Bruno Bonoris - Que Hace Un Psicoanalista

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Bruno Bonoris

¿Qué hace un psicoanalista?


Sobre los problemas técnicos
Bonoris, Bruno Javier
¿Qué hace un psicoanalista? : Sobre los problemas técnicos / Bruno Javier
Bonoris ; editado por Tomás Pal. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires :
Tomás Pal, 2022.
Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online


ISBN 978-987-88-7198-1

1. Psicoanálisis. 2. Clínica Psicoanalítica. I. Pal, Tomás, ed. II. Título.


CDD 150.195

COLOQUIO DE PERROS
@coloquiodeperroseditorial
[email protected]

EDICIÓN:: Tomás Pal


ILUSTRACIÓN DE CUBIERTA: Vijay Verma
DISEÑO DE COLECCIÓN: Juan Pablo Fernández
CONVERSIÓN A FORMATO DIGITAL: Libresque

© 2022, Bonoris, Bruno Javier


© 2022, Coloquio de Perros

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por
escrito del editor.
Hecho el depósito que establece la ley 11.723
Coloquio de Perros no es una editorial. Es una alianza vital, una
conspiración. El sueño de una contracultura en salud mental. Editar libros
es nuestra estrategia para la liberación anímica. Los libros son prácticas
situadas: tecnologías que conectan ideas y cuerpos, afectos y políticas,
conocimientos y transformaciones. Porque hay letras, imágenes y sonidos
que movilizan. Nuestros amigos andan por ahí, impulsando una escena
psicopolítica alternativa, creando mundos sensoriales y cognitivos en los
márgenes de la ciudad letrada y de los campos disciplinares. Los perros
somos todos aquellos inconscientes que se rebelan. No sabemos ni
podemos encajar en este mundo. Tampoco queremos. Lo demuestran
nuestras ansiedades, depresiones, insomnios, contracturas, apatías,
anorexias... El síntoma es nuestro territorio de investigación y resistencia.
Los perros encontramos en los síntomas un nuevo punto de partida.
Estamos asediados por los espectros de la tradición: hay imágenes de
cambio que impiden cambiar. Cuando la herencia se convierte en
respuesta, entorpece la invención y el contagio de nuevas prácticas
intelectuales y políticas. Sin embargo, existe una experiencia
generacional, ambivalente y dispersa, que nos incita a sentir, pensar y
actuar en común.
Los perros venimos del futuro.
Índice

Cubierta
Portada
Créditos
Dedicatoria
Epígrafe
Prólogo
Soñar. Corte e inicio
Conjeturar. Experiencia y teoría
La teoría, también
Al menos dos
El análisis del analista
Tonterías, empieza ya
Lo que se dice
Abrir. Asociación libre y atención flotante
Una hipótesis y un método
¿Quién sabe?
La conversación analítica
La disponibilidad del analista
La confusión freudiana
El diván
Otri icar. Responsabilidad, recti icación y localización
El punitivismo psi
El inconsciente del lacanismo
¿Quién gana con el síntoma?
Responsabilidad y recti icación
La demanda de análisis
Amar. Introducción al problema de la transferencia
No se puede vivir del amor
Obstáculo y motor
Cuestiones
La transferencia de la transferencia
El bien y el deseo
Causar. El deseo del analista
Los neutrales
La contratransferencia
Un deseo más fuerte
La neurosis del analista
El lugar que le corresponde
Las tetas del analista
Fingir olvidar. El sujeto supuesto saber
La erótica del saber
El engañador engañado
El prejuicio más radical
Una tirada de dados
Entre dos sillas
Interpretar. La lectura analítica
¿Cómo se interpreta hoy?
El método freudiano
El trabajo del texto
Leer al pie de la letra
Interpretación y construcción
Cortar. La escritura analítica
¿Cuándo?
El corte analítico
Resonancias
El sinsentido del signi icante
El relámpago y la verdad
Bibliogra ía
Sobre este libro
Sobre Bruno Bonoris
Coloquio de perros
Para Juana y Elina
Quizá haya mas de un camino bueno, pero sin dudas hay
muchísimos malos, y una comparación entre diversas
técnicas tiene que producir un efecto esclarecedor aunque no
imponga decidirse por un método determinado.
FREUD, El uso de la interpretación de los sueños

En todo lo que concierne a la aprehensión de nuestro dominio


clínico existen dos peligros.
El primero consiste en no ser bastante curiosos..., no es fácil
provocar este sentimiento de manera automática.
El segundo peligro es comprender. Comprendemos siempre
demasiado, particularmente en el análisis. La mayoría de las
veces nos equivocamos. Pensamos que podemos realizar una
buena terapéutica analítica si tenemos dotes, si somos
intuitivos, si tenemos chispa, si ponemos en practica ese
talento que cada cual despliega en la relación interpersonal. A
partir del momento en que uno deja de exigirse un extremado
rigor conceptual siempre encuentra la manera de
comprender. Pero nos quedamos sin brújula: no sabemos de
dónde partimos ni a dónde queremos llegar.
LACAN, El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica
Prólogo

Un psicoanalista que escribe sobre psicoanálisis pareciera estar en


la di ícil posición de un Pierre Menard, reescribiendo la obra de
Freud cada vez. Esto sería particularmente cierto en lo que
concierne a la denominada “técnica”. Pero si en esta empresa lo
quijotesco y lo insensato tienen chances de divergir, es
paradójicamente por obra de la repetición.
El libro que el lector encontrará a continuación no es un ensayo
sobre “técnica lacaniana”, aspiración que queda fuera de cuestión,
no sólo por razones de distinciones sabias (Aristóteles, Heidegger
y demás) o de tropos aceptados, sino por una causa cuyo
vaciamiento se pondrá de mani iesto en lo que sigue.
Es, en cambio, de los llamados “conceptos técnicos” de lo que
intenta dar cuenta, dando así con la di icultad de la práctica.
Porque si se parte de la premisa de que la relación entre la teoría y
la experiencia no es de oposición, sino moebiana, se hace preciso
constatar que en el seno de esta reversibilidad reside un punto
irreversible: el resto de experiencia que, producido por la teoría, en
adelante le resiste. De entre los tantos nombres que el
psicoanálisis propuso darle, el de Ur acaso sea el más elocuente,
por cuanto trastoca la referencia a un primario en el que la
fenomenología haría pie irme para elevar su espíritu, por el sitio
que resta donde habrá debido (enunciación a posteriori) perderse
algo.
De modo que la apuesta de Bonoris no es tanto explicar la
técnica como reflexionar sobre los problemas que surgen de los
intentos de establecer sus reglas. Y no es para sustituir pautas
consideradas incorrectas por otras que serían más acordes al in
analítico, sino para localizar los nudos que inevitablemente se
producen en el tejido del análisis. “Volved a poner vuestra obra en
el telar cien veces”: con este verso de Boileau traducía Lacan el
Durcharbeiten freudiano de cuyo despliegue necesita no sólo la
marcha del análisis, sino también el movimiento analítico.
Diversos son los hilos que entraman el texto en cuestión. Elegir
unos pocos aquí –un prólogo que se traiciona en su intención de
postlogo– es confesar lo parcial y precario de toda lectura; pero
también es depositar la esperanza de que, al tensar las cuerdas, se
oigan mejor las notas fundamentales de los acordes.
Ante todo, la propuesta de cuatro “conceptos técnicos” como
funciones del analista tiene por ambición precisar las
coordenadas del quehacer del analista. Se trata de habilitar, leer,
escribir, desear.
“Habilitar”, el nombre dado a lo que para Freud es sostener la
atención parejamente flotante y hacer cumplir la regla de la
asociación libre, es lo que hace un analista para permitir la lectura
y la escritura. Decir, como se dice, que su acto “ético-técnico”
produce un texto que antes no existía, equivale a radicalizar la
postura de Lacan, contra la supuesta consistencia del
inconsciente, de sostener que lo ontológico es ético: aquí la técnica
es la ética.
La habilitación, que descompone el texto en sus elementos
mínimos para pedir asociaciones sobre ellos, es seguida por un
“leer” que encadena ideas no vinculadas entre sí. Si entonces hay
que evitar apresurarse a comprender con el in de que las ideas
retenidas “se” encadenen entre sí, la atención flotante es llamada a
cumplir un papel también aquí. Pero ese encadenamiento es una
conjetura cuyo agente no podría ser el yo del analizante ni el del
analista. El inconsciente se produce entre el analista y el
analizante siempre que se cuente al menos hasta tres, es verdad,
pero a condición de que la falta del cuarto los descuente, y tal que
el descentramiento de los yoes no se reconcentre en un dicho
común que elida la división subjetiva en acto al hablar. La ausencia
del autor no equivale al anonimato, y es en lo que se trasparenta el
irreductible desfase entre lo dicho y el decir.
Lo que motiva el deslinde de la lectura es prevenir el abuso de
ver la fuente de la conjetura en la “intuición” o la “experiencia” del
analista, semblantes diversos con los que el saber de un amo se
adorna. No obstante, la exigencia de que todas las ocurrencias del
analista se descarten salvo las que junto con las ocurrencias del
analizante formen parte de la lectura del material, parece de
cumplimiento tan imposible como la empresa acometida por Kris
con el hombre de los sesos frescos. “Diferenciar cuáles ideas más o
menos originales su colega le afana cuando conversan un rato es
una cosa que ni Dios podría determinar”, remataba Lacan con una
invocación al Otro que lo agujerea de ironía. Así es como queda en
tela de juicio la aspiración a discriminar lo que viene de fuera de lo
que viene de dentro. Que toda propiedad es simbólica no signi ica
que frente al “esto es de uno” deba oponerse el “esto es de todos”;
quiere decir más bien que la posesión es en su raíz contingente. Y
por ese motivo es que, como a irma Bonoris con un giro que es un
genuino hallazgo, las conjeturas son provisorias (añadiendo de
apódosis: y la ignorancia, advertida).
La lectura conjetura entonces al sujet, pero no lo inscribe en el
texto del análisis. “Escribir” lo hace. La interpretación queda
de inida, por lo tanto, como la lectura más la escritura. Y esta
lectoescritura, el analista la realiza no desde la distancia del
observador objetivo, sino metido en la escena misma. No hay fuera
del texto, a irma un giro derridiano, porque no hay fuera de
transferencia, remata otro que ya no lo es tanto. Que ocurriese de
otro modo sería una proeza digna de Münchhausen: el analista
que, hundiéndose en el pantano transferencial, se sacase de allí
tirando de sus propios cabellos –espectáculo de cuya visión, y más
aún ejecución, es mejor privarse–.
La lectoescritura es la de un texto vivo, porque, como sabemos
desde Freud, de ser certera, abre la obra con las asociaciones que
suscita, sea para su con irmación, sea para la prosecución del
trabajo. Ahora bien, la cuestión que surge aquí, la de la naturaleza
de la transformación que la interpretación produce en la topología
de lo que para Freud es el aparato psíquico, lleva a un nudo de la
metapsicología. La transcripción de la Carta 52 y la doble
inscripción del artículo sobre lo inconsciente, en Freud; el lugar y
la función del signi icante en su trasmutación hacia la letra y la
relación moebiana entre saber y verdad, en Lacan; las
puntualizaciones de Derrida a este respecto, en las postrimerías; y
la propuesta de Allouch, más cerca de nosotros, todas ellas son
algunas de las citas que quedan aquí pendientes.
“Desear”, por último, no es sino el modo de nombrar la
participación del analista en el texto que produce con el
analizante. Se trata, en in, de una línea de interrogación que sería
de interés continuar.
Este ajustado aparato cuaternario rinde frutos en precisiones
lúcidas, como la que ubica en la así llamada “intuición” del analista
no una acumulación clínica, sino el resultado de haber(se) dado
tiempo, el necesario para habilitar, leer y escribir. La prisa del gesto
mínimo llega (“si la suerte nos ayuda, y las cosas se acomodan”,
decía un Goethe citado por Lacan), pero sólo luego de haberse
demorado en el tiempo para comprender. De olvidarse esto, el
gesto se vuelve pose, y la acción analítica, ser de ente.
Hacer resonar las funciones del analista propuestas con los tres
tiempos lógicos no es un exceso de analogía, o al menos no va más
allá de lo que el propio Lacan suele ir en esta materia. Tampoco lo
es traer de vuelta al convidado de piedra, Theodor Reik. Aunque la
propuesta de su libro, Listening with the Third Ear, de un “tercer
oído” analítico haya sido burlada con malicia por Lacan por su
pendiente intuicionista, conviene ver en ella una reacción contra
un despuntar del formalismo y el abstraccionismo burocratizantes
contra los que este último se terminó alzando unos años más
tarde. Reik es, de hecho, mencionado dos veces, al comienzo y al
inal, en el seminario de los conceptos fundamentales como un
analista que pudo dar cuenta de la factura de la experiencia de lo
inconsciente. La “sorpresa” como relámpago que ilumina, el “coraje
de no comprender” (“Der Mut, nicht zu verstehen”, titulaba ya un
artículo de 1932) y la función de la “conjetura”, son algunos tópicos
que conversan bien con los temas retomados aquí. Para dar un
caso: los paralogismos del analista en su efecto y su teoría, o en su
acto y su pensar, podrían obtener algunas mediaciones con la
ayuda de Reik. Porque si la atención flotante es la suspensión de la
comprensión, se trata entonces de un “no pensar” –“no pensar”
que se juega, aunque probablemente no del mismo modo, en el
momento en el que el analista es sorprendido–.
Sea como fuere, por estas vías el libro de Bonoris se encamina a
polémicas de las que no rehúye. Tarea del lector es hacer el
balance. Un interlocutor en ocasiones un poco de más construido
–en una cuota en cierta medida inevitable si, como sabemos desde
Freud, el sujeto siempre parcializa el objeto– no le impide dar
fuerza a las preguntas que eleva. De las múltiples, una sola parte se
recortará aquí.
Es la cuestión de la “responsabilidad”. Llamar al analizante a
“hacerse cargo” de su papel en aquello de lo que se queja debido a
que tanto la queja como su objeto serían a secas un modo de goce
querido es, desde luego, reingresar en el redil de la psicología (post
o prefreudiana) del yo. Si ya para Freud la satisfacción
primeramente no es del yo, sino de la pulsión, y el síntoma
transige diversas partes con sendos intereses libidinales, para
Lacan, por su lado, el modo como la pulsión goza no ocurre sin el
montaje del fantasma, es decir, una componenda donde el Otro, el
a, el sujeto, el falo y demás elementos se sueldan en solidaridad.
Por eso el motivo de que el yo para Freud sea masoquista sólo a
condición de que el superyó sea sádico y viceversa, reside en que
tal lazo que se establece entre el sujeto, el objeto, el Otro, etc., hace
a lo que de “complejo” tiene el asunto. Hacer que el yo “asuma” su
masoquismo no vuelve al superyó menos sádico (más bien,
entraña el riesgo de deslizar al analista a esta última posición), e
insistir en que el goce del sujeto sería su entrega como objeto al
Otro descuida el correlato de que al mismo tiempo él se rehúsa. A
falta de lo cual el analista incurre en el desplazamiento del chiste
freudiano: ahorcar al sastre aunque la culpa sea del herrero.
Compárese semejante manejo de la culpa –praxis correlativa de
su concepto, es cierto– con la sutileza de la maniobra de Freud que
se trasluce en el relato que Smiley Blanton nos dejó de su análisis
con él. Las autocríticas de infantilismo que éste hacía al comienzo
del tratamiento encontraban en Freud la respuesta inclaudicable
de que la culpa es un indicio fundamental de la resistencia, y la
exhortación a asociar sin reservas. Su sentencia seguida de que
uno no es responsable por su inconsciente sólo puede entenderse
a la luz de su agregado: porque mientras emerge el material no
debe ser objeto de juicio moral alguno. Sólo tras haberse
expresado el pensamiento consciente y el pensamiento
inconsciente –y sólo entonces– estarán dadas las condiciones de
juzgar qué se desea. Si la ética es el juicio sobre nuestra acción, tal
como insiste Sara Glasman en un artículo ya clásico, aquí se trata
entonces de la ética del deseo. No obstante, como la culpa supone
una satisfacción masoquista, es un problema cuando esta
demanda de la neurosis es respondida por el analista. Bajo el
estandarte de la ética, es sabido, también puede conducirse a
destinos gozosos.
En cuanto a la responsabilidad, tal vez no convendría censurar el
término, porque pese a todo bordea un problema. Efecto de la
división en acto ante el conflicto del deseo, ella no parece
cancelable en su estructura. Por eso, como se dice con justeza, la
intervención del analista no es ni responsabilizar yoicamente ni
desresponsabilizar cínicamente; pero entonces ¿no será
reconducir al punto y los motivos del conflicto a in de revisar la
decisión acerca de si se quiere o no lo que se desea? “Decisión” y
“elección” hacen serie con “responsabilidad”, pero tienen la ventaja
de ser términos incómodos para el estructuralismo hecho a la
ligera con el que algunas veces –demasiadas– no podemos
impedirnos pensar. De recogerlos no debería ser para
contentarnos con el dictamen kantiano sobre la contradicción
insuperable entre la causa y la libertad, porque si desde Freud la
espontaneidad del espíritu no puede hipostasiarse en causa
primera, el rechazo de la libertad en bene icio de la causalidad por
cierta versión del lacanismo no es una respuesta su iciente. Resta
averiguar si estas razones no desconocen la insu iciencia del
principio de razón su iciente, el mismísimo desfondamiento como
condición del fundamento.
Una última palabra. De los tres efectos propuestos en el artículo
sobre el análisis terminable e interminable como inherentes al
análisis propio: aprehenderse de otro modo por los retornos de lo
reprimido, obtener una primera muestra de la técnica analítica y
producir la convicción en la existencia de lo inconsciente, sin duda
el último es el esencial. “De un psicoanálisis que verdaderamente
lo fue se sale creyendo más en el inconsciente que en el
psicoanálisis”, decía Jorge Jinkis en los albores de nuestro
lacanismo. Recuérdese, por lo demás, que una parte de la primera
generación de lacanianos locales comenzó sus análisis con
kleinianos. Se dirá que esta sentencia escinde injusti icadamente
la ciencia de la praxis, sea; pero ¿cómo no ver en ella un llamado a
la cautela contra el peligro siempre presente de declinar la verdad
en saber, cuyo saldo positivo borra todo rastro del trabajo de lo
negativo? Preservar la distancia de la primera al segundo es una
manera de rea irmar el clivaje entre el signi icante y el objeto, el
mismo que relanza una y otra vez –trabajo de repetición a pérdida
y ganancia– la interrogación de cualquier analista por su práctica.
El presente libro no pretende otra cosa que tal relanzamiento. De
que acierta en su blanco dan prueba estas líneas.

AGUSTÍN KRIPPER
Soñar
corte e inicio

Una tarde de invierno de 2019, un colega me llamó apurado para


avisarme que debía suspender su presentación en un curso de
posgrado que estábamos dando. Me pidió que lo reemplazara.
Debíamos sustituir el orden de nuestras clases. Mi exposición iba a
ser un mes después, pero él me solicitaba que fuera a los pocos
días. Le dije que sí, que no había problema, aunque me quedé algo
inquieto por el escaso tiempo con el que contaba para preparar lo
que quería decir. Esa misma noche tuve el siguiente sueño:

Estoy en un aula grande y poligonal, bordeada por inmensos


ventanales que alientan la invasión lumínica. Yo me apoyo en el
escritorio con las palmas de las manos, mirando con detenimiento
un paisaje que me resulta insólito. Frente a mí están sentados
familiares, amigos y colegas. También hay personas que no conozco.
Carlos Kuri, que estaba sentado junto a mí, al lado del escritorio, se
pone de pie y comienza a hablar a la audiencia: “En esta ocasión el
doctorando Bruno Bonoris defenderá su tesis titulada El problema
de la interpretación en psicoanálisis. De la hermenéutica de la
verdad a la arqueología del saber”. Los oyentes aplauden con
entusiasmo. Yo les devuelvo una mirada estupefacta. Es extraño,
pienso, este tema me concierne, tiene que ver conmigo, pero lo cierto
es que no tengo nada para decir. Me desespero. Busco en el escritorio
algún texto de apoyo, pero no hay nada. Luego veri ico si en la
mochila quedaron algunos apuntes. Tampoco. Miro hacia al piso en
busca de una nota perdida. Nada. Miro hacia arriba, suplicando que
una verdad se apropie de mi cuerpo. Nada. Es un hecho: no sé. Me
acerco a Carlos Kuri, le pido disculpas y le digo que debía de haber
alguna confusión con las fechas. No sé qué estoy haciendo acá,
insisto. No hay ninguna confusión, la fecha es hoy, me dice. Luego me
despierto.

¿Por dónde querés empezar? El sueño adelanta muchos años la


defensa de mi tesis de doctorado. Hace poco, en noviembre de
2018, defendí la de maestría y unos meses más tarde, después de
un trabajo de edición y reescritura, la publiqué con el título El
nacimiento del sujeto del inconsciente. Lo que vino inmediatamente
después se dio con mucha naturalidad, en la extraña juntura del
deseo y el deber. Me anoté en el doctorado para continuar con la
investigación que había quedado en suspenso, in progress, como
toda investigación. En “el sujeto” me había dedicado a pensar las
condiciones epistemológicas e históricas que posibilitaron el
surgimiento del inconsciente psicoanalítico, poniendo el foco de
atención en el cogito cartesiano y el nacimiento de la ciencia
moderna, tal como había indicado Lacan en “La Ciencia y La
Verdad”: es impensable que el inconsciente freudiano haya
aparecido sin la forclusión de la verdad del campo del saber y sin la
producción de lo real como lo imposible; transmutación limítrofe
de lo simbólico. La verdad y el saber, lo real y la realidad, separados
por un muro que debía franquearse o, al menos, desplazarse. El
cuerpo, lugar privilegiado en las disputas del saber, también sufrió
las consecuencias de estas modi icaciones. Fue vaciado de su
verdad, arrojado a la dimensión morti icante de la mera extensión,
seccionado por los bisturíes de la ciencia médica naciente. Fue
silenciado. El cuerpo es el principal campo de batalla en la lucha
por la verdad. Esto fue lo que le revelaron las histéricas a Freud. La
verdad de la sexualidad retornó en los síntomas. El lagunoso
campo de lo sexual. Esa fue la pregunta que quedó abierta y que
ahora quiero responder: ¿por qué el inconsciente es sexual?
Interesante pregunta. Sin embargo, en el sueño el tema de tu
defesa es otro. Sí, parece un título foucaultiano. ¿De dónde lo habré
sacado? Es una mezcla de la hermenéutica del sujeto y la
arqueología del saber. No es muy original, la diferencia la hace la
verdad. Los problemas técnicos –especialmente el de la
interpretación– me inquietan hace un tiempo. Es una
investigación paralela que vengo haciendo junto a Tomás Pal. Este
año daremos un curso sobre la asociación libre. Recuerdo también
una conversación que tuve con Omar Acha, luego de una
exposición suya sobre un texto de Lacan. En verdad, más que una
conversación fue una pregunta: ¿no considerás que la arqueología
de Foucault es un método interesante para repensar la lectura de
textos analíticos? No recuerdo bien qué me dijo, solo sé que no lo
noté muy convencido. Evidentemente, es un forzamiento teórico,
tan solo una intuición. De todas formas, la pregunta me parece
válida, surge de las di icultades con las que nos enfrentamos los
psicoanalistas una vez que nos quedamos sin nuestra maquinaria
hermenéutica: el complejo de Edipo. ¿Cómo lee un psicoanalista si
ya no cuenta con una clave de lectura? ¿Qué signi ica interpretar
por fuera de una hermenéutica?
Estoy en un aula grande y poligonal, bordeada por inmensos
ventanales que alientan la invasión lumínica. ¿De dónde viene eso?
Creo que estaba en la Biblioteca Nacional. El sueño me recuerda
algunas visitas que hice cuando estaba en la escuela primaria: la
emoción por recorrer ese coloso hormigonado del saber, la
agitación por encontrar textos inhallables. Ya estoy viejo. En
aquella época no teníamos Google, la biblioteca era nuestro
archivo in inito. Uno se sentía un investigador con todas las letras.
También me acuerdo de las jornadas de Apertura. Haber podido
exponer en la Sala Jorge Luis Borges fue un placer inmenso.
Vinieron a verme amigos y familiares. Alguna vez vino mi viejo y
cuando terminé de presentar se acercó y me dijo: “no te entendí
nada, pero... ¡qué bien que hablaste!”. Esas palabras me
conmovieron. Ahora pienso que respecto a la verdad no importa
solo el qué, sino también el cómo, el cuándo y el dónde. Además,
¿cuánto de la verdad pasa por el deseo de transmisión y no solo
por lo que se transmite? Después de exponer nos encontrábamos
con esos ventanales inmensos y la entrada masiva de luz. Muy
lindos recuerdos.
La luz. Sí, tengo un tema con las luces. Cada vez que llego a la
casa de algún amigo me pongo a toquetear las luces. Prendo una,
apago otra, bajo la intensidad de aquella, etc. Mis amigos suelen
burlarme: “a ver Bruno, ¿qué luz te gustaría?”. De noche me gustan
las luces bajas, cálidas, a veces intermitentes, como las lucecitas de
navidad. De día, la luz del sol. No puedo estudiar sin mucha luz. Por
eso siempre me costó estudiar de noche. Aunque para escribir la
noche no está mal. La lectura es diurna; la escritura, nocturna.
La biblioteca y la luminosidad. ¿El debate de las luces? ¡Ja! Esto
que decís me recuerda a la contratapa original de los Escritos. Allí
Lacan decía que proseguía un solo debate, siempre el mismo: el
debate de las luces. Luego Miller eliminó esa contratapa y puso el
extracto de una entrevista, donde dice, entre otras cosas: “existen
individuos, es todo”. Lacan hablando de individuos, el tipo que se
dedicó décadas a estudiar el sujeto dividido. Esta maniobra
milleriana me parece propia del oscurantismo que el mismo Lacan
denunciaba en aquella contratapa. En algún punto siento que
estoy dando, junto a algunos colegas, ese debate de las luces. No
hay grandes pretensiones. Se trata de brindar un debate racional y
argumentado, que permita la conversación con otras disciplinas.
La palabra “racional” me produce escalofríos. Lo que quiero decir
es que me harté del retorcido lenguaje lacaniano, del
oscurantismo de la inefabilidad de la experiencia. Probablemente,
con los problemas técnicos sucede algo de esta índole. ¿Qué
hacemos los analistas lacanianos? ¿Qué sucede dentro del
consultorio? ¿Por qué a veces sentimos que los conceptos pierden
todo tipo de referencialidad práctica, y otras, que la teoría pasa a la
experiencia con una fuerza irrefrenable? ¿Se trata de los textos que
leemos o del modo en que los leemos? Al mismo tiempo, ¿de qué
manera los problemas clínicos se transforman en interrogaciones
conceptuales? ¿Cómo ver un problema cuando se está tan
convencido de lo que se hace? ¿Se extrae algún saber de la
práctica, o más bien se extrae un no saber?
Tengo ganas de escribir sobre esto, pero estoy buscando otro
tipo de escritura, más ensayística, más libre, que prescinda de la
apoyatura a los textos. Una escritura en la intersección del
concepto y la sensibilidad. Tal vez en un futuro me pueda soltar
más. Bajar la guardia.
Se puede prescindir de los textos a condición de servirse de ellos.
Perder el apoyo en el momento de decir. Sí, de initivamente... acabo
de notar por primera vez esa foto de la máquina de escribir
prendiéndose fuego. ¡Es notable! Vengo al consultorio hace meses
y nunca lo había visto. Lo que es la represión.
Estoy acá para cambiar mi relación con la escritura. Ahora puedo
darme cuenta de eso, los motivos por los que te llamé. A vos.
¿Y Carlos Kuri? Es lo más enigmático, no sé muy bien qué decir
de él porque no lo conozco; de hecho, no tengo presente su rostro.
Sé algunas cosas de él y de “la trova rosarina”. Muchos escribieron
en la revista Conjetural. Allí hay un psicoanálisis muy potente, pero
lo cierto es que todavía no leí mucho de ellos. Ahora que recuerdo,
leí un libro de Kuri para la investigación UBACyT.
¿Qué libro? No me puedo acordar el nombre
¿Qué libro?
¡Sí! Nada nos impide, nada nos obliga.
Conjeturar
experiencia y teoría

La teoría, también

Lo que hace un analista puede decirse de muchas maneras. A lo


largo de la historia del psicoanálisis existieron, sucesiva y
simultáneamente, modos diversos y hasta opuestos de entender la
práctica analítica, tanto desde la perspectiva teórica como desde la
clínica. Esta diferencia es relevante –aunque debe ser revisada– en
1
la medida en que los conceptos, y no sólo los técnicos, informan
sobre el accionar del analista y el desarrollo de una cura. Digo que
informan, y no que determinan, porque abren un campo de
posibilidades e imposibilidades. Revelan una orientación. En el
accionar del analista participan, además, numerosos factores más
allá de su saber teórico y de su experiencia como analista y
analizante: su neurosis, las crisis vitales, sus prejuicios, su
insu iciente formación teórica, etc.; todo aquello que Lacan llamó,
2
con justeza, contratransferencia. Un modelo teórico sólido no
garantiza un buen análisis, pero su ausencia pronostica uno malo.
Y para inferir cómo se analiza no es necesario meterse en los
consultorios, ni acostarse en el diván, ni sentarse detrás de él, ni
presenciar ninguna exhibición de entrevistas psicopatológicas. No
hace falta estrellarse contra una pared para saber dónde está.
Basta con tener los planos y saber interpretarlos.
Sin embargo, hay quienes a irman que no los precisan, que han
leído lo su iciente como para saber que el psicoanálisis poco tiene
que ver con la lectura. “¡Cierren las bibliotecas!”, reclaman desde
su posición jerárquica. “¡Cierren las bibliotecas!”, gritan desde
adentro. El saber teórico, nos dicen, sirve para enseñar pero no
para analizar. El analista llevaría intrínsecamente una doble vida:
el que tiene trato con la teoría (el profesor) y el que lo tiene con la
experiencia (el analista propiamente dicho). No me parece menor
la pregunta por los saberes teóricos que importan a un analista,
pero la inquietud supone que existe al menos uno que sería
conveniente, más allá del saber hacer alcanzado por la propia
experiencia como analizante o por la experiencia clínica.
Es un hecho: en el improductivo e interminable debate “teoría
versus experiencia”, la segunda se lleva los laureles. Miller lo dice
así:
para los analistas que practican, la teoría está en el pasado. Experimentan ternura
hacia esta; es su juventud, cuando no sabían cómo hacer. Pero después se retrocede
–porque llegaron, a su manera, a obtener la actitud analítica– [...] la teoría es
esencialmente un comentario de la experiencia.3

La actitud analítica se obtiene analizándose, o, mejor dicho,


inalizando el propio análisis. La teoría es una “enfermedad
4
infantil” de la que los analistas se sirven mientras son jóvenes,
cuando todavía les falta análisis. Luego, cuando ya se adquiere esa
actitud, se retrocede hacia la experiencia (se va para atrás, a lo que
había antes). La teoría viene después de la experiencia. Es
esencialmente un comentario.
“El psicoanálisis es una experiencia”, se suelta, con una
expresión en el rostro de muy rara composición, que sólo puede
entenderse como la seguridad ante un problema ignorado.
Acuerdo con Lacan: una experiencia se constituye únicamente si
se parte de una pregunta y de un supuesto. En otras palabras: si se
establece una hipótesis. Desde allí algo puede empezar a cobrar
forma de hecho, porque “un hecho es siempre un hecho de
5
discurso”. No hay experiencia en bruto, no hay hecho analítico por
fuera de la trama teórico-discursiva en la que se inscribe. Si el
psicoanálisis es una experiencia, no lo es en el sentido de una
vivencia (erlebnis) sino de un experimento: un campo constituido
arti icialmente en función de una serie de hipótesis. Podría decirse
que el psicoanálisis es la puesta a prueba y en acto de la realidad
6
del inconsciente en condiciones arti iciales calculadas. De hecho,
cualquiera que haya participado de un psicoanálisis habrá
percibido que es una situación “arti icial”, tanto por las reglas que
la gobiernan como por la disposición de los cuerpos.
El enunciado “el psicoanálisis es una teoría”, en cambio, no es
7
tan fácil de asimilar; hecho sorprendente si se tiene en cuenta la
cantidad de escritos psicoanalíticos estrictamente teóricos y
vinculados a otras disciplinas, también teóricas, como la
lingüística, la matemática, la ísica, la lógica, la iloso ía, etc., por
parte de los maestros a quienes se referencia para sostener esta
brecha insalvable. No resolveremos ya mismo este problema
diciendo que el psicoanálisis es una praxis. Antes es preciso
liquidar la molesta distinción entre teoría y experiencia,
entendidos como ámbitos independientes entre sí. Solo de este
modo podremos pensar lo que signi ica una praxis.
Entonces: quien analiza “sin teoría” ignora muchas cosas del
saber que lo gobierna. La “experiencia clínica” puede ser tanto un
aprendizaje mediatizado por la revisión teórico-práctica del
quehacer cotidiano, como la repetición incesante de los prejuicios
personales. El eclecticismo puede ser entendido como una
disposición curiosa frente a otros saberes, una apertura hacia el
diálogo disciplinar, o como la expresión de una vaguedad
conceptual o de un relativismo ingenuo. Siempre hay un saber que
participa en nuestros sentimientos, pensamientos y acciones, lo
sepamos o no. Esta es una de las ideas principales del
psicoanálisis. El analista analiza “con su inconsciente” cuando no
sabe lo que hace. Mejor, entonces, que haga con el saber teorías y
conjeturas, es decir, un instrumento más preciso.
Tampoco existe una teoría sin consecuencias prácticas: lectura,
investigación, escritura, transmisión, etc. Y más allá de eso, los
efectos incalculables de las teorías en los comportamientos
efectivos de las personas. Es di ícil imaginar a alguien “sacándose”
de encima las abstracciones teóricas para poder analizar, como si
éstas no formasen parte no solo del dispositivo del que participa
sino también de su propia subjetividad. Las teorías hacen cuerpos.
¿Para qué sirve la experiencia? Para poner a prueba la teoría y
para hacerse preguntas importantes y desestimar las que no lo
son. ¿Y la teoría? Para encontrar respuestas útiles y bien
fundamentadas que luego serán llevadas a la experiencia. ¿Acaso
la teoría no es una puesta a punto de la experiencia, y la
experiencia una puesta a prueba de la teoría? Esta también es la
razón por la cual en psicoanálisis lo ético y lo técnico están
entramados de tal forma que no es sencillo distinguirlos. La
8
técnica es la realización de la ética. No podría ser de otra manera.
La praxis psicoanalítica no coincide ni con la teoría ni con la
experiencia; es una banda de Moebius: aparenta tener dos caras –
una exterior: la teoría y una interior: la experiencia–, cuando en
verdad tiene solo una. Del mismo modo, no hay un corte claro y
distinto entre el afuera y el adentro de un análisis. No es fácil decir
cuáles son los límites de un caso, cuáles son las voces que forman
parte de él. El “afuera” se inmiscuye todo el tiempo en la
conversación entre analista y analizante. Un ejemplo es la
supervisión como parte inherente en la producción del texto y su
textualidad. La escritura del texto analítico es un proceso
contrapsicológico de multiplicación de voces y de cuestionamiento
de la igura del autor. En la medida en la que el texto se escribe su
origen se desvanece y sus límites se diluyen.
¿Qué es, entonces, una praxis? La transformación de lo real por
9
medio de lo simbólico, o como dijo Farrán, la “transmutación de la
materia través de medios e instrumentos especí icos, en el seno
de relaciones jurídicas, políticas, e ideológicas de inidas que
10
producen como efecto objetos determinados”. Nuestra materia es
el sujeto, nuestros medios son los de la palabra, nuestros
instrumentos especí icos son los conceptos (no solo los técnicos:
asociación libre, atención flotante, manejo de transferencia,
interpretación; sino también los “teóricos”: inconsciente, pulsión,
síntoma, signi icante, fantasma, etc.), nuestros objetos: el sujeto
del inconsciente y el a, causa de deseo y plus-de-goce. Por último,
nuestro hábitat: los múltiples dispositivos cruzados de saber-
poder en los que habitan las subjetividades; dimensión que no
puede ser olvidada si no se quiere ser parte funcional a los
dispositivos en los que se reproducen los sufrimientos.

Al menos dos

Las consecuencias clínicas de la división entre teoría y experiencia


se mani iestan con claridad cada vez que se alude a la siguiente
frase de Lacan: “el analista es al menos dos, el analista para tener
11
efectos, y el analista que a esos efectos los teoriza”. Sobre este
punto hay un amplio acuerdo: la clínica es el redoblamiento de la
experiencia a través del concepto. Primero hay efectos y luego se
los teoriza. ¿Pero cómo se obtendrían esos efectos si no existe
ningún tipo de cálculo para lograrlos? ¿Son las capacidades
obtenidas por el propio análisis? ¿Es el inconsciente lo que dirige la
cura o se trata de una plena entrega al azar?
Estoy de acuerdo con Schejtman cuando dice que sentarse
detrás del diván, en tanto tal, no mejora las capacidades del
analista. Se pueden pasar décadas escuchando pacientes sin
poder captar jamás la lógica de un caso. Ni al zorro ni al diablo les
alcanza con ser viejos, dice con exactitud, “la clínica no es cuestión
de olfato sino de conceptualización, de formalización [...] es un
12 13
sobreagregado a la experiencia, y no va de suyo”. Es así que
distingue “lo que es la experiencia analítica, de la clínica que es
14
producto de ella”. Schejtman destaca la importancia de la
conceptualización y la formalización para cualquier cura
psicoanalítica, pero considera que es algo que se agrega
secundariamente a la experiencia. Esta es una idea muy difundida
en el psicoanálisis lacaniano. En general se omite que la
experiencia ya es el “producto” de una conceptualización más o
menos rigurosa. La asociación libre, por ejemplo, es el método que
Freud implementó con ines terapéuticos en función de una
hipótesis. La pregunta que se hizo fue cómo acceder a lo
inconsciente una vez que la hipnosis ya no era un método iable.
Tenemos una interrogación, una hipótesis y una experiencia
inédita.
Podría reprochárseme que estoy subrayando nimiedades, ya que
el redoblamiento conceptual implicaría una vuelta a la experiencia
mediada por la clínica. En de initiva, con algunos rodeos, se
a irmaría que la experiencia siempre es acompañada por una
conjetura. Sin embargo, se sostiene con tenacidad la divergencia
radical entre los dos ámbitos y las dos tareas concomitantes a cada
uno de ellos. En la experiencia psicoanalítica el analista analiza; en
la clínica psicoanalítica, el clínico (y no el analista) teoriza sus
efectos. El analista, por lo tanto, no piensa; quien lo hace es el
clínico. Boxaca y Lutereau lo dicen así:
nunca cuando [el analista] piensa su práctica puede ser el mismo que produjo
efectos con el dispositivo [...] hay una separación inconmensurable entre la verdad de
la praxis y el saber que busca iluminar ese acto que, en el mejor de los casos, también
sorprende al analista.15

Dejando de lado las di icultades ilosó icas que implica la


referencia a la mismidad del analista en sus dos funciones, me
interesa señalar que lo destacado por ellos es el saber que puede
extraerse luego del acto, olvidando por completo el hecho de que
el acto solo pudo producirse en función de un saber teórico –los
conceptos– y clínico –las conjeturas sobre el caso en particular–.
La sorpresa del analista no suele responder a la imposibilidad de
anticipar conjeturalmente las razones particulares de la e icacia de
ese acto sino a la de prever cuándo y cómo esa conjetura se
inscribirá en el texto. Si el analista no pudiera pensar, aunque sea
por aproximación, el efecto que tendrán sus palabras, ya no se
sabría quién dirige la cura. Vale traer aquí la idea de Lacan:
“Intérprete de lo que me es presentado en a irmaciones o en actos,
yo decido sobre mi oráculo y lo articulo a mi capricho, único amo
en mi barco después de Dios, y por supuesto lejos de poder medir
todo el efecto de mis palabras, pero de esto precisamente advertido y
16
tratando de remediarlo”.
Queda todavía por dilucidar qué signi ica que en el momento del
acto el analista no piensa, y si esto fuese así, cuáles serían los
criterios para intervenir. Tal vez exista una confusión entre el acto
analítico y la intervención del analista. En ese caso, no convendría
hablar de ese acto en particular, sino del acto analítico.
Quiero volver ahora a la frase que, según entiendo, fue
determinante en las lecturas mencionadas. En la versión de
Rodríguez Ponte dice así: “Es indispensable que el analista sea al
menos dos. El analista para tener efectos es el analista que, a esos
17
efectos, los teoriza”. En esta traducción, más interesante desde mi
perspectiva, el analista que tiene efectos es el analista que a esos
18
efectos los teoriza. Para tener efectos debe teorizarlos, y a su vez
tiene que teorizar esos efectos. Imposible saber dónde se empieza.
No se trata del redoblamiento teórico de la experiencia ni de
inconmensurabilidad entre ambas instancias. Lo que hay es
reciprocidad y conjeturabilidad. Así lo plantea Lacan: “La teoría no
es, como nuestro empleo de la palabra da por supuesto, la
abstracción de la praxis, ni su referencia general, ni el modelo de lo
19
que sería su aplicación. Cuando aparece, es esa praxis misma”, o
de otro modo: “[el] concepto rige la manera de tratar a los
20
pacientes. A la inversa, la manera de tratarlos rige al concepto”. Es
igual de ingenuo creer que el saber teórico se extrae de la
experiencia como pensar que la experiencia es determinada por la
teoría. Entre ambas está lo que pasa y lo que no pasa, los puntos
ciegos, los impensables, los problemas, etc. No se trata de un
abismo ni de un puente, sino de un umbral opaco.
Lombardi, en continuidad con los colegas mencionados, cree
que existe una oposición entre la e icacia terapéutica y la
elucidación clínica. Una brecha insalvable entre “las condiciones
21
previas” de la intervención y las causas de su e icacia. Para
a irmar esto se apoya en una cita de Lacan: “una práctica no tiene
22
necesidad de ser esclarecida para operar”. No entiendo los
motivos por los que Lombardi toma este enunciado como un
atributo irrevocable (y hasta incluso positivo) del psicoanálisis. Es
indiscutible que una práctica no tiene necesidad de ser esclarecida
para operar, pero de eso no se desprende que una práctica no
esclarecida sea más efectiva.
La disyuntiva parece ser la siguiente: o el analista piensa sin
actuar y transmite, o actúa sin pensar y calla. El problema es que
ese “pensar” antes del acto queda vinculado precipitadamente a un
prejuicio teórico que impediría una lectura singular del caso. Lo
que se omite es la posibilidad de realizar una lectura de ese texto
analítico, una conjetura que el analista piense desde allí, y no a
partir de un saber “universitario”. A su vez, los conceptos que
permiten una lectura del caso derivan de la teoría (inconsciente,
pulsión, transferencia, repetición, goce, fantasma, etc.) y no del
mismo caso.
Por todas estas razones considero que es necesario dividir lo
que se llama clásicamente interpretación, en dos funciones
distintas: leer y escribir. La lectura permite establecer una
conjetura del caso en función del texto mismo. Una lectura que
prescinde de cualquier clave exterior y anterior al material.
Supone un saber del texto, no un saber sobre el texto. Por eso leer
implica pensar. Escribir, en cambio, no; al menos en el sentido
clásico del término. Llamo escritura a la incorporación de la
23
conjetura en el texto. El modo en que se presente esa conjetura,
cómo se incorpora, depende de múltiples variables tecno-
estéticas. El cómo –sentido del modo– y el cuándo –sentido de la
oportunidad–. Pareciera que para escribir no hace falta “pensar”,
se trata de ser iel a una intuición, a otro tipo de pensamiento.

El análisis del analista

Otro motivo por el que es esencial revisar la idea de que la clínica


24
es una “interrogación exterior y posterior a la experiencia” es que
los problemas acerca de la formación del analista se centran
generalmente en la experiencia del propio análisis. El analista está
hecho de experiencia y el enseñante de teoría, por lo tanto, se
analiza desde la experiencia y se cliniquea con la teoría. Tanto el
quehacer analítico como la formación del analista están
gobernados, entonces, por la experiencia.
Lo más importante para ser analista es haber pasado por la
experiencia analítica. El acuerdo sobre este tema es amplio y
cualquier matiz que quiera incorporarse es reprimido, por más
tímido que se presente. La resistencia que surge cuando se intenta
abrir esta interrogación muestra el valor que reviste. Lombardi lo
dice con claridad: “la experiencia decisiva para la clínica
psicoanalítica es la del propio análisis, la más importante [...] es
25
una condición necesaria”. ¡Pero claro!, ¿quién dudaría a la hora de
a irmar que el propio análisis es fundamental para ser analista? La
pregunta que debemos hacernos es por qué esa sería la razón
decisiva, la más importante. ¿No es igual de necesario que para
analizar el analista sepa sobre teoría psicoanalítica (y sobre tantas
otras cosas)? ¿Cuán importante es la lectoescritura de cada caso?
El análisis es una condición necesaria. ¿Las otras también lo son?
¿Pueden existir condiciones necesarias más importantes que
otras? Lo que es seguro es que si son necesarias ninguna puede
faltar. Sin embargo, casi nunca se a irma la necesidad de la
formación teórica y de la lectoescritura del caso. Es un síntoma
que debe ser interpretado.
Otra cita que se utiliza muy seguido para respaldar esta idea se
encuentra en el comienzo de la “Reseña del Seminario sobre El
acto psicoanalítico”:
El acto psicoanalítico, ni visto ni conocido fuera de nosotros, es decir, nunca
localizado, menos aún cuestionado, he aquí que lo suponemos desde el momento
electivo en que el psicoanalizante PASA a psicoanalista.

Es este el recurso a lo más comúnmente admitido respecto de lo necesario para ese


pasaje, siendo cualquier otra condición contingente en comparación.26

Por ejemplo, López se sirve de esta cita para a irmar que de las
tres patas de la formación del analista –estudio, supervisión y
análisis personal–, “la más relevante es el pasaje de analizante a
analista en la conclusión de un análisis, siendo cualquier otra
27
condición contingente en comparación”. Yo leo otra cosa: no se
trata de que el pasaje de analizante a analista sea la única
condición necesaria para realizar un acto analítico, sino que el acto
analítico es la condición necesaria para el pasaje de analista a
analizante.
Cuando se discute sobre la necesidad del propio análisis como
eje de la formación del analista, se cae en un falso problema por la
simple razón de que no existe a lo largo y a lo ancho del mundo
psicoanalítico alguna corriente, escuela o autor que sostenga lo
28
contrario. Si hay algo que los analistas hacemos es analizarnos.
De hecho, todavía hoy, algunas personas llegan a nuestros
consultorios con la demanda de ser analistas. Un síntoma para el
psicoanálisis, dije, pero no necesariamente para quien consulta.
Aunque no tengamos la respuesta que explique estas ideas
hipervalentes, al menos podemos señalar cierta correlatividad: la
depreciación de la teoría, el saber, los textos, el pensamiento, o
cualquier cosa que recuerde a alguna abstracción.
¡Pero la teoría es cuerpo! ¿Por qué le quitamos su peso?
Prieto a irma que “nadie se hace analista sólo leyendo libros,
[alguien] se vuelve analista atravesando su propio análisis, sólo de
ese modo se puede ocupar esa posición que implica renunciar a
29
imprimirle al analizante nuestros prejuicios”. Mi opinión es que
nadie queda exento de interpretar al analizante según los propios
prejuicios por el mero hecho de haberse analizado. En general, a
los prejuicios se los cura en la calle y en el escritorio, y a los
síntomas en el diván. El prejuicio del que debe curarse el analista
es el del sujeto supuesto saber, ¿pero bajo qué formas?, ¿solo en su
propio análisis? Considero un error clínico creer que el analista
está a salvo de intervenir desde sus prejuicios únicamente por el
hecho de haberse analizado. Si este fuera el caso, por poner un
ejemplo, los analistas de la segunda generación, que seguro
pasaron por un diván, no hubieran impreso en sus pacientes los
prejuicios heteronormativos y otras tantas normalidades, que de
hecho imprimieron. Podríamos decir que en verdad no se
analizaron, pero entonces deberíamos a irmar que la clínica
psicoanalítica de aquella época estaba íntimamente relacionada
con las teorías equivocadas que sostenían. Supongo que ningún
psicoanalista lacaniano cree que un análisis de la ego psychology
podría transformar a alguien en analista. Preguntarse cuál es la
experiencia indicada para ser analista implica interrogarse por los
fundamentos teóricos que la posibilitan y sus diferencias con otras
experiencias, para el caso, normalizadoras.
Es innegable que en la de inición experiencial del quehacer del
analista y de su formación subyace una teoría no explicitada. Por
más so isticado que se presente, este modelo epistemológico
parece un aggiornamiento del clásico empirismo freudiano:
primero la experiencia, luego la teorización de lo experimentado, y
por último, el retorno a la experiencia acompañado con las
30
hipótesis. Pero como ya sostuvo Bleger en 1969: “de ninguna
manera podemos actualmente aceptar el esquema ingenuo que
supone [...] que los hechos están ahí y que ateniéndonos a la
observación y estudio de los mismos es de donde deducimos las
hipótesis y posteriormente las teorías, que pueden ser validadas o
31
confrontadas volviendo a dichos hechos”.
“¿Cómo podríamos ayudar a ubicar ese imposible de soportar en
32
otro sujeto, si antes no hemos pasado por la experiencia?”, se
pregunta Lombardi. Esta inquietud no resultaría tan extraña si se
sostuviera como posición epistemológica que para tratar un
sufrimiento hay que pasar por él. Pero no es así. Ningún
psicoanalista propuso conformar una comunidad de
psicoanalistas anónimos. Lo que se dice es que habría que pasar
por esa experiencia y no otras, la del análisis lacaniano, con sus
fundamentos teóricos, sus conceptos, y sus medios y ines
especí icos. La epistemoempatía de lo real solo valdría para los
lacanianos. “Sentir para creer”, susurran los más descon iados;
pero al inconsciente no hay que rezarle, hay que ponerlo en
marcha. Es sorprendente que este tema no despierte discusiones
en ninguna escuela de psicoanálisis. “No estoy diciendo –aunque
la cosa no es imposible– que la comunidad de psicoanalistas es
33
una Iglesia”, dijo Lacan, que había estudiado muy bien la
verneiunung. Los dogmas están a la orden del día. Tal vez este sea
el más esencial.
Dice Rodríguez Ponte: “El analista se hace en el análisis. Este
para mí es el punto principalísimo [...] es el elemento número uno,
34
y muy lejos del número dos [la formación teórica]”. La causa del
analista, en todos los sentidos aristotélicos, es la experiencia. Si se
sigue esta hipótesis al pie de la letra es posible concluir que si
alguien está bien analizado –aunque sea un comerciante, un
35
abogado o un ingeniero– es un psicoanalista en potencia. Me
pregunto cómo alguien podría analizar sin saber nada sobre teoría
psicoanalítica, cómo podría llevar adelante su práctica sin sus
36
instrumentos de trabajo: los conceptos.
Luego, Rodríguez Ponte aclara que el analista no puede
confundirse con la persona que ejerce ese rol. Se trata de una
posición que sólo puede ocuparse en un momento puntual en el
transcurso de un análisis. Para alcanzar esta posición, que el autor
llama “deseo del analista”, es preciso analizarse. Nuevamente se
nos presenta ese desdoblamiento infranqueable entre el analista y
el clínico; el analista se hace analizándose y el clínico estudiando.
Quiero despejar cualquier ambigüedad: está claro que existe una
diferencia entre ambas instancias, que no es lo mismo analizar
37
que teorizar, pero no se trata de un “divorcio estructural” sino de
una pareja con relaciones íntimas y complejas. Por ejemplo: ¿un
analista no lee un caso del mismo modo en que lee un texto
“teórico”? ¿No leyó Lacan a Freud con el mismo método crítico que
el propio Freud proponía para leer los casos?
La falta de argumentos sólidos para sostener que únicamente el
propio análisis es necesario para alcanzar la verdadera posición
analítica queda expuesta con rapidez: “no digo que es imposible
sin análisis, aclara Rodríguez Ponte, tal vez no esté mal matizar un
38
poco, pero es muy di ícil sin haber pasado por el análisis”. El
pasaje de la imposibilidad a la di icultad es una muestra de la
fragilidad de la teoría sobre la formación del analista. Luego
concluye:
Lo que hay que entender es que el análisis comenzó con alguien que no se analizó.
Hay que partir de esa base: Freud no se analizó, el llamado autoanálisis no es análisis
[...] nos vemos obligados a sostener que puede haber analistas sin haber pasado por
el análisis. Es decir, que hay que admitir un momento misterioso en el comienzo de
la historia del psicoanálisis, o encontrarle la vuelta a sostenerse en una paradoja.39

40
No es un misterio ni una paradoja. Es una contradicción.
Excepto que se admita que Freud es el al menos uno que dice no al
diván –enunciado que forma parte de la lógica neurótica por
excelencia (lado macho)–, nos vemos obligados a a irmar que no
es necesario haber pasado por un análisis para ser analista, y al
mismo tiempo, admitir que no hace falta pasar por un análisis o
inalizarlo para producir ideas psicoanalíticas. Por ejemplo, sería
un absurdo creer que Lacan es el único ser humano que pudo
esbozar una poderosa teoría del in de análisis (la liquidación del
sujeto supuesto saber) sin haber inalizado el suyo. ¿Cómo lo hizo
entonces? Tal vez resulte decepcionante, pero solo hay una
respuesta: investigando, discutiendo y analizando(se). En
de initiva, la formación del analista no puede centrarse en el
propio análisis. En mi opinión es esencial que quien analiza se
haya analizado –y también se analice–, pero no porque esta sea la
vía exclusiva para ser analista.

Tonterías, empieza ya

La pregunta por la formación del analista está lejos de ser resuelta.


