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FACULTAD DE CIENCIAS HUMANAS Y SOCIALES

Psicopatía y rasgos callous-unemotional:


una perspectiva desde la teoría del apego

Autora: Laura Serranos Minguela


Directora: Rocío Caballero Campillo

Madrid
2020/2021
Resumen

La psicopatía es un trastorno de personalidad caracterizado por un patrón concreto de síntomas afectivos,


interpersonales y conductuales, de entre los que destacan especialmente la falta de empatía y la
incapacidad para vincularse emocionalmente a los demás. Debido a sus rasgos de personalidad, las
personas con psicopatía generalmente llevan un estilo de vida antisocial, presentando conductas
agresivas más premeditadas y un mal pronóstico, reflejado en las altas tasas de reincidencia tras su paso
por prisión. Puesto que hasta el momento no se ha hallado un tratamiento eficaz para estos casos, cada
vez más las investigaciones se están centrando en el estudio de los niños y adolescentes, pues parece
que los rasgos psicopáticos se encuentran desde la temprana infancia, siendo posible hablar de psicopatía
infanto-juvenil. En concreto, los más estudiados han sido los rasgos callous-unemotional o de
insensibilidad emocional. En este trabajo se proponen varias hipótesis respecto a la etiología de la
psicopatía en base a la literatura revisada. Asimismo, se discuten las implicaciones que la teoría del
apego puede tener en el tratamiento y prevención de la psicopatía infanto-juvenil, como método de
prevención de la psicopatía adulta. Se concluye que las intervenciones tempranas basadas en la teoría
del apego y centradas en el vínculo resultan coherentes en estos casos, puesto que lo que caracteriza a
la psicopatía es la incapacidad de vincularse y conectar emocionalmente con los demás.

Palabras clave: Teoría del apego, psicopatía, conducta antisocial, rasgos callous-unemotional,
trastorno de conducta, intervención, prevención.

Abstract

Psychopathy is a personality disorder characterized by a specific pattern of affective, interpersonal and


behavioral symptoms, among which the lack of empathy and the inability to emotionally bond with
others stand out. Due to their personality traits, people with psychopathy generally lead an antisocial
lifestyle, presenting more premeditated aggressive behaviors and a poor prognosis, reflected in the high
rates of recidivism after their time in prison. Since until now an effective treatment for these cases has
not been found, research is focusing on the study of children and adolescents, as it seems that
psychopathic traits are found from early childhood, being possible to conceive child and adolescent
psychopathy. Specifically, callous-unemotional traits have been the most researched. In this paper,
several hypotheses regarding the etiology of psychopathy are proposed based on the reviewed literature.
Likewise, the implications that attachment theory may have in the treatment and prevention of child and
adolescent psychopathy, as a method of prevention of adult psychopathy, are discussed. It is concluded
that early interventions based on attachment theory and focused on the bond are coherent in these cases,
since what characterizes psychopathy is the inability to bond and connect emotionally with others.

Key words: Attachment theory, psychopathy, antisocial behavior, callous-unemotional traits,


conduct problems, intervention, prevention.

1
ÍNDICE

1. Introducción ........................................................................................................................... 3

2. La teoría del apego y el desarrollo de la personalidad ........................................................... 5

2.1. La teoría del apego .......................................................................................................... 5

2.2. Estilos de apego ............................................................................................................... 6

2.3. Bases neurobiológicas del apego..................................................................................... 9

2.4. Influencia del apego en el desarrollo de los trastornos de personalidad ......................... 9

3. Trastorno antisocial de la personalidad y psicopatía ............................................................ 10

3.1. Trastorno antisocial de la personalidad (TAP) .............................................................. 11

3.2. Psicopatía ...................................................................................................................... 12

3.3. Psicopatía vs. Trastorno antisocial de la personalidad (TAP) ....................................... 15

4. Psicopatía infanto-juvenil y trastorno de conducta .............................................................. 16

4.1. Temperamento ............................................................................................................... 16

4.2. Psicopatía infanto-juvenil y DSM-V ............................................................................. 17

5. Rasgos callous-unemotional (CU) ....................................................................................... 19

5.1. Modelo de Calibración Adaptativa (ACM) ................................................................... 20

5.2. Modelo de Sensibilidad a la Amenaza y a la Recompensa Afiliativa (STAR) ............. 21

6. Discusión .............................................................................................................................. 23

Referencias ............................................................................................................................... 29

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1. Introducción

La psicopatía es un constructo muy controvertido, pero a la vez muy popular entre la


población, y esto hace que en torno a él surjan muchos mitos y preguntas sin respuesta. Hare
(2003) es uno de los mayores expertos en psicopatía, y defiende que es probable que todos a lo
largo de la vida nos crucemos con una persona psicópata, pues están muy presentes en la
sociedad. Por eso considera que es importante aprender a identificarlas, ya que todo el mundo
puede conocer a una y ser víctima de sus engaños y manipulaciones, o el responsable de reparar
el daño que causaron (Hare, 2003).

La mayoría de los estudios realizados para conocer la prevalencia del trastorno son en
contexto penitenciario o forense, por lo que faltan datos respecto a la población general, aunque
algunos autores sugieren que el porcentaje está entre el 1% y el 3% (Torrubia y cols., 2010, en
Dujo López y Horcajo Gil, 2017). En concreto, parece que la prevalencia de psicopatía en la
población penitenciaria española es del 18%, aunque en lugares como Estados Unidos llegaría
a alcanzar entre el 20 y el 30% (Dujo López y Horcajo Gil, 2017). Tal vez no resulten unos
porcentajes alarmantes, sin embargo, constituyen una cuestión importante en términos de
reincidencia: tras un año de su puesta en libertad, su probabilidad de volver a delinquir es tres
veces mayor que la del resto de población ex-reclusa, cuatro veces si los delitos son violentos
(Kiehl y Hoffman, 2011). Con el paso del tiempo, además, la proporción se incrementa: al tercer
año de su salida, la reincidencia está entre el 70 y el 80%, y al cuarto y quinto año, entre el 80
y el 90%, destacando especialmente los delitos sexuales, donde se alcanza el 94% (Kiehl y
Hoffman, 2011). Por tanto, la psicopatía conlleva importantes consecuencias negativas, tanto
sociales como económicas (Kiehl y Hoffman, 2011), lo cual resulta aún más grave si se tiene
en cuenta que a día de hoy no se ha conseguido realizar ninguna intervención exitosa con este
tipo de sujetos (Halty y Prieto-Ursúa, 2019).

Cleckley (1964) fue el primero en intentar estandarizar una definición de psicopatía.


Estableció 16 criterios necesarios para considerar que una persona es psicópata, destacando
especialmente la insensibilidad en las relaciones personales y el egocentrismo patológico e
incapacidad de afecto. Aun así, actualmente sigue existiendo controversia en torno a lo que es
la psicopatía, tanto en el ámbito legal como en el de la psicología y psiquiatría, pues
habitualmente se suele equiparar al trastorno antisocial de la personalidad o incluso al narcisista
(Aguilar, 2017). Sin embargo, la psicopatía se caracteriza por un patrón concreto de síntomas
afectivos, interpersonales y conductuales, reflejados en el instrumento Hare Psychopathy
Checklist Revised (PCL-R), diseñado por Hare (2003). Esta escala define la psicopatía como

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un constructo formado por dos dimensiones: la interpersonal-afectiva, que engloba los rasgos
centrales de la psicopatía, como los de insensibilidad emocional o callous-unemotional y la
manipulación, y la dimensión antisocial, que comprende la desinhibición y la conducta
antisocial crónica. Además, esta escala resulta de gran utilidad para valorar el riesgo de la
conducta criminal, sobre todo ante delitos violentos y reincidencia (Torrubia y Cuquerella,
2008).

Diversos estudios muestran que los rasgos característicos del trastorno ya pueden
observarse desde la infancia y que es posible hablar de psicopatía infanto-juvenil, un concepto
inicialmente cuestionado, pero que en los últimos años ha ido tomando más protagonismo
(Halty y Prieto-Ursúa, 2015). Otros autores, en cambio, prefieren hablar de rasgos psicopáticos
en niños, y los más estudiados han sido los rasgos callous-unemotional o de insensibilidad
emocional (Blair y cols., 2014; Frick y cols., 1994). De hecho, años antes de que Cleckley
conceptualizara la psicopatía, Bowlby (1944), autor de la teoría del apego, estudió a 44
delincuentes juveniles, concluyendo que existía una relación entre la ausencia y separación
temprana de la figura materna y los síntomas que presentaban. Observó que en 40 de ellos
parecía no darse la capacidad de sentir afecto o vincularse a otras personas ni el sentido de
responsabilidad, y cuando preguntó a los padres de los chicos, éstos refirieron que nunca
parecían responder ni al castigo ni al afecto que se les proporcionaba (Bowlby, 1944). Esta
descripción es bastante parecida a la que más tarde daría Cleckley para la psicopatía, aunque,
al contrario que Bowlby, este autor en un principio defendió que el maltrato y las malas
prácticas parentales no eran causas de la psicopatía (van der Zouwen y cols., 2018).

Si bien es cierto que la psicopatía se considera consecuencia de la compleja interacción


entre factores biológicos y sociales (Hare, 2003), no se puede negar que existe un período crítico
en nuestra vida para la socialización, y que los acontecimientos que sucedan en este período
tendrán grandes repercusiones para la formación de la personalidad del futuro adulto (Lykken,
2006). Además, sabemos que existen psicópatas no criminales y que algunos rasgos
característicos del trastorno, como la audacia, llegan a ser adaptativos (Skeem y cols., 2011).
Puede que los rasgos psicopáticos no conduzcan necesariamente a un comportamiento
antisocial crónico y que en el caso de este tipo de psicópatas hayan influido diversos factores,
como la socialización, que han logrado disuadir la comisión de delitos (Peñaranda Ramos y
Puente Rodríguez, 2019). Por ello, y como hasta la fecha no parecen haberse logrado programas
de intervención eficaces para este tipo de población (Kiehl y Hoffman, 2011), resultará de gran
utilidad centrar nuestra atención en la población infanto-juvenil, para facilitar la detección y

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prevención temprana del trastorno, explorando qué intervenciones podrían llevarse a cabo con
estos menores para evitar que acaben convirtiéndose en psicópatas criminales en la edad adulta.

