es


relevante de cara a la doctrina de los actos propios si esta última califica como
principio, pues aquél admitirá su invocación de manera flexible en un caso
concreto incluso si el sistema normativo no la prevé de manera expresa.

2.4 Positivismo incluyente o inclusivo. Positivismo excluyente o


exclusivo.-

No es posible afirmar que un concepto es incluyente o excluyente sin tener un


punto de referencia. Este punto de referencia es una noción que será incluida o
excluida, respectivamente, del concepto aludido. Si decidimos analizar las
concepciones del Derecho según sean incluyentes o excluyentes, la noción que
podría ser incluida o excluida es la moralidad.

Mi decisión de presentar esta aproximación responde a que la noción de


positivismo y sus límites, así como su separación del iusnaturalismo, puede ser
aprehendida de mejor manera si reflexionamos sobre qué rasgos de la
interacción humana deben ser comprendidos en una determinada concepción
del Derecho.

He planteado que el Derecho responde a la necesidad de proteger propósitos


específicos, resultantes de la interacción humana, las cuales se ajustan a
necesidades individuales y colectivas concretas. Propongo entonces que el
Derecho es “funcional”.

Es necesario entonces reflexionar sobre qué rasgos de la interacción humana


están comprendidos en la concepción del Derecho. ¿Están comprendidas las
nociones morales? Esta pregunta no ofrece mayores dificultades cuando nos

121
referimos al iusnaturalismo, pero no es sencilla de responder cuando se trata del
positivismo.

Para atender esta inquietud, los Profesores Moreso y Vilajosana postulan la


existencia de tres corrientes positivistas, según incluyan o excluyan nociones
morales (Moreso y Vilajosana 2004: 197-205):

2.4.1 Positivismo jurídico exclusivo.-

Según esta versión, el contenido de los derechos depende solamente de su


origen en hechos sociales, sin admitir referencia alguna a la argumentación
moral. En otras palabras, la determinación de lo que es el Derecho no puede
depender de su adecuación a la moralidad. “El problema con esta tesis es el
siguiente: las normas jurídicas a menudo incorporan conceptos morales y para
identificar aquello que dichas normas requieren parece preciso acudir al
razonamiento moral” (Moreso y Vilajosana 2004: 197).

Coincido con los Profesores Moreso y Vilajosana en cuestionar el positivismo


jurídico exclusivo considerando que reiteradamente la propia ley se remite a
nociones cargadas de imperativos morales. Por ejemplo, para analizar la validez
de un contrato es obligatorio tener en cuenta su correspondencia con la moral.
Así lo exigen los artículos 219 numeral 8 y V del Título Preliminar del Código
Civil, según los cuales el acto jurídico es nulo cuando es contrario a las leyes
que interesan al orden público y las buenas costumbres.

Algo similar ocurre con las normas que hacen referencia a la noción de buena
fe, por ejemplo. Bajo esta perspectiva, la doctrina de los actos propios sería
seriamente cuestionada, por su estrecha conexión con el principio de la buena
fe.

2.4.2 Positivismo jurídico inclusivo.-

Según los autores, esta categoría de positivismo supone que la “determinación


de aquello que el Derecho es no necesita depender de su adecuación a la
moralidad” (Moreso y Vilajosana 2004: 199).

“[…] la validez jurídica de las normas puede depender de su validez moral


de un modo contingente: si existen preceptos jurídicos que incorporan
conceptos morales o que requieren de la argumentación moral para ser
aplicados, entonces la validez jurídica de algunas normas depende de su
adecuación a la moralidad; si no existen dichos preceptos jurídicos
entonces la validez jurídica no depende de la moralidad. Se trata de la
concepción denominada “positivismo jurídico inclusivo” o
“incorporacionismo”” (Moreso y Vilajosana 2004: 19954).

Si el Derecho es funcional, como he propuesto, lo coherente es entonces admitir


una versión inclusiva o incluyente del positivismo, que permita, cuando sea

54
Los autores añaden que el positivismo jurídico inclusivo puede ser contemplado como la
respuesta iuspositivista a las poderosas críticas que Ronald Dworkin formuló al positivismo
hartiano (Moreso y Vilajosana 2004: 199).

122
necesario, recurrir a nociones morales para lograr una adecuada aplicación de
las normas jurídicas. Esto no siempre será necesario, pues ocurre a menudo que
las normas que integran el ordenamiento jurídico no tienen conexión alguna con
nociones morales, de modo que aludir a estas no solamente sería innecesario,
sino además incorrecto, por lo menos desde la perspectiva del positivismo.

A diferencia de la categoría anterior, esta corriente del positivismo sí acogería la


posibilidad de invocar la doctrina de los actos propios.

2.4.3 Positivismo ético o normativo.-

Según Moreso y Vilajosana, de acuerdo con esta categoría de positivismo, la


determinación de aquello que el Derecho es no debe depender de su adecuación
a la moralidad (Moreso y Vilajosana 2004: 200 55).

El sustento para la creación de esta categoría es que: (i) la convivencia en


comunidad supone la constante existencia de discrepancias sobre lo que es
moralmente correcto; (ii) para asegurar que dicha convivencia sea pacífica, es
indispensable respetar la autonomía moral de las personas mediante reglas
claras y precisas; y, (iii) si para definir lo que está jurídicamente prohibido hay
que acudir a la moral, las discrepancias podrían ser insostenibles. Por las
razones anteriores, continúa esta línea de pensamiento, el Derecho debe ser
identificado sin recurrir a la moralidad (Moreso y Vilajosana 2004: 201).

Admito que me cuesta entender la diferencia entre las categorías de positivimo


exclusivo y positivismo ético o normativo. El primero señala que la determinación
de aquello que el Derecho es no puede depender de su adecuación a la
moralidad, mientras que el segundo señala que no debe.

Usemos un ejemplo. Si nuestra norma fundamental avalara la discriminación por


razón de género en determinadas circunstancias, señalando que la educación
primaria es obligatoria para los varones y no para las mujeres, la aproximación
del positivismo inclusivo sería clara: repudiar dicha discriminación por inmoral.
¿Pero qué ocurriría con las otras dos formas de positivismo?

Para el positivismo exclusivo, el Derecho no puede depender de la moralidad,


dado que solamente los hechos sociales, sin referencia alguna a la
argumentación moral, son relevantes para delimitar su contenido. En tal sentido,
introducir la discusión sobre si es moral o no admitir diferencias en el acceso a
la educación por razón de género, no sería posible, pues si la norma es clara hay
que acatarla. Por alguna razón política habría sido emitida, de modo que si se
cumplen los requisitos formales de validez, bajo este punto de vista el valor
justicia o moralidad tendría que ser excluido. Lo justo y moral sería, con esa
lógica, obedecer la ley sin cuestionarla. En otras palabras, el Derecho no es un

55
Curiosamente, otro autor denomina positivismo “ético” a una noción que se encuentra en las
antípodas respecto a lo propuesto por Moreso y Vilasajona. Para Gregorio Peces-Barba, el
llamado positivismo “ético” o “corregido” es aquel según el cual los criterios de validez jurídica no
solamente son formales (órgano competente y procedimiento establecido), sino además
materiales: se debe incorporar la ética pública (Bustamante 2009: 190).

123
crisol en el que convergen los hechos con los valores, sino solamente los
primeros.

Para el positivismo ético o normativo, el Derecho no debe depender de la


moralidad porque la convivencia en comunidad supone la existencia de
discrepancias morales que deben ser respetadas y toleradas, lo que no ocurriría
si se inocularan nociones morales a las categorías jurídicas. Usando el ejemplo
anterior, la conclusión sería la misma, pero no porque el Derecho no pueda
considerar los elementos morales, sino porque no debe hacerlo si lo que se
quiere es propiciar la seguridad jurídica.

En el primer caso, habría entonces razones objetivas para excluir la moralidad,


de modo que el Derecho no puede contenerla. En el segundo caso, no sería
conveniente hacerlo, en aras de evitar discrepancias constantes que dificulten la
convivencia social, de modo que el Derecho no debe contener nociones morales.
Discrepo con esta distinción, o mejor dicho, no encuentro su utilidad.

Independientemente de la denominación como “exclusiva” o “ética o normativa”,


comprendo –aunque no comparto- que pueda proponerse un positivismo basado
en esta última, con el propósito de evitar discrepancias morales que afecten la
convivencia y resten seguridad jurídica. Lo que no comprendo son las razones
para proponer el llamado positivismo exclusivo, pues parte de la premisa de que
el Derecho se basa solamente en hechos sociales y excluye cualquier noción de
moralidad, sin explicar por qué.

Reconocer dicha categoría argumentando de manera objetiva que el Derecho se


basa en hechos sociales excluyendo la moralidad, es una petición de principio:
existe positivismo exclusivo porque el Derecho excluye la moralidad, lo que
equivale a decir que el Derecho es exclusivo porque es exclusivo. La tautología
es evidente.

Independientemente de tal cuestionamiento lógico, discrepo además con la idea


de presentar una concepción del Derecho que considera a este en una
dimensión distinta a la realidad, en una posición elevada respecto a lo que ocurre
fuera de él.

Es verdad que el positivismo exclusivo sí incorpora los hechos sociales en la


concepción del Derecho, pero excluye las nociones morales, que son parte de la
interacción humana, sin explicar por qué. En todo caso, cualquier explicación
posible partiría de la premisa de que el Derecho es una creación conceptual
separada de la realidad, a la que se incorporan algunos elementos de ella
(hechos sociales) pero excluyendo otros (nociones morales), que son también
parte indispensable de la interacción humana.

Ello supondría sostener per se que el Derecho no es una creación espontánea


(de abajo hacia arriba, por decirlo de alguna manera), en el cual las reglas se
crean a partir de la convivencia, sino más bien “constructivista”, es decir, un
concepto abstracto al que se le adhieren los elementos de la interacción humana
que se decide sean parte de él. En otras palabras, esta visión del Derecho

124
supone que este ha sido “inventado” o “construido”, negando que sean una
práctica derivada de la interacción.

Aunque postulando más bien la existencia de un orden espontáneo, Hayek


acuñó el término “constructivismo”56: “habiendo creado el hombre las
instituciones de la sociedad y de la civilización, debe ser también el mismo
hombre capaz de alterarlas a su voluntad para satisfacer sus anhelos o deseos”
(Hayek 2011: 86), de modo que el Derecho sólo se justificaría si se corresponde
con un propósito preconcebido. Para el propio Hayek en cambio, el Derecho es
más bien un orden espontáneo que resulta de las acciones humanas
independientes que se coordinan a través de intercambios.

He propuesto en este trabajo que el Derecho responde a la necesidad de


proteger propósitos específicos, resultantes de la interacción humana, las cuales
se ajustan a necesidades individuales y colectivas concretas. Por ello sostengo
que el Derecho es “funcional”. Luego de analizar la categoría de positivismo
exclusivo, con la cual discrepo, considero además que el Derecho es un orden
espontáneo -en términos “hayekianos”57- pues es resultante de la interacción que
produce intercambios, de modo que permite establecer normas, formales y no
formales, para ordenar la convivencia.

Es interesante además que el propio Hayek haya señalado como una finalidad
del Derecho Privado, lograr la mayor reducción posible de la incertidumbre en
las decisiones individuales. “Esto significa que el individuo debe poder inferir de
las circunstancias que conoce lo que es libre de hacer, y en qué circunstancias
y de qué maneras pueden constreñir sus actos otras fuerzas humanas” (Hayek
2011: 61).

De esa reducción de la incertidumbre, a través de la protección de la confianza


razonable, se trata precisamente la doctrina de los actos propios. De allí que la
reflexión sobre las distintas concepciones del Derecho sea tan pertinente para
abordar este tema.

Considero que una concepción del Derecho como espontáneo y funcional no


excluye nociones de moralidad, dado que esta es parte de la interacción humana,
como consecuencia del ejercicio de discernimiento previo a la toma de
decisiones. La noción de moralidad que corresponde con la reducción de la
incertidumbre y la protección de la confianza, importantes para el Derecho, es la
buena fe.

Estimo entonces posible concebir un positivismo que no esté reñido con la labor
de ponderación y con la inclusión de nociones morales como parte del
ordenamiento jurídico. De allí que, si mi visión del Derecho tuviera que adherir a
una de las categorías mencionadas, sería el positivismo inclusivo, que admite
acudir a la moralidad en la aplicación del Derecho cuando el ordenamiento
jurídico lo permita.

56
Hayek advierte que engañosamente ese término ha sido usado para aludir al “racionalismo”.
57
“En otras palabras: para la formación de un orden espontáneo no es necesario que la conducta
de los elementos sea predecible en todos sus aspectos. Incluso una regularidad muy parcial de
su acción sería suficiente para generar un orden definido del conjunto” (Hayek 2011: 59).

125
“El primero en haber sostenido lo que hoy se llama positivismo jurídico
blando o incluyente parece haber sido Carrió, en un artículo de 1970 […],
en el que defendía la posición hartiana frente a los ataques provenientes
de Dworkin. Ahí, Carrió argumentaba que la regla de reconocimiento
podía incluir criterios morales, pero que con ello no se alteraba la
afirmación de que una norma es jurídica no porque esté de acuerdo con
la moral, sino por su conformirdad con la regla de reconocimiento (y el que
esta última incluya o no criterios morales sería una cuestión contingente)”
(Atienza y Ruiz Manero 2007: 17).

Veremos a continuación que la categoría de positivismo jurídico “blando” o


“incluyente” está también reconocida en la clasificación propuesta por Robert
Alexy58.

“Dentro del positivismo, la distinción entre el positivismo jurídico incluyente


y excluyente es la diferencia más importante en lo que respecta a la
relación entre el derecho y la moral. El positivismo excluyente, que ha
defendido prominentemente J. Raz, sostiene que la moral está
necesariamente excluida del concepto de derecho […]. El positivismo
incluyente, defendido, por ejemplo, por J. Coleman, dice que la moral no
está ni necesariamente excluida ni necesariamente incluida. La inclusión
se considera entonces como una cuestión contingente o convencional
dependiendo de lo que el derecho positivo, de hecho, establece” (Alexy
2013: 16).

Alexy admite, como Moreso y Vilajosana, que el positivismo puede ser


incluyente, pues permite la posibilidad de que el ordenamiento jurídico
comprenda la moralidad.

“El positivismo incluyente es una forma de positivismo, porque afirma que


la decisión inicial, en un sistema jurídico particular, de incluir la moralidad
en el derecho es contingente o convencional […]. El no positivismo
sostiene no sólo, en contra del positivismo excluyente, que la moralidad

58
Alexy propone tres categorías: no-positivismo excluyente; no-positivismo súper incluyente; y
no-positivismo incluyente.
La primera es el no-positivismo excluyente, el más radical, según el cual, todos los defectos
morales excluyen la validez jurídica.
La segunda es el no-positivismo súper incluyente, que se ubica en el otro extremo: la validez
jurídica no se ve afectada de ninguna manera por cualquier defecto moral. Parece semejante a
una versión del positivismo, pero no lo es, porque hay dos tipos de relaciones entre derecho y
moral: clasificatoria y calificatoria, según Alexy. “El efecto de una conexión clasificatoria es la
pérdida de validez jurídica. Por el contrario, el efecto de una conexión calificatoria es la
deficiencia jurídica, el cual no llega sin embargo, al punto de socavar la validez jurídica, pero sí
crea una obligación legal o, al menos, un empoderamiento por parte de las cortes de apelación
para anular sentencias injustas expedidas por los tribunales inferiores” (Alexy 2013: 17).
La tercera versión del no-positivismo es la del no-positivismo incluyente, que se encuentra en el
punto medio de los dos anteriores: los defectos morales socavan la validez jurídica sólo bajo
ciertas condiciones: si y sólo si el umbral de la extrema injusticia se transgrede (la injusticia
extrema no es Derecho, según la fórmula de Radbruch, en la que deben confluir justicia, utilidad
y seguridad) (Alexy 2013: 18).

126
no está necesariamente excluida, sino que también se sitúa en contra del
positivismo incluyente al señalar que está necesariamente incluida, por lo
tanto el no-positivismo es contrario a ambas formas de positivismo” (Alexy
2013: 16).

Estimo que lo que las mencionadas clasificaciones respecto a las tradicionales


visiones del Derecho –iusnaturalismo y positivismo- y los matices que la doctrina
ha venido articulando sobre ellas, revela la pérdida de vigencia de dicha
clasificación en los términos en que esa distinción fue concebida.

De allí que las etiquetas de “positivista” o “iusnaturalista” no sean suficientes para


adherir a una concepción que sea lo suficientemente fiel a lo que el Derecho
realmente significa. Las etiquetas tradicionales encorsetan al Derecho, en lugar
de recogerlo en su real dimensión y complejidad. De allí que llamarse “positivista”
o “iusnaturalista” no sea suficiente para revelar lo que pensamos sobre las
conexiones entre el Derecho y la moral. Se trata más bien de términos tan
permeables que han dejado de explicarse por sí mismos.

Ello explica que mi visión del Derecho sea más bien “funcional”. En todo caso, si
tuviera que adherir a una de las concepciones presentadas, esta sería la del
positivismo incluyente o “positivismo funcional”. Así, si deseamos mantener los
rótulos tradicionales, ser positivista no es incompatible con la inclusión de valores
en las normas al momento de aplicarlas. El positivismo no puede negar que las
normas contengan pronunciamientos morales. Y es que el positivismo que queda
por postular es uno “aggiornado” con los tiempos constitucionales.

Estoy pues de acuerdo con el Profesor César Landa cuando señala que “el
modelo de la justicia constitucional kelseniano puro y simple ha sido superado,
en la medida que en el texto Constitucional no solo existen derechos
fundamentales sino también principios constitucionales y valores superiores”
(Landa 2013: 19).

Dado que el concepto tradicional de positivismo ha sido superado por un modelo


que permite la inclusión de la moralidad en el Derecho, ha perdido vigencia la
objeción referida a la justicia, “valor sin el cual el Derecho no es siquiera
concebible” (García de Enterría y Menéndez 1997: 45).

“Sin embargo, a diferencia de las posiciones iusnaturalistas, el positivismo


afirma que esas normas y esas decisiones son válidas no por su
naturaleza moral, sino por haber sido dictadas por los órganos
competentes. […]. Así, el positivismo en esta variante, “la versión
renovada del iuspositivismo”, viene a destacar la relevancia, desde un
plano ideal, de los sistemas democráticos y de los derechos humanos en
el concepto de Derecho. Es decir, sin negar la existencia de Derechos que
se producen en sistemas no democráticos o de Derechos que no protegen
derechos fundamentales, defiende que un Derecho más correcto es aquel
que se origina en un sistema democrático y se caracteriza por la
protección de los derechos humanos” (Peces-Barba, Fernández y De Asís
2000: 316).

127
En la misma línea, Carlos Nino sostiene que, “además del vínculo justificatorio
que el derecho tiene ineludiblemente con la moral, el derecho no puede ser
interpretado si no se recurre, en momentos cruciales de esa tarea interpretativa,
a consideraciones de índole moral” (Nino 2014: 129). Esta posición es adoptada
por Nino luego de señalar que la subsistencia de la controversia entre positivistas
jurídicos y iusnaturalistas se debe a las confusiones que contaminan esa
polémica59.

Habiendo propuesto una concepción del Derecho que deja espacio para la
moralidad, vale la pena mencionar en este punto un interesante debate entre los
Profesores Atienza y García Amado, quienes mediante un elegante y agudo
intercambio epistolar, dan cuenta de sus posiciones sobre el rol de los principios
y la ponderación. Y es que los principios de Derecho y el trabajo de ponderación
(a diferencia de la subsunción) contribuyen a procesar el ingrediente de
moralidad en una controversia o situación jurídica concreta.

Mientras que García Amado señala que “el derecho es lo que está ahí afuera y
nada más que lo que está ahí afuera y cualquiera puede ver” (Atienza y García
Amado 2016: 137), para Atienza el Derecho no debe verse sólo como una
“realidad ya dada, sino más bien como una empresa; como la escritura de una
novela […], o como la construcción de una catedral […] o como una empresa de
navegación […]” (Atienza y García Amado 2016: 137).

En otras palabras, y en esto estoy de acuerdo con el Profesor Atienza, el Derecho


no puede concebirse simplemente como un sistema, sino, sobre todo, como una
actividad, como una práctica (Atienza y García Amado 2016: 137-138). A esto
me refiero cuando sostengo que el Derecho es “funcional”, y tanto los principios
como la correspondiente labor de subsunción son la manera de expresar esta
característica.

En otro trabajo, Atienza considera que la visión del Derecho descrita en el párrafo
anterior no se corresponde con una concepción positivista, pues esta sería
incompatible con un Estado constitucional, en el cual los conflictos entre
principios solamente pueden resolverse atendiendo a las razones que subyacen
a las normas dictadas por el constituyente (Atienza y Ruiz Manero 2007: 24-25).

Si se entiende que el positivismo excluye la posibilidad de atender a las razones


que subyacen a las normas para resolver conflictos entre principios, entonces
aquél es en efecto incompatible con un estado constitucional. Sin embargo,
partiendo de la premisa que el positivismo tiene una versión “suave” o “blanda”,
entonces es posible adherir a él y todavía creer en las conexiones entre Derecho
y moral.

El propio Atienza da cuenta de la relatividad de los rótulos y de las limitaciones


de estos para transmitir la verdadera carga semántica de los conceptos de
Derecho:

59
“Superficialmente las cosas parecen muy claras; el positivismo defiende la separación entre
derecho y la moral […]. En cambio, el iusnaturalismo sostiene que el derecho y los principios de
justicia y moralidad social se impenetran” (Nino 2014: 21).

128
“Ahora bien, puesto que –como ya sabemos- las definiciones son
puramente convencionales y no parece que pueda darse una razón
decisiva a favor de uno u otro uso lingüístico, quizás sea mejor abandonar
esos rótulos, probablemente demasiado gastados y demasiado cargados
emotivamente como para poder resultar de utilidad. Por lo demás, hoy
parece existir una tendencia por parte de los autores que provienen de la
tradición iusnaturalista a hablar más bien de “hermenéutica jurídica”,
mientras que los herederos del positivismo jurídico tienden a usar rótulos
como “positivismo crítico”, “positivismo inclusivo” y algunos otros” (Atienza
2014: 124-125).

Independientemente del rótulo que usemos –positivismo, positivismo incluyente


o funcionalismo- es inevitable que dicha concepción del Derecho arroje temores
en relación con el rol de los jueces y dispare alertas frente al “riesgo” del
activismo judicial, pues:

“[…] cuanto mayor sea la confianza en que las normas jurídicas son
expresión de normas morales o en que alguna moralidad objetiva viene
en nuestro auxilio en los casos difíciles, mayor será la tentación de
encubrir la discrecionalidad y, con ello, de ocultar la responsabilidad de la
decisión, haciendo aparecer como Derecho […] lo que, en el fondo, no
deja de ser una –mejor o peor- concepción moral de quien la sustenta”
(Prieto Sanchís 1997: 89)60.

El temor que puede suscitar el activismo judicial es consecuencia de que si bien


Derecho y moral están separados, hay conexiones entre ellos. En efecto, puede
reportarse tres visiones referidas al tratamiento de las relaciones entre Derecho
y moral: confusión; separación tajante; y distinciones y conexiones (Peces Barba
y otros 2000: 71). Adhiero a esta última, debido a que el Derecho debe contener
mínimos éticos derivados de la naturaleza humana, la cual está basada en la
confianza.

Precisamente por ello, estimo que en los casos en los que la protección de la
confianza razonable está en juego –como ocurre con la aplicación de la doctrina
de los actos propios- es inevitable que los jueces realicen una adecuada labor
de ponderación, que no necesariamente estará exenta de acusaciones
sustentadas en una aplicación arbitraria –más que discrecional- del principio de
la buena fe.

Estimo pertinente citar en este punto a Wieacker, en un estupendo trabajo


referido a la buena fe, que es precisamente el tema que nos convoca.

“Al positivismo como tal no se le plantea el problema de la posibilidad de


una ética material normativa. Puesto que el fundamento de la validez del
Derecho, lo encuentra en el mandato legal, es completamente libre para
dar a los imperativos la configuración más determinada posible. […]. Otra
cosa es, sin embargo, que una norma jurídico-positiva remita a normas de

60
Sobre el acusado riesgo de activismo judicial, estoy de acuerdo con Atienza cuando señala
que respecto de este asunto se debe tener en cuenta la realidad latinoamericana, que a
diferencia de la española, permite a los jueces hacer control difuso de constitucionalidad.

129
conducta ético-sociales, como orgullosamente hacen la mayoría de las
cláusulas generales […] y entre ellas precisamente el parágrafo 242”
(referido a la recepción del principio de la buena fe en el Código Civil
alemán) (Wieacker 1982: 34-35).

El rol de los jueces es crucial en este punto, y su propia concepción del Derecho
también lo es, pues como añade Wieacker, la relación entre la cláusula general
y el caso concreto no es tan sencilla como la subordinación lógica de lo particular
a lo general. “Los valores a los que remiten las ideas de “buena fe” o de “usos
del tráfico” sólo quedan en realidad integrados por la sentencia” (Wieacker 1982:
40).

Está bien que así sea. Sostener lo contrario supondría apostar por un modelo de
Derecho pre-establecido, independiente de lo que los usos y costumbres de la
realidad reflejan para dar sentido a nociones jurídicas porosas, como la buena
fe.

Ello es compatible con lo que propone el Profesor Atienza, que el Derecho no


puede concebirse simplemente como un sistema o como un objeto, sino como
una actividad, como una práctica que ayuda a atender las necesidades de las
personas que surgen a partir de la interacción. En otras palabras, el Derecho
nace a partir de las actividades humanas; no al revés; no es una
conceptualización previa que se impone de manera vertical. A ello me refiero
cuando sostengo que el Derecho es “funcional”, y tanto los principios como la
correspondiente labor de subsunción son la manera de expresar esta
característica.

Una concepción del Derecho funcional y espontáneo no excluye nociones de


moralidad, dado que estas son parte de la interacción humana. Es posible
entonces concebir un positivismo que no esté reñido con la labor de ponderación
y con la inclusión de nociones morales, como la buena fe, en el ordenamiento
jurídico. A eso le llamo “funcionalismo”.

Ahora bien, para que la interacción social en el marco del Derecho permita
atender las necesidades de las personas, es indispensable crear una estructura
legal basada en la confianza. Y ello es así porque la libre interacción de los
individuos –sobre la base del respeto a la palabra empeñada- genera el máximo
bienestar posible.

En el Derecho Contractual el rol de la confianza es crucial para garantizar


operaciones seguras, con instrumentos que incentiven la suscripción de
contratos como medio de generación de bienestar a través del respeto a las
promesas realizadas. Es en este punto que la buena fe cumple un rol
fundamental, puesto que es expresión de la coherencia en el actuar y de la
protección de las expectativas razonables generadas por la conducta de las
partes en determinado sentido, las cuales se ven defraudadas por la
contradicción no justificada en el pacto o en la ley.

Confianza y contradicción son nociones opuestas; son antónimos. Así como la


contradicción de una promesa –el incumplimiento- genera como remedio la

130
orden de cumplir o de resolver el contrato, la contradicción de la expectativa
generada por la confianza razonable debería generar –en buena fe- la aplicación
de la doctrina de los actos propios, en los términos que se propone en este
trabajo.

En línea con lo anterior, una concepción del Derecho que admite dentro de él
nociones de moralidad, permite acudir a herramientas derivadas del principio de
la buena fe, como la protección de las expectativas generadas por la confianza
razonable, cuya expresión es el rechazo de la contradicción. Esto constituye un
medio idóneo de prevención contra comportamientos oportunistas de las partes,
a través de la remisión a estándares de actuación donde la protección de la
confianza juega un rol fundamental.

La buena fe y la reprobación de las conductas contradictorias cumplen además


una importante función en la reducción de los costos de transacción, pues si los
individuos saben que estarán protegidos frente a conductas oportunistas a través
de un estándar –rechazo de la contradicción- será innecesario que las partes
destinen recursos valiosos en la estructuración de contratos “completos” o
“perfectos”, que prevean todas y cada una de las potenciales situaciones que
generen un conflicto posterior. Esta tarea sería no solamente excesivamente
costosa, sino a lo mejor poco efectiva, pues a menudo la realidad supera la
ficción.

Existen herramientas jurídicas que si bien hacen al Derecho Contractual menos


cierto, contribuyen a que sea más justo, como por ejemplo la posibilidad de
invocar fin ilícito, orden público o vicios de la voluntad para anular un contrato, o
la inclusión del principio de la buena fe como criterio obligatorio para la
interpretación contractual. ¿Cuál es entonces el rol de los principios en el
Derecho de contratos?

Advierto al lector que el esbozo que propongo para desentrañar el significado de


los principios, es solo eso; un boceto, que como tal, permite delinear ciertos
rasgos pero apenas en la medida suficiente, como para que un observador
atento entienda la estructura del objeto bosquejado. No es el propósito de este
trabajo profundizar en las concepciones del Derecho compartidas por la doctrina
especializada más bien en filosofía jurídica. Tampoco pretendo ofrecer al lector
un análisis profundo sobre las nociones de principios y reglas.

Me siento obligada a presentar estas ideas, aún con el riesgo de pecar de


ligereza, para responder mejor a la pregunta de qué es y para qué sirve la
doctrina de los actos propios en el Derecho de contratos en el Perú.

2.5 A propósito de los principios y reglas.-

“La palabra principio deriva etimológicamente del término latino principium,


compuesto por la raíz pris, que significa “lo antiguo” y “lo valioso”, y la raíz cp
que aparece en el verbo capere –tomar- y en el sustantivo caput –cabeza-. En
consecuencia, el término principio posee etimológicamente un sentido histórico
(“lo antiguo”) y un sentido axiológico (“lo valioso”)” (López Mesa 2013: 81).

131
Asociar etimológicamente a los principios del Derecho con lo “antiguo” y “valioso”
da cuenta de que ellos resultan de una acumulación de prácticas generadas a
partir de la interrelación humana, consideradas valiosas para atender las
necesidades de las personas. El comportamiento de buena fe es una de esas
prácticas que a través de los siglos ha generado un valor intrínseco a la noción
de sociedad: el respeto de los compromisos asumidos, que supone, de cara al
tema que nos convoca, el repudio a la contradicción en el comportamiento
cuando con esto se traiciona las expectativas legítimas generadas por el
comportamiento anterior.

Estimo que la buena fe cumple dos funciones que son dos caras de la misma
moneda. De un lado, es el ingrediente sobre el que se basa la interacción y
cooperación entre los individuos, y al mismo tiempo es el resultado de dicha
interacción y cooperación. Sin buena fe no puede haber interacción generadora
de bienestar, y a la inversa, los compromisos resultantes de esa interacción dan
lugar a comportamientos de buena fe.

Debo advertir que la razón por la que me refiero a los “principios”, “principios
generales del derecho” o “principios de derecho” de manera indistinta se explica
en que soy escéptica sobre la existencia de diferencias relevantes entre ellos,
que permitan que cada uno de dichos términos refleje un concepto jurídico
distinto. No excluyo la posibilidad de que unos principios sean más importantes
que otros, o de que exista una suerte de jerarquía entre ellos, pero en cualquier
caso tales eventuales diferencias no me parecen determinantes de cara a la
noción de buena fe.

Sin perjuicio de ello, debe tenerse en consideración que diversos instrumentos


jurídicos peruanos aluden a “principios generales del derecho”. Así, el artículo
139 numeral 8 de la Constitución, señala que es un principio de la función
jurisdiccional, no dejar de administrar justicia por vacío o deficiencia de la ley,
debiendo, en tal caso, aplicarse los principios generales del derecho. El artículo
VIII del Título Preliminar del Código Civil contiene una norma semejante, diciendo
que “Los jueces no pueden dejar de administrar justicia por defecto o deficiencia
de la ley. En tales casos, deben aplicar los principios generales del derecho y,
preferentemente, los que inspiran el derecho peruano”.

Por su parte, El Tribunal Constitucional señala que la noción de principios


generales del derecho:

“[a]lude a la pluralidad de postulados o proporciones con sentido y


proyección normativa o deontológica que, por tales, constituyen parte del
núcleo central del sistema jurídico. Insertados de manera expresa o tácita
dentro de aquél, están destinados a asegurar la verificación preceptiva de
los valores o postulados ético-políticos, así como las proporciones de
carácter técnico-jurídico” (Tribunal Constitucional 2006: párrafo 42)61.

61
Sentencia del Pleno Jurisdiccional del Tribunal Constitucional recaída en el Exp. Nº 047-2004-
AI/TC, demanda de inconstitucionalidad interpuesta por José Claver Nina-Quispe Hernández, en
representación del Gobierno Regional de San Martín, contra la Ley Nº 27971 (Ley que faculta el
nombramiento de los profesores aprobados en el concurso público autorizado por la Ley Nº
27971).

132
A pesar de que la dicotomía entre las visiones tradicionales del Derecho puede
ser cuestionada por no recoger matices intermedios, ellas han definido el rol y
alcances de los principios.

“Dos corrientes jurídicas se han disputado la correcta conceptualización


de lo que importa un principio general del derecho. Ellas son las corrientes
positivistas y naturalistas. Las primeras entienden que los principios
generales de derecho son aquellos que informan las soluciones concretas
de derecho positivo, sirviéndole de fundamento; y que se obtienen
mediante un proceso de abstracción y generalización creciente. Para las
corrientes naturalistas son una suma de valoraciones normativas,
principios y criterios de valoración que constituyendo el fundamento del
orden jurídico, tienen una función genética respecto de las normas
singulares.
Más allá de enrolarse en una u otra corriente (por nuestra parte optamos
por la señalada últimamente) o considerar a ambas equivocadas, lo cierto
es que lo verdaderamente importante es destacar que dichos principios
generales constituyen normas jurídicas básicas en la organización social
que revelan el sistema en que reposa la sociedad […]” (Borda 2017: 42).

Habiendo postulado una concepción del Derecho funcionalista, considero que


los principios generales del derecho cumplen dos objetivos. De un lado, permiten
llenar lagunas normativas, y del otro, informan sobre el sentido del ordenamiento
jurídico, aún cuando exista regulación aplicable, puesto que recogen la
estructura sobre la cual se ha construido la sociedad. Por ejemplo, presumir la
inocencia, entender que las restricciones a la libertad son el último recurso,
proteger la propiedad privada, exigir que los pactos se ejecuten de buena fe,
entre otros.

Los principios cumplen un segundo objetivo, aparte de inspirar soluciones no


previstas normativamente, que es informar sobre el sentido del ordenamiento
jurídico, haya o no legislación aplicable. “Pero no es sólo la integración de las
posibles lagunas de un texto legal lo que obliga en muchas ocasiones a recurrir
a criterios extralegales. También la determinación del verdadero alcance, sentido
o significación que dentro del ordenamiento jurídico posee una determinada
disposición legal, solamente puede hacerse, en ocasiones, acudiendo a
aquéllos” (Díez-Picazo y Gullón 2003: 141)62.

Si se asume una concepción positivista (no incluyente) del Derecho, los


principios serían consecuencia de la abstracción de las propias leyes; es decir,
los principios se inspiran en ellas. Adoptar una noción de principios inspirada en
una concepción positivista del Derecho como la descrita, supone adoptar un
62
El mismo autor hace un repaso histórico sobre la admisión de criterios o valores extralegales.
Señala que en Grecia se admitió la existencia de una ley no escrita, noción que fue heredada
por Roma, que acuñó la idea de ratio iuris. Algo parecido ocurrió en la Edad Media, con la idea
de un “Derecho Natural”, trabajada por los escolásticos y los canonistas. Aunque el problema se
discutió previamente a la codificación francesa del siglo XIX, Díez-Picazo sostiene que el tema
fue finalmente omitido. La noción de “principios generales del Derecho” apareció en el Código
austríaco de 1811, pasando luego a los códigos civiles modernos e incluso al Derecho
Internacional (Díez-Picazo y Gullón 2003: 141-142).

133
razonamiento circular: las normas recogen principios, los cuales emanan de las
mismas normas. Dicho de otra manera, esta forma de definir los principios es
incompatible con una visión del Derecho como espontáneo y funcional.

Por el contrario, una concepción iusnaturalista supone que los principios


generales del derecho equivalen al “Derecho natural”, pues se trataría de normas
válidas aun cuando no deriven de una sanción estatal. Aunque parezca
paradójico, definir los principios de esta manera comparte con una definición
positivista el hecho que los principios no provienen de la interrelación entre las
personas, sino de una estructura “superior”. En el caso del positivismo, esa
estructura es el propio ordenamiento jurídico, a partir del cual se abstraen los
principios. En el caso del iusnaturalismo, esa estructura superior es el “Derecho
natural”, cuyo origen no sería espontáneo.

Por ello Díez-Picazo señala que ninguno de esos dos puntos de vista es exacto:
“no cabe confundir los principios generales del derecho, que son normas de
Derecho positivo, con las reglas de derecho natural, porque ni todas las normas
de Derecho natural son recibidas por el Derecho positivo, ni las normas de
Derecho natural son las únicas susceptibles de dar origen a un principio jurídico
general” (Díez-Picazo 2014: 194).

“Por todo ello, no se puede afirmar rotundamente que los principios


generales se hallan fuera ni, por el contrario, dentro del ordenamiento
jurídico. Lo que sí resplandece en todo caso es su función vertebradora o
estructuradora del mismo porque: 1.º Tienen un carácter básico y
fundamental en la organización del grupo humano que por él se conduce.
2.º Revelan de modo espontáneo el sistema de creencias y convicciones
en que reposa la organización de tal grupo social” (Díez-Picazo y Gullón
2003: 144).

La cita anterior revela una interesante dosis de funcionalismo, pues asume que
los principios surgen de manera espontánea, como resultado de la interacción,
para darle estructura al sistema jurídico en su conjunto. Estoy de acuerdo con
Díez-Picazo y Gullón, cuando señalan que los principios generales del derecho
no son meros criterios directivos o simples juicio de valor.

“Son auténticas normas jurídicas en sentido sustancial, pues suministran


pautas o modelos de conducta. Cuando se dice, por ejemplo, que nadie
puede enriquecerse injustamente, o que nadie puede ejercitar
abusivamente sus derechos, o que los pactos han de ser observados, es
claro que se están proponiendo modelos de conducta a seguir” (Díez-
Picazo y Gullón 2003: 144).

Atienza comparte con Diez Picazo y Gullón, que los principios jurídicos son
“auténticas normas jurídicas en sentido sustancial, pues suministran pautas o
modelos de conducta” (Atienza y Ruiz 2000: 45)63.

63
Manuel Atienza, junto con Josep Aguiló y Juan Ruiz Manero, postula “cuatro tipos ideales de
normas regulativas” (dos reglas y dos principios): (i) reglas de acción, en que el caso está
configurado según propiedades genéricas y en que la solución consiste en realizar u omitir una
acción (por ejemplo, una regla de tránsito); (ii) reglas de fin, en que el caso también está

134
En lo que no está de acuerdo es en que los principios sean pautas que se
incorporan al sistema jurídico en virtud de su arraigo en la conciencia social, sin
más cualificaciones, porque el arraigo en la conciencia social no es condición
necesaria ni suficiente para que una pauta generalizada se convierta en principio.
Para ello se necesitarían dos condiciones adicionales: que la pauta tenga
relevancia jurídica, y que pase el test de su adecuación al Derecho establecido
(Atienza 2006: 46-47).

Exigir que para ser principio la pauta debe tener relevancia jurídica y pasar el
test de su adecuación al Derecho establecido, tiene una connotación positivista
(no incluyente) que como ya se mencionó, supone adoptar un razonamiento
circular: las normas recogen principios, los cuales emanan del propio Derecho.
De nuevo, esta forma de definir los principios es incompatible con una visión del
Derecho como espontáneo y funcional, porque supone que hay una finalidad
preconcebida, previa al Derecho, que debe definir su contenido. Ello no se
corresponde con la concepción del Derecho a la cual adhiero.

Es consecuencia de lo anterior, que el carácter de principio general del Derecho


no lo da la norma que lo formula o el rango o la categoría de la norma que lo
recoge, si acaso lo hubiese hecho. “Ahora bien, al positivizarse no hay duda de
que se convierte en una norma básica, principal, formuladora de un deber ser
jurídico, sin ligarse a un supuesto de hecho concreto o ligándose a un supuesto
de hecho muy general o indeterminado” (Díez-Picazo y Gullón 2003: 146).

Llegados a este punto, y habiendo asumido que los principios cumplen una doble
función –llenar lagunas e inspirar el sentido del ordenamiento jurídico- cabe
preguntarse si existe o no una diferencia relevante entre principios y reglas64.

configurado según propiedades genéricas, pero la solución no consiste en realizar una acción
sino en producir un estado de cosas en una cierta medida determinada (por ejemplo, que una
entidad no supere un nivel de déficit determinado, dado que la manera de lograr ese objetivo
puede suponer distintos cursos de acción); (iii) principios en sentido estricto, que no determinan
cuáles son las condiciones en las que se debe o se puede realizar la conducta que prescribe, y
que permiten una labor de ponderación entre principios (por ejemplo, la ponderación entre los
principios de libertad de expresión y de protección del honor); y, (iv) directrices o normas
programáticas, que se asemejan a los principios en sentido estricto en relación con el
antecedente de la norma, pero el consecuente propende a conseguir un determinado estado de
cosas en la mayor medida posible (por ejemplo, que el Estado contribuya a fomentar el pleno
empleo). Además, los autores distinguen entre principios (tanto principios en sentido estricto
como directrices) explícitos e implícitos (Aguiló 2007: 74-81; 98-99).
64
Esta pregunta parte de la premisa de que existe la categoría de principios, lo cual no es
uniforme en la doctrina. De hecho, para Prieto Sanchís, “Tal vez los principios sean uno de los
últimos y más vistosos artificios fabricados por los juristas, capaces de servir por igual a
malabarismos conceptuales que a propósitos ideológicos, de valer lo mismo para estimular una
cierta racionalidad argumentativa que para encubrir las más disparatadas operaciones
hermenéuticas … Ni en el lenguaje del legislador, ni en el de los jueces, ni en el de la teoría del
Derecho existe un empleo mínimamente uniforme de la expresión “principio”, hasta el punto de
que, recordando la terminología de Hart, cabe decir aquí que la “zona de penumbra” resulta más
amplia que el “núcleo de certeza” (Prieto Sanchís 1998: 47-48).

135
2.6 Diferencia entre principios y reglas.-

Durante el célebre debate académico entre Ronald Dworkin y Herbert Hart 65,
como punto neurálgico de su posición iusnaturalista, Dworkin distingue entre dos
tipos de normas: reglas y principios66. “Lo que caracteriza a los principios frente
a las reglas –según este autor- es que, mientras estas últimas pueden aplicarse
en la forma todo-nada, los principios contienen una dimensión de peso: cuando
se aplican para resolver un caso, deben ser ponderados entre sí […]” (Atienza
2014: 84).

En efecto, en “The Model of Rules I”, Dworkin sostiene que las reglas son
estándares de “todo o nada”. “Si dos reglas se oponen mutuamente, entonces
una de ellas no puede ser una regla válida. Por el contrario, los principios no
resuelven los casos a los que se aplican. Ofrecen un apoyo justificativo a varios
cursos de acción, pero no son necesariamente conclusivos” (Shapiro 2012: 151).

El debate real entre Hart y Dworkin no consiste en si el Derecho contiene o no


principios además de reglas. “El debate “real” entre Hart y Dworkin es, por tanto,
el enfrentamiento entre dos diferentes modelos de derecho. ¿Deberíamos
entender el derecho como aquellos estándares socialmente dotados de
autoridad? ¿O está construido por aquellos estándares moralmente dotados de
autoridad?” (Shapiro 2012: 159).

“Hart mantiene que los jueces deben ejercer algunas veces una
discrecionalidad fuerte porque para él el derecho consiste en aquéllos
estándares socialmente propuestos como prescriptivos. Dworkin, por su
parte, cree que los jueces no tienen discrecionalidad fuerte precisamente
porque él niega que sea central la ordenación social a la hora de
determinar la existencia o el contenido de las normas jurídicas” (Shapiro
2012: 159).

Es más, el propio Atienza señala que quien sostiene una concepción del Derecho
como la de Hart no tiene por qué negar que el Derecho está integrado no solo
por reglas sino además por pautas que Dworkin llama “principios” (Atienza 1991:
101). Hart representa el positivismo metodológico o conceptual, a diferencia del
positivismo ideológico, según el cual el Derecho debe ser obedecido
simplemente porque es Derecho (Atienza 2014: 114-117).

Considero esclarecedor para quien pretenda explorar a profundidad este


interesante debate, señalar que la “intromisión” de la moral en el Derecho no
desbarata la tesis positivista esgrimida por Hart. Así, “[…] respondiendo a las
críticas formuladas por Ronald Dworkin, Hart se ocupa de manera explícita de

65
Es importante mencionar que la “crítica al positivismo jurídico que Dworkin ofreció en 1967,
por ejemplo, difiere enormemente de la que presentó en 1986. Cualquier descripción debe, por
tanto, intentar capturar esta fluidez tratando el debate como una entidad en evolución que se
adapta con el tiempo a las presiones racionales venidas de fuera y de dentro” (Shapiro 2012:
146-147).
66
A su vez, los principios serían de dos tipos: las policies o directrices, que son normas que fijan
objetivos de carácter económico, social o político; y los principios en sentido estricto, que son
exigencias morales, que establecen derechos.

136
las vías por las cuales las dimensiones morales pueden adquirir una importante
presencia en el mundo jurídico.

Este momento da lugar a lo que denomina positivismo suave, una versión


remozada de la concepción con la que se aproxima al fenómeno jurídico”
(Bustamante 2009: 194). “Se desprende así la posibilidad, reconocida por el
propio Hart, de que: (i) los principios o valores morales puedan entrar a formar
parte del Derecho, gracias al camino abierto por la regla de reconocimiento; y (ii)
que los principios o valores morales puedan ser, en definitiva, criterios de validez
de las normas jurídicas” (Bustamante 2009: 195)67.

Esto es consistente con la posición a la que adhiero, en virtud de la cual no hay


necesidad de ser iusnaturalista para reconocer que puede existir una conexión
conceptual entre el Derecho y la moral. “No hace falta para ello ni postular la
existencia de un Derecho natural superior al Derecho positivo, ni tampoco el
absolutismo moral” (Atienza 2014: 123).

La conexión entre Derecho y moral se refleja en que, como señala Díez-Picazo,


los principios generales del derecho son normas jurídicas con especial
naturaleza, pues revelan de modo espontáneo el sistema de las convicciones
sociales vigentes, de modo que es indiferente que dichas normas estén
formuladas de manera explícita (Díez-Picazo 2014: 194).

Nótese que la primera afirmación de la definición anterior es que los principios


tienen la condición de normas. Así lo entiende el Tribunal Constitucional, que
citando a Bobbio, señala:

“[…] los principios generales no son sino normas fundamentales o


generalísimas del sistema, las normas más generales. El nombre de
principios llama a engaño, tanto que es una vieja discusión entre los
juristas si los principios generales son normas. Para mí es indudable que
los principios generales son normas como todas las otras […] Dos son los
argumentos para sostener que los principios generales son normas, y
ambos son válidos: de acuerdo con el primero de ellos, si son normas
aquellas que se deducen de los principios generales por medio de un
procedimiento de generalización sucesiva, no se ve por qué estos no
deban ser normas también […] En segundo lugar, la función para la cual
se deducen y se adoptan es la misma que se lleva a cabo para todas las
normas, o sea la función de regular un caso” (Tribunal Constitucional
2006: párrafo 43).

En línea con lo anterior, la mejor definición que he encontrado de los principios


generales del derecho entiende que estos son “las normas con mayor densidad
ética y sirven de guía para la producción de las restantes normas en cuanto a
sus contenidos y a sus límites” (Peces Barba, Fernández y De Asís 2000: 346).

67
La norma que establece un vínculo entre el Derecho y la sociedad de la que forma parte fue
llamada por Kelsen “norma fundamental” y por Hart, “regla de reconocimiento” (Atienza 2014:
95). La regla de reconocimiento es el último punto de referencia del Derecho, pero no basta
constatar que existe, sino hay que ver si está justificada, lo cual nos conduce al campo de la
moral (Atienza 2014: 97).

137
“La literatura sobre el modo de entender la diferencia entre los principios
y las reglas jurídicas es extensísima y constituye por sí misma una
demostración elocuente no sólo del carácter problemático, sino también
de la relevancia de esta distinción a la que ahora se presta una atención
creciente” (Zagrebelsky 2011: 109).

Hay varios puntos de referencia a partir de los cuales puede ensayarse (o


negarse) la distinción.

Para Zagrebelsky, la principal diferencia entre reglas y principios es que sólo a


las reglas se aplica los métodos de interpretación jurídica. En cambio, sostiene
que el significado lingüístico de los principios es autoevidente, de modo que las
fórmulas que contienen principios, “más que “interpretadas” a través del análisis
del lenguaje, deben ser entendidas en su ethos. En pocas palabras, a las reglas
“se obedece” […]; a los principios, en cambio, “se presta adhesión”” (Zagrebelsky
2011: 110).

El problema de la posición anterior es que no apunta a la dirección correcta. Sin


negar la diferencia entre reglas y principios, lo que debe quedar claro es si existe
o no una real diferencia entre las acciones de interpretar (las reglas) y de
entender (los principios). La respuesta es que no. En ambos casos debe
desplegarse una actividad cognitiva que permita desentrañar el sentido de
ambos tipos de normas. En los dos casos se trata de una labor hermenéutica.
Para interpretar no es necesario que la norma esté escrita ni que tenga un
significado aparentemente confuso. Tanto principios como reglas se interpretan,
partiendo de la premisa que “interpretar” supone comprender cuáles son las
prescripciones que contienen, teniendo en cuenta, en caso de duda, el
ordenamiento jurídico en su conjunto.

Con lo que sí estoy de acuerdo es la distinción esencial entre reglas y principios


basada en que “las reglas nos proporcionan el criterio de nuestras acciones, nos
dicen cómo debemos, no debemos, podemos actuar en determinadas
situaciones específicas previstas por las reglas mismas; los principios,
directamente, no nos dicen nada a este respecto, pero nos proporcionan criterios
para tomar posición ante situaciones concretas pero que a priori aparecen
indeterminadas” (Zagrebelsky 2011: 110).

En esa línea, el autor citado añade que según el punto de vista tradicional del
positivismo jurídico, los principios tienen una importante función supletoria o
integradora (hasta correctiva, dice el autor), de las reglas jurídicas. En otras
palabras, servirían para perfeccionar el ordenamiento jurídico. No obstante,
volvemos a discrepar cuando señala:

“Sin embargo, esta concepción no solo es parcial, como se dirá de


inmediato, sino que encierra además la intrínseca contradicción de
asignar a las normas de mayor densidad de contenido –los principios- una
función puramente accesoria de la que desempeñan las normas cuya
densidad es menor –las reglas. Esto deriva del persistente perjuicio de
pensar que, en realidad, las verdaderas normas son las reglas, mientras

138
que los principios son un plus, algo que sólo es necesario como “válvula
de seguridad” del ordenamiento. Una vez más, el positivismo se revela
como una ideología distorsionadora en el campo del derecho”
(Zagrebelsky 2011: 117).

Discrepamos porque bajo una concepción positivista incluyente –en realidad,


también bajo una concepción “funcionalista”- los principios no tienen carácter
accesorio. La categoría “accesorio” no puede entenderse sin la categoría
“principal”. Y no es correcto asociar el positivismo –por lo menos en su versión
“aggiornada” o “suave”- con el carácter principal de las reglas y lo accesorio de
los principios. Entender el positivismo en esos términos es negar que estos son
algo más que un mecanismo “subsidiario” que sirve para llenar lagunas; es
desconocer que los principios cumplen además el rol de dar sentido y coherencia
al ordenamiento jurídico.

Es cierto que, como el propio Zagrebelsky propone, los principios no se limitan a


servir de apoyo a las reglas jurídicas, sino que más bien le dan sentido y
coherencia, pero ello no es incompatible con el positivismo, por lo menos en la
versión más cercana al “funcionalismo” que propongo como concepción del
Derecho.

Y es que solamente bajo una concepción que reconoce al Derecho no como una
“creación” por un orden superior (el “Derecho Natural” o un orden preconcebido),
sino como el resultado de la interacción humana, es que los principios sirven de
nexo para entrelazar las distintas figuras jurídicas, permitiendo su
conceptualización dentro de un todo orgánico que responde a una misma razón
lógica. “Así mirados, tales principios se nos revelan como el torrente sanguíneo
que recorre las arterias de las diversas instituciones que integran el Derecho”
(Alcalde 2003: 51).

Prieto Sanchís hace una segunda advertencia que considero pertinente, y es que
habría una distinción débil entre la llamada zona de apertura de los principios y
la zona de penumbra de las reglas, sin que sea posible presentar siempre una
distinción clara entre ellas (Prieto Sanchís 1998: 47-48). Esta percepción es
compartida por Alfonso García Figueroa, quien niega haya una distinción fuerte
entre reglas y principios (García Figueroa 1998: 134).

Para quienes adhieren a esa idea, la débil distinción se debería a que, en el


fondo, todas las normas son más o son menos abiertas, de modo que pueden
colocarse en una escala, que va desde ser una norma totalmente abierta a
totalmente cerrada; será más abierta cuando menos situaciones están excluidas
de su aplicabilidad (Hesselink 2002: 20).

Sin desconocer que en los rangos medios de la escala sería complicado


encontrar reales distinciones entre principios y reglas, a continuación se
presentan algunos matices entre unos y otras.

Para Alexy, los principios son normas que ordenan que algo se realice en la
mayor medida posible; son mandatos de optimización. En cambio, las reglas
exigen un cumplimiento pleno; se cumplen o no se cumplen, dice.

139
Por su parte, la diferencia principal entre principios y reglas, según Atienza, es
que si bien ambos correlacionan un caso con soluciones concretas, los principios
configuran el caso en forma abierta y las reglas de forma cerrada; en otras
palabras, en aquéllos hay mayor indeterminación68.

El hecho que las condiciones para la aplicación de las reglas estén determinadas
de manera cerrada, significa para Atienza que operan como razones
“perentorias”. A la inversa, los principios operarían como razones no perentorias
(Atienza 2005: 52).

Ahora bien, a pesar de la importancia de los principios como fuente de inspiración


de las reglas, estimo, como señala Prieto Sanchís, que no necesariamente los
principios regulan conductas y generan reglas que califican como “buenas” o
“correctas”, según los parámetros de un sistema jurídico determinado.

“En suma, pese a las apariencias, la existencia de principios en un sistema


jurídico no convierte a este en ningún sucedáneo de la moralidad. Los
principios, si son de los llamados generales del Derecho, reproducirán sin
más el mérito o el demérito del ordenamiento que reflejan y del que se
inducen; y si son principios explícitos, constitucionales, legales o
jurisprudenciales, tendrán el valor moral que se deduzca del juicio crítico
o racional sobre el contenido de los mismos. Definicionalmente, los
principios no garantizan la conexión del Derecho con la moral en el sentido
de una moral buena o correcta, sino acaso únicamente la conexión con la
llamada moral social mayoritaria o del grupo hegemónico, siempre más o
menos presente en el orden jurídico” (Prieto Sanchís 1998: 68).

Así por ejemplo, aquello que para un ordenamiento jurídico occidental puede ser
aberrante y por tanto prohibido, como emitir reglas asumiendo la superioridad
del hombre respecto de la mujer, en otros ordenamientos jurídicos ello no
solamente está permitido, sino que además constituye el eje de la regulación de
su sistema legal. Y todavía más, es el reflejo de la moral que esa sociedad
considera buena o correcta.

Con el discurrir del tiempo podría ocurrir –o no- que a través de la influencia de
la política y de los sistemas de deliberación que estén previstos
constitucionalmente, se produzca una evolución en sentido contrario a la práctica
social “juridizada”. Si acaso ello ocurre, la moral social habrá impactado en el
ordenamiento jurídico al punto de crear nuevos principios de derecho que a su
vez generarán razones perentorias para regular en cierto sentido (incluso en otro
sentido).

Ello se explica en que, antes que una moralidad “buena” o “unívoca”, los
principios del derecho recogen prácticas reiteradas de la comunidad en la que
están insertados; son un reflejo de la realidad y por ello brindan coherencia al

68
En “Ilícitos Atípicos”, Atienza y Ruíz Manero distinguen entre, de un lado, "reglas de acción” y
“reglas de fin”; y, del otro lado, entre “principios en sentido estricto” y “directrices o normas
programáticas” (Atienza y Ruíz Manero 2006: 16-19). No es propósito de este trabajo profundizar
en dichas nociones o discutir su pertinencia.

140
ordenamiento jurídico al cual pertenecen. Solo así puede entenderse que, como
ya se ha expuesto, los principios tengan una doble función: no solamente llenar
lagunas con fórmulas similares a las provistas por reglas claramente
identificadas, sino además, informar el ordenamiento jurídico con soluciones
sistemáticas, que trasluzcan un haz de coherencia en el arreglo de problemas
específicos. Esto puede ocurrir si las reglas no son claras en su determinación o
si ciertos principios y reglas no son compatibles.

Tenía razón Diez-Picazo cuando propuso, como se señaló líneas arriba, que los
principios generales del derecho son normas jurídicas de especial naturaleza,
pues revelan de modo espontáneo el sistema de las convicciones sociales
vigentes. Solo así podemos ofrecer una propuesta de Derecho que esté al
servicio de la sociedad; no al revés.

Solo si el Derecho es una sistematización que resulta de la interacción, las


soluciones que ofrezcan sus normas reflejarán el sentir de la comunidad, que,
inspirada en sus principios y acatando sus reglas, podrá sostener que las
soluciones a los problemas son armoniosos con la moral que considera “buena”
o “correcta”. Ejemplos de que las soluciones provistas por el Derecho van
evolucionando conforme el sentir de la comunidad son aquellos relacionados con
el desarrollo de la tecnología. La intolerancia religiosa al control de natalidad y la
reproducción asistida ha ido cediendo frente a los notables avances tecnológicos
que han creado mecanismos eficientes y accesibles para controlar la natalidad
o para lograr la paternidad en quienes la naturaleza se lo impedía. En caso que
el sistema de deliberación política genere reglas reñidas con esos principios, hoy,
por ejemplo, reglas que impidan el control de natalidad, dichas reglas tendrían
que ser acatadas, sin perjuicio de los sistemas de control –políticos,
constitucionales y judiciales- que el ordenamiento jurídico provee a manera de
protección.

Lo anterior es coherente con una visión “funcionalista” del Derecho –o, al menos,
positivista “suave”- que sea compatible con su función de atender las
necesidades resultantes de la interacción social. Ello permite asimilar los
principios del Derecho a una función de bisagra entre la aplicación estricta de la
ley y aquellos casos concretos en que su poca claridad permite incorporar
matices. Estos matices pueden lograrse gracias al rol informador que cumplen
los principios, de modo que estos puedan penetrar en todas las rendijas posibles,
evitando, cuando sea posible, soluciones injustas por ser rígidas69.

Esta función de bisagra que articula casos concretos con normas a las que les
falta claridad, es especialmente relevante en el Derecho de contratos,
considerando que, inspirado por la autonomía privada, su vocación es permitir a

69
Se dice “cuando sea posible”, porque una visión funcionalista del Derecho tiene un
componente cercano al positivismo: cuando las reglas estén claramente reñidas con los
principios, deberán ser acatadas siempre que se hubieran emitido por la autoridad competente y
siguiendo el procedimiento establecido, sin perjuicio de los sistemas de control políticos,
constitucionales o judiciales que se hubieran previsto.

141
las partes, diseñar sus instrumentos contractuales con el contenido y omisiones
que les parezcan necesarios70.

En efecto, tratándose de materias de libre disposición, los contratantes pueden


tomar la decisión de regular claramente cada una de las posibilidades a
presentarse durante la ejecución contractual, o de estipular las condiciones
específicas que les parezca indispensables, remitiéndose a la aplicación
supletoria de las reglas previstas en el Código Civil. Por supuesto, entre ambos
extremos hay matices posibles, considerando que el primero –de regulación
exhaustiva- podría ser excesivamente costoso, mientras que el segundo –
numerosas omisiones- puede generar riesgos no previsibles.

Dichos matices pueden lograrse no solamente con la inclusión de mayores


detalles en la regulación convenida por las partes, sino además gracias al rol
informador que cumplen los principios del Derecho, de modo que estos puedan
penetrar en todas las rendijas posibles. La buena fe y la protección de la
confianza que se logra con ella, es un ejemplo.

En 1889 un tribunal de Nueva York evaluó, en el caso Riggs v. Palmer, si un


heredero designado en el testamento de su abuelo podía heredar en virtud de
ese testamento a pesar de haberlo asesinado. El asunto discutido en este caso
es mencionado por Dworkin como un ejemplo de principio de Derecho, puesto
que el tribunal no se limitó a analizar la aplicación de la ley, sino que reflexionó
sobre si las leyes y los contratos pueden ser contrastados con o dominados por
principios emanados del derecho consuetudinario. El Tribunal concluyó que “A
nadie se le permitirá adueñarse de su propio fraude o sacar partido de su propia
injusticia, o fundar demanda alguna sobre su propia iniquidad o adquirir
propiedad por su propio crimen” (Dworkin 1989: 73).

Nótese en el ejemplo la semejanza con las situaciones previstas por la doctrina


de los actos propios. En ambos casos (el caso del nieto que mata al abuelo para
heredar y el caso de la persona que actúa contradiciendo una conducta previa
en la que su contraparte había confiado) hay aprovechamiento de una situación
generada por uno mismo, que, en buena fe, el Derecho debe repudiar.

Ahora bien, cabe preguntarse cuál es la operatividad de los principios. ¿Son ellos
los que directamente determinan la solución del caso concreto? ¿O inspiran la
creación de una regla no escrita que prescribe las consecuencias de la conducta
que se reprocha? Convenimos con Atienza en que:

“[…] tiene pleno sentido decir que los principios no determinan


directamente (es decir, sin la mediación de las reglas) una solución.
Precisamente por lo anterior, puede decirse (desde otra perspectiva) que
la distinción entre reglas y principios solo tiene pleno sentido en el nivel
del análisis prima facie, pero no una vez establecidos todos los factores,
esto es, a la luz de todos los elementos pertenecientes al caso de que se

70
Esta autonomía tiene protección constitucional, pues el artículo 2 numeral 14 de la
Constitución señala que toda persona tiene derecho a contratar con fines lícitos, siempre que no
se contravengan normas de orden público; y el artículo 2 numeral 24 literal a) añade que ninguna
persona está obligada a hacer lo que la ley no manda ni impedida de hacer lo que ella no prohíbe.

142
trate, pues entonces la ponderación entre principios debe haber dado
lugar ya a una regla” (Atienza y Ruíz Manero 2006: 20).

Entonces, la respuesta a la pregunta sobre si los principios son los que ponen
fin a la controversia o si ofrecen la solución al caso concreto, la respuesta será
que, una vez definidas todas las circunstancias de hecho, revisado el pacto y las
normas aplicables sin que se encuentre una respuesta clara, deberá ponderarse
los principios para así dar lugar a una regla. Es pues la regla resultante la que
provee la solución al caso concreto, pues como propone Atienza, la distinción
entre reglas y principios solo tiene pleno sentido en el nivel del análisis prima
facie; es decir, antes de escrutar minuciosamente los elementos del caso.

En efecto, esta “deliberación o como es usual decir, esta ponderación,


desemboca en la formulación de una regla que establece, dadas ciertas
circunstancias genéricas o condiciones de aplicación, la prevalencia de uno de
los principios sobre el otro” (Aguiló 2007: 78).

Dicho de otro modo, las reglas específicas se justifican en los principios; o dicho
al revés, los principios terminan transitando hacia una regla. Ello es importante
de cara a la pregunta con la que terminé el acápite anterior: ¿Cuál es entonces
el rol de los principios en el Derecho de contratos? Los principios sirven de pauta
o de criterio para dar lugar a una regla aplicable a un caso concreto, teniendo en
cuenta sus circunstancias específicas.

Su importancia es de tal magnitud, que de no aplicarse los principios del


Derecho, se ocasionaría situaciones injustas derivadas de contratos
“incompletos”. En consecuencia, las partes tendrían que invertir más tiempo
detallando lo que significa cada disposición del acuerdo para que no exista
oscuridad al momento de interpretarlo o ejecutarlo, especificando con todo
detalle en qué consiste la conducta a desplegar por cada una de ellas.

Imaginemos que no pudiera invocarse la buena fe contractual. La manera de


contrarrestar el efecto de ello sería que las partes inviertan recursos de manera
excesiva para identificar todos y cada uno de los supuestos posibles durante la
ejecución, creando reglas específicas para cada uno de ellos, lo que además de
excesivamente costoso puede ser insuficiente. De esa forma los contratantes
evitarían remitirse a estándares que permitan llenar todas las rendijas posibles
en las que no hubiera texto previsto.

El problema es que aún en la hipótesis en que las partes inviertan ingentes


recursos en prever la mayor cantidad posible de situaciones y en diseñar la regla
contractual aplicable para cada una de ellas, lo que ocurriría es que ante la
hipotética inexistencia de un patrón de buena fe que invocar, estarían
imposibilitadas de dar coherencia al conjunto de soluciones previstas por ellas.
Así, en caso de discrepancia o contradicción entre las reglas que diseñaron,
carecerían del instrumento adecuado para interpretarlas con coherencia,
teniendo en cuenta los fines que ambas partes pretendieron alcanzar.

Cabe preguntarse en este punto si la exigencia de un comportamiento de buena


fe califica como un principio o como una regla, teniendo en consideración que:

143
(i) mientras los principios recogen pautas o criterios, las reglas deslindan con
mayor claridad los supuestos en que deben ser aplicadas; (ii) los principios no
solamente cumplen un rol subsidiario a falta de reglas, sino un rol informador que
permite interpretarlas coherentemente; y, (iii) frente a un caso concreto, la
deliberación concerniente a la pertinencia de los principios debe terminar en la
aplicación de una regla que solucione el caso concreto.

2.7 La buena fe como antídoto para las conductas oportunistas.-

Los operadores jurídicos estamos acostumbrados, desde que tenemos


“conciencia jurídica”, a lidiar con la noción de “buena fe”. ¿Nos hemos
preguntado qué es? Este concepto es de uso común incluso para quienes no
tienen formación jurídica, quizás porque es una idea que asumimos
automáticamente como parte de la interacción humana.

“Ante un concepto jurídico con un potencial creativo tan vasto, la primera


pregunta que surge es, ¿qué se entiende por buena fe?, lo que nos
conduce a un lugar común en el tratamiento de este principio: su intrínseca
indefinición. Buena parte de los esfuerzos de la doctrina al tratarla se han
destinado a esbozar una definición del concepto o, al menos, sus
características fundamentales. Los distintos intentos de definición están
marcados por el recurso a otras nociones igualmente generales y
abstractas, tales como: la equidad, lealtad, confianza, honradez,
veracidad, rectitud, corrección, racionalidad, entre otros, lo que dificulta
una delimitación conceptual clara” (Eyzaguirre 2013: 140).

Formalmente el concepto de buena fe se nos presentó en nuestros primeros


años de estudios de Derecho, como una idea con una alta carga de abstracción,
aplicable a un sinnúmero de situaciones: en caso de fraude, debemos proteger
a los subadquirentes de buena fe, dicen las normas que regulan la acción
pauliana (artículo 197 del Código Civil); en caso de sucesivas ventas de un
mismo bien, el orden de prelación incorpora la noción de buena fe (artículos 1135
y 1136 del Código Civil); para adquirir por usucapión, es mejor haber poseído el
bien de buena fe, para poder invocar un plazo más corto (artículos 950 y 951 del
Código Civil); la protección registral por excelencia supone haber adquirido de
buena fe (artículo 2014 del Código Civil). Y así, podríamos seguir con más
ejemplos.

¿Qué tienen en común las normas citadas? Que el ordenamiento jurídico


confiere protección a los sujetos de derecho que actúan creyendo. Creyendo que
adquirieron una titularidad libre de contingencias; creyendo que quien les
transfiere un derecho es el verdadero titular de él; creyendo que su actuación no
causa daño a terceros. Y no podría ser de otra manera, pues tener fe es en
buena cuenta creer.

El Diccionario de la Real Academia Española – RAE define así “fe”:

“1. f. Conjunto de creencias de una religión.


2. f. Conjunto de creencias de alguien, de un grupo o de una multitud de
personas.

144
3. f. Confianza, buen concepto que se tiene de alguien o de algo. Tener fe
en el médico.
4. f. Creencia que se da a algo por la autoridad de quien lo dice o por la
fama pública.
5. f. Palabra que se da o promesa que se hace a alguien con cierta
solemnidad o publicidad.
6. f. Seguridad, aseveración de que algo es cierto. El escribano da fe.
7. f. Documento que certifica la verdad de algo. Fe de soltería, de
bautismo.
8. f. fidelidad (‖ lealtad). Guardar la fe conyugal.
9. f. Rel. En el cristianismo, virtud teologal que consiste en el asentimiento
a la revelación de Dios, propuesta por la Iglesia” (subrayado agregado).

Nótese la reiterada referencia a la palabra “creencia”, así como a “verdad”,


“promesa”, “seguridad”, “lealtad” e incluso “confianza”. Si bien creer supone tener
fe, ello no es suficiente para tener buena fe. Esa fe debe ser buena.

Actúa de buena fe quien cree que actúa bien, quien cree que no despoja a nadie
de ningún derecho, quien cree que aquel que le transmite una titularidad a su
vez está legitimado para transferirla. Dichas creencias están reñidas con
conductas oportunistas o parasitarias; están reñidas con conductas que permiten
adquirir derechos a expensas de otros.

“En caso de dejar impune el oportunismo, los individuos aumentarán sus


precauciones al momento de contratar, lo que disminuiría el volumen del
tráfico jurídico. En este contexto, la existencia de un parámetro normativo
flexible, capaz de enfrentar la variedad de formas que puede asumir el
oportunismo en la realidad, comercial, aparece como una norma
fundamental de la regulación contractual” (Eyzaguirre 2013: 176).

La buena fe es el ingrediente sobre el cual se basa la interacción y cooperación


entre los individuos, y al mismo tiempo es el resultado de ellas. Imaginemos un
mundo previo a la existencia del Derecho, como si acaso eso fuese posible.
Imaginemos que en este mundo las personas estamos despojadas de conciencia
jurídica (lo que en realidad es irrealizable si creemos que el valor justicia es
inherente a la naturaleza humana). Un mundo así no valoraría la buena fe, de
modo que si en él este valor fuese inoculado repentinamente como parte de la
interacción, habría de inmediato conciencia jurídica, que es precisamente lo que
no existiría en él, según la premisa presentada.

La buena fe solamente puede predicarse en las relaciones recíprocas entre los


individuos; en la actitud de uno en relación con el otro. Significa que este otro,
“según la estimación habitual de la gente, puede esperar determinada conducta
del uno, o determinadas consecuencias de su conducta, o que no ha de tener
otras perjudiciales” (González Pérez 2009: 108).

En un mundo sin buena fe, las personas no confiarían entre sí. Ello sería
comprensible, pues ninguna persona podría esperar ni predecir ningún
comportamiento de su interlocutor. Como evidente consecuencia, prevalecería
la incertidumbre en lugar de la predictibilidad. De inmediato, a su vez, tendría

145
que descartarse la posibilidad de que las personas apuesten por proyectos de
largo plazo, para los cuales es indispensable no solamente estar en posibilidad
de predecir conductas, sino asegurarse de que la titularidad de bienes y de
derechos es clara y cierta.

Solo con proyectos personales y patrimoniales protegibles es posible alcanzar el


desarrollo de la economía y el bienestar social. Y es que un verdadero Derecho
de propiedad y de contratos no confiere real protección si la titularidad de los
bienes y de los derechos no tiene parámetros claros, predecibles y por tanto
protegibles.

En el mundo imaginario que proponía, en aquel en que no había conciencia


jurídica, tampoco podría haber una real institucionalidad, propia de un estado de
Derecho, dado que los derechos no podrían asignarse con firmeza. Si asociamos
entonces a la buena fe con las nociones de “creencia”, “verdad”, “promesa”,
“seguridad”, “lealtad” y “confianza”, a las que aludíamos líneas arriba, es
fácilmente deducible que la institucionalidad que protege derechos con firmeza,
es imposible de alcanzar sin buena fe.

Sin buena fe no puede haber adecuados niveles de interacción que permitan la


generación de bienestar, lo que en buena cuenta es el propósito del Derecho de
contratos. Y a la inversa, los compromisos resultantes de dicha interacción no
podrían dar lugar a comportamientos de buena fe.

Sería interesante emprender una investigación que permita desentrañar la


verdadera razón por la cual las personas cooperamos, confiamos los unos en los
otros y exigimos que esa confianza no sea vulnerada. No sorprendería que la
protección de la confianza, propia de la interacción humana, tuviera un origen
evolutivo, identificado luego de una rigurosa observación antropológica. Esta
línea de exploración está claramente fuera del alcance de la presente
investigación.

A pesar de dicha limitación, sí puede sostenerse que una visión de buena fe


relacionada con la protección de la confianza es compatible con los orígenes de
esta noción en el campo jurídico, que fue construyéndose durante las diversas
etapas del Derecho Romano, como se verá a continuación.

2.8 Evolución del concepto de buena fe.-

La idea de buena fe es tan antigua que la primera vez que sirvió de fundamento
contractual se remonta al siglo III a. de C., a propósito de negocios jurídicos no
regulados, como los de compraventa y arrendamiento, entre otros.
“Posteriormente la validez y la accionabilidad de estos negocios no se
consideran ya necesitados de fundamentación. Con ello quedaba libre la bona
fides para otra función; la de establecer ahora (desde poco antes del nacimiento
de Cristo), la escala para las obligaciones singulares provenientes de estas
relaciones jurídicas” (Medicus 1995: 74).

Ello es importante porque la buena fe, si bien fue reduciendo su campo de acción
para dar lugar a otros remedios que hacían exigibles los pactos contractuales de

146
manera más directa, no ha perdido relevancia a través de los años –de los siglos-
para lograr un entendimiento más cabal de las obligaciones adquiridas por las
partes.

Para conseguir un mejor entendimiento del rol que ha cumplido la noción de


buena fe a través del tiempo, a continuación, siguiendo a Facco, mencionamos
los períodos a través de los cuales ha transitado la evolución de la buena fe, en
todos los cuales ha cumplido un rol central para comprender el alcance y sentido
de las previsiones contractuales.

El período arcaico da cuenta del primer testimonio de la incorporación de la


buena fe al ordenamiento jurídico. Se trataba de una antigua norma de las Leyes
de las Doce Tablas (451-450 a.C.), según la cual la fides era el fundamento de
la relación de clientela.

“Esta norma se encontraba recogida en la Tabla 8, ley 21 y –en la versión


que nos llega a través de lo narrado por Servio- en tono lacónico disponía:
“patronus si clienti fraudem fecerit, sacer esto”: si el patrono comete fraude
[quebranta la fidelidad, desampara] a su cliente, sea maldito o execrable
[expuesto a la cólera de los dioses]. Así, el incumplimiento de lo prometido
por el patrono lo emplaza en la condición jurídica de sacrílego [sacer], que
implica la pérdida de toda protección jurídica y la posibilidad de que
cualquier miembro de la comunidad pueda eliminarlo de modo impune”
(Facco 2017: 40-41)71.

La clientela era una relación social arcaica, con orígenes prerromanos.

“Se trataba de una relación recíproca fundada en un convenio privado


entre dos sujetos (patrono y cliente). El primero protegía al segundo; le
aseguraba la defensa jurídica al cliente y tenía derecho a sucederlo mortis
causa, a la tutela de sus hijos y a una jurisdicción absoluta sobre su
persona. El cliente cultivaba las tierras dadas como precario, defenderlo
si caía prisionero, participar con el patrono en el culto, etc. La vinculación
de patronazgo creaba deberes de lealtad entre ambos” (Facco 2017: 40).

La relación tenía un carácter sacro, pues el patrono juraba solemnemente a los


dioses y de ello derivaba la fides.

En el período clásico se pasa de la noción de fides a la de bona fides. La


mutación de la noción original se produjo en un momento histórico que coincide
con la expansión de Roma (siglo III a.C.). “Se produjo una modificación
estructural de las relaciones socioeconómicas a causa de la expansión de Roma
por la cuenca del Mediterráneo y del incremento del tráfico mercantil” (Facco
2017: 52). El sistema económico trascendió la comunidad y se desarrolló el
comercio internacional, para lo cual era necesario menos formalismo como
requisito previo para llevar a cabo las relaciones comerciales.

71
Nótese que en la Tabla 8, 21 no se menciona fides, sino fraus (fraude).

147
Esta expansión de las relaciones comerciales generó que los moldes
contractuales tradicionales tuvieran que adaptarse para dar forma a acuerdos
desperzonalizados por razones geográficas. Así, tanto la práctica comercial
como las decisiones del pretor romano se basaban en un patrón abstracto de
conducta no solo aplicable a la experiencia romana, sino además a los
extranjeros que solicitaban tutela en la órbita del pretor. La noción de bona fides
terminó popularizándose, dado que el concepto fue puesto a disposición de
cualquier individuo que estableciera un vínculo comercial con otro (Facco 2017:
53).

“Bajo el impulso de la ‘fides’ se viene formando y desarrollando un complejo


nuevo de negocios en los que la fuerza obligatoria deja de estar ligada a los ritos,
a la formalidad de las palabras, a la religión, para centrarse en elementos como
la lealtad, la corrección, la confianza, los que se encuentran involucrados en la
noción de ‘fides’ (Neme 2010: 110-111). Ello es un ejemplo de que, como ya
hemos plantado al esbozar nuestra concepción del Derecho, la mutación de la
estructura social y económica hace que el ordenamiento jurídico se adapte a las
nuevas circunstancias. El Derecho es pues dúctil y funcionalista, o como decía
Atienza, es una actividad.

En el período posclásico-justinianeo, se afianza la noción de bona fides


contractus. Aparece una suerte de cláusula general de derecho material que
domina todo el sistema contractual. A partir de Justiniano, la buena fe pasa de
ser una herramienta de solución de conflictos por parte del pretor para “elevarse”
a la condición de regla de derecho material prescriptiva de la conducta de los
particulares (Facco 2017: 65). Para llevar a cabo la compilación justinianea, la
doctrina cristiana tuvo importante incidencia. Surge así la noción de la aequitas,
identificada con la ausencia de pecado y con el valor sagrado de respeto por la
pañabra dada (Facco 2017: 99).

Ya en esta época la ‘fides bona’ contiene una idea que trasciende a una
definición estática; por el contrario, es concebida como un instrumento dúctil, que
se reconstruye permanentemente, “como lo demuestra el hecho de que ni
siquiera las propias reglas que de ella emanan puedan ser consideradas como
inmutables, pues su aplicación deberá evaluarse a la luz de las particulares
circunstancias del caso y de la naturaleza del negocio” (Neme 2010: 155).

Esta expansión del concepto de buena fe, coincidente con la expansión


geográfica de los acuerdos contractuales, no tuvo eco en la Alta Edad Media
(siglos VI a XI), en la que no hubo grandes construcciones jurídicas. El Derecho
estaba caracterizado por ser un sistema foral, en el que había tantos fueros como
poblados. La evidente consecuencia de ello fue el “particularismo jurídico”, o
“localismo jurídico”, de modo que ante situaciones de hecho semejantes, las
soluciones jurídicas podían variar entre sí.

Más bien, en la Baja Edad Media (siglos XII a XV), hubo vocación por difundir el
Derecho justinianeo y por superar las particularidades forales. Un rol importante
para este propósito lo cumplieron las Universidades. También jugó un papel
importante Alfonso X, que con las llamadas Siete Partidas, dotó de unidad
jurídica al reino.

148
Con la influencia canónica, se modificaron las Siete Partidas, para que el contrato
sea protegible incluso sin formalidades (Facco 2017: 79). Ello es consistente
con el hecho que las Siete Partidas hagan referencia a la llamada buena fe-
creencia (Facco 2017: 89).

La noción de buena fe contractual, entendiendo esta como un principio general


de lealtad aplicable a todos los contratos, fue sancionada en los reinos de Castilla
y León, con una ley emitida por el rey Enrique IV en 1458 (Facco 2017: 93).

En los siglos XV a XVI, la Escolástica tardía, influida por la filosofía tomista, de


matriz aristotélica, planteó la escisión entre la fe y la razón (Facco 2017: 113).

Si seguimos avanzando a través de los siglos, notaremos la influencia


protestante en los siglos XVII y XVIII, en los que se asumió una concepción laica
del derecho natural, inspirada en Grocio y en Pufendorf (Facco 2017: 120).

A pesar del nuevo particularismo jurídico asociado con la aparición de la noción


de soberanía y el monopolio de producción normativa propio de los Estados
nacionales, a la buena fe reenvían (de forma expresa o implícita) casi todos los
modernos ordenamientos legales de tradición romanista.

A principios del siglo XX en Alemania, la noción de buena fe se desarrolló de la


siguiente manera:

“El Bürgerliches Gesetzbuch (en adelante: BGB) ha consagrado a la


buena fe objetiva bajo la forma de una cláusula general, posibilitando de
esta manera el desarrollo por la vía doctrinaria y jurisprudencial de todas
sus potencialidades operativas, y facilitando también la apertura del
sistema. En Francia, en cambio, el Code, al situar a la buena fe de forma
puntual y restringida como principio atinente al cumplimiento de los
contratos, no produjo el mismo efecto. […]. Por su parte, en Italia, el
código de 1942 tiene dedicadas cuantiosas disposiciones a la buena fe; a
pesar de lo cual la doctrina civilista italiana en los primeros tiempos, al
igual que la exégesis francesa en su hora, se mostró escéptica con
relación al amplio espectro de acción que supone este principio” (Facco
2017: 168).

En relación a los tres Códigos Civiles mencionados en el párrafo precedente,


puede señalarse que en virtud al artículo 242 del Código Civil alemán 72, la noción
de buena fe alcanzó mayor significación después de la Primera Guerra Mundial,
considerando las radicales devaluaciones monetarias y las dificultades para
cumplir obligaciones de largo plazo, como consecuencia de las circunstancias
bélicas.

En cuanto al Código Civil francés, modificado en el 2016, es relevante mencionar


que según su artículo 1104: “Los contratos deben ser negociados, formados y
ejecutados de buena fe. Esta disposición es de orden público”.
72
“Artículo 242.- El deudor está obligado a ejecutar la prestación conforme lo requiere la buena
fe, y en atención a los usos del tráfico jurídico”.

149
Por su parte, el Código Civil italiano de 1942 se distancia del modelo alemán en
dos aspectos: subjetivamente, pues la buena fe se exige no solamente al deudor
sino también al acreedor; objetivamente, pues la buena fe gobierna todas las
etapas del ciclo contractual, incluyendo las tratativas. Su aplicación por las cortes
ha sido prolífica, pero afirmando la subsidiariedad de la buena fe como medio
hermenéutico, de modo que “sólo sería operativo en caso de ambigüedad del
texto contractual. En estos casos el juez debe reconstruir el contenido objetivo
del acto que ha de ser bien diferenciado de las convicciones que eventualmente
pudo haberse formado una persona individual” (Facco 2017: 221).

2.9 La noción de buena fe en el Derecho peruano.-

Veamos cómo fue incorporado el principio de la buena fe en la regulación


peruana. El Código Civil de 1852 guardó silencio en relación con la buena fe para
la ejecución de los contratos, aunque sí mencionó la equidad en su artículo
1257°: “Los contratos son obligatorios, no sólo en cuanto se haya expresado en
ellos, sino también en lo que sea de equidad o de ley, según su naturaleza”.

Fue con el artículo 1328° del Código Civil de 1936 que la noción de buena fe se
incorporó de manera expresa: “Los contratos son obligatorios en cuanto se haya
expresado en ellos, y deben ejecutarse según las reglas de la buena fe y común
intención de las partes”.

Contenido similar tiene el 1362 del Código Civil, el cual señala lo siguiente:
“Artículo 1362.- Buena Fe. Los contratos deben negociarse, celebrarse y
ejecutarse según las reglas de la buena fe y común intención de las partes”.

No es tarea sencilla desentrañar tal significado de cara a una situación


contractual concreta, que parte de la premisa en virtud de la cual las partes se
encuentran frente a una situación con vocación adversarial, de modo que para
conseguir el mejor resultado posible para una de las partes el interés de la otra
puede verse perjudicado. Sin embargo, el hecho que pueda existir una dosis de
conflicto de intereses no enerva el hecho que, visto en su conjunto, el negocio
es beneficioso para ambas partes, y que una actitud sensata consiste en ejecutar
las prestaciones con el propósito de que cada contratante busque su propio
beneficio, pero respetando leal y honestamente los intereses del otro.

La mejor manera de aproximarse a este asunto es reconociendo que el Código


Civil peruano recoge varias nociones de buena fe. De un lado, la buena fe
subjetiva, o buena fe creencia, de modo que actúa de buena fe quien cree que
actúa bien, quien cree que no despoja a nadie de ningún derecho, quien cree
que aquel que le transmite una titularidad a su vez está legitimado para
transferirla. Ejemplos hay varios, como el de quien adquiere propiedad en virtud
de la prescripción “corta” por haber poseído de buena fe, o como el caso del
tercero que por haber actuado de buena fe no puede ser afectado por una
actuación fraudulenta.

La “buena fe subjetiva” o “buena fe-creencia” “designa un estado de ánimo de


quien está persuadido de ejercer de manera legítima un derecho propio y, al

150
mismo tiempo, la convicción de no lesionar un derecho ajeno. El espectro de
acción más fecundo de esa noción es el de los derechos reales (en materia de
posesión), aunque también tiene aplicación en otros sectores” (Facco, p. 33).

De otro lado, la buena fe objetiva, más que como una creencia, opera como un
standard de conducta; es decir, un patrón de referencia que consiste en un
parámetro flexible, cuya determinación concreta queda a discreción de las
partes, y a falta de acuerdo, del juez.

La buena fe objetiva se manifiesta de tres formas: buena fe interpretativa, buena


fe de ejecución y buena fe integradora.

La buena fe como criterio de interpretación se encuentra recogido en el artículo


168 del Código Civil, según el cual, el acto jurídico debe ser interpretado de
acuerdo con lo que se haya expresado en él y según el principio de la buena fe.

La buena fe como estandar para llevar a cabo la ejecución contractual está


recogido en el artículo 1362 del Código Civil, según el cual los contratos deben
negociarse, celebrarse y ejecutarse de buena fe.

La tercera manifestación de la buena fe objetiva, la buena fe integradora, se


encuentra regulada por diversos Códigos latinoamericanos, bajo la inspiración
del artículo 1374 del Código Civil italiano, según el cual, el contrato obliga a las
partes no solo a lo que se indica expresamente, sino también a todas las
consecuencias que se derivan de acuerdo a la ley, o falta de esta, según los usos
y la equidad73.

Así por ejemplo, el artículo 1546 del Código Civil chileno señala que “Los
contratos deben ejecutarse de buena fe, y por consiguiente obligan no solo a lo
que en ellos se expresa, sino a todas las cosas que emanan precisamente de la
naturaleza de la obligación, o que por la ley o la costumbre pertenecen a ella”.

“En aquellos códigos en los que no se consagra un efecto específico a su


respecto y sólo establecen un deber general de comportamiento, el
contenido de la norma es totalmente indefinido. Por otra parte, en aquellos
códigos que, como el nuestro establecen una función integradora, este
concepto sólo se define por su efecto, que es obligar a las partes a más
de lo expresado, pero no se establece qué consecuencia jurídica
específica apareja” (Eyzaguirre 2013: 142-143).

Algunos códigos fueron más lacónicos, como el Código Civil peruano, que regula
de forma amplia la buena fe, “sin limitarla expresamente a una función
integradora” (Eyzaguirre 2013: 142).

Nótese que la posición de dicho autor es que incluso cuando la norma no


menciona expresamente el lado integrador de la buena fe, está permitido que el

73
“Art. 1374 Integrazione del contratto
Il contratto obbliga le parti non solo a quanto e nel medesimo espresso, ma anche a tutte le
conseguenze che ne derivano secondo la legge, o, in mancanza, secondo gli usi e l'equità”.

151
juez dilucide qué regla contractual debe aplicarse cuando las propias partes no
la previeron.

De hecho, admitir el rol integrador de la buena fe impide el oportunismo


contractual, lo que a su vez favorece el tráfico jurídico. “De este modo, el principio
cubriría de forma eficiente los vacíos de la regulación contractual, permitiendo
relaciones comerciales de largo plazo y evitando el vano esfuerzo de cubrir todas
las situaciones posibles mediante voluminosos contratos” (Eyzaguirre 2013:
176).

Debe admitirse que el ejercicio de la función integradora por parte del juez
genera resistencias porque es una facultad que se podría prestar a abusos.
Sobre este asunto, Peter Schlechtriem advierte que “el ‘bosque encantado’ de
las cláusulas generales, en otras palabras, no es sólo el hogar del hada
bondadosa que trae justicia, sino también de las peligrosas bestias del prejuicio
y el celo ideológico, que destrozan el equilibrado tejido de la ley y afirman
reemplazarlo con un nuevo y mejor orden” (citado en Eyzaguirre 2013: 178).

En efecto, admitir una amplia intervención judicial para deslindar el contenido del
contrato podría afectar la seguridad jurídica.

“Un problema significativo que surge de la aplicación de la facultad


integradora es que la distinción entre integrar y modificar el contenido del
contrato no siempre es clara, pues toda integración del contrato supone
hasta cierto punto su modificación, y eventualmente, el juez podría estar
inclinado a reconocer con mayor facilidad lagunas en la regulación del
contrato a fin de intervenir en su contenido” (Eyzaguirre 2013: 185).

El autor citado propone que el criterio para evitar excesos es determinar cuál es
el grado de sofisticación de las partes, de modo que cuanto mayor sea la
posibilidad de ambas partes de negociar el contrato en posición de equivalencia,
menores deben ser las oportunidades del juez de ejercer su facultad integradora
en el marco de la buena fe. Ocurre lo contrario, según Eyzaguirre, si una de las
partes es más “débil” que la otra y por tanto su posibilidad de negociación es
reducida, en cuyo caso el margen de actuación judicial debería ser mayor para
compensar la debilidad de uno de los contratantes (Eyzaguirre 2013: 186).

Discrepo con la conclusión según la cual la buena fe “integrativa” puede


ejercerse con mayor amplitud cuando el poder de negociación entre las partes
es reducido por la debilidad de una de ellas. Sin embargo, estoy de acuerdo con
él en que los jueces pueden establecer consecuencias no previstas
expresamente por las partes ni por reglas supletorias, pero que son necesarias
para solucionar la controversia de una manera que consideran equitativa.

No es tarea sencilla definir cuál es la dosis exacta de actividad judicial para


distinguir la integración del contrato de la mera interpretación, y para no convertir
la tarea integradora en una modificación del contrato. Pongamos un ejemplo.

Dos accionistas de una sociedad, A y B, celebran un convenio que permite a A


recuperar su inversión en el capital de la compañía si el negocio no alcanza los

152
objetivos esperados. Ante el fracaso de la empresa, A pretende que B le
devuelva el valor de sus acciones. Nada dice el convenio de accionistas sobre la
entrega (“devolución”) de las acciones materia de controversia. El juez decide
que A tiene derecho al monto reclamado, pero como contrapartida ordena que
entregue la propiedad de sus acciones a B. ¿El juez ha tomado esta decisión
interpretando el contrato? ¿lo ha integrado? ¿lo ha modificado?

Como puede apreciarse, determinar los contornos de la actividad judicial no es


simple, y por supuesto, dependerá de las circunstancias de cada caso. Estimo
que una decisión como la mencionada sí estaría amparada en el ordenamiento
jurídico peruano, sea porque califica como una interpretación de la voluntad de
las partes en el marco de todas las cláusulas revisadas de forma sistemática, o
sea porque se trata en efecto de una actividad integradora admitida
implícitamente por la regulación civil74.

En el fondo, la función interpretativa de la buena fe es tan amplia que admite


“integrar” la voluntad de las partes ante la existencia de una situación no prevista
explícitamente por ellas, como ocurría con una laguna del derecho cuando se
trata de la aplicación de la ley. Sin embargo, aun cuando en lugar de una
interpretación “acentuada” se tratase de dos categorías distintas, estimo que la
facultad integradora, ejercida de manera razonable, está comprendida en el

74
En relación con este asunto, luego de apuntar la confusión generada por los artículos 168 y
1362 del Código Civil (“principio y reglas”) Leysser León señala que: “En la primera de dichas
normas se impone un criterio para la interpretación del negocio jurídico; en la segunda, se
establece una regla de comportamiento que tiene que ser observada en la negociación,
celebración, y ejecución de los contratos, al mismo tiempo que se eleva la buena fe a la condición
de fuente de integración del reglamento contractual” (2004: 143).
Añade León que en la mayoría de las situaciones en las que el Código Civil menciona la buena
fe, la identifica con la creencia que una persona tiene en la legitimidad de su conducta o en el
desconocimiento de que su comportamiento genere perjuicios en terceros (que en lenguaje de
juristas italianos sería de buena fe subjetiva) (2004: 144). Por ejemplo, el artículo 194 señala que
la simulación no puede ser opuesta por las partes ni por los terceros perjudicados a quien de
buena fe y a título oneroso haya adquirido derechos del titular aparente; el artículo 284 señala
que el matrimonio invalidado produce efectos civiles respecto de los cónyuges e hijos si se
contrajo de buena fe, como si fuese un matrimonio válido disuelto por divorcio; el 1135 indica que
cuando el bien es inmueble y concurren diversos acreedores a quienes el mismo deudor se ha
obligado a entregarlo, se prefiere al acreedor de buena fe cuyo título ha sido primeramente
inscrito o, en defecto de inscripción, al acreedor cuyo título sea de fecha anterior. Se prefiere, en
este último caso, el título que conste de documento de fecha cierta más antigua.
“En cambio, el artículo 1362 del Código Civil peruano se refiere a comportamientos, como lo son
la “negociación”, la “celebración” y la “ejecución” de los contratos” (León 2004: 144).
León explica que no se emplea la expresión “reglas” de la buena fe porque en este caso la buena
fe no se presenta como un criterio dotado de unicidad. “No se puede hablar, en plural, de
“criterios” hermenéuticos de la buena fe, pero sí de “reglas” de la buena fe, en las fases de la
contratación. En la interpretación de los negocios jurídicos, la buena fe es una sola; en la
negociación, celebración y ejecución de los contratos, la buena fe cobra varios rostros. En este
último ámbito, la buena fe se manifiesta, y hace pensar, en un haz de conductas.
Es como si la buena fe impusiera a los tratantes, en la negociación del contrato, al oferente y al
destinatario de la oferta, en la formación del contrato, y a las partes, en la ejecución del contrato,
la observancia de distintas conductas. En todas las fases de la contratación, entonces, la buena
fe podrá encarnarse en las más plurales manifestaciones: claridad, lealtad, información,
puntualidad, rectitud, etc. En el lenguaje de los juristas italianos, este último conjunto de
fenómenos –que son, apréciese bien, comportamientos concretos, y vinculados, exclusivamente,
con el derecho de obligaciones y contratos- es englobado en el concepto de buena fe en sentido
‘objetivo’” (León 2004: 145).

153
artículo 1362 del Código Civil, a pesar de que este no la mencione de forma
expresa75.

2.10 La buena fe en el common law.-

A pesar de las marchas y contramarchas, e incluso resistencia, numerosos


tribunales pertenecientes al common law le han atribuido a la buena fe un rol
importante para la ejecución de los contratos, de modo que podemos señalar
que existe una “equivalencia funcional” entre el Derecho Continental y el
common law, en lo que a la buena fe se refiere.

“La compleja dialéctica entre civil law y common law se manifiesta además
en el forcejeo que mantienen la posición anglosajona más tradicional
(según la cual el good faith ha de ser entendido sólo en sentido subjetivo
como la situación psicológica de quien no tiene conocimiento de
determinadas circunstancias, situaciones o hechos, que pueden ser
relevantes en la formación o ejecución de un negocio) y los juristas
continentales que conciben esta noción con una amplitud mayor,
atribuyéndole además una significación objetiva (como regla de un
comportamiento negocial signado por la lealtad)” (Facco 2017: 374-375).

Como explica Ejan Mackaay, los países del common law en principio se resisten
a aplicar la buena fe; especialmente Inglaterra, que considera que en todos los
casos en que podría invocarse, hay doctrinas más apropiadas para el caso
concreto (Mackaay 2011: 9). Añade Mackaay que en Estados Unidos, a partir de
la década de 1960, hay mayor apertura a incorporar el concepto de buena fe.

En el caso de los Estados Unidos, la noción de buena fe fue introducida por las
Cortes en 1890, en el caso Armstrong v Agricultural Ins. Coinsurers (Henriques
2015: 521). Posteriormente, en 1933 empezó un desarrollo mayor de la noción
de buena fe en los contratos, cuando en el caso Kirke La Shelle Co. v. Paul
Armstrong Co. la Corte de Apelaciones del Estado de Nueva York señaló que en
todos los contratos existe el deber implícito de que ninguna de las partes haga
algo que pudiera dañar el derecho de la otra parte de obtener los beneficios
previstos por el contrato, lo que supone la existencia del deber de buena fe
(Burton 1980: 379-380).

Las cortes estadounidenses continuaron incluyendo la noción de buena fe en sus


decisiones, que ya estaba consolidada cuando en 1981 el American Law Institute
redactó el documento Restatement (Second) of Contracts, que recoge los
principios aplicables al Derecho de los Contratos en los Estados Unidos
(Henriques 2015: 521). La sección 205 establece que los contratos imponen a

75
Considero que esta conclusión no es incompatible con el artículo 1359 del Código Civil, según
el cual no hay contrato mientras las partes no estén conformes sobre todas sus estipulaciones,
aunque la discrepancia sea secundaria. Esta regla no está diseñada para impedir la integración
contractual, sino que su propósito es asegurarse de que las partes hayan llegado a acuerdos
sobre los temas materia de negociación, para concluir que el contrato ha sido celebrado
válidamente.

154
las partes el deber de actuar de buena fe y brindar un trato justo (fair dealing)
durante su ejecución76.

Una regla similar está contenida en el Código de Comercio Uniforme, adoptado


por la mayoría de los estados. Su sección I-203 señala que todo contrato o deber
regido por esta ley impone la obligación de buena fe en su cumplimiento y
ejecución77.

Ello fue resultado de adoptar la noción de buena fe propuesta por el Profesor


Summers, según la cual, la buena fe es un “excluder”; es decir, una frase que
carece de un significado general propio, y que sirve más bien para excluir una
gran variedad de conductas contrarias a la buena fe (Summers 1968: 201) 78.

Esta idea se encuentra bien complementada por el mismo autor cuando señala
que en realidad la noción de buena fe contractual sirve como válvula de
seguridad que puede ser operada por el juez para llenar vacíos, o para calificar
o limitar los deberes emanados del contrato. Así, los jueces están en mejor
posición para decidir cuándo abrir la válvula (Summers 1968: 215-216)79.

La aproximación de Summers al concepto de buena fe como un “excluder” fue


criticada por el Profesor Burton, quien sostiene por el contrario que se necesita
un entendimiento positivo de buena fe. Burton, como Mackaay, concibe a la
buena fe como una noción opuesta a la de oportunismo. Sostiene que la buena
fe es un instrumento para asegurarse de que las partes no intentarán recuperar
las oportunidades que perdieron al suscribir el contrato.

Por su parte, el Profesor Allan Farnsworth sostiene que las cortes


norteamericanas no han optado por una u otra tesis, sino que las ha aplicado de
manera acumulativa (Farnsworth 1993: 2-3).

El Reino Unido, por otra parte, ha sido tradicionalmente reticente a aceptar que
la buena fe cumple un rol importante en el Derecho de los contratos (Henriques
2015: 522). Así, para el Derecho inglés no existe en principio un deber implícito
de actuar de buena fe al negociar y ejecutar un contrato.

“El concepto de un deber de llevar a cabo las negociaciones de buena fe


es inherentemente incompatible con la posición adversarial de las partes
involucradas en negociaciones. Cada parte de una negociación tiene
derecho a perseguir su propio interés, mientras no incurra en declaraciones

76
Traducción libre de: “every contract imposes upon each party a duty of good faith and fair
dealing in its performance and its enforcement”.
77
Traducción libre de: “every contract or duty within this Act imposes an obligation of good faith
in its performance and enforcement”.
78
Traducción libre de: “In contract law, taken as a whole, good faith is an “excluder”. It is a phrase
without a general meaning (or meanings) of its own and serves to exclude a wide range of
heterogeneous forms of bad faith. In a particular context the phrase takes on specific meaning,
but usually this is only by way of contrast with the specific form of bad faith actually or
hypothetically ruled out”.
79
Traducción libre de: “In addition, the requirement of good faith often functions as a kind of
“safety valve" which may be turned to fill gaps and qualify or limit rights and duties arising under
contracts or rules of law. Judges (…) are in the best position to know when to turn this valve”.

155
falsas (misrepresentations) […] Un deber de negociar de buena fe es
impracticable en los hechos al ser inherentemente inconsistente con la
posición de una parte negociadora” (caso “Walford vs. Miles”; 1992, 2 A.C.
128) (Arrighi 2017: 6).

En efecto, en el caso Walford vs. Miles, la Cámara de los Lores (ahora conocida
como la Corte Suprema del Reino Unido) entendió que una condición implícita
de negociar de buena fe era inejecutable (Grupo Latinoamericano de la CCI
2015: 1).

Sin embargo, ello no significa que el Reino Unido carezca de elementos que
haga exigible el deber de actuar de manera justa y transparente en la ejecución
de los contratos. De hecho, en el caso Interfoto Picture Library Ltd. v. Stiletto
Visual Programmes, Ltd. (1989 QB 433, 439, CA.) se ha señalado que:

“En muchos sistemas de derecho civil, y quizás la mayoría de los sistemas


legales fuera del mundo del common law, el derecho de las obligaciones
reconoce y aplica el principio de que las partes deben actuar de buena fe
al negociar y ejecutar sus contratos. Eso no significa simplemente que las
partes no se deben engañar a sí mismas, un principio que todo sistema
legal debe reconocer; su efecto es tal vez más acertadamente transmitido
por expresiones coloquiales metafóricas tales como el “jugar justo”, “coming
clean” o “poner las cartas boca arriba sobre la mesa”. Es, en esencia, un
principio de trato justo y transparente […]. El derecho inglés no se ha
comprometido a tal principio fundamental, sino que ha desarrollado
soluciones parciales en respuesta a determinados problemas de injusticia”
(Grupo Latinoamericano de la CCI 2015: 1).

Ahora bien, el concepto de buena fe ha sido aceptado progresivamente por las


cortes, modificando (al menos parcialmente) la posición tradicional del Derecho
inglés. Así, a manera de ejemplo, puede comentarse que en el caso Parangon
Finance Plc v Nash (2001, EWCA Civ 1466; 2002, 1 W.L.R. 685), “la corte de
apelaciones entendió que, en el contexto del ejercicio de poderes discrecionales
creados mediante un contrato, existía una condición implícita de que dichos
poderes no serían ejercidos de manera deshonesta, caprichosa, arbitraria o por
motivos impropios” (Grupo Latinoamericano de la CCI 2015: 1).

Es ilustrativa de esta corriente el fallo dictado el 1 de febrero de 2013 por Mr.


Justice Legatt en el caso Yam Seng Pte Limited vs International Trade
Corporation Limited, referido a un contrato de distribución exclusiva de las
fragancias “Manchester United”:

“Entendido en la manera que lo he descrito, no hay desde mi punto de vista


nada nuevo ni extraño al derecho inglés en reconocer un deber implícito de
buena fe en el cumplimiento de los contratos. Ello es acorde con el tema
identificado por Lord Steyn en nuestro derecho de los contratos de que las
expectativas razonables deben ser protegidas (…) En mérito a estos
puntos, respetuosamente sugiero que la tradicional hostilidad del
derecho inglés hacia la doctrina de la buena fe en la ejecución de los

156
contratos, en la medida en que hoy persiste, no es correcta” [énfasis
agregado] (Arrighi 2017: 7).

Ahora bien, a pesar de existir pronunciamientos amigables a la noción de la


buena fe en el Derecho inglés, hay numerosas decisiones en las que el
significado del caso Yam Seng Pte Limited vs International Trade Corporation
Limited ha tratado de ser confinado y limitado. Por ejemplo, en Hamsard 3147
Ltd v Boots UK Ltd. (2013, EWHC 3251), se sostuvo:

“No considero que la decisión en Yam Seng Pte Ltd v International Trade
Corporation tenga autoridad para entender que existe una obligación
general de “buena fe” implícita en la intención de las partes de los contratos
comerciales. Estoy dispuesto a aceptar que generalmente habrá una
condición implícita de no hacer nada para frustrar el objeto del contrato.
Pero no acepto que deba presumirse rutinariamente alguna obligación
positiva de una parte contratante a subordinar sus propios intereses
comerciales a los de la otra parte contratante” [énfasis agregado] (Grupo
Latinoamericano de la CCI 2015: 5).

La decisión judicial citada deja entrever una confusión. La buena fe no supone


que una parte tenga la obligación positiva de subordinar sus propios intereses
comerciales a los de la otra. Si esa fuese la definición de buena fe,
evidentemente no correspondería exigirla durante la negociación y ejecución de
los contratos.

Lo importante es tener en consideración que también el common law reconoce


durante la ejecución contractual hay una condición implícita de no hacer nada
para frustrar el objeto del contrato. Ello, en mi opinión, ya califica como un deber
de buena fe80. De hecho, teniendo en cuenta el alcance de la buena fe estimo
que ella ha inspirado que en el common law se haya desarrollado la doctrina del
estoppel a través de numerosos fallos judiciales, de los que junto con las
decisiones inspiradas en la lex mercatoria sobre la coherencia en el actuar de
los contratantes, damos cuenta más adelante.

Independientemente del rol que cumplen los jueces, en el sistema continental o


en el common law, la buena fe es una noción de aplicación obligatoria, esté o no
consagrada a través de una formulación legal expresa.

“El principio general de la buena fe cierra el sistema legislativo, es decir,


ofrece criterios para colmar aquellas lagunas que se manifiestan en las
cambiantes circunstancias de la vida social. Este principio general permite
identificar otras prohibiciones y otras obligaciones no contenidas en la ley,
por lo que es acertado decir, en alguna medida, que condiciona el ejercicio
de ciertos derechos reconocidos legislativamente a los particulares”
(López Mesa y Rogel Vide 2009: 65).

80
De lo contrario, no ocurriría lo que arrojan las estadísticas de la Cámara de Comercio
Internacional: que la ley inglesa es la más escogida en los contratos que dan lugar a arbitrajes
administrados por dicha institución (2010: 12.9%, 2011: 10.7%, 2012: 16.95%, 2013: 15.64%,
2014: 14.1%) (Arrighi 2017: 7).

157
Bajo la perspectiva del Derecho de Contratos, tanto en el Derecho Continental
como en el common law, la buena fe es el ingrediente fundamental para la
interacción y cooperación entre los individuos, sin la cual no puede haber
generación de bienestar. Cabe preguntarse si la exigencia de buena fe en las
interacciones humanas, específicamente en las relaciones contractuales, emana
de un principio de derecho. Estimo que sí.

2.11 La buena fe emana de un principio de derecho.-

Una vez revisada la evolución de la noción de buena fe tanto en el Derecho


Romano-Germánico como en el common law, es posible entender su real
dimensión. Esta dimensión se corresponde con una potencia conceptual y
práctica que hace a la buena fe merecedora de la categoría de principio de
derecho.

En aras de brindar consistencia a la posición que propongo, según la cual la


buena fe emana de un principio de derecho, es indispensable tener en cuenta
las diferencias ya anotadas entre principios y reglas, y sobre todo, para qué sirve
esta distinción. Para ello es necesario adherir a una concepción del Derecho,
cuyo rol central es brindar coherencia al pensamiento jurídico. Esto es
especialmente relevante en aquellos espacios donde la moral juega un rol en la
definición de las controversias jurídicas. De un lado, la buena fe es una expresión
de la moralidad en el Derecho; y de otro lado, la decisión de admitir o no
conexiones entre Derecho y moral, y hasta qué punto, parte por asumir una
determinada concepción del Derecho.

Una aproximación a la doctrina de los actos propios sería incompleta sin


entender las razones por las cuales la buena fe es una noción medular en el
Derecho.

Esta conexión entre buena fe y la contradicción de los propios actos es


presentada por Emilio Betti, al señalar que “[l]a buena fe, en fin, es considerada
en cuanto que lleva a descubrir un abuso de derecho o conduce a prevenir el ir
contra el propio acto, estableciendo una serie de limitaciones, conforme a una
exigencia de coherencia en el comportamiento antecedente y en el subsiguiente”
(1969: 100).

Que la buena fe sea un principio de derecho es relevante a efectos de concluir


más adelante si la doctrina de los actos propios también califica como tal. Ello
enmarca la investigación sobre qué es y para qué sirve la doctrina de los actos
propios en el Derecho Contractual.

Adhiero a la tesis que sostiene la doctrina, según la cual las expectativas de un


comportamiento de buena fe tienen conexión con la moral, y están recogidas en
un principio de derecho.

“El principio general de la buena fe, dice Pico i Junoy, es una de las vías
más eficaces para introducir un contenido ético o moral en el
Ordenamiento jurídico, y supone otro avance más en el desarrollo de la
civilización, tendente a superar una concepción excesivamente formalista

158
y positivista de la ley, que permite a los juristas adecuar las distintas
instituciones normativas a los valores sociales propios de cada momento
histórico” (González Pérez 2009: 27).

Ello se explica en que la buena fe es la premisa sobre la cual se ha venido


desarrollando la interacción y el desarrollo humano, los cuales están reñidos con
conductas oportunistas o parasitarias, que permiten adquirir derechos a
expensas de otros. Su condición de principio está reconocida por diversos
autores (Stiglitz 1984: 1; Compagnucci de Caso 1985: 1; La Ley 1986: XXIII).

Sin que para gozar de la condición de principio de derecho sea necesario que
sea recogido en una norma positiva, puede señalarse, siguiendo a Espinoza, que
existen tres vías de concreción del principio de la buena fe: (i) como criterio
hermenéutico (artículos 168 y 1362 del Código Civil); (ii) como criterio de
conducta conforme al cual deben cumplirse las obligaciones (artículo 1362 del
Código Civil); y, (iii) como criterio al que debe someterse el ejercicio de los
derechos subjetivos (Espinoza 2011: 179).

Así, mientras el artículo 168 del Código Civil señala que el acto jurídico debe ser
interpretado de acuerdo con lo que se haya expresado en él y según el principio
de la buena fe, el artículo 1362 señala que los contratos deben negociarse,
celebrarse y ejecutarse según las reglas de la buena fe y común intención de las
partes.

Nótese que la primera de las normas citadas alude al “principio” de la buena fe,
mientras que la segunda, a las “reglas” de la buena fe, pero ello no enerva su
clara condición de principio, dado que la buena fe subyace a la esencia del
Derecho de contratos, caracterizado por la protección de la confianza a partir de
una clara atribución de responsabilidades.

Por las razones anteriores, su fuerza normativa, derivada de su condición de


principio, no requiere de una formulación legal expresa para ser exigible. A la
inversa, tampoco pierde esa condición por el hecho de haber sido recogido en
norma expresa.

“El hecho de su consagración en una norma legal no suponía que con


anterioridad no existiera, ni que por tal consagración legislativa hubiera
perdido tal carácter. Pues si los principios generales del Derecho, por su
propia naturaleza, existen con independencia de su consagración en una
norma jurídica positiva, como tales subsistirán cuando en un
Ordenamiento jurídico se recogen en un precepto positivo, con objeto de
que no quepa duda su pleno reconocimiento. Y buen número de principios
se encuentran en los cuerpos legales, principalmente en los
constitucionales” (González Pérez 2009: 31).

De hecho, es interesante que la Constitución colombiana haya recogido el


principio de la buena fe en su artículo 83: “Las actuaciones de los particulares y
de las autoridades públicas deberán ceñirse a los postulados de la buena fe, la
cual se presumirá en todas las gestiones que aquéllos adelanten ante estas”. No
necesitaba hacerlo para hacer exigible “los postulados de la buena fe”, pero

159
haberlos mencionado en la norma fundante es revelador de la importancia que
se le confiere para la interacción entre los particulares y de estos con el Estado.

Quedó planteada la pregunta sobre si la exigencia de un comportamiento de


buena fe califica como un principio o como una regla, teniendo en consideración
que: (i) mientras los principios recogen pautas o criterios, las reglas deslindan
con mayor claridad los supuestos en que deben ser aplicadas; (ii) los principios
no solamente cumplen un rol subsidiario a falta de reglas, sino un rol informador
que permite interpretarlas coherentemente; y, (iii) frente a un caso concreto, la
deliberación concerniente a la pertinencia de los principios debe terminar en la
aplicación de una regla que solucione el caso concreto.

La respuesta es que la buena fe califica como un principio, teniendo en


consideración que: (i) la buena fe es el reflejo de lo que se espera para una
convivencia sana y razonable, en la que los comportamientos sean predecibles
debido al respeto de la confianza generada, pero a diferencia de las reglas, es
menos claro identificar los supuestos de hecho para que ella se presente y se
genere una consecuencia jurídica; (ii) la buena fe tiene un rol subsidiario, cuando
el ordenamiento jurídico o el acuerdo de las partes no ofrece soluciones claras,
y además cumple un rol informador que permite interpretar el pacto con
coherencia; y, (iii) como se señala en el párrafo precedente, da lugar a una regla
que soluciona el caso concreto.

De allí que, para Federico Berro, “la condición de la buena fe como principio
general del derecho es inimpugnable. Si la deslealtad y la mala fe pudieran existir
sin posibilidad teórica de sanción, quedaría destruida la base de justificación de
un sistema normativo” (1989: 54).

No exagera Berro cuando sostiene que si la deslealtad y mala fe pudieran existir


sin posibilidad de sancionarse, el sistema normativo perdería su justificación. Tal
afirmación es profunda, pues da cuenta de una concepción en virtud de la cual
el Derecho es el resultado de –se justifica en- la interacción entre los individuos.
Si esa interacción está basada en la deslealtad, el ordenamiento jurídico pierde
su justificación, pues se perdería el instrumento necesario para lograr una
convivencia pacífica.