Todavía hoy parece más consistente, por poco argumentada que
esté, la famosa tríada freudiana –análisis propio, supervisión y
estudio teórico– que prescinde tanto de las jerarquías caprichosas
como de los misterios. Aquí el análisis propio es menos un rito de
iniciación que un requerimiento con ines especí icos: tratar los
conflictos inconscientes que podrían obstaculizar no solo la vida
sino el quehacer del analista. En este sentido, sería pertinente
volver a análisis cada algunos años, no creerse analizado-analista
del todo. Por otro lado, la experiencia del pase no parece haber sido
creada con el in de autorizar a los analistas, sino para que se dé
cuenta de la práctica. Entiendo de esta forma la propuesta de
Lacan: si los analistas no dan razones del modo en que se
conducen en el campo freudiano, tal vez puedan hacerlo los
analizantes y los pasadores.
Cada vez son menos los analistas interesados en testimoniar
sobre su propia experiencia como analizantes en el dispositivo del
pase. Pasadores, jurados, cárteles, títulos (AE, AME), etc.,
conforman una parafernalia burocrática que parece cumplir más
un objetivo de reconocimiento imaginario que de transmisión de
nuestra práctica. Y si de reconocimiento imaginario se trata,
¿quién quiere, en esta época, buscarlo en una escuela lacaniana?
Las instituciones de psicoanálisis –jerarquizadas en sus vínculos,
endogámicas en su iliación, conservadoras en su práctica, débiles
en sus teorizaciones y reiterativas en su transmisión– no resultan
atractivas para las nuevas generaciones de psicoanalistas. Las
redes sociales favorecieron la constitución de lazos informales y
cruces dinámicos entre analistas (e interesados en el psicoanálisis
en general) de distintas ciudades, países, escuelas, universidades,
etc. Lo que nos une es la a inidad y no la identidad. Ya no hacen
falta las escuelas para salir de la soledad del consultorio. Tal vez
hagan falta consultorios para salir de la lógica escolar.
Además, muchísimos analistas no han inalizado su análisis, no
por falta de tiempo en el diván, sino por la falta de un criterio
común acerca de lo que esto signi icaría. No hay un mínimo
41
acuerdo sobre cuál es el in de análisis, en ninguno de los
sentidos del término. Y di ícilmente pueda terminarse un análisis
si no se tiene un criterio claro y distinto de cuál es el inal. Me
pregunto qué opinan aquellos que sostienen que inalizar el
análisis es condición para analizar de la cantidad de profesionales
que ejercen la práctica sin haberlo hecho. ¿Les recomendarán a
sus supervisados que inalicen sus análisis para que mejore el
caso? El in de análisis, tanto en sus objetivos como en su
terminación, es un tema al que habrá que volver.
En lo que respecta a la formación del analista todavía me parece
preferible la posición de Freud. Cuando algún joven practicante me
dice que no sabe si empezar a ver pacientes porque cree que le
falta analizarse o estudiar más, le digo lo mismo que él le dijo a
Bernfeld:
En 1922 hablé con Freud sobre mi intención de establecerme en Viena como
analista. Me habían dicho que nuestro grupo de Berlín alentaba a los psicoanalistas,
especialmente a los principiantes, a realizar análisis didácticos antes de iniciar su
practica profesional, así que le pregunté a Freud si creía que esta preparación era
deseable para mí. Su respuesta fue: “Tonterías. Empieza Ya. Seguramente tendrás
problemas, pero cuando los tengas, ya veremos lo que podemos hacer para
resolverlos”. Unas semanas después me envió mi primer caso didáctico.42

43
“El analista no se autoriza sino por sí mismo, eso va de suyo”,
dijo Lacan, y quisiera leerlo en su sentido inmediato. Es que
ninguna escuela, institución o universidad garantiza que haya un
analista. Tampoco el estudio o el análisis personal. Nada lo
garantiza, de hecho. Esto no signi ica que no tengamos que
preguntarnos cuáles son las coordenadas que nos permitan
ubicar, cada vez con mayor claridad, dónde y cómo posicionarnos
para ejercer como analistas. Mientras tanto –un interminable
mientras tanto– hay que analizar, analizarse, supervisar e
investigar.
Lo que se dice

Quisiera terminar esta discusión sobre los vínculos entre


experiencia y teoría en la práctica analítica con las palabras con la
que Lacan inauguró la “Apertura de la Sección Clínica”: “¿Qué es la
clínica psicoanalítica? No es complicado. Tiene una base: es lo que
44
se dice en un psicoanálisis”. La clínica, entonces, no es lo que se
piensa afuera y después de la experiencia analítica. Es lo que se
dice en un análisis.
Como suele suceder, existen varias lecturas de esta frase,
especí icamente del sintagma “lo que se dice”. ¿Cuál es su valor en
este contexto?, ¿quién dice lo que se dice?, ¿qué signi ica que lo que
se dice sea la base? Una primera lectura indicaría que lo que se
dice es lo efectivamente dicho en un análisis, aquello que podría
ser registrado con una grabadora. ¿Pero se trata de esto?
Schejtman precisa que lo que se dice en un psicoanálisis “surge de
45
boca del psicoanalizante”, por lo tanto, quien hace clínica en la
experiencia analítica no es el analista sino el analizante. De hecho,
la experiencia analítica no es una experiencia didáctica para el
analista. Hay formaciones del inconsciente, dice siguiendo a
Lacan, pero no hay formación del analista. Schejtman es
consistente y, como dije, acuerdo con él: un analista no
necesariamente aprende de la experiencia. “El único que se forma
46
en un psicoanálisis es el analizante”, concluye sosteniendo la
autonomía radical entre el analista –quien existe fugazmente en el
momento del acto– y el clínico –quien aprende algo de la
experiencia y la conceptualiza–.
Boxaca y Lutereau tienen otra lectura. En principio, subrayan
que “lo que se dice” no es la clínica en tanto tal sino su base, y que
por lo tanto esta es el “redoblamiento conceptual de la
47
experiencia”. La experiencia es la base, y la clínica lo que se monta
sobre ella. Si bien no va de suyo que la base de algo sea un
elemento distinto de ese algo, sigamos el argumento de los
autores. Ellos advierten con exactitud que “lo que se dice” no
remite necesariamente a lo dicho, a los enunciados efectivamente
proferidos. “En todo caso, al analista le importa menos lo dicho que
48
el lugar desde donde se dice”. De acuerdo, ¿pero el lugar desde
donde se dice no requiere de una lectura?, ¿no es ya un
“redoblamiento de la experiencia”? Asimismo, señalan que es
notorio que Lacan no precise a quién corresponde ese “lo que se
dice”. En este punto di ieren de Schejtman, ya que si bien
consideran que es el analizante quien habla, también al analista le
toca decir lo suyo. De hecho, el analista debe pagar con sus
palabras en la medida en que estas pueden ser elevadas al estatuto
de interpretación. Esto quiere decir que si hay interpretación las
palabras ya no son del analista. ¿Y de quién son entonces? Esta
pregunta es fundamental y nos permitirá leer la cita de Lacan de
otro modo.
La cuestión, a mi entender, gira en torno al “se dice”, al
impersonal que Lacan utiliza para indeterminar la identidad de los
interlocutores. “¿Qué importa quien habla?” dijo alguien. De eso
trata la clínica psicoanalítica, especialmente en sus comienzos.
Pasar de un “yo hablo” (analista o analizante) a un “eso habla”. Estoy
de acuerdo con Boxaca y Lutereau en que el “se dice” remite al
decir y no a los dichos, a lo que queda olvidado tras lo que se dice
en lo que se escucha/entiende. No se trata de lo que efectivamente
dijo el analizante o el analista, sino de un efecto de lectoescritura
sobre esos dichos que abra la posibilidad de un “se dice que...”.
No existe experiencia que no esté siempre ya atravesada por la
clínica, entendida ahora como la intervención más o menos
calculada del analista en función del texto, de los conceptos y de
sus prejuicios. La experiencia misma del hablar en un análisis, el
modo en que se mani iesta lo “efectivamente dicho” ya está
intervenida, es el resultado de un dispositivo único de producción
de textualidad: la asociación libre y la atención flotante.

1 Le debo esta noción a mi amigo, el ilósofo y psicoanalista, Nicolás Garrera Tolbert.


2 Cf. Lacan, 1951.
3 Miller, 2008-09: 170.
4 Ibidem.
5 “La experiencia solo se constituye como tal si se la hace a partir de una pregunta
correcta. Se llama hipótesis [...] algo ha comenzado a cobrar forma de hecho, y un hecho
es siempre hecho de discurso” (Lacan, 1967: 46).
6 “¿Qué es la cura? Es una situación experimental, comparable en muchos aspectos a los
dispositivos y montajes experimentales de las ciencias experimentales conocidas. Pero,
al mismo tiempo, es una situación practica que provoca transformaciones en su objeto,
gracias a instrumentos particulares de producción de esos efectos” (Althusser, 1975-76:
181).
7 “Mi idea, cuando intento divulgar el psicoanálisis (es decir, llevarlo más allá del
intercambio entre colegas, sin que pierda su rigor) es mostrarle a los demás que eso que
intento transmitir, de alguna manera, ya lo saben [...] Desde mi punto de vista, el
psicoanálisis no es una teoría, sino un modo de experiencia que se comprueba en la
vida cotidiana” (Lutereau, 2018).
8 Estoy de acuerdo con Miller cuando dice que “[...] no hay ningún punto técnico en el
análisis que no se vincule con la cuestión ética, y es para nuestra comodidad de
exposición que distinguimos entre ética y técnica. En el análisis las cuestiones técnicas
son siempre cuestiones éticas, y esto por una razón muy precisa: porque nos dirigimos
al sujeto” (1987: 13).
9 Cf. Lacan, 1964.
10 Farrán, 2020: 51.

11 Lacan citado por Schejtman, 2013: 28.


12 Todas las cursivas de las citas son mías.

13 Ibid.: 25.
14 Ibid.: 24.
15 2013: 16.
16 Lacan, 1958: 561.
17 Lacan, 1974-75: clase del 10 de diciembre de 1974.
18 Nunca podremos saber con certeza si Lacan dijo “y” (et) o “es” (est). La primera versión
parece más correcta gramaticalmente, la segunda, a mi entender, más coherente con
otras ideas de Lacan sobre el tema. Sea como fuere, más allá de lo que Lacan haya
realmente dicho, lo que está en disputa son dos posiciones epistemológicas y clínicas
dentro del lacanismo.
19 Lacan, 1960-61: 97.
20 Lacan, 1964: 130. La misma idea, centrada en el concepto de transferencia, puede
encontrarse en “La dirección de la cura y los principios de su poder”: “Pues este manejo
de la transferencia es inseparable de su noción, y por poco elaborada que sea ésta en la
práctica, no puede dejar de acomodarse a las parcialidades de la teoría” (Lacan, 1958:
575).
21 Cf. Lombardi, 2018: 21.
22 Lacan citado por Lombardi, 2018: 21.
23 “El papel de la escritura es constituir, con todo lo que la lectura ha constituido, un
cuerpo” (Foucault, 1983: 943).
24 Lombardi, 2018: 27.
25 Ibid.: 29.
26 Lacan, 1969: 395.
27 López, 2020: 73.
28 En varias oportunidades, Alfredo Eidelsztein cuestionó la importancia exclusiva que se
le da a la experiencia del propio análisis en detrimento de la investigación y la discusión
de casos. Sin embargo, que yo sepa, nunca dijo que no había que analizarse para ser
analista. Si bien podemos cuestionar la necesidad (en un sentido formal) del propio
análisis, es una insensatez decir que es mejor no analizarse que hacerlo.
29 Prieto, 2016: 25.
30 Cf. Freud, 1933 (1932).
31 Bleger, 1969.
32 Lombardi, 2018: 27.
33 Lacan, 1964: 12.
34 Rodríguez Ponte, 2005: 26.
35 Cf. Suarez, 2005.
36 Lacan lo dice en estos términos: “Con el psicoanálisis sucede como con el arte del buen
cocinero que sabe cómo trinchar el animal, cómo separar la articulación con la menor
resistencia. Se sabe que existe, para cada estructura, un modo de conceptualización que
le es propio [...] Es preciso entender que no disecamos con un cuchillo, sino con
conceptos” (1953-1954: 12).
37 Za ore, 2012: 159.
38 Rodríguez Ponte, 2005: 26.
39 Ibid.: 26-27.
40 Así lo expresó con mucha claridad Morales Montiel: “1. Para volverse psicoanalista es
necesario haber pasado por la experiencia del análisis con un analista. 2. Freud fue el
primer psicoanalista. 3. [...] Para volverse psicoanalista es necesario que Freud haya
pasado por la experiencia del análisis con un analista. 4. [esto] implica que hubo al
menos un psicoanalista antes que Freud. 5. (2) y (4) son contradictorios” (2017).
41 Tomás Pal suele decir que el in de análisis se realiza cuando se terminan las
prestaciones de la prepaga. Es una de inición bastante ajustada a la realidad.
42 Roazen, 1995: 138.
43 Lacan, 1973: 327.
44 Lacan, 1977: 4
45 Schejtman, 2013: 30.
46 Ibid.: 35.
47 Boxaca y Lutereau, 2013: 14.
48 Ibidem.
Abrir
asociación libre y atención flotante

Una hipótesis y un método

El tratamiento psicoanalítico es una conversación entre dos o más


personas. En nuestros consultorios no ocurre otra cosa más que
1
“un intercambio de palabras”. No se trata, por supuesto, de una
conversación ordinaria, como las que tenemos todos los días. El
psicoanálisis propone una subversión sobre la toma de la palabra,
una forma especí ica de hablar que habilita el surgimiento de un
texto posible de ser leído por el analista y el analizante. Un texto
con una textualidad propiamente analítica.
Nuestro objetivo, cien años después, sigue siendo el mismo que
el de Freud: devolver a la palabra, dentro del ámbito de la ciencia,
su poder curativo. “Dentro del ámbito de la ciencia” no es un
sintagma menor. El asunto es que existen muchas otras prácticas
que dicen curar (y curan) a través de la palabra. Piénsese, por
ejemplo, en la religión y la magia, en el cura y el hechicero; ambos
hacen uso de la e icacia simbólica. No hace falta ser un fetichista
de la ciencia ni tomar los criterios de validación de la
epistemología anglosajona como la verdad última. En este punto
acuerdo con Foucault: “no logro tener de la ciencia una idea tan
elevada [...] no debemos hacernos de la ciencia una idea tan
exaltada, al punto de etiquetar como tal cualquier cosa tan
importante como el marxismo o tan interesante como el
2
psicoanálisis”. Antes de preguntarnos si el psicoanálisis es una
ciencia o no, deberíamos especi icar qué tipo de ciencia sería y por
3
qué sería importante que lo fuera. Por lo pronto, parece
fundamental que el psicoanálisis, a diferencia de la magia y de la
religión, sea una práctica coherente, racional y transmisible. Los
problemas con los que tratamos surgieron dentro de un mundo
cientí ico y la batalla debe darse allí. Nuestro debate sigue siendo
4
el debate de las luces. Los psicoanalistas debemos explicar cómo
funciona nuestra práctica. Esta explicación debe ser, al menos en
aspectos básicos, comprensible para cualquier interesado, dentro
o fuera del psicoanálisis. Nada más lejos de esto que edipizar al
mundo, como sucede algunas veces en la literatura de divulgación.
Entonces, ¿cómo se construye la textualidad del texto analítico?,
o de un modo más “cercano” a la experiencia: ¿cómo se toma la
palabra en un psicoanálisis? ¿Cómo hace un psicoanalista para que
su paciente tome la palabra, es decir, para que la palabra lo tome?
La respuesta de Freud es clara: asociación libre y atención flotante.
Dos posiciones correlativas aunque no simétricas, que serán el
fundamento de cualquier tratamiento analítico. Sin asociación
libre y atención flotante no hay psicoanálisis.
La asociación libre es una consigna técnica correlativa a una
hipótesis: existe un saber no sabido, el inconsciente. Su in es
posibilitar “las vías de acceso” a este tipo de saber. Como dije, el
psicoanálisis es la puesta a prueba de esta hipótesis, por eso es un
experimento, pero sobre todo es una praxis, debido a que no se
trata únicamente de la veri icación de esa hipótesis sino también
de su uso como instrumento para modi icar la realidad. Freud se
tomó en serio la idea de inconsciente –presente en la iloso ía
desde siglos atrás– en la medida en que lo consideró como “algo
5
vivo, palpable y objeto de experimentación”, y no solo como una
abstracción. Ahora bien, dado que la asociación libre es correlativa
de la hipótesis del inconsciente, dependiendo de cómo
entendamos el estatuto del inconsciente nuestra concepción de la
asociación libre se verá afectada. Por ejemplo, si entendemos que
el inconsciente ya está escrito, es probable que creamos que la
asociación libre es en sí misma curativa, y lo cierto es que nadie
cura su neurosis meramente hablando.
En la búsqueda de un método de ampliación de la conciencia,
Freud encontró en las ocurrencias de los enfermos un sustituto
satisfactorio para la hipnosis. La asociación libre permitió que se
presenten en la super icie los pensamientos involuntarios que se
interponen en la trama deliberada, pero que en circunstancias
6
corrientes son rechazados, como veremos, por diversos motivos.
“Diga también lo que nunca diría en una conversación ordinaria”,
podría ser una forma de enunciar la regla fundamental.

¿Quién sabe?

Freud parte del supuesto de que hay un saber no sabido, y que ese
saber lo poseería, de algún modo, el paciente. “El psicoanálisis
sigue la técnica de hacerse decir por los mismos a quienes estudia,
7
si ello cabe, la solución de sus enigmas”. Parece una gran estafa, ya
que los pacientes nos consultan suponiendo que disponemos de
un saber sobre su deseo. Somos sujeto supuesto saber, y es cierto
que poseemos un saber, pero no ese. Al mismo tiempo, cuando el
analista le dice a su paciente “diga lo que se le ocurra, será
8
maravilloso”, lo está instituyendo como sujeto supuesto saber.
Estos supuestos cruzados que produce la regla fundamental son la
base de la transferencia. Sin embargo, el supuesto subyacente es el
de un saber que nadie tiene pero que podrá ser leído en la medida
que se sorteen ciertos obstáculos. Para ello pondrá a hablar al
paciente. El analista supone un saber sin sujeto: el inconsciente.
El movimiento que resulta novedoso es que para acceder a esta
saber Freud propone tomar una actitud de plena ignorancia frente
al sentido de lo que se dice. Una de sus grandes propuestas fue
tratar a cualquier texto como si fuera un sueño, es decir, como algo
que en principio no se entiende. De hecho, llegó al sueño
secundariamente, una vez que ya había tratado al síntoma como
un lenguaje encriptado (¡como un sueño!). Freud se preguntó:
¿qué quiere decir eso? Trató a la palabra como signi icante, como
algo que en sí mismo no signi ica nada. Así le dio vida al
9
inconsciente.
No hay que comprender demasiado pronto, dirá Lacan. No
debemos saturar el texto con aquello que parece querer decir(nos).
Hay que sostener la rigurosidad conceptual y metódica necesaria
para dejar que el texto se abra. No debemos anticipar la
signi icación con el poder que nos con iere el lugar del oyente.
Ningún saber que creamos poseer previamente a un análisis –
sobre el complejo de Edipo, sobre los tipos clínicos, sobre las
posiciones sexuadas, etc.– puede funcionar, en tanto tal, como
código de lectura. Esto signi ica, en términos freudianos, que la
terapia analítica procede per vi di levare: “no quiere introducir nada
nuevo, sino restar, retirar, y con ese in se preocupa por la génesis
de los síntomas patológicos y la trama psíquica de la idea
10
patógena”. Actúa como un escultor que retira de la piedra lo que
recubre la forma de la estatua contenida en ella; a diferencia de la
sugestión que lo hace per vi di porre, como un pintor que deposita
colores donde antes no había nada. Quien propone un saber que
ya sabe, hace “psicología”. En cambio, el psicoanalista bascula
entre la ignorancia advertida y la conjetura provisoria. Entre
asociación libre e interpretación.
El paciente debe hablar “libremente” para poder comunicarnos
el saber que no sabe. Pero claro, “no le pedimos enseguida que nos
11
diga el sentido”. El problema es evidente: si le solicitamos al
paciente que nos diga qué signi ica un sueño, un lapsus o un
síntoma, responderá que no lo sabe, porque de hecho es así: no lo
sabe. Es muy común que ante nuestra pregunta por el por qué, los
analizantes nos respondan con un simple “no sé”. Por este motivo,
si bien la pregunta de fondo es por la causa del padecimiento,
nuestras intervenciones deberán matizarse para habilitar la
aparición de un decir que importe: ¿qué se lo ocurre con esto?, ¿de
dónde viene tal cosa?, ¿qué signi ica tal otra? No le pedimos al
paciente que reflexione, sino que se observe a sí mismo. No le
pedimos que piense, porque si el Yo “piensa”, eso no puede hacerlo.
La consigna, dice Lacan, es que el sujeto se ausente para que el
12
signi icante pueda hacer su juego. Al inconsciente se llega de
manera indirecta, a través de rodeos.
La conversación analítica

Para llevar adelante un psicoanálisis “se requiere de cierta


13
preparación psíquica del enfermo”. No va de suyo que alguien
14
asocie libremente. Es lógico, dado que las personas están
habituadas a tener otro tipo de conversaciones. En una
conversación ordinaria pasan al menos tres cosas: se conversa
cara a cara, se rechazan los pensamientos involuntarios que
atraviesan la trama deliberada, y se realiza una selección (más o
menos intencional) de los signi icantes, la signi icación y el
sentido. En la vida cotidiana los diálogos se desarrollan en una
trama imaginaria que sostiene la ilusión de un mundo poblado de
yoes y objetos, en donde se dice lo que se pretende decir y se
escucha/entiende lo que el otro me quiso decir, sobre una realidad
extra discursiva. Esto realmente no funciona así, vivimos en un
profundo malentendido. Cada vez que hablamos decimos menos y
más de lo que queremos decir; lo mismo sucede cuando somos
oyentes.
Preparar psíquicamente al paciente signi ica habituarlo a
desprenderse de estos principios implícitos de la conversación
ordinaria para dar lugar a otra forma de hablar. Muchos de
nuestros pacientes no mejoran porque no hay caso. Un texto
analítico no aparece por generación espontánea, no se nos ofrece,
no vuelve hacia nosotros su cara legible para ser descifrado. No lo
descubrimos ni lo inventamos. Lo realizamos a partir de una
práctica especí ica.
En principio es necesario habilitar: “hacer a alguien o algo hábil,
15
apto o capaz para una cosa determinada”. El analista pone en
marcha la función habilitar para que junto al analizante sean
capaces de producir un texto apto para ser leído y escrito, un texto
abierto, dinámico e impersonal: sin origen ni in, sin centro ni
límites, sin autor ni interprete; un texto en el que se distinguen las
regularidades, las discontinuidades, los deslices y las
ambigüedades. Tal vez esto sea un caso: un texto sin autor, sin
unidad, sin original y sin signi icación última. Una materialidad
incorporal en donde el escritor y el lector, confundidos entre sí,
promueven un texto, inacabado y diferido, del que forman parte.
¿Qué debe solicitar el analista al analizante para que se produzca
el texto analítico? Freud dice que debe pedirle dos cosas:

1. Que dirija su atención a los pensamientos involuntarios.


2. Que suspenda la crítica con la que acostumbra rechazar estos
pensamientos.

Se trata de una indicación positiva y una negativa. En general la


indicación positiva se presenta del siguiente modo: “diga todo lo
que se le cruce por la cabeza”. Creo que este es un mal modo de
expresar la regla fundamental. Decir todo puede confundirse con
decir cualquier cosa, hecho que no debería ocurrir en un análisis.
Este es un punto crucial, dado que puede haber analizantes que
digan todo lo que se les cruza por la cabeza para no decir nada.
Este “para”, desde ya, no da cuenta de una mala voluntad. La
resistencia es independiente de cualquier tipo de intención.
Ferenczi se re irió a este tipo de abuso de la asociación en
pacientes neuróticos obsesivos: “a veces, se evaden relatando
solamente las asociaciones carentes de sentido, como si
deliberadamente equivocasen las indicaciones del médico que les
16
pide que relaten todo, aún las cosas carentes de sentido”. Es
notable cómo el modo de respuesta a la regla fundamental ya es
un indicador diagnóstico. Este tipo de pacientes obsesivos siguen
“literalmente” (¡como si esto fuera posible!) lo que suponen que es
el deseo del analista: que diga cosas sin sentido, tonterías,
incoherencias, etc. No es un supuesto tan equivocado, ya que
muchos psicoanalistas incitan a sus pacientes a decir cualquier
cosa porque creen que este es el modo para que el inconsciente
aflore. La metáfora botánica es desacertada porque el inconsciente
no es algo que sale de la boca del paciente, como un brote de la
tierra. La asociación libre, junto a la atención flotante, habilita la
conformación de un texto posible de ser leído. El inconsciente es
efecto de lectura. Si saliera de una boca lo haría desde la del
analista, pero esto tampoco es correcto. Lo que importa es que la
asociación libre, en tanto tal, no hace surgir al inconsciente. Como
dijo Eidelsztein, “la asociación libre sólo será un recurso para la
constitución del sujeto y no el sujeto mismo o la inalidad del
17
análisis”.
No se trata de que el analizante diga necesariamente cosas sin
valor, tonterías, o fuera de la trama (esta no es una premisa
positiva), sino que no omita las ideas que puedan tener esas
características. Estoy en desacuerdo con Miller cuando sostiene
que en un análisis “no solo se puede, sino que se debe decir
cualquier cosa [...] si no se dice cualquier cosa no se respeta la
18
regla”. Esto no se ajusta a los propósitos de la regla fundamental.
El analista no le dice al paciente que diga pavadas, solo le pide que
no las excluya de su discurso. En un análisis se viene a hablar de
19
cuestiones importantes. Por eso no parece una buena metáfora la
de Freud cuando a irma que en un análisis el paciente debe
comportarse como lo haría en una conversación en la que se habla
de bueyes perdidos. De nuevo, quien consulta no debe hablar –
como si fuese una exigencia del método– de cosas sin importancia
20
o que no vienen al caso, se trata de que no las omita. Sea como
fuere, este no parece ser un problema clínico típico; en general los
analizantes vienen a hablarnos de sus padecimientos, de
cuestiones que son importantísimas. A algunos les lleva más
tiempo que a otros. Impulsarlos a que digan “cualquier cosa” es un
contrasentido.
Otro modo en que puede malinterpretarse el “decir todo” es
como una exigencia de contar nuestros secretos, como en una
21
especie de confesión religiosa o jurídica. Se iría a un análisis a
decir lo que no podría decirse en cualquier otro lugar por pudor.
Esto es parcialmente verdadero, ya que los analizantes nos
cuentan sus experiencias más íntimas. Se le pide al paciente, dice
Freud, una sinceridad total. Para este caso vale lo mismo que para
el anterior: no hay ninguna obligación de decir nada en particular,
pero si ese tipo de pensamiento se presenta, no debe descartarse.
Pre iero la versión que expresa que el paciente debe dirigir su
atención hacia los pensamientos involuntarios. Un modo más
sencillo de enunciar esta premisa podría ser, por ejemplo, “diga lo
que se le ocurra”. Como dije, la idea no es que el paciente reflexione
sino que se observe a sí mismo. Freud realizó un análisis
fenomenológico muy sugerente sobre esta distinción. Dijo que
quien reflexiona tiene “la expresión tensa y el entrecejo arrugado”,
a diferencia de quien se observa a sí mismo, que muestra “una
falta de mímica”. “En ambos casos tiene que haber una atención
reconcentrada”, pero el que reflexiona ejercita una crítica de sus
pensamientos y, por lo tanto, desestima una gran parte de ellos.
Quien hace introspección, en cambio, no tiene más trabajo que
suspender la crítica, “debe conducirse con sus ocurrencias de
22
manera totalmente neutral”. En resumen, se le pide lo mismo que
al analista: que no comprenda.
La segunda premisa, la negativa, reza así: “renuncie a la crítica a
partir de la cual descarta los pensamientos involuntarios”. Existen
cuatro tipos de ocurrencias que típicamente se rechazan: las que
se consideran sin importancia, las que no forman parte de la
trama, las que parecen tonterías o las que producen pena o
vergüenza. Las tres primeras críticas se realizan
“automáticamente”, sin la deliberación de quien habla. Las
conversaciones cotidianas nos exigen que prescindamos de este
tipo de información. Es que en principio no habría ninguna
ganancia en ser banales –por decir trivialidades–, ni estúpidos –
por decir tonterías–, ni “locos” –por decir incoherencias–. Pero en
un análisis le pedimos a los pacientes que no omitan ninguno de
estos residuos discursivos. Puede que allí se encuentre algo de
mucho valor.
El ejemplo más sencillo es el de la neurosis obsesiva. A diferencia
de la histeria, en donde la defensa consiste en separar la
representación del afecto y enviar este último a una
representación corporal, en la neurosis obsesiva el afecto “suelto”
se liga a una representación nimia, dando lugar a un falso enlace.
Lo curioso es que la representación original se encuentra en la
super icie de la conciencia, no está, en un sentido estricto,
reprimida. El paciente podría estar hablando tranquilamente de
algo como si no tuviera la menor importancia, como si fuera una
banalidad, cuando en verdad se trata de un asunto fundamental.
Dejando de lado la explicación metapsicológica, lo importante del
ejemplo es que el psicoanalista parte del supuesto de que ni él ni el
analizante saben dónde está realmente el valor en lo que se dice,
por lo tanto, al mismo tiempo que se lo escribe, el texto debe
cubrirse con un manto de equivalencia valorativa.
La cuarta crítica, a diferencia de las otras tres, suele ser
“consciente” y con justa razón. A muchos analizantes les cuesta
hablar de aquellos temas que les provocan pena o vergüenza, en
especial, aquellos relativos al vínculo con el propio analista. Por
este motivo, se les solicita a los analizantes una sinceridad total.
¿El análisis permanece detenido mientras el paciente,
premeditadamente, se reserve información? Yo creo que el
analista debe dar tiempo. Es esencial el timing del analista y el
modo en que solicite la “confesión”. Cuando algún paciente me
informa que quiere decirme algo, pero no se anima por pudor,
suelo responder que está en el lugar adecuado para hablar de este
tipo de cosas, y si bien no tengo preferencia por ningún tipo de
contenido en particular, sí la tengo por su modo de manifestación:
23
como aquello que preferiría no comunicar.
Lacan formalizó estas premisas freudianas sobre la asociación
libre a partir de dos leyes complementarias: la ley de no omisión y
24
la ley de no sistematización. La primera promueve “al nivel del
interés, reservado a lo notable, todo aquello que se comprende de
25
suyo: lo cotidiano y lo ordinario”; la segunda les concede valor a
las incoherencias y le otorga una presunción de signi icación a los
desechos de la vida mental, la escoria de los fenómenos del
mundo, diría Freud: lapsus, actos fallidos, etc. No debemos exigirle
al texto del paciente ni coherencia, ni racionalidad, ni
extraordinariedad, ni dramatismo, ni sistematicidad lógica o
26
cronológica. Hay que liberar al texto de “las cadenas del relato”. El
analista, al igual que el paciente, comienza por no elegir cuál es la
parte signi icativa del texto del paciente.
Last but not least, la pregunta que debemos hacernos es por la
enunciación explícita de la regla fundamental. ¿Por qué no la
formularíamos? ¿Cuál es la gracia de un juego en el que solo uno
27
sabe las reglas? En mi caso, lo hago cuando termina la primera
entrevista, junto a otras aclaraciones metodológicas y del
encuadre. Está claro que esto no es más que el comienzo, y que los
psicoanalistas debemos trabajar constantemente para sostener
ese modo de escritura, para alentar la producción de ese tipo de
textualidad, recordando la regla cuando sea necesario, pero por
sobre todo, manteniendo con irmeza el lugar que nos
corresponde.

La disponibilidad del analista

Las posiciones del analizante y del analista, si bien no son


simétricas, son correlativas. El paciente no podría asociar
libremente si el analista no mantuviese una atención parejamente
flotante. Se trata, en principio, de que ninguno de los participantes
comprenda de inmediato y mantenga una equivalencia valorativa
sobre el texto que se está escribiendo. No obstante, es importante
decir que es el analista, y no el analizante, el encargado de
sostener este tipo de conversación.
La asombrosa técnica propuesta por Freud “consiste meramente
en no querer ijarse en nada en particular y en prestar a todo
28
cuanto uno escucha la misma atención parejamente flotante”. La
atención flotante es una atención sin intención. Lo increíble es que,
por de inición, toda atención se dirige hacia algo en particular.
Atender signi ica aplicar deliberadamente nuestra actividad
mental hacia algún objeto o estimulo de inido. Pero la atención
parejamente flotante sostiene exactamente lo contrario: hay que
prestar atención a todo el material por la sencilla razón de que no
sabemos qué parte del texto es la importante. Si empezamos a
seleccionar el material, dice Freud, es porque estamos guiados por
nuestras expectativas o nuestras inclinaciones. Los peligros son
29
dos: “no hallar nunca más de lo que ya se sabe” en función de
nuestros prejuicios teóricos, o falsear el material a partir de
nuestros prejuicios personales. Otro modo de decirlo es que el
analista no debe anticipar la signi icación ni precipitarse sobre el
texto porque “las más de las veces uno tiene que escuchar cosas
30
cuyo signi icado sólo con posterioridad {nachträglich} discernirá”.
Hay que ser paciente, suspender las expectativas de signi icación.
Esto es muy di ícil. Durante nuestras conversaciones no hacemos
otra cosa que comprender, enfocar nuestra atención a “lo más
importante”, anticipar la signi icación; y todo esto lo hacemos
irreflexivamente. Lo que quiero decir es que la atención
parejamente flotante implica una disposición, un esfuerzo, una
actitud deliberada para salir de la lógica imaginaria de las
conversaciones de la vida cotidiana. El analista y el analizante
están en estado de alerta. Nada más lejos de la atención flotante
que un estado de ensueño, distracción u olfato clínico. Este
precepto dice que el analista debe poner un manto de neutralidad
a lo que el paciente dice, a pesar de la “carga” que este último les
ponga a algunas partes de su discurso. Es una regla que obliga al
analista a no comprender de inmediato lo que escucha, a
suspender los presuntos lazos indelebles entre signi icante y
signi icado. No se trata de apagar la conciencia para escuchar con
el inconsciente, sino de agudizar la concentración, de hacer el
esfuerzo de omitir las ocurrencias que a los analistas, como a
cualquier otra persona, se nos presentan espontáneamente. Que
el analista se entregue a la atención parejamente flotante signi ica
31
que debe evitar “la formación de expectativas conscientes” para
no ijar en la memoria nada particular de lo escuchado. Prescindir
de las expectativas conscientes no implica ser irracional o
insensato, su objetivo es habilitar la aparición de otro tipo de
pensamientos, así como de una atención y de una memoria
diferentes.
Es común que los pacientes se sorprendan ante la gran
capacidad evocativa de sus analistas. La idea de Freud es que la
selección del material, ya sea de forma “abstracta” o tomando
notas durante la sesión, impide la constitución de lo que
podríamos llamar una memoria de transferencia, resultado de esa
atención sin intención. El analista recuerda el texto porque presta
mucha atención, lo recorre en sus sinuosidades y en sus
recovecos. No da nada por sentado, no pre iere ni subestima nada,
intenta constantemente silenciar sus ideales y sus afectos. Solo así
puede ser capaz de evocar signi icantes que no estaban presentes
en el discurso, pero que resuenan en el texto frente a otros
signi icantes. En un análisis se recuerda más de lo que se lo haría
en una conversación ordinaria. Luego se verá qué de ese material
habrá sido relevante.
Jullien, ilósofo especialista en pensamiento oriental, propuso la
noción de disponibilidad para revisar la atención parejamente
32
flotante. La disponibilidad es una noción ética y estratégica que
solo puede comprenderse si se omiten los atributos propios del
sujeto occidental moderno: conciencia, reflexividad, interioridad,
racionalidad, etc. Un sujeto es quien “de entrada presume y
33
proyecta, elige, decide, se ija ines y se procura los medios”. Para
estar disponible el analista debe renunciar a su posición de sujeto.
Si se forman analistas es para que exista gente que pueda
34
renunciar esporádicamente a su yo.
La disponibilidad presupone una renuncia al sí mismo y a la
propiedad, a cualquier “poder de dominio”, en la medida en que
estas características son obstáculos para otro tipo de conquistas
éticas y epistémicas. El desprendimiento que habilita la
disponibilidad permite una conquista que no está orientada, que
no proyecta nada, que no tiene intención. “Su captación es
35
completamente abierta porque no espera nada por captar”.
Quien está disponible está abierto, vigilante pero no emplazado,
esforzado pero no rígido, disperso mas no distraído. Esta es la
actitud del analista. Es preciso que el analista no privilegie,
presuma o proyecte nada, “debe mantener en pie de igualdad todo
lo que se escucha para no dejar pasar el menor indicio [...] por
consiguiente es preciso mantener la atención difusa y no
36/37
focalizada, es decir, no regida por alguna intencionalidad”.
Jullien señala que el término en alemán, Gleichschwebende
Aufmerksamkeit –traducido habitualmente como “atención
parejamente flotante”– podría traducirse como “atención de
sobrevuelo en igual suspenso”. Kripper también subraya esto:
schweben puede entenderse como ”estar suspendido” y gleich,
38
como “de igual modo”. Tenemos entonces tres palabras que se
vinculan de una manera novedosa: atención, suspenso e igualdad.
Por medio de la atención parejamente flotante el analista
suspende su intención para sobrevolar el texto a la misma altura.
Es asimismo una atención dispersa porque se concentra en todo a
la vez. El analista disponible no espera, no presupone ni se
anticipa; planea el texto sin concentrarse en nada en particular –ni
siquiera en los detalles–, observando el cuadro entero. La
disponibilidad es una apertura ética y estratégica. Esta es una
característica que distingue al pensamiento oriental del
occidental: “no separar más lo ético y lo teórico de lo estratégico [...]
39
la sabiduría de la e icacia”. La ética y la técnica son indiscernibles.

La confusión freudiana

Quisiera hacer un paréntesis para referirme a un aspecto que


considero problemático de las ideas freudianas sobre la atención
parejamente flotante. Freud resume este precepto del siguiente
modo: el analista “debe volver hacia el inconsciente emisor del
enfermo su propio inconsciente como órgano receptor,
acomodarse al analizado como el auricular del teléfono se
40
acomoda al micrófono”. El análisis, de este modo, sería una
comunicación entre inconscientes. ¿Responde esta fórmula a
todas las características que hemos mencionado sobre la atención
parejamente flotante? El modo en que Freud continúa con la
analogía nos permitirá visualizar el problema: así como en una
comunicación telefónica las ondas sonoras se transforman en
oscilaciones eléctricas y luego, nuevamente, en ondas sonoras, en
un análisis, el inconsciente del paciente se codi ica para pasar al
discurso concreto y después, siguiendo la analogía, debe
decodi icarse en el inconsciente del analista. Para poder usar el
inconsciente como órgano receptor el analista tiene que llevar a
41
cabo una “puri icación psicoanalítica” de sus propios complejos
inconscientes.
Se abren aquí dos preguntas. La primera es si es posible para un
analista desprenderse (y de qué manera) de sus propios complejos
inconscientes: sus ideales, su yo, sus síntomas y sus fantasías. Es
esperable que el analista esté advertido de todo aquello, ¿pero
puede su inconsciente estar puri icado? ¿Qué se pretende con la
pureza del analista? Para abordar esta cuestión es necesario traer
una serie de conceptos como neutralidad, transferencia,
contratransferencia, fantasma del analista, deseo del analista, etc.
El debate es mucho más sugerente de lo que parece. La pregunta,
en un sentido amplio, es por la participación de la subjetividad del
analista en un psicoanálisis. La dejaré para más adelante.
La segunda pregunta gravita alrededor del problema de “la
lectura” en un análisis. Freud sostiene que, si está puri icado, el
inconsciente del analista podría decodi icar el discurso del
paciente. Es el inconsciente del analista, y no el analista, el que
interpretaría el material. De hecho, Freud a irma que no debe
permitirse que ninguna resistencia impida objetar el
descubrimiento que hizo el inconsciente del analista. Quiero
subrayar el hecho de que en la analogía se da un salto enorme
desde la escucha hacia la lectura. El asunto es el siguiente: la
atención parejamente flotante, en tanto método correlativo a la
asociación libre, tiene como premisa que el analista no debe
seleccionar a priori ninguna parte del material en función de sus
propios intereses. Tiene que prestar atención a todo el material
por igual. Se trata de no comprender. Lo mismo sucede con el
analizante, con la importantísima diferencia de que mientras este
asocia libremente –es decir, habla–, el analista habilita a través de
su escucha. Ahora bien, la idea de la comunicación inconsciente-
inconsciente presupone una selección del material por parte del
inconsciente del analista. El inconsciente del analista es interprete
del texto del paciente, el analista no debe seleccionar nada para
que su inconsciente lo haga por él.
Hasta al momento evadí una cuestión fundamental: cuando
Freud reemplazó la hipnosis por la asociación libre también lo hizo
por la interpretación. Quiero decir que el sustituto de la hipnosis
42
es la asociación libre más la interpretación. Y es que la asociación
libre –y la atención flotante–, en tanto tal, no nos da el acceso al
inconsciente, sino a un material posible de ser interpretado. Según
Freud, “persiguiendo las asociaciones libres [se conseguía] un rico
material de ocurrencias que podía poner sobre la pista de lo
43
olvidado por el enfermo”. La asociación libre no nos da acceso al
inconsciente, nos da las pistas para acceder a él. No aporta lo
olvidado mismo, pero sí nos da “indicaciones tan ricas y claras que
el médico podía colegirlo desde ellas mediante ciertos
44
completamientos e interpretaciones”. Es la interpretación la que
nos permite extraer del mineral en bruto de las ocurrencias del
45
paciente el metal precioso de los pensamientos inconscientes. La
pareja asociación libre–atención flotante tiene el in de habilitar el
texto analítico y su textualidad, y la interpretación el de leer (y
escribir) ese texto. En este sentido, la interpretación se desdobla en
lectura y escritura de un texto vivo, de una obra abierta.
La idea de Freud sobre la comunicación entre inconscientes
confunde dos cuestiones que conviene presentar de forma
separada: por un lado, la función habilitar que nos provee de un
texto posible de ser analizado –la recolección de la materia
prima–, y por el otro, las funciones leer y escribir –el trabajo que se
realiza sobre ella–. Cuando Freud dice que el analista puede leer
con su inconsciente no hace más que utilizar la técnica de
recolección para la selección del material. La interpretación se
convierte así en un acto irreflexivo e intransmisible (nadie puede
entender por qué se dijo eso en ese momento), llevado a cabo por
un inconsciente puro. De este modo, retorna la idea de que el acto
analítico prescinde del pensamiento y que la elaboración
intelectual viene después. Es notable que la cita apócrifa que se le
adjudica a Lacan: “en el acto el analista no piensa” se repite sin
cesar omitiendo la referencia “original”: “es por no pensar que [el
46
psicoanalista] opera”. Esta última idea es muy signi icativa, pero
no en el sentido en que suele presentarse: el analista interpreta
con su inconsciente, debe elaborar sus hipótesis después de la
intervención, tiene que dejarse llevar por la experiencia de su
propio análisis, etc. Volveré sobre la referencia lacaniana para
detenerme en el signi icado de ese “no pensar”. Por el momento
quiero subrayar el carácter doble (lectura y escritura) de la
interpretación. A irmo que la lectura de un texto analítico es un
proceso racional y transmisible, que se nutre de una serie de
conjeturas provisorias y parciales, resultantes de una forma
particular de abordar un texto. El psicoanálisis es un modo de leer
textos. Seguramente existe un aspecto intuitivo en el accionar del
analista, pero este participa de manera más evidente en la
escritura que en la lectura del material.

El diván

La asociación libre y la atención parejamente flotante no son


actitudes que se den naturalmente. Lejos de ser una práctica
donde una de las personas divaga sobre cualquier cosa y la otra
dormita mientras aguarda que la verdad se le revele, el análisis es
47
“una conversación entre dos personas igualmente alertas”. Como
mencioné, se requiere de la preparación del analizante y la
48
creación de una “atmósfera favorable”. El psicoanálisis implica,
tanto para el analista como para el analizante, una disposición
racional y deliberada a ocupar un lugar particular en una
conversación.
No existen muchas tecnologías para producir un texto analítico,
la pareja asociación libre/atención flotante es una de ellas. A decir
verdad, en psicoanálisis no contamos con muchas tecnologías.
Una de ellas es el diván. Si bien el uso del diván es prácticamente
universal, no existen muchas referencias teóricas o clínicas que
expliquen por qué esto es así. Por momentos pareciera que es
mucho más una herencia fútil que se conserva como homenaje a
Freud, que un dispositivo de producción de subjetividad. Para mí,
de initivamente, es esto último.
49
Freud tuvo tres razones por las que se sirvió del diván: una
histórica, una personal y una técnica. Históricamente, la clínica
médica estuvo ligada a la cama. La gente enferma se acuesta.
Freud también heredó la costumbre de acostar a sus pacientes de
la práctica hipnótica y de la clínica médica en general.
La segunda razón remite a las di icultades personales de Freud
para tolerar la mirada de sus pacientes durante ocho o diez horas
al día. Esto es muy enigmático: ¿por qué no podía soportar la
mirada de los otros como lo hacen a diario los empleados
bancarios, los maestros, los comerciantes, etc.? Lo que sucede,
para ser precisos, es que la segunda y la tercera razón son en
verdad la misma. A Freud le molestaba la mirada de sus pacientes
no por el hecho de “sentirse observado”, sino porque no quería que
sus “gestos ofrezcan al paciente material para sus interpretaciones
50
o lo influyan en sus comunicaciones”. Los motivos, entonces, son
técnicos. La conversación cara a cara puede ser un obstáculo para
el cumplimiento de la regla fundamental porque tiende a producir
la interrupción de las asociaciones. ¿De qué modo se produce esta
detención? Es sencillo: en la conversación analítica cara a cara,
como en cualquier otra conversación en la vida cotidiana, el
semblante de quien escucha es un elemento de lectura para quien
habla. Por ejemplo, si estamos diciendo algo que consideramos
muy importante y quien nos escucha cierra los ojos por más de
unos segundos, es probable que interpretemos que lo que estamos
diciendo le parece aburrido o irrelevante, cuando tal vez no sea
más que un modo de prestar atención. En de initiva, la
conversación cara a cara puede generar que lo que se dice pierda
relevancia con respecto a lo que se escucha o se entiende. Y en un
psicoanálisis se trata de prestar atención exclusivamente al decir,
más allá de la comprensión. Por eso, mejor hablar al techo o a las
paredes.
Esto no quita que en las conversaciones cara a cara el analista no
pueda servirse de la gestualidad para intervenir. Un gesto también
puede ser un signi icante. Además, las ocurrencias del analizante
sobre los gestos del analista pueden tener un gran valor. El hecho
es que hablar con alguien, pero sin mirarlo y sin que nos mire,
produce un efecto insólito sobre las palabras. Resuenan distinto.
Cuando hablamos, las palabras nos vuelven desde el lugar del
oyente como si fueran nuestras: “eso lo dices tú, eso lo digo yo”. En
un análisis uno se escucha con una atención particular dado que
las palabras retornan como si vinieran desde Otro lugar. ¿De dónde
vino esto?, ¿fui yo quién lo dijo?, ¿quién habla? Nuevamente, se
trata del pasaje desde un “yo hablo” a un “eso habla”. Es muy
curioso observar cómo algunos analizantes suelen traer algo que
se dijo en el análisis pero sin saber quién lo dijo: “no recuerdo si
esto lo dije yo o lo dijiste vos, no importa”. Eso se dijo. Las
conversaciones de la vida cotidiana se realizan en el muro
imaginario del lenguaje, que va del yo al tú y del tú al yo, como
posiciones intercambiables. La dimensión imaginaria del diálogo –
eje de la comprensión y palabra vacía– deja por fuera a la verdad.
Por lo tanto, el muro imaginario se fractura cuando se dice una
51
palabra plena, verdadera, inconsciente. Una palabra que se dice
desde el Otro. En palabras de Lacan, en un análisis “se sueltan las
amarras de la relación hablada, se rompe la relación de cortesía, de
respeto, de obediencia respecto al otro [...] a partir de ese
momento, el sujeto dispone de cierta movilidad en ese universo de
52
lenguaje donde lo hacemos penetrar”. El diván es una tecnología
que colabora en el pasaje desde el eje imaginario hacia el eje
simbólico.
Lacan también a irmó que no es lo mismo pensar en posición
horizontal que en posición vertical, por el mero hecho de que
acostados solemos hacer muchas cosas, entre ellas, el amor; y el
amor “arrastra a todo tipo de declaraciones. En la posición
acostada, el hombre tiene la ilusión de decir algo que sea un decir,
53
es decir que importe en lo real”. Probablemente, esta sea una
de inición muy precisa de la conversación analítica: llegar a un
decir que importe en lo real.
Demás está decir que el diván es una herramienta muy útil, pero
bajo ningún punto de vista es necesario para lograr una
conversación analítica. Lo fundamental es la posición que
sostengan tanto el analista como el analizante; en un consultorio
con diván, cara a cara, caminando por un parque, telefónicamente,
etc. Muchos de nosotros hemos practicado el psicoanálisis en
hospitales, clínicas y o icinas austeras, donde naturalmente no hay
divanes. Lo importante es seguir determinadas reglas, como en el
fútbol. Se puede jugar en un estadio profesional o en un potrero.
Evidentemente las condiciones serán mejores en el estadio –la
pelota pica mejor, las áreas están bien delimitadas, los arcos tienen
red, los límites de la cancha son visibles, etc.–, pero mientras haya
una pelota, se puede llevar el partido adelante.
Nunca nadie se curó por el mero hecho de decir lo que se le
ocurre. La asociación libre y la atención flotante son un medio para
un in y no un in en sí mismo. El inconsciente no “aflora”. Ni la
asociación libre es una vía directa para acceder el inconsciente ni
la atención flotante un método “inconsciente” de selección. Si así
fuera, como sostienen algunos colegas, entonces sí sería necesario
inalizar el análisis para acceder a esa posición. El analista actuaría
mucho más por lo que es –alguien que inalizó su análisis–, que
por lo que dice y hace. La idea de Lacan, en cambio, es que las
directivas de la regla fundamental “hasta en las inflexiones de su
enunciado servirán de vehículo a la doctrina que sobre ellas se ha
54
hecho el analista”. La doctrina –conjunto de ideas, principios,
enseñanzas– y no el propio análisis.
Hace falta mucho más que una boca suelta y un oído a inado para
que haya análisis. Es necesario habilitar, desear, leer y escribir.