Así, con este trabajo se pretende investigar la etiología de la psicopatía desde el punto
de vista de la teoría del apego, explorando su papel en el desarrollo de los rasgos psicopáticos
y, en concreto, de los rasgos callous-unemotional, e indagar las posibles implicaciones que la
teoría del apego puede tener en el tratamiento y prevención de la psicopatía infanto-juvenil,
como método de prevención de la psicopatía adulta.

Para ello, se comenzará exponiendo qué es la teoría del apego y cómo influye en el
desarrollo de la personalidad y sus trastornos, para posteriormente hacer una conceptualización
diferencial entre el trastorno antisocial de la personalidad y la psicopatía, comúnmente
utilizados de forma indiscriminada. Una vez establecidas las características básicas de la
personalidad psicopática se procederá a describir lo que se entiende por psicopatía infanto-
juvenil y la etiología de los rasgos callous-unemotional, para finalmente discutir qué
implicaciones puede tener la teoría del apego en la prevención y tratamiento de la psicopatía y
proponer posibles vías futuras de investigación a este respecto.

2. La teoría del apego y el desarrollo de la personalidad

2.1. La teoría del apego

Bowlby (1970) define el apego como el sistema biológico encargado de regular la


proximidad del niño hacia su/s cuidador/es desde la infancia, y que sirve para protegerle del
peligro y darle la oportunidad de explorar el entorno y desarrollarse con seguridad. Por tanto,
es importante distinguir entre el vínculo de apego, que sería el lazo afectivo que une al niño con
su cuidador principal, y la conducta de apego, que sería aquella por la que ese vínculo se forma
y sirve para mediar dicha relación (Ainsworth y cols., 1978; Barg Beltrame, 2011).

La teoría del apego es una teoría etiológica que se centra en las funciones reguladoras y
las consecuencias que tiene el mantener la proximidad con los otros significativos (Mikulincer
y cols., 2003). Bowlby (2009) defiende que los bebés nacen con un repertorio de conductas de
apego orientadas a conseguir y mantener la proximidad a los otros significativos o figuras de
apego. Así, el buscar proximidad es una tendencia innata de los seres humanos que cumple la
función evolutiva de proteger al individuo de las amenazas físicas y psicológicas y de aliviar el
estrés (Mikulincer y cols., 2003).

El buscar cuidados es una tendencia biológica básica de los seres humanos que
comienza en la infancia, cuando se establece el vínculo de apego con los cuidadores principales,

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pero que continúa a lo largo de toda la vida, influyendo enormemente en el comportamiento
social y sexual (Barg Beltrame, 2011; Bowlby, 2009). De igual forma, la acción de proporcionar
cuidados se considera también básica de la naturaleza humana, al igual que la exploración del
entorno, y todo ello forma parte de la teoría del apego (Bowlby, 2009).

Para Bowlby (2009), cuando el niño consigue la proximidad con su figura de apego se
regula afectivamente, y esto da como resultado un apego seguro, es decir, la sensación de que
el mundo es un lugar seguro y que se puede confiar en los demás, por lo que explorar el entorno
y vincularse a los demás no es algo peligroso. Además de proporcionar un mantenimiento de la
proximidad y un espacio físico y psicológico seguro, la figura de apego también proporciona
una base segura, donde el niño puede explorar y aprender del entorno para desarrollar su
personalidad y capacidades, sabiendo que cuando regrese con sus figuras de apego será bien
recibido (Bowlby, 2009; Mikulincer y cols., 2003). Por tanto, lo esencial de la figura de apego
consistirá en estar accesible o disponible a las necesidades del niño, y la mayoría de las veces
el rol consistirá simplemente en esperar (Bowlby, 2009).

Si la figura de apego se muestra sensible a las necesidades del niño y accesible,


respondiendo a sus acercamientos, el sistema de apego funcionará de manera óptima y se
formará un apego seguro: el niño aprenderá a tener expectativas positivas respecto a los demás
y desarrollará una imagen de sí mismo como valioso y competente, por lo que la regulación de
su afecto será buena, al organizarse en torno a estas creencias positivas de sí mismo y el mundo.
Por el contrario, si ante las necesidades del niño las figuras de apego no se muestran disponibles
o sensibles, la proximidad no servirá para aliviar el estrés que siente, y la sensación de apego
seguro no podrá alcanzarse (Mikulincer y cols., 2003). En estos casos, las representaciones que
el niño se forme sobre sí mismo y los demás serán negativas, y se desarrollarán otras estrategias
de regulación emocional distintas a la búsqueda de proximidad (Mikulincer y cols., 2003).

A todo esto es a lo que Bowlby llama modelos operantes internos, una representación
interna de sí mismo y los otros y de sí mismo interactuando con la figura de apego en un
contexto de carga emocional (Pinedo Palacios y Santelices Álvarez, 2006), que guían las
interacciones, proporcionan expectativas sobre las relaciones interpersonales e influyen en la
regulación emocional y el procesamiento cognitivo de la información (Levy y cols., 2015).

2.2. Estilos de apego

El estilo de apego es el patrón de expectativas relacionales, emociones y


comportamiento que una persona desarrolla como consecuencia del vínculo de apego que

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desarrolló en su infancia con sus figuras de apego, y determina sus estrategias de regulación
emocional (Mikulincer y cols., 2003).

Basándose en la teoría de Bowlby, Mary Ainsworth llevó a cabo un estudio longitudinal,


la Situación Extraña, para evaluar las conductas de apego y exploración en condiciones de alto
estrés para el niño (Oliva Delgado, 2004). Esta situación de laboratorio consistía en separar al
niño de su madre y dejarlo con un extraño durante algunos minutos para observar los
comportamientos del infante. Con esta metodología experimental se dedicó a observar las
interacciones madre-hijo y la conducta de apego durante el primer año de vida, siendo la
primera en establecer una tipología. Observó tres estilos de apego según los comportamientos
del niño en esa situación: seguro, ansioso-ambivalente y ansioso-evitativo, siendo estos dos
últimos inseguros (Ainsworth y cols., 1978), y posteriormente fue encontrado un cuarto estilo,
el desorganizado (Lorenzini y Fonagy, 2014).

Apego seguro. El niño en la situación extraña explora el entorno en presencia de su


madre, pues ha aprendido a confiar en sus figuras de apego, que se han mostrado accesibles y
sensibles a sus necesidades cuando él se ha sentido en peligro (Bowlby, 2009). Cuando la madre
se va se entristece y se muestra ansioso con la presencia del extraño, por lo que cuando ésta
aparezca de nuevo, buscará el contacto (Lorenzini y Fonagy, 2014). Según Ainsworth, estos
niños muestran un patrón saludable en sus conductas de apego, y observó que sus madres en
casa se mostraban muy sensibles y accesibles a las necesidades y llamadas del bebé, por eso los
niños las usaban como una base segura al explorar (Oliva Delgado, 2004). En diversos estudios
realizados en Estados Unidos se concluye que es el estilo de apego presente en el 65%-70% de
los niños (Oliva Delgado, 2004).

Apego inseguro ambivalente. La exploración en la situación extraña es muy limitada,


pues siente mucha ansiedad cuando la madre se va, y ante su retorno muestran conductas
ambivalentes (irritación, resistencia al contacto, acercamiento o búsqueda de proximidad),
resultando muy difícil calmarles (Oliva Delgado, 2004). Esto sucede porque el niño no tiene la
seguridad de que su figura de apego vaya a ayudarle en caso de peligro, pues en anteriores
ocasiones ésta se habrá mostrado intermitentemente accesible, oscilando entre las conductas
amables y cálidas y las frías e insensibles, lo cual hiperactiva el sistema de apego (Bowlby,
2009; Lorenzini y Fonagy, 2014): el niño aprende que para conseguir la atención de la madre
debe exhibir mucha dependencia y, aunque esto a nivel biológico sea adaptativo, a nivel
psicológico no lo es, pues interfiere en el desarrollo de las tareas evolutivas del niño (Oliva

7
Delgado, 2004). Este estilo de apego es el presentado por el 10% de los niños estudiados en
Estados Unidos (Oliva Delgado, 2004).

Apego inseguro evitativo. El niño se muestra muy independiente desde el principio,


explorando la situación aunque sin usar a la madre como base segura (Oliva Delgado, 2004).
No siente tanta ansiedad ante la separación y es posible que no muestre cambios de conducta
cuando la madre vuelve. Además, la presencia del extraño no parece perturbarle demasiado.
Aunque en un primer momento pueda parecer saludable, en realidad parecen ser niños con
dificultades emocionales (Oliva Delgado, 2004). Según Ainsworth, esto sucede porque el niño
ha aprendido que la madre no va a estar accesible ante sus necesidades, pues cuando intentó
acercarse a ella en busca de consuelo fue rechazado, y por ello debe ser autosuficiente (Bowlby,
2009; Lorenzini y Fonagy, 2014). Por tanto, al contrario que el inseguro ambivalente, este niño
usaría la estrategia de inhibir las conductas de apego, pues intentan negar que necesitan a su
madre para evitar frustraciones (Oliva Delgado, 2004). Este estilo de apego fue encontrado en
el 20% de niños estudiados en Estados Unidos (Oliva Delgado, 2004).