Una cosa es la buena fe y otra es comportarse de buena fe, señala Díez-Picazo.


La buena fe objetivamente considerada, dice, es una conducta, un estándar
jurídico, un modelo de conducta social, una conducta considerada socialmente
como arquetipo. En cambio, la norma que impone el deber de comportarse de
buena fe es un principio general del Derecho, porque revela una de las más
íntimas convicciones del modo de ser y de existir de la comunidad (2014: 199-
200).

“Buena fe a secas es un concepto técnico-jurídico que se inserta en una


multiplicidad de normas jurídicas para describir o delimitar un supuesto de
hecho. […]. Otra cosa distinta es el principio general de la buena fe. Aquí
la buena fe no es ya un puro elemento de un supuesto de hecho
normativo, sino que engendra una norma jurídica completa, que, además,
se eleva a la categoría o al rango de un principio general del derecho:

160
todas las personas, todos los miembros de una comunidad jurídica deben
comportarse de buena fe en sus recíprocas relaciones” (Wieacker 1982:
11-12).

El hecho que la buena fe sea un principio de derecho no evita el problema de


determinar, en cada situación concreta, si los deberes derivados de él se han
cumplido. De hecho, lo más problemático no es determinar si se han cumplido
las conductas pretendidas en aplicación del principio de la buena fe, sino
determinar cuáles son las conductas que pueden exigirse.

Cuando llega el momento de abordar ese problema en una situación concreta,


es tentador responder de manera genérica que:

“[l]os deberes nacidos del actuar de buena fe son múltiples y se sintetizan


en: el deber de confianza, de no defraudar la confianza despertada; el de
fidelidad o cumplimiento de lo prometido; de información, oportuna y
completa; de reserva, discreción o respeto a la confidencialidad; en el
resguardo de la intimidad, en el de comunicación oportuna; en la
consideración hacia los demás, hacia su dignidad e identidad, etcétera”
(Mosset Iturraspe 2011: 169).

Sin embargo, ¿qué significa todo esto? ¿Significa acaso que las partes deben
sacrificar sus intereses personales por los de la otra parte? ¿Deben reducir la
ganancia esperada por ellas en aras de extender los beneficios de la otra?

Lo preocupante de no encontrar una respuesta adecuada a esa pregunta es que


un elevado escepticismo sobre el rol de la buena fe en la ejecución de los
contratos puede despojar a una de las partes de la posibilidad de alcanzar una
interpretación fundada en ella cuando falta claridad sobre los términos pactados.
Y a la inversa, una respuesta que confía excesivamente en la buena fe como
concepto esponjoso que puede absorber cualquier interpretación posible, resta
de predictibilidad a los arreglos contractuales.

A esta segunda línea parece apuntar el siguiente texto: “El análisis de este
principio general motiva necesariamente que penetremos prolijamente en su
esencia, específicamente en los deberes de conducta que le sirven de contenido
ético, y aunque secundarios o agregados a los esenciales programados por
las partes, dilatan como en un plano superpuesto el haz obligacional. Nos
referimos a las cargas de transmisión, de cooperación, de diligencia, de
información y de consideración que recíprocamente las partes esperan la una de
la otra. Se trata de comportamientos añadidos a las prestaciones
principales y que ostentan condición de manifestaciones de conductas
correctas de cada parte en función de la exigencia de un proceder equivalente
de la otra” [énfasis agregado] (Morello 1985: 58).

Como puede apreciarse, la posición que postula el citado autor puede generar
un efecto contraproducente al que se espera con la noción de buena fe, pues al
diluir sus límites puede generar un alejamiento de la verdadera voluntad de las
partes.

161
Mientras que para Morello la buena fe permite expandir las obligaciones
originalmente previstas por las partes, para De Trazegnies, en cambio, debemos
ser cuidadosos y desacralizar la noción de buena fe, para evitar que la buena fe
pueda usarse como el “brazo armado” de la ética (2004: 21).

“Como puede apreciarse, la mayor parte de las definiciones de la buena


fe no son sino malabarismos lingüísticos, delicadamente envueltos dentro
de una bruma de candor y hasta de beatitud, que difícilmente pueden ser
utilizados con rigor por el legislador y los tribunales según quería Ripert.
La buena fe es un concepto al que parece haberle sucedido un problema
similar a la rana de Esopo: tanto quiso ser importante, tanto se infló para
alcanzar las dimensiones del buey, que finalmente reventó y lo que
encontramos después no son sino hilachas difícilmente utilizables” (De
Trazegnies 2004: 25).

El escepticismo de De Trazegies sobre la idealización de la buena fe no es


incompatible con la defensa de su utilidad, si se le entiende en el marco del
Derecho Moderno y no de una moral objetiva. Por el contrario, de lo que se trata
es de admitir un rol de la moral en el Derecho, a través de la noción de buena fe,
pero de una moral no intrusiva, sino que más bien, lejos de imponer conductas
no deseadas, permita dotar de libertad individual con sus consiguientes
responsabilidades (2004: 26-27).

Tiene razón De Trazegnies –y esto es especialmente relevante de cara a la


doctrina de los actos propios- cuando establece una directa conexión entre la
noción de buena fe y el principio de no contradicción, pues en los numerosos
artículos del Código Civil que aluden a la buena fe se le vincula a esta con el
conocimiento de una eventual ilicitud. En otras palabras, esta noción de buena
fe se vincula con las posibilidades de conocimiento e información que tienen las
partes sobre los hechos ilícitos que podrían esconderse detrás de los pliegues
del acto (2004: 34).

“Quizá podríamos decir que la buena fe moderna es una aplicación del


principio de no contradicción que está en la base de toda conducta
racional, vale decir, general: no hay generalidad –y, consecuentemente,
no hay racionalidad- donde hay contradicción. La buena fe en el Derecho
actual no es, entonces, sino la exigencia de eliminar las contradicciones
que pongan en peligro el correcto funcionamiento del sistema […]” (De
Trazegnies 2004: 38-39).

Una evidente consecuencia de lo anterior es que la buena fe excluye en principio


las contradicciones, o dicho de otra forma, exige coherencia en el actuar. Esa
coherencia en el actuar es un ingrediente clave para que las relaciones en el
mercado funcionen, no en base a la generosidad y benevolencia de las partes,
sino sobre la base de su racionalidad, de modo que al mismo tiempo que
maximizar su propio interés, estén en condiciones de comprender que si no
existe un mínimo de credibilidad y de seguridad en los términos de la transacción,
el sistema no funciona y todos pierden” (De Trazegnies 2004: 39).

162
En la misma línea, para Díez-Picazo, una de las consecuencias del deber de
obrar de buena fe es la exigencia de un comportamiento coherente, de modo
que si una persona, dentro de una relación jurídica, ha suscitado en otra con su
conducta una confianza fundada, conforme a la buena fe, en una determinada
conducta futura, no debe defraudar la confianza generada (Díez-Picazo 2014:
202).

Hay pues una notoria diferencia en concebir a la buena fe como lo hace Morello
al señalar que aquélla genera deberes que, aunque secundarios o agregados a
los esenciales programados por las partes, dilatan como en un plano
superpuesto el haz obligacional, y la manera en que De Trazegnies entiende el
principio de buena fe. “A diferencia de lo que podría pensarse, la buena fe no
debe dar lugar a una amplia facultad de interpretación del juez sino, por el
contrario, sólo a una interpretación restringida, indispensable, estricta, que no
pierda de vista tanto el texto que las partes convinieron, como su intención al
momento de celebrar el contrato” (De Trazegnies 2004: 44).

En buena cuenta, definir si las partes han actuado de buena fe solamente puede
hacerse a través de criterios concretos, no definidos de antemano, sino
construidos en cada situación específica, “al estilo de lo que acostumbra la
jurisprudencia anglosajona con las nociones generales a las que les otorga una
dimensión verdaderamente funcional sobre la base de tests que deben
comprobarse para que puedan ser invocadas” (De Trazegnies 2004: 46).

2.12 Exclusión de la buena fe.-

Siendo tal la relevancia de la buena fe en el Derecho de contratos, ¿puede


admitirse que aquélla sea excluida de su interpretación y ejecución mediante un
pacto? Esta pregunta es relevante, pues la respuesta nos conducirá a una
siguiente interrogante, que es si, más específicamente, puede excluirse la
posibilidad de invocar la doctrina de los actos propios en una determinada
relación contractual.

Teniendo en cuenta que los principios, incluyendo el de la buena fe, son


expresión de una noción de Derecho cargada de valores, ¿pueden las partes de
un contrato renunciar a su futura invocación?

La tesis que establece que las partes sí pueden pactar la exclusión del principio
de la buena fe es defendida aplicando la “teoría de la repugnancia”:

“Como su nombre lo indica, la teoría de la “repugnancia” rechaza la


necesidad de exigir buena fe en el contrato. Consideran sus seguidores
que exigirla atenta contra el modelo clásico de contrato, conforme al cual,
al celebrarse y ejecutarse un contrato, cada parte busca maximizar su
propio interés. El contrato tiene, entonces, naturaleza confrontacional y
mientras no se cometa fraude o engaño ni se establezcan falsos
presupuestos, es legítimo que cada contratante persiga su propio interés
de la manera más amplia” (Zusman 2005: 20).

163
La segunda teoría mencionada por Zusman es la llamada “pragmática”. “La
teoría pragmática, por su parte, surge con el objeto de mitigar en algo el rigor de
la teoría de la “repugnancia”. Según sus seguidores, los sistemas jurídicos
pueden vivir perfectamente sin necesidad de introducir la buena fe como
requisito del contrato, siendo suficiente con incoporar un catálogo de reglas de
comportamiento que emanen del sentido moral de una comunidad” (Zusman
2005: 22).

Como puede apreciarse, ello elevaría sustancialmente los costos de transacción.


A este asunto ya se hizo referencia líneas arriba, en relación con el carácter
subsidiario e informador de la buena fe en el Derecho de contratos. Recursos
tales como el tiempo, gastos en abogados, entre otros, aumentarían
exponencialmente, y probablemente no serían suficientes. Como explica Posner,
la celebración de un contrato implica la búsqueda de socios, la negociación de
los términos, la redacción del contrato y su cumplimiento (Posner 2013: 92).
Cada uno de estos elementos requiere esfuerzo, tiempo y perseverancia, por lo
que, de utilizar complementariamente el principio general de la buena fe, no
tendría que preverse cláusulas sumamente detalladas o cuidar excesivamente
que la redacción dé lugar a interpretaciones poco claras.

En esta línea, los contratantes se benefician cuando el Derecho reemplaza


términos contractuales ineficientes por términos de omisión eficientes, como el
reenvío a la buena fe. Así,

“[…] si el derecho permitiese la “mala fe” y dicha norma incentivara la


inclusión de mayor número de términos explícitos en los contratos,
entonces ello podría constituirse como un generador de costos de
transacción, que por elementales razones de eficiencia deberíamos tratar
de controlar; optar por la regla contraria, la “buena fe”, reduciría entonces
eficientemente la cantidad de términos explícitos a considerar por las
partes, así como los costos de transacción, o lo que es lo mismo, la buena
fe constituye en efecto, un término de omisión eficiente” (Monroy 2010:
67).

A manera de contraposición a la teoría de la repugnancia o a la teoría


pragmática, se encuentra la teoría de la incorporación de la buena fe como
requisito del contrato. Esta teoría es “[…] según sus seguidores, no solo moral,
sino racional, pues permite a los jueces fallar de acuerdo a la moral, […] las
partes sabrán a qué atenerse y se comportarán según esta regla explícita”
(Zusman 2005: 22).

El debate alrededor de este asunto es sumamente interesante porque no puede


negarse que el contrato es por excelencia una herramienta para satisfacer
intereses particulares, que suelen ser opuestos. ¿El deber de actuar de buena
fe durante la negociación y ejecución del contrato es un comportamiento
altruista? ¿es incompatible con la autonomía privada? ¿dónde se encuentran los
límites? ¿deben cooperar las partes entre sí? ¿cuál es el límite del deber de
cooperación?

164
Comparto con la autora antes citada que la buena fe responde a un cierto modelo
de comunidad, teniendo en cuenta que existe directa relación entre la buena fe
y el desarrollo, si es que partimos de la premisa que la buena fe genera
confianza, la confianza genera predictibilidad y esta última fomenta la inversión
y consiguiente desarrollo.

En este punto del análisis estimo oportuno hacer un deslinde. La libertad y la


confianza razonable son dos nociones que deben conciliarse. Y no es
complicado hacerlo. El Derecho de contratos está construido sobre la base de la
autonomía privada y el ejercicio de la libertad, lo que en principio conlleva el
derecho a contradecirse.

Ejemplos de ello son la revocación de la oferta, el receso o la resolución de un


contrato, por ejemplo. Sin embargo, para que ese derecho sea eficaz frente a la
contraparte, hay un denominador común: que no se haya trasgredido la
confianza que razonablemente se hubiese generado en la contraparte. Así, la
oferta puede revocarse antes de que haya sido recibida por el destinatario; un
contrato de duración indeterminada puede dejarse sin efecto con un mínimo de
treinta días de anticipación; y la resolución de pleno derecho debe producirse por
alguna causal establecida por ambas partes con toda precisión.

De hecho, las regulaciones en sentido contrario son excepcionales y requieren


la intervención judicial, como por ejemplo, la reducción de la cláusula penal
convenida por las partes.

En tal sentido, la libertad para cambiar de opinión tiene como límite no vulnerar
la confianza generada por el destinatario de la conducta contractualmente
relevante; cualquier regulación contraria en el Código Civil tiene naturaleza
excepcional y suele ser teñida con carácter imperativo.

La noción que agrupa todas aquellas situaciones en las que no es tolerable un


cambio de opinión que traiciona la confianza, pese a que la esencia del Derecho
Contractual es la libertad, es la buena fe, gracias a la cual se asegura que los
intereses de las partes sean satisfechos. Y a pesar de que los seguidores de la
“teoría de la repugnancia” sostengan lo contrario, la noción de cooperación, en
una dosis adecuada, sí es admisible en el Derecho Contractual. Recuérdese que
la teoría de la “repugnancia” rechaza la necesidad de exigir buena fe en el
contrato, puesto que ello atentaría contra el modelo clásico de contrato, por el
que cada parte busca maximizar su propio interés.

Estimo que el interés por alcanzar el provecho individual y el deber de


cooperación entre las partes sí son compatibles, dependiendo de lo que se
entienda por “cooperar”. De hecho, el deber de cooperación contractual derivado
de la buena fe no debería interpretarse como un sacrificio del interés particular
perseguido con el contrato, sino más bien como el deber de respetar los legítimos
intereses de la otra parte. Ello no solamente se logra cumpliendo las obligaciones
asumidas, sino además ejecutando el contrato con coherencia.

Ello se debe a que “si bien la persona está en aptitud de realizar sus
aspiraciones, objetivos e intereses a través de la contratación, debe hacerlo

165
necesariamente en armonía con las aspiraciones, objetivos e intereses de los
otros" (Cárdenas 1997: 45).

Antes hemos indicado que la fuerza normativa del principio de buena fe no deriva
de su inclusión en el ordenamiento a través de una formulación legal. Sin
embargo, la razón para hacerlo es el hecho que se le ha atribuído el rol de ayudar
a interpretar, complementar y limitar los contratos.

Volvamos entonces a la pregunta sobre si se puede o no pactar en contra de una


actuación de buena fe. Para alcanzar una respuesta es útil reflexionar sobre si
las nociones de buena o de mala fe responden a un sistema “binario”. En otras
palabras, ¿siempre que no hay buena fe, hay mala fe? Sostengo que sí. Por
cierto, De Trazegnies sostiene lo mismo pero a la inversa: la buena fe es la
ausencia de mala fe (De Trazegnies 2004: 38).

Cabe preguntarse entonces si las partes pueden excluir expresamente la


invocación del principio de la buena fe en determinadas circunstancias. La
respuesta es: depende. Si bien una exclusión general de la buena fe en la
ejecución del contrato puede ser cuestionable, no lo será tanto si la exclusión es
específica, si el objetivo de las partes es reducir la incertidumbre jurídica,
estableciendo reglas claras aplicables en numerosos supuestos de hecho
previstos por ellas.

Pactos así pueden ser acompañados del otorgamiento de facultades


discrecionales a alguna de ellas, como la decisión de suscribir un convenio
definitivo de compra de acciones luego de realizada una auditoría legal.
Atendiendo a las circunstancias del caso, podría ser razonable que un pacto así
excluya la posibilidad de que quien ejercerá el derecho potestativo de compra,
tome la decisión de manera discrecional, sin que pueda argumentarse mala fe
en caso la decisión no sea favorable a la otra parte. Por cierto, esta conclusión
no se altera incluso si la noción de buena fe, como ocurre en Francia, es
entendida como de orden público.

En esta línea, Simone Sepe señala que si bien la regla por defecto es que los
contratos se interpreten de cara al principio de la buena fe, las partes pueden
decidir excluir a la buena fe de sus acuerdos contractuales (Sepe 2010: 4-5).

La razón para ello, señala, es que el deber de buena fe supone efectuar un


balance (trade-off) entre el costo que supone prever un pacto muy detallado, que
reduzca el margen de interpretaciones contradictorias, y el costo de asumir el
error en que puedan incurrir las cortes al interpretar los contratos. Como
consecuencia de ello, añade Sepe, son las propias partes las que deben decidir
el rol que debe desempeñar la buena fe en la interpretación de los contratos
(Sepe 2010: 6).

Tomar una decisión sobre si se puede admitir o no la exclusión contractual de un


principio –como el de la buena fe- es relevante, pues para ello es indispensable
tomar posición sobre el rol que juegan los principios en el marco de la autonomía
privada, y todavía más arriba en el plano conceptual, en el marco del Derecho.

166
Es indispensable pues, para abordar de manera profunda y coherente los más
diversos asuntos del Derecho Privado, adoptar una concepción general del
Derecho, que como ya ha sido expuesto, debe balancear la seguridad jurídica
con la carga valorativa que le da sentido a la convivencia pacífica, a la cual, en
buena cuenta, se debe el Derecho.

Mi conclusión en este punto es que asumiendo una concepción “funcionalista”


del Derecho, o incluso positivista incluyente, que admita un componente moral
en el ordenamiento jurídico, no cabe formular un pacto que excluya de plano la
buena fe en la ejecución e interpretación contractual; o dicho a la inversa, y de
cara al sistema binario (lo que no es de buena fe es de mala fe), que permita una
actuación de mala fe.

Sostener lo contrario importaría desconocer que la interacción humana es la


base del Derecho y que este se construye sobre la base de la confianza. No
solamente en Derecho Contractual, sino incluso –y con mayor razón- en el
Derecho Público. Pensemos en las normas esenciales y garantistas del Derecho
Penal, como la tipificación previa de los delitos, o los principios de predictibilidad
y uniformidad en el Derecho Administrativo, por ejemplo.

Ahora bien, lo que sí puede ocurrir es que las partes permitan actuaciones que,
vistas en abstracto, algunos consideran reñidas con el principio de la buena fe.
Así, por ejemplo, no hay prohibición para que se permita expresamente a un
vendedor de la mayoría accionaria de la sociedad emisora, competir en el
negocio de la empresa transferida, inmediatamente después de producida la
operación de venta. Para un comerciante, bajo determinadas circunstancias del
mercado, una actuación como esta podría calificar como contraria a la buena fe,
sin perjuicio de lo cual las partes tienen derecho a calificar dicho comportamiento
como legítimo.

En un magnífico trabajo sobre la buena fe, el Profesor Wieacker señalaba que la


buena fe “no es un molde acabado que el juez calca sencillamente sobre el
material que ha colocado debajo, sino una extraordinaria tarea que tiene que
realizar el propio juez en la situación determinada de cada caso jurídico”
(Wieacker 1982: 37).

Sostengo que no es lícito un pacto amplio y general de exclusión del principio de


la buena fe durante la ejecución e interpretación del contrato; sin embargo, sí se
puede admitir acuerdos que sean no beneficiosos o incluso perjudiciales para los
intereses de una de las partes, en el marco de la autonomía privada, la cual tiene
reconocimiento constitucional.

De hecho, es gracias a esa posibilidad que las partes pueden pactar contra
reglas supletorias o incluso establecer estipulaciones contractuales que
parezcan perjudiciales a sus intereses, pero que vistos en conjunto, puedan ser
la contrapartida frente a un beneficio esperado.

La clave para determinar cuál es la dosis aceptable de exclusión de reglas


inspiradas en la buena fe no puede establecerse de antemano, sino que debe
analizarse en cada caso concreto. No siempre es tarea sencilla determinar en

167
qué casos los pactos no beneficiosos o perjudiciales han cruzado la línea de
licitud. Para lograrlo es necesario llevar a cabo una adecuada actividad de
ponderación.

Una herramienta para establecer los límites es el uso de las normas imperativas,
que por contener un núcleo de protección imprescindible, impiden que los sujetos
de derecho se aparten de ellas, aun cuando esa sea su voluntad.

Son diversas las normas imperativas contenidas en el Código Civil que protegen
a las partes de su propio descuido o de la mala fe de la otra. Así por ejemplo, la
exigencia de que los contratos no sean abstractos sino causales (artículos 140
numeral 3) y 219 numeral 4) del Código Civil). Más ejemplos: el artículo 172
prohíbe que la eficacia de los contratos se someta a una condición que dependa
de la exclusiva voluntad del deudor; el artículo 201 señala que el error como
causal de anulación debe ser conocible por la otra parte; y, el artículo 210 señala
que el dolo es causal de anulación del contrato, cuando el engaño usado por una
de las partes haya sido tal que sin él la otra parte no hubiera celebrado el acto.

De otro lado, es una norma clave en el sistema de responsabilidad civil, el artículo


1328, que impide a las partes limitar su responsabilidad cuando han actuado con
dolo o culpa inexcusable. Aunque discutible, también es una norma imperativa
la contenida en el artículo 1346 que permite al juez, a solicitud del deudor, la
reducción equitativa de la pena prevista en una cláusula penal cuando sea
manifiestamente excesiva o cuando la obligación principal hubiese sido en parte
o irregularmente cumplida.

También es un ejemplo de una norma que protege la buena fe, el artículo 1430,
según el cual para que la resolución automática del contrato proceda, la causal
debe estar previamente establecida con toda precisión; o el 1429, que permite al
acreedor dejar sin efecto el contrato, siempre que dé la oportunidad al deudor de
satisfacer el interés de aquél en un plazo determinado.

La relevancia de la protección conferida por las normas citadas es tal, que se


trata de normas imperativas contra las cuales no cabe pactar. Ello no es
incompatible con el pleno reconocimiento, incluso constitucional, de la
autonomía privada. Esta última debe protegerse por defecto, de modo que
cualquier pacto contractual es en principio exigible, pero tiene como límite las
normas imperativas, que no son otra cosa que expresiones del principio de la
buena fe.

Al respecto, en el marco de la autonomía privada propia del Derecho Civil


patrimonial, se debe partir de la premisa que las normas contractuales son
supletorias, como establece el artículo 1356 del Código Civil, en virtud del cual
“las disposiciones de la ley sobre contratos son supletorias de la voluntad de las
partes, salvo que sean imperativas”.

Así, mientras no se vulneren las normas imperativas, son admisibles los pactos
que restrinjan las posibilidades de las partes de defender sus intereses con todos
los elementos normativos que el Derecho de contratos pone a su disposición.

168
Por ejemplo, no hay impedimento para pactar expresamente que a efectos de la
interpretación y ejecución del contrato, carecen de relevancia las conductas
previas o posteriores de los contratantes, ajenas a lo indicado estrictamente en
el texto del contrato. De hecho, son comunes los pactos en los que las partes
excluyen de manera expresa la posibilidad de invocar su propia actuación
durante la ejecución del contrato como fuente generadora de confianza.

De hecho, son comunes las cláusulas denominadas “merger clause” o “entire


agreement clause”, que buscan excluir las negociaciones de las partes del
análisis que efectúe el juez para analizar el alcance de las obligaciones de las
partes.

“Las partes suelen estipular esta cláusula al final del contrato,


estableciendo que el contenido del mismo se limita a lo expresamente
establecido. Esta cláusula nace del Derecho anglosajón a fin de mantener
una aplicación estricta de la parol evidence rule y evitar que el juez recurra
a las negociaciones previas para integrar el contrato. La cláusula se
extendió al Derecho Continental, donde se planteó su conflicto con la
buena fe, usándose, asimismo, de forma extendida en transacciones
internacionales. El problema que surge es si acaso la merger clause
constituye una limitación a la buena fe, y si, por lo tanto, debe excluirse
del contrato” (Eyzaguirre 2013: 190).

Esta regla ha sido discutida en el Derecho Continental y prácticamente por


unanimidad los autores estiman que no es contraria a la buena fe (Eyzaguirre
2013: 190). Una regla como esa evitaría hacer uso de la doctrina de los actos
propios como medio de defensa en caso de una contradicción en la conducta
desplegada por la otra parte, pero no hay impedimento para que ello ocurra, si
se asume que no se ha vulnerado una norma imperativa que pueda ser calificada
como el núcleo duro de la buena fe.

Tampoco hay impedimento para incluir por propia voluntad de las partes ciertas
cláusulas que podrían ser consideradas desventajosas para una de ellas, como
por ejemplo los contratos de financiamiento con covenants que limiten la libertad
del deudor en ciertas circunstancias, o cláusulas de aceleración muy amplias,
que permiten adelantar el vencimiento del contrato ante circunstancias adversas
(cláusulas MAC o “Material Adverse Change”) (Eyzaguirre 2013: 191).

En síntesis, la utilidad de la noción de buena fe depende en buena cuenta de la


manera en que los jueces usen esta cláusula general, y de los límites que les
permitan autorregularse para no alterar el propósito de las partes al celebrar el
contrato. La amplitud de la noción de buena fe, que le confiere la condición de
principio, permite anidar dentro de ella a la doctrina de los actos propios, cuya
categorización como principio o como regla no es pacífica entre los autores.

Sobre la base de la distinción entre los principios y las reglas, a continuación se


describen las dos posiciones que al respecto presenta la doctrina. Esta
explicación es en este punto meramente ilustrativa, dado que mi posición al
respecto será expuesta en el Capítulo tercero, pues al postular si determinada
institución jurídica configura un principio o una regla es indispensable tener en

169
consideración su finalidad, la manera que en opera en la realidad y las
consecuencias prácticas de su aplicación.

2.13 La doctrina de los actos propios. ¿Principio o regla?.-

El principio de la buena fe está vinculado al hecho de creer en otro y esperar una


conducta fiel de él; por tanto, buena fe y confianza son nociones estrechamente
vinculadas. Y lo que se exige a partir de ellas –buena fe y confianza- es
coherencia.

Para creer es necesario tener un punto de referencia; es decir, que haya un


sujeto al cual creer. La manera en que se manifiesta ese sujeto bajo las
circunstancias que motivan la creencia o expectativa, es la apariencia. La
apariencia con relevancia jurídica se manifiesta en la actuación humana, como
por ejemplo el ejercicio de la posesión o el despliegue de conductas dirigidas a
un destinatario en el marco de una relación contractual, y debido a la sofisticación
de las relaciones jurídicas, puede generarse con mecanismos como registros,
privados o públicos.

El pilar del Derecho Contractual es, de un lado, el ejercicio de la libertad, lo que


incluye por cierto el derecho a cambiar de opinión, y de otro lado, la protección
de la confianza basada en la apariencia. Para lograr el equilibrio entre ambos, el
principio de la buena fe es una herramienta clave.

En efecto, hay situaciones en las que la propia ley limita el cambio de opinión en
ejercicio de la libertad; por ejemplo, la posibilidad de revocar el poder de
representación, pero sin que se afecte a terceros, a menos que estos hubieran
conocido de la revocatoria. La norma que así lo dispone no menciona a la buena
fe, pero ello no era necesario pues este principio la subyace.

Hay otras situaciones en las que la protección basada en la apariencia está


recogida de manera expresa por la propia ley, pero mencionando además el
principio de buena fe como escudo protector, como por ejemplo la protección de
los terceros de buena fe aunque los actos de los transferentes se hubieran
realizado de manera fraudulenta. Así, la acción pauliana no procede contra el
tercero subadquirente, a menos que razonablemente hubiera debido conocer el
perjuicio. Algo similar ocurre con la adquisición basada en la apariencia generada
por el registro (artículo 2014 del Código Civil), o con las reglas de concurrencia
de acreedores establecidas en los artículos 1135 y 1136 del Código Civil.

Hay un tercer grupo de circunstancias en las cuales la buena fe sirve como


herramienta para determinar si el tercero es o no protegible, aun cuando no haya
norma que expresamente lo señale. Y es precisamente en estos casos en los
que el rol de los principios puede apreciarse en su real dimensión. Es decir, no
es necesario que el principio de la buena fe sea mencionado en una regla para
que sea exigible en el proceso de interacción derivado de una relación
contractual.

Es aquí donde la doctrina de los actos propios se vuelve relevante, porque


aunque no haya regla aplicable -como las antes citadas- que prohíba ciertas

170
contradicciones de conducta, la doctrina de los actos propios sirve de bloqueo
frente a los intentos oportunistas de quienes pretenden tomar ventaja de su
propia contradicción. Esta ventaja es en principio legítima, a menos que la
conducta previa a la contradicción haya generado una confianza protegible en
su contraparte y que esta haya actuado en consecuencia.

¿Qué es entonces lo que hace “natural” bloquear las conductas oportunistas


frente a la confianza razonable que se haya suscitado a partir de ellas?

“De acuerdo con la teoría del aprendizaje, el sujeto aprende sobre la base
de experiencias previas, mediante la imitación de las conductas
ensayadas con anterioridad. La psicología ha identificado el aprendizaje
instrumental, que se fija principalmente en las consecuencias de los
comportamientos. El individuo atiende a los resultados que derivan de
cierta conducta con el fin de mantenerla o evitarla en las situaciones
similares que se planteen en el futuro. […]. El presupuesto necesario
para asegurar la racionalidad de este tipo de comportamiento es que la
conducta aprendida sólo se active en una situación semejante a la que
provocó el aprendizaje o, lo que es lo mismo, en una situación igual (o
mejor, homologable) a la que motivó la elección del criterio de actuación
que se considera acertado” [énfasis agregado] (Díez Sastre 2008: 33).

La cita anterior puede parecer pretenciosa, porque visto superficialmente, la


psicología excedería el campo de estudio del Derecho, pero en realidad no lo es,
si se parte de una concepción jurídica nacida a partir de la interacción, y por tanto
de las emociones, incluido un estado psicológico basado en la confianza.

Como consecuencia de lo anterior se asume como natural un comportamiento


vinculado a cierto tipo de situaciones, “hasta el punto de que el agente no debe
esforzarse prácticamente para llevarlo a cabo con un mínimo de control
consciente” (Díez Sastre 2008: 33).

Parafraseando a la autora citada, a través de la memoria y el hábito las


decisiones actuales pueden influir en lo que pasará en el futuro. De este modo,
se adquiere conciencia sobre el entrelazamiento de las decisiones pasadas,
presentes y futuras, y sobre la necesidad de mantener la coherencia entre ellas.

La confianza es un estado psicológico que reduce la incertidumbre y que permite


asumir como natural y razonable actuar en el futuro sobre la base de lo que ha
ocurrido en el pasado, es el sustrato emocional para la noción de la buena fe, y
es parte de la explicación no jurídica para que haya, virtualmente, unanimidad
sobre su carácter de principio de Derecho.

Lo anterior reitera la importancia de adherir a una concepción del Derecho que


sea empática con las emociones derivadas de la interacción. La confianza es
una de ellas, de modo que el edificio jurídico que regula las relaciones
contractuales debe tener como pilar el repudio de conductas contradictorias para
propiciar la coherencia en el actuar. Ello permite prevenir comportamientos
oportunistas de las partes, a través de la remisión a estándares de actuación
basados en la buena fe.

171
Ahora bien, proteger ciegamente la confianza, sin incentivar conductas diligentes
en quien la invoca, puede ser paradójico. Es decir, para lograr protección no
basta con alegar una alteración de la conducta de un sujeto, pues
paradójicamente, dicha protección generaría un daño colateral, que sería
amenazar la premisa de la libertad con la que debe ejecutarse las obligaciones
contractuales (teniendo como límite, naturalmente, el incumplimiento).

En tal sentido, a quien alega el cambio de conducta en perjuicio suyo no le basta


invocar un estado psicológico que le generó una ferviente expectativa, sino que
tiene la carga de probar en qué medida se le dio a entender que la contraparte
actuaría de una forma concreta, y en qué medida es razonable esperar que otra
persona, en sus circunstancias, hubiera esperado lo mismo, para lo cual será
necesario un estándar de buena fe objetiva.

Se dice que la doctrina de los actos propios “encuentra su sustento filosófico y


racional en los conocidos principios lógico y ontológico de ‘no contradicción’, en
virtud de los cuales una cosa no puede ser ella y a su vez su contraria ni es
posible afirmar su realidad y su inexistencia en forma simultánea” (Isidoro Einer,
citado en Jaramillo 2014: 74).

Sin embargo, el mencionado principio de no contradicción tiene a su vez una


explicación más “terrenal” y racional que lógica, derivada de que la interacción
humana está basada en la cooperación; esta en la confianza y a su vez esta en
la no contradicción; en otras palabras, en el deber de coherencia en el actuar. El
ropaje jurídico que se le ha dado a esta cadena de razonamiento es el principio
de la buena fe.

Ahora bien, no sólo son relevantes los fundamentos morales o filosóficos que
subyacen a la doctrina de los actos propios. Tan importante como aquéllos es su
sustento económico.

“Pero donde radica el fundamento económico o soporte económico más


saliente de la protección de la coherencia conductual, en adición a la
preservación de la confianza de los actores y agentes económicos, es en
el tema relativo a los costos: la coherencia comportamental, expresado en
términos realistas, es sustancialmente menos costosa que la incoherencia
y, en esa medida, económicamente se alcanza una mayor y sostenida
eficiencia. Al fin y al cabo, los comportamientos abruptos, sorpresivos y
contradictorios, minan la confianza e incrementan las erogaciones
asociadas a cada actividad. La coherencia, por el contrario, estimula las
relaciones, mitiga la necesidad de adoptar ciertas precauciones
adicionales y reduce la aversión, con lo cual, naturalmente, se reducen
costos y se aumentan las utilidades” (Jaramillo 2014: 84).

Hay pues correlación entre la confianza y desarrollo económico, de modo que en


este punto la doctrina de los actos propios juega un rol fundamental. Así, en
entornos institucionales donde reina la confianza y el respeto a la palabra
empeñada, son más fluidas las relaciones entre los agentes económicos.

172
Dicho lo anterior, cabe preguntarse si, dada la contundencia de la doctrina de los
actos propios para prever el oportunismo contractual, se le debe asignar la
categoría de regla o de principio del derecho, y cuál sería la consecuencia de
una u otra alternativa. Como ya anuncié, explicaré cómo se divide la doctrina en
este punto, pero estaré en condiciones de exponer mi posición sobre este asunto
luego de haber explicado cómo opera y qué efectos produce.

En relación con la naturaleza jurídica de la doctrina de los actos propios, por lo


general, “la cuestión se presupone y, sin ninguna precisión técnica, ni
conceptual, se dice que nos hallamos ante una regla de derecho; ante una
máxima, aforismo, apotegma o brocardo; ante un principio general; ante una
doctrina jurídica. No se piensa que cada una de estas expresiones
terminológicas tiene su peculiar sentido dentro de la técnica del Derecho y que
el uso de uno o de otro vocablo no es, en manera alguna, indiferente” (Díez-
Picazo 2014: 189).

La doctrina no es uniforme en este punto, pues los autores adhieren


indistintamente a una y otra postura. Así, por ejemplo, para Silvia Díez Sastre
(Díez Sastre, p. 37), el contenido de la doctrina de los actos propios no es propio
de un principio general del derecho pues no contiene un mandato de
optimización. Tampoco lo es de una regla, dice. Para dicha autora se trata de un
aforismo que ha sobrevivido con éxito a lo largo de los siglos sin un anclaje claro
en un ordenamiento jurídico moderno. Su escepticismo llega al punto de
cuestionar su utilidad, pues para ella, probablemente el apego de los juristas por
esta doctrina surja de la apariencia de corrección, a pesar de las serias
dificultades que entraña su aplicación en la práctica.

El problema que subyace al escepticismo de Díez Sastre es que dicha autora


sostiene que con base en la buena fe no se debe doblegar la autonomía de la
voluntad, cuando en realidad, la doctrina de los actos propios no apunta al
objetivo de debilitar dicha autonomía, sino que por el contrario, es una
herramienta adicional para reforzarla y darle credibilidad.

2.13.1 Doctrina de los actos propios como regla de derecho.-

El principal exponente de la la categorización de la doctrina de los actos propios


como regla de derecho es el Profesor Díez-Picazo, quien luego de señalar que
la doctrina de los actos propios no es sostenible como un autónomo principio
general del derecho, añade que sí es “fácilmente viable como derivación
necesaria y concreción inmediata de un principio general universalmente
reconocido: el principio que impone un deber de proceder lealmente en las
relaciones del derecho (buena fe)” (Díez-Picazo 2014: 196).

En la misma línea, Borda señala que la doctrina de los actos propios no


constituye un principio sino una regla de derecho (2017: 50).

María Josefa Méndez Costa, en el prólogo de un trabajo de Borda, coincide con


él al señalar que la teoría de los actos propios constituye una regla de derecho,
derivada del principio general de la buena fe, que sanciona como inadmisible
toda pretensión lícita pero objetivamente contradictoria con respecto al propio

173
comportamiento anterior efectuado por el mismo sujeto, y que esta regla deriva
de la buena fe (Borda 2017: XXII).

Jaramillo es autor de un exhaustivo trabajo sobre la doctrina de los actos propios,


y también asume la posición de que, mientras que actuar de buena fe es un
principio general, la doctrina de los actos propios es una regla derivada de aquél:

“Expresado en términos más concisos, aspirar a romper el cordón


umbilical de los actos propios, del deber de coherencia con la buena fe,
aparte de ser contra natura, es negarse a sí mismo y a sus ancestros […].
Por eso, […] reafirmamos el estrecho y perceptible vínculo reinante entre
ellas, suficiente para entender que cuando se atenta contra la coherencia
comportamental y, de paso, contra la confianza legítima, la buena fe se
ha visto conculcada –directa o reflejamente-, pues no puede entenderse
que obra de buena fe quien erosiona o socava la confianza legítima […]”
(Jaramillo 2014: 123-124).

En el Perú hay dos posiciones que es importante escuchar: la del Maestro


Manuel de la Puente y Lavalle, y la de la Corte Suprema de la República.

Para Manuel de la Puente, la doctrina de los actos propios no tiene carácter de


principio porque la vocación de estos es no admitir excepciones; tampoco cree
que es una regla, porque no ha sido incorporada en el sistema normativo (2003:
354). Sin embargo, cree que es posible invocar fuerza moral a partir de esta
“regla”, dado que la doctrina de los actos propios es una desviación necesaria e
inmediata del principio general de la buena fe (2003: 354).

Otros autores peruanos también adhieren a la tesis de que la doctrina de los


actos propios es una regla de derecho. Así, para Castillo y Sabroso es claro que
se trata de una regla de derecho y que no puede ser considerada principio
general del derecho en la medida en que su aplicación no es universal,
mayoritaria y sin excepciones (Castillo y Sabroso 2017: 17-18).

De otro lado, nuestra Corte Suprema ha tenido oportunidad de abordar este


asunto no solamente para resolver una controversia concreta, sino que a partir
de ella ha dispuesto que la solución brindada a dicho caso guíe el camino de los
jueces peruanos al resolver casos donde se discuta la aplicación de esta
doctrina. En efecto, mediante la Casación N° 1465-2007-Cajamarca, que tiene
el carácter de sentencia de Pleno Casatorio, la Corte Suprema ha señalado que
“La teoría de los actos propios constituye una Regla de Derecho derivada del
principio general de la Buena Fe, que sanciona como inadmisible toda pretensión
lícita pero objetivamente contradictoria con respecto al propio comportamiento
anterior efectuado por el mismo sujeto” [énfasis agregado] (Sentencia del Pleno
Casatorio, fundamento 41).

Sin embargo, otros autores discrepan y consideran que se trata de un principio


del derecho.

174
2.13.2 Doctrina de los actos propios como principio de derecho.-

Revisadas las opiniones antes citadas, es sencillo concluir que la corriente que
califica a la doctrina de los actos propios como principio del derecho, no es
pacífica. Manuel de la Puente admite que la tendencia jurisprudencial en España
es apostar por que es un principio general del derecho, y que en esta línea se
encuentran autores como Abeledo, Robledo y Constantino. Sin embargo, de
inmediato de la Puente discrepa de esta posición (De la Puente 2003: 354), al
igual que René Ortiz (Ortiz 1991: 270).

El hecho que el Tribunal Supremo Español haya calificado a la doctrina de los


actos propios en numerosas sentencias, no exime de críticas a dicha calificación.
Se le acusa de no haber explicado en los fallos las razones por las que se trata
de un principio (Pardo 1991: 54).

Como ya se ha indicado, Luis Díez-Picazo niega también que la doctrina de los


actos propios se trate de un principio general del derecho, aun cuando así sea
caracterizado por los tribunales españoles, a quienes acusa de no haber
prestado suficiente atención a este análisis. Sin perjuicio de ello, añade que el
deber de actuar de buena fe sí es un principio general del derecho, y que las
consecuencias o desviaciones de ese principio, incluyendo el actuar contra los
actos propios, tienen el mismo valor y el mismo alcance que el principio general
del que dimanan (Díez-Picazo 2014: 201). Acá empieza a dibujarse la dificultad
para caracterizar la doctrina bajo análisis: para Díez-Picazo no es un principio,
pero tiene el mismo valor y alcance que el de un principio.

Mientras que para Díez-Picazo, la doctrina de los actos propios tiene el valor de
un principio pero no lo es, Luis María Vives considera que sí es un principio
general del derecho, ya que los principios generales son “grandes criterios
normativos coercibles de la conducta intersubjetiva que provienen de la idea de
justicia o que se obtienen por generalizaciones progresivas y cada vez más
amplias del entero ordenamiento positivo” (citado en Jaramillo 2014: 204).

A igual conclusión ha arribado la Corte Constitucional de Colombia cuando


califica a la doctrina de los actos propios como principio: “es preciso señalar que
la entidad accionada vulneró el derecho al debido proceso de la demandante al
desconocer los principios de buena fe, confianza legítima y respeto del acto
propio” [énfasis agregado]. (Sentencia de la Corte Constitucional T-075 del
2008, citada en Bernal 2010, 258).

2.13.3 La doctrina de los actos propios es un principio de derecho.-

En un trabajo anterior sostuve que la doctrina de los actos propios no llega a la


categoría de principio, sino que se queda en la de regla de derecho, porque
además de admitir excepciones (no siempre la contradicción de la conducta está
proscrita), deriva de un principio de alcance superior (buena fe) y naturalmente
abarca menor cantidad de situaciones (O’Neill 2005: 48). He cambiado de
opinión. Espero ahora contribuir en la fundamentación de por qué la doctrina de
los actos propios puede ser calificada como un principio de derecho.

175
He revisado las explicaciones brindadas por los autores que consideran que la
doctrina de los actos propios es una regla (De la Puente, Castillo, Díez Picazo,
Borda, Jaramillo) y concluyo que los argumentos que plantean no son suficientes
para descartar que constituya un principio de derecho. Ello me obliga a discrepar
del Pleno Casatorio también, por las razones explicadas a continuación.

Podría objetarse la conclusión anterior alegando que el ordenamiento jurídico


reconoce numerosas posibilidades de contradecir legítimamente la propia
conducta; es más, que la premisa o la regla por defecto sobre la que se basa el
Derecho Contractual es precisamente esa; es decir, es posible alterar la
conducta, siempre que ello no vulnere alguna norma expresa o el principio de la
buena fe. En esta línea de razonamiento, difícilmente podría hablarse de un
“principio” basado en la no contradicción cuando la premisa de la libertad es tener
derecho a contradecirse.

Así, el derecho a cambiar de opinión –sin que medie incumplimiento o alguna


otra vicisitud contractual- sería pues la regla, mientras que la invocación de la
doctrina de los actos propios sería la excepción. Esta excepción debe estar
amparada no solamente en un estado mental con el cual el afectado justifica su
propia creencia, sino que debe acreditar que su expectativa está fundada en
razones contundentes y que además, la alteración de la conducta de su
contraparte motivó una actuación que le ocasionó perjuicio.

Tal exigencia configura una señal para incentivar que las partes actúen con
cautela frente a la apariencia. Es decir, una confianza excesiva podría constituir
una suerte de “riesgo moral”, en el sentido que quien confía injustificadamente,
sin tomar las precauciones necesarias para verificar que tenía buenas razones
para hacerlo, podría trasladar el costo de su falta de esfuerzo81. Así por ejemplo,
si quien alega ser afectado por un cambio de conducta no fue lo suficientemente
diligente para verificar que sus expectativas eran razonables, debería ver
bloqueada la posibilidad de alegar con éxito la doctrina de los actos propios.

Es interesante mencionar en este punto el trabajo realizado por Atienza y Ruíz


Manero en “Ilícitos Atípicos”, en el que si bien no se refieren a la doctrina de los
actos propios, sí abordan los temas de abuso de derecho, fraude a la ley y
desviación del poder, a los que califican como ilícitos atípicos. Los autores parten
de la premisa que es ilícito el acto contrario a una norma regulativa de mandato,
y como las normas de mandato pueden ser principios o reglas, también puede
distinguirse entre actos ilícitos según sean contrarios a reglas o a principios. Son
lícitos típicos, plantean Atienza y Ruiz Manero, aquellos que son contrarios a
reglas, mientras que son atípicos los ilícitos contrarios a los principios (Atienza y
Ruíz Manero 2006: 25).

81
Se entiende “riesgo moral” como una conducta oportunista que permite a una parte obtener
beneficios aprovechando la falta de información de la otra parte sobre el comportamiento de
aquélla. El ejemplo típico es el del mercado asegurador, en el que un individuo asegura un bien
sin asumir ningún costo en caso de siniestro. En un caso así, dicho individuo carecería de los
incentivos adecuados para ser precavido, dado que la compañía de seguros no tendría
información de su descuido y a pesar de ello, en caso de un siniestro, obtendría una cobertura
total sin asumir ningún costo. Entonces, un típico mecanismo de reducción del riesgo moral es
la exigencia del pago de un deducible por parte del asegurado.

176
Los ilícitos atípicos se presentan en caso de conductas que invierten el sentido
de una regla: en principio la conducta está permitida, pero en razón de su
oposición a un principio, se determina que es ilícita (Atienza y Ruíz Manero 2006:
27). Precisamente es ello lo que ocurre con la aplicación de la doctrina de los
actos propios.

Es por ello que puede descartarse la primera objeción a su calificación como


principio, objeción sustentada en el hecho que, sobre la base de la autonomía
privada, la contradicción del comportamiento debe ser la regla y su prohibición
la excepción. La respuesta a la objeción es que, cuando el cambio de conducta
–en principio permitido- vulnera una confianza razonable en que la conducta no
variaría, opera el principio en virtud del cual dicha contradicción no debe
permitirse.

La segunda objeción que puede formularse a quienes creemos que la doctrina


de los actos propios es un principio de derecho, es que estamos “movidos más
por la creencia de que sólo los principios de este abolengo, en rigor, tienen
asegurado un rol trascendente, de suerte que si lo apellidan de modo diverso,
perdería linaje, o incluso sonoridad, apreciación de buena fe, reforzada por el
hecho de que si le asignan otro status podría pensarse que se le estaría restando
robustez y entidad” (Jaramillo 2014: 195).

Ese no es mi caso. No creo que la razón para conferir a la doctrina de actos


propios la condición de principio del derecho sea la necesidad de brindarle linaje,
sonoridad o trascendencia. Es más bien a la inversa: dado que la doctrina de los
actos propios es expresión de la confianza razonablemente generada, y que esta
es el sustrato de la interacción humana, ocurre que aquélla es un principio del
derecho. Dicho en otras palabras, lo es porque merece serlo; no porque lo
necesita.

La doctrina de los actos propios es expresión del principio de la buena fe, y es a


su vez un principio basado en la confianza, con el propósito de generar seguridad
jurídica. Recordemos que la función de los principios es facilitar la aplicación de
las normas, o servir para atemperarlas, o integrarlas, o crear nuevas reglas. Solo
así los principios son la esencia del Derecho, si pensamos que este no es una
construcción importada artificialmente por la comunidad, sino el resultado de la
interacción al interior de ella; es un sistema para atender las necesidades de las
personas. Y tanto la buena fe como la protección de la confianza a través de la
doctrina de los actos propios, se ocupan de atender las necesidades de la gente.

En tercer lugar, podría cuestionarse la condición de principio de la doctrina de


los actos propios por el hecho de emanar a su vez de otro principio; el de la
buena fe. Sin embargo, no veo razón alguna para negar que un principio de
Derecho pueda emanar de otro. Negarlo sería una evidencia de una visión
constructivista del Derecho, aquélla que ya he descartado, debido a que esta
objeción parte de una premisa artificial: pensar que por ser la abstracción más
“elevada” de las normas jurídicas, los principios son categorías absolutas.

También se ha criticado la categorización de la doctrina de los actos propios


como principio de derecho, debido a su carácter subsidiario. Su carácter

177
subsidiario no solamente no impide su calificación como principio sino que es
una consecuencia de su calificación como principio. La protección de la
confianza razonable es tan importante para la interacción contractual, que en
aquellas situaciones en las que no pueden operar los remedios por
incumplimiento, puede penetrar la doctrina de los actos propios, llenando así las
rendijas por las cuales pueden filtrarse los comportamientos oportunistas.

Finalmente, también puede cuestionarse su condición de principio con una


quinta objeción: por el hecho que si bien no cabe un pacto general contra la
buena fe, sí es posible excluir ciertas manifestaciones de ese principio, pactando
la posibilidad de contradecir la propia conducta. Así por ejemplo, no son escasos
los acuerdos con los que se prohíbe expresamente invocar la actuación de las
partes durante la ejecución de contrato como mecanismo de interpretación
contractual.

Frente a dicha objeción puede señalarse que si bien el concepto de buena fe


está ganando importancia en el common law, esta noción se ha acuñado con
retraso, en comparación con el Derecho continental. Este retardo no ha sido
óbice para fomentar la interacción a través de la protección de la confianza. Ello
se ha logrado a través de los siglos con el estoppel, que se basa en el deber de
coherencia y en la protección de la confianza.

Tal es la importancia del sustrato que subyace al estoppel, que el common law
no ha necesitado acuñar expresamente la noción de buena fe para brindar
protección frente a la contradicción de la conducta. Lo que ambas figuras tienen
en común es que tanto el estoppel como la doctrina de los actos propios
configuran un mecanismo para exigir coherencia y consistencia en las conductas
que han generado una confianza razonable en otra persona. En ambos casos lo
que se pretende es la protección de la confianza.

Pues bien, si en el caso del estoppel ello se ha logrado sin acudir al principio de
la buena fe, es porque la protección de la confianza es tan importante para la
interacción humana, que no necesita construir el concepto jurídico de buena fe.
Ello abona pues a la tesis por la cual la protección de la confianza –sea a través
del estoppel o a través de la doctrina de los actos propios- es un principio de
derecho.

Ahora bien, este principio de derecho debe aportar una solución a un caso
concreto, lo cual solamente puede ocurrir previa revisión de las circunstancias
de hecho, del pacto y de las normas aplicables.

Cabe preguntarse entonces ¿a qué nos conduce la conclusión según la cual la


doctrina de los actos propios constituye un principio de derecho?

El efecto práctico de la calificación de la doctrina de los actos propios como


principio de derecho es que para determinar la consecuencia del cambio de
conducta de una de las partes hay que remitirse a estándares de conducta que
permitan llevar a cabo la labor de ponderación.

178
El mayor nivel de abstracción de los principios frente a la mayor especificidad de
las reglas nos conduce a la distinción entre la labor de ponderación y de
subsunción a cargo de los jueces, que según Atienza determina la distinción
entre reglas y principios82.

Para el Profesor Schäfer, mientras que una regla distingue de manera clara un
comportamiento legal de otro ilegal, un estándar es una norma jurídica difusa, no
del todo diáfana, que requiere interpretación judicial 83 (Schäfer 2006: 116).

Es este entonces el valor de la calificación de la doctrina de los actos propios


como un principio de derecho (sin perjuicio de que su aplicación concreta dé
lugar a una regla que solucione el caso analizado): la posibilidad de llevar a cabo
un examen caso por caso, tal como se haría cuando median nociones difíciles
de definir de antemano, como “culpa” o “abuso de derecho”, por ejemplo.

La mayor dosis de ponderación a cargo de los jueces, propia de la aplicación de


estándares de comportamiento, da lugar a la calificación de la doctrina de los
actos propios como un principio del derecho, sin que para ello, como ya se ha
mencionado respecto de la buena fe, sea necesaria una formulación legal
expresa.

“Huelga mencionar que la fuerza de esta regla o doctrina, en sí misma, no


estriba en la presencia o existencia de una norma jurídica, o de un
determinado precepto normativo, por cuanto su temple y linaje no
emergen del Derecho positivo, sino de la lógica, en primer término, y de
su conexión con principios generales del Derecho, como la buena fe, en
segundo lugar, fuente de indiscutidos deberes de conducta, entre otros el
apellidado deber de coherencia” (Jaramillo 2010: 48).

82
Alfonso García Figueroa sostiene, no obstante, que el modelo de principios no es incompatible
con el ideal de la subsunción, dado que subsunción y ponderación tienen una recíproca relación
(García Figueroa 1998: 199).
83
Según Schäfer, en países de ingresos bajos es recomendable tener un sistema legal basado
en reglas, que simplifican la actuación y limitan la discrecionalidad de los jueces. Ello porque la
opción entre un sistema de reglas o uno de estándares depende del capital humano con que
cuente el país correspondiente (Schäfer 2006: 114). Se trata de una proposición controversial,
que en mi opinión debe ser matizada con una permanente aspiración a que, independientemente
del desarrollo institucional de los países, estos procuren que sus cortes judiciales estén
preparadas para ponderar adecuadamente los principios a través de la remisión a estándares.
Esto es un desafío, pues como señala Posner, el control del comportamiento mediante una
norma general supone costos de particularizar inicialmente la norma y de revisar las reglas para
adaptarlas a las condiciones cambiantes; Posner añade que una norma específica se volverá
obsoleta con mayor rapidez que una norma general. No obstante, a menudo los beneficios de
particularizar superan a los costos. Esos beneficios se obtienen a tres niveles: en la guía de los
propios tribunales, en la guía de comportamiento de las personas sujetas a la regla y en la guía
de comportamiento de las partes en las disputas reales. La existencia de reglas específicas limita
el alcance y por ende el costo de la búsqueda judicial (Posner 1998: 509-510).
Añade Posner que si una ley no es clara, “los violadores potenciales descontarán el costo de
castigo de la violación no sólo por la probabilidad de ser atrapados, sino también por la
probabilidad significativamente menor que uno de que la ley se considere aplicable a su
conducta. Por tanto, se reducirá el efecto de disuasión de la ley. De igual modo, la vaguedad de
la ley generará un riesgo de que se decida que una conducta legítima la viola” (Posner 1998:510).

179
Ahora bien, la calificación de la doctrina de los actos propios como un principio
de Derecho no excluye que su aplicación concreta dé lugar a una regla que
solucione el caso analizado. Puede sostenerse entonces que la doctrina de los
actos propios es una noción compleja que comprende tanto principios como
reglas. Es un principio que opera de manera subsidiaria y que supone llevar a
cabo una labor de ponderación, pero terminada esta, da lugar a una regla que
soluciona el caso concreto.

Y es que el Derecho, más que un conjunto de normas positivas, “es algo


subyacente que se contiene en diversos principios a partir de los cuales se
aplican las reglas” (Rubio 2008: 88).

En efecto, ante un caso concreto en que se reclama por la variación ilegítima de


una conducta, debe revisarse las circunstancias de hecho, el pacto y las normas
aplicables, y en caso no se encuentre una respuesta clara, deberá ponderarse
los principios para así dar lugar a una regla. Es pues la regla resultante la que
provee la solución al caso concreto, pues como propone Atienza, la distinción
entre reglas y principios solo tiene pleno sentido en el nivel del análisis prima
facie; es decir, antes de analizar minuciosamente los elementos del caso.

En otras palabras, los principios sirven de pauta o criterio para dar lugar a una
regla aplicable a un caso concreto, teniendo en cuenta sus circunstancias
específicas.

No le falta razón a Atienza cuando señala:

“La predilección por los principios frente a las reglas que se atribuye a los
neoconstitucionalistas (más principios que reglas) presupone aceptar una
opción (que también afectaría a los positivistas), entre principios o reglas,
que no es, en mi opinión, otra cosa que una modalidad de la falacia de
falsa oposición. En el Derecho, en nuestros Derechos, no existe ningún
problema de alguna relevancia para cuya solución no se requiera tanto de
principios como de reglas” (Atienza 2017: 138).

Así, “la distinción (entre principios y reglas) tiene un carácter gradual, puesto que
las condiciones de aplicación pueden ser más o menos abiertas o cerradas, de
manera que pueden presentarse perfectamente casos de vaguedad: normas
respecto de las cuales puede ser dudoso si debemos calificarlas como reglas o
como principios” (Atienza 2017: 150).

En otras palabras, los principios no determinan directamente una solución, sino


que sirven de pauta o criterio para dar lugar a una regla aplicable a un caso
concreto, que teniendo en cuenta las circunstancias específicas del caso
concreto, veta una conducta contraria a la buena fe.

Así, bajo esta premisa, podría señalarse que si bien la doctrina de los actos
propios tiene la condición de principio de derecho, para su aplicación a un caso
concreto es necesario que dé lugar a una regla que aborde la situación
específica.

180
Jaramillo adhiere a una noción “ecléctica” de la doctrina de los actos propios, de
modo que, además de calificarla como una regla, admite que tiene también la
condición de “principio jurídico”, aunque no un “principio general” (Jaramillo 2014:
205).

La doctrina de los actos propios es un concepto basado en la confianza, que por


tanto es flexible y se adapta a las circunstancias del caso. El hecho que sea un
principio de derecho genera entonces como ventajas para su aplicación: (i) un
alto margen de adaptabilidad a las circunstancias del caso; (ii) su invocación
aunque no haya un texto normativo que la enuncie expresamente y con
precisión; y, (iii) su aplicación residual en caso no haya ninguna regla que se
adapte con mayor precisión a las circunstancias del caso. Todo esto permite a la
doctrina de los actos propios ocupar las rendijas que el ordenamiento jurídico no
haya cubierto de forma expresa para remediar aquellas situaciones en las cuales
la confianza razonable ha sido traicionada como consecuencia de una
contradicción inaceptable.

Ahora bien, parece contradictorio que tratándose de un principio de derecho y


que por tanto su aplicación deba ser dúctil, al mismo tiempo se exija prolijidad en
la revisión de sus requisitos. Sin embargo, no hay paradoja alguna, pues la
elasticidad de esta doctrina es compatible con la rigurosidad en la revisión de las
circunstancias que motivan su aplicación. Una dosis adecuada de flexibilidad y
de rigor solo puede encontrarse con una cuidadosa revisión de los hechos.

Es precisamente esta combinación de maleabilidad y rigurosidad es lo que ha


hecho de la doctrina de los actos propios o del estoppel, herramientas decisivas
para la solución a los problemas de los comerciantes sobre la base de la lex
mercatoria.

2.14 Ideas finales.-

Creo en una concepción que reconoce al Derecho como el resultado de la


interacción humana y por tanto como “funcional”; no como una “creación” por un
orden superior (el “Derecho Natural” o un orden preconcebido). Ello no excluye
nociones de moralidad, dado que esta es resultante de la interacción humana,
como consecuencia del ejercicio de discernimiento previo a la toma de
decisiones. La noción de moralidad que corresponde a la reducción de la
incertidumbre y la protección de la confianza, es pues la buena fe.

La confianza es crucial para garantizar operaciones contractuales seguras, con


instrumentos jurídicos que incentiven la suscripción de contratos como medio de
generación de bienestar a través del respeto a las promesas realizadas. Es en
este punto que la buena fe cumple un rol fundamental, puesto que es expresión
de la coherencia en el actuar y de la protección de las expectativas razonables
generadas por la conducta de las partes en determinado sentido, las cuales se
ven defraudadas por la contradicción no justificada en el pacto o en la ley.

La buena fe y la necesidad de proteger la confianza razonable corresponden a


un estado psicológico, que asume como natural y razonable actuar en el futuro
sobre la base de lo que ha ocurrido en el pasado. Los sujetos tienen pues el

181
derecho a cambiar de opinión –sin que medie incumplimiento-, de modo que la
invocación de la doctrina de los actos propios debe ser excepcional. Esta
excepción debe estar amparada no solamente en un estado mental con el cual
el afectado justifica su propia creencia, sino que debe acreditar que su
expectativa está fundada en razones contundentes y que además, la alteración
de la conducta de su contraparte motivó una actuación que le ocasionó perjuicio.

Nótese que la exigencia de que la confianza invocada como fuente de la doctrina


de los actos propios sea razonable, se sustenta en la necesidad de balancear la
protección que esta herramienta ofrece a las dos partes involucradas. Así, de un
lado, la doctrina de los actos propios protege a aquel que confió en que el
comportamiento del otro sujeto no se alteraría, pero de otro lado, no basta con
que se produzca un estado mental de confianza para conferir la protección, sino
que es indispensable que dicha confianza sea razonable; es decir, que quien
alteró su conducta haya estado en condiciones de prever que ese cambio podía
afectar las expectativas del otro sujeto.

La manera más equilibrada de balancear la flexibilidad que es propia de la


doctrina de los actos propios por tratarse de un principio de Derecho, con la
seguridad y predictibilidad de los intercambios, es exigir la acreditación de ciertos
presupuestos para que opere. A dichos requisitos y a las consecuencias de su
aplicación me referiré en el capítulo que sigue.

Es el doble filo de la protección conferida por la herramienta de los actos propios


-proteger tanto a quien confía como a quien se contradice- lo que justifica que,
como se dijo al inicio, la “alteridad” es una de las notas esenciales de la justicia
(Bianchi e Iribarne 1984: 856).

182
CAPÍTULO III

DELIMITACIÓN DE LA DOCTRINA DE LOS ACTOS PROPIOS:


REQUISITOS PARA OPERAR Y CONSECUENCIAS DE SU APLICACIÓN

“Mesura, tacto, y suma cautela, son pues virtudes que


el juzgador debe observar, pues reconociendo su
singular magnetismo, la magia que la rodea, el iudex no
se puede dejar envolver o seducir por sus
avasalladores encantos, ante los cuales no debe
rendirse, so pena de esclavizarse y, por ende,
esclavizar la justicia, como quiera que, mal entendida,
mal aplicada, antes que bienhechora, puede
convertirse en una institución erosiva, y
paradójicamente injusta”84.

3.1 Introducción. La doctrina de los actos propios como expresión del


deber de coherencia.-

En el capítulo primero concluí que los tribunales que analizan controversias


comerciales sobre la base de la lex mercatoria reconocen que la doctrina de los
actos propios existe. Esta afirmación, aunque parezca evidente, es importante,
pues más allá de que sea invocada o no correctamente, ninguna de las
decisiones analizadas desestima su aplicación por considerarla inexistente o
inexigible.

Dado que la lex mercatoria es el resultado de la interacción entre los


comerciantes, lo cual coincide con la concepción de Derecho a la que adhiero,
encuentro relevante proseguir este análisis teniendo en cuenta que para resolver
buena parte de los conflictos comerciales se admite la posibilidad de aplicar la
doctrina de los actos propios. Curiosamente, ello ocurre sin que dichas
controversias se deban resolver bajo el mandato de normas estatales
obligatorias sino más bien de “soft law”.

Esto último –que la doctrina de los actos propios se aplique en las controversias
comerciales sin que ninguna norma imperativa lo ordene- es una buena razón
para ser amigable con su aplicación también en controversias cuya ley aplicable
es el propio ordenamiento jurídico formal y no la lex mercatoria. Ello, si
concebimos el Derecho como el resultado de la interacción y no la causa de ella.

En efecto, el punto de partida de este trabajo es una concepción que reconoce


al Derecho como el resultado de la interacción humana y por tanto como
“funcional”; no creo que el Derecho sea una “creación” articulada desde un orden
superior (el “Derecho Natural” o un orden preconcebido). Entender el Derecho
como expresión de las relaciones entre las personas no excluye nociones de

84
(Jaramillo 2014: 400).

183
moralidad, pues las normas morales impuestas en una comunidad son resultado
de la interacción entre sus integrantes. El instrumento jurídico para canalizar la
noción de moralidad en las relaciones contractuales es la buena fe, que,
entendida y aplicada con corrección, sirve para reducir la incertidumbre y
proteger la confianza suscitada entre los sujetos involucrados.

La contradicción en el comportamiento para obtener una ventaja y como


contrapartida ocasionar una desventaja en la otra parte, es una situación frente
a la cual el Derecho puede presentar distintas soluciones. Una de ellas es
calificar a la conducta contradictoria como un incumplimiento. En tal caso podría
concluirse, con meridiana claridad, que el remedio aplicable sería el previsto
contractualmente para ello: intimación en mora, aplicación de penalidades,
resolución por incumplimiento, reclamo por daños y perjuicios, entre otros
mecanismos de satisfacción de los intereses del afectado.

Sin embargo, no en todas las ocasiones puede concluirse que la actuación de


una de las partes de manera contraria a la que razonablemente se hubiera
esperado de ella como consecuencia de su comportamiento anterior, supone la
calificación de tal situación como un incumplimiento del contrato, y a pesar de
ello, sin que medie entonces incumplimiento, la variación del comportamiento
que genera incoherencia, puede ser considerada injusta y no protegible.

Cabe preguntarse qué ocurre en esos casos. ¿Hay algún mecanismo distinto a
los remedios derivados del incumplimiento contractual que sea aplicable? La
buena fe y el deber de coherencia derivado de ella generan que cuando ni el
pacto ni la ley justifican la contradicción de la conducta desplegada por una de
las partes, que hizo confiar razonablemente a la otra que se mantendría el curso
de dicha actuación, se puede usar la doctrina de los actos propios para evitar
que la variación genere una desventaja injusta.

Puede tomarse como ejemplo en este punto, la situación descrita en el capítulo


primero, que dio lugar a soluciones opuestas por parte de un tribunal alemán y
uno español (Díez-Picazo 2014: 254-256). Una finca rústica fue arrendada y se
pactó una renta anual, pagadera en una fecha determinada. El primer año la
renta se pagó puntualmente. En el segundo año, el arrendatario pidió al
arrendador que le permitiese pagar la renta tres meses después de la fecha
inicial, luego de recogida la cosecha. El arrendatario accedió expresamente a la
solicitud. El siguiente y sucesivos años, sin mediar pedido expreso ni respuesta
del arrendador, el arrendatario pagó la renta luego de la cosecha. Finalmente,
varios años después de que esta conducta se hubiera repetido, el arrendador
demandó al arrendatario la resolución del contrato por incumplimiento y la
devolución de la posesión de la finca.

Ambos países compartían similares regulaciones civiles: la fuerza obligatoria de


los contratos, la posibilidad de demandar por desalojo y la obligación de actuar
de buena fe.

Los jueces alemanes desestimaron la demanda y alegaron que la tolerancia de


la repetida impuntualidad en el pago había originado en el arrendatario una
confianza fundada, que en todo caso debió ser liquidada mediante una

184
advertencia por parte del arrendador, lo cual no ocurrió. La advertencia a futuro
no habría supuesto una modificación de la fecha de pago original, sino que
hubiera servido para ratificar que nuevos retrasos no serían tolerados en los
períodos sucesivos. Es decir, la decisión que amparó al arrendatario se sustentó
en la doctrina de los actos propios.

El arrendatario demandado venció sobre la base de la doctrina de los actos


propios, sin que haya habido incumplimiento de su contraparte. En otras
palabras, el arrendador no incumplió su contrato al pretender cobrarle en la fecha
indicada de manera expresa en el documento. Es más, el texto le permitía
reclamar el pago en una fecha determinada. Sin embargo, los hechos generaron
una expectativa protegible: que la fecha de pago estaría acoplada a la fecha de
la cosecha.

La decisión de invocar la doctrina de los actos propios no supone una


modificación de la fecha de pago, de la fecha prevista en el contrato a una fecha
posterior a la cosecha. Es más, estrictamente hablando, si el contrato se
mantiene vigente después del litigio, el arrendatario no podría pretender que en
el futuro el pago se realice después de recogida la cosecha, pues la protección
de su confianza estaría agotada. El pago, en adelante, tendría que hacerse de
acuerdo a los términos originalmente pactados, pues técnicamente no hubo una
modificación contractual.

En efecto, el “acto que se estigmatiza aquí no es la infracción de un deber, el


incumplimiento o la contravención de una obligación, el desconocimiento de un
derecho o la violación de una relación jurídica” (Díez-Picazo 2014: 173), pues en
efecto si ese fuera el caso, los remedios aplicables al incumplimiento de los
contratos quedarían vaciados de contenido.

En buena cuenta, la doctrina de los actos propios, conectada con el principio de


la buena fe y con el deber de coherencia en el actuar, sirve para evitar aquella
desventaja injusta que no califica como incumplimiento, pues si calificara como
tal, no sería necesario invocarla, sino que bastaría con aplicar alguno de los
remedios contractuales derivados de la inejecución de las prestaciones.

Tiene razón entonces Díez-Picazo cuando señala que “[l]a palabra queda
imposibilitada para contrariar los actos, no porque el sujeto haya quedado
vinculado por una voluntad negocial declarada a través de ellos, sino porque
debe responder de las consecuencias de la confianza suscitada. Se requiere que
la coherencia sea exigible conforme a la buena fe, de modo que no pueda
tolerarse la frustración de la confianza suscitada” (Díez-Picazo 2014: 162).

La buena fe y la necesidad de proteger la confianza razonable corresponden a


un estado psicológico, que asume como natural y razonable actuar en el futuro
sobre la base de lo que ha ocurrido en el pasado. Dado que en principio los
sujetos tienen derecho a cambiar de opinión –siempre que no medie
incumplimiento-, la invocación de la doctrina de los actos propios debe ser
cuidadosa, para lo cual se debe acreditar que la expectativa está fundada en
razones contundentes y que, además, la alteración de la conducta de la
contraparte motivó una actuación que ocasionó un perjuicio.

185
Para determinar qué tan amigables podemos ser frente a la doctrina de los actos
propios, en este capítulo presento lo que es necesario acreditar para invocarla
con éxito en un caso concreto, y cuál es la consecuencia de su aplicación. Por
cierto, el grado de apertura y de hostilidad hacia la doctrina de los actos propios
varía entre los autores consultados.

Para llegar a este punto, ha sido indispensable que en los capítulos anteriores
se haya sido expuesto la doctrina de los actos propios con una óptica histórica,
con sensibilidad por lo que de ella piensan las cortes comerciales bajo la lex
mercatoria, y partiendo de una concepción del Derecho que confiere importancia
a los principios por su carácter flexible y adaptativo. Esta triple perspectiva,
histórica, filosófica y práctica, es el andamiaje conceptual necesario para
responder a la pregunta de qué es y para qué sirve la doctrina de los actos
propios en el Derecho Contractual peruano.

3.2 Normas que reconocen el deber de coherencia.-

La doctrina de los actos propios es una manifestación de la necesidad de


proteger la confianza suscitada en el marco de una relación jurídica. Esa
necesidad de protección es inherente a diversas normas que el Derecho Civil ha
previsto para resolver conflictos derivados de la falta de coincidencia entre la
realidad y lo que se dice de ella. Como consecuencia de lo anterior, el deber de
coherencia y protección de la confianza, que dan sustento a la doctrina de los
actos propios, opera a dos niveles.

En un primer nivel, existen normas que recogen soluciones precisas para los
casos en los que una parte no cumple su deber de coherencia y pretende
traicionar la confianza generada por su comportamiento. Haciendo un trabajo de
subsunción, se insertan los hechos en el supuesto previsto y se genera una
consecuencia prevista por la norma. El rol de la ponderación es pues limitado.

En un segundo nivel, la doctrina de los actos propios opera por sí misma, con los
requisitos y consecuencias que son materia de este trabajo. En este segundo
nivel, la doctrina de los actos propios da lugar a un camino independiente para
cuestionar la incoherencia en el actuar. Es decir, sin que se haya establecido
normativamente una regla específica en la cual encuadrar los hechos, puede
invocarse la doctrina de los actos propios para detener una conducta
contradictoria con otra anterior que generó confianza en que la primera conducta
se mantendría. Su condición de principio de derecho es consistente con la
operación de la doctrina de los actos propios en este segundo nivel, pues la
actividad de ponderación es esencial para determinar su aplicación.

Antes de presentar cómo funciona la doctrina de los actos propios en el segundo


nivel de operación del deber de coherencia, a continuación se mencionan
algunas reglas recogidas en el ordenamiento jurídico que se inspiran en el mismo
deber de comportarse de manera coherente. Estas normas revelan que, a pesar
de regular situaciones diversas, están conectadas por el mismo hilo conductor:
la necesidad de proteger la confianza suscitada por las señales que emite el
comportamiento.

186
3.2.1 Primer nivel.- reglas que llevan implícito el deber de coherencia.-

La protección de la confianza razonable opera como sustento de aquellas reglas


que, en caso de conflicto entre intereses protegibles, le dan prioridad al sujeto
que podría sufrir una desventaja si su contraparte actúa de modo inconsistente
con un compromiso previo. En este primer nivel, la discusión sobre los alcances
de la doctrina de los actos propios puede calificarse hasta de irrelevante en
términos prácticos, pues el conflicto se resuelve de acuerdo con lo que
establezca la norma correspondiente.

Usemos nuevamente el ejemplo del contrato de arrendamiento de finca rústica


mencionado en el capítulo primero, en el cual se había previsto una fecha de
pago fija, pero en los años sucesivos el arrendatario pagó, sin que el arrendador
haya reclamado, luego de recogida la cosecha85. Recuérdese que para las cortes
alemanas el arrendatario tenía razón al pretender pagar luego de la cosecha,
mientras que para las cortes españolas el arrendador tenía derecho a que se le
pague en la fecha prevista en el contrato.

Si se quisiera asumir la defensa del arrendatario, una posibilidad sería alegar


que, en realidad, la voluntad de las partes fue modificar tácitamente la fecha de
pago, de modo que en lugar de que la renta deba pagarse en un momento
preciso como se previó en el contrato, con su conducta las partes aceptaron que
el pago de la renta estaba asociado al momento de la cosecha. Desde luego,
para asumir esta posición con solidez debería acreditarse, a partir de la
correspondencia entre las partes, por ejemplo, que fue voluntad de estas
modificar la fecha de pago por todo el plazo restante del contrato.

En el ejemplo anterior, el arrendatario no necesitaría invocar la doctrina de los


actos propios, pues le bastaría con alegar que el contrato fue modificado para
que el pago de la renta esté asociado al momento de la cosecha, y que por tanto
la contradicción en la conducta del arrendador era en el fondo un incumplimiento
del contrato.

En este primer nivel operan las reglas que comparten con la doctrina de los actos
propios el mismo sustento. De hecho, las reglas que fijan consecuencias al
incumplimiento, desde el pago de intereses hasta la resolución del contrato, se
inspiran en la necesidad de proteger la confianza a la que recíprocamente se
obligaron las partes. Como la doctrina de los actos propios, en el fondo lo que
estas normas sancionan es la vulneración de la confianza generada por la
palabra empeñada.

85
El primer año la renta se pagó puntualmente. En el segundo año, el arrendatario pidió al
arrendador que le permitiese pagar la renta tres meses después de la fecha inicial, luego de
recogida la cosecha. El arrendatario accedió expresamente a la solicitud. El siguiente y sucesivos
años, sin mediar pedido expreso ni respuesta del arrendador, el arrendatario pagó la renta luego
de la cosecha. Finalmente, varios años después de que esta conducta se haya repetido, el
arrendador demandó al arrendatario la resolución del contrato por incumplimiento y la devolución
de la posesión de la finca.

187
En tales casos no hay necesidad de invocar la doctrina de los actos propios,
pues basta con insertar los hechos del caso en el supuesto contemplado en la
norma –incumplimiento del contrato- para luego aplicar sus consecuencias,
como el pago de intereses, por ejemplo.

Ello es así porque hay reglas específicas contenidas en el Código Civil que
comparten con la doctrina de los actos propios el mismo sustento, de modo que
es innecesario invocarla. En el ejemplo anterior, son las normas que señalan que
los contratos son obligatorios y que establecen los efectos de las obligaciones86.

Hay otros ejemplos de reglas que se inspiran en la protección de la confianza


razonable, que es el sustento de la doctrina de los actos propios, y que por tanto
se encuentran en el primer nivel. Así, el artículo 194 del Código Civil señala que
la simulación no puede ser opuesta por las partes ni por los terceros perjudicados
a quien de buena fe y a título oneroso haya adquirido derechos de titular
aparente87. Por ejemplo, si A y B celebran un contrato de transferencia por el que
el primero vende al segundo un vehículo, pero dicho contrato es absolutamente
simulado, en caso que a su vez B hubiese vendido el mismo vehículo a C, este
último se encuentra protegido, pues la nulidad de la primera venta no le es
oponible, incluso si no mediara registro y protección al amparo del artículo 2014
del Código Civil88.

El legislador ha preferido proteger a los terceros que adquirieron derechos sobre


la base del contrato anterior, que “aparentemente” le confirió título al
transferente. Nótese que la simulación absoluta genera nulidad, y que esta no
puede convalidarse por tratarse del vicio más severo del Derecho Civil, razón por
la cual, en principio, el tercero de buena fe no tendría que ser protegido, pues su
transferente carecería de título.

Sin embargo, el legislador decidió protegerlo pues la simulación tiene como


requisito esencial para que se produzca, la existencia de un acuerdo simulatorio

86
De manera equivocada, un sector de la doctrina asocia la idea de la doctrina de los actos
propios al cumplimiento de las obligaciones, limitando su campo de acción al terreno negocial.
Así, se ha señalado que “el propósito de la regla es mantener la relación jurídica como fue creada,
no permitiendo su voluntaria contravención” y que por tanto “la teoría de los actos propios es la
teoría de la fuerza de obligar en materia de obligaciones”. López de Haro, RDP. Citado por Díez-
Picazo, p. 171. Como es evidente, en su primer nivel de operación los valores que subyacen a
la doctrina de los actos propios inspiran también a las normas que consagran la fuerza obligatoria
del contrato. Sin embargo, en este nivel la doctrina de los actos propios carece de utilidad
práctica, pues no es necesario invocarla para proteger los intereses afectados con el
incumplimiento. Como se verá más adelante, la doctrina de los actos propios sí puede ofrecer un
aporte a la solución de problemas prácticos cuando opera en un segundo nivel, con mayor
autonomía.
87
Es curioso que (salvo el artículo 2014, también basado en la apariencia generada por el
registro) esta sea la única norma que, frente a actos jurídicos nulos, y que por tanto no pueden
ser convalidados, protege a los terceros subadquirentes de buena fe.
88
“Artículo 2014.- El tercero que de buena fe adquiere a título oneroso algún derecho de persona
que en el registro aparece con facultades para otorgarlo, mantiene su adquisición una vez inscrito
su derecho, aunque después se anule, rescinda o resuelva el del otorgante por virtud de causas
que no consten en los registros públicos.
La buena fe del tercero se presume mientras no se pruebe que conocía la inexactitud del
registro”.

188
del que son parte los mismos sujetos que celebraron el contrato simulado. Así,
si son ellos los que deliberadamente generaron una apariencia que indujo a un
tercero a adquirir del titular aparente, en el balance de intereses protegibles es
mejor atender a quien actuó sobre la base de la confianza, aun si eso supone en
los hechos una suerte de convalidación de un acto nulo por ser simulado.

Hay más ejemplos de reglas que comparten el mismo sustento que la doctrina
de los actos propios, de modo que hacen innecesaria su invocación. El artículo
152 del Código Civil dispone que la revocación de la representación debe
comunicarse también a quienes intervengan o tengan interés en el negocio
jurídico. En caso que se comunique solamente al representante, no podrá ser
opuesta a terceros que hayan contratado ignorando la revocación, a menos que
esta haya sido inscrita, quedando a salvo los derechos del representado contra
el representante.

Si A confiere a B un poder de representación, pero luego lo revoca sin haber


inscrito la revocación o sin haber informado a C, que era el futuro contratante, A
se verá obligado frente a C por el acto realizado por B, sin perjuicio de reclamarle
por los daños generados. Esta norma comparte el fundamento de la doctrina de
los actos propios, pues es una regla que protege la confianza. Sin embargo, en
caso de una eventual negativa de A a cumplir con su obligación, C no necesita
invocar la doctrina de los actos propios, sino el artículo 152 del Código Civil 89.

Tampoco puede protegerse a quien impide de mala fe el cumplimiento de la


condición cuando su realización no le sea conveniente, en cuyo caso la condición
se entiende cumplida. Así lo dispone el artículo 176 del Código Civil 90. Por
ejemplo, si A se obligó a transferir a B acciones de una compañía en caso una
autoridad administrativa emita la autorización necesaria para operar, se
entenderá cumplida la condición, aunque la autorización no haya sido emitida,
en caso que A hubiera entorpecido el trámite con el propósito que no se emita.

Otra regla que rechaza las conductas incoherentes es el artículo 226 del Código
Civil, según el cual, “Cuando hubiere más de un sujeto que integre la misma
parte, la capacidad de ejercicio restringida del artículo 44 de uno de ellos no
puede ser invocada por la otra parte que integre la misma parte, salvo cuando
es indivisible la prestación o su objeto”91. Así, por ejemplo, si A y B se obligan
frente a C a adquirir un bien determinado y B tiene restringida su capacidad de
ejercicio, A no podrá invocar esta circunstancia frente a C para cuestionar la

89
“Artículo 152.- La revocación debe comunicarse también a cuantos intervengan o sean
interesados en el acto jurídico.
La revocación comunicada sólo al representante no puede ser opuesta a terceros que han
contratado ignorando esa revocación, a menos que esta haya sido inscrita.
Quedan a salvo los derechos del representado contra el representante”.
90
“Artículo 176.- Si se impidiese de mala fe el cumplimiento de la condición por la parte en cuyo
detrimento habría de realizarse, se considerará cumplida. Al contrario, se considerará no
cumplida, si se ha llevado a efecto de mala fe por la parte a quien aproveche tal cumplimiento”.
91
Este artículo fue modificado por el Decreto Legislativo Nº 1384. Con una redacción difícil de
comprender, el artículo 226 anterior señalaba que “La incapacidad de una de las partes no puede
ser invocada por la otra, en su propio beneficio, salvo cuando es indivisible, el objeto del derecho
de la obligación”.

189
validez del contrato. De nuevo, es incoherente obligarse conjuntamente con una
persona para luego evadir la responsabilidad alegando restricciones a la
capacidad de ejercicio del co-contratante.

Hay más reglas que obligan a ser coherentes. El artículo 181 indica en qué
circunstancias el deudor pierde el derecho a utilizar el plazo. El numeral 2 señala
que ello ocurre cuando las garantías disminuyen por acto propio del deudor. Esta
regla es muy interesante, pues deja un espacio para la discusión de qué “acto
propio” del deudor que genere una disminución de las garantías puede conducir
a la pérdida de su derecho al plazo.

Así, por ejemplo, si el deudor hubiese dado en garantía acciones emitidas por
una sociedad de la que además de accionista es director o gerente, y si el valor
de las acciones disminuyera por mala gestión, podría intentar alegarse, bajo
determinadas circunstancias, que un “acto propio” del deudor –mala gestión-
ocasionó la disminución de las garantías y por tanto la pérdida del plazo. No es
el propósito de este trabajo profundizar en la aplicación correcta de la norma,
pero lo que sí puede sostenerse es que la regla allí establecida, qué duda cabe,
comparte el espíritu que subyace a la doctrina de los actos propios.

El artículo 231 del Código Civil señala que “El acto queda también confirmado si
la parte a quien correspondía la acción de anulación conociendo la causal, lo
hubiese ejecutado en forma parcial o total, si existen hechos que
inequívocamente pongan de manifiesto la intención de renunciar a la acción de
anulabilidad”. Esta regla complementa a aquella que permite confirmar los
negocios jurídicos anulables, reconociendo la confirmación expresa con la propia
conducta.

Si A indujo a B a error, B no puede pretender la anulación del contrato si, luego


de advertido el error, ejecuta una de las prestaciones a su cargo. Ello sería
incoherente y contradictorio con su propia conducta, pero en tal caso, A no
necesitaría invocar la doctrina de los actos propios, pues hay una regla que
califica la conducta de B como una renuncia a su derecho de pedir la anulación
del contrato.

Otra regla inspirada en el deber de coherencia es el artículo 1275 del Código


Civil, según el cual “No hay repetición de lo pagado en virtud de deuda prescrita,
o para cumplir deberes morales o de solidaridad social o para obtener un fin
inmoral o ilícito […]”. Si A le debe a B una suma de dinero, pero ha prescrito el
plazo para el cobro, A sigue manteniendo una deuda, aunque B no esté
legitimado para cobrarla. Si A paga a pesar de la prescripción, la razón por la
que no tiene derecho a recuperar lo pagado es porque el derecho de B no se ha
extinguido. Se trata entonces del mismo deber de coherencia emanado de los
contratos.

Otra regla contenida en la norma citada es que no hay derecho a repetir lo que
se pagó para obtener un fin inmoral o ilícito. Imaginemos que A paga a B una
cantidad de dinero para que B soborne a C con el propósito de que este celebre
un contrato con A. El acuerdo entre A y B es ilícito, y la consecuencia de ello
tendría en principio que ser la restitución de las prestaciones derivada de la

190
nulidad, pero lo que dispone el artículo 1275 es que A no tiene derecho a la
restitución. No hay expectativa ni confianza protegible en A que justifique una
devolución de lo pagado.

La vinculación con la doctrina de los actos propios es todavía mayor en el artículo


1524 del Código Civil, según el cual el transferente en una compraventa está
obligado al saneamiento por hecho propio que disminuye el valor del bien, lo
hace inútil para la finalidad de su adquisición, o reduce sus cualidades para ese
efecto.

“La fundamentación del saneamiento por hecho propio del transferente en la


doctrina de los actos propios justifica que esta doctrina haya cobrado, en este
aspecto, aplicación legislativa al ser incorporada a nuestro ordenamiento legal a
través de la regulación de dicho saneamiento como una institución que cubre
todo el actuar del transferente, en el sentido que no se limita a los casos de
evicción, sino que comprende, además, todos sus hechos personales” (De la
Puente 2003: 360).

Por cierto, podría replicarse que no siempre el ordenamiento jurídico condena la


contradicción, sino que expresamente la permite. Así, por ejemplo, de acuerdo
con el artículo 1384 del Código Civil, la oferta deja de ser obligatoria si antes o
simultáneamente con su recepción llega a conocimiento del destinatario la
declaración del oferente en el sentido que puede revocarla en cualquier momento
antes de su aceptación. Algo parecido ocurre con las arras de retractación
previstas en el artículo 1480 del Código Civil, que permiten a las partes cambiar
de opinión, pero asumiendo un costo por ello92.

No hay razón para sorprenderse por ello, porque el ejercicio de la libertad está
acompañado de la posibilidad de cambiar de opinión. El hilo conductor de las
normas que no toleran la contradicción es que el comportamiento inicial ha
generado confianza razonable en las propias partes o en terceros, que debe ser
protegida. De allí que la norma citada en el párrafo anterior permita el retiro de
la oferta siempre que no hubiese llegado a conocimiento del destinatario. No hay
confianza o expectativa que proteger, de modo que es posible contradecirse.

La intolerancia a la contradicción también opera fuera del espacio contractual.


Así, por ejemplo, el artículo 285 del Código Civil señala que el matrimonio
invalidado produce los efectos de un matrimonio válido disuelto por divorcio,
frente a los terceros que hubieran actuado de buena fe. Una vez más, el
legislador civil ha tomado la decisión de priorizar la confianza de los terceros
frente a la realidad jurídica. Así, se tiene por válida una relación conyugal y por
tanto el consiguiente divorcio, cuando en realidad el matrimonio nunca tuvo
validez y por tanto no debió producir efectos. Esto puede ser sumamente
relevante si, por ejemplo, el divorcio generó una liquidación patrimonial que
pretende cuestionarse.

Otro ejemplo que revela que el sustento de la doctrina de los actos propios

92
“Artículo 1480.- La entrega de las arras de retractación sólo es válida en los contratos
preparatorios y concede a las partes el derecho de retractarse de ellos”.

191
subyace a distintas reglas específicas adoptadas para proteger la confianza
suscitada por la apariencia, también fuera del ámbito contractual, es el primer
párrafo del artículo 944 del Código Civil, según el cual, cuando con una
edificación se ha invadido parcialmente y de buena fe el suelo de la propiedad
vecina sin que el dueño de esta se haya opuesto, el propietario del edificio
adquiere el terreno ocupado, pagando su valor, salvo que destruya lo construido.
La regla es equitativa, pues obligar al invasor a destruir lo construido implicaría
pasar por alto la omisión del propietario afectado, y de otro lado, mantener la
edificación sin pagar por el terreno invadido sería confiscatorio.

Lo que las normas antes citadas revelan es que el deber de actuar


coherentemente no solamente tiene fundamento en el principio de la buena fe,
sino que además tiene racionalidad económica.

“[…] donde radica el fundamento o soporte económico más saliente de la


protección de la coherencia conductual, en adición de la preservación de la
confianza de los actores y agentes económicos, es en el tema relativo a los
costos: la coherencia comportamental, expresado en términos realistas, es
sustancialmente menos costosa que la incoherencia y, en esa medida,
económicamente se alcanza una mayor y sostenida eficiencia. Al fin y al cabo,
los comportamientos abruptos, sorpresivos y contradictorios, minan la confianza
e incrementan las erogaciones asociadas a cada actividad. La coherencia, por el
contrario, estimula las relaciones, mitiga la necesidad de adoptar ciertas
precauciones adicionales y reduce la aversión, con lo cual, naturalmente, se
reducen costos y se aumentan utilidades. De hecho, como se anticipó, la propia
medición econométrica, devela que la incoherencia es más costosa que la
coherencia, lo cual, entre otras proyecciones más, no solamente se irradia en el
ámbito microeconómico, sino también en el macroeconómico” (Jaramillo 2014:
84).

Como puede apreciarse, en este primer nivel de análisis, el sustento de la


doctrina de los actos propios –la protección de la confianza razonable- subyace
a diversas normas que en caso de conflicto dan prioridad a quien podría sufrir
una desventaja como consecuencia de que su contraparte actúa de forma
inconsistente con su conducta previa. Presentado el supuesto de hecho de la
norma, puede exigirse su consecuencia, sin tener que invocar la doctrina de los
actos propios.

Por ejemplo, quien contrata por error no puede alegar la invalidez del contrato si
con su conducta lo ha confirmado93. En tal caso no necesita alegar la doctrina
de los actos propios, sino la regla específica que así lo determina, que por cierto
se sustenta también en el deber de coherencia.

Ahora bien, el deber de coherencia puede plantearse en un segundo nivel de


análisis, pues una parte puede contradecirse o ser incoherente sin violar aquello
a lo que se comprometió expresamente o sin vulnerar una regla específica. De
ahí la importancia de distinguir, aunque estén conectados, el deber de
coherencia de la fuerza obligatoria del contrato, pues mientras esta última

93
“Artículo 230.- Salvo el derecho de tercero, el acto anulable puede ser confirmado por la parte
a quien corresponda la acción de anulación, mediante instrumento que contenga la mención del
acto que se quiere confirmar, la causal de anulabilidad y la manifestación expresa en contrario”.

192
constriñe a las partes a ser fieles a su compromiso, el primero obliga a las partes
a ser fieles con ellas mismas y a tener constancia y uniformidad en su
comportamiento, para no defraudar a quienes hayan confiado en el
mantenimiento de dicha situación (Bernal 2013, pp. 83-84).

3.2.2 Segundo nivel.- el deber de coherencia en la doctrina de los actos


propios.-

Como ya se ha dicho, la doctrina de los actos propios debe aplicarse sin invocar
una infracción contractual directa. Y ello es así porque no deriva de la fuerza
obligatoria de los contratos, sino que comparte con ellos una fuente común: el
deber de coherencia del comportamiento para no frustrar las expectativas
razonables generadas en otras personas.

Ambos, tanto la doctrina de los actos propios como el principio de obligatoriedad


de los contratos, son inhibidores de las conductas contradictorias, pero cada uno
genera ese efecto dentro de su propio marco de acción.

Esta investigación se concentra en el estudio de la doctrina de los actos propios


en un segundo nivel, aquel en el cual opera como remedio frente a una situación
para la cual no existe norma positiva que prevea una solución específica. Es
decir, la doctrina de los actos propios opera en caso que un sujeto sufra una
desventaja como consecuencia de que su contraparte actúa de manera
inconsistente con su conducta previa y pretende obtener una ventaja a partir de
ello, lo cual es contrario al principio de la buena fe94.

Ahora bien, el deber de coherencia no es absoluto, pues es exigible mientras sea


razonable. De allí que el deber de coherencia no excluya la posibilidad de
cambiar de opinión, aunque sí la limite, al exigir que se tenga en cuenta la
confianza legítima que se hubiese generado. Por eso, el ordenamiento jurídico
permite los cambios de comportamiento de una parte en la medida que no se
lesione la confianza depositada en la otra, o que en todo caso se asuma los
costos por ello (por ejemplo, la revocación de la oferta o las arras de retractación,
respectivamente).

Es en este segundo nivel donde se presentan los problemas de mayor


complejidad, y donde se cuestiona tanto la posibilidad de aplicarla como los
alcances de la aplicación.

Puede notarse en este punto la conexión con las conclusiones alcanzadas al


analizar la doctrina de los actos propios de cara a la lex mercatoria, pues las
cortes invocan con soltura su aplicación independientemente de lo que
dispongan los ordenamientos jurídicos de las partes de las controversias, de
modo que la doctrina de los actos propios opera como una suerte de comodín,
que se adapta a situaciones de hecho de la más diversa índole. Así, lo que se
“escapa” del Derecho positivo se resuelve por la vía de la doctrina de los actos
propios.

94
Según Bernal (2013: 84), algunos autores franceses separan la buena fe del deber de
coherencia; sin embargo, ambas figuras son indesligables, pues el deber de coherencia es un
deber colateral de conducta derivado de la buena fe.

193
Ahora bien, es importante fijarle límites para evitar la pérdida de predictibilidad y
de seguridad jurídica. Para ello no solamente es necesario recordar que la
doctrina de los actos propios opera de manera excepcional, sino que debe fijarse
con la mayor precisión posible –a pesar de su ductilidad- cuáles son los
requisitos para que opere, cuáles son sus consecuencias, y sobre todo, de qué
figuras se distingue. Es decir, tan importante como saber qué es la doctrina de
los actos propios, es saber qué no es esta útil herramienta jurídica. “Se trata de
una idea simple: nadie puede variar de comportamiento injustificadamente
cuando ha generado en otros una expectativa de comportamiento futuro” (López
Mesa 2009: 191).

La idea parece simple, pero su aplicación práctica no lo es. La contradicción es


humana, y esa es la premisa de la libertad. De ahí que la aplicación de la doctrina
de los actos propios, como ocurre con la teoría del error, no sea tarea sencilla. A
continuación, se verá cuáles son los requisitos necesarios para que opere.

3.3 Presupuestos para la aplicación de la doctrina de los actos propios.-

Los presupuestos para que opere la doctrina de los actos propios son tres. En
primer lugar, una conducta desplegada por un sujeto en el marco de una relación
jurídica, que sea relevante, inequívoca y objetiva. En segundo lugar, una
conducta posterior contradictoria con la primera. En tercer lugar, que los sujetos
involucrados en ambos momentos sean los mismos. La clave para determinar la
posible invocación de la doctrina de los actos propios es la generación de
confianza razonable en el sujeto pasivo de la conducta, en que el primer
comportamiento se mantendría en el tiempo.

3.3.1 Conducta relevante, inequívoca y objetiva.-

La doctrina es unánime al indicar que el primer elemento para la aplicación de la


doctrina de los actos propios es la existencia de una conducta con relevancia
jurídica que haya generado confianza razonable en que se mantendría en el
tiempo. Debe tratarse de una conducta relevante, pertinente, idónea, en otras
palabras, calificada para influir en el entendimiento de otra persona. Este
requisito es indispensable, pues sin una conducta anterior o previa no puede
producirse un acto posterior incoherente o contradictorio.

Para concluir en qué casos es posible dotar a la conducta previa de la aptitud de


generar confianza y por tanto permitir al afectado con la contradicción invocar la
doctrina de los actos propios, es necesario tomar posición sobre qué estándar
de buena fe debe aplicarse. En otras palabras, para decidir si la conducta
relevante que es contradicha es idónea para generar confianza protegible, debe
optarse por un estándar de buena fe subjetiva o por uno de buena fe objetiva.
He optado por lo segundo.

3.3.1.1 Conducta vinculante bajo el prisma de la buena fe objetiva:

Estimo como Jaramillo que la conducta “debe ser valorada desde un ángulo
esencialmente objetivo, carente de toda coloración subjetiva, vale decir que la

194
intentio de que quien la ejecuta (actor o emisor), no desempeña un rol especial,
toda vez que lo decisivo, más allá de que exista intencionalidad, es el hecho
concreto que la confianza suscitada en el destinatario a raíz de la citada conducta
inicial, detonante de la protección que brinda el ordenamiento […]” (Jaramillo
2014: 334).

Como se señaló en el capítulo primero de este trabajo, la buena fe objetiva es


un patrón de referencia que consiste en un parámetro flexible, cuya
determinación concreta queda a discreción de las partes, y a falta de acuerdo,
del juez. Por su lado, la buena fe subjetiva o buena fe-creencia alude al estado
de ánimo de quien está persuadido de ejercer de manera legítima un derecho
propio, sin lesionar un derecho ajeno.

La buena fe objetivamente considerada es pues un estándar jurídico, un modelo


de conducta social, una conducta considerada socialmente como arquetipo.

En tal sentido, si la finalidad de la doctrina de los actos propios es repudiar las


conductas que vulneran la confianza razonable generada por el propio
comportamiento, quien alega el cambio de conducta en perjuicio suyo debe
sustentar precisamente por qué es razonable sostener que su confianza fue
traicionada. No le basta invocar un estado psicológico que le generó una
ferviente expectativa, sino que tiene la carga de probar en qué medida se le dio
a entender que la contraparte actuaría de una forma concreta, y en qué medida
es razonable esperar que otra persona, en sus circunstancias, hubiera esperado
lo mismo, para lo cual será necesario un estándar de buena fe objetiva.

A la misma conclusión llega Héctor Mairal:

“El fundamento de la doctrina de los actos propios parece así bifurcado. Por una
parte, se invocan en su apoyo los principios de buena fe, lealtad y probidad,
poniendo así de resalto consideraciones valorativas que parecerían enfocar la
intención de las partes. Por la otra, se sostiene que la conducta produce efectos
independientemente de la intención del actor, ya que debe protegerse la
confianza que los terceros puedan haber depositado en la apariencia creada por
tal conducta: de allí la necesidad de hablar, en estos casos, de buena fe objetiva
[…]” (Mairal 1988: 14).

Sin embargo, no hay coincidencia absoluta sobre este asunto en la doctrina. De


hecho, para Manuel de la Puente, la doctrina de los actos propios cabe en la
concepción subjetiva de la buena fe, “pues quien ha tenido una conducta anterior
jurídicamente relevante y eficaz debe, por un lado, adecuar su conducta posterior
a la observada anteriormente y, por otro lado, crea en la contraparte la confianza
de que continuará conduciéndose de la misma manera, salvo que las
circunstancias cambien” (de la Puente 2003: 357).

En el fondo, esas razones pueden ser invocadas para sostener la posición


contraria y concluir que la perspectiva de buena fe es la objetiva. De hecho, este
estándar exige que, de un lado, la conducta posterior se adecúe a la anterior, y
que se haya creado confianza en la contraparte de que se actuará de la misma
manera, como propone de la Puente.

195
Usemos una vez más el ejemplo del arrendatario de la finca, que según las cortes
alemanas permitía invocar la doctrina de los actos propios para amparar el pago
de la renta anual en la época de la cosecha y no en la fecha precisa establecida
en el contrato. En el ejemplo que ya se ha explicado, lo relevante no es analizar
si la reiterada anuencia del arrendador a que se le pague una vez que el
arrendatario percibiera los fondos provenientes del aprovechamiento de la
cosecha, generó confianza en el arrendatario de que su contraparte mantendría
la misma posición en el futuro, sino que lo pertinente es analizar si cualquier
persona razonable, en sus circunstancias, habría pensado lo mismo. Es en este
punto donde se encuentra la importancia de definir si el estándar de buena fe es
objetivo o subjetivo.

El hecho que el estándar de buena fe sea objetivo conduce a dos resultados. De


un lado, la expectativa de la parte afectada por el cambio de conducta debe ser
compartida por cualquier persona razonable en las mismas circunstancias. De
otro lado, no es relevante la intención de quien cambió de opinión.

Así, en el ejemplo del arrendamiento de la finca, bajo un estándar de buena fe


debe verificarse si una persona razonable, en las circunstancias del arrendatario,
habría tenido buenas razones para confiar en que el pago de la renta seguiría
vinculado al momento de la cosecha, a pesar de que el contrato previó una fecha
diferente.

Propongo entonces que el punto de referencia en el análisis de la doctrina de los


actos propios bajo un estándar de buena fe objetiva no sea solo la parte que
cambia de conducta, sino también la parte que confió en que no cambiaría.
Desde luego, este análisis debe efectuarse a partir de un estándar abstracto y
no concreto; es decir, al determinar si el sujeto pasivo de la conducta tenía
razones para confiar en que se mantendría en el tiempo, se debe emplear un
estándar de razonabilidad.

El hecho que la contradicción haya sido deliberada o incluso dolosa es


irrelevante para determinar la aplicabilidad de la doctrina; puede serlo, en todo
caso, para un eventual análisis de daños. Es más, la conducta puede ser
vinculante, aunque no haya voluntad sobre sus consecuencias, las cuales
debieron preverse o conocerse por el protagonista del comportamiento repetido,
bajo un estándar abstracto de razonabilidad.

Por el contrario, poner el acento en el análisis en la contraparte, es decir, en el


afectado por la alteración del comportamiento, permite deslindar la ingenuidad o
incluso el aprovechamiento -lo que es inaceptable- de una verdadera y razonable
expectativa en que la conducta primigenia se mantendría.

Así, el estándar objetivo no sirve para analizar si el sujeto que cambió de


comportamiento actuó o no deliberadamente, pues ello es irrelevante a efectos
de determinar si es aplicable la doctrina de los actos propios (en todo caso,
podría ser relevante para definir un asunto de daños). Lo significativo es procurar
que la confianza de la contraparte sea protegida. Y para saber si debe serlo,
dicha confianza debe responder a un estándar objetivo de buena fe, que nos

196
permita concluir que otra persona razonable, en sus circunstancias, hubiera
esperado lo mismo.

Como consecuencia de lo anterior, haya habido o no mala intención de quien


altera la conducta, lo pertinente para analizar si es aplicable la doctrina de los
actos propios es que la contraparte haya confiado razonablemente en que el
comportamiento inicial se mantendría, bajo un estándar de buena fe objetiva.
Sostener lo contrario generaría incentivos para el descuido y la inseguridad
jurídica, y lo que es peor, comprometería las bases filosóficas del Derecho
Contractual, que es la libertad, la libertad incluso para contradecirse.

Manteniendo el eje del análisis en la parte afectada por el cambio de conducta y


no en quien la cambia, como propongo en los párrafos anteriores, se podría
intentar sostener que la buena fe subjetiva juega un rol en la doctrina de los actos
propios. De hecho, así lo ha hecho Salah Abusleme al decir que:

“[…] [L]a única función razonable que la buena fe subjetiva puede tener en la
aplicación de esta doctrina aparece como la de desechar aquellos casos en que
ha existido mala fe de quien pretende invocarlas en su beneficio. Como lo señala
Ducci, la protección de la buena fe trae como consecuencia el castigo de la mala
fe. En ese sentido, no podrán invocar las doctrinas de la protección a la
apariencia o de los actos propios, respecto de quienes se acredite la mala fe”
(Salah 2008: 199).

Nótese que en el fondo, la autora citada aboga por un sistema binario de buena
fe, que es lo mismo que sostengo en el capítulo segundo de este trabajo, puesto
que siempre que no hay buena fe, hay mala fe. Lo mismo sostiene De
Trazegnies, pero a la inversa: la buena fe es la ausencia de mala fe.

También estoy de acuerdo con la autora en que el eje del análisis no es quien
modifica su conducta, sino quien se ve afectado por el cambio. En lo que no
estoy de acuerdo con ella es en que la medida de ese análisis sea la buena fe
subjetiva.

Cuando alguien alega la aplicación de la doctrina de los actos propios, su


expectativa se debe cotejar, a través de un estándar objetivo, con la que se
esperaría de otra persona razonable en su lugar y circunstancias. En tal sentido,
si quien invoca la doctrina actúa de mala fe (subjetiva), entonces carece de
buena fe (aplicando el sistema binario que propongo y que la autora reconoce).
Ello puede cotejarse con lo que se esperaría de una persona razonable en su
lugar y circunstancias. Si una persona razonable en su lugar y circunstancias no
hubiera confiado en que la conducta inicial se mantendría, entonces quien invoca
la doctrina de los actos propios debería fracasar en el intento.

Por ejemplo, en el caso del arrendamiento de la finca rústica, si el arrendatario


actúa de mala fe (subjetiva) al pretender pagar luego de la cosecha y no en la
fecha indicada por el contrato, a pesar de que la anuencia del arrendador no fue
contundente, debería cotejarse esa actuación con la que tendría otra persona
razonable en las mismas circunstancias. Este contraste o cotejo es resultado
precisamente de la aplicación de un estándar de buena fe objetiva.

197
De nuevo, para determinar si es sensato o no confiar en que se mantendría la
conducta desplegada durante la ejecución del contrato, no es indispensable
preguntarse si quien la alteró actuó de mala fe o no, porque perfectamente podría
haber obrado de buena fe y aún así soportar las consecuencias de la doctrina de
los actos propios.

El eje del análisis es entonces la expectativa generada en la contraparte. Para


definir si esta confió razonablemente en que la conducta inicial continuaría en el
tiempo, debe acudirse a un estándar objetivo de conducta, que permita
confrontar su expectativa con la de una persona razonable en su lugar y
circunstancias. Si coinciden, entonces no puede haber mala fe; en otras
palabras, sostener que hay mala fe sería contradictorio porque no es lo que se
esperaría de una persona razonable en sus circunstancias.

Nótese que el estándar de buena fe objetiva aplicado exitosamente sobre quien


invoca la doctrina de los actos propios en el fondo purga toda posible alegación
de mala fe de su parte, pues si la tuviera, no podría demostrar que cualquier
persona razonable en sus circunstancias también habría visto frustrada sus
expectativas. Y esto es importante teniendo en consideración que, como
consecuencia de que la libertad para contradecirse es la premisa, la carga de
demostrar que se aplica la doctrina de los actos propios es de quien la alega.

En todo caso, si la “víctima” de la contradicción tuviera mala fe, su acreditación


por la contraparte sería complicada, dado que, en su defensa, aquella podría
alegar que cualquier persona razonable en sus circunstancias también habría
confiado en que la conducta inicial se preservaría.

En efecto, “[…] el Derecho no puede imponer una coherencia o consistencia


absoluta sobre la conducta humana que, por su propia naturaleza, está sujeta a
cambios y alteraciones a lo largo del tiempo. Es propio de la libertad de la
persona humana poder cambiar de opinión o convicciones y contradecir sus
palabras o hechos anteriores” (Corral 2010a: 103). Uno no debe confiar en que
las personas no cambian de opinión, pero cuando el cambio inesperado produce
un efecto desproporcionado, será el sujeto que incurrió en inconsistencia quien
debe asumir el riesgo.

De allí que estén excluidas las meras opiniones o expresiones circunstanciales


que no tienen posibilidad de generar expectativas y que por tanto no son
conductas vinculantes. Son vinculantes “cuando expresan objetivamente una
actitud actual frente a una situación jurídica, pero no cuando son simple
manifestación de un propósito o perspectiva de un cambio futuro” (Díez-Picazo
2014: 261).

El profesor Díez-Picazo pone como ejemplo de una conducta que no genera


expectativa, la del arrendador que comenta informalmente su intención de
derribar el local al final del arrendamiento. Debido a ello, el arrendatario no
cumple su deber de dejar en buen estado el local, pues asume que no sería
necesario. El arrendador puede exigir el cumplimiento sin que se invoque la

198
doctrina de los actos propios, pues la simple manifestación de un propósito no
es una conducta vinculante (Díez-Picazo 2014: 261)95.

La doctrina de los actos propios, como demuestran las decisiones emitidas al


amparo de la lex mercatoria, se aplica revisando minuciosamente los hechos de
cada caso, de modo que no es una herramienta que opera automáticamente una
vez verificado un supuesto y consecuencia. Esto último es muy importante de
cara a la definición del estándar de buena fe y justifica que sea la buena fe
objetiva el patrón relevante.

Por ejemplo, en el caso del contrato de arrendamiento sobre la finca rústica, al


que ya se ha hecho referencia, es posible que el arrendatario, en buena fe,
hubiese creído que la autorización del arrendador de pagar después de la
cosecha y no cuando el contrato decía, era suficiente para que durante los años
sucesivos los pagos se realizaran de la misma manera. Si se aplicase un
parámetro de buena fe subjetiva, bastaría con acreditar que ese fue el real
entendimiento del arrendatario.

No obstante, cualquier persona razonable en las mismas circunstancias no


tendría por qué creer que una autorización específica para un período de renta
anual determinado debería extenderse a períodos sucesivos. En tal sentido,
aplicando el patrón de buena fe objetiva, la invocación de la doctrina de los actos
propios por parte del arrendatario no podría prosperar. Para que, en buena fe
objetiva, la demanda sea amparada, tendría que probarse que además de la
autorización específica para un período de renta determinado, la conducta
permisiva del arrendador se fue extendiendo en el tiempo conforme los pagos se
recibían sin objeción alguna.

Ello es así porque, como se ha señalado, un estándar objetivo de buena fe exige


a quien invoca la doctrina de los actos propios, demostrar que su expectativa es
la misma que habría tenido otra persona razonable en sus circunstancias.

3.3.1.2 Funciones de la buena fe en la doctrina de los actos propios:

Habiendo asumido que es la buena fe objetiva la que define el prisma con el cual
se analiza si la conducta es vinculante, la siguiente pregunta pertinente es ¿cuál
de las funciones de la buena fe deja espacio para la aplicación de la doctrina de
los actos propios?

La buena fe contractual se expresa en la interpretación del contrato, en su


ejecución y en su integración. Es tentador concluir que la doctrina de los actos
propios es expresión de la función integradora de la buena fe, considerando que
ella es la fuente de los llamados “deberes de protección”, noción acuñada por la
doctrina jurídica alemana.

Efectivamente, ante las discusiones que se produjeron sobre el carácter


contractual o extracontractual de la responsabilidad generada por los daños a la
persona o a los bienes de la contraparte en ejecución del contrato, lo cual tenía
un impacto en la presunción o no de la culpa, tanto la jurisprudencia alemana
95
En el ámbito del estoppel se diría que la conducta debe haber creado una representation.

199
como la francesa concluyeron sistemáticamente que se trataba de
responsabilidad derivada del contrato96. Para ello, la doctrina alemana construyó
la noción de los “deberes de protección”.

“En la doctrina moderna se debe a la obra de Stoll una completa elaboración de


tal categoría, cuyo pensamiento, a continuación, será brevemente sintetizado.
Cuando se instaura una relación contractual las partes exponen sus esferas
jurídicas al peligro de que la actividad de una pueda generar un daño a la persona
o al patrimonio de la otra; es entonces aquí donde interviene el principio de la
buena fe para regular el comportamiento de los sujetos, creando una serie de
deberes dirigidos a la protección de los intereses que pudiesen ser perjudicados
por aquella actividad. Estos deberes vienen definidos, en razón del objetivo al
cual tienden, como deberes de protección (Schutzpflichten)” (Benatti 1960: 355-
356).

Paralelamente, en Francia surgió la teoría de las obligations de sécurité, por


primera vez propuesta por la Corte de Casación, mediante una decisión
adoptada en 1911 a propósito de un contrato de transporte (Benatti 1960: 357).

Ambas teorías, la alemana y la francesa, fueron elaboradas a partir de decisiones


jurisprudenciales, inspirándose en el deber de buena fe en su dimensión
integrativa.

¿Es esta dimensión, la de integración del contrato, la que da lugar a la doctrina


de los actos propios? Estimo que no. La dimensión integradora del contrato no
es necesaria para concebir la doctrina de los actos propios, como tampoco lo es
su perspectiva interpretadora.

La doctrina de los actos propios puede aplicarse por los juzgadores porque es
una herramienta permitida por el ordenamiento jurídico, considerando que
emana de la buena fe y que esta es un principio de derecho. En algunas
ocasiones el conflicto puede resolverse interpretando o integrando las
estipulaciones contractuales, en cuyo caso no sería necesario hacer uso de la
doctrina de los actos propios. En otros casos será la propia ley la que arroje la
solución, al encuadrar los hechos como una situación de abuso de derecho, o al
calificar la contradicción como un incumplimiento puro y simple, por ejemplo.

Si hubiera entonces que encuadrar la doctrina de los actos propios en alguna de


las tres facetas de la buena fe que se han mencionado (interpretación,
integración y ejecución), correspondería hacerlo en la dimensión de la buena fe
para la ejecución del contrato, que brinda un remedio para las situaciones en las
cuales cualquier persona razonable en circunstancias similares habría confiado
en que una conducta primigenia se mantendría en el tiempo de ejecución del
contrato.