1 Freud, 1916 (1915): 14.


2 Foucault, 1971: 280.
3 Además, ¿qué aportes hizo el psicoanálisis, especialmente la obra de Lacan, a la
epistemología y al pensamiento cientí ico?
4 Tal como sostuvo Lacan en la contratapa original de los Escritos: “Es preciso haber leído
esta compilación, y a todo lo largo, para sentir que allí se prosigue un solo debate,
siempre el mismo, y que, aunque pareciera quedar así fechado, se reconoce por ser el
debate de las luces”.
5 Freud, 1924 (1923): 204.
6 Cf. Freud, 1904 (1903).
7 Freud, 1916 (1915-16): 92.
8 “A menudo he insistido en que no se supone que sepamos gran cosa. El analista
instaura algo que es todo lo contrario. El analista le dice al que se dispone a empezar:
vamos, diga cualquier cosa, será maravilloso. Es a él a quien el analista instituye como
sujeto supuesto saber. Después de todo, no hay en ello tanta mala fe, porque en este
caso el analista no puede iarse de nadie más. Y la transferencia se funda en esto, en que
hay un tipo que me dice, a mí, pobre estúpido, que me comporte como si supiera de qué
se trata. Puedo decir lo que sea y siempre resultará. Esto no le pasa a uno todos los días”
(Lacan, 1969-70: 55).
9 Está claro que esta no es la única lectura que puede hacerse del archivo Freud. Al
tiempo que proponía mantener la causa del síntoma como pregunta, Freud obturó este
agujero con diversas teorías hasta construir una maquinaria hermenéutica de alcance
total. La teoría del trauma, la teoría de la seducción, las fantasías sexuales, las fantasías
sexuales infantiles y, por último, el complejo de Edipo. Lo sorprendente es que todas
estas teorías están tejidas por un elemento fundamental: el padre. Esto es mani iesto en
los historiales clínicos. En este sentido, la asociación libre se transformó una parodia,
todos los caminos conducían al mismo lugar. De hecho, Freud advirtió este problema en
su propia posición transferencial, como mostraré más adelante.
10 Freud, 1905 (1904): 250.
11 Freud, 1916 (1915-16): 95.
12 CF. Lacan, 1967-68: clase del 24 de enero de 1968.
13 Freud, 1900 (1899): 122.
14 “La dirección de la cura es otra cosa. Consiste en primer lugar en hacer aplicar por el
sujeto la regla analítica, o sea, las directivas cuya presencia no podría desconocerse en
el principio de lo que se llama la situación analítica, bajo el pretexto de que el sujeto las
aplicaría en el mejor de los casos sin pensar en ellas” (Lacan, 1958: 560).
15 Habilitar es también autorizar a alguien para que pueda realizar algo que antes tenía
prohibido: “hablar libremente”.
16 1919: 133.
17 2005, s/p.
18 Miller, 1993-94: 26.
19 “La clínica psicoanalítica consiste en el discernimiento de cosas que importan y que
serán masivas a partir del momento que se haya tomado conciencia de ellas” (Lacan,
1977: 6). “¿Cómo es posible esta cosa, que haya analistas? La cosa no es posible más que
por el hecho de que el analizante recibe cognición –si podemos decir– de observar una
regla, de no decir más que lo que puede tener para decir, que lo que él tiene en el
corazón como se dice en francés” (Lacan, 1975: 46).
20 Otra metáfora freudiana algo confusa es la del tren: “compórtese como lo haría un
viajero sentado en el tren del lado de la ventanilla que describiera para su vecino de
pasillo cómo cambia el paisaje ante su vista” (Freud, 1913: 135-136).
21 Cf. Bonoris, 2015.
22 Todas las citas de este párrafo se encuentran en Freud, 1900 (1899): 122-23.
23 Cf. Freud, 1926.
24 Cf. 1936.
25 Ibid.: 88.
26 Ibidem.
27 Esta pregunta me la hicieron tanto Tomás Pal como Facundo Guzmán, que no es
psicoanalista, sino historiador y analizante.
28 Freud, 1912: 111.
29 Ibid.: 112.
30 Ibidem.
31 Freud, 1923 (1922): 235.
32 Cf. Jullien, 2012.
33 Ibid.: 24.
34 Cf. Lacan, 1954-55: 369.
35 Jullien, 2012: 25.
36 Ibid.: 26-7.
37 “El término flotante no implica su fluctuación sino antes bien la igualdad de su nivel, lo
cual queda acentuado por el término alemán gleichschwebende” (Lacan, 1956: 442).
38 Comunicación personal.
39 Jullien, 2012: 31.
40 Freud, 1912: 115.
41 Ibidem.
42 “Así, asociación libre y arte de la interpretación brindaron lo mismo que antes brindara
el recurso de la hipnosis” (Freud, 1924 [1923]: 208).
43 Ibid.: 207.
44 Ibid.: 208.
45 Cf. Freud, 1900 (1899).
46 Lacan, 1969: 397.
47 Freud, 1904 (1903): 238.
48 Freud, 1912: 119.
49 Cf. Carrere, 2018.
50 Ibidem.
51 El concepto de palabra plena más tarde será abandonado por Lacan por la sencilla
razón de que ninguna verdad es plena o total. Como el mismo Lacan dijo más tarde, la
verdad se medio-dice, es no-toda. Sin embargo, la idea de que la palabra puede tanto
obstaculizar como vehiculizar una verdad es fundamental para nuestra práctica.
52 Lacan, 1953-54: 259-60.
53 Lacan, 1977: 6.
54 Lacan, 1958: 560. Cuando comentan esta cita Boxaca y Lutereau dicen: “cada analista
haría cumplir la regla fundamental de acuerdo con el punto en que haya avanzado en su
propio análisis y en sus interrogantes con respecto a la técnica en su articulación con la
ética del psicoanálisis”(2013: 22).
Otrificar
responsabilidad, rectificación y
localización

El punitivismo psi

La pregunta por la responsabilidad moral y jurídica ante un hecho


se presenta de inmediato en gran parte de los problemas de
nuestra época –sean políticos, sociales, familiares o individuales–.
¿Quién es el culpable? es la inquietud que debe resolverse con
urgencia. Pareciera que encontrar al autor de nuestras desgracias
(incluso si somos nosotros mismos) nos traería una calma
provisoria, incluso de initiva. No dudo de la importancia de la
reparación ética y jurídica ante la realización de un daño. Además,
un acto de justicia puede ser muy bien un acto de salud, y no solo
para la víctima. Las di icultades comienzan cuando todos los
problemas se abordan desde esta óptica. Cuando la pregunta por
el quién obtura las preguntas por el cómo y el porqué.
El psicoanálisis no está exento de esta tendencia que adquiere
cada vez más el tono de una moral punitivista. De hecho, ciertas
prácticas analíticas fueron la punta de lanza para la realización de
1
un punitivismo psi , que multiplicó su e icacia al disimular su
moralismo en una teoría pretendidamente so isticada y valiente
en términos éticos. “¡Los neuróticos son unos cobardes morales
que deben despertarse de su queja soporífera!”, dicen algunos
analistas, con la boca llena de un deseo decidido. Todo esto
recuerda al maravilloso inal del escrito “¿Qué es la psicología?” de
Canguilhem:
el ilósofo puede también dirigirse al psicólogo bajo la forma de un consejo
orientador [...] y decirle: cuando se sale de la Sorbona por la calle Saint-Jacques se
puede ascender o descender; si se asciende, uno se aproxima al Panteón que es el
Conservatorio de algunos grandes hombres, pero si se desciende, uno se dirige
seguramente al Departamento de Policía.2

El psicoanálisis se transformó en una clínica polipsíaca por


medio de un concepto: la responsabilidad subjetiva. En pocas
palabras, lo que demostraría esta orientación clínica es que allí
donde los pacientes ven un destino injusto, padres negligentes o
abusivos, parejas desamoradas o jefes crueles, en realidad “se trata
de las consecuencias de sus propias elecciones […] de cierta
3
modalidad de goce”, y por lo tanto, deben “hacerse responsable de
4
aquello mismo de lo que se queja[n]”. La clínica de la
responsabilidad subjetiva se soporta en una de las premisas
fundamentales del psicoanálisis: el síntoma, además de ser un
mensaje cifrado, es una satisfacción sustitutiva. El paciente debe
aceptar su responsabilidad sobre el sufrimiento en la medida en
que la persistencia del síntoma se debe a la satisfacción personal
5
que implica. “Allí donde sufres tú gozas”, dice Miller. Lo más
importante de esta propuesta es que no se reduce a una maniobra
especí ica de los inicios sino que se transformó en el in mismo del
análisis: cada quien debe asumir su modalidad de goce. Son dos las
ideas que deben discutirse: la que a irma que para entrar en
análisis hace falta responsabilizarse moralmente del propio
sufrimiento, y la que sostiene que para inalizar el análisis hay que
aceptar el propio ser de goce. Hacerse cargo de la satisfacción
singular que subyace a cualquier síntoma y “saber-hacer con eso”.
La clínica de la responsabilidad subjetiva y la clínica del sinthome
6
(o del goce ) son solidarias.
Es evidente que para que alguien se analice es necesario que
crea que algo de su sufrimiento tiene que ver con su posición en la
vida. Un loco, en el sentido lacaniano, es inanalizable, o al menos
no lo es por los medios típicos. Esto, sin embargo, no resuelve el
problema. Una vez a irmado que no es conveniente tratar el
problema de la relación del analizante con su padecimiento vía la
responsabilidad subjetiva, bajo un “hacete cargo de lo que te pasa,
en de initiva, es tu modalidad de goce” o cualquier tipo de
variación matizada de esta sentencia, queda la pregunta por cómo
se aborda esta cuestión.

El inconsciente del lacanismo

En general, los escritos de la “clínica de la responsabilidad


subjetiva” se apoyan en dos referencias de Lacan sumamente
aludidas. Lo curioso es que ambas referencias fueron tomadas de
un modo equívoco. La primera es la famosa frase de “La ciencia y la
verdad”: “De nuestra posición de sujeto, somos siempre
7
responsables”. La mayoría de las veces esta frase aparece mal
citada, y donde debe decir sujeto –en singular–, dice sujetos –en
8
plural–. La diferencia es clave, porque si es “sujetos” se trata de
cada uno de nosotros en tanto sujetos, en cambio, el sujeto alude al
concepto lacaniano de sujeto dividido. Un psicoanálisis del
psicoanálisis debería interrogar las razones de este lapsus
9
disciplinar. En mi opinión, se trata de una disposición ética
ignorada hacia el individualismo, la libertad autodeterminada y la
responsabilidad moral por parte de algunos analistas. El
inconsciente del lacanismo es más liberal de lo que se cree. Por
otro lado, el hecho de que se agregue una “s” donde no la hay
demuestra que ningún acto de percepción es “puro” sino que está
organizado en función de racionalidades hipervalorizadas. El
investigador puede comportarse como el niño amenazado ante el
encuentro con la diferencia sexual: primero ve algo que no existe –
el pene–, luego crea un subterfugio teórico –es muy pequeño, ya le
crecerá– y por último saca una falsa conclusión –está castrada–.
Esta es la teoría epistemológica más interesante de la obra de
Freud.
Si uno lee el párrafo anterior a esa frase, parece claro que el
“nuestra posición” no se re iere a todos los seres humanos, ni
siquiera a los analizantes. Es una interpelación directa a los
analistas:
Decir que el sujeto sobre el que operamos en psicoanálisis no puede ser sino el sujeto
de la ciencia puede parecer paradoja. Es allí sin embargo donde debe tomarse un
deslinde a falta del cual todo se mezcla y empieza una deshonestidad que en otros
sitios llaman objetiva: pero es falta de audacia y falta de haber detectado el objeto
que se raja. De nuestra posición de sujeto somos siempre responsables.10

Con la frase “nuestra posición de sujeto” Lacan indica el sujeto


con el que operamos en psicoanálisis y no el sujeto que nosotros
11
somos. Como señaló Eidelsztein, el francés position podría
traducirse mejor en este contexto como “planteo” o “postulación”.
El terrorismo ético lacaniano recae exclusivamente sobre el
analista: “ser psicoanalista es estar en una posición responsable, la
12
más responsable de todas”.
Para Lacan, el descubrimiento de Freud consiste en que existe
“un saber perfectamente articulado del que, hablando con
13
propiedad, ningún sujeto es responsable”. Esta frase puede
leerse, al menos, de dos maneras distintas pero compatibles entre
sí. En primer lugar, si de inimos al sujeto como el efecto fugaz y
evanescente de la articulación signi icante (un signi icante
representa a un sujeto para otro signi icante), es imposible
adjudicarle cualquier tipo de responsabilidad por la sencilla razón
de que no puede predicársele ningún atributo “subjetivo”: ni
responsable, ni reflexivo, ni volitivo, etc. Lo mismo para el sujeto
entendido como el asunto entre analizante y analista: aquello de lo
que se trata en un análisis. Por otro lado, si comprendemos al
sujeto como el parlêtre, tampoco podemos adjudicarle la
responsabilidad porque no es ni el origen ni el autor de lo
inconsciente. Solo a partir de una meta ísica de la sustancia y de
una topología esférica puede concluirse que lo inconsciente es un
atributo por el cual deberíamos responsabilizarnos. Está claro, sin
embargo, que el analizante está profundamente interesado en el
sujeto porque es el motivo de su sufrimiento.
La segunda referencia es la de “Intervención sobre la
transferencia”, en relación al Caso Dora, en donde Lacan le
adjudica a Freud la siguiente intervención: “mira [...] cuál es tu
14
propia parte en el desorden del que te quejas”. Recordemos la
lectura de Freud sobre el caso: Dora tenía razón en que su padre no
quería saber nada de su conducta ni de la del Sr. K para no ser
interrumpido en su amorío con la Sra. K. La queja de Dora revelaba
una verdad. Sin embargo, dice Freud, ella había hecho lo mismo,
no quería saber nada, se había vuelto cómplice de esa relación.
Ahora bien, ¿Freud le dice a ella que es cómplice?, ¿le pregunta por
su responsabilidad en aquello de lo que se queja?, ¿le dice que esa
fue su elección?, ¿interpreta un autorreproche detrás del reproche?
Nada de eso. Lo supone, pero no se lo dice. Esta es la diferencia
entre leer y escribir, entre la conjetura y su incorporación en el
material. Lo que Freud hace es “intentar primero que se convenza a
sí misma, por el rodeo del análisis, de la existencia de ese propósito
15
de enfermar”. Dejando de lado la imprecisión de la palabra
“propósito” (lo inconsciente no quiere nada porque no es un
sujeto), lo importante es que Freud no pretende persuadirla por
medio de una intervención que apunte a su responsabilidad en el
asunto del cual se queja, sino que por medio de los rodeos del
análisis se convenza de que sus síntomas tienen una función en la
economía libidinal de todos los participantes del conflicto (el
padre, la madre, el Sr. K, la Sra. K, etc.) y no solo en su “aparato
psíquico”. Además, hay que recordar que fue el padre quien decidió
llevar a Dora para que Freud “la ponga en el buen camino”. Quien
consulta a una analista por decisión propia, salvo raras
excepciones, supone de entrada que hay algo que anda mal en su
posición subjetiva, por más que el problema sea con los otros. En
general, los analizantes están convencidos de que ellos mismos
son los únicos responsables de sus desgracias, incluso tienen la
idea de que existe una satisfacción masoquista en su padecer. “Si
no puede dejar de hacer eso que me hace mal debe ser porque me
gusta”, dicen convencidos. Implica mucho trabajo deshacerse de
esa idea. Tampoco se trata de echarle la culpa a los otros de los
propios infortunios. Tal vez estas sean las dos caras paródicas del
psicoanálisis: la culpa es de los padres o la culpa es del paciente. La
16
clave está en salir de la lógica inocente-culpable. El acento debe
estar puesto en el cómo y no en el quién, en el texto y no en el
autor, en el sujeto y no en el yo. Se trata de interrogar al síntoma en
su dimensión de saber: ¿por qué Dora cambió de actitud luego de
la escena del lago? ¿Qué pasó allí para que desde ese momento se
pase de la connivencia a la queja?, etc.

¿Quién gana con el síntoma?

Cuando Dora a irma que los motivos de su queja provienen de la


realidad y no de ella misma, que las cosas son así tal como ella las
cuenta y que nada se puede hacer con eso, Freud no intenta
persuadirla de que en verdad se trata de un problema “subjetivo” o
psicológico (“es solo tu interpretación de la realidad, son las lentes
con la que ves el mundo”, etc.) sino que la incluye en la realidad, la
cuenta como parte interesada en esta. El objetivo de Freud fue que
ella advierta su participación en una maquinaria que no le traía
ningún bene icio, y no que deje de quejarse de los otros para
asumir la responsabilidad por su goce. Ella misma era uno de los
engranajes que sostenía su funcionamiento. Estaba lo
su icientemente bien adaptada a la realidad como para contribuir
17
a su fabricación.
La satisfacción no era de Ida Bauer. Ahora bien, si el síntoma
implica una ganancia: ¿quién gana?, ¿a quién debe
responsabilizarse por esa ganancia? Recordemos que para Freud
todo síntoma es una formación de compromiso. Cuando uno se
enferma se sustrae de la tarea de solucionar un conflicto en la
“realidad objetiva”. La neurosis es una solución -no muy buena, por
cierto- ante un conflicto; una solución que satisface a todas las
instancias en pugna. Piénsese, por ejemplo, en “el hombre de las
ratas”, que ante una propuesta marital responde con una duda
inhibitoria. Es en este sentido que la neurosis es un falso acto.
Desde una perspectiva económica la enfermedad implica un
ahorro. Por esta vía Freud se encuentra con la resistencia a la cura;
de algún modo el enfermo no quiere sanar. Pero ¿cómo puede ser
que quien consulte por su padecimiento no quiera curarse? Las
palabras de Freud son esclarecedoras:
El enfermo quiere, sí, sanarse, pero también no lo quiere. Su yo ha perdido su
unidad, y por eso tampoco da paso a una voluntad unitaria. Si fuera de otro modo, no
sería un neurótico […] Los retoños de lo reprimido han irrumpido en su yo; allí se
a irman, y el yo tiene tan poco imperio sobre las aspiraciones de ese origen como
sobre lo reprimido mismo; además, de ordinario no sabe nada de ellas. Estos
enfermos son justamente de una clase particular, y ofrecen di icultades con las que
no estamos habituados a contar. Todas nuestras instituciones sociales están
cortadas a la medida de personas con un yo normal, unitario, que uno puede
clasi icar como bueno o malo, y que desempeña su función o puede ser revocado
mediante un influjo potente. De ahí la alternativa judicial: responsable o
irresponsable. Pero ninguna de estas decisiones es aplicable al neurótico.18

La respuesta de Freud es clara. Las categorías de responsabilidad


o irresponsabilidad no son aplicables a la neurosis por la paradoja
misma de su constitución. El analizante quiere y no quiere
curarse, sabe y no sabe sobre su padecimiento, por lo tanto, no
19
tiene “sentido alguno reprocharle esa contradicción”. Decirle que
es responsable de su síntoma porque goza de él solo puede tener
dos destinos: o cae en saco roto, o es experimentado como una
intervención culpabilizante, neurotizante. Las razones son claras: o
el yo no se reconoce en esa satisfacción o lo hace con una franca
extrañeza. Decir que el analizante es responsable de su síntoma
porque extrae de él una ganancia es falso. Quien gana no es el
individuo. Sigamos con Freud:
Hay casos en que el propio médico tiene que admitir que el desenlace de un
conflicto en la neurosis es la solución más inofensiva y la más llevadera desde el
punto de vista social […] Advierte, además, que mediante el sacri icio de un individuo
a menudo se impide una inconmensurable desdicha para muchos otros. Por tanto, si
pudo decirse que el neurótico en todos los casos se refugia en la enfermedad frente
a un conflicto, es preciso conceder que muchas veces esa huida está plenamente
justi icada.20

No es evidente que la ganancia sea exclusivamente de quien


consulta. Podría ser que el individuo se sacri ique a través de la
neurosis para que otros saquen alguna ganancia del síntoma. Tal
vez no haya ganancia, sino goce. La neurosis a veces es la
respuesta más llevadera desde un punto de vista social, tiende
hacia una homeostasis generalizada, permite que la cosa marche
sin hacerse muchas preguntas; en de initiva, tiene “su justi icación
social, [la] ganancia de la enfermedad no siempre es puramente
21
subjetiva”.
En este punto considero necesario hacer un paréntesis para
revisar la idea de que el síntoma conlleva una satisfacción
pulsional. A pesar de ser uno de los conceptos fundamentales del
psicoanálisis, la pulsión siempre mantuvo un per il oscuro, di ícil
de precisar. Si bien Freud dijo que la pulsión no es estrictamente
orgánica sino “un concepto fronterizo entre lo anímico y lo
22
somático”, a su vez la caracterizó como una constante que viene
del interior del organismo, una “exigencia de trabajo que es
23
impuesta a lo anímico” desde lo corporal. La pulsión freudiana se
origina en el cuerpo. Además, su satisfacción implica una
“ganancia”. Tal como sostienen Laplanche y Pontalis, “la teoría
freudiana de la neurosis es inseparable de la idea de que la
enfermedad se desencadena y se mantiene en virtud de la
24
satisfacción que aporta al individuo”. Ahora bien, ¿por qué el
síntoma implicaría un bene icio para el individuo si el yo lo vive
con pena y desazón? Simple: porque la satisfacción es
inconsciente y por eso no es percibida por el yo como tal, es decir,
como satisfacción. Pero entonces, ¿por qué endilgarle al individuo
una satisfacción que desconoce y le resulta insatisfactoria?
Cuando decimos que la pulsión es un estímulo que proviene del
interior del organismo, se nos hace di ícil pensar que no forma
parte de ese individuo. Por otro lado, el ello, de donde provienen
las pulsiones según la segunda tópica, forma una “unidad
25
biológica“ con el yo; por lo tanto, sería incoherente sostener que
esta satisfacción no corresponde a ese “organismo”. Si la pulsión
proviene del interior del cuerpo y forma una unidad biológica con
el yo, ¿a quién responsabilizar moralmente de las satisfacciones y
el bene icio que conlleva el síntoma si no es al individuo que
consulta? Esta es la conclusión a la que llega Freud en “La
responsabilidad moral por el contenido de los sueños” en función
de los fundamentos ontológicos y topológicos que atraviesan el
texto. Que haya estas contradicciones en su obra no es
sorprendente. Como dijo Deleuze: “lo estupendo de Freud es que
las cosas bellas y las horrendas se encuentran en la misma
26
página”.
Una intervención sensata, si creemos que es el analizante quien
se satisface con el síntoma, será intentar que éste reconozca su
goce en aquello de lo que se queja. De esto se trata la clínica de la
responsabilidad subjetiva. Una alternativa matizada (pero igual de
neurotizante) del imperativo “hazte cargo” propio de la ética liberal
de nuestros tiempos. Quien goza, quien se satisface, quien gana
con el síntoma, es el paciente.
Lacan dijo algo mucho más interesante. Desde su teoría es una
contradicción a irmar que es el analizante quien goza. Esta idea se
encuentra presente, por ejemplo, en el Seminario 11:
[los analizantes] satisfacen a algo que sin duda va en contra de lo que podría
satisfacerlos, lo satisfacen en el sentido de que cumplen con lo que ese algo exige.
No se contentan con su estado, pero aun así, en ese estado de tan poco contento, se
contentan. El asunto está justamente en saber qué es ese se que queda allí
contentado.27

El quid de la cuestión reside en la pregunta sobre qué es aquello


que se contenta en el síntoma. En general son los analizantes
quienes se atribuyen un placer paradójico que se encontraría
oculto en lo más íntimo de su ser y del que desconocen su origen y
sus razones. El asunto es si nosotros con irmaremos está
hipótesis. La pregunta es si le imputaremos al Yo algo que
corresponde al inconsciente.
¿Qué es ese algo que se satisface? Para abordar esta
interrogación hay que partir de la idea lacaniana de que los seres
hablantes estamos constituidos por el lenguaje. En un sentido
amplio, esto quiere decir que, aunque creamos que utilizamos el
lenguaje como instrumento (para informarnos, comunicarnos,
etc.), en verdad “el lenguaje nos emplea, y por este motivo, eso
28
goza”. El engaño reside justamente en creer que la pulsión es un
estímulo que proviene originariamente del cuerpo. Sentimos que
“el cuerpo nos pide algo”, cuando en realidad se trata de un texto
que exige a nuestro cuerpo; mejor dicho, un texto que se hace
cuerpo. La pulsión “es el eco en el cuerpo del hecho de que hay un
29
decir”. La ilusión es que aquello que parece provenir de un
cuerpo, en verdad lo hace desde un decir.
Así como Foucault a irmó que el poder en su vertiente positiva
no fuerza represivamente a los sujetos a comportarse de
determinada manera, sino que hace que la gente se comporte de
ese modo por sí misma, Lacan sostuvo que el saber no es algo que
se posee, de lo cual se dispone; es algo que se ejerce. En el inal del
Seminario 20, que se conoce como el seminario del goce, dijo: “La
clave de lo que expuse este año concierne lo que toca al saber, y
30
puse énfasis en que su ejercicio sólo podía representar un goce”.
El goce, entonces, podría ser de inido parcialmente como el
ejercicio encarnado de los límites del saber inconsciente.
Según Lacan, el descubrimiento freudiano pone en el tapete que
los seres humanos podemos estar metidos hasta el cuello en un
saber, pero sin saber que estamos allí. El problema clínico con
respecto al goce radica en que se ejercita un saber pensando que
se ejercita otro saber; o peor aún, sin saber que se ejercita un
saber, creyendo que la realización del saber es en verdad “la forma
de ser de cada quien”, natural e inmodi icable. De esta forma
puede entenderse cómo la ganancia de saber implica una pérdida
de goce. El analizante no gana nada con el síntoma. La cuestión
reside en develar cómo los discursos disponen de los cuerpos: de
sus inclinaciones, sus sentimientos y sus acciones.
En lo que respecta al ejercicio del saber inconsciente no hay
responsables. En un análisis no se trata, como podría creerse, de
develar y juzgar el comportamiento de padres abusivos o
negligentes. Tampoco de incitar a quien nos habla a convencerse
de que su sufrimiento lo provoca él mismo. El analizante no es el
autor de ese texto, es más bien su protagonista. Por lo tanto, si bien
no podemos responsabilizar al analizante por la invención de
determinado “argumento”, podemos revelar y advertir que su vida
se juega en la obra. El psicoanálisis demuestra que el sufrimiento
psíquico no es una falta de adaptación a la realidad, sino un exceso
de adaptación. Una pasión por que la cosa marche sin importar el
costo personal.

Responsabilidad y recti icación

¿Cómo fue que la responsabilidad subjetiva adquirió tal relevancia?


Mi hipótesis es que esta clínica empezó a forjarse a partir de un
sutil deslizamiento teórico que Miller realizó en su curso Causa y
Consentimiento –de los años 87 y 88– y en unas conferencias que
dictó en Brasil en la misma época. En estas últimas dijo:
Lo que Lacan llamaba recti icación subjetiva es pasar del hecho de quejarse de los
otros para quejarse de sí mismo. Siempre tenemos razones para quejarnos de los
otros [...] es un error pensar, en el análisis, que el inconsciente sea el responsable de
las cosas por las cuales alguien sufre. Si así fuese destituiríamos al sujeto de su
responsabilidad [...] Lacan llamaba recti icación subjetiva cuando en el análisis el
sujeto aprende también su responsabilidad esencial en lo que ocurre. La paradoja es
que el lugar de la responsabilidad del sujeto el mismo del inconsciente.31

Donde Miller ve una paradoja yo encuentro una contradicción.


Por lo que vengo exponiendo puedo a irmar que es absurdo
responsabilizar al analizante –lo que él llama, de un modo muy
ambiguo en este contexto, “sujeto”– por el inconsciente. El objetivo
del psicoanálisis no es que el analizante sea más responsable
porque el psicoanálisis no tiene pretensiones morales, y la
responsabilidad, como bien dijo Freud, es una categoría jurídica y
luego moral. Estoy de acuerdo con Gerez Ambertín cuando a irma
que el psicoanálisis no tiene intención de liberarlos de su
responsabilidad, pero –y es acá donde no coincidimos– tampoco
32
se trata de que la asuma. El psicoanálisis no libera ni adjudica
responsabilidad al analizante porque así entendido no es un
33
concepto pertinente para su campo de intervención.
Además, no es una regla que la gente llegue quejándose de los
otros. Tengo la impresión de que en verdad nos quejamos bastante
poco. Estamos demasiado bien adaptados. Somos disciplinados y
obedientes. La queja puede ser el primer paso que nos dirija hacia
una verdad.
Es preciso estudiar la noción lacaniana de recti icación subjetiva
para ver cuáles son sus alcances clínicos, y poder distinguirla de la
problemática noción de responsabilidad subjetiva. “La dirección de
la cura” es el único texto en donde Lacan utiliza este sintagma,
aunque la idea que lo atraviesa se presente en distintas
oportunidades.
La recti icación subjetiva o la recti icación de las relaciones del
sujeto con lo real, es un concepto que Lacan utilizó para oponer
sus hipótesis clínicas a las del “posfreudismo”. Su diagnóstico es
que el psicoanálisis, después de Freud, se convirtió en una práctica
normalizadora que tenía como in sacar a los pacientes de su
ilusión neurótica –incluida (en) la transferencia– y adaptarlos a la
“realidad”. Claro que la realidad, en este caso, ¡no era más que el yo
de los analistas! Ellos mismos se ofrecían como el criterio de
realidad. En estos términos el psicoanálisis no era más que un
dispositivo de poder normalizador: una práctica de reeducación
emocional dirigida a producir sujetos maduros, genitales y bien
adaptados (sin quejas) a los ideales de la época.
Los psicoanalistas posfreudianos “perdieron el horizonte”
porque invirtieron el orden de la dirección de la cura, ubicando a la
recti icación de las relaciones del sujeto con lo real como el in
mismo del análisis. Para Lacan, en cambio, la dirección de la cura
se ordena “según un proceso que va de la recti icación de las
relaciones del sujeto con lo real, hasta el desarrollo de la
34
transferencia y luego a la interpretación”. El psicoanálisis
comienza “por introducir al paciente a una primera ubicación de
su posición en lo real, aunque ello hubiese de arrastrar [...] una
35
sistematización de los síntomas”.
Es evidente que la recti icación subjetiva lacaniana y la de los
posfreudianos son opuestas, no solo por el tiempo de la maniobra
–en el inicio o en el in–, sino por su sentido. El objetivo de los
posfreudianos era abiertamente adaptativo. El análisis era para
ellos un pasaje de la ilusión a la realidad, del pasado al presente,
del allí al aquí y ahora, de la infancia a la madurez. Los analistas
nos encontramos muy tentados de ser los verdaderos
embajadores de la realidad. Los sabios del sexo, el amor, el odio, la
amistad, la niñez, la adolescencia, la madurez... Nunca hay que
con iar en un psicoanalista que ya sabe, en todo caso podrá ser un
excelente coach. Pero uno no va a un análisis a recibir consejos de
vida, sino a encontrarse con un saber verdadero que le permita
tomar distancia del goce sintomático y recuperar las vías
extraviadas del deseo.
¿Qué es entonces para Lacan la recti icación subjetiva, ese
primer movimiento necesario para la prosecución de un análisis?
En “La dirección de la cura” menciona dos ejemplos que no
desarrolla: Dora y el hombre de las ratas. Sobre el primer caso ya
he presentado las ideas principales. Es digno de subrayar el hecho
de que en este escrito Lacan prescinde de la confusa pregunta
“¿cuál es tu propia parte en el desorden del que te quejas?”, para
centrarse en el hecho de que Freud nunca trató de adaptar a Dora
a la realidad, “sino de mostrarle que está demasiado bien adaptada,
36
puesto que concurre a su fabricación”.
El caso del hombre de las ratas es más sugerente porque está
claro que no llega a Freud con una queja. De hecho, está
convencido de que es un criminal. Si Dora era inocente, el hombre
de las ratas era culpable. En ambos casos es necesario salir de esta
lógica. La recti icación subjetiva, entonces, no puede ser una
maniobra analítica que se realiza exclusivamente sobre la queja.
¿Dónde está la recti icación en este ejemplo? Para responder es
necesario dar los rodeos propios del caso. Recordemos que “la
ocasión directa” para que Paul acudiera a Freud se desencadena en
la escena en donde el capitán cruel le relata el terrorí ico castigo
de las ratas. En ese momento a Paul se le ocurrió que esa tortura
podría sucederles a las dos personas más amadas por él: su padre
(¡que ya estaba muerto!) y “su dama”. Aquel día, antes de que el
capitán cruel describiera la tortura, había perdido sus anteojos y
había telegra iado a su óptico para que le enviara unos nuevos al
correo. El asunto es que al día siguiente el mismo capitán le
alcanzó el paquete llegado del correo y le dijo que debía devolverle
el dinero al teniente A., quien había pagado por los anteojos. En
ese preciso instante se le imponen dos mandamientos
contradictorios: “no devolver el dinero al teniente A., de lo
contrario sucede la fantasía de las ratas con mi amada y mi padre”,
y “tú debes devolver el dinero al teniente A.”. Desde allí se produce
una secuencia delirante en donde el hombre de las ratas se ve
compelido a realizar una serie de acciones muy esforzadas,
aunque infructuosas (noches sin dormir, viajes en ferrocarril sin
sentido, etc.), para cumplir con los mandamientos obsesivos... de
imposible realización. Tanto es así que se le ocurrió pedirle a Freud
que le extendiera un certi icado médico que dijera que él
necesitaba devolverle el dinero al teniente A. para recuperar su
salud. El “delirio” cesó provisoriamente cuando un amigo lo
tranquilizó y lo acompañó al correo a devolver el dinero. Es en esta
37
parte del relato donde se produce la recti icación subjetiva. Dice
Freud:
Esta última comunicación me proporcionó el punto de apoyo para desenredar las
des iguraciones de su relato. Si él, llamado a la reflexión por su amigo, no envió la
pequeña suma al teniente primero A. ni al teniente primero B., sino directamente a
la estafeta postal, era fuerza que supiera, y lo supiera ya antes de partir de viaje, que no
era otra que la empleada del correo su acreedora del rembolso. En efecto, se averiguó
que lo había sabido ya antes del reclamo del capitán y de su propio juramento, pues
ahora se acordaba de que algunas horas antes del encuentro con el capitán cruel
tuvo oportunidad de presentarse a otro capitán, quien le comunicó la verdadera
situación [...] El capitán cruel cometió un error cuando al poner en sus manos el
paquete le indicó que devolviera a A. las 3,80 coronas. Y nuestro paciente no podía
menos que saber que era un error. A pesar de ello, se hizo el juramento basado en ese
error, juramento que por fuerza se le convertiría en un martirio. Se había
escamoteado a sí mismo, y a mí en el relato, el episodio del otro capitán y la
existencia de la señorita con iada. Convengo en que tras esta recti icación su
comportamiento se vuelve todavía más disparatado e incomprensible de lo que era
antes.38

En la sesión siguiente, luego de que Freud abriera la entrevista


preguntándole cómo iba a proseguir, el hombre de las ratas
comenzó a contar espontáneamente la historia de su padre, que
luego se descubrirá como determinante en la constitución de su
neurosis, especí icamente el tema de la deuda. La recti icación,
entonces, re iere a la revelación de un “error” y a la apertura de una
inquietud sobre el síntoma en su dimensión de saber. Lo que
Freud señaló es que el hombre de las ratas sabía que se trataba de
un error. Lo sabía y no lo sabía. Lo sabía, pero por razones
desconocidas, no había querido saber nada de ello.
39
La recti icación subjetiva implica “un cambio de actitud” en la
relación del analizante con su sufrimiento. Es el pasaje de “la
política del avestruz”–en donde se ve al síntoma como algo sin
sentido de lo que hay que desprenderse, como una exterioridad
odiosa y vergonzante– a la otri icación del sufrimiento, es decir, a
la apertura de la inquietud sobre el sentido del síntoma en su
dimensión de saber: “yo no sé, quiero saber, ¿usted sabe?”. Se trata
de transformar al sufrimiento en síntoma, en s(A): signi icado del
Otro. “En virtud de esta nueva relación con la enfermedad se
agudizan conflictos y resaltan al primer plano unos síntomas que
40
antes eran casi imperceptibles”. Como también dijo Lacan, a
partir de allí los síntomas se sistematizan y se precipitan. No
podría ser de otra manera: no es posible liquidar a un enemigo que
esté ausente o no esté lo su icientemente cerca.
El psicoanalista no tiene que responsabilizar al analizante de
nada. No se trata de que el paciente deje de quejarse de los otros
para quejarse de sí mismo, sino de la puesta en marcha del sujeto
supuesto saber, de la transferencia, “mostrando [al analizante] que
se trata de una cosa muy diferente de las relaciones del Yo con el
41
mundo”. Quien recti ica desplaza al síntoma desde la
referencialidad hacia el saber. De este modo se produce la entrada
formal en análisis: “a partir de ese momento ya no es al que está en
su proximidad a quien se dirige, y esta es la razón de que le niegue
42
la entrevista cara a cara”. El síntoma se otri ica y pasa al diván (o a
la llamada telefónica).
Esta maniobra primordial ya implica un proceso de
lectoescritura (producción e inscripción de la conjetura) en la
medida en que la recti icación “es dialéctica, y parte de los decires
del sujeto para regresar a ellos, lo cual quiere decir que una
interpretación no podría ser exacta sino a condición de ser... una
43
interpretación”. Es que no existe ninguna pretensión de
objetividad, entendida como la adecuación de los enunciados del
yo a las cosas del mundo, sino de una verdad “intersubjetiva”
suscitada por la lectoescritura. En el caso del hombre de las ratas,
la pregunta de Freud en función del relato de Paul podría
formularse así: ¿por qué fue a devolver el dinero a la mujer del
correo si su deuda no era con ella? Frente a esta pregunta el
hombre de las ratas no tiene otra opción que “confesar” que sabía a
quién le debía. Entonces, ¿qué signi ica “no saldar la deuda”? El
camino para la historia de las deudas del padre se había abierto.
Quien propuso la noción de “recti icación subjetiva”, tan solo
unos años antes de “La dirección de la cura”, fue el epistemólogo
francés Bachelard. En el último capítulo de La formación del
espíritu cientí ico, “Objetividad cientí ica y psicoanálisis”, a irma
que no puede haber verdad desde un punto de vista psicológico
sin la recti icación de un error. Una psicología de la actitud
objetiva, cientí ica, es una historia de los errores personales. Para
llegar a un conocimiento objetivo es necesario romper
radicalmente con la idea del conocimiento sensible, con el
conocimiento inmediato que surge de nuestra experiencia vital.
“Las tendencias normales del conocimiento sensible, totalmente
animadas como están de pragmatismo y de realismo inmediatos,
44
no determinan sino un falso punto de partida”. Asimismo, dice
Bachelard, quien conoce está demasiado atado al objeto conocido
porque se le presenta como un bien, es “utilizado como un valor
[...] es la satisfacción íntima; no la evidencia racional”. Únicamente
un “fracaso”, como por ejemplo un síntoma, puede poner en
cuestión el valor puro del objeto.
¿Qué hacer para adquirir un conocimiento racional? La
propuesta de Bachelard se centra en la socialización del
conocimiento. Para acceder a la forma objetiva del fenómeno hay
que “elegir el ojo ajeno”. Además, es necesario poder distinguir
entre los errores a los que conviene buscar una causa de las
“a irmaciones gratuitas hechas sin esfuerzo alguno del
pensamiento”. Por eso es clave advertir los errores y socializarlos.
Este trabajo no puede hacerse solo, es “tan di ícil de emprender
como el psicoanalizarse a sí mismo”.
En de initiva, dice Bachelard, quien investiga debe renunciar a
sus propias ideas, a sus intuiciones, a sus imágenes:
Vivir y revivir el instante de objetividad, mantenerse sin cesar al estado naciente de
la objetivación, exige un constante esfuerzo de desubjetivación. ¡Placer supremo de
oscilar de la extraversión a la introversión, en un espíritu liberado psicológicamente
de la doble esclavitud del sujeto y del objeto! Un descubrimiento objetivo es
inmediatamente una recti icación subjetiva. Si el objeto me instruye, me modi ica.
Del objeto reclamo, como principal provecho, una modi icación espiritual. Una vez
realizado bien el psicoanálisis del pragmatismo, quiero saber para poder saber, no
para utilizar.

Este párrafo magní ico es crucial para entender la idea de Lacan.


La recti icación subjetiva, lejos de ser la subjetivación
(adjudicación) de la responsabilidad moral, es una desubjetivación
que modi ica espiritualmente a quien conoce, en la medida en que
cambia su relación con el saber y con la verdad. El sujeto debe
modi icar su subjetividad para acceder a un saber verdadero, y a
su vez, ese saber verdadero lo transforma en tanto sujeto. ¡La
inquietud de sí! La recti icación subjetiva es una “recti icación
discursiva” que se produce a partir de una renuncia personal,
intelectual y afectiva. Se transita de un conocimiento inmediato,
personal y errado, a uno mediado, otri icado y verdadero.

La demanda de análisis

Una idea muy cercana a la recti icación subjetiva es la de demanda


de análisis, más especí icamente, “la puesta en forma de la
demanda”. Ambas nociones se ocupan del problema de la entrada
en análisis, de las maniobras iniciales para abrir la pregunta por la
dimensión de saber del síntoma, e instalar la transferencia como
puesta en acto de la realidad del inconsciente.
En la “Conferencia en Ginebra sobre el síntoma”, Lacan sostiene
que antes de “acostar” a un paciente, este debe transformarse en
analizante, y para ello es necesario que se haya puesto en forma la
45
demanda. Analizante, entonces, es quien hace una demanda de
análisis, aunque esta no salga necesariamente de su boca. La nota
sobre el diván es importante porque en “La dirección de la cura”
ese pasaje estaba referido a la recti icación subjetiva, es decir que
tanto la recti icación subjetiva como la puesta en forma de la
demanda son hipótesis sobre la entrada en análisis.
¿Pero qué signi ica poner en forma la demanda? En principio,
habría que decir que la demanda de análisis no es algo “dado”,
debe realizarse una maniobra sobre el texto para que aparezca
como tal. En otras palabras, la demanda de análisis no se confunde
con el motivo de consulta. Es inconsciente, hay que leerla: “La
demanda no es explícita [...] está escondida para el sujeto [...] está
46
como debiendo ser interpretada”. Sin embargo, para que la
demanda pueda ser puesta en forma se requiere de un trabajo
sobre los motivos de consulta. No solo a través de la pregunta
clásica: ¿cuáles son los motivos de la consulta?, sino también por el
momento de la consulta –¿por qué ahora?–, y por la elección del
47
interlocutor –¿por qué a mí, un analista? Algunas veces los
pacientes nos consultan por padecimientos antiguos, en estos
casos el motivo de consulta es más enigmático. Es necesario
48
“pensar cómo se articula ese padecer con la consulta al analista”.
El ejemplo del hombre de las ratas, en este sentido, es muy valioso.
El motivo de la consulta no coincide con la demanda, pero puede
decirnos algo de ella.
Eidelsztein de ine la demanda de análisis a partir del modo en
49
que el paciente se vincula con lo que dice. El motivo de consulta
es un enunciado: “vengo a verlo por x”, pero luego está la posición
del paciente con respecto a ese enunciado, es decir, la
enunciación. “El sujeto adviene cuando se produce la apertura
entre lo que dice y la posición que asume respecto a lo que dice [...]
el sujeto se confronta a su demanda no por lo que dice sino por la
50
posición que asume respecto de lo que dice”. La posición que
alguien asume respecto de lo que dice, a diferencia de lo
estrictamente dicho, requiere de un Otro que la habilite, que
permita la apertura entre el dicho y el decir. Que se diga queda
olvidado tras lo que se dice en lo que se escucha y entiende, dice
Lacan. Este “que se diga” es la demanda. Miller, en la misma
conferencia que cité con anterioridad, llama “localización
subjetiva” a esta maniobra de comienzos de análisis, y dice que se
trata de “cuestionar la posición que toma aquel que habla con
relación a sus propios dichos. Lo esencial es, a partir de los dichos,
51
localizar el decir del sujeto [...] la enunciación”. La redundancia
sirve para mostrar el acuerdo generalizado sobre este tema. El
término “localización subjetiva” es muy pertinente, aunque quizá
sea mejor “localización del sujeto”. La entrada en análisis requiere
de recti icación y localización, y no de localización y
responsabilidad. Esto nos sirve para pensar que la demanda no es
lo que el paciente dice y el deseo el más allá de lo que se dice. Hay
tres dimensiones: lo que efectivamente se dice, la posición del
paciente con respecto a lo que dice y el más allá de la demanda: el
deseo. Esas tres dimensiones hacen cuerpo. El deseo no es
articulable pero está articulado, “suspendido en articulaciones que
52
surgen en otra parte a nivel de la demanda”.
Para que advenga el deseo hace falta primero localizar el sujeto
de la demanda, la posición que el paciente asume respecto de lo
que dice. El hombre de las ratas nos servirá nuevamente como
modelo. Luego de la recti icación subjetiva vinculada al pago de la
deuda con la mujer del correo, Paul comienza a relatar
espontáneamente la historia de su padre, su reproche por no
haber estado en el momento de su muerte y su autopercepción
como “criminal”, que se condensa en la idea obsesiva que lo
persigue desde su infancia: “mi amada me mostraría su amor si a
mí me ocurriera una desgracia: la muerte de mi padre”. Sin
embargo, rechaza enérgicamente esta idea, se de iende de la
posibilidad de que esto sea un deseo y a irma que se trata solo de
una “conexión de pensamiento”.
Yo le objeto: Si no era un deseo, ¿por qué la revuelta? — Bueno, sólo por el contenido
de la representación: que mi padre pueda morir. — Yo: Trata a ese texto como a uno
de lesa majestad; según es sabido, se castiga igual que alguien diga «El emperador es
un asno» o que disfrace así esas palabras prohibidas: «Si alguien dice. . ., tendrá que
habérselas conmigo». Yo podría, inobjetablemente, ponerle el contenido de
representación contra el cual se revolvía dentro de un contexto que excluyera esa
revuelta.53

Queda clara la posición de Paul con respecto a sus propios


dichos y la maniobra de Freud para situarla. Una vez realizado este
movimiento, el análisis prosigue con la historia de las deudas
paternas, la oposición entre el padre y el deseo, la querella entre el
amor y el odio, y, correlativamente, la constitución de un Otro
prohibidor y sádico a quien se dirige, revelado en “el doloroso
54
camino de la transferencia”. Un Otro que se concibe sin falta,
“completo” .
En un psicoanálisis se produce el desplazamiento de los hechos
a los dichos –recti icación– y de los dichos al decir –localización–.
Estas maniobras posibilitan la apertura de la pregunta por el
sufrimiento en términos de saber, del inconsciente como saber no
sabido, y, asimismo, ponen en juego la función engañosa, aunque
ineludible, del sujeto supuesto saber. El hecho de que Miller
ordene la serie de otro modo –avaluación, localización y
recti icación (entendida como responsabilidad)–, da cuenta de la
diferencia conceptual y clínica con mi propuesta. Para él la
recti icación viene después de la localización subjetiva porque el
paciente debe responsabilizarse por su posición ante el dicho. Lo
que yo sostengo es que no hace falta remitir a ninguna
responsabilidad moral por la queja. Se trata de recti icar el
discurso, de desyoicizar la conversación analítica a través del
retorno al paciente de sus propios decires, y de localizar el sujeto
de la demanda por medio de la inscripción de una conjetura
extraída del texto mismo.
Antes de inalizar, quisiera detenerme un momento en la noción
de “avaluación clínica”. Miller a irma que las entrevistas
preliminares sirven, entre otras cosas, para que el analista se
pregunte si autorizará la demanda de análisis, en sus propios
términos, si aceptará a quien consulta como analizante. En un
principio, el paciente “es un candidato y el analista, en cierto modo,
55
un jurado”. Si bien Miller centra el problema de la avaluación en el
diagnóstico, especialmente en la posibilidad de recibir la consulta
de un paciente “prepsicótico” –a quien se le debería recusar la
demanda, o en caso de aceptarla tener “el máximo cuidado para no
56
desencadenarla”–, es importante destacar la presencia de otra
noción que por su falta de rigor conceptual produjo grandes
57
extravíos clínicos: el deseo decidido. “[Si] no hay en el sujeto un
58
deseo decidido, es mejor no aceptarlo en la experiencia analítica”,
a irma Miller. Este concepto no sería tan problemático si no fuera
porque se lo entiende y se lo utiliza en su sentido más banal, como
si fuera una fuerte convicción de querer analizarse, pero con la
signi icativa diferencia de que es el analista el encargado de
evaluar si eso está presente o no. Lombardi, por ejemplo, sostiene
que es necesario un deseo decidido por parte del paciente para
que el síntoma se desarrolle en el sentido del amor al saber y
busque una solución por la vía del deseo: “proponer un análisis a
quien no tiene su deseo decidido [...] lleva frecuentemente al
59
fracaso de la propuesta [...] que desprestigia al psicoanálisis”. Qué
es un deseo decidido, nadie lo dice.
No creo que sea necesario ningún “deseo decidido” para
comenzar un análisis. Tampoco pienso que este sea condición
para que el síntoma se desarrolle en el sentido del amor al saber.
La apertura a la interrogación por el síntoma en su dimensión de
saber depende, sobre todo, de las maniobras analíticas que se
realicen. Por supuesto que existen personas que no están
interesadas en llevar adelante un proceso analítico, que no les
interesa abrir preguntas sobre su existencia, pero no veo la razón
para sostener que no tienen “un deseo decidido”, como si fuera un
atributo inherente a ellas. De hecho, utilizar un concepto tan
importante para transmitir una idea tan vaga redunda en una
degradación absoluta del concepto de deseo (que no se decide, en
todo caso se “produce”). El psicoanálisis se desprestigia por otros
motivos, no por tomar pacientes a quienes les falta un deseo
decidido. Por mi parte encuentro solo dos condiciones necesarias
para tomar a alguien como paciente: que haya un sufrimiento y
que me crea en condiciones de analizarlo.
Con mayor precisión, Eidelsztein dice que es una contradicción
postular un deseo decidido en el comienzo de un análisis, dado
que “implicaría la postulación de la existencia de un deseo de
60
remover los obstáculos para el ejercicio del deseo”. El deseo es
algo a lo que se arriba en un análisis, no algo de lo que se parte. Por
eso hablamos de demanda de análisis y no de deseo de análisis. Y
para que haya demanda de análisis se requiere del trabajo tanto
del analista como del analizante. No existe un deseo de ser
analizante. “Una demanda es analítica si posee la virtud de poner
en escena que el inconsciente es el discurso del Otro y que no hay
61
sujeto sin Otro”.
Solo hay psicoanálisis en la inmixión del sujeto y el Otro.

1 Cf. Exposto y Rodríguez Varela: 2020: 61-102.


2 1956: 9.
3 Berenguer, 2007.
4 Ibidem.
5 Miller, 2008-09: 76.
6 Cf. Miller, 2008-09.
7 Lacan, 1966: 81.
8 Cf. Eidelsztein, 2015.
9 Según pude informarme, el “lapsus original” lo cometió Miller en su curso de
orientación lacaniana de los años 87-88, Causa y Consentimiento. Allí dice, citando al
“pie de la letra” a Lacan, lo siguiente: “Siempre somos responsables de nuestra posición
de sujetos”. Unos meses más tarde Miller dio unas conferencias en Brasil que fueron
publicadas en español con el título Introducción al método psicoanalítico. Tanto en su
curso como en las conferencias de Brasil, Miller se dedicó a trabajar su noción de
responsabilidad subjetiva. Fue tal el alcance de ese lapsus que todavía hoy es más
común escuchar la fórmula milleriana que la de Lacan.
10 Lacan, 1966: 816.
11 2015.
12 Lacan, 1964-65: clase de 5 de mayo de 1965.
13 Lacan, 1969-70: 82.
14 Lacan, 1951: 213.
15 Freud, 1905 (1901): 41.
16 Damián Selci (2020) ha trabajado este problema con mucha precisión, desde una
perspectiva política, en su libro La organización permanente.
17 Cf. Lacan, 1953.
18 Freud, 1926: 207.
19 Ibidem.
20 Freud, 1917 (1916-17) b: 348.
21 Freud, 1910: 141.
22 Freud, 1915: 117.
23 Ibidem.
24 1967: 44.
25 Freud, 1925: 135.
26 Deleuze, 1971-72: 133.
27 Lacan, 1963-64: 173.
28 Lacan, 1968-70: 70.
29 Lacan, 1975-76: 18.
30 Lacan, 1972-73: 165.
31 Miller, 1987: 70.
32 Cf. Gerez Ambertín, 2020.
33 El objetivo de este capítulo es pensar las diferencias clínicas que abren los conceptos
de recti icación subjetiva y de responsabilidad subjetiva. No descartó la posibilidad de
recuperar el término “responsabilidad” para pensar problemas éticos vinculados al
psicoanálisis. Quien ha realizado una seria investigación sobre este tema fue Pablo
Muñoz (2020) en su libro Libertad y responsabilidad en la práctica del psicoanálisis.
34 Lacan, 1953: 571.
35 Ibid.: 569.
36 Ibidem.
37 Agradezco esta referencia a Agustín Kripper.
38 Freud, 1909: 137-8.
39 “La introducción del tratamiento conlleva, particularmente, que el enfermo cambie su
actitud consciente frente a la enfermedad. Por lo común se ha conformado con
lamentarse de ella, despreciarla como algo sin sentido, menospreciarla en su valor, pero
en lo demás ha prolongado frente a sus exteriorizaciones la conducta represora, la
política del avestruz, que practicó contra los orígenes de ella. Puede suceder entonces
que no tenga noticia formal sobre las condiciones de su fobia, no escuche el texto
correcto de sus ideas obsesivas o no aprehenda el genuino propósito de su impulso
obsesivo” (Freud, 1914: 154).
40 Ibidem.
41 Lacan, 1953: 570.
42 Ibidem.
43 Ibid.: 574.
44 Bachelard, 1948: 282. Todas las citas que siguen, hasta que se lo indique, corresponden
al mismo texto (282-293).
45 Cf. Lacan, 1975b.
46 Lacan, 1960-61: clase del 15 de marzo de 1961.
47 Cf. Eidelsztein, 2003 y 2003b.
48 Eidelsztein, 2003: s/p.
49 Cf. 2003 y 2003b.
50 Eidelsztein, 2003b: s/p.
51 Miller, 1987: 39.
52 Lacan citado por Eidelsztein, 2003b.
53 Freud, 1909: 142.
54 Ibid.: 164.
55 Miller, 1987: 34.
56 Ibid.: 21. Esta idea no hizo más que causar inhibición en los jóvenes psicoanalistas que
ante la posibilidad de decir algo que pudiera desencadenar una psicosis –como si fuera
algo tan sencillo- decidieron callar. Está muy bien ser cuidadoso, pero no podemos
analizar si tenemos miedo de hacerle daño a quien nos consulta. Asimismo, para que
pase algo en un análisis el analista tiene que hablar.
57 Si bien el sintagma “deseo decidido” no aparece en la obra de Lacan, la “idea” está
presente en “Televisión”: “El psicoanálisis le permitiría esperar seguramente que el
inconsciente del cual usted es sujeto pueda ser traído a luz. Pero todo el mundo sabe
que no aliento a nadie a ello, a nadie cuyo deseo no esté decidido. Mucho más -y
perdone si hablo de los ustedes de mala compañía-, pienso que hay que negar el
discurso psicoanalítico a los canallas” (1973b: 569). Parece claro que Lacan utiliza la
palabra deseo, en este contexto, en un sentido trivial. Además, que no se aliente a nadie
que no tenga una fuerte convicción de psicoanalizarse no es equivalente a rechazar su
pedido. La recusación, para Lacan, queda circunscripta a los canallas.
58 Miller, 1987: 71.
59 Lombardi, 1990: 48.
60 2013: s/p.
61 Ibid: s/p.
Amar
introducción al problema de la
transferencia

No se puede vivir del amor

Que el psicoanálisis es una experiencia de amor, como toda


verdad, es una verdad a medias. El amor a la verdad, la verdad del
amor, el amor verdadero. ¿No se trata el análisis, a in de cuentas,
de esto? En el principio fue el amor, dijo Lacan, ¿pero también es el
medio y el in?, ¿en qué medida nuestra práctica es una cura por y
para el amor?, ¿es este realmente el terreno donde se juega el
asunto? Cuestionar el lugar del amor no signi ica subestimarlo,
sino revisar su lugar en la teoría y la práctica psicoanalítica.
Todos recordamos la célebre frase de Kristeva: “ser psicoanalista
1
es saber que todas las historias terminan hablando de amor”.
¿Quién se atrevería a negarlo? Mi propósito no es ese, solo quiero
señalar su inevitable parcialidad. No se trata de sostener una
posición desengañada o indiferente, tampoco de alcanzar una
racionalidad epistémica que excluya la dimensión afectiva. Lo que
me interesa es pensar cuál es su alcance, sin caer en
sentimentalismos elocuentes o en frialdades teóricas. En una cura
analítica el amor atraviesa todas las historias, pero no toda la cura
es una historia de amor.
La pregunta por el amor en psicoanálisis gravita alrededor de un
concepto: la transferencia, algo bastante parecido al amor. A pesar
de los esfuerzos teóricos, la transferencia se convirtió en el modo
más inspirador de referirse a la con ianza, la sintonía, el rapport, la
empatía, la admiración, etc. Cuando se habla del amor de
transferencia el concepto parece desfallecer. Por eso es tan común
escuchar sintagmas como “transferencia de trabajo” o
“transferencia con la escuela”. Lo importante no es que haya un uso
impreciso de la palabra, el problema es que su concepción más
signi icativa sea olvidada. En el ámbito clínico, o se habla de
transferencia cuando hay que referirse muy inespecí icamente a la
relación entre analista o analizante, o se dice que “hay
transferencia” cuando el analista es objeto del discurso del
analizante (en sueños, por ejemplo, o en el aquí y ahora de la
relación analítica), es decir, cuando el vínculo analítico empieza a
ser un tema de conversación, como si esto fuera algo bueno en sí
mismo. El problema es que se confunde la instauración de la
transferencia, requerida para la entrada en análisis, con un
metalenguaje de la intimidad. Se concluye, precipitadamente, que
si el paciente habla sobre el analista puede pasar al diván.
En la década del sesenta Lacan ya diagnosticaba la imprecisión
en el uso de este concepto:
La transferencia, en la opinión común, es representada como un afecto. Se la cali ica,
vagamente, de positiva o de negativa. De manera general, se admite no sin
fundamento, que la transferencia positiva es el amor –aunque es preciso decir que
este término es usado en este caso de manera muy aproximativa [...] Se es más
prudente, más temperado, en la manera de evocar la transferencia negativa y nunca
se la identi ica con el odio. Se usa más bien el término ambivalencia [...] Diremos, con
más exactitud, que la transferencia positiva es cuando a quien está en juego, el
analista en este caso, lo miran con buenos ojos –y es negativa cuando le tienen
ojeriza–. Existe otro uso del término transferencia que vale la pena distinguir –se
dice, por ejemplo, que la transferencia estructura todas las relaciones particulares
con ese otro que es el analista, y que el valor de todos los pensamientos que gravitan
en torno a esa relación debe ser connotado con un signo de reserva muy particular–.
De ahí la expresión –que siempre se introduce en nota a pie de página, como una
especie de paréntesis, de suspensión, de sospecha incluso, al referirse a la conducta
de un sujeto– está en plena transferencia. Lo cual supone que todo su modo de
apercepción está reestructurado sobre el centro prevalente de la transferencia.2

Las cosas no parecen haber cambiado mucho desde entonces:


por un lado, la inquietud por los afectos del analizante sobre el
analista en función de dos polos, uno negativo –el odio o la
ambivalencia– y uno positivo –el amor–; por el otro, el
otorgamiento de un valor especial a los pensamientos referidos al
vínculo con el analista. La transferencia perdió fuerza conceptual y,
por lo tanto, clínica. Mi sensación es la de no saber bien cuál es su
importancia práctica a la hora de pensar los casos, y esto
probablemente se debe a la vaguedad a la hora de de inir otras
nociones que la atraviesan –amor, saber, deseo, pulsión, etc.–, y a
la cristalización de sus usos habituales, inclusive en el campo
académico.