Apego inseguro desorganizado. Fue introducido por Main y Solomon en 1986, pues
observaron que había niños que no parecían mostrar una estrategia clara ante la separación de
la madre, e incluso presentaban comportamientos bizarros, como quedarse inmóviles, intentar
escaparse de la habitación… Se descubrió que en la mayoría de casos eran niños que habían
sufrido traumas tempranos por parte de su figura de apego, lo cual hace que vivan como
amenazante a la que debería ser su principal fuente de protección (Barg Beltrame, 2011;
Bowlby, 2009; Lorenzini y Fonagy, 2014). Estos niños son los que muestran la mayor
inseguridad y al reunirse con la madre tras la separación despliegan conductas confusas o
contradictorias (Oliva Delgado, 2004).

El experimento de Ainsworth y cols. (1978) muestra la influencia que las pautas de


crianza de los padres tienen sobre el desarrollo del apego en sus hijos durante los dos o tres
primeros años de vida, pero también explica por qué una vez que un estilo de apego concreto
se ha desarrollado persiste en la adultez. Por ejemplo, un niño con apego seguro tenderá a
mostrarse más feliz, por lo que los padres sentirán más gratificación al cuidarle, mostrándose
más accesibles y sensibles a lo que necesite. En cambio, niños con apego inseguro resultarán
más exigentes o difíciles de atender, haciendo que los padres no respondan tan favorablemente
a sus demandas, y perpetuando así el estilo inseguro (Bowlby, 2009). Esto es lo que intenta
reflejar el concepto de modelos operantes internos: la tendencia a que los estilos de apego se

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conviertan en una característica relacional del niño y futuro adulto (Pinedo Palacios y Santelices
Álvarez, 2006).

2.3. Bases neurobiológicas del apego

El apego cuenta con correlatos neurológicos, por eso se considera que es una
predisposición innata del ser humano. En concreto, se identifican dos redes neurológicas
implicadas: el sistema dopaminérgico de recompensa y el sistema oxitocinérgico (Fonagy y
cols., 2011). El sistema dopaminérgico de recompensa es el que motiva la reproducción, el
cuidado materno y la supervivencia de los hijos, e impulsa a buscar relaciones con otras
personas, pues esto produce satisfacción y se refuerza dicha conducta (Lorenzini y Fonagy,
2014). La oxitocina, por su parte, es una hormona que se sintetiza en el hipotálamo y se proyecta
a áreas cerebrales relacionadas con las emociones y las conductas sociales, como la amígdala o
el giro cingulado (Fonagy y cols., 2011).

La oxitocina cumple dos funciones esenciales en la creación del apego: activa el sistema
dopaminérgico de recompensa y desactiva los sistemas neuroconductuales implicados en la
evitación social. Además, los receptores de oxitocina abundan en áreas cerebrales relacionadas
con el apego y otras conductas sociales (Fonagy y cols., 2011). Por tanto, podría considerarse
que la oxitocina es la hormona que se encuentre detrás de la formación y el mantenimiento del
apego (Heinrichs y Domes, 2008, en Levy y cols., 2015).

Los estilos de apego inseguro muestran alteraciones en el sistema oxitocinérgico


(Lorenzini y Fonagy, 2014). En concreto, parece que se encuentran menores niveles de
oxitocina en niños maltratados y adultos con historias de separación temprana, al igual que
durante el post-parto de mujeres con apego inseguro, lo cual repercutirá en el desarrollo del
apego de sus hijos (Fonagy y cols., 2011). Por ello, se han hecho estudios administrando
oxitocina por vía intranasal a personas con estilo de apego inseguro y sin trastornos mentales,
lo cual ha dado como resultado un aumento de actitudes propias del apego seguro y una
disminución de las del estilo inseguro (Bucheim y cols., 2009, en Levy y cols., 2015).

2.4. Influencia del apego en el desarrollo de los trastornos de personalidad

La personalidad se compone de rasgos, “patrones persistentes del modo de percibir,


pensar y relacionarse con el entorno y con uno mismo, que se muestran en una amplia gama de
contextos sociales y personales” (Asociación Americana de Psiquiatría, 2018, p. 647). Para
Bowlby (1973, en Levy y cols., 2015), los modelos operantes internos son parte de la estructura
de personalidad individual y tienden a ser estables a lo largo del tiempo, por eso, el desarrollo

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de un estilo de apego inseguro en la infancia puede dar lugar a diversas patologías si el niño o
el adulto no consiguen ser capaces de conectar emocionalmente con los demás.

La personalidad es un patrón permanente de formas de pensar, sentir y actuar


relativamente estables en el tiempo (Asociación Americana de Psiquiatría, 2018), y la teoría
del apego afirma que el desarrollo socioemocional y mental de los niños surge de la calidad de
las relaciones que mantienen con sus figuras de apego, y que eso determinará también la calidad
de las relaciones que se establecerán en la adultez (Pinedo Palacios y Santelices Álvarez, 2006).
Por eso mismo, esta teoría toma cada vez más protagonismo para explicar el desarrollo de la
personalidad, los trastornos relacionados con esta y su posible tratamiento, ya que proporciona
una visión integradora (Levy y cols., 2015)

Un trastorno de personalidad se entiende como un patrón de rasgos inflexibles y


desadaptativos que causan gran deterioro o malestar al individuo o a su entorno (Asociación
Americana de Psiquiatría, 2018). En 1973, Bowlby intentó relacionar cada trastorno de
personalidad a un estilo de apego inseguro, y sugirió que el estilo ambivalente podría
relacionarse con el trastorno dependiente de personalidad y con el histriónico, y que el estilo
evitativo podría dar lugar al trastorno narcisista o a “personalidades psicopáticas” (Levy y cols.,
2015). Sin embargo, aunque es cierto que el estilo de apego inseguro se asocia bastante con
trastornos de personalidad, las relaciones entre cada trastorno de personalidad y un estilo de
apego específico no parecen estar tan claras (Levy y cols., 2015).

Las intervenciones basadas en el apego se han usado para tratar los trastornos de
personalidad, mostrando resultados satisfactorios, si bien, es cierto que la mayoría de las
propuestas se han centrado en el trastorno límite de personalidad (Levy y cols., 2015). Por ello,
sería de interés intentar desarrollar estrategias basadas en la teoría del apego para abordar el
resto de los trastornos de personalidad, pues podría contribuir a comprender mejor su desarrollo
y elaborar intervenciones más eficaces, dada la visión integradora que proporcionan. En
concreto, en este trabajo nos centraremos en la psicopatía.

3. Trastorno antisocial de la personalidad y psicopatía

A menudo los conceptos de psicopatía y trastorno antisocial de la personalidad se usan


como sinónimos, pues ambos comparten características, sin embargo, no son lo mismo (Esbec
y Echuburúa, 2010; Hare, 2003). A continuación, se describen las características de cada
trastorno, con sus semejanzas y diferencias.

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3.1. Trastorno antisocial de la personalidad (TAP)

El trastorno antisocial de la personalidad (TAP) hace referencia a un “patrón dominante


de inatención y vulneración de los derechos de los demás” (Asociación Americana de
Psiquiatría, 2018, p. 659), y es el trastorno de personalidad que más se asocia con la violencia
(Esbec y Echuburúa, 2010). En la Tabla 1 se pueden observar los criterios diagnósticos para el
TAP, según el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-V).

Tabla 1. Criterios diagnósticos del TAP según el DSM-V (Asociación Americana de

Psiquiatría, 2018)

A. Patrón dominante de inatención y vulneración de los derechos de los demás, que se produce desde
antes de los 15 años de edad, y que se manifiesta por tres (o más) de los siguientes hechos:
1. Incumplimiento de las normas sociales respecto a los comportamientos legales, que se
manifiesta por actuaciones repetidas que son motivo de detención.
2. Engaño, que se manifiesta por mentiras repetidas, utilización de alias o estafa para provecho
o placer personal.
3. Impulsividad o incapacidad para planear con antelación.
4. Irritabilidad y agresividad, que se manifiesta por peleas o agresiones físicas repetidas.
5. Desatención imprudente de la seguridad propia o la de los demás.
6. Irresponsabilidad constante, que se manifiesta por la incapacidad repetida de mantener un
comportamiento laboral coherente o cumplir con las obligaciones económicas.
7. Ausencia de remordimientos, que se manifiesta con indiferencia o racionalización del hecho
de haber herido, maltratado o robado a alguien.
B. El individuo tiene como mínimo 18 años.
C. Existen evidencias de la presencia de un trastorno de la conducta con inicio antes de los 15 años.
D. El comportamiento antisocial no aparece exclusivamente en el curso de una esquizofrenia o un
trastorno bipolar.

El problema que constituye la conceptualización de este trastorno es que, a pesar de


referirse a un trastorno de personalidad, la mayoría de los criterios diagnósticos se basan
fundamentalmente en conductas observables en lugar de en rasgos de personalidad subyacentes
(López Miguel y Núñez Gaitán, 2009), por lo que resulta poco preciso. De hecho, en el apartado
de características asociadas al trastorno sí que se hace alusión a aspectos interpersonales y
afectivos, como la falta de empatía o el encanto superficial, y se llega a mencionar la psicopatía,
pero esto sólo genera más confusión, pues realmente esas características no se encuentran en el
listado de criterios diagnósticos (Torrubia y Cuquerella, 2008).