96
Por ejemplo, en una taberna, una bola de billar lesiona a un jugador de ajedrez ubicado a poca
distancia; se discutió si el dueño del negocio incurrió en responsabilidad contractual; se concluyó
que sí, pues uno de los deberes emanados del contrato es el de proporcionar seguridad y
protección a los clientes (Benatti 1960: 355).

200
3.3.1.3 Frecuencia de la conducta vinculante:

Por supuesto, existe la tentación de preguntarse cuántas repeticiones deben


producirse para generar confianza razonable en que la conducta va a
mantenerse. Pues bien, no es posible determinarlo porque ello dependerá de un
sinnúmero de circunstancias, como la periodicidad de las prestaciones, la
duración del contrato, el grado de especialización o sofisticación de las partes,
el nivel de fluidez de sus comunicaciones, la existencia o no de formalidades,
entre otras circunstancias.

A pesar de la dificultad para predeterminar cuál debe ser la frecuencia de la


primera conducta vinculante para obtener protección, parecería a primera vista
que una sola expresión en un determinado sentido no es suficiente para generar
confianza razonable. Sin embargo, el ejemplo que se reseña a continuación
demuestra que el análisis debe realizarse caso por caso.

Como es de público conocimiento, se produjo una controversia entre la Pontificia


Universidad Católica del Perú (PUCP) y el Arzobispado de Lima en relación con
la herencia de José de la Riva Agüero y Osma, quien dejó varios testamentos a
favor de la PUCP. El propósito fue transferirle la propiedad de diversos bienes,
uno de los cuales es el inmueble en el cual opera la Universidad.

Los testamentos no son claros. Si bien se estableció la necesidad de contar con


una Junta Administradora de los bienes materia de la herencia, se produjo una
disputa sobre los alcances de las potestades de esta Junta para intervenir en el
gobierno de la PUCP, a pesar de que la propiedad a su favor se transmitió
expresamente de manera “perpetua”.

No es el propósito de este trabajo mencionar todos los argumentos que ambas


partes aportaron en los procesos judiciales en los cuales participaron; sin
embargo, uno de los argumentos ofrecidos por la PUCP se fundamentó en la
doctrina de los actos propios.

La PUCP sostuvo que, en la sesión del 13 de agosto de 1994 de la Junta


Administradora, el representante del Arzobispado votó a favor de que la PUCP
ejerza la administración de los bienes adquiridos, de modo que más de doce
años después (este argumento se planteó aproximadamente en el 2007) el
representante del Arzobispado no podía alegar que dicho acuerdo era inválido.
“Dichas alegaciones, entonces, por aplicación de la Doctrina de los Actos
Propios, deben considerarse inadmisibles o improcedentes” (Bullard 2007a:
153)97.

Como ya se ha dicho, el primer requisito para invocar la doctrina de los actos


propios es que exista una primera conducta que genere confianza razonable en

97
Desde luego, esta afirmación de la Universidad se vincula con diversos temas que, para el
punto que pretendo destacar, no son relevantes. Así por ejemplo, la PUCP también alegó que el
voto del representate del Arzobispado en la sesión de 1994 configuró una renuncia de derechos
(lo que haría innecesario invocar la doctrina de los actos propios). La PUCP sostuvo además que
el acuerdo cuestionado por el Arzobispado no adolecía de invalidez, y que en todo caso, la acción
para invocar la nulidad ya había prescrito.

201
que no se alteraría. Analizar si en efecto había buenas razones para confiar no
supone fijar de antemano un número mínimo de comportamientos en un período
de tiempo, sino que se debe tener en cuenta las circunstancias del caso
concreto.

Como ya se dijo, en el ya citado ejemplo del contrato de arrendamiento de una


finca rústica se aplicó la doctrina de los actos propios puesto que, en los hechos,
la fecha de pago de la renta se alteró debido a sucesivos pagos después de la
cosecha. Las cortes no suelen indicar un número mínimo de circunstancias para
concluir que se generó confianza protegible; sin embargo, suele tratarse de una
conducta repetida en el tiempo.

La razón por la que se menciona el caso de la herencia de José de la Riva Agüero


y Osma en este punto es que la PUCP no articuló su defensa sobre la base de
una serie de conductas desplegadas por el Arzobispado durante un período de
tiempo, sino respecto de una en concreto: el voto del representante del
Arzobispado en la sesión de la Junta Administradora del 13 de agosto de 1994
para que la PUCP continúe administrando los bienes que heredó, y para que la
Junta Administradora se concentre en las mandas y demás encargos contenidos
en el testamento.

Para la PUCP, el referido acto generó certeza de que el Arzobispado prestó su


anuencia a la administración por la Universidad de los bienes que heredó y de
que por tanto se encuentra impedida de contrariar esa conducta. Con mayor
razón, por no haber cuestionado dicho acuerdo durante más de doce años.

Otro interesante caso, pero en materia societaria, es ilustrativo respecto a que el


análisis de la frecuencia que configura la primera conducta (el acto propio), debe
hacerse caso por caso. Así, aunque a primera impresión podría señalarse que
una sola expresión en un determinado sentido no es suficiente para generar
confianza razonable, el siguiente ejemplo demuestra que sí es posible 98. En el
caso hubo conductas contradictorias; una primera, que suscitó confianza en que
la posición se mantendría en el tiempo; y una conducta que apuntó en dirección
contraria, que revela un cambio de postura sobre el mismo asunto. Se trataba de
dos empresas económicamente vinculadas, una dedicada a la actividad textil y
la otra a la actividad inmobiliaria. Tenían objetos sociales distintos, pero ambas
empresas se apoyaban mutuamente en sus actividades económicas dado que
pertenecían al mismo grupo económico. Una empresa constituyó garantías a
favor de la otra y viceversa, a fin de brindarse mayor cobertura financiera.
Ninguna de las dos compañías tenía como parte de su objeto social, otorgar
garantías para respaldar operaciones de terceros.

Un accionista minoritario (que no pertenece al grupo económico) de la empresa


inmobiliaria era a su vez director de dicha empresa. Un tiempo antes había
aprobado la decisión de que la empresa inmobiliaria otorgase garantías para una
operación realizada a su favor para un crédito personal, por la cual la empresa
dio en hipoteca uno de sus inmuebles.

98
El caso es real, y tomé conocimiento de él pero sin haber accedido a la identidad de las partes
ni a los documentos de sustento.

202
En el último directorio de la empresa inmobiliaria, al que el accionista-director no
asistió por estar fuera del país, se aprobó un paquete de hipotecas a favor de la
empresa textil, garantías que comprometían buena parte del patrimonio de la
empresa inmobiliaria.

La empresa textil entró en crisis y las garantías fueron ejecutadas, dejando a la


empresa inmobiliaria en mala situación patrimonial. El accionista-director
ausente demandó la nulidad de los acuerdos adoptados para otorgar el último
paquete que garantías, así como la responsabilidad de la sociedad inmobiliaria
y de sus directores por haber realizado operaciones que iban más allá del objeto
social. Sostuvo que el objeto social de la empresa no tenía previsto otorgar
colaterales a terceros.

La empresa garante se opuso a la acción de impugnación del acuerdo alegando


la aplicación de la doctrina de los actos propios, pues la aprobación previa,
autorizada por el propio demandante, había generado una confianza razonable
en que la interpretación adecuada del objeto social sí permitiría llevar a cabo ese
tipo de operaciones, de modo que el cuestionamiento formulado suponía la
alteración de una conducta previa que, habiendo defraudado la confianza
suscitada, debía ser rechazada.

Como puede apreciarse, un primer requisito para la aplicación de la doctrina de


los actos propios es la existencia de una conducta vinculante con aptitud de
generar una expectativa razonable, para lo cual el número de actuaciones
necesarias dependerá de las circunstancias de cada caso concreto.

3.3.1.4 Legalidad de la conducta vinculante:

Independientemente de cuál es la frecuencia necesaria para que la conducta


genere confianza razonable, dicha actuación debe además ser legítima para que
la contradicción posterior sea inadmisible y por tanto para que pueda activarse
la doctrina de los actos propios.

Dicho a la inversa, no existen “actos propios” en contravención de normas pues


no cabe aplicar la doctrina de los actos propios cuando la primera conducta es
contraria a la ley. “Dicho en otras palabras llanas, es indudable que los actos
propios ilegales, antijurídicos o inmorales, carecen de efectos vinculantes”
(López Mesa 2013: 181).

La doctrina de los actos propios solo puede invocarse cuando la conducta inicial
es:

“[…] jurídicamente relevante y plenamente eficaz, nunca para validar la


transgresión a un dispositivo de orden público. No debe olvidarse que el referido
principio constituye una derivación de la buena fe, y que el rechazo a la conducta
contradictoria se fundamenta en la legítima expectativa que pudo despertar la
conducta anterior” (Cámara de Apelaciones en lo Civil y Comercial de Bahía
Blanca. Sentencia de 22 de febrero de 1995. KA, 1996-II. 434) (citada por
Jaramillo 2014: 539).

203
Exigir que la conducta original posteriormente contradicha sea lícita equivale a
sostener que “los actos propios son aplicables cuando el sujeto activo de esta
teoría tiene un legítimo derecho para ejercer una pretensión lícita” (Padilla 2013:
151).

Imaginemos que A se obliga frente a B a hacer pagos periódicos como


contraprestación por un servicio financiero, incluyendo una comisión prohibida
por la ley. Si después de un número considerable de pagos periódicos, A excluye
el monto que corresponde a la comisión, B no podría invocar la doctrina de los
actos propios alegando que el pago reiterado de la comisión le generó confianza
suficiente en que seguiría cobrándola. Efectivamente, la pretensión sería ilícita
si B exige que A mantenga la conducta original, que infringía la ley.

Finalmente, además de haber generado una confianza razonable y de no


contravenir la ley, la conducta que posteriormente se contradice debe ser válida,
con los matices que se comentan a continuación.

3.3.1.5 Validez de la conducta vinculante:

Como ha podido apreciarse, un primer requisito para la aplicación de la doctrina


de los actos propios es la existencia de una conducta vinculante, con aptitud de
generar una expectativa razonable bajo un estándar objetivo de buena fe. Sin
embargo, dicha conducta debe además ser legítima para que la contradicción
posterior sea inadmisible.

Cabe preguntarse entonces cómo resolver aquellos casos en los cuales está
viciada la conducta sobre la base de la cual se produce la contradicción posterior
que podría dar lugar a la doctrina de los actos propios. Las vicisitudes que
pueden restar validez a dicha conducta inicial son la anulabilidad y la nulidad.

3.3.1.5.1 Conducta derivada de un contrato anulable por error

No es tarea sencilla determinar si se puede invocar la doctrina de los actos


propios cuando el cambio de conducta obedece a la rectificación de un error
inicial. El Derecho no solo se construye a partir de la interacción de las personas,
sino que, además, específicamente en el ámbito civil, sirve para informar a los
agentes contractuales sobre la necesidad de comportarse diligentemente. En
otras palabras, el Derecho Civil lanza señales al mercado que incentivan a los
agentes a actuar eficientemente.

Sobre esta premisa se ha construido buena parte de las reglas, tanto imperativas
como supletorias, del Derecho Contractual. Por ejemplo, el artículo 1430 del
Código Civil99 es un claro incentivo para prever con anticipación las causales de
resolución que hacen innecesaria la intervención judicial. La posibilidad de pactar
el daño ulterior, prevista en el artículo 1341100 debería alentar a los acreedores
99
“Artículo 1430.- Puede convenirse exresamente que el contrato se resuelva cuando una de las
partes no cumple determinada prestación a su cargo, establecida con toda precisión.
La resolución se produce de pleno derecho cuando la parte interesada comunica a la otra que
quiere valerse de la cláusula resolutoria”.
100
“Artículo 1341.- El pacto por el que se acuerda que, en caso de incumplimiento, uno de los
contratantes queda obligado al pago de una penalidad, tiene el efecto de limitar el resarcimiento

204
a que, sin perjuicio de fijar de antemano la indemnización por incumplimiento, se
admita el resarcimiento que exceda la suma prevista por anticipado. El artículo
1321101 incentiva a no incurrir en un factor de atribución de responsabilidad de
alto calibre, como el dolo o la culpa grave, pues si se incumple mediando sólo
culpa leve, el resarcimiento se limita al daño previsible. Y así, puede
mencionarse numerosas reglas que propician que las partes sean diligentes y
que no se premie el aprovechamiento de una parte de las desventajas de la otra.

Ello ocurre precisamente con las reglas del error como causal de anulación de
los negocios jurídicos, cuando el artículo 201 del Código Civil impone como
requisitos para invocarlo, que la equivocación sea esencial y conocible por la otra
parte102. Sobre el requisito de que sea esencial no me voy a detener, porque es
evidente que, siendo la posibilidad de que un contrato sea anulado la sanción
más extrema que prevé el Derecho Civil, la concreción de esta medida debe ser
excepcional. De ello dan cuenta las reglas de nulidad parcial previstas en los
artículos 223103 y 224104 del Código Civil, por ejemplo.

Lo pertinente en este punto es detenerse en el requisito de que el error, además


de esencial, sea conocible por la otra parte para que aquel que lo comete pueda
solicitar que el negocio jurídico sea anulado.

Esta regla, contenida en el artículo 201 del Código Civil, es una de las normas
centrales en la regulación de la invalidez del negocio jurídico. Esta regla tiene
implícitos varios mensajes. El primero es evidente, y es que la posibilidad de
anular un negocio jurídico no es tarea sencilla, y quien así lo pretende debe
soportar la carga de demostrarlo.

a esta prestación y a que se devuelva la contraprestación, si la hubiere; salvo que se haya


estipulado la indemnización del daño ulterior. En este último caso, el deudor deberá para el
íntegro de la penalidad, pero esta se computa como parte de los daños y perjuicios si fueran
mayores”.
101
“Artículo 132.- Queda sujeto a la indemnización de daños y perjuicios quien no ejecuta sus
obligaciones por dolo, culpa inexcusable o culpa leve.
El resarcimiento por la inejecución de la obligación o por su cumplimiento parcial, tardío o
defectuoso, comprende tanto el daño emergente como el lucro cesante, en cuanto sean
consecuencia inmediata y directa de tal inejecución.
Si la inejecución o el incumplimiento parcial, tardío o defectuoso de la obligación, obedecieran a
culpa leve, el resarcimiento se limita al daño que podía preverse al tiempo en que ella fue
contraída”.
102
“Artículo 201.- El error es causa de anulación del acto jurídico cuando sea esencial y conocible
por la otra parte”.
103
“Artículo 223.- En los casos en que intervengan varios agentes y en los que las prestaciones
de cada uno de ellos vayan dirigidas a la consecución de un fin común, la nulidad que afecte al
vínculo de una sola de las partes no importará la nulidad del acto, salvo que la participación de
ella deba considerarse como esencial, de acuerdo con las circunstancias”.
104
“Artículo 224.- La nulidad de una o más de las disposiciones de un acto jurídico no perjudica
a las otras, siempre que sean separables.
La nulidad de disposiciones singulares no importa la nulidad del acto cuando estas sean
sustituidas por normas imperativas.
La nulidad de la obligación principal conlleva la de las obligaciones accesorias, pero la nulidad
de estas no origina la de la obligación principal”.

205
El segundo mensaje está centrado en aquel que se equivoca, pues se exige que
el error sea esencial105. Es decir, no cualquier equivocación puede dar lugar a la
anulación del contrato, sino solamente aquella que, de no haberse producido,
hubiera arrojado un resultado distinto, al punto que quien se equivocó no hubiera
contratado si no hubiera cometido el error, o lo hubiera hecho en otros términos.
En otras palabras, la invocación del error no puede ser frívola, pues de lo
contrario la seguridad jurídica se vería seriamente comprometida. Por ejemplo,
si A compra un vehículo a B, y el color mencionado en el contrato no es aquel
que se imaginaba al planear la compra, aunque sí se ubique en la gama de
tonalidades de dicho color, difícilmente podrá acreditar que el error cometido era
de tan importancia, que de haberlo advertido antes de la compra, esta no se
hubiera realizado.

Finalmente, el tercer mensaje, que es el relevante en ese punto, está centrado


en la contraparte de quien se equivoca, es decir, en quien se vería afectado con
la alegación de anulación. Así como el Derecho es un resultado de la interacción
de las personas, el Derecho Civil es creador de incentivos para lograr conductas
eficientes y un mecanismo de conciliación de intereses contrapuestos, para
poner a las partes, en el inicio del programa contractual, en igualdad de
condiciones. Es decir, ambas partes empiezan su relación en igualdad de
condiciones, desde el punto de vista jurídico, y ambas cuentan con herramientas
para satisfacer sus intereses. Poner a ambas partes en el mismo partidor es un
antídoto contra el oportunismo contractual.

La teoría del error no escapa de esta visión del Derecho como mecanismo de
armonización de los intereses de las partes. Así como a quien comete el error se
le permite anular el negocio si su error es esencial, se le exige también que la
otra parte haya tenido la posibilidad de conocer que el error existió 106. De lo
contrario, el equilibrio inicial entre las partes, que es lo que el Derecho Civil
procura resguardar, se vería seriamente comprometido, pues quien se equivoca
podría revertir la situación de manera unilateral –anular el contrato- aun cuando
la otra parte no hubiera tenido la posibilidad de negarse a celebrarlo.

Es decir, la carga que se impone a quien no se equivoca como consecuencia de


la anulación, es proporcional a la diligencia que se le exige como parte de la
dinámica del contrato. Si ella hubiera advertido el error, estando en posibilidad
de hacerlo, se habría podido negar a contratar. De esa manera se distribuye el
riesgo del error cometido y de la consecuente anulación.

El Derecho Civil plantea la teoría del error con parámetros difíciles de conseguir
para aquel que se equivoca. En otras palabras, la posibilidad de anular un

105
De acuerdo con el artículo 202 del Código Civil, el error es esencial:
“1. Cuando recae sobre la propia esencia o una cualidad del objeto del acto que, de acuerdo
con la apreciación general o en relación a las circunstancias, debe considerarse
determinante de la voluntad.
2. Cuando recae sobre las cualidades personales de la otra parte, siempre que aquéllas
hayan sido determinantes de la voluntad.
3. Cuando el error de derecho haya sido la razón única o determinante del acto”.
106
De acuerdo con el artículo 203 del Código Civil, el error se considera conocible cuando, en
relación al contenido, a las circunstancias del acto o la calidad de las partes, una persona de
normal diligencia hubiese podido advertirlo.

206
contrato por error es excepcional, y de ello se ocupa el requisito de la
cognoscibilidad del error por la contraparte. Ahora bien, si la contraparte estaba
en posibilidad de advertir el error, debe soportar la carga derivada de la
anulación. Ello no es otra cosa que un incentivo lanzado por el Derecho Civil
para propiciar la diligencia y la seguridad jurídica.

Traída la teoría del error al espacio de la doctrina de los actos propios, cabe
preguntarse si quien se comporta de cierta manera sobre la base de una
apreciación equivocada, puede cambiar su conducta con el objetivo de corregir
el error en que incurrió, sin que la contraparte pueda invocar la doctrina de los
actos propios para repeler esa contradicción.

El problema es difícil y la respuesta no es sencilla, y de hecho la doctrina no es


unánime en este punto. De un lado, Díez-Picazo sostiene que, en general, si la
conducta inicial del sujeto fue errada, ello es irrelevante, pues de lo que se trata
es de proteger la confianza y seguridad que su conducta generó en la
contraparte, independientemente de cualquier daño sufrido. Así, señala que en
base al principio de auto-responsabilidad se debe proteger a los terceros que
confiaron en la validez de la declaración equivocada (2014: 272).

Sin embargo, en ciertas circunstancias, el mismo autor señala que:

“El carácter erróneo o equivocado de la conducta puede, en cambio, ser tomado


en consideración y, por tanto, la conducta no poseerá valor vinculante, ni
impedirá la pretensión contradictoria, cuando el error era conocido del adversario
o cuando era de naturaleza tal que cualquier persona razonable debía suponer
su existencia. El fundamento de esta conclusión radica en que es inicuo
aprovecharse del error sufrido por otro y en que, cuando el error era conocido
por el adversario o debió ser razonablemente inferido, no puede hablarse de
protección de una confianza suscitada objetivamente y de buena fe por la
conducta del sujeto” (Díez-Picazo 2014: 272).

En esta línea, López Mesa sostiene que la existencia de un vicio de la voluntad


de cierta significación en el primer actuar impide la aplicación de la doctrina
(López Mesa 2013: 173)107.

López Mesa sustenta su punto de vista en que la ley establece un sistema de


anulación de los actos viciados “y no podría indirectamente, por aplicación de
una doctrina pretoriana, hacerse tabla rasa con dicho sistema y terminar
convalidando actos viciados gravemente. El acto viciado es nulo o anulable,
según el caso; pero lo importante de destacar es que un acto viciado no puede
ser el primer peldaño de la escalera que lleva a la doctrina de los actos propios”
(López Mesa 2013: 174)108.

107
Esta coincidencia ocurre a pesar de que el artículo 1266 del Código Civil español no contiene
de manera expresa el requisito de que el error deba ser conoscible para dar lugar a la anulación.
En cambio, al igual que el Código Civil peruano, el Código Civil argentino en cambio, tanto en su
versión anterior (artículo 929) como en la actual (artículo 26), exige para la anulación por error,
que este sea conocible por la parte que no se equivocó.
108
Castillo y Sabroso también sostienen que la doctrina de los actos propios no puede ser
invocada cuando la conducta previa que posteriormente se modifica está viciada por error.

207
Por cierto, la jurisprudencia española ha tomado consistentemente esta posición;
es decir, cuando los actos fueron realizados por error los jueces suelen no aplicar
la doctrina de los actos propios porque no es inadmisible venir contra ellos (Díez-
Picazo 2014: 269).

Esta es la posición asumida también por Tur, cuando señala:

“En el ámbito del negocio jurídico, es cierto que el error al llevar a cabo una
determinada conducta que manifiesta una declaración de voluntad integrante de
un negocio no puede vincular a quien la realiza, permitiéndose, posteriormente,
ir contra ella. Esto se debe a que el error es un vicio que puede dar lugar a la
ineficacia del negocio jurídico, aunque podrá también ser este subsanado. En
este sentido, puede decirse que ante la conducta errónea no se le permite a la
otra parte de la relación jurídica oponerse a la conducta posterior por ser esta
contradictoria con la primera, pues se admite la posibilidad de rectificación y
convalidación del negocio y, por tanto, de la declaración de voluntad inicial- por
quien sufrió el error” (2011: 39-40).

La razón por la cual la doctrina de los actos propios no puede invocarse cuando
la conducta inicial proviene de un error, es que el régimen que regula los vicios
de la voluntad permite a quien se equivoca (siempre que su error sea esencial y
conocible), corregir la situación109. En otras palabras, el conocimiento del error
excluye la buena fe de quien pretende impedir la contradicción en quien se
equivoca. Si se pudiera invocar la doctrina de los actos propios frente a esa
voluntad de corregir el equívoco, la teoría del error se vaciaría de contenido.

La manera de conciliar ambos mundos –el de los vicios de la voluntad y el del


rechazo de la contradicción- es distribuir la carga de comportarse diligentemente.
Así, si el error es conocible, quien lo comete sí puede modificar su conducta sin
que la contraparte pueda alegar la doctrina de los actos propios. Al contrario, si
el error no es conocible, quien lo comete no puede alterar su conducta, pues,
dado que la contraparte no tenía posibilidad de saberlo, su confianza debe ser
protegida.

“El acto propio vincula, pero sólo ceteris paribus. Si se mantiene en T2 [un
segundo momento] el estado de cosas que se cristalizó en T1 [un primer
momento], es ilegítimo volver sobre la propia conducta […] una diferencia de
status entre T1 y T2 existe también cuando el acto concluyente inicial resultó ser
una conducta negocial fundada en un error o dolo que permiten la impugnación
del compromiso, pero sólo si la otra parte provocó o contribuyó de alguna manera
al estado de cosas que llevó a emitir el consentimiento (viciado), pues no cabe
anular el propio consentimiento frente a una contraparte contractual a la que no
le es imputable el vicio y que se comprometió con coste en el negocio,
entregando algo o renunciando a otras opciones” (Carrasco 2016: 509).

Estoy de acuerdo con esta posición, con algunos matices que explico a
continuación.

109
No hay precisión sobre cuál es el intervalo de tiempo que debe operar entre una conducta y
otra. Este asunto parte de un análisis de cada caso concreto, puesto que si hay una rectificación
inmediata, no opera la doctrina de los actos propios (por ejemplo, un extorno bancario). Sin
embargo, el hecho de actuar precipitadamente no es necesariamente un atenuante cuando de
lo que se trata es de proteger la confianza razonable que generó la conducta primigenia.

208
En aras de la seguridad jurídica, el regulador civil ha decidido que la alegación
exitosa del error sea excepcional; es decir, sólo si, además de recaer sobre un
asunto muy importante (al punto que de haberse advertido el error el contrato no
se hubiera celebrado o se hubiera celebrado en otros términos), la contraparte
de quien se equivoca estuvo en posibilidad de advertir el error.

Nótese que este requisito es difícil de acreditar, y ello no es casual. El mensaje


implícito es que los errores no permiten anular el contrato a menos que la
contraparte haya decidido seguir adelante pese a saber o haber estado en
posibilidad de saber que se cometió una equivocación.

Siguiendo la misma lógica, la doctrina de los actos propios puede ser invocada
si se ha cambiado la conducta con el propósito de corregir una equivocación
inicial, solamente si tal error no es esencial y conocible; es decir, puede recurrirse
a la doctrina de los actos propios cuando la conducta a ser corregida no configura
una “equivocación calificada” o un error como causal de anulación del contrato.

En el fondo, debe trasladarse la lógica de la teoría del error que incentiva la


diligencia, al espacio de la doctrina de los actos propios. Si el afectado por el
cambio de conducta tenía cómo conocer que la conducta inicial partía de una
equivocación, no puede beneficiarse luego con la posibilidad de recurrir a la
doctrina de los actos propios.

“Cuando el receptor de la conducta ha tenido conocimiento del error del


declarante, resulta lícito que este vaya contra su propio acto. Pero ello no se
funda en el error del acto sino en que el receptor de la conducta obra de mala fe
si, conociendo tal error, pretende hacer valer dicha conducta” (Borda 2017: 62).
Al revés, si el receptor de la conducta no tenía cómo saber del error –es decir, el
error no era conocible- sí debería estar en condiciones de aplicar la doctrina de
los actos propios, dado que el contrato no está viciado por no haberse cumplido
el requisito de que el error sea conocible.

Véase un ejemplo. A se obliga frente a B a entregarle periódicamente productos


de características X, y así lo hace durante un tiempo determinado; sin embargo,
luego de diversas entregas, A abastece a B con productos de características Y,
pues advirtió el error que cometió al celebrar el contrato. B invoca la doctrina de
los actos propios frente al cambio de conducta. Asumiendo que el error es
esencial, hay dos escenarios posibles para determinar si dicha invocación
prosperaría.

De un lado, si B sabía o razonablemente podía saber que A se equivocó al


contratar la entrega del producto X, ello significa que el contrato estaba viciado
con error y por tanto, la contradicción de la conducta inicial de A es legítima. En
tal caso, el riesgo es asumido por quien no se equivoca, pues antes de contratar
pudo haber advertido a su contraparte del error cometido y no lo hizo. De otro
lado, si B no tenía como saber que A se obligó a entregar X pensando que debía
entregar Y, el cambio del producto por parte de A es ilegítimo y por tanto B estaría
amparado en la doctrina de los actos propios. En tal caso, el riesgo es asumido
por la parte equivocada.

209
Aunque la doctrina de los actos propios no opera cuando los actos fueron
realizados por error, admito que este es un problema complejo. Es más, por
haber adherido a la tesis de la buena fe objetiva como base de la doctrina de los
actos propios, se podría intentar acusar que existe una incoherencia en mi
posición.

En esta línea de razonamiento, si se asume la tesis objetiva de la buena fe, en


virtud de la cual la intención no es lo relevante, la protección de la confianza
debería ser independiente del error sufrido por quien se contradice; en otras
palabras, se tendría que aplicar la doctrina de los actos propios para evitar que
quien cometió el error contradiga su conducta, aunque lo haga con ánimo de
corregirla.

Sin embargo, este cuestionamiento no puede ser exitoso, pues olvida que para
que una mera equivocación se eleve a error como causal de anulación, es
necesario que la contraparte haya conocido del error o haya estado en
posibilidad de hacerlo. En tal caso no habría confianza protegible y por tanto no
habría sustento en la buena fe.

En el ejemplo anterior, si B conocía o podía conocer que A se equivocó al


contratar el suministro de X, no puede oponerse a que A le entregue Y, porque
no habría confianza que proteger.

Solo así puede conciliarse el derecho de una parte a enmendar una conducta
fundada en un error con el derecho de la otra parte de invocar la doctrina de los
actos propios.

Esta posición fue compartida por el Tribunal Supremo Español, que resolvió una
disputa relativa a un contrato de compraventa bastante complejo respecto del
cual una de las partes solicitó su nulidad por error. El Tribunal concluyó que no
había error y, por tanto, declaró el contrato válido y eficaz. Además, estimó
aplicable la doctrina de los actos propios y afirmó que actúa contra sus propios
actos quien pretende la nulidad de cláusulas que aceptó con total conocimiento
y libertad (Tur 2011: 50).

Nótese que el ejemplo anterior es similar al antes mencionado, del suministro


por parte de A a B del producto X. A cambia el producto X por el Y aduciendo
que su primera conducta estaba viciada por error. Ante el cambio de conducta,
B podría invocar la doctrina de los actos propios con éxito solo si quedaba
demostrado que el contrato no estaba viciado por error.

Tur cita esta sentencia como un caso en el que el Tribunal Supremo hizo una
suerte de confirmación de un acto ineficaz, pero en realidad, la razón por la que
admitió la doctrina de los actos propios fue precisamente la contraria, es decir,
que el contrato era válido.

Esta distinción es importante, pues cuando alguien ejecuta un contrato, pero


luego exige su anulación por error, su contraparte tiene varios caminos para
defenderse. El primero es alegar que el contrato fue confirmado tácitamente; el

210
segundo es invocar la doctrina de los actos propios. Se trata de caminos
conceptualmente distintos.

Un contrato anulable puede confirmarse expresa o tácitamente 110. La


confirmación tácita ocurre si, conociendo la causal, quien la invoca ha ejecutado
el contrato sin objeción alguna111. Usando el mismo ejemplo, B podría oponerse
al cambio de conducta de A –entregar el producto X y luego el producto Y-
alegando que la entrega por parte de A del producto X supuso una confirmación
tácita del contrato inválido. Bajo la ley peruana, B tendría que demostrar que (i)
A entregó el producto X a pesar de saber que podía pedir la anulación; o, que (ii)
hubo hechos que revelaban la renuncia a la acción de anulación.

Además de alegar la confirmación tácita del contrato anulable por error, B podría
también invocar la doctrina de los actos propios. Este camino, a diferencia de la
confirmación, supone acreditar primero que el contrato no era anulable y que,
por tanto, la primera conducta generó confianza protegible en que se mantendría
en el tiempo, de modo que su posterior contradicción debe ser rechazada.

No puede haber entonces interferencias o yuxtaposiciones entre la teoría de la


anulación por error y la doctrina de los actos propios. Esta última ha ocupado
espacios que hoy corresponden a la teoría general del negocio jurídico y, por
tanto, su ámbito de actuación se ha visto reducido a lo largo del tiempo, hasta
convertirse en un remedio residual. En efecto, como señala Díez-Picazo, no debe
perderse de vista que “la teoría general del negocio jurídico es una construcción
dogmática relativamente reciente y que es, por tanto, relativamente reciente la
idea de la confirmación tácita del negocio ineficaz” (Díez-Picazo 2014: 239).

El hecho que la doctrina de los actos propios haya ocupado espacios que hoy
corresponden a la teoría general del negocio jurídico contribuye a generar
confusiones sobre su función y la de la confirmación tácita de un acto anulable.

“La prohibición de ir contra los propios actos representa un límite a la facultad de


impugnar un negocio jurídico ineficaz, pero esta idea nos conduce de forma
directa a la figura de la confirmación tácita, pudiéndose afirmar que la prohibición
de ir contra los propios actos es el antecedente histórico inmediato de la figura
de la confirmación tácita del negocio ineficaz. […] Tras la formulación de la
categoría de la confirmación tácita […], no se puede invocar ya esta regla del
Derecho para estos casos. […] Dicha doctrina únicamente se podría aplicar en
los casos en que faltara alguno de los requisitos de la confirmación expresa,
pudiéndose llegar a resultados similares a los que se obtendrían con la
confirmación tácita del negocio …” [Tur 2011: 50-51].

Como puede apreciarse, la doctrina de los actos propios es residual respecto a


los espacios que puede ocupar la teoría del negocio jurídico. En tal sentido, la

110
“Artículo 230.- Salvo el derecho de tercero, el acto anulable puede ser confirmado por la parte
a quien corresponda la acción de anulación, mediante instrumento que contenga la mención del
acto que se quiere confirmar, la causal de anulabilidad y la manifestación expresa de
confirmarlo”.
111
“Artículo 231.- El acto queda también confirmado si la parte a quien correspondía la acción de
anulación, conociendo la causal, lo hubiese ejecutado en forma total o parcial, o si existen hechos
que inequívocamente pongan de manifiesto la intención de renunciar a la acción de anulabilidad”.

211
prohibición de impugnar un negocio anulable que ha sido confirmado no deriva
de la posible aplicación de la doctrina de los actos propios, sino de que ese acto
viciado ha adquirido plena eficacia y es obligatorio gracias a la confirmación.

3.3.1.5.2 Conducta derivada de un contrato anulable por dolo

Como se ha señalado en el acápite anterior, debe conciliarse el derecho de una


parte a enmendar una conducta fundada en un error con el derecho de la otra
parte de invocar la doctrina de los actos propios.

Cabe preguntarse si lo mismo puede decirse si la causal de anulación es el dolo.


Si se celebra un contrato viciado con dolo, cuando la parte afectada descubre el
engaño, está legitimada a solicitar su anulación. Sin embargo, puede decidir
confirmarlo expresa o tácitamente.

En el ejemplo utilizado a propósito del error, A suministra a B el producto X, pero


luego decide suministrar Y, alegando que por haberse equivocado puede
enmendar su conducta inicial. Ante el cambio de conducta de A, B podría invocar
la doctrina de los actos propios, siempre que quede demostrado que el contrato
era válido por no haber error protegible y que por tanto la contradicción es
ilegítima.

En el ejemplo anterior, A cambia de conducta (empieza a entregar Y) al advertir


su equivocación. Si logra demostrar que en efecto el error era esencial y
conocible, A estará legitimada para enmendar la ejecución. Por su parte, si el
contrato es válido, B podría invocar la doctrina de los actos propios.

Ahora bien, en caso que la confusión de A hubiese sido inducida por B; es decir,
en caso de dolo, A tendría varios caminos. El primero sería solicitar la anulación
del contrato. El segundo camino sería, advertido el engaño, confirmar expresa o
tácitamente el contrato. El tercer camino sería cambiar la dirección de la
ejecución del contrato.

En esa línea, siguiendo con el ejemplo, si A suministra a B el producto X


habiendo sido engañado por B, A debería seguir entregando X en caso que
hubiera confirmado el contrato expresa o tácitamente. Si luego de advertir el
engaño, A decide más bien no confirmar ni pedir la anulación, sino suministrar
Y, B podría recurrir a la doctrina de los actos propios. Sin embargo, la única
posibilidad de aplicarla con éxito es que quede acreditada la validez del contrato;
es decir, que se concluya que B no engañó a A. En tal caso, si no hubo dolo y
por tanto el contrato es válido, A no tendría razón que justifique alterar la
ejecución del contrato, pues en caso de hacerlo, B podría alegar que la conducta
inicial le hizo confiar que se mantendría en el tiempo.

3.3.1.5.3 Conducta derivada de un contrato nulo

La reflexión anterior partió de la premisa que la anulación de un contrato por error


no es tarea sencilla, y que aquel que lo alega debe acreditarlo. En tal sentido, si
quien supuestamente se ha equivocado se considera legitimado para corregir su
conducta anterior porque su voluntad ha estado viciada, deberá demostrar que
su error era esencial y conocible por su contraparte. Como contrapartida, quien

212
pretende invocar la doctrina de los actos propios para cuestionar el cambio de
comportamiento, deberá demostrar que se cumple con los requisitos para su
aplicación. Como puede apreciarse, en el balance del peso probatorio, quien
invoca la doctrina de los actos propios parte de una premisa que le alivia la carga:
se presume que la conducta inicial, luego de modificada inesperadamente, es
válida.

Desde esta perspectiva es que debe analizarse si cabe aplicar la doctrina de los
actos propios como respuesta a la alegación de una de las partes de que el
contrato es nulo y que por tanto no puede ejecutarse. Si se sigue la misma lógica,
la doctrina de los actos propios no podría ser invocada con éxito cuando el
contrato es nulo, como tampoco puede serlo cuando el contrato está viciado con
un error esencial y conocible, o con dolo. En estos casos debemos partir de la
premisa de que el contrato es válido y es quien alega su nulidad quien debe
acreditar la existencia de una causal.

“En principio no debe considerarse como aplicable la regla cuando lo que hemos
llamado “ineficacia del negocio” sea una nulidad radical y absoluta por
contravención del Derecho legal de carácter imperativo donde nada puede
impedir al autor de tal negocio impugnarlo, y debe entenderse, además, que el
ordenamiento prefiere erradicar los actos radicalmente nulos antes que dejarlos
surtir alguno de sus efectos. Por eso se ha dicho que la máxima que impide venir
contra los propios actos, solo se aplica a contratos impugnables por defecto de
capacidad de una de las partes” (Díez-Picazo 2014: 149).

Ahora bien, hay una distinción relevante al estudiar cómo opera la doctrina de
los actos propios frente a las causales de nulidad absoluta, que, a diferencia de
la nulidad relativa proveniente de un vicio de la voluntad, no admite confirmación.

Cuando se exige que el primer requisito de la doctrina de los actos propios es la


existencia de una conducta válida, deben excluirse, en principio, los actos
basados en contratos anulables por haber vicios de la voluntad y los actos
basados en contratos nulos por no existir los elementos esenciales del negocio
jurídico o por presentarse cualquier otra causal de nulidad.

El hecho que el punto de partida sea el mismo para los casos de nulidad absoluta
y relativa frente a la invocación de la doctrina de los actos propios, no enerva
que haya diferencias relevantes ante una aproximación más cercana. El eje de
estas diferencias es que la nulidad absoluta contiene una dosis más alta de
interés público, al punto que no admite confirmación alguna, puede ser declarada
de oficio, goza de un plazo de prescripción más largo, y puede ser alegada por
cualquiera con interés e incluso por el Ministerio Público.

Estimo que el análisis para compatibilizar la doctrina de los actos propios con la
teoría del error es más sencillo que la evaluación que corresponde cuando nos
encontramos frente a casos de nulidad absoluta. La razón es que, en el primer
caso, la distribución de la carga de soportar la anulación o de verse impedido de
corregir la conducta equivocada, se consigue a través del requisito de la
cognoscibilidad del error. Es decir, si el error es conocible, la parte que debió
conocerlo debe soportar la consecuencia de que el contrato sea anulable; es

213
decir, se ve impedido de alegar la doctrina de los actos propios frente a la
variación de la conducta inicial viciada con error.

En cambio, cuando nos encontramos ante una conducta desplegada sobre la


base de un contrato que adolece de nulidad absoluta, el deslinde necesario para
determinar cuál es la parte que debe soportar la alegación de su contraria
(nulidad o doctrina de los actos propios) es más complicado, como consecuencia
del interés público que rodea la regulación de la nulidad de pleno derecho.

Siguiendo con el ejemplo del contrato de suministro, A se compromete frente a


B a suministrar el producto X, pero el contrato adolece de una causal de nulidad
por tener un objeto indeterminable (no es posible determinar la cantidad de
producto a suministrar). Imagínese que A suministró el producto X a B por un
período considerable de tiempo, en una cantidad determinada. Al cabo de
entregas repetidas, decide variar la cantidad entregada. B podría replicar
invocando la doctrina de los actos propios, y por su parte, A podría negarse a la
futura ejecución alegando la nulidad del contrato porque el objeto no puede ser
determinado.

Ante esta dualidad de caminos –que prevalezca la nulidad o que prevalezca la


doctrina de los actos propios- numerosos autores dan preeminencia al carácter
público de la nulidad y trasladan la carga de soportar la consecuencia del cambio
de conducta a aquel que pretende aplicar la doctrina de los actos propios. En el
ejemplo mencionado, bajo esta premisa, B se vería impedido de alegar la
doctrina de los actos propios frente al cambio de conducta de A.

Sin embargo, este presupuesto se ve retado cuando la contradicción de la


conducta de quien alega la nulidad se realiza de mala fe.

“En materia de las nulidades como límite para la doctrina de los actos propios,
será el juez quien determine si se presenta abuso o no al alegar la nulidad, pues
una cosa es alegar una nulidad por un acto viciado, y otra si después de
celebrado un acto nulo o viciado, con la conducta se ratifica el mismo y después
se pide la nulidad cuando, por ejemplo, se ha sacado provecho de ese acto. En
consecuencia, la doctrina no aplica para los actos que adolezcan de nulidad
absoluta, por tanto insubsanables” (Bernal 2010: 266).

La cita mencionada deja en claro que para la autora no se puede invocar la


doctrina de los actos propios cuando el contrato a partir del cual se desplegó la
conducta inicial que generó confianza, adolece de nulidad absoluta. La autora
además deja entrever, aunque con poca claridad, que si quien alega la nulidad
se comportó como si ella no hubiera existido, deja espacio para que el juez
admita la aplicación de la doctrina de los actos propios.

Este asunto no es una materia sencilla de resolver. Desde mi punto de vista,


debe rechazarse la alegación de la doctrina de los actos propios cuando esta es
esgrimida para oponerse a quien modifica su comportamiento inicial alegando
que el contrato del cual emanaba adolece de nulidad. Por supuesto, ambas
partes tienen una carga probatoria difícil de remontar: quien altera su conducta
debe demostrar una causal de nulidad absoluta, lo que no es una tarea fácil, y

214
quien alega que su confianza fue traicionada debe demostrar que se cumplen
todos los requisitos para aplicar la doctrina de los actos propios.

Asumiendo que ambas partes han hecho un buen trabajo probatorio y han puesto
en evidencia que sus planteamientos son válidos (de un lado, que el contrato es
nulo, y de otro lado, que se afectó la confianza razonable cuando la conducta
inicial se modifica alegando la nulidad), cabe preguntarse qué alegación debe
preferirse.

Sostengo que, en principio, debe darse preferencia a quien acredita que el


contrato es nulo y que por esa razón su conducta inicial no puede sostenerse en
el tiempo, por emanar de un negocio jurídico que no tiene valor. El soporte de
dicha conducta es frágil, debido a que deriva de un contrato nulo. En otras
palabras, sostengo que debe mantenerse con firmeza el sistema de nulidades,
cuyo carácter público es evidente.

“Por ello si, por ejemplo, unos contratos no son válidos por estar atacados de
nulidad, no cabe aplicar la doctrina de los actos propios, pues ella no establece
una obligación de mantener actos jurídicos con finalidad ilícita, sino de actuar
coherentemente cuando se presentan manifestaciones de voluntad válidas, pero
contradictorias entre sí. El principio de los actos propios no puede amparar actos
ilícitos” (Espinoza 2011: 184-185).

Hasta allí parece sencillo adherirse a esta posición, pero la realidad es más rica
que la teoría, de modo que la coherencia conceptual puede verse desafiada en
situaciones extremas. Así, en principio la doctrina de los actos propios no tiene
la fuerza suficiente como para impedir que una persona solicite la declaración de
nulidad de un negocio jurídico celebrado por ella; sin embargo, debe admitirse
que el análisis es más complicado cuando quien alega la nulidad del contrato lo
ejecutó como si hubiera sido válido y luego decide cuestionarlo, contradiciendo
lo que su comportamiento había revelado. Entonces, sobre la base de la buena
fe, cuando el peticionario de la nulidad ha tenido un comportamiento
contradictorio con su propia alegación, debe determinarse si se aplica o no la
doctrina de los actos propios.

Para encontrar una solución propongo que es indispensable analizar la causal


de nulidad involucrada y determinar qué se quiso proteger con ella. Por ejemplo,
el interés que subyace a una causal de nulidad que opera si el contrato adolece
de fin ilícito es distinto al interés que justifica establecer una nulidad por falta de
formalidad.

La buena fe es la premisa sobre la cual se basa la interacción de los agentes


económicos y por tanto es la premisa sobre la cual se ha construido el sistema
jurídico que regula los contratos. Por eso, es contra-intuitivo permitir que se
alegue la nulidad de un negocio cuando quien lo hace lo ha ejecutado
voluntariamente o ha brindado su anuencia a la ejecución por su contraparte. En
casos así parece natural que el afectado con la alegación de nulidad se defienda
invocando la doctrina de los actos propios.

Decidir si dicha defensa puede prosperar o no, dependerá, como siempre, de los
hechos del caso, pero dependerá también de la causal de nulidad alegada. “Así,

215
por ejemplo, se pregunta si puede el cedente de un crédito, cuando es nula la
cesión hecha por él, pedir la nulidad contraviniendo sus propios actos” (Díez-
Picazo 2014: 236). La respuesta doctrinaria no es clara sobre esto. Se dice, por
ejemplo, que sí es lícito ir contra los propios actos cuando el contrato es
absolutamente nulo por haber sido celebrado contra la prohibición de una ley
imperativa (Díez-Picazo 2014: 236).

Por el contrario, se ha sostenido que debe aplicarse la doctrina de los actos


propios para desestimar una acción de nulidad cuando la actora había vendido
las mismas acciones que adquirió en virtud de un contrato que ahora reputa nulo,
lo cual implica una conducta contradicha con su comportamiento actual (Romero
Seguel 2010: 71).

No hay uniformidad en la doctrina sobre si debe admitirse un comportamiento


claramente contradictorio cuando la excusa para el cambio de conducta es la
nulidad del contrato por falta de manifestación de voluntad. Es decir, no queda
claro que, luego de haber ejecutado un contrato, se pueda después alegar su
nulidad para evitar su sucesiva ejecución. En principio, dado que el sistema de
nulidades tiene carácter público, debería permitirse dicha alegación
contradictoria. Sin embargo, hay situaciones en las que esa tolerancia parece
ser excesiva.

Favorece la tesis que permite alegar la existencia de nulidad, aunque ello sea
contradictorio con la propia celebración y ejecución del contrato, el hecho que la
nulidad pueda ser alegada por cualquier persona con interés, lo que incluye por
supuesto a las propias partes112.

Sin embargo, dicha regla no impide sentir rechazo cuando una parte ha
ejecutado o tolerado la ejecución del contrato para luego, a su conveniencia,
alegar la existencia de nulidad. En situaciones como esa es fácilmente
perceptible el propósito de aprovechar la existencia de un camino legal que
permite liberarse del cumplimiento, a pesar de que la voluntad de ejecución se
mantuvo cuando las circunstancias eran convenientes.

Así como la premisa debe ser que una parte está legitimada para pedir la nulidad
del contrato celebrado por ella, no es menos cierto que hay situaciones extremas
en las cuales puede rechazarse esa posibilidad bajo el amparo de la doctrina de
los actos propios. Si en cualquier situación quien alega la aplicación de esta
doctrina debe soportar la carga de acreditar el cumplimiento de sus requisitos, la
tarea probatoria es más compleja todavía cuando la contradicción que se acusa
se justifica en un contrato nulo.

El sistema de nulidades no ha sido creado con un propósito unívoco. De hecho,


el legislador ha debido completar la tarea de identificar cuáles son las
circunstancias que ameritan la máxima protección diseñada por el Derecho Civil
frente a las irregularidades negociales. El legislador ha debido identificar distintos

112
“Artículo 220.- La nulidad a que se refiere el artículo 219 puede ser alegada por quienes
tengan interés o por el Ministerio Público.
Puede ser declarada de oficio por el Juez cuando resulte manifiesta.
No puede subsanarse por la confirmación”.

216
tipos de remedios para situaciones cuya gravedad no es la misma. Estemos o
no de acuerdo, el legislador civil ha establecido prioridades o grados de gravedad
de las anomalías contractuales.

Así, para definir que el incumplimiento se sanciona con resolución, que el error
se sanciona con anulabilidad y la lesión con rescisión, el legislador ha tomado
decisiones en función de los intereses afectados. Algo parecido debe hacer el
decisor en una controversia en la cual la alegación de nulidad se confronta con
la invocación de la doctrina de los actos propios. Lo que debe hacer es
preguntarse por qué el legislador decidió que determinada circunstancia
configure una causal de nulidad, precisamente porque el Derecho tiene carácter
funcional y debe responder a las necesidades que resultan de la interacción.

Recordemos que las nulidades reconocidas en el Derecho Contractual peruano


tienen que ver con la falta de manifestación de voluntad, irregularidades en el
objeto, finalidad ilícita del contrato, simulación absoluta, falta de formalidad
prevista bajo sanción de nulidad, nulidad dispuesta por la ley, o vulneración del
orden público113.

En el primer caso, una alegación de nulidad por falta de manifestación de


voluntad difícilmente va a prosperar si quien la alega ha desplegado conductas
que reflejan su consentimiento. En tal sentido, invocar la doctrina de los actos
propios no sería necesario, pues bastaría con demostrar que quien niega haber
manifestado su voluntad para celebrar el contrato, en los hechos ha consentido,
y que por tanto no ha logrado evidenciar su pretensión de nulidad.

Aunque la causal de nulidad basada en defectos de capacidad ha sido eliminada,


el artículo 226 del Código Civil señala que cuando hubiere más de un sujeto que
integre una misma parte, la capacidad de ejercicio restringida del artículo 44 de
uno de ellos no puede ser invocada por la otra que integre la misma parte, salvo
cuando es indivisible la prestación o su objeto114. Esta regla es interesante

113
“Artículo 219.- El acto jurídico es nulo:
1. Cuando falta la manifestación de voluntad del agente.
2. [Cuando se haya practicado por persona absolutamente incapaz, salvo lo dispuesto en
el artículo 1358]. Este inciso fue derogado por Decreto Legislativo Nº 1384.
3. Cuando su objeto es física o jurídicamente imposible o cuando sea indeterminable.
4. Cuando su fin sea ilícito.
5. Cuando adolezca de simulación absoluta.
6. Cuando no revista la forma prescrita bajo sanción de nulidad.
7. Cuando la ley lo declara nulo.
8. En el caso del artículo V del Título Preliminar, salvo que la ley establezca sanción
diversa”.
114
“Artículo 44.- Son relativamente incapaces:
1. Los mayores de dieciseis y menores de dieciocho años de edad.
2. [Los retardados mentales] (derogado).
3. [Los que adolecen de deterioro mental que les impide expresar su libre voluntad] (derogado).
4. Los pródigos.
5. Los que incurren en mala gestión.
6. Los ebrios habituales.
7. Los toxicómanos.
8. Los que sufren pena que lleva anexa la interdicción civil.
9. Las personas que se encuentren en estado de coma, siempre que no hubiera designado un
apoyo con anterioridad (añadido)”.

217
porque revela que el rol del legislador civil, como ya se ha dicho, es el de conciliar
intereses, de modo que las partes se encuentren en el mismo punto de partida
al inicio de la ejecución contractual.

Por ejemplo, si dos personas adquieren un bien determinado y una de ellas


adolece de incapacidad relativa, el otro adquirente no puede pretender la
anulación del contrato.

Así, de un lado, en coherencia con el espíritu de que la nulidad debe ser lo menos
invasiva posible (lo que se traduce en la norma de nulidad parcial, por ejemplo),
la regla permite mantener la validez del negocio haciendo que el riesgo derivado
de la capacidad restringida de un sujeto sea asumido por aquel que se encuentra
en el mismo polo de la relación jurídica. En tal sentido, si son dos los obligados
y uno adolece de capacidad restringida, el otro sujeto obligado no podrá alegar
la anulación del contrato, sino que deberá ejecutar lo que le corresponde de la
prestación.

De otro lado, el legislador decidió conciliar la necesidad de restringir la alegación


de nulidad con el hecho que esta es inexorable. Es decir, no puede negarse que
la capacidad restringida puede motivar que quien adolece de ella la invoque en
su beneficio.

La solución conciliatoria diseñada por el legislador es permitir que la nulidad sea


alegada por el sujeto que adolece de capacidad restringida, mas no por la
persona obligada junto con aquél. La única excepción es que la obligación sea
indivisible115.

Como puede apreciarse, el artículo 226 del Código Civil acoge, de manera
limitada, el espíritu que subyace a la doctrina de los actos propios, al impedir
alegar la nulidad del contrato a quien se obliga junto con un sujeto de capacidad
restringida (a menos que la obligación sea indivisible).

La pregunta que cabe formularse también es si quien adolece de capacidad


restringida puede alegar esa limitación para solicitar la declaración de nulidad.
La respuesta es que sí puede porque el artículo 226 implícitamente lo permite al
restringir la prohibición al otro sujeto obligado116.

No obstante, hay una razón adicional, de fondo, por la cual quien adolece de
capacidad restringida sí puede invocar la nulidad. Para encontrar esa razón el
legislador evaluó la importancia del interés protegido con la causal de nulidad. Y
esa misma razón es la que se debe tener en cuenta para evaluar si el afectado
con la nulidad puede impedir su declaración invocando la doctrina de los actos
propios.

115
De lo contrario, tendría que asumir la carga de ejecutar lo que corresponde a quien adolece
de capacidad restringida.
116
El artículo 229 del Código Civil, hoy derogado por el Decreto Legislativo Nº 1384, ratificaba
dicha conclusión, al indicar que, si la incapacidad había sido ocultada de mala fe, no se podía
invocar la nulidad:
[“Artículo 229.- Si el incapaz ha procedido de mala fe al ocultar su incapacidad para inducir a la
celebración del acto, ni él, ni sus herederos o cesionarios, pueden alegar la nulidad”].

218
La razón por la cual quien adolece de capacidad restringida puede solicitar la
declaración de nulidad y su contraparte no puede alegar que ha vuelto contra
sus propios actos, es que el interés protegido con las reglas referidas a la
capacidad de las personas es doble. De un lado, el hecho que la capacidad de
una persona esté afectada por alguna vicisitud que arroje dudas sobre la claridad
de su voluntad impide que las partes del negocio se encuentren en el mismo
punto de partida al comienzo de la relación jurídica. Además, esa falta de claridad
puede generar un impacto frente a terceros, como los herederos de la persona
cuya capacidad está comprometida.

Así, para el legislador es más importante que un contrato celebrado por persona
con capacidad restringida sea anulado a solicitud de quien celebró el contrato,
pese a que es evidente que ha ido contra sus propios actos, y perjudicar así a
su contraparte, que tolerar la afectación de los intereses de quien no se
encontraba en igualdad de condiciones al celebrar el contrato por no gozar de
plena capacidad.

Veamos qué ocurre con otras causales de nulidad. De acuerdo con el artículo
219 numeral 3 del Código Civil, el negocio jurídico es nulo cuando su objeto es
física o jurídicamente imposible o cuando sea indeterminable.

La razón por la cual el legislador dotó de la máxima sanción civil a la imposibilidad


del objeto o de su determinación es que dicha circunstancia niega la viabilidad
de que el contrato sea ejecutado. Si el objeto del contrato es imposible es
entonces imposible que sea ejecutado. Y en este punto el interés público es
evidente. El sistema de justicia no tiene como función proteger alegaciones que
carecen de un interés real. No puede pues protegerse un contrato que es
impracticable.

Si la causa de la anulación que se discute es la imposibilidad del objeto o de su


determinación, es difícil imaginar que la parte contra la cual se alega se defienda
invocando la doctrina de los actos propios, pues no habría conducta previa que
haya generado confianza protegible. En efecto, si el objeto del contrato es
imposible, en principio no podría haberse ejecutado, y sin ejecución en los
hechos no habría conducta posible que sea contradicha con la acción de nulidad.
En todo caso, si hubiera habido ejecución por la parte que luego alega la causal
de nulidad, la contraparte afectada tendría dos caminos, de un lado, negar la
existencia de causal de nulidad, pues los hechos desplegados por la parte que
la invoca demostrarían que el objeto sí era posible, y de otro lado, invocar la
doctrina de los actos propios.

Siguiendo el ejemplo antes mencionado, A se compromete frente a B a


suministrar el producto X, pero el contrato incurre en una causal de nulidad
porque no es posible determinar la cantidad de producto a suministrar. Si A
suministró el producto X a B por un período considerable de tiempo, en una
cantidad determinada y luego varía la cantidad entregada, B podría invocar la
doctrina de los actos propios.

219
El juzgador a cargo de ese caso tendría que balancear el interés público de
considerar nulo un contrato cuyo objeto no puede determinarse con claridad, con
el derecho de una parte de exigir coherencia a la otra. Dado que el juez debe
poner fin a la controversia a través de la interpretación adecuada del contrato,
deberá declararlo nulo en caso no sea posible desentrañar su significado. La
razón es que el juez es intérprete de la voluntad, no creador de ella. Alterar este
principio supondría una seria amenaza al sistema contractual, estructurado
sobre la base de la autonomía privada.

En relación con la causal de fin ilícito, imagínese un contrato en el que ambas


partes tienen un propósito ilícito, como por ejemplo un contrato de arrendamiento
por el cual el inmueble alquilado sirve como espacio para llevar a cabo una
actividad ilícita, como la elaboración y comercialización de sustancias prohibidas.
Es más, la renta podría ser mucho mayor que la de mercado, de modo que el
arrendador también se beneficiaría de la actividad económica a realizarse.

No cabe duda de que el contrato sería nulo. Tampoco cabe duda de que la razón
de la nulidad, o mejor, dicho, el interés que se quiere proteger con ella, es un
interés público, que trasciende a las partes. En buena cuenta, el fin ilícito como
causal de nulidad es la válvula que permite el ingreso de los valores de la
sociedad en el mundo de los contratos.

En el ejemplo mencionado, imagínese que el contrato es ejecutado con


normalidad y que al cabo de un tiempo el arrendatario del inmueble deja de pagar
la renta alegando la finalidad ilícita. Aunque el arrendador no tendría cómo negar
la ilicitud de la causa del contrato, su reacción intuitiva sería cuestionar el cambio
de conducta. ¿Podría traducirse esta reacción en la invocación de la doctrina de
los actos propios para evitar la declaración de nulidad?

La respuesta es negativa, pues al cotejar los intereses que se contraponen entre


ambas alegaciones, lo que corresponde es que el juez dé prioridad a las razones
que justifican la causal de nulidad. Aun cuando parezca inaceptable que quien
ejecutó el contrato con normalidad se niegue a seguir haciéndolo por una razón
que conocía al momento de celebrarlo, al juez no le queda alternativa que
anularlo. Sostener lo contrario supondría avalar una actividad que el
ordenamiento jurídico no tolera.

De otro lado, cuando la causal de nulidad es la simulación absoluta, el interés


deja de ser solamente público, como ocurre en el caso de la causa ilícita, para
poner en el eje de protección al interés de los terceros que podrían verse
afectados con el acto simulado.

A diferencia de las otras causales, el legislador ha sido más específico al señalar


en el artículo 193 que la acción para solicitar la nulidad del acto simulado puede
ser ejercitada por cualquiera de las partes o por el tercero perjudicado, de ser el
caso. Queda poco margen de acción entonces para aquel que celebró el acto
simulado, para cuestionar el pedido de declaración de nulidad de su contraparte
sobre la base de la doctrina de los actos propios. De hecho, el acuerdo
simulatorio (llamado informalmente “contradocumento”), que es un elemento
indispensable para la existencia de la simulación, revela cuál es el propósito real

220
de las partes al llevar a cabo el contrato simulado. Un acuerdo simulatorio es
pues el antídoto contra cualquier supuesta confianza defraudada, de modo que
invocar la doctrina de los actos propios terminaría siendo inviable.

Por ejemplo, se firma un contrato de arrendamiento en virtud del cual A arrienda


a B un inmueble de su propiedad. B está obligado a pagar una renta R. El
acuerdo simulatorio revela que se trata de una simulación relativa, pues el
propósito real es que A dé el bien a B en comodato. Si B sostiene que en realidad
no está obligado a pagar la renta, A no podrá defenderse alegando la doctrina
de los actos propios, pues el propio acuerdo simulatorio evidencia su
conformidad con que el uso del bien sea gratuito. No habría confianza
defraudada que proteger si B demanda la nulidad del contrato de arrendamiento
con el propósito de lograr la eficacia del comodato117.

Sobre este tema, el 15 de marzo de 2018, la Sala Civil Permanente de la Corte


Suprema de Justicia de la República del Perú emitió la Casación N° 1722-2017
Áncash, en la que se refirió a la doctrina de los actos propios a propósito de un
caso de nulidad de acto jurídico por simulación absoluta.

El demandante, Heinrich Bosshard Isler, era propietario los lotes 6, 7 y 9


ubicados en el Barrio de Pedregal, distrito y provincia de Huaraz (los “Lotes”). A
la fecha de los hechos, únicamente el lote 9 se encontraba registrado.

En el año 2008, a raíz de una deuda con SUNAT, el demandante decidió simular
una transferencia de los Lotes a favor de María Cristina del Pilar Bracesco Uribe,
hija de la señora Elvira Uribe Tueros, la cual se llevó a cabo mediante Escritura
Pública de compraventa del 19 de mayo de 2008. El demandante indica que a
raíz de esta transferencia no recibió monto alguno y pese a ella, continuó
poseyendo.

El 30 de abril de 2009, la demandada, María Cristina del Pilar Bracesco Uribe,


transfirió los Lotes a la demandada Clara Katya Álvarez Vargas, a cambio de lo
cual tampoco se pagó precio alguno ni hubo traspaso de posesión.

Finalmente, el 10 de enero de 2011, la Sra. Álvarez transfirió el lote 9 a los padres


de Elvira Uribe Tueros, los demandados Pedro Antonio Uribe Ponce y María Luz
Tueros Taype de Uribe. Al igual que en las dos ocasiones anteriores, tampoco
se pagó precio alguno ni hubo traspaso de posesión.

El 16 de agosto de 2014, el demandante interpuso demanda, entre otras


personas, contra las antes mencionadas, y solicitó que se declare la nulidad de
los sucesivos contratos de compraventa de los Lotes, por la causal de simulación
absoluta recogida en el inciso 5 del artículo 2019 del Código Civil, así como por
los incisos 3, 4 y 8 del mismo artículo.

117
Siendo la protección de los terceros una preocupación del legislador en caso de simulación,
el artículo 194 se ocupa del problema al impedir que la simulación sea opuesta por las partes o
por los terceros perjudicados a quien de buena fe y a título oneroso haya adquirido derechos de
titular aparente.

221
Los demandados señalan que el demandante estaba conforme con al menos
una de las transferencias, dado que suscribió una escritura pública de
rectificación de medidas. También indican que la señora Elvira Uribe Tueros fue
conviviente del demandante y que él tenía una deuda con ella para la cual, como
parte de pago, entregó los Lotes en 1999, hecho que fue formalizado recién en
el 2008.

En primera y en segunda instancia, la demanda fue declarada infundada en


todos sus extremos, entre otros argumentos, por no haberse acreditado la
existencia de un acuerdo simulatorio y porque los instrumentos públicos materia
de nulidad se realizaron con consentimiento del demandante.

En casación, la Corte Suprema concluye que lo alegado por el demandante no


permite concluir la existencia de una simulación, ni de las otras causales de
nulidad alegadas.

Como un argumento adicional, la Corte considera que el actuar del demandante


sería contrario a la teoría de los actos propios, respecto de la cual se cumplen
los tres requisitos: (i) la conducta vinculante es el comportamiento inicial del
demandante fue el de transferir los Lotes mediante la escritura pública del 2008
y reconocer la segunda transferencia del 2009 mediante su intervención en la
escritura pública; (ii) la pretensión contradictoria es que el demandante señale
que la primera compraventa que él realizó fue efectuada con el fin de evitar un
posible embargo, y luego intervenga en un segundo acto jurídico mediante el
cual se siguen transfiriendo los bienes en su propio perjuicio y sin justificación
alguna; y, (iii) hay identidad de sujetos porque es el mismo demandante quien
realiza ambos actos.

Por los argumentos expuestos, la Corte Suprema declaró infundado el recurso


de casación interpuesto por el demandante.

En un caso de simulación absoluta la aproximación a la doctrina de los actos


propios puede producirse de dos maneras: invocando o no el artículo 194 del
Código Civil.

Como se recordará, el artículo 194 del Código Civil impide que la simulación sea
opuesta por las partes o por los terceros perjudicados a quien de buena fe y a
título oneroso haya adquirido derechos de titular aparente. En la casación
mencionada, la Corte Suprema no necesitó aplicar dicha norma, puesto que la
regla supone que el contrato cuestionado incurra en causal de nulidad, pero que
esta no es oponible a los terceros adquirentes. En el caso citado, la Corte
descartó la existencia de simulación.

La otra forma de relacionar la nulidad por simulación absoluta con la doctrina de


los actos propios es como la Corte Suprema lo hizo, analizando los dos temas
de manera independiente. Así, de un lado, concluyó que no se acreditó la causal
de nulidad por la falta de acuerdo simulatorio. Con ello hubiera bastado para
resolver el caso, pero de otro lado, como argumento adicional planteó que la
pretensión del demandante supone una vulneración de la doctrina de los actos
propios.

222
Independientemente de que el resultado del proceso sea o no justo, debe
destacarse que la decisión de la Corte Suprema contiene un traslape de
argumentos. Al analizar los requisitos para invocar la doctrina de los actos
propios señala, de un lado, que el demandante participó en las transferencias
posteriores a la suya para luego cuestionarlas, y que ello es contradictorio. Sin
embargo, este razonamiento parece descartar la existencia de simulación pues
no se demostró que hubo acuerdo simulatorio. De nuevo, ello revela que bastaba
con descartar la nulidad para resolver el caso, sin necesidad de acudir a la
doctrina de los actos propios.

La siguiente causal de nulidad es también interesante: cuando el negocio jurídico


no reviste la forma prescrita bajo sanción de nulidad. Luego de una ejecución
constante en el tiempo, tal como habría ocurrido con un contrato formalizado,
una de las partes suspende o paraliza la ejecución, o solicita la reversión de lo
ejecutado alegando la falta de la formalidad exigida por la ley. ¿La otra parte
puede defenderse sobre la base de la doctrina de los actos propios?

Para contrastar esta causal de nulidad con una posible alegación de la doctrina
de los actos propios, hay que preguntarse cuál es la razón que subyace a la
imposición de formalidades legales. Una aproximación inmediata a este asunto
nos llevaría a concluir que este ejercicio no es necesario, puesto que, dado que
es la propia ley la que establece la formalidad que se omite, no hay espacio para
discutir si la declaración de nulidad puede evitarse. Bajo esta línea de
razonamiento se diría que, aunque la parte que alega la nulidad es la que
contribuyó a que no se formalice el contrato, puede solicitar la anulación
invocando la doctrina de los actos propios118.

Una lógica similar subyace a aquellas situaciones en las cuales la causal de


nulidad es que la ley así lo disponga o que el contrato afecte el orden público.
Usemos como ejemplo el artículo 1398 del Código Civil, que en los casos de
contratación en masa señala que no son válidas las cláusulas que establecen
exoneraciones de responsabilidad a favor de quien las ha redactado119. Si se
emplea el mismo razonamiento, en caso la parte que no redactó el contrato
alegue que algunas de sus cláusulas son nulas, no podrá argumentarse para
impedirlo que quien solicita la nulidad suscribió válidamente el contrato o que
incluso lo ejecutó en la práctica.

Probablemente lo que el juez resolvería es que la cláusula cuestionada es en


efecto inválida y que la contraparte no puede impedir la anulación alegando la
doctrina de los actos propios. En efecto, siguiendo esta línea de análisis, si se
confronta una razón de interés público para proteger determinados derechos,

118
Más adelante se volverá a esta discusión a propósito de las cláusulas contractuales que
exigen una modificación por escrito o bajo ciertas formalidades. La discusión es distinta porque
en el caso que ahora analizamos la formalidad la impone la ley, no las partes.
119
“Artículo 1398.- En los contratos celebrados por adhesión y en las cláusulas generales de
contratación no aprobadas administrativamente, no son válidas las estipulaciones que
establezcan, en favor de quien las ha redactado, exoneraciones o limitaciones de
responsabilidad; facultades de suspender la ejecución del contrato, de rescindirlo o de resolverlo;
y de prohibir a la otra parte el derecho de oponer excepciones o de prorrogar o renovar
tácitamente el contrato”.

223
como los de los consumidores, con la confianza que se habría vulnerado con la
conducta contradictoria –celebrar el contrato para luego sostener que tiene
cláusulas nulas- deberá preferirse la protección legal.

El acercamiento a esta discusión en doctrina pasa por la teoría de la “propia


culpa o torpeza”, o Allegans propriam turpitudinem non auditur: “Esta regla
impide que una persona trate de obtener un resultado favorable para ella con
fundamento en un acto o en una situación irregular, cuando de esta irregularidad
o de esta ilegalidad es culpable el mismo que trata de obtener el beneficio” (Díez-
Picazo 2014: 104).

Bajo esta perspectiva, por ejemplo, quien ha cometido fraude en perjuicio de sus
acreedores estaría impedido de dejar sin efecto el contrato que celebró, de modo
que la acción pauliana está reservada exclusivamente para el acreedor afectado.
De hecho, el artículo 195 del Código Civil confiere dicha acción al acreedor120.

Un ejemplo de la aplicación del nemo auditur que recoge la doctrina es cuando


“Según Santo Tomás, las ganancias de las meretrices proceden de un contrato
inmoral, pero las partes acuerdan el precio voluntariamente, y privar de este a la
ramera es grave injusticia, por lo que se establece la imposibilidad de repetir lo
pagado […]” (Miguel Cerdá Olmedo citado en Jaramillo 2014: 313).

La teoría de la propia culpa o torpeza está reflejada en el artículo 1305 del Código
Civil español, según el cual, cuando la nulidad proviene de causa u objeto ilícitos,
si el hecho es delito o falta para ambos contratantes, carecen de acción entre sí.
El artículo 1306 añade que si el hecho en que consiste la causa torpe no
constituyere delito ni falta, se observarán las reglas siguientes: (i) si la culpa es
de ambos contratantes, ninguno de ellos podrá repetir lo que hubiera dado en
virtud del contrato, ni reclamar el cumplimiento de lo que el otro hubiese ofrecido;
y, (ii) cuando la culpa sea de un solo contratante, este no podrá repetir lo que
hubiese dado en virtud del contrato, ni pedir el cumplimiento de lo que se le
hubiera ofrecido; la parte extraña a la causa torpe, podrá reclamar lo que hubiera
dado, sin obligación de cumplir lo que hubiera ofrecido.

Esta teoría ha sido citada por la Corte Constitucional colombiana, en la Sentencia


T-213/08 del 28 de febrero de 2008, según la cual, es una regla contraria a la
buena fe el aprovechamiento del propio error, dolo o culpa, de quien por su
desidia resulta afectado: nemo auditur proprian turpitudinem allegans (Jaramillo
2014: 309).

Tal pronunciamiento se emitió en un proceso de responsabilidad civil


extracontractual iniciado por la señora A contra el Banco B. En el marco de este
proceso, el Banco B fue representado por su gerente general, quien a su vez
otorgó poderes a dos personas: (i) poder general a un representante; y, (ii)
mandato de representación a un abogado en los términos siguientes:

120
Algo parecido ocurre con el artículo 140 de la Ley General de Sociedades, según la cual, la
impugnación de los acuerdos societarios puede ser interpuesta por los accionistas que en la junta
general hubiesen hecho constar en acta su oposición al acuerdo, por los accionistas ausentes y
por los que hayan sido ilegítimamente privados de emitir su voto. En otras palabras, quienes
votaron a favor del acuerdo no pueden impugnarlo.

224
“…manifiesto al Despacho que para la diligencia de conciliación otorgo poder
especial, amplio y suficiente, al doctor X, abogado que coadyuva el presente
escrito, para que me asista en la audiencia de conciliación de que trata el art.
101 del C. de P.C, modifique la solicitud de pruebas reclamadas con la
contestación de la demanda y solicite las que considere convenientes. Señor
Juez ruego se conceda personería”.

El abogado actuó en la audiencia de conciliación y ejerció los siguientes actos


procesales: (i) solicitud de aclaración y complementación del dictamen pericial;
(ii) objeción por error grave contra el dictamen pericial; (iii) presentación del
recurso de reposición contra la providencia de 6 de marzo de 2006 en la que se
corrió traslado para alegar; y, (iv) alegatos de conclusión. Además, apeló de la
sentencia de primera instancia.

La demandante solicitó que se declare ejecutoriada la sentencia alegando que


el abogado no contaba con facultades para apelar. El Juzgado no concedió dicho
pedido por considerar que durante toda la primera instancia el juez y las partes
tuvieron como apoderado a dicho abogado. Posteriormente, ante la solicitud de
la demandante, el Banco presentó un escrito donde ratificaba todas las
actuaciones hechas en su nombre por el abogado.

El Tribunal Superior declaró bien denegado el recurso de apelación interpuesto


contra la sentencia de primera instancia al considerar que la preclusión había
operado para el Banco.

Contra esta sentencia, el Banco interpuso un recurso de acción de tutela 121 que
fue revisado en primera instancia por la Sala de Casación Civil de la Corte
Suprema de Justicia, la cual ordenó al Tribunal que deje sin efecto su
providencia. Argumentó que, si bien cuando un abogado actúa sin poder ello
acarrea la nulidad de la actuación, se trata de una nulidad subsanable, lo cual
sucedió mediante la ratificación del Banco a las actuaciones de su abogado.
Finalmente, argumenta la Corte Suprema que, no procede que, si a lo largo del
trámite del proceso, el Juzgado, luego de autorizar que el abogado que
representaba los intereses del Banco presentara varios escritos, ninguno de los
cuales le fue rechazado, precisamente frente al derecho de impugnar la
sentencia, le reproche la carencia de facultades.

En segunda instancia se revocó la decisión y se declaró improcedente la acción


de tutela. Por un lado, argumentó la improcedencia del recurso para controvertir
providencias judiciales. Por otro lado, señaló que el abogado había excedido sus
facultades y que, reconocérselas, supondría ir contra una norma sustantiva que
propone que no se puede estar representado en un proceso civil por más de un
apoderado al mismo tiempo.

121
Acción de amparo, según la regulación peruana.

225
La Corte Constitucional analizó la procedencia de la acción de tutela contra
resoluciones judiciales122. También analizó la regla nemo auditur propiam
turpitudinem allegans frente a la administración de justicia, la cual sostiene que
está prohibido pretender aprovecharse del propio error, dolo, culpa o desidia.

Para la Corte Constitucional, no puede remediarse el error del Juzgado al tolerar


que el abogado haya actuado como representante a pesar de que ello excedía
el mandato otorgado. Reconocer al abogado como apoderado para interponer la
apelación de la sentencia de primera instancia implicaría desconocer la norma
por la cual en un proceso solo puede actuar un apoderado al mismo tiempo
(salvo para los casos de audiencias en los que se podrá designar a un apoderado
diferente antedicha norma). Añade que existe un plazo para apelar por quien
funge válidamente como mandatario judicial, lo cual no ocurrió.

Por otro lado, refiere la Corte Constitucional que resulta contrario al principio
nemo auditur propiam turpitudinem allegans el que el Banco pretenda
aprovecharse de su propia culpa (el contar con un apoderado sin habilitación
expresa) para alegar la oportunidad y pertinencia de un recurso de apelación que
para la ley procesal es como si nunca se hubiese presentado. Admitir la
apelación, aunque su presentación haya sido irregular vulneraría el principio de
igualdad procesal y seguridad jurídica.

Finalmente, en relación con la confianza legítima, la Corte Constitucional señala


que esta regla se funda en el principio general de la buena fe y que las
actuaciones ajustadas al ordenamiento generan expectativas basadas en la
legalidad y legitimidad. En ese sentido, señala que los actos del abogado del
Banco son irregulares e ilegítimos al no contar con poder suficiente, por lo cual
no generan confianza o expectativa. Añade que de ninguna manera se podrían
ratificar los actos del abogado por tratarse de una causal de nulidad.

Por lo anteriormente mencionado, la Corte Constitucional confirmó la sentencia


de segunda instancia que revocó la decisión que concedió la acción de tutela.

Hubo un voto discrepante que revela la complejidad del asunto, según el cual el
que un juez tolere que un abogado actúe de buena fe en el proceso en diversas
etapas puede generar una situación de confianza legítima (además cuestiona
que se haya hecho una interpretación formalista de la ley poniendo en juego el
derecho a apelar una sentencia desfavorable).

El caso antes descrito revela que la preferencia por la legalidad como escudo
protector frente a la doctrina de los actos propios puede conducir a conclusiones
que, contrastadas con los hechos, podrían parecer injustas, como, por ejemplo,
el hecho que la parte que ejecuta un contrato se niegue después a hacerlo
alegando el incumplimiento de formalidades esenciales que ella misma ha
omitido. Sin embargo, dado que la clave para determinar la aplicación de la
doctrina de los actos propios es la confianza generada, la ilegalidad

122
Según la jurisprudencia colombiana, para que esto ocurra la resolución judicial debe
configurar una vía de hecho, lo cual es equivalente a decir que debe adolecer de un defecto que
vulnere derechos fundamentales por tratarse de una decisión arbitraria.

226
(incumplimiento de los elementos de validez del contrato) no genera confianza
protegible.

En esta línea, también es relevante la Sentencia del Tribunal Supremo Español


del 1 de marzo de 2012 (434/2009), según la cual, para un sector de la doctrina,
la regla “nemo propriam causam turpitudinem allegare potest” es una
manifestación de la doctrina de los actos propios e impide que invoque la nulidad
quien la ocasionó.

La sentencia recayó en un proceso en el que participó una empresa Z, titular de


un porcentaje mayoritario (aproximadamente el 70%) de las acciones emitidas
por la empresa X. Ambas celebraron un contrato de compraventa mediante el
cual Z vendía a X las acciones de su titularidad emitidas por X a cambio de 9,000
euros y cuatro naves industriales que, luego de levantar las hipoteca que las
gravaba, tenían un valor de 349,357 euros. La controversia surge porque la
empresa X (la compradora) rechazó el otorgamiento de la escritura de
adquisición de sus propias participaciones sociales.

La vendedora (empresa Z) demandó la ejecución de lo pactado, mientras que la


compradora (empresa X) demandó la nulidad parcial del contrato de
compraventa y, como consecuencia, una indemnización de 9,000 euros más los
intereses legales correspondientes. Tanto en primera instancia como en
segunda instancia se le dio la razón a la demandada, por lo cual la demandante
interpuso recurso de casación.

En el caso existe una discusión sobre la licitud de la causa del contrato de


compraventa en tanto la sociedad estaría adquiriendo sus propias acciones. El
Tribunal Supremo declaró que la causa efectivamente es ilícita y, como
consecuencia, el negocio es nulo por oponerse a las leyes que prohíben la
adquisición de acciones de propia emisión.

También existe en el caso una discusión sobre la doctrina de los actos propios.
La recurrente afirma que la empresa X (la compradora y, a su vez, la sociedad
cuyas acciones se estaban transando) aprobó por unanimidad y con la presencia
del 100% de sus socios, la adquisición de las participaciones sociales de
propiedad de la empresa Z (la vendedora) y que incluso inició la ejecución del
contrato, por lo que argumentar que es nulo, por causa ilícita, supone ir contra
sus propios actos.

La Sala, tras valorar este argumento, señaló que la doctrina de los actos propios
no era aplicable en este caso por tratarse de uno de nulidad. En ese sentido,
indicó que la discusión recaía en “si alguna de las partes está legitimada para
oponer la nulidad de lo pactado al cumplimiento del contrato o, pese a ello,
prescindiendo de las razones por las que el ordenamiento aplica tan grave
sanción a lo estipulado, debe aquietarse en aras al principio que impide actuar
contra los propios actos”.

La Sala sostiene que, si bien el principio de los actos propios no está reconocido
normativamente en el ordenamiento español, constituye una manifestación del
principio de buena fe como límite al ejercicio de los derechos subjetivos. En

227
segundo lugar, indica que para que sea aplicable la doctrina de los actos propios
es precisa la concurrencia de los siguientes requisitos: (i) existencia de una
conducta jurídicamente relevante previa y consciente de sus consecuencias, (ii)
que tal conducta tenga una significación e inequívoca e incompatible con la
posterior; y, (iii) que las expectativas defraudadas por la actuación posterior sean
razonables.

Para la Sala, un acuerdo ilícito en ningún caso puede generar expectativas


razonables, por lo que concluyó que la doctrina de los actos propios no impide
invocar la nulidad de lo estipulado. Agrega que esta materia es indisponible por
responder a un interés público que excede los de las partes en el contrato e,
incluso, de los accionistas y acreedores.

En general, la jurisprudencia española no avala que sobre la base de la doctrina


de los actos propios se impida alegar la existencia de nulidad a quien la provocó.
Por el contrario, “[e]s indiscutiblemente mayoritaria la corriente jurisprudencial
que niega la posibilidad de enervar la legitimación anulatoria del contratante
aunque la pretensión de nulidad contradiga sus propios actos” (Carrasco 2016:
562).

Específicamente en un caso de donación que no cumple con las formalidades,


Carrasco señala que no corresponde aplicar la regla “nemo” (propia torpeza)
porque son fuertes las razones por las que se exige legalmente la formalidad. A
pesar de lo anterior, el mismo autor señala que en realidad no hay respuesta
unívoca.

Considero que, así como a la parte afectada con el pedido de nulidad puede
parecerle injusto que su contraparte solicite la anulación del contrato pese a
haber consentido, no es menos cierto que la ley se presume conocida por todos,
y que, por tanto, la parte afectada con el pedido de nulidad debía conocer que la
ley exigía una formalidad que no cumplió. Parece sensato concluir entonces que,
en un caso como este, nuevamente debe estudiarse cuál es el interés
subyacente a la causal de nulidad. El legislador puede haber tomado la decisión
de exigir formalidades de validez por razones distintas, incluso por razones
frívolas, pero estas no pueden desestimarse libremente, dado que ello supondría
avalar abiertamente el incumplimiento de la ley.

Ahora bien, en casos de nulidades de fondo, distintas a las derivadas de falta de


formalidad, se ha sostenido que:

“[t]iene que existir una diferencia en Derecho entre imponer las resultas de la
regla nemo a quien simplemente ha concurrido a la celebración del negocio nulo
o a quien, además de lo anterior, ha ejecutado o empezado a ejecutar la
materialidad de las prestaciones que son el contenido de aquél. […] incluso en
este segundo caso, puede existir una justificación para distinguir entre quien
ejecuta las prestaciones nulas del negocio del que no es el disponente (vgr, el
heredero que cumple el testamento nulo) y quien es al mismo tiempo el
disponente y el ejecutor del negocio afectado por la nulidad” (Carrasco 2016:
565).

228
El citado autor considera que, en todo caso, debe distinguirse aquellas
situaciones en las que la intervención de la parte que reclama la nulidad se limita
a la celebración del contrato nulo, de aquellas en las que lo ejecuta sin
observaciones durante un tiempo en el cual la contraparte confió en que la
nulidad no se alegaría.

Reconozco que esa distinción es válida, pero incluso la segunda situación,


digámosle “calificada”, conduce a que en principio se declare la nulidad, al menos
en el ordenamiento jurídico peruano, que no contempla la regla de propia culpa
o torpeza. Sin embargo, atendiendo a las circunstancias de cada caso concreto
se puede activar otros remedios, como el enriquecimiento sin causa, para
obtener una indemnización por los perjuicios ocasionados.

Como puede apreciarse, habiendo revisado las causales de nulidad y los


intereses que se protegen con ellas, se mantiene la premisa inicial, según la cual,
el ordenamiento jurídico peruano permite la alegación de nulidad por la parte que
prestó su consentimiento y que incluso ejecutó el contrato. Ahora bien, esto
último, que lo haya ejecutado generando en la contraparte la confianza de que
la irregularidad estructural del contrato no le afectaba, si bien no activa la
aplicación de la doctrina de los actos propios, sí puede gatillar la teoría del
enriquecimiento sin causa.

De hecho, el artículo 220 del Código Civil señala que la nulidad la pueden alegar
todos los que tengan interés y el Ministerio Público, sin restringir esa posibilidad
a las partes del contrato. La Comisión Reformadora del Código Civil, conformada
por Resolución Ministerial Nº 460-2002-JUS y presidida por el Profesor Jorge
Avendaño Valdez, propuso la modificación del artículo 220 del Código Civil, en
los siguientes términos:

“1. La nulidad a que se refiere el artículo 219[123] puede ser alegada sólo por
quienes tengan interés directo o por el Ministerio Público. No obstante, en los
casos de los incisos 1, 2 y 6 del artículo 219 la nulidad no podrá ser
alegada por las partes, que, encontrándose en aptitud de conocer el vicio,
hubiesen ejecutado el acto en forma total o parcial, o si existen hechos
que inequívocamente pongan de manifiesto la intención de renunciar para
sí a la acción de nulidad.
2. Si el juez advierte la existencia de una nulidad que no es materia de las
pretensiones demandadas, la pondrá en conocimiento del Ministerio Público y
de las partes. En ningún caso, el juez puede declarar la nulidad de oficio.
3. La nulidad no puede subsanarse por confirmación” [énfasis agregado].

123
“Artículo 219.- El acto jurídico es nulo:
1.- Cuando falta la manifestación de voluntad del agente.
[2.- Cuando se haya practicado por persona absolutamente incapaz, salvo lo dispuesto en el
Artículo 1358º]. [Derogado]
3.- Cuando su objeto es física o jurídicamente imposible o cuando sea indeterminable.
4.- Cuando su fin sea ilícito.
5.- Cuando adolezca de simulación absoluta.
6.- Cuando no revista la forma prescrita bajo sanción de nulidad.
7.- Cuando la ley lo declara nulo.
8.- En el caso del Artículo V del Título Preliminar, salvo que la ley establezca sanción diversa.

229
La Exposición de Motivos señala que el segundo párrafo del numeral 1 está
justificado en la necesidad de no permitir que alegue la nulidad quien se ha
aprovechado del acto, sin afectar, por supuesto, la posibilidad de que la nulidad
la postule un tercero o la otra parte. Añade que esta propuesta recoge la
tendencia doctrinaria y jurisprudencial europea.

Nótese que este planteamiento impide la “alegación de la propia torpeza” y por


tanto permite invocar la doctrina de los actos propios en casos de nulidad,
cuando las causales se refieren a la falta de manifestación de voluntad, de
restricciones a la capacidad y el incumplimiento de formalidades. En otras
palabras, cuando median causales en las cuales habría un interés público
involucrado, la doctrina de los actos propios no puede oponerse a la invocación
de nulidad.

Ahora bien, dicha propuesta no ha prosperado, de modo que nuestro Código no


acoge el modelo del artículo 387 del Código Civil y Comercial de Argentina,
según el cual la nulidad absoluta puede ser alegada por el Ministerio Público y
por cualquier interesado, excepto por la parte que invoque la propia torpeza para
lograr un provecho. Tampoco tiene una regla similar a la del artículo 1683 del
Código Civil chileno, según el cual la nulidad absoluta puede alegarse por todo
el que tenga interés en ello, excepto el que ha ejecutado el acto o celebrado el
contrato, sabiendo o debiendo saber el vicio que lo invalidaba.

Como puede apreciarse, “la estructuración del régimen jurídico de las acciones
de nulidad y de rescisión, ha reducido el campo de aplicación del principio según
el cual nadie puede venir contra sus propios actos, precisamente porque, al
impugnar como ineficaz el propio negocio jurídico, a través de una acción
concedida por el ordenamiento jurídico, se viene lícitamente contra los propios
actos” [Díez-Picazo 2014: 237-238].

La acotación del espectro de acción de la doctrina de los actos propios no debe


ser materia de preocupación, no solamente porque en determinadas
circunstancias puede quedar habilitado el camino del enriquecimiento sin causa,
sino porque, además, la riqueza de esta doctrina se encuentra en que sea
aplicada únicamente en los espacios que le son permitidos. Invocarla fuera de
esos límites, lejos de fortalecerla, la debilita, pues tiñe sobre ella más dudas que
certezas.

Ahora bien, dado que la parte que invoca la nulidad y que consigue que sea
declarada, contribuyó con su propio comportamiento a que el contrato con
finalidad ilícita se celebre y ejecute, cabe preguntarse si su contraparte podría
formular algún otro tipo de reclamo. Aunque la pregunta excede los alcances de
esta investigación -pues la doctrina de los actos propios no sería en principio un
escudo apropiado para defender sus intereses- es válido cuestionarse si a la
parte vencida con la acción de nulidad le quedaría alguna alternativa de defensa,
como la de enriquecimiento sin causa124.

124
“Artículo 1954.- Aquel que se enriquece indebidamente a expensas de otro está obligado a
indemnizarlo”.

230
Carrasco Perera responde a esta pregunta. Considera que tratándose de
contratos que no cumplen con las formalidades necesarias para su validez, como
la donación o la hipoteca, en caso se pida la declaración de nulidad por defectos
de forma que la parte ha provocado, el camino que puede plantear la contraparte
es el enriquecimiento sin causa (Carrasco, pp. 470-471). Para dicho autor, la
parte afectada con el pedido de nulidad planteado, en principio no puede
defenderse sobre la base de la doctrina de los actos propios, sino alegando el
enriquecimiento sin causa, siempre que con esta acción no se remunere el precio
del contrato. Añade que se puede preferir la doctrina de los actos propios solo si
hay dolo muy cualificado, o una ausencia de intereses institucionales relevantes.

Nuestro ordenamiento jurídico difícilmente toleraría la aplicación preferente de la


doctrina de los actos propios por sobre el régimen de nulidad, considerando que
este último es de orden público.

Sin embargo, como demuestra la propuesta de modificación del Título Preliminar


del Código Civil antes mencionada, no todas las causales de nulidad presentan
el mismo grado de trascendencia para el interés público. Así, no es lo mismo un
caso de simulación absoluta que uno en el cual ha mediado fin ilícito.

El caso de la falta de formalidad como razón para anular un contrato es


interesante porque es el que presentaría mayor ductilidad para discutir la posible
aplicación de la doctrina de los actos propios como defensa contra la acción de
nulidad.

Imagínese un contrato para cuya validez se requiere cierta formalidad. Si ambas


partes lo ejecutan y una sucesión de hechos revela que lo tienen por válido,
cuesta trabajo entender que, a su conveniencia, ante un cambio de
circunstancias que le es desfavorable, una de las partes pretenda que se invalide
el contrato.

Aún cuando el artículo 220 del Código Civil125 no haga distinciones sobre quiénes
están legitimados para pedir la nulidad, en algunos casos podría discutirse la
aplicación de la doctrina de los actos propios en el marco del principio de la
buena fe, como escudo contra la alegación de nulidad por la parte que brindó su
anuencia a la ejecución o que incluso obstaculizó el cumplimiento de las
formalidades.

Para admitir la posibilidad de discutir sobre ello, es necesario conocer las


circunstancias del caso, como la ejecución en los hechos, confianza en que la
formalidad no era importante para las partes, trabas voluntarias para la
formalización, etc. Sin embargo, es indispensable además entender las razones
por las cuales se impuso la formalidad; es decir, comprender a quién se quiso
proteger con ellas.

No es lo mismo el requisito de inscripción registral para la validez de la hipoteca,


que la necesidad de contar con escritura pública para la donación, por ejemplo.

125
“Artículo 220.- La nulidad a que se refiere el Artículo 219º puede ser alegada por quienes
tengan interés o por el Ministerio Público. Puede ser declarada de oficio por el juez cuando resulte
manifiesta. No puede subsanarse por la confirmación”.

231
En el primer caso, hay terceros a quienes proteger con la oponibilidad del
registro. En el segundo, más que proteger al tercero, el interés del legislador ha
sido asegurarse que el donante esté convencido de hacer la transferencia de
manera gratuita. Ambos intereses son protegibles, pero por razones diferentes.
No mediando terceros afectados, ante la inexistencia de escritura pública es
posible discutir si un donatario podría oponerse a la pretensión del donante de
devolución del bien inmueble invocando la doctrina de los actos propios, si dicha
pretensión es contraria a hechos contundentes. Teniendo en cuenta la
regulación de este asunto en el Código Civil peruano, las probabilidades de éxito
judicial son acotadas, pero ello no enerva la riqueza de la discusión.

Sobre este asunto, vale la pena mencionar un interesante caso en el cual,


aunque para resolverlo no fue necesario contrastar la fuerza de la nulidad contra
la doctrina de los actos propios, el Tribunal Arbitral se puso en la hipótesis de
que lo fuese, en cuyo caso hubiera preferido la aplicación del principio de la
buena fe.

En 2010, un Consorcio presentó una iniciativa privada ante una entidad peruana
(la “Entidad” o la “Demandada”) para el diseño, construcción, operación y
mantenimiento de nuevas vías urbanas, así como el mejoramiento, operación y
mantenimiento de vías urbanas existentes a través de un contrato BOT (Built,
Operate, Transfer) autofinanciado. Esta iniciativa privada fue declarada de
interés mediante un acuerdo adoptado por la Entidad. El Proyecto fue adjudicado
a un consorcio en el 2012. Para la celebración del Contrato de Concesión (el
“Contrato”) con la Entidad a inicios del 2013, las empresas integrantes del
consorcio constituyeron una empresa (la “Concesionaria” o la “Demandante”).

En 2018, la Demandante inició un arbitraje en el cual reclamó la ejecución de


una penalidad pactada en el Contrato y, en su defecto, la indemnización por
daños y perjuicios por el incumplimiento de la Entidad que le impidió percibir los
ingresos por pago de peajes previstos.

La Demandada alegó que el Contrato es nulo porque para su celebración no se


contó con la opinión favorable de otra entidad pública (la “Autoridad”). La norma
que sanciona con nulidad el no contar con la opinión favorable es posterior a la
celebración del Contrato, pero el ordenamiento jurídico peruano permite la
nulidad virtual. En este sentido, en su opinión, incluso para el momento de la
firma del Contrato el requisito de la opinión favorable ya era una norma de orden
público que luego fue positivizada. Por lo tanto, al tratarse de nulidad, no puede
ser convalidada a través de la doctrina de los actos propios.

La Demandante sostiene que al momento de suscripción del Contrato la Entidad


no consideró necesario requerir la opinión de la Autoridad y que, en cualquier
caso, era obligación de la Entidad comprobar que se había cumplido con todos
los procesos legales y administrativos necesarios para otorgar la Concesión.
Además, en el propio Contrato, la Entidad declaró y garantizó que había
cumplido con todo lo necesario para la validez y el carácter vinculante de los
acuerdos previstos en el mismo.

232
En relación con la nulidad virtual alegada por la Demandada, la Demandante
refiere que el principio constitucional de la irretroactividad de la ley impide la
aplicación al presente caso de la ley posterior al Contrato bajo la cual se sanciona
con nulidad el no contar con la opinión favorable de la Entidad y que, en todo
caso, este no era un requisito de orden público. Señala también la Demandante
que desde la fecha en que se firmó el Contrato de Concesión, hasta el inicio del
arbitraje, el Contrato de Concesión se había ejecutado en forma pública, sin que
la Entidad hubiera pedido su nulidad.

En relación con la nulidad del Contrato por falta de la opinión favorable de la


Autoridad, el Tribunal indica que (i) no es controvertido que la versión de la ley
aplicable al Contrato es aquella que no contempla la falta de opinión favorable
bajo sanción de nulidad y (ii) que la obligación impuesta por la norma fue
incumplida. Corresponde entonces analizar si la disposición sobre el requisito de
la opinión favorable es una norma de orden público y si, como consecuencia, su
incumplimiento es causal de nulidad.

El Tribunal Arbitral concluye que no toda norma imperativa necesariamente es


de orden público. La cuestión a resolver es por lo tanto definir el criterio jurídico
legal que permite identificar las normas imperativas que interesan al orden
público. Esta calificación supone que se identifique el interés que el
ordenamiento estima necesario tutelar bajo el concepto de orden público. El
Tribunal no se encuentra de acuerdo con la Demandada según la cual una norma
que interese el régimen presupuestal del Estado necesariamente es de orden
público, en el sentido del artículo V del Título Preliminar y del artículo 219 del
Código Civil.

El Tribunal considera que el concepto de orden público debe definirse con


respecto a los principios fundamentales del Estado y sobre los cuales se basan
la organización y estructura de la sociedad. Está claro para el Tribunal Arbitral
que dichos principios fundamentales están limitados a valores esenciales sobre
los cuales se erige la sociedad. La Demandada no ha demostrado por qué la
opinión favorable previa de la Autoridad es parte de esos valores. Dicho requisito
parece por el contrario constituir una formalidad que, si bien puede ser
imperativa, no tiene razón de ser considerada como un principio fundamental de
la organización de la sociedad peruana. En ese sentido, al no ser dicha norma
de orden público, no corresponde la nulidad virtual y, en consecuencia, el
Contrato es válido.

Ahora bien, en lo que a la doctrina de los actos propios se refiere, el Tribunal


Arbitral añade que, en el supuesto negado que la norma mencionada fuera de
orden público, no se le podría permitir a la Entidad, sin quebrar gravemente el
principio de buena fe, invocarla para solicitar que se declare la nulidad del
Contrato. En efecto, no solo es que la Entidad tuviera la responsabilidad con
respecto a la formalidad prevista por la norma, sino que ella misma confirmó en
el mismo Contrato el cumplimiento regular de cualesquiera formalidades previas
a su suscripción, y además lo ejecutó sin hacer reparos o actuar para tutelar el
interés público supuestamente afectado. Sería por lo tanto totalmente contrario
al principio fundamental de buena fe y a la doctrina que prohíbe ir contra los
propios actos permitir a la Entidad ampararse en la falta de realización de una

233
formalidad que estaba a su cargo para escapar a sus obligaciones contractuales,
en directa contradicción con las representaciones dadas a Concesionaria y en
contra de la tutela que merece el contratante en buena fe.

Como puede apreciarse, para el Tribunal Arbitral, incluso asumiendo que la falta
del requisito de opinión favorable se sancionara con nulidad virtual (por
contravenir el orden público), la Entidad no podría invocar la invalidez del
Contrato sin contrariar el deber de buena fe. Un factor esencial para dicha
conclusión es que la propia Entidad ejecutó el Contrato en los hechos, sin
advertir antes el incumplimiento del requisito.

Aunque dicha conclusión no está reñida con un sentimiento de justicia, debe


admitirse que es controversial y que es posible que tribunales nacionales
hubieran llegado a resultados distintos. Contribuye a que el razonamiento del
Tribunal Arbitral haya sido justo, el hecho que la Entidad haya ejecutado el
Contrato en la práctica.

Sin embargo, cabe preguntarse qué hubiera pasado si la sanción de nulidad por
incumplimiento de la formalidad (opinión favorable) hubiese estado
expresamente indicada en la norma aplicable en el momento de celebración del
Contrato. Estimo que en tal circunstancia se debilitaría la posibilidad del
Concesionario de invocar la doctrina de los actos propios frente al cambio de
conducta de la Entidad. En efecto, esta se sostiene en la confianza generada
con la primera actuación que luego se contradice, de modo que, habiendo
claridad sobre la necesidad de opinión favorable de la Autoridad para la validez
del Contrato, difícilmente el Concesionario podría demostrar que su confianza
era protegible, dado que la vulneración de las normas aplicables habría sido
evidente.

Debe concluirse en este punto entonces que, en principio, la doctrina de los actos
propios no puede penetrar una defensa de la contradicción basada en la nulidad
de un contrato126. A diferencia de otros ordenamientos jurídicos, el Código Civil
peruano no establece restricciones para la invocación de la nulidad por parte de
quienes celebraron el negocio, a pesar de la iniciativa de reforma antes
mencionada. A pesar de ello, el principio general de la buena fe –que en buena
cuenta es el sustrato de la doctrina de los actos propios- puede servir para
combatir una alegación de nulidad cuando las circunstancias del caso pongan
en evidencia que el no hacerlo sería manifiestamente injusto.

3.3.2 Conducta ulterior de carácter contradictorio.-

La contradicción es humana y, por tanto, contradecirse es un derecho que


representa el ejercicio de la libertad.

126
Castillo y Sabroso sugieren que igual lógica se aplica en el caso de lesión. Ante una demanda
de rescisión por lesión, el lesionante no puede invocar la doctrina de los actos propios para
sostener que al iniciar el proceso judicial el lesionado contradice su decisión de celebrar el
contrato lesivo (Castillo y Sabroso, p. 169). La razón es la misma que la que opera en casos de
nulidad: en el momento inicial (firma del contrato) se estaba produciendo una situación ilícita.

234
Sin embargo, la incongruencia en el actuar deja de ser una prerrogativa cuando
se afectan ilegítimamente los derechos de otras personas. Así, por ejemplo, no
es válido que en ejercicio del derecho a actuar inconsistentemente se justifique
un incumplimiento contractual, pues tal contradicción (comprometerse a cumplir
y no hacerlo) es una infracción legal y contractual.

Tampoco es una contradicción legítima aquélla que, sin constituir un supuesto


de incumplimiento, revela una conducta distinta a aquella que, por su claridad, o
que por haberse mantenido durante un tiempo considerable, generó confianza
en la contraparte de que se sostendría en el futuro.

Como ya se ha dicho, el estándar para medir si esa confianza es o no protegible


es uno de buena fe objetiva, y a su vez, para generar confianza protegible, la
conducta inicial debe ser válida, con los detalles analizados en la sección
anterior.

“La teoría no pretende dar pie a una especie de congelación de las actuaciones
jurídicas, según la cual nadie es libre de enmendar o rectificar una determinada
postura o decisión. Esto equivaldría a sugerir la infalibilidad de la especie
humana y, de paso, significaría un fuerte recorte a la libertad. La verdadera base
de la doctrina de los actos propios se encuentra en las expectativas legítimas y
razonables. Hay un valor digno de protección cuando una persona deriva de la
conducta racional de otra, expectativas plenamente legítimas y razonables.
Expectativas que, por otro lado, se conectan con la necesidad de extraer
consecuencias prácticas al principio de la buena fe que es una guía central en el
desenvolvimiento de las relaciones jurídicas […]” (Tribunal de Arbitramento entre
Genser General Ltda. y Laboratorios Smart S.A., vs. Camilo Bernal Prieto. Laudo
arbitral del 21 de setiembre de 2007, Cámara de Comercio de Bogotá, citado por
Jaramillo 558) [énfasis agregado].

En efecto, como destaca el citado tribunal colombiano, negar la posibilidad de


enmendar decisiones, al punto de dejarlas congeladas, en buena cuenta supone
presumir la infalibilidad de la especie humana. Concebir las soluciones jurídicas
bajo esa premisa no se corresponde con el rol del Derecho como resultado de la
interacción. En tal sentido, es importante balancear la función de la doctrina de
los actos propios de proteger la confianza defraudada, con la posibilidad de los
individuos de modificar sus posiciones iniciales. Dicho con otras palabras, la
doctrina de los actos propios no tiene como función impedir el cambio de opinión
o la corrección de los equívocos.

Es algo similar a lo que ocurre con las decisiones que ha debido adoptar el
legislador para construir una teoría del error; ha balanceado el interés de quien
se equivoca, permitiéndole lograr la anulación del contrato, con el interés de su
contraparte, quien goza del beneficio del requisito de cognoscibilidad del error.
Así, a menos que haya tenido posibilidad de conocer el error, en cuyo caso su
confianza no ha sido defraudada, el contrato se mantiene válido y ejecutable.

La manera de traducir dicha contraposición de intereses –que un sujeto


enmiende una conducta y además se proteja la confianza de su contraparte- es
que para discutir si es aplicable o no la doctrina de los actos propios, debe haber
dos conductas contradictorias. La primera es una conducta válida que debe

235
generar confianza protegible en la contraparte de que dicho comportamiento se
sostendría en el tiempo. La segunda conducta es aquella que se despliega para
enmendar la anterior. “Debe haber entonces, como mínimo, dos conductas
objeto de análisis: una primera, manantial de la confianza legítima suscitada, a
la par que constitutiva de un estado de regularidad comportamental, y una
segunda, de suyo posterior en el tiempo, contraria a la anterior, en sí misma
generadora de perplejidad, sorpresa y, muy especialmente, de una lesión a
derechos y prerrogativas ajenas” (Jaramillo 2014: 338).

Lo más difícil al analizar si la doctrina de los actos propios se aplica en un caso


concreto es determinar si la primera conducta –que puede estar constituida por
un conjunto de hechos unívocos- fue suficientemente expresiva, de modo que la
contraparte tenía buenas razones para concluir que dicho comportamiento se
mantendría en el tiempo.

Es complejo hacer este análisis cuando debe confrontarse la teoría con los
hechos del caso, porque sobre la base de lo que ocurrió en el pasado, hay que
determinar qué acciones eran predecibles de cara al futuro; debe analizarse si
una persona razonable en las mismas circunstancias habría esperado lo mismo
que quien invoca la doctrina, y debe concluirse que la conducta que se habría
esperado no es la que en efecto ocurrió.

El mayor desafío está en el análisis de la primera conducta; es decir, en el “acto


propio”, que alude a lo que ocurrió en el pasado. La complicación se explica no
solo en que dicho comportamiento podría haber emanado de contratos inválidos,
como se vio en la sección anterior, sino porque además el análisis de la primera
conducta pasa por determinar si la confianza de la contraparte ha sido en
realidad vulnerada. El hecho que se aplique un estándar de buena fe objetiva y
que por tanto la intencionalidad sea irrelevante no atenúa la complejidad del
análisis. Por el contrario, la consecuencia de aplicar el estándar de buena fe
objetiva es que se debe analizar si la vulneración de la confianza la habría sufrido
cualquier otra persona razonable en similares circunstancias.

Si luego de aplicar un estándar objetivo de buena fe resulta que la doctrina de


los actos propios es acogida por un tribunal, la consecuencia será impedir a la
parte contra quien se aplica la doctrina, realizar un acto contrario a su conducta
anterior. En otras palabras, no se admite su “pretensión” contradictoria. Por
supuesto, la llamada “pretensión” contradictoria no es técnicamente una
pretensión en sentido procesal, sino que se trata del propósito de la parte que se
contradice de lograr un resultado basado en su incoherencia. Por ejemplo, en el
repetido ejemplo del contrato de arrendamiento de la finca rústica, la “pretensión”
contradictoria del arrendador será exigir el pago de la renta, por el período en
disputa en la fecha del contrato y no al momento de la cosecha. Este intento
sería rechazado por el tribunal.

Otro problema interesante a propósito de la contradicción de la conducta es


cómo conciliar la doctrina de los actos propios con el sistema de fe pública, dado
que “No son pocas las ocasiones donde el debate en torno a la aplicación de
esta regla obliga a indagar acerca de los límites que impone el valor probatorio

236
que nuestro derecho reconoce a los instrumentos públicos, en especial, a las
escrituras públicas” (Romero Seguel 2010: 75).

En otras palabras, cabe preguntarse si es relevante para la calificación de la


confianza como protegible, el hecho que alguno o algunos de los instrumentos
involucrados en la relación jurídica sean instrumentos públicos. Por ejemplo, si
el contrato ha sido elevado a escritura pública y los actos propios (conducta
vinculante) han sido expresados en documentos simples, quien se contradice
podría negar que hay confianza protegible porque los documentos posteriores al
contrato que habrían generado confianza no cuentan con fe pública.

Esto podría entenderse mejor con un ejemplo. Un contrato de suministro de


mercadería es celebrado por escritura pública. En él se indica que A debe
suministrar a B productos de características X. Durante la ejecución del contrato
existen correos electrónicos, comprobantes de pago, guías de remisión, entre
otros documentos, que revelan que, debido a circunstancias inesperadas, A
entrega a B los productos Y. Ello configura el “acto propio” que luego se pretende
contradecir. Para efectos del ejemplo debe asumirse que se cumplen los
requisitos para aplicar la doctrina de los actos propios, invocada por B para
cuestionar que A pretenda entregar X. A replica alegando que los supuestos
actos propios se sustentan en documentos privados, mientras que el contrato,
que establece el deber de entregar X, fue celebrado por escritura pública.

En mi opinión, tal línea de razonamiento por sí misma no es concluyente para


sustentar la posición de A. En efecto, un instrumento público tiene el propósito
de generar seguridad jurídica frente a terceros, o confiere valor probatorio, pero
no tiene mayor valor que una declaración sin formalidad, para asegurar que
existió la voluntad de celebrar el contrato.

En todo caso, si el contrato señalase que es necesario seguir ciertas


formalidades para apartarse de él, la solución se hace más compleja, pero las
situaciones en las que ello ocurre serán abordadas más adelante.

Lo importante hasta este punto del análisis es tener en cuenta que los dos
primeros requisitos para aplicar con éxito la doctrina de los actos propios son
concluyentes. De un lado, debe haber una conducta vinculante –acto propio- que
genera en otra persona una confianza protegible y razonable en que el sentido
de esa conducta no va a ser alterado. El segundo requisito es que, a pesar de lo
anterior, la conducta en efecto sea variada y genere una contradicción
inesperada.

Sobre lo segundo, es importante que para analizar si en efecto hay incoherencia,


se debe tener en cuenta la conducta inicial y posterior de quien se contradice.
Es decir, los puntos de referencia son dos tipos de comportamiento sucesivos en
el tiempo, que apuntan en sentido contrario, y que son desplegados por una sola
persona.

Para determinar si en efecto las conductas son contradictorias, y teniendo en


cuenta que no son simultáneas sino sucesivas, es necesario, en primer lugar,
desentrañar el sentido del primer comportamiento. En otras palabras, para saber

237
si hay contradicción, es indispensable saber a qué dirección apunta la primera
conducta. Solo así podrá concluirse si ha sido o no contradicha después.

Omitir el verdadero punto de referencia puede conducir a apreciaciones


equivocadas, como en el caso que se menciona a continuación. Se trata de un
litigio de tercería de mejor derecho entre dos acreedores (A y B) de una misma
sociedad (X S.A.). El acreedor A era además accionista de la sociedad. A votó
en junta para que la X S.A. garantice hipotecariamente al acreedor B. La hipoteca
no se inscribió de inmediato, y cuando se registró en la partida del inmueble, este
último se encontraba embargado por A, el acreedor-accionista. B invocó la
doctrina de los actos propios y alegó que su preferencia hipotecaria debía
prevalecer sobre el embargo, aunque se hubiese inscrito después, pues A había
votado a favor de la constitución de la hipoteca.

Acertadamente, el Tribunal Supremo español desestimó dicha alegación, pues


el hecho de haber votado en junta a favor de la constitución de hipoteca no
supuso una “renuncia” al derecho que hubiera podido corresponderle en virtud
de su crédito. Aunque el sentido de la decisión es correcto, me parece que la
alusión a una renuncia no era necesaria, pues como se verá más adelante, la
doctrina de los actos propios no tiene cabida cuando el “acto propio” o conducta
contradicha es un acto negocial, como una renuncia de derechos.

Lo importante de este caso a propósito del análisis de la conducta


supuestamente contradictoria, es que para invocar con éxito la doctrina de los
actos propios debe haber claridad que haga visible la contradicción. En este
caso, el voto a favor de una hipoteca no es lo suficientemente concluyente como
para desestimar los efectos de un embargo preferente.

“La persona no puede contradecirse ni con sus actos ni con las consecuencias
inmediatas e ineludibles de sus actos. La persona, puede, en cambio, contradecir
todo aquello que es simplemente deducido o interpretado por otros como
consecuencia de un acto suyo, pero que no deriva necesariamente de él” (Díez-
Picazo 2014: 182). Para calificar a las primeras conductas como “actos propios”
y considerar que las conductas posteriores son contradictorias, debe haber
entonces razones contundentes.

Es decir, “[…] ha de tratarse de actos inequívocamente contradichos mediante


el proceder ulterior; pues si aquéllos fueran susceptibles de dos entendimientos,
habría de ser preferido de entre ambos el sentido que los armonizara con el
vínculo invocado y con la pretensión deducida. Esto así por aplicación del
principio orientado al mantenimiento de los vínculos de derecho […]” (La Ley
1986: XVII).

Otro caso en materia societaria respecto del cual sí se concluyó que hubo
contradicción es el de dos socios minoritarios que impugnaron los acuerdos
adoptados por la Junta General de Accionistas de la Empresa Eulen S.A., por
diversas infracciones a la Ley de Sociedades de Capital (de España) (citado en
Gimeno 2017).

238
Una de las observaciones alegadas por los demandantes fue que, dentro del
plazo de cinco días de publicada la convocatoria a junta, uno de los accionistas
minoritarios envió un “complemento” de la convocatoria a las oficinas centrales
en Madrid, pero no fue recibida alegándose que debió dirigirse a la sede social
en Bilbao y no al centro efectivo de negocios. Los asuntos incluidos en el
complemento no fueron por tanto abordados en la junta general de accionistas.

Cabe señalar que, bajo la legislación española aplicable al caso, el complemento


de la convocatoria permite a quienes lo presentan, la inclusión de uno o varios
puntos en el orden del día sin necesidad de nueva convocatoria a junta general,
lo que genera un significativo ahorro de costos.

“En consecuencia, amplía los instrumentos de participación de la minoría en la


junta general cuyos intereses pueden satisfacerse con ocasión de juntas
generales ya programadas, mediante la adición, en el plazo de cinco días desde
su publicación, de aquellos puntos cuyo debate o mera exposición consideren
oportuna siempre y cuando, como es lógico, no excedan de la propia
competencia de la junta” (Gimeno 2017: 9).

Dado que en dos oportunidades anteriores, un año antes de los hechos


analizados, la administración de la sociedad había recibido el complemento de
la convocatoria en el centro efectivo de negocios de la empresa (Madrid) y no en
el lugar de la sede (Bilbao), la Sala Civil del Tribunal Supremo, mediante STS de
24 de noviembre de 2016, señaló que se había vulnerado el principio general de
la buena fe previsto en el artículo 7 del Código Civil, y declaró la nulidad de los
acuerdos adoptados en la junta general en cuyo orden del día se ignoró la
solicitud de complemento planteada. Se señaló que los administradores
generaron con su conducta una confianza que debía ser protegida.