Obstáculo y motor

¿Qué es, entonces, la transferencia? En un sentido muy amplio, es


el concepto que se ocupa de la relación única entre el analista y el
analizante, y el modo en que esta determina la dirección de la cura.
La transferencia explica los obstáculos de la cura que se
mani iestan a través del detenimiento de la asociación libre y
revela la posibilidad misma de la cura en función del valor único
que adquiere la palabra y el saber en la conversación analítica. La
transferencia es el mayor obstáculo y, a su vez, la condición de la
cura. Ahora bien, qué signi ica la transferencia como obstáculo y
condición para la cura analítica, no es nada evidente. El obstáculo
podría ser un amante desmemoriado como el muro imaginario
del lenguaje, y el amor podría ser una condición para saber, como
el saber una condición para el efecto amor.
En los comienzos de su práctica Freud se encontró con algunos
obstáculos en el trabajo asociativo. El más importante remitía al
hecho de que en un momento de la cura las pacientes empezaban
a desarrollar un interés muy particular por la igura del
psicoanalista: “todo lo que tiene que ver con esta persona le parece
mucho más importante que sus propios asuntos, y lo distrae de su
3
condición de enfermo”. Las pacientes se enamoraban. La
con ianza recíproca, el apego y la ternura necesarias para la
intimidad de la conversación analítica cedían su lugar a la pasión
amorosa: un sentimiento urgente, espeso y penetrante. El vínculo
entre paciente y analista se había estropeado, ya no había nada
más para decir. La asociación libre se había detenido.
Vale aclarar que Freud nunca creyó que el surgimiento del
erotismo tuviera que ver con sus dotes personales. Aunque
tampoco se preguntó con detenimiento si podía deberse al
dispositivo mismo o a su propia posición en este. Para Freud, la
causa de este extraño enamoramiento era la neurosis. La neurosis
4
es la pasión por la transferencia, supo decir Ferenczi. Esto quiere
decir que los mecanismos psíquicos del enamoramiento con el
analista coinciden con los del síntoma. De algún modo el analista
también es una formación del inconsciente. La relación se
estropea porque el analista es objeto de un “falso enlace” entre el
afecto proveniente de una representación de deseo reprimida y la
representación “analista”. Se trataba de una transferencia del
afecto, un desplazamiento del valor.
Un hecho notable es que el enamoramiento no siempre era
consciente. Para Freud era posible que una paciente lo deseara,
5
aunque no lo supiera. De hecho, era así “las más de las veces”, y
solo con el transcurso de las sesiones y gracias a las
interpretaciones del analista lograba hacerse consciente.
La siguiente de inición de Freud es muy precisa:
¿Qué son las transferencias? Son reediciones, recreaciones de las mociones y
fantasías que a medida que el análisis avanza no pueden menos que despertarse y
hacerse conscientes; pero lo característicos de todo el género es la sustitución de
una persona anterior por la persona del médico. Para decirlo de otro modo: toda una
serie de vivencias anteriores no es revivida como algo pasado, sino como un vínculo
actual con la persona del médico.6

Lógicamente, la neurosis no abandona sus producciones una


vez que comienza el análisis. La transferencia es el síntoma
neurótico producido en la experiencia analítica. Otro modo de
decirlo es que la transferencia es la neurosis en condiciones
experimentales. Es una ley, se presenta en todos los casos de
neurosis. Este hecho es fundamental porque ya sabemos que toda
neurosis hará transferencia, no hace falta ninguna manifestación
“concreta” para que se la suponga y se la interprete.
En lo que respecta al enamoramiento, la idea de Freud es que
todos los seres humanos adquirimos, en función de disposiciones
innatas y factores ambientales, un modo especí ico y sostenido de
7
amar y de desear. Cada uno de nosotros tiene un clisé que repite
de manera regular a lo largo de la vida. No es muy di ícil deducir
que las condiciones innatas y ambientales se reducen al Complejo
de Edipo. Ese clisé es una “imprenta edípica” que le vamos
estampando a las personas que amamos y deseamos. El analista
es el sustituto de un original: el padre o la madre. La transferencia
es la edipización de la relación con el analista. Esta es la razón por la
cual el enamoramiento no es el único sentimiento que se
trans iere, el analista es también objeto de sentimientos
ambivalentes (vinculados, por supuesto, a la rivalidad infantil
edípica). Durante muchas décadas el análisis se concibió como la
reproducción y recti icación de los conflictos edípicos con los
padres, encarnados en la igura del analista. “Dejá de comportarte
como un niño”, podría ser el lema del psicoanálisis practicado de
este modo.
No solo las pacientes mujeres se enamoraban de sus analistas,
los varones exhibían “la misma sobreestimación de sus
cualidades, el mismo abandono al interés de él y los mismos celos
8
hacia todo cuanto lo rodea en la vida”. En de initiva, cualquier
mortal que se acostase en un diván caería rendido ante el analista.
El enamoramiento es “el resultado inevitable de una situación
9
médica”.
Las pasiones transferenciales son las resistencias más di íciles
de sortear: “las únicas [complicaciones] realmente serias son
10
aquellas con las que se tropieza en el manejo de la transferencia”,
dice Freud. La insistencia sobre la di icultad para maniobrar con la
transferencia a lo largo de los años es sorprendente: “el más
enojoso obstáculo”, el trabajo “más di ícil”, el “máximo escolio”, “la
más fuerte resistencia”, etc. La interpretación, la traducción y el
desciframiento parecen intervenciones débiles frente a las
pasiones transferenciales; por lo tanto, no se la interpreta, se la
domina: “Es bien sabido, contra las pasiones de poco valen unos
11
sublimes discursos”. Entonces, ¿qué tipo de intervención se
requiere para domeñar a la transferencia? El trabajo interpretativo,
“la destilación de los pensamientos inconscientes a partir de las
ocurrencias del enfermo, y otras artes parecidas de traducción se
12
aprenden con facilidad; el enfermo siempre brinda el texto”; en
13
cambio, a la transferencia hay que descubrirla “por cuenta propia”
a través de indicios mínimos. El analizante no nos brinda el texto
transferencial. Su interpretación depende de una ley supuesta. Por
ejemplo, un signo de la transferencia es el silencio del analizante,
la parálisis de la asociación libre. Cuando la asociación libre se
interrumpe, “en todos los casos es posible eliminar esa parálisis
aseverándole que ahora él está bajo el imperio de una ocurrencia
14
relativa a la persona del médico”. A partir de esta interpretación
las ocurrencias ya no se deniegan, sostiene Freud, sino que se las
silencia. El conejo ya está dentro de la galera. El siguiente relato de
Estudios sobre la histeria es ejemplar:
En una de mis enfermas, por ejemplo, de pronto fracasó el procedimiento de la
presión y yo tenía razones para suponer una idea inconsciente [vinculada a la
transferencia]; tan pronto apareció la tomé por sorpresa. Le dije que por fuerza debió
haber surgido un obstáculo para la continuación del tratamiento, pero que el
procedimiento de la presión tenía por lo menos el poder de mostrar ese obstáculo, y
le apliqué la presión sobre su cabeza. Ella dijo asombrada: «Lo veo a usted sentado
aquí, en el sillón; pero eso es un disparate, ¿qué puede signi icar?».15

¿No dice el texto que el propio Freud era el obstáculo? En todo


caso, lo que queda claro es que la transferencia surge en el
momento de mayor resistencia, cuando en el proceso analítico
uno se aproxima al núcleo patógeno. Es el arma más poderosa de
la resistencia. En ese momento, dice Freud, no puede menos que
estallar el combate entre analizante y analista, entre repetición y
16
recuerdo. ¿Qué hacer en este escenario? Para dominar la
transferencia y transformarla en un motivo para recordar, el
17
analista debe “dar tiempo”, se le concede el derecho de ser
tolerada, no se la prohíbe ni se la satisface, se la utiliza para los
propios ines. Dejamos que la transferencia se despliegue con
plena libertad para que el analizante “esceni ique para nosotros
todo pulsionar patógeno que permanezca escondido en [su] vida
18
anímica”. En estos casos nos encontramos ante la feliz
coincidencia entre los preceptos morales y los requerimientos
técnicos. El analista se abstiene de satisfacer la demanda amorosa
del paciente, permite que la misma subsista como fuerza
productiva para el trabajo analítico y se asegura de que no se
satisfaga mediante sustitutos. “Es que uno no podría ofrecer otra
19
cosa que subrogados”. Es el motor mismo de la cura. El in último
es reconducirla desde la situación presente con el médico hacia
sus orígenes inconscientes, transformar la repetición en
20
recuerdo. Podría resumirse la maniobra sobre la transferencia
del siguiente modo: en un primer momento se la sitúa a partir de
la resistencia y en un segundo momento se la reconduce al
pasado.
Queda claro que la transferencia no es solo un obstáculo,
también es la herramienta más importante con la que cuenta el
21
analista, es el “auxiliar más poderoso”. A partir del trabajo sobre la
22
transferencia se adquiere “la sensación de convencimiento” en
las interpretaciones, porque permite agarrar a la neurosis en
flagrancia, con las manos en la masa. Por esta razón Freud
concluye que no conviene hablar de transferencia a secas, es
preciso dividirla en transferencia positiva (amor y erotismo) y
negativa (odio). La transferencia es resistencia si es positiva-
erótica o negativa. Cuando se interpreta la transferencia, es decir,
cuando se la reconduce a sus fuentes edípicas, “sólo hacemos
desasirse de la persona del médico esos dos componentes de
sentimiento [erotismo y odio]; en cuanto al otro componente
susceptible de conciencia y no chocante, subiste y es en el
23
psicoanálisis [...] el portador del éxito”. Lo que resta de la
interpretación, la transferencia positivo-amorosa, es el único
medio que tenemos para influir sobre la neurosis. La relación con
el médico es lo que decide el éxito de la cura y no el discernimiento
intelectual en si mismo. La transferencia reviste al analista de
“autoridad y presta creencia a sus comunicaciones y
24
concepciones”. Ningún argumento vale sin semejante apoyo, “un
ser humano es accesible también desde su costado intelectual
únicamente en la medida en que es capaz de investir
25
libidinalmente objetos”. El psicoanálisis también se sirve de la
sugestión, pero entendida en un sentido amplio como la capacidad
de modi icar los textos por medio de los fenómenos
transferenciales; es decir, de nuestra posición vacilante con
respecto al saber.
Freud sostiene que a medida que se desarrolla la cura toda la
producción sintomática “se concentra en un único lugar, a saber, la
26
relación con el médico”. La transferencia va adquiriendo tal
importancia que el trabajo sobre los recuerdos queda en segundo
lugar. De este modo, el psicoanálisis crea una nueva neurosis que
sustituye a la original: la neurosis de transferencia. “Todos los
síntomas del enfermo han abandonado su signi icado originario y
se han incorporado a un sentido nuevo, que consiste en un vínculo
27
con la transferencia”, “todos los conflictos tienen que librarse en
28
de initiva en el terreno de la transferencia”. En esta nueva versión
de la neurosis el analista “se encuentra en el interior en posición
particularmente ventajosa, porque es uno mismo, el que, en
29
calidad de objeto, está situado en su centro”. La neurosis de
transferencia es lo que puede curarse. El in del análisis coincide
con su desmontaje. El psicoanálisis crea una enfermedad arti icial,
un “reino intermedio entre la enfermedad y la vida, en virtud del
30
cual se cumple el tránsito de aquella a esta”. El analista da tiempo
y de este modo permite el desarrollo de una enfermedad que
luego se ocupará de curar, habilita el surgimiento de su propio
objeto de intervención. Lleva la neurosis a un terreno compartido,
convierte al síntoma en algo posible de ser interpretado. “Nadie
31
puede ser ajusticiado in absentia o in ef igie”. En la neurosis de
transferencia el analista se encuentra estratégicamente ubicado
adentro del síntoma, e interviene desde allí con el poder exclusivo
que la transferencia le otorga a su palabra. El analista está al
interior de un texto que él mismo produce e interviene junto al
analizante. La idea de transferencia es lo que impide que el
psicoanálisis se transforme de initivamente en una psicología. Un
psicoanalista no puede hacer psicología, entendida aquí como la
objetivación y producción de saber sobre el sufrimiento “psíquico”,
porque forma parte del síntoma. Estamos mucho más cerca de ser
buenos lectores que expertos sobre los padecimientos mentales o,
en un sentido aún más general, sobre los modos de vida.
El análisis no crea la transferencia, sino que la habilita. Freud
insiste con la idea de que la transferencia es una creación de la
neurosis y no del dispositivo o de su propia posición en el
dispositivo. “La cura psicoanalítica no crea la transferencia;
32
meramente la revela”, “ni la conducta [del médico] ni la relación
33
nacida de la cura la justi ican”, “no nos parece que la situación de
la cura avale el nacimiento de [la transferencia] más bien
conjeturamos que toda esa proclividad del afecto viene de otra
34 35
parte”, etc.
Estamos en condiciones de resumir lo trabajado hasta aquí y
analizar la transferencia en sus múltiples dimensiones:

1. En su dimensión fenoménica la transferencia es el modo en


que el paciente se vincula afectivamente –inconsciente y
conscientemente– con el analista. El vínculo entre ambos
adquirirá una importancia gravitante en el desarrollo de la
cura.

2. En su dimensión clínica es el motor de la cura y el mayor


obstáculo. A medida que se desarrolla el tratamiento todos los
síntomas y todos los conflictos adquieren un signi icado
transferencial, dando lugar a una enfermedad creada por el
propio psicoanálisis: la neurosis de transferencia. Este “reino
intermedio” entre la vida y la enfermedad es lo que permite al
analista –al interior del síntoma y como objeto de la neurosis–
intervenir con mayor e icacia.
3. En su dimensión metapsicológica es la edipización del vínculo
con el analista, la sustitución de una igura edípica por la
persona del analista. De este modo, un vínculo del pasado se
vive como algo actual, un espejismo como algo real.

4. En su dimensión teórico-causal la transferencia es una


creación de la neurosis. El psicoanálisis no la crea, sino que la
revela y habilita su desarrollo. En este sentido, es una ley, algo
necesario, se da en todos los casos.

Cuestiones

Es momento de señalar los múltiples problemas de esta noción. La


mayor di icultad quizá sea que Freud presentó la transferencia
como un fenómeno unidireccional, que comienza en el analizante
y termina en el analista. ¿Por qué nunca se preguntó por la
transferencia del analista? Es di ícil saberlo, aunque es probable
que esto se relacione con la falta de preguntas sobre la neurosis (o
la psicosis o la perversión) del analista. Todo indica que Freud no
consideró que el o sus colegas pudieran ser neuróticos. La
neurosis y la transferencia estaban muy vinculadas entre sí como
para no preguntarse por una si participaba la otra.
Esto también explica por qué tuvieron que pasar cincuenta años
para que los analistas, en tanto comunidad, se interrogaran sobre
este asunto. Freud no se interesó por los afectos del analista hacia
el paciente, excepto por la mención, casi al pasar, de la
contratransferencia. Sin embargo, esta noción, como bien insinúa
su nombre, no se ocupa de la transferencia del analista sino de sus
reacciones a la transferencia del paciente. El esquema sigue
teniendo un punto de origen: el analizante. ¿Debemos agregar otro
punto de origen? ¿Es provechoso seguir distinguiendo las
transferencias del analista y del analizante, o conviene pensarlas
como dos fenómenos de una misma estructura, como una “co-
36
vibración semiótica”? Freud y muchos de sus seguidores no
pensaron que el dispositivo en sí mismo o su posición en el
37
dispositivo pudieran despertar los fenómenos observados.
Tuvieron que pasar algunas décadas para que se formularan las
preguntas por la transferencia del analista, y en un sentido más
general, por la influencia del “ambiente psicoanalítico” (regla
fundamental, uso del diván, etc.) en la producción de los
fenómenos transferenciales. Horney, Macalpine, Alexandre y
Nunberg fueron algunos de los psicoanalistas que más trabajaron
38
estas cuestiones.
La obra de Lacan nos permitirá pensar mejor qué del propio
dispositivo alimenta la transferencia y qué de la posición del
propio analista la convierte en una ventaja o en un obstáculo. La
pregunta, en de initiva, es por el modo en que los analistas
participamos en los síntomas de nuestros analizantes: el deseo del
analista en cuestión. Si bien Freud dijo que la neurosis de
transferencia llevaba al analista al interior de la neurosis y lo
convertía en objeto del síntoma, siempre pensó que el
inconsciente es únicamente “propiedad” de su autor: el paciente. El
analista es meramente un receptor de las emisiones –pulsiones,
fantasías, complejos, etc.– del analizante, y, por lo tanto, participa
de la escena con la condición de poder salirse de ella, observarla
39
desde afuera e interpretarla. La discrepancia es entre interpretar
la transferencia –fuera del texto– o interpretar en transferencia –
al interior del texto–. Desde mi investigación, desear es la función
analítica sobre la que gravitan los interrogantes y los problemas
relacionados a la participación tanto del analista como del
analizante al interior del texto que entre ellos se produce, se lee y
se escribe. No podemos “elidir al analista del texto de la
40
experiencia que interrogamos”.
Como había mencionado, al asumir que la transferencia era una
ley no hacía falta ningún indicio para que el analista la
interpretara: “en virtud de las peculiaridades de la transferencia
41
[las hipótesis] se sustraen a la prueba”, se la descubre “por cuenta
propia”. El caso Dora es ejemplar: sin que haya dicho ni una palabra
acerca de su vínculo, Freud conjeturó que ella querría ser besada
por él. Donde hay humo, hay fuego, pero ¿quién echó la leña?
Interpretar la transferencia signi icaba, en primer lugar, llevar la
conversación analítica al aquí y ahora del vínculo entre analista y
analizante –“tú me amas”, “tú me odias”–, para después
reconducirla a su verdadero origen edípico. El engaño es doble:
aunque no lo sepas tú me amas y me odias, aunque no lo sepas, en
verdad, ese amor y ese odio están dirigidos a tus padres. Strachey
42
plantea estas dos fases con mucha claridad: en un primer
momento el analista intenta que el paciente tome conciencia de
que una pulsión del Ello está dirigida hacia él; en un segundo
momento le hace distinguir entre el objeto fantaseado –los padres
de la niñez– y el objeto real –el analista–. “La confrontación entre
el pasado y el presente, entre la fantasía real y la realidad, es, según
43
Strachey, el recurso más importante del tratamiento”.
En función de esto es más fácil comprender por qué a Freud la
transferencia se le presentaba como un combate, como una
querella imaginara que se libraba en torno a los afectos. De hecho,
a partir de la idea de “neurosis de transferencia” –no en el sentido
nosográ ico, sino en el técnico– consideró que a lo largo del
tratamiento todos los síntomas debían adquirir un signi icado
transferencial, es decir que tenían que explicarse en función del
vínculo con el analista. Finalmente, se creyó que debía librarse la
batalla en el terreno del yo y el tú. Lo que no se pensó es que tal vez
la batalla comenzaba justamente por llevarla a ese terreno. “El
conflicto mental que trae el paciente, dice Etchegoyen, se
transforma en un conflicto personalístico, cuando el analista
44
interviene para movilizarlo”.
El psicoanálisis como un campo de batalla, como un combate
entre analista y analizante, adquirió carta de ciudadanía a través
del “análisis de las resistencias”. El aspecto “intelectual” del análisis
–hacer consciente lo inconsciente– se volvió secundario con
respecto a la dimensión afectiva –abolir las resistencias–. Quien se
resistía, obviamente, era el paciente. Reich, por ejemplo, tenía la
idea de que la transferencia positiva del comienzo del análisis era
en verdad una defensa contra la transferencia negativa latente,
una defensa contra el odio, o un anhelo narcisista de ser querido
45
que la desilusión terminaba por convertir en hostilidad. Analizar
las resistencias era interpretar la transferencia negativa “debajo”
de las defensas caracterológicas del yo. Tomados por el delirio
pasional de la transferencia edípica, los analistas convirtieron sus
consultorios en los rings de los afectos mudos. Tú y yo, el odio y el
amor, tu resistencia y mi coraje. ¿Por qué siempre se temió
intelectualizar el análisis pero nunca pasionalizarlo? Creo que lo
mejor es tomar el consejo lacaniano: “Les ruego a cada uno de
ustedes que, en el interior de su propia investigación de la verdad,
renuncien radicalmente a utilizar una oposición como la de
46
afectivo e intelectual”. Lo importante, dice Lacan, es que el sujeto
que va a un analista a investigar su verdad se encuentra en una
posición de ignorancia. Esta es la verdadera disposición a la
transferencia. Por lo tanto, no se trata de la deslucida distinción
entre lo intelectual y lo afectivo –donde la transferencia sería el
aspecto pasional de un psicoanálisis y la interpretación lo
intelectual, el chimney sweeping y la talking cure, etc.– sino de tres
nociones –el amor, el deseo y el saber– que se articulan de modos
múltiples y diversos.
Freud asumía que las pacientes se enamorarían de él, y muchas,
en efecto, lo hacían, pero este fenómeno clínico hoy no se veri ica,
no es lo más común que los pacientes se enamoren de sus
analistas, tampoco que los odien. Es más, interpretar un
enamoramiento “inconsciente” parece un grave error. ¿Por qué las
pacientes se enamoraban de sus analistas? ¿Es posible que la
propia posición freudiana colaborara con semejantes fenómenos
pasionales? ¿No es este desplazamiento del combate hacia el
terreno del yo y el tú particularmente propicio para
desencadenarlos? ¿Qué signi ica “amar” al interior de la cura
analítica? ¿Nos referimos a los fenómenos pasionales que
describieron los analistas? ¿Por qué llamar a lo que sucede entre
analista y analizante una relación de amor?
La idea de que la transferencia era la repetición de un vínculo
pasado y, por lo tanto, un espejismo, llevó a los analistas de la
segunda generación a centrar el tratamiento en la divergencia
entre el pasado y el presente, entre lo ilusorio y lo real. “Usted se
comporta de manera ineducada e irracional, me trata como a su
padre, pero eso es una ilusión, nuestra relación real, aquí y ahora,
tiene determinadas características a las que debería adaptarse”.
Fue Alexander y la Escuela de Chicago quienes consolidaron a la
transferencia como “la repetición neurótica, en la relación con el
analista, de un modelo de conducta estereotipado inadecuado,
47
basado sobre el pasado del paciente” que no se ajustaba a la
realidad y al presente. El analista debía dar al analista pequeñas
48
“dosis de realidad”. La transferencia fue entendida como lo
infantil y lo irracional de la conducta, y el objetivo del análisis que
el analizante pudiera comportarse de manera adulta y racional
tanto en el análisis como en la vida misma . Alexander, por
ejemplo, consideró que la cura debía centrarse en el “en el
49
presente y en la realidad extra analítica” y no en el vínculo con el
analista (neurosis de transferencia).
En resumen, muchos analistas creyeron que eran lo
su icientemente normales, maduros y realistas, no solo para
ignorar la pregunta por su propia capacidad de transferir, sino
también para creer que ellos mismos podían proponer el modelo
de un vínculo “sano”. Además, ¿cuáles afectos serán considerados
transferenciales y cuáles no? ¿Cuándo un afecto está justi icado en
términos adultos y racionales? ¿Cómo puede la palabra del analista
ser el principio de realidad?

La transferencia de la transferencia
Las teorizaciones de Lacan sobre este concepto se caracterizan, a
mi entender, por dos “transferencias” que franquean su obra: en
primer lugar, el desplazamiento clínico de la pregunta por la
transferencia del analizante hacia la interpelación por la posición
del analista. El analista al banquillo: “nos dimos cuenta de que la
complejidad de la cuestión de la transferencia de ningún modo se
podía limitar a lo que sucede en el sujeto llamado paciente [...] se
plantea la cuestión de articular [...] lo que debe ser el deseo del
50 51
analista”. Lacan muestra la “otra cara” de la transferencia al
a irmar que lo que debemos pensar con seriedad es el deseo del
analista. En segundo lugar, el desplazamiento conceptual desde el
amor hacia el deseo y el saber. El amor no es la sombra de la
transferencia, es un afecto esperable en función de cómo está
estructurado el dispositivo analítico. No es que el amor pierda
importancia como fenómeno, sino que Lacan encuentra una
dimensión “transfenoménica” que explica mejor los problemas
transferenciales a partir de dos conceptos: deseo del analista y
sujeto supuesto saber.
En “Intervención sobre la transferencia” Lacan muestra muy
tempranamente su inquietud por la parte que le toca al analista en
este fenómeno. Dice allí que el psicoanálisis “conserva una
dimensión irreductible a toda psicología considerada como una
52
objetivación de ciertas propiedades del individuo”. Los analistas,
sostiene Lacan, se convencieron de que eran observadores
externos y neutrales de los síntomas, las fantasías y los complejos
del paciente, pero al omitir su participación en los hechos sobre
los que intervenían, no hicieron otra cosa que tratar a sus
pacientes como cosas. El psicoanálisis, inalmente, había creado
un nuevo hombre: el homo psychologicus.
Que el psicoanálisis se convierta en una psicología no es tan
extraño, solo hace falta que el analista haga tres cosas: que omita
su participación –teórica, práctica y subjetiva– en el fenómeno,
que haga algunas inducciones y que confunda su consultorio con
el mundo. Una generalización a partir de una muestra tan
pequeña sirve únicamente para celebrar un prejuicio.
La objetivación del sujeto es el motivo por el cual Lacan empieza
planteando al análisis como un vínculo intersubjetivo que no debe
confundirse con la relación entre el yo y el tú. El análisis no se
reduce al entre dos. La relación intersubjetiva es determinada y se
articula por la incidencia de lo simbólico que “trasciende“ a los
participantes de la misma y los articula a partir de leyes capaces de
ser formalizadas. La transferencia no es ni del analizante ni del
analista, sino que ambos se encuentran tomados por una
imparidad.
Otra idea fundamental de la intersubjetividad lacaniana es que
la presencia del analista es inseparable del concepto de
inconsciente. Forma parte de él y no puede pensarse sin este. No
hay inconsciente sin analista. Cuando piensa el sueño, por
ejemplo, Lacan propone que el analista es causa y parte del
mismo, y que, en este sentido, el inconsciente es aquello que es y
no es del analizante (¡porque también es del analista!). Una
formación del inconsciente es una immixtion entre el sujeto y el
53
Otro. Esta es la idea que nunca abandonará y que será
fundamental para pensar el problema de la transferencia de inida
54
como “la puesta en acto de la realidad del inconsciente”.
El analista es quien con su mera presencia abre la dimensión del
diálogo. Un psicoanálisis no es mucho más que un intercambio de
palabras. Parece una obviedad, pero no nos cansamos de escuchar
relatos clínicos que parecen monólogos por el silencio sepulcral de
los analistas, o malas performances teatrales debido a la
idealización del acto y del cuerpo real entendidos trivialmente. El
asunto es que en un psicoanálisis no solo se habla, se lo hace
desde un lugar especí ico en función de una escucha especí ica.
Un caso no está en ninguna boca, por lo que no se trata de que
alguien hable y el otro escuche e interprete objetivamente un
material dado. La escucha ya contamina el material, o, mejor dicho,
ya produce un material necesariamente contaminado. No existe
algo así como un material dado que se ofrece a la interpretación. El
texto se hace a partir de una función ético-técnica que llamé
habilitar. No hay neutralidad, y es mejor estar advertido de ello.
Quizá aquí sea necesario aclarar que la equivalencia valorativa que
se monta sobre el texto no supone ninguna neutralidad u
objetividad porque implica un modo único de producción de
textualidad con sus características particulares. El texto analítico
es un forzamiento que se produce sobre el discurso “corriente” en
función de la hipótesis del inconsciente.
El psicoanálisis es una experiencia dialéctica que prosigue su
curso según “las leyes de una gravitación que le es propia y que se
55
llama la verdad”. La dimensión de la verdad ingresa en lo real,
entre sujeto y Otro, a través de inversiones que se producen por
recti icaciones discursivas. Se distingue de la exactitud porque
esta pretende bastarse a sí misma, referir al dato duro, a los
hechos “en tanto tal”. En cambio, la verdad remite al modo en que
los hechos habitan en una red discursiva que les da su valor. Lo
que sabemos los psicoanalistas es que no hay hecho humano que
no esté atravesado por una red discursiva y, por lo tanto, que no
esté ya-siendo-interpretado. “No hay hechos, solo
interpretaciones” podríamos decir, siempre que esto no nos lleve a
un totalitarismo epistemológico ni a un relativismo ingenuo donde
se crea que cada quien interpreta según su forma de ver el mundo.
En este contexto, la transferencia será de inida “como una
56
entidad totalmente relativa a la contratransferencia”, y la
contratransferencia como “la suma de los prejuicios, de las
pasiones, de las perplejidades, incluso de la insu iciente
información del analista”. En su cara resistencial, la transferencia
indica los errores en la posición del analista, inclusive el de querer
el bien del paciente (probablemente el error más común). Por lo
tanto, el enamoramiento y el odio no son fruto de la neurosis, sino
de una incorrecta posición del analista en función de la
contratransferencia. La resistencia es del analista. La transferencia
“no es nada real en el sujeto [...] no remite a ninguna propiedad
misteriosa de la afectividad [...] no toma su sentido sino en función
del momento dialéctico en que se produce”: cuando el analista
pierde su posición de “puro dialéctico”. En este sentido, interpretar
la transferencia no es más que “llenar con un engaño el vacío de
ese punto muerto”.
La transferencia también puede leerse a partir de los registros
imaginario y simbólico. En el Seminario 1 Lacan los presenta como
dos modalidades discursivas, dos polos en los que se ejerce el
intercambio de palabras. Por un lado, el polo imaginario, el de la
conversación cotidiana, que puede presentarse bajo diversas
modalidades como “el llamado, la discusión, el conocimiento, la
57
información”, o cualquier otro intercambio que suponga un
referente, es decir un objeto exterior sobre el que habría que llegar
a un acuerdo (¡la realidad!). En este tipo de comunicación la
palabra tiene la función de mediar entre el yo, el otro, y el mundo
exterior, real y objetivo. La resistencia se encarna en este sistema.
El lenguaje nos arrastra hacia su propio más allá referencial, por
eso las conversaciones tienden a la comprensión, no solo sobre lo
que se dice sino sobre lo que se quiere decir en lo que se dice: “me
dices X, pero lo que me quieres decir es Y, cuando deberías
preocuparte por Z”. Para Lacan este es el modo en que los analistas
solían llevar los análisis: en el eje imaginario, del yo y el tú, de la
comprensión, del aquí y ahora, del presente y la realidad.
Pero existe otra dimensión del diálogo en la que se asienta la
conversación analítica y en donde la palabra adquiere otro valor: el
eje simbólico. Este es el vector del sujeto y del Otro, en donde se
58
constituye “otra faceta de la palabra que es la revelación”, aquella
59
que “realiza la verdad del sujeto”. “La palabra plena es la que hace
acto. Tras su emergencia uno de los sujetos ya no es el que era
60
antes”. Decir una verdad –que una verdad se diga– es atravesar
61
un punto de no retorno. La regla fundamental que instaura la
transferencia simbólica apunta a la disolución de los yoes y de los
cuerpos (piénsese en el diván) para que pueda surgir la dimensión
de un “eso habla”. La transferencia indica el pasaje de una verdad
constitutiva, de una supuesta realidad exterior, a una verdad
inmanente al discurso, que habita en el texto mismo y no en un
“más allá”. La palabra “surgir” puede resultar engañosa, ya que no
se trata de algo que surja por sí mismo, por el mero hecho de
hablar. Se requiere de la habilitación de un determinado tipo de
texto y de su posterior lectura y escritura. Lo que nos enseña la
transferencia, en todo caso, es que tanto la lectura como la
escritura se producen al interior del texto. No se puede salir de allí
porque no hay fuera de texto, y, por lo tanto, no hay fuera de la
transferencia.
La idea de Lacan es que la transferencia se mani iesta como un
62
obstáculo cuando se produce “un giro súbito” en la conversación
analítica desde el eje simbólico hacia el eje imaginario. ¿Por qué se
produce este cambio en la dimensión de la palabra? En principio,
63
la “resistencia emana del proceso mismo del discurso”. Como
dije, el discurso tiende hacia el eje imaginario. El analista que no
esté advertido –o que directamente oriente su práctica hacia allá–
puede dejarse arrastrar por esa tendencia. Además, la resistencia
aumenta con la proximidad a la formulación del algo “más
64
auténtico, más candente”. Esta es una idea bien freudiana: cuanto
más nos acercamos a lo reprimido, mayor es la resistencia.
Observen ustedes lo paradójica que es la posición del analista. Es en el momento en
que la palabra del sujeto es más plena cuando yo, analista, podría intervenir. ¿Pero
sobre qué intervendría?: sobre su discurso. Ahora bien, cuanto más íntimo le es al
sujeto su discurso, más me centro yo sobre este discurso, más me siento llevado, yo
también, a aferrarme al otro, es decir, a hacer lo que siempre se hace en ese famoso
análisis de las resistencias, buscar el más allá del discurso, más allá, piénsenlo bien,
que no se encuentra en ningún sitio.65

El giro repentino en los ejes discursivos produce el silencio del


analizante y la aparición súbita de la presencia del analista. El
analista es testigo del cierre del inconsciente. ¿Cuál es la relación
entre esta presencia y la requerida para el surgimiento del
inconsciente? La presencia del analista, en este contexto, se da por
el pasaje del “eso habla” al “yo hablo”, del proceso de historización
al hic et nunc, “situación en la que el sujeto se extravía en las
maquinaciones del sistema del lenguaje, en el laberinto de los
66
sistemas de referencia”. En un principio pareciera que la
presencia del analista no es más que la aparición repentina y
violenta de su yo y de su cuerpo. No obstante, Lacan dice que es
algo di ícil de de inir, como un “misterio que mantenemos a
distancia” para darle a nuestro mundo “su consistencia, su
67
densidad, su estabilidad vivida”. El sentimiento de la presencia,
agrega, es algo que tendemos a olvidar. Dicho esto, está claro que la
presencia del analista no puede reducirse a su dimensión
imaginaria. ¿Qué es esa presencia real?
La transferencia como obstáculo se centra en la tensiones
eróticas y agresivas del eje imaginario. La cuestión del amor
pasional de transferencia se sitúa en el plano “del yo y del no-yo, es
68
decir, en el plano de la economía narcisista del sujeto”. En
cambio, la transferencia como condición y motor de la cura
quedará ubicada en el registro de lo simbólico. La transferencia
69
simbólica es “el acto de la palabra”, el hecho de que la palabra no
remite ya a ninguna realidad sino a otra palabra, hasta llegar al
acto mismo de su enunciación. En la transferencia simbólica
“debemos analizar las palabras por capas sucesivas, debemos
70
buscar sus sentidos múltiples entre líneas” hasta desembocar en
una palabra que diga una verdad del deseo. No se trata entonces
de un comportamiento ilusorio ni de la proyección en el presente
71
del pasado. Nada más inútil que mostrarle al paciente que los
sentimientos que tiene hacia el analista son un engaño porque en
verdad están dirigidos a sus padres. Interpretar la transferencia es
enfrentar dos espejos para mostrar sus reflejos in initos. Además,
el analista no le ofrece al sujeto ningún tipo de saber –ni siquiera
el transferencial–, sino que lo guía “hacia las vías de acceso a ese
72
saber”.
Cuando hay transferencia simbólica “algo sucede que cambia la
73
naturaleza de los dos seres que están presentes”. ¿De qué manera
quedan transformados el analista y el analizante? En principio,
dije, la instauración de la transferencia simbólica disuelve los yoes
y los cuerpos participantes, aunque la cosa no termina allí. La
palabra verdadera habilitada por la transferencia simbólica
produce una transmutación en el sujeto y, por lo tanto, en el
analizante. ¿Y el analista?, ¿no queda también tocado en su
subjetividad cuando una verdad es dicha? ¿No se cura un analista
74
también mientras analiza?
La transferencia simbólica es lo que le da el valor a la palabra en
un psicoanálisis. Es un hecho clínico que la palabra en el
consultorio adquiere un valor especial. Con frecuencia
escuchamos que los analizantes se sorprenden por decir o
escuchar algo que ya había sido dicho o escuchado pero que no
había tenido ningún efecto. ¿Por qué acá? ¿Por qué ahora? Porque
el analista ocupa el lugar del Otro, del orden simbólico y de
aquellos quienes lo encarnaron para el analizante. De este modo
habilita el surgimiento del sujeto y la elevación de la palabra a la
dignidad de lo verdadero. Se transforma en el tiempo del análisis:
[...] la palabra actual, como la palabra antigua, está en el interior de un paréntesis en
el tiempo, dentro de una forma de tiempo, si me permiten la expresión. Siendo
idéntica la modulación de tiempo, la palabra del analista tiene el mismo valor que la
palabra antigua. Este valor es valor de palabra. No hay aquí ningún sentimiento,
ninguna proyección imaginaria.75
La transferencia no es el desplazamiento de los afectos edípicos
hacia el analista, lo que se trans iere es el valor de la palabra del
Otro a la conversación analítica. Es importante decir que la
transferencia simbólica se posibilita gracias a la hipótesis del
inconsciente y a la correlativa propuesta técnica de la asociación
libre. En el juego del discurso “libre” se abren las vías para que
confluyen en el analizante “esa fecunda equivocación en la que la
76
palabra verídica confluye con el discurso del error”. La verdad
surge de la equivocación.
Por último, ¿qué se hace con la transferencia imaginaria si no se
la interpreta? La respuesta de Lacan recuerda la idea freudiana: dar
tiempo. Lacan dice que “es preciso esperar”. Hay que tomarse el
tiempo necesario para que el analizante desarticule de su vínculo
imaginario con el analista “la duración propia de algunos
automatismos de repetición, lo cual les brinda, de algún modo,
77
valor simbólico”. En de initiva, la transferencia imaginaria no se
interpreta, se lee de forma oblicua con el in de darle su estatuto
signi icante.

El bien y el deseo

Unos años más tarde, en el Seminario 8, Lacan arremeterá contra


la lectura del concepto de intersubjetividad llevada a cabo por “esa
especie de universitarios que no saben escapar a su condición
sino aferrándose a términos que les parecen levitatorios, a falta de
78
captar la conexión de estos allí donde sirven”. La noción de
intersubjetividad le había servido para revisar la tendencia a la
imaginarización de los análisis. Los analistas habían transformado
el psicoanálisis en una psicología al reducir al sujeto a sus
propiedades objetivables, y habían olvidado el carácter dialéctico
de la cura analítica. Pero ahora Lacan se encuentra con una nueva
di icultad: los análisis orientados en función de la
contratransferencia. El concepto de intersubjetividad no fue
abandonado por Lacan porque haya hecho una modi icación
radical en su teoría, sino por la mala lectura que se había hecho de
este. Un análisis no es una relación intersubjetiva, como lo
entendieron “los universitarios”, porque las posiciones del analista
y del analizante son asimétricas: existe una franca disparidad
entre ambas. En un análisis hay solo un sujeto que, está claro, no
coincide con el analista, aunque (y esto tal vez nos traiga más
di icultades) tampoco coincide estrictamente con el analizante. La
experiencia analítica comienza cuando se suspende la
intersubjetividad.
La clínica de la contratransferencia, de la que hablaré en detalle
en el próximo capítulo, puede resumirse en que el analista
interviene desde el lugar de sujeto creyendo que desde su
particular sensibilidad podría leer mejor el sufrimiento del
paciente:
[es] lo que justi ica el estremecimiento que nos recorre ante las expresiones de
moda referentes a la contratransferencia, contribuyendo sin duda a enmascarar su
impropiedad conceptual: piensen qué testimonio damos de elevación de alma al
mostrarnos en nuestra arcilla como hechos de la misma que aquellos a quienes
amasamos.79

Desde el lugar de sujeto el analista cree que puede calcular la


combinatoria del otro en función de la propia combinatoria. ¡En
de initiva, es un mortal como yo! “Un sujeto, dice Lacan, es alguien
80
a quien podemos imputar nada menos que ser como nosotros”.
No hay peor error para un analista que creer que a partir de sus
sentimientos u ocurrencias puede comprender el sufrimiento del
paciente, por más que haya pasado décadas en un diván. Por eso
las interpretaciones desde el inconsciente deben ser revisadas. Los
analistas “de la contratransferencia” se convencieron de que a
través del propio inconsciente podían captar el inconsciente de
sus pacientes. “Sólo lo igual puede conocer lo igual, sólo puede
81
conocerse en otro lo que es propio en uno mismo”, a irmó Racker.
Analistas: ¡no hay empatía!, ¿acaso no sienten cómo aprietan los
zapatos del otro? Esto no signi ica que seamos antipáticos,
silenciosos y persecutorios. Se puede ser hospitalario sin ser
empático. Nuestra única idelidad tiene que ser con el texto. Leer al
pie de la letra. Esto signi ica que debemos pensar con el texto,
recorrerlo, cortarlo y escribirlo, soportando su ajenidad. No hay
que tomar este problema a la ligera, nada más di ícil que ser
hospitalario con la inevitable extranjeridad del Otro. Estamos
tomados por máquinas de producción de sentido, de re-
conocimiento, de identi icación y, por lo tanto, no parece
conveniente pensar que el análisis personal nos habilitaría a usar
nuestros sentimientos y pensamientos espontáneos como criterio
de lectura. Hay que desmontar las máquinas cada vez.
A partir de la crítica a la intersubjetividad (un análisis se funda
en la disparidad subjetiva) y del concepto de situación analítica (“es
82
la situación más falsa que haya” ), Lacan revisa el concepto de
amor de transferencia tomando como referencia el modelo griego
del amor masculino en las iguras del ἐρώμενος (erómenos o
amado) y del ἐραστής (erastés o amante).
Asimismo, Lacan se sirve de la igura de Sócrates como modelo
de la posición del analista por varias razones: en primer lugar,
porque la experiencia socrática es una experiencia dialéctica, “una
experiencia de los efectos imperativos de la interrogación como
83
tal”. La suspensión del saber, la ignorancia advertida y la pregunta
como principio, forman parte de los fundamentos tanto de la
posición socrática como de la analítica. En segundo lugar, porque
la ciencia (episteme) socrática considera que la verdad se engendra
en la dimensión exclusiva del discurso, en la “coherencia interna
que está ligada, o que él cree ligada, a la sola, pura y simple,
84
referencia al signi icante”. Como se anticipaba en la noción de
transferencia simbólica: “un deseo de discurso in inito [...] de
85
discurso revelado”. En último lugar, por la posición atópica de
Sócrates con respecto al deseo, por ese lugar inclasi icable que los
analistas deben ocupar.
El psicoanálisis parte de la dimensión de la ignorancia, de un “no
se sabe”. El amado es aquel que no sabe lo que tiene, y el amante,
aquel que no sabe lo que le falta. El asunto es que aquello que el
amado no sabe que tiene no es lo que al amante le falta. Lo que
uno tiene no es de lo que el otro carece. No hay relación sexual,
entre el amado y el amante hay inadecuación. ¿Qué es entonces el
amor? El efecto de signi icación producto de la sustitución del
amante por el amado. Es una metáfora: quien estaba en posición
de objeto amado pasa a al lugar de sujeto deseante. Este
movimiento es también un desplazamiento del tener al no tener,
del bien al deseo. Un paciente comienza su análisis en la búsqueda
de lo que tiene pero que no conoce, “pero lo que va encontrar, es
86
aquello de lo que carece”:
El deseo no es un bien en ningún sentido del término. No lo es, precisamente, en el
sentido [...] de algo que, al título que sea, él tendría. Es en ese tiempo, en esa eclosión
del amor de transferencia, ese tiempo de inido en el doble sentido cronológico y
topológico, que debe leerse esta inversión, si podemos decir, de la posición que, de la
búsqueda de un bien, hace la realización del deseo.87

En el inicio de un análisis el paciente se introduce como digno


de interés y amor por parte del analista. “Es por él que uno está
88
ahí”, dice Lacan. Esta sería la cara mani iesta del asunto, pero hay
una dimensión “latente”. Una vez que se interroga el sufrimiento
en términos de saber, se supone de inmediato que el objeto del
deseo está en el lugar del Otro, y “es en tanto que esto es así, que
[el analizante] está, lo sepa o no, virtualmente constituido como
89
erastés”.
La pregunta del amado es por lo que tiene, por un bien, por el
objeto de deseo. La pregunta del amante es por lo que carece, por
una nada, por el objeto del deseo. Desde el lugar de amado, el
analizante le pide al analista un signo de su deseo, lo intima a que
diga qué desea y qué es él como objeto de deseo para el analista.
¡Mani iesta tu deseo!, le dice sin decirlo. ¿Pero por qué razón el
analizante esperaría un signo del deseo del analista? Porque el
analizante supone que el analista sabe, que tiene dentro suyo lo
más íntimo de su ser: el ágalma, el objeto de su deseo. Entonces, el
analizante ama al analista porque es quien podría darle la
respuesta del deseo, y como amar signi ica esencialmente querer
ser amado, el analizante lee el deseo del analista para ocupar el
lugar de objeto amable: Che Voui?, “¿Qué quieres? [...] ¿Hay un
90
deseo que sea verdaderamente tu voluntad?”. El “resorte del
nacimiento del amor” es, entonces, el deseo en tanto deseo del
Otro. “Todo el problema es percatarse de la relación que liga al Otro
al cual está dirigida la demanda de amor, con la aparición del
91
deseo”.
En esta perspectiva la transferencia no es una propiedad de la
neurosis, es un efecto que se produce en la apertura de la
interrogación por el deseo en términos de saber. La transferencia
no es exclusiva de una cura analítica; sin embargo, por el modo en
que está estructurada, se sirve de ella para sus propios ines. El
92
analista sirve a Eros para servirse de él. Podemos entonces
invertir la fórmula y decir que no se trata de que la transferencia
sea la neurosis en condiciones experimentales, sino que la
neurosis es la transferencia en condiciones experimentales.
La escena del Banquete entre Alcibíades y Sócrates es ejemplar
para revisar este movimiento. Lo que despertó el amor de
Alcibíades es que Sócrates era poseedor de los agálmata. Pero
Sócrates –el que sabe que no sabe– sabe sobre las cuestiones del
deseo, y sabe, por lo tanto, que no posee nada. La posición de
Sócrates es analítica porque rechaza haber sido digno de amor, y
de este modo, impide que de su lado se produzca la metáfora. “Si se
postula como no pudiendo mostrarle los signos del deseo, es en
tanto que recusa haber sido él mismo, de alguna manera, objeto
digno del deseo de Alcibíades, como tampoco del deseo de
93
nadie”. Alcibíades pide un signo de deseo y Sócrates rechaza
dárselo sosteniendo al límite su posición atópica con respecto al
deseo. Ofrece, en cambio, un vacío en el centro del saber. Esta es la
clave del deseo del analista: “ahí donde tu ves algo, yo no soy
94
nada”.
1 Esta famosa frase se encuentra en la contratapa de su libro Historias de amor de 1983,
publicado en español por Siglo XXI.
2 Lacan, 1964: 129-30.
3 Freud, 1916 (1916-17): 399.
4 Citado por Etchegoyen, 1986: 112.
5 Freud, 1905 (1901): 101.
6 Ibidem.
7 Cf. Freud, 1912b.
8 Freud, 1916 (1916-17): 402.
9 Freud, 1915 (1914): 172.
10 Ibid.: 163.
11 Ibid.: 167.
12 Freud, 1905 (1901): 102.
13 Ibidem.
14 Freud, 1912b: 99.
15 Freud, 1893-95: 307.
16 “Esta lucha entre médico y paciente, entre intelecto y vida pulsional, entre discernir y
querer ‘actuar’, se desenvuelve casi exclusivamente en torno de los fenómenos
trasferenciales. Es en este campo donde debe obtenerse la victoria cuya expresión será
sanar duraderamente de la neurosis” (Freud, 1912b: 101).
17 Freud, 1914: 157.
18 Ibid.: 156.
19 Freud, 1915 (1914): 168.
20 “El médico quiere constreñirlo a insertar esas mociones de sentimiento en la trama
del tratamiento y en la de su biogra ía, subordinarlas al abordaje cognitivo y discernirlas
por su valor psíquico” (Freud, 1912b: 105).
21 Freud, 1905 (1901): 103.
22 Ibid.: 102.
23 Freud, 1912b: 103.
24 Freud, 1917 (1916-17): 405.
25 Ibidem.
26 Ibid.: 404.
27 Ibidem.
28 1912b: 102.
29 Freud, 1917 (1916-17): 404.
30 Freud, 1914: 156.
31 Freud, 1912b: 105.
32 Freud, 1905 (1901): 102.
33 Freud, 1917 (1916-17): 400-1.
34 Ibid.: 402.
35 Únicamente en “Puntualizaciones sobre el amor de transferencia”, Freud a irma que la
transferencia “es provocada por la situación analítica”. Sin embargo, provocar no es lo
mismo que crear. La conclusión sería que la neurosis origina una transferencia que
luego el analista “provoca”, le “tiende el señuelo”.
36 Lacan, 1973-74: clase del 11 de junio del 74.
37 “El médico no cumple ningún papel en su producción, aunque el paciente se aferre a
detalles reales, el origen de la transferencia está en el proceso neurótico” (Lagache, 1952:
16). “En punto a naturaleza e identidad, pues, Freud es claro y de inido y mantendrá en
todos sus escritos idéntica opinión: la transferencia es la misma en el análisis que fuera
de él: no debe atribuirse al médico sino a la enfermedad, a la neurosis” (Etchegoyen,
1986: 115).
38 Cf. Lagache.
39 “Es un fracaso del método, cuya explicación debe buscarse en la particular relación del
enfermo con su psicoterapeuta, de ahí que sea externa, extrínseca, no inherente al
material” (Etchegoyen, 1986: 106).
40 Lacan, 1962-63: 69.
41 Freud, 1905 (1901): 65.
42 Cf. Lagache, 1952: 56-8.
43 Ibid.: 57.
44 1986: 125.
45 Cf. Ibid.: 52-5.
46 Lacan, 1953-54: 399.
47 Lagache, 1952: 80.
48 Cf. Ibid.: 56-8.
49 Lagache, 1952: 82.
50 Lacan, 1960-61: clase del 11 de enero de 1961.
51 Lacan, 1964: 164.
52 Lacan, 1951: 210.
53 Cf. Lacan, 1954-1955: 237-244.
54 Lacan, 1964: 152.
55 Lacan, 1951: 210.
56 Ibid.: 218-9 (todas las citas de este párrafo).
57 Lacan, 1953-54: 169.
58 Ibid.: 82.
59 Ibid.: 84.
60 Ibid.: 168.
61 “Nada más temible que decir algo que podría ser verdad. Porque podría llegar a serlo
del todo, si lo fuese, y Dios sabe lo que sucede cuando algo, por ser verdad, no puede ya
volver a entrar en la duda” (Lacan, 1958: 587).
62 Lacan, 1953-54: 71.
63 Ibid.: 70.
64 Ibidem.
65 Ibid.: 82.
66 Ibid.: 85.
67 Ibid.: 73.
68 Ibid.: 173.
69 Ibid.: 170.
70 Ibid.: 352.
71 Cf. Ibid.: 348-9.
72 Ibid.: 404.
73 Ibid.: 170.
74 Esta es una pregunta que Tomás Pal siempre me recuerda.
75 Ibid.: 352.
76 Ibid.: 411.
77 Ibid.: 415.
78 Lacan, 1967b: 606.
79 Lacan, 1958: 559.
80 Lacan, 1960-61: clase del 1 de febrero de 1959.
81 Racker, 1959: 31.
82 Lacan, 1960-61: clase del 16 de noviembre de 1960.
83 Ibid.: clase del 23 de noviembre de 1960.
84 Ibid.: clase del 11 de enero de 1961.
85 Ibidem.
86 Ibid.: clase del 14 de diciembre de 1960.
87 Ibidem.
88 Ibid.: clase del 8 de marzo de 1961.
89 Ibidem.
90 Ibid.: clase del 1 de febrero de 1961.
91 Ibid.: clase del 1 de marzo de 1961.
92 Cf. Ibid.: clase del 16 de noviembre de 1960.
93 Ibid.: clase del 8 de febrero de 1961.
94 ibidem.
Causar
el deseo del analista