Es por ello que Esbec y Echuburúa (2010) observan que dentro de las personas
diagnosticadas con TAP se distinguen dos grupos, según si predomina el empleo de la violencia
reactiva o proactiva. La violencia reactiva o emocional es la que surge en respuesta a una

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situación o amenaza (Blair, 2001) y sería la más frecuente entre los individuos diagnosticados
con TAP por mayoría de ítems conductuales, como la impulsividad o el incumplimiento
repetido de normas sociales (Esbec y Echuburúa, 2010). Sin embargo, la violencia proactiva o
instrumental, que se realiza premeditadamente y para conseguir un objetivo (Blair, 2001), se
asociaría más con los individuos con TAP donde predominan los criterios afectivos de engaño
y ausencia de remordimiento sobre los conductuales, siendo además menos impulsivos, con
bajos niveles de ansiedad y altos niveles de psicopatía (Esbec y Echuburúa, 2010). Por tanto,
parece que este último grupo de sujetos antisociales poseen unos rasgos de personalidad
concretos que son los que originan su inadaptación social, y que el propio DSM-V reconoce
como los característicos de la psicopatía, pero ¿qué es entonces la psicopatía?

3.2. Psicopatía

El concepto actual de psicopatía surge de Cleckley (1964), el primero en intentar


estandarizar una definición. Estudiando a pacientes psiquiátricos estableció 16 criterios
diagnósticos para considerar que una persona es psicópata (Tabla 2).

Tabla 2. Criterios diagnósticos de psicopatía, según Cleckley (1964)

1) Encanto superficial y notable “inteligencia”. 9) Egocentrismo patológico e incapacidad


2) Sin delirios y otros signos de irracionalidad. de afecto.
3) Ausencia de “nerviosismo” y otros signos 10) Pobreza general de reacciones afectivas.
neuróticos. 11) Pérdida específica de insight (darse
4) Poca fiabilidad. cuenta).
5) Falsedad y falta de sinceridad. 12) Insensibilidad en las relaciones
6) Carencia de remordimientos, vergüenza o interpersonales.
culpa. 13) Conductas fantasiosas y desagradables.
7) Conducta antisocial inadecuadamente 14) Raramente se suicidan.
motivada. 15) Vida sexual impersonal, frívola y poco
8) Falta de juicio y problemas para aprender de estable.
la experiencia. 16) Problemas para seguir un plan de vida.

Para Cleckley (1964), los rasgos más definitorios de la psicopatía eran la insensibilidad
en las relaciones interpersonales y el egocentrismo patológico e incapacidad de afecto, y los
consideraba antecedentes de las conductas violentas y antisociales.

Basándose en la descripción de Cleckley, Hare (2003) realizó estudios en población


forense y elaboró la escala Hare Psychopathy Checklist-Revised (PCL-R), con la intención de
operativizar esos criterios diagnósticos. Así, llegó a la conclusión de que la psicopatía es un
conjunto de síntomas interpersonales, afectivos y conductuales.

12
A nivel interpersonal les caracterizaría su arrogancia, egocentrismo y la tendencia a la
manipulación y a la dominación. En el plano afectivo, las emociones superficiales y lábiles, la
falta de empatía, ansiedad, culpa y remordimiento y la dificultad para vincularse con otras
personas. En el conductual, la irresponsabilidad, impulsividad, búsqueda de sensaciones,
incumplimiento persistente de las normas y un estilo de vida parasitario y carente de
planificación (Halty y Prieto-Ursúa, 2015; Hare, 2003; Torrubia y Cuquerella, 2008).

En la escala PCL-R, Hare (2003) recoge todas estas características y conceptualiza la


psicopatía como un constructo compuesto de cuatro facetas agrupadas en dos factores: el Factor
I, que recogería la faceta interpersonal y la emocional, y el Factor II, con la faceta de estilo de
vida y la antisocial (Hare y Neumann, 2006). En la Tabla 3 se recogen los ítems de la PCL-R
clasificados según el factor al que pertenecen (Hare y Neumann, 2006).

Tabla 3. Ítems de la escala PCL-R según factores y facetas (Hare y Neumann, 2006)

1. Facilidad de palabra/Encanto superficial


2. Egocentrismo/Sentido desmesurado de autovalía
Faceta 1: Interpersonal
4. Mentiroso patológico
5. Estafador/Manipulador
Factor 1 6. Ausencia de remordimiento o sentimiento de culpa
7. Afecto superficial
Faceta 2: Emocional 8. Insensibilidad afectiva/Ausencia de empatía
16. Incapacidad para aceptar la responsabilidad de las
propias acciones
3. Necesidad de estimulación/Tendencia al aburrimiento
9. Estilo de vida parasitario
Faceta 3: Estilo de vida 13. Ausencia de metas realistas a largo plazo
14. Impulsividad
15. Irresponsabilidad
Factor 2
10. Pobre autocontrol de la conducta
12. Problemas de conducta en la infancia
Faceta 4: Antisocial 18. Delincuencia juvenil
19. Revocación de la libertad condicional
20. Versatilidad criminal
Ítems adicionales no relacionados con 11. Conducta sexual promiscua
ninguno de los dos factores en concreto. 17. Frecuentes relaciones maritales de corta duración

Los 20 ítems que componen la PCL-R se puntúan en una escala de 0 a 2 (siendo 0 no


aplicable al individuo, 1 aplicable hasta cierto punto y 2 totalmente aplicable) según la
información obtenida de una entrevista semiestructurada con el propio sujeto y otras fuentes de
información colaterales que permitan contrastar esa información. La puntuación total puede ir

13
de 0 a 40, siendo el punto de corte para considerar a un individuo psicópata ≥ 30 (Torrubia y
Cuquerella, 2008).

Sin embargo, autores posteriores han cuestionado esta conceptualización de la


psicopatía, pues es una combinación de rasgos de personalidad junto con diversas conductas,
dando a entender que es imprescindible que aparezcan las conductas antisociales para
diagnosticar el trastorno. En concreto, Cooke y Michie (2001) consideran que la psicopatía
debería concebirse como un constructo de tres dimensiones: estilo interpersonal arrogante y
engañoso, experiencia afectiva deficiente y estilo de comportamiento impulsivo e
irresponsable. Para estos autores, la conducta antisocial puede ser consecuencia de múltiples
factores, por lo que consideran que la criminalidad no es un elemento esencial en el constructo
de psicopatía, aunque sí que puede existir una correlación o incluso ser consecuencia de los
rasgos psicopáticos de personalidad.

La conceptualización que hacen estos autores de la psicopatía, por tanto, es más cercana
a la propuesta inicialmente por Cleckley (1964), que entendía que las características centrales
de la personalidad psicopática estaban presentes también en personas de cualquier ocupación o
estatus social.

En concreto, hay autores que diferencian entre psicópatas primarios y psicópatas


secundarios. Los psicópatas primarios serían aquellos caracterizados por una deficiencia
emocional, como la falta de miedo, despreocupación por los otros, el utilitarismo moral,
tendencia a la persuasión, engaño y manipulación, con bajo riesgo de suicidio y más propensos
a la agresión instrumental (Yildirim y Derksen, 2015). Los psicópatas secundarios, en cambio,
serían los más impulsivos y hostiles, más sensibles a la recompensa inmediata, más ansiosos,
de consciencia reducida, con mayor riesgo de suicidio y más propensos a la agresión reactiva
(Yildirim y Derksen, 2015).

El psicópata que describe Cleckley es el psicópata primario, pues entiende que puede
ser capaz de controlar su conducta, de tal modo que no sólo existen los psicópatas criminales,
sino que también puede haber psicópatas no criminales o psicópatas que cometen delitos pero
que consiguen no ser descubiertos, lo que en la literatura se conoce como psicópatas exitosos
(Hall y Benning, 2006; Ortega-Escobar y Alcázar-Córcoles, 2019). En estos casos, a pesar de
que la persona se muestre adaptada a la sociedad y sincera en su conducta (la “máscara de la
cordura” a la que hacía referencia Cleckley en el título de su libro), a nivel afectivo son estériles
e insensibles emocionalmente (Ortega-Escobar y Alcázar-Córcoles, 2019): a pesar de

14
comprender cognitivamente las emociones de los demás, no son capaces de experimentarlas
como propias (Cleckley, 1964).

3.3. Psicopatía vs. Trastorno antisocial de la personalidad (TAP)

Tras haber descrito ambos trastornos, puede comprobarse que psicopatía y TAP no son
exactamente lo mismo: mientras que el TAP basa su diagnóstico principalmente en las
conductas violentas y antisociales, la psicopatía incluye en su conceptualización tanto
conductas antisociales como rasgos interpersonales y afectivos (Torrubia y Cuquerella, 2008).
Aun así, es cierto que sigue habiendo debate en torno al concepto de psicopatía, pero todas las
definiciones, con sus diversos matices, coinciden en una cosa: lo fundamental es el aspecto
emocional, la ausencia de empatía emocional, lo que Hare y Neumann (2006) entienden como
la faceta 2 de la psicopatía. Por ello, puede concluirse que existe una relación asimétrica entre
los criterios diagnósticos de la psicopatía y el TAP (Torrubia y Cuquerella, 2008), dándose los
siguientes supuestos:

• TAP no psicópata, el trastorno de personalidad recogido en el DSM-V y


estrechamente asociado al Factor II de la PCL-R (Hare y Neumann, 2006). Hace
hincapié en las conductas antisociales y el daño social que estas generan, y también
se conoce como sociopatía (Luengo y Carrillo, 1995, en López Miguel y Núñez
Gaitán, 2009). Equivaldría a la psicopatía secundaria.
• TAP con psicopatía, aquellos que además de presentar las conductas antisociales
(Factor II) poseen los rasgos psicopáticos de personalidad propiamente dichos,
descritos en el Factor I de la PCL-R (Hare y Neumann, 2006). Sería el psicópata
criminal y equivaldría a la psicopatía primaria.
• Psicopatía sin TAP, los llamados psicópatas exitosos, capaces de controlar su
conducta y no cometer delitos o, en caso de cometerlos, no ser encarcelados (Hall y
Benning, 2006; Ortega-Escobar y Alcázar-Córcoles, 2019). El problema de estos es
que, pese a obtener altas puntuaciones en el Factor I, apenas puntuarían en el Factor
II, por lo que no lograrían llegar al punto de corte de la PCL-R. Por eso es importante
la conceptualización de Cooke y Michie (2001).