También es interesante el caso seguido por Juan Israel Melo Soto con Raúl
Edgardo Melo Abarzúa, decidido por la Corte Suprema de Chile mediante
sentencia del 13 de diciembre de 2010 (Rol 3.602-2009). Se trataba de un caso
que involucró sucesivos contratos de compraventa entre padre e hijo que
recayeron sobre un bien inmueble. El padre demandó que se declare la rescisión
del contrato por lesión enorme, y obtuvo sentencia favorable en primera
instancia. Sin embargo, la Corte de Apelaciones de Santiago revocó la sentencia
invocando la doctrina de los actos propios. La Corte Suprema siguió la línea de
razonamiento de la Corte de Apelaciones y desestimó la demanda.

“Que, como es fácilmente advertible […] los precios de ambas ventas celebradas
entre las partes de este juicio, referidas al mismo inmueble -3.500.000, aquélla
convenida el 10 de mayo de 1995; $4.000.000, la que se pactó el 24 de agosto
de 2001 - guardan entre sí, considerando la valorización levemente superior del
bien raíz de la segunda, explicable por el transcurso del tiempo- una notable
equivalencia de los montos fijados para cada caso por las partes contratantes.
[…] Que, a este respecto, la sentencia recurrida, señaló que, encontrándose
establecido que el actor Juan Israel Melo Soto compró al demandado, su hijo
Raúl Edgardo Melo Abarzúa […] sin reparos, no puede ahora en este pleito
contradecir su posición jurídica anterior, alegando rescisión enorme del contrato
de compraventa […]”. En este caso, la Corte considera que hay razones para
alegar lesión enorme, pero que la pretensión resulta “inaceptable” (Padilla 2013:
167-168).

239
Al parecer, lo que habría ocurrido en el caso es que, vista de manera
independiente, la compraventa cuestionada por el demandante en el proceso
judicial, podía haber sido rescindida por adolecer de lesión. No obstante, hubo
diversas transferencias sucesivas entre las mismas partes respecto del mismo
inmueble y por valores semejantes, de modo que acoger la pretensión planteada
en el proceso habría sido contradictorio con la propia conducta del demandante
en relación con los contratos anteriores.

Otro caso en el cual una conducta incoherente fue un elemento contundente para
invocar la doctrina de los actos propios fue el caso Montenegro Pedreros, Juan
A. c/ Urrutia Gamboa, María A., decidido por la Corte Suprema de Chile mediante
sentencia del 2 de mayo de 2012 (Rol 3.965-2011). Las partes habían celebrado
un contrato de promesa de compraventa sobre un inmueble, en virtud del cual el
demandante había prometido vender, ceder y transferir a la promitente la
propiedad, fijando un precio y forma de pago, lo que incluía la obtención de un
crédito hipotecario. Se pactó que el retraso de uno o más de los “dividendos”
permitía al vendedor pedir la resolución del contrato y que lo pagado se perdería
a título de indemnización.

El demandado omitió pagar las cuotas de dos meses; pero el demandante aceptó
los pagos retrasados, aplicando los intereses correspondientes. A pesar de ello,
el demandante solicitó la resolución del contrato. La Corte Suprema de Chile
desestimó dicha pretensión invocando para ello la doctrina de los actos propios.
Señaló que el derecho de pedir la resolución se tornó inadmisible sobre la base
de su propio comportamiento, que fue aceptar los pagos retrasados, de modo
que fue su propia aquiescencia la que permitió que el contrato siguiera su normal
desarrollo.

Son numerosos los ejemplos en los que se discute el cumplimiento del segundo
requisito de la doctrina de los actos propios, que es la existencia de una conducta
contradictoria. Así, por ejemplo, se ha señalado que es incongruente haber
tolerado duraderamente la conducta del deudor no conforme al contrato y
súbitamente intentar la resolución por incumplimiento a partir de esa conducta
(Carrasco 494). También se ha considerado que es inconsistente que el
comitente, sabiendo que en la parte de la obra ya realizada hay faltas que le
permitirían resolver el contrato, tolera que el contratista siga ejecutando; y que
es incongruente pedir la nulidad de una junta por defectos de convocatoria, pero
impugnar de ella solo los acuerdos que perjudican al actor (Carrasco 496). En
estos casos, es indispensable constatar que el punto de referencia de la
incoherencia es la confianza generada por la conducta que luego se contradice.

En tal sentido, en relación con el segundo requisito para determinar si se aplica


o no la doctrina de los actos propios, estimo que debe analizarse dos cuestiones.
En primer lugar, comprobar que las conductas bajo análisis en efecto apunten
en direcciones contrarias; y, en segundo lugar, si la respuesta es positiva,
verificar que la contradicción sea ilegítima, en el marco de la buena fe.

Sobre el primer punto, en caso de varias interpretaciones sobre el sentido del


comportamiento inicial, debe preferirse aquel que sea compatible con la

240
conducta posterior, pues la libertad para contradecirse es parte de la autonomía
privada, siempre que la incoherencia sea legítima. Por supuesto, y acá es
pertinente el segundo punto, esta conclusión debe ser soportada por un estándar
de buena fe objetiva, que permita examinar si la conducta inicial generó
confianza protegible y razonable de que se mantendría en el tiempo bajo las
mismas circunstancias. La aplicación de este estándar prima sobre la regla de
hermenéutica normativa según la cual lo posterior prima sobre lo anterior.

3.3.3 Identidad de sujetos.-

Los dos primeros requisitos para la aplicación de la doctrina de los actos propios
son, de un lado, la existencia de una conducta vinculante, y, del otro, una
contradicción posterior.

El tercer requisito es que dicha dinámica se presente entre los mismos sujetos.
Es decir, la conducta de un sujeto A genera en un sujeto B confianza razonable
en que dicha conducta no cambiaría, y luego A altera su comportamiento, ante
lo cual B podría invocar la doctrina de los actos propios. Este requisito supone
que los sujetos involucrados en las situaciones incoherentes sean los mismos.
Es decir, quien alega que una conducta es contradictoria con una anterior debe
ser también el destinatario del primer comportamiento. A la inversa, el sujeto que
protagoniza la primera conducta debe ser quien figure en la segunda.

En los ejemplos mencionados hasta ahora, este asunto no presenta


complejidades, pues la expectativa y posterior contradicción tenían como
protagonistas a los mismos sujetos. Por supuesto, no se debe confundir la unidad
de personas con la identidad de sujetos, pues en cada polo de la relación
contractual pueden haber participado varias personas distintas, pero que forman
parte de un solo sujeto. Lo que interesa pues en este análisis es que haya
identidad de sujetos o de centros de interés.

Ahora bien, hay circunstancias que hacen complejo determinar si los sujetos
involucrados en la primera conducta, aquella que genera confianza protegible,
son los mismos involucrados en la contradicción posterior. El deslinde es
importante, pues si no se determina con prolijidad quiénes participan en esta
dinámica, los resultados pueden ser injustos.

“Jurídicamente, la cuestión ofrece cierta complejidad porque intervienen varios


factores que rompen la ecuación “acto propio” = “acto del mismo sujeto”. Y estos
factores son, de una parte, los fenómenos jurídicos de la sucesión y de la
representación, en su doble aspecto legal y voluntario; y de otra, la existencia de
sujetos colectivos dotados de una pluralidad de órganos a través de los cuales
actúan” (López Rodó 1952: 13).

Como señala el autor citado, los fenómenos que típicamente desafían la noción
elemental de la categoría “sujeto” son la sucesión, la representación, el contrato
a favor de tercero y la personalidad jurídica de los sujetos colectivos. En este
último caso, el estudio se complica cuando el sujeto es el Estado.

241
3.3.3.1 Identidad de sujetos en la sucesión

Cuando una persona fallece, su patrimonio no desaparece. Su propiedad no


revierte al dueño anterior, sino que se atribuye a un beneficiario que adquiere el
dominio. Lo mismo puede decirse de sus responsabilidades. No se extinguen
frente a sus acreedores, sino que estos mantienen su derecho a exigir el
cumplimiento. Quienes se benefician de la propiedad de quien fallece y
responden por sus obligaciones son sus herederos, puesto que la adquisición se
produce a título universal. Así lo establecen los artículos 660 y 661 del Código
Civil127.

La idea clave en el Derecho Sucesorio es pues la continuidad, de modo que el


heredero no puede contradecir lo hecho por su causante. Así como es
automática la transmisión al heredero de la propiedad de los bienes del causante,
la obligación de responder por sus deudas es inevitable, hasta donde alcancen
los bienes de la herencia. “Es por esto por lo que, al devenir titular de unos
derechos, el heredero queda vinculado por el sentido que al ejercicio de estos
derechos había atribuido el causante” (Díez-Picazo 2014: 290).

Este principio de continuidad que rige el Derecho Sucesorio, en relación con los
bienes y con la responsabilidad hereditaria, es pertinente de cara a la doctrina
de los actos propios. Esta última puede ser relevante en dos tipos de situaciones
que involucran actos del causante.

La primera, cuando el “acto propio” o conducta vinculante es ocasionada por el


causante. La segunda situación ocurre cuando el primer comportamiento, que
luego es contradicho, es realizado por el heredero en relación con bienes u
obligaciones adquiridos del fallecido. Esto se puede entender mejor con
ejemplos.

En anteriores secciones de este trabajo se ha usado el ejemplo del arrendador


que permite en varias ocasiones que la renta anual sea pagada en fecha distinta
a la indicada en el contrato, de manera que el momento de pago se liga con la
cosecha. Luego, esta conducta es contradicha por el mismo arrendador, que
exige el pago en la fecha indicada en el contrato.

Asumiendo que en tal caso se cumplieran los requisitos para invocar la doctrina
de los actos propios, es pertinente en este punto hacer una variación: que la
negativa a cobrar en época de cosecha, a pesar de la tolerancia anterior, sea
realizada por el heredero del arrendador. ¿Puede el arrendatario alegar la
doctrina de los actos propios? Estimo que sí.

Siguiendo con el ejemplo, si bajo un estándar de buena fe objetiva, el arrendador


dio al arrendatario buenas razones para considerar que bajo las mismas
circunstancias podía seguir pagando la renta anual luego de la cosecha y no en

127
“Artículo 660.- Desde el momento de la muerte de una persona, los bienes, derechos y
obligaciones que constituyen la herencia se transmiten a sus sucesores”.
“Artículo 661.- El heredero responde de las deudas y cargas de la herencia sólo hasta donde
alcancen los bienes de esta. Incumbe al heredero la prueba del exceso, salvo cuando existe
inventario judicial”.

242
el momento previsto en el contrato, el heredero no estaría legitimado para variar
inesperadamente dicha conducta. Aunque técnicamente se trate de un nuevo
titular de los bienes, derechos y obligaciones materia de la herencia, no es
menos cierto que el vínculo con el arrendatario no fue creado por él sino por el
causante.

El “nuevo” arrendador podría intentar alegar que, dado que la conducta


contradictoria es realizada por él y no por el fallecido, no se cumple el requisito
de identidad de sujetos. Sin embargo, en virtud del principio de continuidad que
caracteriza el Derecho Sucesorio, el heredero no podría alegar que él es una
persona distinta al causante para oponerse a la doctrina de los actos propios.
Opera pues una ficción jurídica, que permite sostener que hay identidad de
sujetos, aunque se trate de personas distintas.

Debe recordarse que el núcleo de la doctrina de los actos propios es la


protección de la confianza razonable, y esta fue creada a partir de las
actuaciones de quien en su momento era el legitimado para tomar decisiones
sobre el cobro de la renta. Por lo demás, esta conclusión no vulnera los derechos
del heredero, pues si la doctrina de los actos propios generase algún tipo de
consecuencia patrimonial, esta debe ser cubierta exclusivamente con los bienes
de la herencia128.

Los ejemplos mencionados corresponden a una primera situación, cuando el


“acto propio” o conducta vinculante es ocasionada por el causante. La segunda
situación ocurre cuando el primer comportamiento, que luego es contradicho, es
realizado por el heredero en relación con bienes u obligaciones adquiridos del
fallecido. Nótese la diferencia con el caso anterior. Mientras que en la primera
situación fue la persona que fallece quien generó la confianza razonable que no
podría ser contradicha de manera inesperada, en esta segunda situación la
conducta inicial (acto propio) es desplegada por el heredero.

En este caso, no es necesario blandir como argumento la existencia de una


ficción jurídica para crear continuidad entre la conducta vinculante inicial con la
contradictoria posterior, pues a diferencia de la situación anterior, ambas son
desplegadas por el heredero, en relación con un bien o un derecho que alega
tener en virtud de la herencia.

En la segunda situación, cuando el acto propio y contradicción posterior son


efectuados por el heredero, sin que haya intervenido el causante, podría
replicarse que la situación no es distinta de cualquier otra en la que se invoca la
doctrina de los actos propios, independientemente del título de adquisición del
derecho materia de controversia. Es decir, el titular de un bien o derecho puede
realizar una conducta que luego contradice, exponiéndose a que se aplique la
doctrina de los actos propios, sin importar la forma en que adquirió ese bien o
derecho. Es irrelevante que haya adquirido a título universal o particular, o a título

128
Castillo y Sabroso sostienen que la doctrina no es unánime y que en su opinión no se aplica
la doctrina de los actos propios en materia sucesoria, debido a la falta de identidad de sujetos
(2017: 111).

243
gratuito u oneroso; lo importante es que se cumplan los requisitos para la
aplicación de la doctrina.

Sin embargo, es pertinente citar en este punto un caso en el cual sí fue relevante
que existiera un vínculo sucesorio. En un caso ocurrido en Argentina, se había
donado una importante colección de cuadros al Museo Nacional de Bellas Artes
con el cargo de que se mantuvieran colgados permanentemente. Los herederos,
cincuenta años después de fallecido el causante, pretendieron la revocación de
la herencia alegando el incumplimiento del encargo por parte del Museo. El
reclamo fue rechazado sobre la base de la doctrina de los actos propios, pues
ellos habían tolerado esa situación por muchos años sin haber planteado
protesta alguna (Borda 2017: 73).

En el caso mencionado, el acto propio o conducta vinculante fue la tolerancia por


parte de los herederos, durante muchos años, al incumplimiento por parte del
Museo del cargo instituido por el causante en la donación efectuada. La conducta
contradictoria fue la pretensión de los herederos de revocar la herencia.

Como puede apreciarse, en materia sucesoria, para aplicar la doctrina de los


actos propios debe haber identidad de sujetos entre la conducta vinculante y la
contradicción posterior. La categoría “sujeto” debe entenderse como un polo de
la relación jurídica, no como un individuo.

Como se explica a continuación, igual criterio debe seguirse en materia de


representación, cuando las conductas contradictorias han sido protagonizadas
por el representante y por el representado frente a la contraparte de la relación
jurídica.

3.3.3.2 Identidad de sujetos en la representación

Así como la doctrina de los actos propios puede aplicarse en materia hereditaria,
pese a que las personas involucradas en las conductas contradictorias no son
las mismas, también puede hacerse en materia de representación, aunque
representante y representado sean individuos distintos.

De nuevo, lo relevante al analizar el tercer requisito para la aplicación de la


doctrina de los actos propios es que exista identidad de sujetos, no de personas
o de individuos.

De acuerdo con el artículo 160 del Código Civil, los actos celebrados por los
representantes no surten efectos jurídicos ni patrimoniales respecto de ellos, sino
de sus representados129. Es como si los representantes fueran transparentes,
dado que el ejercicio de la representación no repercute en su propia esfera
patrimonial, siempre que no excedan ni violen los límites de sus facultades, en
cuyo caso el acto celebrado es ineficaz respecto al representado130.

129
“Artículo 160.- El acto jurídico celebrado por el representante, dentro de los límites de las
facultades que se le haya conferido, produce efecto directamente respecto del representado”.
130
“Artículo 161.- El acto jurídico celebrado por el representante excediendo los límites de las
facultades que se le hubiere conferido, o violándolas, es ineficaz con relación al representado,
sin perjuicio de las responsabilidades que resulten frente a este y a terceros”.

244
Cabe preguntarse si es necesario, para llegar a dicha conclusión, que las
conductas contradictorias deban seguir un orden determinado. Es decir, ¿para
que pueda invocarse la doctrina de los actos propios, el comportamiento
vinculante debe ser del representado y la pretensión contradictoria debe ser del
representante? ¿O a la inversa?

Sigamos con el ejemplo del arrendador que recibe el pago de la renta en


momentos alineados con la cosecha y no con la fecha precisa indicada en el
contrato. Puede introducirse a este caso un elemento de representación: el
arrendador tiene un apoderado con facultades amplias y generales.

Hay dos posibilidades; de un lado, que la conducta vinculante la haya


desplegado el arrendador y la contradicción la plantee su representante; y al
revés, que el representante, dentro de los límites de las facultades conferidas,
haya generado confianza razonable en el arrendatario que su conducta no sería
alterada, pero que el representado, o sea, el propio arrendador, contradiga a
quien lo representó.

Para Díez-Picazo, es claro que la doctrina de los actos propios opera en el primer
caso, cuando el representante ejercita una pretensión contradictoria con la
anterior conducta del representado, pero opina que a la inversa no hay claridad
en la respuesta (Díez-Picazo 2014: 297-298).

Para simplificar la idea, Díez-Picazo considera que, si el representante


contradice la conducta del representado, podría invocarse la doctrina de los
actos propios; pero al revés, si el representado contradice los actos del
representante, no hay claridad sobre la aplicación de dicha doctrina.

Estimo que la clave para definir en el segundo caso si se aplica o no la doctrina


de los actos propios, es que el representante haya actuado dentro del marco de
las atribuciones conferidas, pues de lo contrario, sería aplicable el artículo 161
del Código Civil, que restaría eficacia al acto respecto del representado.

En tal sentido, para seguir con el ejemplo, si el representante del arrendador


tenía facultades suficientes, él podría haber tolerado que los pagos de la renta
anual se produjesen luego de la cosecha, aunque el contrato hubiera fijado una
fecha precisa. Para la contraparte, dicha conducta era vinculante, pues había
identidad de sujetos, aunque no de individuos, entre el representante y su
representado. En tal sentido, si el arrendador cuestiona la oportunidad de dichos
pagos y exige el cumplimiento según el texto original, podría invocarse la doctrina
de los actos propios, siempre que se cumplan los dos primeros requisitos: de un
lado, una conducta que genera confianza razonable en que no se variaría bajo
las mismas circunstancias, y del otro, una contradicción posterior e inesperada.

Los párrafos anteriores se refieren a casos en los cuales son varias las personas
que expresan la voluntad de uno de los sujetos de la relación jurídica,
específicamente, el sujeto que se contradice. Sin embargo, cabe preguntarse si

También es ineficaz ante el supuesto representado el acto jurídico celebrado por persona que
no tiene la representación que se atribuye”.

245
un problema similar puede presentarse en el otro polo de la relación jurídica. Es
decir, que las conductas vinculantes y las contradictorias se hayan dirigido a
personas distintas que actuaban por cuenta de la parte que invoca la doctrina de
los actos propios.

En el mismo ejemplo, podría ocurrir la situación inversa; es decir, que el


arrendador actúa directamente, sin representantes, y que más bien el
arrendatario es representado por personas distintas. Si el arrendador genera una
conducta vinculante frente al representante “x” del arrendatario, pero se
contradice frente al representante “y” del arrendatario, este último podría invocar
la doctrina de los actos propios si se cumplen los requisitos para ello, pues lo
relevante no es saber a través de qué individuos actúa el arrendatario, sino
acreditar que se generó una confianza protegible en que la conducta del
arrendador se mantendría en el tiempo.

Sea que las conductas vinculantes y contradictorias provengan de diversas


personas y se dirijan hacia una sola, o al revés, que las conductas vinculantes y
contradictorias provengan de una sola persona y se dirijan a varias, para invocar
la doctrina de los actos propios debe asegurarse que un sujeto de la relación
jurídica haya generado confianza razonable en el otro, que su conducta no sería
contradicha. La doctrina de los actos propios puede aplicarse entonces incluso
si son varios los destinatarios de las conductas que generaron la confianza y la
contradicción, siempre que actúen en interés de un mismo sujeto.

3.3.3.3 Contrato a favor de tercero

Una situación similar a la anterior, pero en la que los destinatarios de las


conductas son sujetos distintos, es el caso de un contrato de seguro. De un lado
se encuentra el asegurador, pero del otro, están tanto el tomador o contratante,
como el asegurado o beneficiario. El contratante y el beneficiario son sujetos
distintos, de modo que, si para proteger el interés de estos se invoca la doctrina
de los actos propios, se corre el riesgo de que sea rechazada por no tratarse de
los mismos sujetos. Sin embargo, el análisis no es tan simple.

Un contratante C toma un seguro de la compañía S a favor del beneficiario B. En


la ejecución del contrato, la compañía de seguros remite a C una serie de
comunicaciones en un determinado sentido. Sobre la base de la confianza
generada, B espera un beneficio determinado, que es negado por S.

Siendo B el afectado, invoca la doctrina de los actos propios a su favor. S podría


argumentar que C y B son sujetos distintos, de modo que no se cumple el tercer
requisito. Sin perjuicio del análisis de los hechos de cada caso, no es en este
sentido que debe interpretarse la necesidad de que las conductas vinculantes y
contradictorias sean protagonizadas por los mismos sujetos.

Lo que se busca al exigir que los sujetos sean los mismos, en el fondo, es
garantizar que la dinámica contractual haya permitido generar una situación de
confianza, que luego es traicionada. Esta dinámica sí puede presentarse en una
relación de aseguramiento, puesto que el contrato de seguro es uno a favor de

246
terceros. El promitente es la compañía de seguros, el estipulante es el
contratante y el tercero es el beneficiario.

Aunque el estipulante o contratante tenga interés propio en la contratación del


seguro, el derecho del tercero surge directa e inmediatamente de la celebración
del contrato131. El derecho de exigir el cumplimiento del contrato le corresponde
tanto al estipulante como al tercero. Con la misma lógica, y aunque la invocación
de la doctrina de los actos propios no sea una herramienta para el cumplimiento
contractual, no habría inconveniente para aplicarla.

Siempre atendiendo a las circunstancias del caso, podría ocurrir entonces que,
ante la negativa de una aseguradora de acceder a un pedido del beneficiario,
este invoque la doctrina de los actos propios, señalando que el rechazo es
contradictorio con la confianza generada por la aseguradora mediante
comunicaciones dirigidas al contratante, sobre la base de las cuales se generó
una confianza protegible. Siempre que el beneficiario demuestre que su propia
confianza ha sido traicionada, y asumiendo que los hechos permiten soportar la
teoría del caso, serían débiles las razones por las cuales rechazar la doctrina de
los actos propios.

3.3.3.4 Identidad de sujetos en las personas jurídicas

Lo dicho respecto a la doctrina de los actos propios cuando median actos de


representación es aplicable cuando los sujetos que intervienen en la controversia
son personas jurídicas.

Las personas jurídicas son ficciones creadas con el propósito de generar un


blindaje contra los riesgos de los emprendimientos, a través de la separación de
patrimonios y de responsabilidad. Como entidades que adquieren vida propia a
partir de la ficción, es necesario convenir, legal y estatutariamente, los
mecanismos de expresión de voluntad.

Las personas jurídicas expresan su voluntad y se desenvuelven a través de sus


órganos sociales y por un sistema de apoderamiento diseñado para atender sus
propias particularidades, que en ciertas circunstancias puede ser sumamente
complejo.

Dependiendo pues de las dimensiones y frecuencia de las operaciones


realizadas por las personas jurídicas, será más o menos complicado el sistema
de representación, que puede comprender varios apoderados. Los actos
realizados por estos, siempre que se realicen en el marco de sus facultades,
obligan únicamente a la persona jurídica. “De donde resulta que ni los actos del
sujeto colectivo tienen el carácter de actos propios para las personas físicas que

131
“Artículo 1457.- Por el contrato a favor de tercero, el promitente se obliga frente al estipulante
a cumplir una prestación en beneficio de tercera persona.
El estipulante debe tener interés propio en la celebración del contrato”.
“Artículo 1458.- El derecho del tercero surge directa e inmediatamente de la celebración del
contrato. Empero, será necesario que el tercero haga conocer al estipulante y al promitente su
voluntad de hacer uso de ese derecho, para que sea exigible, operando esta declaración
retroactivamente.
La declaración del beneficiario puede ser previa al contrato”.

247
actúan como titulares o soportes de sus órganos, ni los actos que estas realizan
al margen de las funciones que desempeñan al servicio del sujeto colectivo se
consideran como actos propios de este” (López Rodó 1952: 15).

Las reglas para la representación conjunta están establecidas por los artículos
147 y 148 del Código Civil132. Cuando se trata de personas jurídicas reguladas
por la Ley General de Sociedades (Ley Nº 26887), es aplicable además la regla
por la cual la sociedad se obliga por los actos de sus representantes celebrados
dentro de los límites de las facultades conferidas133.

La aplicación correcta de la doctrina de los actos propios supone una cuidadosa


revisión de los hechos del caso, que permita concluir que: (i) una parte se ha
comportado frente a otra generando confianza razonable en que su
comportamiento se mantendría en el tiempo; (ii) esa conducta es contradicha; y,
(iii) los sujetos que intervienen en esa dinámica son los mismos.

Dicho análisis, que de por sí es complejo en los hechos, se vuelve más arduo si
las personas involucradas en las conductas, tanto las vinculantes como las
contradictorias, son distintas, aunque con facultades de representación
debidamente conferidas.

En varias oportunidades se ha mencionado el ejemplo por el cual el proveedor A


debe suministrar a B productos de características X, pero en ejecución del
contrato entrega productos Y. Cuando se niega a seguir haciéndolo, B invoca la
doctrina de los actos propios. Imagínese que A es una persona jurídica, que ha
sido representada por diversas personas naturales, debidamente facultadas en
las distintas fases de la relación contractual. La persona “m” firma el contrato; “n”
dispuso la entrega de los productos de características Y, pero posteriormente “ñ”
se niega a hacerlo.

En tal caso, si el adquirente de los productos invoca la doctrina de los actos


propios, A podría defenderse cuestionando el cumplimiento de los dos primeros
requisitos (conducta vinculante y pretensión contradictoria), pero no puede negar
que se trata de los mismos sujetos. La empresa A es el sujeto de la relación

132
“Artículo 147.- Cuando son varios los representantes se presume que lo son indistintamente,
salvo que expresamente se establezca que actuarán conjunta o sucesivamente o que estén
específicamente designados para prácticar actos diferentes”.
“Artículo 148.- Si son dos o más los representantes, estos quedan obligados solidariamente
frente al representado, siempre que el poder se haya otorgado por acto único y para un objeto
de interés común”.
133
“Artículo 12.- Alcances de la representación
La sociedad está obligada hacia aquellos con quienes ha contratado y frente a terceros de buena
fe por los actos de sus representantes celebrados dentro de los límites de las facultades que les
haya conferido aunque tales actos comprometan a la sociedad a negocios u operaciones no
comprendidos dentro de su objeto social.
Los socios o administradores, según sea el caso, responden frente a la sociedad por los daños
y perjuicios que esta haya experimentado como consecuencia de acuerdos adoptados con su
voto y en virtud de los cuales se pudiera haber autorizado la celebración de actos que extralimitan
su objeto social y que la obligan frente a co-contratantes y terceros de buena fe, sin perjuicio de
la responsabilidad penal que pudiese corresponderles.
La buena fe del tercero no se perjudica por la inscripción del pacto social”.

248
obligatoria, sin importar que “m”, “n” y “ñ” hayan sido las personas naturales que
la representaron a lo largo del tiempo.

Como ya se ha dicho, para aplicar la doctrina de los actos propios debe


distinguirse entre las personas jurídicas y sus órganos o sus representantes. En
efecto, “la unidad de atribución hace referencia a la persona jurídica, y no a un
órgano específico ni a un funcionario (órgano-persona) de dicha persona
jurídica” (Mairal 1988: 64).

Es decir, los actos realizados por los representantes o por los órganos que
conforman la sociedad son imputables únicamente a esta. A la inversa, las
decisiones individuales que pudieran adoptar las personas que integran los
órganos sociales en relación con su propia esfera jurídica, no impactan en el
patrimonio de la sociedad.

“Contradice la anterior doctrina la sentencia de 20 de febrero de 1933, según la


cual, quien es citado en tiempo y forma como socio para asistir a una Junta
general y dejó de asistir sin alegar justa causa que se lo impidiese, no puede
luego combatir los acuerdos adoptados por los demás socios por impedimento
de la doctrina de los actos propios, que, como expresión del consentimiento,
crean, modifican o extinguen los derechos. Esta sentencia considera, pues,
como actos propios de cada uno de los socios los acuerdos de la Junta general
de una Sociedad, aunque el socio no haya asistido a la reunión; atribuye a la
Junta general al papel de autor de “actos propios” frente a los socios y prohíbe a
estos impugnarlos, invocando como única razón el principio de que a nadie es
lícito volverse contra sus propios actos” (López Rodó 1952: 15).

La decisión citada es claramente equivocada, dado que un socio conserva su


personalidad jurídica frente a la de la sociedad; es más, sus intereses pueden
ser contrarios cuando se trata de un socio minoritario. Si lo que se quería era
evitar que el socio ausente en la Junta de Accionistas impugne los acuerdos
adoptados en ella, la única alternativa posible habría sido verificar cuestiones
formales, como el cumplimiento del plazo, por ejemplo, pues de lo contrario la
invocación de la doctrina de los actos propios sería en realidad un mecanismo
para limitar ilícitamente el derecho de los socios de cuestionar los acuerdos
sociales.

Ahora bien, cuando se trata de personas jurídicas, el requisito de identidad de


sujetos puede presentar desafíos no solamente en asuntos de representación.
Como se verá a continuación, debe analizarse si la doctrina de los actos propios
podría ser invocada cuando se han producido reorganizaciones societarias.

Hay diversos tipos de reorganizaciones societarias, como las transformaciones,


las fusiones y las escisiones, o la combinación de ellas. En relación con la
doctrina de los actos propios, las transformaciones no generan impacto alguno,
pues se trata de una misma persona jurídica que adopta cualquier clase de forma
permitida por la ley.

En cambio, cuando los sujetos involucrados en la aplicación de la doctrina de los


actos propios han sido materia de fusiones o de escisiones, estudiar el asunto
puede ser intrincado. Sin embargo, para que el análisis sea minucioso hay que

249
cuidar que, en relación con el requisito de identidad de sujetos, se tengan en
cuenta los distintos tipos de atribuciones patrimoniales que resultan de la
reorganización empresarial.

La fusión supone que dos o más sociedades se reúnen para formar una sola, lo
cual puede producirse de dos maneras. De un lado, puede constituirse una
nueva sociedad que absorbe a dos o más sociedades cuya personalidad jurídica
se extingue, pero que transmiten a la nueva sociedad sus patrimonios, en bloque
y a título universal. La otra posibilidad es que una sociedad existente absorba a
otra sociedad que se extingue, pero asumiendo, a título universal y en bloque, el
patrimonio de la absorbida134.

La escisión es una forma de reorganización que fracciona el patrimonio de la


sociedad en dos o más bloques, para transferirlos íntegramente a otra u otras
sociedades, o para transferirlos parcialmente y conservar alguno de ellos. La
transferencia puede producirse a una sociedad nueva o a una ya existente. La
personalidad de la sociedad escindente se extingue si no conserva ningún
bloque patrimonial135.

El análisis de la identidad de sujetos para la aplicación de la doctrina de los actos


propios presenta mayores dificultades en dos tipos de situaciones, ya
mencionadas en los acápites anteriores. De un lado, cuando son varias las
personas que han actuado en representación de un sujeto; y del otro, cuando ha
mediado una sucesión testamentaria. La combinación de ambas situaciones se
presenta cuando el sujeto contra quien se alega la doctrina de los actos propios
ha sido materia de una fusión o escisión.

134
Ley General de Sociedades, Ley Nº 26887. “Artículo 344.- Concepto y formas de fusión.- Por
la fusión dos a más sociedades se reúnen para formar una sola cumpliendo los requisitos
prescritos por esta ley.
Puede adoptar alguna de las siguientes formas:
1. La fusión de dos o más sociedades para constituir una nueva sociedad incorporante origina la
extinción de la personalidad jurídica de las sociedades incorporadas y la transmisión en bloque,
y a título universal de sus patrimonios a la nueva sociedad; o,
2. La absorción de una o más sociedades por otra sociedad existente origina la extinción de la
personalidad jurídica de la sociedad o sociedades absorbidas. La sociedad absorbente asume,
a título universal, y en bloque, los patrimonios de las absorbidas.
En ambos casos los socios o accionistas de las sociedades que se extinguen por la fusión reciben
acciones o participaciones como accionistas o socios de la nueva sociedad o de la sociedad
absorbente, en su caso”.
135
Ley General de Sociedades, Ley Nº 26887. “Artículo 367.- Concepto y formas de escisión
Por la escisión una sociedad fracciona su patrimonio en dos o más bloques para transferirlos
íntegramente a otras sociedades o para conservar uno de ellos, cumpliendo los requisitos y las
formalidades prescritas por esta ley. Puede adoptar alguna de las siguientes formas:
1. La división de la totalidad del patrimonio de una sociedad en dos o más bloques patrimoniales,
que son transferidos a nuevas sociedades o absorbidos por sociedades ya existentes o ambas
cosas a la vez. Esta forma de escisión produce la extinción de la sociedad escindida; o,
2. La segregación de uno o más bloques patrimoniales de una sociedad que no se extingue y
que los transfiere a una o más sociedades nuevas, o son absorbidos por sociedades existentes
o ambas cosas a la vez. La sociedad escindida ajusta su capital en el monto correspondiente.
En ambos casos los socios o accionistas de las sociedades escindidas reciben acciones o
participaciones como accionistas o socios de las nuevas sociedades o sociedades absorbentes,
en su caso”.

250
En efecto, este tipo de reorganizaciones societarias presenta ambos elementos,
pues, de un lado, se produce una transferencia patrimonial a título universal –
como ocurre con la sucesión testamentaria- y de otro lado, y como consecuencia
de lo anterior, las personas que ejercen la representación pueden ser distintas.

Esta combinación de factores hace necesario un análisis más sofisticado y


cuidadoso, pero la clave para darle precisión es tener claridad sobre lo que
significa la sucesión a título universal y sobre cuál es el alcance de la
representación.

En páginas anteriores se ha mencionado el ejemplo en el que A es una empresa


que se obliga frente a B a suministrarle productos de características X, pero por
circunstancias irrelevantes de cara a este análisis, en los hechos entrega
periódicamente el producto de especificaciones Y. Cuando A se niega
inesperadamente a seguir suministrando Y, B invoca la doctrina de los actos
propios.

Traducir tal esquema simplificado a circunstancias reales, con hechos que


pueden ser erráticos, es complicado, pero el asunto puede ser más enrevesado
si al ejemplo añadimos que A fue materia de una reorganización societaria.
Volviendo al ejemplo, se le pueden incorporar mayores detalles.

El contrato entre A y B para suministrar el producto tipo X se celebró en el 2010;


las entregas periódicas del producto tipo Y ocurrieron entre el 2011 y mediados
del 2014. En agosto del 2014, A es absorbida por fusión por la empresa C, quien
adquiere a título universal el patrimonio de A, lo que incluye la titularidad de la
relación jurídica con B.

Cuando B invoque la doctrina de los actos propios contra la negativa inesperada


de A de seguir suministrando el producto tipo Y, la réplica podría sustentarse en
que no se cumple con el requisito de identidad de sujetos, pues la conducta
vinculante la habría generado A, pero la contradicción posterior la habría
planteado C, la sociedad absorbente por fusión. A mayor abundamiento, la
defensa de C podría añadir que las personas que actuaron en representación
del proveedor (A y luego C), son distintas.

B podría rebatir ese argumento e insistir en la aplicación de la doctrina de los


actos propios, sobre la base de dos líneas de defensa. De un lado, como ocurre
en la sucesión testamentaria, la transferencia patrimonial a título universal
supone la transmisión tanto de derechos como de las obligaciones, de modo que
la sociedad absorbente debe hacerse cargo de los actos, comunicaciones y
expectativas generadas por la sociedad absorbida frente a los terceros. De otro
lado, como en cualquier caso de representación, hay transparencia en la gestión
de los representantes, en el sentido que, siempre que actúen en el marco de sus
facultades, los efectos de sus encargos no se producen en su propia esfera
patrimonial sino en la de sus representados.

Bajo esa línea argumentativa, y siempre que se acrediten los requisitos de fondo
de la doctrina de los actos propios –confianza razonable que luego es

251
contrariada-, una reorganización societaria que involucra movimientos
patrimoniales no es impedimento para aplicarla.

3.3.3.5 Identidad de sujetos en el Estado

La conclusión más relevante para analizar el requisito de la identidad de sujetos


cuando intervienen personas jurídicas es la necesidad de tener claridad sobre
los alcances de la representación y sobre la naturaleza de la transmisión de
patrimonios a título universal (esto último, cuando median reorganizaciones
societarias).

Sin embargo, cuando la persona jurídica forma parte del Estado y son varias las
entidades estatales involucradas en la relación contractual, el análisis debe ser
todavía más cuidadoso.

En este punto es necesario recordar que este trabajo de investigación se limita


a analizar la doctrina de los actos propios en materia contractual entre privados.
No se incluye en el objeto de estudio la responsabilidad de los Estados propia
del Derecho Internacional Público y como consecuencia de ello, también quedan
excluidos los temas referidos al estoppel o a la doctrina de los actos propios en
materia de arbitrajes de inversión, que merecen ser objeto de estudio
independiente.

A pesar de ello, sin pretender profundizar en este asunto, a propósito del


requisito de identidad de sujetos para la aplicación de la doctrina de los actos
propios, es pertinente preguntarse si esta puede ser invocada cuando la
confianza protegible es ocasionada por una entidad estatal pero la contradicción
posterior es dispuesta por una entidad distinta.

Ello ocurrió en Uruguay, cuando un juez de primera instancia desestimó la


aplicación de la doctrina de los actos propios porque no se demostró la extensión
de la eficacia vinculatoria del comportamiento anterior del Banco Central como
ente autónomo hacia el Estado, aunque indicó que, en principio, el Estado es la
“persona jurídica mayor que resultaría obligada por decisiones adoptadas por
organismos públicos dotados de autonomía jurídica y patrimonial” (Barbieri 1999:
770).

Sin embargo, aunque la segunda instancia insistió en descartar la doctrina de los


actos propios, entendió algo distinto en relación con la responsabilidad estatal,
indicando que el Banco Central no integra el Estado como persona jurídica
mayor, de modo que la autonomía jurídica de ambas impide trasladar
automáticamente al Estado las consecuencias perjudiciales de su conducta.

También es pertinente citar el caso Iran-US Claims Tribunal, Abrahim Rahman


Golshani v. The Government of the Islamic Republic of Iran, YCA 1994, at 421 et
seq. (TransLex), mencionado en el capítulo primero de este trabajo 136.

136
El Señor Golshani, ciudadano iraní, demandó al estado de Irán por la expropiación de sus
intereses en Tehran Redevelopment Corp. (TRC), una compañía de desarrollo iraní, adquiridos
mediante contrato de transferencia celebrado con el Señor Rahman Golzar. De otro lado, TRC

252
El Señor Golshani, demandante en el proceso arbitral, invocó la doctrina del
estoppel, señalando que en el proceso judicial seguido en Francia, TRC, una
entidad perteneciente al Estado iraní, sostuvo una posición distinta a la que el
gobierno iraní sostenía en el arbitraje. En el proceso judicial francés TRC negó
la existencia de unas actas de reuniones y alegó la validez de una escritura de
transferencia. Sin embargo, argumentó lo contrario en el arbitraje en referencia.

El tribunal arbitral sostuvo que no correspondía aplicar la doctrina del estoppel


por varias razones, entre las cuales indicó que no se cumplía el requisito de
identidad de sujetos, pues no se podía atribuir al Estado de Irán, demandado en
el arbitraje, la conducta de TRC, la entidad estatal demandante en el proceso
judicial francés.

Amparar o descartar la doctrina de los actos propios cuando son varias entidades
estatales las involucradas en las conductas vinculantes y las posteriores
contradictorias, es un asunto complejo, pues involucra nociones básicas del
Derecho Público. De un lado, el Estado es uno solo, y del otro, está organizado
sobre la base de competencias y potestades asignadas a diversas entidades
que, gozando de personería jurídica propia, apuntan a conseguir finalidades
comunes.

En relación con el primer asunto, el principio de unidad del Estado se encuentra


consagrado en el artículo 43° de la Constitución, que señala: “La República del
Perú es democrática, social, independiente y soberana. El Estado es uno e
indivisible. Su gobierno es unitario, representativo, descentralizado y se organiza
según el principio de separación de poderes”.

Sobre este asunto se ha pronunciado el Tribunal Constitucional mediante la


sentencia recaída en el Expediente Nº 00034-2009-PI/TC, por la cual declaró
fundada la demanda de inconstitucionalidad presentada por el Ministerio de
Justicia, en representación del Poder Ejecutivo, contra la Ordenanza Municipal
Nº 029-GPH que dispuso el cambio de denominación de la Municipalidad
Provincial de Huaraz a la de Gobierno Provincial de Huaraz.

El Tribunal menciona que la forma de Estado “unitario descentralizado” asumida


por la Constitución se proyecta a la organización del gobierno en tres niveles:
nacional, regional y local, cuyos órganos se encuentran dotados de autonomía
política, económica y administrativa. Sin embargo, la división de funciones no
determina de manera alguna la fragmentación del poder, sino que constituye una
premisa necesaria para el mejor desempeño del Estado, dado que este es uno
e indivisible (Tribunal Constitucional 2010: fundamentos 6 y 9).

En relación con el segundo asunto; es decir, sobre las competencias de las


entidades públicas y de los órganos que las integran, cabe señalar que no
solamente son determinadas en función de la jerarquía normativa y de la
separación de los tres poderes del Estado, sino además en función de la materia.

demandó en Francia a los Señores Golshani y Golzar cuestionando una transferencia realizada
entre ellos.

253
Si bien confluyen las nociones de unidad del Estado y de competencia funcional,
no debe perderse de vista que cuando ambos conceptos se encuentran a
propósito de un caso donde se invoca la doctrina de los actos propios, la idea
clave para resolver el caso sigue siendo la existencia de confianza razonable y
protegible en la contraparte.

Por ejemplo, la empresa privada A contrata con el Estado a través de la entidad


B, pero en la ejecución del contrato interviene además la entidad C. A sostiene
que C realizó actuaciones que apuntaban a una dirección, pero posteriormente
B las desacredita. A invoca la doctrina de los actos propios alegando el principio
de unidad del Estado. El Estado, a través de las entidades B y C, replica diciendo
que los actos de una no vinculan a la otra, a pesar de tratarse de organismos
estatales.

La ponderación de ambos argumentos tiene sentido cuando se aduce la doctrina


de los actos propios, siempre que no se pierda de vista un elemento esencial
para resolver el caso: la generación de confianza razonable sobre la vinculación
que produce la primera conducta.

Volviendo al caso citado, ¿tenía A buenas razones para confiar en que C podría
vincular a B con la conducta desplegada durante la ejecución del contrato? ¿Era
C competente para hacerlo? En el Derecho Administrativo es clave el principio
de legalidad, según el cual, a diferencia de lo que ocurre con los sujetos privados,
las entidades estatales solo pueden actuar en el marco de las atribuciones que
se les haya conferido.

La solución del caso no pasa, pues, por solamente determinar si los organismos
estatales involucrados tienen personalidad jurídica o incluso identidad tributaria
distintas, pues de hecho las van a tener. El asunto es bastante más complejo
que eso, especialmente cuando hay componentes de Derecho Internacional.

En efecto, el principio de unidad del Estado es uno de los principios del Derecho
Internacional en los que se basa la atribución de responsabilidad. En el Derecho
Internacional, a efectos de determinar la responsabilidad del Estado, no es
posible realizar distinciones entre sus distintos componentes, organismos y
entidades, con independencia de que este deslinde sí tenga relevancia
internamente.

En el caso “CIADI Duke vs. Perú”, el tribunal arbitral analizó la doctrina de los
actos propios a la luz de la conducta de diferentes entidades del Estado peruano.
Aunque se trata de un arbitraje de inversión, es pertinente reseñarlo en este
punto, pues ilustra el análisis del cumplimiento del requisito de identidad de
sujetos cuando hay entidades públicas involucradas.

A lo largo de la década de los noventas, el Gobierno peruano buscó estimular la


inversión extranjera a través de diferentes mecanismos. En enero de 1993 se
emitió la Ley Fusión-Revaluación (la “LFR”) que otorgaba beneficios tributarios
a las reorganizaciones societarias. En ese contexto, buscó la privatización del
60% de Electroperú, para lo cual constituyó una empresa denominada Empresa

254
de Generación Eléctrica Nor Perú S.A. (“Egenor”), en calidad de subsidiaria de
propiedad absoluta de Electroperú.

La participación del 60% en la empresa estatal Egenor fue adjudicada a


Dominion Energy, Inc., que realizó la inversión a través de su subsidiaria local
Inversiones Dominion Perú S.A. (IDP) en febrero de 1996. En noviembre de
1996, los accionistas mayoritarios de Egenor, es decir, IDP (60%) y Electroperú
(39,98%), aprobaron la fusión de Egenor con Power North S.A. (“Power North”),
una sociedad creada por IDP.

A raíz de la mencionada fusión, se revaluaron a valor de mercado diversos


activos de Egenor. En el proceso de privatización participaron los siguientes
organismos estatales: la Comisión para la Promoción de la Inversión Privada
(“COPRI”), el Comité Especial de Privatización (“CEPRI”), además del Comité
Especial de Promoción de la Inversión Privada en Electroperú S.A. (“CEPRI-
ELP”), que administró todo el programa de privatización de Electroperú, entre
otros.

En 1999, Dominion vendió su inversión en Perú, como consecuencia de


diferentes adquisiciones y reorganizaciones societarias, a Duke Energy
International LLC (“Duke Energy”), lo cual fue aprobado por la COPRI. Para
adecuarse a la estructura establecida en el Convenio de Privatización, Duke
Energy constituyó a Duke Energy International Investments Nº 1 Ltd. (“DEI
Bermuda”, una empresa constituida en las Bermudas, perteneciente en última
instancia a Duke Energy). El 24 de julio de 2001, DEI Bermuda celebró un
Convenio de Estabilidad Jurídica (CEJ) con el Perú.

El 26 de noviembre de 2001, la Superintendencia Nacional de Administración


Tributaria (“SUNAT”), la autoridad tributaria peruana, concluyó que existían
responsabilidades tributarias por aproximadamente US$ 48 millones de DEI
Egenor con respecto a los ejercicios fiscales 1996 - 1999 (la “Acotación Fiscal”).
Esto se basó en lo siguiente: (i) a criterio de SUNAT, la fusión entre Egenor y
Power North que resultó en la creación de Egenor S.A. fue una transacción
ficticia que solo pretendía acogerse a los beneficios tributarios de la Ley Fusión-
Revaluación (la “Acotación por Revaluación de Activos”) y (ii) para SUNAT,
Egenor debió haber depreciado los activos que Electroperú le había transferido
durante el proceso de privatización utilizando la tasa especial de depreciación
desacelerada que la SUNAT había otorgado a Electroperú en diciembre de 1995,
en lugar de la tasa legal general estipulada en la normativa sobre el impuesto a
la renta (la “Acotación de la Depreciación”).

En el procedimiento de arbitraje, DEI Bermuda (la “Demandante”) reclamó, entre


otras cosas, que esta Acotación Fiscal constituía una violación de sus derechos
en virtud del Convenio de Estabilidad Jurídica que el Gobierno peruano suscribió
con DEI Bermuda. Entre sus defensas, DEI Bermuda alegó que la Acotación
Fiscal era contraria a la buena fe y a los actos propios puesto que, en líneas
generales, el Estado peruano (la “Demandada”), a través de sus entidades, había
generado en el inversionista la apariencia razonable de la conformidad a la fusión

255
a través de sus entidades como COPRI, Corporación Nacional de Desarrollo
(CONADE)137, CEPRI-ELP, situación que ahora SUNAT no puede desconocer.

El tribunal afirmó que el principio de buena fe rige el ordenamiento jurídico, que


de él nace la doctrina de los actos propios, que también es un principio general
del derecho, tanto del derecho civil como del derecho internacional “a efectos de
prohibir a un Estado realizar actos o declaraciones que sean contrarias o
incongruentes respecto de las acciones o declaraciones efectuadas
anteriormente, en detrimento de un tercero” (numeral 231 del Laudo). Dicho
principio es aplicable a todos los contratos, incluidos los CEJs, conforme a la
legislación peruana.

Por un lado, la Demandante alegó que, si bien la segmentación o división del


Estado puede ser aceptable como cuestión interna del Derecho peruano, ello
resulta inconsistente con el principio de unidad del Estado conforme al Derecho
Internacional. La Demandante sostiene que SUNAT, COPRI, CONADE, CEPRI-
ELP y el Ministerio de Energía y Minas son entes estatales interrelacionados,
partes indistinguibles de un mismo Estado, cuyas acciones y declaraciones son
vinculantes para unos y otros a los efectos de la aplicación de la doctrina de los
actos propios. En ese sentido, la Demandante alega la aplicación de Comisión
de Derecho Internacional (CDI) sobre la Responsabilidad Internacional del
Estado y concluye que una entidad (en este caso, la SUNAT) es parte de un
mismo Gobierno que otras (COPRI y CEPRI-ELP), entre las cuales
presuntamente habría una conducta contradictoria que generó confianza.

Por su parte, el Estado Peruano señaló que para la aplicación de la doctrina de


los actos propios se exige que la entidad que presuntamente desarrolló la
conducta posterior debe ser la misma que realizó las acciones que generaron
confianza razonable en terceras personas.

El tribunal arbitral consideró que, en tanto el instrumento jurídico materia del caso
(el Convenio de Estabilidad Jurídica) no es un instrumento exclusivo del Derecho
peruano, se le deben aplicar los principios del Derecho Internacional. En
concreto, para evaluar la doctrina de los actos propios, el tribunal considera que
debe evaluar la perspectiva de un “inversionista extranjero razonable”.

Si bien el tribunal coincide con la Demandante en la aplicabilidad del Derecho


Internacional, considera que existe una diferencia sustancial entre, por un lado,
el tratamiento de la unidad del Estado en el caso de la responsabilidad del Estado
por ilícitos internacionales cometidos por sus órganos y, por otro lado, dicho
tratamiento respecto de la aplicación de la doctrina del estoppel con relación al
Estado por actuaciones o declaraciones de sus órganos.

Según el tribunal, en lo que concierne a la responsabilidad internacional del


Estado, la conducta de un órgano del Estado, o de una persona o entidad
competente para ejercer la autoridad estatal, se considera un acto del Estado si
el órgano, la persona o la entidad actúa en dicho carácter, incluso si excede su
competencia o actúa en contra de las instrucciones recibidas. Caso distinto es el
137
Hoy FONAFE, que instruyó a Electroperú sobre cómo votar en la junta general de accionistas
de Egenor.

256
estoppel donde no hay una conducta ilícita per se. Lo relevante, a criterio del
tribunal, es la confianza razonable que se pueda haber generado en un tercero
de que los actos o declaraciones de los diferentes órganos son la manifestación
de la posición del Estado respecto de un tema en particular. Dicho de otro modo,
lo trascendente es la apariencia razonable de que la declaración resulta
vinculante para el Estado.

El colegiado concluye que para que la conducta o declaración de una entidad


estatal pueda ser invocada como causa de estoppel, debe resultar de una acción
o conducta que, conforme a la práctica usual y a la buena fe, sea percibida por
los terceros como la expresión de la posición del Estado, incompatible con la
posibilidad de ser contradicha en el futuro. En ese contexto, por ejemplo, la
competencia para emitir determinada actuación se vuelve relevante pues no es
plausible pensar que genera confianza relevante la actuación de un funcionario
que carece manifiestamente de competencia para generar determinada
actuación.

En este marco, el tribunal concluyó que, respecto de la Acotación por


Depreciación, la Demandante no logró probar que el Estado Peruano indicó “de
manera inequívoca” a Egenor que debía aplicar la tasa general puesto que, entre
otras cosas, (i) las Bases del Concurso Público del Tramo del 60% nada
estipulaban sobre la cuestión de la tasa de depreciación aplicable, (ii) CEPRI-
ELP nunca dio una respuesta a Dominion en ese sentido, etc.

En cuanto a la Acotación por Revaluación de Activos, el tribunal consideró que


el voto favorable de Electroperú en la fusión es una manifestación de que el
Estado aprobó la fusión, dado que: (i) los representantes de Electroperú votaron
a favor de la fusión en virtud del estatuto de Egenor, el cual se reformó para que
el voto del Gobierno fuera necesario para tomar decisiones importantes; (ii) la
conducta de Electroperú no fue como la de una empresa privada, sino que fue
claramente definida por un objetivo “gubernamental” inconfundible; y, (iii) lo que
hizo Electroperú dentro del contexto de la privatización de Egenor fue realizado
en representación del Gobierno y conforme a sus instrucciones.

Además, el tribunal tuvo en cuenta que representantes de varios organismos


estatales respaldaron de forma inequívoca la fusión y la manera cómo esta se
llevó a cabo. En tal sentido, la vulneración del deber de buena fe se produjo por
la suma de acciones de distintas entidades estatales138.

En ese sentido, el tribunal concluyó, en mayoría, que, desde el punto de vista de


un inversionista razonable, las acciones y declaraciones de los representantes
de Electroperú y de diversos organismos estatales involucrados en la

138
(i) CONADE designó directores de Egenor; (ii) CEPRI-ELP aprobó la fusión; (iii) diversos
derechos, concesiones y permisos que habían sido otorgados anteriormente por el Gobierno
fueron cedidos, sin cuestionamiento alguno, a la nueva empresa, Egenor S.A. como parte del
proceso de fusión; (iv) el Ministerio de Energía y Minas aprobó la cesión del CEJ con Egenor a
favor de Egenor S.A. en 1999, con una referencia explícita a la fusión; y, (v) ninguna entidad
gubernamental cuestionó la fusión a pesar de tener oportunidad para hacerlo a raíz de las
publicaciones en diarios de circulación nacional.

257
privatización de Egenor generaron la convicción de que el Estado no cambiari ́a
su posición después de aprobada y consumada la fusión139.

Debe advertirse que uno de los árbitros discrepó del voto mayoritario, al
considerar que la conducta del resto de entidades del Estado no generó una
situación de estoppel. A su criterio, un inversionista no puede considerar que una
operación fiscal ha sido validada por el Estado cuando en esta no ha participado
la autoridad fiscal competente.

Como puede apreciarse, sea que se trate de un caso sencillo o de uno


complicado, como el citado “Caso Duke”, lo determinante es analizar los hechos
del caso teniendo como objetivo definir si se ha generado confianza razonable
sobre la vinculación que produce la primera conducta, independientemente de la
autonomía de las entidades o del principio de unidad del Estado.

Hasta este punto se ha hecho referencia al requisito de la identidad de sujetos


en la doctrina de los actos propios a propósito de la representación, de la
sucesión a título universal, de las personas jurídicas e incluso de las entidades
estatales.

Para terminar de entender la importancia del requisito de la identidad de sujetos


para la aplicación de la doctrina de los actos propios, a continuación se menciona
un caso en el cual se habría cumplido el requisito de existencia de dos conductas
contradictorias, pero que no tuvieron los mismos destinatarios. Bajo esta
premisa, no se cumplieron los requisitos para la aplicación de la doctrina de los
actos propios, pero los jueces de última instancia resolvieron la controversia con
un resultado similar al que habría correspondido con aquélla.

Se trata de un caso que involucraba al Señor Stambovsky, residente de Nueva


York, que compró una casa en el pequeño poblado de Nyack, a su propietaria,
la Señora Ackley (citado en Bullard 2010: 49). El Señor Stambovsky, luego de
ocupar la casa que compró, descubrió que en ella había fantasmas, o por lo
menos que la gente consideraba que tenía fantasmas en ella. Demandó a la
Señora Ackley para que se deje sin efecto el contrato y le devuelva su dinero. La
vendedora no podía quedar sorprendida con esta pretensión, pues fue ella
misma quien reportó en la prensa nacional (incluso en la revista “Selecciones” o
“Reader’s Digest”) que la casa estaba poseída por fantasmas.

En primera instancia el juez desestimó la demanda debido a que la ley no tenía


previsto ningún remedio para dicha situación. La Corte de Apelaciones resolvió
en sentido distinto, y le dio la razón al comprador. Pensaron los jueces que no
era justo pretender que un residente de la ciudad de Nueva York hubiera estado
enterado de las creencias populares de Nyack. El Señor Stambovsky, decía la
Corte de Apelaciones, no tenía cómo saber que la casa estaba embrujada; o
mejor dicho, que tenía fama de estar embrujada.

139
Es importante mencionar que la doctrina de los actos propios se analizó como un argumento
adicional y complementario, puesto que el tribunal arbitral previamente ya había concluido que
la Acotación por Revaluación de Activos constituyó un incumplimiento de la garanti ́a de
estabilización tributaria.

258
La sentencia es jocosa y también justa. Los jueces aplicaron la ya mencionada
teoría del estoppel para sostener “que los fantasmas sí existían”:

“Más allá de si la fuente de las apariciones espectrales vistas por la demandada


sean parapsíquicas o psicogénicas, habiendo reportado su presencia tanto en
una publicación de nivel nacional (Reader’s Digest) y en la prensa local (en 1977
y 1982, respectivamente), la demandada está impedida de negar su existencia
y, como una cuestión de Derecho, que la casa esté embrujada. Sobre este
aspecto, sin embargo, no se requiere ser adivino para concluir que fueron los
esfuerzos promocionales de la demandada en publicar sus encuentros cercanos
con estos espíritus los que impulsaron la reputación de la casa en la comunidad
[…]. El impacto de la reputación así creada va a la esencia de la operación entre
las partes, limitando tanto el valor de la propiedad como la posibilidad de
potencial reventa” (Bullard 2010: 50-51).

El argumento central es que, independientemente de que los fantasmas existan


o no en los hechos (“as a matter of fact”), sí existen “como cuestión de derecho”
(“as a matter of law”). Ello, porque fue la propia vendedora la que admitió, incluso
públicamente y hasta para fines comerciales, que su casa, que luego vendió,
“estaba embrujada”. No sería justo, dice la Corte, que luego niegue la existencia
de fantasmas, como cuestión de derecho, frente a quien la adquirió, que se vio
afectado económicamente por la “mala reputación” del bien adquirido. En
consecuencia, el contrato fue dejado sin efecto y se ordenó la devolución del
precio pagado.

La Corte llegó a este resultado siendo consciente de que en su jurisdicción se


aplica la regla caveat emptor (“cuidado comprador” o “deja que el comprador se
proteja”), según la cual ante el silencio del vendedor el comprador no puede
reclamar por los defectos del bien que adquiere y que lo haga inadecuado para
los fines ordinarios. Sarcásticamente la Corte dijo:

“Desde la perspectiva de una persona en la posición del demandante, surge un


problema muy práctico en relación a revelar un fenómeno paranormal: ‘¿A quién
vas a llamar?, como se pregunta el título de la canción de la película Los
Cazafantasmas. Aplicar estrictamente la regla de caveat emptor a un contrato
que involucra una casa poseída por poltergeists conduce a una visión en la que
un psíquico o un médium acompañarán rutinariamente a un ingeniero estructural
o un exterminador de termitas en la inspección a cada casa sujeta a un contrato
de venta. Esto significa que un abogado prudente debería establecer un escrow
account por si el sujeto de la transacción regresa para espantarlo a él y a su
cliente –pedir que la cobertura de su seguro de malpractice se extienda a
fenómenos supranormales. En el interés de evitar tales consecuencias no
deseadas, la noción de la condición de embrujada es una que puede y debe ser
descubierta bajo una inspección razonable del inmueble, es un duende que debe
ser exorcizado del sistema de precedentes y dejarlo descansar en paz” [Bullard
2010: 51-52].

Es decir, la regla caveat emptor, dice la Corte de Apelaciones, es aplicable ante


circunstancias previsibles, no ante la existencia de fantasmas, o, mejor dicho,
ante la reputación de existencia de fantasmas, lo que naturalmente impacta a la
baja en el valor de mercado del bien.

259
La solución de la Corte fue justa, pero no habría pasado el test para la aplicación
de la doctrina de los actos propios. Se cumplieron los dos primeros requisitos,
pues hubo dos conductas en direcciones contrarias; con la primera, la vendedora
promovió públicamente la idea de que en su casa había fantasmas; con la
segunda conducta, la vendedora lo negó frente a su comprador.

No obstante, el tercer requisito –identidad de sujetos- no se cumplió. El Señor


Stambovsky fue el destinatario de la segunda conducta, pero no lo fue de la
primera; al menos no de forma específica o recepticia, sino como parte del
público en general. La conducta por la cual se promovió en prensa nacional la
existencia de seres sobrenaturales en la casa posteriormente vendida no tuvo
destinatarios precisos, aunque de manera genérica e indeterminada sí estuvo
comprendido en el publico quien en el futuro sería el comprador. La no aplicación
de la doctrina de los actos propios no impide, por supuesto, la aplicación de otros
remedios posibles a favor del adquirente, como la anulación del contrato por dolo
omisivo, por ejemplo.

Lo que refleja la conclusión anterior es que debe haber un nivel mínimo de


precisión en la identificación de los sujetos involucrados en los comportamientos
incoherentes. Debe haber una vocación recepticia en las conductas de quien se
contradice, de modo que haya un destinatario cuya confianza se vea
desprotegida con el cambio de comportamiento. Nótese, pues, que el requisito
de identidad de sujetos está estrechamente relacionado con el de vulneración de
la confianza, que en buena cuenta es lo que se pretende proteger con la doctrina
de los actos propios.

3.4 Consecuencias de la aplicación de la doctrina de los actos propios.-

Las creaciones jurídicas deben existir para cumplir un objetivo. Piénsese en


cualquier herramienta legal, en cualquier ámbito del Derecho y la conclusión será
que, al menos en teoría, las instituciones jurídicas deben cumplir un objetivo
determinado y procurar la solución de los problemas de las personas y de la
sociedad.

Así, por ejemplo, la presunción de inocencia es una creación legal que permite
garantizar la dignidad de las personas; la acción de amparo debe terminar con
el cese de una amenaza o una medida inconstitucional; la acción pauliana tiene
como propósito impedir que una transferencia fraudulenta se lleve a cabo; la
personalidad jurídica se creó para separar patrimonios y responsabilidad antes
de hacer un emprendimiento económico; que un contrato termine por ser nulo es
distinto a que termine por incumplimiento, de modo que las consecuencias de
cada supuesto sean distintas; el silencio administrativo positivo procura generar
eficiencia en la toma de decisiones estatales.

Pretender estudiar dichas nociones jurídicas sin entender para qué sirven sería
despojarlas de su real significado. Este despojo puede ocurrir de dos maneras:
por falta de claridad o por redundancia.

Una herramienta creada para resolver problemas, si no es clara, lejos de


solucionar problemas, los profundiza. Los profundiza porque la falta de claridad

260
ocasiona pérdida de tiempo y de recursos en la búsqueda de soluciones, y lo
más grave es que puede determinar soluciones fuera de lugar. Así, por ejemplo,
la falta de claridad de la regla que impide a un cónyuge disponer de los bienes
sociales sin el asentimiento del otro genera discusiones poco fructíferas sobre si
se trata de una conducta nula o más bien ineficaz pero susceptible de
convalidación140.

De otro lado, una solución redundante no solamente es poco clara, sino que
también es innecesaria. Una noción jurídica redundante es además incompatible
con una visión del Derecho que destaque su aspecto funcional, pues olvida poner
a las personas como el eje de su atención.

Las objeciones doctrinarias y jurisprudenciales a la aplicación de la doctrina de


los actos propios le increpan poca claridad y redundancia. Sin embargo, estos
reparos pueden levantarse si se entiende cuál es su propósito.

La doctrina de los actos propios es un remedio que no altera el significado que


las partes quisieron darle al contrato en el momento de celebrarlo o en un
momento posterior, sino que protege a la parte que tuvo buenas razones para
confiar en que la otra sería coherente con su primera conducta vinculante.

Dicho con otras palabras, la doctrina de los actos propios no genera coincidencia
de voluntades sobre cómo se debe cumplir el contrato o sobre cómo debe ser
modificado. La doctrina de los actos propios supone más bien que una de las
partes induce a la otra a confiar en que la manera en que estaba ejecutando el
contrato le era permitida, incluso contra lo previsto expresamente. La doctrina de
los actos propios no permite pues modificar el contrato, ni definir lo que ambas
partes creen que dice el contrato, sino que protege a quien confió
razonablemente en que su conducta era tolerada por la otra,
independientemente de lo que diga el contrato.

De no hacerse ese deslinde, es sencillo incurrir en serios errores sobre las


consecuencias de la aplicación de la doctrina de los actos propios. El error más
común es entender que el contrato se ha modificado para incorporar en sus
términos a la conducta desplegada por una parte y tolerada por la otra.

Lejos de modificarse el contrato, el remedio que demanda la doctrina de los actos


propios es uno que, en el marco de la buena fe, sea proporcional con las
consecuencias que generó la traición de la confianza a través de la contradicción.
El remedio que derive de la invocación de la doctrina de los actos propios debería
aplicarse con todas sus consecuencias. En tal sentido, si se entiende que el
contrato ha sido modificado, ello importaría que la conducta desplegada
unilateralmente por una parte y tolerada por la otra sea incorporada a la relación
contractual de manera obligatoria, incluso hacia el futuro, para los actos de
ejecución posterior.

140
La Corte Suprema definió mediante el VIII Pleno Casatorio (Casación 3006-2005-Junín)
publicado el 20 de setiembre de 2020, que la sanción es de nulidad, a menos que mediase un
poder de un cónyuge al otro que hubiera sido excedido, en cuyo caso la sanción es la ineficacia.

261
En otras palabras, sostener la modificación del contrato como consecuencia de
la doctrina de los actos propios excedería desproporcionalmente la finalidad de
esta figura, que es proteger la confianza de una de las partes en un momento
preciso de la relación contractual. Si la confianza termina cuando la contraparte
se contradice, carecería de sentido resguardarla con una modificación
contractual favorable a quien confió, pero que ya no tiene razones para hacerlo.

De hecho, en el Capítulo 4 se presentan las diferencias entre la doctrina de los


actos propios y otras figuras jurídicas, incluyendo la modificación contractual. Lo
que debe quedar claro en este punto es que la modificación de los términos
contractuales debe ser descartada como una consecuencia de la aplicación de
la doctrina de los actos propios. Lo que esta genera es más bien la limitación o
extinción de derechos en los términos en que se explica a continuación.

3.4.1 Limitación o extinción de derechos.-

Quien despliega una conducta por un tiempo tal que su tolerancia por la otra
parte hace pensar razonablemente a aquél que dicha conducta no genera
objeciones, puede reaccionar contra una contradicción inesperada invocando la
doctrina de los actos propios. Nótese que la conducta soportada sin objeciones
es una no prevista en el contrato, pues si lo estuviera, no sería necesario invocar
la doctrina de los actos propios.

La emisión de la conducta y la tolerancia posterior generan una dinámica de


ejecución no contenida en el marco contractual, de modo que debe descartarse
la aplicación de figuras negociales como la modificación del contrato.

Como consecuencia de lo anterior, la invocación exitosa de la doctrina de los


actos propios tiene un efecto limitado. Así, quien rechaza la contradicción a
través de esta figura no puede pretender que su conducta desplegada sea
tolerada por el resto de la relación contractual. Solo puede serlo mientras el
estado de confianza se encuentre intacto. Dicho estado desaparece cuando su
contraparte le comunica su cambio de opinión.

¿Cuál es entonces el resultado óptimo de una correcta aplicación de la doctrina


de los actos propios? Será imponer a quien se contradice el deber de respetar
las consecuencias derivadas de la confianza razonable de su contraparte.

Por ejemplo, A se obliga frente a B a entregar periódicamente el producto X


durante cinco años. Inicialmente la entrega se produce sin contratiempos y
conforme a los términos y condiciones previstas. Sin embargo, en el segundo
año A empieza a entregar a B el producto Y durante entregas sucesivas, sin que
B haya formulado reclamo alguno. De manera inesperada B contradice su
anterior comportamiento, exigiendo el cumplimiento estricto de las
especificaciones técnicas. Al producirse la intempestiva contradicción; es decir,
el reclamo para la entrega de X, podría ocurrir, por ejemplo, que A hubiera
contratado el embarque de Y, habiendo incurrido en costos para ello.

Ante el rechazo de B de seguir aceptando la entrega de Y en vez de X, que es


el producto contratado, A podría invocar la doctrina de los actos propios.

262
Asumiendo que las cortes son persuadidas de su aplicación por cumplirse los
requisitos antes estudiados, deberá descartarse como solución el considerar que
el contrato ha sufrido una modificación tácita141. Si esto último hubiera ocurrido,
A debería alegar que en lo que resta del plazo del contrato deberá entregar a B
el producto Y, por haberse alterado las condiciones estipuladas.

Sin embargo, no es una consecuencia tan severa la que deriva de la aplicación


de la doctrina de los actos propios. Esta última se limita a proteger a quien confía
y es sorprendido con una contradicción, únicamente mientras dure el estado de
confianza. Volviendo al ejemplo, A no puede alegar la existencia de confianza
razonable luego de que B le exige la entrega del producto X, que es el
exactamente previsto en el contrato. Lo que sí puede hacer A, asumiendo que
su defensa sobre la base de la doctrina de los actos propios es exitosa, es exigir
a B la recepción y pago de los productos Y que fueron embarcados a destino y
que se encuentran en proceso de entrega.

Agotada la confianza, se acaban también las expectativas generadas, el deber


de buena fe se vuelve impertinente y el foco de protección se traslada de quien
confió a quien se contradijo.

Regresando al ejemplo, B deberá recibir el producto Y que estaba pendiente de


entrega al momento en que exigió el cumplimiento estricto del contrato; pero en
lo que resta del plazo contractual, es decir, en el segundo y tercer año del
contrato, A deberá entregar a B el producto X, que fue el originalmente previsto.
En realidad, el adverbio “originalmente” es inocuo, pues dado que los términos
del contrato no han sido modificados, el único producto estipulado en el contrato
es el X.

Como puede apreciarse, mientras que alegar la modificación del contrato


obligaría a B a recibir Y durante el resto del plazo del contrato, la consecuencia
de la doctrina de los actos propios será la obligación de B de recibir Y solamente
mientras la confianza que generó en A sea protegible.

Dado que el contrato prevé la entrega a B de X, pero B no puede exigir este


producto mientras A es protegido por la confianza, lo que en el fondo ocurre es
que el derecho de B es limitado o restringido. De hecho, en este caso hipotético,
dado que la entrega de Y no equivale a la entrega de X, no se cumple con la
regla de identidad del pago, lo que generaría una situación de incumplimiento
por parte de A frente a B. No obstante, la doctrina de los actos propios impide
ejercer su derecho a reclamar un pago idéntico al pactado.

A no tiene aspiraciones legítimas para conseguir un resultado más alentador.


Los contornos de su protección están marcados por la duración de su confianza,
más allá de la cual no tiene alcance. “Si el afectado pretende un compromiso de
mayor alcance, carga con la prueba de que dispone además de un título adicional
que le permite adquirir un derecho en firme. Por eso la irrenunciabilidad de un
derecho no afecta a su posible inhibición por la regla de los actos propios”
(Carrasco 2016: 465-466).
141
En el Capítulo 4 se abordará con mayor profundidad la diferencia entre la doctrina de los actos
propios y la modificación del contrato.

263
Como señala Carrasco, la irrenunciabilidad del derecho de B de exigir la entrega
de X una vez agotada la confianza protectora de A, es compatible con la
limitación o inhibición de su derecho.

La razón lógica que subyace a tal restricción es, como ya debe intuir el lector, el
deber de buena fe.

“En nuestra opinión, solamente el principio de la buena fe puede respaldar lógica


y lícitamente la limitación al ejercicio de un derecho subjetivo. Indudablemente,
la buena fe no se agota en la limitación anotada, también es causa de
exoneración o atenuación de la culpabilidad en un acto formalmente ilícito, y es
fuente creadora de deberes especiales de conducta a partir, y más allá, de lo
expresamente estipulado” (Ortiz 1991: 278).

La doctrina de los actos propios puede involucrar actuaciones de una parte que
están reñidas con los términos expresos del contrato, como el caso mencionado
en los párrafos precedentes, sobre la entrega del producto Y en lugar del X, o
como el caso del arrendatario de la finca rústica que por un tiempo pagó en el
momento de cosecha y no en la fecha prevista con precisión. En ambos
ejemplos, tanto A como el arrendatario son protegidos por la doctrina de los actos
propios a pesar de que su conducta no cumple con el principio de identidad del
pago. Sus conductas, en principio, suponen un incumplimiento del contrato, pues
se entrega un producto distinto y se paga en fecha diferente a la pactada. Sin
embargo, la contraparte está impedida de alegar el incumplimiento –mientras los
actos del deudor estén comprendidos bajo el manto protector de la confianza
razonable- porque dicha alegación es ilegítima, sobre la base del principio de la
buena fe.

“La ilicitud reposa en el hecho de que la conducta incoherente contraría el


ordenamiento jurídico considerado este inescindiblemente, noción
aplicable en ámbito contractual o extracontractual –y también y
fundamentalmente, dentro del proceso judicial- y que conlleva como
sanción la declaración de inadmisibilidad de la pretensión de quien intenta
ponerse en contradicción con su anterior conducta deliberada,
jurídicamente relevante y plenamente eficaz” (Morello 1985: 59-60).

Hasta este punto puede sostenerse entonces que, dada la naturaleza de la


doctrina de los actos propios como mecanismo protector de la confianza, sus
efectos se limitan a respetar las decisiones adoptadas en el marco de ella; nada
más. No se modifican los términos contractuales, de modo que el remedio
derivado de la aplicación exitosa de la doctrina de los actos propios es la
limitación de los derechos de quien se contradice y contra quien se invoca.

A esta limitación un sector de la doctrina, incluyendo al Profesor Luiz Díez-


Picazo, le denomina “inadmisibilidad de la pretensión contradictoria” (Díez-
Picazo 2014: 301). “La inadmisibilidad de la pretensión contradictoria sería, al
parecer, la sanción adecuada frente a un supuesto de contravención del deber
jurídico de no contrariar conductas propias anteriores” (Pardo 1991: 61).

264
La conexión entre la limitación de derechos derivada de la doctrina de los actos
propios y la inadmisibilidad de la pretensión contradictoria la realiza Morello
cuando señala que la doctrina del acto propio importa una limitación o restricción
al ejercicio de una pretensión; es decir supone un impedimento de “hacer valer
el derecho que en otro caso podría ejercitar. […] La inadmisibilidad será el
resultado de una tarea de interpretación relacionando para ello la conducta
propia que precede al comportamiento ulterior. Y este último será el declarado
inadmisible por incoherente” (Morello 1985: 59).

Por cierto, esta llamada “inadmisibilidad” nada tiene que ver con la declaración
de una demanda como inadmisible, sino que por el contrario, supone analizar el
fondo del asunto. En los ejemplos mencionados, la sentencia se limitaría a
declarar que A puede suministrar a B el producto Y en vez del X mientras hubiera
tenido razones para confiar en que B no pondría objeciones. Producida la
entrega involucrada en la controversia, las entregas sucesivas deberían
realizarse conforme a los términos pactados. En el caso del arrendamiento de la
finca rústica la sentencia tendría que decir que el arrendatario podría pagar la
renta anual luego de la cosecha mientras hubiera confiado razonablemente en
que podría hacerlo. Luego de ello debería “acatar” la conducta contradictoria
contra la cual se le protegió.

La limitación derivada de la doctrina de los actos propios es también recogida


por la jurisprudencia española, tan profusa en este tema. La sentencia del
Tribunal Supremo de España del 16 de abril de 2001, considera que la doctrina
de los actos propios “supone un límite del derecho subjetivo o de una facultad,
como consecuencia de la buena fe y de la exigencia de la observancia de una
coherencia en el tráfico jurídico […]” (Jaramillo 2014: 35).

En esta misma línea, la sentencia del 26 de febrero de 2001 del Alto Tribunal
español (en la Casación 5453/1995) señala que el principio de la buena fe
protege la confianza que fundadamente se puede haber depositado en el
comportamiento ajeno e impone el deber de coherencia en el comportamiento
propio. “Existe el deber de observar de cara al futuro la conducta que los actos
anteriores hacían prever y aceptar las consecuencias vinculantes que se
desprenden de los propios actos” (Martínez Pastor 2014: 66).

Aunque las afirmaciones de las cortes mencionadas en los dos párrafos


precedentes son correctas, estimo que están incompletas. Un cabal
entendimiento de las consecuencias requiere tener en consideración que el
remedio es temporal: dura lo que dure la confianza sobre la cual se construye la
doctrina de los actos propios. En otras palabras, el resultado de aplicar la
doctrina de los actos propios es que el derecho de quien se contradice se limita,
pero no se pierde.

Ahora bien, ¿qué ocurre si la extensión del plazo del contrato o las circunstancias
del caso no dejan margen para retornar a los términos originales pactados?
Usando los mismos ejemplos, ello ocurriría si la entrega del producto Y es la
última o si el pago de la renta rechazado en tiempo de cosecha correspondía al
último año del contrato.

265
En tal caso, “[l]a imposibilidad de venir contra los propios actos puede determinar
una paralización del ejercicio del derecho o facultad de que se trate, pero puede
significar su pérdida definitiva si ya es imposible ejercitarlo según las exigencias
de la buena fe” (Díez-Picazo 2014: 163-164). Efectivamente, no le falta razón a
Díez-Picazo cuando señala, citando a Walsman, “si la conducta voluntaria de
una persona está, en sí misma o en sus consecuencias, en abierta contradicción
con la continuación de la existencia de un derecho sobre el cual esta persona
tiene la libre disposición, entonces la contradicción produce la pérdida
(“Aufhebung”) del derecho” (Díez-Picazo 2014: 151).

“Es cierto que, en muchos casos, los confines entre inejercitabilidad y pérdida
del derecho son sumamente confusos. Así acontece especialmente en los
derechos de crédito: cuando el derecho de crédito no puede ejercitarse es, por
regla general, lo mismo que si se hubiera extinguido. En otros casos, en cambio,
la distinción es nítida” (Díez-Picazo 2014: 300). En principio, pues, el efecto de
la doctrina de los actos propios es limitar el derecho de quien se contradice. Por
ejemplo, quien en principio podría resolver un contrato alegando incumplimiento
se encontraría impedido de hacerlo. Ello no obsta para que posteriormente,
agotado el estado de confianza propiciada por él mismo, objete nuevamente el
comportamiento de su contraparte sin que esta última pueda alegar la existencia
de contradicción.

Son dos entonces los posibles resultados de la aplicación de la doctrina de los


actos propios. El primer efecto es la limitación en el ejercicio de un derecho, y el
segundo, su pérdida, si la duración de la relación contractual no deja margen
para exigir el cumplimiento estricto de los términos pactados. En efecto, la
“imposibilidad de venir contra los propios actos puede determinar una
paralización del ejercicio del derecho o facultad de que se trate, pero puede
significar su pérdida definitiva si ya es imposible ejercitarlo según las exigencias
de la buena fe” (Miquel 1995: 206).

Ahora bien, el autor citado en el párrafo precedente plantea una tercera


posibilidad. Señala que la doctrina de los propios actos puede fundar también el
nacimiento de un derecho en un tercero.

“No es conciliable con la buena fe la conducta de quien crea una apariencia


que luego niega en contra de un tercero de buena fe. Por ello la eficacia de
la regla puede ser, en algunos casos, superior a la mera paralización del
ejercicio del derecho, especialmente porque en ellos ya no es posible
ejercitarlo con arreglo a la buena fe, pero también porque una verdadera
protección de la confianza suscitada así lo exige” (Miquel 1995: 206).

El autor usa como ejemplo el impedimento para el transmitente simulado de


recuperar la cosa si ha pasado a poder de un tercero de buena fe.

Por ejemplo, si A y B celebran un contrato de transferencia por el que el primero


vende al segundo un vehículo, pero dicho contrato es absolutamente simulado,
en caso que a su vez B hubiese vendido el mismo vehículo a C, este último
estaría protegido, pues la nulidad de la primera venta no le es oponible.

266
El caso comentado tiene norma expresa en la regulación peruana. En efecto, el
artículo 194 del Código Civil señala que la simulación no puede ser opuesta por
las partes ni por los terceros perjudicados a quien de buena fe y a título oneroso
haya adquirido derechos de titular aparente.

En el ejemplo mencionado, A o B, que fueron parte del contrato simulado,


pueden reclamar su nulidad, a pesar de que ello sea contradictorio con su propio
consentimiento para la celebración (de hecho, el artículo 193 lo permite
expresamente). La parte demandada en ese proceso no puede defenderse pues
sobre la base de la doctrina de los actos propios.

El resultado será entonces que, si se declara la nulidad del contrato de


transferencia de propiedad por simulación, esta declaración no será oponible al
sub-adquirente de buena fe. Sin embargo, la protección de este tercero no
emana de la aplicación de la doctrina de los actos propios, como sugiere Miquel.
Por el contrario, la doctrina de los actos propios tiene un campo de acción
limitado cuando media una declaración de nulidad.

La protección del tercero se basa más bien en la doctrina de la protección de la


apariencia, que, como se verá en el Capítulo 4, se traduce en soluciones
legislativas que consideran lo aparente como real. Esto ocurre cuando hay
hechos concluyentes que generan una apariencia en la que una persona confía
y por tanto cree que lo que observa es real.

La doctrina de los actos propios tiene entonces efectos acotados; no cambia los
términos contractuales a partir de un acuerdo modificatorio, ni genera
directamente un mecanismo de protección frente a terceros de buena fe. La
doctrina de los actos propios se limita a restringir los derechos de quien se
contradice, que acaso pueden verse incluso extinguidos, si no queda margen
temporal suficiente para la ejecución contractual.

3.4.2 Las obligaciones naturales y la doctrina de los actos propios.-

La utilidad práctica para quien invoca la doctrina de los actos propios es que se
puede limitar el derecho de quien se contradice. Manteniendo los ejemplos antes
comentados, B no podrá exigir a A la entrega del producto X, que es el
originalmente previsto, como consecuencia de la confianza razonable que
generó recibiendo el producto Y. El arrendador no podrá exigir el pago de la renta
en la fecha pactada sino después de la cosecha, como consecuencia de la
confianza razonable que generó al recibir la renta repetidas veces en esa
oportunidad. Ciertamente, este impedimento durará lo que dure la confianza
generada.

Al impedirse con la doctrina de los actos propios el ejercicio de un derecho


subjetivo cabe preguntarse si por ello surge una obligación natural.

Existe una obligación natural cuando el acreedor se ve impedido de accionar


para lograr el cobro de la deuda, pero si el deudor la paga voluntariamente, el
pago es válido; no hay pago indebido y por tanto el deudor no puede repetir lo
pagado. A esta obligaciones Von Thur las llama “imperfectas” (Von Thur, p. 18).

267
Ejemplo clásico de obligación natural ocurre con el transcurso del plazo de
prescripción. A diferencia de lo que ocurre con la caducidad, una vez transcurrido
el plazo, las cortes no pueden acoger el reclamo de pago, pero si el deudor
cumple voluntariamente, la acreencia estará satisfecha.“Ocurre que en ciertos
casos una obligación llamada a nacer regularmente, o nacida como tal, de modo
de poderse exigir su cumplimiento, se vea afectada por ciertas circunstancias
que hacen que ese efecto regular no pueda tener lugar, aunque, cumplidas, el
acreedor queda autorizado a retener lo dado o pagado por ellas” (Concha
Machuca 2014: 258).

Wáyar señala que se ha llegado a negar que en las obligaciones naturales haya
vínculo jurídico, ante la ausencia de un elemento compulsivo. “Sin embargo, el
hecho de que no haya coacción no significa que no haya vínculo. Es más: hasta
es dudoso que en verdad no haya coacción; más bien parece que sí la hay, pues
de otro modo no se explicaría por qué el deudor puede recurrir al pago por
consignación, que es un típico medio coactivo de cumplimiento” (Wáyar, 120).

No es el propósito de este trabajo definir si la causa justa de dicha atribución


patrimonial tiene contenido moral o no. Al respecto, “Marcel Planiol y Georges
Ripert, por su parte, expresan que es indiscutible que la obligación natural
constituye una anomalía jurídica. La ausencia de sanción, sea cual fuere su
eficacia en otro sentido, la sitúa en los confines últimos del Derecho, en los
límites de la moral” (Castillo Freyre 2005: 219). También queda abierto el debate,
que excede el marco de este trabajo, sobre si las obligaciones naturales suponen
la existencia de “deuda sin responsabilidad”, como propone Hernández Gil
(Hernández Gil 1983: 85).

En el Perú no se menciona de manera expresa a las obligaciones naturales, pero


hay referencias a ellas en los artículos 1275 (no hay repetición de lo pagado en
virtud de una deuda prescrita) y 1943 (quien paga voluntariamente una deuda
emanada del juego y la apuesta no autorizados, no puede solicitar su repetición).

Por ejemplo, si A le debe a B una suma de dinero, pero ha prescrito el plazo para
el cobro, A sigue manteniendo una deuda, aunque B no esté legitimado para
cobrarla. Si A paga a pesar de la prescripción, la razón por la que no tiene
derecho a recuperar lo pagado es porque el derecho de B no se ha extinguido.

¿Ocurre algo similar con la doctrina de los actos propios? Estimo que sí. La
aplicación de la doctrina de los actos propios da lugar a una obligación natural.
Si se piensa bien, en el caso de la prescripción no procede el reclamo del
reembolso porque quien paga una deuda prescrita generó confianza razonable
en quien recibe el pago, que renunció a invocar la prescripción a su favor.

Algo similar ocurre con la doctrina de los actos propios. El reclamo de pago por
parte de quien se contradice no procederá contra quien confió en su conducta
anterior, como tampoco prosperará el cobro de una deuda prescrita. Sin
embargo, en ambos casos, existe causa lícita para el pago, de modo que si este
se realiza, no puede exigirse el reembolso.

268
Un asunto interesante que vincula la prescripción extintiva con la doctrina de los
actos propios es la posibilidad de que esta última se imponga como defensa
frente a una excepción de prescripción. Si el actor demanda luego de prescrita
la deuda, lo natural es que el demandado oponga una excepción de prescripción.
¿Puede el demandante replicar invocando la doctrina de los actos propios,
alegando que confió en que el deudor no usaría la prescripción en su defensa?

Un sector de la doctrina ha dejado entrever que sí:

“[…] por importante que sea una defensa, no siempre puede prosperar, a
lo que se suma que el transcurso o agotamiento pleno del término
prescriptivo, per se, no habilita para que ella se torne procedente, así
formalmente la prescripción se haya consolidado antes, dado que en la
órbita jurídica no sólo importa tener y poseer un derecho, sino saberlo
ejercer sin desconocimiento de lo efectuado con antelación, pues el pasado
ata y encadena […]” (Jaramillo 2014: 419).

Discrepo. Estimo que si se demanda una deuda prescrita, la excepción de


prescripción deducida por el demandado no puede verse bloqueada con la
doctrina de los actos propios. En todo caso, la manera de lograr el pago de lo
adeudado, es acreditar que se presentan las vicisitudes que la ley contempla
alrededor de la prescripción. En efecto, esta puede interrumpirse o suspenderse,
pero en caso contrario el plazo de prescripción opera ex lege y obstruye toda
posible invocación de la doctrina de los actos propios.

3.4.3 Indemnización por daños y perjuicios.-

La doctrina de los actos propios es un remedio que limita el ejercicio de un


derecho y genera “concretamente la inadmisión, rechazo, inaplicación o dejación
de la nueva conducta (posterius) en sí misma contraria a la anterior, detonante
de la referida confianza legítima, por ella eclipsada” (Jaramillo 2014: 308-309).

La nueva conducta, que es rechazada por ser contradictoria, supone el ejercicio


de un derecho reconocido. Así, pues, no está en discusión si se tiene o no el
derecho que se pretende hacer valer” (Ortiz 1991: 277). Sin embargo, este
derecho no es ejercido de manera regular, de modo que sufre una limitación
como consecuencia de la doctrina de los actos propios.

El remedio derivado de la doctrina de los actos propios es el repudio de la


contradicción y por tanto el impedimento para quien se contradice de actuar
conforme a su conducta incoherente. En los ejemplos mencionados en las
secciones precedentes, el arrendador de la finca rústica no puede pretender el
pago en la fecha prevista en el contrato, sino que debería esperar la cosecha,
por los períodos comprendidos en el marco de confianza que generó en el
arrendatario. En el otro ejemplo, si B pretende que A le entregue el producto X
pactado, no podrá hacerlo y estará obligado a recibir Y, únicamente por las
entregas respecto de las cuales dio razones atendibles para que A creyese
razonablemente que B seguiría recibiendo el producto Y.

“Así las cosas, como se expresaba, su objetivo no es resarcitorio, en rigor, sino


mejor preventivo o de evitación (daño evitable). Por esa razón, es dable exigir la

269
existencia de un perjuicio, ora real, ora potencial –o contingente-, desde luego
en sentido lato, sin que sea preciso, en tal virtud, que cumpla inexorablemente
con los requisitos del daño indemnizable, propiamente dicho, toda vez que, se
itera, el propósito cardinal y primario no es el de indemnizar, sino evitar o mitigar
el daño, hasta donde ello sea posible […]” (Jaramillo 2014: 347).

Como puede apreciarse, el objetivo de la doctrina de los actos propios es


preventivo, y más que mejorar las condiciones en que se encuentra quien la
alega, lo que se propone con ella es mantenerlas: en los mismos ejemplos,
seguir pagando la renta después de la cosecha, o entregar el producto Y,
mientras se conserve el estado de confianza razonable generado por aquel
contra quien se invoca. Ahora bien, el carácter preventivo de la doctrina de los
actos propios no presenta per se ningún impedimento para reclamar una
indemnización por daños y perjuicios, considerando que esta opera respecto de
todo acto dañoso.

Debe recordarse que la presente investigación está circunscrita al ámbito de


aplicación de la doctrina de los actos propios es el espectro contractual, y si la
ejecución del contrato por quien se contradice ha generado en la contraparte un
daño indemnizable como consecuencia de la contradicción, el reclamo para
reparar el daño es posible siempre que se cumpla los requisitos para ello:
acreditar la existencia del daño, el nexo causal y el factor de atribución.

Ahora bien, es sumamente importante hacer un deslinde para identificar cuál es


la razón por la que se podría pagar una indemnización en un caso en el que se
aplique con éxito la doctrina de los actos propios. El efecto inmediato y directo
de esta última será aplicar un remedio que neutralice la incoherencia;
típicamente este remedio será impedir a quien se contradice que ejerza un
derecho mientras subsista la confianza razonable que generó en su contraparte.
Así, por ejemplo, aquel contra quien se invoca la doctrina de los actos propios
estará obligado como consecuencia de ella, a recibir el producto Y o a recibir la
renta después de la cosecha, solo mientras la confianza defraudada haya sido
protegible.

Sin embargo, además de contradecirse y por tanto de traicionar la confianza de


su contraparte, quien lo hace podría haberle ocasionado también un daño
indemnizable. En los ejemplos anteriores, la parte incoherente es el acreedor de
los productos a ser entregados o de la renta, de modo que la negativa a recibir
el pago podría haber dado lugar a un pago por consignación, por ejemplo, pero
si el caso hubiera sido a la inversa, donde quien se contradice debía realizar un
pago en condiciones más favorables que las que pretende posteriormente, sí
podría generar un empobrecimiento patrimonial que tendría que indemnizarse.

Este empobrecimiento, que puede dar lugar a una acción por daños y perjuicios
si se cumplen los requisitos para reclamar la indemnización, es resultado de una
ejecución contractual contradictoria y por tanto contraria al deber de buena fe.

Entonces, el efecto automático de la aplicación de la doctrina de los actos propios


debe ser la limitación de un derecho de una de las partes para así resguardar la
confianza generada por ella en su contraparte. Si además esa actitud
contradictoria ha ocasionado un daño, este debe ser indemnizado.

270
Por eso, cuando se ha sostenido que la doctrina de los actos propios puede dar
lugar a una indemnización, se ha señalado que “[s]i bien la solución parece a
primera vista adecuada, al efectuar un análisis más profundo de la situación
descartamos tal posibilidad. Lo sancionado en esta hipótesis no sería
propiamente la conducta contradictoria sino el daño causado” (Pardo 1991: 60).

La doctrina de los actos propios no es per se fuente de obligaciones, como la de


indemnizar el daño ocasionado con la contradicción, sino que es un remedio para
neutralizarla. El daño que eventualmente se ocasione debe indemnizarse como
ocurriría con cualquier ejecución irregular de un contrato que genera un daño
indemnizable. En el caso de la doctrina de los actos propios, se produce una
ejecución del contrato de forma contraria al deber de buena fe, contenido en el
artículo 1362 del Código Civil, según el cual los contratos deben negociarse,
celebrarse y ejecutarse de buena fe.

“Es importante subrayar además que la exigencia de obrar conforme a la


buena fe tiene el carácter de un “deber jurídico autónomo”, como en
reiteradas ocasiones viene resolviendo la Corte de Casación italiana en los
últimos tiempos. La constatación de este carácter arroja dos implicaciones
fundamentales: en primer lugar, significa que es exigible
independientemente de los deberes y obligaciones que las partes pudieron
haber pactado de manera expresa o de los que derivaren de específicas
disposiciones legales; en segundo lugar, su inobservancia genera per se
un incumplimiento contractual que da lugar al resarcimiento de los daños y
perjuicios causados” (Facco 2017: 229-230).

Es entonces consecuencia inexorable de aplicar la doctrina de los actos propios,


disponer el remedio que según las circunstancias, sirva para contrarrestar la
incoherencia que vulnera la confianza. Este remedio implica mantener la
conducta previa a la contradicción, lo cual puede suponer recibir o hacer un pago
en las mismas condiciones. En este último caso, cuando se aplique la doctrina
de los actos propios se deberá limitar el derecho de quien se contradijo y por
tanto se deberá disponer que siga pagando como lo venía haciendo mientras
generó en su contraparte confianza protegible. Si se produjo un retraso en ese
pago, la consecuencia indemnizatoria –el pago de intereses- será consecuencia
de la ejecución irregular del contrato que generó un daño reparable. En pocas
palabras, la consecuencia directa de la doctrina de los actos propios será ordenar
a la parte incoherente que siga actuando como venía haciendo, lo que puede
incluir, de ser el caso, la orden de seguir cumpliendo en los términos anteriores
a la contradicción; pero la orden de pagar intereses es consecuencia de la
existencia de un daño indemnizable.

“La problemática de los actos propios no se agota en la validez o no del


acto que se pretende desconocer, sino en la responsabilidad civil que de
ese actuar se deriva. Propongo el siguiente caso: en un contrato de
suministro de electricidad el generador y el distribuidor establecen en una
cláusula un determinado proceso de facturación basado en la potencia en
horas de punta. En un período de nueve meses, el distribuidor paga
puntualmente al generador y el décimo mes deja de hacerlo, alegando que

271
la cláusula es ambigua y confusa, decidiendo de manera unilateral aplicar
supletoriamente una Resolución de la Comisión de Tarifas de Energía, que
establece un procedimiento de facturación para el Mercado Regulado (el
contrato en cuestión se ha dado en el ámbito del Mercado Libre). La
objeción surge inmediatamente; si se cuestiona el proceso de facturación
por confuso, ¿cómo es que se pagó sin discusión alguna los nueve meses
anteriores? Resulta imperativo aplicar el principio de los actos propios […]”
(Espinoza 2011: 185-186).

En el caso antes mencionado, asumiendo que se cumplen los requisitos para la


aplicación de la doctrina de los actos propios –conducta vinculante, actuación
contradictoria e identidad de sujetos- el resultado de su aplicación será ordenar
al distribuidor pagar al generador en la misma forma en que lo venía haciendo
en los primeros nueve meses. En otras palabras, se le impide efectuar el cálculo
tarifario según las reglas del mercado regulado. Sin perjuicio de ello, la falta de
pago íntegro y oportuno generará un deber indemnizatorio traducido en el pago
de intereses.

“No se indemniza el daño causado por un acto propio contradictorio, sino que no
se permite que este llegue siquiera a ser efectivo. […] La cuestión es espinosa y
no suficientemente racionalizada por la jurisprudencia española. […] Como la
regla de los propios actos actúa por medio de una excepción, el sujeto que confió
puede conservar un estado de cosas, pero no puede construir por vía de la
exceptio un nuevo estado de cosas que llegara a ser congruente con el hecho
aparencial” (Carrasco 2016: 474).

Son variados los remedios dispuestos por los tribunales internacionales en


aplicación de la doctrina de los actos propios bajo la lex mercatoria. No siempre
se ha ordenado el pago de una indemnización, sino la continuación de la
ejecución del contrato de acuerdo con la posición amparada por las cortes,
ordenar que se ejecute el contrato asumiendo que es válido pese a los defectos
de representación, o determinar que una reclamación se tramite a pesar de
haberse formulado fuera del plazo inicialmente previsto.

Ahora bien, asumiendo que en el marco de una actuación contradictoria que dé


lugar a la doctrina de los actos propios, se generen daños indemnizables, cabe
preguntarse por el alcance de la indemnización. Si el remedio comprende
únicamente el interés negativo, se coloca a la parte afectada en la posición en
que se encontraría de no haber confiado en el comportamiento de la contraparte,
como suele ocurrir en casos de culpa in contrahendo por ruptura de
negociaciones (típicamente, el costo incurrido en negociar).

Sin embargo, de acreditarse la existencia de daño como consecuencia de una


ejecución del contrato contradictoria y contraria a la buena fe, la indemnización
comprende el interés contractual positivo, aplicando para ello el segundo párrafo
del artículo 1321 del Código Civil, según el cual el resarcimiento por la
inejecución de la obligación o por su cumplimiento parcial, tardío o defectuoso,
comprende tanto el daño emergente como el lucro cesante, en cuanto sean
consecuencia inmediata y directa de tal inejecución.

272
3.5 Posibilidad de pactar en contra de la doctrina de los actos propios.-

En el Capítulo anterior de este trabajo se planteó la pregunta de si las partes


pueden excluir expresamente la invocación del principio de la buena fe. La
respuesta fue que ello dependía de las circunstancias, de modo que, mientras
una exclusión general de la buena fe es cuestionable, no lo será si la exclusión
es específica, pues es legítimo que las partes tomen medidas para reducir la
incertidumbre jurídica a través de reglas claras aplicables en los supuestos
previstos por ellas.

No es admisible entonces un pacto de exclusión general de los deberes de buena


fe. Lo que sí es posible es que las partes decidan imponer restricciones entre
ellas o conceder prerrogativas que podrían parecer poco equilibradas, sin que
por ello se pueda afirmar que dichos pactos son contrarios al deber de actuar de
buena fe. Lo que reflejaría un pacto así es más bien un esquema de riesgos, que
evidencia cómo valoran las partes sus prestaciones, y que mirado en conjunto
es favorable a ambas.

“Esto es indiscutible y no admite más desarrollo. La cuestión difícil sería la


de si son admisibles grados en la buena fe prestable por el deudor o titular
del derecho, como tradicionalmente se admitieron grados en la diligencia
prestable por el deudor según la naturaleza del contrato […]. La cuestión
esconde un sofisma. No se trata de que las partes puedan
comprometerse por contrato a prestar una buena fe más limitada que
la que a falta del pacto tendrían que poner en acción, sino que la
existencia de pacto delimita el supuesto de hecho relacional y, por
ende, la necesidad o prescindibilidad de una protección legal. Si por el
acuerdo el deudor tolera que el acreedor actúe contra sus actos propios
anteriores, simplemente no habrá abuso. Si hay pacto de que el largo
silencio no valdrá nunca como renuncia o aceptación, será probable que la
contraparte no pueda pretender haber comprometido su confianza, y, si no
hay confianza, no prospera la excepción de retraso desleal” [énfasis
agregado] (Carrasco 2016: 81).

Pueden presentarse con cierta frecuencia los pactos que en apariencia colocan
a una parte en desventaja frente a la otra, limitando el espectro de la buena fe
en la relación contractual. Sin referirse específicamente a la doctrina de los actos
propios, sino al deber de buena fe en general, Carrasco plantea una mirada
interesante de este asunto, con la que coincido. Más que una limitación prevista
por las partes a sus deberes recíprocos de buena fe, habría un pacto específico
que ofrece más ventajas a una respecto de la otra, lo que hace presumir que, en
conjunto, ambos contratantes encuentran razones por las que es conveniente
contratar.

Es posible que una estipulación específica no parezca equilibrada, pero habrá


otras que la balanceen, de modo que ambas partes vean sus intereses
satisfechos.

“Si el vecino está dispuesto a que yo le pague 10.000 euros por reservarme
el derecho de poder taparle con mi muro sus vistas y luces, sin más

273
justificación que mis ganas de taparlas, no habrá abuso de mi derecho de
propiedad, porque mi vecino me ha vendido el derecho a que haga valer
contra él mis actos emulativos. Si por pacto han atribuido las partes a una
de ellas (presumiblemente, a cambio de alguna ventaja recíproca) todo
riesgo de la alteración extraordinaria de las condiciones subyacentes al
contrato, las partes no están derogando la cláusula rebus sic stantibus sino
excluyendo su supuesto de hecho, porque la asignación contractual de los
riesgos es válida fuera de la legislación protectora de consumidores.
Cuando el comprador de instrumentos financieros financieros firma una
Big-Boy letter en la que reconoce que el vendedor dispone de información
privilegiada que, por ser confidencial, no ha sido comunicada a la
contraparte, y que esta es un agente sofisticado que actúa por su propia
cuenta, está claro que las partes no están conviniendo la exclusión de
responsabilidad por dolo precontractual, sino aceptando que el comprador
actúa a su propio riesgo y que, siendo un sujeto sofisticado, puede sacar
las consecuencias oportunas de que el vendedor afirme tener información
privilegiada y que no se la quiere comunicar al comprador. Si existe pacto
que permita a una parte la resolución del contrato por incumplimiento no
grave de la otra, no se está renunciando a la prohibición de abuso de
derecho, sino cualificando una facultad resolutoria semejante como no
abusiva” (Carrasco 2016: 81-82).

Los ejemplos anteriores son elocuentes. Una parte le vende a la otra un derecho
a imponer limitaciones de vista con amplitud, pero a cambio de un valor de tal
magnitud que el ejercicio de ese derecho excluye la noción de abuso. Una parte
queda autorizada por la otra a cambiar ciertos términos de manera unilateral.
Una parte permite a la otra contar con información privilegiada de la cual la
primera carece. Una parte habilita a la otra a resolver el contrato aunque el
incumplimiento no sea grave. En las situaciones descritas, los contratantes
atribuyen a uno de ellos el derecho de tomar decisiones de manera discrecional
afectando así los intereses del otro. En estos ejemplos no se limita el derecho a
rechazar la contradicción; sin embargo, no hay impedimento para hacerlo.

En efecto, es común que en cartas de intenciones para abrir negociaciones se


indique que las manifestaciones de propósitos iniciales son no vinculantes, sin
perjuicio del deber de negociar de buena fe. En similar sentido, los contrayentes
pueden pactar que ninguno de ellos puede depositar confianza legítima en lo que
dice o hace el otro, hasta que se haya cerrado la negociación y se haya suscrito
el contrato.

Así, mientras no se vulneren las normas imperativas, son admisibles los pactos
que restrinjan las posibilidades de las partes de defender sus intereses con todos
los elementos normativos que el Derecho de contratos pone a su disposición.

En esta línea, tampoco hay impedimento para pactar expresamente que a


efectos de la interpretación y ejecución del contrato, carecen de relevancia las
conductas previas o posteriores de los contratantes, ajenas a lo indicado
estrictamente en el texto del contrato. De hecho, son comunes los pactos en los
que las partes excluyen de manera expresa la posibilidad de invocar su propia
actuación durante la negociación del contrato, y en algunos casos llega a

274
descartarse también su conducta durante la ejecución del contrato como fuente
generadora de confianza. Como puede apreciarse, esto último impide el
surgimiento del primer requisito para la aplicación de la doctrina de los actos
propios: conducta vinculante que genere confianza, de modo que la eventual
contradicción posterior se vuelve irrelevante.

La situación descrita en el párrafo precedente alude a las cláusulas denominadas


“merger clause” o “entire agreement clause”, que buscan excluir las
negociaciones de las partes del análisis que efectúe el juez para analizar el
alcance de las obligaciones de las partes.

“Las partes suelen estipular esta cláusula al final del contrato, estableciendo que
el contenido del mismo se limita a lo expresamente establecido. Esta cláusula
nace del Derecho anglosajón a fin de mantener una aplicación estricta de la parol
evidence rule y evitar que el juez recurra a las negociaciones previas para
integrar el contrato. La cláusula se extendió al Derecho Continental, donde se
planteó su conflicto con la buena fe, usándose, asimismo, de forma extendida en
transacciones internacionales. El problema que surge es si acaso la merger
clause constituye una limitación a la buena fe, y si, por lo tanto, debe excluirse
del contrato” (Eyzaguirre y Rodríguez 2013: 190).

La parol evidence rule es una regla que, importada del Derecho anglosajón, ha
sido discutida en el Derecho continental y prácticamente por unanimidad los
autores estiman que no es contraria a la buena fe (Eyzaguirre y Rodríguez 2013:
190). Esta regla permite a las partes demarcar con claridad “las cuatro esquinas”
del contrato, de modo que las situaciones ubicadas fuera de dichas fronteras son
irrelevantes para la ejecución del contrato y las posibles alegaciones entre las
partes.

Un pacto que refleje la parol evidence rule evitaría hacer uso de la doctrina de
los actos propios como medio de defensa en caso de una contradicción en la
conducta desplegada por la otra parte, pero no hay impedimento para que ello
ocurra, si se asume que no se ha vulnerado una norma imperativa que pueda
ser calificada como el núcleo duro de la buena fe.

3.6 La doctrina de los actos propios como mecanismo de acción o de


defensa.-

La esencia de la doctrina de los actos propios es la protección de la confianza, y


esta no se genera de manera automática, sino que quien invoca esta doctrina
debe acreditar que en el decurso de la relación contractual su contraparte actuó
con una contundencia tal, que tenía razones fundadas para esperar que de ella
una actuación similar.

Desde un punto de vista cronológico entonces, en primer lugar una persona


actúa en determinado sentido; en segundo lugar, esa actuación genera
confianza en que la actuación se mantendrá; y, en tercer lugar y a pesar de lo
anterior, se produce una contradicción. El detonante entonces para activar el
mecanismo de defensa que brinda la doctrina de los actos propios, es el
comportamiento incoherente.

275
Esta incoherencia, rechazada por la parte que confió, se plantea en el seno de
la ejecución contractual. Dado que quien rechaza la contradicción tenderá
naturalmente a no acceder al pedido contradictorio, se producirá un reclamo no
atendido y se suscitará una controversia.

Esta controversia no necesariamente debe alcanzar una sede formal para


rechazar legítimamente la contradicción y el comportamiento exigido a partir de
ella. Si la parte que actuó incoherentemente es persuadida por la otra de que su
derecho se ha visto limitado sobre la base de la doctrina de los actos propios, la
controversia habrá sido resuelta. No estoy de acuerdo entonces cuando se
afirma que la “conducta que contradice al comportamiento objetivo anterior se
debe dar dentro de un proceso judicial creando una situación litigiosa, y en
ejercicio de un derecho subjetivo procesal (pretensión)” (Compagnucci de Caso
1985: 2). Similar opinión tiene Jaramillo, quien adhiere a la tesis por la cual la
doctrina de los actos propios no solo se aplica en el marco de un proceso
(Jaramillo 2014: 364).

En efecto, la aplicación de la doctrina de los actos propios no supone siempre la


existencia de un marco procesal. Ahora bien, si la solución se plantea dentro de
un proceso, cabe preguntarse si la doctrina de los actos propios debe alegarse
solamente como medio de defensa o si también puede hacerse interponiendo
una demanda que ampare su uso.

Para algunos autores, la doctrina de los actos propios, antes que presentarse
como una acción, opera como una excepción; “es decir, con la aptitud para
hacerle frente a la pretensión” (Ortiz 1991: 284). En esa misma línea, se sostiene
que una defensa basada en la doctrina de los actos propios debe plantearse al
contestar la demanda o la reconvención.

“Nos parece que la contradicción entre la anterior conducta vinculante y la


posterior pretensión, habilita a ello en la contestación de la demanda (no
como excepción previa, por cuanto no se atiende al contralor de los
presupuestos procesales sino a la razón de la causa de pedir por lo que no
hay una excepción en sentido estricto); sustancial y procesalmente se
conforma una defensa abarcadora y comprensiva de un mecanismo idóneo
para frustrar el éxito de la pretensión. Correlativamente, si en la
reconvención se diera también una clara situación con relación al actor,
este podrá en la contestación de aquélla solicitar su inadmisibilidad”
(Morello 1985: 75).

Si no hay contradicción, no hay base para invocar la doctrina de los actos


propios. El momento del proceso en que se puede plantear –al demandar o al
contestar- dependerá en realidad del contenido de la contradicción. Si el actuar
incoherente supone formular un reclamo inesperado, la doctrina de los actos
propios será planteada a manera de contestación o como mecanismo de
defensa. De hecho, es a este tipo de casos que los autores suelen referirse al
analizar cómo opera la doctrina de los actos propios. Es por este tipo de casos
que se sostiene que se trata de un mecanismo de defensa, no de acción.

276
La posición antes señalada se asemeja a aquella adoptada en relación con el
estoppel, pues en la literatura jurídica inglesa el estoppel “no es nunca causa de
una acción (“cause of action”), sino un arma estrictamente defensiva (“a strictly
defensive weapon”) y algún autor gráficamente enseña que no es una espada
(“sword”), sino un escudo (“shield”) (Diez Picazo 2014: 132).

Sin embargo, no hay impedimento alguno para que la contradicción que se


cuestiona implique no un reclamo sino una negativa a ejecutar el contrato de la
manera en que se venía haciendo. En tal caso, el afectado con la incoherencia
puede pedir que se declare en un proceso que se cumplen los requisitos para
aplicar la doctrina de los actos propios y se disponga el remedio que
corresponda.

La doctrina de los actos propios puede presentarse entonces en ambas


direcciones, tanto como para plantear un reclamo como para defenderse de uno.
En tal sentido, el “sujeto pasivo podría oponerse a lo que ha solicitado el sujeto
activo en su presentación, o bien, constituir la regla del venire el fundamento de
su demanda, reclamando la infracción y señalando que hay incompatibilidad en
las conductas anteriores y posteriores del demandado” (Pardo 1991: 61). Hay
entonces dos maneras de venir contra los actos propios:

“una, entablar una demanda que contradiga la conducta anterior del


demandante, otra, formular frente a la demanda una oposición que
contradiga la conducta anterior del oponente. […] El acto que se
estigmatiza aquí no es la infracción de un deber, el incumplimiento o la
contravención de una obligación, el desconocimiento de un derecho o la
violación de una relación jurídica. […] hay que salir del terreno de los
conceptos del Derecho sustantivo y situarse en la perspectiva realista de
un proceso. En el proceso las partes no infringen, contravienen o violan,
sino que pretenden, postulan, tratan de conseguir algo. No realizan actos
con efecto sustantivo inmediato, sino que asumen actitudes o posturas ante
el juez” (Díez-Picazo 2014: 172).

3.7 Sobre la aplicación de oficio de la doctrina de los actos propios.-

Se ha discutido si la doctrina de los actos propios puede ser aplicada de oficio


por el juez. Sobre este punto hay que hacer una distinción entre una aplicación
de oficio y el principio iura novit curia, que en el caso peruano está recogido en
el artículo VII del Título Preliminar del Código Civil, según el cual “El Juez debe
aplicar el derecho que corresponda al proceso, aunque no haya sido invocado
por las partes o lo haya sido erróneamente. Sin embargo, no puede ir más allá
del petitorio ni fundar su decisión en hechos diversos de los que han sido
alegados por las partes”.

Como puede apreciarse, el límite infranqueable del principio iura novit curia es el
petitorio planteado por las partes. Solo en ciertos casos, bajo autorización legal
expresa, el juez puede aplicar una norma de oficio afectando incluso el petitorio.
Ello ocurre por ejemplo con el artículo 220 del Código Civil, según el cual la
nulidad puede ser declarada de oficio cuando resulte manifiesta.

277
Esta autorización legal para cambiar el petitorio es excepcional y opera frente a
una situación de orden público, propio de la nulidad, y además cuando esta es
manifiesta. Esta singularidad no existe en el caso de la doctrina de los actos
propios. De allí que la discusión sobre su aplicación por el juez sin haber sido
invocada por las partes debe plantearse asumiendo que aquél no afectará el
petitorio.

Estimo que sí es posible aplicar la doctrina de los actos propios sin que haya
sido invocada por las partes. De la misma opinión es Jaramillo, aunque este autor
reconoce que la doctrina no es uniforme sobre este asunto (Jaramillo 2014: 391).
Bernal también señala que para un grupo de autores, no es susceptible de ser
declarada de oficio (Bernal 2013, 239)142.

La doctrina de los actos propios es un principio de derecho, estrechamente


relacionado con el principio de la buena fe, que tiene la condición de una norma
jurídica; por tanto, puede aplicarse de manera espontánea por los jueces,
aunque no haya sido invocada por las partes (Díez-Picazo 2014: 235). Esta
opinión la comparten Alterini y López Cabana, según los cuales, si el juez
advierte que la pretensión demandada es contradictoria con una conducta
previa, puede desestimarla de oficio sobre la base de la doctrina de los actos
propios, aunque esta no haya sido previamente invocada (Alterini y López
Cabana 1984: 2).