Los neutrales

La pregunta por la participación de la subjetividad del analista en


la cura fue inexplorada hasta los años cincuenta. Si bien es cierto
que hubo algunas excepciones notables como la “terapia activa” de
Ferenczi o “el tercer oído” de Reik, el interrogante no terminó de
desplegarse por la sencilla razón de que ya había una respuesta en
la que la mayoría estaba de acuerdo: los analistas deben ser
neutrales.
La neutralidad es una de las pocas recomendaciones técnicas
que delimitan la actitud del analista, no hay muchas más. El
principio es claro: debemos ser neutrales en lo que respecta a
nuestros valores éticos y estéticos a la hora de llevar adelante un
tratamiento. Un psicoanalista debe dirigir la cura pero nunca al
analizante: “nos negamos de manera terminante a hacer del
paciente que se pone en nuestras manos en busca de auxilio un
patrimonio personal, a plasmar por él su destino, a imponerle
1
nuestros ideales”. La neutralidad nos previene ante cualquier afán
pedagógico (¡o terapéutico!) que pudiera interponerse durante la
cura. Esta idea no suele despertar muchas polémicas, el
psicoanálisis no es una práctica de sugestión ni de coaching. No le
decimos al paciente cómo debe actuar en su vida, ni siquiera de
qué debe hablar durante la sesión. Solo le pedimos que siga las
reglas del juego. El analista debe tomar el modelo del cirujano “que
deja de lado todos sus afectos y aun su compasión humana, y
concentra sus fuerzas espirituales en una meta única: realizar una
2
operación lo más acorde posible a las reglas del arte”. Hay que
silenciar todos los afectos, no solo porque podrían hacernos
perder la razón y conmover nuestro juicio clínico, sino porque
vehiculizan ideales, aquellos que debemos cuidarnos de no
imponer. Los ideales no son meramente “construcciones de
pensamiento”, para el analista pueden presentarse como enojo,
alegría, ternura, asco, compasión, impotencia, etc.
En un sentido muy amplio, la neutralidad podría resumirse en
que el analista debe despojarse de cualquier indicio de subjetividad
en el análisis. Pero ¿qué signi ica esto? ¿Qué forma parte de su
subjetividad? ¿Sus ideales, sus gestos, su consultorio, su ropa, su
peinado, sus lapsus, sus sueños? El principio de neutralidad, al
igual que otros conceptos relevantes, tuvo un alcance mucho
mayor del pretendido por Freud. Nunca se sabe hasta dónde
puede estirarse una idea. Etchegoyen, por poner un ejemplo, relató
en una entrevista haberse privado de poner un cuadro de Gardel
en su consultorio porque no quería dar “un mensaje impertinente”
3
a sus pacientes. La idea de que el analista podría contaminar al
analizante con su propia ideología llegó hasta límites
insospechados.
El mutismo del psicoanalista tiene uno de sus orígenes en este
particular matiz de la neutralidad. Los analistas decidimos que
ante la posibilidad de infectar al “objeto” de nuestra práctica con
nuestra subjetividad, debíamos callar. ¡Entonces... shh!
Lamentablemente, fuimos los únicos que no intuimos que no
hablar, no reírse, no alarmarse, no era un índice de neutralidad,
sino de hostilidad o ignorancia. Es curiosa la igura del analista
lacaniano silencioso y antipático teniendo en cuenta que Lacan
dijo abiertamente que era un error que los analistas hablaran
poco. En la misma dirección, Blanton mostró en su diario de
4
análisis que Freud era un analista sencillo, cálido y muy sensible
frente al sufrimiento de sus pacientes, sin imposturas ni
semblantes exagerados.
Por otro lado, ¿la elección de la “hipótesis de neutralidad” no
forma parte de la subjetividad? Si la transferencia es la puesta en
acto de la realidad sexual del inconsciente, di ícilmente puede
sostenerse que somos neutrales. El analista es quien debe poner
en juego esa hipótesis hasta sus últimas consecuencias; es el
5
militante de una causa perdida.
Las di icultades vinculadas a la neutralidad analítica hunden su
raíz en el fundamento epistemológico que sostiene esta indicación
técnica. La neutralidad, recordémoslo, es un concepto clave de la
“epistemología clásica”, o como la llamó Lacan, teoría del
conocimiento. Según esta perspectiva, que Freud sostuvo
explícitamente –a pesar de que en varios textos la contradijera–, el
fundamento de la ciencia es la observación. La única fuente para
conocer el mundo es a partir de la elaboración intelectual de
observaciones cuidadosamente comprobadas. Para Freud, la
ciencia conocería la realidad del mismo modo en que todos los
seres humanos lo hacemos: primero realizando observaciones
desprejuiciadas de los hechos en la experiencia, y luego pensando
y teorizando sobre estas. La verdad desde esta perspectiva es la
correspondencia entre los enunciados observacionales y la
6
realidad. En de initiva, si considero que el acceso a la realidad
depende de la observación desprejuiciada, mi posición como
agente de conocimiento debe ser neutral. No podré conocer la
realidad tal como es si la contamino con mis ideas, prejuicios,
opiniones, etc. En el caso del psicoanálisis, la realidad que debe
conocer y que no debe “infectar” con su subjetividad es el
inconsciente de quien consulta. Para ello, claro está, el analista
debe “puri icar” su propio inconsciente. Observamos aquí las
condiciones de posibilidad para lo que luego fue la psicologización
del psicoanálisis, la objetivación del sujeto.
Tomemos el sueño como ejemplo. Para Freud el sueño es
exclusivamente una prueba del inconsciente del soñante (igual
que un lapsus, un chiste o un olvido), por lo tanto, la idea de que el
sueño de una persona pudiese decir algo sobre el inconsciente de
otra, era una muestra de superstición. En cambio, para Lacan, el
inconsciente se realiza en el lugar del Otro, y el Otro no está
adentro de nadie. Un ejemplo interesante se encuentra en “La
dirección de la cura y los principios de su poder”, donde Lacan
relata el caso de un paciente que curó su síntoma de impotencia
sexual luego de que su mujer le contara un sueño personal. Aquí el
inconsciente de uno se realiza en el sueño de otro. Esto quiere
decir, entre otras cosas, que el inconsciente es el discurso del Otro.
Desde la perspectiva freudiana, mi inconsciente solo puede
manifestarse a partir de un acto personal –discursivo o no
discursivo–, y todo lo que pueda ocurrir en otra persona será un
hecho casual para mí y, en última instancia, un fenómeno
inconsciente para ella. Dicho de otro modo, para Freud, el
inconsciente de alguien sólo puede salir de su propio cuerpo.
Las consecuencias clínicas de la puesta en práctica de estas
hipótesis están a la vista. Una de ellas es la curiosa obsesión por la
idelidad de la palabra, por lo que “efectivamente dijo” el
analizante. Pero leer a la letra no es lo mismo que transcribir lo
que alguien dijo. La lectura analítica está mucho más cerca de la
edición que de la transcripción. Que el analista paga con su
7
persona, con sus palabras y con el corazón de su ser signi ica que
participa, tanto como el analizante, de la constitución del
inconsciente. Por eso es débil en su dimensión ontológica. El
8
estatuto del inconsciente es ético porque su realización depende
de que se ocupen en un análisis posiciones determinadas.
Esto lleva a preguntarnos por los límites de lo que se considera
“material clínico”. Por ejemplo, si un analista tiene un sueño sobre
alguno de sus pacientes: ¿puede ser llevado a la supervisión como
parte del material clínico o solo es considerado para el análisis del
analista? ¿Un lapsus que comete el analista en una supervisión
puede ser material útil para el caso? ¿Y si el lapsus se comete en
plena sesión? Excepto que consideremos que el inconsciente es un
realidad objetiva y existente por sí misma, exterior al analista e
interior al analizante, todas estas emergencias podrían ser
consideradas para el sujeto de ese análisis. El condicional no hace
más que revelar que cualquier elemento del texto es
potencialmente importante. Depende de los otros elementos del
texto y de la lectura que se haga de ellos.
La neutralidad pierde fuerza conceptual cuando los analistas
admitimos –cosa que debemos hacer– que no estamos
puri icados, por mucho tiempo que hayamos pasado en un diván.
En cada caso que llevamos adelante, ponemos en juego,
irremediablemente, nuestras subjetividades: ideales, fantasías,
síntomas, etc. El problema surge cuando no estamos advertidos de
que esto sucede. Cuando nos creemos puri icados, libres de
conflicto, al margen del espacio transferencial, fuera del cuadro,
más allá de toda icción. En todo caso, los analistas somos quienes
debemos poder leer a qué lugar nos lleva el propio análisis (y no el
analizante). Un analista podría leer que un analizante lo pone en el
lugar de padre..., y el analizante podría a irmar que es el analista
quien lo pone en el lugar de hijo. La situación es indiscernible. La
pregunta fundamental no es quién establece los lugares sino qué
lugares ocupamos. Freud estuvo muy atento a este problema.
Cuando le preguntaron, casi al inal de su vida, cómo había sido él
como analista respondió: “Padezco de una serie de hándicaps que
me impiden ser un gran psicoanalista. Entre otros, soy demasiado
9
padre”. ¡El padre del psicoanálisis dijo que había sido demasiado
padre! ¿No somos nosotros demasiado hijos de Freud?
Como los analistas no estamos puri icados, la transformación de
la posición ética que habilita el surgimiento del inconsciente debe
producirse cada vez. El análisis personal no la garantiza. Una
persona en una postura “neutral” jamás podría dar lugar al
dispositivo analítico. No se trata de neutralidad, se trata de deseo.
El psicoanalista se caracteriza por ser el practicante de una ciencia
que se pregunta por el lugar de su deseo en el campo que
determina su praxis:
¿Qué nos hace decir de inmediato que, pese al carácter deslumbrante de las historias
que él nos sitúa en el curso de las edades, la alquimia, a in de cuentas, no es una
ciencia? En mi opinión, hay algo que es decisivo: que la pureza de alma del operador
era como tal, y explícitamente, un elemento esencial del asunto. Esta observación no es
accesoria pues quizá se acudirá a algo parecido en lo que respecta a la presencia del
analista en la Gran Obra analítica, y se sostendrá que quizá eso busca nuestro
psicoanálisis didáctico, y que quizá yo también parezco decir lo mismo en mi
enseñanza de estos últimos tiempos, cuando apunto derechito, a toda vela, y de
manera confesa, al punto central que pongo en tela de juicio, a saber, ¿cuál es el
deseo del analista? ¿Qué ha de ser del deseo del analista para que opere de manera
correcta? Esta pregunta, ¿puede quedar fuera de los límites de nuestro campo?10

Los alquimistas, a diferencia de los químicos, debían realizar


una trasmutación espiritual para lograr la transmutación de los
metales. Tenían que puri icarse, hacer una conversión del sí
mismo. ¿Qué tipo de transformación debe ejercer el analista?
¿Debe puri icar su inconsciente? ¿Qué es el deseo del analista y
cómo opera? Lacan propuso al deseo del analista como una
alternativa tanto para la neutralidad como para el ideal de
“puri icación”. Es una crítica directa a las pretensiones de
objetividad epistemológicas, éticas y técnicas, y al subjetivismo
ingenuo por parte de algunos psicoanalistas. Además, el deseo del
analista no es un atributo que se adquiere en el in de análisis, no
es algo que se tenga y se utilice. La gente no sale de análisis con
“deseo de analista”. Si así fuera no tendríamos que haber esperado
a Lacan –alguien que no terminó su análisis, si es que se analizó–
para que lo propusiera como la clave de la posición analítica. Es
una función que un analista puede realizar a partir de
determinadas coordenadas teóricas y clínicas acerca de la
posición que se asume con respecto al deseo.
En La hermenéutica del sujeto Foucault sostuvo que la ciencia
moderna y el cogito cartesiano reforzaron una característica en el
acceso a la verdad que venía ganando terreno paulatinamente en
la historia de occidente: el sujeto ya no necesitará realizar una
transformación sobre sí mismo para acceder a la verdad. El
psicoanálisis, en cambio, tendría un vínculo con las prácticas
antiguas de “inquietud de sí” en la medida en que tanto el analista
como el analizante deben realizar una transformación sobre el sí
mismo como condición necesaria para su revelación. Esta misma
diferencia es la que podríamos establecer entre alquimia –práctica
que solo puede ser efectuada luego de una transmutación
espiritual del agente– y química –en donde el acceso al
conocimiento no dependería bajo ningún punto de vista de la
transformación ética del sujeto–. Por este motivo, la ciencia se
pretende “neutral”, ajena a criterios éticos o ideológicos. La
subjetividad del cientí ico, su drama “personal”, la verdad que lo
atraviesa y determina, son irrelevantes para el acceso al
conocimiento, universal e igual para todos.
Tener acceso a la verdad es tener acceso al ser mismo, un acceso que es tal que el ser
al cual se accede será al mismo tiempo, y de rebote, el agente de transformación de
quien tiene acceso a él [...] es muy evidente que el conocimiento de tipo cartesiano
no podrá de inirse como acceso a la verdad: será el conocimiento de un dominio de
objetos. En este caso, para decirlo de algún modo, la noción de conocimiento del
objeto sustituye la noción de acceso a la verdad.11

La neutralidad y el deseo del analista son dos conceptos éticos


que corresponden a distintas epistemologías. En términos
foucaultianos, la neutralidad responde al problema del
conocimiento de objeto, el deseo del analista al problema del
acceso a la verdad. Mi idea es que en la pregunta por el deseo del
analista está la clave de una cura analítica: ¿cuál debe ser la
posición ética del analista para habilitar el deseo inconsciente del
analizante?

La contratransferencia

En los años cincuenta la neutralidad analítica entró en crisis


durante un tiempo considerable, hasta que fue rescatada con
escasa suerte por el lacanismo. Las razones de esta crisis se
explican a partir de un único concepto: la contratransferencia.
Como dije, Freud nunca se preguntó por la transferencia del
analista, apenas mencionó a la contratransferencia como “el
12
influjo que el paciente ejerce sobre su sentir inconsciente”. El
analista no trans iere, reacciona con su inconsciente a la
transferencia del paciente. Sin embargo, esta reacción puede
nublar el juicio del analista, puede hacerle perder su objetividad.
La contratransferencia fue entendida, entonces, como un
obstáculo para el desarrollo de la cura, por lo que se procuraba
“reducir todo lo posible las manifestaciones contratransferenciales
mediante el análisis personal, de tal forma que la situación
analítica quede inalmente estructurada, como una super icie
13
proyectiva, sólo por la transferencia del paciente”. Para poder ser
neutral el analista debía deshacerse de la contratransferencia,
mostrar solo aquello que le era mostrado.
Todo cambió cuando, siguiendo el indicio freudiano de que “todo
hombre posee en su inconsciente propio un instrumento con el
que es capaz de interpretar las exteriorizaciones de lo
14
inconsciente en otro”, algunos analistas formularon que la
contratransferencia podía ser un instrumento muy valioso,
determinante para el entendimiento de un caso. La lógica es
transparente: si la contratransferencia es una reacción a la
transferencia, no es una creación del analista sino del paciente y,
por lo tanto, debe interpretarse como cualquier otra de sus
formaciones inconscientes.
Dos iguras resaltan en este momento tan importante de la
historia del psicoanálisis: Heimann, desde Londres, y Racker,
desde Buenos Aires. A una gran distancia, pero casi al mismo
tiempo, ambos psicoanalistas pusieron a la contratransferencia en
la cúspide del debate del psicoanálisis internacional. En On
Counter-Transference Heimann comienza criticando la mala
lectura que se había hecho de la noción freudiana de neutralidad,
rescatando las iguras de Ferenzci y de Balint, quienes habían
reconocido, con menor o mayor justeza, las emociones del analista
y su participación en la cura. “Mi tesis, a irma Heimann, es que la
respuesta emocional del analista hacia su paciente en la situación
analítica representa una de las más importantes herramientas
para este trabajo. La contratransferencia del analista es un
15
instrumento de exploración dentro del inconsciente del paciente”.
La idea de la psicoanalista inglesa es que en los sentimientos
despertados por la asociación libre el analista posee “el más
preciado indicador de si ha entendido o no a su paciente”. El
inconsciente del analista “entiende” al inconsciente del paciente.
Cuando el analista –su yo– no comprende el caso, la
contratransferencia sirve como brújula porque sus sentimientos
están “más cerca” que sus razonamientos del núcleo problemático.
La percepción inconsciente del inconsciente del paciente –por
medio de los sentimientos– es “más aguda y anticipatoria que su
concepción consciente” –por medio de la razón–. La inmediata
respuesta emocional hacia las asociaciones, aclara Heimann, es
un signi icativo indicador del inconsciente del paciente, “ayuda al
analista a focalizar su atención en los elementos más importantes
de las asociaciones del paciente y sirve como criterio útil de
selección de interpretación del material”.
Cabe preguntarse aquí por qué los sentimientos estarían
vinculados a lo inconsciente y los razonamientos a la conciencia.
Otra vez aparece la idea de que el analista no debe pensar. No creo
que haya razones evidentes para suponer que los sentimientos
estén más cerca de la verdad que los razonamientos. Mucho
menos para pensar que mis sentimientos dicen la verdad sobre
otra persona. De hecho, tal como mencioné unas líneas más
arriba, los afectos del analista, aquellos que hay que silenciar,
pueden ser el rugido de los ideales. Por otro lado, suponiendo que
avaláramos esa tesis, ¿por qué los sentimientos del analista dirían
la verdad del inconsciente del paciente y no a la inversa? Por
supuesto, porque el inconsciente del analista está transformado
en una máquina de leer por medio de los sentimientos. Lo que
transforma al inconsciente, aquí no hay sorpresas, es el análisis
didáctico: “cuando el analista en su propio análisis ha trabajado sus
conflictos infantiles y ansiedades (paranoicas y depresivas),
entonces puede fácilmente establecer contacto con su propio
inconsciente, [...] no imputará a su paciente [por] lo que le
pertenece a sí mismo”. Por último, y esto es fundamental,
Heimann considera que el analista no debe comunicar estos
sentimientos al paciente: “En mi opinión, dice, tal honestidad
estaría en la línea de una confesión y sería una carga para el
paciente”. Entonces, los sentimientos se utilizan, pero no se dicen.
Esta diferencia está cerca de la que yo establezco entre leer y
escribir. La salvedad es que algo puede decirse y no escribirse, y
algo puede escribirse aunque no se diga explícitamente. Por el
momento, lo fundamental es que los sentimientos del analista,
para Heimann, son elementos clave de lectura, como cualquier
otra formación del inconsciente.
La tesis es muy clara: si el analista trabaja su icientemente sus
conflictos en su propio análisis, su inconsciente se convertirá en
un instrumento que le permitirá discernir cuáles de sus
sentimientos inmediatos pueden ser adjudicados a la
transferencia del paciente y cuáles no, y, por lo tanto, cuáles
pueden ser elementos de lectura y cuáles no. La inquietud se
traslada a los alcances del análisis del analista.
Racker, a quien ya mencioné acerca de la empatía, también ve
en la contratransferencia “un instrumento técnico de gran
importancia, ya que es, en buena parte, una respuesta emocional a
la transferencia y puede, como tal, indicar al analista qué es lo que
16
sucede en el analizado, en su relación con el analista”. El modelo
es el del inconsciente como órgano receptor y, en consecuencia,
como instrumento de interpretación. Racker sostiene que en la
atención flotante el analista también se entrega a la libre
asociación, “crea una situación interna en la que está dispuesto a
admitir en su conciencia todos los pensamientos y sentimiento
posibles”. De este modo “los pensamientos y los sentimientos que
surjan en él serán justamente aquellos que no han surgido en el
analizado, o sea lo reprimido e inconsciente”. Para ello el analista
debe desdoblar su yo en dos: el irracional y el racional. El yo
irracional es el que se entrega a la libre escucha para “captar” por
medio de sus ocurrencias la transferencia del analizado. El yo
racional es el que observa y analiza estas ocurrencias. Y así, como
si nada, el deseo del analista hace su aparición:
[...] dónde [el analista] desea, por ejemplo, que el paciente adopte determinada
conducta, sabiendo el analista que éste debería hacer pero no hace, ahí puede
observarse con frecuencia que este saber y esta ambición del analista son, en el
fondo, también propios del analizado, pero reprimidos o disociados, e
inconscientemente, originados y colocados en el analista.17

Lo que el analista desea en relación a lo que debe hacer el


paciente, exteriorizado bajo la modalidad de sentimientos y
pensamientos involuntarios, parece originarse en el analista, pero
en verdad es colocado “desde afuera” por el analizado. En este
sentido, los deseos del analista constituyen el saber más relevante
sobre los complejos inconscientes del paciente. No hace falta que
los con iese, el paciente “percibe” a través de las interpretaciones,
18
la voz, las actitudes, inclusive por “percepciones telepáticas”, los
deseos del analista. Esta última idea me parece muy importante
para pensar la posición del analista.
Que la contratransferencia sea en buena parte una respuesta a la
transferencia del paciente signi ica que hay una parte que tiene
otra fuente. De cada respuesta contratransferencial hay que
19
“descontar [...] el factor personal”. No todo lo que siente y piensa
el analista espontáneamente son respuestas a las proyecciones del
paciente. También está la neurosis del analista. La
20
contratransferencia puede “ayudar, di icultar o falsear” la
interpretación del inconsciente del analizado. La diferencia
fundamental con el analizado, y lo que permite que haga uso de su
inconsciente como instrumento de interpretación, es que el
analista ya ha sido analizado. De este modo puede “abrirse en su
sensibilidad y en su intuición psicológica frente al material del
analizado; identi icándose con él, debe hacer de su inconsciente
21
un cuerpo de resonancia para el inconsciente de aquel”. El
análisis le permite al analista desdoblarse internamente para
22
alcanzar “la verdadera objetividad”, es decir, ser capaz de tomarse
a sí mismo (su propia subjetividad o contratransferencia) como
objeto de observación y análisis continuos.
Dos cuestiones merecen destacarse de las hipótesis de Racker:
23
en primer lugar, la crítica al “mito de la situación analítica”. Un
análisis no es el encuentro de un enfermo –el analizado– y un
sano –el analista–. El analista podría inducir o injertar su propia
neurosis en el enfermo. La neurosis de transferencia podría ser la
neurosis del analista. Los deseos del analista vienen tanto de la
neurosis del analizado como de la del analista. Si el analista no
discierne bien podría intervenir desde sus complejos neuróticos
no analizados. Sea como fuera, el análisis personal le daría al
analista la posibilidad de leer “su disposición personal a cometer
24
errores especí icos, provenientes de su neurosis”. En segundo
lugar, Racker asume que la transferencia y la contratransferencia
son dos elementos del mismo fenómeno que se dan vida
mutuamente y crean la relación interpersonal analítica. La
contratransferencia es respuesta a la transferencia del paciente, y
la transferencia del paciente es, al mismo tiempo, respuesta a la
contratransferencia del analista. En de initiva, la transferencia
tiene “dos puntos de origen”, con la importante diferencia que uno
de ellos es capaz de desdoblarse para poder leer la situación
objetivamente. El propio análisis es lo más determinante.
Seguramente podemos reprocharle a Racker la con ianza excesiva
en sus ocurrencias contratransferenciales, pero no podemos dejar
de mencionar su insistencia en hacer visible dos temas que, en
general, habían sido reprimidos en el movimiento psicoanalítico:
el deseo y la neurosis del analista.
En la actualidad, la técnica que proponen Heimann y Racker
podría resultarnos algo extravagante. ¿Quién se animaría hoy a
creer que nuestras ocurrencias espontáneas, afectivas e ideativas,
son un índice de verdad? ¿Pero no se dice algo muy parecido
cuando se dice que en el momento del acto el analista no piensa?
Tengo la impresión de que por más extrañas que nos parezcan
teóricamente, estas prácticas son habituales. Es común escuchar
en el ámbito del lacanismo que el diagnóstico de perversión se
efectúa a partir de la angustia que el analista siente frente a los
dichos del analizante. La cuestión es di ícil de resolver porque no
existe un instrumento de medición para calcular la sensibilidad
adecuada hacia lo que se escucha. Hay analistas que son sensibles
y se angustian ante relatos que a otros analistas, más fríos y
desapegados, les pasa como el agua por las plumas del pato. Es
importante decir que la teoría de la angustia en Lacan no re iere
solo a un “estado anímico” sino a coordenadas clínicas precisas
vinculadas a la presencia del deseo del Otro. Además, la apelación
a la sensibilidad del analista como índice orientador del
diagnóstico no se limita a la perversión, algunos colegas creen
poder llegar a diagnosticar cuadros de psicosis o personalidades
borderlines en función de los sentimientos que despiertan sus
pacientes en ellos. “Una border se siente en el estómago”, alguien
me dijo una vez. ¡Quien no mastica bien las ideas puede tener una
indigestión!

Un deseo más fuerte

El 8 de marzo de 1961 Lacan dicta una clase memorable que fue


conocida con el título “Crítica de la contratransferencia”. Vale la
pena recorrerla sin prisa. En primer lugar, hace un breve repaso de
este concepto para llegar a la siguiente idea: lo más común entre
los psicoanalistas es con iarse a la comunicación de los
inconscientes para lograr las “apercepciones decisivas, los mejores
25
insights”. Por esta razón, los complejos no analizados, las
manchas ciegas en su inconsciente, son determinantes para la
posición y la acción del analista. Hay algo muy actual en esta
conjetura de base. Dejando de lado algunas nociones que ahora
nos parecen extrañas –comunicación entre inconscientes, insight,
etc.–, la idea sigue siendo similar. Muchos analistas a irman que
no intervienen en función de su experiencia clínica, sus
conocimientos teóricos o su capacidad para leer los casos, etc.,
sino a partir de lo que habilita su propia experiencia como
analizante: sostener una posición en la que se podría actuar sin
pensar, como si algo en su subjetividad orientara la cura más allá
de su capacidad reflexiva.
Sin embargo, continúa Lacan, ¿hasta dónde llega la puri icación
del inconsciente en un análisis didáctico?, ¿cuáles son los límites
de su vaciamiento? Evidentemente, el in del análisis no coincide
con el in del inconsciente. No todo puede ser analizado. En este
sentido, “al llevar las cosas al extremo, dice Lacan, se puede
concebir un inconsciente reserva” que alguien advertido por la
experiencia del análisis didáctico podría utilizar “como un
instrumento, como la caja de violín cuyas cuerdas, por otra parte,
él posee”. Se trataría no de un inconsciente en bruto sino de “un
inconsciente más la experiencia del inconsciente”. No obstante,
hay dos grandes problemas. Primero: ¿cuál es el punto de viraje a
partir del cual se adquiere esta cali icación?, ¿cuál es la mutación
que alguien debe sufrir para estar “cerca” de su inconsciente?
Segundo –y lo más importante para lo que me interesa–: ¿cómo
podrían acceder estas personas, por más analizadas que estén, a
su inconsciente reserva? El inconsciente se de ine, justamente,
por ser lo inaccesible a la conciencia. “No es que sea accesible a los
hombres de buena voluntad, no lo es”, ironiza Lacan. ¿Qué les hizo
creer a los analistas que tenían la capacidad de acceder al
inconsciente por su propia cuenta? ¡Pero Freud lo hizo! ¿Acaso no
llegó a su inconsciente analizando sus propios sueños? La idea de
Lacan es distinta:
Es en condiciones estrictamente limitadas que se puede alcanzar [el inconsciente],
por medio de un rodeo, el rodeo del Otro, lo que vuelve necesario el análisis, y reduce
de manera infrangible las posibilidades del autoanálisis. ¿Cómo situar el punto de
pasaje donde lo que está así de inido puede sin embargo ser utilizado como fuente
de información, incluido en una praxis directiva? [...] Al menos para ustedes, que
tienen las claves, algo les vuelve inmediatamente reconocible su acceso, esto es que
hay una prioridad lógica a lo que ustedes escuchan –a saber, que es ante todo como
inconsciente del Otro que se hace toda experiencia del inconsciente. Es ante todo en
sus enfermos que Freud encontró el inconsciente. Y para cada uno de nosotros,
incluso si esto está elidido, es ante todo como inconsciente del Otro que se abre
siempre la idea de que una cosa parecida pueda existir.
El psicoanalista no descubre el inconsciente, tampoco lo crea,
sino que lo realiza habilitando la dimensión del Otro. Esto es lo que
vengo destacando desde el principio: el psicoanálisis es un
intercambio de palabras en donde al menos dos personas ocupan
lugares previamente calculados con el in de dar lugar al
inconsciente. Nunca sabemos qué se va a decir, ni cómo se va a
decir, ni cuándo se va a decir; los signi icantes que comandan los
casos y el valor que adquieren en cada uno de ellos es un enigma.
No obstante, sabemos desde dónde se debe decir para que haya un
análisis propiamente dicho. La escucha analítica supone al Otro
como prioridad lógica y el inconsciente siempre se experimenta
como discurso del Otro. Como lo recuerda Lacan, Freud no lo
encontró en sus propios sueños sino en las palabras de sus
26
pacientes. Antes del analista y el analizante –con sus respectivos
“inconscientes” y transferencias– está el Otro que determina los
lugares transferenciales y abre la dimensión del inconsciente
27
como existencia “transindividual”. El punto de partida no es ni el
analizante ni el analista, es el Otro. En de initiva, el inconsciente
no es un reservorio de sentimientos y pensamientos más o menos
vacío, por lo que no se puede contar con él como fuente de las
interpretaciones. El analista interviene desde el inconsciente, y no
con su inconsciente. ¿Qué es entonces lo que debe vaciarse?
Una vez que admitimos la función del Otro, dice Lacan, el
verdadero problema para el analista no es la falta de acceso a su
inconsciente, sino “el mismo obstáculo que encontramos con
nosotros mismos en nuestro análisis, cuando se trata del
inconsciente [...] el poder positivo de desconocimiento que hay en
los prestigios del yo en el sentido más amplio, en la captura
imaginaria”. Intervenir con el inconsciente, a partir de los
sentimientos espontáneos, tal como lo entendieron algunos de los
psicoanalistas posfreudianos (y también lacanianos), signi ica
poner los dos pies en la dimensión imaginaria del análisis.
Supongamos la situación en que un analista se aburre durante una
sesión porque el analizante dice cosas sin interés. Ferenczi, por
ejemplo, consideraba que el adormecimiento que sentía con
alguno de sus pacientes se explicaba “como una reacción
inconsciente ante la vacuidad e inutilidad de las asociaciones
28
puestas de mani iesto por la retirada de la excitación consciente”.
¡Qué épocas aquellas en que era posible justi icar una siestita
echándole “metapsicológicamente” la culpa a los pacientes! En el
caso del analista aburrido, el analizante podría argüir que dijo
cosas sin interés porque el analista no parecía prestar ninguno, y
el analista podría contra argumentar que no prestaba atención
porque lo que decía el analizante no tenía interés, y así
sucesivamente.
La relación con los semejantes, con los pequeños otros, como
nuestros analizantes, no puede explicarse en su totalidad por la
e icacia del inconsciente, por lo cual, el reconocimiento del
inconsciente no deja al analista libre de las pasiones. Es más, dice
Lacan:
cuanto mejor analizado esté el analista, más posible será que esté francamente
enamorado, o francamente en estado de aversión, de repulsión, según los modos
más elementales de la relación de los cuerpos entre sí, por relación a su partenaire.

El saldo inal de un análisis es que sepamos mejor qué nos gusta


y qué no, qué amamos y qué odiamos, qué nos atrae y qué nos
causa rechazo. Por lo tanto, no es extraño que nos apasionemos
con nuestros analizantes. La apatía analítica no se explica por la
ausencia de las pasiones, sino porque el analista “está poseído por
un deseo más fuerte [...] en tanto que se ha producido para él una
mutación en la economía de su deseo”. Que ocupe el lugar del
muerto (como en el juego del bridge) no implica que el analista
deba mantener la boca cerrada, ni tener expresiones en el rostro,
ni tener sentimientos, etc., signi ica que “debe siempre saber lo
que hay en el reparto de las cartas”. El analista es quien muestra
sus cartas para que el analizante haga su juego.
Si el “punto de origen” no es el analista ni el analizante sino el
Otro, entonces la transferencia es “un fenómeno que incluye
juntos al sujeto y al psicoanalista. Dividirlo mediante los términos
de transferencia y contratransferencia, por más atrevidas y
desenfadadas que sean las a irmaciones sobre el tema, nunca
29
pasa de ser una manera de eludir el meollo del asunto”. Desde
este punto de vista, la contratransferencia no es más que “la
30
implicación del analista en la situación de transferencia”. Es un
efecto legítimo de cualquier análisis. El analista está “tomado” por
el análisis porque, en función del lugar que ocupa, es quien
supuestamente posee el objeto del deseo del analizante. Y dónde
se pone en juego el deseo estallan las pasiones.

La neurosis del analista

Es notable lo poco que se tuvo en cuenta en la historia del


psicoanálisis lo que el analista podía “transferir” al paciente, o para
decirlo de otro modo, cómo la neurosis de transferencia podía
estar determinada por la neurosis del analista. Curiosamente, fue
a partir de una di icultad de esta índole cómo “entró el
31
inconsciente en el horizonte de Freud”. Me re iero al “culebrón
vienés” protagonizado por Joseph Breuer y Bertha Pappenheim,
más conocida como Anna O. El tratamiento comenzó en diciembre
de 1880 y inalizó en junio de 1882. Bertha era una joven de 21 años
que padecía una serie de síntomas de los más diversos: parálisis y
contracturas, perturbaciones de la vista y del habla, di icultades en
la alimentación, tos nerviosa, y un notable desdoblamiento de la
personalidad. Médico y paciente se veían todos los días, mañana y
tarde, y era costumbre que ella le contará sus dramas cotidianos, al
tiempo que le narraba la historia de cada una de sus dolencias. De
este modo, los síntomas iban cediendo uno por uno, con algunas
recaídas esporádicas. En de initiva, todo iba sobre rieles en la
talking cure. Bertha “se dedicaba a soltar signi icante y a charlotear
y las cosas iban cada vez mejor […] ni la menor huella en todo
aquello de algo embarazoso, íjense bien. Nada de sexualidad, ni
32
con microscopio ni con catalejos”. La sexualidad entró de todos
modos y el tratamiento se interrumpió. La historia o icial, que
asoma tímida en una nota al pie en “Estudios sobre la Histeria”,
dice que “cuando el tratamiento había llegado en apariencia a una
consumación favorable, la paciente exteriorizó de pronto una
intensa transferencia positiva no analizada hacia Breuer de
33
inequívoca naturaleza sexual”. Otras versiones a irman que
también el joven médico “desarrolló lo que hoy llamaríamos una
34
poderosa contratransferencia”. El historial lo con irma: la
sexualidad se habría colado entre las palabras sanadoras que
Bertha y Breuer se brindaban diariamente. Según relata Jones,
después de un largo tiempo de silenciar sus celos y su mal humor,
la mujer de Breuer comenzó a manifestar su fastidio por el
35
excesivo interés que su marido demostraba hacia su paciente.
Frente a esta situación que Breuer no había sabido interpretar con
anterioridad y que ponía en riesgo su matrimonio, decidió poner
in al tratamiento e irse a Venecia con su mujer al día siguiente. He
aquí que luego de anunciarle el in del tratamiento
la paciente, que en su opinión se había mostrado como un ser asexual […] estaba
sintiendo ahora los dolores de un falso parto histérico (pseudociesis), culminación
lógica de un embarazo imaginario que se había iniciado y había seguido su curso,
inadvertidamente, en respuesta a la atención medica de Breuer.36

¿Qué mostraría este embarazo psicológico? Evidentemente, un


síntoma transferencial de Bertha. La interpretación de Lacan es
distinta:
[…] no sin razón se tiende a decir que todo esto […] es culpa de Bertha. Pero les ruego
que dirijan su pensamiento hacia la tesis siguiente: ¿por qué no considerar más bien
el embarazo de Bertha, según mi fórmula el deseo del hombre es el deseo del otro,
como la manifestación del deseo de Breuer? ¿Por qué no pensar que era Breuer
quien deseaba un hijo? Les daré un asomo de prueba, y es que Breuer se va a Italia
con su mujer, y no tarda en embarazarla [...] ijémonos en lo que Freud le dice a
Breuer: ¡Pero bueno! A qué tanto lío. La transferencia es la espontaneidad del
inconsciente de la Bertha esa, no es el tuyo, no es tu deseo […] es el deseo del otro.
Con lo cual considero que Freud trata a Breuer como un histérico, puesto que le dice:
Tu deseo es el deseo del otro […] Esto nos lleva a la pregunta acerca de lo que el
deseo de Freud determinó, al desviar toda captación de la transferencia en ese sentido
que ahora ha alcanzado los extremos de lo absurdo, a tal punto que un analista puede
decir que toda la teoría de la transferencia no es más que una defensa del analista. Yo
le doy un vuelco a este término extremo. Muestro exactamente su otra cara al decir que
es el deseo del analista.37

Bertha interpreta el deseo a Breuer y lo mani iesta por medio de


un síntoma. Esto no quiere decir que Breuer le haya declarado su
amor, ni nada semejante. De hecho, si la interpretación es correcta,
y todo indica que sí, Breuer “no quería saber nada eso”. El deseo
está articulado, pero no es articulable, no se trata de lo que
efectivamente se dice, sino de lo que aparece más allá del dicho,
aquello que se “dice sin decir” y que solo adquiere realidad por su
interpretación. El deseo es su interpretación.

En resumen, Lacan nos muestra el revés de la


contratransferencia, al sostener que la pregunta no debe centrarse
en lo que el inconsciente del analizante provoca en el analista y su
consecuente uso como indicador clínico, sino por lo que el analista
podría suscitar en el analizante con su deseo; por aquello que
surge en el intervalo de lo que dice, lo que se mani iesta más allá
de sus dichos. “No solo entra en juego lo que el analista se propone
hacer con el paciente. También está lo que el analista se propone
38
que su paciente haga de él”: un padre severo, una madre
cuidadosa, un hermano comprensivo, etc. ¿No son estas iguras
que podría ocupar el analista sin saberlo? ¿No podría ser el
síntoma del paciente una interpretación del deseo del analista? La
pregunta por el deseo del analista es la pregunta de todo
analizante: ¿mi analista quiere que me divorcie?, ¿quiere que
estudie tal o cual carrera?, ¿quiere que busque otro trabajo?, ¿qué
quiere de mí? No es que quiera agradarle, cree que lo que el
analista piensa estaría en concordancia con su deseo. Por eso es
tan sencillo caer en la trampa, alcanza con que el analista, sin
saberlo, coloque su propio objeto agalmático en el analizante. La
transferencia no es otra cosa que la suplencia, por medio de alguna
identi icación, del problema fundamental de la ligazón del deseo
39
con el deseo del Otro. El analista se evade en la transferencia
cuando no es capaz de leer la incidencia de su deseo. Un ejemplo
claro es el caso Dora. Freud se ubica como ideal al proponerle a
Dora un objeto digno de su deseo (¡el de Freud!): el Sr. K. De este
modo, el inventor del psicoanálisis se evade en la transferencia al
quedar ubicado en la serie del padre. Luego termina por encender
la llama imaginaria al interpretar una transferencia erótica
reprimida: “usted no lo sabe, pero quiere besarme”. Como dijo
40
Lacan: “la neurosis de transferencia es una neurosis del analista”.
Por último, la contratransferencia –la suma de los prejuicios, las
pasiones, la insu iciente información, etc.– debe ser despejada,
pero no para poder “puri icar” nuestro inconsciente como receptor
del inconsciente del analizante, sino para habilitar un lugar, bajo
ningún punto de vista neutral, que permita el surgimiento del
inconsciente en su estatuto ético. No hay deseo del paciente si no
es en el encuentro con el deseo del analista. El deseo es el deseo
del Otro.

El lugar que le corresponde

La fórmula canónica de Lacan sobre el deseo es “el deseo del


hombre es el deseo del Otro”. Este enunciado tiene múltiples
lecturas. Desde una perspectiva imaginaria esto quiere decir que
se desea el objeto que el otro desea, pero la transferencia no es
solo un juego de niños. La pregunta que debemos hacernos para
tener a una versión más potente de esta fórmula es por el genitivo
de la frase. En principio, la cuestión no presentaría mayores
di icultades: en su dimensión subjetiva la fórmula sería “deseo lo
que el Otro desea”, y en su dimensión objetiva, “deseo al Otro”.
¿Cuál es la versión de Lacan? La ambigüedad reina sobre este
punto. En “Subversión del sujeto”, Lacan a irma que la
determinación de esa fórmula es la subjetiva, aunque no debe
entenderse por ello que se desea lo que el Otro desea, sino que se
desea en tanto Otro. Esta de inición es crucial para comprender la
noción de deseo inconsciente. Que se desee en tanto Otro signi ica
que el problema del deseo para el psicoanálisis remite a las
condiciones deseantes, a la pregunta por cómo se desea o desde
dónde se desea, y no al objeto del deseo, a la pregunta por lo que se
41
desea. Lo fundamental es que se desea como alteridad, que no
existe nada como “mi propio deseo”. ¿Cómo ingresa el deseo del
analista en esta conceptualización del deseo?
Ese deseo del Otro –este genitivo es a la vez subjetivo y objetivo: deseo en el lugar
donde está el Otro, para que pueda ser este lugar, el deseo de alguna alteridad, para
satisfacer a la búsqueda del objetivo, a saber de lo que desea ese otro que viene a
encontrarnos, es preciso que ahí nos prestemos a la función del subjetivo, que de
alguna manera podamos, por un tiempo, representar, no –como se lo cree, y como
sería, a fe mía, irrisorio, con iésenlo, y cuán simple también, que podamos serlo– no
el objeto al que apunta el deseo, sino el signi icante. Lo que es a la vez mucho menos,
pero también mucho más. Es preciso que tengamos el lugar vacío donde es llamado
ese signi icante que no puede estar más que al anular a todos los otros, ese Φ del que
trato de mostrarles la posición, la condición, central en nuestra experiencia.42

Es una indicación clínica muy precisa: el analista no debe ocupar


el lugar de objeto de deseo del analizante. Tampoco debe ser quien
indique cuál es ese objeto. Debe prestarse a una función deseante,
ocupando un lugar vacío. El analizante demanda por un
signi icante que lo signi ique, un ideal que lo nombre, un objeto
que lo colme. El analista, en cambio, le restituye Φ, el signo del
43
signi icante que falta, la raíz de la falta del Otro, la causa del
deseo.
Esta de inición también se encuentra en la clase del 11 de enero
de 1961, cuando Lacan a irma que “las coordenadas que el analista
debe ser capaz de alcanzar para simplemente ocupar el lugar que
es el suyo, el cual se de ine como el que debe ofrecer vacante al
44
deseo del paciente para que se realice como deseo del Otro”. De
este modo puede entenderse por qué el genitivo de la fórmula “el
deseo es el deseo del Otro” es, al mismo tiempo, subjetivo y
45
objetivo. El analista encarnaría el sentido subjetivo, ya que es
quien debe prestarse a la función “deseo del Otro” tomado
subjetivamente; es decir, es quien debe sostener el lugar del Otro
en tanto deseante para habilitar que el sujeto ubique el deseo
como alteridad. Por otro lado, para el analizante, el “deseo del Otro”
es tomado, en principio, objetivamente. Únicamente si el analista
mantiene su deseo como un lugar vacío es posible que el deseo del
analizante surja como alteridad.
El amor de transferencia es una consecuencia lógica de la
estructura del dispositivo analítico y no el resultado de las
frustraciones neuróticas. El analizante ama al analista porque le
supone un saber en relación a su propio deseo, y “amar es,
46
esencialmente, querer ser amado”. En los comienzos del análisis
el analizante se ve llevado a ocupar el lugar de i(a) ofreciéndose
como objeto digno de amor para el ideal del Otro, I(A), en donde se
ubica al analista. Esto no implica que el analizante quiera agradar o
complacer al analista. Como sostiene Miller, “amar
verdaderamente a alguien es creer que, amándolo, se accederá a
una verdad sobre sí mismo. Amamos a aquel o a aquella que
esconde la respuesta, o una respuesta a nuestra pregunta: ¿Quién
47
soy yo?”. A mi entender, esta es la cuestión más importante del
amor de transferencia, por fuera del cariño, la simpatía, la
admiración, etc., que podría tener un paciente por su analista.
Ahora bien, ¿cómo hace un analista para ocupar ese lugar vacío?
Lacan lo plantea de la siguiente manera.
[...] bajo la incidencia en que el sujeto experimenta en ese intervalo Otra cosa para
motivarlo que los efectos de sentido con que lo solicita un discurso, es como
encuentra efectivamente el deseo del Otro, aún antes de que pueda siquiera
nombrarlo deseo, mucho menos aún imaginar su objeto.48

El analizante encuentra el deseo del Otro en los intervalos del


discurso, más allá de los efectos de sentido. Todo acto
49
comunicativo puede ser dividido en tres instancias: por un lado,
lo que efectivamente se dijo, el aspecto concreto del acto
comunicativo, lo que podríamos llamar en este contexto la
dimensión signi icante; por otro lado, lo que se entiende en lo que
se dice, la dimensión signi icativa; y por último, el residuo
ineliminable que hace que toda comunicación esté atravesada por
la ambigüedad: la dimensión del sentido, la pregunta por lo que
eso quiere decir: “entiendo lo que me dices, ¿pero qué me quieres
decir con esto que me dices?”.
Quienes mejor expresan la angustia disimulada en todo acto
comunicativo son los amantes. El enamoramiento es el negativo
de la paranoia. Tanto el enamorado como el paranoico son
fanáticos de la interpretación, incesantes lectores entre líneas. Sin
embargo, mientras que el paranoico se enferma por el encuentro
permanente con los signos, el enamorado padece por la in inita
búsqueda de un mensaje sin ambigüedades. El paranoico lo
encuentra siempre, el enamorado nunca. A diferencia de la
paranoia, que no cesa de tropezar con signos inequívocos, el
enamorado habita en la fuga del sentido, vive atravesado por la
pregunta “¿qué me quieres decir cuando me dices lo que me
dices?”.
El deseo interviene en el amor, pero no se dirige al objeto amado
sino a algo que ilusoriamente está en su interior, al objeto parcial,
el a minúscula: “el analizado, en suma, le dice a su interlocutor, el
analista: Te amo, pero porque inexplicablemente amo en ti algo
50
más que a ti, el objeto a minúscula, te mutilo”. Este es uno de los
motivos por los que Sócrates es para Lacan el ejemplo
paradigmático de la posición del analista. La demanda de
Alcibíades hacia Sócrates va más allá de su persona –el sileno–
porque apunta al enigmático objeto del deseo que está en “su
interior”: el ágalma. Es un objeto que tiene un valor irremplazable,
no es un objeto de cambio, “está por fuera de toda dialéctica de la
51
belleza o de cualquier otro ideal social”.
Por el hecho de que hay transferencia, eso basta para que estemos implicados en esa
posición de ser aquel que contiene el ágalma, el objeto fundamental que está en
juego en el análisis del sujeto [...] Este es un efecto legítimo de la transferencia. No
hay necesidad de hacer intervenir por eso a la contratransferencia, como si se
tratara de algo que sería la parte propia, y mucho más todavía, la parte defectuosa del
analista. Pero, para reconocerlo, es preciso que el analista sepa algunas cosas. Es
preciso que sepa en particular que el criterio de su posición correcta no es que él
comprenda o que no comprenda. No es absolutamente esencial que comprenda.
Diré incluso que, hasta cierto punto, que no comprenda, puede ser preferible a una
con ianza demasiado grande en su comprensión. En otros términos, siempre debe
poner en duda lo que comprende, y decirse que lo que busca alcanzar es justamente
lo que, en principio, él no comprende. Es solamente en tanto, por cierto, que sabe lo
que es el deseo, pero que no sabe lo que ese sujeto, con el cual está embarcado en la
aventura analítica, desea –que está en posición de tener por ello en él, de ese deseo,
el objeto.52
Para que pueda ocupar ese lugar vacío que permite la aparición
de un más allá de los efectos de sentido, es fundamental, en
principio, que el analista no comprenda. La posición de Lacan es
inversa a la de los analistas de la contratransferencia. El objetivo de
estos análisis era llegar al máximo nivel de comprensión del
paciente. La contratransferencia era el lugar al que se recurría
cuando la incomprensión dominaba la escena, como si los
sentimientos fueran una especie de brújula analítica. Lacan, en
cambio, postula que el analista debe disponerse a asumir una
posición de plena incomprensión. Esto quiere decir que los dichos
del analizante no deben ser apresados bajo ninguna red
hermenéutica, ni siquiera la edípica. No hay forma de interpretar a
no ser por la propia lógica del texto. Por eso el análisis avanza, más
y mejor, en la medida en que el analista “no sepa” cómo desea o
qué es lo que desea el analizante. La di icultad máxima a la que
nos enfrentamos es la de asumir una posición pendular entre la
ignorancia advertida y la conjetura provisoria, sabiendo que
formamos parte del texto que debemos leer. La diplopía del
analista consiste en que debe saber y no saber a la vez. El analista
sabe qué son el deseo, el amor, el inconsciente, la pulsión, etc.,
pero no sabe cómo eso funciona en cada análisis, cuáles son los
signi icantes que comandan el caso y cómo covarían entre sí. Para
poder saber sobre el caso, para establecer una conjetura que
intente modi icarlo, es necesario poner a operar el deseo del
analista y dar tiempo. El analista sabe maniobrar
convenientemente cuando puede “darse cuenta del alcance de las
53
palabras para su analizante, lo que indudablemente ignora”. Con
este in el analista debe suspender los efectos imaginarios de
signi icación y mantener la máxima distancia entre I y a: el ideal –
el objeto que pretendo ser o tener para el Otro– y la causa –las
condiciones de posibilidad, la matriz de inteligibilidad deseante–.
El analista debe hacer el duelo por el Bien, en el sentido en que no
hay objeto que, en principio, tenga más valor que otro. En
de initiva, se trata de encarnar el soporte de un deseo velado: Che
54
Voui?

Las tetas del analista

Un buen modo de ejempli icar lo trabajado hasta aquí es a través


de “La fábula del restaurante chino”, narrada por Lacan en el
Seminario 11. Según esta fábula, emprender un psicoanálisis sería
como entrar en un restaurante chino por primera vez. Para
empezar, se pide el menú, que “está hecho de signi icantes, ya que
55
todo lo que se hace es hablar”. Lo único que se hace en un
psicoanálisis es hablar, el asunto es que los signi icantes, si no se
comprenden de inmediato, tienen un carácter enigmático, se
desconoce su signi icado; requieren, por lo tanto, de un intérprete.
Entonces le pedimos a la dueña que nos traduzca: “arrollado
primavera, pasta imperial, chow fan, etc.”. Pero como es la primera
vez que vamos a un restaurante chino, seguramente la traducción
no nos diga nada, por lo cual le solicitamos a la dueña que nos
recomiende un plato, que nos aconseje. Le preguntamos: “¿puedes
decirme lo que deseo?”.
Llegado el momento en que uno se acoge a un presunto poder adivinatorio de la
dueña, cuya importancia ha ido aumentando a ojos vista, ¿no sería más adecuado, si
el cuerpo lo pide y si el asunto presenta visos favorables intentar pellizcarle un
poquito los senos? Porque uno no va al restaurante chino tan sólo porque quiera
comer, sino porque quiere comer en la dimensión de lo exótico […] Pues bien, por
paradójico, y hasta desenfadado, que les parezca este pequeño apólogo, da cuenta
exactamente de lo que ocurre en la realidad del análisis. No basta con que el analista
sirva de soporte a la función de Tiresias, también es preciso, como dice Apollinaire, que
tenga tetas. Quiero decir que la maniobra y la operación de la transferencia han de
regularse de manera que se mantenga la distancia entre el punto donde el sujeto se ve
a si mismo amable y ese otro punto donde el sujeto se ve causado como falta por el
objeto a y donde el objeto a viene a tapar la hiancia que constituye la división
inaugural del sujeto.56

Entonces, frente a la pregunta del analizante por el objeto de su


deseo, el analista no responde desde el ideal. Muestra las tetas,
ofrece su deseo velado con el in de revelar el fundamento
pulsional del síntoma. Si algo nos enseñó el psicoanálisis es que
cuando alguien “nos pide algo, esto no es para nada idéntico, e
57
incluso a veces es diametralmente opuesto, a aquello que desea”.
Un analizante puede solicitarnos que lo saquemos de su condición
sufriente, pero al mismo estar “totalmente atado a la idea de
58
conservarla”. Es importante recordar que la satisfacción que
implica el síntoma no signi ica una ganancia para el paciente. Sin
embargo, puede estar, como dice Lacan, tomado por la idea de
conservar la enfermedad. Esto quiere decir que la demanda no es
explicita, debe ser interpretada. No hay que responder a la
demanda, lo sabemos, ¡pero tampoco se trata de rechazarla! Como
dice Eidelsztein, “hay que recibir la demanda de análisis tal como
si uno tuviese lo valioso en uno, pero poniendo a trabajar que para
59
el analista lo valioso está del otro lado”. Si en la hipnosis el
signi icante ideal se confunde con el objeto a, el psicoanálisis
consiste en obtener la diferencia absoluta entre ambos. El analista
debe producir la inversión desde el lugar que se ve llevado a
ocupar –el ideal– para situarse a la máxima distancia –en el lugar
de a–, encarnando al hipnotizado frente al brillo de las palabras del
analizante. ¡Hable, todo lo que diga será interesante! La lectura
analítica, soportada en la función “deseo del analista”, develará el
lugar del sujeto como causa de deseo del Otro y los signi icantes
que lo sujetan como objeto supuesto del goce del Otro. Esta es la
razón por la que el deseo del analista vuelve a vincular la demanda
con la pulsión, aquella que había sido apartada por la transferencia
en su vertiente amorosa.
En conclusión, si “el mecanismo fundamental de la operación
60
analítica”, vehiculizado por el deseo del analista, consiste en
mantener la distancia entre I y a, se debe a las siguientes razones:

1. Porque el analista debe salir del lugar de ideal en que lo ubica


el análisis para ofrecerse como objeto digno de amor, y hace
semblante de a, causa del deseo, lugar vacío que habilita la
pregunta por las condiciones deseantes.
2. Porque el analista no indica cuál es el objeto del deseo, sino
que permite el surgimiento de la pregunta por la causa. En
otras palabras, no dice hacia dónde se debe ir, sino que se
interroga por cómo se desea.
3. Porque el deseo del analista es la posición ética que habilita la
función del entre, único lugar posible para el surgimiento del
inconsciente, la pulsión y el deseo, como discurso del Otro,
demanda del Otro y deseo del Otro.