Esta distinción resulta interesante, pues indica que en realidad las conductas violentas y
antisociales pueden surgir por diversos motivos, como los rasgos psicopáticos de personalidad,
y que la psicopatía podría tratarse más de un continuo que de un constructo, pudiendo
encontrarse diversos subtipos (Ortega-Escobar y Alcázar-Córcoles, 2019)

15
Además, aunque la psicopatía se considere consecuencia de la compleja interacción
entre factores biológicos y sociales (Hare, 2003), sabemos que la infancia es un período crítico
en nuestra vida para la socialización, y que los acontecimientos que sucedan en este período
tendrán grandes repercusiones para la formación de la personalidad del futuro adulto (Lykken,
2006). Por tanto, ¿es posible que haya niños con rasgos psicopáticos? Y en ese caso, ¿cómo es
el apego y la socialización de estos? ¿Influye eso de algún modo en la manifestación de los
rasgos psicopáticos y la conducta antisocial?

4. Psicopatía infanto-juvenil y trastorno de conducta

Hablar de psicopatía en la infancia y la adolescencia es una cuestión controvertida.


Algunos autores defienden que existen muchas semejanzas entre los procesos normales de la
etapa evolutiva de la adolescencia y los rasgos psicopáticos, pudiendo confundirse y dando
lugar a falsos positivos (Seagrave y Grisso, 2002). Esto es porque el cerebro de los menores se
encuentra aún en desarrollo, por tanto, esos rasgos presentes durante la adolescencia tenderán
a desaparecer en la adultez, no siendo estables como en los casos de psicopatía. Estos rasgos
serían la incapacidad para responsabilizarse de las consecuencias de sus actos, la falta de
empatía, grandiosidad y egocentrismo, que coincidirían con el Factor I de la psicopatía, y la
impulsividad, búsqueda de sensaciones y comportamientos de riesgo, que se referirían al Factor
II de comportamiento antisocial (Hare y Neumann, 2006; Seagrave y Grisso, 2002)

Otros autores, en cambio, defienden que los rasgos característicos de la psicopatía, como
la falta de empatía y de culpa o el encanto superficial (Factor I), pueden observarse ya desde
tempranas edades, por eso defienden que la psicopatía adulta tiene su origen en la infancia y la
temprana adolescencia y que es posible hablar de “características psicopáticas” en población
infanto-juvenil (Johnstone y Cooke, 2004), no queriendo esto decir que el trastorno sea algo
inmutable e irreversible (Salekin, 2006). A continuación, se exponen algunos de los argumentos
a favor de la consideración del constructo de psicopatía en la infancia y la adolescencia.

4.1. Temperamento

Los estudios de Kochanska (1997) sugieren que el desarrollo de la consciencia y la


internalización de las normas sociales comienzan en la infancia, y que es en esta etapa donde
puede verse cierta predisposición a la psicopatía, asociada con diferencias individuales respecto
a la internalización de la norma.

Durante el proceso de socialización, los niños internalizan la norma y desarrollan su


consciencia, pues “negocian” con sus cuidadores las consecuencias afectivas que sus
comportamientos tienen (Salekin, 2006). En torno a los 18 meses se comienzan a desarrollar

16
las emociones morales, como la vergüenza o la culpa, y surge la autoconsciencia, es decir la
toma de perspectiva o separación del yo frente al otro (Halty y Prieto-Ursúa, 2015; Salekin,
2006). Es en este periodo cuando los padres enseñan en qué momentos y cómo se deben
experimentar esas emociones, intentando que aprendan que sus actos generan reacciones
emocionales en los demás y que asocien la culpa al castigo, para que ante la posibilidad de
transgredir una norma sientan miedo del futuro castigo y decidan inhibir su conducta (Halty y
Prieto-Ursúa, 2015). Por tanto, es durante este período cuando también comienza a desarrollarse
la empatía, pues los menores aprenden a mostrar compasión y preocupación por los otros, al
igual que a ser sensibles los deseos y necesidades de los demás (Johnstone y Cooke, 2004;
Salekin, 2006).

A pesar de que es cierto que la grandiosidad y la mentira o el engaño son características


muy presentes durante la adolescencia, los niveles patológicos no forman parte del desarrollo
normal, y aun así han sido observados en algunos estudios con niños y adolescentes (Salekin,
2006). En concreto, destacan los estudios sobre el temperamento, pues este parece moderar el
impacto de la socialización y el desarrollo de la consciencia, generando diferencias individuales
en cómo los niños perciben y aceptan los mensajes de sus cuidadores (Kochanska, 1997).

Kochanska (1997) distingue entre niños temerosos y niños poco temerosos, los cuales
responderán de forma diferente al proceso de socialización. Normalmente, los niños
experimentan un aumento de su activación general cuando transgreden una norma, pues dan
una respuesta espontánea de ansiedad, algo característico durante la socialización, y esto hace
que inhiban su conducta (Kochanska, 1997). En los niños poco temerosos, en cambio, este
mecanismo de socialización no surte efecto, ya que no experimentan emociones aversivas
cuando transgreden las normas, como la culpa, y por ello no aprenden del castigo y tendrán
dificultades para desarrollar la consciencia (Kochanska, 1997). Serán niños con temperamento
difícil y muy diferentes a los niños “normales”, más traviesos, mentirosos y agresivos que el
resto de niños de su edad, con problemas para relacionarse con los demás y tendentes a desafiar
las normas y a la autoridad (Hare, 2003), un perfil que comparte características con el de la
psicopatía. Por tanto, parece que el temperamento podría ser en parte una de las bases para el
desarrollo de la psicopatía (Salekin, 2006).

4.2. Psicopatía infanto-juvenil y DSM-V

A pesar de que la psicopatía infanto-juvenil no se encuentre como tal en el DSM-V, sí


que hay trastornos de inicio en la infancia y la adolescencia que engloban estas características,
en concreto, dentro del apartado de trastornos disruptivos, del control de los impulsos y de la

17
conducta, como el trastorno negativista desafiante, el explosivo intermitente y el de conducta
(Asociación Americana de Psiquiatría, 2018).

El trastorno negativista desafiante hace referencia a un patrón frecuente y persistente de


enfado/irritabilidad y discusiones/actitudes desafiantes o vengativas, que produce malestar en
el propio menor o en sus personas más cercanas o un deterioro en sus áreas vitales más
importantes, y que suele aparecer durante la etapa preescolar (Asociación Americana de
Psiquiatría, 2018). Aunque no representa exactamente lo que es la psicopatía según Hare, sí que
comparte algunos rasgos, como el de enfado/irritabilidad, que encajaría con la dificultad para
controlar la ira, o el molestar deliberadamente a los demás, pues implica una voluntad de causar
daño. Del mismo modo, el trastorno explosivo intermitente podría ser confundido con las
características psicopáticas por el alto grado de agresividad que conlleva, sin embargo, los
arrebatos son siempre consecuencia de alguna provocación o estresor desencadenante, no son
premeditados y no buscan ningún objetivo, además de que generan un gran malestar en el menor
una vez que suceden (Asociación Americana de Psiquiatría, 2018), lo cual no correlacionaría
con el rasgo de ausencia de remordimiento o sentimiento de culpa descrito por Hare (2003).

Aun así, el DSM-V también recoge el trastorno de conducta, caracterizado por ser un
“patrón repetitivo y persistente de comportamiento en el que no se respetan los derechos básicos
de otros, las normas o reglas sociales de la edad” (Asociación Americana de Psiquiatría, 2018,
p. 469). Este comportamiento puede manifestarse en forma de agresión a personas y animales,
destrucción de la propiedad, engaño o robo e incumplimiento grave de las normas, y puede ser
de inicio infantil, adolescente o no especificado, en caso de no poder determinar si la edad de
aparición del primer síntoma fue anterior a los 10 años (Asociación Americana de Psiquiatría,
2018). El trastorno de conducta, en realidad, abarca a un grupo de niños muy heterogéneo, por
eso Frick y cols. (1994) quisieron replicar el análisis factorial de la psicopatía con ellos. Los
autores llegaron de nuevo a dos dimensiones: la de impulsividad y problemas de conducta y la
interpersonal, a la que llamaron insensibilidad afectiva (callous-unemotional, CU). Así,
concluyeron que se podían establecer subgrupos de niños con problemas de conducta, y
especialmente se centraron en el estudio de la dimensión CU, pues vieron que los niños y
adolescentes con problemas de conducta graves que además presentaban los rasgos CU
mostraban importantes déficits en el desarrollo de la empatía y la culpa (Frick y cols., 2014).

Como consecuencia de los estudios de los rasgos CU, en el DSM-V se incluyó el


especificador de “emociones prosociales limitadas”, llamado así en vez de CU para evitar una
visión negativa o perjudicial (Frick y cols., 2014). El especificador se refiere a un grupo de

18
niños con trastorno de conducta que presentan al menos dos de las siguientes características, de
forma persistente y en diferentes contextos: falta de remordimiento o culpabilidad, insensible o
carente de empatía, despreocupado por su rendimiento y afecto superficial o deficiente
(Asociación Americana de Psiquiatría, 2018). Así, los niveles elevados de rasgos CU designan
a un subgrupo clínica y etiológicamente diferente de los niños y adolescentes que sólo presentan
trastorno de conducta, del mismo modo que el constructo de psicopatía designaba a un subgrupo
específico dentro de los adultos antisociales (Frick y cols., 2018). Este subgrupo representaría
a la psicopatía infanto-juvenil, pues precisamente los rasgos CU o de insensibilidad emocional
son los característicos de la psicopatía (Cleckley, 1964).