Por supuesto, si el juez considera que la posición de una de las partes se


sostiene sobre una contradicción inaceptable, puede desestimar su
planteamiento aplicando la doctrina de los actos propios de oficio, pero
respetando el principio iura novit curia. “Así, de acuerdo con esta interpretación,
no se podría aplicar o al menos estaría muy limitado el principio iura novit curia,
pues los jueces estarían limitados para aplicar de oficio una manifestación del
principio de la buena fe solo cuando no se altere lo que los litigantes quisieron
hacer valer sobre sus derechos subjetivos” (Bernal 2013: 239).

En el plano teórico es relativamente sencillo entender que los jueces deben


aplicar la norma pertinente aunque no haya sido invocada, pero están
encasillados por los límites que las propias partes han fijado a través del petitorio.
La importancia de no exceder lo que piden las partes es que lo que plantean en
sus pretensiones tiene incidencia directa en el resultado del proceso y en las
asignaciones patrimoniales que se derivan de él.

Ahora bien, si nos trasladamos al terreno práctico, es probable que la decisión


judicial de repudiar la actitud contradictoria de una de las partes afecte las
pretensiones que se discuten; especialmente si el beneficiario de la doctrina de
los actos propios es el demandante. En este punto es muy importante recordar
que el efecto derivado de este instrumento es una limitación en el ejercicio de un
derecho, que no será necesariamente lo que persiga el peticionante. Por

142
Un ejemplo de opinión discrepante es la de Gete Alonso, que según Tur Faúndez, sostiene
que a pesar de los términos imperativos en que se ha formulado el artículo 7.1 del Código Civil
de España (“los derechos deberán ejercitarse conforme a las exigencias de la buena fe”), la
actuación contraria a la buena fe debe alegarse por aquél que pretenda la inadmisibilidad de la
conducta realizada, no siendo aplicable de oficio (Tur 2011, p. 53).

278
ejemplo, si este último sostiene que el contrato ha sido modificado en términos
favorables para él, difícilmente el juez podrá sostener que en lugar de
modificación contractual hubo una conducta vinculante y una contradicción
posterior, que a lo sumo, limita pero no transforma los derechos de quien actuó
incoherentemente.

“Como consecuencia de lo anterior, resulta difícil –o al menos arriesgado-


afirmar tajantemente que el juez puede aplicar de oficio la doctrina de los
actos propios. Estamos ante una manifestación del principio general de
buena fe, que tiene el carácter de norma jurídica. Y según acabamos de
ver, únicamente podrá ser apreciado de oficio por el juzgador cuando su
aplicación no altere lo que los litigantes han querido establecer sobre sus
derechos subjetivos sometidos a juicio” (Tur 2011: 55).

La misma precaución aconseja tomar Morello cuando admite la posibilidad de


aplicar la doctrina de los actos propios aunque no haya sido invocada, siempre
que “no se altere con esta consideración oficiosa el acabado perfil de la
pretensión y oposición a ella de actor y demandado, respectivamente –y
obviamente estando suficientemente acreditadas las circunstancias de la
contradicción […]” (Morello 1985: 76).

En todo caso, si un juez decide aplicar la doctrina de los actos propios sin que
haya sido invocada en ejercicio de la potestad conferida por el principio iura novit
curia, para ejercer esta facultad deberá cuidar no traspasar sus límites, y deberá
además asegurar que las partes hayan tenido oportunidad de pronunciarse
sobre él en alguna etapa del proceso, para no comprometer su derecho de
defensa, que necesariamente debe conciliarse con el deber judicial de aplicar el
derecho que corresponda.

3.8 Ideas finales.-

Como un reflejo de las necesidades emanadas del comercio internacional, los


Principios UNIDROIT contienen una referencia expresa a la doctrina de los actos
propios, de un modo lo suficientemente flexible como para comprender variadas
situaciones de hecho que “escapan” del Derecho positivo, y al mismo tiempo lo
suficientemente escueto como para decir lo indispensable: que una parte no
puede actuar en contradicción a un entendimiento que ella ha suscitado en su
contraparte y conforme al cual esta última ha actuado razonablemente en
consecuencia y en su desventaja.

Los indicados términos “entendimiento”, “suscitado” o “razonablemente” pueden


llenarse de contenido asumiendo una concepción funcional del Derecho, según
la cual los principios cumplen un rol fundamental para lograr lo que la lex
mercatoria ha conseguido con la repetición de las prácticas comerciales a lo
largo del tiempo, la consiguiente actividad ensayo-error, y finalmente con el
proceso de selección natural que dio lugar a la evolución de las prácticas
mercantiles que mejor se acomodan a las necesidades de los contratantes.

La doctrina de los actos propios es expresión de la tendencia del ser humano a


cooperar mutuamente, pero en contextos donde las relaciones tienden a ser más

279
impersonales, como el comercio. Pero a la vez tiene límites dirigidos a impedir
que cualquier conducta pueda ser considerada vinculante, para evitar que, por
falta de predictibilidad, se desincentive la cooperación entre las partes, por el
temor de que un acto cooperativo pueda ser interpretado por la otra parte, y luego
por los tribunales, como vinculante para el futuro.

La doctrina de los actos propios debe ser gestionada entonces a través de un


delicado balance, el cual ha arrojado resultados jurisprudenciales imprecisos y a
veces contradictorios. Sin embargo, la ventaja de la doctrina de los actos propios
es justamente su imprecisión, que le genera una considerable capacidad
adaptativa.

Precisamente su capacidad adaptativa es la razón por la cual esta doctrina ha


sobrevivido a través del paso del tiempo. Ahora bien, el hecho que la doctrina de
los actos propios tenga vocación para aclimatarse a las nuevas circunstancias
no significa que se trate de la piedra filosofal y que por tanto se busque en ella
la solución de todos los problemas en que se acusa una falta de coherencia. La
doctrina de los actos propios es, por el contrario, una pieza en el sistema de
engranaje disponible para la solución de conflictos. Como parte de un sistema,
sus piezas deben acoplarse sin repetir funciones y determinando claramente el
propósito de cada una de ellas.

Para definir las funciones de esta pieza –la doctrina de los actos propios- en el
engranaje que permite a los contratos ser depositarios de la confianza de los
agentes económicos, en este capítulo presenté los requisitos para ser invocada.
Ellos son, la existencia de una conducta vinculante, una pretensión contradictoria
e identidad de sujetos. También presenté las consecuencias teóricas y prácticas
de su correcta aplicación, que consisten en limitar el ejercicio de un derecho de
quien actuó de forma inconsistente. Dependiendo de las circunstancias, puede
extinguirse la posibilidad de ejercerlo.

No hay impedimento para que, adicionalmente, aquel contra quien se invoca la


doctrina de los actos propios deba pagar una indemnización, en caso se acredite
el daño, el factor de atribución y el nexo causal, como ocurre en cualquier caso
de ejecución irregular de un contrato.

La doctrina de los actos propios puede invocarse fuera o dentro de un marco


procesal, y en este último caso, como mecanismo de acción o de defensa. Si la
parte que podría usarla en su favor no la menciona, el juez puede resolver
aplicándola de oficio, pero sin alterar las pretensiones formuladas, en aplicación
del principio iura novit curia.

Ahora bien, conocer los presupuestos para que opere la doctrina de los actos
propios no es suficiente para comprenderla en su real dimensión. Su real utilidad
y su condición de principio pueden ser aprehendidas si la contrastamos con otras
categorías jurídicas que ofrecen remedios ante situaciones similares. Este
deslinde se formula en el capítulo siguiente.

280
CAPÍTULO IV

LA DOCTRINA DE LOS ACTOS PROPIOS FRENTE A OTRAS


INSTITUCIONES JURÍDICAS QUE RECHAZAN LA INCOHERENCIA EN EL
ACTUAR

La doctrina de los actos propios “no es alquimia


milagrosa ni puede ser la “triaca máxima” del médico
antiguo, que era la combinación desesperada de todos
los elementos medicinales conocidos en una sola
pócima, cuando se había perdido la esperanza en
salvar al paciente” (Aída Kemelmajer de Carlucci)143.

4.1 Introducción. Distinguir para fortalecer.-

Para determinar cuál es el espacio de acción que le brinda nuestro ordenamiento


jurídico, es importante enmarcar la doctrina de los actos propios en relación con
el deber de coherencia en el actuar, y establecer cuáles son los requisitos para
que opere. Sin embargo, para entenderla en su real dimensión es además
preciso saber qué no es; es decir, de qué instituciones jurídicas debe distinguirse.
En otras palabras, para saber qué es y para qué sirve la doctrina de los actos
propios es indispensable entender también qué no es y para qué no sirve.

De lo contrario, se corre el riesgo de superponer la doctrina de los actos propios


a otras herramientas que ofrece el ordenamiento jurídico para combatir la
contradicción. La consecuencia inexorable de ello es el escepticismo sobre su
uso por parte de los operadores jurídicos y el consiguiente debilitamiento de este
principio de derecho.

4.2 Diferencias entre la doctrina de los actos propios y otras categorías


jurídicas.-

La doctrina de los actos propios es expresión de una intuición humana que el


Derecho ha recogido para evitar que las personas se contradigan afectando las
expectativas generadas en otras personas. Sin embargo, la envoltura jurídica
que contiene dicha intuición no ha sido ni será siempre la misma.

La cobertura que envuelve el repudio de la contradicción ha sido de diversa


índole e intensidad: inicialmente estuvo contenida en decisiones pretorianas
basadas en situaciones puntuales, para luego ser recogida en decisiones
jurisprudenciales masivas y poco prolijas que confunden la doctrina de los actos
propios con remedios negociales típicos. Esta confusión ha generado una
pérdida de legitimidad de la doctrina de los actos propios, pues se le ha invocado
sin que sea necesario. En efecto, no es necesario hacerlo cuando la
contradicción proviene de un incumplimiento o de una conducta opuesta a un

143
SC Mendoza, Sala I, 5/5/90, “Arrigoni, Raúl c/ Dirección General de Escuelas”, voto de la Dra.
Kemelmajer de Carlucci, que lidera la decisión mayoritaria, en LL, 1991-B-38 y ss. (López Mesa
y Rogel Vide 2013: 173).

281
acto negocial, como una modificación del contrato o una renuncia de derechos,
por ejemplo.

La doctrina de los actos propios ha pasado, pues, por un proceso pendular,


donde un extremo es su negación por innecesaria, y el otro es una sobre-
aplicación, que paradójicamente, la ha vaciado de contenido. El traslado de un
extremo a otro del péndulo será inevitable mientras no se calibre la intensidad y
mientras no se restrinja el espectro de actuación de la doctrina de los actos
propios. Su tránsito oscilante ha generado un rotundo escepticismo en un sector
de la doctrina:

“Hay posiciones incluso más hostiles, que no solamente rechazan la


incorporación de la doctrina de los actos propios al ordenamiento jurídico a través
de una norma expresa, sino que en segundo lugar cuestionan su utilidad y hasta
dudan de que sean una derivación del principio de la buena fe. Primero, porque
en la mayoría de casos la contradicción de la conducta podría haberse producido
de buena fe, y en segundo lugar, porque la buena fe debe entenderse en sentido
técnico y preciso, para no comprometer la seguridad jurídica” (Lyon 2010: 61).

Podrá encontrarse entonces su verdadero y limitado sentido cuando los


operadores jurídicos y agentes económicos adviertan que su función es más
limitada que extendida. Y lo es porque la evolución del Derecho ha ido generando
diversos mecanismos de protección de la confianza generada a través de la
palabra empeñada. Muchos de esos medios de protección tienen carácter
negocial, de modo que es innecesario acudir a remedios más opacos que el
derivado de un claro incumplimiento.

“El artificio técnico dominante ha sido el desarrollo temprano de la doctrina de


los actos propios, antes de que existiera un Código Civil, antes de que se hubiera
racionalizado y hecho efectiva en España la idea de la fuerza vinculante de las
declaraciones de voluntad, del negocio jurídico, en suma. En su eclosión y
desarrollo, la doctrina de los actos propios excede en su empeño y en su
significado las modestas fronteras del abuso de derecho. La jurisprudencia
emplea aquella regla de manera exorbitante, y sobre su base y racionalidad se
construyó en España la teoría del negocio jurídico. […] Pero la doctrina de los
propios actos ha sobrevivido a la necesidad que históricamente determinó su
emergencia. El valor transversal de la institución le permite una masiva presencia
en todos los sectores del Derecho. Su éxito es ubicuo. Hasta el punto que puede
asegurarse sin exceso que más de la mitad de las resoluciones judiciales
producidas en cualquier contexto jurídico sobre la base de aplicar el art. 7 CC
tienen por objeto u ocasión la regla de los propios actos” (Carrasco 2016: 101-
102).

Ahora bien, no todas las contradicciones son cuestionables por la vía de la


doctrina de los actos propios. En primer lugar, porque hay contradicciones
legítimas, y en segundo lugar, porque hay otras que pueden discutirse por otros
caminos. De allí la necesidad de despejar la doctrina de los actos propios de
otros fenómenos jurídicos, porque, como propongo en este trabajo, si bien es
fecunda en sus efectos, es además residual (Morello 1985: 60).

Así pues, “[…] no hay un verdadero Venire contra factum proprium non valet,
cuando la imposibilidad de contradecirse puede explicarse a través de otra

282
institución, debiendo acudirse a este principio en forma subsidiaria” (Padilla
2013: 146).

“El ámbito operativo de la doctrina del acto propio requiere –como método
preliminar- despejarlo de aquellos fenómenos jurídicos, que en atención al
desarrollo que han logrado, disponen de formulaciones que suministran y
abastecen sus fundamentos en propia sede, sin acudir a otros principios que,
cual el venire contra factum proprium, aparece como construcción dogmática
fecunda en sus efectos, pero residual” (Stiglitz 1984: 2).

Hacer el deslinde para encontrar el espacio de actuación subsidiaria de la


doctrina de los actos propios parece tarea sencilla, pero no lo es, ni teórica ni
prácticamente. En efecto, “pocas reglas de derecho poseen una vaguedad y una
falta de concreción tan grandes, hasta el punto de que es posible decir que su
aplicación o inaplicación se fundan, la mayor parte de las veces, en convicciones
intuitivamente formadas. Esta vaguedad y esta falta de concreción conducen,
inevitablemente, a la confusión y a la inseguridad. La confusión viene, por lo
pronto, de una falta de clara delimitación” (Díez-Picazo 2014: 74).

La doctrina de los actos propios comparte con otras instituciones jurídicas el


hecho que su centro de gravedad sea la ruptura de la confianza legítimamente
generada. Para evitar un traslape de funciones entre los distintos remedios
disponibles, a continuación se menciona algunas herramientas que ofrece el
Derecho para atender situaciones diversas en las cuales el interés de una de las
partes se ha visto afectado por una incoherencia de la parte contraria. Aquellas
situaciones que no encajan en los espacios que a continuación se mencionan,
podrían ser comprendidas en los supuestos para la aplicación de la doctrina de
los actos propios, siempre que se cumplan los requisitos para ser aplicada,
desde luego.

Las categorías jurídicas respecto de las cuales debe distinguirse la doctrina de


los actos propios y que a continuación se presentan, son negociales y no
negociales.

4.2.1 Categorías jurídicas negociales.-

4.2.1.1 Negocio jurídico:

Los negocios jurídicos son expresión de confianza entre las partes que los
celebran; de confianza en que van a ser cumplidos. Visto desde dos
perspectivas, el contrato tiene una cara positiva, que es que las partes deben
desplegar su conducta de acuerdo a lo pactado; y una cara negativa, que es que
las partes no pueden desligarse unilateralmente de las estipulaciones del
contrato, a menos que se pacte lo contrario. Si una parte se comporta de forma
contraria a lo que se había previsto, la otra parte puede activar cualquiera de los
remedios disponibles en el contrato o de forma supletoria, en la ley: conceder un
plazo adicional para el cumplimiento, resolver el contrato, aplicar penalidades,
etc. El tipo y alcance de dichos remedios dependerá de si el acreedor tiene o no
interés en la ejecución del contrato, entre otros elementos.

283
Si una de las partes considera que la confianza que depositó en la otra ha sido
traicionada, no necesariamente deberá invocar la doctrina de los actos propios
si cuenta con otros remedios, entre los cuales están los derivados del
incumplimiento del contrato, por ejemplo.

El problema es que este deslinde conceptual no siempre ha sido identificado. Un


ejemplo es que, en la literatura jurídica de extensa difusión, como la Enciclopedia
Jurídica Omeba, define la voz “actos propios”, indicando que en el Derecho Civil
español aquélla ha sido definida por el Tribunal Supremo teniendo en cuenta: “A
nadie es lícito ir contra sus propios actos cuando estos son expresión del
consentimiento de quien los ejecuta y obedecen al designio de crear,
modificar, extinguir relaciones de Derecho. Es decir, cuando se trata de actos
jurídicos que causan estado, definiendo en una forma inalterable la posición
jurídica de su autor” [énfasis agregado] (2009: 440).

La voz “actos propios” ha sido pues asociada por buena parte de la


jurisprudencia española como una circunstancia que impide contradecir los
compromisos contractuales. Al respecto, Díez-Picazo da cuenta de que, desde
1890 o incluso antes, el Tribunal Supremo señalaba que se trataba de actos de
expresión de consentimiento, que eran declaraciones de voluntad (Díez-Picazo
2014: 78-79).

La jurisprudencia española “opera en ocasiones con un concepto de los actos


propios que los equipara prácticamente a los negocios jurídicos, desconociendo
de este modo lo específico de esa doctrina. […] Son clásicas las afirmaciones de
que los actos propios son los que como expresión inequívoca del consentimiento,
se realizan u obedecen al designio de crear, modificar o extinguir algún derecho”
(Díez-Picazo 2014: 161).

Nótese en este punto el recorrido pendular de la doctrina de los actos propios.


La copiosa jurisprudencia española hizo un uso excesivo de ella, lo que levantó
suspicacias entre los autores por haber generado un traslape con soluciones
derivadas de actos jurídicos negociales o de expresiones de voluntad contenidas
en actos jurídicos en sentido estricto, como las renuncias, autorizaciones,
entrega de recibos, votos, recepciones de obra, etc.

La falta de prolijidad para deslindar la doctrina de los actos propios de las


expresiones negociales de voluntad también está contenida en la jurisprudencia
española más moderna, como aquella sentencia que en el 2012 negó valor
vinculante a una tolerancia durante años para que el titular de un local estacione
su vehículo en zona común para operaciones de carga y descarga. Ante el
cambio de opinión, se invocó la doctrina de los actos propios, pero en la
sentencia se argumentó que el acto anterior solo es vinculante cuando es una
expresión de un consentimiento. “Para tal viaje no se necesitan estas alforjas”,
se ha replicado (Carrasco 2016: 456), pues la doctrina de los actos propios es
alternativa a una alegación de incumplimiento; no es adicional a esta.

En efecto, “es necesario, precisamente, que los actos ejecutados no constituyan


declaración de voluntad o negocio jurídico vinculante por sí mismo, porque en tal
caso la sujeción a lo declarado, la vinculación al negocio es un efecto normal de

284
esta figura, sin necesidad de traer a colación el valor de los actos propios” (Díez-
Picazo 2014: 196).

Otra posible explicación de la distinción hace hincapié en que las partes quedan
obligadas por el acto negocial desde que este se celebra, mientras que la
aplicación de la doctrina de los actos propios requiere el transcurso de un período
de tiempo suficiente como para generar confianza en una de las partes en que
la otra mantendrá su conducta en el tiempo.

“Una declaración de voluntad negocial obliga desde el mismo momento de su


perfección, la doctrina de los actos propios como sistema que protege la
confianza en la coherencia de la conducta, precisamente exige como decisivo
que la confianza haya surgido efectivamente y sea comprobable por su inversión;
requiere además que la coherencia sea exigible conforme a la buena fe de modo
que no pueda tolerarse la frustración de la confianza suscitada” (Miquel 1995:
205).

También puede expresarse la diferencia señalando que:

“[…] mientras la declaración de voluntad es un elemento esencial del negocio


jurídico y resulta la forma de exteriorización de la voluntad, para la doctrina que
analizamos lo que importa es lo que los actos revelan por el sentido objetivo que
poseen, es esa representación en sentido vulgar que otorga el comportamiento
del sujeto. La trascendencia del comportamiento nace porque el sujeto es parte
de una situación jurídica donde sus actos tienen reflejo en esa situación, ya que
–como mencionáramos anteriormente- generan una confianza fundada, una
expectativa cierta en la otra parte que integra la relación” (Compagnucci de Caso
1985: 2).

Por cierto, la exteriorización de la voluntad a que se refiere la autora puede


producirse no solamente de manera expresa, sino además tácita. Así lo ha
reconocido el Tribunal Constitucional español mediante sentencia del 28 de abril
de 1988, en la cual señaló la diferencia entre “los facta concludentia y los actos
propios, concibiendo aquéllos como sede o expresión del consentimiento
negocial, y observado estos, como propone un autorizado sector de la doctrina
científica, fuera del tema de las declaraciones de voluntad expresas o tácitas,
situándolo, sin carácter negocial alguno, en la perspectiva de los principios de la
buena fe y de la confianza, instituyendo el deber de producirse coherentemente
y admitiendo que si una conducta suscita la confianza, debe recusarse el
ejercicio de los derechos opuestos a la confianza creada” (Jaramillo 2014: 240).

Para terminar este punto, debe quedar claro entonces que allí donde el
consentimiento ha sido manifestado, expresa o tácitamente, la conducta que lo
contradiga no debe ser rebatida recurriendo a la doctrina de los actos propios,
sino más bien alegando que se ha incumplido con lo prometido y exigiendo el
remedio que corresponda144.
144
El artículo 1219 del Código Civil peruano señala al respecto: “Es efecto de las obligaciones
autorizar al acreedor para lo siguiente: 1.- Emplear las medidas legales a fin de que el deudor le
procure aquello a que está obligado. 2.- Procurarse la prestación o hacérsela procurar por otro,
a costa del deudor. 3.- Obtener del deudor la indemnización correspondiente. 4.- Ejercer los
derechos del deudor, sea en vía de acción o para asumir su defensa, con excepción de los que
sean inherentes a la persona o cuando lo prohíba la ley. El acreedor para el ejercicio de los

285
La razón práctica por la que suelen confundirse los espacios de actuación y por
la que se producen los traslapes es que el consentimiento no siempre se
manifiesta expresamente, sino también de manera implícita. En efecto, las
declaraciones de voluntad tácitas suponen una conducta valorada por el
ordenamiento, aunque no se haya expresado a través de signos visibles. Por
tanto, el concepto de “actos concluyentes” pertenece a la esfera de la declaración
tácita de voluntad y no a la doctrina de los actos propios.

“En cambio, en el “venire contra factum” el efecto se produce de un modo


objetivo, en el cual para nada se tiene en cuenta la verdadera voluntad del autor
de los actos. Se protege la confianza que estos actos suscitan en los terceros,
porque venir contra ellos constituiría objetivamente un ataque a la buena fe. Los
actos concluyentes, dice Puig Brutau, no pertenecen a la verdadera doctrina de
los actos propios. La eficacia de los actos concluyentes se mantiene por
haber mediado consentimiento, mientras que cuando se impide que una
persona vaya contra sus propios actos, se deja por completo de lado toda
la doctrina de la declaración de voluntad para imponer directamente un
efecto jurídico” [énfasis agregado] (Díez-Picazo 2014: 221).

Dado el carácter residual de la doctrina de los actos propios, queda espacio para
ella cuando no hay claridad sobre la existencia de una declaración de voluntad
tácita, a pesar de lo cual “esta conducta ha tenido entidad objetiva suficiente
como para generar confianza en otra persona, la que luego no puede ser
defraudada con una alegación contradictoria” (Bianchi e Iribarne 1984: p. 860).

“El centro de gravedad de la regla no reside en la voluntad de su autor, sino en


la confianza generada en terceros, ni se trata de ver una manifestación del valor
de una voluntad negocial manifestada por hechos o actos concluyentes. No es
la regla una derivación de la doctrina del negocio jurídico, sino que tiene una
sustantividad propia, asentada en el principio de la buena fe” (López Mesa 2009:
191-192).

A pesar del deslinde conceptual, puede haber complicaciones prácticas si lo que


dejan entrever los actos concluyentes es que una de las partes ha tolerado una
repetida ejecución divergente por parte de la otra, lo que podría ser interpretado
como una modificación del contrato consentida por ambas partes. Así, “la
repetición de las aceptaciones tolerantes puede deponer en el sentido de una
tácita modificación del contrato” (Gamarra 2009: 928).

Volvamos al ejemplo del contrato de arrendamiento de finca rústica en el que se


había pactado una renta anual en fecha. La sucesiva tolerancia a que el pago se
realizara en un momento atado a la cosecha y no en fecha fija activó la
invocación de la doctrina de los actos propios, que fue aceptada por los
tribunales alemanes. Otra estrategia de defensa del arrendatario podría haber
sido –no conocemos los hechos pormenorizados del caso- que el contrato fue
modificado tácitamente y que, por tanto, en lo sucesivo, la renta debía pagarse
después de la cosecha.

derechos mencionados en este inciso, no necesita recabar previamente autorización judicial,


pero deberá hacer citar a su deudor en el juicio que promueva. Es posible ejercitar
simultáneamente los derechos previstos en este artículo, salvo los casos de los incisos 1 y 2”.

286
La diferencia entre una alegación y otra es evidente. Dado que la doctrina de los
actos propios tiene sustento en los hechos del pasado, puede favorecer a quien
la invoca únicamente por el tiempo en que confió. La confianza termina cuando
la parte es advertida por la otra de que hay una discrepancia sobre la apreciación
de los hechos. En cambio, una modificación contractual –incluso tácita- supone
la celebración de un negocio jurídico que altera el contenido del contrato, desde
que se lleva a cabo, en adelante. Así, mientras la doctrina de los actos propios
mira hacia el pasado, la modificación tácita del contrato tiene en cuenta también
lo que ocurrió mediante hechos concluyentes, pero para alterar el curso de la
relación hacia el futuro.

Si el arrendatario de la finca alega, como en efecto hizo, la doctrina de los actos


propios, podrá oponerse a que se le exija el pago en la fecha indicada en el
contrato, pero únicamente por el período anual respecto del cual confió en que
podría pagar después de la cosecha. Si alegara más bien una modificación tácita
del contrato de arrendamiento, la fecha de pago prevista inicialmente habría sido
sustituida por un momento posterior a la cosecha, no solo respecto del período
anual en cuestión, sino además por el tiempo restante del contrato. Esta
distinción puede apreciarse en el caso siguiente.

Mediante sentencia del 13 de mayo de 2008 emitida por la Corte de Apelaciones


de Santiago (Rol 5.958-2006) se resolvió la controversia surgida entre Labra S.A.
con Bata Chile S.A. Mediante instrumento privado las partes habían modificado
un anterior contrato de arrendamiento, aumentando la renta a partir de cierta
fecha, de 180 UF a 250 UF mensuales. El arrendador aceptó durante casi tres
años posteriores a la modificación del contrato, que la arrendataria le pagara 180
UF; sin embargo, inició un proceso para cobrar el saldo de 70 UF que
consideraba pendiente de pago por la renta mensual. primera instancia se
declaró fundada la demanda, decisión que fue confirmada por la Corte de
Apelaciones. En cambio, uno de sus integrantes sugirió desestimar la demanda.
Señaló que la arrendadora se dedicaba al giro inmobiliario, y que consintió la
modificación de la renta, de modo que, al demandar casi tres años después,
vulneró el principio de los actos propios (Padilla 2013: 169).

El caso citado en el párrafo anterior revela la facilidad con la que puede


confundirse la aplicación de la doctrina de los actos propios con una modificación
contractual. Las sentencias de primera y segunda instancia acertaron al
considerar que, como consecuencia de la modificación del contrato y
consiguiente aumento de la renta mensual, había un saldo pendiente de pago
por parte del arrendatario. Se equivoca el integrante de la Corte que propuso
desestimar la demanda, pues no aporta claridad sobre cuál es el camino para
enervar los efectos del aumento de la renta. Al parecer, el argumento sería que
al omitir por tres años cobrar el nuevo monto, el arrendador habría consentido a
mantener la suma original. Si esta es la línea argumentativa, en el fondo lo que
propone el voto singular es que se produjo una modificación tácita de la renta
para regresarla a la suma prevista inicialmente.

Para explorar con más detalle cómo opera la doctrina de los actos propios en
relación con las modificaciones contractuales, se presenta a continuación un

287
escenario todavía más complicado, y es que las propias partes hayan
establecido formalidades para la modificación.

4.2.1.2 Modificación de los negocios jurídicos:

Como se mencionó en el Capítulo I de este trabajo, la Convención de las


Naciones Unidas sobre los Contratos de Compraventa Internacional de
Mercaderías fue elaborada por la Comisión de Derecho del Comercio
Internacional de las Naciones Unidas y aprobada en Viena en 1980 (en adelante,
la “Convención de Viena”).

El reto asumido al elaborar la Convención de Viena fue incluir países con


tradiciones jurídicas diferentes, a pesar de que, como ya se ha visto, la noción
de buena fe cumple roles distintos en dichos sistemas jurídicos. Así, la
Convención de Viena ha incluido a la buena fe como mecanismo de
interpretación, y propicia que se guarde coherencia durante la ejecución de los
contratos; de hecho, como ya se ha señalado, contiene una referencia expresa
a la doctrina de los actos propios.

El artículo 29 de la Convención de Viena se refiere además a la manera en que


pueden modificarse los contratos:

“Artículo 29
1) El contrato podrá modificarse o extinguirse por mero acuerdo de las partes.
2) Un contrato por escrito que contenga una estipulación que exija que toda
modificación o extinción por mutuo acuerdo se haga por escrito no podrá
modificarse ni extinguirse por mutuo acuerdo de otra forma. No obstante,
cualquiera de las partes quedará vinculada por sus propios actos y no podrá
alegar esa estipulación en la medida en que la otra se haya basado en tales
actos”.

Interesa enfocarse en el numeral 2, según el cual, las partes pueden exigir que
las modificaciones contractuales se hagan por escrito. Las modificaciones que
se hagan de otra forma no surtirán efectos, a menos que quien niegue la
modificación no escrita haya propiciado, con sus propios actos, que la otra parte
confiara en que sí sería efectiva.

“La norma mencionada prioriza el contenido vinculatorio de la conducta de quien


pretende prevalerse de los términos de un contrato, no susceptible –por expresa
previsión convencional- de modificación o extinción tácita, impidiendo alegar
como fundamento de la pretensión o de la oposición, las normas contractuales
pactadas ab origine por escrito, si su comportamiento posterior ha generado en
el cocontratante la confianza sustentada en la buena fe negocial de que las
previsiones contractuales originales contradictorias con la conducta posterior no
se ejecutarán” (Barbieri 1999: 768).

Es importante resaltar que esta regla refuerza la distinción conceptual entre la


doctrina de los actos propios y las declaraciones negociales; específicamente la
diferencia con las modificaciones tácitas del contrato. Efectivamente, la regla
contenida en la Convención de Viena no consiste en conferirle validez a una
modificación que no cumple con las formalidades previstas por las partes; es

288
decir, no se convierte una modificación tácita en una expresa. Véase el siguiente
ejemplo.

A y B celebran un contrato de suministro y establecen que cualquier modificación


deberá constar por escrito. El lugar en el que A debe entregar mensualmente a
B los productos es X, pero al cabo de un tiempo A entrega los productos en Y.
Esto último ocurre en sucesivas oportunidades. En el siguiente período mensual
A exige que la entrega se realice nuevamente en X, para lo cual B no estaba
preparado.

La Convención de Viena no desconoce el pacto de las partes por el cual el


cambio de lugar de entrega de X a Y debe hacerse por escrito. Lo que dispone
es que A queda vinculada por sus propios actos, de modo que no puede exigir a
B que reciba los productos en el lugar X. Ahora bien, dado que la exigencia de
modificación escrita sigue vigente, estimo que la consecuencia antes indicada
opera únicamente respecto de los períodos en los cuales A generó confianza
protegible en B.

“El contenido negocial permanece intacto por inadmisibilidad de la modificación


tácita, pero las obligaciones emergentes del vínculo contractual inalterado que
entren en contradicción con los propios actos no podrán ejecutarse de la manera
que pretende el sujeto emisor de la contradicción” (Barbieri 1999: 768). El
contrato no queda modificado formalmente por la falta de cumplimiento de
requisitos, pero no puede restarse valor al hecho que la parte que niega la
modificación se comportó de forma contraria al pacto suscrito originalmente; es
decir, sugirió con su conducta que tenía un entendimiento distinto del pacto
original. Posteriormente actúa bajo el influjo literal del pacto original. Esta
conducta contradictoria puede rechazarse, aunque para la relación que está por
desarrollarse en el futuro pueda entenderse que en efecto no hubo modificación.

A las cláusulas contractuales reguladas por el artículo 29 de la Convención de


Viena se les denomina “No Oral Modification Clauses” o “NOM Clauses”. Las
NOM Clauses permiten a una parte hacer exigible una cláusula que impide las
modificaciones orales, pero no cuando haya generado confianza en sentido
distinto con su propia conducta.

Podría intentarse cuestionar estas cláusulas bajo el argumento de que son


paradójicas, dado que, en nombre de la libertad, las partes restringen su propia
libertad para modificar su voluntad, frente a un cambio de circunstancias no
previstas. También podría decirse que este tipo de cláusulas va contra la
tendencia no formalista del Derecho privado, según la cual, salvo que la ley diga
lo contrario, prima la libertad de forma.

A pesar de dichas objeciones, los contratantes son quienes mejor conocen o


deberían conocer las razones para imponer formalidades a los cambios de las
condiciones del contrato, sin que haya razón para impedirlo por ley. “Incluso si
una cláusula NOM en los hechos no promueve esos objetivos razonables, el
principio de libertad contractual parece sugerir que las partes deben ser libres

289
para incluir tal estipulación si creen que servirá para cumplir sus objetivos”
(Hillman 1988: 450)145.

Este tipo de cláusulas están permitidas con el propósito de que las partes se
protejan a sí mismas de modificaciones orales inadvertidas o inadecuadas.

“En la práctica comercial, las partes de un contrato usualmente desean excluir la


posibilidad de modificaciones informales subsecuentes. Una de las razones para
preferir tal formalidad es el deseo de evitar disputas sobre la existencia o
contenido de las modificaciones informales, las cuales podrían surgir de
malentendidos, recuerdos defectuosos de los testigos o de falsos testimonios
deliberados” (Wagner-von Papp 2010: 8)146.

Frente a dos posibles soluciones extremas, la Convención de Viena contiene una


solución intermedia. En efecto, de un lado, en aras de la protección de la libertad,
paradójicamente se podría restringir la libertad de las partes de establecer
formalidades para las modificaciones contractuales. Esa solución es inviable y
no deseable. La otra solución extrema podría ser permitir que las modificaciones
al contrato, por decisión de las partes al celebrarlo, necesariamente se hagan
por escrito, sin importar que en los hechos las partes se hayan comportado de
manera distinta. En este escenario, no podría invocarse la doctrina de los actos
propios para proteger a aquella parte que confió en que para la otra no era
necesario cumplir la formalidad.

La solución intermedia del artículo 29 de la Convención de Viena es que la NOM


clause es exigible, a menos que la parte que la cuestiona haya confiado en que
se produjo la modificación.

Ahora bien, dado que la doctrina de los actos propios se sustenta en el principio
de la buena fe, cabe preguntarse si puede haberse generado confianza
protegible cuando quien alega la contradicción de conducta brindó su
conformidad a que las modificaciones contractuales deban ser formales. En otras
palabras, ¿debe ser protegido quien pactó que las modificaciones sean escritas,
pero luego pretende que la formalidad no se cumpla?

Planteada la pregunta en esos términos, la respuesta inmediata parecería ser


negativa. En principio, la propia parte que alega haber confiado en la otra, firmó
voluntariamente el pacto que exige que las modificaciones sean escritas, de
modo que debería respetar el pacto, asumiendo la responsabilidad por sus
propias decisiones.

Sin embargo, se trata de un problema difícil de responder, cuya solución debería


depender de las circunstancias. En efecto, puede ocurrir que, en algunas

145
Traducción libre de: “Even if a NOM clause does not, in fact, promote those reasonable
objectives, the principle of freedom of contract seems to suggest that parties should be free to
include the provision if they believe it will serve these purposes”.
146
Traducción libre de: “In commercial practice, however, the parties to a contract often want to
exclude the possibility of subsequent informal modifications. One of the reasons for such a
preference for formality is the desire to avoid disputes about the existence or content of informal
modifications, which could arise from misunderstandings, poor recollection of witnesses, or from
deliberately false testimony”.

290
circunstancias, la otra parte, más que permanecer neutral ante la confianza o
ingenuidad de la otra, haya en realidad propiciado un entendimiento basado en
la supuesta modificación del contrato.

“En el contexto de una relación flexible e informal, confiar en una modificación


oral puede ser razonable aunque el contrato por escrito contenga una NOM
clause estándar. Ignorar esa confianza puede ser injusto. De otro lado, confiar
en una modificación oral mal concebida y apurada, de un contrato negociado
meticulosamente, que contiene una NOM clause destacada, puede ser
irrazonable. Exigir la NOM clause en tales circunstancias no sería injusto”
(Hillman 1988: 465)147.

Como puede apreciarse, la solución intermedia que propone la Convención de


Viena es la más adecuada, pues hace exigible la cláusula de no modificación
oral, a menos que de las circunstancias del caso pueda deducirse que una de
las partes tenía suficientes razones para confiar en que el entendimiento de la
otra fue no adherirse a las formalidades pactadas. Esta solución no supone
admitir que las partes han modificado el contrato por el período restante de la
relación jurídica sin haber cumplido las formalidades, sino que, al amparo de la
doctrina de los actos propios, en determinadas situaciones concretas se le da
reconocimiento a la conducta de las partes, aunque no tenga sustento en una
modificación formal.

La utilidad de la cláusula de no modificación oral es tal entre los comerciantes,


que además de ser recogida en la Convención de Viena, ha sido incorporada en
los Principios UNIDROIT, que como se indicó en el capítulo primero de este
trabajo, son expresión de la lex mercatoria, y reflejan la práctica comercial
internacional recopilada por expertos de sistemas jurídicos distintos. El artículo
2.1.18 de los Principios UNIDROIT señala:

“Un contrato por escrito que exija que toda modificación o extinción por mutuo
acuerdo sea en una forma particular no podrá modificarse ni extinguirse de otra
forma. No obstante, una parte quedará vinculada por sus propios actos y no
podrá valerse de dicha cláusula en la medida en que la otra parte haya actuado
razonablemente en función de tales actos”.

En los comentarios oficiales de los Principios UNIDROIT, se encuentra como


justificación de dicha “regla” (soft law), el siguiente ejemplo. “El contratista A
contrata con el comprador B la construcción de una edificación. El contratista
establece que toda modificación al cronograma de trabajos debe ser efectuada
por escrito y el documento debe ser firmado por ambas partes. En el curso de la
construcción, A remite a B un correo electrónico solicitándole otorgarle una
extensión de una fecha límite específica. B acepta mediante correo electrónico.
La modificación es ineficaz en tanto no existe un documento individual que
contenga la firma de ambas partes” (UNIDROIT 2016: 66).

147
Traducción libre de: “In the context of an informal, flexible relation, reliance on an oral
adjustment may well be reasonable even when the written contract contains a boiler-plate NOM
clause. Ignoring such reliance would be unfair. On the other hand, reliance on an ill-conceived,
hurried, oral modification of a meticulously bargained contract containing a prominent NOM
clause may be unreasonable. Enforcement of a NOM clause in such circumstances would not be
unfair”.

291
La regla general es pues clara. Se debe respetar las formalidades pactadas, pero
una parte está impedida de exigirlas cuando su propia conducta haya hecho que
la contraparte actúe razonablemente basándose en aquélla (Vásquez 2018:
384). Este impedimento se deriva de un segundo ejemplo proporcionado por los
comentaristas oficiales de los Principios UNIDROIT, el cual resulta muy valioso
para los propósitos del presente estudio.

A, un contratista, acuerda con B, el Directorio de un colegio, la construcción de


un nuevo colegio. El contrato establece que el segundo piso de la edificación
tendrá suficiente capacidad de carga para soportar la biblioteca del colegio. A
pesar de incluir una no oral modification clause en el contrato, verbalmente las
partes acordaron que el segundo piso sería una construcción no portante. A
completa la construcción considerando la modificación y B, luego de observar la
ejecución de la construcción sin efectuar ninguna objeción, cuestiona la forma
en que fue construido el segundo piso. Los comentaristas oficiales de los
Principios UNIDROIT señalan que, en una situación como esa, un tribunal podría
decidir que B no puede invocar la no oral modification clause dado que A
razonablemente confió en la modificación verbal, y por ende, no es responsable
por incumplimiento (UNIDROIT 2016: 66).

Como se indicó en el capítulo primero de este trabajo, el Draft Common Frame


of Reference (DCFR), o Marco Común de Referencia para el Derecho Privado
Europeo, es una herramienta de soft law elaborada por académicos expertos en
materia de Derecho Contractual uniforme europeo. El DCFR plantea el asunto
de las NOM clauses de forma distinta a la Convención de Viena y de los
Principios UNIDROIT.

El artículo 4:105 del DCFR señala en su numeral 1 que, si una cláusula


contractual dispone que para modificar un acuerdo o para terminar una relación
jurídica resultante de aquel, se debe seguir cierta forma, establece solo una
presunción de que tal acuerdo no está destinado a ser legalmente vinculante a
menos que esté en esa forma. El numeral 2 añade que una parte puede,
mediante sus declaraciones o conducta, ser imposibilitada de aplicar dicha
cláusula en la medida que la otra parte haya confiado razonablemente en tales
declaraciones o conducta.

La regla mencionada intenta conciliar dos posiciones vertidas a propósito de las


NOM clauses. Ambas posiciones, tanto las que apoyan dichas cláusulas como
las que se oponen a ellas, invocan el principio de libertad contractual.

“A primera vista, esto parece ser contradictorio. Una revisión más cercana indica
que la contradicción se resuelve a sí misma: las posiciones opuestas se enfocan
en la libertad del contrato en distintos momentos. Las posiciones favorables a la
exigibilidad de las cláusulas de no modificación oral se enfocan en la libertad del
contrato al momento de la elaboración del contrato original –llamémosle tiempo
t1. Si las NOM clauses no son exigibles, denegamos a las partes en t1 la opción
de pactar una NOM clause efectiva. Por el contrario, quienes se oponen a la
efectividad de las NOM clauses se enfocan en la libertad contractual en el

292
momento de la modificación del acuerdo –llamémosle tiempo t2” (Wagner-von
Papp 2010: 24)148.

Como señala el autor citado, las partes ejercen su libertad contractual en el


momento de pactar la cláusula de no modificación oral, pero también ejercen esa
libertad en un segundo momento, cuando deciden llevar a cabo la modificación
sin las formalidades previstas.

Para favorecer la aplicación a rajatabla de las NOM clauses y exigir que


necesariamente la modificación cumpla con las formalidades previstas
inicialmente, podría argumentarse que la misma exigibilidad opera cuando se
trata del cumplimiento contractual; es decir, que, como cualquier otra obligación
surgida del contrato, la NOM clause debe cumplirse sin alegar que la libertad ha
sido restringida.

“Sería equivocado, sin embargo, concluir que como todos los contratos
constriñen la futura libertad de las partes y como la ley permite la auto-restricción,
las NOM-clauses son una mera aplicación de dicho principio y por tanto deben
ser exigidas. La diferencia está en que en el caso de una típica obligación de
hacer o no hacer algo, la futura libertad de cada parte está reducida en el sentido
que no pueden alejarse unilateralmente de lo previsto en el contrato; pero en
cualquier momento, las partes conjuntamente pueden decidir en cualquier
momento que la obligación no necesita ser ejecutada” (Wagner-von Papp 2010:
24)149.

Queda claro entonces que, para discutir la exigibilidad de las cláusulas de no


modificación oral, no basta con defender su aplicación en cualquier
circunstancia, como se haría frente a cualquier obligación a cargo de cualquiera
de las partes. La razón es que son ambas, y no solo una de ellas, las que deciden
dejar sin efecto la formalidad.

En tal sentido, si bien las NOM clauses gozan de reconocimiento, es posible


apartarse de ellas cuando uno de los contratantes ha generado confianza en el
otro de que la formalidad no sería necesaria para modificar el contrato. Tanto la
Convención de Viena como los Principios UNIDROIT señalan que la modificación
del contrato no puede conseguirse por vía distinta a la prevista inicialmente por
las partes, pero admiten la aplicación de la doctrina de los actos propios, que,
como ya se vio, no equivale a una modificación contractual. Por su parte, el
DCFR parece ir todavía un paso adelante, pues considera a la NOM clause como

148
Traducción libre de: “At first glance, this seems to be contradictory. At closer inspection, the
contradiction resolves itself: the opposing views focus on the freedom of contract at different
points in time. Those arguing in favour of the enforceability of NOM-clauses focus on the freedom
of contract at the time of the drafting the original contract – let us call this point in time t1. If we do
not enforce NOM-clauses, we deny the parties in t1 the option of agreeing on an effective NOM-
clause. In contrast, those arguing against the enforceability of NOM-clauses focus on the freedom
of contract at the time of the modifying agreement – let us call this point in time t2”.
149
Traducción libre de: “It would be wrong, however, to conclude that because all contracts
constrain the parties’ future freedom and the law enforces this self-limitation, NOM-clauses are
just another application of this principle and must likewise be enforced. The difference is that in
the case of a typical contractual promise to do or not to do something, each party’s future freedom
is reduced in that they must not unilaterally deviate from the contract; but jointly the contractual
parties can at any time decide that the promise need not be performed”.

293
una presunción, de lo que podría inferirse que a partir de los hechos de las partes
podría concluirse que la modificación se ha producido sin cumplir las
formalidades necesarias.

Una cláusula de no modificación oral, que establezca formalidades especiales


para la modificación del contrato, debe ser en principio admitida, porque fueron
ambas partes las que, en ejercicio de su autonomía privada, tomaron esa
decisión. Es una decisión que incrementa los costos de transacción para
modificar contratos, pero que reduce los costos de transacción, al evitar
conflictos. En efecto, el proceso de implementación de una modificación formal
es una garantía para las partes de que mientras ella no ocurra, el contrato
mantiene sus condiciones originales, lo cual descarta posibles controversias
derivadas de conductas incompatibles con la letra del contrato. Con este tipo de
cláusulas las partes desean evitar discusiones sobre la ocurrencia de una
modificación tácita.

La regla contenida en la Convención de Viena y en los Principios UNIDROIT es


apropiada, pues, sin alterar la necesidad de que la modificación contractual sea
efectiva bajo ciertas formalidades, sí dejan espacio para aplicar la doctrina de los
actos propios. Véase el siguiente ejemplo.

A y B celebran un contrato que contiene una NOM clause, que A debe entregar
productos a B en 10 entregas. A debe fabricar los productos de acuerdo con el
diseño X. Luego de la primera entrega, B le pide a A que fabrique los productos
con el diseño Y, no el X. A está de acuerdo, pero la modificación no se pone por
escrito. A entrega los productos con el diseño Y en la segunda, tercera, cuarta y
quinta entrega. B rechaza la quinta entrega y reclama por los daños generados,
dado que el contrato prevé el diseño X y que cualquier cambio debe estar por
escrito. Parece obvio que en tales circunstancias sería objetable obligar a A a
cumplir el contrato original; después de todo, A cambió el diseño a pedido
expreso de B. Para evitar tal injusticia, debe aplicarse una excepción a la
cláusula de no modificación oral150.

La clave para la corrección de la injusticia es tener claro dos asuntos. Lo primero,


es que las partes son libres para prever que las modificaciones deben constar
por escrito para ser efectivas. Lo segundo, es que la doctrina de los actos propios
no tiene efectos negociales. La combinación de ambas ideas es que el
comportamiento de las partes, mientras no conste por escrito, no puede modificar
el contrato, pero bajo ciertas circunstancias, puede impedir a una de ellas alegar
que la modificación no se ha realizado.

Entonces, en el ejemplo mencionado, B debería aceptar que la quinta entrega


se haga con el diseño Y, pero podría exigir que las futuras entregas se realicen
según el diseño X, que fue el previsto en el contrato (sin perjuicio de una eventual
discusión por los gastos incurridos por A para alterar la producción a pedido de
B).

150
Ejemplo tomado de: Wagner-von Papp, p. 49.

294
Según Wagner-von Papp, tanto en Alemania como en Estados Unidos, las NOM
clauses son consideradas como un punto de partida en el análisis de la
exigibilidad de las formalidades. En Alemania se les da valor bajo ciertas
circunstancias, como el hecho de que las partes sean comerciantes y que la
cláusula haya sido individualmente negociada (Wagner-von Papp 2010: 17).

Para situaciones como esta el sistema de common law usa la doctrina del
equitable estoppel, a través de la cual las cortes determinan si hubo
modificaciones del contrato a través de la conducta de las partes, incluso si el
pacto prohíbe las modificaciones no escritas (Oglinda 2014: 185). “La regla
impide obtener una ventaja derivada de la propia incoherencia, en detrimento de
la otra parte, que en buena fe, actuó sobre la base de la representación emitida”
(Oglinda 2014: 186)151.

Debe reiterarse en este punto que el alcance de la doctrina de los actos propios,
en caso de utilizarse como escudo frente a la alegación de una NOM clause, está
limitado. Es decir, la doctrina de los actos propios no permite entender que se ha
modificado el contrato si no se cumple con la formalidad exigida al momento de
contratar, pero permite a la parte que confió en la conducta de la otra, que esta
la mantenga y que actúe en consonancia con ella, es decir, que se comporte
como si el contrato hubiese sido modificado, al menos por el período respecto
del cual se generó la confianza protegible.

Aunque la Convención de Viena, los Principios UNIDROIT y las cortes del


common law pueden admitir atenuantes a la rígida aplicación de las NOM
clauses, el artículo 1352 del Código Civil italiano impone una aproximación más
rígida, según el cual, si las partes acordaron por escrito cierta formalidad para la
celebración de un contrato, se presume que la formalidad es necesaria para la
validez del contrato. La misma regla se aplica si se trata de la modificación del
contrato. “Desde esta perspectiva, a nivel regulatorio se puede observar una
propensión hacia el formalismo, pero la aplicación del principio venire contra
factum proprium genera flexibilidad a nivel de las cortes (Oglinda 2014: 188)152.

“Aunque las excepciones basadas en la confianza limitan la efectividad de las


NOM-clauses, es preferible dar efecto a estas cláusulas y agregar estrechas
excepciones en caso de renuncia o en casos de estoppel (o de buena fe), en
lugar de no darles ningún efecto. Las Cortes están suficientemente enteradas de
que la excepción no debe convertirse en la regla, y serán cuidadosas de limitar
la excepción dentro de límites restringidos, aplicando un riguroso test para
evaluar si se cumple con los requisitos de confianza razonable, y limitando las
consecuencias de la excepción a lo estrictamente necesario” (Wagner-von Papp
2010: 55)153.

151
Traducción libre de: “The rule prevents obtaining an advantage due to own incoherence, to
the detriment of the other party which, in good faith, based on the representation thus issued”.
152
Traducción libre de: “From this perspective, at the regulatory level one can notice a propensity
towards formalism, but the application of the principle venire contra factum proprium generates a
flexibility at court level”.
153
Traducción libre de: “Even though the reliance-based exceptions limit the effectiveness of
NOM-clauses, it still seems preferable to give effect to NOM-clauses and add a narrow exception
for waiver or estoppel cases (or good faith), rather than to give no effect to NOM-clauses at all.
Courts are sufficiently aware of the problem that the exception should not swallow the rule, and
will be careful to confine the exception within narrow bounds by applying both a strict test to the

295
La rigidez contenida en el Código Civil italiano ha sido acogida en el artículo 1411
del Código Civil peruano, según el cual, se presume que la forma que las partes
convienen adoptar anticipadamente y por escrito es requisito indispensable para
la validez del acto, bajo sanción de nulidad154.

Esta norma contiene tres reglas importantes. La primera, que las partes son
libres para fijar, por escrito, formalidades necesarias para celebrar un contrato,
incluyendo su modificación. La segunda regla es que la ley ha creado una causal
de nulidad que opera por remisión a un pacto contractual. Finalmente, la tercera
regla es que la necesidad de formalidad para la validez del contrato o de su
modificación, es una mera presunción. Me voy a detener en la tercera regla,
enfocándola a la modificación contractual.

Cabe preguntarse si la presunción de que la formalidad prevista por las partes


es necesaria para la modificación del contrato es iure et de iure o es iuris tantum.
De ello dependerá si se admite prueba en contrario.

“Como se aprecia, la norma vigente crea una presunción interpretativa a favor


de la naturaleza constitutiva de la cláusula de formalidad. Al respecto, es
universal en doctrina nacional considerar que se trata de una presunción iuris
tantum (Arias-Schreiber, 2006 p. 169; De la Puente, 2007, p. 148; Gutiérrez,
2008, p. 332), razón por la cual la parte interesada se encontrará en posibilidad
de acreditar que la común intención de las partes fue introducir una cláusula
probatoria o una integrativa” (Vásquez 2018: 387).

Coincido con los autores citados en que se trata de una excepción iuris tantum,
de modo que cabe prueba en contrario. En mi opinión, la prueba en contrario
puede conducir a dos caminos. El primero es que la presunción permite probar
que la formalidad prevista por las partes no es indispensable para dar lugar a
una modificación contractual válida; es decir, podría demostrarse que la
formalidad es un medio de prueba y no de validez de la modificación, de modo
que la modificación es , aunque no cumpla la formalidad pactada. En cambio, el
segundo camino permite aplicar la doctrina de los actos propios, sin necesidad
de validar ninguna modificación. Así, la segunda presunción posible es que,
aunque no haya modificación válida por la falta de cumplimiento de la formalidad,
la parte afectada puede invocar la doctrina de los actos propios sobre la base de
la confianza generada según las circunstancias.

Los contratos de obra sirven como ejemplo para ilustrar los desafíos que
presenta el artículo 1411 del Código Civil, pues suelen traer en la práctica
numerosos problemas derivados de su aplicación. Suele ocurrir que para la
modificación del contrato se prevé el cumplimiento de ciertas formalidades, pero
estas son omitidas por decisiones tomadas en plena ejecución, por necesidad o
por cambios de opinión, respecto de las cuales una parte tiene la iniciativa y la

requirements of reasonable reliance, and by limiting the consequences of the exception to the
extent required”.
154
El artículo 1352 del Código Civil italiano señala: “Se le parti hanno convenuto per iscritto di
adottare una determinata forma per la futura conclusione di un contratto, si presume che la forma
sia stata voluta per la validità di questo”.

296
otra presta su anuencia, pero sin formalidades escritas. Respecto de estas
situaciones se ha señalado:

“El razonamiento es el siguiente: si las partes hubiesen tenido la común intención


de estipular una cláusula constitutiva, la variación tácita o disforme –como
negocio eventual– habría sido nula, por lo que ninguna de las partes debió
haberla ejecutado. Sin embargo, no resultaría razonable (ni diligente) entender
que comitente y contratista han consensuado y ejecutado pacíficamente trabajos
que en realidad jamás fueron vinculantes.
En otras palabras, si las actividades no contratadas (pero que apuntaban a serlo)
fueron desenvueltas por ambas partes, y no se acredita ningún error, es porque
ambas entendieron que existía un cambio obligatorio.
Ante tal situación, la cláusula de formalidad debería asumir una calificación
compatible con la operatividad de la ejecución –conjunta y no objetada– de la
variación. Tal propósito se cumpliría atribuyéndole al pacto una eficacia no
constitutiva, de manera que no interfiera –mediante el efecto inhibidor– con la
incorporación del cambio en la relación jurídica material” (Vásquez 2018: 408).

Si se interpreta que el artículo 1411 del Código Civil genera una presunción
respecto de la cual cabe pacto en contrario, puede encontrarse soluciones justas.
De un lado, puede sostenerse que las circunstancias prácticas son lo
suficientemente fuertes como para demostrar que se ha producido la
modificación del contrato, aunque el consenso para ello no conste por escrito.
De otro lado, podría encontrarse una solución menos radical, según la cual deba
protegerse la confianza generada a favor de una de las partes sobre la base de
la doctrina de los actos propios, sin llegar a sostenerse que el contrato se ha
modificado. En este caso no se pretende sanar un acto inválido, sino limitar la
pretensión de la parte que invoca la formalidad.

Un ejemplo simple, despejando los detalles concretos, puede ilustrar la


diferencia. Un propietario contrata la construcción de un inmueble de un piso. Se
indica que cualquier modificación debe constar por escrito. En los hechos, el
contratista propone la construcción de un segundo piso, luego de comprender
las necesidades del dueño. Este último no solo entiende que es una buena idea,
sino que además le otorga un adelanto, con el cual el constructor termina una
sección de la segunda planta. Si el propietario se niega a pagar la diferencia, el
contratista tiene dos opciones.

La primera, es demostrar que el contrato fue modificado y que por tanto el


propietario está obligado a permitir y a pagar la construcción completa de la
segunda planta. Ello supone demostrar que ha habido modificación del contrato,
aunque no se hayan cumplido las formalidades. La segunda opción es, de
acuerdo con las circunstancias, exigir el pago restante por la habitación
terminada, alegando que, si bien el contrato no fue modificado por falta de
formalidades, la doctrina de los actos propios lo protege, pues el propietario, con
su propia conducta, generó confianza protegible en que aceptaría la nueva
construcción. Nótese que, a diferencia de la modificación, esta segunda opción
no avala la construcción completa de la segunda planta, pero sí la retribución por

297
el avance ejecutado, lo que incluye los gastos previsibles hasta el momento en
que la confianza es protegible155.

Con una solución como esta, amparando la confianza, pero sin modificar el pacto
por la falta de formalidad, se logra dos objetivos: de un lado, que el resultado sea
justo para la parte que confió, y de otro lado, ser coherente con el principio de
conservación.

“Según Stella Richter este principio responde a la circunstancia que en un


Ordenamiento que reconoce la autonomía privada en una muy amplia medida
resulta indispensable la exigencia lógica de conservar al máximo la actividad
negocial, manteniéndola también en vigor allí donde sea posible ante una
fórmula ambigua, permitiendo de esta forma la realización del fin práctico
perseguido por las partes” (Rodríguez Russo 2011: 261-262).

En efecto, el principio de conservación del negocio busca la preservación, en


cuanto fuera posible, de las iniciativas individuales, buscando “favorecer la
pervivencia del contenido del acto de autonomía privada no afectado
directamente por la causal de invalidez en la medida que el impacto no hubiese
recaído sobre aspectos esenciales según la operación concreta” (Vásquez 2018:
395-396).

Aunque este principio no se ha formulado explícitamente, sí informa el


ordenamiento jurídico, pues es el que inspira las reglas de nulidad parcial, la
posibilidad de confirmar actos anulables, la posibilidad de que el acto disimulado
de la simulación relativa tenga validez, etc. “Es pues la esterilidad negocial lo
que se pretende evitar con la aplicación de esta regla, que revela el deseo del
legislador de preservar, hasta donde sea procedente racional y jurídicamente,
los efectos del negocio jurídico” (Rodríguez Russo 2011: 271).

Por supuesto, para llegar a la solución del ejemplo antes mencionado, debe
partirse de la premisa que existe una presunción. Es decir, si las partes deciden
que un contrato debe modificarse por escrito, la ausencia de esta formalidad
genera en principio la nulidad de la modificación. Quien sostenga algo distinto –
que la modificación fue tácita o la doctrina de los actos propios le ampara- deberá
acreditarlo. Esta carga probatoria no puede evitarse en aras del principio de
conservación.

En este punto debe recordarse que, en principio, la doctrina de los actos propios
no puede penetrar una defensa de la contradicción basada en la nulidad de un
contrato. Como ya se ha indicado, a diferencia de otros ordenamientos jurídicos,
el Código Civil peruano no restringe la posibilidad de invocar la nulidad a quienes
celebraron el negocio. Pese a ello, la doctrina de los actos propios, sustentada
en el principio de buena fe, puede detener una alegación de nulidad si las
circunstancias del caso hacen evidente que no hacerlo sería manifiestamente
injusto.

155
De hecho, en la práctica, en situaciones como esta se suele además acudir al remedio del
enriquecimiento sin causa para hacer frente a las consecuencias económicas que se producen.

298
4.2.1.3 Conducta interpretativa:

El comportamiento de las partes durante la ejecución del contrato es un criterio


para entender lo que ellas quisieron al celebrarlo. La manera en que ambas se
comportaron permite al intérprete –las propias partes, el juez o incluso terceros-
una mejor comprensión de aquellas cláusulas cuyo sentido es dudoso.

Las partes pueden hacer un trabajo interpretación auténtica si a través de un


nuevo negocio jurídico recogen el entendimiento común resultante de la
ejecución. Sin embargo, no es necesario celebrar un nuevo contrato para dar
cuenta de cuál es su real intención conjunta. En efecto, puede ocurrir que la
interpretación común derive del comportamiento de las partes. Por ejemplo, si
no es claro el lugar de pago, la conducta de las partes sobre los pagos ya
efectuados puede dejar entrever qué pactaron cuando de las cláusulas del
contrato ello no se desprende con claridad.

Es importante destacar que la conducta como criterio de interpretación del


contrato debe ser común a ellas. Tiene razón Borda al decir que es necesario
“que sean actos comunes a ambas partes, o bien, actos ejecutados por una de
ellas, pero con el asentimiento, aquiescencia o aceptación de la otra” (Borda
2017: 127). De la misma opinión es Díez-Picazo:

“Sin embargo, para que en rigor, pueda hablarse de un “comportamiento


interpretativo”, es menester no solamente que los actos realizados sean
relevantes, en relación con la intención que de ellos ha de deducirse y con el
sentido negocial que de ellos se trata de obtener, sino también que sean actos
comunes a ambas partes, cuando se trate de un negocio jurídico bilateral o que,
si han sido ejecutados por una sola de ellas, hayan merecido la aceptación, el
asenso o la aquiescencia de la otra” (Díez-Picazo 2014: 223-224).

La conducta de ambas partes puede servir, entonces, para desentrañar el


significado del contrato. Debe quedar claro, no obstante, que una vez
determinado su significado usando como insumo la llamada “conducta
interpretativa” de ambas partes, la razón por la cual dicha conducta debe
mantenerse no es la doctrina de los actos propios, sino la obligatoriedad del
contrato.

Efectivamente, el no poder apartarse de su actuación previa deriva de la fuerza


negocial que las partes han dado a la interpretación conjunta. A primera
impresión parecería que la alteración de esa conducta permite invocar la doctrina
de los actos propios por ser esa variación contraria a la buena fe.

Sin embargo, la doctrina de los actos propios es una herramienta distinta a la


interpretación del contrato, aunque la diferencia pueda ser sutil en los hechos.
“En el primer caso, se centrará en determinar si medió una contradicción o
apartamiento conductual relevante entre un comportamiento y otro (anterior y
ulterior, respectivamente), para lo cual examinará el grado de confianza
suscitado (prius) y su real quebrantamiento (posterius)” (Jaramillo 2014: 242). En
cambio, para llevar a cabo la actividad de interpretación, lo que debe encontrarse
es la intención común de las partes, hasta donde sea razonablemente posible.

299
No solo se trata de dos herramientas distintas, sino que los resultados son
también diferentes. La interpretación a partir de la conducta de ambas partes
permite identificar a qué se comprometieron y por tanto cuál es el alcance de sus
obligaciones, de modo que, si una de ellas actúa en sentido distinto al
interpretado, en realidad está contrariando el texto del contrato, lo está
incumpliendo, y por tanto se expone a los remedios que la otra parte tiene a
disposición, como la aplicación de penalidades o la resolución el contrato, por
ejemplo.

En cambio, la invocación exitosa de la doctrina de los actos propios permite a


quien la alega oponerse a la contradicción por la otra parte de su propia
conducta, cuando su actitud original generó confianza en que se mantendría en
el tiempo. El texto del contrato podría incluso respaldar a quien se contradijo,
pero en la circunstancia concreta, en aquella en la cual hizo confiar
legítimamente a su contraparte, estará impedido de ejercer el derecho que le
ampara. Lo podría hacer más adelante, cuando la confianza se haya agotado y
mientras el marco temporal del contrato deje espacio para ello.

Como consecuencia de lo anterior, no se necesita la doctrina de los actos propios


para acudir al comportamiento interpretativo como directiva hermenéutica que
vincula a los sujetos de la relación. “Queremos significar con ello, que no es
menester acudir a la doctrina del acto propio para declarar la inadmisibilidad de
una pretensión que desatienda el inescindible vínculo que crean los actos de las
partes en punto a la interpretación de la intención, pues sus reglas poseen
alcance normativo” (Morello 1985: 62).

Discrepo entonces con quienes asignan a la doctrina de los actos propios la


virtud de desentrañar el verdadero sentido del contrato. Debe recordarse que la
doctrina de los actos propios no tiene carácter negocial, que sí es inherente a la
interpretación contractual, sino que se sustenta en el principio general de la
buena fe y tiene como fuente directa la confianza generada en el destinatario de
la conducta. Por tanto, es equivocado sostener “que el uso de los actos propios
se presenta como una herramienta importante en la interpretación de los
contratos, teniendo en cuenta que entendemos como interpretación, la operación
que busca el significado jurídicamente relevante del acuerdo contractual” (Bernal
2010: 255).

Hasta este punto se ha mencionado la diferencia entre la conducta interpretativa


y la doctrina de los actos propios, pero hay una segunda diferencia que vale la
pena mencionar. La conducta interpretativa sirve para explicar lo que significa el
contrato, sin modificarlo. La modificación tácita, también a través de la conducta
de las partes, no equivale entonces a la interpretación del contrato a través del
comportamiento de las partes.

En tal sentido, aunque la distinción en la práctica puede ser muy sutil, debe
diferenciarse entre tres nociones: conducta interpretativa, modificación tácita del
contrato y la doctrina de los actos propios.

Las dos primeras categorías tienen carácter negocial. En efecto, las partes con
su conducta pueden explicar el significado del contrato o pueden modificarlo, en

300
cuyo caso, la contradicción futura del comportamiento supondría un
incumplimiento contractual. Así, la modificación tácita no se refiere a cómo creen
las partes que puede ejecutarse un contrato, sino que altera las condiciones
previstas por ellas porque lo han decidido conjuntamente.

En cambio, la doctrina de los actos propios es un remedio que no altera el


significado que las partes quisieron darle al contrato en el momento de celebrarlo
o en un momento posterior, sino que protege a la parte que tuvo buenas razones
para confiar en que la otra sería coherente con su primera conducta vinculante.

Dicho con otras palabras, la doctrina de los actos propios no genera coincidencia
de voluntades sobre cómo se debe cumplir el contrato o sobre cómo debe ser
modificado. La doctrina de los actos propios supone que una de las partes induce
a la otra a confiar en que la manera en que estaba ejecutando el contrato le era
permitida, incluso contra lo previsto expresamente. La doctrina de los actos
propios no permite pues modificar el contrato, ni definir lo que ambas partes
creen que dice el contrato, sino que protege a la parte que confió en que su
conducta era tolerada por la otra, independientemente de lo que diga el contrato.

La distinción teórica entre las tres categorías –conducta interpretativa,


modificación tácita y doctrina de los actos propios- no es siempre fácil de
identificar en la práctica. Es más, en algunos casos la diferencia puede ser
imperceptible.

Un ejemplo simplificado permite esclarecer la diferencia conceptual en la


práctica. Se trata del caso antes mencionado, en el cual el arrendatario de la
finca rústica pacta con el propietario una fecha de pago de la renta anual, pero
debido a la desconexión entre el momento de pago previsto en el contrato y el
de recepción de fondos por parte del arrendatario, este le pide al dueño pagar la
renta luego de la cosecha. Este permiso es solicitado una vez, pero en los años
que siguen el asunto no se vuelve a mencionar. Ocurre que el arrendatario paga
la renta anual después de la cosecha sin respetar la fecha pactada y sin que el
arrendador proteste por ello. Luego, este último cambia de opinión y exige el
cumplimiento estricto, en el momento indicado en el contrato.

Imagínese que el contrato dura diez años, que por dos años se pagó la renta
anual en la fecha prevista y que por los siguientes cuatro se pagó luego de la
cosecha. En el séptimo año el arrendador reclama el pago en la fecha pactada,
anterior en seis meses al momento de la cosecha. El arrendatario tiene tres
opciones para negarse al pago “adelantado”. La primera, sostener que el
contrato se ha modificado. La segunda, afirmar que en realidad el momento de
pago no era claro, y la tercera, aducir la doctrina de los actos propios.

Alegar la modificación del contrato supone demostrar que las partes han
celebrado tácitamente un nuevo contrato, que consiste en alterar la fecha de
pago, de modo que, por el plazo restante del contrato, la renta anual debe
pagarse siempre después de la cosecha, no antes. Sostener esta posición no es
tarea sencilla, pues ello pasaría por demostrar que la anuencia al pago retrasado
en los años anteriores reflejaba la intención de que todos los pagos futuros se

301
hagan de esa manera. A menos que haya comportamientos más elocuentes en
tal sentido, una alegación como esta no prosperaría.

La segunda alternativa es aducir que, con la conducta de las partes durante la


ejecución del contrato, quedó demostrado que el contrato previó una fecha de
pago conectada con el momento en que el arrendatario recogía la cosecha. En
esta línea argumentativa, la conducta de las partes en ejecución habría servido
para interpretar el texto del contrato. El problema de esta alegación es que solo
puede construirse sobre la base de un contrato poco claro. Si la cláusula que
regula la fecha y modo de pago es clara y precisa, no hay necesidad de observar
la conducta de las partes para desentrañar su sentido. Las partes pueden cumplir
con lo indicado de manera estricta o apartarse de ello, pero, de todos modos,
ante la claridad del texto, el comportamiento de las partes no es necesario para
explicar su sentido. En el ejemplo, si el momento de pago estaba indicado con
una fecha precisa, el hecho que los pagos se hayan realizado después de la
cosecha no agrega claridad a la cláusula. En tal sentido, el camino para resolver
el caso no puede ser el de la interpretación del contrato a partir de la conducta
de las partes.

Finalmente, la tercera posibilidad del arrendatario para negarse a pagar en la


fecha indicada en el contrato en el séptimo año, es alegar la aplicación de la
doctrina de los actos propios, como ocurrió en el caso real antes citado. El asunto
fue tan discutible, que mientras la corte alemana aplicó la doctrina de los actos
propios, la corte española la desestimó. Lo importante en este asunto es que,
siempre que se demuestre el cumplimiento de los requisitos para aplicarla –
siendo la confianza generada en una de las partes el más complicado de
acreditar- debe tenerse claridad sobre los efectos de la aplicación.

A diferencia de la modificación tácita o de la conducta interpretativa, que tienen


carácter negocial, la doctrina de los actos propios no ofrece un remedio derivado
de lo dispuesto en el contrato, como la obligación de cumplirlo. Lo que permite
es que la persona contra la cual se alega no obtenga un beneficio derivado de
su propia contradicción. En el ejemplo mencionado la consecuencia no es la
modificación del contrato, cuya fecha de pago está determinada, sino que el
arrendador no puede exigir el pago en esa fecha y debe esperar el momento de
la cosecha para recibirlo; pero ello, únicamente respecto del período por el cual
se generó la confianza protegible. Dado que la renta es anual, ello solo operaría
por el séptimo de los diez años de duración del contrato. En los últimos tres años
del contrato la renta tendrá que pagarse conforme está escrito.

Otro ejemplo interesante es el caso en el cual un transportista prestaba servicios


a una empresa de extracción de minerales. La empresa estaba facultada para
poner fin al contrato al cabo del primer año. Durante el primer año, luego de que
la empresa extractora informara al contratista de su interés en aumentar la
capacidad de extracción el año siguiente, el transportista anunció la costosa
inversión en maquinaria pesada que pensaba efectuar. Además, la empresa hizo
comentarios técnicos en relación con la intención de compra de más maquinaria
por parte del transportista. Este último comprometió su capacidad operativa en
este contrato, al punto que se abstuvo de contratar con otras empresas. A pesar

302
de lo anterior, el transportista recibió una comunicación por la que el contrato fue
terminado.

El transportista demandó a la empresa sobre la base de la doctrina de los actos


propios. Los autores que han comentado el caso, sostienen que la demanda
debía ser amparada, y que se aplica la doctrina de los actos propios debido a
que la conducta de la empresa extractora de minerales que contrató al
transportista contenía una “manifestación de voluntad” (Muñoz y Oyarzún 2017:
74).

Sin conocer todos los detalles del caso, puede sostenerse que dicha posición
presenta un problema, y es que el caso más parece uno de responsabilidad
precontractual por ruptura intempestiva de tratativas, durante las cuales se
habría generado confianza razonable en que el contrato se renovaría, y que por
tanto cabría una indemnización que cubriera el llamado “interés negativo” para
recuperar la inversión realizada en vano.

Es importante reconocer la diferencia entre la doctrina de los actos propios y la


modificación tácita o la conducta interpretativa. Como ya se ha explicado, la
invocación de la doctrina de los actos propios es excluyente de cualquier remedio
negocial. En tal sentido, sostener que se aplica la doctrina de los actos propios
es incompatible con alegar que hubo declaraciones tácitas de las partes para
modificar el contrato, por ejemplo.

En el caso indicado, si se aplica la doctrina de los actos propios para impedir que
la empresa extractora de minerales termine el contrato con el transportista, no
es necesario sostener que en realidad con el intercambio de comunicaciones las
partes modificaron tácitamente el contrato.

Los autores Muñoz y Oyarzún sostienen que en tal caso se aplica la doctrina de
los actos propios debido a que la conducta de la empresa que contrató al
transportista contenía una “manifestación de voluntad”. Cabe preguntarse en
este punto si con esto se referían más bien a la existencia de un acto jurídico
celebrado tácitamente, que prorrogó la vigencia del contrato. Como ya se indicó,
esto último es incompatible con la doctrina de los actos propios.

Para contestar la pregunta, antes se debe responder otra. ¿La manifestación de


voluntad supone necesariamente una declaración de voluntad? La manifestación
de voluntad supone la expresión de un querer por parte de un sujeto y genera
los efectos jurídicos que determine la ley. Por ejemplo, el reclamo del pago da
inicio al retraso relevante para el Derecho, a través de la constitución en mora.
En cambio, para que se produzcan los efectos jurídicos que desean las partes
es necesario que la voluntad sea declarada, dando lugar a un negocio jurídico.
En el caso de un contrato, es necesario entonces que ambas partes consientan,
a través del cruce de sus declaraciones, en autorregular sus intereses en un
determinado sentido.

Si con “manifestación de voluntad” los autores se referían en realidad a una


declaración recepticia, al parecer se habrían referido a la modificación del
contrato, que no podría ser terminado puesto que el cruce de correspondencia

303
no lo permitía. De ser así, lo que correspondería es que el transportista alegue
que la empresa extractora perdió la oportunidad de resolver el contrato al final
del año; no que se aplica la doctrina de los actos propios.

En cambio, si con “manifestación de voluntad” los autores se refieren a que la


empresa extractora expresó su interés en renovar el contrato, al punto de
generar en el transportista confianza razonable en que ello ocurriría, sí podría
invocarse la doctrina de los actos propios. En efecto, en este caso no habría
mediado una declaración que forme parte del contrato y sus vicisitudes, como su
interpretación o modificación.

Las distinciones teóricas antes anotadas entre la doctrina de los actos propios,
la modificación tácita del contrato y la conducta interpretativa, pueden ser
perceptibles únicamente en el cielo de los conceptos jurídicos (Von Ihering
1987), sin ningún reflejo práctico, si nos aproximamos a ellas solo
conceptualmente y sin darles soporte en los hechos.

La única forma de saber si el arrendatario de la finca rústica o el transportista de


los minerales extraídos pueden invocar la doctrina de los actos propios o más
bien alegar que su pedido tiene sustento en el contrato, es revisando los hechos
de manera minuciosa. Las sutilezas pueden ser imperceptibles y muchas veces
los actores y juzgadores se encontrarán en el dilema de elegir uno de los
caminos, el que le parezca que tiene mayor sustento, y de manera subordinada.

Es posible que los hechos del caso no permitan definir a ciencia cierta si el
contrato no era claro y la conducta de las partes permitió interpretarlo, o si más
bien el texto era claro, pero una de las partes se apartó de él generando
confianza en la otra parte en que mantendría su comportamiento. Si la distinción
no es posible, los protagonistas del caso deberán articular su defensa optando
por una u otra alternativa; incluso planteándolas de manera subordinada.

A pesar de la distinción conceptual entre la interpretación de un contrato


mediante la actuación de las partes y la doctrina de los actos propios, con la
modificación del Código Civil argentino en 2015, el artículo 1067 ha quedado
redactado de la siguiente forma: “La interpretación debe proteger la confianza y
la lealtad que las partes se deben recíprocamente, siendo inadmisible la
contradicción con una conducta jurídicamente relevante, previa y propia del
mismo sujeto”. La norma ha sido comentada en el siguiente sentido:

“La norma impone al intérprete orientar sus valoraciones en el sentido de


proteger la confianza y la lealtad que las partes se deben recíprocamente,
desestimando como admisibles aquellas ponderaciones que validen una
conducta que, por entrar en contradicción con otra anterior de la parte de la que
emana, resulta jurídicamente inadmisible.
Para que la conducta anterior pueda considerarse contradictoria con la actual,
ella debe partir del mismo sujeto y ser jurídicamente relevante; esto es, no
viciada, vinculada con la misma relación jurídica de la que se trate y a algún
aspecto importante de ella, no a una cuestión accesoria o tangencial” (Caramelo
2016: 457).

304
Más adelante se analizará si es o no conveniente que la doctrina de los actos
propios sea incluida expresamente en la regulación civil, pero lo cierto es que el
legislador argentino tomó la decisión de hacerlo. Y lo hizo a propósito de una
regla de interpretación. Sin embargo, el requerimiento de coherencia en el actuar
a partir de la doctrina de los actos propios es exigible no como una herramienta
de interpretación del compromiso de las partes. Aquel que actúa contradiciendo
la obligación que resulta de una labor hermenéutica, en el fondo estaría
incumpliendo el contrato y no sería necesario acudir a la doctrina de los actos
propios.

La doctrina de los actos propios “apunta a un tipo de situaciones en las que


siendo legal, o ajustada a derecho, la común interpretación o aplicación de una
declaración de voluntad negocial, esta provee una acción u omisión injusta, en
tanto esa acción u omisión contradice la conducta previamente observada y las
expectativas que, de buena fe, se habían generado a partir de ella” (Ortiz 1991:
275).

Apartarse de la obligación derivada del contrato, según lo que se interprete de él


constituye un incumplimiento. En cambio, se puede invocar la doctrina de los
actos propios cuando se ha actuado de una forma que parece ajustarse a
derecho.

4.2.1.4 Renuncia de derechos:

Hasta este punto se ha hecho referencia a dos figuras negociales respecto de


las cuales debe distinguirse la doctrina de los actos propios: la modificación tácita
del contrato y la conducta interpretativa. La renuncia de derechos es también
una expresión de voluntad con carácter negocial, que en los hechos puede
confundirse con la doctrina de los actos propios, a pesar de las distinciones
conceptuales.

El análisis referido a las mencionadas figuras negociales es replicable respecto


a la renuncia, pues esta emana también de un negocio jurídico a través del cual
se abdica de un derecho. La renuncia supone un acto positivo por el que se
declara la voluntad de perder el derecho del que se goza. “Renuncia en sentido
lato es la dejación de una ventaja jurídica mediante una declaración de voluntad
dirigida a tal efecto. Esta ventaja puede ser un derecho o resultar, sin que medie
un derecho, de una regla jurídica que surte efecto a favor de alguien […]”
(Ennecerus 1935: 36).

Dado que la renuncia supone el abandono voluntario de un derecho, podría


generarse escepticismo sobre la existencia de una renuncia tácita de derechos.
Frente a la duda hay que responder que la renuncia tácita es posible, tanto como
lo es un contrato en el que se asumen importantes obligaciones de manera tácita.
Lo que no debe perderse de vista es que quien sostiene que un derecho ha sido
abandonado como consecuencia de una renuncia, tiene la carga probatoria de
acreditar que en efecto ello ocurrió, sea porque así se ha dicho expresamente o
porque el comportamiento desplegado apunta en ese sentido.

305
En efecto, si es claro que una parte desea abandonar un derecho propio, no hay
impedimento para que esto ocurra de manera tácita. Así pues, mediante la
renuncia tácita expresada con sus acciones, un sujeto revela su intención de
perder un derecho. Si luego decide ejercerlo se estaría contradiciendo. Frente a
esta actitud contradictoria, la contraparte puede alegar que el derecho ya no
existe y que por tanto el reclamo derivado de él es un imposible jurídico.

En una situación similar, también con su propia conducta, el mismo sujeto tolera
una actuación de la contraparte en cierto sentido, que incluso se aparta del texto
expreso del contrato, generando confianza en que dicha conducta se mantendría
en el tiempo. Si decide contradecir su actitud anterior, la contraparte podría
alegar la doctrina de los actos propios.

Nótese que, en el primer caso, la contraparte alega que el derecho ya no existe


porque se renunció a él, y en el segundo caso, la contraparte invoca la doctrina
de los actos propios.

Tiene razón Borda al señalar que la renuncia tácita es una manifestación de


voluntad consistente en la abdicación de un derecho subjetivo, mientras que la
doctrina de los actos propios sanciona el comportamiento contradictorio (Borda
130).

También estoy de acuerdo con Díez-Picazo en que la renuncia, expresa o tácita,


supone un acto negocial, mientras que en la doctrina de los actos propios no se
valora la voluntad negocial sino el sentido objetivo de los actos. Efectivamente,
“No se decreta la inadmisibilidad de la conducta contradictoria para vedar un
cambio de voluntad, sino para vedar una consecuencia que es objetivamente
inconciliable con la buena fe” (Díez-Picazo 2014: p. 230).

En esta misma línea, Stiglitz afirma:

“La diferencia esencial consiste en que la renuncia denota un acto que requiere
una manifestación de voluntad exterior, que tiene como fin el abandono o
abdicación de un derecho propio en favor de otro, en cambio la doctrina del acto
propio se traduce en una decisión jurisdiccional que declara la inatendibilidad de
una pretensión, o sea del ejercicio de un derecho, en tanto exhibe una
contradicción con el sentido que, objetivamente y de buena fe, se atribuye a una
conducta precedente y propia” (Morello 1985: 62-63).

Por supuesto, la distinción teórica antes señalada no enerva que en la práctica


se den supuestos de hecho que inducen a confundirlas. Como se ha dicho,
debido a su carácter negocial, la renuncia supone declarar la voluntad de
abandonar un derecho, mientras que la doctrina de los actos propios supone que
una pretensión sea desestimada por ser contradictoria con el sentido que
objetivamente y de buena fe se debe atribuir a una conducta propia anterior.

Es más, la posibilidad de alegar que en virtud de la renuncia se ha perdido un


derecho, emana de la voluntad del renunciante; es decir, gracias a que el
renunciante decidió y declaró su interés en abdicar de un derecho, la contraparte
está legitimada a exigir que se declare que en efecto el derecho se ha perdido.
En cambio, en la doctrina de los actos propios, el efecto emana del ordenamiento

306
jurídico, independientemente de cuál haya sido la voluntad de quien se
contradijo; es decir, el sistema jurídico repudia la contradicción, salvo que esta
esté justificada.

Además de diferir en cuanto a su origen –voluntario o normativo- también difieren


en relación a los efectos que producen. La renuncia supone que el derecho se
extingue, y por tanto no se puede ejercer ni en la oportunidad en que se invoca
ni en ninguna otra posterior. En cambio, la doctrina de los actos propios impide
ejercer un derecho en un determinado litigio y circunstancias, de modo que “no
prejuzga la suerte de las futuras pretensiones que del mismo derecho puedan
dimanar” (Díez-Picazo 2014: 231).

Esto implica que una decisión judicial puede aplicar la doctrina de los actos
propios debido a que se produjo una “tolerancia calificada” que impide que sea
contradicha posteriormente, sin que por ello el derecho involucrado se haya
extinguido, de modo que su vigencia puede discutirse en un proceso posterior.

Pese a todo lo anterior, ambas figuras son fácilmente confundibles en la práctica.


En una conocida sentencia del 27 de diciembre de 1894, el Tribunal Supremo
Español aplicó la doctrina de los actos propios en un caso que involucró un
albacea que cumplió las funciones que le encomendaron, repartió el legado y
acto seguido renunció expresamente, tanto como albacea como en su propio
nombre y derecho, a plantear reclamos por cualquier concepto frente al
heredero. A pesar de esta declaración, pretendió cobrar al heredero los
honorarios como médico por haber atendido al difunto. El heredero se defendió
indicando que la pretensión de pago de los honorarios por servicios médicos es
un acto contrario a la doctrina de los actos propios. Los jueces le dieron la razón,
pero está en lo cierto Díez-Picazo al comentar que este caso no debió analizarse
bajo el prisma de la doctrina de los actos propios sino de la renuncia de derechos,
dado que “la doctrina de los propios actos sólo puede ser un instrumento útil de
la técnica jurídica, si la aislamos de la tesis de la eficacia vinculante de los
negocios jurídicos” (Díez-Picazo 2014: 228).

En el caso antes indicado la distinción entre la doctrina de los actos propios y la


renuncia no era tan sutil y podía apreciarse en la práctica, considerando que el
albacea expresó su voluntad de renunciar a formular reclamos contra el
heredero. En todo caso, podría haberse discutido si los honorarios por los
servicios profesionales prestados, que no tenían que ver con la sucesión
testamentaria, estaban comprendidos en la renuncia.

Hay otros casos en los cuales la distinción práctica es difícil de entender en los
hechos. Esta dificultad fáctica es la que ha llevado a explorar la posibilidad de
que “todos los casos de renuncia tácita sean tratados, no desde el punto de vista
de la teoría de la renuncia, sino desde el punto de vista de los actos propios, esto
es, no incluyendo la doctrina de los actos propios en el seno de la teoría de la
renuncia de derechos sino al revés, excluyendo de la teoría de la renuncia la
renuncia tácita, para incorporarla a la doctrina de los actos propios” (Díez-Picazo
2014: 229).

307
Sin embargo, el propio Díez-Picazo discrepa de esta solución, pues para ser
consecuentes con este planteamiento, habría que llevar a la doctrina de los actos
propios no sólo la renuncia tácita, sino todas las declaraciones tácitas de
voluntad. Para ser coherentes habría que decir que no es posible la modificación
tácita de un contrato, como tampoco la renuncia tácita, de modo que cuando se
presenten todos los indicios de que ambas partes quisieron con su
comportamiento modificar un contrato, en caso una de ellas lo desconozca, la
otra parte debería invocar la doctrina de los actos propios y no que el contrato
se ha modificado, por ejemplo.

Para evitar ese despropósito, lo mejor es reconocer y preservar la diferencia


entre los actos con efecto negocial, que no admiten la contradicción porque esta
supone un incumplimiento, de los casos en que la incoherencia es inadmisible
porque es contraria a la buena fe. En el primer caso, la discordancia está
prohibida durante todo el plazo del contrato. En el segundo caso, el impedimento
de contradecirse se mantiene solo mientras dure la confianza producida por la
tolerancia o por determinada conducta. En tal sentido, es posible que, en
determinada situación, una parte se vea impedida de ejercer un derecho, no por
haber renunciado a él o porque el contrato se lo prohíba, sino porque hacerlo en
ese momento es contrario a la buena fe. En el futuro, en las siguientes etapas
de ejecución contractual –y eliminada la situación de confianza- podría ejercerlo,
porque no ha renunciado a él y el contrato lo ampara.

Vuelvo al ejemplo del arrendamiento de finca rústica. El contrato se celebra por


diez años; en los dos primeros se paga la renta anual en la fecha precisa
pactada; en los cuatro siguientes años se paga después de recibida cosecha
(por haberlo solicitado el arrendatario en el tercer año). Ante la pretensión del
arrendador de cobrar en el año siete en la fecha prevista, las cortes alemanas
ampararon la invocación de la doctrina de los actos propios. Son dos los
escenarios según se plantee como mecanismo de defensa la doctrina de los
actos propios o la renuncia de derechos.

Si se defiende la tesis de la doctrina de los actos propios, esta permitiría al


arrendador pagar la renta anual del año siete después de recibida la cosecha,
pero del octavo año en adelante, el contrato debería seguir ejecutándose tal y
como fue literalmente previsto. La razón es que la confianza, que es el sustrato
de la defensa, ya se habría agotado.

Si se defiende la tesis de la renuncia, el arrendatario debería demostrar que


cuando el arrendador dio su anuencia o al menos no reclamó por el pago
después de la cosecha a pesar de no haber mediado autorización expresa
previa, en el fondo renunció a su derecho a cobrar en la fecha prevista. Para ser
consistentes con esta posición, habría que llevarla hasta el final y sostener que
el arrendador podrá reclamar el pago de la renta anual solo después de la
cosecha, por todo el plazo pendiente del contrato.

La distinción práctica es todavía más difícil si por las particularidades del caso
ya no hay más oportunidades de ejecutar el contrato del modo pretendido por
quien se contradice. En el ejemplo anterior, ello ocurriría si el séptimo año del
contrato fuera el último. En este escenario, no habría una nueva ocasión para

308
quien se contradijo, de ejecutar con éxito el contrato tal cual estaba previsto, pero
ello no permite equiparar ambas situaciones. El hecho que no haya más
oportunidad temporal de llevar nuevamente el contrato a su dimensión “original”,
no impide deslindar la doctrina de los actos propios de la modificación tácita, o
de la conducta interpretativa o de la renuncia.

Las complicaciones fácticas de deslindar entre renuncia tácita y doctrina de los


actos propios han animado a negar la separación.

“Es un camino a ninguna parte distinguir entre renuncia tácita –cuando el uso del
tráfico permite atribuir al acto el sentido de una declaración de voluntad- y venire
contra factum proprium -cuando el acto precedente no equivale a declaración,
pero obliga igualmente, en virtud de las exigencias de la buena fe-. Cualquiera
de los expedientes podría explicar de modo suficiente el universo de casos
conflictivos. Si se eliminara la segunda técnica, siempre se podría imputar una
declaración de voluntad resultante de una conducta significativa creadora de
apariencia. Y si se eliminara del repertorio legal la doctrina de las renuncias
unilaterales vinculantes, toda renuncia tácita podría recalificarse como acto
propio vinculante de la conducta posterior” (Carrasco 2016: 462).

El autor citado ha trasladado su escepticismo sobre la distinción entre renuncia


y la doctrina de los actos propios a cuestionar la regulación del Código Civil
español sobre la renuncia de derechos. El artículo 6.2 señala que “La exclusión
voluntaria de la ley aplicable y la renuncia a los derechos en ella reconocidos
sólo serán válidas cuando no contraríen el interés o el orden público ni
perjudiquen a terceros”.

Para Carrasco, este texto se corresponde con la decisión del legislador de


consagrar una de las posibles aplicaciones de la doctrina de los actos propios,
no de darle el carácter negocial propio de una renuncia. “En otras palabras, es
menos violento sostener que el renunciante queda vinculado a esta conducta en
virtud de las exigencias de la buena fe, en lugar de proponer que el renunciante
queda obligado a resultas de su declaración como consecuencia de la eficacia
obligatoria de la renuncia como acto negocial” (Carrasco 2016: 460).

Entiendo que el autor propone que, en un escenario dudoso, es neutral calificar


la conducta como un “acto propio” en lugar de una renuncia. Discrepo en este
punto, porque tanto la distinción conceptual como el resultado práctico emanado
de ella son incompatibles con la neutralidad. En un caso el derecho se pierde por
todo el plazo del contrato restante, y en el otro caso puede ejercitarse en otras
circunstancias, cuando la confianza se haya agotado.

Ahora bien, sin perjuicio de que la distinción debe mantenerse, comprendo la


preocupación de Carrasco cuando dice:

“Pero crear un espacio propio y artificial para acomodar esta variada suerte de
actos de voluntad como negocios jurídicos, sin renunciar a liquidar la doctrina de
los propios actos, y proponer que ambos espacios coexisten en el seno del
sistema jurídico, conduce a resultados redundantes y de imposible contraste.
Porque todos y cualesquiera de los resultados “justos” a los que llegan las
sentencias pueden ser indiferentemente explicados como corolario de la

309
admisión de negocios jurídicos no bilaterales o como aplicaciones de la regla de
los propios actos” (Carrasco 2016: 460).

En efecto, un resultado justo puede ser alcanzado por varios caminos. En casos
que se encuentran en el límite, es posible plantear rutas distintas, incluso de
manera subordinada, que conducen a la renuncia tácita de derechos o a la
doctrina de los actos propios. Ahora bien, este traslape es solo posible si los
hechos del caso no ofrecen detalles suficientes como hacer un adecuado
deslinde. Sin embargo, si puede observarse el tinte negocial en la conducta
primigenia que luego se contradice, debe calificarse la contradicción posterior
como un incumplimiento, sin que en tal caso sea necesario aducir la doctrina de
los actos propios.

En conclusión, aunque la posición que niega la distinción pueda generar empatía


por la falta de utilidad práctica, sugiero preservar la separación, en los términos
antes mencionados: la renuncia tácita y la doctrina de los actos propios tienen
fuentes y consecuencias distintas, y si bien puede haber ocasiones en que los
hechos del caso complican el reconocimiento de la diferencia, será precisamente
el análisis minucioso y el estudio de la estrategia lo que permitirá al afectado
plantear una u otra tesis.

4.2.1.5 Silencio y manifestación de voluntad:

En un sistema contractual estructurado sobre la base de la declaración de


voluntad expresa o tácita, es natural que en principio el silencio no produzca
efecto alguno. Si hay una característica que define el silencio, es la neutralidad;
el silencio no afirma ni niega; el silencio no comunica; el silencio no contiene
ningún mensaje; el silencio es vacío. Solamente las partes involucradas o la ley
pueden darle algún sentido.

Esas premisas, tienen por cierto no solamente sustento legal 156, sino además
filosófico, pues se sostienen en la libertad como elemento fundamental de la
interacción humana, sin perjuicio de lo cual deben ser contrastadas con el
espectro de actuación de la doctrina de los actos propios.

Recordemos que la doctrina de los actos propios no supone crear o modificar


una nueva relación jurídica sino repudiar la contradicción en un momento
concreto de la relación. Al deslindar la doctrina de los actos propios de la
modificación tácita, de la conducta interpretativa o de la renuncia de derechos,
queda revelada su verdadera esencia.

En efecto, a diferencia de estos actos negociales, la doctrina de los actos propios


no interfiere con los efectos de la relación contractual, sino que bajo ciertas
circunstancias impide que la contradicción en la conducta de una parte afecte a
quien confió en ella. En esta línea, y dado que no tiene carácter negocial, es
posible que se ampare la doctrina de los actos propios, pero que en sucesivos
períodos de ejecución del contrato ya no sea admitida por haberse terminado la
situación de confianza protegible.

156
“Artículo 142.- El silencio importa manifestación de voluntad cuando la ley o el convenio le
atribuyen ese significado”.

310
La pregunta es si una conducta silenciosa (si cabe el término), si la omisión, si la
tolerancia, si el silencio de una parte, pueden generar en la otra una expectativa.
¿Puede el silencio de una parte generar confianza en la otra en que más
adelante habría una conducta en sentido distinto al esperado? Esta pregunta es
pertinente de cara al artículo 142 del Código Civil peruano, según el cual el
silencio importa manifestación de voluntad cuando la ley o el convenio le
atribuyen ese significado.

En relación con el silencio de cara a las declaraciones de voluntad, es conocida


la frase “el que calla, otorga”, cuyo origen se encuentra en el Derecho Canónico.
Sin embargo, el concepto que recoge tal dicho no ha tenido éxito legislativo ni
doctrinario, pues no se puede vincular contractualmente a quien no ha declarado
su voluntad.

Algunos sostienen una tesis atenuada, confiriendo valor al silencio solamente


cuando exista una relación contractual previa entre las partes, de modo que el
principio de buena fe impone a quien recibe una oferta el deber de responder, al
menos para rechazarla. En esa línea se han emitido algunas sentencias del
Tribunal Supremo Español, a pesar de que el Código Civil español no contiene
una norma general que regule el silencio, a diferencia de lo que ocurre con el
artículo 142 del Código Civil peruano157.

“La jurisprudencia italiana y la doctrina francesa, en una línea semejante,


concede al silencio valor de aceptación no sólo cuando así lo determinen la ley,
los usos profesionales o las propias partes, sino también cuando la oferta haya
sido efectuada en interés exclusivo de su destinatario y cuando las partes se
hallan en relaciones de negocios. En este último caso, los tribunales deben
valorar si las relaciones comerciales entre los contratantes son suficientemente
estrechas para justificar la presunción acerca del valor de la conducta inactiva,
debiendo tenerse en cuenta los usos de la profesión y de las partes, así como
su conducta anterior en las mismas circunstancias” (Pérez 2013: 302).

A diferencia de lo que ocurre con el Código Civil español, en Alemania el silencio


vale como aceptación si un empresario recibe una propuesta para hacer
negocios con otra persona a quien él había ofrecido antes hacer dicha actividad.

“La doctrina alemana ha interpretado extensivamente esta norma, de tal manera


que puede afirmarse que generalmente en las relaciones comerciales el silencio
vale como aceptación de una oferta cuando el proponente pueda legítimamente
confiar en que el destinatario de su declaración responderá en caso de no querer

157
Sin embargo, el Código Civil español contiene normas específicas al respecto:
“Artículo 1005.-
Cualquier interesado que acredite su interés en que el heredero acepte o repudie la herencia
podrá acudir al Notario para que este comunique al llamado que tiene un plazo de treinta días
naturales para aceptar pura o simplemente, o a beneficio de inventario, o repudiar la herencia.
El Notario le indicará, además, que si no manifestare su voluntad en dicho plazo se entenderá
aceptada la herencia pura y simplemente”.
“Artículo 1566.-
Si al terminar el contrato, permanece el arrendatario disfrutando quince días de la cosa arrendada
con aquiescencia del arrendador, se entiende que hay tácita reconducción por el tiempo que
establecen los artículos 1.577 y 1.581, a menos que haya precedido requerimiento”.

311
aceptarla. Tal confianza surgirá, en particular cuando existan relaciones
negociales previas entre las partes o bien cuando el destinatario de la oferta haya
realizado anteriormente una invitatio ad offerendum” (Pérez 2013: 302-303).

Tiene razón la autora citada al cuestionar que se dé valor negocial al silencio


fuera de los casos señalados por la ley o por el acuerdo previo de las partes. “Si
sostuviéramos que quien calla consiente estaríamos obligando a quien recibe la
oferta a contestar para no quedar obligado, lo que sería una injerencia intolerable
en la esfera jurídica de las personas que produciría una gran inseguridad jurídica
[…]” (Pérez 2013: 302-303).

Esta forma de abordar el asunto pone de manifiesto una tensión entre la libertad
de guardar silencio y la buena fe.

“Puesto el problema en otros términos: ¿es la buena fe principio rector suficiente


para que por su sola operatividad haga nacer la obligación de explicarse?; ¿hay
obligación de hablar siempre que la buena fe lo exige? O, por el contrario, esta
de por sí es insuficiente y necesita enmarcarse dentro de otros requerimientos
del orden jurídico; siendo sólo un principio coadyuvante y limitado por otras
normas, en aras a salvaguardar adecuadamente el principio de libertad, como
orden superior” (Méndez 1994: 3).

Me permito responder las preguntas planteadas por el autor de la siguiente


manera. La existencia de la buena fe como principio rector no es suficiente para
generar automáticamente la obligación de explicarse y romper el silencio. “Ello
importaría imponer a cada paso a los individuos la obligación de hablar, a fin de
evitar que, en nombre de los deberes sociales, su silencio sea interpretado como
un querer jurídico” (Méndez 1994: 4).

La generación automática del deber de expresarse trastocaría de plano los


cimientos sobre los que se construyen las relaciones contractuales, que es la
libertad de expresarse o de callar, sin que se atribuya a esto último ninguna
consecuencia, salvo que las propias partes o la ley lo hayan previsto, como
señala el artículo 142 del Código Civil peruano 158.

Sin embargo, otros ordenamientos jurídicos han introducido más posibilidades


para darle valor al silencio, además de la propia ley y el pacto de las partes. Así,
por ejemplo, el artículo 263 del Código Civil argentino señala que “El silencio
opuesto a actos o a una interrogación no es considerado como una
manifestación de voluntad conforme al acto o la interrogación, excepto en los
casos en que haya un deber de expedirse que puede resultar de la ley, de la
voluntad de las partes, de los usos y prácticas, o de una relación entre el silencio
actual y las declaraciones precedentes”.

Nótese que el silencio vale como manifestación de voluntad no solo cuando la


ley o las partes lo hayan dispuesto, como hace la regla peruana, sino además
cuando ello resulte de los usos y prácticas, o de una relación entre el silencio

158
“Artículo 142.- El silencio importa manifestación de voluntad cuando la ley o el convenio le
atribuyen ese significado.

312
actual y las declaraciones precedentes159. “En los casos en que al silencio se le
da relevancia por la ley, el efecto que esta vincula al mismo no depende de
postular la existencia de una voluntad no-expresa; sino que se pone a cargo del
sujeto una consecuencia, casi como sanción por haber callado (siendo así que
tenía interés en expresar alguna voluntad); esto, en tutela de la confianza del
tercero” (Messineo 1979: 362).

Debe advertirse que no se puede dar al silencio el carácter de manifestación de


voluntad a través de un atajo inaceptable. El atajo consistiría en sostener que,
como la buena fe es un principio asentado en nuestro ordenamiento jurídico, en
ciertas circunstancias puede dar lugar a la obligación de expresarse, de modo
que el silencio equivaldría, por mandato del artículo 142 del Código Civil, a
manifestación de voluntad. En otras palabras, siendo la buena fe un principio que
forma parte del ordenamiento jurídico, la obligación de actuar de buena fe sería
“la ley” que le da valor al silencio, al amparo de la norma citada.

Tal intento de quitar neutralidad al silencio y de dotarlo de una contundencia que


no tiene, es inaceptable. Estimo que el principio de la buena fe no alcanza como
para transformar el mutismo propio del silencio, en sonoridad. En otras palabras,
cuando el artículo 142 señala que el silencio importa manifestación de voluntad
cuando la “ley” le dé ese significado, con “ley” no se refiere al principio de la
buena fe. Con ello no le resto valor normativo al principio de la buena fe, sino
que estimo que el propósito de la regla antes mencionada es que las partes
tengan claro el resultado de su silencio, o porque ellas mismas han previsto la
consecuencia o porque una ley así lo indica expresamente. En principio
entonces, la consecuencia del silencio es neutral a menos que haya un pacto o
ley que expresamente digan algo distinto. Este es el modelo por el que ha
apostado la ley peruana.

Hasta este punto ya puede advertirse que, si en general la regulación del silencio
es un asunto complejo, lo es más todavía de cara a la aplicación de la doctrina
de los actos propios, que se fundamenta en la confianza generada por el
comportamiento de una de las partes. Este último enunciado en principio debería
descartar de plano que el silencio de una de las partes pueda generar en la otra
confianza protegible. En efecto, el silencio nada comunica y por tanto no puede
dar lugar a confianza alguna. Sin embargo, el asunto es más complicado y puede
suscitar reflexiones adicionales.

En efecto, sobre la relación entre el significado del silencio y la doctrina de los


actos propios, Díez-Picazo afirma:

“En nuestra opinión, el problema del silencio en materia de actos propios no es


diferente del mismo problema del silencio, cuando este se examina en relación
con las declaraciones de voluntad o con la celebración de negocios jurídicos.

159
El artículo 919 del Código Civil anterior tenía una norma parecida: “El silencio opuesto a actos,
o a una interrogación, no es considerado como una manifestación de voluntad, conforme al acto
o a la interrogación, sino en los casos en que haya una obligación de explicarse por la ley o por
las relaciones de familia, o a causa de una relación entre el silencio actual y las declaraciones
precedentes”.

313
Lo que hay que preguntarse es si el que guarda silencio tenía el deber de hacer
alguna declaración que rompiera tal silencio y si el hecho de no haberla
realizado, cuando era exigida por la buena fe, significa aceptación de lo que la
otra parte hubiera declarado o hecho” (Díez-Picazo 2014: 82).

Díez-Picazo plantea este asunto de un modo interesante. En el fondo sostiene


que al evaluar si una parte tenía buenas razones para confiar en que las
circunstancias se mantendrían, debe analizarse si la otra parte tenía el deber de
romper su silencio. Dicho con otras palabras, para Díez-Picazo, quien tolera
determinado comportamiento sin hacer reserva teniendo la posibilidad de
hacerlo, luego no puede oponerse a que la conducta se mantenga, pues el
silencio inicial y la oposición posterior serían contradictorios.

Al respecto, Méndez Sierra señala que, en este punto, a las conductas de las
partes, particularmente a las de quien guardó silencio, se les debe cotejar con el
criterio objetivo que impone a los sujetos conducirse con recíproca lealtad,
conforme cabía esperar de acuerdo a un recto y honrado proceder. “Si la
conducta anterior puede crear en el otro la apariencia de un consentimiento,
debe interpretarse, conforme a la buena fe, que el agente estaba obligado a
hablar para contradecir la significación que aquella conducta otorgaba a su
silencio” (Méndez 1994: 5).

Para abordar la teoría del silencio de cara a la doctrina de los actos propios,
sugiero atender a una distinción importante. De un lado, el silencio puede tener
efectos como manifestación de voluntad, solo si la ley o las partes así lo prevén.
De otro lado, guardar silencio cuando a partir de las circunstancias se esperaba
una expresión manifiesta, puede ser de mala fe.

En el primer caso, de acuerdo con el artículo 142 del Código Civil, solo si la ley
o el pacto le dan al silencio una connotación especial, se entenderá que ha
habido manifestación de voluntad para la formulación de un negocio jurídico,
como la modificación de un contrato, por ejemplo. En este caso, como ya se ha
analizado, no es necesario invocar la doctrina de los actos propios. Debe
recordarse que una conducta contraria a lo pactado en un contrato o en su
modificación, hace innecesario aplicar la doctrina de los actos propios, pues la
contradicción que se cuestiona es un incumplimiento.

En cambio, en el segundo caso, cuando es de mala fe guardar silencio si de las


circunstancias se esperaba una expresión manifiesta, puede derivarse una
consecuencia distinta al remedio derivado del incumplimiento. Si una parte
guarda silencio frente a la conducta de la otra, es aplicable el artículo 142 del
Código Civil, según el cual, el silencio no tiene valor como manifestación de
voluntad, a menos que las partes o la ley hayan dispuesto lo contrario.

En consecuencia, el silencio de una de las partes no podrá ser entendido como


su anuencia para celebrar o modificar un contrato y por tanto para crear
prestaciones de cumplimiento obligatorio. El silencio tampoco podrá valorarse
como una renuncia, por ejemplo. Sin embargo, el hecho que el silencio no se
equipare con una manifestación de voluntad no impide que la parte afectada con
la contradicción pueda activar como remedio la doctrina de los actos propios.

314
Dicho con otras palabras, a menos que la ley o las partes le hayan conferido
sentido al silencio, este no puede dar lugar a una manifestación de voluntad que
cree derechos a favor de otra parte o que extinga derechos de quien guarda
silencio. Sin embargo, el silencio puede ser relevante para aplicar la doctrina de
los actos propios, pues esta última no produce efectos negociales.

En efecto, la doctrina de los actos propios es incompatible con una pretensión


derivada del cumplimiento de un acto negocial. Así, no es necesario invocar la
doctrina de los actos propios cuando la contradicción proviene de un
incumplimiento o de una conducta opuesta a un acto negocial, como una
modificación del contrato o una renuncia de derechos, por ejemplo.

Si una persona guarda silencio frente a la conducta de una parte, generando la


impresión de que estaba de acuerdo con ella, pero posteriormente cuestiona ese
comportamiento, hay dos posibilidades de defensa.

De un lado, se podría sostener que con su silencio la parte dio lugar a un


compromiso negocial, pero este planteamiento fracasaría al amparo del artículo
142 del Código Civil, al silencio solo se le puede conferir poder negocial por la
ley y por el propio contrato.

La otra alternativa es alegar la aplicación de la doctrina de los actos propios, pero


en caso que se quiera optar por este segundo camino, no se le debe dar al
silencio el carácter de manifestación de voluntad, sino que se tendría que alegar
que quien guardó silencio generó, a partir del conjunto de circunstancias
concretas, confianza en la contraparte que la tolerancia a su conducta se
mantendría en el tiempo, de modo que la contradicción posterior debe
rechazarse por ser de mala fe.

Entonces, mientras que el silencio es irrelevante para generar una manifestación


de voluntad, la tolerancia silenciosa sí es relevante cuando de lo que se trata es
de armar una defensa sobre la base de la doctrina de los actos propios, siempre
que las circunstancias del caso sean lo suficientemente contundentes como para
concluir que la contraparte confió en que la actitud avalada con el silencio se
mantendría en el tiempo. En tal caso, por impedimento del artículo 142, no se
podría sostener que el silencio completó la formación de un negocio jurídico,
como la modificación tácita del contrato, o la renuncia de derechos. Si seguimos
el ejemplo del arrendamiento de la finca rústica, esto es lo podrían haber
pensado los jueces alemanes que desestimaron la pretensión del arrendador de
resolver el contrato por falta de pago oportuno, puesto que su silencio generó
confianza en el arrendatario en que el pago posterior a la cosecha estaba
permitido.

Bajo esta línea de argumentación, es de mala fe contradecir la conducta tolerada


con el silencio. A pesar de esto último, es difícil acreditar que la inercia propia
del silencio es suficiente para proyectar confianza protegible bajo la doctrina de
los actos propios. A partir de las circunstancias del caso debe identificarse alguna
manifestación positiva para hacer más contundente la alegación de mala fe.

315
“A esta actitud se denomina tolerancia, terminología que parece aquí más
adecuada que “silencio”, figura vecina con aspectos básicos comunes
(inactividad, pasividad). Lo que importa resolver es si el acreedor manifiesta
alguna voluntad cuando no cuestiona esta ejecución del deudor, y aquí confluyen
varias soluciones, que parten de distintas perspectivas o enfoques: a) negocio
tácito (que puede ser renuncia, negocio modificativo del contrato o
reconocimiento); b) interpretación del contrato […]; c) principio de buena fe”
(Gamarra 2009: 925-926).

Para el autor citado, se trata de alternativas igualmente válidas que permiten


resolver la cuestión por cualquiera de ellas con prescindencia de las otras, según
las particularidades del caso concreto. “Como todas aportan posibles respuestas
legítimas, basta encontrar una de ellas para que las demás resulten innecesarias
en la especie a examen. Así, cuando el juez resuelve que el acreedor renunció,
la teoría del acto propio pierde interés porque perdió el derecho a reclamar la
resolución del contrato o los daños y perjuicios, y viceversa” (Gamarra 2009:
926).

Si una persona tolera en silencio la conducta de su contraparte, pero


posteriormente la cuestiona luego de generar confianza razonable en que estaba
de acuerdo con ella, podría invocarse la doctrina de los actos propios si las
circunstancias son contundentes. Algunos de los elementos fácticos a tener en
cuenta es que quien guardó silencio haya tenido la posibilidad de reaccionar
planteando oposiciones o reservas. “Debe tratarse de lo que la doctrina francesa
ha llamado un “silencio permeable”, es decir, el silencio que deja filtrar la voluntad
de quien lo guarda” (López Mesa 2013: 168).

Un ejemplo palpable de tolerancia a la cual la legislación peruana asigna una


consecuencia perjudicial se encuentra en el artículo 1782 del Código Civil, según
el cual, si el comitente acepta la obra sin efectuar una reserva de los vicios y
diversidades aparentes, se producirá un descargo de responsabilidad del
contratista.

Son numerosos los casos en los que se desestiman las reclamaciones de


acreedores que adoptaron un comportamiento de tolerancia y luego cuestionan
activamente la conducta tolerada. Por ejemplo, en el caso uruguayo Conaprole,
la Corte Suprema afirmó que viola el deber de buena fe quien recibe una
prestación inexacta sin reclamar por ello, sigue cumpliendo sus obligaciones
sinalagmáticas, mantiene esa conducta por años en que los cumplimientos son
mensuales, renueva automáticamente el contrato sin ejercer el receso unilateral
al que está facultado, y pese a todo lo anterior, luego reclama daños y perjuicios.
Frente a ello se ha sostenido: “El contrato tradicional uruguayo tiene un nuevo
rostro: un rostro moral impensable en el siglo pasado” (Gamarra 2009: 935).

“En suma; si los jueces dieran mayor peso a un conjunto de elementos que
vuelven “circunstanciado” al silencio (y son aptos para configurar un
comportamiento concluyente abdicativo de renuncia), la tesis negocial (renuncia,
reconocimiento, modificación tácita del contrato), sería más factible, como lo
demuestra la jurisprudencia italiana, que eligió este camino a diferencia de la
alemana, que desde un comienzo recurre al principio de buena fe” (Gamarra
2009: 927).

316
La cita anterior reitera que se le puede dar valor al silencio por dos caminos. O
se le da fuerza negocial, siempre que la ley o el pacto lo permitan, o se le confiere
algún sentido a partir del principio de la buena fe. Este segundo camino permite
oponer la doctrina de los actos propios a quien tolera en silencio una conducta,
pero luego la rechaza. Por cierto, si los caminos son distintos, los puntos de
llegada también lo son.

De un lado, si la ley o el pacto consideran que con el silencio se ha expresado


voluntad, se habrá celebrado un negocio jurídico, como la modificación de un
contrato, o se habrá formulado renuncia, por ejemplo. En tal sentido, si quien
guardó silencio ante la conducta de la contraparte pretende luego cuestionarla,
no podrá hacerlo porque -siguiendo ambos ejemplos- incumpliría el contrato
modificado o estaría pretendiendo un derecho al cual ha renunciado.