61
El deseo del analista es un deseo de “no desear”, pero no es un
deseo neutral. Es el deseo de mantener la máxima distancia entre
el ideal –la trampa signi icante que convierte al neurótico en
objeto de sacri icio del Otro– y el objeto a, causa del deseo, aquello
que nos rescata de la petri icación simbólica. El psicoanálisis es
una ética, y como tal, requiere de un posicionamiento único en la
historia de las prácticas terapéuticas. Posicionamiento informado
por una técnica. Su e icacia depende de mantener hasta las
últimas consecuencias este deseo. “Solo el deseo puede leer el
62
deseo”.

1 Freud, 1919 (1918): 160.


2 Freud, 1912: 114. La idea de que el analista debe ser como un cirujano siempre me gustó,
pero no por los motivos que plantea Freud. En un análisis se corta, se extrae, se pega, se
arregla y se cose. ¡Y corre sangre! Un consultorio es como un quirófano: al principio está
esterilizado, limpio y ordenado, pero al inal quedan las manchas y las cicatrices por lo
recorrido.
3 Cf. Vainer, 2008.
4 Cf. Blanton, S. (1974). Diario de mi análisis con Freud. Buenos Aires, Corregidor, 1974.
5 Cf. Lacan, 1964.
6 Cf. Freud, 1933 (1932).
7 Cf. Lacan, 1958.
8 Cf. Lacan, 1964.
9 Freud citado por Tort (2014).
10 Lacan, 1964: 17.
11 Foucault, 1981-82: 191.
12 Freud, 1910: 136.
13 Laplanche y Pontalis, 1967: 84.
14 Freud, 1913b: 340.
15 Heimann, 1950: s/p. Todas las citas que siguen, hasta que se lo indique, corresponden al
mismo texto.
16 Todas las citas que siguen hasta que se indique: Racker, 1959: 32-34.
17 Racker, 1959: 48.
18 Ibid.: 184.
19 Ibid.: 47.
20 Ibid.: 183.
21 Ibid.: 187.
22 Ibid.: 231.
23 Ibid.: 230.
24 Ibid.: 218.
25 Lacan, 1960-61: clase del 8 de marzo de 1961. Todas las citas de este apartado, excepto
las que se indiquen, corresponden a esta clase.
26 “Mi autoanálisis sigue interrumpido; ahora advierto por qué. Sólo puedo analizarme a
mí mismo con los conocimientos adquiridos objetivamente [...]. Puesto que todavía
tropiezo con enigmas en mis pacientes, es forzoso que esto mismo me estorbe en el
autoanálisis. Un solo pensamiento de validez universal me ha sido dado. También en mí
[como en mis pacientes] he hallado el enamoramiento de la madre y los celos hacia el
padre, y ahora lo considero un suceso universal de la niñez temprana” (Freud citado por
Gómez, 2018). Recomiendo este artículo de Leandro Gómez para estudiar el problema
de la comunicación entre inconscientes.
27 Cf. Lacan, 1953.
28 Ferenczi, 1919: 135.
29 Lacan, 1964: 239.
30 Lacan, 1960-61: clase del 15 de marzo de 1961.
31 Lacan, 1964: 163.
32 Ibidem.
33 Freud, 1893-95: 64.
34 Jones, 1953: 235.
35 “Hay en esta historia otro punto que no podemos descuidar. A propósito de investigar
estos años de la vida de Freud, Ernest Jones cita una carta inédita de Martha a Freud [...]
después que éste le contara cuál era el estado de la situación; es decir que él se había
enterado por Breuer que algo pasó entre él y su paciente: Martha se comunica
inmediatamente con la mujer de Breuer, expresando la esperanza de que tal cosa no le
ocurriera nunca a ella, a lo que Freud respondió́ criticándola por su vanidad al suponer
que otras mujeres podían enamorarse de ‘su’ marido. Para eso tendría que ser un Breuer,
concluye Freud” (Maldonado, 2017).
36 Jones 1953: 235-36.
37 1964: 164.
38 Ibid.: 165.
39 Cf. Lacan, 1964-65: clase del 3 de febrero de 1965.
40 Ibidem.
41 “Pues aquí se ve que la nesciencia en que queda el hombre respecto de su deseo es
menos nesciencia de lo que pide [demande], que puede después de todo cernirse, que
nesciencia de dónde desea” (Lacan, 1960: 774).
42 Lacan, 1960-61: clase del 3 de mayo de 1961.
43 Ibidem.
44 Lacan, 1960-61: clase del 11 de enero de 1961.
45 Sauval, s/f.
46 Lacan, 1964: 261.
47 2011.
48 1960b: 802.
49 Tomé esta idea de Eidelsztein.
50 Lacan, 1964: 276.
51 Eidelsztein, 2006: 258.
52 Lacan, 1960-61: clase del 8 de marzo del 1961.
53 Cf. Lacan, 1977-78: clase del 15 de noviembre de 1977.
54 Cf. Lacan, 1961-62: clase del 9 de mayo de 1962.
55 Lacan, 1964: 277.
56 Ibid.: 277-78.
57 Lacan, 1966: 91.
58 Ibidem.
59 2006: 270.
60 Ibid.: 281.
61 Lacan, 1961-62: clase del 2 de mayo de 1962.
62 Guattari, 2013: 63.
Fingir olvidar
el sujeto supuesto saber

La erótica del saber

Una de las ideas fundamentales del psicoanálisis es que el


descubrimiento del sentido de los síntomas concuerda con la
curación, y que, por lo tanto, existe una coincidencia primordial
1
entre la “investigación cientí ica y el empeño terapéutico”. Los
psicoanalistas les proponemos a nuestros analizantes que saber
puede ser curativo. Partimos del hecho de que hay cosas
importantes que se ignoran y que determinan nuestro
sufrimiento. Nos alimentamos y alimentamos el deseo de saber, y
resistimos enérgicamente al horror que este produce.
El psicoanálisis es una cura investigativa (o una investigación
terapéutica) porque transforma el sufrimiento en un síntoma, es
decir, en una interrogación sobre el sufrimiento en términos de
saber: ¿qué saber lo determina?, ¿quién posee ese saber? En
verdad, estas dos preguntas no son sino la misma. Al menos en
principio, no existe la una sin la otra. La lógica es la siguiente: si hay
un saber y yo no lo poseo, entonces alguien más lo tiene que
poseer porque ese saber ya está ahí. No hace falta que la pregunta
se despliegue para que el supuesto ya esté operando. Que el
analista se vea arrastrado hacia el lugar de quien posee ese saber
no debe sorprendernos, teniendo en cuenta que es él quien se
ofrece como poseedor de un saber sobre el sufrimiento humano y
quien propone a los analizantes que hay un saber que determina
su sufrimiento. Los psicoanalistas deberíamos tener en claro que
ambos saberes no coinciden, pero no podemos pedirles lo mismo
a los analizantes.
Entonces, una vez que se supone que hay un saber,
inmediatamente se supone que hay alguien que lo sabe porque
ese saber ya está ahí. Este problema se le presentó a Freud en los
siguientes términos:
El psicoanálisis sigue la técnica de hacerse decir por los mismos a quienes estudia, si
ello cabe, la solución de sus enigmas. Por tanto, el propio soñante debe decirnos lo
que su sueño signi ica [...] Puesto que él nada sabe y nosotros nada sabemos y un
tercero menos todavía puede saber algo, no existe perspectiva alguna de llegar a
averiguarlo. Y bien; si ustedes quieren, abandonen el intento; pero si lo quieren de
otro modo, pueden proseguir camino conmigo. Yo les digo, en efecto, que es muy
posible, y aun muy probable, que el soñante a pesar de todo sepa lo que su sueño
signi ica, sólo que no sabe que lo sabe y por eso cree que no lo sabe. La suposición de
que también en el soñante está presente un saber acerca de su sueño, sólo que no le
es accesible, de suerte que no cree tenerlo, no es un puro invento.2

El analista sigue la técnica de hacerse decir por los mismos a


quienes estudia, dice Freud, la respuesta a la pregunta por el
síntoma. Esto implica dos cuestiones muy interesantes: la primera
re iere a la elección del verbo pronominal. El analista debe hacer
algo para que el paciente le diga. En otras palabras, no hay solución
al enigma si no hay analista que se haga decir. La segunda es que si
bien el analista se ve arrastrado al lugar del saber, no es él quien
verdaderamente sabe, sino el paciente, excepto que no sabe que lo
sabe. El supuesto es que el paciente sabe. Cosa curiosa, el paciente
supone que el analista sabe y el analista supone que el paciente
sabe. El análisis se instituye a partir de supuestos cruzados.
Antes de avanzar sobre el problema del saber detengámonos en
el vínculo entre investigación cientí ica y práctica terapéutica. La
siguiente cita de Freud nos permitirá evaluar este vínculo de un
modo exhaustivo:
La coincidencia de investigación y tratamiento en el trabajo analítico es sin duda uno
de los títulos de gloria de este último. Sin embargo, la técnica que sirve al segundo se
contrapone hasta cierto punto a la de la primera. Mientras el tratamiento de un caso
no esté cerrado, no es bueno elaborarlo cientí icamente: componer su edi icio,
pretender colegir su marcha, establecer de tiempo en tiempo supuestos sobre su
estado presente, como lo exigiría el interés cientí ico. El éxito corre peligro en los
casos que uno de antemano destina al empleo cientí ico y trata según las
necesidades de este; por el contrario, se asegura mejor cuando uno procede como al
azar, se deja sorprender por sus virajes, abordándolos cada vez con ingenuidad y sin
premisas. Para el analista, la conducta correcta consistirá en pasar de una actitud
psíquica a la otra al compás de sus necesidades; en no especular ni cavilar mientras
analiza, y en someter el material adquirido al trabajo sintético del pensar sólo
después de concluido el análisis. Seria irrelevante distinguir entre ambas actitudes si
ya poseyéramos todos los conocimientos, o al menos los esenciales, que el trabajo
psicoanalítico es capaz de brindarnos sobre la psicología de lo inconsciente y sobre
la estructura de las neurosis. Hoy estamos muy lejos de esa meta y no debemos
cerrarnos los caminos que nos permitirían reexaminar lo ya discernido y hallar ahí́
algo nuevo.3

De esta cita se desprenden, al menos, dos lecturas, dependiendo


de cómo se entienda que el analista somete “el material adquirido
al trabajo sintético del pensar sólo después de concluido el
análisis”. Ambas me resultan problemáticas. La primera a irma
que el analista “no piensa” a lo largo de todo el análisis (no elabora
el caso cientí icamente, no compone su edi icio, no pretende
colegir su marcha, no establece de tiempo en tiempo supuestos
sobre su estado presente, etc.). El clínico y el analista jamás
tendrían contacto. Esta posición, que en principio parece
demasiado extrema, tiene sin embargo su realización clínica, tal
como veremos más adelante. La segunda sostiene que el analista
“piensa” entre las sesiones, pero que no lo hace mientras analiza.
El gran problema que tiene esta perspectiva es que no se detiene a
explicar cuál es el vínculo entre lo pensado entre sesiones y lo que
acontece en la sesión misma, cómo lo pensado se relaciona con la
disposición a no pensar. Creo que esta pregunta no suele
desplegarse porque conlleva un obstáculo inherente: la falsa
oposición que establece Freud entre las técnicas del psicoanálisis
y las de la investigación cientí ica. ¿Qué investigador cientí ico no
cree que la actitud adecuada que debe sostener es la de dejarse
sorprender y actuar con libertad en relación con sus hipótesis?
¿No es posible reconstruir la estructura del caso, darle una
orientación y, sin embargo, mantener una actitud desprejuiciada
ante la aparición de nuevos acontecimientos? ¿Por qué “pensar”
implicaría especular o cavilar? ¿No existen modos de pensar que
no impliquen necesariamente reflexiones abstractas inservibles o
dudas neuróticas montadas sobre certidumbres?
Una tercera lectura de esta cita, entonces, es que la oposición es
infecunda, y que es posible pensar de otro modo la relación del
analista con el pensamiento, tanto afuera como adentro del
análisis, dándole a esta última diferencia una importancia menor.
El analista, tarde o temprano, tiene que establecer una conjetura, y
no hay prejuicio más evidente que la idea de que una conjetura es
por necesidad un prejuicio. Algo así solo puede a irmarse si se
supone un dique infranqueable entre lo especulativo y lo
experiencial. Entre la protocolización y el laissez faire hay cosas
pensables.
Quien dirige la cura es el analista, único amo en su barco
después de Dios; y dirigir la cura signi ica, valga la redundancia,
darle una dirección. ¿Cuándo supervisamos no pretendemos,
justamente, elaborar un caso, construir su “lógica” e intentar
determinar su trayectoria?, ¿por qué este “interés cientí ico” sería
perjudicial para el tratamiento? En este sentido, Freud tenía un
fuerte prejuicio empirista. Por el contrario, yo creo que la
elaboración cientí ica del caso suele ser muy positiva para el
desarrollo del tratamiento. Nada mejor que la lectura, escritura,
transmisión y discusión de un caso para su correcta prosecución.
Como dijo Freud, actuamos como si no persiguiéramos un in
determinado, dejándonos sorprender por el material. Y es cierto
4
que un principio no perseguimos un in especí ico, pero una vez
que se incorpora una conjetura es inevitable que también se
establezca una orientación. Esto no implica que el analista
abandone su disponibilidad a la sorpresa, ni que deje de revisar las
conjeturas cada vez que se demuestren falsas o irrelevantes. Hay
5
que estar muy preparado para recibir lo inesperado. Nuestra
posición es oscilatoria: de la conjetura a la ignorancia y viceversa.
¿Cuál es la relación entre lo que el analista piensa del caso y el
6
modo en que se interviene? Como a irmó Cosentino, un analista
no puede actualizar todos los saberes que lo atraviesan en el
momento de intervenir. Nunca habrá una conciencia plena de las
razones de un acto. Sin embargo, el acto analítico puede arrojar de
manera retroactiva alguna pista sobre el saber no sabido que está
operando en él, más allá de la conjetura que lo orienta. Que no
puedan actualizarse todos los saberes no signi ica que no los haya
o que no deba haberlos.
La postura de Freud sobre el papel de la especulación en un
análisis se debe a la confusión ya mencionada entre la atención
flotante y la interpretación. El inconsciente como órgano receptor,
creía Freud, le permitía seleccionar al material sin prejuicios, a
diferencia de la reflexión voluntaria. Para ello, está claro, el
inconsciente debería estar puri icado, libre de “puntos ciegos”. Mi
idea es que la atención flotante es un método para la producción
de textos, y no para su lectoescritura. Tendré que volver otra vez
sobre este problema que, según diagnostico, es uno de los más
importantes para la clínica psicoanalítica. Muchos analistas están
convencidos de que sus intervenciones deben prescindir de
cualquier instancia de reflexividad porque eso implicaría falsear el
material. Cuando se dice que “en su acto el analista no piensa” se
repite este mismo modelo, pero con nociones que parecen estar
mejor formalizadas. Lo que se sostiene es que algo en el “ser” de
quien ejerce como analista, por el hecho de estar analizado, le
permitiría leer un material irreflexivamente para luego poder
teorizarlo. Es así como lo plantea con transparencia Nasio: “un
psicoanalista cura a su paciente no sólo gracias a lo que sabe, a lo
que dice o a lo que hace, sino sobre todo gracias a lo que es, y
7
agrego, a lo que es inconscientemente”. En de initiva, la
disponibilidad para analizar sería una condición que adquirieron
algunas personas que inalizaron su análisis.
La hipótesis de Freud llevada al extremo nos haría concluir que
un psicoanálisis podría llegar a su terminación sin que el analista
haya establecido al menos una hipótesis sobre el caso, como si la
asociación libre y la atención flotante fueran en si mismas
terapéuticas, como si el inconsciente dirigiera la cura. Además, es
evidente que Freud no asumía esta actitud. En todos los casos ya
tenía una hipótesis de base –trauma sexual, trauma sexual infantil,
fantasías sexuales infantiles, complejo de Edipo– e intervenía, en
menor o mayor medida, en función de ella.
En todo caso, es posible a irmar que sobre este punto Freud es
contradictorio. Mientras asume una posición extrema con
respecto al papel de la especulación –mientras se analiza no se
piensa, no es conveniente elaborar el caso, hay que con iarse a la
atención flotante para seleccionar el material, etc.– sostiene su
contraria a partir de la especulación más especulativa: una teoría
universal sobre el psiquismo de los seres humanos que extrajo,
según dijo, de su experiencia clínica y su autoanálisis.
Nuevamente, aquí nos conviene plantear que la sumisión del
analista no debe ser ni a la teoría –entendida como un conjunto de
hipótesis relacionadas que explicarían todos los casos o gran parte
de ellos– ni a la experiencia pura, sino a un texto que él mismo
habilita, lee y escribe junto al analizante en función de algunas
coordenadas teóricas posibles de establecer y de transmitir. La
siguiente cita tal vez nos ayude a esclarecer más este problema:
La terapia analítica, en cambio, no quiere agregar ni introducir nada nuevo, sino
restar, retirar, y con ese in se preocupa por la génesis de los síntomas patológicos y
la trama psíquica de la idea patógena, cuya eliminación se propone como meta. Por
este camino de investigación, ha hecho avanzar muy considerablemente nuestros
conocimientos.8

La producción e incorporación de una conjetura no implica


necesariamente introducir “algo de afuera”, aunque sí algo nuevo
que habrá estado en ese material que se produjo. La investigación,
en este sentido, re iere a un modo de abordaje del texto analítico
que no se sostiene en ninguna especulación anterior o exterior al
texto. Las funciones analíticas nos permiten pensar que en un
análisis se produce un texto especí ico, se establecen conjeturas,
se las incorpora y que todo esto se lleva adelante en una posición
de inmanencia textual. Desde este punto de vista podríamos
de inir al psicoanálisis como la erótica del saber, una práctica de
investigación al interior de un texto saturado de deseo.
Otro hecho notable del planteo de Freud es que la actitud que
propone para el analista en oposición a la del cientí ico, se
sostiene en la falta de conocimiento con respecto sobre la
psicología de lo inconsciente y la estructura de las neurosis.
Todavía no sabemos, pero algún día sabremos. Esto trajo muchos
malentendidos. El analista que “más sabe” es el más funcional a
los mecanismos de poder.
“Yo no busco, sino que encuentro”, dijo Lacan parafraseando a
Picasso cuando le preguntaron sobre la investigación. Hay al
menos dos tipos de investigaciones: las que encuentran lo que ya
estaban buscando, o las que encuentran una diferencia con
respecto a lo interrogado y que implican, por lo tanto, una
ganancia de saber. A las primeras –las que ya saben que deben
buscar– podemos llamarlas religiosas o hermenéuticas; a las
segundas, cientí icas o (¡por qué no!) psicoanalíticas. Es de público
conocimiento que muchos de los descubrimientos cientí icos se
hicieron por azar. No obstante, esto no signi ica que el encuentro
con el saber no haya estado expuesto a condiciones de posibilidad.
Siempre se parte de alguna idea que será con irmada, modi icada
o directamente refutada. Por otro lado, una invención solo nos
encuentra si estamos dispuestos a dejarnos encontrar. El saber
inconsciente existe, pero tiene que encontrarte haciendo buenas
preguntas. Por el momento, dejemos abiertas las siguientes: ¿en
qué sentido el psicoanálisis es una investigación?, ¿cuál es el saber
que debe suspender el analista para poder analizar?, ¿qué lugar
ocupa el analista con respecto al saber y qué lugar debe ocupar?,
¿qué quiere decir que el analista no debe cavilar o especular?
Más adelante, en función de lo que nos encuentre, podremos
evaluar si las preguntas habrán sido buenas o no.

El engañador engañado

El saber en la obra de Lacan es una noción operativa. Esto quiere


decir que se incorpora a otras nociones y las hace gravitar de
manera elíptica en torno a ella. “La experiencia psicoanalítica pone
9
en el centro, en el banquillo, al saber”, dice Lacan. La palabra
centro parece inadecuada porque, en un sentido estricto, el
psicoanálisis no tiene ninguna noción central. El concepto mismo
de estructura pone en cuestión ideas como centro, origen, in, etc.
Sea como fuere, el saber es una noción muy relevante. Pensemos
en las siguientes de iniciones: el inconsciente es un saber no
sabido, la pulsión es un saber sin conocimiento, el goce representa
el ejercicio del saber, el sujeto es lo que falta al saber, el síntoma es
una interrogación sobre el saber, la interpretación es un saber que
funciona como término de verdad, etc.
Sin embargo, el concepto que más se vio afectado por la
incorporación del problema del saber fue la transferencia. Las
siguientes citas lo muestran:
“En cuanto hay en algún lugar, el sujeto que se supone saber
10
[...] hay transferencia”.
“Yo he restaurado a la transferencia en su función completa
11
remitiéndola al sujeto supuesto saber”.
“Si no se introduce el sujeto supuesto saber la transferencia se
12
mantiene en toda su opacidad”.
“La suposición del sujeto supuesto saber, [...] hace del
neurótico naturalmente un analizante, porque esta suposición
en sí misma constituye en lo sucesivo, antes de todo, la
13
transferencia”.
“La transferencia está esencialmente fundada en esto que para
aquel que entra en análisis, el analista es el sujeto supuesto
14
saber”.
“La transferencia se instala en función del sujeto supuesto
saber, exactamente de la misma forma que fue siempre
15
inherente a toda interrogación del saber”.

Estas citas solo sirven para rati icar el desplazamiento que sufre
la transferencia en la obra de Lacan desde el amor hacia el deseo y
el saber. Estoy de acuerdo con Miller cuando a irma que, si existe
en psicoanálisis una fenomenología de la transferencia centrada
en el amor, el sujeto supuesto saber de Lacan “está situado como el
16
fundamento transfenoménico de la transferencia”. La
transferencia tiene efectos constituyentes –el sujeto supuesto
17
saber y el deseo del analista– y efectos constituidos –el amor–. Le
Gaufey también lo dice con mucha claridad: el amor de
transferencia deja “de ocupar el primer plano de la escena con
tanta naturalidad, puesto que adquiere de entrada el rango de
18
efecto”. El amor de transferencia es un efecto imaginario de las
dimensiones simbólica y real: el sujeto supuesto saber y del deseo
del analista. El cierre del inconsciente se explica, entre otras cosas,
por el engaño transferencial a partir del cual el analizante se
presenta como un objeto digno de amor ante quien supone que
posee el objeto del deseo: el analista. De este modo, “intenta
inducir al Otro a una relación de espejismo en la que lo convence
19
de ser amable”. Ya sabemos cómo caer precipitadamente en esa
relación especular: interpretando la transferencia. En verdad, cada
vez que el analista se toma las cosas personales –“me parece que
te pasa x cosa conmigo”, “yo no te dije eso, lo que te quise decir es
que...”, etc.– entra de lleno en la dimensión del engaño.
[...] la transferencia no es, por naturaleza, la sombra de algo vivido antes. Por el
contrario, en tanto está sujeto al deseo del analista, el sujeto desea engañarlo acerca
de esa sujeción haciéndose amar por él, proponiendo motu propio esa falsedad
esencial que es el amor. El efecto de transferencia es ese efecto de engaño que se
repite en el aquí y ahora [...] No es sombra de los viejos engaños del amor. Es
aislamiento en el presente de su puro funcionamiento de engaño.20

Para ser más preciso, el cierre del inconsciente no se explica


únicamente por el engaño transferencial porque, si todo va bien,
ahí donde el analizante va a buscar la imagen amable en el ideal
del Otro se encuentra con el deseo del analista, su presencia real.
Es el a minúscula, entonces, el obturador que produce
“radicalmente” el cierre del inconsciente, siguiendo el modelo de
la causación del sujeto (alienación-separación). Lo que rescata al
sujeto de la alienación a los signi icantes, de la petri icación ante el
ideal o del fading in inito de la metonimia signi icante, es su
condición de objeto del deseo del Otro. Es así que se “separa”. Vale
recordar que el inconsciente no es una bolsa cerrada que tiene
signi icantes adentro y que de vez en cuando los expulsa. La
topología de borde del inconsciente lo circunscribe a su
articulación signi icante, por lo cual se abre cuando se cierra, es
decir, cuando hay articulación entre signi icantes con la respectiva
pérdida que eso implica: el a. Por eso la causa del inconsciente es
una causa siempre perdida.
La presencia del analista no re iere a su cuerpo “real”, a su
cercanía ísica, sino a su deseo, que bien puede realizarse a
distancia. La distancia que el analizante toma con respecto a la
presencia del deseo no es una distancia ísica. Tal vez de este modo
puede entenderse la presencia misteriosa que Lacan señalaba en
el primer seminario.
Cuando la transferencia cierra las puertas del inconsciente, el
analista puede llenar ese vacío con otro engaño –interpretando la
transferencia, por ejemplo–, o puede intervenir en función del
deseo del analista, ya que es el momento en que “la interpretación
21
se vuelve decisiva”. Por lo tanto, si bien la presencia del analista
provoca el cierre del inconsciente, “los analistas, para poder
interpretar, tienen que esperar que se produzca este efecto de
22
transferencia”, en el que la dimensión engañosa del amor
vehiculiza la pregunta por el deseo del Otro: ¿qué me quieres?
¿Cuál es la dimensión del engaño en la que se juega el amor? Un
psicoanálisis no es una práctica en donde dos personas –una que
se engaña, el analizante; y otra que pretende sacarla del engaño, el
analista– intentan ponerse de acuerdo sobre un saber referencial.
El análisis se desarrolla en la dimensión del engaño porque el
analizante intenta persuadir al analista que tiene lo que podría
completarlo y, de este modo, seguir ignorando lo que le falta.
También es muy probable que el analista sienta muchas veces que
tiene el saber que podría completar al analizante. El vínculo
transferencial en torno al objeto de deseo es, en tanto tal, un
engaño. Si esto sucede es porque el analizante supone que el
analista posee un saber sobre el deseo, que tiene la ciencia de lo
23
íntimo. No obstante, dice Lacan, la experiencia demuestra que
esto no se produce de entrada. En la fase inicial el analizante no le
concede ese lugar. El peligro está en que el engañado sea el Otro, el
analista.
El paciente puede pensar que el analista será engañado si le proporciona ciertos
elementos. Se guarda ciertos elementos para que el analista no vaya demasiado
rápido […] Ahora bien, sobre quien puede ser engañado, ¿no caerá, a fortiori, la
sospecha de que puede, él mismo, engañarse?24

El analista no es ni el Genio Maligno ni Dios. Está claro que un


analista no lo sabe todo, y eso lo sabe cualquiera, excepto algunos
analistas. El analizante, si bien le supone un saber al analista –el
mínimo necesario para solicitar una consulta–, piensa que este
puede engañarse. Por lo tanto, se ocupa de no entregar pistas
falsas que pudieran llevarlo a concluir erradamente sobre la
verdad de su deseo. ¿Pero qué podría ser por si misma una pista
falsa en el texto analítico? No querer engañar al analista signi ica
correrse de las reglas del juego y, asimismo, engañarse con
respecto al objeto del deseo. De igual manera, “aún al analista
25
cuestionado, dice Lacan, se le atribuye cierta infalibilidad”,
inclusive hasta se le puede adjudicar cierta intención en gestos
hechos al azar. ¡Por algo usted puso esa cara! En de initiva, el
analista, como cualquier otro ser hablante, no puede no desear y,
no puede no suponérsele alguna intención en lo que dice: ¿por qué
me dijo lo que me dijo? “Allí es donde está citado el analista. En la
medida en que se supone que el analista sabe, se supone también
26
que irá al encuentro del deseo inconsciente”.

El prejuicio más radical

¿El analista es o no es el sujeto supuesto saber? La respuesta no


puede decidirse en estos términos. Para poder desplegarla en
todas sus aristas debemos estudiar mejor cuál es el lugar de este
concepto en la teoría de Lacan.
El sujeto supuesto saber aparece en el Seminario 9 mientras
Lacan intentaba darle solidez conceptual al sujeto a partir de su
teoría del signi icante. De hecho, en este Seminario llega a su tesis
de initiva: un signi icante representa a un sujeto para otro
signi icante. El 15 de noviembre de 1961, en la clase de apertura,
presenta por primera vez al sujeto supuesto saber. Sin duda,
ambos “sujetos” son solidarios en la medida en que se constituyen
en torno al saber.
En esa clase Lacan señala que los psicoanalistas estamos
llamados a subvertir el prejuicio más radical, “el verdadero soporte
de todo ese desarrollo de la iloso ía [...] el límite mas allá del cual
27
comienza la experiencia del inconsciente”. El inconsciente surge
más allá del límite que impone el prejuicio moderno más
fundamental: el sujeto supuesto saber. ¿En qué consiste este
prejuicio? Principalmente, en tres ideas:

1. Que todo saber implica un sujeto.


2. Que se progresa hacia un saber absoluto (perspectiva
diacrónica).
3. Que ese saber ya está ahí (perspectiva sincrónica).

El psicoanalista no le supone ningún sujeto al saber porque su


supuesto de base es que el saber no tiene sujeto. El sujeto del
inconsciente es la contracara del sujeto supuesto saber. El sujeto
supuesto saber es fuente y soporte de la totalidad de los
signi icantes, en cambio, el sujeto del inconsciente es aquello que
28
falta al saber. No hay armonía, ni totalidad, ni determinación para
el sujeto que nos interesa. En tanto psicoanalistas no suponemos
ningún sujeto al saber porque
El saber es intersubjetivo, lo que no quiere decir que es el saber de todos, sino que es
el saber del Otro, con una A mayúscula. Y el Otro, lo hemos planteado, es esencial
mantenerlo como tal: el Otro no es un sujeto, es un lugar al cual uno se esfuerza,
desde Aristóteles, por transferir los poderes del sujeto.29

Que el saber sea del Otro no signi ica que el Otro sabe. El Otro no
sabe, justamente, porque no es un sujeto. Los poderes subjetivos
que se le trans ieren al Otro son la reflexividad, la voluntad, la
libertad, la intencionalidad, etc. Pero el Otro, en tanto tal, no sabe
ni quiere. Es puro automatismo signi icante.
La función del sujeto supuesto saber es inherente a cualquier
interrogación con respecto al saber, y, como dije, el psicoanálisis es
exactamente eso: “ese sujeto supuesto saber es inminente al inicio
30
mismo del movimiento de la investigación analítica”. El
analizante se articula alrededor de un “yo no sabía” y el analista “es
31
llamado, en la situación, como siendo el sujeto supuesto saber”.
Un síntoma, dice Lacan, puede ser de inido como un saber que el
analizante sabe que le concierne, pero que no sabe de qué saber se
32
trata. El analista “soporta él mismo el síntoma” introduciéndose
como sujeto supuesto saber. Esto quiere decir que el analista
sostiene el prejuicio más radical al mismo tiempo que va en la
dirección contraria, deponiendo parte de su saber y dejándose
llevar por el juego del signi icante –ejerciendo otro saber que le
permita entrar en ese juego–. Nuevamente, la posición del analista
es pendular. Para poder analizar se requiere de un saber que no se
adquiere en el análisis personal ni en la teoría, sino que se extrae
del propio automatismo signi icante. No obstante, para poder leer
ese saber hace falta poseer un saber distinto (teórico) del saber
articulado en el texto analítico. Inclusive hace falta un saber para
habilitar el surgimiento de ese texto.
Los analizantes no les otorgan a los analistas el lugar del sujeto
supuesto saber, es el dispositivo mismo el que lo arrastra hacia allí.
Que sea la lógica del dispositivo el que produce esa tendencia no
signi ica que la cosa vaya de suyo. Los analistas sabemos por
experiencia que muchas veces hay que hacer un gran trabajo para
instalar una pregunta sobre el síntoma en términos de saber. Los
pacientes no llegan necesariamente al análisis haciéndose
preguntas sobre el síntoma y no tienen por qué hacerlo. En
muchas oportunidades la demanda es por la eliminación del
síntoma, sin ninguna inquietud que la acompañe. Me animaría a
decir que la llamada “clínica actual” debe ser pensada desde una
perspectiva epistemológica más que ontológica. El rechazo del
inconsciente no es un atributo inherente a la sintomatología
contemporánea, sino que muestra la posición que asumen los
sujetos con respecto a su sufrimiento: un horror absoluto al saber
que lo constituye. Desde ya que esto habla mucho menos de la
“cobardía moral” de los pacientes que del modo en que el poder
trabaja, ocultando su moterialidad y eliminando la posibilidad de
establecer cualquier interrogante que pudiera ponerlo en
cuestión. El llamado “ in de la teoría” y el “diluvio de datos” es
correlativo del rechazo del inconsciente. Otra de las razones por la
cual el inconsciente es la política. Por lo tanto, el analista debe
otri icar al síntoma para que se instale formalmente el sujeto
supuesto saber. Este es el orden de la cura que propone Lacan:
recti icación de las relaciones del sujeto con lo real, transferencia e
interpretación.
La puesta en marcha del sujeto supuesto saber puede darse con
relativa facilidad o puede ser un arduo proceso. Un análisis no
puede desarrollarse sin que el analista encarne, en menor o mayor
medida, esta función. Si ya está encarnada en otra persona –por
ejemplo, en otro analista con mucho prestigio, en un gurú de la
autoayuda o en Dios– surgirán una serie de di icultades para quien
se encargue del análisis. En de initiva, “para que el análisis
empiece y se sostenga, seguramente el analista es supuesto
33
saber”. Sin embargo, el psicoanálisis sabe que nadie podría ser el
sujeto supuesto saber porque el saber existe sin que ningún sujeto
lo sepa.
No puedo acordar con Miller –y con tantos otros analistas–
34
cuando sostiene que el inconsciente es el sujeto supuesto saber.
Por el contrario, el inconsciente lo refuta como una ilusión que
debe liquidarse para concluir el análisis. La caída del sujeto
supuesto saber no es otra cosa que la caída del determinismo
psíquico. Esto signi ica a su vez que el inconsciente no es ninguna
instancia de determinación. En términos lacanianos, Freud
confundió el inconsciente con el sujeto supuesto saber. Al parecer
esta confusión no está del todo saldada.
Solo puede decirse que el inconsciente es el sujeto supuesto
saber si se confunden el Otro completo con el Otro barrado. La
idea de Lacan es que no hay Otro del Otro, que no hay
metalenguaje, es decir, que no existe el Otro completo. Esto puede
manifestarse de diversas formas: no hay nada ni nadie que
garantice una verdad, no hay un saber absoluto, no hay un sentido
último, etc. De todas formas, que no haya garantías para la verdad
no signi ica que no haya verdades más signi icativas que otras; que
no haya saber absoluto no signi ica que no haya saberes más
relevantes y potentes que otros; que no haya un sentido último no
signi ica que todos los sentidos sean deseables y pertinentes. Este
problema, como puede inferirse, nos dirige hacia la pregunta por
la interpretación. Está claro que el Otro lacaniano no es el Dios de
Descartes. El inconsciente no garantiza ninguna verdad, pero dice
muchas. El Otro barrado existe, es el Otro incompleto e
inconsistente que ofrece una verdad contingente y parcial. En
de initiva, el sujeto supuesto saber es el Otro completo –que no
existe– y el inconsciente es el Otro barrado –que existe–.
Si se cree que el Otro (sin hacer distinción entre ambos) no
existe, lógicamente, se concluye que el inconsciente, como
discurso del Otro, tampoco existe. Según esta perspectiva el
inconsciente sería una ilusión que el analista instala para poder
elaborar momentáneamente un sentido sobre el síntoma con el
in último de advertir que ese sentido podría haber sido cualquier
otro. En palabras de Miller, como el Otro no existe el analizante
debe advertir que “no hay que contar más que consigo mismo […]
saber sostenerse sin pedir perdón, sin excusarse, sin dar
35
explicaciones, sin quejarse”. No sorprende que por esta vía Miller
se encuentre con que “algo cínico surge al in del análisis, una
soledad cínica que proviene de que el Otro es semblante [...]
también que esto se acompañe por un afecto de depresión”. Luego
Miller a irma que el pase sirve para recomponer el lugar del Otro,
“porque sin este Otro los analistas se vuelven locos, y pueden
incluso tener tendencia a creer que ellos son el Otro”. En efecto, la
convicción del que el Otro no existe es la de inición lacaniana de la
locura. Me pregunto qué pasará con las personas que terminan un
análisis milleriano y no hacen el pase. ¡El mundo está lleno de
psicoanalizados sueltos!
Debo insistir: el inconsciente no es ningún sujeto supuesto al
saber sino un saber sin “sujeto”. Como sostuvo Eidelsztein, “el
36
inconsciente revoca el postulado del sujeto supuesto saber”. Es
cierto que el analista acompaña una ilusión, el sujeto supuesto
saber, en la que participan varios “prejuicios” sobre el saber: que ya
está ahí, que alguien lo tiene y que es total. En el in de análisis lo
que se veri ica como una ilusión es el sujeto supuesto saber y no el
inconsciente. ¡Que un análisis termine por comprobar la
inexistencia del inconsciente es el colmo del psicoanalista! Al
contrario: un análisis inaliza cuando se termina por advertir la
e icacia del inconsciente y, en consecuencia, la inexistencia del
Otro del Otro. Si el prejuicio más radical del pensamiento moderno
es el sujeto supuesto saber, el prejuicio más radical del
psicoanálisis contemporáneo es que el inconsciente es el sujeto
saber. Lacan lo plantea con mucha claridad:
No dije que el Otro no sabe. Los que dicen esto son los que no saben gran cosa, pese
a todos mis esfuerzos por enseñarles. Dije que el Otro sabe, como es evidente,
puesto que es el lugar del inconsciente. Solo que no es un sujeto. La negación en la
fórmula no hay sujeto supuesto saber, suponiendo que alguna vez haya dicho esto de
esta forma negativa, recae sobre el sujeto, no sobre el saber. Resulta además fácil de
captar por poco que se tenga una experiencia del inconsciente, ya que esta se
distingue justamente porque no se sabe ahí dentro quién sabe.37

Decir que “el Otro sabe” puede resultar confuso porque, como
Lacan mismo aclara, el Otro no es un sujeto sino un lugar. En el
Otro hay un saber que nadie sabe. Lo que me interesa destacar es
que el “no hay” del sujeto supuesto saber recae sobre el sujeto y no
sobre el saber. En resumen, el sujeto supuesto saber entra en
funcionamiento cada vez que se presenta alguna pregunta
vinculada al progreso del saber, y cobra su valor en el análisis
“justamente porque la existencia del inconsciente lo pone en
38
cuestión”.
¡El inconsciente existe!

Una tirada de dados

Más di ícil de aceptar que la existencia de un saber sin sujeto es


que ese saber no estaba ya-todo-ahí esperando a ser descubierto.
En verdad, no puede aceptarse uno de estos prejuicios sin hacer lo
mismo con los otros. Quiero decir que solo en apariencia se podría
admitir la existencia de un saber sin sujeto sin poner en cuestión,
al mismo tiempo, que el saber ya está todo ahí. Esta es la razón por
la cual, para Freud, el inconsciente era sujeto supuesto saber, una
instancia de determinación.
¿Dónde estaba el saber antes de ser “sabido”? Esta pregunta, dice
Lacan, no se le ocurrió a nadie porque cae por su propio peso que
antes estaba el sujeto supuesto saber. Hasta “la ciencia más ateísta
39
es sobre este punto irmemente teísta”. El problema, entonces, no
es exclusivo del psicoanálisis sino de toda ciencia, o, mejor dicho,
de toda interrogación vinculada al saber. Por ejemplo, uno podría
preguntarse si la teoría de la gravedad era cierta antes de que
Newton la formulara, o para decirlo de otro modo, si esta teoría ya
estaba allí esperando a que el ísico la descubriera.
[...] con gusto mostraré mis cartas diciendo que me parece poco verosímil decir que
el saber newtoniano era cierto antes de haberse constituido por Newton, por la
simple razón de que ahora ya no lo es. ¡No lo es en absoluto! En la necesidad misma
del saber, de la articulación signi icante, está esta contingencia de no ser más que
una articulación signi icante, una cerradura montada.40

Lacan es determinante: la teoría de la gravedad no era cierta


antes de que Newton la “descubriera” –este es el fondo del asunto–
por el simple hecho de que ya no lo es. Esto quiere decir, entre
otras cosas, que no hubo ninguna necesidad de que las cosas se
hayan presentado de este modo. El saber de la ciencia es un
cuerpo de signi icantes contingente, una tirada de dados. No hay
ninguna necesidad de que los signi icantes se articulen de
determinada manera, o al menos, no hay ninguna necesidad
original ni ningún propósito. Que sea una tirada de dados, vale
aclararlo, no signi ica que cualquier cosa pueda ocurrir.
En la antigua Grecia se creía que las matemáticas expresaban un
orden inalterable. Los números y las iguras geométricas eran
entidades ideales, inteligibles, eternas e inmutables. La
matemática griega, en su estatuto ontológico, era necesaria y
eterna, no podía ser diferente de lo que era. La letra, entendida
como la unidad de la escritura formal en la ciencia moderna, en
cambio, no tiene una razón originaria para ser como es; podría
haber sido otra, es contingente e histórica. No obstante, una vez
que la letra se ija, “sólo permanece la necesidad e impone el olvido
41
de la contingencia que la autorizó”. La escritura se vuelve
transcripción, y la creación, descubrimiento. Una vez que los dados
caen se establece un nuevo orden de posibilidades,
imposibilidades, necesidades y contingencias.
La teoría de la gravedad de Newton tal vez sea el ejemplo
paradigmático del funcionamiento del sujeto supuesto saber. La
célebre frase “Hypotheses non ingo” que presentó en la segunda
edición de los Principia no refería, lógicamente, a que su teoría no
estuviera conformada por hipótesis –en un sentido general–, sino
a que omitía cualquier tipo de hipótesis acerca de las causas de la
gravedad. Su problema era con las hipótesis “meta ísicas”. Newton
explicó cómo funcionaba la gravedad, pero nunca dijo qué era o
por qué funcionaba así. Este movimiento será clave para pensar la
interpretación. La pregunta que Newton dejo de lado fue: ¿cómo
puede saber un planeta –o cualquier objeto– a qué distancia está
de otro planeta para entrar en interacción gravitatoria? Para Lacan
“no hay alguna duda que esto supone en sí un sujeto que
mantenga la acción de la ley. [La teoría de la gravedad] solo puede
estar soportada por ese sujeto puro y supremo [...] el dios
42
newtoniano”. La ísica a Newton, la meta ísica a Dios. Lo
importante es que su teoría estuviera respaldada por un Dios que
garantizara la verdad, que le permitiera con iar en la existencia de
una racionalidad inalterable detrás de lo que podía ser teorizado.
El sujeto supuesto saber es Dios, y sanseacabó. Se puede ser un sabio genial [...] se
puede ser Einstein y recurrir de la manera más articulada a ese Dios. Es preciso que
ya sea supuesto saber, dado que Einstein, que argumenta contra una
reestructuración de la ciencia sobre fundamentos probabilísticos, alega que el saber
que supone en alguna parte lo que él articula en su teoría se vale de algo homogéneo
a lo que es un supuesto concerniente a ese sujeto, y que nombra, en los términos
tradicionales, Dios. Quizá sea di ícil captar este buen Dios en lo que sostiene del
orden del mundo, pero no es mentiroso, es leal, no cambia durante la partida los
datos del juego. Las reglas del juego ya existen en algún lugar, se instituyen por el
solo hecho de que el saber ya existe en Dios. Él preside este desciframiento llamado
saber. Un verdadero ateísmo, el único que merecería tal nombre, resultaría de poner
en tela de juicio el sujeto supuesto saber.43

Einstein, al igual que Newton y Freud, sostuvieron un universo –


o, para el caso, un inconsciente– determinista. Esto quiere decir
que, si nosotros conociéramos todas las variables de ese saber
absoluto que ya está ahí, podríamos predecir el futuro a la
perfección. En este sentido, la ilusión es que se progresaría
acumulando saber hasta llegar al saber absoluto: LA verdad.
La ciencia moderna tiene una relación paradójica con Dios. Por
un lado, se instituyó a partir de su silencio. Dios garantiza la
verdad, pero no nos dice nada de ella. El saber cientí ico no es más
que un cuerpo signi icante que prescinde de cualquier instancia
de expresión o intencionalidad. Dios es un ingeniero retirado. No
hay ningún mensaje que nos quiera transmitir a través del
funcionamiento del mundo, solo debemos descubrir cómo
funciona su gran diseño. Según Lacan, el saber cientí ico es una
creación ex nihilo. Se produce desde la nada, es decir, desde la pura
materialidad signi icante. Esto no signi ica que una teoría se
invente “desde cero”. Todo saber es precedido por una articulación
signi icante que sirve como antecedente al nuevo saber. No hay
algo así como un saber “ya ordenado en algún lugar”, sino que
existen posibilidades en la articulación signi icante que habilitan
algunas preguntas y respuestas, y hacen imposibles el
surgimiento de otras. Por otro lado, la ciencia moderna parte de un
acto de fe, necesita de ese Dios silencioso que garantice la verdad.
44
“La ciencia no es tan atea como se cree”, ya que depende de un
Dios que no cambia la estructura de lo real con el in de mentir o
45
engañar. Como sostuvo Miller, “esto es algo contra lo cual es
imposible defenderse, en el momento en que una invención
signi icante toma cuerpo y se desarrolla, no podemos dejar de
46
pensar que estaba allí desde siempre”. Dios no juega a los dados.
¿Qué pasa con el saber que toma cuerpo en un psicoanálisis? La
función del sujeto supuesto saber hace de ese cuerpo un saber
que ya-estaba-todo-ahí, esperando a ser descubierto. El
inconsciente freudiano es el sujeto supuesto saber, con la
importante salvedad de que Freud señaló lo no interpretable del
inconsciente: el ombligo del sueño. Lacan, en cambio, lo planteará
como un saber sin sujeto, incompleto e inconsistente, con un
estatuto ontológico débil. El inconsciente lacaniano existe en tanto
no realizado. No podemos decir que el inconsciente ya estaba allí,
sino que habrá estado por la presencia del analista. En los
términos en los que estoy presentado la revisión de los conceptos
técnicos, la función sujeto supuesto saber hace del material
analítico un texto que ya está todo escrito y que debería ser
revelado. El analista sabe, sin embargo, que la lectura del texto
analítico es al mismo tiempo su escritura, es decir, que aquello que
se presenta como ya escrito es en verdad un efecto de
lectoescritura al interior del material. Un analista es quien asume
radicalmente la existencia del inconsciente: la impersonalidad y la
falta de sentido del saber y, por lo tanto, del goce; y la parcialidad,
historicidad y contingencia de la verdad. El analizante, en cambio,
escribe un texto con las manos atadas. Que la lectoescritura sea
contingente, hay que decirlo de nuevo, no signi ica que pueda ser
cualquiera. La interpretación tiene sus límites impuestos por el
propio movimiento del texto. Sostenemos con irmeza que hay un
saber, solo que no podemos decir que alguien lo sepa y que ya
estaba ahí; advertimos que nuestra presencia es fundamental para
su realización.

Entre dos sillas

La paradoja del sujeto supuesto saber es que el analista debe


sostenerlo como condición de posibilidad del análisis, pero con la
mira puesta en su disolución.
[el analista] está entre dos sillas, entre la posición falsa de ser el sujeto supuesto
saber (lo cual él sabe bien que no es) y la de tener que recti icar los efectos de esta
suposición por parte del sujeto, y esto en nombre de la verdad. Y justamente por eso
la transferencia es fuente de lo que se llama resistencia. Es que si es bien cierto que
la verdad en el discurso analítico se ubica en el lugar de quien escucha, de hecho,
aquel que escucha sólo puede funcionar como relevo respecto a este lugar; es decir,
que lo único que puede saber es que él mismo está –en tanto sujeto– en la misma
relación con la verdad que quien le habla.47

Como dijo Soler, el analista es un bombero pirómano, sostiene


48
un fuego que el mismo debe ocuparse de apagar. Está en una
posición dividida, habla “en nombre de la verdad” sabiendo que esa
es una posición falsa. El analista y el analizante están en la misma
relación con la verdad, con la diferencia de que el primero está
advertido de su carácter parcial, contingente e histórico, y, en
consecuencia, sabe que nada ni nadie la garantiza. Lo que debe
garantizar para que haya análisis es el sujeto supuesto saber. Tal
como sostenía Freud, el analista no se opone al desarrollo de la
transferencia, no la alimenta ni la rechaza, sino que “el lugar desde
donde [...] habla no es el mismo que aquel desde donde en la
49
transferencia es supuesto saber”. Porque allí donde se espera el
signo del deseo, se devuelve el signi icante de la falta. El analista
inge olvidar que ha podido advertir el carácter ilusorio del sujeto
supuesto saber y su reducción al objeto a como causa de deseo.
Hace como si hubiera un sujeto supuesto saber, sabiendo, sin
embargo, que está “destinado al des-ser y que constituye [...] un
acto en falso puesto que él no es el sujeto supuesto saber, puesto
que no puede serlo, y no hay nadie que lo sepa mejor que el
50
psicoanalista”. El acto analítico es un acto de fe, en la medida en
que consiste en soportar la idea de que hay un Otro que ya sabe
todo, cuando el analista sabe que él mismo es la causa del proceso.
Su objetivo principal, “en virtud de la existencia del inconsciente,
consiste precisamente en borrar del mapa esa función del sujeto
51
supuesto saber”. Este es un modo de pensar el in de análisis: la
liquidación del sujeto supuesto saber, la caída del triple prejuicio
con la consecuente mutación de las relaciones del sujeto con el
saber. El saber no tiene sujeto, no es absoluto y no estaba allí.
Finalmente, el analista deviene el residuo, el desecho de la
operación analítica, el “resto de la cosa sabida que se llama objeto
52
a”.
Luego retomaré la pregunta por el acto analítico y su vínculo con
el sujeto supuesto saber. Ahora me interesa señalar dos
cuestiones sobre la mutación requerida con respecto al saber y la
verdad para ocupar el lugar de analista. La primera es si existe algo
así como una liquidación absoluta del sujeto supuesto saber. Si así
fuera los analistas serían las únicas personas a quienes podríamos
llamar verdaderos ateos. Esto me recuerda una anécdota que me
contó alguna vez un colega en la que un grupo de ladrones
armados irrumpió violentamente en una institución psicoanalítica
amenazando de muerte a sus miembros. Lo curioso es que
mientras se llevaban sus pertenencias, muchos prestigiosos
analistas que ya habían inalizado su análisis ¡se pusieron a rezar!
Nunca se sabe...
Esta pequeña historia nos sirve para preguntarnos si el sujeto
supuesto saber cae “todo junto”, de una vez y para siempre, el día
que se termina el análisis, o si más bien es algo que se va
liquidando a cuenta gotas, con cada manifestación del
inconsciente, pero que nunca termina por desaparecer. Y esto
remite a la potencia misma de este prejuicio y no a la falta de
análisis. Que uno tenga diagnosticado un prejuicio, por supuesto,
no signi ica que no lo padezca. La pregunta es importante porque
lo que está en discusión es si alguien que terminó su análisis,
naturalmente, está advertido de la ilusión del sujeto supuesto
saber. Creo que esto no es así. El acto analítico, que implica
soportar la posición paradójica del sujeto supuesto saber, requiere
de una disposición reflexiva y esforzada. No es algo que vaya de
suyo. Como dice Lacan, un analista no es únicamente quien ha
experimentando la caída del sujeto supuesto saber y la realización
de la división subjetiva, sino que es, especialmente, quien piensa en
53
ello. Además, dado que el sujeto supuesto saber no sería algo que
cae de una vez y para siempre, se vuelve más di ícil saber cuánto
de su liquidación es su iciente para ejercer como analista. La
segunda pregunta, ya esbozada, remite a la paradoja de que fue
Lacan, alguien que no inalizó su análisis, quien formalizó esta
teoría. Nuevamente, parece importante subrayar que no alcanza
con que alguien haya experimentado el inconsciente para ser
analista sino que debe, además, tener muy presente la teoría que
habilita el in del análisis, en todos sus sentidos. Debe pensar en
ello, tenerlo siempre presente. El hecho de que tuvimos que
esperar a Lacan para concebir el in de análisis como la caída del
sujeto supuesto saber, con la correlativa caída del analista, indica
que los analistas que terminaron su análisis antes de Lacan no lo
hicieron correctamente, al menos desde esta teoría. Lacan
diagnosticó que gran parte de los análisis terminaron con la
identi icación del analizante con el analista, representante de la
verdad; es decir, con la identi icación al sujeto supuesto saber.
No es correcto decir, entonces, que el analista coincide con el
sujeto supuesto saber. Se trata de un supuesto cruzado. Mientras
oscila entre el sostenimiento y la reducción del sujeto supuesto
saber, el analista invita al analizante a ocupar ese lugar. “Es a él a
54
quien el analista instituye como sujeto supuesto saber”. Esto fue
lo que Freud les decía a sus pacientes: “usted sabe, solo que no
sabe que sabe”. El inventor del psicoanálisis estaba convencido de
que eran los pacientes quienes poseían todo el saber acerca de sus
padecimientos, y que ese saber ya estaba allí, en el inconsciente,
esperando a ser revelado. Obviamente, una vez que Freud empezó
a saber lo que había en el inconsciente, no hacía falta que los
pacientes dijeran mucho para proponer sus hipótesis edípicas.
Esto explica, además, la expectativa freudiana de ir logrando cada
día un saber más “completo” sobre el inconsciente. Freud entendió
el inconsciente como un sujeto supuesto saber. No es del todo
preciso decir que en un análisis quien sabe es el analizante y no el
analista porque, en sentido estricto, ninguno de los dos sabe;
aunque el analista, a partir de la propuesta de la libre asociación –
diga lo que se le ocurra–, instaura al analizante como sujeto
supuesto saber. ¡Hable, todo lo que diga será importante! “Puede
decir lo que sea y siempre resultará. Esto no le pasa a uno todos los
55
días. Hay causa de sobra para la transferencia”. A través de la
ilusión del sujeto supuesto saber el analista habilita el surgimiento
del inconsciente.
¿Qué debe saber entonces el analista? En principio, el analista
sabe sobre el deseo, pero no sabe cuáles son las condiciones
deseantes de quien le consulta. La docta ignorancia del analista no
re iere a la suspensión de su saber teórico en general, sino del
saber teórico como modo estándar para explicar los casos. El
psicoanalista no sabe cuáles son los signi icantes relevantes y
cómo estos co-varían entre sí. Por eso el signi icante de la
transferencia es un signi icante cualquiera que no coincide con el
saber en reserva que instituye el sujeto supuesto saber. A esto se
re ieren tanto Freud como Lacan cuando recomiendan abordar
cada caso nuevo como si no hubiéramos adquirido ningún
conocimiento de los anteriores. Pero este hecho “no autoriza en
modo alguno al psicoanalista a contentarse con saber que no sabe
56
nada, porque lo que está en juego es lo que él tiene que saber”.
Tiene que saber utilizar sus conceptos para posicionarse de la
forma correcta, y para leer y escribir la particularidad del texto
analítico. Las cuatro funciones analíticas –habilitar, desear, leer y
escribir– requieren de una rigurosa conceptualización para poder
ponerlas en marcha. El analista no es el sujeto supuesto saber,
pero debe saber lo que está haciendo. De hecho, cada vez que da
en el blanco con su intervención, paradójicamente, pone en
cuestión el sujeto supuesto saber. Con cada escritura se vuelve
menos importante. El gesto último del analista es el de su propio
desvanecimiento.