5. Rasgos callous-unemotional (CU)

Los rasgos callous-unemotional (CU) son entendidos como la falta de empatía, culpa y
remordimientos y la insensibilidad hacia las emociones de los demás, y constituyen la parte
afectiva de la psicopatía (Frick y cols., 1994). Aun así, hay autores que defienden que pueden
ser considerados un constructo de personalidad en sí mismo, independientemente del resto de
facetas de la psicopatía, y que esto podría servir para elaborar modelos evolutivos sobre la
psicopatía y la aparición de problemas de conducta en los niños (Frick y Ray, 2015). Esto es
porque las puntuaciones altas en CU designan a un grupo de niños y adolescentes con conductas
antisociales particularmente severas, estables y agresivas, y el estudio de dichos rasgos parece
ser clave para entender la etiología de la psicopatía (Frick y Ray, 2015).

Los rasgos CU y los problemas de conducta son independientes, aunque pueden


interactuar (Frick y cols., 1994) y su presencia parece predecir la aparición de problemas de
conducta (Kohlhoff y cols., 2020). Diversos autores sugieren que la aparición de los rasgos CU
puede deberse a múltiples factores, tomando gran protagonismo el concepto de equifinalidad
(el proceso por el que diferentes causas pueden llevar a un mismo resultado) (Johnstone y
Cooke, 2004). En concreto, hay quienes diferencian entre rasgos CU primarios y secundarios o
adquiridos, dependiendo del nivel de ansiedad y el historial de trauma que el adolescente
presente (Kahn y cols., 2013; Larstone y cols., 2018). Los rasgos CU primarios se definirían
por el afecto superficial, la ausencia de empatía emocional, culpa y remordimientos,
indiferencia ante los estados emocionales de los demás y déficits en el procesamiento emocional
(Blair y cols., 2014, Larstone y cols., 2018). Por el contrario, los rasgos CU secundarios o
adquiridos se caracterizarían también por el afecto superficial y baja empatía, pero sus niveles
de exposición previa a eventos traumáticos serían mayores que los de los menores con rasgos
CU primarios, al igual que sus niveles de ansiedad (Bennett y Kerig, 2014; Kahn y cols., 2013).

19
A continuación, se exponen algunos de los modelos más recientes sobre la etiología de los
rasgos CU, que pueden servir para entender los orígenes de la psicopatía adulta desde una
perspectiva multidimensional.

5.1. Modelo de Calibración Adaptativa (ACM)

El Modelo de Calibración Adaptativa (Adaptative Calibration Model, ACM) es una


teoría evolutiva y del desarrollo sobre las diferencias individuales en el funcionamiento del
sistema de respuesta al estrés (Del Giudice y cols., 2011). En concreto, adopta la perspectiva
biologicista de que los seres humanos buscan la supervivencia y la reproducción de la especie,
y que, para conseguirlo, se adoptarán diferentes estrategias adaptativas según el contexto sea
más o menos estresante (Del Giudice y cols., 2011). Por ello, esta teoría no entiende que los
entornos hostiles darán lugar a “malos” resultados, sino que en realidad el individuo estará
adecuadamente “calibrado” a las características de su entorno, pudiendo considerarse entonces
a los rasgos CU adaptativos (Glenn, 2019). De hecho, el modelo expone cuatro perfiles distintos
según la respuesta al estrés, y el cuarto de ellos, el insensible (unemotional), se asemeja bastante
a la psicopatía (Del Giudice y cols., 2011; Glenn, 2019).

Los autores de este modelo sugieren que en ambientes extremadamente peligrosos,


donde el individuo está sometido a un estrés muy alto o traumático, las personas acaban por no
reaccionar al estrés, y esto parecería suceder especialmente en los hombres (Del Giudice y cols.,
2011). Así, estas personas se volverían insensibles a las amenazas y a la respuesta emocional
de los demás, adoptando estrategias más agresivas y competitivas que supondrían una ventaja
para la supervivencia individual, aunque tendrían consecuencias negativas en el resto de la
sociedad (Glenn, 2019). El patrón de respuesta insensible sería el más parecido al que se
observa en las personas con psicopatía o rasgos psicopáticos, pues consistiría en dificultades en
el aprendizaje social, baja sensibilidad a la retroalimentación social, baja empatía, alta
impulsividad y tendencia a conductas de riesgo y a la agresión (Glenn, 2019).

El Modelo de Calibración Adaptativa contempla dos caminos que pueden llevar al


desarrollo del patrón insensible de respuesta al estrés, y que pueden extrapolarse a los rasgos
CU (Glenn, 2019). El camino 1 sería el de un estrés crónico desde la temprana infancia, que
haría que el niño se volviese insensible durante la infancia media (en torno a los 5 años) o la
adolescencia, pues el estrés crónico generaría consecuencias a nivel biológico que alterarían la
expresión de sus genes y, en consecuencia, haría que su respuesta al estrés pasase de ser normal
a estar inhibida (Del Giudice y cols., 2011; Glenn, 2019). El camino 2, en cambio, llevaría a la
inhibición de la respuesta de estrés como consecuencia de una predisposición genética, por lo

20
que la insensibilidad podría observarse ya desde la temprana infancia (Del Giudice y cols.,
2011; Glenn, 2019). Respecto a este segundo camino surgen varias dudas, pues esto querría
decir que aquellos niños con predisposiciones genéticas desarrollarían los rasgos CU incluso
en ambientes de bajo estrés (Glenn, 2019).

La etiología genética de los rasgos CU aún no está clara, aunque algunos estudios
muestran que la heredabilidad estaría entre el 36 y el 67% y que los sistemas de la oxitocina y
la serotonina podrían estar implicados (Moore y cols., 2019). En lo que sí parece haber consenso
es en que los niños con rasgos CU presentan déficits para atender a la franja de los ojos de las
figuras de apego (Dadds, Allen, y cols., 2014), de igual modo que la preferencia reducida a un
rostro con mirada directa a las 5 semanas de edad se asocia con puntuaciones de rasgos CU más
altas a los 2 años y medio (Bedford y cols., 2015). Todo ello sugiere que algunas diferencias
podrían estar presentes poco después del nacimiento, aunque es posible que esto haya sido
influenciado por factores prenatales o postnatales tempranos (Bedford y cols., 2015). En
concreto, hay autores que sugieren que, a pesar de que la heredabilidad sea de moderada a alta,
existen factores de protección que pueden moderar la influencia genética en la aparición de los
rasgos CU (Viding y McCrory, 2017), como las prácticas parentales y, especialmente, el nivel
de calidez de los padres (Waller y cols., 2018).

5.2. Modelo de Sensibilidad a la Amenaza y a la Recompensa Afiliativa (STAR)

El Modelo de Sensibilidad a la Figura 1. Modelo STAR (Waller y Wagner, 2019)


Amenaza y a la Recompensa Afiliativa
alta
(Sensitivity to Threat and Affiliative Reward
Sens. a la recompensa afiliativa

Dependencia
Model, STAR) se centra en dos variables Audacia, extroversión,
dominancia social,
patológica, angustia por
separación y necesidad
búsqueda de de relaciones sociales
temperamentales: la sensibilidad al miedo o sensaciones cuya pérdida provoca
miedo
a la amenaza y la sensibilidad a la
recompensa afiliativa (Waller y Wagner, baja Sensibilidad al miedo/amenaza alta

2019). Según las diferencias individuales en Rango normal de


diferencias
individuales en la
estructura de la
cada variable, surgen varias características personalidad
Inhibición social,
sentimientos de
de la personalidad, como se observa en la Rasgos CU, inadecuación,
mezquindad, frialdad, hipersensibilidad a la
indiferencia evaluación negativa,
Figura 1. Así, los dos mecanismos distanciamiento

psicobiológicos precursores de los rasgos baja

CU serían la baja sensibilidad a las Nota. Adaptado de “The Sensitivity to Threat and Affiliative
amenazas, que es la ausencia de miedo ante Reward (STAR) model and the development of callous-
unemotional traits”, por Waller y Wagner (2019), Neuroscience
las amenazas sociales y no sociales, y la baja and Biobehavioral Reviews, 107.

21
sensibilidad a la recompensa afiliativa, que son los déficits para buscar u obtener placer de la
vinculación social y la cercanía con los demás (Waller y Wagner, 2019). Los niveles bajos en
ambas variables son factores de riesgo necesarios para la aparición de los rasgos CU, no basta
con que una sola sea baja, y se encuentran persistentemente tanto entre informantes (padres
frente a profesores) como entre contextos (hogar frente a escuela) cuando se estudia a los niños
con rasgos CU (Domínguez-Álvarez y cols., 2021; Waller y Wagner, 2019).

El modelo STAR establece sus hipótesis en base a una revisión de los factores
comportamentales, genéticos, neurológicos y ambientales que originan las diferencias
individuales en las dos dimensiones temperamentales que estudia (Waller y Wagner, 2019).

Como se expuso anteriormente en este trabajo, los niños poco temerosos tendrían
dificultades para desarrollar la conciencia, la culpa, la empatía y las conductas prosociales
(Domínguez-Álvarez y cols., 2021; Kochanska, 1997), y estos son aspectos centrales de los
rasgos CU, de ahí que la sensibilidad al miedo o la amenaza se haya incluido como variable del
modelo (Waller y Wagner, 2019). Esta baja sensibilidad surgiría por factores hereditarios, como
alteraciones en la serotonina y otros genes asociados a la sensibilidad al miedo, que podrían
interactuar con los inputs demasiado duros o amenazantes del ambiente, aumentando el riesgo
de desarrollar rasgos CU (Waller y Wagner, 2019). Además, los efectos de dichos factores de
riesgo hereditarios y ambientales estarían mediados por la capacidad de respuesta reducida de
la amígdala y otras regiones cerebrales implicadas en el procesamiento del miedo, la amenaza
y el dolor (Waller y Wagner, 2019). El resultado de todo esto sería el mencionado fracaso de la
socialización, con un niño despreocupado por quebrantar las normas, recibir castigos o producir
daño a los demás (Kochanska, 1997; Waller y Wagner, 2019). Por otro lado, el modelo sostiene
que los rasgos CU surgen de una predisposición heredada de baja sensibilidad a la recompensa
afiliativa, mediada a través de diferencias individuales en los circuitos cerebrales centrales que
sustentan el vínculo social y la recompensa, como los de la amígdala, haciendo que estos niños
muestren menos comportamientos afiliativos, como establecer contacto visual con los demás o
interesarse por incluir a otros niños en los juegos (Dadds y cols., 2012; Domínguez-Álvarez y
cols., 2021; Waller y Wagner, 2019). Esta baja sensibilidad, además, sería acentuada por un
entorno de cuidados con baja calidez parental y afecto o de deprivación, aumentando así el
riesgo de los rasgos CU (Waller y Wagner, 2019).