De otro lado, sin que valga como manifestación de voluntad se le puede dar al
silencio una connotación a partir de la buena fe amparando la doctrina de los
actos propios, en cuyo caso la conducta contradictoria de quien calló no será
admitida en la circunstancia concreta, pero una vez agotada la confianza que
generó el silencio “circunstanciado”, quien inicialmente toleró una conducta
podría dejar de hacerlo. “Obsérvese que en este último supuesto la regla venire
no impone al titular un deber de congruencia futura, sino que permite al
beneficiario que siga confiando en un determinado modo de proceder en tanto
en cuanto el titular no modifique ostensiblemente su modo de manifestarse”
(Carrasco 2016: 508).

Volvamos al ejemplo del arrendamiento de finca rústica, en el cual el arrendatario


solicita al arrendador que el pago de la renta anual se produzca después de la
cosecha. El arrendador asiente. En los siguientes períodos anuales el
arrendatario sigue pagando después de la cosecha, aunque la fecha de pago era
distinta. Ante el súbito reclamo por parte del arrendador, las cortes alemanas
ampararon la defensa del arrendatario sobre la base de la doctrina de los actos
propios. Las cortes no le dieron al silencio o tolerancia el valor de una declaración
de voluntad, pues si lo hubieran hecho, habrían sostenido que la fecha de pago
prevista fue modificada.

Sin embargo, las cortes sí le dieron al silencio una connotación basada en la


buena fe, que tendría que durar mientras la confianza generada estuviese
vigente. Producido el reclamo por el retraso en el pago, el deudor no podrá alegar
que confiaba en que la tolerancia se mantendría.

Aunque la frase “el que calla otorga” no rige en nuestro ordenamiento jurídico (a
menos que la ley o el pacto lo permitan), la decisión comentada en el párrafo
anterior se justifica en que la “inacción durante un largo período ante la
vulneración de un derecho propio no constituye propiamente un supuesto de
silencio, máxime cuando da paso a una actitud brusca de signo inverso” (López
Mesa 2009: 200). La actitud aparentemente silenciosa puede tener una carga
valorativa que no funciona para declarar la voluntad, pero sí para generar
confianza en que la anuencia se mantendría y por tanto para generar el deber

317
de alertar a la contraparte de que su conducta no se ajusta a las expectativas
derivadas del contrato.

Ahora bien, como regla, la aquiescencia no cuenta con un significado negocial


(Bianca 2007: 233) y es una categoría equiparable a la ausencia de
manifestación de voluntad. Sin embargo, si las circunstancias del caso son lo
suficientemente contundentes, la inercia de un sujeto, sin constituir
manifestación de voluntad, podría dar lugar a un acto de tolerancia cuya brusca
contradicción sería de mala fe.

Lo aconsejable para quien quiere evitar la aplicación en su contra de la doctrina


de los actos propios, es un comportamiento activo de protesta o de reserva, que
acabe con la confianza que podría generar en su contraparte.

Por supuesto, el alcance del deber de reserva debe definirse con sumo cuidado.
Un ciudadano argentino mantuvo un depósito a plazo en dólares, pero que fue
“pesificado” por las medidas económicas adoptadas por el gobierno en el 2001.
El depositante logró retirar su dinero, en pesos, sin reclamar que se le debió
entregar dólares. Luego, mediante una acción de amparo pidió el pago de la
diferencia de cambio. Aplicando equivocadamente la doctrina de los actos
propios, se desestimó la pretensión, aduciendo que al no hacer reserva había
tolerado la conducta que luego reclamó. Lo que se perdió de vista al resolver el
caso fue que en realidad la primera conducta fue coaccionada, de modo que el
silencio guardado no podría configurar la primera conducta que luego fue
supuestamente contradicha. Ante la “pesificación coaccionada”, no había
obligación de expresarse. “No es lógico, entonces, que el silencio guardado
cuando no había obligación de expresarse, al no hacer reserva alguna en el
momento de retirar los fondos pesificados, derive en la pérdida de derechos
constitucionalmente tutelados” (Borda 2017: 145).

En conclusión, el silencio importa manifestación de voluntad solo si la ley o el


pacto así lo permiten. Si ello ocurre y por tanto el silencio de una de las partes
supone su conformidad con la celebración de un acto jurídico, como la
modificación de un contrato o una renuncia, por ejemplo, no será necesario ni
posible invocar la doctrina de los actos propios en caso que quien calló ante
determinada conducta de su contraparte, después la contradiga.

Sin embargo, el hecho de que el silencio no valga como manifestación de


voluntad no impide que se le pueda dar algún valor, si dadas las circunstancias
del caso, quien tolera una conducta se opone súbitamente a ella, y si habiendo
tenido la posibilidad de formular reserva, generó confianza razonable en la
contraparte de que la tolerancia se mantendría. En este caso, la aquiescencia no
produce efectos negociales, pero sí el deber de comportarse de buena fe.

Hasta ahora se han mencionado herramientas jurídicas con carácter negocial de


las que debe distinguirse la doctrina de los actos propios. Sin embargo, hay otras
categorías ofrecidas por el Derecho, que no tienen carácter negocial, que
también operan cuando el interés de una de las partes se ve afectado por una
incoherencia de la parte contraria, sin que por ello deba aplicarse la doctrina de
los actos propios.

318
4.2.2 Categorías jurídicas no negociales.-

4.2.2.1 Abuso del derecho:

En “Ilícitos Atípicos, Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero plantean interesantes


reflexiones sobre aquellos ilícitos que califican como “atípicos”. Los autores
parten de la premisa que es ilícito el acto contrario a una norma regulativa de
mandato, y como las normas de mandato pueden ser principios o reglas, también
puede distinguirse entre actos ilícitos según sean contrarios a reglas o a
principios. Son lícitos típicos, plantean Atienza y Ruiz Manero, aquellos que son
contrarios a reglas, mientras que son atípicos los ilícitos contrarios a los
principios (2006: 25).

Los ilícitos atípicos estudiados en el texto citado son el abuso del derecho, el
fraude a la ley y la desviación del poder. Las tres figuras comprenden el hecho
de obedecen a la misma lógica, pues su ilicitud no es típica, se oponen a
principios y no a reglas, y aunque tienen gran importancia práctica son difíciles
de analizar teóricamente.

No es sencillo contrastar los casos prácticos en los que se discute si los ilícitos
cometidos han vulnerado principios, debido a la dificultad para dibujarles
contornos precisos.

En efecto, el abuso de derecho, el fraude a la ley y la desviación del poder –


sostengo que también la doctrina de los actos propios- son ilícitos atípicos que
invierten el sentido de una regla: “prima facie existe una regla que permite la
conducta en cuestión; sin embargo […] esa conducta se convierte, una vez
considerados todos los factores, en ilícita” (Atienza y Ruiz Manero 2006: 27). Es
difícil perfilar en la práctica las situaciones de abuso de derecho, de fraude a la
ley, de desviación de poder y de la doctrina de los actos propios debido a que
las conductas involucradas se presumen lícitas porque hay reglas sobre las que
en principio pueden ampararse.

Me concentraré a continuación en la figura del abuso de derecho. Se trata de


una creación jurisprudencial y doctrinal francesa, vinculada al ejercicio del
derecho de propiedad. Es un concepto jurídico indeterminado cuyos contornos
son difíciles de asir.

El abuso de derecho opera cuando existe una regla que permite hacer algo, pero
hacerlo causa un daño que no está prohibido; a pesar de ello, el daño es
injustificado porque no ha mediado un fin serio o legítimo, y es excesivo o
anormal. “En la doctrina y jurisprudencia encontramos actualmente dos
conceptos del abuso del derecho: el subjetivo, en función del cual, para que
exista abuso es imprescindible el animus nocendi o intención de dañar de quien
ejerce el derecho; y el objetivo, que se centra tan sólo en la existencia del daño
o perjuicio como elemento indispensable del abuso” (Pico i Junoy 2003: 101).

Estimo que para una adecuada formulación de la teoría del abuso del derecho
debe adoptarse una visión objetiva, de modo que la intención de causar daño

319
sea irrelevante para concluir si el derecho ha sido ejercido dentro de contornos
razonables.

Por su carácter poroso, no es tarea sencilla acreditar que una actuación en


ejercicio de un derecho es abusiva, dado que “hay abuso de derecho cuando
dentro de los límites formales de una norma se produce una violación de los
valores contenidos en ella […] En consecuencia, la interdicción del abuso del
derecho no entra en juego cuando estamos ante límites legales expresos o
formales de un derecho, en cuyo caso, su ejercicio será ilícito por vulnerar dichos
límites y no por existir un abuso del derecho” (Pico i Junoy 2003: 102-103).

Para Atienza y Ruiz Manero, el abuso del derecho es un caso de laguna


axiológica en el nivel de las reglas (Atienza y Ruiz Manero 2006: 62). Para dichos
autores, no se trata de una divergencia entre el alcance de ciertas reglas y las
exigencias de los principios. En tal sentido, la figura del abuso del derecho es
“una suerte de mecanismo de salvaguardia –para casos que presenten
propiedades que no se ha logrado anticipar – de la coherencia valorativa de las
decisiones jurídicas” (2006: 61).

Precisamente por ello, el abuso del derecho configura una acción contraria a la
mala fe. Así lo entienden los Comentarios Oficiales al artículo 1.7 de los
Principios UNIDROIT, referido al deber de actuar de buena fe, al señalar que la
prohibición de actuar en contra de dicho principio incluye la prohibición del abuso
del derecho, que se “caracteriza por el malicioso comportamiento de una parte
que acontece, por ejemplo, cuando se ejerce un derecho solamente para dañar
a la otra parte o con un propósito diverso para el cual fue otorgado, o cuando el
ejercicio del derecho es desproporcionado a la intención original del resultado
esperado” (UNIDROIT 2015: 21).

Nótese que la afirmación anterior confiere al abuso del derecho un carácter


residual, para evitar situaciones inconsistentes con los principios de derecho,
pero que no son alcanzadas por reglas específicas. Algo similar ocurre con la
doctrina de los actos propios. Como ya se ha visto, esta última tiene un carácter
residual respecto de los fenómenos negociales, pero al igual que estos, permite
rechazar incoherencias que traicionan la confianza. “La figura del abuso del
derecho resulta, así, un mecanismo de autocorrección del Derecho” (Atienza y
Ruiz Manero 2006: 59), como lo es la doctrina de los actos propios.

La consecuencia de la aplicación de ambas figuras es una limitación a los


derechos subjetivos, pero mientras para el abuso del derecho son centrales las
nociones de anormalidad o extralimitación, en la doctrina de los actos propios se
toma en cuenta esencialmente la existencia de contradicción o incoherencia que
contradice la confianza legítima. En efecto, para la doctrina de los actos propios
“el foco es otro: la confianza quebrantada o mancillada, sin necesidad, a priori,
de examinar si hubo apartamiento, desviación o distorsión de la finalidad en
mención” (Jaramillo 2014: 299).

320
El Código Civil peruano no contiene referencia expresa a la doctrina de los actos
propios, mas sí al abuso del derecho, en el artículo II del Título Preliminar del
Código Civil160.

Para alegar que se ha producido un ejercicio abusivo de un derecho no es


necesario acreditar que ha habido una contradicción que traiciona la confianza
generada por el sujeto “abusivo”. Así, por ejemplo, puede haber abuso por parte
de un propietario que, sin vulnerar alguna regla que impone restricciones
precisas a derecho, perturba ilícitamente a los terceros. También abusa del
derecho a actuar como representante quien trasgrede el sentido para el cual se
le confirió el mandato, por ejemplo.

En cambio, la doctrina de los actos propios opera solamente si el


comportamiento es irregular por ser contradictorio con una conducta anterior que
había generado confianza razonable en que se mantendría en el tiempo.

Coincido con Bernal en que es “más preciso, en nuestro concepto, que ante una
contradicción se exija el respeto de un deber concreto de coherencia, que
comprobar una anormalidad en el ejercicio de un derecho, con la imprecisión y
vaguedad que ello puede comprender” (Bernal 2013: 144).

Otra manera de plantear la diferencia es que, si bien en ambos casos hay una
actuación contraria a la buena fe, la “teoría del abuso del derecho tiende a
equilibrar la legítima actuación de los derechos individuales con los intereses de
la colectividad. La teoría de los actos propios sólo apunta a proteger al sujeto
pasivo que confía en un comportamiento coherente del sujeto activo” (Borda
2017: 118).

Aunque la teoría del abuso del derecho y la doctrina de los actos propios pueden
ser útiles en distintos espacios, para algunos autores hay una relación de género
a especie. Por ejemplo, Carrasco señala que la doctrina de los actos propios
supone una conducta incursa en abuso de derecho (Carrasco 2016: 454), y Berro
sostiene que el abuso de derecho puede servir como complemento en los casos
en que es aplicable la doctrina de los actos propios, pero que por su sola
enunciación no alcanza a explicarla (Berro 1989: 90).

Esta relación de género a especie ha sido adoptada en dos de los casos


mencionados en el capítulo primero de este trabajo a propósito de la lex
mercatoria. Nos remitimos en este punto al caso ICC International Court of
Arbitration Bulletin Vol. 21 Nº 2, 2010, París, Francia (Final Award in Case 7421).

Recuérdese que en tal caso, una compañía peruana, la Demandante, acordó


vender metales a una compañía suiza, que cedió sus derechos a una compañía
sueca (Demandada). La ley pactada en el contrato era la suiza; se pactó FOB

160
“Artículo II.- La ley no ampara el ejercicio abusivo del derecho. Al demandar, el interesado
puede solicitar las medidas cautelares apropiadas para evitar o suprimir provisionalmente el
abuso. La solicitud se tramita como prueba anticipada con citación de las personas que por
indicación de la solicitante o a criterio del juez puedan tener derechos que resulten afectados. El
juez puede ordenar de oficio la actuación de los medios probatorios que estime pertinentes. En
este proceso no se admite oposición”.

321
Callao (lo que supone que los costos de transporte son asumidos por el
comprador); se previó un valor determinado para el costo del transporte, y se
indicó que el riesgo de cualquier aumento de este debía ser compartido por
ambas partes. Parte de la carga se perdió en el camino a su destino. La empresa
compradora, Demandada, señalaba que para calcular el precio de los bienes
debía tenerse en cuenta el promedio del peso de la carga y la descarga (dado
que parte de la carga se había perdido en el camino). Sostiene que si bien se
previó que el peso de referencia era el del momento de la carga, posteriormente
debía considerarse también el de la descarga.

Para sostener su posición la Demandada señaló que durante la ejecución del


contrato se cambió la entrega FOB Callao por CIF (puerto de destino), sin que
se hubiera aportado evidencia de ello. El tribunal arbitral amparó la demanda,
señalando que el cambio de conducta (ejecutar el contrato bajo términos FOB
pero pretender el pago bajo términos CIF) es contrario a la doctrina de los actos
propios, prevista en el Derecho suizo como abuso de derecho.

También es interesante el caso identificado como ICC International Court of


Arbitration Bulletin Vol. 11 Nº 2 2009, Zurich, Suiza (Final Award in Case 8786).

En dicho caso, el Demandante es un fabricante de ropa que recibió una orden


de compra de un vendedor retail, el Demandado, y envió las muestras un mes
antes de la fecha de entrega de los productos. Las muestras fueron observadas,
pero luego las observaciones se subsanaron. Sin embargo, la orden de compra
fue cancelada 10 días antes de la fecha de entrega.

El fabricante interpuso una demanda arbitral reclamando los daños generados


por la imposibilidad de colocar los productos requeridos. El Demandado alegó
que la entrega de las muestras fue tardía, lo cual hizo imposible que la entrega
de los productos se realizara a tiempo. Señala que la entrega a tiempo es una
obligación esencial de acuerdo con la Convención de Viena sobre Compraventa
de Mercaderías. El Demandante señaló que en ocasiones anteriores el
Demandado no reclamó por entregas tardías y que hacerlo en dicha ocasión era
un comportamiento de mala fe, contrario a los actos propios.

Sin embargo, el tribunal consideró que el hecho que en ocasiones anteriores el


Demandado no hubiese insistido en que las entregas fuesen a tiempo no supone
una prohibición para exigirlo en el futuro. En tal sentido, desestimó la demanda,
pero calificó a la doctrina de los actos propios como una modalidad de abuso de
derecho.

La coincidencia entre ambos casos es que la ley aplicable era la suiza. El


Código Civil suizo de 1907, también denominado Código Federal Suizo,
incorporó la doctrina del abuso del derecho en su artículo 11, que dice: "Cada
uno está obligado a ejercer sus derechos y a cumplir sus obligaciones según las
reglas de la buena fe. El abuso manifiesto de un derecho no está protegido por

322
la ley". El principio es vasto y comprende cualquier clase de derechos: privados
o públicos (Cuentas 1997: 477)161.

El Código Civil suizo no contiene una definición clara del abuso del derecho, pero
es lo suficientemente amplio como señalar que existe cuando se ejercita un
derecho o se cumple una obligación contrariando las reglas de la buena fe. Al
respecto, el Consejo Federal Suizo en su mensaje de 23 de mayo de 1904,
señaló: "Hemos creado una especie de recurso extraordinario que debe
conseguir el respeto a la justicia, en provecho de aquellos que sufrirían con el
abuso evidente que un tercero hiciera de su derecho, cuando los medios
ordinarios fueron insuficientes para protegerlo" (Cuentas 1997: 477).

La deliberada intención de crear una figura lo suficientemente amplia como para


cubrir todas aquellas situaciones en las que se puede sufrir perjuicio por una
actuación irregular, explica entonces las decisiones de los tribunales antes
mencionados, cuyos casos estaban sometidos a la ley suiza. En ellos se propone
que la doctrina de los actos propios está subsumida en la teoría del abuso del
derecho.

Aunque la ley peruana regula de forma más escueta el abuso del derecho y no
se refiere expresamente a la doctrina de los actos propios, la consecuencia de
la aplicación de ambas figuras es una limitación a los derechos subjetivos. Hay
abuso cuando un derecho subjetivo se ejerce de manera disfuncional, de forma
contraria a su propósito o función. Existe abuso de derecho si al aplicar una regla
se supera un estándar tutelable. Es decir, mientras que en el abuso de derecho
son centrales las nociones de anormalidad o extralimitación, en la doctrina de los
actos propios se toma en cuenta esencialmente la existencia de contradicción o
incoherencia que contradice la confianza legítima.

Para evitar confusiones conceptuales y prácticas es una mejor alternativa teórica


el separar ambas herramientas, reconociendo desde luego los puntos comunes.
De hecho, asumir la tesis en virtud de la cual la doctrina de los actos propios es
una expresión de la teoría del abuso del derecho generaría, en el Derecho
peruano, que numerosas alegaciones de la primera sean planteadas a través de
la segunda, que sí tiene recepción en el Título Preliminar del Código Civil. Creo
que no ha sido esa la intención del legislador al regular la teoría del abuso del
derecho, ni la intención de los jueces al amparar la doctrina de los actos propios
a partir de contradicciones que traicionan la confianza en contra del deber de
actuar de buena fe.

4.2.2.2 Prescripción extintiva y verwirkung:

No es posible imaginar un escenario de seguridad jurídica sin la institución de la


prescripción extintiva. Poner un límite temporal a los reclamos originados en la
insatisfacción de los intereses de las personas nada tiene que ver con el derecho

161
Esta norma del Código Civil suizo de 1907 inspiró a Juan José Calle para proponer a la
Comisión Reformadora del Código Civil que el principio del abuso del derecho se incluya en el
Título Preliminar del Código Civil peruano (Cuentas 1997: 478).

323
que les asiste en el fondo para respaldar sus reclamaciones162. Sin embargo, la
necesidad de poner coto a la indecisión de exigir o no la satisfacción del derecho
se explica en lo pernicioso que puede resultar para la sociedad en su conjunto la
indefinición prolongada de posibles disputas.

La longitud del plazo para tomar la decisión de demandar o no y por tanto de


exigir un derecho, depende de la decisión adoptada por el legislador163, lo que a
su vez depende de diversas circunstancias, como la naturaleza de la disputa.
Hay determinadas acciones, como las de carácter personal, es decir, las
derivadas de las relaciones contractuales, cuyo plazo de prescripción es
bastante amplio, como dispone el artículo 2001 del Código Civil. En estos casos,
el afectado con el incumplimiento tiene diez años para demandar 164.

En este contexto; es decir, en aquellos casos en que es prolongado el tiempo


destinado a tomar la decisión de demandar o no, pueden surgir controversias
sobre si una demora excesiva configura un retraso negligente que impide
reclamar a pesar de no haber vencido el plazo de prescripción. Sin embargo,
hablar de “retraso negligente” parece contradictorio con la existencia de un plazo
de prescripción no vencido. La figura de la verwirkung ha servido para canalizar
estas reflexiones.

La necesidad de resolver controversias en un plazo prudente puede ser


especialmente apremiante en un contexto de crisis económica o política que
impacte en la desvalorización de la moneda. Así, por ejemplo, la figura de la
verwirkung fue empleada por la jurisprudencia alemana después de la Primera
Guerra Mundial, por la fuerte desvalorización del marco y su posterior
revalorización pasada la crisis (Borda 2017: 29).

En efecto, la verwirkung o “atraso desleal” es una figura desarrollada por la


jurisprudencia alemana a partir de la noción de buena fe, considerando la
prolongada extensión de algunos plazos de prescripción de hasta 30 años
(Jaramillo, 512). En los casos en los que esta creación jurisprudencial fue
invocada se declaró inadmisible el ejercicio de un derecho por contravención a
la buena fe, cuando el alargado silencio de una parte despertó confianza en la
otra parte de que el derecho no sería ejercido. Así, esta figura solía invocarse
luego de la Primera Guerra Mundial, ya que debido a la galopante inflación, los

162
El artículo 1989 del Código Civil peruano señala que la prescripción extingue la acción, pero
no el derecho mismo.
163
El artículo 2000 del Código Civil peruano señala que solo la ley puede fijar los plazos de
prescripción.
164
“Artículo 2001.- Prescriben, salvo disposición diversa de la ley:
1.- A los diez años, la acción personal, la acción real, la que nace de una ejecutoria y la de nulidad
del acto jurídico.
2.- A los siete años, la acción de daños y perjuicios derivados para las partes de la violación de
un acto simulado.
3.- A los tres años, la acción para el pago de remuneraciones por servicios prestados como
consecuencia de vínculo no laboral.
4.- A los dos años, la acción de anulabilidad, la acción revocatoria, la acción indemnizatoria por
responsabilidad extracontractual y la que corresponda contra los representantes de incapaces
derivadas del ejercicio del cargo.
5.- A los quince años, la acción que proviene de pensión alimenticia”.

324
deudores alegaban que el acreedor no había pedido la revaluación de su crédito
en un plazo razonable (Jaramillo 2014: 483).

“La Verwirkung es un caso especial de inadmisibilidad del ejercicio de un derecho


por contravención de la buena fe, o, si se prefiere, un caso especial de abuso de
derecho, que se puede definir como el abuso del derecho consistente en un
ejercicio del derecho realizado con un retraso desleal […]. Un derecho subjetivo
o una pretensión no pueden ejercitarse cuando el titular no se ha preocupado
durante mucho tiempo de hacerlos valer y ha dado lugar, con su actitud omisiva,
a que el adversario de la pretensión pueda esperar objetivamente que ya no se
ejercitará el derecho” (Díez-Picazo 2007: 85).

La figura de la verwirkung es entendida entonces como la paralización del


ejercicio de un derecho para así rectificar los formalistas y esquemáticos plazos
de prescripción que impiden sancionar la deslealtad de quien, habiendo asumido
una primera actitud pasiva, intenta luego sorprender a su adversario (Borda
2017: 28).

Nótese que, para ambos autores, Díez-Picazo y Borda, lo que se pretende


sancionar con esta figura es la deslealtad en el ejercicio del derecho. Para ambos
autores la deslealtad se mide objetivamente, pero para Díez-Picazo no es
necesario que el titular haya adoptado una actitud pasiva para luego sorprender
a su adversario. En efecto, “La Verwirkung se produce cualesquiera que hayan
sido las causas del retardo y de la inactividad, incluso aunque el titular no haya
tenido conocimiento de que la pretensión le asistía” (Díez-Picazo, prescripción,
p. 85). Dado que para este autor la verwirkung supone abuso de derecho, la
medición objetiva es coherente con una posición según la cual para la existencia
de abuso de derecho es irrelevante la subjetividad.

Según Carrasco, en la doctrina alemana actual tampoco se exige voluntad del


titular para que proceda la verwirkung (Carrasco 2016: 519). Lo importante es
que la conducta del acreedor permita entrever que el derecho no sería ejercido.

El valor de la verwirkung para quienes acuñaron este concepto, se encuentra en


que permite desactivar un reclamo, aunque el derecho no haya prescrito,
siempre que el silencio y el tiempo hayan creado la apariencia de que no se
ejercería. Sin embargo, si la posibilidad de aludir a un retraso desleal cuando el
plazo de prescripción todavía no ha transcurrido ya es cuestionable, es más
problemático todavía pretender que la verwirkung sirva no solo para proteger al
deudor sino además para proteger al acreedor. Según Borda, esta figura ha
servido también para impedir que la excepción de prescripción sea opuesta
abusivamente (2017: 33), lo cual es un despropósito.

En efecto, cuando ha prescrito la acción, el derecho queda legítimamente


insatisfecho, a menos que el deudor decida libremente darle cumplimiento, pues
su obligación califica como natural. La única manera de atenuar la severidad de
la prescripción, es a través de la interrupción y la suspensión, que operan como
paliativos sin menguar la seguridad jurídica que deriva del mero transcurso del
tiempo. En tal sentido, el acreedor no debería verse impedido de alegar en su
defensa que la prescripción ha operado.

325
La verwirkung es una figura parecida al laches, calificada como una modalidad
de estoppel –concepto al que ya nos hemos referido en el capítulo primero de
este trabajo- que permite oponerse al ejercicio tardío de un derecho debido a
que la demora en un reclamo podría haber sido interpretada como un
asentimiento a la conducta que luego se cuestiona.

“El laches ha sido definido como una modalidad del estoppel que se produce
cuando la manifestación de la verdadera situación jurídica o el ejercicio del
derecho por parte de su titular, se realiza con un negligente retraso que puede
ser razonablemente interpretado como un tácito asentimiento a la situación
creada y, consiguientemente, el inejercicio del derecho. Incluso, cabe considerar
que el retraso puede ocasionar un perjuicio al otro sujeto (por ejemplo, la pérdida
de prueba por el tiempo transcurrido).
Se trata, en definitiva, de proteger a quien ha confiado en la apariencia creada
por la situación generada por la actitud pasiva de otro sujeto, en aras de la
equidad. En otras palabras, el silencio, cuando ha podido ser interpretado de
buena fe como el asentimiento o la prueba de que no existe el derecho que luego
se intenta hacer valer, nos coloca frente a la figura del laches” (Borda 2017: 23-
24).

Aunque la semejanza entre la verwirkung y la institución inglesa del laches ya ha


sido anotada, esta última es distinta, pues se sustenta en nociones de equidad
para establecer un plazo de prescripción cuando se trata de una pretensión que
el common law desconoce (Carrasco 2016: 521). Esta utilidad es difícil de
sostener en un ordenamiento que regula la prescripción extintiva,
independientemente de sus deficiencias, de modo que hay más dudas que
certezas sobre la institución de la verwirkung.

Es aquí donde cabe sostener que lo más interesante del estudio de la verwirkung
se produce cuando se le debe contrastar con la seguridad jurídica que confiere
la institución de la prescripción. En ambos casos, cuando se invoca la verwirkung
y cuando prescribe un derecho, se impide que este último sea ejercido. Sin
embargo, la diferencia está en que para que opere la verwirkung no basta el
transcurso del tiempo, sino que es necesario que la conducta omisiva haga
inadmisible y abusivo el ejercicio retrasado del derecho, aunque el plazo de
prescripción no haya vencido.

En el fondo, lo que se pretende con la verwirkung es superar los problemas de


los plazos tan largos de la prescripción165, pues en efecto, un ejercicio tardío de
un derecho, aunque dentro del plazo de prescripción, puede ser sorpresivo.
Efectivamente, cabe preguntarse por qué “un texto normativo tan significativo,
como es la Convención de Viena sobre compraventa de mercancías, trabaja con
plazos de denuncia/ejercicios tan cortos […]. En mi opinión, subyace una
valoración subjetiva negativa sobre la existencia de plazos de prescripción largos
en relaciones jurídicas nacidas de un contacto contractual” (Carrasco 2016: 526).

Sin embargo, dado que la prescripción la fija la ley, hacerla convivir con la
verwirkung genera mucha inseguridad jurídica y altera la función esencial de la

165
Como es natural, debido a los plazos más cortos que acompañan a la caducidad, hay menores
posibilidades de generar la apariencia que el derecho no será ejercido, de modo que asociar la
verwirkung con la caducidad es inusual.

326
prescripción, que es poner fin a las controversias prolongadas. De esta misma
opinión es Marcelo López Mesa (2013: 361) y Carlos Ignacio Jaramillo, para
quien, si el legislador ha dicho cuál es el plazo para invocar un derecho, no puede
sostenerse que ejercitarlo dentro de ese plazo es de mala fe (2014: 513).

“La regla del retraso desleal constituye una restricción adicional y


circunstanciada a una norma legal, la que establece la duración y los modos de
interrumpir los plazos de prescripción. Pero hasta el día de hoy ni jurisprudencia
ni doctrina explican bajo qué condiciones se aplica aquella restricción adicional,
y si no ocurre más bien que se está procediendo a un desmontaje solapado del
régimen legal de la prescripción de acciones” (Carrasco 2016: 521).

Estimo entonces que mientras el plazo prescriptorio no haya transcurrido, no


puede prosperar una alegación del deudor basada en que el acreedor se tomó
demasiado tiempo en decidir si reclamaba o no. Lo que sí puede ocurrir es que,
si se encuentran elementos que vuelvan contradictorio el ejercicio retardado del
derecho, podría haberse configurado un caso de renuncia del derecho por parte
del acreedor (Gamarra 2009: 932).

En tal sentido, frente a la contundencia de los plazos de prescripción y por tanto


frente a la fortaleza de la posición del acreedor para demandar incluso el día
anterior al vencimiento del plazo de diez años de la acción personal, no debería
prosperar una alegación basada en la doctrina de los actos propios inspirada en
la verwirkung o el laches.

La doctrina de los actos propios puede invocarse sobre la base del “silencio-
tolerancia” durante la ejecución del contrato cuando una parte genera confianza
protegible en la otra sobre la permanencia de una conducta inicial. Sin embargo,
la doctrina de los actos propios no tiene la fuerza suficiente como para neutralizar
la firmeza de la prescripción.

Mientras que la tolerancia a determinada forma de ejecución contractual puede


generar confianza en el deudor, el ejercicio dilatado del derecho de acción no
debería generarla. La mera existencia de plazos legales de prescripción impide
confiar en que el acreedor no ejercería su derecho. Es decir, quien tiene su
derecho de acción activo porque el plazo de prescripción sigue vigente, no puede
ser impedido de ejercerlo por hacerlo con demora.

Ello no resta que sea válida la preocupación por la existencia de plazos tan
dilatados para reclamar. No obstante, este problema pasa por una solución
legislativa, ya que es la ley la que los fija. Así, a menos que haya
cuestionamientos de fondo, el deudor está sujeto al ejercicio incluso “tardío” del
derecho por parte del acreedor, sin que la demora pueda ser calificada como
contraria a la doctrina de los actos propios o como una renuncia por parte del
acreedor del derecho que reclama, sin perjuicio de los posibles cuestionamientos
sobre el fondo del asunto en discusión166.
166
Otro tema interesante para analizar es el ejercicio abusivo de la excepción de prescripción.
Por ejemplo, una compañía de seguros exigió como requisito para pagar una indemnización, que
se aporte una sentencia o laudo arbitral para acreditar que el siniestro ocurrió. Después de un
largo proceso, esta declaración fue obtenida por el asegurado, pero luego de que el plazo de
prescripción para reclamar frente a la aseguradora ya había transcurrido.

327
4.2.2.3 Doctrina de la protección de la apariencia:

La doctrina de la protección de la apariencia es aquella que tutela a quienes,


basados en hechos contundentes, creen haber adquirido derechos sin que dicha
creencia se corresponda con la realidad. Así por ejemplo, se puede adquirir la
propiedad aunque el transferente no sea propietario, si tiene su derecho inscrito,
en virtud del artículo 2014 del Código Civil167, o se puede adquirir el dominio de
un bien mueble aunque el enajenante de la posesión no sea propietario, siempre
que medie buena fe, en virtud del artículo 948 del Código Civil168.

La doctrina de la protección de la apariencia se traduce en soluciones legislativas


que convierten lo aparente en real. Esto ocurre cuando hay hechos concluyentes
que generan una apariencia en la que una persona confía y por tanto cree que
lo que observa es real.

“La doctrina de la protección de la apariencia encuentra su origen histórico en la


protección que en el derecho romano se daba al error común. Con posterioridad,
se generalizó a todas aquellas situaciones en que ‘quien actúa guiándose por las
situaciones que contempla a su alrededor, debe ser protegido si posteriormente
se pretende que esas situaciones no existen o tienen características distintas de
las ostensibles’” (Salah 2008: 191).

La doctrina de la protección de la apariencia, para producir efectos, debe


traducirse en una solución normativa que dé efectos jurídicos a una situación
que en principio carece del potencial para hacerlo. Así, por ejemplo, quien no es
propietario no puede transferir propiedad, pero por razones de eficiencia y de
seguridad jurídica el legislador ha decidido que el registro público genera
oponibilidad suficiente como para tutelar a quien adquiere confiando en la
información contenida en él (artículo 2014 del Código Civil). Tan potente como
el registro es la posesión, tratándose de bienes muebles, de modo que la
adquisición a non-domino es posible, aunque el transferente no sea dueño
(artículo 948 del Código Civil).

Si bien el derecho de prescribir es irrenunciable (artículo 1990 del Código Civil), sí se puede
renunciar a la prescripción ya ganada, incluso de manera tácita (artículo 1991 del Código Civil).
En este caso, la empresa de seguros no renunció al derecho a invocar la prescripción, de modo
que después de acreditada la existencia del siniestro, la compañía se negó a pagar alegando
que el plazo para reclamar ya había transcurrido.
Aunque la situación anterior parece injusta, el asegurado debió haber advertido que la demora
en obtener la acreditación del siniestro generó un impacto inevitable en la procedencia de su
reclamo, puesto que, a menos que se hubiera producido un supuesto de interrupción o de
suspensión de la prescripción, el efecto de esta última es inexorable.
167
“Artículo 2014.- El tercero que de buena fe adquiere a título oneroso algún derecho de persona
que en el registro aparece con facultades para otorgarlo, mantiene su adquisición una vez inscrito
su derecho, aunque después se anule, rescinda, cancele o resuelva el del otorgante por virtud
de causas que no consten en los asientos registrales y los títulos archivados que lo sustentan.
La buena fe del tercero se presume mientras no se pruebe que conocía la inexactitud del
registro”.
168
“Artículo 948.- Quien de buena fe y como propietario recibe de otro la posesión de una cosa
mueble, adquiere el dominio, aunque el enajenante de la posesión carezca de facultad para
hacerlo. Se exceptúan de esta regla los bienes perdidos y los adquiridos con infracción de la ley
penal”.

328
También queda protegido el tercero de buena fe que adquiere de quien simuló
una adquisición (artículo 194 del Código Civil). Y los actos celebrados con un
representante cuyo poder ha sido revocado, son eficaces si el tercero ignora la
revocación (artículo 152 del Código Civil).

Como puede apreciarse, el legislador puede tomar una serie de decisiones que
permiten –excepcionalmente- tratar lo irreal como cierto, cuando se quiere dar
prioridad a lo aparente sobre lo real, siempre que haya buenas razones para ello.
“La teoría de la apariencia constituye una de las principales ilustraciones de la
relación particular y no siempre unívoca que existe entre el derecho y la realidad”
(Bernal 2013: 145).

La doctrina de la protección de la apariencia tiene éxito cuando el legislador es


persuadido de la necesidad de proteger lo que es visible, no por el mero hecho
de serlo, sino porque la apariencia genera confianza y esta última, predictibilidad.
Se protege al adquierente de bien mueble aunque el transferente no sea
propietario, porque la posesión es un fenómeno suficientemente elocuente como
para generar la presunción de que quien posee es propietario 169. Algo similar
existe con el registro público.

Si no se tuviera una regla como esta, automáticamente se generarían dudas


sobre si quien posee un bien o quien ostenta un derecho registrado, tiene
legitimidad para transferirlo, y el impacto de este velo de incredulidad generaría
un indeseado impacto en la seguridad de las transacciones. Lo que se protege
entonces no es la apariencia únicamente, sino que en el fondo se tutela la
confianza derivada de ella.

Ahora bien, tiene razón Borda al señalar que “todo recurso a la apariencia jurídica
debe ser usado en última instancia y siempre que no exista una mejor
explicación, porque resulta conveniente acudir a la realidad y no a las
apariencias” (2017: 52). Precisamente porque la realidad debe imponerse sobre
la apariencia es que en principio los actos absolutamente simulados no tienen
valor a menos que se afecte a un tercero de buena fe que adquiere de titular
aparente, o se prefiere a la persona que adquiere de quien aparece como dueño
en el registro, aunque no lo sea. Estos ejemplos revelan que la premisa es que
se brinde reconocimiento legal a quien adquiere un derecho de quien puede
otorgarlo, a menos que haya buenas razones para tutelar una situación aparente
que no se condice con la realidad.

Nótese que tanto la doctrina de la protección de la apariencia como la doctrina


de los actos propios tienen como función principal resguardar al sujeto que confió
en una situación que presentaba visos de verosimilitud. En el primer caso, la
confianza deriva de una apariencia contundente sobre la legitimidad de un
derecho, como el registro público o la posesión, por ejemplo; en el segundo caso,
la confianza deriva de una conducta u omisión previa que se creía se mantendría
en el tiempo.

169
“Artículo 912.- El poseedor es reputado propietario, mientras no se pruebe lo contrario. Esta
presunción no puede oponerla el poseedor inmediato al poseedor mediato. Tampoco puede
oponerse al propietario con derecho inscrito”.

329
El hilo conductor entre la doctrina de la protección de la apariencia y la doctrina
de los actos propios se encuentra en la necesidad de tutelar la confianza de
quien creyó que el derecho le asiste, sea porque interactúa con alguien que
aparenta ser el titular del derecho que le transfiere, o sea porque su contraparte
le dio buenas razones para confiar en ella.

Esta coincidencia –la protección de la confianza razonable- es precisamente lo


que explica que al inicio de este capítulo haya propuesto que la doctrina de los
actos propios opera a dos niveles, siendo el segundo el que se presenta a
profundidad. Decía que en un primer nivel, hay normas que recogen soluciones
para los casos en los que una parte pretende traicionar la confianza generada
por su comportamiento. En estos casos no es necesario invocar la doctrina de
los actos propios de manera directa porque ya hay soluciones legislativas que
dan valor a la apariencia, y por tanto, a la confianza. En este primer nivel es
donde pueden observarse entonces las coincidencias entre la doctrina de la
protección de la apariencia y la doctrina de los actos propios.

Sin embargo, la coincidencia se detiene en este punto. A partir de allí solo


corresponde deslindar la doctrina de protección de la apariencia de la doctrina
de los actos propios es que ambas confieren protección sobre la base de la
confianza y la buena fe, pero con efectos distintos.

“De la sola definición de ambas doctrinas, se puede constatar que el antecedente


fáctico en que se fundan es la existencia de una tensión entre dos actos o hechos
que pueden perjudicar a una de las partes de una relación jurídica o a terceros.
En el caso de la protección de la apariencia, una tensión entre la realidad y la
apariencia, y en el caso de los actos propios, una tensión entre la conducta
pasada de una persona y su conducta posterior materializada en sentido
opuesto” (Salah 2008: 191-192).

Como puede apreciarse, ambas doctrinas se ocupan de equilibrar las tensiones


entre la realidad y la apariencia. Sin embargo, a partir de este punto se pueden
mencionar al menos cinco diferencias entre una y otra.

La primera diferencia es que en el caso de la doctrina de la protección de la


apariencia, el balance frente a la tensión entre apariencia y realidad se obtiene
a través de una decisión legislativa que prioriza la situación aparente y por tanto
refuerza la confianza generada por la información que se deriva de los hechos.
Por ejemplo, ante la tensión entre el verdadero propietario de un mueble y su
poseedor, la ley reputa dueño a quien adquiere de este último, pues se prioriza
la apariencia generada por la posesión.

En cambio, en el caso de la doctrina de los actos propios, la tensión se produce


entre la conducta pasada de una persona, que genera “apariencia”, o mejor
dicho, confianza en que se mantendría en el tiempo, y una contradicción
posterior. El equilibrio en este último caso se logra rechazando la contradicción.

La segunda diferencia es que la decisión de equilibrar la tensión proviene de


sujetos distintos. En el caso de la doctrina de la protección de la apariencia, es
el legislador el que incorpora en el ordenamiento jurídico las prioridades
asignadas para tutelar la confianza de quien adquiere un derecho a partir de una

330
situación aparente. Así, hay reglas definidas de antemano para proteger la
confianza a partir de la apariencia, como por ejemplo los mencionados artículos
948 y 2014 del Código Civil.

En el caso de la doctrina de los actos propios, aún si hubiera una norma que la
consagre expresamente, esta no podría definir de antemano las situaciones en
las que una conducta contradictoria debe ser rechazada, sino que las decisiones
deben tomarse en cada caso concreto según las circunstancias de cada caso.

Dicho de otro modo, sin reglas como las antes mencionadas, no se podría
proteger a terceros adquirentes de enajenantes que carecían de facultad para
transferir. En cambio, independientemente de que la doctrina de los actos
propios sea recogida en una norma expresa, la contradicción puede rechazarse
en aplicación del principio de la buena fe. Sobre este asunto volveré más
adelante.

La tercera diferencia tiene que ver con el eje temporal en que se desarrollan
ambas doctrinas.

“En cuanto al eje temporal en que se desarrollan, en el caso de la doctrina de los


actos propios se requiere la existencia de, al menos, dos actos o conductas
contradictorias, por lo que se concluye que existe una secuencia de actos en el
tiempo. En cambio, en el caso de la apariencia, basta un solo hecho, que
probablemente dará origen a una serie de presunciones, para darla por
establecida” (Salah 2008: 195).

Efectivamente, es esencial para invocar la doctrina de los actos propios, que la


confianza a ser protegida se construya a partir de un hecho o sucesión de hechos
que luego son contradichos por la misma persona que los configuró. Es decir,
una persona actúa frente a otra en determinado sentido, y en un momento
posterior, actúa en sentido contrario.

En cambio, para que la doctrina de la protección de la apariencia despliegue sus


efectos, no es necesario que el beneficiario de ella participe en una sucesión de
hechos; basta que actúe sobre la base de información que el ordenamiento
presume como válida para que su adquisición sea protegida, incluso si el
enajenante carecía de título. Por ejemplo, es suficiente con revisar la información
del registro público para que la transacción sea protegida.

La cuarta diferencia entre la doctrina de la protección de la apariencia y la


doctrina de los actos propios se configura si se tiene como eje de referencia a
los beneficiarios de su aplicación. De un lado, los principales efectos de la
apariencia se presentan frente a los terceros, a quienes el derecho busca
proteger a través de esta teoría.

“Así, se les permite ser titulares de derechos que con la aplicación estricta de la
ley no adquirirían, por ser consecuencia o derivación de un acto inválido, ineficaz.
[…] Es el caso del derecho de propiedad de quien ha comprado un inmueble al
propietario aparente según los títulos inscritos o cuando se convierte en acreedor
del supuesto mandante a quien ha negociado con un mandatario aparente”
(Bernal 2013: 151-152).

331
Dicho con otras palabras, la doctrina de la protección de la apariencia opera
cuando una situación inexacta parece ser fiel a la realidad, aunque no lo es. En
estos casos el beneficiario es un tercero que desconoce la verdad, pero actúa
confiando en que quien le transfiere un derecho tiene legitimidad para
transferirlo. Así, por ejemplo, el adquirente protegido por el artículo 2014, es un
tercero respecto a las vicisitudes del título del enajenante 170. Es precisamente
por ello que, en el caso de la doctrina de la protección de la apariencia puede
ocurrir que más de una persona se vea afectada por la idea de la apariencia; es
natural que así sea si la apariencia la genera un registro público, que se presume
conocido por cualquier persona171.

En el caso de la doctrina de los actos propios, no puede aludirse a un “tercero”


beneficiado con su aplicación, pues aquélla opera sobre la base de dos
conductas contradictorias llevadas a cabo por un mismo sujeto respecto a otro.

Finalmente, la quinta diferencia se configura por los efectos que producen.

“El principal efecto de la aplicación de la doctrina de la protección da la apariencia,


es que, respecto de los terceros de buena fe que se han guiado por el acto
aparente, se podrán generar aquellos derechos que, bajo otras circunstancias, no
se habrían originado. En efecto, nacen para aquella parte que ha confiado en la
apariencia derechos de carácter originario. Por su parte, el principal efecto que se
produce de la aplicación de la doctrina de los actos propios es que se impedirá a
un determinado sujeto realizar un acto contrario a su conducta anterior, esto es,
se establece la inadmisibilidad de la pretensión contradictoria. Se protege así la
coherencia entre las conductas realizadas en el pasado y las que se realizan con
posterioridad” (Salah 2008: 196).

Ambas doctrinas se inspiran en la necesidad de tutelar la confianza, pues esta


genera predictibilidad, que a su vez hace a las transacciones más seguras. De
un lado, desde la doctrina de la protección de la apariencia se resguarda la
confianza generada a partir de una situación que parece real aunque no lo sea,
mientras que desde la doctrina de los actos propios se tutela la confianza que se
produce a partir de la interacción entre dos sujetos. En el primer caso, la
apariencia transfiere información que puede ser aprehendida por cualquier
persona, mientras en el segundo caso la confianza resulta de una conducta cuyo
destinatario es una persona concreta en el marco de una relación jurídica.

Esta distinción ha generado la necesidad de que la doctrina de la protección de


la apariencia se decante en la fijación de una regla de asignación de titularidades.
De allí que la doctrina de la protección de la apariencia termine en una
reasignación de derechos.

170
Al referirse a este tema, Bustos sostiene también que la doctrina de protección de la apariencia
“generalmente” afecta a terceros, salvo los casos de adquisición a non domino. Sin embargo,
quien de buena fe recibe un bien mueble de quien tiene la posesión, adquiere la propiedad
aunque el enajenante no sea el dueño; el adquirente es, por tanto, un tercero en relación con
quien le transfiere el bien y el propietario anterior (1999: 42-43).
171
“Artículo 2012.- Se presume, sin admitirse prueba en contrario, que toda persona tiene
conocimiento del contenido de las inscripciones”.

332
Ello no ocurre en el caso de la doctrina de los actos propios, pues la confianza
no se genera a partir de información disponible para una generalidad de sujetos,
sino que surge desde una conducta emanada en una relación contractual y por
tanto con un destinatario concreto, que es la contraparte. Este destinatario no
puede alegar la reconfiguración del negocio, sino que a lo sumo podrá rechazar
la contradicción mientras que las circunstancias lo permitan; es decir, agotada la
confianza, la conducta posterior y contradictoria puede ser eficaz.

Deslindar la doctrina de los actos propios de figuras negociales y no negociales


que deben lidiar con las contradicciones en las relaciones jurídicas, es el primer
paso para dotarla de mayor utilidad. Reconocer que su función es acotada y que
el Derecho contiene otros remedios, incluso más apropiados, para solucionar la
incoherencia humana, es un importante paso para revestir a la doctrina de los
actos propios de una gran importancia práctica. La afirmación anterior no es una
paradoja. Una herramienta es más eficiente cuanto más calibrada esté.

Es esencial entonces, para dar a la doctrina de los actos propios el valor que se
merece, entender que no es un instrumento omnipotente, y que cuanto más
difuso sea su alcance, menos potencial tendrá para incentivar conductas
coherentes, para ser recibida por los tribunales y para encontrar desenlaces
justos.

Precisamente, “la falta de precisión y de la debida delimitación entre las


diferentes figuras que se desarrollan alrededor de la buena fe y la coherencia es
lo que ha llevado a confusión en la doctrina y la jurisprudencia” (Bernal 2013,
226). Y lo que no se quiere, justamente, es que los jueces y analistas de los
problemas jurídicos estén confundidos.

La confusión parte del hecho que la doctrina de los actos propios comparte con
otras instituciones jurídicas el propósito de resguardar la confianza
legítimamente generada. Estas instituciones pueden ser negociales, como la
modificación de un contrato, por ejemplo, y no negociales, como por ejemplo el
abuso del derecho. Para evitar un traslape de funciones entre los distintos
remedios disponibles, se ha presentado algunas herramientas para atender
situaciones en las que un sujeto es afectado por la incoherencia de otro. Ello
obliga a deslindar cuidadosamente cuándo es posible y necesario acudir a la
doctrina de los actos propios para remediar una situación injusta.

4.3 La doctrina de los actos propios es una herramienta residual.-

Teniendo claridad sobre las consecuencias derivadas de la aplicación de la


doctrina de los actos propios y sobre sus distinciones de instrumentos negociales
y no negociales, la conclusión inmediata es que se trata de una herramienta de
uso residual. En tal sentido, “No corresponde aplicar la doctrina cuando la ley
regula una solución expresa para la conducta contradictoria, sea impidiéndola o
permitiéndola. Numerosos tribunales han dejado sentada en su doctrina
legal la residualidad de la doctrina” [énfasis agregado] (López Mesa 2013:
268).

333
En efecto, la doctrina de los actos propios tiene carácter residual, porque en
numerosas situaciones en las que se vulnera la confianza protegible existen
otros mecanismos legales para conseguir el mismo resultado, que es no
contradecirse.

De hecho, en numerosas ocasiones se invoca la doctrina de los actos propios


para cuestionar la contradicción con una conducta previa, cuando el remedio
para ello es la propia regulación de los negocios jurídicos, que dan a la
declaración de voluntad carácter obligatorio. Esto se explica en que la doctrina
de los actos propios se empleó con mucha frecuencia mientras no se había
articulado la teoría del negocio jurídico en los ordenamientos civiles. Una vez
estructurada de manera independiente, carece de sentido invocarla para
cuestionar una contradicción cuando esta configura un claro incumplimiento.

“El ámbito operativo de la doctrina del acto propio requiere –como método
preliminar- despejarlo de aquellos fenómenos jurídicos que en atención al
desarrollo que han logrado, disponen de formulaciones que suministran y
abastecen sus fundamentos en propia sede, sin acudir a otros principios que,
cual el venire contra factum proprium, aparece como construcción dogmática
fecunda en sus efectos, pero residual” (Stiglitz 1984: 2).

Es decir, la doctrina de los actos propios debe aplicarse sin invocar una infracción
contractual directa. Y ello es así porque no deriva de la fuerza obligatoria de los
contratos, sino que comparte con ellos una fuente común: el deber de coherencia
del comportamiento para no frustrar las expectativas razonables generadas en
otras personas. “Donde parecería tener un campo restringido de aplicación, es
en las relaciones jurídicas de índole contractual, ya que el relacionamiento
derivado de este vínculo, enmarcaría –por lo menos prima facie- en la eficacia
vinculante de dicho negocio, la que debería ser suficiente para superar las
diferencias que eventualmente se presentaran en referencia al contenido
negocial” (Barbieri 1999: 771).

En tal sentido, el venire contra factum proprium y el pacta sunt servanda son
remedios complementarios, o si se quiere, dos caras de la misma moneda.
Ambos, tanto la doctrina de los actos propios como el principio de obligatoriedad
de los contratos, son inhibidores de las conductas contradictorias, pero cada uno
genera ese efecto dentro de su propio marco de acción.

En el caso del venire contra factum proprium no hay un efecto negocial que
perdure durante toda la relación jurídica, sino solamente mientras dure la
confianza razonable en que la conducta sería coherente. En cambio, el pacta
sunt servanda es inherentemente negocial, pues el impacto se produce durante
toda la vigencia del contrato. “Aunque conceptualmente la regla venire llegara a
estar dominada por la regla pacta sunt servanda, el uso de la primera sería más
expedito que el de la segunda cuando resultara dificultoso decidir si en el caso
ha existido una auténtica voluntad contractual (¡y su correspondiente causa!) y
el remedio solicitado o conveniente se limitara al simple mantenimiento del
estado de cosas” (Carrasco 2016: 487).

Ahora bien, el rol acotado que tiene cada uno de estos mecanismos, y el hecho
que la doctrina de los actos propios tenga un cometido residual –es decir, que

334
opere a falta de un remedio contractual directo- no enerva, en mi opinión, su
condición de principio del derecho. Nótese en este punto, por lo demás, la
conexión con la concepción de buena fe propuesta por Summers como un
excluder, mencionada en el Capítulo 2 de este trabajo.

En esta línea, es el carácter residual y restringido de la doctrina de los actos


propios lo que para Jaramillo explica que no se trate de un principio general del
Derecho. No le falta razón cuando anota que, en efecto, esta doctrina opera
residualmente, pero, aunque suene paradójico, estimo que es precisamente esta
característica lo que favorece su categorización como principio.

Ciertamente, su carácter subsidiario no solamente no impide su calificación como


principio, sino que hasta puede ser parte de la justificación para ello. La
protección de la confianza razonable es tan importante para la interacción
contractual, que en aquellas situaciones en las que no pueden operar los
remedios por incumplimiento, puede penetrar la doctrina de los actos propios,
llenando así las rendijas por las cuales pueden filtrarse los comportamientos
oportunistas. Ello es así porque los principios informan el ordenamiento jurídico.

En el caso de la buena fe y la doctrina de los actos propios, son principios de


Derecho fundamentales para una convivencia sana y razonable, en la que los
comportamientos sean predecibles debido al respeto de la confianza generada.
A diferencia de las reglas, es menos claro definir los supuestos de hecho para
que el principio pueda invocarse y genere una consecuencia jurídica.

La dificultad de la aplicación de la doctrina de los actos propios se encuentra


precisamente en la indefinición de los supuestos de hecho en los que opera, lo
que es compatible con su carácter de principio y su vocación residual, cuyo
objetivo es no dejar de ofrecer un remedio justo cuando una de las partes ha
generado confianza razonablemente protegible, sobre la base de la cual su
contraparte ha construido una expectativa, de modo que actuar de manera
contraria a ella y obtener así una ventaja inesperada, es injusto.

Jaramillo considera que el radio de acción de la doctrina de los actos propios es


amplio (Jaramillo 2014: 28). Tal afirmación representa una paradoja si la
contrastamos con el carácter residual de la doctrina de los actos propios. Sin
embargo, ambas nociones pueden conciliarse. En efecto, por tratarse de un
principio de Derecho, la doctrina de los actos propios puede ser aplicada ante un
amplio espectro de actuaciones incoherentes siempre que se satisfagan los
requisitos para ello; pero al mismo tiempo tiene carácter residual y por tanto su
aplicación está acotada a la falta de otros remedios. Ello es consistente con el
hech que la buena fe, si bien fue reduciendo su campo de acción para dar lugar
a otros remedios que hacían exigibles los pactos contractuales de manera más
directa, no ha perdido relevancia a través de los años –de los siglos- para lograr
un entendimiento más cabal de las obligaciones adquiridas por las partes.

335
4.4 Análisis de la doctrina de los actos propios mediante algunos casos
prácticos.-

Luego de distinguir la doctrina de los actos propios de otros remedios negociales


y no negociales, y por tanto, habiendo comprendido su carácter acotado, a
continuación se presentan algunos casos prácticos complejos, a través de los
cuales aporto mayor claridad sobre los límites dentro de los cuales la doctrina de
los actos propios puede operar. Se verá que su espacio es reducido y residual,
lo cual no le resta utilidad, sino que al contrario, la potencia.

4.4.1 Primer caso: cesión de derechos de empresa insolvente172.-

Un Banco ("el Banco") y una Empresa ("la Empresa") decidieron llevar a cabo
una operación financiera, cuya estructuración requería la celebración de tres
contratos que tenían la categoría de "conexos" pues conformaban un conjunto
de acuerdos que respondían a la misma finalidad económica. Ninguno de los
contratos tenía sentido sin los otros. El caso tiene elementos internacionales,
pues mientras el Banco se constituyó en Perú, la Empresa fue constituida en
España.

El primer contrato era uno de cesión de créditos, que la Empresa ostentaba


frente a un deudor domiciliado en Colombia, con quien estaba enfrentada en un
arbitraje para lograr el cobro. El Banco pagó cinco millones de dólares por la
cesión dichos créditos, que sabía eran litigiosos. A este contrato se le aplicaba
la ley española.

Para pagar a la Empresa la contraprestación por la cesión de los créditos, el


Banco abrió una cuenta corriente en el Perú. Como este segundo contrato no se
celebró por escrito, se discutió cuál era el lugar de celebración, pues ello era
importante para definir la ley aplicable. Según las reglas peruanas, se entiende
celebrado donde la aceptación es conocida por el oferente, por lo cual la ley
peruana se aplicaba al contrato de cuenta corriente173.

Finalmente, el tercer contrato es uno de depósito a plazo. Para resguardar su


patrimonio, el Banco exigió que los cinco millones que debía pagar por la cesión
se depositasen en una cuenta bancaria. A este contrato se le aplicaba la ley
peruana, por haber sido celebrado en el Perú. Este contrato servía para retener
el precio pagado por el Banco a cambio de los créditos, pues, además de
garantizar la existencia y legitimidad de los créditos, la Empresa debía restituir el
precio si operaba alguna de las condiciones resolutorias pactadas en el contrato
de cesión.

En efecto, en el contrato de cesión se pactó que el Banco podría resolverlo si la


solvencia de la Empresa se veía deteriorada. Esto último se producía

172
Esta sección del presente trabajo toma como referencia un artículo publicado por la autora de
esta tesis. La redacción de los hechos del caso es similar a la planteada en dicho trabajo (O’Neill
2005: 45-47).
173
Como los jueces peruanos eran competentes para resolver el caso, había que tener en cuenta
la “lex fori”, de modo que las normas peruanas sobre contratos entre ausentes eran las
pertinentes para saber dónde se celebró el contrato de cuenta corriente.

336
automáticamente, según el propio contrato, si la Empresa prestaba en España
una solicitud para la declaración de suspensión de pagos (equivalente a ingresar
a un procedimiento concursal). La Empresa solicitó la suspensión de pagos a las
autoridades españolas. En consecuencia, el Banco resolvió el contrato de
cesión, de modo que correspondía la restitución de las prestaciones; es decir,
debían devolverse los créditos y los cinco millones.

Los tres contratos estaban estrechamente vinculados: el de cesión de créditos,


el de cuenta corriente y el de depósito a plazo. El de cesión era el contrato
"principal" y se le aplicaba la ley española, mientras que los de cuenta corriente
y depósito eran una suerte de contratos "satélite" y se les aplicaba la ley peruana.
Los contratos estaban tan vinculados que, si la cesión no se producía, no había
cuenta corriente que abrir ni depósito "en garantía" que constituir.

Tratándose de contratos conexos, la ineficacia del contrato principal arrastra a la


del contrato accesorio o satélite174. En tal sentido, al extinguirse el contrato de
cesión (debido a la suspensión de pagos), la Empresa debía devolver al Banco
los cinco millones recibidos a cambio de los créditos. Al mismo tiempo, el Banco
debía devolver a la Empresa los fondos depositados, debido al cierre de la
cuenta de depósito (debía cerrarse porque ya no había contrato al que estaba
conectada).

Debía entonces operar una compensación, pues el Banco debía devolver a la


Empresa cinco millones (por la extinción del contrato de depósito), y a su vez la
Empresa debía devolver al Banco cinco millones (por la resolución del contrato
de cesión). La compensación entre ambos montos se llevó a cabo en la cuenta
corriente. Compensadas ambas obligaciones, el Banco se dio por satisfecho,
pero la Empresa no. La Empresa sostenía que la solicitud de suspensión de
pagos presentada en España activó la prohibición de cobrar deudas o
compensar créditos.

El Banco replicó que el proceso judicial de suspensión de pagos iniciado en


España no tenía efectos en el Perú, donde se ubicaba la cuenta corriente. Para
tener efectos era necesario un proceso de reconocimiento judicial de sentencias
extranjeras (exequátur). Es más, sostuvo que incluso si se hubiera reconocido
en el Perú la suspensión de pagos, la ley peruana obliga a satisfacer primero las
acreencias peruanas. Además, la ley peruana permite a los Bancos compensar
sus créditos incluso con deudores insolventes.

Para la Empresa, en cambio, no cabía la compensación porque su deuda frente


al Banco era inexigible e ilíquida. Era inexigible porque había que esperar que la
junta de acreedores reprograme el pago de las deudas. La deuda era ilíquida,

174
Tratándose de “contratos conexos”, es importante tener en cuenta que la “consecuencia
económica de la vinculación de contratos que son estructuralmente independientes pero
funcionalmente conectados, es que el resultado planeado por las partes solo puede conseguirse
si se mantienen vigentes todas las relaciones jurídicas, o, de un punto de vista comercial, si se
lleva a cabo el negocio en su conjunto. O sea, aunque desde una perspectiva contractual
hablemos en plural (dos o más contratos vinculados), desde una perspectiva comercial el negocio
es uno solo” (O’Neill 2005: 46).

337
porque la junta de acreedores estaba facultada para determinar una reducción
de los créditos concursales por la vía de la condonación.

Como puede apreciarse, el conflicto se presentó cuando el Banco decidió


resolver el contrato de cesión, debido a la suspensión de pagos tramitada en
España, aunque no reconocida en el Perú. Luego, el Banco reconoció eficacia
jurídica a la suspensión de pagos, al punto que la invocó como causal de
resolución del contrato de cesión. Sin embargo, el Banco desconoció la
suspensión de pagos para poder compensar los créditos.

Para la Empresa hay en ello una contradicción evidente, ya que, de un lado,


resolvió el contrato de cesión gracias a la suspensión de pagos, pero para
compensar los créditos el Banco desconoció la suspensión. Debido a esa
contradicción, la Empresa invocó la doctrina de los actos propios.

Según la Empresa, si el Banco hubiera sido coherente con su anterior conducta,


no hubiera efectuado la compensación. Es decir, si la suspensión de pagos era
relevante para resolver el contrato de cesión, también debió serlo para impedir
la compensación en la cuenta corriente, pues las empresas españolas cuyas
obligaciones han sido suspendidas no están habilitadas para satisfacer
libremente sus acreedores, dado que el orden y plazos en que esto ocurre es
determinado al interior del proceso concursal.

La tesis de la Empresa era que el Banco no debió invocar la suspensión de pagos


para resolver el contrato de cesión y al mismo tiempo ignorar la suspensión para
compensar las obligaciones en la cuenta corriente.

Para la Empresa, se cumplen los requisitos de la doctrina de los actos propios:


una conducta vinculante, una pretensión contradictoria y los mismos sujetos.

Según la Empresa, la conducta vinculante que suscitó confianza protegible es el


ejercicio de la facultad resolutoria prevista en el contrato de cesión, invocando
como causal el deterioro de la solvencia de la Empresa, lo cual se manifestó con
la presentación de la solicitud de suspensión de pagos.

La conducta vinculante fue la expresión de que la suspensión de pagos tenía


relevancia jurídica para el Banco. No era necesario que la conducta vinculante
haya sido expresada a través de una renuncia a la potestad de invocar el
exequátur para reconocer todos los efectos de la suspensión. Como ya se ha
explicado, si hubiera habido una renuncia no habría sido necesaria la doctrina
de los actos propios.

La pretensión contradictoria fue la demanda presentada por el Banco para que


se declare la validez de la compensación efectuada en la cuenta corriente, para
lo cual fue necesario resolver el contrato de cesión y además desconocer los
efectos de la suspensión de pagos española.

Finalmente, los sujetos son los mismos. El emisor de la conducta vinculante, que
además ejerció la pretensión supuestamente contradictoria, es el Banco. El
sujeto pasivo es la Empresa. Ambos sujetos participaron en dos situaciones

338
jurídicas. En la primera situación jurídica se ejerció la facultad resolutoria
invocando la suspensión de pagos. En la segunda situación jurídica se realizó la
compensación, para lo cual, contradictoriamente, se omitió la suspensión de
pagos.

Para la Empresa, la consecuencia de aplicar la doctrina de los actos propios es


desestimar la pretensión del Banco de que se declare válida la compensación,
pues, para que esta se llevase a cabo, el Banco desconoció su propia conducta
anterior; es decir, luego de reconocer efectos en España a la suspensión de
pagos (para resolver el contrato de cesión), desconoció que los efectos se
produjeron en Perú, para así lograr la compensación de las deudas.

La posición del Banco fue precisamente la contraria. El Banco sostuvo que no


se cumplieron los requisitos para que opere la doctrina de los actos propios.

Sobre la identidad de los sujetos es obvio que no había discrepancias. Sí las


hubo en relación con la conducta vinculante y específicamente, la confianza que
habría suscitado en la Empresa el comportamiento del Banco. El bien jurídico
protegido con la doctrina de los actos propios es la confianza que puede generar
en un sujeto la conducta practicada por otro en determinada situación jurídica.
Dicha confianza debe medirse con un estándar de razonabilidad.

Había que determinar entonces si era razonable que la resolución del contrato
de cesión por la suspensión de pagos generase en la Empresa la confianza de
que no se produciría la compensación en la cuenta corriente. A diferencia de lo
que planteaba la Empresa, el Banco sostuvo que no pudo haberse generado
confianza razonable en que, debido a la resolución del contrato de cesión,
sustentada en la suspensión de pagos, el Banco estaría impedido de compensar
obligaciones en la cuenta corriente. Sostener lo contrario implicaba darle efectos
en el Perú a la suspensión de pagos decidida en España, sin que se haya
realizado un proceso de reconocimiento judicial en el Perú (exequátur).

A efectos de realizar el análisis de la razonabilidad es esencial tener en cuenta


que las partes no suscribieron solo uno, sino varios contratos conexos,
celebrados en países distintos y regidos por leyes diferentes. En efecto, mientras
el contrato de cesión se celebró en España, los de depósito a plazo y de cuenta
corriente se celebraron en el Perú. Mientras que el contrato de cesión se regía
por la ley española, los de depósito y de cuenta corriente se regían por la ley
peruana.

La ley española era la aplicable al contrato de cesión de créditos y la ley peruana


era la aplicable al contrato de cuenta corriente. Entonces, para la ley española y
de acuerdo al diseño contractual elegido por las partes, la suspensión de pagos
solicitada por la Empresa era razón suficiente para resolver el contrato de cesión.
Sin embargo, no se puede extender los efectos de dicha suspensión fuera de las
fronteras de España; específicamente hasta un país cuyas reglas de Derecho
Internacional Privado exigen la tramitación del exequátur para dotar de efectos
jurídicos a una resolución expedida por tribunales extranjeros.

339
La posición del Banco es que no era razonable esperar que la suspensión de
pagos, que sirvió para resolver el contrato de cesión regido por la ley española,
surtiera efectos en el Perú, al punto de impedir que se lleve a cabo la
compensación, considerando además que la naturaleza de los contratos de
cuenta corriente es precisamente realizar compensaciones de créditos.

Sostener lo contrario y concluir que el Banco no podía compensar los créditos le


dejaba a este último solo dos alternativas. La primera alternativa era que el
Banco hubiera reconocido los efectos de una resolución judicial extranjera –la de
suspensión de pagos en España, para prohibir la compensación de créditos en
el Perú- sin mediar exequátur. Esta alternativa suponía atentar contra las normas
peruanas de orden público, pues para dotar de efectos jurídicos a una resolución
extranjera en el país debe iniciarse un proceso judicial de exequatur.

Si lo que la Empresa buscaba era coherencia en las actitudes del Banco frente
a la suspensión de pagos, este último tenía una segunda alternativa, en sentido
inverso que la primera. La primera alternativa suponía que el Banco fuese
coherente en el Perú con la decisión judicial española. La segunda alternativa
suponía que, para guardar coherencia con el desconocimiento en el Perú de la
suspensión de pagos española, esta suspensión no debió activar la resolución
del contrato de cesión. Se habría solucionado el problema de “raíz”: no hay
resolución de la cesión y por tanto no hay nada compensar. Esta alternativa no
es razonable, pues el contrato de cesión previó que podía ser dejado sin efecto
ante una suspensión de pagos tramitada también bajo la ley española.

Nótese que con la primera alternativa la coherencia de las conductas se preserva


de la siguiente manera: La suspensión de pagos tiene efectos en España y en el
Perú, aunque no hubiera exequátur. Con la segunda alternativa, en cambio, la
coherencia se preservaba haciendo todo lo contrario: en ningún caso la
suspensión de pagos tenía efectos, ni siquiera en España, de modo que la causal
de resolución prevista contractualmente no podría haber operado en ningún
caso. Ninguna de las dos opciones tiene sentido.

Este no es un caso sencillo. No lo es, no solamente por la complejidad de los


hechos, sino además porque la Empresa planteó un argumento interesante
sobre la base de la incoherencia en el actuar del Banco. De un lado, el Banco
resuelve un contrato porque la Empresa incurrió en causal de insolvencia o
suspensión de pagos, pero de otro lado, ignora dicha suspensión para poder
compensar créditos. No obstante, la explicación para la supuesta incoherencia
es el carácter internacional del conflicto, lo cual explica que mientras en un país
la suspensión de pagos desplegó sus efectos, en el otro país por razones de
orden público, dichos efectos no podían suscitarse.

La dificultad del caso radica, como suele ocurrir en los casos en que se invoca
la doctrina de los actos propios, en determinar si hay razones para concluir que
la confianza de una de las partes se ha visto traicionada. Cabe preguntarse cómo
esta podría haberse vulnerado, si la compensación de deudas se produjo en el
Perú, país en el cual el patrimonio de la Empresa no gozaba de la protección
conferida por la suspensión de pagos dictada en España.

340
La Empresa hubiera tenido entonces más elementos de juicio para invocar la
doctrina de los actos propios si los contratos conexos hubiesen sido celebrados
en una misma jurisdicción y se hubiesen regido por las mismas normas, sin el
componente internacional que diluyó la confianza alegada por la Empresa.

En suma, independientemente de los argumentos vertidos por ambas partes, lo


que demuestra este caso es que las discusiones sobre si es aplicable o no la
doctrina de los actos propios suelen ser no solamente interesantes, sino además
complejas y muchas veces sin respuestas claras, como ocurre en el caso que se
explica a continuación.

4.4.2 Segundo caso: construcción de central hidroeléctrica175.-

El 12 de agosto de 2008, la empresa estatal HydroFuerza S.A. (“Hydrofuerza”)


celebró un contrato con la empresa Boulder Dam S.A. (“Boulder”) para la
“Construcción y Operación de la Central Hidroeléctrica Heráclito” (“Contrato”) en
el Estado de Costa Dorada.

El Contrato contemplaba detalladamente las obligaciones y roles de cada una de


las partes, el presupuesto de obra y el cronograma detallado de los trabajos.
El Contrato no tenía un capítulo especial relativo a pagos, pero la Cláusula
Décimo Cuarta señalaba lo siguiente:

“14.1. En la medida que BOULDER haya cumplido con el estado de avance


correspondiente para cada fase o hito a contar del hito Nº 5 inclusive,
HYDROFUERZA deberá pagar a BOULDER la cantidad equivalente a USD
100,000,000 dentro de los cinco días hábiles siguientes a las fechas establecidas
para cada hito de acuerdo a la Cláusula Décimo Quinta del Contrato”.

Las partes pactaron que Hydrofuerza pagaría a Boulder el equivalente a USD


100 millones a partir de la etapa o Hito Nº 5, establecida en el cronograma del
Contrato, contra la presentación de las actas de entrega de los respectivos hitos
debidamente certificadas por el ente fiscalizador.

Durante un año y medio desde la firma del Contrato, las obras se desarrollaron
con casi completa normalidad. Los primeros tres pagos fueron hechos por
Hydrofuerza mediante depósito en dólares en una cuenta de Boulder abierta en
un banco de su país de origen, Marmitania.

Sin embargo, por decisión de la junta directiva de Hydrofuerza, el pago


correspondiente al Hito Nº 8 fue efectuado en Espadas (moneda oficial del
Estado de Costa Dorada), en un monto equivalente al tipo de cambio del dólar a
la fecha de pago, mediante depósito en la cuenta que Boulder había abierto en
Costa Dorada para efectos operativos del Contrato.

175
El caso que se presenta a continuación es una transcripción resumida del caso desarrollado
para la Competencia Internacional de Arbitraje organizada por la Universidad de Buenos Aires,
Argentina, y la Universidad del Rosario, Colombia, y llevada a cabo en Washington D.C. en 2012.
Los países ficticios a los que pertenecían las partes del Contrato son Marmitania y Costa Dorada.

341
A pesar de que el cambio en la forma de pago fue reclamado de inmediato por
Boulder, Hydrofuerza manifestó que los pagos se habían realizado de acuerdo
al Contrato.

Los pagos correspondientes a los Hitos Nº 9 y 10 también fueron hechos


mediante depósito en Espadas en la cuenta operativa de Boulder en Costa
Dorada. Previamente al pago del Hito Nº 10, el gobierno emitió un Decreto según
el cual todo pago realizado con fondos estatales debía realizarse exclusivamente
en Espadas.

La conversión de dinero de Espadas a dólares y su posterior depósito en la


cuenta de Boulder en Marmitania representó para Boulder una pérdida de seis
por ciento (6%) por cada pago, en comparación a si el depósito hubiera sido
realizado directamente por Hydrofuerza en dólares en Marmitania. Esta pérdida
obedeció, además de los costos bancarios y transaccionales, a la devaluación
de la moneda de Costa Dorada mientras que se recibía el pago y se adquiría su
equivalente en dólares, lo que, por aspectos operacionales del mercado, no
podía hacerse en forma simultánea.

Aproximadamente dos semanas antes de que se cumpliera el plazo para concluir


con las obras correspondientes al Hito Nº 11, la única carretera de acceso al
lugar de desarrollo de las obras fue tomada por manifestantes, quienes
impidieron el paso de vehículos pesados y otro tipo de maquinaria.

La motivación de la toma fue el estado de la economía, las medidas fiscales, el


impacto ambiental producto del funcionamiento de la represa y la participación
de una empresa extranjera en el proyecto. Dicha situación duró más de dos
meses, algo completamente inusual en la historia de Costa Dorada. El encargado
de mantener el orden público era el Gobernador, quien evitó el uso de la fuerza
en todo momento, prevaleciendo siempre las negociaciones. El Gobierno, por su
parte, y de acuerdo con la Ley de Costa Dorada, podía utilizar la fuerza para
desalojar a los manifestantes aún sin la anuencia del Gobernador, pero
previamente hubiera tenido que decretar un Estado de Sitio en la región, lo cual
nunca sucedió por el efecto adverso que eso podría haber tenido en la inversión
extranjera y en la calificación de riesgo soberano de Costa Dorada.

El pago correspondiente al Hito Nº 11 no fue realizado por Hydrofuerza, por


cuanto estimó que Boulder no había cumplido con el avance requerido para dicho
pago. Boulder señaló que el bloqueo de la carretera le había impedido la
ejecución de la obra y que, al no ser responsable de su causa, Hydrofuerza debió
pagar el Hito Nº 11. Además, solicitó que se suspenda el plazo del Contrato hasta
que se restablezca el orden. Del mismo modo indicó que, en parte, las
manifestaciones obedecieron a irregularidades en los permisos y autorizaciones
obtenidos por Hydrofuerza.

Mediante un informe del 12 de setiembre de 2010, el Consejo Técnico del


Ministerio correspondiente de Costa Dorada, dictaminó que a esa fecha la obra
tenía un poco más de un 60% de avance, cuando lo que correspondía era un
80% de la obra.

342
El 22 de octubre de 2010, Hydrofuerza y dicho Ministerio, sin mediar licitación ni
consulta previa con Boulder, decidieron encargar la finalización de la obra a un
tercero: FastSolutions S.A., amparándose para ellos en la Cláusula Décimo
Tercera del Contrato, según la cual:

“Si las obras no presentan un avance sustancial por más de dos meses, se
considerará que ellas han sido paralizadas, habilitándose en tal caso a
Hydrofuerza a continuar y, de ser el caso, a finalizar las obras por sí misma o por
un tercero. El costo de la continuación y/o finalización de las obras será de cargo
de Boulder en caso de ser ella la responsable de la referida paralización o en
caso de no haber adoptado las medidas razonables señaladas en el punto
anterior”.

En una carta ratificada por el Ministerio, Hydrofuerza le comunicó a Boulder la


resolución del Contrato por diversos incumplimientos contractuales.

Frente a ello, el 1 de octubre de 2010, Boulder inició un arbitraje en contra de


Hydrofuerza en el cual reclamó una indemnización por los perjuicios causados
por los supuestos incumplimientos de su contraparte, especialmente: (i) la
realización de pagos en una forma no estipulada en el Contrato o en su
aplicación práctica; (ii) la resolución del Contrato por parte de Hydrofuerza, sin
que hubiesen existido incumplimientos imputables a Boulder, toda vez que los
atrasos fueron imputables a Hydrofuerza y/o al Estado de Costa Dorada; y, (iii)
la falta de pago por parte de Hydrofuerza del saldo del precio del Contrato,
correspondiente a los Hitos Nº 11 y siguientes.

Boulder alegó que la conducta de Hydrofuerza no era amparable en tanto había


actuado contra sus propios actos en dos escenarios: respecto a los pagos y
respecto a la resolución del Contrato.

En relación con lo primero, la conducta relevante en este caso son los tres
primeros pagos realizados en dólares en la cuenta de Boulder en Marmitania, lo
que generó confianza en Boulder de que los pagos se realizarían de esa forma,
ante el vacío del Contrato en expresar claramente el modo de pago. La conducta
contradictoria fue el cambio repentino del modo de pago por parte de
Hydrofuerza. Por otro lado, la identidad de sujetos es clara, dado que los pagos
que generaron la conducta relevante fueron hechos por Hydrofuerza a Boulder y
luego es precisamente Hydrofuerza quien modificó esta conducta anterior
generadora de confianza a Boulder.

Para analizar si la forma de pago correspondiente a los tres primeros hitos


generó confianza suficiente en que se mantendría en los hitos sucesivos, se tuvo
en consideración que, de un lado, ni el Contrato ni las reglas aplicables
establecían una forma de pago indubitable, y de otro lado, según el Contrato el
pago debía ser equivalente a cierta suma en dólares pero hubo problemas con
la conversión de moneda debido a la crítica situación económica y política.
Analizar la razonabilidad de la confianza generada por esas circunstancias no
era tarea sencilla.

En segundo lugar, en cuanto a la aplicación de la doctrina de los actos propios a


la resolución del Contrato, Boulder señaló que la conducta relevante fue la

343
actuación pasiva del Estado de Costa Dorada (incluyendo al Gobernador) frente
a las manifestaciones y bloqueos de carretera. Ello generó en Boulder una
confianza en que el Estado no alegaría estas circunstancias a su favor o que se
las imputaría a Boulder, cuando, siendo él el único que podía revertir la situación,
no lo hizo sino hasta dos meses después. Era relevante en este análisis el hecho
que la conducta vinculante o generadora de confianza no fue una actuación de
la empresa estatal, sino la omisión por parte del Estado de solucionar el
problema suscitado por las manifestaciones en la carretera de acceso a la obra.

La conducta contradictoria alegada por Boulder fue la resolución del Contrato y


la designación de una nueva empresa para que termine la obra. Finalmente, la
identidad de sujetos puede resultar un poco dudosa en este caso dado que la
conducta relevante fue generada por el Estado, mientras que el Contrato fue
resuelto por Hydrofuerza; sin embargo, dicha resolución fue ratificada por el
Ministerio. Boulder alegó en su favor que el Estado es una entidad con
personalidad jurídica única, por lo cual, las actuaciones del Gobernador, del
Ministerio o del Gobierno Central se consideran como actuaciones de un mismo
sujeto.

En suma, la doctrina de los actos propios fue invocada en este caso pues para
Boulder resultaba contradictorio que el Gobernador y el Gobierno Central
tuvieran una actitud pasiva frente a los bloqueos de carreteras y las
manifestaciones, cuando solo ellos estaban en posibilidad de revertir esta
situación, y que luego aleguen este contexto para precisamente resolver el
contrato.

Este caso revela una vez más la complejidad de los hechos que usualmente
explican la invocación de la doctrina de los actos propios, tal como ocurre con el
anterior y con el que se menciona a continuación.

4.4.3 Tercer caso: operación de factoring.-

En abril de 2013, la empresa A celebró un contrato con un Gobierno Regional a


fin de construir una obra pública en un hospital (en adelante, “Contrato
Principal”).

La referida empresa A, a fin de cumplir con sus obligaciones derivadas del


Contrato Principal, celebró diversos contratos con la Empresa B, quien se
encargaría de diversos suministros (en adelante, “Contratos Satélite”).

El contrato referido al sistema de comunicaciones del hospital (uno de los


Contratos Satélite) se suscribió el 14 de diciembre de 2016, bajo la modalidad
llave en mano y con un plazo máximo de ejecución hasta el 31 de marzo de
2017. En el marco de la ejecución del referido Contrato, la empresa B tuvo
problemas de falta de liquidez. Así, acordó con la empresa A que emitiría dos (2)
facturas (las “Facturas”) por prestaciones todavía no ejecutadas a fin de
financiarse y cumplir con sus obligaciones.

344
El 30 de marzo de 2017, la empresa A y la empresa B suscribieron la Adenda Nº
1 al mencionado Contrato Satélite, en la cual se acordó la prórroga del plazo de
vigencia hasta el 1 de octubre de 2017.

En ese contexto, la empresa B decidió realizar una operación de factoring con la


empresa C por las dos facturas emitidas por los servicios no prestados, para lo
cual firmaron un Contrato Marco de Transferencia de Créditos el 11 de julio de
2017. La empresa B transfirió a favor de la empresa C los créditos representados
por facturas “negociables”.

El 12 de julio de 2017, la empresa C envió un correo a la empresa A mediante el


cual le puso en conocimiento la operación de factoring y le solicitó que manifieste
su conformidad sobre las facturas. En esa misma fecha, un representante de la
empresa A le remitió un correo al personal de la empresa C donde le indicó que
“las facturas son conformes”.

Adicionalmente, el 17 de julio de 2017, la empresa C envió una carta notarial a


la empresa A para comunicarle formalmente la cesión de algunas facturas.

El 29 de agosto del 2017 la empresa C remitió un correo electrónico a la empresa


A solicitándole sus estados financieros con la intención de evaluar si era
económicamente viable seguir ofreciendo las operaciones de factoring a más
proveedores asociados a la obra del hospital. En la misma fecha, la empresa A
contestó que tenía conocimiento de que la empresa C realizaba factoring con
sus proveedores y que a pesar de no entender el requerimiento procedería a
facilitar la información.

Posteriormente, el 26 de setiembre de 2017, la empresa A remitió una


comunicación a la empresa C a fin de manifestarle que habían tenido algunos
problemas con el pago por parte del Gobierno Regional, pero en ningún
momento manifestó su disconformidad con el servicio que sustentaba las
facturas ni menos aún con la exigibilidad de su cobro.

La empresa A alega que, a la fecha de finalización del Contrato, la Empresa B


no había ejecutado sus obligaciones en absoluto, por lo que contrató a una
empresa para que realice la liquidación del Contrato Satélite.

Mediante carta notarial del 17 de noviembre de 2017 remitida a la empresa C, la


empresa A señaló que no pagaría los montos indicados porque la empresa B
había incumplido con efectuar los trabajos a los que se encontraba obligada.

En ese contexto, la empresa A presentó una demanda contra la empresa B por


incumplimiento de algunos de los Contratos Satélite. La empresa A solicita que
se declare que no existe monto pendiente de pago de su parte a favor de la
empresa B. En ese sentido, solicitó que se declaren inexigibles las obligaciones
de pago contenidas en las Facturas, puesto que responden a obligaciones no
ejecutadas en el marco de los Contratos Satélite.

345
La empresa A sostiene que la empresa B no solamente le ha generado perjuicios
por su incumplimiento sino también por las facturas que le transfirió a la empresa
C, quien pretende cobrarlas a pesar de que la empresa B incumplió el Contrato.

Por su parte, la empresa C solicita al Tribunal que declare que las Facturas son
exigibles producto de la tutela a la confianza generada y al principio de los actos
propios. En concreto, la empresa C afirma que la empresa A tenía conocimiento
del factoring y que, además, realizó actos determinantes para que se realice
dicha operación, por lo cual en todo momento ha actuado en el marco de la
confianza que le generó la empresa respecto a que las facturas efectivamente
serían pagadas. Asimismo, sostiene que las relaciones entre la empresa A y la
empresa B son totalmente ajenas a ella.

Así las cosas, la empresa A señala que no debe pagar las facturas porque la
empresa B no ha cumplido con sus obligaciones, por lo cual dichas facturas se
tornarían inexigibles. Por su parte, la empresa C indica que la empresa A debe
pagar las facturas puesto que de no hacerlo incurriría en una actuación contraria
a la doctrina de los actos propios, dado que la empresa A brindó su conformidad
al factoring y además realizó actuaciones, como el proporcionar los estados
financieros, que generaron confianza sobre la exigibilidad de las facturas. La
empresa B no contestó la demanda ni se apersonó al proceso.

En este caso no es controvertido el incumplimiento de la empresa B; lo


controvertido resulta determinar si la empresa A, producto de la confianza
generada y la doctrina de los actos propios, está obligada al pago de las facturas,
a pesar de que las obligaciones que las respaldan no hayan sido ejecutadas.

La empresa C señaló que la doctrina de los actos propios es aplicable al presente


caso dado que: (i) la empresa A brindó su conformidad al servicio, (ii) facilitó
información y (iii) dirigió un correo a la empresa C señalando que estaban
experimentando algunos problemas de cobro al Gobierno Regional y solicitan la
comprensión del caso.

Los elementos para definir si es aplicable la doctrina de los actos propios son los
siguientes: una conducta vinculante, una pretensión contradictoria y los mismos
sujetos.

En cuanto a los sujetos, en este caso son los mismos. El emisor de la supuesta
conducta vinculante es la empresa A, que, como sujeto activo, es quien además
ejerció la pretensión supuestamente contradictoria. El sujeto pasivo sería la
empresa C, que ha sido demandada con la pretensión contradictoria. Los
protagonistas de ambas situaciones jurídicas son pues los mismos. La primera
situación jurídica es el conjunto de los siguientes hechos: (i) la empresa A brindó
su conformidad al servicio, (ii) facilitó información y (iii) dirigió un correo a la
empresa C señalando que estaban experimentando algunos problemas de cobro
al Gobierno Regional y solicitan la comprensión del caso. La segunda situación
jurídica es la negativa de pago de las facturas. Los sujetos que protagonizan
ambas situaciones son los mismos.

346
La conducta vinculante sería el conjunto de manifestaciones mencionadas, que
hicieron creer a la empresa C que la empresa A se haría cargo del pago de las
facturas. La pretensión contradictoria, por su parte, radica en desconocer el pago
de las facturas.

Por las razones anteriores y habiendo acreditado la existencia de los tres


elementos necesarios para que opere la doctrina de los actos propios, la
empresa C considera que debe desestimarse la pretensión de la empresa A de
declarar inexigibles las facturas176 porque de este modo, se estaría
desconociendo su conducta anterior.

Los tres casos antes explicados son una muestra de la complejidad que recubre
los problemas que, con razón o sin ella, se pretende solucionar con la doctrina
de los actos propios. De allí la importancia de conocer sus requisitos y de
distanciarla de otros remedios más apropiados para poner fin a las controversias.
Como se verá a continuación, son numerosas las situaciones en las que los
operadores jurídicos la aplican desprolijamente.

4.5 Ejemplos de uso irreflexivo de la doctrina de los actos propios.-

El uso flexible de una institución jurídica que emana de un principio de derecho,


como la buena fe, no debe confundirse con su uso exagerado y desprolijo. Esto
es lo que ha ocurrido con la doctrina de los actos propios, aplicada por los
operadores jurídicos de manera excesiva, al punto de vaciarla de contenido.
Algunos ejemplos a continuación.

Uno de los casos emblemáticos en los que la jurisprudencia española aplicó la


doctrina de los actos propios es el recogido en la Sentencia del Tribunal Supremo
STS 62/1982 del 21 de mayo de 1982 (RJ 1982, 2588). Ocurrió que un contratista
efectuó una obra para un amigo de su familia. Cuando solicitó el pago de sus
honorarios por la obra realizada, el amigo replicó que durante años había
brindado servicios médicos a su familia de manera gratuita, de modo que, en
reciprocidad, rechazaba la pretensión de pago de los honorarios por la
construcción. El médico informó además que ante la pretensión de cobro
compensaría aquellas sumas que omitió cobrar por sus servicios médicos
(Carrasco 2016: 529). El Tribunal Supremo tuvo razón en rechazar el intento del
médico de efectuar la compensación de los honorarios. En lo que se equivocó
fue en invocar la doctrina de los actos propios para ello.

El caso mencionado en el párrafo anterior es un buen ejemplo de una aplicación


innecesaria y por tanto equivocada de la doctrina de los actos propios. La
solución del caso era más simple. Los servicios médicos fueron prestados de
forma gratuita, de modo que pretender una compensación implicaba cambiar
gratuidad por onerosidad, sin mediar una modificación de los términos del
contrato. En otras palabras, la compensación no podía hacerse porque ello
suponía desconocer la obligatoriedad de las estipulaciones del contrato, una de
las cuales es que los servicios médicos eran gratuitos.

176
La posición de la empresa A era que bajo ningún supuesto las facturas eran exigibles, dado
que las obligaciones que las respaldan no habían sido ejecutadas.

347
En otro caso, ante un incumplimiento de un contrato de seguros en relación con
la garantía por repuestos, la empresa aseguradora omitió ejercer su facultad de
terminación del contrato, el cual se renovó a pesar de haber advertido una
infracción; la aseguradora incluso cobró la prima correspondiente al nuevo
período. La compañía fue demandada como consecuencia de un siniestro. Fue
recién con la contestación de la demanda que la aseguradora ejerció la facultad
de resolver el contrato. En el laudo arbitral que resolvió la disputa se señaló que
“si bien es cierto la ley no le impone a la aseguradora en principio un límite
temporal para poder formular la excepción de incumplimiento de la garantía, no
lo es menos, que por tratarse de un contrato de ubérrima buena fe en el ejercicio
de la facultad de terminación unilateral del contrato debió haberse ejercido por lo
menos treinta (30) días antes de haberse trabado la litis”. Este laudo fue emitido
en marzo de 2013, en el arbitraje promovido por TractoChevrolet Ltda. contra
Seguros Comerciales Bolívar (Jaramillo 2014: 561).

Es complicado opinar sobre la decisión adoptada en un caso respecto del cual


no se conocen todos los detalles. Sin embargo, teniendo en cuenta la
información disponible respecto del caso mencionado en el párrafo anterior, es
discutible que la doctrina de los actos propios impida ejercer la facultad
resolutoria derivada de un incumplimiento contractual. Cuestionar la resolución
del contrato por el hecho que haya ocurrido después de la renovación automática
del contrato, alegando para ello la doctrina de los actos propios, es un argumento
débil, a menos que las circunstancias hayan sido lo suficientemente
contundentes como para generar confianza en que el incumplimiento sería
tolerado por la aseguradora.

En un tercer caso se cambió el horario de un vuelo y se informó de ello a un


pasajero afectado, que no expresó disconformidad. Algún tiempo después, el
pasajero formuló un reclamo y la aerolínea invocó la doctrina de los actos propios
para solicitar que se declare inadmisible la pretensión de indemnización (Borda
2017: 89). Esta línea de defensa fue acogida por la corte que resolvió el caso. Si
ese fue el único argumento para oponer la doctrina de los actos propios al
reclamo formulado, su debilidad es evidente. En efecto, el silencio frente a un
incumplimiento y la falta de reclamación inmediata no es impedimento para que
el afectado plantee posteriormente un reclamo por la vía pertinente y en los
plazos establecidos.

Un cuarto caso en el cual la doctrina de los actos propios fue incorrectamente


aplicada involucró a una empresa operadora de un centro comercial que celebró
un contrato con una tienda por departamentos. El contrato autorizó a esta última
a poner fin a la relación contractual ante la falta de operación del centro comercial
por un plazo determinado. Ocurrió la pandemia por COVID19 y el gobierno dictó
estrictas medidas de confinamiento obligatorio y cierre de centros comerciales.
La tienda por departamentos adoptó medidas para acatar los protocolos
sanitarios de apertura, pero luego de haberlo hecho, ejerció la facultad contenida
en el contrato para dejarlo sin efecto. La empresa operadora del centro comercial
invocó la doctrina de los actos propios para impedir el ejercicio de ese derecho,
alegando que la adopción de los protocolos de apertura generó confianza
razonable y protegible de que el contrato se mantendría vigente. Tal intento
debería ser infructuoso. La preparación para una posible apertura cumpliendo la

348
regulación dispuesta en una situación de emergencia, que se caracteriza por
abruptos cambios de circunstancias fuera de control, no es razón suficiente para
que un comerciante sofisticado se oponga al ejercicio de un derecho emanado
del contrato.

En un quinto caso, un socio reconoció por escrito haber recibido la convocatoria


para participar en una junta. Posteriormente el mismo socio señaló que impugnó
tardíamente las decisiones adoptadas en la junta a la que no asistió porque tomó
conocimiento de la convocatoria meses después de haberse realizado aquélla.
Ante esta contradicción se invocó la doctrina de los actos propios (Borda, 88).
Sin embargo, esta línea de defensa es equivocada. Lo que ocurrió fue más bien
un reconocimiento expreso y con efectos vinculantes, de haber sido citado
oportunamente, de modo que la invocación a la doctrina de los actos propios es
no solo innecesaria sino además equivocada.

Un sexto caso involucró a madre que transfiere la propiedad de una finca a su


hija, quien a su vez luego la vendió a un tercero. Tras el fallecimiento de la madre
se produjo la apertura de la sucesión, concurriendo como herederos en partes
iguales únicamente sus dos hijos. En la escritura de aceptación de herencia,
partición y adjudicación de los bienes, no apareció mencionada la finca, y ambos
herederos se dieron por satisfechos y renunciaron a cuantas acciones habrían
podido corresponderles. Uno de los hijos, no obstante, pretendió posteriormente
la nulidad del contrato de transmisión y la colación de la herencia de la finca
mencionada.

La pretensión fue desestimada sobre la base de la doctrina de los actos propios,


aunque simultáneamente la sentencia argumentó que hubo una renuncia de
derechos. “Nótese que los mismos hechos con objeto de dos calificaciones
jurídicas; se está confundiendo, una vez más, lo que es la declaración de
voluntad (expresa o tácita) con lo que es la doctrina de los actos propios” (Tur
2011: 47). La decisión presenta una falla estructural, pues la doctrina de los actos
propios es una línea de argumentación incompatible con un elemento negocial,
como la renuncia de derechos.

En un séptimo caso se produjo un acto de resolución contractual, a partir del cual


una de las partes requirió la devolución del automóvil materia del contrato en
perfectas condiciones, pero a su vez pretendía devolver la suma dineraria
recibida, pero sin actualizarla por el transcurso del tiempo (Borda 2017: 81). Su
reclamo se declaró inadmisible. Este es otro ejemplo de mala aplicación de la
doctrina de los actos propios, pues la equivalencia derivada de la devolución de
prestaciones como consecuencia de la resolución del contrato no es
consecuencia de la doctrina de los actos propios, sino de la propia estipulación
contractual o de la regulación respectiva.

La doctrina de los actos propios no es tan elástica como se pretende. Tampoco


debió ser aplicada para resolver un caso en el cual una persona reclamó una
indemnización por daño moral fundado en el agravio presuntamente sufrido por
las burlas recibidas en un programa televisivo. Se denegó su pretensión
alegando que ella era contraria a sus propios actos, pues esa misma persona
había participado, de manera reiterada y voluntaria, en programas televisivos del

349
mismo estilo, cuyo contenido era la mofa de terceras personas (Borda 2017: 86).
En tal caso no era necesario acudir a la doctrina de los actos propios para
denegar la petición indemnizatoria, no solamente porque no se cumple el
requisito de identidad de sujetos, sino porque la propia noción de daño moral es
lo suficientemente permeable como para admitir o rechazar la pretensión
planteada.

Finalmente, en aras de la doctrina de los actos propios tampoco puede


sostenerse que si el arrendador concedió dos prórrogas al inquilino, entonces
está obligado a ofrecer una tercera; o que si toleró un retraso en el pago de la
renta debe además tolerar retrasos futuros. Para que esto sea posible debe
asegurarse que la conducta inicial (tolerancia al retraso en el pago) que luego se
contradice generó confianza razonable en que se mantendría en el tiempo.

Estos casos son reveladores de que el uso irreflexivo de la doctrina de los actos
propios por parte de las cortes177, sumado a la confusión en la que incurren
algunos autores, mella la utilidad de esta herramienta, que precisamente por ser
residual, sirve para llenar las rendijas a través de las cuales se pretende eximir
de consecuencia alguna a quien se contradice de forma inaceptable.

En efecto, “… este explosivo uso de la institución ha sido realizado de forma


irreflexiva; se echa en falta, aun en los razonamientos de las Cortes de
Apelaciones y Suprema, un verdadero estudio acerca de su determinación,
fundamento y límites” (Padilla 2013: 137). Lo que esto genera, desde luego, es
una corriente que critica el uso de la doctrina de los actos propios como una
peligrosa herramienta que crea incertidumbre para las partes (Bernal 2010: 256).

Las cortes suelen emplear la doctrina de los actos propios no solamente


confundiéndola con otras figuras sino además aplicándola “a mayor
abundamiento”; es decir, para reforzar un determinado argumento que ya tiene
justificación suficiente. “La doctrina de los actos propios se invoca por los
abogados en múltiples casos como una forma de despertar un sentido innato de
justicia. Por su parte, los jueces y magistrados suelen aplicarlo como un
argumento a mayor abundamiento” (Díez Sastre 2018: 64).

“El caso es que, salvo excepciones honrosas, hasta aquí la doctrina se ha


aplicado en Argentina sin mayor precisión y ha servido en ocasiones para hacer
justicia y en otras, simplemente, para acallar al justiciable […] Escudo contra
pretensiones indebidas, pero también –en ocasiones- artilugio para acallar una
pretensión juzgada molesta han sido los dos usos para los que ha servido la
doctrina” (López Mesa 2009: 194).

La doctrina de los actos propios no tiene un problema estructural o conceptual


que interfiera con su adecuada aplicación. Lo que ocurre es que no siempre ha
sido correctamente delimitada. Además, como suele pasar en los casos
concretos en los cuales es necesario acudir a principios que inspiren su solución,
no es tarea sencilla identificar con pulcritud cuáles son los hechos relevantes

177
Incluyendo a las cortes peruanas, como se verá a partir de los casos reseñados del Capítulo
5.

350
para generar confianza protegible. Este uso indiscriminado e impreciso ha dado
lugar a la llamada “Teoría Expansiva del Acto Propio”.

“Lo que pretendo demostrar aquí es que tal como fue formulado el principio
carece de contornos definidos o precisos, en cuanto a lo que son los supuestos
de operatividad de las consecuencias jurídicas. Y ello a causa de que no existe
un razonamiento suficiente, acerca de la fundamentación del principio, lo que
mostrará que la “tesis expansiva” está mal diseñada de base. Es por todo ello
que termina superponiéndose con otras instituciones técnicamente bien
fundamentadas, como la interrupción de la prescripción y la teoría de la validez
de las normas procesales, a las que termina desplazando. Es así que la teoría
expansiva del acto propio termina siendo un grave atentado a un pilar del
Derecho: la certeza jurídica” (Gandulfo 2005: 364-365).

Las críticas a la existencia y aplicación de la doctrina de los actos propios no


terminan ahí. Se ha sostenido que si se admitiera esta regla, debería estar llena
de excepciones (Lyon 2010: 67). Además se ha dicho que la exigencia de
coherencia atenta contra la libertad individual, pues se debe asegurar el derecho
de las personas a no ser coherentes, pues de lo contrario se condenaría hasta a
quienes emitieron una opinión (Lyon 2010: 63).

También hay escepticismo sobre la utilidad de la doctrina de los actos propios


entre autores peruanos, para quienes es inaplicable debido a que nuestro
ordenamiento jurídico ya contempla soluciones más precisas (Morales 2006a:
615).

Tales preocupaciones son comprensibles. “Comparto la preocupación de que


algunos operadores jurídicos aplican el principio de los actos propios en
situaciones que tienen una regulación específica, lo cual no es correcto.
Lamentablemente este error no solo se da en este caso. Sin embargo, debemos
tener en cuenta que hay supuestos en los cuales los actos propios […] son
perfectamente aplicables […] [subrayado agregado]” (Espinoza 2011: 185).

La doctrina de los actos propios no sirve pues para resolver problemas cuya
solución se encuentra en herramientas negociales, como la renuncia de
derechos o la modificación contractual, por ejemplo, pero ello no enerva que
haya espacio suficiente para conseguir con ella un resultado justo; es decir, que
quien se contradice traicionando la confianza que generó, asuma el costo de sus
propias acciones.

A medida que el tiempo permita una aplicación minuciosa y detallada de la


doctrina de los actos propios, es previsible que cada vez sea menos invocada,
pero que lo sea con mayor contundencia. Precisamente por eso debe prevenirse
su olvido.

Para que “tan precioso instrumento de realización de la justicia” no se vea


devaluado y sea más bien apreciado, es necesario ser exigentes tanto al
invocarlo, como al defenderse frente a él y sobre todo, al aplicarlo. Quien
argumenta a su favor la doctrina de los actos propios, quien pretende descartarla
y quien tiene a su cargo la responsabilidad de resolver la disputa, deben ser
cuidadosos en su cometido.

351
Un instrumento que permite repudiar la contradicción dañosa debe ser
preservado para ser destinado a obtener resultados justos. La responsabilidad
de lograr este propósito no es solamente de los autores que estudian la doctrina
de los actos propios o de las cortes, que como ya se vio, han incurrido
frecuentemente en confusiones, sino especialmente es responsabilidad de los
operadores jurídicos que pretenden beneficiarse de ella o que están convencidos
de que no les es aplicable. Es su responsabilidad no solo identificar los requisitos
para que opere y contrastarlos con los hechos del caso, sino fundamentalmente
conocer sus consecuencias y las diferencias con otros instrumentos, negociales
y no negociales, para obtener un resultado justo.

La doctrina de los actos propios no será más útil por ser invocada con mayor
frecuencia. Por el contrario, su utilidad se va a desvanecer si se sigue aplicando
sin cuidado. Si lo que se quiere es preservarla, procuremos exigir su aplicación
solo si no queda más remedio. Plantearse las preguntas correctas es
especialmente útil para esta aspiración.

4.6 Test con preguntas sugeridas para determinar la aplicación de la


doctrina de los actos propios en un caso concreto.-

Para los casos en que se analiza la responsabilidad precontractual por ruptura


intempestiva de las negociaciones, Richard Speidel propuso un test que contiene
algunas preguntas (Haro 2002: 277). Lo que tiene en común el cuestionario que
plantea con la doctrina de los actos propios es que en ambos casos la clave para
la solución de los problemas es la existencia de confianza razonable. La esencia
que subyace a un problema de ruptura intempestiva de las negociaciones de un
contrato es definir si el destinatario de la ruptura tuvo buenas razones para
confiar en que las negociaciones prosperarían. Algo parecido ocurre cuando se
invoca la doctrina de los actos propios. En estos casos, la existencia de
contradicción es irrelevante cuando el destinatario de ella no tenía buenas
razones para confiar en que la conducta inicial se mantendría en el tiempo.

Es interesante mencionar en este punto, que, como ocurre en los casos en que
se analiza la responsabilidad precontractual por la ruptura de tratativas, para
llegar a la solución de un caso “de actos propios” no basta con preguntarse
simplemente si se ha vulnerado el deber de buena fe, sino que es preferible
emplear un estándar de “confianza razonable”.

Las preguntas planteadas por Spiedel para identificar una posible


responsabilidad por quebrantamiento intempestivo de negociaciones son las
siguientes:

1. ¿Entendió A que B realizó una promesa?

2. Si fue así, ¿conoció B en ese momento el entendimiento de A?

3. Si no lo conoció, ¿qué elementos de la situación sí conoció?

352
4. Teniendo en cuenta esos elementos y el nivel de inteligencia de B, ¿B podía
inferir que, si actuaba o se expresaba de cierta forma, A podía entender que B
se había comprometido a algo? Si es así, ¿B tenía razón para prever tal
entendimiento?

5. Si no, ¿B podía inferir que existía una probabilidad sustancial de que A


entendiera que B se había comprometido a algo? De ser así, B tenía el deber de
actuar con razonable cuidado de modo que se evitaran malos entendidos; en
caso de no hacerlo, su comportamiento habría resultado preponderante en la
generación de confianza en A.

Coincido con Haro en que esta prueba puede aplicarse no solamente en


situaciones propias de la responsabilidad precontractual, sino que puede ser de
utilidad en otras situaciones en las que se producen comportamientos que
inducen a confiar en que ellos serían consistentes a lo largo del tiempo.

“La metodología propuesta tiene el mérito de que reduce enormemente la


subjetividad que puede generarse al leer el artículo 1362 del Código Civil y
otorga elementos de juicio –consistentes con los objetivos que deben
promoverse en la etapa de las tratativas- para la evaluación por nuestras
cortes de supuestos de responsabilidad precontractual. Considero sin
embargo que […] el test no debe limitarse únicamente al análisis de
promesas en sentido estricto, sino que es imprescindible que se
flexibilice para comprender, además, comportamientos no
declarativos que pueden inducir confianza en los privados” [énfasis
agregado] (Haro 2002: 277).

Lo importante en el análisis propuesto, que se encuentra implícito en las


decisiones reseñadas, más que evaluar el comportamiento del potencial
contratante que resulta lesionado, es analizar si la contraparte podía
razonablemente prever que su conducta generaría confianza protegible.

Nótese la semejanza entre dicha afirmación, es decir, que el eje de atención en


la responsabilidad precontractual es la conducta de quien generó confianza
razonable sobre la posible contratación, y la aplicación de la doctrina de los actos
propios.

De hecho, es esta perspectiva la que predomina en los tribunales que adoptaron


las decisiones reseñadas bajo la lex mercatoria, al considerar que para definir si
hay o no apariencia que genera confianza, el análisis debe partir desde la
perspectiva de quien obtuvo la ventaja contradiciendo su propia conducta.

Y ello es así porque en el fondo eso es lo que se ha preguntado el legislador del


Derecho Privado al establecer numerosas reglas sustentadas en la confianza
protegible producida por una parte a favor de la otra.

La determinación de cuántas prácticas y de qué duración son las que generan


apariencia protegible, desde luego no puede hacerse de antemano. Lo que sí
puede afirmarse es que la existencia de confianza razonable debe analizarse, no
solo desde la perspectiva de quien confiando en su contraparte sufre una

353
desventaja por el cambio de comportamiento, sino también desde la perspectiva
de quien obtuvo la ventaja contradiciendo su propia conducta.

Ante cualquier problema de relevancia jurídica, estará en ventaja para resolverlo


quien sepa plantear las preguntas adecuadas. Definirlas correctamente depende
de los hechos del caso, por supuesto, de modo que un test fijado de antemano
no garantiza ni que todas las preguntas relevantes hayan sido previstas, ni que
las interrogantes propuestas sean pertinentes.

A pesar de lo anterior, al afrontar un problema en el que se discute la aplicación


de la doctrina de los actos propios, puede ser de utilidad tener como guía las
preguntas que se ofrecen a continuación, inspiradas de cierto modo en el test
propuesto por Speidel frente a un caso de responsabilidad precontractual por
ruptura de tratativas. Estas preguntas se plantean partiendo de los requisitos
para que opere la doctrina de los actos propios: en primer lugar, una conducta
relevante, inequívoca y objetiva; en segundo lugar, una conducta ulterior de
carácter contradictorio; y, por último, identidad de sujetos. A continuación, se
enumera una lista de preguntas sugeridas para atenuar las confusiones que
resultan de hechos complejos.

1. ¿A se comportó de cierta manera frente a B?

2. De ser afirmativa la respuesta, ¿A luego se contradijo?

3. De ser afirmativa la respuesta, ¿hay alguna regla que regule explícitamente


dicha contradicción?

4. De ser negativa la respuesta anterior178, ¿la conducta inicial estaba prevista


expresamente en el contrato?

5. De ser negativa la respuesta anterior179, ¿B considera que la conducta inicial


de A sirve para interpretar el sentido del contrato?

6. De ser negativa la respuesta anterior180, ¿la conducta inicial era válida?

7. De ser afirmativa la respuesta anterior181, ¿hubo suficiente frecuencia de


acuerdo con las circunstancias como para generar confianza razonable en que
dicha conducta (acción u omisión) se mantendría?

8. De ser afirmativa la respuesta anterior182, ¿B considera que el comportamiento


de A supone una renuncia de sus derechos?

178
Si la respuesta fuera afirmativa, habría que aplicar la regla prevista y no la doctrina de los
actos propios.
179
Si la respuesta fuera afirmativa, la contradicción supondría un incumplimiento expreso del
contrato y no sería necesario aplicar la doctrina de los actos propios.
180
Si la respuesta fuera afirmativa, la contradicción supondría un incumplimiento tácito del
contrato y no sería necesario aplicar la doctrina de los actos propios.
181
Si la respuesta fuera negativa, el test debería detenerse porque las conductas derivadas de
un contrato inválido sí pueden contradecirse (con las salvedades antes explicadas).
182
Si la respuesta fuera negativa, no habría sustento para alegar que existe confianza protegible.

354
9. De ser negativa la respuesta anterior183, ¿B considera que el comportamiento
de A coincide con la voluntad de B de cambiar los términos del contrato? Si no
hay claridad sobre la respuesta, ¿B considera que el nuevo comportamiento de
A debe necesariamente ser conservado hasta el final de la relación contractual?

10. De ser negativa la respuesta anterior184, ¿A sabía que B tenía razones


contundentes para confiar en su primera conducta?

11. Si la respuesta anterior es afirmativa, la doctrina de los actos propios sería


en principio aplicable, a menos que no se cumpla el requisito de identidad de
sujetos. En cambio, si la respuesta fuera negativa, teniendo en cuenta las
circunstancias, ¿A, o una persona razonable en las circunstancias de A, tenía
elementos para inferir que a partir de su conducta anterior (acción u omisión), B
podía entender que A la mantendría?

12. De ser afirmativa la respuesta anterior185, ¿son A y B los únicos protagonistas


de la conducta anterior (acción u omisión) y su posterior contradicción?

13. Si la respuesta anterior es afirmativa, la doctrina de los actos propios sería


en principio aplicable. En cambio, si la respuesta fuese negativa y también
participara un sujeto C, sería necesario preguntarse si existe una relación de
representación, o un contrato a favor de tercero, o si se ha producido una
transmisión a título universal, a partir de una sucesión hereditaria o una
reorganización empresarial.

14. Finalmente, si la conducta inicial fue desplegada por varias entidades


estatales, habría que preguntarse si se generó apariencia razonable de que sus
actuaciones eran vinculantes para el Estado.

Este capítulo empieza con una remisión a Aída Kemelmajer de Carlucci, quien
con acierto sostiene que la doctrina de los actos propios “no es alquimia
milagrosa ni puede ser la “triaca máxima” del médico antiguo, que era la
combinación desesperada de todos los elementos medicinales conocidos en una
sola pócima, cuando se había perdido la esperanza en salvar al paciente” (López
Mesa y Roger Vide 2013: 173). De igual forma, las preguntas del test que planteo
no son lo suficientemente milagrosas como para asegurar respuestas asertivas,
pero pueden servir para orientar la búsqueda en los hechos del caso, de señales
que indiquen si nos dirigimos a la solución correcta.

4.7 Ideas finales.-

La verdadera utilidad de la doctrina de los actos propios será encontrada cuando


los operadores jurídicos y agentes económicos adviertan que su función es más
limitada que extendida. Y lo es porque la evolución del Derecho ha ido generando

183
Si la respuesta fuera afirmativa, no podría invocarse la doctrina de los actos propios, sino
alegarse que la conducta posterior es contradictoria con una renuncia, que tiene efecto negocial
y por tanto obligatorio.
184
Si la respuesta fuera afirmativa, no podría invocarse la doctrina de los actos propios, sino
alegarse la modificación del contrato.
185
Si la respuesta fuera negativa, no podría invocarse la doctrina de los actos propios.

355
diversos mecanismos de protección de la confianza generada a través de la
palabra empeñada. Muchos de esos medios de protección tienen carácter
negocial, de modo que es innecesario acudir a remedios más opacos que el
derivado de un claro incumplimiento.

De allí que sea indispensable para un cabal entendimiento de la doctrina de los


actos propios, deslindarla de otras categorías jurídicas, tanto negociales como
no negociales.

Una vez efectuadas las distinciones, la conclusión inmediata es que la doctrina


de los actos propios tiene carácter residual, porque en numerosas situaciones
en las que se vulnera la confianza protegible existen otros mecanismos legales
para conseguir el mismo resultado, que es no contradecirse.

Ciertamente, su carácter residual no es incompatible con su calificación como


principio, sino que incluso lo explica. Así, la protección de la confianza razonable
es tan importante para la interacción contractual, que en aquellas situaciones en
las que no pueden operar los remedios previstos para el incumplimiento, la
doctrina de los actos propios puede penetrar y llenar las rendijas por las cuales
se pretende filtrar comportamientos oportunistas.

Ahora bien, la doctrina de los actos propios no es tan elástica como se pretende,
de modo que su uso irreflexivo mella su utilidad. Sin embargo, a medida que el
tiempo permita una aplicación minuciosa y prolija, es previsible que se invoque
con menor frecuencia, pero con mayor contundencia.

Para lograr esto último es indispensable plantearse las preguntas correctas, que
por cierto no son lo suficientemente milagrosas como para asegurar respuestas
asertivas, pero pueden servir para orientar la búsqueda en los hechos del caso,
de señales que indiquen si nos dirigimos a la solución correcta.

El hecho que la doctrina de los actos propios tenga capacidad para desplegar
efectos en un espacio reducido no le resta importancia y utilidad para generar
eficiencia en el tráfico jurídico, pues cuanto más se tutele la confianza en las
relaciones comerciales, menores serán los costos de negociación y de ejecución,
y mayor será la eficiencia y productividad.