1 Freud, 1923 (1922): 232.


2 Freud, 1916 (1915-16): 92.
3 Freud, 1912: 114.
4 En verdad, esto también es relativo. Los analistas tenemos una concepción –tal vez
débil– del in de análisis, con sus coordenadas respectivas, y nos dirigimos hacia allá,
aunque no sepamos cuál será el camino a recorrer.
5 Lacan, 1964-65: clase del 19 de mayo de 1965.
6 Maximiliano Cosentino fue uno de los lectores del manuscrito de este libro. Este párrafo
lo extraje casi textualmente de uno de sus comentarios. Le agradezco por este y otros
señalamientos que fueron fundamentales en el establecimiento inal del texto.
7 Nasio, 2017: 22.
8 Freud, 1905 (1904): 250.
9 Lacan, 1969-70: 31.
10 Lacan, 1964: 240.
11 Lacan, 1967-68: clase del 10 de enero de 1968.
12 Ibid.: clase del 21 de febrero de 1968.
13 Lacan, 1968-69: 352.
14 Lacan, 1965-66: clase del 4 de diciembre de 1965.
15 Lacan, 1967-68: clase del 17 de enero de 1968.
16 Miller, 1981: 79.
17 Unos años antes de presentar formalmente el concepto de sujeto supuesto saber,
Lacan ya anticipaba algunas de sus ideas: “Sin duda no tiene que responder, por su
parte, de ese error subjetivo que, confesado o no en su discurso, es inmanente al hecho
de que entró en el análisis, y de que ha cerrado su pacto inicial. Y no puede descuidarse
la subjetividad de este momento, tanto menos cuanto que encontramos en él la razón
de lo que podríamos llamar los efectos constituyentes de la transferencia en cuanto que
se distinguen por un índice de realidad de los efectos constituidos que les siguen” (1958:
296).
18 Le Gaufey, 1998: 70.
19 Lacan, 1964: 257.
20 Ibid.: 261-2.
21 Ibid.: 137.
22 Ibid.: 261.
23 Cf. Lacan, 1960-61: clase del 14 de diciembre de 1960.
24 Lacan, 1964: 242.
25 Ibidem.
26 Ibid.: 243.
27 Lacan, 1961-62: clase del 15 de noviembre de 1961.
28 Cf. Lacan, 1964-65: clase del 12 de mayo de 1965.
29 Lacan, 1961-62: clase del 15 de noviembre de 1961.
30 Lacan, 1967-68: clase del 29 de noviembre de 1967.
31 Lacan, 1964-65: clase del 5 de mayo de 1965.
32 Ibidem.
33 Lacan, 1964-65: clase del 12 de mayo de 1965.
34 Cf. Miller, 1993-94.
35 Esta y las próximas citas corresponden a Miller, 1995-96: 22-3.
36 Eidelsztein, 2020: s/p.
37 Lacan, 1968-69: 329.
38 Lacan, 1967-68: 17 de enero de 1968.
39 Ibid.: clase del 21 de febrero de 1968.
40 Lacan, 1964-65: clase del 5 de mayo de 1965.
41 Milner, 1955: 66.
42 Lacan, 1964-65: clase del 12 de mayo de 1965.
43 Lacan, 1968-69: 256-7.
44 Miller, 1979: 51.
45 Cf. Eidelsztein, 2008: 24.
46 Miller, 1979: 51.
47 Lacan, 1966-67: clase del 21 de junio de 1967.
48 Cf. 1988.
49 Lacan, 1965-66: clase del 26 de enero de 1966.
50 Lacan, 1967-68: clase del 17 de enero de 1968.
51 Ibid.: clase del 7 de febrero de 1968.
52 Ibid.: clase del 10 de enero de 1969.
53 “[...] el problema de la formación del psicoanalista no es, verdaderamente, otro que,
mediante una experiencia privilegiada, el de permitir que vengan al mundo, si puedo
decirlo, sujetos para que esta división del sujeto no sea solamente algo que saben, sino
algo en lo que piensan” (Lacan, 1965-66: clase del 11 de mayo del 1966).
54 Lacan, 1969-70: 55.
55 Ibidem.
56 Lacan, 1967b: 268.
Interpretar
la lectura analítica

¿Cómo se interpreta hoy?

En el segundo capítulo de La interpretación de los sueños, cuando


Freud presentó su método de interpretación comenzó por
diferenciarlo de otros dos sistemas clásicos de oniromancia: el
primero, la interpretación simbólica, se caracterizaba por tomar el
sueño en su conjunto y sustituir su contenido, en principio
enigmático, por otro “comprensible” e incluso prospectivo. El
nuevo contenido se alcanzaba a partir de alguna “ocurrencia
1
aguda” o “intuición directa” del interprete. Y esta es la razón por la
cual este método era inútil para los ines psicoanalíticos: era
intransmisible e irreproducible. He aquí la importancia de que el
psicoanálisis proponga un método, algo con aspiraciones de
racionalidad. La idea de Freud era que la interpretación no podía
2
quedar librada a las “dotes particulares” del interprete, sino que
cualquiera que supiera el método pudiese realizarlo. En de initiva,
esta modalidad fue descartada porque el interprete no podía
3
explicar racionalmente cómo llegaba a la interpretación.
El segundo método, el del descifrado, “trata al sueño como una
suerte de escritura cifrada en que cada signo ha de traducirse,
4
merced a una clave ija, en otro signi icado conocido”. Una vez
sustituidos los elementos, quedaba en manos del intérprete
restituir la trama del sueño. Este tipo de interpretación también
era poco fructífera, dado que no existía ninguna garantía para
con iar en los libros que se ofrecían como clave de lectura.
Ninguno de ellos brindaba argumentos legítimos para explicar las
equivalencias simbólicas. En suma, ambos métodos son “una
5
fuente ingobernable de arbitrariedad y de incerteza”. El elemento
onírico puede evocar en el intérprete cosas de la más diversas, sea
por el camino de la intuición o el de la clave ija. “Para el
tratamiento cientí ico del tema estos dos procedimientos
6
populares de interpretación son totalmente inservibles”.
La novedad del método freudiano consistió en desplazar el saber
acerca del sueño. El soñante, no el intérprete, posee el saber sobre
el contenido onírico, pero con la particularidad, nada menor, de
que no sabe que lo sabe. Freud invirtió los procedimientos
populares, al pedirle al soñante sus propias ocurrencias sobre el
sueño y construir a partir de ellas la clave de lectura del texto.
Sea como fuere, a lo largo de la historia del psicoanálisis, los dos
métodos inicialmente desacreditados se han confundido con el
propio método analítico. Desde el inicio de la obra de Freud ya
operaban subrepticiamente claves de lectura basadas en hipótesis
psicopatológicas. ¿Qué debemos buscar en el texto? El trauma, el
trauma sexual, el trauma sexual infantil, las fantasías sexuales
infantiles, etc., hasta llegar a la maquinaria hermenéutica
psicoanalítica: el complejo de Edipo. Dejando de lado las grandes
diferencias entre estas hipótesis (muchas de ellas aún muy
importantes para pensar algunos casos) puede a irmarse que este
movimiento representó el regreso por otros medios del método de
desciframiento, una clave universal para la lectura de textos.
Durante décadas el psicoanálisis fue una máquina de edipizar
textos; y edipizar textos, para nosotros, es edipizar vidas.
Finalmente, el saber volvió al lugar del que tanto le había costado
salir: el del médico (psiquiatra, psicólogo, psicoanalista, o como
quiera llamárselo). Esta es la razón por la cual un analista como
Racker pudo a irmar con mucha seguridad que a medida que
pasaban los años y se acumulaba saber los analistas necesitaban
7
cada vez de menos tiempo para poder interpretar. Ir a una sesión
analítica era someterse a un oleaje hermenéutico de padres
castradores, madres fálicas, homosexualidades reprimidas y
envidias genitales. No debe haber sido nada fácil ser paciente en
aquellas épocas, especialmente si uno no era hombre,
heterosexual y genital (o maduro).
Los psicoanalistas no nos hemos curado del todo de esta manía
hermenéutica. Mi impresión es que el uso de la maquinaria
edípica por parte de algunos psicoanalistas excedió la dimensión
psíquica. El mundo entero, si algo así existiera, sería explicado por
las iguras ambivalentes de mamá y papá. Y con edipizar me
re iero aquí no solo a la contracción de los síntomas –en un
sentido amplio– a una signi icación familiarista, sino también a la
reducción de la familia a su dimensión más conservadora. No
niego la importancia de los Otros primordiales en la constitución
subjetiva y en la formación de los síntomas particulares. La familia
no es el origen de los complejos, pero es el lugar en donde se
reproducen y adquieren su faz sintomática. Lo que quisiera
cuestionar es la pertinencia de las explicaciones edípicas para
problemas de género, políticos, históricos, etc., y discutir, además,
su pretendido funcionamiento universal.
En Soñar con Freud, Marinelli y Mayer mostraron con claridad
cómo el uso del simbolismo, en principio rechazado por el
inventor del psicoanálisis como criterio de interpretación, con el
correr de los años fue ganando cada vez más importancia en la
8
teoría y la práctica analítica. La gran mayoría de los agregados que
se hicieron a La interpretación de los sueños –¡muchísimos!–
estuvieron ligados al simbolismo. Las investigaciones de las
primeras revistas y escuelas psicoanalíticas se dedicaron a este
tema. Los analistas también querían poseer el saber. No es extraño
que el simbolismo, en vez de haber sido un método auxiliar que se
usaba exclusivamente cuando algún pensamiento o imagen no
generaba ninguna asociación, como propuso Freud en algunas
oportunidades, se haya transformado es un modo típico de
9
intervenir de los psicoanalistas. La disputa, inalmente, se juega
en el terreno del saber. No fue, no es y no será nada fácil que los
psicoanalistas asumamos la posición que conviene a una práctica
como la nuestra: la docta ignorancia.
Más relevante para los problemas técnicos actuales me parece la
práctica efectiva del primer método criticado por Freud, aquel
dirigido por las ocurrencias agudas o intuiciones directas que
surgen de las dotes personales del intérprete. En la actualidad, este
tipo de prácticas suelen apoyarse teóricamente en la cita
pseudolacaniana “en el momento del acto el analista no piensa”.
Esta frase, como cualquier otra, puede ser interpretada de muchas
maneras; en todo caso a mí me interesa cierta recepción de la
misma que derivó en prácticas irracionales e intransmisibles.
Un ejemplo claro de esto nos lo ofrece Chamorro en su libro
¡Interpretar! Los problemas comienzan, también aquí, con la
fatídica frase del Seminario 22: “Lacan dice que el analista es dos, el
que interviene en el acto que no piensa, y el que fuera del acto
discute con sus colegas si eso fue una intervención o no analítica
10
en el marco de lo que para Lacan es una escuela”. Es notable que
Chamorro omita el al menos dos, impidiendo la posibilidad de
suponer para el analista una posición distinta del no pensar o el
pensar. Ya trabajé otra lectura posible de aquella propuesta
lacaniana. Lo que me interesa destacar ahora es que para
Chamorro el hecho de que el analista no piense signi ica que la
interpretación es una ocurrencia vacía de sentido. Se trata, según
a irma, de introducir un sinsentido que produzca un sinsentido en
11
el analizante.
Dice, además: “La interpretación no puede ser anticipada, no
12
puede ser explicada”. La coma es engañosa porque anticipar y
explicar son acciones muy distintas. En principio, acuerdo con que
la interpretación, entendida aquí como una intervención en el
análisis, no puede prepararse con antelación, pero esto no
signi ica que la misma no tenga una apoyatura conjetural. El
analista no puede anticipar cuándo y cómo va a intervenir. Sin
embargo, lo que dice en el caso tiene bastante que ver con lo que
se dice de aquel. También estaría de acuerdo con que la
interpretación no puede ser una explicación, aunque esto no
signi ica que no pueda explicarse. Una interpretación tiene que
13
poder ser explicada; esta era la idea de Freud cuando propuso un
método. Para Chamorro se trata de decir cualquier cosa que
genere un vacío de sentido e “incomode” al paciente, no en tanto
14
efecto, sino como in en sí mismo.
Los dos ejemplos que brinda en el primer capítulo de su libro
nos servirán para mostrar su posición. En el primero de ellos dice
que un buen modo de intervenir podría ser cortar la sesión cuando
al paciente le suena el teléfono: “es la irrupción de lo extraño
15
tomando el factor sorpresa imprevisto del inconsciente”. Es di ícil
imaginar que el sonido de un celular pueda interpelar a alguien en
su posición enunciativa. No logro entender cómo una persona –no
me re iero tanto al analista sino al analizante– podría leer un
llamado telefónico como la irrupción del inconsciente. Qué quiere
decir para mi subjetividad que me sonó el teléfono, salvo raras
excepciones, es una pregunta que nadie podría hacerse. La
segunda viñeta es igual de sorprendente:
Hoy discutíamos un caso en una pequeña reunión, y alguien decía: “Mi padre piel de
cordero, era un lobo vestido de cordero, parecía bueno por fuera pero adentro había
un lobo”. En su discurso está hablando de problemas de la vida, problemas con el
padre, y de pronto irrumpe un cordero y un lobo. Como nosotros vivimos de las
metáforas, yo hubiera interpretado “uuuhhh” ¿Qué es hacer “uuuhhh”? Es una forma
interpretativa de hacer presente el lobo en su sentido real y quitarle el sentido
igurado de la metáfora.16

La intervención que propone Chamorro, coherente con sus tesis


sobre la interpretación, es absolutamente insensata. También
podría haber dicho “meeeee”, o haber cantado La hija del fletero de
“Los redonditos de ricota”, o haber tenido cualquier otra ocurrencia
como las que estoy teniendo yo en este preciso momento que
estoy asociando libremente. Además, no comprendo por qué
aullar sería hacer presente el sentido real y quitarle el sentido
igurado de la metáfora. Un psicoanalista aullando solo, en verdad,
es una hermosa metáfora. Una intervención más razonable podría
haber sido seguir escuchando para ver qué signi icantes se
anudaban a esa expresión popular. A su vez, ¿qué signi ica “bueno
por fuera pero adentro había un lobo”? ¿Qué es ese adentro y ese
afuera? La postura de Chamorro es extrema y no creo que
represente al accionar habitual de los analistas.
En general, la hipótesis de que el analista interviene sin pensar,
en función de sus ocurrencias e intuiciones, se establece en el
vínculo, a mi entender equivocado, entre la propuesta
pseudolacaniana –en el momento del acto el analista no piensa– y
la atención flotante de Freud. Es el caso de Schejtman cuando
a irma que:
en este “al menos dos”, la posición del psicoanalista que conduce la cura y de aquel
que la conceptualiza –el que deviene clínico– no se confunden. Es algo que Freud
pudo adelantar a su modo. Reléase aquel fulgurante texto que lleva por título
“Consejos al médico sobre el tratamiento psicoanalítico” y se verá allí a Freud
estableciendo acabadamente la posición del analista por un “no especular ni cavilar
mientras analiza, y en someter el material adquirido al trabajo sintético del pensar
solo después de concluido el análisis”: esa es la base misma de la atención flotante
que es el correlato, para el analista, de la regla fundamental que propone para el
analizante, la asociación libre.17

Si bien Schejtman plantea que se interviene en estado de


atención flotante, luego precisa que el analista no debe pensar en
18
el análisis mismo sino “entre sesiones”. La propuesta es
interesante, pero no queda claro cómo se relacionan lo pensado
por fuera del análisis con la intervención en estado de atención
flotante. Es cierto que durante el transcurso de un análisis es di ícil
que el analista se ponga a establecer una conjetura sobre el caso.
No obstante, habría que aclarar que la intervención que se realiza
en el análisis debe relacionarse de algún modo con la conjetura
establecida entre sesiones. ¿Por qué se a irma, entonces, que el
analista interviene en posición de atención flotante?
La “separación inconmensurable“entre analista y clínico, entre la
verdad del acto y el saber sobre el acto, no hace más que impedir el
despliegue de lo que, a mi entender, son las preguntas más
importantes para el quehacer analítico en nuestra época: ¿cuál es
el vínculo entre el analista y el clínico? ¿Cómo pasa la teoría a la
experiencia y la experiencia a la teoría? ¿Cómo servirse del saber
teórico y conjetural (conceptual y de cada caso) para analizar?
¿Cómo extraer, no un saber, sino buenas interrogaciones de la
experiencia para producir teorías novedosas y relevantes? El
analista puede “no pensar” en el momento del acto, pero
indudablemente este se inscribe en el contexto de algo pensado, y
es en esto último en lo que hay que detenerse. Además, pensar no
necesariamente es especular ni cavilar, bien podría ser un
pensamiento práctico, rápido y conclusivo. Quizá podría llamarse a
esto intuición, más cerca de la escritura –cómo y cuándo se dice–
que de la lectura –qué se dice–.
La idea de que el analista debe intervenir desde la atención
parejamente flotante puede encontrarse en Freud. Desde esa
posición el analista podría utilizar su inconsciente como órgano
receptor del inconsciente del analizante. El problema es que
mientras que la idea de una comunicación entre inconscientes
supone una selección del material por parte del inconsciente del
analista, la atención parejamente flotante plantea la imposible
tarea de no comprender, de atender a todo el texto por igual, por
más que el analizante o él consideren, cualquiera sea la razón, que
hay partes más signi icativas que otras. Se trata de “un esfuerzo de
19
incomprensión para respetar la alteridad del otro” y habilitar la
producción la textualidad del texto analítico.
El hecho es que algunos analistas entienden que a partir de la
atención parejamente flotante el analista podría interpretar con su
inconsciente. Mi idea es exactamente la contraria: para poder
interpretar, es decir, para seleccionar algo del material, el analista
debe salir de la posición de atención flotante. Curiosamente, esta
también es una idea de Freud. La lectura que propongo, entonces,
es la de Freud contra Freud. El analista no interviene con su
inconsciente sino desde el inconsciente, que no es el suyo, que no
es de nadie. Freud confundió los procedimientos que él mismo
había diferenciado: el de producción de la textualidad del texto
analítico y el de su lectura. En conclusión, creo que muchos
analistas, por más que no lo enuncien directamente, sostienen
que se interviene con el inconsciente, y que para intervenir con
este, hace falta haber inalizado el análisis.
Quien ha trabajado esta cuestión en detalle fue López en El
inconsciente del analista. Por más que no acuerde con gran parte
de las ideas, el libro es excelente, en la medida en que es una muy
buena lectura de la posición enunciativa de muchos analistas
respecto al modo en que efectivamente dicen intervenir. La idea
central del libro es que el inconsciente del analista es una fuente
valiosa de selección del material a ines interpretativos, pero que
para disponer de esa posibilidad es necesario que este haya
realizado una conversión radical de sus vínculos con la verdad y el
saber. Que haya inalizado su análisis. Dice allí:
el problema es que si el inconsciente no puede ser una fuente para la interpretación
y la doctrina también debe quedar por fuera el momento del acto, es decir, si el
analista no puede hacer uso de ninguna de sus inclinaciones para intervenir, el arte
interpretativo parecería ser fuente de inspiración divina.20

Lo que López no considera es que, además del saber doctrinario


y del saber que partiría del inconsciente del analista, existe el
saber textual. Mi propuesta, siguiendo a Freud y a Lacan, es que el
saber que el analista y el analizante deben extraer para realizar la
lectura y escritura está en el mismo texto que ellos produjeron.
Hay que leer al pie de la letra, decía Lacan. Como López mismo
señala, citándolo, la operación de lectura se realiza a partir de “la
letra del discurso, en su textura, en sus empleos, en su inmanencia
21
a la materia en cuestión”. La lectoescritura analítica es inmanente
al texto, prescinde de cualquier referencia exterior, incluso de las
ocurrencias “inconscientes” del analista. En verdad, no existe algo
así como una ocurrencia inconsciente. Las ocurrencias no son el
inconsciente porque el inconsciente no es algo que emerge por
cuenta propia. Requiere de un lector. En todo caso, esa ocurrencia
puede ser leída en función de otras para dar lugar a la realización
del inconsciente. Por último, lo que el texto “evoca” al analista no
tiene por qué ser lo que el texto dice... sin decir. Para poder habitar
la inmanencia del texto será necesario revisar algunos criterios de
lectura que pueden y deben ser explicitados.
Al igual que Schejtman, López sostiene que el analista debe
posicionarse en estado de atención flotante para poder valorizar y
seleccionar el material. Con ese objetivo trae algunas referencias
que mostrarían que Freud fue consistente a lo largo de su
enseñanza sobre este tema. La primera referencia es de 1909:
“Nuestra tarea no consiste en comprender enseguida un caso
clínico; solo habremos de conseguirlo tras haber recibido
bastantes impresiones de él. Provisionalmente dejaremos nuestro
juicio en suspenso, y prestaremos atención pareja a todo lo que
22
hay para observar”. Luego trae otra referencia de 1922:
La experiencia mostró que la conducta más adecuada para el médico que debía
realizar en análisis era que él mismo se entregase con una atención parejamente
flotante, a su propia actividad mental inconsciente, evitase en lo posible la reflexión y
la formación de expectativas conscientes y no pretendiese ijar particularmente en
su memoria nada de lo escuchado; así captaría lo inconsciente del paciente con su
propio inconsciente.23

Lejos de leer una continuidad, yo encuentro una contradicción.


Si se lee al pie de la letra, la primera referencia se caracteriza por
sus referencias temporales: “enseguida” y “provisionalmente”. El
texto dice que el analista no debe comprender enseguida, lo que
indica que en algún momento tendrá que comprender. La
suspensión del juicio es provisional. Más temprano que tarde el
analista deberá salir del estado de atención flotante para poder
seleccionar el material. La segunda referencia, en cambio, subraya
la persistencia de esa posición: la selección del material se realiza
sin salir de la atención flotante. Se lleva a cabo con el inconsciente
del analista. Se confunde el método de producción de texto con el
de lectura y escritura. Además, si bien la atención flotante y la
asociación libre son posiciones correlativas, no son simétricas.
Tanto el analizante como el analista deben suspender su juicio,
pero mientras que el primero lo hace para dejar surgir sus
ocurrencias, el segundo lo hace para abrir el texto a la lectura. Las
ocurrencias del analista son irrelevantes para el caso excepto que,
junto a las ocurrencias del analizante, formen parte de la lectura
del material. El analista no asocia libremente, no evoca; equivoca y
produce evocaciones con su lectoescritura.
Lacan lo dijo con claridad: “ustedes pueden saber lo que hacen,
saber en qué andan, sin comprender siempre, al menos de
24
inmediato, de qué se trata”. Los psicoanalistas repetimos a coro
que no hay que comprender, ¡y lo hicimos tanto que incluso parece
una tarea sencilla! Lo que no suele decirse es que la abstención
epistémica, a diferencia de la erótica, no puede sostenerse
inde inidamente. En algún momento, el analista debe salir del
estado de atención flotante para poder establecer una conjetura y
darle una dirección al caso. Nuestro “no-actuar tiene su límite,
25
sino no habría intervención”.
En de initiva, tanto por la vía del saber edípico como por la del
saber inconsciente, los analistas nos hemos alejados del saber
textual:
al excluir su relación con el sujeto de todo cimiento en la palabra, el analista no
puede comunicarle nada que no haya recibido de un saber preconcebido o de una
intuición inmediata, es decir, que no esté sometido a la organización de su propio
yo.26

Los analistas que creen intervenir con un saber extraído de su


clínica o intuitivamente con su inconsciente, en verdad lo hacen
desde su yo, pero con la importante salvedad de que no lo saben.
Nadie sale de su propio análisis con un tercer oído, ni con ningún
otro atributo que habilite la escucha y la selección con el
27
inconsciente. No hay comunicación entre inconscientes. Lo que
hay son comunicaciones fallidas que dan lugar a su realización.

El método freudiano
El procedimiento freudiano se divide en dos momentos
claramente diferenciables que parten de una premisa
fundamental: “no hacer caso de lo que el sueño parece querer decir,
sea comprensible o absurdo, claro o confuso, pues nunca será eso
28
lo inconsciente que buscamos”. La signi icación inmediata del
texto del sueño debe ser puesta en suspenso hasta que se
despliegue la textualidad requerida para la lectura. La primera
parte del método consiste en descomponer el texto del sueño en
sus elementos mínimos y pedirle al analizante asociaciones sobre
cada uno de ellos. De algún modo, esta parte del método se
asemeja a la de la interpretación simbólica, con la gran diferencia
de que es el soñante, y no el intérprete, quien debe presentar sus
ocurrencias sobre esos elementos. Este momento corresponde a
lo que llamé la función habilitar: la producción de un texto posible
de ser interpretado por un psicoanalista. Nuevamente: la
interpretación no puede pensarse sin la constitución de la
textualidad del texto analítico.
En un segundo momento el analista interpreta el texto
promovido por las asociaciones. Aquí empiezan las di icultades.
Freud no nos dice explícitamente cuál es su criterio de lectura,
aunque es evidente que lo tiene, por poco formalizado que esté. En
ocasiones llega a decir, incluso, que no hace falta interpretar nada,
que el inconsciente se instalará por sí solo a partir de la asociación
29
libre. La idea de que el inconsciente “emerge” espontáneamente
vía la asociación libre es muy común entre los psicoanalistas. En
verdad, el inconsciente es un efecto de lectoescritura.
“El sueño de la inyección de Irma”, la interpretación
paradigmática de los sueños freudianos, es un claro ejemplo de
este problema. La gran di icultad es que Freud no termina de
distinguir sus asociaciones de sus conjeturas. El hecho de que él
mismo sea el objeto de su propia investigación complica todo el
asunto. Dice, por ejemplo, en una de sus “asociaciones”: “Es como si
yo buscara todas las ocasiones que pudieran atraerme el reproche
30
de falta de probidad médica”. No creo que esta sea propiamente
una asociación, sino una lectura transversal sobre todas las
asociaciones hechas hasta el momento (“todas las ocasiones”); una
primera idea de lo que será, como veremos, la conjetura principal
sobre el sueño. En otro momento dice: “el último fragmento del
sueño aportó el contenido de que los dolores de la paciente se
deben a una grave afección orgánica. Sospecho que también con
31
esto no he querido sino desembarazarme de culpa”. Puede
advertirse la diferencia entre asociación y lectura. La sospecha no
remite a una ocurrencia sino a una conjetura que se establece en
función de los otros elementos del texto, es decir, de las otras
asociaciones. Por algún motivo –que yo adjudico, entre otros, al
hecho de que sea un “autoanálisis”– Freud no puede diferenciar
bien estos dos momentos en el análisis de este sueño, y termina
32
por creer que su sentido emergió a partir de sus ocurrencias. Pero
lo cierto es que Freud asocia, lee y establece una conjetura:
si abarco con la mirada todo eso, se reúne y articula como un único circulo de
pensamientos; por ejemplo, con esta etiqueta: Preocupación por la salud –la propia y
la ajena–, probidad médica [...] es como si me hubiera dicho: “No tomas con la
seriedad su icientes tus deberes médicos, no eres concienzudo, no cumples lo que
prometes”.33

Asociar, leer, conjeturar. Lo que no queda del todo claro, si es que


no creemos que el inconsciente emerge por cuenta propia, es
cómo llega Freud a esa conjetura. Por lo pronto es posible a irmar
que la interpretación produce un nuevo sentido sobre el texto que
puede vincularse con la vida anímica del soñante. En este caso el
sueño “habla” de sus temores con respecto a su probidad médica.
Otro hecho a destacar es que Freud entiende al sentido “oculto”
como un pensamiento o una serie de pensamiento, inclusive
como algo que el sueño le dice al soñante: “no tomas con la
seriedad su iciente tus deberes médicos”, etc. El texto tiene un
asunto, un tema, un sujeto; esto es lo que debe establecer la
conjetura.
Debo decir que la interpretación que establece Freud no me
parece acertada, especialmente por el hecho de que “la etiqueta”
del sueño remite a una preocupación consciente de su vida diaria.
Según mi lectura, que no podré argumentar con solidez, la
verdadera interpretación del sueño aparece en la nota al pie 29:
En su carta a Fliess del 12 de junio de 1900 (Freud, 1950a, Carta 137), Freud describe
una visita posterior que hizo a Bellevue, la casa donde tuvo este sueño. «¿Crees», le
pregunta, «que algún día se colocará en esa casa una placa de mármol, con la
siguiente inscripción?: En esta casa, el 24 de julio de 1895, le fue revelado al doctor
Sigmund Freud el secreto de los sueño. Por el momento parece poco probable que
ello ocurra».34

“El sueño de la inyección de Irma” no habla tanto de la


preocupación de Freud por su integridad profesional, sino de su
deseo de invención de un nuevo lazo social: el psicoanálisis. El
sujeto, el asunto del texto, es el ambicioso deseo de un médico
judío de conquistar “Roma”. El sueño le dice a Freud que debe
con iar en su “fórmula” del inconsciente sexual, más allá de las
resistencias de sus familiares, sus amigos, sus colegas, e incluso de
sus pacientes, que se niegan a abrir la boca. El sueño funciona
35
como “un vector de sentido en tiempo real”, una orientación
deseante, la verdad de un porvenir. De allí su carácter profético. El
sueño le dice: “¡Es por ahí!”. Y vaya si lo fue...
Ahora bien, ¿cómo lee Freud? Suele decirse que el psicoanálisis
se ija en los detalles del texto, en aquello que parece
insigni icante, pero eso no es del todo cierto. Freud distingue la
36
interpretación en detail de la interpretación en masse, pero esto
responde al primer momento, a la separación del texto en sus
elementos mínimos y a la asociación correspondiente. El segundo
momento, el de la lectura propiamente dicha, no distingue entre
detalle y no detalle, porque mientras el texto se constituye, todo
reviste la misma importancia. El valor que tendrá un elemento del
texto se establece en función de los otros elementos. Es cierto que
un detalle puede convertirse en algo fundamental, y que cualquier
elemento del texto, como por ejemplo una nota al pie, puede ser
importantísima a la hora de establecer la conjetura. Las palabras
de Schiller que cita Freud expresan esto con claridad:
Si se la considera aislada, una idea puede ser muy insigni icante y osada, pero
quizás, en una cierta unión con otras, que acaso parezcan también desdeñables,
puede entregarnos un eslabón muy bien concertado: de nada de eso puede juzgar el
entendimiento si no la retiene el tiempo bastante para contemplarla en su unión con
esas otras. Y en una mente creadora, me parece, el entendimiento ha retirado su
guardia de las puertas; así las ideas se precipitan por ellas pêle-mêle, y entonces —
soló entonces— puede aquel dominar con la vista el gran cúmulo y modelarlo.37

La conjetura permite encadenar ideas que no parecen estar


vinculadas entre sí. No importa si las ideas son triviales o no. No se
trata del detalle en tanto tal, sino de la posibilidad de que un
elemento irrelevante se transforme en uno esencial a partir de su
relación con cualquier otro elemento, y que, de este modo, se
invierta el orden jerárquico de la economía textual. Pero para ello
es necesario, en primer lugar, que no se comprenda rápidamente,
hay que “retener” las ideas para ver cómo se van encadenando
entre sí. El texto debe abrirse para saber cuál es el valor que tiene
cada uno de los elementos. En términos lacanianos, un
signi icante solo adquiere su valor en covarianza con otros
signi icantes.
Una vez distinguidos los dos momentos de la interpretación, y
habiendo dejado en claro que no se trata necesariamente de ir en
busca de los detalles, es imperioso preguntarse cómo se llega a la
conjetura, es decir, en función de qué establecemos un vínculo
entre los elementos del texto. No encuentro mejor modo de
introducir este problema que trayendo una interpretación a la
letra del propio Freud. Se trata de “El sueño sobre Elise L”.
Una mujer joven, pero casada desde hace muchos años, sueña: Está sentada con su
marido en el teatro, un sector de la platea está totalmente desocupado. Su marido le
cuenta que Elise L. y su prometido también habían querido ir, pero sólo consiguieron
malas localidades, 3 por 1 florín y 50 kreuzer, y no pudieron tomarlas. Ella piensa que
eso no habría sido una calamidad.38

Hasta aquí el texto del sueño. Di ícilmente pueda interpretarse


un material tan breve y tan opaco. Primero es necesario abrir el
texto. Esta sería la “primera parte” de la interpretación, las
asociaciones de la paciente:
Lo primero que nos informa la soñante es que la ocasión del sueño es rozada en su
contenido mani iesto. Su marido le había contado realmente que Elise L., una
conocida que tenia más o menos su misma edad, acababa de celebrar su
compromiso matrimonial. El sueño es la reacción frente a esa comunicación [...] ¿De
dónde proviene el detalle de que un sector de la platea está desocupado? Es una
alusión a un acontecimiento real de la semana anterior. A ella se le había puesto en
la cabeza asistir a cierta función teatral, y para eso tomó entradas muy
tempranamente, tanto que debió pagar un adicional por reservación. Cuando
llegaron al teatro se demostró lo superflua que había sido su precaución, pues un
sector de la platea estaba casi vacío. Habría bastado con adquirir las entradas el
mismo día de la función. Además, su marido no dejó de burlarse de ella por este
apresuramiento. ¿De dónde viene la cifra de 1 florín y 50 kreuzer? De un contexto por
entero diverso, que nada tiene que ver con lo anterior pero igualmente alude a una
noticia del día previo. Su cuñada había recibido como obsequio de su marido la suma
de 150 florines, y no había tenido nada más urgente que hacer, esa pavota, que correr
al joyero y trocar el dinero por una alhaja. ¿De dónde viene el 3? Sobre eso ella no
sabe nada, a menos que quiera considerarse la ocurrencia de que la novia, Elise L., es
sólo 3 meses más joven que ella, mujer casada ya desde hace casi diez años. ¿Y el
disparate de que se tomen tres entradas cuando sólo eran dos? Sobre eso nada dice,
nos rehúsa toda ocurrencia e información ulteriores.

Pero ella, en sus pocas ocurrencias, nos ha aportado material su iciente para que sea
posible a partir de él colegir los pensamientos oníricos latentes.

Es muy interesante el modo que tiene Freud para alentar las


asociaciones y la producción del texto. Primero separa el material
en elementos diferenciales y luego interroga de dónde viene cada
uno de ellos. La pregunta no es por qué dice eso, ni qué signi ica, ni
siquiera qué se le ocurre, sino de dónde viene; es decir, remite a
otro lugar, a otra escena que fue comprimida y des igurada.
39
Una vez constituido el texto puede realizarse la lectura. Tiene
que llamarnos la atención, dice Freud, que en las asociaciones
aparezcan, en varias oportunidades, “precisiones temporales que
fundamentan la existencia de una relación de comunidad entre
diversas partes del material”. En este caso, el asunto tiene que ver
con el apuro o la premura: se procuró demasiado temprano las
entradas, las tomó apresuradamente y tuvo que pagarlas más, la
cuñada se apresuró para comprar la alhaja, etc. Si a esto le
sumamos la asociación vinculada al casamiento de Elise –tres
meses más joven que ella– con un hombre de altas cualidades, y la
critica expresada a la cuñada –es un disparate apurarse tanto–,
“nos surge de manera casi espontánea la siguiente construcción
[...] ¡Fue sin duda un disparate de mi parte apurarme así con el
casamiento! Por el ejemplo de Elise veo que aun más tarde habría
conseguido marido”.
Es posible extraer numerosas conclusiones de este bello
ejemplo. La primera es que es necesario dividir la interpretación
en dos momentos distintos: el de la producción de la textualidad
del texto y el de la lectoescritura. La segunda es que leer signi ica
establecer una relación de comunidad entre las diversas partes del
texto. En este ejemplo, la relación se ubica partir de las referencias
temporales que, notablemente, no aparecen en el relato del sueño.
La tercera es que la construcción surge de manera casi
espontánea. Esto es fundamental porque nos lleva otra vez al
problema de la intuición del analista. La espontaneidad que señala
Freud no remite a la lectura en general sino a su conclusión. La
localización de las repeticiones temporales no se da
espontáneamente, requiere de un esfuerzo de lectura. Lo que
surge casi intuitivamente es la “etiqueta del sueño”. En este caso, al
ser un modelo, el texto es tan breve que la lectura parece sencilla,
pero imaginemos un texto mucho más extenso, de páginas y
páginas; es evidente que la ubicación de las repeticiones, por
poner solo un ejemplo, no se da con facilidad, requiere de una
lectura atenta y esforzada. Una lectura oblicua, a la que no estamos
acostumbrados. Lo que surge “intuitivamente” es la conclusión,
que solo puede realizarse una vez ubicada la relación de
comunidad entre los elementos. Se va de un pensamiento lento a
un pensamiento rápido. La cuarta y última conclusión es que la
lectura freudiana de este sueño es al pie de la letra, prescinde de
cualquier código de lectura o de sus propias ocurrencias. Como
dijo Lacan, la verdadera genialidad freudiana “nada debe a
penetración intuitiva alguna: es la genialidad del lingüista que ve
aparecer varias veces en un texto el mismo signo, parte de la idea
de que debe querer decir algo, y logra [...] reconstituir toda la
40
cadena del texto”. No hay más allá del texto, ni afuera, ni adentro.
Leer es atenerse a la super icie textual, a su dimensión
signi icante, para trazar una diagonal orientada por las
insistencias.

El trabajo del texto

La idea de Freud es que la narración del sueño es el resultado de la


des iguración de una serie de pensamientos: “entre el contenido
onírico y los resultados de nuestro estudio se incluye un nuevo
material psíquico: el contenido latente o pensamientos del sueño,
despejados por nuestro procedimiento. Desde ellos, y no desde el
41
contenido mani iesto, desarrollamos la solución del sueño”. La
solución del sueño no está en los pensamientos latentes, pero se
realiza desde ellos. La primera parte de la interpretación, la
apertura del material, y nos sirve para llegar a los pensamientos
latentes; la segunda, para leer en ellos la “solución” del sueño.
Dejando de lado las explicaciones metapsicológicas de este
proceso, lo que me interesa destacar es la hipótesis de que los
pensamientos latentes fueron disfrazados a través de la utilización
de una serie de recursos lingüísticos; de tropos retóricos como la
metáfora, la alegoría, la hipérbole, la sinécdoque, la antonomasia,
la elipsis, el énfasis, la ironía, etc. El inconsciente es como un hábil
autor que “ha previsto los pasajes en que cabía esperar la objeción
de la censura y por eso preventivamente atemperó, modi icó
apenas o se conformó con aproximaciones y alusiones a lo que
42
genuinamente quería escribir”. Este tipo de escritura requiere de
un lector atento que habite las entrelíneas. A la verdad se la
alcanza a partir de rodeos.
Del trabajo que produce el sueño destacaré las dos operaciones
fundamentales: la condensación y el desplazamiento. El texto
mani iesto, el que nos llega, es “una suerte de traducción
43
compendiada” de los pensamientos latentes. La condensación se
produce porque ciertos pensamientos latentes se omiten por
completo, otros solo llegan por partes, y algunos –que tienen cosas
en común entre sí– son fundidos en una unidad. Podemos
suponer que el texto mani iesto presentará omisiones, analogías
parte-todo y palabras multívocas. La condensación crea “puntos
nodales” donde se reúnen muchísimos pensamientos latentes y
elementos comunes intermediarios. Este mecanismo ya echa por
tierra la posibilidad de pensar una relación biunívoca entre el
contenido mani iesto y el contenido latente. El vínculo entre los
elementos de uno y otro lado es profundamente complejo: un
elemento mani iesto corresponde simultáneamente a varios
latentes, y viceversa. Los elementos del contenido mani iesto “se
con iguran desde la masa total de los pensamientos oníricos, y
cada uno de ellos aparece determinado de manera múltiple por
44
referencia a los pensamientos oníricos”.
El trabajo de desplazamiento se mani iesta por la sustitución de
un pensamiento latente por una alusión “extrínseca”, es decir, por
un vínculo que prescinde del signi icado de los elementos. La
conexión por similitud fónica es típica de esta operación. El otro
hecho fundamental es que por medio del desplazamiento el
“acento psíquico” del sueño es transferido a un elemento nimio. El
sueño se presenta, dice Freud, como diversamente centrado. El
desplazamiento “despoja de su intensidad a los elementos de alto
valor psíquico, y [...] procura a los de valor ín imo nuevas valencias
45
por la vía de la sobredeterminación”. Esta es la razón por la cual
es imposible saber, en principio, dónde está lo importante del
texto.
Volviendo a nuestro ejemplo, es notable el hecho de que en el
relato del sueño sobre Elise, las precisiones temporales que fueron
clave para su comprensión se encontraban omitidas, y que el
acento del sueño estaba transferido desde el “casarse” al “ir al
teatro”. Este desplazamiento se da por una asociación arbitraria,
por una relación “cualquiera”; en este caso, por la proximidad
temporal del relato de ambos eventos. El texto está organizado por
la temporalidad.
No es mi intención señalar todos los alcances de la descripción
freudiana del trabajo del sueño. Tampoco podría hacerlo. Deberé
dejar de lado cuestiones fundamentales como los medios de
iguración de las relaciones lógicas y los pensamientos abstractos.
Lo que me interesa destacar es que para Freud “equivocaríamos
mani iestamente el camino si quisiéramos leer [los signos del
sueño] según su valor igural en lugar de hacerlo según su
46
referencia signante”. Otra traducción posible de esta frase sería:
“Se incurrirá, sin duda, en error si se quisiera leer estos signos
según su valor de imagen en lugar de hacerlo según su relación
47
entre signos”. El texto analítico debe leerse como un rebus o como
una escritura jeroglí ica. No se trata de leer los elementos a partir
de lo que signi ican sino de su estatuto signi icante, del valor que
adquieren en su covariancia. La interpretación deshace el trabajo
del sueño, produce aperturas y desplazamientos en el texto a partir
de los signi icantes, posibilitando la aparición de “un mensaje
48
serio e inteligible”, acorde a la vida anímica del soñante.
Si bien solo he mencionado aquí al trabajo del sueño, Freud
plantea que las operaciones de condensación y desplazamiento en
verdad son características de todo “pensar inconsciente”, por lo
que podemos suponer que cualquier texto analítico debe ser leído
bajo esta premisa. Quien ha llevado esta idea a su límite fue Lacan,
especialmente en “La instancia de la letra”. Dice allí: “[...] en el
análisis del sueño, Freud no pretende darnos otra cosa que las
49
leyes del inconsciente en su extensión general”. En este artículo,
50
situado “entre lo escrito y el habla” (como cualquier texto
analítico), Lacan se sirve del algoritmo saussureano del signo para
leer “lingüísticamente” las ideas de Freud sobre el pensar
inconsciente. La subversión lacaniana sobre el signo consistirá, en
primer lugar, en rechazar cualquier tipo de referencialidad. El
signo no remite a ninguna realidad. Además, los elementos del
signo, el signi icante y el signi icado, no tienen ningún vínculo de
reciprocidad entre sí. Son ordenes distintos, separados por una
barrera resistente a la signi icación. Para Lacan, el signi icante no
representa al signi icado, ni “debe su existencia a título de una
51
signi icación cualquiera”. El signi icante ocupa una posición
primordial en la creación del signi icado; entra en él, lo produce en
su covariancia. A su vez, los signi icantes están sometidos a la
doble condición de reducirse a elementos diferenciales últimos y
componerse según las leyes de un orden cerrado. La topología de
la cadena signi icante se organiza como “anillos cuyo collar se sella
en el anillo de otro collar hecho de anillos”. En este sentido, el
discurso se alinea sobre “los varios pentagramas de una
52
partitura”. La cadena signi icante es polifónica. El sentido insiste
en la cadena, entre los signi icantes, pero ninguno consiste en la
signi icación. Por eso, en la medida en que compartimos el código
con otros hablantes, tenemos la posibilidad de utilizar la lengua
para decir muy otra cosa que lo que ella dice.
Lacan llamará letra al soporte material que el discurso concreto
toma del lenguaje y a la estructura esencialmente localizada del
signi icante, y a irmará que el desplazamiento y la condensación
son en verdad las dos operaciones fundamentales del lenguaje: la
metonimia y la metáfora. La metonimia es la conexión palabra a
palabra, y la metáfora, la sustitución de una palabra por otra. En la
estructura polifónica del discurso, la primera corresponde a la
dimensión diacrónica del lenguaje, y la segunda a la sincrónica. En
verdad, esta diferencia solo tiene ines propedéuticos y no tiene
sentido decir si una palabra es metáfora o metonimia. Cada
signi icante es al mismo tiempo metonimia y metáfora de otros
signi icantes.
En de initiva, Lacan formalizó las operaciones del pensar
inconsciente a través de las herramientas brindadas por la
lingüística estructural. Esto le permitió ubicar al signi icante como
el elemento fundamental del trabajo psicoanalítico, y a la metáfora
y la metonimia como los mecanismos lingüísticos presentes en
todo lenguaje, más allá del trabajo del sueño. “Esta estructura del
53
lenguaje [...] hace posible la operación de la lectura”. Leer y
escribir es transformar la palabra en signi icante, y el signi icante
en letra.

Leer al pie de la letra

La lectura de cualquier elemento del texto, en principio, es dudosa,


dado que no se sabe si debe ser tomado en sentido positivo o
negativo, o si debe interpretarse históricamente, simbólicamente
o literalmente. Nunca hay un elemento que funcione en tanto tal
como un indicio. En psicoanálisis, no existe algo así como un
indicio. Para que algo sea indicio hace falta al menos otro indicio.
En estos términos, el indicio es un signi icante localizado y no un
signo. El modo en que se lea un signi icante dependerá de su
vínculo con los otros signi icantes. Un signi icante se transforma
en letra en la medida en que se lo localiza en su covariancia. “En el
discurso analítico, se trata siempre de lo siguiente: a lo que se
enuncia como signi icante se le da una lectura diferente de lo que
54
signi ica”. Esa lectura diferente debe basarse, entonces, no en el
vínculo del signi icante con “su” signi icado –el que venga dado por
el sentido común o por el saber del analista (como doctrina o
como ocurrencia)–, sino en la relación de los signi icantes entre sí
al “interior” del texto.
Lo que por ahora nos ocupa, es de qué forma operará el signi icante en medio de
todo esto. ¿Qué hay que hacer? Ir a los textos, saber leer y construir. Cuando las cosas
se reproducen con los mismos elementos, pero ordenados de otra manera, es
preciso saber registrarlos tal cual, sin buscar en ellos referencias analógicas lejanas,
alusiones a acontecimientos interiores extrapolados que supongamos en el sujeto.
No se trata, como decimos en nuestro lenguaje ordinario, del símbolo de algo que
esté cogitando, sino de otra cosa muy distinta - son leyes en las que se mani iesta la
estructuración, no de lo real, sino de lo simbólico, y que interactúan entre ellas.
Operan, por así decirlo, por sí solas de forma autónoma [...].55

Tal vez, la analogía más apropiada para pensar la lectura de un


caso sea la del puzzle. En un caso suponemos que las piezas están,
de entrada, desordenadas, como si el texto hubiese sido cortado y
vuelto a pegar de manera arbitraria. Uno puede comenzar
tomando los fragmentos que conforman el marco. Una vez
terminado este proceso, tomar las otras piezas y ponerlas en serie,
combinarlas correctamente siguiendo algún patrón (colores,
entrantes o salientes, etc.). Lo fundamental es que una pieza suelta
no dice nada en sí misma, tengo que ubicarla en función de las
otras piezas, que pueden estar en la otra punta de la mesa. Una vez
ubicadas la mayor parte, puede entreverse una igura que estaba...
y no estaba, antes del armado. No hay que olvidar que al puzzle
analítico le falta la pieza central y que no puede decirse de él que
56
ya estaba allí.
57
Las intervenciones “razonadas” del analista no parten de
ninguna clave de lectura exterior o anterior al texto, ni de ninguna
ocurrencia del interprete. Se sirven de las piezas mismas del
material. La clave de lectura nos la brinda el texto. En toda
interpretación válida, dice Lacan, basta “con atenerse al texto para
58
comprenderlo”. En la medida en que el analista se separe del
discurso, su intervención corresponderá cada vez más a su propio
saber, transformando su decir en una sugestión ajena a cualquier
criterio de verdad. No hay ninguna razón para no tomar el texto tal
como se presenta, “so pretexto de un no sé qué que sería inefable,
59
incomunicable, afectivo”.
Leer al pie de la letra implica suspender la signi icación
inmediata del texto para atender a sus fallas, sus rupturas, sus
contradicciones, “sus elusiones, sus distorsiones, y hasta sus
60
agujeros y sus síncopas”. Lo que el analista debe leer son “los
61
lapsus, las lagunas, las contenciones, las repeticiones del sujeto”.
Tal como sostuvo Vernazza, la lectura analítica “consiste menos en
leer entre líneas para buscar un sentido que [...] para buscar
aquello que conmueve al sentido y que precisamente por ello
62
permite rede inirlo”. Cuando Lacan dice que el sentido insiste en
la cadena, pero que no consiste en ninguno de sus elementos, no
hace más que subrayar el hecho de que la interpretación se da
entre los signi icantes. Si bien los lapsus, los chistes, los sueños y
los actos fallidos no son en tanto tales manifestaciones del
inconsciente, son atajos hacia este en la medida en que abren con
mayor facilidad la pregunta por el sentido: ¿qué quiere decir eso
que se dijo?
La interpretación analítica no es una revelación –no le
mostramos al paciente algo que estaba oculto hasta el momento–
ni un desciframiento –una correspondencia punto por punto
entre el saber del analista y el saber inconsciente del paciente–. La
lectura del analista se acerca al desciframiento porque “tiene que
ver con la operación signi icante”, pero con la gran diferencia de
que el sujeto “está él mismo en el interior [...] está ya determinado
e inscripto en el mundo como causado por un cierto efecto del
63
signi icante”. Lo que debemos leer no está adentro del analizante,
sino que el analizante está en el interior del texto...al igual que
analista. Asimismo, lo que nos interesa del saber son “ciertos
puntos [que] hacen falla, y son precisamente esos puntos lo que,
64
para nosotros, cuestionan el nombre de la verdad”. Lo
inconsciente se realiza a partir de lo que cojea en el lenguaje:
discontinuidades, deslices, titubeos, vacilaciones, olvidos, cambios
abruptos de tema, contradicciones, repeticiones ignoradas, etc. La
idea de Lacan es que “tenemos que aguzar el oído a lo no-dicho
que yace en los agujeros del discurso, pero esto no debe
65
entenderse como golpes que sonasen detrás de la pared”. Lo no-
dicho no habita más allá de lo dicho (en la afectividad, en la
realidad o en algún complejo desconocido), sino en la inmanencia
fracturada del texto. En resumen, “la verdad es lo que está
planteado como debiendo ser buscado en las fallas del
66
enunciado”.
Un modo propicio de acercarse a la propuesta lacaniana de la
lectura es a partir de su “retorno a Freud”. El mejor modo de leer
los textos freudianos, dice Lacan, es aplicándole “él método crítico
67
que él mismo preconiza”:
Mi «retorno a Freud» signi ica simplemente que los lectores se preocupen por saber
qué es lo que Freud quiere decir, y la primera condición para ello es que lo lean con
seriedad. Y no basta, porque como una buena parte de la educación secundaria y
superior consiste en impedir que la gente sepa leer, es necesario todo un proceso
educativo que permita aprender a leer de nuevo un texto [...] saber leer un texto,
comprender lo que quiere decir, darse cuenta de qué «modo» está escrito (en sentido
musical), en qué registro, implica muchas otras cosas, y, sobre todo, penetrar en la
lógica interna del texto en cuestión.68

No puedo acordar con Lacan cuando dice que leer a Freud


signi ica saber qué es lo que él quiso decir. Más adecuado sería
sostener, siguiendo también a Lacan, que leer implica ubicar las
verdades parciales, contingentes e históricas que el texto
freudiano arrastra. Él mismo sostuvo que no hay nada más lejos
69
que la interpretación analítica que una psicología del autor. Los
psicoanalistas no interpretamos personas, interpretamos textos. Y
el texto no nos dice de la psicología de esa persona, nos dice cómo
esa persona participa en la inteligencia de lo simbólico, lo
imaginario y lo real. Hay que prestar atención al texto, a su lógica
interna y a su tonalidad.
Quien captó muy bien el modo de lectura propuesto por Lacan
fue Foucault. En la conferencia Qué es un autor, expresó de un
modo muy sugerente las implicancias del “retorno a Freud” y de su
método crítico:
El retorno se dirige a lo que está presente en el texto, más precisamente se vuelve al
texto mismo, al texto en su desnudez, y sin embargo al mismo tiempo se recurre a lo
que está inscripto como hueco ausencia, laguna en el texto [...] juego que consiste en
decir por un lado: esto estaba allí, bastaba con leer, todo se encuentra allí, era preciso
que los ojos estuvieran bien cerrados y los oídos bien taponados para que no se lo
viera ni se lo oyera; e, inversamente: no, no está en esta palabra, ni en aquella
palabra, ninguna de las palabras visibles y legibles dice lo que ahora está en cuestión,
se trata más bien de lo que se dice a través de las palabras, en su espaciamiento, en la
distancia que las separa. De lo que se deduce naturalmente que ese retorno, que
forma parte del discurso mismo, no deja de modi icarlo, que el retorno al texto no es
un suplemento histórico que vendría a añadirse a la misma discursividad y que la
redoblaría con un ornamento que después de todo no es esencial; es un trabajo
efectivo y necesario de transformación de la discursividad misma.70

Quisiera subrayar tres ideas de Foucault sobre el método de


lectura lacaniano:

1. Regresa al texto mismo en su desnudez y al mismo tiempo a


sus huecos, ausencias y lagunas.
2. Sostiene que lo que el texto dice está en la super icie pero que
no está en ninguna de las palabras en particular sino en lo que
se dice a través de ellas, en el entre palabras.
3. A irma que la lectura no es un suplemento de signi icación,
un aditamento de sentido o un ornamento estético. Es un
modo de transformar el texto mismo.