El modelo STAR, por tanto, entiende que los rasgos CU pueden aparecer tanto por
factores de riesgo hereditarios como no hereditarios, aunque defiende que un subgrupo de niños
parece exhibir una fuerte predisposición genética a la baja sensibilidad a la amenaza y a la

22
recompensa afiliativa desde la temprana infancia (Waller y Wagner, 2019). Este subgrupo sería
en los niños con rasgos CU primarios (Blair y cols., 2014, Larstone y cols., 2018), y se
corresponderían con el cuadrante izquierdo inferior de la Figura 1. Los rasgos CU secundarios,
en cambio, se corresponderían con cualquiera de los dos cuadrantes derechos de la Figura 1,
pues son el resultado de vivir en contextos de abuso severo o negligencia, institucionalización
o trauma severo desde la temprana infancia, y no de una predisposición a la baja sensibilidad
al miedo o la amenaza (Waller y Wagner, 2019).

6. Discusión

El objetivo de este trabajo ha sido investigar la etiología de la psicopatía y, en concreto,


de los rasgos CU, para discutir qué implicaciones podría tener la teoría del apego en su
prevención y tratamiento. El trabajo se ha centrado especialmente en conceptualizar la
psicopatía, para comprender correctamente el constructo, y exponer cómo los rasgos CU o de
insensibilidad emocional, centrales en su definición, pueden observarse desde tempranas
edades, configurando la llamada psicopatía infanto-juvenil.

Aunque ni la psicopatía ni la psicopatía infanto-juvenil se encuentran en el DSM-V, se


sabe que dentro del grupo de individuos con TAP hay un subgrupo que presenta conductas
agresivas más proactivas y cuyo pronóstico es peor (Esbec y Echuburúa, 2010), al igual que
dentro del grupo de niños con trastorno de conducta hay otro subgrupo que presenta emociones
prosociales limitadas o rasgos CU (Frick y Ray, 2015). Además, diversos estudios sobre la
etiología de los rasgos CU han llegado a la conclusión de que existen dos caminos que llevan
al mismo resultado: uno donde el niño nace con predisposición genética, que sería el caso de
los rasgos CU primarios (Blair y cols., 2014; Larstone y cols., 2018), y otro donde la
insensibilidad emocional surge a causa de variables ambientales, principalmente por
acontecimientos traumáticos, que serían los rasgos CU secundarios o adquiridos (Kahn y cols.,
2013). Aunque tanto los niños con rasgos CU primarios y secundarios como los adultos con
psicopatía y TAP o sólo TAP puedan manifestar las mismas conductas externamente, la
etiología de cada una es totalmente distinta, y esto tiene importantes repercusiones en la práctica
clínica (Bennett y Kerig, 2014; Glenn, 2019; Waller y Wagner, 2019).

Así, en base a toda la literatura revisada, la Tabla 4 recoge una hipótesis de cómo la
interacción entre los factores genéticos y ambientales puede influir en la aparición de cada tipo
de rasgos CU, y cuál sería el perfil equivalente de esas características infantiles en la edad
adulta, en caso de no realizar ninguna intervención.

23
Tabla 4. Hipótesis de la etiología de la psicopatía y el trastorno antisocial de la personalidad

CU sin TC Psicopatía exitosa


Ambiente sano
Rasgos CU primarios
(↑ predisposición ↑CU con TC Psicopatía y TAP
genética)
Ambiente aversivo
↑CU sin TC Psicopatía exitosa

Sin predisposición TC
Ambiente aversivo TAP
genética CU secundarios con TC

Nota. CU = rasgos callous-unemotional; TC = trastorno de conducta; TAP = trastorno antisocial de la personalidad.

Los factores ambientales han sido incluidos en la hipótesis porque parecen jugar un
papel importante en la aparición y desarrollo de los rasgos CU, siendo determinantes en el caso
de los secundarios, pero moderando también la predisposición genética de los primarios (Hyde
y cols., 2016). En concreto, algunos autores encuentran que el ejercer buenas prácticas
parentales, enfatizando el reforzamiento positivo con estos niños, ayuda a atenuar el riesgo
genético incluso en aquellos con mayor predisposición genética (Hyde y cols., 2016).

Asumir que las prácticas parentales tienen implicaciones en el desarrollo de los rasgos
CU, ya sean primarios o secundarios, otorga gran relevancia a la teoría del apego, dado que el
estilo de apego se forma en la primera infancia según las interacciones del niño con su cuidador
principal (Bowlby, 2009) y determina su desarrollo emocional, siendo este previo a la
internalización de la norma y el desarrollo moral (Larstone y cols., 2018). Viendo las
características de los niños con rasgos CU, es posible que el estilo de apego que desarrollen sea
inseguro. En concreto, Pasalich y cols. (2012) realizaron un estudio con niños con rasgos CU y
problemas de conducta y vieron que la presencia de rasgos CU se asociaba al estilo de apego
desorganizado, aunque no evitativo, como inicialmente hipotetizaron. Asimismo, estudios más
recientes obtienen los mismos resultados, independientemente de la gravedad de los problemas
de conducta (Kohlhoff y cols., 2020).

Aunque en estos estudios no se diferencia entre rasgos CU primarios o secundarios, el


hallazgo es consistente con la afirmación de que el estilo de apego desorganizado se asocia con
sufrir traumas tempranos (Bowlby, 2009; Lorenzini y Fonagy, 2014), como es el caso de los
niños con rasgos CU secundarios. Estos niños posiblemente habrían nacido con niveles
adecuados de su respuesta al estrés, como propuso el Modelo de Calibración Adaptativa (Del
Giudice y cols., 2011; Glenn, 2019) o con procesamientos emocionales normales, pero como
consecuencia del rechazo parental o el maltrato y la exposición continua a situaciones de trauma

24
severo, sin encontrar apoyo en sus figuras de apego, posiblemente el sistema de apego se haya
acabado desactivando, reduciendo la motivación del niño para buscar proximidad y seguridad
en su figura de apego (Larstone y cols., 2018). En la hipótesis de la Tabla 4, estos rasgos
secundarios se equiparan al desarrollo del TAP en la adultez porque la aparición de la
insensibilidad emocional surge en respuesta al medio y porque los niños con rasgos CU
secundarios presentan niveles más altos de ansiedad (Bennett y Kerig, 2014), algo incompatible
con el temperamento de insensibilidad al miedo o la amenaza propio de la psicopatía (Cleckley,
1969; Hare, 2003; Waller y Wagner, 2019). El origen más “social” es precisamente lo que se
hipotetiza sobre el TAP o sociopatía (Lykken, 2006), también llamado psicopatía secundaria
(Yildirim y Derksen, 2015), de ahí la hipótesis.

Por otro lado, pensar que los niños con rasgos CU primarios tienen un estilo de apego
desorganizado también sería factible, debido especialmente a las características que presentan
desde el nacimiento, como los déficits en el procesamiento de la mirada de la principal figura
de apego (Dadds y cols., 2012; Dadds, Allen, y cols., 2014), indicadores de un temperamento
con baja sensibilidad a la recompensa afiliativa (Waller y Wagner, 2019). Al ser niños poco
temerosos (Kochanska, 1997) o con baja sensibilidad al miedo o la amenaza (Waller y Wagner,
2019), es posible que no se comuniquen de forma efectiva con sus padres, pues no tenderán a
necesitar su proximidad (Larstone y cols., 2018). Este déficit a su vez hará que la figura de
apego sea menos responsiva a sus necesidades o que sus respuestas no sean las adecuadas, por
lo que, con el tiempo, el niño dejará de acudir a la figura de apego en busca de apoyo y no la
percibirá como una base segura desde la que explorar el mundo (Larstone y cols., 2018).

Las dificultades en el contacto visual podrían relacionarse con los correlatos


neurobiológicos del apego, pues si el niño no mira a su figura de apego es posible que haya
alteraciones en el sistema oxitocinérgico, algo que era característico de los apegos inseguros
(Lorenzini y Fonagy, 2014). Además, hay estudios que encuentran que chicos adolescentes con
altos rasgos CU y problemas de conducta presentan menores niveles de oxitocina en sangre y
el consiguiente deterioro en la empatía interpersonal (Dadds, Moul, y cols., 2014). Por esto
mismo, hay quienes sugieren que la administración de oxitocina exógena podría ser un
tratamiento farmacológico para estos casos, pues ayudaría a promover los comportamientos
prosociales y especialmente la empatía emocional (Liu y cols., 2012), del mismo modo que
otros autores centrados en la modificación del apego inseguro también proponían esta
alternativa para fomentar un apego seguro (Bucheim y cols., 2009, en Levy y cols., 2015). Sin
embargo, esto es sólo una hipótesis, por lo que se desconoce el papel que tendrían las

25
modificaciones artificiales del sistema oxitocinérgico en los rasgos CU y la psicopatía (Dadds,
Moul, y cols., 2014).