Tampoco le resta utilidad a la doctrina de los actos propios el hecho que sea
aplicada por las cortes sin que ninguna norma imperativa así lo ordene
explícitamente. Por el contrario, si concebimos el Derecho como el resultado de
la interacción y no la causa de ella, ello es una buena razón para ser amigable
con su aplicación, pues revela su capacidad adaptativa.

Así lo entienden las cortes peruanas y los operadores jurídicos incluso de áreas
ajenas al Derecho Contractual, como se verá en el capítulo siguiente.

356
CAPÍTULO V

USO DE LA DOCTRINA DE LOS ACTOS PROPIOS POR LAS CORTES


JUDICIALES PERUANAS Y SU USO EN ÁREAS AJENAS AL DERECHO
CONTRACTUAL. HACIA UNA PROPUESTA DE REGULACIÓN

“Quien crea una apariencia de derecho, se hace prisionero de ella”


Louis Josserand186

5.1 Introducción. Sin un alcance práctico la teoría es insuficiente.-

La doctrina de los actos propios, como todo principio de derecho, tiene por
vocación alcanzar la justicia. Es una eficaz herramienta contra la incoherencia
que traiciona la confianza razonable en que cierto comportamiento no será
contradicho. Como todo principio de derecho, sirve para cubrir las rendijas a
través de las cuales pretende colarse la arbitrariedad que perturba la interacción
humana.

Ahora bien, como se vio en el Capítulo anterior, la doctrina de los actos propios
necesita ser encuadrada para evitar que se produzca un movimiento pendular
que, paradójicamente, la haga un instrumento inservible por su falta de precisión.
Su delimitación supone hacer, de un lado, un deslinde teórico para evitar
traslapes con otras herramientas jurídicas que repudian la contradicción, y de
otro lado, una minuciosa exploración de los hechos del caso para resolver el
problema de manera contundente.

Desafortunadamente, no son pocos los autores y operadores jurídicos que,


descuidando una estricta demarcación, han traspasado los límites de la doctrina
de los actos propios, generando escepticismo e incluso rechazo a su aplicación,
aplicación que como se verá en este Capítulo, opera también fuera del espacio
contractual.

Las herramientas jurídicas son soluciones eficaces a los problemas de las


personas solamente si las cortes son capaces de comprenderlas y llevarlas a la
práctica. De allí la importancia de contrastar los alcances teóricos mencionados
en los capítulos anteriores, sobre los presupuestos, consecuencias y distinciones
de la doctrina de los actos propios, con el entendimiento que de esta tienen los
jueces peruanos.

Las decisiones judiciales que se citan a continuación son una muestra del amplio
espectro en el que son emitidas, desde una verificación minuciosa de sus
requisitos, hasta una aplicación laxa y descuidada, que no solamente genera una
solución injusta o poco técnica, sino que además debilita esta herramienta.

La primera sentencia, mencionada a continuación, es de singular relevancia en


el ordenamiento jurídico peruano, pues fue emitida como resultado del Primer
Pleno Casatorio Civil, Casación Nº 1465-2007-Cajamarca (en lo sucesivo, “Pleno

186
(Citado en Facco 2017: 33).

357
Casatorio”), para acoger de manera explícita la doctrina de los actos propios
como herramienta de solución de controversias.

5.2 Pleno Casatorio Civil. Casación Nº 1465-2007-Cajamarca.-

El 2 de junio del 2000 un camión de titularidad de la empresa Ransa Comercial


S.A. que transportaba mercurio, el cual era de propiedad de Minera Yanacocha,
se volcó y produjo un primer derrame de dicho metal en el centro poblado de San
Juan, Cajamarca. Producto del vistoso color del metal y el desconocimiento, un
aproximado de cuarenta pobladores del lugar recogieron el mercurio sin conocer
sus efectos dañinos.

Posteriormente el mismo día, se produjo un segundo derrame de mercurio en las


localidades de Chotén, San Juan, La Calera, el Tingo, San Sebastián y
Magdalena, también en Cajamarca, en una longitud aproximada de 27 Km de la
carretera.

Por su brillo y forma, e ignorando que se trataba de una sustancia tóxica, los
pobladores comenzaron a recoger el mercurio durante varias horas, empleando
para dicha recolección sus manos e incluso su boca como medio de aspiración.
Al guardar el mercurio en sus hogares, los familiares de quienes recogieron el
mercurio también se intoxicaron debido a los gases emanados.

Producto del contacto con el mercurio, los pobladores empezaron a sufrir


consecuencias físicas tales como mareos, vómitos, reacciones en la piel, entre
muchas otras, y reclamaron a las empresas involucradas.

En dicho escenario, el 2 de setiembre de 2000, Minera Yanacocha S.R.L. y


Giovanna Angélica Quiroz Villaty celebraron tres transacciones extrajudiciales.
Una de ellas se hizo por derecho propio, la segunda por representación de su
hijo de 15 años y la tercera en representación de sus dos últimos hijos. En las
últimas dos transacciones se condicionaba el pago final del monto acordado a
que se contara con la autorización judicial para celebrar la transacción, lo que
ocurrió meses después.

La primera transacción fue por S/ 2,625.00, la segunda por S/ 5,625.00 y la


tercera por S/ 7,875.00. Las transacciones comprendieron el daño emergente,
lucro cesante, daño físico o moral y cualquier otro daño producido por el derrame.
En todas estas transacciones se acordó que la empresa proveería de un seguro
de salud a favor de la parte afectada, sin costo para esta, que, por el plazo de
cinco años, cubriría los gastos médicos asociados con las enfermedades
derivadas de la contaminación por mercurio, seguro que podía ser renovado en
caso la parte indemnizada necesitase atención médica y presentase alguna
enfermedad derivada del derrame de mercurio que requiriese atención médica
por un período adicional a la vigencia del seguro. Dos meses después se
celebraron adendas a las tres transacciones mencionadas, por las cuales se
acordó duplicar todos los montos.

Luego de efectuados los pagos, la Señora Quiroz inició un proceso judicial de


indemnización por daños y perjuicios derivados de responsabilidad

358
extracontractual, en representación propia y de sus tres menores hijos (la
“Demandante”), contra las empresas Minera Yanacocha S.R.L., Ransa
Comercial S.A. y el Señor Arturo Blanco Bar (el conductor del camión) (los
“Demandados”)187. Se plantearon diversas excepciones, pero lo relevante de
cara al presente trabajo es cómo la Corte Suprema analizó la doctrina de los
actos propios para resolver la controversia suscitada188.

En primer lugar, la Corte Suprema indicó que “la teoría de los actos propios
constituye una Regla de Derecho derivada del principio general de la Buena Fe,
que sanciona como inadmisible toda pretensión lícita pero objetivamente
contradictoria con respecto al propio comportamiento anterior efectuado por el
mismo sujeto” (Poder Judicial 2007a: 47). Nótese que no la califica como
principio sino como regla, aunque no ofrece una explicación para asumir esta
postura.

Afirma la Corte que, en las Transacciones, las partes acordaron que Minera
Yanacocha S.R.L. indemnizaba a los afectados por el derrame de mercurio que
ocurrió en su localidad y que la Demandante renunciaba a cualquier reclamo
futuro, por haber sido completamente indemnizada tanto ella como sus hijos por
los daños irrogados por el derrame de mercurio.

La Corte Suprema sostiene que las transacciones son válidas por haber sido
celebradas de común acuerdo e incluso contar con autorizaciones judiciales en
el caso de los menores de edad, por lo cual, concluye que “resulta contradictorio
que la accionante, pretendiendo desconocer actuaciones anteriores, interponga
demanda por indemnización alegando haberse producido un daño mayor al que
fue materia de transacción” (Poder Judicial 2007a: 49).

Para la Corte Suprema, la conducta contradictoria de la Demandante se


evidencia en diferentes momentos: en primer lugar, al pretender desconocer su
conducta anterior de poner fin a un asunto controvertido como fue la reparación
de los daños causados por el derrame de mercurio mediante la celebración de
las transacciones. En segundo lugar, la demanda no cuestiona la validez de

187
Como pretensión principal se planteó la siguiente: pago de una suma de dinero ascendente a
US $ 1´800,000.00 por daño material (daño bioambiental y daño a la salud personal) y daño
moral; y, como pretensiones acumuladas objetivas accesorias: (i) el pago de un seguro médico
y seguro de vida a favor de la Demandante y sus hijos por una suma no menor a US $ 100,000.00,
por el lapso de quince años, con cobertura a todo riesgo, incluyendo enfermedades oncológicas;
(ii) que la Demandada cumpla con descontaminar completamente y de modo óptimo sus
viviendas, de los materiales químicos cuya presencia ha generado los daños cuya reparación se
demanda; y, (ii) el pago de los intereses legales devengados.
188
La Demandante interpuso recurso de casación contra: (i) los extremos del auto que confirmó
la resolución apelada que declaró fundada la excepción de conclusión del proceso por
transacción respecto de sus menores hijos; (ii) el auto apelado en cuanto declaró fundada la
excepción de falta de legitimidad para obrar respecto de la pretensión impugnatoria por daño
ambiental; y, (iii) la revocación de la decisión de declarar infundada la excepción de
conclusión del proceso por transacción respecto de la Demandante.
Sobre la decisión de la Corte Suprema de declarar fundada la excepción de conclusión del
proceso por transacción, se ha señalado que esta decisión es equivocada porque la eficacia de
la cosa juzgada está reservada a los actos judiciales decisorios en el fondo y porque para oponer
esta excepción es necesario que exista un proceso judicial previo concluido por transacción, de
modo que no basta con una transacción extrajudicial, como ocurrió en el caso (Ledesma 325).

359
dichas transacciones. Sobre esto último, la Corte tiene en cuenta que, al absolver
las excepciones planteadas por los Demandados, formuló defensas distintas; en
una de ellas alegó la nulidad de pleno derecho de las transacciones, mientras
que en otra indicó que las transacciones extrajudiciales no cumplían los
requisitos procesales para ser planteadas (Poder Judicial 2007a: 52).

A criterio de la Corte, las mencionadas conductas contradictorias dan lugar a la


aplicación de la doctrina de los actos propios, pues la Demandante pretende
desconocer injustificadamente un acto anterior válidamente realizado (es más,
ni siquiera menciona las transacciones en la demanda). Para la Corte, si la
Demandante consideraba que las transacciones adolecían de vicios debió
solicitar su nulidad, pero en modo alguno puede actuar de manera contraria a
una conducta anterior como fue la de renunciar a iniciar cualquier proceso judicial
vía las transacciones. La base de la aplicación de la doctrina de los actos propios
para la Corte es el principio de la buena fe, recogido en el artículo 1362 del
Código Civil.

Estoy en desacuerdo con la decisión adoptada en la decisión comentada. La


contradicción en que incurrió la Demandante no es otra cosa que el
desconocimiento de un negocio jurídico y para hacer exigible este último no es
necesario invocar la doctrina de los actos propios. De nuevo, no toda
contradicción en el comportamiento da lugar a su aplicación. Un incumplimiento
de contrato es contradictorio del pacto contenido en él. Lo mismo, es
contradictorio plantear una demanda por daños y perjuicios respecto de los
cuales se renunció en una transacción.

Para alcanzar el resultado que pretendió lograr la Corte Suprema no hacía falta
acudir a una herramienta residual, incompatible además con los instrumentos
negociales, como la renuncia tácita de derechos o como la modificación de
contratos. La decisión podría haber arribado al mismo puerto con la simple
indicación de que la transacción, mientras no se cuestionara su invalidez, debía
desplegar todos sus efectos.

En esta misma línea, un voto en minoría de un grupo de vocales supremos


señaló que la doctrina de los actos propios tiene una aplicación residual, esto es,
que solamente se aplica cuando el ordenamiento jurídico no provee de otra
solución para la conducta contradictoria; por consiguiente, no es aplicable
cuando la ley regula una solución expresa para la conducta contradictoria, sea
impidiéndola o permitiéndola (Poder Judicial 2007a: 114)189.

Ahora bien, sin perjuicio de que en el caso concreto la doctrina de los actos
propios no haya sido necesaria para alcanzar el mismo resultado, lo cierto es
que la decisión comentada fue materia de un Pleno Casatorio. En tal sentido,
puede concluirse que independientemente de que sea o no recogida de manera
expresa en el ordenamiento jurídico, la doctrina de los actos propios puede ser
aplicada para resolver controversias.

189
El voto en minoría también discrepa con el mayoritario al considerar que la doctrina de los
actos propios es un principio (y no una regla), a su vez derivado del principio de la buena fe.

360
Debe recordarse que de acuerdo con el artículo 116 del Texto Único Ordenado
de la Ley Orgánica del Poder Judicial, aprobado por Decreto Supremo Nº 017-
93-JUS, los integrantes de las Salas Especializadas tienen la potestad de
“reunirse en plenos jurisdiccionales nacionales, regionales o distritales a fin de
concordar jurisprudencia de su especialidad, a instancia de los órganos de apoyo
del Poder Judicial”190.

En relación con la fuerza vinculante de los plenos, el artículo 400 del Código
Procesal Civil, modificado por el artículo 1 de la Ley N° 29364, publicada el 28
mayo 2009, establece lo siguiente:

"Artículo 400.- Precedente judicial


La Sala Suprema Civil puede convocar al pleno de los magistrados supremos
civiles a efectos de emitir sentencia que constituya o varíe un precedente judicial.
La decisión que se tome en mayoría absoluta de los asistentes al pleno casatorio
constituye precedente judicial y vincula a los órganos jurisdiccionales de la
República, hasta que sea modificada por otro precedente.
Los abogados podrán informar oralmente en la vista de la causa, ante el pleno
casatorio.
El texto íntegro de todas las sentencias casatorias y las resoluciones que
declaran improcedente el recurso se publican obligatoriamente en el Diario
Oficial, aunque no establezcan precedente. La publicación se hace dentro de los
sesenta días de expedidas, bajo responsabilidad"191.

190
Las fuentes generadoras de jurisprudencia vinculante no son uniformes. Existe un mecanismo
general establecido en el artículo 22 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (precedentes
vinculantes) y uno establecido para procesos civiles en el Código Procesal Civil, artículo 400,
referido a los Plenos Casatorios. Sobre los precedentes vinculantes, el artículo 22 del Texto
Único Ordenado de la Ley Orgánica del Poder Judicial señala:
“Las Salas Especializadas de la Corte Suprema de Justicia de la República ordenan la
publicación trimestral en el Diario Oficial "El Peruano" de las Ejecutorias que fijan
principios jurisprudenciales que han de ser de obligatorio cumplimiento, en todas las
instancias judiciales. Estos principios deben ser invocados por los Magistrados de todas
las instancias judiciales, cualquiera que sea su especialidad, como precedente de
obligatorio cumplimiento. En caso que por excepción decidan apartarse de dicho criterio,
están obligados a motivar adecuadamente su resolución dejando constancia del
precedente obligatorio que desestiman y de los fundamentos que invocan. Los fallos de
la Corte Suprema de Justicia de la República pueden excepcionalmente apartarse en
sus resoluciones jurisdiccionales, de su propio criterio jurisprudencial, motivando
debidamente su resolución, lo que debe hacer conocer mediante nuevas publicaciones,
también en el Diario Oficial "El Peruano", en cuyo caso debe hacer mención expresa del
precedente que deja de ser obligatorio por el nuevo y de los fundamentos que invocan”.
191
El texto anterior del mismo artículo, vigente al momento de la realización del Primer Pleno
Casatorio Civil relativo a la doctrina de actos propios, es el siguiente:
“Artículo 400.- Cuando una de las Salas lo solicite, en atención a la naturaleza de la decisión a
tomar en un caso concreto, se reunirán los vocales en Sala Plena para discutirlo y resolverlo.
La decisión que se tome en mayoría absoluta de los asistentes al Pleno constituye
doctrina jurisprudencial y vincula a los órganos jurisdiccionales del Estado, hasta que sea
modificada por otro pleno casatorio.
Si los Abogados hubieran informado oralmente a la vista de la causa, serán citados para
el pleno casatorio.
El pleno casatorio será obligatorio cuando se conozca que otra Sala está interpretando
o aplicando una norma en un sentido determinado.
El texto íntegro de todas las sentencias casatorias y las resoluciones que declaran
improcedente el recurso, se publican obligatoriamente en el diario oficial, aunque no
establezcan doctrina jurisprudencial. La publicación se hace dentro de los sesenta días
de expedidas, bajo responsabilidad”.

361
En la Casación N° 1218-2016-Lima Norte, publicada el 30 de enero de 2018 en
el diario oficial El Peruano, la Corte Suprema indicó que la fuerza vinculatoria de
los plenos casatorios civiles aplica desde el día siguiente de su publicación192.

La sentencia comentada, recaída en la Casación Nº 1465-2007-Cajamarca, fue


enfática al señalar su obligatoriedad:

“La jurisprudencia vinculante que se establece por la presente tiene fuerza


vinculatoria para los jueces de todas las instancias de la República, será de
obligatoria observancia para los casos similares, en los procesos de naturaleza
homóloga desde el día siguiente a su publicación oficial, hasta que no sea
modificada por otro pleno casatorio. No será vinculante para los casos similares
que ya fueron resueltos por resolución firme; por tanto, no tendrá efectos
retroactivos, sino alcances ex nunc, es decir, efectos sólo a partir del día
siguiente de su publicación” (Poder Judicial 2007a: 145).

Aunque no acertó en su aplicación, es adecuado que la Corte Suprema haya


dejado sentado que la doctrina de los actos propios es una herramienta relevante
no solamente desde el punto de vista teórico, sino que puede ser utilizada para
resolver problemas jurídicos concretos.

Las sentencias comentadas a continuación, emitidas antes y después del Pleno


Casatorio mencionado, en general tampoco son prolijas al referirse a la doctrina
de los actos propios, lo que permite advertir la importancia de delimitarla y reducir
su espacio de aplicación, precisamente para fortalecerla, aunque parezca
paradójico.

5.3 La doctrina de los actos propios ante las cortes judiciales peruanas.-

Usando distintos buscadores de jurisprudencia, como el elaborado por el Poder


Judicial, Iuris Civil, V-Lex, entre otros, identifiqué 33 sentencias emitidas por las
Salas Comerciales de la Corte Superior de Lima y por la Corte Suprema en las
cuales, además de mencionarse la doctrina de los actos propios, se incluye un
desarrollo sobre su significado y posible aplicación al caso concreto. La
búsqueda se efectuó empleando como criterio central, su uso en casos de
naturaleza contractual y comercial. Los casos no se presentan con el propósito
de conferirles valor estadístico, sino para ilustrar sobre cuál es el entendimiento
que las cortes mencionadas tienen sobre el uso de esta herramienta.

192
Si bien no se explica la forma jurídica que adoptan, los plenos casatorios tienen directivas
obligatorias y deben ser respetados por los operadores jurídicos (Gómez 2015: 42). Sin embargo,
para Javier De Belaunde, los plenos jurisdiccionales están en una situación especial, pues no se
les ha atribuido fuerza vinculante, “sino que más bien servirían como espacios de debate y
discusión entre los magistrados, con conclusiones que en todo caso podrían expresar ciertas
tendencias de la magistratura con vocación de uniformizar sus decisiones, pero no más” (citado
por Gómez 2015: 41). Las opiniones sobre los plenos casatorios son diversas. De hecho, se ha
señalado que el artículo 400 del Código Procesal Civil es inconstitucional porque permite que un
órgano que no ejerce función jurisdiccional (la Sala Plena de la Corte Suprema) se avoque
al conocimiento y decisión de un proceso en giro, como efectivamente ocurrió en el caso de la
Casación No. 1465-2007-Cajamarca, lo cual infringe el inciso 2 del artículo 139 de la Constitución
y el principio del juez natural (Ledesma 2009: 324).

362
Luego de presentar una reseña sobre cada uno de los casos, se formularán
algunas ideas para resumir las conclusiones que pueden extraerse. De la
mención de los casos que se presentan a continuación no puede deducirse que
cuento con una opinión suficientemente informada sobre cada uno de ellos. Esto
no sería posible, pues para ello habría sido necesario acceder a los expedientes
completos, lo cual no era indispensable a efectos de este trabajo.

Esta revisión limitada de las decisiones judiciales adoptadas no impide obtener


algunas conclusiones generales, que servirán para contrastarlas con lo que ya
se ha dicho sobre los requisitos para aplicar la doctrina de los actos propios,
sobre las consecuencias de su uso, y sobre las diferencias con otras
herramientas jurídicas de rechazo a la contradicción.

Con la información revisada de los 33 casos, y para una adecuada


sistematización de ellos, las sentencias reseñadas han sido clasificadas en seis
categorías. Para la selección de las seis categorías he seguido dos pasos. En
primer lugar, he separado los casos en los que la doctrina de los actos propios
se discute a propósito de cuestiones de fondo (categorías (i) a (v)), de aquellos
en los que la doctrina de los actos propios es alegada para cuestionar
contradicciones al interior del proceso (categoría (vi)).

En segundo lugar, las sentencias comprendidas en las primeras cinco categorías


han sido clasificadas en función de los puntos en común de los temas discutidos
(anulación de laudos; anulación de actos jurídicos; obligaciones de dar sumas
de dinero; ejecución de garantías; y, temas civiles varios).

Los casos que han sido asignados a cada categoría son los siguientes:

(i) Demandas de anulación de laudos arbitrales: casos del 1 al 9 (9 casos).

(ii) Demandas de anulación de actos jurídicos: casos del 10 al 15 (6 casos).

(iii) Demandas de obligación de dar suma de dinero: casos del 16 al 17 (2 casos).

(iv) Demandas de ejecución de garantías: casos del 18 al 19 (2 casos).

(v) Demandas sobre diversos asuntos civiles: casos del 20 al 24 (5 casos).

(vi) Cuestiones procesales contradictorias: casos del 25 al 33 (9 casos).

A continuación, se presenta la reseña de cada uno de las 33 sentencias según


la categoría que les corresponda. Las deducciones que se puede obtener a partir
de ellas se presentan en el acápite 5.4, de acuerdo con las mismas seis
categorías.

(i) Demandas de anulación de laudos arbitrales:

Las sentencias recaídas en los 9 procesos judiciales no anulan los laudos


sometidos a su revisión, pero en ellos se discute la aplicación de la doctrina de
los actos propios tanto en los procesos arbitrales como en los propios procesos

363
de anulación. Las conclusiones derivadas de estas decisiones judiciales se
comentan en el acápite 5.4.

1)
Datos del caso Corte Superior de Justicia de la República
Primera Sala Civil Superior Subespecialidad en
materia Comercial
Expediente Nº 170-2015
2015
Lima, Perú.
Sumilla de hechos La Demandante, la Procuraduría del Ministerio de
Transportes y Comunicaciones, interpuso una
demanda de anulación de laudo por vulneración al
debido proceso.
Argumentos de Uno de los principales argumentos planteado por el
las partes Ministerio es que los Árbitros realizaron una indebida
apliación de la teoría de los actos propios, pues
omitieron pronunciarse sobre el fondo de la
controversia para resolver en favor del Consorcio
Cosapi, la demandada.
Decisión La Corte Superior de Justicia señaló sobre ese
extremo que lo que pretende la demandante es que
se califiquen los criterios, motivaciones o
interpretaciones expuestas por el Tribunal Arbitral,
hecho que está expresamente prohibido por el artículo
62 del Decreto Legislativo Nº 1071, Ley que norma el
Arbitraje.
Conclusión El Laudo no se anuló. La demanda fue declarada
infundada.

2)
Datos del caso Corte Superior de Justicia de la República
Segunda Sala Civil Superior Subespecialidad
Comercial
Expediente Nº 00093-2015
2015
Lima, Perú.
Sumilla de hechos La Demandante, Hospital Santa Rosa, interpuso una
demanda de anulación de laudo por una incorrecta
acumulación de procesos en el marco del arbitraje, en
contra de lo establecido en el Acta de Instalación. La
demandada, Tecnología Industrial y Nacional S.A., se
opuso.
Argumentos de La demandante señala que no fue notificada con la
las partes solicitud de acumulación planteada por la contraparte
y, por lo tanto, se había vulnerado sus derechos.
Decisión El Poder Judicial deniega el recurso de anulación
debido a que no se objetó en el arbitraje la
acumulación de pretensiones que hoy se alega como

364
supuesto de vulneración al debido proceso. Así, la
Corte Superior señaló que “de la cronologi a ́ glosada
se desprende de modo meridiano la ahora
nulidiscente no solamente no formuló reclamo u
objeción alguna a la acumulación dispuesta por el
árbitro único a solicitud de la demandante, sino que
incluso procedió en forma totalmente complaciente al
no reclamar la denegatoria de nueva remisión del
escrito de acumulación (lo que equivale a aceptar que
su pedido fue bien denegado), y además solicitar que
la demandante adecue y fundamente sus
pretensiones, y hecho esto, absolver el traslado que
le fue conferido; y finalmente, no formular objeción
alguna a la fijación de puntos controvertidos que
incluyó aquellas pretensiones acumuladas. En ese
sentido, la conducta desplegada por la entidad en el
curso del arbitraje refleja su renuncia a objetar por lo
que el recurso de anulación interpuesto con el
fundamento indicado resulta contrario a sus actos
propios; por tanto, es de suyo improcedente”.
Conclusión La objeción realizada luego de que se ha producido
una renuncia del derecho a objetar por convalidación,
constituye una actuación contra los actos propios.

3)
Datos del caso Corte Suprema de Justicia de la República
Sala Civil Transitoria
Casación 3175-2015
2015
Lima, Perú.
Sumilla de hechos Essalud presentó un recurso de anulación de laudo
debido a que el convenio arbitral solo estuvo vigente
desde noviembre de 2011 a noviembre de 2012 y que
no existe un contrato complementario adicional.
Además, alegó que el Árbitro violó el orden de
prelación de las normas aplicables y no motivó la
aplicación del artículo 1380 del Código Civil (en un
caso de Contrataciones con el Estado).
La Corte Superior declaró fundado el recurso de
anulación presentado por Essalud respecto al literal c)
del artículo 63 de la Ley de Arbitraje.
Así, el Consorcio Mapfre Perú Compañía de Seguros
y Reaseguros Sociedad Anónima y Mapfre Perú Vida
Compañía de Seguros y Reaseguros Sociedad
Anónima interpuso un recurso de casación contra la
sentencia de la Segunda Sala Civil subespecialidad
Comercial de la Corte Superior de Justicia de Lima.
Argumentos de El Consorcio fundamenta su recurso de casación en
las partes lo siguiente: a) infraccion normativa del artículo 63 y
63.1.c) de la Ley de Arbitraje, pues la Corte Superior

365
se pronuncia sobre la motivación planteada por el
Árbitro sin antes haber determinado si existía una
afectación al debido proceso; b) vulneración del
debido proceso al pretender imponer las
disposiciones normativas que podían aplicarse; c)
apartamiento inmotivado de un precedente.
Decisión La Corte Suprema advierte que la Sala Superior ha
señalado que “el Árbitro Único ha tomado como
fundamento lo prescrito en el arti ́culo 1380 del Código
Civil, basado en el principio de la confianza y buena fe
materializado por una solicitud y aceptación formal de
ambos contratantes con prestaciones reciprocas (...)”.
La Corte Superior agregó que “respecto a la normativa
contenida en la Ley y Reglamento de la Ley de
Contrataciones del Estado, solamente se ha avocado
a mencionarlas, mas no esgrime fundamentos del por
qué no es aplicable dicha normativa, o en todo caso
por qué deben ser suplidas; siendo deber de los
árbitros ajustar sus decisiones conforme a lo pactado
entre las partes”.
Al respecto, la Corte Suprema señala que si bien es
cierto el Árbitro sustentó su decisión en el artículo
1380 del Código Civil, su argumento principal radica
en el principio de la confianza y buena fe, así como la
doctrina de los actos propios. Adicionalmente,
argumenta que la Ley de Contrataciones ha acogido
la doctrina de los actos propios en su artículo 4 que
regula el principio de moralidad.
Finalmente, la Corte Suprema concluye que en el
laudo arbitral sí se observó el orden de prelación de
las normas, al sustentarse en la doctrina de los actos
propios y el principio de buena fe, que informan tanto
el sistema jurídico privado como público de la
normativa contractual. Por lo tanto, casaron la
sentencia impugnada por haber vulnerado el principio
de motivación de las resoluciones judiciales.
Conclusión A criterio de la Corte, la teoría de los actos propios
inspira el sistema de contratación público y privado y
ello ha sido acogido por la Ley de Contrataciones con
el Estado.

4)
Datos del caso Corte Superior de Justicia de la República
Primera Sala Civil Superior Subespecialidad
Comercial
Expediente Nº 398-2015
2016
Lima, Perú.
Sumilla de hechos La Demandante, la Procuraduría del Ministerio de
Educación, interpone una demanda de anulación de

366
laudo contra el Consorcio Leonardo en virtud de los
incisos b), c) y d) del Decreto Legislativo Nº 1071, Ley
que norma el Arbitraje.
Argumentos de El Ministerio de Educación ha alegado, entre otros
las partes aspectos, que se han aplicado normas no
correspondientes al resolver los recursos contra el
Laudo.
Decisión La Corte Superior de Justicia señaló que se ha
determinado de manera errónea por parte del Tribunal
Arbitral la ley de contrataciones aplicable al fondo de
la controversia pues se ha aplicado una norma
posterior al proceso de selección. Al respecto, la Corte
Superior analizó si el Ministerio de Educación cumplió
con realizar el reclamo oportuno.
A criterio de la Corte, la representante del Ministerio
de Educación que firmó el acta de Instalación
convalidó la aplicación de los DS. Nº 083-2004-PCM
y 084-2004-PCM, en los siguientes términos:
“13.1.2. En este contexto, es claro que la ENTIDAD
avaló en la Instalación del Tribunal Arbitral que se
establezca como normas aplicables los Decretos
Supremos N° 083-2004-PCM y N° 084-2004-PCM,
oportunidad en la que pudo objetar y no lo hizo, por lo
que mal puede alegar ahora, que su defensa la basó
en el Decreto Supremo N° 012-2011-PCM y su
Reglamento -aprobado por el Decreto Supremo N°
013-2001-PCM; actuando en contra de sus propios
actos, lo que en derecho se conoce como la Teori ́a de
los Actos Propios, principio que norma la
inadmisibilidad de actuar contra los propios actos; ya
que hacerlo significa quebrantar posiciones asumidas,
el principio de nueva fe y afectar algún tipo de derecho
o expectativa de la contraparte”.
Agrega que, “el proceder de la ENTIDAD importa
indudablemente una suerte de revalidación de las
normas que el Tribunal Arbitral ha aplicado, toda vez
que conforme se ha reseñado, es desde el Acta de
Instalación del Tribunal Arbitral, que se fija el marco
normativo bajo el cual se desarrollari a ́ el proceso
arbitral, oportunidad, en la que se reincide en señalar,
la ENTIDAD tuvo la oportunidad para cuestionar esta
circunstancia; por lo que no es admisible -por no decir
temerario- que la ENTIDAD espere recién las resultas
del proceso (que obviamente deberá serle adverso)
para alegar el perjuicio producido, dado que se ha
configurado la renuncia al derecho a objetar
contemplada en el arti ć ulo 11° del Decreto Legislativo
N° 1071”.
Conclusión Si se convalida o avala un acto procesal dentro del
arbitraje, posteriormente no se puede presentar

367
ninguna objeción por algún vicio pues esa conducta
iría en contra de la teoría de los actos propios.

5)
Datos del caso Corte Superior de Justicia de la República
Segunda Sala Civil Subespecialidad Comercial
Expediente Nº 10-2015-0-1817-SP-CO-02
2016
Lima, Perú.
Sumilla de hechos La Demandante, Gobierno Regional de Lima,
interpone una demanda de anulación de laudo contra
VV Contratista Generales S.R.L., porque no ha podido
hacer valer sus derechos en el arbitraje.
Argumentos de La demandante señala que el Tribunal Arbitral no ha
las partes analizado la doctrina de los actos propios para arribar
a su decisión puesto que la Entidad presentó una
liquidación del contrato que no fue observada por el
contratista; sin embargo, el contratista presentó una
segunda liquidación. No se ha explicado esa conducta
contradictoria.
Decisión El Poder Judicial no acoge el argumento de la
demandate debido a que: “Asi ́, como puede verse, es
claro en el razonamiento arbitral que tratándose dicha
Carta Nº 312- 2009/GRL-GRI-OLT-JCD de un mero
acto de información sin eficacia ni exigibilidad, resulta
sin fuerza juri ́gena que pudiera determinar que el
contratista al no contestar o cuestionar dicha carta,
estuviera efectuando una aprobación a la cual
quedari á vinculado irremediablemente, para que el
Tribunal Arbitral estuviera relevado de ingresar a
analizar la liquidación presentada en primer lugar por
éste y que fuera formalmente observada por la
entidad”.
Adicionalmente, señala que la doctrina de los actos
propios no es una norma imperativa: “en ese sentido,
se advierte la logicidad y coherencia del razonamiento
arbitral, sin que se denote la existencia de vaci o ́ de
argumentación o expresión de razones que califique
como vicio de motivación del laudo, debiendo
acotarse que el hecho que no se hubiera hecho
utilización o referencia expresa de la doctrina de los
actos propios para resolver la causa, no puede
considerarse –como pretende la entidad nulidscente-
vicio de motivación, por cuanto ello supone asumir
que el Tribunal debi a ́ inevitablemente hacerlo y que
resulte juri ́dicamente reprochable que no lo haya
hecho, lo cual, como es obvio, no es del caso, por
cuanto no se trata de una norma imperativa cuya
aplicación haya sido omitida, sino que se trata
solamente de una técnica de razonamiento para

368
valorar los hechos sometidos al juicio arbitral, que no
puede dar lugar a la invalidación del laudo, pues ello
supondri á que el órgano de control judicial asuma una
función de juzgamiento superior”.
Conclusión La aplicación de la doctrina de los actos propios no es
obligatoria para un Tribunal Arbitral pues no se trata
de una norma imperativa.

6)
Datos del caso Corte Superior de Justicia de la República
Primera Sala Civil Subespecialidad Comercial
Expediente Nº 00183-2016-0-1817-SP-CO-01
2016
Lima, Perú.
Sumilla de hechos La Demandante, JS Industrial S.A.C., interpone una
demanda de anulación de laudo contra Felguera IHI
S.A., porque el Tribunal ha omitido pronunciarse
sobre aspectos sometidos a su consideración.
Argumentos de La demandante señala que el Tribunal Arbitral ha
las partes omitido pronunciarse sobre las razones por las que no
resulta aplicable la doctrina de los actos propios en
este caso.
Decisión El Poder Judicial denegó el recurso de anulación
contra el laudo debido a que “La demanda arbitral
obra a fojas 33-96, y de su lectura no se aprecia que
el tema de los actos propios haya sido invocado de
modo expreso para sustentar la primera pretensión
principal de la demanda arbitral (que dio lugar al
primer punto controvertido), que es lo que ahora
sostiene la recurrente”.
La Corte concluye que “no tiene asidero la protesta de
la recurrente, en la medida que acusa una omisión en
base a una alegación que no ha sido propuesta en la
demanda arbitral al momento de explicar su posición
fáctica y juri ́dica. Por tanto, si la alegación que ahora
se hace en el recurso de anulación no es coherente
con lo que se postuló en la demanda arbitral, es claro
que no tiene sustento el recurso de anulación”.
Conclusión Si las partes no han planteado como argumento una
defensa basada en la doctrina de los actos propios de
manera expresa, el Tribunal Arbitral no está obligado
a pronunciarse al respecto.

7)
Datos del caso Corte Superior de Justicia de Lima
Primera Sala Comercial Permanente
Expediente Nº 123-201600273-2016-0-1817-SP-CO-
01
2017
Lima, Perú.

369
Sumilla de hechos La Demandante, ONO ASOCIADO S.A.C., interpone
una demanda de anulación de laudo contra Red
Asistencial Sabogal del Seguro Social.
Argumentos de La demandante señala que no es posible advertir si el
las partes laudo ha sido emitido dentro de plazo, pues el plazo
establecido por el Árbitro Único no se desprende del
convenio ni de lo actuado en el arbitraje.
Decisión El Poder Judicial rechazó la objeción planteada sobre
el plazo para laudar establecido por el Árbitro Único
debido a que dicho plazo fue consentido por la
demandante. Así señaló que “es claro que la
demandante avaló en la Instalación del Arbitro Único
que sea éste quien señale el plazo para laudar, por lo
que se advierte que la demandante actúa en contra
de sus propios actos, lo que en derecho se conoce
como la Teori a ́ de los Actos Propios, principio que
norma la inadmisibilidad de actuar contra los propios
actos. Verificando este Superior Colegiado que el
Árbitro Único ha cumplido con los plazos señalados.
Únicamente cabe precisar que se ha incurrido en error
de tipo material al enumerar las resoluciones, pues
correspondi ́a que el Laudo esté contenido en la
Resolución Nº 27; sin embargo, tal hecho no enerva
los efectos de este”.
Agrega que “la demandante no puede acusar falta de
motivación en dicho extremo; más aún, desconocer
que los plazos fueron fijados por las Resoluciones Nº
25 y 26, conforme a los lineamientos establecidos en
el Acta de Instalación, en la que estuvo presente y
representada por César Luis Sevillano Palacios y
William Alonso De la Cruz Atencio”.
Conclusión Si las partes consienten un procedimiento dentro del
arbitraje, posteriormente no pueden objetarlo pues
constituiría actuar contrar sus propios actos.

8)
Datos del caso Corte Superior de Justicia de Lima
Segunda Sala Civil con Subespecialidad Comercial
Expediente Nº 00256-2017
2017
Lima, Perú.
Sumilla de hechos La Demandante, Empresa Municipal de Mercados
S.A. (EMMSA), interpuso una demanda de anulación
de laudo contra Petramas S.A.C. debido a que se ha
incurrido en las causales estipuladas en los literales
b) y d) del artículo 63 de la Ley de Arbitraje.
Argumentos de EMMSA señala que el Tribunal Arbitral hizo indebida
las partes aplicación de la doctrina de los actos debido a que no
fue discutida por las partes.

370
Decisión El Poder Judicial ha sostenido que “debe tenerse
presente que la doctrina de los actos propios no es
sino un desarrollo teórico especi ́fico del principio de
buena fe que rige de modo transversal en materia
contractual, y que constituye criterio de interpretación
en esta materia conforme al arti ć ulo 1362 del Código
Civil, por lo que perfectamente puede ser incorporado
en el razonamiento arbitral para la calificación juri d
́ ica
de la conducta de las partes, sin estar el Tribunal
supeditado para ello a la invocación expresa de
éstas”.
Conclusión A pesar que las partes no invocaron la doctrina de los
actos propios en sus respectivas defensas, al ser una
norma general que se desprende de la buena fe
contractual, los Árbitros pueden pronunciarse al
respecto.

9)
Datos del caso Corte Superior de Justicia de Lima
Primera Sala Civil con Subespecialidad Comercial
Expediente Nº 128-2018-0-1817-SP-CO-01
2019
Lima, Perú.
Sumilla de hechos La Demandante, Consultora de Estudios y
Supervisión S.A. presentó un recurso de anulación de
laudo contra Proyecto Especial de Irrigación e
Hidroenergético del Alto Piura, debido a que el laudo
no se encontraba debidamente motivado.
Argumentos de La Consultora de Estudios y Supervisión S.A. ha
las partes sustentado su recurso en que existe una afectación al
derecho de motivación y que se habría laudado sobre
materias no sometidas a su decisión pues el Tribunal
Arbitral se ha pronunciado sobre la aplicación doctrina
de los actos propios.
Decisión El Poder Judicial no ha acogido el argumento de la
demandante debido a que no “se ha acreditado la otra
denuncia referida a que se pronunció sobre una
materia no sometida a decisión, habida cuenta que lo
laudado guarda correspondencia con lo que fue
materia de debate en el i ́nterin en el proceso arbitral y
lo fijado como puntos controvertidos; no pudiendo
contrarrestar esta afirmación el solo hecho que el
Arbitro haya utilizado la teori a
́ de los Actos Propios;
en primer lugar, porque la alusión de este principio no
implica en lo absoluto incorporar una nueva
pretensión, sino que el análisis de la conducta de las
partes a la luz de la buena fe, únicamente sirve como
sustento para respaldar su posición de que el
contratista sí tuvo conocimiento del expediente
técnico de lo que se desprende que el análisis juri d
́ ico

371
se ha efectuado en mérito a las invocaciones de las
partes. Asi ́ las cosas concluimos que los argumentos
de anulación utilizados carecen de evidente asidero
fáctico y juri d
́ ico, razón por la cual deberán correr
suerte desestimatoria”.
Conclusión El Poder Judicial ha sostenido que los Árbitros pueden
pronunciarse sobre la doctrina de los actos propios
porque su incorporación no implica añadir puntos
controvertidos.

(ii) Demandas de anulación de actos jurídicos:

Las sentencias seleccionadas involucran causales de anulación de diversos


instrumentos, como un contrato de compraventa con pacto de retroventa, un
contrato de constitución de hipoteca, un pagaré, un contrato de compraventa
sobre el 50% de acciones y derechos de un inmueble, un contrato de mutuo y un
contrato de prestación de servicios a una Municipalidad. Las conclusiones
derivadas de estas decisiones judiciales se comentan en el acápite 5.4.

10)
Datos del caso Corte Suprema de Justicia de la República
Sala de Derecho Constitucional y Social Permenante
Casación 150-2004
2005
Arequipa, Perú.
Voto singular FERREIRA VILDOZOLA.
Sumilla de hechos Los demandantes, la sociedad conyugal conformada
por Oswaldo Yáñez y Adelaida Llerena, pretenden
que se declare la nulidad del acto jurídico de
compraventa con pacto de retroventa pues es un
contrato simulado porque sustentaba un contrato de
mutuo entre César Verano y Adelaida Llerena.
Argumentos de Tras desestimarse la demanda, los demandantes
las partes interponen un recurso de casación porque no se ha
aplicado de manera correcta los artículos 140 y 1361
del Código Civil.
Decisión El magistrado considera que existe una conducta
contradictoria por parte de los demandantes en la
medida que “en relación al tema de la buena fe,
debemos detenernos un momento en la denominada
Teoría de los Actos Propios, la que consiste en el
proceder de un sujeto que objetivamente crea
confianza en otros y que mantendrá ese
comportamiento de forma tal que viene a constituir
una suerte de promesa de una futura actuación
coherente con un acto que ya se ha realizado;
situación que según se observa, resulta ser una
derivación directa del principio de la buena fe, según
la disposición regulada en el articulo 1362 del Código
Civil, dentro del capítulo de lo contratos en general, el

372
cual establece que los contratos deberán negociarse,
celebrarse y ejecutarse según las reglas de la buena
fe y común intención de las partes”.
A ello agrega que “siguiendo a Alejandro Borda sobre
el tema en comentario, citando a Diez-Picazo refiere:
"Cuando una persona ha suscitado en otra, con su
conducta, una confianza fundada -conforme a la
buena fe- en una determinada conducta futura, no
debe defraudar la confianza suscitada y resulta
inadmisible toda actuación incompatible con ella, esto
es, la confianza no se deposita en una apariencia
jurídica sino en la obligatoriedad de comportarse
coherentemente"; por lo que, prosigue el autor
argentino, "Sería ir contra los propios actos atacar de
nulidad un contrato cuando le resulta incómodo o
perjudicial si lo ha considerado válido por años y se
ha beneficiado de él, por lo que no resulta posible
invocar la nulidad de un contrato cuando ha dejado de
beneficiarlo, porque ha de tenerse en cuenta que el
contrato siempre es el mismo (...), por ello debe
declararse inadmisible la pretensión de colocarse en
contradicción con su conducta anterior deliberada y
jurídicamente relevante, mas allá de que dicha
pretensión si fuera tomada individualmente sea
legítima y pueda ejercitarse; lo que ocurre es que
resulta inadmisible cuando se toma como punto de
referencia la primera conducta porque -en definitiva-
la regla venire contra factum proprium limita los
derechos subjetivos, fundándose en el deber de
actuar coherentemente, (...) y ello es así por cuanto
no solo la buena fe sino también la seguridad jurídica
se encontrarían gravemente resentidas si pudiera
lograr tutela judicial la conducta de quien traba una
relación jurídica con otro y luego procura cancelar
parcialmente sus consecuencias para aumentar su
provecho. Nadie puede ponerse de tal modo en
contradicción con sus propios actos ejerciendo una
conducta incompatible con la asumida anteriormente”.
De manera expresa, con respecto a este caso se
sostiene que “la postura doctrinaria anteriormente
descrita, aunque no se encuentra muy enraizada en
nuestra jurisprudencia lo que no sucede en otras
latitudes como en la Argentina, y al margen que ella
no se encuentra regulada en nuestro sistema jurídico,
creemos pertinente su adecuación al Caso sub litis
por cuanto ayudaría a dilucidar muchas controversias
sobre este tipo de casos y en el entendido que la
norma jurídica, como señala Marcelo López Mesa, 'No
es tan solo un mandato de sentido y alcance
inalterable, que siempre exige una misma

373
interpretación, sino que por el contrario admite muy
diversas aplicaciones en función de las circunstancias
siempre cambiantes de la realidad social y en el
entendido que el juzgador puede, dar a una norma o
conjunto de normas, la interpretación que parezca
aras adecuada al momento en qué vive" (...) en el
caso de autos, el recurrente no podría ahora alegar
una mala fe respecto de la otra parte por cuanto
conforme a lo anotado, existía un precedente
contractual entre las mismas partes el cual no fue
impugnado oportunamente por el demandante por lo
que mal podría ahora acogerse el demandante a la
invocación de nulidad de acto jurídico al presumirse
respecto de la otra parte buena fe contractual”.
Conclusión A criterio del Magistrado, si se ha consentido la validez
de un contrato celebrado con anterioridad entre las
partes, sobre la base de la buena fe no podría
alegarse posteriormente la nulidad de un nuevo
contrato celebrado en los mismos términos. En este
caso, la Corte señaló que sí existió simulación por lo
que la aplicación de los artículo 140 y 1361 no altera
la nulidad del acto jurídico.

11)
Datos del caso Corte Suprema de Justicia de la República
Sala Civil Transitoria
Casación 726-2012
2013
Cajamarca, Perú.
Sumilla de hechos Los demandantes, Golden Residencial E.I.R.L.,
solicitó la nulidad de un pagaré presuntamente
emitido en favor del Banco BBVA Continental
(demandado) debido a la falta de manifestación de
voluntad.
Argumentos de Tras estimarse parcialmente la demanda, el BBVA
las partes señala que no se ha analizado la doctrina de los actos
propios debido a que el pagaré ha sido renovado
hasta en 12 oportunidades cumpliendo con los
requisitos de conducta vinculante y pretensión
contradictoria.
Decisión El Tribunal luego de analizar los presupuestos de la
doctrina o teoría de los actos propios sobre la base del
Primer Pleno Casatorio Civil Nº 1465-2017, consideró
lo siguiente: “corresponde precisar que la aplicación
de la doctrina de los actos propios constituye un
argumento recién esgrimido por el recurrente con el
presente medio impugnatorio no habiendo sido por
tanto materia del contradictorio ni puesto a debate en
las instancias de mérito habiéndose declarado
improcedente por extemporánea la contestación de la

374
demanda formulada por el Banco recurrente
limitándose a señalar cuando apeló la sentencia de
primera instancia que la hipoteca cumplió con los
elementos esenciales del acto juri ́dico previstos en el
arti ́culo 140 del Código Civil asi ́ como en los arti ć ulos
1098 y 1099 del Código acotado no constituyendo el
pagaré acto juri ́dico alguno para efectos de
determinar la validez o eficacia de la hipoteca por
consiguiente mal puede el recurrente invocar la
aplicación de la precitada teori á en casación más aun
si de conformidad con el principio de congruencia
previsto en el arti ́culo VII del Ti ́tulo Preliminar del
Código Procesal Civil los Jueces no pueden ir más allá
del petitorio ni fundar su decisión en hechos diversos
de los que han sido alegados por las partes
consecuentemente al no haber sido la precitada
alegación objeto de pronunciamiento por las
instancias de mérito se concluye que este Supremo
Tribunal se encuentra imposibilitado de analizar la
aplicación de la Teori ́a de los Actos Propios debiendo
procederse a analizar la infracción material”.
Conclusión A criterio de la Corte, no resulta posible analizar en
casación un argumento nuevo relacionado con la
doctrina de los actos propios si no ha sido invocado
con anterioridad.

12)
Datos del caso Corte Suprema de Justicia de la República
Sala Civil Permanente
Casación 1322-2006
2006
Puno, Perú.
Sumilla de hechos La demandante interpuso una demanda de nulidad de
acto jurídico (constitución de hipoteca) y del
documento que la contiene (escritura pública del 5 de
mayo de 1998), asi ́ como la nulidad del asiento
registral, señalando que mediante minuta del 16 de
abril de 1998, otorgó una supuesta garantía
hipotecaria a favor del Banco Continental sucursal
Juliaca, del bien inmueble ubicado en el Jirón Ramón
Castilla número 647; la hipoteca recayó en el bien,
sólo y únicamente el terreno, mas no la fábrica,
porque este derecho superficiario no se hallaba
inscrito.
Argumentos de La demandante alega que el juez ha interpretado
las partes erróneamente la norma aplicable (1099 Código Civil),
en cuanto al requisito de validez de la hipoteca, que
asegure el cumplimiento de una obligación
determinada o determinable.

375
Decisión Entre los argumentos utilizados por la Corte para
denegar el recurso de casación, se señaló lo
siguiente: “no debe dejar de repararse que las partes
han celebrado una garanti a ́ hipotecaria, de común
acuerdo, en donde han establecido,
contractualmente, un mecanismo de respaldo de las
obligaciones del deudor para con el acreedor, al que
usualmente se le denomina hipoteca; de donde, se
puede concluir que, cuando una de las partes,
suscriptora del contrato de garanti a ́ , pretende la
nulidad de la aludida escritura pública, no solo está
afectando la relación contractual establecida por la
partes, sino que estari ́a violando el principio juri d
́ ico
"venire contra factum proprio, non valet" que no es
sino el principio de la buena fe del que se deriva la
doctrina de los actos propios, la misma que encierra
la regla según la cual: nadie puede ponerse en
contradicción con sus propios actos anteriores, a
través del ejercicio de una conducta incompatible con
una anterior”.
Conclusión La Corte señala que alegar la nulidad de la escritura
pública de un acto jurídico es actuar contra sus actos
propios.

13)
Datos del caso Corte Suprema de Justicia de la República
Sala Civil Transitoria
Casación 2802-2009
2010
La Libertad, Perú.
Sumilla de hechos El demandante alegó la nulidad de acto jurídico de
una compraventa del 50% de derechos y acciones de
un inmueble o subordinadamente, nulidad por
simulación absoluta.
Argumentos de El recurso de casación se sustenta en la errónea
las partes aplicación del artículo 168 del Código Civil debido a
que el análisis de Sala Superior no se circunscribe a
la pretensión.
Decisión La Corte Suprema estimó el recurso debido a que “se
aprecia que el Ad quem no ha considerado que la
pretensión demandada contiene como petitorio la
nulidad del acto juri ́dico de compraventa por la causal
de simulación absoluta, es decir del acto que por
ausencia de requisitos intri n ́ secos no surte efecto
juri d
́ ico, y que "necesariamente se debe interpretar lo
declarado por las partes y lo que las normas prevén
para ello. Lo mismo que las partes al tiempo de
celebrar sus contratos no pueden huir del contexto
legal imperativo, el intérprete no puede quedarse sólo
con lo querido por las partes, sino que debe

376
compatibilizar tal declaración con lo que el orden
juri d
́ ico regula para ellas. En este sentido los efectos
del acto se logran no solo por lo querido y manifestado
por el otorgante, sino por lo previsto por la norma para
dicho acto juri ́dico (...); en tal sentido justamente el
legislador ha sancionado la falta de coincidencia entre
lo expresado y la real intención de las partes, a través
de la figura de nulidad del acto juri d
́ ico, que es materia
del presente caso, por lo que el órgano jurisdiccional
de segundo grado, debió analizar el negocio juri d ́ ico
de compraventa celebrado entre las partes del
cincuenta por ciento de derechos y acciones del
inmueble sub judice, a fin de determinar si lo
expresado por ellas es lo que verdaderamente
quisieron y no concluir conforme señala Galgano que:
"(...) nadie puede contradecir sus propios actos; y en
consecuencia, que lo expresado por las partes es
inmodificable; tanto más si la causal de nulidad del
acto juri d́ ico por simulación absoluta, es aquella que
por decisión de las partes, aparenta la existencia de
una reglamentación negocial que en realidad no es
querida por tanto corresponde analizar al Ad quem los
medios probatorios aportados a fin de resolver el
conflicto intersubjetivo entre las partes a fin de emitir
una sentencia ajustada a derecho”.
Conclusión A criterio de la Corte, no resulta posible concluir que
una parte está imposibilitada de contradecir sus actos
propios si se está ante un negocio simulado.

14)
Datos del caso Corte Suprema de Justicia de la República
Sala Civil Permanente
Casación 3402-2014
2014
Lima, Perú.
Sumilla de hechos Se trata de un recurso de nulidad de acto jurídico
planteado por Carmen Amelia Gómez Pacheco y
Carlos Néstor Fernando Flores Gómez contra la
Cooperativa de Ahorro y Crédito Atlantis Limitada con
respecto al Contrato de Mutuo Hipotecario de marzo
de 2008. La demanda se sustentaba en lo siguiente:
1) la Cooperativa se encuentra prohibida de conceder
créditos al público en general, salvo a sus propios
socios, pero concedió crédito a los demandantes; 2)
los demandantes nunca tuvieron la condición de
socios; 3) La Cooperativa se encuentra prohibida por
ley de otorgar créditos hipotecarios a terceros.
Ante ello, la Cooperativa sostuvo que la señora
Gómez Pacheco sí es socia y que la finalidad de los

377
demandantes es no cumplir con el pago de su
acreencia.
Tanto en primera como la segunda instancia
declararon que el Contrato de mutuo con garantía
hipotecaria era nulo.
Argumentos de La Cooperativa decidió interponer un recurso de
las partes casación sustentando lo siguiente: i) infracción
normativa del artículo 141 del Código Civil; ii)
Infracción normativa del artículo 374 del Código
Procesal Civil pues no se admitió en segunda
instancia un medip probatorio relevante; iii) infracción
normativa del artículo 139.3, pues se ha vulnerado el
debido proceso al no valorar el medio probatorio
aportado; y, iv) infracción normativa al artículo V del
Título Preliminar del Código Civil pues la demandante
era socia de la Cooperativa y el contrato no debió ser
declarado nulo.
Decisión Con respecto a las infracciones normativas alegadas
en los ítems ii) y iii), la Corte Suprema señaló que no
hubo violación al debido proceso en la medida que el
medio probatorio aportado no cumple con la teoría de
los hechos nuevos y no fue presentado en la etapa
postulatoria del proceso. Además, sostiene que la
Corte Superior sí valoró el documento aludido por la
recurrente y concluyó que se ha probado que la
demandante era socia, mas no que lo era al momento
de la celebración del acto jurídico. Por lo tanto, se
desestiman ambas infracciones normativas.
En cuanto a las alegadas infracciones normativas de
los ítems i) y iv), la Corte Superior advierte que los
demandantes suscribieron el contrato de mutuo, en
cuya cláusula primera declararon expresamente tener
la calidad de socios hábiles de la Cooperativa. A
criterio de la Corte, se encuentran vinculados a la
teoría de los actos propios.
Explica claramente que “la denominada Doctrina de
los Actos Propios, constituye una regla que no permite
venire contra factum propium; se encuentra
i ́ntimamente ligado a la vinculación originada por la
manifestación de la voluntad y la imposibilidad de
adoptar comportamiento contradictorio a la misma; su
fundamento yace en la protección a la confianza que
se puede haber depositado en el comportamiento
ajeno y la regla de la buena fe que ocasiona un deber
de coherencia en el comportamiento y limita el
ejercicio de los derechos objetivos, se trata de una
protección de la confianza legi t́ ima”. Además, señala
que deben cumplirse los requisitos señalados en el
Primer Pleno Casatorio para su apliación.

378
“En el caso de autos opera la Doctrina de los Actos
Propios, pues los demandantes luego que en la
cláusula primera del contrato sub litis declararon
expresamente tener la condición de socios hábiles de
la Cooperativa, para beneficiarse con el referido
mutuo hipotecario, pretenden desconocer dicha
condición pese a que se encuentran vinculados por su
manifestación de voluntad que debe ser interpretada
bajo el principio de la buena fe; más aun teniendo en
cuenta que el contrato de mutuo con garantía
hipotecaria sub litis, ha merecido un proceso judicial
sobre ejecución de garantía hipotecaria en el que se
ha confirmado el remate del bien mediante resolución
de vista de fecha catorce de julio de dos mil diez (fojas
cuarenta y ocho) respecto de la cual se declaró
improcedente el recurso de casación (fojas cincuenta
y dos)”.
Conclusión A criterio de la Corte, no se puede pretender un
beneficio desconociendo de manera unilateral una
declaración de voluntad anteriormente efectuada
pues es contrario a la teoría de los actos propios.

15)
Datos del caso Corte Suprema de Justicia de la República
Sala Civil Permanente
Casación 3231-2014
2016
Arequipa, Perú.
Sumilla de hechos La demandada, la Municipalidad Provincial de
Arequipa, ha interpuesto recurso de casación contra
la sentencia de vista expedida por la Tercera Sala Civil
de la Corte Superior de Justicia de Arequipa, que
confirmó la sentencia apelada que declaró fundada en
parte la demanda.
El caso consiste en que el señor Luciano Emiliano
Soncco Fernández alquiló ciertos materiales de
construcción (encofrados y accesorios) a la
Municipalidad de Arequipa para la construcción del
Reservorio Nº 37 e indica que celebró contrato con el
residente de obra, el ingeniero Ciro Sánchez Tejada y
que esto ha sido reconocido por la Municipalidad
mediante resoluciones e informes donde se aprueba
el gasto en dichos materiales.
La Municipalidad indica que el contrato ha sido
celebrado a título personal por lo cual la entidad
demandada no está obligada al cumplimiento de la
obligación.
Tanto en primera como en segunda instancia se le da
la razón al demandante y se ordena el pago de la
obligación porque si bien no existe un contrato formal

379
por escrito, la demandada ha reconocido en
oportunidades previas la existencia de una deuda y la
existencia del alquiler de dichos materiales. Se ha
probado que la Municipalidad sí alquiló los materiales
y que se usaron efectivamente para la construcción
del Reservorio 37. Asimismo, señalan las instancias
previas, que debería haber responsabilidad a los
funcionarios de la Municipalidad por haber contratado
sin seguir el procedimiento, pero de ninguna forma se
puede no honrar la obligación contraída.
Argumentos de La demandada interpone recurso de casación por
las partes infracción normativa de (i) el artículo 9 del Decreto
Legislativo Nº 1017, Ley de Contrataciones del
Estado, porque el demandante no tenía derecho a
participar como proveedor porque no se encontraba
inscrito en el Registro Nacional de Proveedores y (ii)
el artículo 139 de la Constitución porque las instancias
previas no se han pronunciado sobre el contrato de
alquiler que indica que en caso de discrepancia se
debe actuar un proceso arbitral y no uno judicial como
lo hizo la demandante (cláusula arbitral).
Decisión Respecto a la primera supuesta infracción normativa,
el Tribunal señala que esta constituye una nueva
alegación que no ha merecido pronunciamiento de la
instancia de mérito.
Respecto a la segunda supuesta infracción normativa,
el Tribunal expresamente señala que “el recurrente
invoca como hecho que constituye afectación al
debido proceso la no valoración del contrato; sin
embargo, ello carece de asidero además de ser un
argumento contradictorio a su posición a lo largo del
proceso (en el que alega la no suscripción del
contrato), la recurrente ha renunciado tácitamente al
arbitraje al no cuestionar la competencia del a quo en
mérito al artículo 18 del Decreto Legislativo 1071 (…)”.
Sobre la doctrina de los actos propios, el Tribunal
señala que “se trata de una protección de la confianza
legítima, de allí que la informalidad de la prestación no
puede ser perjudicial a quien prestó el servicio, pues
dicha parte no tiene la obligación de cumplir con la
formalidad del contrato, quien tenía la obligación de
velar por el cumplimiento de las normas que invoca es
la entidad demandada, la que avaló la prestación de
un servicio a su favor pese al presunto incumplimiento
de las formalidades de la Ley de Contrataciones y
Adquisiciones del Estado. Aceptar la posición de la
entidad demandada sería permitir que se beneficie de
su propia negliencia, pues los actos y documentos
municipales denotan que no se concluyó con los

380
trámites de formalización del servicio y que sí se
prestó el servicio de alquiler”.
Finalmente, se declaró infundado el recurso de
casación.
Conclusión Se señaló que a quien corresponde el deber de velar
por el cumplimiento de las formalidades establecidas
en la Ley de Contrataciones y Adquisiciones del
Estado era a la entidad y que esta no se podía basar
en la ausencia de formalidad para incumplir, más aun
cuando todos los actos y documentos emitidos por la
Municipalidad permiten concluir que efectivamente sí
se prestó el servicio.
Además señaló que resultaba contradictorio con sus
actos el desconocer a lo largo del proceso la
existencia de un contrato de alquiler y luego alegar en
casación la existencia de una cláusula arbitral.

Demandas de obligación de dar sumas de dinero:

En los tres casos reseñados sobre la obligación de pagar suma de dinero, la


invocación de la doctrina de los actos propios se ha hecho por razones variadas:
por haber consentido la ejecución del contrato pese a alegar su nulidad; y por
haber alegado la aplicación de una ley cuando el pacto contenía estipulaciones
distintas. Las conclusiones derivadas de estas decisiones judiciales se comentan
en el acápite 5.4.

16)
Datos del caso Corte Suprema de Justicia de la República
Sala Civil Permanente
Casación 1247-2010
2010
Lima, Perú.
Sumilla de hechos La demandante interpuso una demanda de obligación
de dar suma de dinero contra la Municipalidad Distrital
de Jesús María para que cumpla con cancelarle el
monto que le adeuda.
Argumentos de Uno de los principales argumentos esgrimidos por la
las partes demandada es que el contrato ha sido declarado nulo
en sede judicial por lo que no corresponde otorgar la
contraprestación solicitada por el demandante.
Decisión La Corte en un extremo se pronuncia sobre la
imposibilidad de negar las prestaciones efectuadas
por el demandante en virtud de la doctrina de los actos
propios. En ese sentido señaló que: “de la revisión de
la recurrida, se aprecia que la misma se pronuncia
sobre dos apelaciones: a) la apelación de la
resolución número quince de fecha veintinueve de
mayo de dos mil nueve, que declara improcedente la
petición de incompetencia formulada por la
demandante; y, b) la apelación de la sentencia de

381
fecha veintinueve de mayo del dos mil nueve, que
declara fundada la demanda de obligación de dar
suma de dinero. Respecto a la apelación de la
resolución número quince señala que la demandante
no pretende cuestionar acto o procedimiento
administrativo alguno, sino el pago de la
contraprestación realizada en virtud de un contrato de
prestación de servicios, cuya naturaleza contractual
se encuentra regulada por el arti ć ulo 1764 y
siguientes del Código Civil (Contrato de Locación de
servicios), por lo que el conocimiento de la pretensión
corresponde a la naturaleza civil y no a la contenciosa
administrativa, más aún si la alegada incompetencia
no ha sido formulada vi ́a excepción, siendo pertinente
lo señalado en el arti ́culo 466 del Código Procesal
Civil, el cual prevé que consentida o ejecutoriada la
resolución que declara la existencia de una relación
juri d
́ ica procesal válida, precluye toda petición referida
directa o indirectamente, a la validez de la relación
citada, siendo que por resolución de fecha veintinueve
de enero de dos mil ocho, se declaró saneado el
proceso y la existencia de una relación juri d ́ ica
procesal válida; por lo que resuelve confirmar la
resolución apelada número quince. En cuanto a la
apelación de la sentencia, fundamenta su decisión
indicando que los argumentos de la apelación deben
ser desestimados, porque no existe controversia, esto
es, la Comuna emplazada no ha negado respecto al
hecho de que la demandante ejecutó las prestaciones
a su cargo del cinco de diciembre del dos mil seis al
dieciséis de enero del dos mil siete, como es el
servicio de limpieza pública, recolección de residuos
sólidos, barrido de calles y otros, conforme se detalla
en la cláusula primera del contrato de fojas doscientos
veintitrés; además el arti ć ulo 1764 del Código Civil,
establece la obligación de pago a cargo del comitente
por el servicio prestado. Negar la retribución por la
prestación efectuada por la demandante, es ir en
contra de los propios actos de la demandada, puesto
que dicha Municipalidad consintió que la empresa
efectúe las prestaciones a su cargo correspondientes
al periodo del cinco de diciembre del dos mil seis al
dieciséis de enero del dos mil siete, conducta
negatoria que contraviene el principio de derecho de
los actos propios, según el cual a nadie le está
permitido ir en contra de sus propios actos. Si bien,
mediante la carta notarial recepcionada por la
demandante el once de enero del dos mil siete, la
Municipalidad demandada le comunica que se
abstenga de realizar las prestaciones propias del

382
aludido contrato, no menos cierto es que la prestación
se efectuó hasta el dieciséis de enero del dos mil
siete, sin que exista oposición de la Municipalidad
demandada. Por último la transacción extrajudicial
celebrada entre las partes, con fecha uno de junio del
dos mil siete, está referida al pago por las
prestaciones ejecutadas correspondiente a los meses
de julio, agosto, octubre, noviembre y diciembre del
dos mil seis, siendo que el monto del mes de
diciembre, refiere al periodo anterior al cinco de dicho
mes, por lo que dicha transacción no resulta ser
prueba pertinente para resolver la controversia, dado
que lo que se reclama en este proceso, es el pago de
las prestaciones efectuadas, del cinco de diciembre
del dos mil seis al dieciséis de enero del dos mil siete”.
Conclusión Negar la retribución por la prestación efectuada por la
demandante, implica actuar contra los propios actos
cuando se ha consentido tal ejecución.

17)
Datos del caso Corte Suprema de Justicia de la República
Sala de Derecho
Casación 2208-2005
2007
Lima, Perú.
Sumilla de hechos La demandante, el Banco de Crédito, interpuso una
demanda de obligación de dar suma de dinero debido
a que celebró un arrendamiento financiero cuyos
pagos no fueron debidamente cumplidos.
Argumentos de El demandado, luego de haber obtenido resoluciones
las partes en su contra en las dos primeras instancias, interpuso
un recurso de casación debido a que se ha
contravenido el artículo 386 del Código Procesal Civil
atentando contra la prohibición de reformatio in pejus.
Adicionalmente, no existe motivación alguna con
respecto al pago de costas y costos.
Finalmente, se alegó que se habían inaplicado las
normas denunciadas puesto que todas las cláusulas
contractuales deben ser interpretadas en armonía con
la ley, así como el Decreto Legislativo Nº 299 que
prescribe la restitución del inmueble como
consecuencia de haber incurrrido en una causal de
rescisión. Por lo tanto, alega que no se puede
pretender la restitución bajo una causal de resolución
distinta a la que la ley prescribe.
Decisión La Corte denegó el recurso debido a que “la aplicación
de la norma, sea cual fuera esta, no se hace, a
rajatabla, sino en función a las circunstancias propias
de cada proceso, y en este caso, conforme han
señalado las instancias, las partes han establecido

383
cláusulas contractuales que son obligatorias para
ellas; por ende, si las partes han acordado resolver el
contrato mediante la configuración de un vicio al que
han denominado resolutivo y no rescisivo, como dice
la ley, debe primar la voluntad establecida por estas,
puesto que si no, implicari a ́ una contravención a lo
acordado por las partes; por lo demás, no existe nexo
vinculatorio sólido para la denuncia formulada por la
recurrente, respecto de la resolución expedida por los
magistrados de mérito, puesto que cualquier
cuestionamiento sustantivo, tiene que ser objeto de un
proceso distinto al de ejecución, esto es, diferente a
éste, siendo evidente que el vicio denunciado por la
recurrente debe desestimarse.
Agrega la Corte que “el comportamiento de la
recurrente atenta contra la regla de derecho derivado
del principio general de la buena fe (venire contra
factum propium non valet), y que se materializa en la
teori a
́ de los actos propios, según la cual "(..) a nadie
le está permitido ir contra sus propios actos (...)"
Carlos Soto Coaguila; Revista hechos de la Justicia;
incluso, este autor, citando a ENNECERUS, indica
que estamos ante una regla de derecho según la cual:
"(...) "A nadie es li ́cito hacer valer un derecho en
contradicción con su anterior conducta, cuando esta
conducta, interpretada objetivamente según la ley, las
buenas costumbres o la buena fe, justifica la
conclusión de que no se hará valer el derecho, o
cuando el ejercicio posterior choque contra la ley, las
buenas costumbres o la buena fe".
Conclusión Constituye actuar en contra de la doctrina de actos
propios solicitar la aplicación de una consecuencia
legal cuando las partes han regulado ese supuesto,
aun cuando sea distinto a lo establecido por la ley.

Demandas de ejecución de garantías:

En los tres procesos de ejecución de garantías la doctrina de los actos propios


es analizada a propósito de la modificación del contrato sin cumplir las
formalidades; y del aprovechamiento del propio dolo. Las conclusiones derivadas
de estas decisiones judiciales se comentan en el acápite 5.4.

18)
Datos del caso Corte Suprema de Justicia de la República
Sala Civil Transitoria
Casación 1218-2006
2006
Ucayali, Perú.
Voto discordante.

384
Sumilla de hechos Mediante escritura publica del Contrato de Mutuo con
Garantía Hipotecaria del 10 de noviembre de 2001,
NCS American Forestal Sociedad Anónima Cerrada,
DEMANDANTE, otorgó un préstamo de quince mil
nuevos soles a favor de Luis López Marina, quien se
comprometió a devolver el crédito en el plazo de 90
días contados a partir del otorgamiento de la citada
escritura pública y que, para efectos de garantizar el
pago del adeudo en las condiciones pactadas, fue
constituida hipoteca sobre el inmueble de propiedad
de los esposos Lizardo Miranda Ruiz y Yuvis Marlith
Vásquez Corral. Posteriormente, el deudor no cumplió
con efectuar el pago dentro del plazo acordado, y el
27 de septiembre de 2003, el asesor legal de la
demandante remitió al deudor carta notarial
requiriéndole la entrega de madera para efectos de
cancelar la deuda contraída, bajo apercibimiento de
ejecutar la garantía hipotecaria otorgada.
Argumentos de Mientras que la demandante requiere el pago del
las partes préstamo en efectivo, los demandados se oponen
alegando que la carta enviada por el abogado por la
que requiere la entrega de madera ante la falta de
pago en dinero es efectiva el demandado se opone a
la ejecución. La demandante insiste en la ejecución
por falta de pago pues la carta enviada por su
abogado se trataría de un acto unilateral que no
modificó el contrato de mutuo.
Decisión La decisión en mayoría declaró fundado el recurso de
casación, declaró nula la sentencia de vista, revocó la
apelada y dispuso la ejecución del bien.
El voto discordante señala que la entrega de la carta
configura una conducta contradictoria no tolerada por
la doctrina de los actos propios debido a que “si bien
las partes suscribieron originariamente un contrato de
mutuo con garanti ́a hipotecaria, en los términos y
formalidades antes descritos, sin embargo, con
posterioridad a la suscripción del mismo, (...) las
mismas partes acordaron que el pago se terminari a ́
de realizar con la entrega de cierto volumen de
madera, por lo que si bien ello no se condice en
principio con el supuesto normativo del contrato de
mutuo a que se contrae el arti ́culo 1748 del Código
Civil, en cuanto a la obligación del mutuatario de
devolver en la misma especie y cantidad el dinero
otorgado por el mutuante, y en cuanto a que de existir
una modificación en el contrato original debió hacerse
con la formalidad prevista en el arti ć ulo 1413 del
Código Sustantivo, sin embargo, dichos aspectos se
vieron superados por la realidad que subyace de los
actos que con posterioridad se dieron entre las partes,

385
de lo que sirve de base para tomar en consideración
que en el presente caso se advierte una dosis
razonable de buena fe en el coejecutado en cuanto a
cumplir su obligación originaria con la entrega de
madera, lo que en su momento no fue cuestionado por
la empresa demandante pues nada dice al respecto,
y que por el contrario consiente dicha forma de pago
con la carta notarial de fojas ciento ochenta, por lo que
existe un precedente razonable para pensar que, en
este caso, existió buena fe de uno de los contratantes;
tanto más, si con posterioridad a la suscripción del
contrato de mutuo, la accionante celebró otras formas
de contrato con el coejecutado sobre entrega de
madera a cambio de dinero, independientemente al
contrato de mutuo ya señalado, según se verifica de
las instrumentales de fojas ciento tres a ciento
treintinueve”. Asimismo, se señala que “con relación
al tema de la buena fe contractual, existe lo que en
doctrina se denomina la Teori a ́ de los Actos Propios,
que consiste en el proceder de un sujeto que
objetivamente crea confianza en otros y que
mantendrá ese comportamiento, de forma tal que
viene a constituir una suerte de promesa de una futura
actuación coherente con un acto que ya se ha
realizado; situación que según se observa, resulta ser
una derivación directa del principio de la buena fe,
según la disposición regulada en el arti ́culo 1362 del
Código Civil, dentro del capi t́ ulo de lo contratos en
general, el cual establece que los contratos deberán
negociarse, celebrarse y ejecutarse según las reglas
de la buena fe y común intención de las partes”.
Conclusión El magistrado, en su voto discordante, consideró que
una parte no se puede apartar de lo convenido con
otra en base a la buena fe, a pesar de que la
modificación contractual no haya seguido las
formalidades correspondientes.

19)
Datos del caso Corte Suprema de Justicia de la República
Sala Civil Permanente
Casación 2849-2001
2002
Jaén, Perú.
Sumilla de hechos El Caso trata de una ejecución de garantía a la que el
demandado se opone debido a que el título es nulo.
Argumentos de En este caso se interpuso el recurso de casación por
las partes haberse interpretado erróneamente los artículos 156,
168 y 231 del Código Civil. En primer lugar, la parte
que interpuso el recurso de casación alega que no
tiene sustento la contradicción amparada en la nulidad

386
formal del título de ejecución y, además, se debe tener
en consideración el principio general del derecho
según el cual nadie puede ampararse o beneficiarse
en su propio dolo.
Decisión El Tribunal señaló que la representación no está
sujeta a título formal y que, inclusive puede ser tácita.
En cuanto a la inaplicación del artículo 168 del Código
Civil, sostuvo que “el coejecutado no puede
beneficiarse de su propio dolo para ampararse con la
nulidad del título de ejecución. La buena fe consiste
en un modelo de conducta ético-jurídico que tiene un
aspecto negativo o de veto, en cuanto rechaza una
conducta deshonesta. Según la teoría de los actos
propios, nadie puede contradecir sus propios actos
(venire contra factum proprium)”.
Conclusión A criterio de la Corte, una parte no puede beneficiarse
de la nulidad causada por su propio dolo pues implica
actuar contra sus propios actos.

Demandas sobre diversos asuntos civiles:

En esta sección se incluyen las sentencias referidas a controversias variadas,


como una una demanda de prescripción adquisitiva; una demanda de
impugnación de paternidad; una demanda para la terminación de un contrato de
comodato; una impugnación de acuerdos adoptados por asociaciones civiles; y
la ejecución de una sentencia de divorcio emitida en el exterior. Las conclusiones
derivadas de estas decisiones judiciales se comentan en el acápite 5.4.

20)
Datos del caso Corte Suprema de Justicia de la República
Pleno Casatorio Civil
Casación 2229-2008
2008
Lambayeque, Perú.
Sumilla de hechos Se trata de una demanda de prescripción adquisitiva
de dominio debido a que el demandante ostenta la
posesión del inmueble por más de 60 años.
En primera instancia se declaró infundada la demanda
debido a que el demandante reconoció que ocupaba
el inmueble como inquilino. La resolución fue
ratificada por la Corte Superior debido a que no se
demostró una posesión como titular.
Argumentos de El recurso de casación se sustenta en que se han
las partes infringido las normas del debido proceso. Asimismo,
se denuncia una aplicación errónea del artículo 950
del Código Civil.
Decisión La Corte denegó el recurso debido a que “otro hecho
que las instancias de mérito han considerado probado
es el referente al proceso de Rectificación de Área
seguido por el señor Aurelio Cornejo Barturén contra

387
Edith Córdova Calle y otros ante Segundo Juzgado
Civil de Chiclayo, expediente Nº 1457-2000 (el cual
corre como acompañado del presente proceso de
usucapión), en donde el señor Rafael Llúncor declara
como testigo, a fojas doscientos cuatro, y ante la
pregunta de que diga cómo es verdad "Que ocupa el
inmueble urbano en la calle Manuel Mari ́a Yzaga N"
769 de esta ciudad, en calidad de inquilino de los
señores CEPEDA YZAGA" responde que "...es
verdad, desde el año mil novecientos cuarenta y dos,
siendo propietario del inmueble don Guillermo
Cepeda Izaga", hecho que ha tratado de ser negado
por el abogado de los accionantes, como se verifica a
fojas cuatrocientos treinta y tres de autos, afirmación
que luego, de manera contradictoria, trata de ser
atenuada cuando seguidamente (fojas cuatrocientos
treinta y cuatro) señala: "g. Que aun en la negada e
infundada hipótesis que mi citado cliente hubiere sido
alguna vez arrendatario, la magistratura deberá
apercibirse que tal fantasiosa condición no le ha sido
imputada a mi otra cliente y co demandante, Gladis
Llúncor Moloche, quien habita el inmueble desde que
nació, esto es, por más de sesenta años y quien
nunca ha tenido relación juri d ́ ica alguna de ninguna
estirpe con alguno de los demandados".
56.- Creemos que hay un deber de coherencia que
toda persona y todo litigante en especial (ello incluye
a los abogados y demás intervinientes en un proceso)
debe demostrar, lo cual se imbrica con la buena fe;
puesto que aún haya resistencia por cierto sector
nacional a la aplicación de la teori a ́ de los Actos
Propios, no es agible [sic] que las mismas personas
afirmen en un momento conducirse como propietarios
de un bien y luego, cuando la parte contraria
demuestra una condición diferente, pretendan
deslindar situaciones juri ́dicas como la antes anotada,
en el sentido que incluso demandando en calidad de
litisconsortes necesarios (puesto que ambos alegan
tener la misma titularidad juri d ́ ica posesoria
homogénea), pretendan luego que los ti ́tulos
posesorios sean considerados independientemente
del uno respecto del otro, con lo cual están admitiendo
que no tienen la misma posesión que afirmaban
inicialmente en su demanda”.
Conclusión Actuar de manera contradictoria en dos procesos
diferentes con respecto al mismo asunto jurídico
atenta contra la doctrina de los actos propios.

21)
Datos del caso Corte Suprema de Justicia de la República

388
Sala Civil Transitoria
Casación 2245-2014
2014
San Martín, Perú.
Sumilla de hechos El caso consiste en una impugnación de paternidad
de alguien que aceptó la paternidad de manera
voluntaria, pues acudió a firmar la partida de
nacimiento. En primera instancia, se declaró fundada
la demanda debido a que se debe priorizar la verdad
biológica frente a la formal.
Por su parte, la Corte Superior revocó la sentencia y
declaró infundada la demanda al considerar que, si los
apellidos los adquiere el reconocido por la vía de la
filiación, generando la relación de este con una familia
determinada, la persona que realiza el reconocimiento
no puede, después de efectuado el acto de
reconocimiento, disponer todos los derechos que
nacen a favor del reconocido.
Argumentos de El argumento que sustenta el recurso de casación
las partes consiste en que se ha afectado el debido proceso e
inaplicado el artículo 386 del Código Civil, asi como el
artículo 7 de la Convención sobre Derechos del Niño.
Decisión La Corte denegó el recurso debido a que “la Teori ́a de
los Actos Propios, según la cual el declarante de
voluntad no puede inobservarla, a menos que la ley
legitime dicha contradicción; constituye una regla que
requiere conducta vinculante, pretensiones
contradictorias e identidad de sujetos; requisitos que
concurren en el caso de autos, en el que la conducta
vinculante está dada por el acto de reconocimiento del
menor como padre, por parte del demandante a
sabiendas que éste no es su hijo biológico (lo que
finalmente ha quedado acreditado en autos); la
pretensión contradictoria está dada por el alegar la
nulidad de dicho acto de reconocimiento por no ser el
padre biológico del menor pese a que lo realizó a
sabiendas que no era el padre biológico del menor y
la identidad de sujetos, pues el acto de
reconocimiento involucra a las mismas partes, padre
e hijo (...) En el caso de autos nos encontramos ante
un reconocimiento de paternidad, "voluntariamente
inexacto", al haber sido realizado por quien sabe que
no es padre biológico del reconocido; por ello en virtud
a la Teori a ́ de los Actos Propios, quien realiza este
tipo de reconocimientos no puede luego ir contra su
propio acto pretendiendo se declare la nulidad del
acto de reconocimiento alegando un vicio aceptado
por éste”.

389
Conclusión Resulta contrario a los actos propios pretender la
nulidad de un reconocimiento de hijo cuando fue
reconocido sabiendo que no era hijo biológico.

22)
Datos del caso Corte Suprema de Justicia de la República
Sala Civil Transitoria
Casación 3780-2007
2008
Cuzco, Perú.
Sumilla de hechos La demandante, Dina del Castillo, interpuso una
demanda de conclusión del comodato y devolución
del bien inmueble contra Renato Valdivia e Irma
Bernandina Gonzalo.
Argumentos de El recurso de casación se interpuso contra la
las partes Sentencia de la Corte Superior que confirma la
sentencia de primera instancia que declaró infundada
la demanda.
Decisión La Corte Suprema desestimó el recurso debido a que
“a tenor de lo dispuesto por el artículo mil setecientos
veintiocho del Código Civil, por el Comodato el
comodante se obliga a entregar gratuitamente al
comodatario un bien no consumible, para que lo use
por cierto tiempo o para cierto fin y luego lo devuelva.
Ahora bien, para que exista contrato con la finalidad
de crear, modificar o extinguir relaciones juri d ́ icas
patrimoniales, es necesario el acuerdo de dos o más
partes, esto es, que deba existir la perfecta
coincidencia entre una oferta y una aceptación, lo que
constituye la base de los contratos consensuales. Sin
embargo, de autos no se ha probado la existencia del
referido contrato en la medida que por un lado, la
propia actora, que viene a ser madre del demandado
Renato Valdivia Del Castillo, ha manifestado una
actuación contradictoria -lo cual no le puede resultar
favorable a la luz de la teori a
́ de los actos propios-
puesto que anteriormente ha desconocido el ti t́ ulo del
demandado al interponer la acción de desalojo por
ocupante precario, que fuera declarada infundada, tal
como aparece a fojas quinientos sesenta, proceso
signado con el número de expediente dos mil uno-
trescientos veinticuatro-cero- mil uno-JR-Cl-cero dos,
en tanto que en el presente proceso solicita la
conclusión de un contrato de comodato, que señala
mantiene con el mismo demandado; asimismo,
conforme lo ha establecido la sentencia de primera
instancia (considerando séptimo) se han realizado
obras por los demandados en la parte del bien
inmueble que vienen ocupando, conforme con los
documentos de fojas cincuenta y nueve al ciento

390
ochenta y tres, conclusión fáctica que no se condice
con la naturaleza de un contrato de comodato, el cual
debe de sustentarse en el uso o disfrute de un bien en
forma gratuita para luego ser devuelto; en
consecuencia, no habiéndose probado en este caso
en concreto que las partes hayan establecido una
relación juri d
́ ica para dar nacimiento al referido
contrato, la demanda deviene en infundada, por lo que
no son aplicables los arti ć ulos mil setecientos treinta
y siete y mil setecientos treinta y ocho inciso quinto del
Código Civil, como contrariamente pretende la actora
en su recurso de casación y, estando a que la
recurrida, no obstante que se ha incurrido en error de
selección de la norma sustantiva, la parte decisoria de
la misma se encuentra arreglada a ley, esta Sala
Suprema resuelve por no casar la sentencia, a tenor
de lo dispuesto en el arti ć ulo trescientos noventa y
siete del Código Procesal Civil, por cuyas razones”.
Conclusión La Corte Suprema señala que constituye una
actuación contradictoria desconocer un derecho en un
proceso anterior y luego pretender alegarlo en un
nuevo proceso, pues es contrario a la doctrina de los
actos propios.

23)
Datos del caso Corte Suprema de Justicia de la República
Voto Singular
Sala Civil Transitoria
Casación 2978-2011
2013
Lima, Perú.
Voto en Minoría de los Señores Jueces Supremos
Huamani ́ Llamas, Ponce de Mier y Castañeda
Serrano.
Sumilla de hechos El Jockey Club (demandante) interpuso un recurso de
casación contra la sentencia de segunda instancia
que declaró fundadas las excepciones de falta de
legitimidad para obrar del demandante al considerar
que los artículos 1362 y 229 del Código Civil regulan
la teoría de los actos propios, la que impediría que el
Jockey Club alegue la nulidad de un acto en el que
participó.
Argumentos de El Jockey Club sustentó su recurso en lo siguiente: a)
las partes Se afectó el debido proceso debido a que se desvió el
proceso de nulidad de acto jurídico a uno de
impugnación de acuerdos de la asociación; b)
motivación incongruente al modificar la pretensión de
la demanda; c) infracción al artículo 92 del Código
Civil; d) Se ha afectado la prohibición de aplicar
normas restrictivas por analogía; e) se han violado los

391
plazos de caducidad del artículo 2004 al determinar
qu el plazo del artículo 92 es de caducidad; f)
infracción al artículo 2001 del Código Civil porque el
plazo de prescripción es de 10 años.
Decisión En primer lugar, en el Voto Singular se analizó si
resultaba aplicable al caso el artículo 92 del Código
Civil. Se concluyó que no resultaba aplicable puesto
que el supuesto de hecho de referido artículo es que
el demandante sea un asociado de la asociación y no
la propia asociación.
Posteriormente, el Voto Singular considera que se
debe distinguir entre el acuerdo societario y el acto
jurídico que efectiviza el referido acuerdo. Luego de
analizar las diversas nulidades alegadas por el Jockey
Club, se concluye que no ha impugnado acuerdos
asociativos sino verdaderamente actos jurídicos. Por
lo tanto, no resulta aplicable el artículo 92 del Código
Civil. Finalmente, con respecto a la excepción de
caducidad, ha concluido que existe la infracción
normativa señalada en el literal f) al inaplicar el
artículo 2001 del Código Civil.
En cuanto a las infracciones normativas con respecto
a la excepción de falta de legitimidad, se denuncia que
se ha aplicado incorrectamente la teoría de los actos
propios pues la Corte Superior señaló que el
demandante no puede solicitar la nulidad de un acto
jurídico en el que ella misma ha participado. Así el
voto disidente analiza la definición de actos propios y
concluye que “según la doctrina, la Teori ́a de los Actos
Propios tiene como presupuestos: a) Una conducta
vinculante; b) Una pretensión contradictoria y c)
Identidad de sujetos. a) Una conducta vinculante: Esta
consiste en un acto o serie de actos que revelen una
determinada actitud o decisión de una persona
respecto de intereses vitales que se expresan, o más
concretamente, es un acto volitivo, exteriorizado de
las personas sobre un interés trascendente”.
A ello añade que “este razonamiento recogido en el
Primer Pleno Casatorio deja claro que resulta una
conducta contraria al principio de la buena fe, del cual
emerge la teori ́a de los actos propios, que una
persona desconozca unilateralmente los efectos
juri d
́ icos de un acto juri ́dico celebrado por ella misma,
pero que esto no obsta que recurra a la vía
correspondiente, es decir, a la vi a ́ judicial para
solicitar la nulidad de este acto por ocurrencia de un
vicio de nulidad”.
Por lo tanto, el voto disidente considera que no resulta
aplicable la doctrina de los actos propios.

392
Conclusión En el voto disidente se ha señalado que no constitye
un actuar en contra de la teoría de los actos propios
que se alegue la nulidad de un acto jurídico del que se
ha participado.

24)
Datos del caso Corte Suprema de Justicia de la República
Sala de Derecho Constitucional y Social Permanente
Casación 16668-2013
2013
Lima, Perú.
Sumilla de hechos En este caso, el recurso de casación se interpuso por
la demandada Regina Angélica Pastor Castro contra
la sentencia de segunda instancia que revocó la
sentencia apelada y reformándola declaró fundada la
demanda de reconocimiento de sentencia extranjera.
Argumentos de En este caso se alegan las siguientes infracciones
las partes normativas: i) infracción normativa del artículo I del
Título Preliminar del Código Procesal Civil y del
artículo 122 pues la resolución no ha sido
debidamente motivada en cuanto a la patria potestad
y el régimen de visitas, pues eso es competencia de
los Tribunales peruanos y no extranjeros; ii) Infracción
normativa de los artículos 2104 y 2062 del Código
Civil pues para que las sentencias sean reconocidas
no deben resolver asuntos de competencia peruana.
Decisión En primer lugar, la Corte Suprema señala que “según
se verifica, la sentencia que se pretende reconocer
tiene la calidad de cosa juzgada, sin ser cuestionada
por las partes. Asimismo, el arti ć ulo 2062 del Código
Civil, no contiene un supuesto de jurisdicción o
competencia exclusiva, sino de extra territorialidad de
la jurisdicción peruana, que alcanza a personas
domiciliadas en el extranjero. Del mismo modo, de
acuerdo al arti ć ulo 2081 del Código Civil, el divorcio y
la separación de cuerpos se rigen por la ley del
domicilio conyugal, mas no dice que se rija sólo por la
jurisdicción peruana, es decir, está referido al fondo
de la controversia. Finalmente, las normas
comentadas obligan a que el divorcio demandado en
el extranjero deba hacerse conforme al derecho
nacional, para la verificación de la existencia del
derecho a demandar, lo que no significa que la
jurisdicción peruana sea exclusiva para el
conocimiento de dichos temas, pues dicha prohibición
no está prevista en la Ley”.
En la misma línea, la Corte Suprema acoge el
Dictamen Fiscal en la medida que “quien ha
demandado el divorcio resulta ser quien se opone a
su reconocimiento por exequátur, lo cual importa un

393
contrasentido de intereses; que contraviene un
principio de lógica juri d
́ ica elemental en el sentido que
no puede venir contra actos propios negándoles su
existencia y validez, y que se resume en el adagio
latino, “venire contra factum propium non valere”, es
decir no es factible admitir que se cuestione la
competencia jurisdiccional por parte de quien ha sido
la persona que ha concurrido ante dicho órgano”.
Por lo tanto, se declaró infundado el recurso de
casación.
Conclusión A criterio de la Corte, a quien se le ha concedido una
demanda, no puede oponerse a su reconocimiento
por exequátur pues es una contradicción que va en
contra de la doctrina de los actos propios.

Cuestiones procesales contradictorias:

Una importante porción de las sentencias reseñadas se ocupa de la doctrina de


los actos propios para evitar que durante las actuaciones judiciales las partes
incurran en contradicciones que generen desventajas que traicionan la confianza
procesal. Las conclusiones derivadas de estas decisiones judiciales se
comentan en el acápite 5.4.

25)
Datos del caso Corte Suprema de Justicia de la República
Sala de Derecho Constitucional y Social Permanente
Casación 1191-2009
2009
Piura, Perú.
Sumilla de hechos El demandante interpuso una demanda de
reivindicación de mejor derecho de posesión.
Argumentos de Tras desestimarse la demanda, se alega una
las partes contravención de las normas que garantizan el debido
proceso debido que el juez no es competente.
Decisión El Tribunal señala que la invocación sobre falta de
competencia es extemporánea y va en contra de la
doctrina de los actos propios pues “habiéndose ya
saneado el proceso y agotado dos instancias en las
que el recurrente ha podido hacer valer su pretensión
reclamada, asi ́ como ejercitado sus derechos de
defensa y pluralidad de instancia, sin que en dicho
lapso haya cuestionado la competencia de los
órganos jurisdiccionales que han conocido de este
proceso, lo que recién efectúa en su recurso de
casación. Lo anteriormente expuesto denota una
contradicción en el proceder del recurrente con
respecto a su conducta desarrollada a lo largo tanto
de este proceso, como en el anterior proceso sobre
desalojo que sostuvo también con la parte
demandada, en los que en modo alguno cuestionó la

394
competencia del Poder Judicial para dilucidar la
controversia relativa al inmueble sub litis, lo que se
encuentra sancionado por la denominada teori a ́ de los
actos propios, derivada del principio general de la
buena fe, conforme a la cual a nadie le es permitido
hacer valer un derecho en contradicción con su
conducta anterior, "venire contra Facttum propium non
valet, por lo que de conformidad con lo dispuesto en
los arti ́culos 171, 172 y 175 del Código Procesal Civil,
deviene en infundado este argumento”.
Conclusión La presentación de argumentos extemporáneos luego
de haber consentido una conducta procesal o un vicio
procesal (inclusive la incompetencia del juez) va en
contra de la doctrina de los actos propios.

26)
Datos del caso Corte Suprema de Justicia de la República
Sala Civil Permanente
Casación 1455-2008
2008
Arequipa, Perú.
Sumilla de hechos El demandante, Scotiabank Perú S.A.A., interpuso un
recurso de casación contra la sentencia que confirmó
la sentencia apelada, que ha declarado fundada la
contradicción pues el título valor emitido en forma
incompleta ha sido completado en forma contraria a
los acuerdos adoptados, declarándose la
improcedencia de la demanda.
Argumentos de La casación se sustenta en una violación del debido
las partes proceso debido a que no se ha realizado la audiencia
especial del dictamen pericial.
Decisión Entre los argumentos utilizados por la Corte para
denegar el recurso de casación, se señaló que
“conforme lo establece el inciso 1° del arti ć ulo 175 del
Código Procesal Civil, no corresponde declarar la
nulidad si quien la formula ha propiciado, permitido o
dado lugar al vicio; a eso se debe añadir que, según
lo prevé la primera parte del arti ć ulo 176 del Código
adjetivo glosado, el pedido de nulidad debe ser
formulado en la primera oportunidad que el
perjudicado tuviera para hacerlo. Por los argumentos
juri d
́ icos expuestos, de los autos se aprecia que, el
Banco demandante propició y permitió que la
audiencia respectiva no se realizara, por lo que pedirla
después de conocer los resultados de la sentencia de
primera instancia, supone ir contra sus actos propios,
lo cual atenta contra el principio de buena fe procesal
prevista en el segundo párrafo del arti ć ulo IV del Ti ́tulo
Preliminar del Código Procesal glosado, por ello esta
primera denuncia debe ser desestimada”.

395
Conclusión La Corte señala que no se puede alegar la nulidad de
una sentencia por no haberse realizado un acto
procesal por culpa de quien solicita la nulidad pues
constituye un actuar contrario a la teoría de los actos
propios.

27)
Datos del caso Corte Suprema de Justicia de la República
Sala Civil Transitoria
Casación 4400-06
2012
Lima, Perú.
Sumilla de hechos El demandante, el Banco de Crédito, presentó una
demanda de dar suma de dinero contra Edgar
Benavente. Este último interpuso un recurso de
apelación contra la sentencia de primera instancia
señalando que con la impugnada se pretende
convalidar un proceso totalmente irregular en el que
se ha vulnerado derechos elementales y
fundamentales como el derecho a la legítima defensa,
el debido proceso, el principio contradictorio, el
principio de igualdad entre las partes; entre otros
derechos conculcados, precisa que en el presente
proceso existió un grave vicio procesal pues todas las
notificaciones fueron cursadas a un lugar en el que no
domiciliaba, por lo que se evidencia una nulidad
trascendente a todo el proceso.
Argumentos de El recurso de casación se sustenta en una violación al
las partes debido proceso en la primera instancia puesto que no
se le notificó al demandado a su domicio procesal.
Decisión La Corte Suprema desestimó el recurso debido a que
cuando el demandando “refiere que se apersonó a las
oficinas del Banco Santander Central Hispano y llenó
unos formularios proporcionados por el mismo Banco,
donde comunicó su cambio de domicilio, consignando
su nuevo domicilio en Nicolás Aranibar 617, Santa
Beatriz – Lima, y que recibió diversas comunicaciones
del Banco a su nuevo domicilio, y si bien es cierto el
ejecutado adjunta una carta notarial cursada por la
entidad ejecutante a dicho domicilio, sin embargo,
dicha instrumental, está referida a una obligación
distinta a la que es materia del proceso, por lo que, se
evidencia que los argumentos esgrimidos por el
ejecutado no resultan contundentes”.
La Corte agrega que “en este contexto y teniendo en
cuenta que: a) Si bien es cierto la nulidad está
destinada a cuestionar la validez o eficacia de un acto
juri d
́ ico procesal o de todo el proceso y que los vicios
de forma están referidos a las condiciones de tiempo,
lugar y modo, en los que se realiza el acto procesal y,

396
que constituyen una garanti ́a para la defensa de los
derechos de ciudadano; b) También es que uno de los
Principios que rigen ésta es el de Protección, el cual
dispone que la parte que dio lugar al vicio, o que
concurrió voluntariamente a su producción, no está
habilitada para solicitar la nulidad del acto procesal,
sustentándose en la teori a
́ de los actos propios; c) En
este orden de ideas y de todo lo expuesto se concluye
que la nulidad no resulta procedente porque: el
demandado no ha acreditado fehacientemente haber
comunicado el cambio de su domicilio y el hecho de
notificarse al domicilio contractual en todo caso se
deberi a
́ a un hecho propio del nulicidente; por estas
razones lo argumentado por la apelante merece
desestimarse; por cuyos fundamentos y estando a lo
dispuesto en el inciso primero del arti ́culo ciento
setenticinco del Código Procesal Civil …”.
Conclusión No procede alegar la nulidad de un acto procesal
cuando lo ha causado quien alega la nulidad.

28)
Datos del caso Corte Suprema de Justicia de la República
Sala Civil Transitoria
Casación 3108-2008
2010
Lima, Perú.
Sumilla de hechos El caso trata del recurso de casación interpuesto por
la Empresa Desarrollos Siglo XXI S.A.A. contra el auto
emitido por la Tercera Sala Civil de la Corte Superior
de Justicia de Lima, que confirma la resolución de
primera instancia, que rechaza la demanda
interpuesta por Desarrollos Siglo XXI S.A.A. contra el
Grupo Pantel S.A., sobre nulidad de acuerdo
societario.
Argumentos de El recurso de casación se sustenta en la
las partes contravención de las normas que garantizan el debido
proceso pues se ha interpretado erróneamente el
artículo 235 del Código Procesal Civil en cuanto a que
la copia de un documento público tiene el mismo
sustento que el documento original, si está certificada.
Decisión La Corte Suprema señala que la demandante
presentó una demanda de nulidad de acuerdo
societario por fin ilícito. Mediante auto se declara
inadmisible la demanda y se le concede un plazo de 3
días a la demandante para que cumpla con presentar
documentos originales, copias legalizadas y/o copias
certificadas por el funcionario público
correspondiente, de acuerdo con el artículo 235 del
Código Procesal Civil. Si bien se presentó un escrito
de subsanación, se rechazó la demanda por no haber

397
recaudado las copias requeridas. La Sala confirmó el
auto de primera instancia.
La Corte Suprema señala que, en este caso, no hay
afectación al debido proceso cuando el juez se ciñe a
la norma procesal preestablecida; lo contrario a ello
es actuar con arbitrariedad.
Finalmente, la Corte concluye que el artículo 235 del
Código Procesal Civil prescribe que la copia del
documento público tiene el mismo valor que el
original, si está certificada por auxiliar jurisdiccional
respectivo, notario público o fedatario, según
corresponda. Por ello, si a la demandante se le
requirió, por ejemplo, que presentara las copias
certificadas de los asientos registrales, tenía que
obtenerlos de los Registros Públicos y presentarlos en
el tiempo oportuno. En puridad, no es posible la
nulidad cuando se formula por quien ha propiciado,
permitido o dado lugar al vicio, según lo regula el
artículo ciento setenta y cinco inciso primero del
Código Procesal Civil, que consagra la teoría de los
actos propios en materia procesal.
Conclusión A criterio de la Corte, una parte no puede beneficiarse
de la nulidad causada por su propio accionar pues
implica actuar contra la doctrina de los actos propios.

29)
Datos del caso Corte Suprema de Justicia de la República
Civil Permanente
Casación 2213-2002
2004
Arequipa, Perú.
Sumilla de hechos El petitorio de la demanda fue la anulación del
contrato, la devolución de dinero más intereses y el
pago de una indemnización de diez mil dólares o
alternativamente la resolución del contrato por falta de
saneamiento por vicios ocultos, devolución de dinero
y pago de los daños y perjuicios mencionados.
Se dictó la sentencia de primera instancia que declaró
fundada en parte la pretensión de daños y perjuicios.
Sin embargo, la demandante apeló la sentencia
porque el juez se pronunció sobre responsabilidad
extracontractual, cuando el caso era sobre
responsabilidad contractual y que omitió resolver
sobre la devolución del dinero.
La Corte Superior reformó la sentencia y declaró
improcedentes todas las pretensiones.
Argumentos de El recurso de casación se sustenta en la
las partes contravención de la prohibición de reforma en peor en
la apelación.

398
Decisión La Corte denegó el recurso debido a que de “los
argumentos expuestos se puede apreciar que es la
propia demandante quien posibilita que la causa sea
analizada en segunda instancia, posibilidad que
además no se limita a la indemnización, ya que según
los agravios sustentados en su recurso de apelación
de fojas quinientos, autoriza en buena cuenta al
Colegiado para que pueda revisar nuevamente el
aspecto contractual y determinar si de alli ́ deriva la
devolución y demás aspectos demandados, incluso la
demandante enfatiza que el pago de daños y
perjuicios deriva de la relación contractual, por lo que
en virtud al principio "tantum devolutum quantum
appellatum", autoriza a que el Colegiado pueda
revisar nuevamente el contrato a nivel estructural y
funcional. Es asi ́ que el Colegiado advierte que la
pretensión de daños termina siendo accesoria
respecto a la pretensión de anulación del contrato,
más aún el énfasis de la recurrente por establecer que
los daños son contractuales; es por ello, que el
Colegiado se pronuncia sobre el contrato y al advertir
que la pretensión de anulación no procede, siguiendo
el principio de accesoriedad, en virtud al cual lo
accesorio sigue la suerte de lo principal (primer
párrafo -in fine- del arti ́culo 87 del Código Procesal
Civil), termina concluyendo que la pretensión de
daños contractuales tampoco procede.
Además, la Corte señala que “en materia del proceso
civil, las nulidades procesales deben ser analizadas a
la luz de los principios procesales que las inspiran,
tales como el principio de la trascendencia, en virtud
al cual no es dable admitir la declaración de nulidad
por la nulidad misma o para satisfacer pruritos
formales; debiendo tenerse en cuenta principalmente
que en virtud al principio de protección, la parte que
hubiera dado lugar a la nulidad, no podrá pedir la
invalidez del acto realizado (inciso 1° del arti ć ulo 175
del Código Procesal Civil); en ese sentido, se advierte
que la recurrente al permitir a través de sus agravios,
que el Colegiado no solo se pronuncie sobre la
pretensión de daños y perjuicios, sino también sobre
las demás pretensiones, posibilitó que el Colegiado
pudiera pronunciarse con la amplitud necesaria, no
haberlo hecho conforme a lo solicitado por la
recurrente habri ́a dado lugar a un problema de
congruencia por parte del Colegiado”.
Conclusión No procede alegar la prohibición de la reforma en
peor, cuando el apelante ha sometido todos los
puntos a consideración del juez superior, pues va en
contra de la doctrina de los actos propios.

399
30)
Datos del caso Corte Suprema de Justicia de la República
Sala de Derecho Constitucional y Social Permanente
Casación 2042-2002
2004
La Libertad, Perú.
Sumilla de hechos No se señala en la sentencia.
Argumentos de El argumento que sustenta el recurso de casación
las partes consiste en la contravención de las normas que
garantizan el derecho a un debido proceso, pues la
Sala Superior declara nula la sentencia apelada sin
que existan razones sustanciales para hacerlo, y evita
con ello pronunciarse sobre el fondo de la materia
controvertida, por lo que ha infringido los principios
contenidos en el inciso 3 del art. 119 de la
Constitución, referidos a la tutela jurisdiccional y el
debido proceso.
Decisión La Corte denegó el recurso debido a que “conforme lo
prescribe el inciso primero del art. ciento setenticinco
del Código Procesal Civil no puede declararse nula
una resolución por quien ha provocado el vicio, que se
sustenta en la teori a ́ de los actos propios. En el
presente caso, el propio actor, y ahora recurrente, ha
acumulado indebidamente sus pretensiones”.
Conclusión El principio procesal que prohíbe que aquel que ha
causado la nulidad de un acto procesal, no puede
alegarla en su favor es una manifestación de la teoría
de los actos propios.

31)
Datos del caso Corte Suprema de Justicia de la República
Sala de Derecho Constitucional y Social Permanente
Casación 724-2006
2007
Lambayeque, Perú.
Sumilla de hechos Se trata de un recurso de casación presentado por el
demandante contra un auto de segunda instancia que
confirma lo resuelto por primera instancia, en la que
se declaró fundada la excepción de cosa juzgada
presentada por el demandado, en la medida que el
pronunciamiento bajo el Expediente Nº 2482-99 tenía
calidad de cosa juzgada.
Argumentos de El recurso de casación se sustentó en que se había
las partes incurrido en un vicio de motivación aparente, puesto
que si bien el Expediente Nº 2482-99 versó sobre
responsabilidad contractual, el petitorio que se
planteó en esa oportunidad precisó cuáles eran los
incumplimientos invocados y, en esta oportunidad, se

400
han invocado incumplimientos distintos; por lo que no
procede una excepción de cosa juzgada.
Decisión En primer lugar, la Corte Suprema señaló que en este
caso, el auto recurrido en casación está debidamente
motivado; por lo que, rechaza el argumento planteado
por el demandante.
La Corte Suprema señaló que la cosa juzgada hace
referencia al contenido de una sentencia firme y su
inmutabilidad. Agregó que los límites de la cosa
juzgada se circunscriben al objeto procesal, es decir,
identidad de petitorio y de causa petendi. A criterio de
la Corte Suprema, en el caso materia de análisis, la
pretensión tiene sustento en el mismo contrato sobre
el que se pronunciaron en el Expediente Nº 2482-99,
es decir, existe identidad de causa. En cuanto a la
identidad de objeto, que el pronunciamiento del
Expediente Nº 2482-99 sobre responsabilidad
contractual por cumplimiento tardío y doloso de
obligaciones es congruente con el petitorio contenido
en la demanda. Por lo tanto, no resulta procedente
que se ventile nuevamente lo resuelto con autoridad
de cosa juzgada.
Finalmente, la Corte Suprema señaló como
argumento adicional que no procede la nulidad
invocada por quien la propició, de acuerdo con lo
prescrito en el artículo 175 inciso 1 del Código
Procesal Civil, que se inspira en la teoría de los actos
propios. Con esto la Corte se habría referido a que la
situación habría sido causada por el propio
demandante al iniciar un proceso sobre asuntos que
son cosa juzgada.
Conclusión A criterio de la Corte, la teoría de los actos propios
impide invocar una nulidad, que ha sido causada por
quien la aduce.

32)
Datos del caso Corte Suprema de Justicia de la República
Sala Civil Transitoria
Casación 2984-2009
2010
Junín, Perú.
Sumilla de hechos La sentencia de segunda instancia declaró fundada
en parte la demanda. Así, ordenó que se cumpla con
el otorgamiento de la escritura pública por parte de la
Sucesión de Rita María de la Barra Soldevilla e
infundada respecto de los demandados Néstor
Alejandro Apaza Quispe y Blanca Inga. Declaró
fundada la demanda en el extremo de la nulidad del
acto jurídico y declaró nula la escritura pública del 21
de marzo de 1998, celebrada entre Dante Luis Pellane

401
de la Barra y Mery Blanca Pellane de la Barra, con los
cónyuges Néstor Alejandro Apaza Quispe y Blanca
Inga Limaymanta; por lo que se canceló la anotación
registral preventiva; y fundada en parte la pretensión
de reivindicación contra los cónyuges Néstor
Alejandro Apaza Quispe y Blanca Inga Limaymanta,
e, infundado este extremo respecto a la sucesión
demandada; e improcedente la pretensión de
indemnización por daños y perjuicios respecto a todos
los demandados.
Argumentos de El recurso de casación fue interpuesto por los
las partes demandados Néstor Alejandro Apaza Quispe y
Blanca Inga Limaymanta debido a una errónea
interpretación de los artículos 2014, 2022 y 1315 del
Código Civil y contravención a las normas que regulan
el debido proceso.
Decisión El Tribunal señala que con posterioridad a las
apelaciones presentadas contra la sentencia de
primera instancia, los demandados presentaron una
transacción celebrada entre Juan Eleazar Sánchez
Gonzáles y Néstor Alejandro Apaza Quispe a fin de
que se declare la conclusión del proceso. Los
demandados Dante Luis Pellane de la Barra y Mery
Blanca Pellane de la Barra solicitaron adherirse a la
transacción. Finalmente, el Juzgado decidió tener por
no homologada la transacción pues no se
pronunciaba sobre todas las pretensiones.
La Corte Suprema señala que al analizar la apelación,
la Sala Superior debió atender al principio de
moralidad, que incluye la buena fe y la lealtad
procesal.
A ello agrega la Corte que “llama la atención de este
Supremo Tribunal que, en el documento privado con
firmas legalizadas de fojas trescientos setenta y tres,
el demandante reconoce la titularidad del inmueble
sub litis en la esfera juri d
́ ica de los demandados
Néstor Alejandro Apaza Quispe y Blanca Inga
Limaymanta, y luego, en su escrito de fojas
cuatrocientos once, el demandante manifiesta que la
transacción como contrato, fue únicamente con
Néstor Alejandro Apaza Quispe, no siendo un arreglo
definitivo con los otros demandados, y que no está
presente la voluntad de los demandados Dante Luis
Pellane de la Barra y Mery Blanca Pellane de la Barra;
tales documentos de orden o destino judicial corren en
el expediente, de donde se pueden extraer
importantes elementos que coadyuven al análisis
global de los medios probatorios, siendo que al
momento de analizarse la conducta procesal de las
partes en el proceso, se puede establecer como

402
principio que, resulta "inadmisible toda pretensión
li ć ita pero objetivamente contradictoria con respecto
al propio comportamiento anterior efectuado por el
mismo sujeto"; entonces, puede resultar atentatorio
contra la buena fe procesal reconocer una titularidad
que antes se negaba.
Adicionalmente, la Corte Suprema señaló que la
debida motivación es un principio esencial que deben
respetar las sentencias y ello incluye el principio de
verificabilidad o razón suficiente; sin embargo, la Sala
Superior no tomó en cuenta la conducta procesal del
demandante al momento de valoración de la prueba.
Por lo tanto las razones de la Sala Superior resultan
insuficientes para confirmar la sentencia apelada.
Conclusión A criterio de la Corte, resulta inadmisible reconocer la
titularidad del inmueble al demandado cuando se
pretende la titularidad del referido bien pues es una
conducta contradictoria y que resulta atentatoria
contra la buena fe procesal.

33)
Datos del caso Corte Suprema de Justicia de la República
Sala Civil Transitoria
Casación 3496-2007
2008
Arequipa, Perú.
Sumilla de hechos Recurso de casación interpuesto por Juan Reyes
Corimanya contra la resolución emitida por la
Segunda Sala Civil de la Corte Superior de Justicia de
Arequipa que revoca la resolución apelada y declara
improcedente la demanda.
Argumentos de El recurso de casación se sustentó en que se violaron
las partes normas del debido proceso pues la Corte Superior ya
se había pronunciado sobre la presunta falta de
conexión entre los hechos y el petitorio en razón de
que existi a
́ n causales de anulabilidad. El juez de
primera instancia emitió una primera sentencia
declarando improcedente la demanda; no obstante,
dicha decisión fue revocada por la Corte Superior, que
dispuso que se emita nuevo fallo pronunciándose
sobre el fondo del asunto, en base al principio del iura
novit curia.
El Juez de primera instancia emitió una nueva
sentencia; sin embargo, la Sala Superior se pronuncia
después señalando que no procede aplicar el principio
iura novit curia para adecuar las causales de nulidad
a las que realmente corresponden los hechos
esgrimidos en la demanda, inobservando de esa
forma lo dispuesto por ella misma en su anterior
sentencia.

403
Decisión La Corte Suprema advierte la contradicción en la
Corte Superior y señala que “el Colegiado no puede
contradecir lo expuesto por el mismo órgano
jurisdiccional en un momento procesal anterior,
puesto que, si bien es cierto, todos los magistrados
tienen independencia y autonomi a ́ judicial, también lo
es que “(...) la verdadera legitimación de los jueces
está esencialmente en cómo cumplen diariamente su
función garantizadora de los derechos de los
ciudadanos (...)"; por ende, no se les puede permitir a
los magistrados que emitan resoluciones donde estos
se contradigan con lo expresado en una oportunidad
procesal anterior y no justifiquen, de manera
adecuada e idónea, su cambio de decisión”.
A ello añade que “siendo esto asi ́, en este particular
caso se aplica la teori ́a de los actos propios, puesto
que el comportamiento del Colegiado Superior atenta
contra la regla de derecho derivada del principio
general de la buena fe (venire contra factum propium
non valet), y que se materializa en la teori ́a de los
actos propios, según la cual "(...) a nadie le está
permitido ir contra sus propios actos. (... )" (Carlos
Soto Coaguila; Revista hechos de la Justicia); por
ende, las partes (o sujetos procesales, entre los que
se incluye a los propios magistrados) no pueden
contradecir en el proceso sus propios actos
anteriores, deliberados, juri d́ icamente relevantes y
plenamente eficaces”.
Por lo tanto, se configura un vicio a la debida
motivación de una decisión, que contempla no emitir
una decisión evidentemente contradictoria con otra
anterior.
Conclusión A criterio de la Corte, las Salas Superiores no pueden
contradecir su conducta procesal válidamente emitida
en un momento anterior, pues de lo contrario
atentarían contra la doctrina de los actos propios.

5.4 Conclusiones sobre la aplicación de la doctrina de los actos propios


en los casos comentados.-

Como ya se ha indicado, los 33 casos reseñados no ofrecen valor estadístico, ni


se han elegido con ese propósito. El objetivo de su selección y clasificación en
los seis temas antes indicados ha sido ilustrar sobre cuál es el entendimiento
que las cortes que los conocieron tienen sobre el uso de la doctrina de los actos
propios. Esto permitirá saber si tal entendimiento puede conciliarse con los
requisitos para que opere, con sus consecuencias y con sus distinciones
respecto de otras figuras jurídicas.

404
De otro lado, este insumo es fundamental para evaluar la conveniencia o
necesidad de incluir una referencia normativa expresa a la doctrina de los actos
propios en el ordenamiento jurídico peruano, que brinde orientación tanto a los
agentes económicos interesados en aplicarla como a los encargados de resolver
las eventuales controversias.

5.4.1 Cuestiones generales sobre la aplicación de la doctrina de los actos


propios.-

En este punto se puede dar cuenta de dos grandes conclusiones a partir de las
sentencias reseñadas.

De un lado, independientemente de su aplicación rigurosa o descuidada, o


incluso de que la invocación de la doctrina de los actos propios haya sido
desestimada, lo importante es que, según los casos reseñados, algunos incluso
previos al Pleno Casatorio (emitido en el 2007), la doctrina de los actos propios
existe para las cortes peruanas. Esto último podría parecer evidente, pero no lo
es considerando el escepticismo que provoca su irrestricta aplicación. Lo que
queda por delante es colaborar para que la doctrina de los actos propios siga
siendo utilizada para resolver casos de manera justa, y para esto hace falta
mayor rigurosidad.

De otro lado, la doctrina de los actos propios es un principio de derecho. Lo es


porque tiene vocación de ponderación, no de subsunción. Sin embargo, como
se indicó al comentar el Pleno Casatorio, este último señala que la doctrina de
los actos propios es una regla de derecho, aunque no haya ofrecido una
explicación para asumir dicha postura. A pesar de lo anterior, son varias las
sentencias emitidas por la Corte Superior y por la Corte Suprema, posteriores a
aquél, que le confieren la condición de principio de derecho 193.

5.4.2 Demandas de anulación de laudos arbitrales.-

Las 9 decisiones judiciales expedidas en relación con la doctrina de los actos


propios (casos 1 al 9) tienen en común que desestimaron las pretensiones de
anulación de los laudos. Sin perjuicio de ello, pueden ser distribuidas en tres
grupos.

Primer grupo de sentencias

En primer lugar, se encuentran aquellas sentencias (casos 1, 3, 8 y 9) emitidas


ante el cuestionamiento de una de las partes de la indebida aplicación de la
doctrina de los actos propios en sede arbitral. Es interesante notar que en el caso
3 se sostuvo que la doctrina de los actos propios inspira el sistema de
contratación pública y que ha sido acogida por la Ley de Contrataciones con el
Estado.

193
De las 33 sentencias reseñadas, 8 señalan expresamente que la doctrina de los actos propios
es un principio: Caso 4 (Corte Superior, 2016), Caso 7 (Corte Superior, 2017), Caso 9 (Corte
Superior, 2019), Caso 12 (Corte Suprema, 2006), Caso 16 (Corte Suprema, 2010) y Caso 19
(Corte Suprema, 2002).

405
También se ha señalado que los árbitros pueden invocar la doctrina de los actos
propios aunque las partes no lo hayan hecho (casos 8 y 9). Sobre este tema se
indicó que la doctrina de los actos propios es un desarrollo teórico específico del
principio de la buena fe y que sí puede incorporarse al razonamiento judicial para
la calificación jurídica. Estoy de acuerdo con esta posición, pero es importante
tener claro que el principio iura novit curia tiene como límite la invocación de
hechos invocados por las partes, y no habilita a los jueces a añadir nuevas
pretensiones, sino que deben limitarse a las que hayan sido planteadas, dando
oportunidad a las partes de presentar sus posiciones sobre las normas a ser
aplicadas de oficio.

La sentencia del caso 8 hace bien entonces en asumir que la doctrina de los
actos propios está vinculada con el principio de la buena fe y que por tanto puede
invocarse aunque las partes no lo hayan hecho. Sin embargo, esta decisión se
equivoca al asociarla a las reglas de interpretación de los contratos.

En efecto, es posible interpretar los contratos teniendo en cuenta la conducta


previa de las partes, y es posible que a ello haya hecho referencia la sentencia.
Sin embargo, la aplicación estricta de la doctrina de los actos propios supone
distanciarse de una herramienta negocial, como la conducta interpretativa.
Mientras que la conducta interpretativa dota de un significado a las cláusulas
dudosas por el resto del plazo de ejecución contractual, la doctrina de los actos
propios impide una conducta contradictoria únicamente mientras se haya
generado confianza protegible, lo que no necesariamente coincide con el plazo
restante de ejecución contractual.

Segundo grupo de sentencias

Una segunda categoría de sentencias (casos 5 y 6) desestima los


cuestionamientos planteados vía anulación referidos a que los laudos no habrían
aplicado la doctrina de los actos propios. Al respecto en el caso 5 se destacó que
la doctrina es una técnica para el razonamiento judicial, y que no es de aplicación
imperativa.

Estoy de acuerdo por dos razones. En primer lugar, porque se debe ser
congruente con la posición ya asumida sobre la posibilidad de pactar en contra
de la posible invocación de la doctrina de los actos propios. En segundo lugar,
porque la decisión judicial de repudiar la actitud contradictoria de una de las
partes no puede afectar las pretensiones que se discuten, especialmente si el
beneficiario de la doctrina de los actos propios es el demandante. En efecto, el
resultado de aplicarla es limitar el ejercicio de un derecho, lo que no
necesariamente es lo pedido en el proceso. Entonces, solo si los hechos del caso
lo permiten, si no existe pacto limitativo o si las pretensiones planteadas son
compatibles con la aplicación de la doctrina de los actos propios, los jueces
podrán invocarla al resolver una controversia, a pedido de parte o incluso de
oficio.

Tercer grupo de sentencias

406
Una tercera categoría de sentencias referidas a la doctrina de los actos propios
en los procesos de impugnación de laudos es aquella en la que los pedidos de
anulación fueron desestimados por haberse producido la renuncia del derecho a
objetar, de modo que el solicitante habría consentido a situaciones procesales
que pretendía cuestionar de forma inoportuna (casos 2, 4 y 7). En el fondo, estas
decisiones se asemejan a las que se mencionarán en el acápite 5.4.7.

5.4.3 Demandas de anulación de actos jurídicos.-

Uno de los requisitos para que opere la doctrina de los actos propios es la
existencia de una conducta vinculante, objetiva e inequívoca, que posteriormente
es contradicha. Dicha conducta vinculante debe ser válida para ser portadora de
confianza razonable. En tal sentido, en principio, la doctrina de los actos propios
no puede penetrar una defensa de la contradicción basada en la nulidad de un
contrato. En efecto, a diferencia de otros ordenamientos jurídicos, el Código Civil
peruano no establece restricciones para que quienes celebraron el negocio
jurídico invoquen causales de nulidad.

Sin embargo, tratándose de un vicio derivado de la falta de formalidades, la


discusión es más compleja, como ya se vio en el Capítulo 3. De hecho, en uno
de los casos reseñados se señaló que negar la existencia de la obligación de
pagar la retribución pactada por la prestación efectuada por la demandante,
alegando la falta formalidades previstas, implica actuar contra los propios actos,
cuando se ha consentido tal ejecución (caso 15).

Bajo la misma lógica, la Corte Suprema cuestionó que una entidad estatal haya
pretendido amparar su incumplimiento en la ausencia de formalidades
establecidas en la Ley de Contrataciones y Adquisiciones del Estado, cuando
todos los actos y documentos emitidos por la propia entidad revelaban que
efectivamente sí se había prestado el servicio (caso 12). De hecho, la Corte
Suprema ha sostenido que la mencionada Ley de Contrataciones con el Estado
ha acogido la doctrina de los actos propios en su artículo 4, que regula el principio
de moralidad.

En la misma línea, la Corte Suprema ha señalado que opera la doctrina de los


actos propios en un caso en el cual los demandantes invocaron la nulidad de un
contrato de mutuo contra una Cooperativa por el hecho que esta solo puede
hacer préstamos a sus socios, alegando que si bien habían sido socios durante
el proceso, no lo fueron al momento de celebrarse el contrato. Para la Corte
Suprema, al haber expresado en el contrato que eran socios hábiles para
beneficiarse del mutuo hipotecario, no se puede desconocer posteriormente
dicha condición, pues ello sería contrario a la doctrina de los actos propios (caso
14).

Tratándose de la nulidad por simulación, la Corte Suprema ha acogido la tesis


en virtud de la cual quien celebra un acto simulado sí contradecirlo pidiendo que
se declare nulo, sin que por ello se oponga la doctrina de los actos propios (casos
10 y 13).

407
5.4.4 Demandas de obligación de dar suma de dinero.-

Hay dos casos en los cuales se brindó protección, mediante la doctrina de los
actos propios, al acreedor cuyo deudor se negaba a cumplir con la prestación.

En el primero, cuando el demandante interpuso la demanda de obligación de dar


suma de dinero, la demandada contestó que el contrato había sido declarado
nulo en sede judicial por lo que no correspondía otorgar la contraprestación
solicitada por el demandante. La corte decidió que negar la retribución si se había
consentido la ejecución, era actuar contra la doctrina de los actos propios (caso
16). Habría sido interesante que en el proceso se analizara la posible aplicación
del enriquecimiento sin causa.

En otro de los casos reseñados se señaló que constituye actuar en contra de la


doctrina de los actos propios solicitar la aplicación de una consecuencia legal (en
el caso se trataba de la rescisión del contrato prevista en el Decreto Legislativo
299) cuando las partes han regulado el mismo supuesto con una consecuencia
diferente (en el caso, la resolución del contrato) a la establecida en la ley. El
problema de una afirmación como esa es que, como se ha señalado en el
Capítulo 3, para que la conducta genere confianza razonable debe ser legítima.
Solo si la actuación es compatible con la ley, la contradicción posterior podrá ser
inadmisible y por tanto podrá activarse la doctrina de los actos propios. Dicho a
la inversa, no existen “actos propios” en contravención de normas, pues no cabe
aplicar la doctrina de los actos propios cuando la primera conducta es contraria
a la ley (caso 17).

5.4.5 Demandas de ejecución de garantías.-

En relación con una demanda de ejecución de garantías, se suscitó una


controversia resuelta en mayoría por la Corte Suprema priorizando el pacto
establecido por las partes para modificar el contrato celebrado por ellas. A pesar
de ello, vale la pena hacer notar que el asunto referido a las nulidades por falta
de formalidades en contraste con la doctrina de los actos propios, es
controversial. De hecho, el voto en minoría señaló que una parte no se puede
apartar de lo convenido con otra en base a la buena fe, a pesar de que la
modificación contractual no haya seguido las formalidades requeridas por el
Código Civil, según el cual las modificaciones del contrato original deben hacerse
en la forma prescrita en él, bajo sanción de nulidad (caso 18).

Otro caso controversial es uno en el cual el acreedor pretendía hacer valer su


crédito por la vía de ejecución, mientras que el deudor sostenía la nulidad del
título. La Corte Suprema señaló que una parte no puede beneficiarse de la
nulidad causada por su propio dolo, pues ello implica actuar contra sus propios
actos. Esta postura no ha sido acogida en la regulación peruana sobre la nulidad
de los actos jurídicos, que permite que las propias partes demanden su
declaración (caso 19).

5.4.6 Demandas sobre diversos asuntos civiles.-

La doctrina de los actos propios viene siendo utilizada por las cortes en casos de
lo más diversos. Por ejemplo, durante una discusión relativa a la terminación de

408
un contrato de comodato, se ha señalado que la defensa de fondo esgrimida en
un proceso no puede ser incompatible con la defensa articulada en uno distinto
(caso 22).

También sobre la inconsistencia en el actuar, la Corte Suprema ha señalado que


vulnera la doctrina de los actos propios quien ha demandado con éxito el divorcio
en el extranjero pero se opone a su reconocimiento por la vía del exequátur en
el Perú (caso 24).

Un tercer ejemplo interesante es aquel en el cual la Corte Suprema ha señalado


que es contrario a los actos propios pretender la nulidad de un reconocimiento
de hijo cuando dicho acto fue realizado a sabiendas de que no era el biológico
(caso 21).

5.4.7 Cuestiones procesales contradictorias.-

Una buena parte de las decisiones reseñadas se refiere a la doctrina de los actos
propios no tanto como herramienta de solución al fondo de los casos sino más
bien para cuestionar contradicciones producidas al interior de una controversia
judicial o al interior de dos procesos distintos.

En varias de las resoluciones emitidas para preservar la coherencia al interior


del proceso se invocó el artículo 175 del Código Procesal Civil, en virtud del cual,
quien propicia la nulidad de un acto procesal no puede alegarla
posteriormente194. Nótese que mientras la regulación civil de la nulidad no ha
recogido la regla en virtud de la cual el causante de la nulidad del negocio jurídico
está impedido de alegarla, la reglamentación procesal sí contiene norma al
respecto. En efecto, la Corte Suprema ha señalado en varias oportunidades que
no es posible alegar la nulidad cuando el pedido se formula por quien ha
propiciado, permitido o dado lugar al vicio, según lo regula el artículo 175 inciso
primero del Código Procesal Civil, que consagra la teoría de los actos propios en
materia procesal (casos 27 y 28).

Entre otros supuestos de inconsistencia procesal, la Corte Suprema se ha


referido a los casos en los cuales la doctrina de los actos propios es aplicable
porque: (i) el demandante alegó una nulidad procesal en casación, cuando en
realidad el propio demandante no había cumplido con presentar los documentos
exigidos por las reglas procesales (caso 28); (ii) la incompetencia del juez fue
invocada de manera extemporánea, luego de la etapa de saneamiento procesal
(caso 25); (iii) el demandante de un título de ejecución propició que no se realice
una audiencia pericial, pero luego de haber sido notificado con la sentencia que
le fue desfavorable, alegó la violación al debido proceso por la no realización de
la audiencia (caso 26); (iv) una parte alega la prohibición de la reforma en peor,
pese a que ella misma sometió todos los puntos en controversia a consideración

194
“Artículo 175.- Inadmisibilidad o improcedencia del pedido de nulidad.-
El pedido de nulidad será declarado inadmisible o improcedente, según corresponda, cuando:
1. Se formule por quien ha propiciado, permitido o dado lugar al vicio;
2. Se sustente en causal no prevista en este Código;
3. Se trate de cuestión anteriormente resuelta; o
4. La invalidez haya sido saneada, convalidada o subsanada”.

409
del juez superior (caso 29); y, (v) el demandante cuestiona una excepción de
cosa juzgada, cuando fue el propio demandante quien causó la situación, por
haber iniciado procesos con pretensiones similares (caso 31).

Es interesante también que la Corte Suprema haya puesto límites a los


magistrados para evitar que emitan resoluciones que contradigan lo expresado
en una oportunidad procesal anterior sin justificar, de manera adecuada e
idónea, su cambio de postura. En el caso reseñado, la Corte Superior pidió al
Juez de primera instancia que adecúe los hechos a una causal de nulidad sobre
la base del principio iura novit curia; pero cuando lo hizo, la misma Corte Superior
señaló que dicha adecuación no era posible (caso 33).

5.4.8 Falta de tecnicismo y predictibilidad en la aplicación de la doctrina de los


actos propios por las cortes judiciales peruanas.-

El objetivo de reseñar las sentencias seleccionadas y comentadas es ilustrar


sobre cuál es el entendimiento que las cortes peruanas que las emitieron tienen
sobre la doctrina de los actos propios.

Son tres los aspectos positivos resultantes de los casos reseñados. El primero
es bastante obvio, pero muy importante, y es que, para los jueces peruanos,
incluso antes de la emisión del Pleno Casatorio, la doctrina de los actos propios
existe. Los jueces son conscientes de que no existe una norma que la mencione
de manera explícita, pero la reconocen como una herramienta para resolver
conflictos.

Ello es consecuente con el segundo aspecto positivo derivado de la reflexión


anterior. Tanto la Corte Superior como la Corte Suprema han dicho
expresamente que la doctrina de los actos propios es un principio de derecho.
Esto es relevante, pues los principios son mandatos de optimización, que se
cumplen en la mayor medida posible, para lo cual necesitan elasticidad.

Y en tercer lugar, precisamente por tratarse de un principio, los casos resueltos


revelan que la doctrina de los actos propios tiene capacidad adaptativa a
circunstancias diversas.

Es en este punto donde aparece una paradoja, pues la bondad del carácter
maleable de la doctrina de los actos propios le puede jugar en contra si no hay
claridad sobre su condición residual.

En efecto, otra conclusión relevante es que las decisiones judiciales que se han
adoptado sobre la doctrina de los actos propios son erráticas, no arrojan luces
sobre sus linderos y, por tanto, no generan predictibilidad sobre su uso. Además,
no son necesariamente compatibles con los requisitos para que opere, con sus
consecuencias y con sus distinciones de otras figuras jurídicas. De hecho, se le
suele aplicar con la fórmula “a mayor abundamiento”.

En relación con esto último, se debe distinguir entre los argumentos que
conforman la ratio decidendi del fallo, de aquellos esgrimidos con carácter obiter
dicta.

410
“Esta distinción permite establecer el peso de los argumentos en el discurso
jurisdiccional. Mientras que ratio decidendi alude a los razonamientos que
fundamentan de manera directa la resolución del conflicto, obiter dicta es el
conjunto de raciocinios, ilustraciones, recursos tópicos o retóricos que no
fundamentan de manera directa la resolución del conflicto” (López Oneto 554).

En tal sentido, se debe discernir los casos en que los jueces acuden a la doctrina
de los actos propios como argumentación fundamental, de aquellos otros en que
solo acuden lateralmente a ella. De las sentencias reseñadas puede concluirse
que en el caso de las cortes judiciales peruanas ocurre fundamentalmente lo
segundo.

Es útil estar enterado de que aunque las cortes judiciales se apoyan en la


doctrina de los actos propios, no aportan claridad sobre sus linderos, no verifican
escrupulosamente el cumplimiento de los requisitos para que opere, y no indican
con claridad cuáles son sus consecuencias. Propongo que para despejar
posibles confusiones, los interesados en contrastar la doctrina de los actos
propios con los hechos del caso consideren el test sugerido en el capítulo
anterior.

Para ello es indispensable simplificar el problema real y subsumirlo en los sujetos


A y B, asumiendo que A se comporta de una manera determinada frente a B,
que posteriormente cambia de conducta, y que B intenta desafiar la contradicción
de A invocando la doctrina de los actos propios.

1. ¿A se comportó de cierta manera frente a B?

2. De ser afirmativa la respuesta, ¿A luego se contradijo?

3. De ser afirmativa la respuesta, ¿hay alguna regla que regule explícitamente


dicha contradicción?

4. De ser negativa la respuesta anterior, ¿la conducta inicial estaba prevista


expresamente en el contrato?

5. De ser negativa la respuesta anterior, ¿B considera que la conducta inicial de


A sirve para interpretar el sentido del contrato?

6. De ser negativa la respuesta anterior, ¿la conducta inicial era válida?

7. De ser afirmativa la respuesta anterior, ¿hubo suficiente frecuencia de acuerdo


con las circunstancias como para generar confianza razonable en que dicha
conducta (acción u omisión) se mantendría?

8. De ser afirmativa la respuesta anterior, ¿B considera que el comportamiento


de A supone una renuncia de sus derechos?

9. De ser negativa la respuesta anterior, ¿B considera que el comportamiento de


A coincide con la voluntad de B de cambiar los términos del contrato? Si no hay

411
claridad sobre la respuesta, ¿B considera que el nuevo comportamiento de A
debe necesariamente ser conservado hasta el final de la relación contractual?

10. De ser negativa la respuesta anterior, ¿A sabía que B tenía razones


contundentes para confiar en su primera conducta?

11. Si la respuesta anterior es afirmativa, la doctrina de los actos propios sería


en principio aplicable, a menos que no se cumpla el requisito de identidad de
sujetos. En cambio, si la respuesta fuera negativa, teniendo en cuenta las
circunstancias, ¿A, o una persona razonable en las circunstancias de A, tenía
elementos para inferir que a partir de su conducta anterior (acción u omisión), B
podía entender que A la mantendría?

12. De ser afirmativa la respuesta anterior, ¿son A y B los únicos protagonistas


de la conducta anterior (acción u omisión) y su posterior contradicción?

13. Si la respuesta anterior es afirmativa, la doctrina de los actos propios sería


en principio aplicable. En cambio, si la respuesta fuese negativa y también
participara un sujeto C, sería necesario preguntarse si existe una relación de
representación, o un contrato a favor de tercero, o si se ha producido una
transmisión a título universal, a partir de una sucesión hereditaria o una
reorganización empresarial.

14. Finalmente, si la conducta inicial fue desplegada por varias entidades


estatales, habría que preguntarse si se generó apariencia razonable de que sus
actuaciones eran vinculantes para el Estado.

La aplicación del test no garantiza un resultado a prueba de confusiones, pero sí


las minimiza. Va a permitir un diagnóstico más acertado para encontrar la
solución que corresponda al caso concreto. La aplicación reiterada de este test
permitirá a los interesados deconstruir la doctrina de los actos propios y
recomponer su verdadera estructura, para así llegar al fiel de la balanza. Se
confirmará así que el hecho de ser un principio de derecho y de ser residual no
la hace el mejor remedio para todas las circunstancias.

Solo su real entendimiento, tanto teórico como práctico, sustentará una


recomendación para mencionarla -o no hacerlo- de forma expresa en el
ordenamiento jurídico. En este camino, es provechoso tener una idea ligera
sobre la utilización de la doctrina de los actos propios en otras áreas del Derecho,
pues ello contribuirá a la discusión sobre si es o no necesario o conveniente
regularla, y de serlo, qué instrumento normativo le correspondería.

5.5 Aplicación de la doctrina de los actos propios en áreas ajenas al


Derecho Contractual.-

El presente trabajo se enfoca en el estudio de la doctrina de los actos propios en


el Derecho de Contratos, a pesar de lo cual, en este acápite se presentan
algunas ideas sobre cómo esta herramienta es recibida en áreas del Derecho
distintas, lo cual permitirá analizar con mayor convicción la necesidad o
conveniencia de mencionarla expresamente en el ordenamiento jurídico.

412
5.5.1 Aplicación de la doctrina de los actos propios por el Tribunal Constitucional
peruano.-

La doctrina de los actos propios ha sido mencionada por el Tribunal


Constitucional, como argumentos para resolver demandas de amparo. De ello
dan cuenta las dos decisiones que se mencionan a continuación.

1. El Exp. Nº 1567-2006-PA/TC recayó sobre un recurso de agravio


constitucional interpuesto por la Compañía de Exploraciones Algamarca
(“Exploraciones Algamarca”) contra la resolución emitida por la Corte Superior
que declaró improcedente la demanda de amparo presentada por dicha
empresa. Exploraciones Algamarca había interpuesto una acción de amparo
contra la Compañía Minera Algamarca S.A.C. (“Minera Algamarca”), la
Compañía Sulliden Shauindo S.A.C. (“Sulliden”) y el señor Miguel Orbegoso
Tudela, así comocontra los árbitros que emitieron un laudo arbitral que habría
afectado sus intereses (Tribunal Constitucional 2006b).

Ocurrió que el Señor Orbegoso suscribió un contrato de transferencia de


propiedades mineras con Sulliden en nombre y representación de Exploraciones
Algamarca y Minera Algamarca. Exploraciones Algamarca, la demandante en el
amparo, alega que dicho contrato no la vincula porque el Señor Orbegoso violó
sus facultades de representación conferidas por la junta general de accionistas.
Sulliden inició un proceso arbitral que, según Exploraciones Algamarca, vulneró
su derecho al debido proceso, debido a que el convenio arbitral había sido
suscrito por el Señor Orbegoso sin contar con facultades para ello, y por tanto,
el tribunal arbitral no era competente (la demanda de amparo pretendía dejar sin
efecto el convenio arbitral y la instalación del tribunal). Sulliden contestó, entre
otros argumentos, que el Señor Orbegoso era además gerente general, de modo
que contaba con facultades para suscribir el convenio arbitral por el solo hecho
de serlo.

En primera instancia, en el proceso de amparo iniciado por Exploraciones


Algamarca, se declaró infundada la demanda por tratarse de un asunto de
carácter contractual. En segunda instancia, la Corte Superior declaró
improcedente la demanda. Finalmente, el Tribunal Constitucional también
declaró improcedente la demanda, por falta de agotamiento de la vía previa,
dado que por el principio kompetence-kompetence, era el tribunal arbitral el
encargado de decidir sobre su propia competencia.

Sin perjuicio de ello, en la sentencia comentada, el Tribunal Constitucional señaló


que los demandados alegaron la aplicación de la doctrina de los actos propios,
puesto que Exploraciones Algamarca, la demandante, negó la validez del
convenio arbitral a pesar de que en otro proceso judicial (iniciado por Sulliden),
alegó la existencia del mismo convenio arbitral.

Nótese que el Tribunal Arbitral no necesita aplicar o desestimar el argumento


referido a la doctrina de los actos propios, dado que concluyó que la demanda
fue improcedente; sin embargo, no negó su posibilidad de aplicación. Como
puede observarse, el Tribunal Constitucional aplicó la doctrina de los actos
propios sin necesitarla para resolver la controversia, y más bien lo hizo con el

413
propósito llamado “a mayor abundamiento”. Nótese que, como la Corte Suprema
ha hecho, el Tribunal Constitucional aplicó la doctrina de los actos propios en
relación con situaciones que involucraron a los mismos sujetos, pero respecto
de conductas desplegadas en dos procesos judiciales diferentes.

2. El Expediente 02335-2013-PA/TC recayó sobre una demanda de amparo


interpuesta por una trabajadora contra el Gobierno Regional del Callao, que
solicitó se deje sin efecto una carta mediante la cual la demandante fue
despedida de su centro de labores. La demandante alegó que se vulneró su
derecho al trabajo, frente a lo cual el demandado respondió que el despido se
originó en una falta grave (Tribunal Constitucional 2017).

El Tribunal Constitucional concluyó que si bien el Gobierno Regional del Callao


podía declarar la nulidad de sus actos administrativos, la propia entidad había
ratificado la contratación de la demandante con anterioridad, por lo que la
declaración de nulidad atenta contra de la teoría de los actos propios. Además,
se declaró fundada la demanda de amparo debido a que se vulneró el principio
de inmediatez al notificar la presunta nulidad de la contratación luego de más de
tres años de haber sido emitida la decisión correspondiente.

A propósito de la doctrina de los actos propios, el Tribunal Constitucional señaló


que:

“[…] en relación con el primer punto, no es irrelevante desde el punto de vista


constitucional que la administración pública, en su accionar, debe someterse a
determinados principios, los cuales, en determinados casos, cuentan con
soporte constitucional. En dicho marco, la doctrina de los actos propios adquiere
especial notoriedad. De conformidad con ella, a la administración pública le está
vedada la posibilidad de desconocer, por su propia acción, aquellos actos que
hubiera avalado con anterioridad, más aún si de los mismos se puede
desprender el reconocimiento de determinados derechos subjetivos a favor de
las personas” (2017: fundamento 10).

3. Las sentencias anteriores no han sido comentadas con el propósito de ser


analizadas de manera exhaustiva, sino para poner en evidencia que la doctrina
de los actos propios es utilizada también por el Tribunal Constitucional, intérprete
de la norma de mayor jerarquía en el ordenamiento jurídico peruano.
Independientemente de que lo haya hecho o no guardando la máxima
rigurosidad, lo importante es que el Tribunal Constitucional reconoce la
existencia de esta herramienta en el ordenamiento jurídico peruano y que los
jueces pueden utilizarla para resolver controversias.

5.5.2 Aplicación de la doctrina de los actos propios en el proceso.-

He identificado cuatro asuntos relevantes de cara a la vinculación de la doctrina


de los actos propios con las actuaciones procesales.

5.5.2.1 La doctrina de los actos propios no siempre se configura en el marco de


un proceso:

414
Como se ha sostenido en el Capítulo 3 de este trabajo, la doctrina de los actos
propios es lo suficientemente flexible como para operar en dos sentidos, como
un mecanismo de acción o uno de defensa. Ello dependerá de cuál es el acto
contradictorio que se pretende combatir con su invocación. En efecto, el
momento del proceso en que se puede recurrir a la doctrina de los actos propios
depende del contenido de la contradicción. Si el actuar incoherente supone
formular un reclamo inesperado, la doctrina de los actos propios será planteada
a manera de contestación o como mecanismo de defensa. Sin embargo, la
contradicción puede plantearse sin formular reclamo alguno, pero con una
negativa a ejecutar el contrato de la manera en que se venía haciendo. En tal
caso, el afectado con la incoherencia puede pedir que en el proceso se declare
que en virtud de la doctrina de los actos propios, se disponga el remedio que
corresponda.

Lo señalado en el párrafo precedente es la razón por la cual la doctrina de los


actos propios, cuando se plantea en vía de excepción, opera como una defensa
de fondo, de modo que se puede invocar para conseguir que la demanda se
declare infundada, mas no improcedente.

Sin perjuicio de lo anterior, e independientemente de que se trate de una defensa


de fondo, Díez-Picazo sostiene que la doctrina de los actos propios presupone
siempre una situación procesal, pues es en el proceso donde no puede venirse
contra los actos propios.

“Lo que se veda es que un litigante adopte, en el proceso, una actitud que le
ponga en contradicción con su anterior conducta. Es la contradicción entre la
conducta procesal, y la conducta pre-procesal o extraprocesal lo que resulta
inadmisible y condenable. Lo que la persona no puede hacer es accionar, invocar
o alegar en contra de sus propios actos. Invocar y alegar vale tanto como aportar
hechos y razones de derecho, como fundamento de una petición dirigida a un
juez (Díez-Picazo 2014: 172).

La consecuencia de esta posición es que la doctrina de los actos propios agota


“su eficacia en enervar, detener o impedir la afirmación procesal contraria a la
conducta prelitigiosa, siendo un medio de defensa, una excepción, o en sentido
más amplio, una objeción” (Díez-Picazo 2014: 173).

La postura en virtud de la cual la doctrina de los actos propios, aunque se trata


de una defensa de fondo, supone siempre una situación procesal, se explica en
que el núcleo que motiva su invocación es una contradicción. Como dice el autor
citado, esta contradicción puede operar entre una conducta procesal y otra
extraprocesal. Es decir, en el marco de la ejecución del contrato se despliega
una conducta vinculante generadora de confianza, que es luego contradicha en
el marco de una disputa formal.

Sin embargo, dicha posición es incompleta y por tanto incorrecta. Es posible que
el proceso haya sido promovido no con el ánimo de contradecir una conducta
previa y vinculante, sino por el contrario, para denunciarla, pedir que se declare
la existencia de contradicción durante la ejecución del contrato y se dispongan
las medidas correctivas que sean necesarias.

415
Como puede apreciarse, la postura que considera que la doctrina de los actos
propios importa siempre un marco procesal, supone que la conducta vinculante
se produce fuera del proceso y que la contradicción posterior se produce dentro
de él. Por el contrario, la posición que planteo es que ambas conductas, la
primigenia y la contradictoria, pueden generarse durante la ejecución del
contrato, de modo que el proceso posterior sirva para dar cuenta de la
incoherencia y pedir que se corrija.

5.5.2.2 La doctrina de los actos propios frente a la preclusión y la renuncia del


derecho a objetar:

Un segundo asunto relevante de cara a la doctrina de los actos propios en el


marco de un proceso, es que aquélla debe distinguirse de la institución de la
preclusión. La preclusión confiere precisión y rapidez al proceso, poniendo
límites al ejercicio de las facultades procesales.

“Pero ocurre que el principio de preclusión en cuanto impide el regreso a etapas


o estadios procesales consumidos por ejercicio válido de la facultad o por la
caducidad del derecho, justamente por su no ejercicio, dispone de una
construcción consolidada en la teoría general del Derecho procesal y normas
diversas en torno a su reconocimiento […] que lo aíslan del venire contra
proprium factum y hacen innecesario acudir a ella para explicar la clausura
definitiva de las diversas y sucesivas etapas del proceso” (Morello 1985: 65).

Además de la preclusión procesal, vale la pena mencionar en este punto a una


institución consagrada en el Decreto Legislativo 1071, Ley que norma el
Arbitraje, que presenta una vocación parecida a la de la doctrina de los actos
propios. El artículo 11 regula la renuncia del derecho a objetar, señalando que:

“Si una parte que conociendo, o debiendo conocer, que no se ha observado o se


ha infringido una norma de este Decreto Legislativo de la que las partes pueden
apartarse, o un acuerdo de las partes, o una disposición del reglamento arbitral
aplicable, prosigue con el arbitraje y no objeta su incumplimiento tan pronto como
le sea posible, se considerará que renuncia a objetar el laudo por dichas
circunstancias”.

La lógica que subyace a dicha regla es, de un lado, propiciar la eficiencia en el


proceso, como ocurre con la preclusión, y de otro lado, sancionar la
contradicción. Puede parecer paradójico considerar que quien guarda silencio no
puede contradecirse posteriormente, pero no hay paradoja alguna. La regla
opera cuando las partes del arbitraje estuvieron en condiciones de saber que la
ley arbitral fue incumplida, pese a lo cual callaron. Si deciden dar cuenta de la
infracción fuera de un tiempo razonable, el laudo queda protegido y no podrá
alegarse la vulneración del debido proceso por dicha circunstancia.

Como ya se ha mencionado, el artículo 175 inciso 1 del Código Procesal Civil


tiene una regla similar, según la cual el pedido de nulidad será declarado
inadmisible o improcedente, según corresponda, cuando se formule por quien ha
propiciado, permitido o dado lugar al vicio. La diferencia con la Ley que norma el
Arbitraje es que el Código Procesal Civil no solo sanciona la mera omisión, sino

416
además una actitud, pues impide alegar la nulidad a quien consintió o propició el
vicio.

El artículo 172 del Código Procesal Civil es incluso más parecido al artículo 11
de la Ley que norma el Arbitraje, pues tratándose de vicios en la notificación de
la nulidad existe convalidación tácita cuando el facultado para plantear la nulidad
no formula su pedido en la primera oportunidad que tuviera para hacerlo.

5.5.2.3 La doctrina de los actos propios y las contradicciones procesales:

En los párrafos anteriores se discutió si la contradicción que configura la doctrina


de los actos propios puede ser anterior al proceso o producirse en él. En ambos
casos, la conducta vinculante se produjo en el marco de la ejecución del contrato,
lo cual genera que la doctrina de los actos propios planteada en esos términos,
sea siempre una defensa de fondo, independientemente de que la contradicción
se formule dentro de un marco procesal o fuera de él.

Lo que se presenta a continuación más bien, son casos en los cuales tanto la
conducta vinculante como la contradicción posterior se presentan dentro de un
proceso, lo cual genera que, en este espacio, la doctrina de los actos propios no
se trate de una herramienta para defender la coherencia contractual, sino la
conducta congruente y de buena fe al interior de un proceso. En buena cuenta,
esto es lo que por cierto ha decidido la Corte Suprema en algunos de los casos
reseñados en la sección anterior de este capítulo.

En efecto, “la circunstancia de que un sujeto de derecho intente verse favorecido


en un proceso judicial, asumiendo una conducta que contradice otra que la
precede en el tiempo, en tanto constituye un proceder injusto, es inadmisible”
(Morello 1985: 57).

En esa línea, diversos autores dan cuenta de situaciones que ameritaron la


aplicación de la doctrina de los actos propios no como instrumento contractual
sino procesal: (i) el litigante no solicita una prueba e incluso se opone a ella para
luego alegar la nulidad de la sentencia por no haberse practicado la prueba; (ii)
el ejecutado solicita la sustitución del bien trabado cuando en la diligencia de
embargo no formuló objeción ni se opuso al embargo de los bienes gravados;
(iii) el litigante formula nulidades procesales contra actuaciones consentidas sin
haber planteado los recursos previstos; (iv) un litigante cambia abruptamente de
estrategia procesal, pues luego de expresar su voluntad de cumplir el laudo
condenatorio y negociar únicamente cuestiones puntuales, opta, luego del
fracaso de las tratativas, por interponer un recurso de nulidad; y, (v) en instancias
distintas el accionante sostiene su pretensión en fundamentos distintos, pues en
primera instancia alega la teoría de la imprevisión y en segunda instancia, pacto
comisorio.

La doctrina de los actos propios ha servido para combatir comportamientos


incoherentes al interior de un proceso, pero también para impedir a quien hizo
dos alegaciones incompatibles entre sí en sedes distintas, el ejercicio de
derechos que contraría sus anteriores alegaciones (López Mesa 2013, 179).
Incluso se ha usado en procesos laborales, cuando se ha alegado lo contrario a

417
lo defendido en un proceso civil, y también se ha usado en sede administrativa,
cuando se niega en sede jurisdiccional lo defendido en el expediente
administrativo (Joan Picó i Junoy 2003: 127-129)195.

5.5.2.4 La doctrina de los actos propios y las decisiones judiciales:

No hay unanimidad entre los autores sobre la posibilidad de aplicar la doctrina


de los actos propios cuando los jueces adoptan decisiones contradictorias entre
sí al interior de un proceso o en procesos distintos. Las decisiones adoptadas
por las cortes judiciales peruanas, mencionadas en el acápite 5.4.7, tampoco
ofrecen mayor claridad.

El Profesor Isidoro Eisner habría sido el primero en postular que la doctrina de


los actos propios debe ser aplicada también a los jueces y tribunales (Mesa
Valencia, 78). Lo mismo considera López Mesa, según el cual la doctrina de los
actos propios se aplica a jueces y árbitros para que no “desanden el camino
recorrido en el expediente, salvo que enmienden un acto anterior gravemente
viciado” (López Mesa 2013: 201). No obstante, este mismo autor señala que
Alejandro Borda no está de acuerdo con su postura (López Mesa 2013: 203).

Para esta corriente de pensamiento, los jueces no solamente no pueden


contradecir sus actos anteriores en el mismo expediente, sino que no pueden
contradecir el criterio que hubieran adoptado sobre el mismo tema en casos
anteriores. “Un juez no puede darse el lujo de ser voluble ni de aplicar dos
criterios para un mismo caso, porque está obligado a mantener una coherencia
interpretativa y decisoria, pues lo contrario compromete la garantía de seguridad
jurídica” (Mesa 2013: 80).

Opinión similar es recogida en la sentencia expedida por la Corte Constitucional


de Colombia C-836 del 2001, en la cual se señaló que “esta obligación de respeto
por los propios actos implica, no sólo el deber de resolver casos similares de la
misma manera, sino, además, el de tenerlos en cuenta de manera expresa, es
decir, la obligación de motivar sus decisiones con base en su propia doctrina
judicial” (Bernal 2013: 265).

Es comprensible la preocupación de los autores por aquellas situaciones en las


cuales quienes toman decisiones al interior de un proceso no son consistentes
con sus propias decisiones previas, adoptadas dentro del mismo proceso o en
algún otro que involucra a partes distintas.

195
Se ha incluido como ejemplo incluso el caso de un conductor de colectivo que demandó a una
empresa de ómnibus para la que trabajaba, por incapacidad “laborativa” total, por los
microtraumas absorbidos por la columna por la deficiente amortiguación del vehículo. Venció en
el juicio y cobró una indemnización. Años después demandó a otra empresa con el mismo
planteo, pero dado que ambas empresas tuvieron el mismo abogado, la segunda empresa
demandada tomó conocimiento del proceso anterior y cuestionó esta actitud procesal sobre la
base de la doctrina de los actos propios (López Mesa 2013: 177). Según López Mesa, en el caso
debía prosperar la doctrina de los actos propios, pero esta postura presenta dos dificultades. De
un lado, no se presenta el requisito de identidad de los demandados, y de otro lado, la forma de
desestimar la demanda era a través de una defensa de fondo, por no acreditarse la existencia
de daño pendiente de ser indemnizado.

418
Por supuesto, la preocupación anterior se justifica solamente asumiendo que la
inconsistencia de dichas decisiones no puede explicarse por circunstancias
diferentes que ameriten la variación.

Ahora bien, si no hay razón alguna que explique la aparente inconsistencia, lo


que en el fondo se cuestiona al acudir a la doctrina de los actos propios, es la
incongruencia de las decisiones judiciales que vulneran las expectativas
legítimas de los justiciables. Sin embargo, en un sistema en el cual las decisiones
judiciales no son vinculantes, no hace falta hacer uso de la doctrina de los actos
propios sino utilizar los remedios que el andamiaje del sistema de justicia provee,
frente a la eventual vulneración del debido proceso, la posible existencia del
delito de prevaricato o las investigaciones por conductas reñidas con la ética
judicial.

Como consecuencia de todo lo anterior, la vinculación de la doctrina de los actos


propios y los asuntos procesales pueden producirse a cuatro niveles. El primer
nivel es cuando la conducta vinculante ocurre fuera del proceso, en ejecución
del contrato, pero la conducta contradictoria se produce a través de una
actuación procesal. El segundo nivel es cuando, independientemente de cuál
sea el asunto controvertido, una de las partes actúa en el proceso de manera
contradictoria con actuaciones previas. El tercer nivel ocurre cuando la
incoherencia de los litigantes se muestra respecto de conductas planteadas en
procesos distintos. Finalmente, algunos autores mencionan la doctrina de los
actos propios no en relación con el comportamiento de las partes, sino de los
jueces al interior del proceso o respecto a decisiones emitidas en procesos
distintos con circunstancias idénticas. Sobre esto último, la doctrina de los actos
propios también ha sido utilizada para combatir actuaciones irregulares de las
entidades administrativas, como se puede apreciar a continuación.

5.5.3 Aplicación de la doctrina de los actos propios en el Derecho


Administrativo.- el principio de confianza legítima.-

Ya se ha señalado que la doctrina de los actos propios no es la única


construcción teórica destinada a proteger la confianza. De hecho, todo el sistema
de contratación civil está construido sobre la base de ella. Ahora bien, el Derecho
Administrativo es un espacio en el que se ha dotado a la certeza de las
decisiones una protección especial a través del llamado “principio de confianza
legítima”.

La doctrina o principio de la protección de la confianza o de la confianza legítima


se desarrolló en Alemania luego de terminada la Segunda Guerra Mundial, con
el propósito de reaccionar judicialmente frente a la defraudación de la confianza
de los ciudadanos por parte de los poderes públicos (Schneider 2002: 250).

En efecto, por razones históricas conocidas, terminada la Segunda Guerra


Mundial, en Alemania se criticaba la frialdad y la rigidez de la ley, contexto en el
cual fue emitida la Sentencia del Tribunal Superior de lo Contencioso-
Administrativo de Berlín del 14 de noviembre de 1956. Con ella se impidió
revocar un acto de reconocimiento de una pensión de viudez a la viuda de un
funcionario. “Con base en la confianza creada por el acto administrativo, la

419
beneficiaria decidió mudarse a Berlín oeste. De forma que la revocación del acto
le habría producido serios perjuicios. Al resolver el caso, el Tribunal consideró
que, con fundamento en los principios de paz, seguridad jurídica y buena fe, no
se justificaba la revocación del acto” (Díez 2018: 71).

La doctrina alemana ha definido el principio de confianza legítima como el


principio general del Derecho en virtud del cual algunas expectativas, derivadas
de las situaciones de confianza creadas por la conducta de los poderes públicos,
producen efectos jurídicos cuando la confianza protegida debe prevalecer sobre
el interés público (Díaz 2014: 103).

“El principio de protección de la confianza surgió en Europa como consecuencia


del desencanto imperante con la vigencia meramente formal de la Ley. Su
momento de elaboración coincide con la construcción del Estado social. En ese
sentido, tiene un origen común con la doctrina de los actos propios, que también
se configuró en su momento para paliar los efectos derivados de una aplicación
excesivamente rigurosa de las normas jurídicas” (Díez 2008: 71).

Como señala Díez-Sastre, tanto el principio de protección de la confianza como


la doctrina de los actos propios surgieron para dotar de flexibilidad a las
relaciones jurídicas, en el marco de la buena fe, pero esta coincidencia no impide
marcar las diferencias entre una y otra.

La finalidad de este principio ha sido la de proteger las expectativas legítimas de


los administrados. De conformidad con la jurisprudencia de la Corte
Constitucional Federal y de los tribunales alemanes, la protección de tales
expectativas tiene fundamento en que ellas sean razonables y, además, que sea
imprevisible su modificación por parte de la administración pública, pues, en caso
contrario, es decir, si el cambio en las reglas por parte de la administración es
previsible o esperado, se considera que el particular no requiere de la protección
que se brinda a través de esta figura (Bernal 2013: 271).

El principio de protección de la confianza recíproca también es defendido como


presupuesto para alcanzar el bienestar macroeconómico. “Condición previa para
que puedan tener lugar tales interacciones productivas es, sin embargo, la
confianza de los distintos actores en su respectiva disposición recíproca a la
cooperación. Para ello resulta imprescindible que estos intercambien información
creíble sobre sus intenciones y comportamientos futuros” (Schneider 2002: 253).

Además, es defendido desde la óptica de la teoría de los derechos


fundamentales, pues “la protección de la confianza significa protección de la
libertad, ya que es aquélla la que garantizaría un desarrollo óptimo de la
personalidad de los ciudadanos” (Schneider 2002: 251).

En España se implementó el principio de confianza legítima mediante sentencia


del Tribunal Constitucional del 28 de febrero de 1989, por la que se decidió
proteger a un centro escolar que durante varios años se había beneficiado de

420
ciertas subvenciones que repentinamente fueron modificadas en perjuicio suyo
(Mesa 2013: 31)196.

Por su parte, para la Corte Constitucional colombiana, el principio de confianza


legítima es una proyección de la buena fe que debe gobernar la relación de las
autoridades con los particulares, para conciliar los intereses generales con los
de las personas (Mesa 2013: 36).

Como puede fácilmente advertirse, la observación que surge instantáneamente


cuando se yuxtapone la protección de la confianza con la certeza que deben
producir las decisiones administrativas es que la Administración pública, a
diferencia de los sujetos privados, debe actuar según el principio de legalidad.
La réplica a la observación sería que las entidades no actúan solamente según
actividades regladas, sino que poseen cierto margen de discrecionalidad. “Y es
precisamente en ese ámbito en el que se considera necesario reforzar los
criterios de control de la actuación administrativa. En ese sentido, la
jurisprudencia considera aplicable la doctrina de los actos propios al ejercicio de
potestades discrecionales” (Díez 2018: 49).

Lo antes señalado es clave para dotar de algún sentido a la doctrina de los actos
propios o principio de confianza legítima en las actuaciones de las entidades
públicas.

En efecto, en el espacio contractual del Derecho Privado la doctrina de los actos


propios exige que la conducta portadora de confianza sea vinculante, pero la
exigencia de que el acto administrativo sea “vinculante” puede conducir a
conclusiones poco razonables. “Así, puede llevar a afirmar que un acto
administrativo que concede una licencia impide que posteriormente se deniegue
esa misma licencia con base en la doctrina de los actos propios. […] La
vinculación al acto administrativo no se explica por la doctrina de los actos
propios. Se explica por el régimen jurídico que rodea el ejercicio de las
potestades administrativas y a la validez y eficacia de los actos administrativos”
(Díez 2018: 50).

Dicho en otras palabras, las decisiones “vinculantes” adoptadas por las


entidades públicas no lo son porque les sea aplicable la doctrina de los actos
propios o el principio de confianza legítima, sino porque el régimen jurídico les
confiere carácter obligatorio, partiendo de la premisa de que dichas decisiones
son adoptadas sobre la base del principio de legalidad. En efecto, teniendo en
cuenta la presunción de legalidad de los actos administrativos, el principio de
confianza legítima actúa si la confianza del individuo ha sido violentada con
signos externos sorpresivos (Mesa 2013: 35).

Ahora bien, dicho principio se limita a operar respecto de actuaciones no


vinculantes. En efecto, la confianza es protegible cuando el acto que la suscita
no es vinculante por naturaleza, pues si lo fuera, sería irrelevante que haya
generado confianza en el administrado (de acuerdo a un estándar externo de
conducta y no según el estado psicológico interno de los sujetos). Es solo en los
196
Los principios de buena fe y confianza legítima en el Derecho Administrativo fueron acogidos
en el ordenamiento español mediante la Ley 4/1999 y la Ley 40/2015.

421
casos de decisiones no vinculantes que cabe discutir sobre el deber de la
Administración de mantener su propio criterio expresado con anterioridad (Díez
2018: 52)197.

A propósito del ámbito tributario, que se rige además por los principios del
Derecho Administrativo, se ha sostenido que para que se vulnere la doctrina de
los actos propios por parte de la Administración es necesario que su actuación
rompa la previsibilidad y la buena fe del administrado y que existan signos
externos concluyentes que hayan orientado la conducta de este (Martínez 2014:
67). Por ejemplo, que el administrado se haya guiado por actuaciones de la
Administración en ejercicios anteriores por idénticos conceptos.

Además, el acto administrativo no vinculante que puede generar confianza


protegible debe ser conforme a Derecho, pues la doctrina de los actos propios
en Derecho Administrativo o principio de confianza legítima no puede aplicarse
si la consecuencia es crear situaciones contrarias a intereses tutelados por
normas. En tal sentido, no opera para prolongar los efectos de una disposición
administrativa ilegal198. En otras palabras, el límite es el principio de legalidad,
pues la doctrina de los actos propios no sirve para validar un acto de la
Administración contrario al ordenamiento jurídico. En este punto, nótese la
semejanza con la aplicación de la doctrina de los actos propios en el ámbito
contractual privado, en que la conducta inicial debe emanar de un contrato válido
para ser vinculante.

En el Derecho Administrativo se ha acuñado el concepto de “autovinculación de


la Administración”, que supone exigir coherencia en las actuaciones de los
funcionarios públicos. Sin embargo, para que ellas puedan ser vinculantes hace
falta remitirse a principios jurídicos, como el de igualdad en la aplicación de la
ley, el principio de buena fe o el principio de protección de la confianza (Díez
Sastre 2008: 193). Añade la autora que la doctrina de los actos propios está
enmarcada en los dos últimos principios, y que debe deslindarse de la doctrina
del precedente administrativo, pues en la primera los sujetos deben ser los
mismos, mientras que los precedentes administrativos suponen la existencia de
relaciones jurídicas distintas, respecto de las cuales es pertinente el principio de
igualdad de los administrados.

Al respecto, el artículo 1.8. de la Ley Nº 27444, Ley del Procedimiento


Administrativo General, contenido en el Texto Único Ordenado aprobado por el
Decreto Supremo Nº 004-2019-JUS, menciona el Principio de buena fe
procedimental:

“Artículo 1.8.- Principio de buena fe procedimental.-La autoridad administrativa,


los administrados, sus representantes o abogados y, en general, todos los
partícipes del procedimiento, realizan sus respectivos actos procedimentales
guiados por el respeto mutuo, la colaboración y la buena fe. La autoridad

197
La autora pone como ejemplos de actuaciones no vinculantes a las promesas, consultas,
disposiciones administrativas internas, etc., que sean capaces de generar confianza protegible
(Díez 2008: 377).
198
Por ejemplo, si la Administración indica erróneamente el régimen de recursos contra un acto,
no opera el principio de confianza legítima, pues de lo contrario se inaplicaría el régimen legal
correspondiente (Díez 2018: 52).

422
administrativa no puede actuar contra sus propios actos, salvo los supuestos de
revisión de oficio contemplados en la presente Ley. Ninguna regulación del
procedimiento administrativo puede interpretarse de modo tal que ampare
alguna conducta contra la buena fe procedimental” [el subrayado es agregado].

Es esencial tener clara la diferencia entre la doctrina de los actos propios y los
precedentes administrativos, pues la doctrina los actos propios se produce en el
seno de la misma relación, mientras que los precedentes se refieren a una
relación jurídica distinta. El criterio contenido en ellos puede cambiarse siempre
que se presente una motivación suficiente (Martínez 2014: 68).

Carrasco mantiene una posición distinta, pues sostiene que la doctrina de los
actos propios en el Derecho Administrativo no exige que la confianza del
administrado haya sido defraudada, pues basta que la conducta significativa
haya favorecido a terceros que estén respecto a la norma en la misma posición
que el afectado (Carrasco 2016: 469). Como puede apreciarse, para este autor
la doctrina de los actos propios en el Derecho Administrativo no solo abarca las
conductas inconsistentes de la Administración respecto de un administrado, sino
la vulneración de su confianza debido a un trato diferenciado respecto de otros
administrados. Esto último, más que referirse a la doctrina de los actos propios,
está prohibido por el principio de igualdad que debe regir los actos
administrativos.

También se invoca la doctrina de los actos propios en el Derecho Administrativo


contra el recurso de lesividad, que permite a la autoridad que emitió un acto
administrativo, impugnarlo en la vía contencioso administrativa. Sobre ello,
García de Enterría sostiene que el principio de los actos propios no tiene nada
que ver con el régimen que consagra el recurso de lesividad. “La doctrina de los
actos propios se utiliza generalmente con una inespecífica, y aún más, grosera
imprecisión, y esto no sólo en el Derecho Administrativo, donde es notorio que
su invocación por los autores y por la jurisprudencia descarga de ordinario de la
necesidad de mayores análisis, sino también en el campo, más depurado
técnicamente, del Derecho civil” (García de Enterría 1956: 71).

Nótese que García de Enterría no solo se opone a la invocación de la doctrina


de los actos propios frente al ejercicio de la Administración de impugnar sus
decisiones, sino que en general la acusa de falta de precisión, incluso en el
Derecho Civil. En todo caso, las propias reglas de procedimiento administrativo
permiten a la Administración dejar sin efecto sus propios actos a través de los
procedimientos de revisión de oficio, que exigen ciertas garantías procesales 199.

Como puede apreciarse, el principio de confianza legítima configura un límite a


las facultades revisoras y revocatorias de la administración, pues permite
mantener una situación jurídica reconocida e incluso creada previamente por el
acto administrativo que posteriormente pretende revocarse (Mesa 2013: 33).

199
Ello, sin perjuicio de la posible indemnización por los perjuicios sufridos como consecuencia
de la confianza de los administrados en los efectos de los actos administrativos que les fueron
favorables (Parada 2004, 213-214).

423
Así, la doctrina de los actos propios a través del principio de confianza legítima
ha ganado un espacio en el Derecho Administrativo y de ello también dan cuenta
autores como Alejandro Borda (2017: 149) y Marcelo López Mesa (2013: 231),
pero no es menos cierto que su uso en el ámbito de los procedimientos ante
entidades públicas genera escepticismo por su falta de claridad y por tanto de
certeza sobre los efectos que produce.

A continuación, a manera ilustrativa se presenta una controversia en la cual se


analizó la aplicación de la doctrina de los actos propios en el ámbito de la
Administración.

Un consorcio (el “Consorcio”) y una entidad (la “Entidad”) celebraron un contrato


de compra de determinados bienes (los “Bienes”) por un precio que estaba
dentro del tope máximo fijado (el “Contrato”).

Días después de la firma del Contrato, ambas partes suscribieron, en papel


membretado de la Entidad, una Cláusula Adicional al Contrato mediante la cual
dejaron constancia de que por error material se había consignado en la parte
final del Contrato la fecha 28 de diciembre de 2006, cuando la fecha correcta de
suscripción había sido el 29 de diciembre de 2006.

Poco después, en un contexto de críticas de los medios de comunicación al


precio de adquisición de los Bienes, la Presidencia del Consejo de Ministros
(“PCM”) propuso al Consorcio una renegociación de las condiciones del
Contrato, que el Consorcio aceptó. Para estos efectos, se nombró a una
comisión negociadora, que propuso un nuevo precio al Consorcio, aceptado por
este.

Sin embargo, antes de la firma de dicha modificación contractual, el Gobierno


planteó resolver el Contrato por mutuo disenso, lo cual fue también aceptado por
el Consorcio. No obstante, ello no se concretó dado que, sorpresivamente, la
Entidad emitió una resolución ministerial por la cual declaró unilateralmente la
nulidad del Contrato.

La Entidad fundamentó dicha nulidad en la supuesta falta del Consorcio al


principio de presunción de veracidad, dado que, al 28 de diciembre de 2006,
fecha en que se firmó el Contrato, este aun no estaba constituido, puesto que la
escritura pública de constitución fue otorgada ese mismo día.

El Consorcio manifestó su disconformidad a la resolución ministerial, pero, sin


perjuicio de ello, devolvió el importe del adelanto recibido más los
correspondientes intereses legales.

En dicho contexto, el Consorcio acudió a un procedimiento arbitral donde formuló


como pretensiones las siguientes: (i) que se declare que la Entidad carecía de
facultades para declarar unilateralmente la nulidad del Contrato; (ii) que se
declare la ineficacia de la decisión ministerial; (iii) que se declare que el
Consorcio no hizo nada que pudiera justificar la declaración de nulidad del
Contrato; y, (iv) que se declare terminado el Contrato por imposibilidad
sobrevenida.

424
La Entidad afirmó que la potestad de declarar unilateralmente la resolución del
Contrato era parte del ejercicio de su ius imperii. El Consorcio alegó en el proceso
que no era posible admitir la posición de la Entidad y que esta contravenía la
doctrina de los actos propios, dado que mediante una conducta actual se
pretendía desconocer conductas pasadas.

Respecto a la afirmación de la Entidad sobre el ejercicio del ius imperii, se dijo


que esta no tenía asidero porque cuando el Estado actúa como contratante lo
hace como una parte más, vinculada a las exigencias de la buena fe. En ese
sentido, dado que la doctrina de los actos propios es una manifestación de la
buena fe, ella le es claramente aplicable a la Administración Pública en su
conjunto y, en este caso, a la Entidad.

El Consorcio alegó que se había acreditado que la Entidad actuó contra la


doctrina de los actos propios, pues concurrían los tres elementos requeridos para
ellos: (i) una conducta relevante pasada; (ii) un intento de ejercer un derecho o
pretensión en contradicción con la conducta relevante pasada; y, (iii) identidad
de sujetos.

En primer lugar, según el Consorcio, la conducta relevante de la Entidad fue


recogida en dos actuaciones. Por un lado, la firma de la Cláusula Adicional, por
la cual ambas partes declararon que había habido un error en la fecha del
Contrato y que la fecha correcta el 29 de diciembre de 2006. Por otro lado, la
segunda actuación relevante fue la renegociación de las condiciones
económicas del Contrato impulsadas por la PCM: el propio Estado nombró una
comisión negociadora, a la cual incluso otorgó un reconocimiento público por su
trabajo realizado.

Resulta contradictorio entonces que la Entidad, para declarar la nulidad del


Contrato, haya aducido que el Consorcio faltó a la verdad por haberse constituido
en la fecha de suscripción del Contrato, es decir, el 28 de diciembre de 2006,
cuando la propia Entidad firmó un documento que reconocía que la verdadera
fecha de suscripción del Contrato fue el 29 de diciembre de 2006. Es también
contradictorio declarar unilateralmente la nulidad de un Contrato que
previamente se había estado negociando con seriedad y convicción y para lo
cual la misma PCM, a través de su comisión negociadora, propuso un nuevo
precio. Es más, una vez que el Consorcio transmitió a la Entidad su conformidad
con el nuevo precio, esta cambió de opinión y consideró que era preferible
terminar el Contrato por mutuo disenso, a lo que el Consorcio también dio su
conformidad. Sin embargo, antes de formalizar el documento, cambió
nuevamente de opinión y, sin explicación alguna, declaró la nulidad aduciendo
la falta a la verdad por parte del Consorcio.

Finalmente, sobre la identidad de personas en las dos actuaciones generadoras


de confianza, el Consorcio señaló que respecto a la primera (la celebración de
la Cláusula Adicional) no cabe duda que el requisito fue cumplido: el Consorcio
y la Entidad celebraron dicho documento y luego la Entidad alega ante el
Consorcio un fundamento que lo habilitaría a declarar la nulidad del Contrato,
contradictorio con dicho documento.

425
La duda se suscita respecto de la segunda actuación, la negociación del nuevo
precio, dado que quien la llevó a cabo fue la PCM y no la misma Entidad. Sobre
este tema, el Consorcio señaló que la Administración General del Estado tiene
personalidad jurídica única, lo cual se reafirma con la resolución ministerial que
creó a la comisión negociadora, emitida por la PCM, en la cual se indicó
expresamente que “el artículo 14 del Decreto Legislativo Nº 560 - Ley del Poder
Ejecutivo, establece que el Presidente del Consejo de Ministros colabora con el
Presidente de la República en la dirección de la política general del Gobierno y
coordina la actividad intersectorial de la función política administrativa del
Estado”.

Para el Consorcio quedó claro entonces que el Estado, incluyendo a la PCM y a


la Entidad, tiene única personalidad jurídica, por lo cual también respecto de la
segunda actuación se cumplió el tercer requisito de la doctrina de los actos
propios: la identidad de sujetos.

Independientemente de que el Consorcio o la Entidad hayan o no tenido razón,


esta controversia es útil para revelar las complejidades que presenta la posible
aplicación de la doctrina de los actos propios en el marco de un proceso
administrativo, considerando además que dicha herramienta es impertinente
cuando el acto que se contradice es firme, o cuando dicho acto presenta un vicio
que amerita su corrección por la propia Administración.

5.5.4 Aplicación de la doctrina de los actos propios en el Derecho Laboral.-

La doctrina de los actos propios ha extendido sus alcances incluso a las disputas
de carácter laboral, lo cual amerita ser discutido si se le contrasta con los
principios inherentes al Derecho del Trabajo, que son el de primacía de la
realidad y de la irrenunciabilidad de derechos, los que en principio serían un
obstáculo para su aplicación.

Para esta postura restrictiva, no debe equipararse la buena fe propia de una


relación entre iguales del Derecho Civil con la buena fe que nace de una relación
de asimetría en el Derecho Laboral.

“También se debe tener en cuenta que en el contrato de trabajo –en su mayoría-


las partes no se encuentran en igualdad de condiciones y por ende no existe
paridad al momento de negociar las condiciones de dicho contrato sino que, en
nuestra opinión, en la mayor parte de casos (con excepciones por el cargo a
ocupar o por la necesidad de contratar a alguien con un expertise muy
especializado que haga imprescindible su contratación) la contratación laboral
es un símil a la celebración de un contrato de adhesión en el cual en la práctica
el trabajador se “allana” a las condiciones laborales expresadas en el contrato
sin mayor margen ni poder de negociación” (Gómez 2015: 50).

426
Esta relación de asimetría es la razón que subyace al principio de
irrenunciabilidad de derechos, que impediría, según esta postura, aplicar la
doctrina de los actos propios200.

Por el contrario, para otros autores, la doctrina de los actos propios “puede ser
aplicada, aun en perjuicio de los derechos irrenunciables de los trabajadores, si
acaso ha existido un ejercicio abusivo de tal clase de derechos. La distinción en
la cual se sostiene esta hipótesis es la existente entre ejercicio no abusivo de los
derechos laborales (ejercicio lícito) y ejercicio abusivo de tal clase de derechos
(ejercicio ilícito)” (López Oneto 2016: 548).

El Tribunal Constitucional peruano ya se ha referido a este asunto mediante STC


Nº 2906-2002-AA/TC del 20 de enero de 2004, al señalar que la Constitución
“protege al trabajador aún respecto de sus actos propios, cuando pretenda
renunciar a los derechos y beneficios que por mandato constitucional y legal le
corresponden, evitando que, por desconocimiento –y sobre todo en los casos de
amenaza, coacción o violencia- se perjudique” (Tribunal Constitucional 2004:
fundamento 4).

Lo interesante de este caso es que, si bien se amparó la demanda sobre la base


de la irrenunciabilidad de derechos laborales, se desestimó en parte
invocándose los “actos propios” del trabajador. En efecto, este último suscribió
un acta por la cual aceptó su disminución de categoría, reducción de sueldo y
rotación de puesto. Así, se desestimó su pedido de regresar al área en la cual
se desempeñaba, pues “habiendo manifestado el demandante su disposición a
ser trasladado a otra área de trabajo, dentro de su categoría […], no puede
pretender sustraerse a las consecuencias de sus actos”.

En un caso en el que se discutía si la contratación laboral se realizó a plazo fijo


o indeterminado, la Corte Suprema de Chile señaló en el considerando 7 de la
sentencia del 10 de junio de 2008 (causa rol Nº 2320-2018): “Que a propósito de
la buena fe con la que deben cumplirse los contratos, resulta útil traer a colación
la denominada Teoría de los Actos Propios, según la cual si un sujeto define su
posición jurídica mediante el desarrollo de determinadas conductas, no le es
lícito desconocer, posteriormente, sus propias actuaciones, de modo que si la
demandante durante casi tres años concurrió a generar una relación laboral de
plazo fijo, a través de las sucesivas suscripciones de contratos de esa
naturaleza, con sus correspondientes finiquitos al término de cada período, no
es dable que ahora pretenda desconocer dichos acuerdos, aludiendo a una
realidad distinta y a derechos irrenunciables” (Gómez 2015: 46).

En otra causa la misma Corte sostuvo una posición parecida (considerando 3 de


la sentencia del 4 de noviembre de 2008; causa rol Nº 5129-2008): “Que, al

200
Además, esta postura señala que no se cumple el requisito de contradicción de conductas.
En efecto, en un caso en el cual se reclamó la existenica de relación laboral a pesar de haberse
prestado servicios con un sistema de pago de honorarios profesionales, se señaló que “no
existiría contradicción de conductas, toda vez que haber mantenido esos servicios excluidos del
orden laboral no era una decisión que correspondía a su prestador –supuesto trabajador- sino a
quien los recibía –supuesto empleador-; de modo que si el primero efectúa la reclamación
indicada no sería opuesta a una conducta que no le era imputable” (Sierra Herrero, 146).

427
efecto, resulta pertinente señalar que en la demanda se reconoce por la actora
haber trabajado para la Universidad Mayor cerca de seis años mediante la
modalidad de prestación de servicios a honorarios, lo que importa la aceptación
por parte de esta de la situación descrita en forma reiterada y mantenida en el
tiempo, lo que se exteriorizó a través de la emisión de las respectivas boletas de
honorarios. Tras este comportamiento, denominado por la doctrina como “de los
actos propios” subyace sin duda la primacía del principio de la buena fe, del cual
se encuentra imbuido no sólo la legislación laboral, sino que todo nuestro
ordenamiento jurídico” (Gómez 2015: 46-47).

Como puede apreciarse, aunque este trabajo se haya enfocado en el estudio de


la doctrina de los actos propios en el Derecho Contractual, su uso para resolver
controversias de carácter público, con o sin rigurosidad, revela su creciente
importancia en el ordenamiento jurídico, que en buena cuenta está estructurado
sobre la base de la protección de la confianza. Esto no solamente no sorprende,
sino que es intuitivamente explicable bajo la premisa de que el Derecho es el
resultado de la interacción humana, que no puede producirse de manera pacífica
sin relaciones de confianza.

5.6 Sobre la necesidad y la conveniencia de mencionar la doctrina de los


actos propios en el ordenamiento jurídico peruano.-

5.6.1 Justificación de la incorporación expresa de la doctrina de los actos


propios a la legislación peruana.-

A lo largo del presente trabajo se ha podido apreciar que son diversos los
espacios de resolución de disputas, nacionales o extranjeros, públicos o
privados, judiciales o arbitrales, bajo leyes nacionales o bajo la lex mercatoria,
sobre diversas áreas del Derecho, en los cuales se repudia la contradicción que
traicionó la confianza que merecía protección por ser razonable.

Ello ha ocurrido sin necesidad de que un cuerpo normativo acoja de manera


expresa el rechazo de la contradicción. De hecho, la razón de esto último es que
los principios de Derecho, como la doctrina de los actos propios, tengan la
condición de normas jurídicas sin necesidad de un enunciado manifiesto. En la
misma línea, si se retirara la mención de la buena fe como criterio rector de las
relaciones contractuales, sería un despropósito negar la obligación de las partes
de comportarse de buena fe al ejecutar sus contratos. “En consecuencia, sin
necesidad de reformas legales, se ha explicitado en el tráfico jurídico el modo en
que se deben entender, ejecutar y cumplir las obligaciones y todo negocio
jurídico en general. Se ha creado, en la práctica, un nuevo estándar del deber:
el comportamiento coherente, en perspectiva del resguardo a la confianza
suscitada en otros” (Padilla 2013: 143).

La mayor dosis de ponderación a cargo de los jueces, propia de la aplicación de


estándares de comportamiento, da lugar a la calificación de la doctrina de los
actos propios como un principio del derecho, sin que para ello, como ya se ha
mencionado respecto de la buena fe, sea necesaria una formulación legal
expresa.

428
“Huelga mencionar que la fuerza de esta regla o doctrina, en sí misma, no estriba
en la presencia o existencia de una norma jurídica, o de un determinado precepto
normativo, por cuanto su temple y linaje no emergen del Derecho positivo, sino
de la lógica, en primer término, y de su conexión con principios generales del
Derecho, como la buena fe, en segundo lugar, fuente de indiscutidos deberes de
conducta, entre otros el apellidado deber de coherencia” (Jaramillo 2014: 48).

Dado que la doctrina de los actos propios requiere para su aplicación de una
fuerte dosis de ponderación, y que, de forma contraria a las reglas, no hace falta
un trabajo de subsunción de las circunstancias del caso en los supuestos de
hecho, su obligatoriedad no depende de la existencia de una norma que regule
con detalle los requisitos para que opere y las consecuencias de ello.

Ciertamente, no es necesario consagrar positivamente la doctrina objeto de


estudio en una o varias normas, pues ella configura un principio de derecho que
a su vez se deriva del principio de la buena fe, y una función importante de los
principios es el carácter dinámico que le otorgan al ordenamiento jurídico para
adaptarse a las circunstancias cambiantes de la sociedad. En efecto, si se
pretendiera precisar y regular todas las posibles aplicaciones de la doctrina, tal
intención podría llevar a imprecisiones por intentar agotar su contenido, de suyo
variable y renovable, en un texto normativo que, además, posiblemente quedaría
desactualizado en poco tiempo (Bernal 2013: 229).

En tal sentido, ante la pregunta de si es indispensable incorporar una fórmula


legal que recoja expresamente la doctrina de los actos propios para que esta
opere, la respuesta es negativa. Lo que queda por dilucidar es si ello es o no
conveniente, y de serlo, en qué sentido.

Tienen razón quienes avalan su existencia y posibilidad de uso, no solamente


porque los principios de derecho pueden opera sin necesidad de mención
expresa de la ley, sino además porque la doctrina de los actos propios emana
del principio de la buena fe, cuya obligatoriedad está consolidada. De hecho, el
artículo VIII del Título Preliminar del Código Civil señala que “Los jueces no
pueden dejar de administrar justicia por defecto o deficiencia de la ley. En tales
casos, deben aplicar los principios generales del derecho y, preferentemente, los
que inspiran el derecho peruano”.

Por cierto, su utilización por diversos jueces, incluyendo los integrantes de la


Corte Suprema, e incluso la emisión del Pleno Casatorio antes citado, confirman
que en el Perú es posible resolver controversias invocando la doctrina de los
actos propios.

Sin embargo, desde un punto de vista práctico, no encuentro razones


contundentes para afirmar que todos los encargados de resolver controversias
suscitadas como consecuencia de comportamientos contradictorios, estarán
dispuestos, de ser necesario, a limitar el derecho de alguna de las partes sin que
alguna norma expresa reconozca la existencia de la doctrina de los actos
propios.

De allí que encuentro utilidad, mas no necesidad, en la incorporación expresa de


la doctrina de los actos propios al ordenamiento jurídico, pues el mero

429
reconocimiento manifiesto de su existencia puede dotar de comodidad a los
operadores jurídicos para hacer uso de ella. También considero que el espacio
más apropiado para ser introducida en el ordenamiento jurídico es el Título
Preliminar del Código Civil.

A propósito de la introducción en el Título Preliminar del Código Civil de España


del deber de ejercer los derechos en buena fe, Díez-Picazo señala:

“[…] [l]a inserción de un texto en el Título Preliminar contribuye de manera muy


eficaz a dinamizarlo. El Título Preliminar del Código Civil es algo así como el
pórtico de todo el ordenamiento jurídico. Y no es lo mismo tener una pieza
o una maquinaria en la puerta, donde todo el mundo la ve y se le puede
ocurrir utilizarla, que tenerla olvidada en un rincón escondido del edificio.
Dicho de otro modo: la totalidad de los juristas prácticos conoce el Título
Preliminar. Llegar, en cambio, a los entresijos olvidados de algunos sectores del
ordenamiento requiere más preparación y más erudición” [énfasis agregado]
(2014: 2007).

No es lo mismo tener una maquinaria en la puerta, donde todo el mundo la ve,


que tenerla escondida en un rincón, dice Díez-Picazo. Tiene razón. La vocación
de los títulos preliminares que anteceden a los trabajos de codificación es servir
como repositorio de los principios que subyacen a la regulación codificada.

En el caso del Título Preliminar del Código Civil peruano, esta finalidad
inspiradora de principios está reconocida en su propio texto, que le atribuye una
función supletoria: “Las disposiciones del Código Civil se aplican supletoriamente
a las relaciones y situaciones jurídicas reguladas por otras leyes, siempre que
no sean incompatibles con su naturaleza”.

Desde luego, el hecho que sea conveniente –mas no necesario- incorporar una
mención a la doctrina de los actos propios en el ordenamiento jurídico, y que el
espacio ideal para ello sea el Título Preliminar del Código Civil, no le confiere
mayor fortaleza teórica, sino que facilita su invocación en la práctica.

Es decir, aunque la protección brindada por la doctrina de los actos propios sea
recogida de manera expresa en el “pórtico del ordenamiento jurídico” siguiendo
las palabras de Díez-Picazo, ello no la haría más poderosa, ni le conferiría la
fuerza para resolver todos los problemas derivados de la contradicción en el
comportamiento. Y es que ni la buena fe ni la doctrina de los actos propios
enervan el hecho que en materia de contratos la libertad es la premisa, siempre
que no se genere confianza en la contraparte y que esta haya actuado en
consecuencia.

A pesar de lo anterior, y de que conceptualmente esa sea la premisa correcta,


es probable que la inclusión de la doctrina de los actos propios de manera
positiva en el ordenamiento jurídico pueda facilitar su operatividad práctica,
considerando que los agentes jurídicos sentirían más “seguridad” o “comodidad”
para invocarla o aplicarla, y para hacerlo de manera correcta.

Así lo creen los legisladores catalanes, considerando que el artículo 111-8 del
Código Civil de Cataluña señala que:

430
“Nadie puede hacer valer un derecho o una facultad que contradiga la conducta
propia observada con anterioridad si ésta tenía una significación inequívoca de
la cual derivan consecuencias jurídicas incompatibles con la pretensión actual”.

Algo similar habría ocurrido con la figura del abuso del derecho, pues si bien no
se necesita de una norma que la recoja de manera explícita, es probable que su
uso se haya extendido a partir de su inclusión en el Título Preliminar del Código
Civil, sin que por ello se haya apropiado de espacios que les corresponden a los
otros remedios contractuales201.

Ciertamente, la posición que planteo no es unánime en doctrina. Por ejemplo,


Marcelo López Mesa considera que la doctrina de los actos propios no se debe
legislar (2013: 159). También se ha señalado que: (i) lo más prudente es dirigirse
al principio de buena fe como fuente de las doctrinas de protección a la
apariencia y de la no contradicción de actos propios; (ii) que la aplicación de
estas doctrinas en caso alguno puede considerarse como un principio absoluto;
y que, (iii) su aplicación práctica no se ha visto mermada por una falta de
reconocimiento legal expreso (Salah 2008: 202).

Se trata de un asunto controversial, pero que afortunadamente no es medular


para definir la efectividad de la doctrina de los actos propios. En otras palabras,
la doctrina de los actos propios es un principio de derecho que no necesita
formulación legal expresa para ser efectivo en la práctica, aunque desde una
perspectiva pragmática y no teórica, su reconocimiento legal sí es conveniente.
Dada su versatilidad para ser utilizada en diversos espacios, incluso no
contractuales, el Título Preliminar del Código Civil es el receptáculo ideal,
considerando su carácter supletorio en el ordenamiento jurídico peruano.

“Ya llegará el momento, no muy lejano por cierto, en que el legislador,


sabedor de sus múltiples bondades, le dará plena cabida normativa, con un
carácter general, impulsado por la mejor doctrina y por la jurisprudencia,
según ha tenido lugar en innúmeras ocasiones y en diferentes ámbitos del
Derecho. Al fin y al cabo, desde esta perspectiva, la misión de una y otra
es más preparatoria, a manera de una especie de laboratorio iuris, en el
que por un prolongado espacio de tiempo se corroboró su pertinencia y
efectividad” (Jaramillo 2014: 360).

5.6.2 Intentos de incluir la doctrina de los actos propios en el ordenamiento


jurídico peruano.-

Hubo ya intentos, sin éxito, de incorporar la doctrina de los actos propios en el


Título Preliminar del Código Civil, como se explica en el acápite siguiente.

El 8 de noviembre de 1994 se promulgó la Ley Nº 26394, mediante la cual se


constituyó una Comisión encargada de elaborar un anteproyecto de ley de

201
“Artículo II.- Ejercicio abusivo del derecho
La ley no ampara el ejercicio ni la omisión abusivos de un derecho. Al demandar indemnización
u otra pretensión, el interesado puede solicitar las medidas cautelares apropiadas para evitar o
suprimir provisionalmente el abuso”.

431
reforma del Código Civil (la “Comisión Reformadora”). Dicha norma fue
modificada el 21 de octubre de 1996 a través de la Ley Nº 26673, mediante la
cual la Comisión pasó de estar conformada por siete representantes a trece,
cinco del Poder Legislativo y ocho del Poder Ejecutivo.

La principal motivación de reformar el Código Civil fue actualizarlo y revitalizarlo,


particularmente en función de los avances tecnológicos respecto del tráfico
mercantil, las comunicaciones o situaciones como la reproducción asistida o la
clonación, hechos que exigen una regulación adecuada. Ello en función de que
el Código cumpliría diez años desde su promulgación.

Inicialmente la Comisión fue presidida por Jorge Muñiz Siches, y funcionó hasta
el 2001 sin lograr su cometido. En el año 2002, mediante Resolución Ministerial
Nº 460-2002-JUS se conformó una nueva comisión presidida por Jorge
Avendaño Valdez.

Las propuestas elaboradas por la mencionada comisión y su respectiva


exposición de motivos fueron remitidas el 31 de enero de 2006 al Ministerio de
Justicia y se ordenó su publicación el 3 de febrero de 2006 en la página web del
Ministerio de Justicia, por Resolución Ministerial Nº 043-2006-JUS.

La Comisión Reformadora propuso modificaciones mediante el Anteproyecto de


Ley de Reforma del Código Civil peruano, a nueve de los diez libros que
conforman el Código Civil de 1984, incluyendo el Título Preliminar, cuya revisión
estuvo a cargo de Marcial Rubio Correa (Espinoza 2011: 184).

En concreto, la Comisión Reformadora sugirió añadir un artículo referente a la


doctrina de los actos propios, con el siguiente tenor:

“Artículo II-B.- Actos propios


No es lícito hacer valer un derecho en contradicción con una conducta anterior,
cuando en razón de ella otro sujeto haya tenido motivo justificado para confiar
razonablemente que no se ejercerá tal derecho”202.

A continuación, se reproduce el texto de la Exposición de Motivos que explica la


sugerencia de incorporar a la doctrina de los actos propios en el Título Preliminar
del Código Civil.

“Es esta una norma nueva en nuestro Título Preliminar, introduciendo el principio
de los actos propios, constitutivo del Derecho contemporáneo, y que, si bien no
necesitaba formalización escrita para ser aplicado, es bueno que conste en un
Código actualizado.
La Comisión ha decidido introducir la teoría de los actos propios sólo para los
casos en los que alguien hace valer un derecho para sí. No en otros supuestos
de hecho.

202
Un texto similar se encuentra en el Anteproyecto de Enmiendas al Código Civil de 2005:
“Artículo VI.- Actos propios
No es lícito hacer valer un derecho en contradicción con una conducta anterior, cuando en razón
de ella otro sujeto haya tenido motivo justificado para confiar razonablemente en que no se
ejercerá tal derecho”.

432
El derecho de que se trate va a ser enfrentado a otro sujeto. La norma tal como
está establecida señala que cuando el titular del derecho hizo confiar
razonablemente a su contraparte que no ejercitaría tal derecho, luego no puede
pretender cambiar su línea de conducta y ejercitarlo.
Así definida, la regla de los actos propios es una excepción al principio del
ejercicio libre de los derechos y se funda en que la actuación de las personas
debe ser consistente frente a los otros para generar relaciones jurídicas y
humanas, de paz y no de conflicto.
Como la doctrina de los actos propios es una restricción al ejercicio de los
derechos, su aplicación tendrá que conformarse a la norma establecida en el
artículo IV del Título Preliminar”.

Una vez publicado el Anteproyecto, el Ministro de Justicia solicitó al Congreso


de la República la delegación de facultades a fin de proceder con las reformas
mediante Proyecto de Ley Nº 14040/2005-PE de fecha 9 de noviembre de 2005.

No obstante, mediante Ley Nº 28776, publicada en el Diario Oficial El Peruano


el 7 de julio de 2006, el Congreso constituyó la Comisión Especial de Estudio del
Anteproyecto de la Ley de Reforma del Código Civil (en adelante, la “Comisión
de Estudio”), encargada de elaborar un informe en relación con el referido
Anteproyecto elaborado por la Comisión Reformadora y presentarlo ante la
Comisión de Constitución y Reglamento y la Comisión de Justicia y Derechos
Humanos del Congreso.

Así, el 29 de marzo de 2011, luego de cinco años de estudio, la Comisión de


Estudio emitió su informe y el 14 de abril de 2011 fue remitido al Congreso de la
República. En dicho informe, la Comisión de Estudio presentó un análisis de los
141 artículos que constituyeron la reforma y dividió aquellas propuestas
formuladas por la Comisión Reformadora que aceptaba y aquellas que objetaba,
sustentando en ambos casos los motivos por los cuales adoptaba la decisión
respectiva. De tal modo, la Comisión de Estudio decidió aceptar la enmienda del
Código Civil en 58 artículos, objetar la enmienda de 79 artículos y proponer la
objeción parcial y un texto viable de otros 4 artículos.

El artículo II-B del Título Preliminar, referido a la doctrina de los actos propios,
estaba comprendido en el grupo de 79 artículos objetados.

Al respecto, la Comisión de Estudio señaló lo siguiente:

“Coincidimos con la Comisión Reformadora respecto de que la positivización de


la teoría de los actos propios no resulta, en estricto, necesaria.
Creemos que hoy en día la doctrina de los actos propios debe tomarse con
pinzas, pues es un recurso para ser usado en determinadas circunstancias y no
así, de manera tan general como podría suceder si se acepta la implementación
en el Título Preliminar. A ello debemos agregar que, a la fecha, su aplicación
requiere del cumplimiento de requisitos esenciales que vienen siendo
delimitados paulatinamente por la doctrina y la jurisprudencia.
Si bien la Comisión Reformadora señaló en la Exposición de Motivos que ha
decidido introducir la teoría de los actos propios sólo para los casos en que
alguien hace valer un derecho para sí y no en otros supuestos de hecho,
creemos que esta lectura no se desprende de la norma.

433
Finalmente, somos del parecer que la inserción propuesta en el Título Preliminar,
no sólo circunscribiría su aplicación al Derecho Civil, sino que supletoriamente
se aplicaría a cualquier ámbito del Derecho una teoría que a la fecha se
encuentra en estado de lenta maduración y no es aceptada, conocida y
manejada por el medio jurídico, y menos aún por el ciudadano de a pie, a quien
finalmente va dirigida la norma”.

La Comisión de Estudio no puede impedir lo que ya viene ocurriendo en los


hechos: la cada vez más frecuente aplicación de la doctrina de los actos propios
por las cortes, haya o no sido invocada. Esta aplicación no es rigurosa, pues no
hay claridad sobre su identidad, sino más bien opacidad en los límites con otros
remedios incluso más apropiados.

En marzo de 2011, la entonces Ministra de Justicia, Rosario Fernández Figueroa,


convocó a los miembros de la Comisión Reformadora presidida por Jorge
Avendaño Valdez para revisar el mencionado Informe Final. La Comisión
Avendaño entregó al Ministerio de Justicia el Proyecto de Reformas Urgentes al
Código Civil”.

Los dos pilares sobre los que se estructura la propuesta de artículo II-B del Título
Preliminar del Código Civil son, de un lado, el carácter ilícito de la conducta
contradictoria, y del otro, la limitación en el ejercicio de un derecho como
consecuencia.

En efecto, la norma propuesta señala que no es lícito hacer valer un derecho en


contradicción con una conducta anterior, cuando en razón de ella otro sujeto
haya tenido motivo justificado para confiar razonablemente que no se ejercerá
tal derecho.

A continuación se menciona cada uno de los argumentos que sustentan la


propuesta, contenidos en la ya citada Exposición de Motivos.

En primer lugar, se menciona que se trataría de una norma nueva en nuestro


Título Preliminar, introduciendo el principio de los actos propios, constitutivo del
Derecho contemporáneo, y que, si bien no necesitaba formalización escrita para
ser aplicado, es bueno que conste en un Código actualizado.

Estoy de acuerdo con tales afirmaciones. En efecto, (i) se trata de un principio


de Derecho; (ii) se trata de una norma “nueva”, en el sentido que no ha sido
positivizada previamente; (iii) forma parte del Derecho Contemporáneo,
incluyendo como parte de este al que forma parte de la lex mercatoria; (iv) no
necesita formalización escrita para aplicarse; y, (v) a pesar de lo anterior, es
bueno que sea incluida de manera expresa en el Título Preliminar del Código
Civil.

En segundo lugar, la Exposición de Motivos señala que la Comisión Reformadora


decidió introducir la teoría de los actos propios sólo para los casos en los que
alguien hace valer un derecho para sí, y no en otros supuestos de hecho. En
este punto comparto con Rómulo Morales la duda sobre qué significa que alguien
quiera hacer valer un derecho para sí. Mejor dicho, no se entiende la razón por
la cual la Comisión ha sido tan enfática en requerir que el derecho sea ejercido

434
“para sí” y no en otro supuesto, cuando esa es la premisa sobre la cual los
derechos pueden ser ejercidos: los puede ejercer únicamente su titular, salvo
supuestos excepcionales, como los contratos a favor de tercero, por ejemplo.

Sin perjuicio de ello, en este punto comparto con la Comisión Reformadora el


haber considerado como presupuesto para la doctrina de los actos propios, que
cierta conducta haya generado motivos justificados para confiar razonablemente
en que un derecho no sería ejercido. El segundo elemento implícito en la
propuesta de la Comisión es que posteriormente se despliegue una conducta
contradictoria con la anterior.

En tercer lugar, la Exposición de Motivos señala que el derecho de que se trate


va a ser enfrentado a otro sujeto. En efecto, cuando el titular del derecho hizo
confiar razonablemente a su contraparte en que no ejercitaría tal derecho, luego
no puede pretender cambiar su línea de conducta y ejercitarlo. Tiene razón la
Comisión Reformadora, pues ese es precisamente el efecto de la aplicación de
la doctrina de los actos propios: la limitación del ejercicio de un derecho.

En cuarto lugar, también acierta la Exposición de Motivos al indicar que la regla


de los actos propios es una excepción al principio del ejercicio libre de los
derechos y se funda en que la actuación de las personas debe ser consistente
frente a los otros para generar relaciones jurídicas y humanas, de paz y no de
conflicto.

Finalmente, la Exposición de Motivos señala que como la doctrina de los actos


propios es una restricción al ejercicio de los derechos, su aplicación tendrá que
conformarse a la norma establecida en el artículo IV del Título Preliminar, según
el cual, la ley que establece excepciones o restringe derechos no se aplica por
analogía. Ciertamente, la doctrina de los actos propios podrá invocarse
solamente se los supuestos de hecho coinciden con los requisitos para su
aplicación.

Como consecuencia de lo anterior, independientemente de que el texto


propuesto por la Comisión Reformadora haya sido el óptimo posible, las razones
que lo motivaron tienen sustento razonable. Sin embargo, como se verá a
continuación al examinar la opinión de la Comisión de Estudio, puede concluirse
que no está de acuerdo con la propuesta de modificación normativa.

En lo que acertadamente coinciden ambas Comisiones es en que la


positivización de la teoría de los actos propios no resulta, en estricto, necesaria.

En segundo lugar, la Comisión de Estudio considera que “la doctrina de los actos
propios debe tomarse con pinzas, pues es un recurso para ser usado en
determinadas circunstancias y no así, de manera tan general como podría
suceder si se acepta la implementación en el Título Preliminar”.

La falta de delimitación de los contornos de la doctrina de los actos propios y su


superposición con otras herramientas jurídicas para combatir la incoherencia
justifican que aquélla sea tomada “con pinzas”, como propone la Comisión de
Estudio, pero siempre que ello no sea equiparado a un obstáculo para su

435
inclusión expresa en el ordenamiento. Sin embargo, la segunda parte de la idea
anterior apunta a eso, a desmerecer la propuesta de regulación alegando que no
debe ser de uso general, sino solamente bajo ciertas circunstancias.
Curiosamente, esta última observación es aplicable a cualquier propuesta
normativa, pero sobre todo, a los operadores jurídicos encargados de llevar las
normas a la práctica. Una aplicación poco técnica, general y confusa de la
doctrina de los actos propios, lejos de fortalecerla, la debilita. Sin embargo, la
solución no es evitar su mención expresa en el ordenamiento.

También le preocupa a la Comisión de Estudio “que, a la fecha, su aplicación


requiere del cumplimiento de requisitos esenciales que vienen siendo
delimitados paulatinamente por la doctrina y la jurisprudencia”. En efecto, ello es
así, pero no encuentro razón para preocuparse. Todo lo contrario, es auspicioso
que tanto la doctrina como la jurisprudencia contribuyan a su mejor
entendimiento.

Finalmente, la Comisión de Estudio cuestiona que la inserción propuesta en el


Título Preliminar no sólo circunscribiría la aplicación de la doctrina de los actos
propios al Derecho Civil, “sino que supletoriamente se aplicaría a cualquier
ámbito del Derecho una teoría que a la fecha se encuentra en estado de lenta
maduración y no es aceptada, conocida y manejada por el medio jurídico, y
menos aún por el ciudadano de a pie, a quien finalmente va dirigida la norma”.

Tales comentarios ameritan una réplica. Ignoro cuáles son las razones para
afirmar que la doctrina de los actos propios se encuentra en un estado de lenta
maduración. Más bien, evidencia de lo contrario es, por ejemplo, que: (i) la
antigua jurisprudencia romana se inspiró en ella; (ii) la protección de la confianza
es subyacente a numerosas regulaciones consolidadas en el Derecho Civil; (iii)
las cortes comerciales internacionales vienen haciendo uso constante de ella;
(iv) ha sido incorporada a la lex mercatoria; (v) en el sistema del common law ha
encontrado acogida a través del estoppel; (vi) cada vez más publicaciones
académicas se ocupen de ella, a favor o en contra, pero revelando un mejor
entendimiento de sus requisitos y sus consecuencias; y por último y no menos
importante, (vii) numerosas decisiones judiciales extranjeras y peruanas la
invocan para resolver las disputas sometidas a su conocimiento.

En segundo lugar, es precisamente la supuesta falta de maduración la que


justificaría su reforzamiento a través de su incorporación expresa al
ordenamiento jurídico.

Finalmente, es justamente el ciudadano de a pie, aquel por el cual se preocupa


la Comisión de Estudio, quien más necesita soluciones jurídicas permeables a
diversas circunstancias. Es la flexibilidad de nociones como la buena fe, el abuso
del derecho y la doctrina de los actos propios, el remedio que necesitan los
ciudadanos de a pie cuando las inconsistencias que les afectan no son
subsumibles en reglas precisas.

En síntesis, la Comisión Reformadora no se equivocó al elaborar la propuesta


normativa en virtud de la cual no es lícito hacer valer un derecho en contradicción
con una conducta anterior, cuando en razón de ella otro sujeto haya tenido

436
motivo justificado para confiar razonablemente que no se ejercerá tal derecho.
En efecto, los dos pilares sobre los que se estructura son, de un lado, el carácter
ilícito de la conducta contradictoria, y del otro, la limitación en el ejercicio de un
derecho como consecuencia.

Sobre el carácter ilícito de la contradicción que se pretende combatir con la


doctrina de los actos propios, es pertinente recordar lo que proponen Manuel
Atienza y Juan Ruiz Manero en relación con los llamados ilícitos “atípicos”. Como
se indica en el Capítulo 3, los autores parten de la premisa que es ilícito el acto
contrario a una norma regulativa de mandato, y como estas pueden ser principios
o reglas, también puede distinguirse entre actos ilícitos según sean contrarios a
reglas o a principios.

Son ilícitos típicos los contrarios a reglas, mientras que son atípicos los ilícitos
contrarios a principios, como por ejemplo el abuso del derecho o el fraude a la
ley. Propongo entonces que la doctrina de los actos propios califique como ilícito
“atípico” en los términos sugeridos por Atienza y Ruiz Manero. Como en el abuso
del derecho y en el fraude a la ley, esto permitirá una aplicación más flexible y a
la vez más segura de la doctrina de los actos propios.

Sobre el segundo pilar que soporta la propuesta de la Comisión Reformadora,


es decir, sobre los efectos que produce la doctrina de los actos propios, debe
recordarse que la consecuencia de su aplicación exitosa no es la modificación
de los términos contractuales, ni la declaración de un inclumplimiento, sino que
la doctrina de los actos propios genera una limitación de los derechos de quien
se contradice, que no puede ejercerlos por el tiempo en que la confianza que
propició con sus propias acciones haya estado vigente en la contraparte.

5.6.3 Texto sugerido para la inclusión de la doctrina de los actos propios en el


Título Preliminar del Código Civil.-

Estoy de acuerdo con la Comisión Reformadora en que siendo el Título


Preliminar del Código Civil el “pórtico del ordenamiento jurídico”, es el mejor
espacio para acoger la doctrina de los actos propios, considerando su condición
de principio de derecho, su flexibilidad y su vocación por resolver distintos tipos
de controversias motivadas en la incoherencia.

En lo que no estoy de acuerdo es en que el texto que propone sea el idóneo para
ser introducido por primera vez de forma expresa en el ordenamiento jurídico
peruano. El texto propuesto por la Comisión Reformadora es:

“No es lícito hacer valer un derecho en contradicción con una conducta anterior,
cuando en razón de ella otro sujeto haya tenido motivo justificado para confiar
razonablemente que no se ejercerá tal derecho”.

Mi propuesta es más lacónica y apuesta por una fórmula inspirada en el artículo


1.8 de los Principios UNIDROIT, según el cual:

“Una parte no puede actuar en contradicción a un entendimiento que ella ha


suscitado en su contraparte y conforme al cual esta última ha actuado
razonablemente en consecuencia y en su desventaja”.

437
En efecto, una fórmula austera para incorporar de modo expreso la doctrina de
los actos propios al ordenamiento jurídico presenta diversas ventajas.

La primera ventaja es que permite guardar coherencia con las necesidades que
precisamente se busca atender con esta herramienta jurídica. Es decir, dada la
diversidad de situaciones de hecho en las cuales la doctrina de los actos propios
puede ser invocada, es mejor tener un texto moldeable.

En segundo lugar, una fórmula lacónica satisface tanto a quienes creen


firmemente en su utilidad, como a quienes la toleran con timidez. Serán su
aplicación práctica, la sabiduría de las cortes y su riguroso estudio, los que
facilitarán que se vaya asentando con el uso.

En tercer lugar, la propuesta de la Comisión Reformadora incluye una calificación


técnica de la doctrina de los actos propios, al mencionar su ilicitud. Aunque en
mi opinión lo haya hecho con acierto, desde una perspectiva pragmática es
preferible no introducir calificaciones precisas sobre su naturaleza y permitir más
bien que su uso la termine de configurar. Es precisamente de esta forma como
la lex mercatoria ha cobrado consistencia. La lex mercatoria es la muestra viva
de que el Derecho es el resultado de la interacción humana y que las mejores
prácticas, luego de un proceso de ensayo y error, son las que perduran en el
tiempo.

“Según nuestra opinión, la constatación fáctica de la aplicación de la Lex


Mercatoria como norma por parte de los comerciantes […] es el argumento
más contundente para afirmar la necesidad de hallar las bases adecuadas
para afianzar mediante la garantía del reconocimiento estatal. De lo
contrario se daría la situación de que la respuesta del Derecho sea ajena a
la realidad social que regula” (Tovar 2004: 164).

Hay evidencia de que los comerciantes especializados y los contratantes en


general esperan que sus contrapartes respeten las situaciones de confianza
propiciadas por ellas. Dado que ciertos estados de confianza no poseen carácter
negocial (de lo contrario, se trataría de meros incumplimientos), la protección
conferida por la doctrina de los actos propios es limitada: rige mientras la
creencia razonable haya estado vigente, y lejos de crear un derecho a favor de
quien la invoca, limita el de la persona contra quien se opone.

Propongo entonces que el se incorpore en el Título Preliminar del Código Civil


peruano el texto contenido en el artículo 1.8 de los Principios UNIDROIT, según
el cual, “Una parte no puede actuar en contradicción a un entendimiento que ella
ha suscitado en su contraparte y conforme al cual esta última ha actuado
razonablemente en consecuencia y en su desventaja”.

Esta fórmula presenta ventajas en relación con la propuesta por la Comisión


Reformadora, que si bien no es equivocada, no es la más conveniente. La
primera razón por la cual el texto propuesto por la Comisión no es el idóneo es
que en él se califica a la doctrina de los actos propios como un ilícito, lo cual no
es necesario que se incluya en la norma. La segunda razón es que según la

438
propuesta de la Comisión Reformadora, la contradicción se produce en relación
con una conducta, pero es mejor que se contraste con un entendimiento
suscitado por quien se contradice. Esto último, por dos razones. En primer lugar,
porque dado que el centro de protección es la confianza, el eje se debe centrar
en el entendimiento suscitado, más que en la conducta desplegada. En segundo
lugar, porque dicho entendimiento puede generarse no solamente por una
conducta sino además por una omisión.

La tercera razón por la cual es aconsejable incluir la fórmula recogida en los


Principios UNIDROIT es que si bien tiene un tenor imperativo (“Una parte no
puede actuar […]”), no establece requisitos ni propone soluciones específicas.
En otras palabras, el andamiaje de la norma no es el que corresponde a las
reglas, que operan en función de supuestos y consecuencias, sino que su
estructura es la que concierne a los principios, que en este caso concreto es uno
que impone a los sujetos un deber de coherencia.

Finalmente, compartir la fórmula con los Principios UNIDROIT posee la ventaja


de que su confección no es simplemente el resultado de registrar las prácticas
existentes. Son en parte la codificación de principios generalmente adoptados
en los contratos internacionales, y en parte presentan regulaciones originales,
resultantes del trabajo elaborado por un grupo grande de expertos de varias
partes del mundo (Cordero 2007: 21). Aunque el Título Preliminar del Código
Civil peruano es una norma de Derecho interno, es atractiva la posibilidad de
interpretarlo como ocurriría con principales prácticas y principios que rigen la
contratación internacional.

5.7 Ideas finales.-

Es predecible que la introducción de la fórmula del artículo 1.8 de los Principios


UNIDROIT en el ordenamiento jurídico peruano generaría objeciones. Dado que
este enunciado no contiene los requisitos para aplicar la doctrina de los actos
propios ni anuncia sus consecuencias, no se cumplirá el cometido de delimitarla
normativamente y así reducir su espacio de aplicación. Esta flexibilidad, aunque
parezca paradójico, es necesaria precisamente para fortalecerla, dado que su
uso excesivo e impertinente puede vaciarla de contenido.

Sin embargo, dicha necesidad debe ser balanceada con la vocación inherente
de los principios en general y de la doctrina de los actos propios en particular: su
fortaleza adaptativa. Esta última es su principal virtud, dado que es precisamente
lo que se necesita para facilitar la interacción humana. Serán las las cortes
nacionales e internacionales, los agentes económicos y los estudiosos del
Derecho los que a lo largo del tiempo y según las circunstancias, llenarán de
contenido el principio de la doctrina de los actos propios.

De otro lado, su carácter subsidiario no es incompatible con la falta de certeza


absoluta sobre cuándo puede ser invocada. Como ocurre con las normas
jurídicas con vocación de ponderación y no de subsunción, como la buena fe por
ejemplo, las particularidades de las disputas permitirán intuir si la solución
inspirada en este principio tutela o no la confianza razonable generada por quien
actúa de forma inconsistente.

439
“[L]a confianza es el factor más relevante en una relación de intercambio. Las
relaciones de confianza se basan en múltiples intercambios positivos. La
colaboración previa y la vinculación personal proporcionan la base para la
confianza mutua en la que las partes están dispuestas a compartir información
relevante. Las transacciones repetidas reducen el oportunismo, fomentan la
cooperación y determinan la confiabilidad (Doz, 1996). La confianza limita el
comportamiento oportunista y permite a las partes adoptar precauciones menos
elaboradas (Kale, Singh y Perlmutle, 2000). Por lo tanto, reducir los costos de
transacción asociados con el monitoreo de los comportamientos de una parte y
los costos asociados con los mecanismos de control (Bromiley y Cummings,
1995; Lyons et al, 1997)” (Chow 2008: 26)203.

En aras de proteger dicha confianza, es conveniente, mas no indispensable,


incorporar expresamente la doctrina de los actos propios en el ordenamiento
jurídico, pues el mero reconocimiento manifiesto de su existencia puede dotar de
comodidad a los operadores jurídicos para hacer uso de ella, sin perjuicio de que
el carácter poroso de su definición impida aportar de antemano soluciones
concretas a la incoherencia en el actuar. Está bien que así sea, pues los
remedios que emergen de los principios de derecho solo pueden prepararse
según las circunstancias de cada caso concreto.

Por cierto, la falta de mención expresa de la doctrina de los actos propios en el


Título Preliminar del Código Civil, no impedirá su uso. Con o sin mención, se
viene aplicando por las cortes cada vez con mayor frecuencia, pero
desafortunadamente con poca claridad.

Sería contraproducente, acaso imposible, enunciar en detalle la doctrina de los


actos propios bajo la modalidad supuesto-consecuencia, que es propia de las
reglas. Al contrario, su formulación debe ser lacónica pero contundente, pues
tratándose de la mención expresa de los principios en el ordenamiento jurídico,
menos es más.

203
Traducción libre de: “Trust is the most critical factor in an exchange relationship. Trusting
relationships are built on multiple positive exchanges. Previous collaboration and personal
bonding provide the basis for mutual trust in which partners are willing to share critical information.
Repeated transactions reduce opportunism, foster cooperation, and determine trustworthiness
(Doz, 1996). Trust constrains opportunistic behavior and allows parties to adopt less elaborate
safeguards (Kale, Singh, and Perlmutle, 2000). Thus, reducing transaction costs associated with
monitoring a partner's behaviors and lowering the costs associated with control mechanisms
(Bromiley and Cummings, 1995; Lyons et al, 1997)” (Chow 2008: 26).

440
CONCLUSIONES

1. La doctrina de los actos propios es expresión de la coherencia en el actuar y


protege las expectativas razonables generadas por la conducta de las partes en
determinado sentido, cuando se ven defraudadas por la contradicción no
justificada en el pacto o en la ley. La doctrina de los actos propios protege la
confianza, que es crucial para garantizar operaciones contractuales seguras, con
instrumentos jurídicos que incentiven la celebración de contratos como
mecanismo de generación de bienestar a través del respeto a las promesas
realizadas.

2. El origen de la doctrina de los actos propios revela que su vocación no es


constructivista, en el sentido que no fue ensamblada en un laboratorio jurídico
con el propósito de ser inoculada como solución a los conflictos suscitados en el
mundo real. Por el contrario, sus remotas referencias romanas, su desarrollo
mediante la teoría del estoppel y las decisiones sustentadas en la lex mercatoria,
evidencian que se trata de una herramienta flexible. La interacción humana,
después de todo, se basa en la cooperación, no en la contradicción.

3. Una concepción del Derecho “funcional” lo concibe como el resultado de la


interacción humana y no excluye nociones de moralidad, dado que esta es
resultante de la cooperación, como consecuencia del ejercicio de discernimiento
previo a la toma de decisiones. La noción de moralidad que corresponde a la
reducción de la incertidumbre y la protección de la confianza es la buena fe.

4. A partir de esta visión del Derecho, la función de los principios es facilitar la


aplicación de las reglas, o servir para atemperarlas, o integrarlas, o crear nuevas
reglas. Mientras que las reglas responden a un esquema de subsunción de las
circunstancias en supuestos de hecho para la aplicación de consecuencias, los
principios responden a una labor de ponderación. Los principios son la esencia
del Derecho, dado que este no es una construcción importada artificialmente por
la comunidad, sino el resultado de la interacción al interior de ella.

5. La doctrina de los actos propios es un principio de derecho aplicable para


impedir que un sujeto actúe de manera incoherente con una conducta anterior,
cuando de esta deriva confianza en otro sujeto que merece protección, por haber
asumido razonablemente que no habría variación en el sentido de dicha
conducta. En el fondo, es el repudio de una conducta oportunista que traiciona
la confianza generada por la apariencia. Ello, como consecuencia del principio
de la buena fe, que incorpora el valor ético de la confianza y de la coherencia en
el actuar, que es indispensable para la interacción humana. El efecto práctico de
la calificación de la doctrina de los actos propios como principio de derecho es
que para determinar la consecuencia del cambio de conducta de una de las
partes hay que remitirse a estándares de conducta que permitan llevar a cabo la
labor de ponderación.

6. La naturaleza de principio no es incompatible con la exigencia de


presupuestos mínimos para la correcta aplicación de la doctrina de los actos
propios. Ellos son, la existencia de una conducta vinculante, una pretensión

441
contradictoria e identidad de sujetos. Para verificar dichos presupuestos debe
aplicarse un estándar de buena fe objetiva.

7. La consecuencia de su correcta aplicación consiste en limitar el ejercicio de


un derecho de quien actuó de forma inconsistente. Dependiendo de las
circunstancias, puede incluso extinguirse la posibilidad de ejercerlo. No hay
impedimento para que, adicionalmente, aquel contra quien se invoca la doctrina
de los actos propios deba pagar una indemnización, en caso se acredite un daño,
el factor de atribución y el nexo causal, como ocurre en cualquier caso de
ejecución irregular de un contrato.

8. La doctrina de los actos propios puede invocarse dentro o fuera de un marco


procesal, y además, como mecanismo de acción o de defensa. Si la parte que
puede usarla en su favor no la invoca en su defensa, el juez puede resolver
aplicándola de oficio en aplicación del principio iura novit curia, con las
limitaciones derivadas de este principio.

9. La doctrina de los actos propios no es tan elástica como se pretende, de modo


que su uso irreflexivo mella su utilidad. Es previsible que a medida que el tiempo
permita una aplicación minuciosa y prolija, se invoque con menor frecuencia,
pero con mayor contundencia. Para ello se le debe distinguir de categorías
jurídicas negociales, como el negocio jurídico y su modificación, la conducta
interpretativa, la renuncia de derechos y el silencio como manifestación de
voluntad. También se debe le distinguir de otras categorías jurídicas no
negociales, como el abuso del derecho, la prescripción extintiva y la doctrina de
la protección de la apariencia.

10. La consecuencia de lo anterior es que la doctrina de los actos propios tiene


carácter residual. Esto no es incompatible con su calificación como principio, sino
que incluso la explica. Así, la protección de la confianza razonable es tan
importante para la interacción contractual, que en aquellas situaciones en las
que no pueden operar los remedios previstos para el incumplimiento, la doctrina
de los actos propios puede penetrar y llenar las rendijas por las cuales se
pretenden filtrar comportamientos oportunistas.

11. Las herramientas jurídicas son soluciones eficaces a los problemas de las
personas solamente si las cortes son capaces de comprenderlas y llevarlas a la
práctica. Luego de contrastar los alcances teóricos sobre los presupuestos, las
consecuencias y las distinciones de la doctrina de los actos propios, con el
entendimiento que de esta tienen los jueces peruanos, puede concluirse que sus
decisiones son por lo general poco prolijas, lo que a su vez genera escepticismo
sobre su utilidad. Lejos de asignarle un verdadero carácter residual, las cortes
peruanas adoptan el criterio “a mayor abundamiento” o la consideran un “cajón
de sastre”.

12. Para afrontar un problema en que se discute la aplicación de la doctrina de


los actos propios, sugiero una guía de preguntas que parten de los presupuestos
para que opere: en primer lugar, una conducta relevante, inequívoca y objetiva;
en segundo lugar, una conducta ulterior de carácter contradictorio; y, por último,
identidad de sujetos. El test recoge criterios adicionales, como la razonablidad

442
de las expectativas generadas, la validez de la conducta vinculante y la
posibilidad de existencia de otras figuras negociales y no negociales.

13. Es conveniente, mas no indispensable, incorporar expresamente la doctrina


de los actos propios en el ordenamiento jurídico peruano, pues el reconocimiento
manifiesto de su existencia puede dotar de comodidad a los operadores jurídicos
para hacer uso de ella. El carácter poroso de su definición impide aportar de
antemano soluciones concretas a la incoherencia en el actuar, lo cual es
consistente con su condición de principio, pues los remedios que emanan de
estos solo pueden prepararse según las circunstancias de cada caso concreto.

14. Es conveniente incluir en el Título Preliminar del Código Civil peruano una
fórmula similar a la del artículo 1.8 de los Principios UNIDROIT, según el cual,
“[u]na parte no puede actuar en contradicción a un entendimiento que ella ha
suscitado en su contraparte y conforme al cual esta última ha actuado
razonablemente en consecuencia y en su desventaja”.

15. La fórmula es adecuada porque es lo suficientemente flexible como para


comprender variadas situaciones de hecho que “escaparon” del Derecho
positivo, y al mismo tiempo es lo suficientemente escueta como para decir lo
indispensable, preservando así la capacidad adaptativa de la doctrina de los
actos propios, que es la razón por la cual ha sobrevivido a través del tiempo.

443
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INTERNATIONALES SCHIEDSGERICHT DER BUNDESKAMMER DER


GEWERBLICHEN WIRTSCHAFT- WIEN VIENNA
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OBERSTER GERICHTSHOF
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Consulta: 14 de abril de 2021.
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OBERLANDESGERICHT MÜNCHEN
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CORTE SUPERIOR DE JUSTICIA DEL PERÚ

2019 Expediente N° 128-2018-0-1817-SP-CO-01. Sentencia: s/f.

2017a Expediente Nº 123-201600273-2016-0-1817-SP-CO-01. Sentencia: s/f.

2017b Expediente N° 00256-2017. Sentencia: s/f.

2016a Expediente Nº 398-2015. Sentencia: s/f.

2016b Expediente N° 10-2015-0-1817-SP-CO-02. Sentencia: s/f.

2016c Expediente Nº 00183-2016-0-1817-SP-CO-01. Sentencia: s/f.

2015a Expediente N° 170-2015. Sentencia: s/f.

2015b Expediente N° 00093-2015. Sentencia: s/f.

CORTE SUPREMA DE JUSTICIA DEL PERÚ

2016 Expediente N° 3231-2014. Sentencia: s/f.

2015 Expediente N° 3175-2015. Sentencia: s/f.

2014a Expediente N° 2245-2014. Sentencia: s/f.

2014b Expediente N° 3402-2014. Sentencia: s/f.

2013a Expediente N° 726-2012. Sentencia: s/f.

2013b Expediente N° 2978-2011. Sentencia: s/f.

2013c Expediente N° 16668-2013. Sentencia: s/f.

2012 Expediente N° 4400-06. Sentencia: s/f.

2010a Expediente N° 1247-2010. Sentencia: s/f.

2010b Expediente N° 2802-2009. Sentencia: s/f.

2010c Expediente N° 2984-2009. Sentencia: s/f.

2010d Expediente N° 3108-2008. Sentencia: s/f.

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2009 Expediente N° 1191-2009. Sentencia: s/f.

2008a Expediente N° 724-2006. Sentencia: s/f.

2008b Expediente N° 2229-2008. Sentencia: s/f.

2008c Expediente N° 4924-2008. Sentencia: s/f.

2008d Expediente N° 3780-2007. Sentencia: s/f.

2008e Expediente N° 3496-2007. Sentencia: s/f.

2008f Expediente N° 1722-2017. Sentencia: 15 de marzo de 2018.

2007a Casación N.º 1465-2007. Sentencia: 22 de enero de 2008.

2007b Expediente N° 2208-2005. Sentencia: s/f.

2007c Expediente N° 724-2006. Sentencia: s/f.

2006a Expediente N° 1218-2006. Sentencia: s/f.

2006b Expediente N° 1322-2006. Sentencia: s/f.

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TRIBUNAL CONSTITUCIONAL DEL PERÚ


2017 Expediente 02335-2013-PA/TC. Sentencia del Pleno del Jurisdiccional:
28 de noviembre de 2017.

2010 Expediente N° 00034-2009-PI/TC. Sentencia del Pleno del


Jurisdiccional: 12 de octubre de 2010.

2006a Expediente Nº 00047-2004-AI. Sentencia del Pleno Jurisdiccional: 24 de


abril de 2006.

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de abril de 2006.

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2004 Expediente Nº 2906-2002-AA/TC. Sentencia del Pleno Jurisdiccional: 20
de enero de 2004.

TRIBUNAL DE APELACIÓN EN LO CIVIL Y COMERCIAL DE ASUNCIÓN


2014 Expediente N° 95. Sentencia: 24 de octubre de 2014. Consulta: 14 de
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TRIBUNALE DI VARESE
2012 Expediente s/n. Sentencia: 5 de enero de 2015. Consulta: 14 de abril de
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U.S. COURT OF APPEALS (11th Circuit)


2006 Expediente N° 05-13995. Sentencia: 12 de setiembre de 2006. Consulta:
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ZIVILGERICHT KANTON BASEL- STADT


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