En la hipótesis de la Tabla 4, los rasgos CU primarios se equiparan a la psicopatía, tanto


acompañada de TAP como sin él, debido precisamente a esta predisposición a un temperamento
poco temeroso (Kochanska, 1997) o de baja sensibilidad al miedo o la amenaza (Waller y
Wagner, 2019) junto con la predisposición a una baja sensibilidad a la recompensa afiliativa
(Waller y Wagner, 2019), ya que es lo que se encuentra en la psicopatía adulta (Lykken, 2006).
En principio, se hipotetiza que la aparición de la psicopatía sucederá principalmente por la carga
genética, pero que el factor de antisocialidad dependerá especialmente de las interacciones entre
genética y ambiente. Uno de los factores de riesgo para el trastorno de conducta y el TAP es el
rechazo y la negligencia de los padres o las pautas de crianza demasiado severas (Asociación
Americana de Psiquiatría, 2018), y la presencia de rasgos CU es otro factor de riesgo para los
problemas de conducta persistentes (Blair y cols., 2014; Kohlhoff y cols., 2020), de ahí que se
asuma que niños con alta predisposición genética en ambientes aversivos desarrollen también
el trastorno de conducta y posterior TAP, adicional al componente afectivo de la psicopatía.

Aun así, se hipotetiza la posibilidad de que el niño con rasgos CU no desarrolle


problemas de conducta, pues precisamente su insensibilidad al miedo o la amenaza y a la
recompensa afiliativa podría constituir un factor de protección frente a los traumas, pues estas
situaciones tal vez no le generarían tanto impacto emocional. Por eso, se relaciona este supuesto
con la posibilidad de la psicopatía exitosa, ya sea criminal o no criminal (Hall y Benning, 2006;
Ortega-Escobar y Alcázar-Córcoles, 2019). Además, se mantiene la hipótesis de que los altos
rasgos CU podrían aparecer hasta en ambientes “sanos”, donde los niveles de estrés y las
prácticas parentales son adecuadas, debido a la predominancia del riesgo genético, como
enunciaba Glenn (2019). Sin embargo, estudios recientes muestran que el ejercer buenas
prácticas parentales ayuda a atenuar el riesgo de rasgos CU primarios incluso en los niños con
mayor predisposición genética (Hyde y cols., 2016), y este podría ser otro de los caminos hacia
la psicopatía exitosa.

Precisamente algunos autores hipotetizan que la existencia de psicópatas no criminales


pone sobre la mesa la posibilidad de que sobre estos individuos hayan influido otros factores,
como la socialización, que les hayan disuadido de llevar a cabo comportamientos delictivos
(Peñaranda Ramos y Puente Rodríguez, 2019). En esos casos, y como se muestra en la Tabla
4, tal vez la presencia de rasgos CU sea más moderada y, a pesar de mantener un temperamento
de baja sensibilidad al miedo o la amenaza, se haya logrado modificar la sensibilidad a la

26
recompensa afiliativa, haciendo que el niño la valore y se sienta motivado a afiliarse a los
demás, manifestando entonces otros rasgos de la psicopatía, como la audacia, la búsqueda de
sensaciones o la dominancia social, que pueden ser vistos incluso de forma positiva o adaptativa
(Salekin y Lynam, 2010; Skeem y cols., 2011). Este perfil, por tanto, sería más cercano al
cuadrante superior izquierdo del modelo STAR (Waller y Wagner, 2019) (ver Figura 1), y
podría constituir la meta a la que se pretende llegar con la prevención y tratamiento de la
psicopatía infanto-juvenil y posteriormente adulta, pues a pesar de ser un niño con un
temperamento de base difícil de socializar, la combinación fortuita de la competencia y el estilo
parental, el barrio, el grupo de pares y los profesores podrían contribuir a su adecuada
socialización (Lykken, 2006). Por ello, resulta coherente contemplar la teoría del apego como
una posible vía de prevención e intervención, pues la sensibilidad a la recompensa afiliativa y
las prácticas parentales adecuadas y responsivas se relacionan claramente con lo que es la
conducta de apego.

La teoría del apego dice que los niños tienen la tendencia innata de buscar la proximidad
física de sus figuras de apego para asegurarse la supervivencia y aliviar sus niveles de estrés
ante situaciones amenazantes (Bowlby, 2009; Mikulincer y cols., 2003). Esto último parecería
estar alterado en los niños con CU primarios y en los adultos con psicopatía, debido a su
temperamento con baja sensibilidad al miedo o poco temeroso (Kochanska, 1997; Waller y
Wagner, 2019). Sin embargo, la tendencia biológica a la supervivencia seguiría estando, por lo
que el niño con rasgos CU primarios seguiría necesitando esa proximidad, aunque su
motivación principal sea diferente, y sería durante estas interacciones cuando se podría
intervenir para promover la creación de un apego seguro (Bowlby, 2009). De hecho, hay autores
que sostienen que la motivación podría ser uno de los factores que influyen en el desarrollo de
rasgos CU antisociales o no antisociales (Salekin y Lynam, 2010).

Las variables que parecen haber demostrado cambios importantes en los niveles de
rasgos CU han sido la sensibilidad materna (Bedford y cols., 2015) y la calidez parental (Waller
y cols., 2018), dos factores característicos de la teoría del apego y esenciales para el desarrollo
de un estilo de apego seguro. Sin embargo, ambas pueden acabar deteriorándose cuando se trata
de cuidar a un niño con rasgos CU, debido a las propias características del infante. Así, los
rasgos CU y las prácticas parentales podrían influirse recíprocamente, pues al igual que los
rasgos CU secundarios surgían de una parentalidad negligente o demasiado severa, las prácticas
parentales más duras, frías o de abandono podrían ser el resultado de los rasgos psicopáticos

27
del niño en el caso de los CU primarios, aumentando además el riesgo de los problemas de
conducta (López-Romero y cols., 2012).

Algunas de las propuestas actuales de tratamiento para niños con problemas de conducta
tienen en cuenta todo esto, y se centran en desarrollar programas focalizados en enseñar a los
padres técnicas de crianza adecuadas para sus hijos. Por ejemplo, Dadds y Hawes (2006)
desarrollaron un programa de intervención integral basado en la teoría del apego, la
socialización, aspectos estructurales de la familia y las atribuciones cognitivas (especialmente
las negativas) que construyen respecto a sus hijos. Por otro lado, Dadds y cols. (2019) realizaron
una intervención centrada en promover el contacto visual diario de las díadas padre-hijo y
madre-hijo y en enseñar a los padres a apoyar el juego libre de sus hijos de forma no directiva,
centrándose en el niño y sin abordar directamente el compromiso emocional. A pesar de que la
permanencia del contacto visual volvió a los niveles iniciales tras terminar el tratamiento, la
segunda estrategia mejoró el apoyo de los padres a sus hijos en el juego libre y el juego positivo
de los niños, al igual que ambas intervenciones redujeron los problemas de conducta y los
niveles de rasgos CU. Del mismo modo, Gallego-Matellán y cols. (2019) muestran en un
estudio de caso que el entrenamiento parental y el entrenamiento en reconocimiento emocional
en un niño de 11 años con grave comportamiento disruptivo y altos rasgos CU mejoró su
desarrollo socioafectivo y disminuyó los problemas de conducta, favoreciendo su adaptación,
al menos a corto plazo. Por tanto, parece que las líneas actuales de investigación están optando
por centrarse más en los déficits en el contacto visual, factor fundamental en el establecimiento
del vínculo de apego, y en la intervención temprana.

A pesar de todas estas conclusiones, este trabajo no está exento de limitaciones. En


primer lugar, el estudio de los rasgos CU y la psicopatía infanto-juvenil es relativamente
reciente, por lo que los investigadores no usan siempre las mismas herramientas de evaluación.
Esto genera que los estudios no diferencien entre rasgos CU primarios y secundarios, algo que
tiene implicaciones a nivel teórico y práctico, pues la etiología es distinta, por lo que elaborar
instrumentos de evaluación que diferencien a cada uno a efectos prácticos es una de las tareas
pendientes (Kahn y cols., 2013). Por otro lado, la mayoría de los estudios se han centrado en
los adolescentes varones con rasgos CU y problemas de conducta, aunque es cierto que cada
vez parece haber más literatura sobre la temprana infancia. Sin embargo, no se puede obviar
que el estudio de muestra con trastorno de conducta y rasgos CU podría estar causando
confusión respecto a las características atribuibles exclusivamente a los rasgos CU, en ausencia
de problemas de conducta. Así, estudiar los rasgos CU de forma longitudinal en población no

28
clínica sería de utilidad para encontrar factores protectores al desarrollo de las conductas
disruptivas, como se sugería al exponer el caso de la psicopatía de éxito no criminal (Hall y
Benning, 2006).

Al final, los rasgos CU pueden considerarse un constructo de personalidad en sí mismos


(Frick y Ray, 2015) y no tendrían por qué ser patológicos (Salekin y Lynam, 2010; Skeem y
cols., 2011) ni ir siempre acompañados de problemas conductuales (Frick y cols., 1994). Puesto
que la mayoría de las investigaciones se han centrado en el estudio de los factores de riesgo de
los rasgos CU y sus consecuencias negativas, adoptar una mirada más positiva, centrada en la
investigación de los factores de protección biológicos, psicológicos y sociales, podría
acercarnos a comprender mejor cómo prevenir las conductas disruptivas graves en niños con
rasgos CU, lo verdaderamente patológico y precursor del TAP o la psicopatía antisocial en la
adultez. Por ello, y con el fin de elaborar efectivos programa de prevención e intervención
temprana, el estudio del vínculo de apego entre niños con rasgos CU y padres resultará de gran
interés, pues precisamente lo que caracteriza a la psicopatía es la incapacidad de vincularse y
conectar emocionalmente con los demás.

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