Más que escuchar u observar, un psicoanalista lee. En de initiva,


71
“comentar un texto es como hacer un análisis”.
El problema de la lectura nos lleva nuevamente a la fatal frase
“en el momento del acto el analista no piensa”. No pude encontrar
esta cita en la obra de Lacan. Sospecho que es el resultado de una
lectura demasiado forzada de otra frase que sí es de Lacan: “El
psicoanalista en el psicoanálisis no es sujeto, y que por situar su
acto en la topología ideal del objeto a, se deduce que es por no
72
pensar que él opera”. En principio, lo que podemos extraer de
esta cita es que quien ocupa el lugar de sujeto en un análisis es el
analizante, mientras que el analista ocupa el de objeto a, causa del
trabajo analítico. Desde el lugar de a el analista no piensa.
Nuevamente, todo depende de cómo entendamos en este
contexto la palabra “pensamiento”. Todo indica que el pensamiento
aquí remite a la reforma de Lacan del cogito cartesiano: pienso
donde no soy, luego soy donde no pienso. Es importante recordar
que Lacan equipara la cadena signi icante con el pensamiento
(Gedanke), ya que “Freud designa con ese término los elementos
que están en juego en el inconsciente; es decir, en los mecanismos
signi icantes [metáfora y metonimia] que acabo de reconocer en
73
él”. Allí donde pienso, donde juego el juego de los mecanismos de
la metáfora y la metonimia, no puedo situarme en tanto ser.
Entonces, quien “piensa” en un análisis, quien se deja tomar por
los pensamientos, es el analizante. Que el analista no debe pensar
en el momento del acto signi ica, en este contexto, que no debe
asociar libremente ni intervenir en función de sus propias
ocurrencias. No tendría por qué dejarse llevar por sus
pensamientos ni proponer ningún saber por fuera del saber sin
sujeto –saber textual– que se va articulando en un análisis. ¿Y qué
hace el analista con el saber sin sujeto? Lacan lo dice con claridad
en ese mismo texto: “Que haya inconsciente quiere decir que hay
saber sin sujeto. La idea de instinto aplasta este descubrimiento:
pero este sobrevive porque ese saber no se comprueba sino por ser
74
legible”. El analista y el analizante leen ese saber sin sujeto para
realizar lo inconsciente.

Interpretación y construcción

Lo primero que hace un analista es habilitar la producción de un


tipo de textualidad y construir junto al analizante el texto analítico.
Lo hace, como dijo Freud, por diversos caminos: a partir de
recuerdos, fantasías, sueños, ocurrencias, y de los “indicios de
75
repeticiones”, tanto dentro como fuera del consultorio. “Con esta
materia prima –por así llamarla–, debemos nosotros producir lo
deseado”. Ahora bien, ¿quién produce lo deseado?, ¿los analistas o
los analizantes? ¿Qué signi ica que lo deseado se produce?
El trabajo analítico requiere de un hacer por parte del analizante
y del analista. Decir que el analista habilita, desea, lee y escribe es
un forzamiento personalístico. Para ser más preciso habría que
decir que el analista propicia las condiciones y participa junto al
analizante de la realización de las funciones analíticas. Acontecen
entre ambos lugares, si es que están bien ocupados. En principio,
la tarea del analista es hacerse decir analíticamente por el
analizante. La tarea del analizante es hablar según las reglas del
juego analítico. Pero el analista no solo se hace decir, también
“tiene que colegir lo olvidado desde los indicios que esto ha dejado
tras sí, mejor dicho: tiene que construirlo”. Para Freud, es el
analista quien debe producir la conjetura sobre “lo olvidado”–
nosotros llamemos a esto sujeto– a partir de los indicios que
entrega el texto analítico. “Como habrá de comunicar sus
construcciones al analizado, cuándo lo hará y con qué
elucidaciones, he ahí lo que establece la conexión entre ambas
piezas del trabajo analítico, entre su participación y la del
analizado”. Lo que sucede es que la construcción –que yo pre iero
llamar lectura o conjetura– es “sólo una labor preliminar”, y esto
por dos razones. La primera es que el establecimiento de la
conjetura no coincide con su comunicación. El qué no nos dice
sobre el cómo y el cuándo. Todo esto depende de la disposición y
las características propias del analizante. El analista puede tener
los elementos su icientes para poder establecer una conjetura,
pero al mismo tiempo considerar que todavía no es conveniente
incorporarla al material. Por ejemplo, el analizante podría
encontrarse “muy lejos” de esa conjetura y, por lo tanto, el trabajo
consistiría más bien en armar las condiciones para que la misma
pueda ser recibida. Lo que se dice, a modo de lunfardo, “arrimar el
bochín”. O el analizante podría estar más “cerca” de esa conjetura,
pero el analista considerar que es necesario esperar un momento
propicio, sirviéndose de las contingencias propias del análisis,
para lograr un mayor impacto. Una muy buena carta puede
desperdiciarse si no se la pone en juego en un momento
adecuado. Por todo esto es conveniente diferenciar la lectura de la
escritura analítica.
La segunda razón por la que la construcción es solo una labor
preliminar es que la incorporación de la conjetura se produce
sobre un texto abierto, vivo, poroso, mutante. La interpretación no
solo implica la lectura sino también la escritura del material. Leer
es escribir. En este sentido, la lectoescritura viabiliza la producción
de material inédito y, por lo tanto, la apertura a nuevas lecturas.
Freud lo planteó en estos términos:
el analista da cima a una pieza de construcción y la comunica al analizado para que
ejerza efecto sobre él; luego construye otra pieza a partir del nuevo material que
afluye, procede con ella de la misma manera, y en esta alternancia sigue hasta el
inal.

Esto parecería llevar a una in initización del análisis, puesto que


el texto tiene la tendencia a abrirse con cada lectoescritura nueva.
Sin embargo, una lectoescritura e icaz produce nuevo material en
la medida en que va tachando parte del texto. Mejor dicho, para
producir material nuevo la conjetura debe cruzar
transversalmente el texto. Entonces, allí donde aparecían
numerosos elementos en apariencia distintos entre sí, la conjetura
los “reúne” bajo un asunto que estaba y no estaba antes. Produce
algo nuevo y reduce el texto a la vez. Una interpretación verdadera
cierra y abre el texto de un solo golpe.
Para Freud, el término construcción es mucho más apropiado
que el de interpretación, limitado a las operaciones sobre los
elementos singulares del material. Podríamos decir que para
llegar a la construcción hace falta primero interpretar. Está claro
que el analista dice muchas cosas antes y después de proponer
una conjetura, si es que la plantea de un modo explícito. En todo
caso, existen muchos tipos de intervenciones: aquellas destinadas
a producir la textualidad del texto analítico –las que permiten al
analizante tomar la palabra–, aquellas que van exponiendo
gradualmente los vínculos entre los elementos del material, y
aquellas que presentan una conjetura –directa o veladamente–.
Todas ellas pueden ser escrituras analíticas, al igual que los dichos
del analizante.
Freud, mucho más de lo que se acepta en la actualidad, creía que
el analista debía establecer una conjetura y proponérsela al
paciente. Sus historiales lo muestran con claridad. Es más, muchas
veces insistía en sus hipótesis a pesar de las negativas a ser
aceptadas en primer término. Es sorprendente lo mucho que
Freud interpretaba –y en un sentido más amplio, intervenía– en
sus análisis. El silencio sepulcral, los juegos de palabras y las
sesiones ultra breves de cierto lacanismo (el conocido analista
perseguidor), hicieron olvidar la importancia de las construcciones
analíticas, de las hipótesis clínicas, de la idea de que el analista
debía pensar sus casos y orientar la cura en función de lo pensado.
Nos toca ahora preguntarnos por el modo en que se incorpora la
lectura en el texto analítico. Por el cómo y por el cuándo, por sus
límites, por sus modos, por su materialidad, por sus efectos y sus
ines.
¿Qué signi ica escribir en psicoanálisis?

1 Freud, 1900 [1989]: 119.


2 Ibídem.
3 “Un ejemplo de este procedimiento es la explicitación que según la Biblia hizo José al
sueño del Faraón. Siete vacas gordas, después de las cuales vendrían siete vacas flacas
que se las comerían: he ahí el sustituto de la profecía de siete años de hambruna en
Egipto, que consumirían todos los excedentes dejados por siete años de buenas
cosechas” (Freud, ibídem). En verdad, “el sueño del Faraón” consta de dos sueños
sucesivos en la misma noche: “Aconteció que pasados dos años tuvo Faraón un sueño.
Le parecía que estaba junto al río, y que del río subían siete vacas, hermosas a la vista, y
muy gordas, y pacían en el prado. Y que tras ellas subían del río otras siete vacas de feo
aspecto y enjutas de carne, y se pararon cerca de las vacas hermosas a la orilla del río, y
que las vacas de feo aspecto y enjutas de carne devoraban a las siete vacas hermosas y
muy gordas. Y despertó Faraón. Se durmió de nuevo, y soñó la segunda vez: Que siete
espigas llenas y hermosas crecían de una sola caña, y que después de ellas salían otras
siete espigas menudas y abatidas del viento solano; y las siete espigas menudas
devoraban a las siete espigas gruesas y llenas. Y despertó Faraón, y he aquí que era
sueño”. Es curioso que Freud omita lo que seguramente es la característica más
relevante del sueño: la repetición. En este sentido puede decirse que José no interpreta
solo en función de alguna ocurrencia personal sino también apoyado en la repetición
(siete X flacas y feas que “devoran” a siete X gordas y hermosas) y en la sustitución (las
espigas por las vacas).
4 Ibidem.
5 Ibid.: 120. Notal al pie 3.
6 Ibid.: 121.
7 “Mientras que, por ejemplo, en épocas pasadas, el analista tenía que escuchar horas
enteras –y a veces semanas enteras– las asociaciones del analizado antes de poder
darle una interpretación adecuada, el analista de hoy suele captar mucho antes lo que el
analizado necesita saber y es capaz de aprovechar, de manera que el analista puede, por
lo general, interpretar varias veces en cada sesión, lo cual representa un progreso en las
posibilidades de una elaboración más intensa y aún más rápida de los conflictos
inconscientes” (Racker, 1959: 38).
8 Cf. Marinelli y Mayer, 2011.
9 “La piedra de toque con la que se medían los progresos de esta ciencia naciente
consistía para los psicoanalistas en la recopilación de sueños y símbolos que
establecerían una tipología [...] La evidencia sobre lo pertinente de interpretar sueños de
manera psicoanalítica habría de ser apoyada por material nuevo e impersonal. A las
observaciones clínicas recolectadas venían ahora a agregarse crecientes testimonios
que no provenían de la clínica o el consultorio, sino del dominio de la literatura, el mito o
el folklore” (2011: 78-79).
10 Chamorro, 2011: 8. Nótese la aclaración del autor de que la discusión con colegas debe
darse en el marco de una Escuela.
11 “La intervención psicoanalítica pretende escapar al sentido. Y en todo caso ser una
intervención vacía de sentido para que el que interpreta el sentido de la intervención
sea el paciente y no el analista” (ibid.: 12).
12 Ibid.: 16.
13 Salvando algunas excepciones, la interpretación no tiene qué ser explicada a los
analizantes, sino a la “comunidad cientí ica”.
14 “[...] nosotros lo tenemos que incomodar con nuestras intervenciones” (Chamorro, 2011:
15).
15 Ibid.: 14.
16 Ibid.: 16.
17 2013: 28.
18 Ibidem.
19 Cosentino, 2022.
20 López, 2020: 26.
21 Lacan citado por López, 2002: 48.
22 Freud citado por López, 2020: 71.
23 Ibidem.
24 Lacan, 1958-59: 36.
25 Lacan, 1953: 301.
26 Lacan, 1955: 325.
27 “El único objeto que está al alcance del analista es la relación imaginaria que lo liga al
sujeto en cuanto yo, y, a falta de poderlo eliminar, puede utilizarlo para regular el caudal
de sus orejas, según el uso que la isiología, de acuerdo con el Evangelio, muestra que es
normal hacer de ellas: orejas para no oír, dicho de otra manera, para hacer la ubicación
de lo que debe ser oído. Pues no tiene otras, ni tercera oreja, ni cuarta, para una
transaudición que se desearía directa del inconsciente por el inconsciente” (Lacan, 1953:
246).
28 Freud, 1916 (1915-16)b: 104.
29 “Hay que esperar hasta que lo inconsciente oculto, buscado, se instale por sí solo”
(ibidem).
30 Freud, 1900 [1989]: 133.
31 Ibid.: 134.
32 “He completado la interpretación del sueño. Mientras duró ese trabajo, pugné
fatigosamente por defenderme de todas las ocurrencias a que no podía menos que dar
lugar la comparación entre el contenido del sueño y los pensamientos oníricos ocultos
tras él. Entretanto emergió el sentido del sueño” (ibid.: 138).
33 Ibid: 140.
34 Ibid.: 141.
35 Dufourmantelle, 2012: 50.
36 Cf. Freud, 1900 [1989]: 125.
37 Ibid.: 124.
38 Freud, 1916 (1915-16)b. Las próximas citas, y hasta que se indique, corresponden a este
texto, p. 111-112.
39 En verdad esto es solo un modo de decir porque el texto analítico nunca termina de
constituirse. Los analistas le imponemos limites arbitrarios para poder efectuar una
lectura parcial y momentánea.
40 Lacan, 1955-56: 21.
41 1900 (1899): 285.
42 Freud, 1916 (1915-16)c: 128.
43 Freud, 1916 (1915-16)d: 156.
44 Freud, 1900 (1899): 292.
45 Ibid.: 313.
46 Ibid.: 285.
47 Traducción propuesta por Cosentino, C. (1998): Ficha de estudio “El trabajo del sueño”:
introducción, Ficha I, Psicoanálisis Freud: cat. II, Facultad de Psicología, UBA, 1998.
48 Freud, 1900 (1899): 155 (nota al pie 3).
49 1957: 481.
50 Ibid.: 461.
51 Ibid.: 469.
52 Ibid.: 470.
53 Ibid.: 477.
54 Lacan, 1972-73: 49.
55 Lacan, 1956-57: 309.
56 Freud se sirvió de esta analogía para pensar la interpretación de los sueños: “Son
dibujos en colores que se pegan sobre una planchuela de madera, bien ajustada a un
marco del mismo material; luego se los corta en muchas partes, siguiendo las curvas
más caprichosas, de modo que se obtienen unos montones desordenados de
planchuelas de madera, cada uno de los cuales lleva adherido un fragmento
ininteligible del dibujo; si se consigue ordenarlos de tal modo que el dibujo adquiera
pleno sentido, que no quede laguna entre las junturas y que el todo llene el marco; si
todas esas condiciones se cumplen, uno sabe que ha hallado la solución del
rompecabezas, y que no existe otra” (1923 [1922]: 118). Tomás Pal también utilizó la
metáfora del rompecabezas para pensar un psicoanálisis.
57 “¿Qué hacemos nosotros entonces al sustituir esta interpretación salvaje por nuestra
interpretación razonada? [...] en esta interpretación razonada solo se trata de una frase
reconstituida y de percibir el punto de falla donde, como frase, y de ningún modo como
sentido, esta deja ver lo que anda mal. Y lo que anda mal es el deseo” (Lacan, 1968-69:
182).
58 1951: 218.
59 Lacan, 1955-56: 297.
60 Lacan, 1955: 321.
61 Lacan, 1953-54: 355.
62 Vernazza, 2021: 25.
63 Lacan, 1967-68: clase del 29 de noviembre de 1967.
64 Ibidem.
65 Lacan, 1953: 295.
66 Lacan, 1966-67: clase del 21 de junio de 1967.
67 Lacan citado por Caruso, 1969.
68 Ibidem.
69 “Cuando se trata de nuestros pacientes, pido a ustedes que presten más atención al
texto que a la psicología del autor : ésta es, en suma, la orientación de mi enseñanza”
(Lacan, 1954-55: 233).
70 Foucault, 1969: 37-38.
71 Lacan, 1953-54: 120.
72 Lacan, 1969: 397.
73 Lacan, 1957: 484.
74 Lacan, 1969: 396.
75 Cf. Freud, 1936: 260. Todas las citas que siguen hasta el inal del capítulo corresponden
a “Construcciones en el análisis”, pp. 260-62.
Cortar
La escritura analítica

¿Cuándo?

En sus orígenes el psicoanálisis era como cualquier otra práctica


en la que se intercambiaba dinero por saber. Luego de un tiempo
de “escucha” –vía la hipnosis, por ejemplo–, el médico comunicaba
“la solución” que el paciente mismo había brindado sin saberlo, y
este debía aceptarla, por muy lejos que se sintiera de ella. Hoy
entendemos que la interpretación no puede resultar del todo
ajena al saber del analizante. Debe tener la densidad de una
extranjeridad íntima. No obstante, todavía nos asedia el fantasma
del saber inconsciente como una propiedad que se donaría, sin
importar si su fuente es la boca de un paciente o el libro de algún
psicoanalista reconocido (este es otro problema). Es importante
tener presente la violencia que ejercimos los psicoanalistas en
nombre de la verdad, creyendo que éramos poseedores del saber
último sobre la posición subjetiva y el sufrimiento de nuestros
pacientes.
Freud se encontró muy rápido con este problema. “El sueño de la
inyección de Irma” comienza con el reproche dirigido hacia ella
por “no haber aceptado la solución”. Un asunto del sueño es la
resistencia a la verdad: “Es tu responsabilidad que no quieres
escucharla”, dice el Freud del sueño, exculpándose por los pobre
resultados del tratamiento.
Por entonces tenía la opinión (que después reconocí incorrecta) de que mi tarea
quedaba concluida al comunicar al enfermo el sentido oculto de sus síntomas; si él
aceptaba después o no esa solución de la que dependía el éxito, ya no era
responsabilidad mía. A este error, ahora felizmente superado, debo agradecerle que
me haya hecho la vida más fácil en una época en que debía producir éxitos
terapéuticos a pesar de mi inevitable ignorancia.1

No estoy tan seguro de que ese error haya sido felizmente


superado. Tal vez sigamos demasiado preocupados por producir
éxitos. La resistencia de los analizantes, el no aceptar la solución, el
“no querer” curarse, es proporcional a la presión simbólica que
ejercemos los analistas. Los analizantes que resistieron no
hicieron más que salvaguardar su deseo. Es necesario renunciar al
ejercicio del poder, a la incautación y privatización del saber, para
poder participar en él y ser capaz de leerlo y escribirlo. El analista
lee un saber que lo atraviesa, no uno que posea. ¿Cómo transmitir
algo que no se posee? ¿Se trata de transmitir algo o de
transmitirse?
Nuestro saber no tiene por qué coincidir con el del analizante. Y
no me re iero aquí al saber sobre el inconsciente que
presuntamente el analista ya tiene (y al que debe renunciar como
principio ético y técnico) sino al que puede ser leído en el texto
analítico. “Nunca omitimos una diferenciación estricta entre
nuestro saber y su saber. Evitamos comunicarle enseguida lo que
hemos colegido a menudo desde muy temprano, o comunicarle
2
todo cuanto creemos haber colegido”, dice Freud en “Esquema del
psicoanálisis”. Debemos meditar con cuidado el momento en que
le daremos a conocer nuestra conjetura al analizante. Para ello hay
que ser paciente, aguardar hasta que nos parezca oportuno, “lo
3
cual no es siempre fácil decidirlo”. Quien aguarda el momento
perfecto espera toda la vida, es cierto. Así como el apuro puede ser
un problema para el análisis, también puede serlo la inhibición a
interpretar, especialmente para los jóvenes practicantes que
temen que sus palabras causen desastres en la subjetividad de sus
pacientes. Las razones de estos temores no responden a la
realidad del asunto. Creo que este se debe a la posición de algunos
profesores que se envuelven ellos mismos en un halo de misterio
y sabiduría. Nos enseñaron que debemos ser precavidos en
extremo, que necesitamos muchísimos años de análisis para
saber cuáles son las palabras justas, que si no poseemos ese
oscuro e intransmisible saber iremos por la vida descompensado
gente. Falso: no va de suyo que uno tenga tanto poder sobre un
paciente.
Ser cuidadosos no signi ica olvidar que nuestra práctica implica
meterse en el barro y que vamos a salir manchados. A veces hay
que precipitarse. Existen momentos mejores que otros, y un
análisis ofrece varias oportunidades de diversa índole –equívocos,
ambigüedades, repeticiones en análisis, casualidades afortunadas,
etc.– para poner en juego la conjetura. Kairós es un dios generoso.
Además, existen criterios precisos:
Como regla, posponemos el comunicar una construcción, dar el esclarecimiento,
hasta que él mismo se haya aproximado tanto a este que sólo le reste un paso,
aunque este paso es en verdad la síntesis decisiva. Si procediéramos de otro modo, si
lo asaltáramos con nuestras interpretaciones antes que él estuviera preparado, la
comunicación sería infecunda o bien provocaría un violento estallido de resistencia,
que estorbaría la continuación del trabajo o aun la haría peligrar. En cambio, si lo
hemos preparado todo de manera correcta, a menudo conseguimos que el paciente
corrobore inmediatamente nuestra construcción y él mismo recuerde el hecho
íntimo o externo olvidado. Y mientras más coincida la construcción con los detalles
de lo olvidado, tanto más fácil será́ la aquiescencia del paciente. En tal caso, nuestro
saber sobre esta pieza ha devenido también su saber.4

El advenimiento de una conjetura nunca coincide con su


5
comunicación directa. El analizante necesita su tiempo para
6
comprender y el analista no sabe cuál será. Asimismo, la tarea del
analista no se reduce a establecer y compartir una conjetura,
también prepara las condiciones para la emergencia de la
lectoescritura junto al analizante. Necesitamos analistas
asistidores y no goleadores; tiempistas, que se acomoden
rápidamente a su lugar en el juego, pero que tengan en cuenta
también el lugar y el tiempo del otro. Alguien que haga jugar antes
que pretender exhibir su juego.
En este sentido puede decirse que la interpretación analítica no
es una revelación ni tampoco una invención, es una lectoescritura
en el texto analítico. No descubrimos a nuestro analizante un saber
que ya poseemos y ellos todavía no. El sentido de los síntomas no
debe ser revelado, “debe ser asumido por [el analizante]. Por eso el
psicoanálisis es una técnica que respeta a la persona humana [...]
no solo la respeta, sino que no puede funcionar sino respetándola”,
7
a irma Lacan.
La interpretación analítica acerca y cerca. Establece relaciones y
produce contactos entre los elementos del texto en el que él
mismo participa. Por esta vía el analista acompaña al analizante en
la lectoescritura de la verdad que habita en las fallas del saber.
[...] esta verdad que habla y de la que se espera el veredicto, se la acaricia se la
amansa, se la pasa de mano por la espalda [...] Uno quiere ganarle de mano, para
hacerlo se hace semblante (en suma, ese es el sentido de la regla de asociación libre)
[...] para no preocuparse, evadirse, pensar en otra cosa, así ella quizá largue el rollo.8

La habilitación del texto analítico y de su particular textualidad


prepara el territorio para que la verdad tome la palabra. A través de
su apertura el texto comienza a entregarnos los elementos
necesarios para realizar una lectoescritura que produzca un
sujeto. La verdad no habla por cuenta propia, hay que hacerla
hablar, como quien no quiere la cosa, sugiere Lacan. Hay que ser
pacientes, dar tiempo. Debemos dejar que el texto se despliegue,
se abra, se nos ofrezca en función de las condiciones que le
proponemos. La premura también es un problema clínico muy
frecuente entre los analistas. Nos demoramos en interpretar, pero
nos apuramos en comprender.
Si todavía somos víctimas del furor sanandis, a pesar de las
innumerables advertencias, es porque nos vemos exigidos a
responder rápidamente por el sufrimiento de quien nos consulta.
¡Cómo no va a ser así si aceptamos hacernos cargo de su
padecimiento! Por eso la paciencia es una gran virtud. Hay
problemas que requieren cierto tiempo para resolverse. La
urgencia nos hace caer en nuestra propia trampa: creer que
tenemos un saber y deberíamos donarlo. Esto es lo que suele
llamarse “responder a la demanda”. La lectoescritura analítica no
se sostiene en un “yo sé y digo” ni en un “tu sabes y dices”. Se trata
de un “eso se dice” en las múltiples voces del texto, conforme a un
saber sin sujeto.
El corte analítico

Lo que un psicoanalista interpreta es el deseo. No lo nombra y


tampoco espera que el analizante lo haga. “¿Cómo nombrar un
deseo? Un deseo uno lo va cercando. Para esto la historia nos
9
procura pistas y huellas”. Por medio de las “pistas y huellas” que
nos brinda el texto, el analista junto al analizante producen
lectoescrituras que posibilitan que este último pueda reconocerse
en el plano del deseo. Los psicoanalistas no interpretamos el
objeto del deseo, sino que leemos las coordenadas deseantes: sus
refugios, sus máscaras, sus roces, sus ataduras, sus líneas
sintomáticas y de fuga. El analista “se equivoca” si cree que debe
mostrarle al analizante que lo que desea es tal o cual objeto.
El atravesamiento del fantasma es una travesía, es el rodeo por
el objeto causa del deseo. No hay nada que cruzar, sino mucho por
recorrer. “Todo transcurre en los peldaños, en las etapas, en los
10
diferentes escalones de la revelación de ese deseo”. El
psicoanálisis es siempre un work in progress.
Una lectoescritura es un corte que engendra una super icie.
Llamemos corte a una intervención signi icante que produce el
cierre parcial en el texto. Decir que un analista interpreta textos y
no personas, no signi ica el olvido de lo corporal. Una de las ideas
más brillantes de Freud es que el cuerpo que nos interesa a los
analistas es un cuerpo textual y que el sufrimiento subjetivo está
entramado en el automatismo signi icante. Los cuerpos textuales
se leen y se escriben.
En el lacanismo, la noción de corte quedó íntimamente ligada a
la interrupción de la sesión. Es sabido que Lacan utilizó el tiempo
como una herramienta fundamental del análisis y se opuso con
irmeza a cualquier intento de estandarización de la práctica. Su
idea es que la ijación de los tiempos del análisis por parte del
analista, en su totalidad o en cada una de las sesiones, favorece la
11
ilusión de que el “plazo de su verdad puede ser previsto”, como si
la verdad ya estuviera allí, reestableciendo el prejuicio que coloca a
la verdad como una posesión del analista. Otro modo de decirlo es
que el preestablecimiento de los tiempos sostiene el prejuicio del
sujeto supuesto saber.
En qué derivó todo esto es otra historia: sesiones ultrabreves,
personas abarrotadas en las salas de espera y analizantes que
temían suspirar ante la posibilidad de que se los eche y que
encima se les cobre una indemnización. En la actualidad, algunos
colegas no trabajan con sesiones de tiempo variable, directamente
hacen sesiones cortas. Las razones de esta abreviatura parecen ser
estrictamente económicas. Cuando el tiempo del inconsciente se
aproxima sospechosamente al tiempo del capital, podemos
referirnos, como hizo Pal, a una transferencia “de fondos”. El hecho
de que se cite a varios pacientes con minutos de diferencia lo
muestra con claridad. Que el tiempo del inconsciente no coincida
con el tiempo moderno de la cronometrización ni con el llamado
“tiempo subjetivo” no puede ser una excusa para convertir cada
sesión en una cuenta regresiva. El análisis no puede transcurrir en
la urgencia o en la inmediatez. Debemos abrir una temporalidad
distinta de la que vivimos a diario.
Con respecto a las sesiones breves e hiperbreves, me gustaría
recordar el siguiente consejo de Freud: “Uno se encuentra con
enfermos a quienes es preciso consagrarles más tiempo que el
promedio de una hora de sesión; es porque ellos pasan la mayor
parte de esa hora tratando de romper el hielo, de volverse
12
comunicativos”. A mí me pasa algo parecido. Al principio las
sesiones suelen ser más prolongadas. Los analizantes necesitan
tiempo para poder desplegar su sufrimiento, su contexto vital, su
historia, su imaginario. Pero también para empezar a con iar en el
oyente, y romper con las barreras inhibitorias de la vergüenza y la
suspicacia. Asimismo, se requiere de tiempo para asimilar las
reglas analíticas, para aprender hablar analíticamente, para salir
del escollo de la realidad. La propuesta de Lacan, según entiendo,
no es que las sesiones tienen que ser cortas, sino que deben tender
13
a la brevedad y a la concisión. Es así: a medida que avanza un
análisis las sesiones suelen ser más cortas, y esto sucede sin
ningún forzamiento. De hecho, alguna vez me ha pasado que
algún analizante, anticipándose, me dijo “hoy dejamos por acá”.
Esto no habla solo de mi lentitud, también dice de la
espontaneidad con la que algunos análisis se desarrollan. “Eso se
dijo” entre nosotros, ya se ha dicho lo que tenía que decirse, ¿qué
importa quién corta?
Hay analizantes que usan el tiempo al servicio de su neurosis.
Un ejemplo típico es la exigencia de exhaustividad que algunos
padecen a la hora de hablar con un analista. Quieren decir todo lo
que habían pensando decir, como si el hecho de que algo quedara
sin expresarse fuese una desdicha para el análisis. No hace falta
más que señalar esa exigencia de totalidad y recordar las reglas del
juego: no vale preparar todo lo que uno va a decir e intentar decir
todo es un contrasentido. Se trata, por premisa, de decir otra cosa
aparte de lo que fue pensado, de dejarse llevar por el juego
analítico.
Una noción muy vinculada al corte de la sesión es la de
puntuación dialéctica. Para Lacan la función del analista se acerca
14
mucho a la del antiguo escriba, o más cercana a nosotros, a la del
15
editor. Tanto el escriba antiguo como el editor moderno son los
encargados de cuidar el texto, de proteger su verdad, de buscar el
mejor modo de manifestarla. Pero lo más importante para
nosotros, es que al puntuar el texto el editor inexorablemente
modi ica su sentido. La puntuación, como sabemos, es lo que le da
retroactivamente sentido a lo que se está diciendo. Recién
sabremos cuál habrá sido el decir cuando los dichos encuentren
su punto de basta. “Una vez colocada [la puntuación] ija el sentido,
su cambio lo renueva o lo trastorna, y, si es equivocada, equivale a
16
alterarlo”. Un analizante puede querer seguir hablando “para”
evadir y olvidar las consecuencias de lo que se dijo.
La interrupción de la sesión es menos un “vaya a pensar en lo
que le dije” que un “es necesario que lo que se dijo tenga sus
resonancias”, por eso son tan importantes el antes y el después de
la sesión (lamentablemente las sesiones virtuales entorpecieron
esos viajes de reverberación). Un analista utiliza la puntuación
para localizar un decir, y esto no coincide necesariamente con el
corte de la sesión. Es un corte en la super icie textual, “pues no
17
rompe el discurso sino para dar luz a la palabra”. A veces es
fundamental esperar la respuesta del analizante a la puntuación,
evaluar si la misma fue pertinente en función de la asociación
concomitante. Otras, es mejor interrumpir y dejar el sentido en
suspenso. Es una apuesta que, como toda, puede fallar. Está claro
que una de las tareas del analista es evaluar qué “parte [del]
18
discurso está con iado el término signi icativo”.
Desde la perspectiva de Lacan el corte analítico es una
intervención signi icante que se realiza sobre el sujeto, entendido
como una super icie topológica. Del mismo modo que el sujeto es
producto del signi icante, la super icie es producto del corte. En
este sentido podemos decir que el corte no coincide
necesariamente con la interrupción de la sesión. No es un corte
cronológico sino topológico. El texto analítico –considerado como
una super icie topológica– está hecho de demandas que se repiten
a causa de su insatisfacción. “[La] repetición no es ninguna otra
19
cosa que la forma más radical de la experiencia de la demanda”,
dice Lacan. Pero la demanda no es algo que vaya de suyo, es
necesario que se realice una lectoescritura que ubique al menos
dos signi icantes como in initamente próximos, como “lo mismo”,
como lo que vuelve siempre al mismo lugar. De este modo la
aparente línea cronológica del decir se transforma en un bucle. Lo
que el análisis debe producir son dobles bucles. Lacan: “El acto es
un signi icante que se repite, que pasa en un solo gesto por las
razones topológicas que vuelven posible la existencia del doble
20
bucle creado por un solo corte”.
No hay forma de acceder al deseo si no es por medio del trabajo
con la demanda. El deseo es lo que está entre las demandas (quizá
debamos abandonar el trascendental “más allá”). Está articulado
pero no es articulable, solo puede decirse elípticamente. La tarea
del análisis será transformar ese vacío interior producido por las
vueltas insatisfactorias de la demanda en el objeto causa del
deseo. En un análisis se va de la pulsión al deseo, y para localizar a
este último es necesario que el conjunto de las demandas se
ubique en su carácter repetitivo. “Se trata de establecer qué tipo de
campo queda precisamente establecido por la vuelta de la
demanda. A partir de allí, y con un conjunto su iciente de bucles,
21
se trata de uni icarlos por medio de su interpretación”.
Eidelsztein sostiene que si se articulan las demandas que se
repiten como “uno” adviene el objeto causa del deseo, es decir, la
posibilidad de medio decirlo. Las cortes que dan lugar a los doble
bucles producen en su cierre la super icie topológica llamada toro
(posible de ser imaginarizada como una dona o una rosquilla).
Desde un punto de vista transferencial, es posible a irmar que “un
caso” se conforma con el abrazo de dos toros, en donde “lo que
entorna el objeto a en un toro se corresponde con la vuelta de la
demanda en el toro complementario: lo que marca (sella) al objeto
del deseo de cada uno de nosotros es la demanda del Otro, y no el
22
deseo del Otro”. Cuando se produce el cierre de los bucles, se
produce a su vez una vuelta en más o una vuelta en menos,
dependiendo cómo se cuente. Cada doble bucle implica un cierre,
pero al mismo tiempo la vuelta entera de los doble bucles produce
23
un cierre que da lugar al toro y al objeto causa del deseo.
La repetición es producto de la lectura: “el acto está en la lectura
24
del acto”, dice Lacan. Si al analista le corresponde poner en
marcha la apertura del texto, también es su responsabilidad que se
produzcan cierres parciales. En primer lugar, el analista alienta la
producción de un bucle a partir de la lectura de al menos dos
signi icantes que se repiten. Luego se busca la “otra escena” como
repetición de ese bucle, dando lugar a un doble bucle, es decir, a la
estructura de al-menos-cuatro signi icantes que Lacan considera
necesaria para la realización del sujeto. Esto es lo que llamamos
interpretar la demanda. Por último, se leerá un “uno” del deseo a
partir del cierre de todas las vueltas de la demanda. Este acto de
lectura posibilita medio decir el deseo, decirlo elípticamente. “Lo
más importante a comprender en la demanda del analizado, es lo
que está más allá de esta demanda. Es el margen de lo
25
incomprensible, que es el margen del deseo”.
La demanda del Otro connota, sugiere el objeto de deseo.

Resonancias

No basta con que una verdad sea verdadera para que sea admitida
como tal, esto lo sabemos por experiencia propia. Que la verdad
nos despierte o nos adormezca, “depende del tono con el que es
26
dicha”. La interpretación analítica debe prestar atención tanto al
contenido de la verdad –lo que se dice– como a los tiempos y a los
modos en que se expresa –cuándo y cómo se lo dice–. Llegó la
hora de preguntarnos por la estética del corte analítico.
En la obra de Lacan hay un concepto que resulta clave para
pensar este problema: la resonancia. La tercera sección de
“Función y campo de la palabra y del lenguaje” tiene por título “Las
resonancias de la interpretación y el tiempo del sujeto en la
experiencia psicoanalítica”, lo que he intentado delimitar como las
preguntas por el cuándo y por el cómo. Allí Lacan dice que “el
analista puede jugar con el poder del símbolo evocándolo de una
manera calculada en las resonancias semánticas de sus
27
expresiones”. Cálculo, evocación y resonancia. En ese mismo
texto, la noción de resonancia aparece en varias oportunidades y
28
por diversas razones. Como mostró Kripper, la resonancia podría
ser considerada un concepto por el valor que tiene a la hora de
pensar “los usos y efectos del lenguaje en la teoría y la práctica
29
psicoanalítica”, y en un sentido más especí ico, la interpretación.
En principio, Lacan se sirve de ella para referirse a su disputa en
relación al modo de leer a Freud, a irmando que los conceptos
freudianos deben ser revisados, puesto que al conservar “la
ambigüedad de la lengua vulgar, se aprovechan de esas
30
resonancias no sin incurrir en malentendidos”. Palabras como
inconsciente, deseo, amor, repetición, etc., son de uso cotidiano y
arrastran consigo su sentido común y el sentido particular de cada
quien. Toda vez que escuchamos o leemos una de estas palabras
puede resonar en “nosotros” cada uno de estos sentidos, más allá
del sentido especí ico que tienen estas palabras al interior de una
teoría. Por eso es necesario un esfuerzo de lectura y de
conceptualización, una idelidad rigurosa al texto que nos permita
extraer el sentido que tiene en ese texto. Otra oportunidad en la
que aparece esta noción es cuando Lacan de ine a la telepatía
como “un caso de resonancia en las redes comunicantes del
31
discurso”. Esta de inición es concomitante con el modelo
topológico que él mismo utiliza para pensar los vínculos humanos:
“agentes integrados, eslabones, soportes, anillos de un mismo
círculo de discurso [...] el inconsciente es el discurso del otro. Este
discurso del otro [...] es el discurso del circuito en el cual estoy
32
integrado. Soy uno de sus eslabones” (equivalente, al mismo
tiempo, al modelo de los dos toros abrazados). La telepatía no es
una transmisión de pensamiento de una persona a otra, sino la
resonancia de un mismo pensamiento en ambas personas. Si
entre el analista y el analizante acontecen fenómenos telepáticos
no es porque el primero pueda escuchar con su inconsciente el
inconsciente del otro. Hay telepatía porque ambos habitan el
mismo saber sin saberlo, forman parte del mismo texto. Que algo
resuene signi ica que nos evoca otra cosa en un sentido ideativo
pero al mismo tiempo sensible. La resonancia produce una
evocación vibrante, como nos pasa con algunos olores, y lugares, y
melodías, y palabras.
Para pensar el problema de la resonancia en la interpretación
Lacan se sirve de un concepto de la tradición estética hindú: la
dhvani. Este concepto remite rápidamente a la sonoridad –al eco,
al sonido de un tambor–, a la reverberación que producen las
palabras en los cuerpos. Lacan la de ine como “esa propiedad de la
33
palabra de hacer entender lo que no dice”.
La mayor parte de las escuelas de iloso ía de la antigua India,
explica Kripper, admitían para las palabras dos tipos de sentido: el
sentido primario –denotación– llamado vacyartha, y el sentido
secundario –¿connotación?– llamado laksyartha. Un ejemplo del
primer caso sería la frase “ahí está la vaca”, en donde la palabra
vaca denota... a una vaca. En cambio, para el segundo tipo, un
ejemplo podría ser: “Una aldea sobre el Ganges”, en donde la
palabra “sobre” sustituye a “a orillas de”. El sentido secundario, si
bien no es la denotación, se relaciona con ella vía una metáfora. En
la expresión “el león entre los hombres” ocurre los mismo, está
claro que no estamos hablando de un león en tanto tal sino de una
persona que posee los atributos de un león: fuerza, valentía,
autoridad, etc.
Otros ilósofos sostienen la existencia de un tercer sentido de las
palabras y las oraciones que no se reduce a la denotación ni stricto
sensu a la connotación: el dhvani, el sentido poético. Se trata de “lo
34
que es sugerido pero no puede ser derivado de la denotación”.
Todos los sentidos, el literal, el igurado, y el poético, se
experimentan al mismo tiempo. “El sentido literal es aprehendido,
el sentido poético es sugerido; el primero es fácilmente accesible
para el lector, el segundo solo lo es para el lector cultivado. Ambos,
35
como la luz y la oscuridad, coexisten, como en el crepúsculo”. La
idea de que el sentido poético es accesible solo al lector cultivado
es muy útil para la clínica. En un análisis se aprende a leer
analíticamente. No es que el paciente deba ser o transformarse en
alguien erudito, inteligente, culto, con “tela simbólica”, etc. sino
que, como había advertido Freud, requiere de cierta preparación
para convertirse en analizante. Debe aprender las reglas del juego
vinculadas a la producción, la lectura y la escritura del texto en el
que él mismo participa. Esto no va de suyo y es tarea del analista
familiarizarlo con las funciones analíticas. A veces, cuando un
analizante quiere desdecirse o aclarar lo que realmente quiso
decir frente a un lapsus o alguna ambigüedad, les digo,
sencillamente, que “eso no forma parte de las reglas del juego”.
36
El dhvani es un “fracaso logrado” en la medida en que
transmite algo intransmisible por el sentido literal, algo que no
coincide con ninguna de sus palabras pero que habita entre ellas,
que solo resuena en un lector atento a las entrelineas. Las
referencias de Lacan a la tradición a la iloso ía hindú son muy
ilustrativas. La primera dice:
Una muchacha, dícese, espera a su amante al borde de un río, cuando ve a un
brahma que avanza por allí. Va hacia él y exclama con el tono de la más amable
acogida: “¡Qué feliz día el de hoy! El perro que en esta orilla os asustaba con sus
ladridos ya no estará, pues acaba de devorarlo un león que frecuenta los parajes...!”.

La ausencia del león puede pues tener tantos efectos como el salto que, de estar
presente, sólo daría una vez, según aquel proverbio que Freud apreciaba.37

El sentido literal de la historia es que el perro ya no está y que,


por lo tanto, ya no hay de qué asustarse. No obstante, si ya no está
es porque fue asesinado por un león. Esto es lo que dice
entrelineas el sentido poético: ¡el peligro ahora es mayor! La
ausencia del león puede tener tantos efectos como su presencia,
del mismo modo que el sentido sugerido: “una presencia hecha de
ausencia”. El león evoca también a los peligros del sentido poético.
Kripper sostiene que con el término “resonancia” Lacan incluye
tanto el sentido igurado como el sentido poético. La idea de Lacan
sería que la interpretación debe evitar el estilo denotativo,
informativo o explicativo, más bien debe sugerir, evocar, producir
resonancias que le permitan al lector ser protagonista en el
surgimiento del sentido. Si bien la función del lenguaje no es
informar sino evocar, y toda frase por más denotativa que sea no
deja de producir resonancias, parece conveniente que el analista
sugiera sus conjeturas y no que las informe. La interpretación debe
ser lo su icientemente abierta como para que el lector-intérprete
–en este caso el analizante– participe en la construcción del
sentido. Por esta vía, decir que el analista interpreta es otro
forzamiento propedéutico. La interpretación se da entre analista y
analizante. El intérprete es aquí también quien ejecuta la
sugerencia, como quien interpreta/ejecuta una partitura musical.
Antes de seguir con estas disquisiciones sobre la estética del
corte veamos el otro ejemplo que da Lacan con el que cierra su
célebre escrito:
Cuando los Devas, los hombres y los Asuras —leemos en el primer Brâhmana de la
quinta lección del Bhradâranyaka Upanishad— terminaban su noviciado con
Prajapâti, le hicieron este ruego: “Háblanos”.

“Da, dijo Prajapâti, el dios del trueno. ¿Me habéis entendido?” Y los Devas
contestaron: “Nos has dicho: Damyata, domaos” —con lo cual el texto sagrado quiere
decir que los poderes de arriba se someten a la ley de la palabra.

“Da, dijo Prajapâti, el dios del trueno. ¿Me habéis entendido?” Y los hombres
respondieron: “Nos has dicho: Datta, dad” —con lo cual el texto sagrado quiere decir
que los hombres se reconocen por el don de la palabra.

“Da, dijo Prajapâti, el dios del trueno. ¿Me habéis entendido?” Y los Asuras
respondieron: “Nos has dicho: Dayadhvam, haced merced” —con lo cual el texto
sagrado quiere decir que los poderes de abajo resuenan en la invocación de la
palabra.

Esto es, prosigue el texto, lo que la voz divina hace oír en el trueno: sumisión, don,
merced. Da da da.

Porque Prajapâti responde a todos: “Me habéis entendido”.38

Prajapâti dice “Da” tres veces, pero en cada quien resuena de un


modo heterogéneo, dado que este “Da” es entendido/escuchado
por cada uno de ellos como la primera sílaba de distintas palabras:
Damyata, Datta y Dayadhvam. Para Los Devas, los hombres y los
Asuras, el “Da” evoca cosas diferentes, pero aún así todos lo han
entendido/escuchado, porque “el sentido al que el Creador apunta
39
no se da por denotación ni por metáfora, sino por sugerencia”. El
analista, al igual que Prajapâti, no entrega un sentido, sino que
produce evocaciones simbólicas en función de un cálculo. Con
esto quiero decir que el “Da” no es meramente un sinsentido que
apunta a un sinsentido, es una intervención calculada que puede
evocar distintas cosas... pero no cualquiera. El “Da” en tanto tal es
un sinsentido, pero que apunta a un registro limitado de
evocaciones. En este caso, a pesar de las diferencias, remite
siempre a los atributos de la palabra.
La interpretación analítica, dice Kripper, puede dividirse en dos
momentos: en primer lugar, el analista sugiere y produce
evocaciones, en segundo lugar, puntúa la evocación del analizante
subrayando su valor de verdad: “cuando la pregunta del sujeto
cobra la forma de un habla verdadera, [los analistas] la
sancionamos con nuestra respuesta [...] no hacemos más que dar
40
al habla del sujeto su puntuación dialéctica”. Prajapâti dice “me
habéis entendido” y con irma la verdad de cada una de las
evocaciones. Esto no signi ica que con el “Da” haya querido decir
cosas distintas a cada uno de los oyentes, “sino que el querer decir
queda suspendido de lo que resuena en ellos –no de lo que oyen
41
ellos, sino de lo que se oye en ellos–”. Que el “Da”, en tanto tal, no
quiera decir nada no impide que sea un acotamiento en el campo
de las resonancias, un ajuste en la producción de las evocaciones.
El “Da” no quiere decir nada, pero tampoco dice cualquier cosa. La
conclusión de Kripper es que
Lacan reduce a un mínimo la via di porre, para reencaminar el análisis por la via di
levare extremada. La interpretación no “da sentido” en ningún momento, pues la
resonancia evoca sentido –arroja un decir cuyo sentido surge del analizado, no del
analista– y la puntuación sanciona ese sentido –sancionando el texto que surge del
analizado–.42

La interpretación no brinda un sentido. Evoca sentidos, localiza


signi icantes y cierne las condiciones del deseo. “No está hecha
43
para ser comprendida; está hecha para producir olas”. Se propaga
en forma de ondas, como cuando se tira una piedra en un lago o se
hacer vibrar una cuerda. Dicho esto, es posible a irmar que la
dicotomía entre el analista lógico y el analista poeta es falsa, en la
medida en que se requiere de ambas aptitudes: por un lado, la
“lógica”, entendida en este caso como la posibilidad de establecer
una lectura razonada, coherente y transmisible del caso; por el
otro, la “poesía”, para que la escritura de la conjetura sea una
sugerencia calculada a la espera de las evocaciones del analizante
y no una donación de sentido. La interpretación opera únicamente
44
por el equívoco.

El sinsentido del signi icante

Es moneda corriente que los psicoanalistas digamos que la


interpretación analítica no agrega sentido, que se dirige al
sinsentido, incluso, que es un sinsentido. Una de las fuentes de
esta idea es la oposición freudiana entre la via de porre y la via de
levare. Freud a irmaba que la interpretación psicoanalítica tomaba
la segunda vía: no añadía nada a la materia prima textual, quitaba y
modelaba, como hacen los escultores con el barro, la piedra o la
madera. Sin embargo, este principio teórico-clínico se topó en la
historia psicoanalítica con la constitución de la maquinaria
hermenéutica edípica, indudable retorno de la via de porre. Esta
oposición expone dos modelos para la posición del analista: el que
ya sabe y le agrega al texto su saber, o el que no sabe y espera
extraer un saber del texto. A su vez, el saber textual que se extrae
de un caso no es aplicable a otros, por la sencilla razón de que así
ocuparíamos la posición del que “ya sabe” y agrega un saber al
texto. Con esto no quiero decir que los analistas no aprendemos
nada de la experiencia, que cada caso no pueda enseñarnos a leer
mejor, pero el saber que extraemos de cada uno de ellos no puede
ser “clave de lectura” para otro.
Otra fuente para pensar el sinsentido de la interpretación es la
obra de Lacan. Por ejemplo, en el Seminario 11, dice que “el efecto
de la interpretación es aislar en el sujeto una médula [...] de
45
sinsentido”. Ya veremos cuáles son los alcances de esta idea, qué
signi ica que un análisis se dirige al sinsentido. Por lo pronto, me
gustaría detenerme unos párrafos en el regodeo de algunos
colegas por lo que podría llamarse “una ética del sinsentido”.
Muchos analistas consideraron que el psicoanálisis debía llevar a
los analizantes a encontrarse con el sinsentido de la vida, con la
inexistencia del Otro, con el desierto de lo real. Un análisis
demostraría que nada tiene sentido, que nuestro sufrimiento está
sostenido en “meras” icciones, que los fantasmas que nos
acechan no son más que inventos de la credulidad humana, que
en verdad nada de eso existe. Lo que hay es el sinsentido. Esto me
recuerda un meme en el que se ve a un joven montar un escenario
lleno de monstruos (el Otro) y luego echarse al suelo aterrado por
lo que él mismo había construido. El meme no es gracioso porque
está lejos de cualquier verdad. Sin embargo, hay colegas que
esbozan una pequeña mueca. Nos dicen que el in de análisis sería
demostrarle al joven que estos monstruos no existen, que él
mismo los inventó, que detrás de esa escena no hay nada. ¡El Otro
no existe! Los desengañados creen que un psicoanálisis sirve para
desmontar las icciones y abrazar el sinsentido de lo real; pero lo
real no está detrás sino en las icciones. Por lo demás, resulta
irrisorio que haya que acostarse años en un diván para
encontrarse con este nihilismo que se parece más a un conflicto
existencial de un libertario que a una premisa ética sostenida en el
inconsciente. Miller lo plantea de siguiente modo:
Entonces el Otro no existe [...] el sujeto pierde toda posibilidad de obtener un lugar
en el Otro, porque es el lugar mismo del Otro lo que se pierde. Y eso es lo que hay
que afrontar. ¿Es fácil, pues, vivir cuando el Otro no existe? Eso quiere decir que no
hay que contar más que consigo mismo. Pero eso signi ica que habría que
sostenerse sin identi icaciones, al menos sin el sostén de las identi icaciones a
través de las cuales el sujeto, sin saberlo, se inscribió hasta ahora en el lugar del Otro.
También habría que sostenerse sin pedir perdón, sin excusarse, sin dar
explicaciones, y sin quejarse [...] Never complain, Never explain. Nunca quejarse,
nunca dar explicaciones [...] hace mucho tiempo vimos que algo cínico surge al in
del análisis, una soledad cínica que proviene de que el Otro es un semblante [...] se
comprende que se produzca un estado de entusiasmo y que esto se acompañe por
un afecto de depresión que oscila durante un tiempo.46

La clínica milleriana produce sujetos cínicos, algo depresivos,


que no piden perdón, no se excusan, no dan razones y no se
quejan. No hay que contar más que consigo mismo, dicen los
obedientes advertidos, los empresarios de sí. Como puede
observarse, dependiendo cómo entendamos que la interpretación
apunta hacia el sinsentido, tendremos clínicas distintas, hasta
opuestas. Recordemos el caso de Chamorro. Según su perspectiva
la interpretación es un sinsentido que produce un sinsentido. Para
él esto signi ica que el analista podría decir cualquier cosa –como
aullar o usar el sonido de un teléfono–, con tal de que genere un
efecto de sinsentido en el analizante.
Un material puede tener varias lecturas, pero esto no signi ica
que la interpretación pueda ser cualquiera. Dice Lacan: “Es falso [...]
que la interpretación esté abierta a todos los sentidos, como se ha
dicho, so pretexto de que se solo trata del vínculo de un
signi icante con otro signi icante, y, por lo tanto, de un vínculo sin
47
pie ni cabeza”. Esto responde muy bien tanto a las
interpretaciones de Chamorro, como a otro modo muy típico de
entender y practicar el sinsentido de la interpretación: el célebre
juego de palabras lacaniano. Yo creo que los juegos de palabras son
completamente inútiles y hasta caricaturescos, cuando lo único
que demuestran es la polisemia signi icante. Que las palabras
signi ican muchas cosas es una obviedad. Un juego de palabras es
una interpretación cuando uno de los sentidos “equivocados” por
la lectura se encuentra en relación con otros elementos
signi icativos del texto. Eso puede suceder por pura suerte o en
función de una conjetura. La segunda opción es la ideal.
La interpretación “no es una signi icación cualquiera”, “no es en
48
modo cualquiera [...] es una interpretación signi icativa”. Un texto
habilita varias lecturas, pero no permite in initas. Uno no puede
hacerle decir al texto lo que quiere y además no todo el texto
puede interpretarse. La pertinencia de una interpretación
depende también del uso que queramos darle al texto. No
encuentro una oposición, al menos en este sentido, entre
interpretación y uso del texto. Lo que quiero decir es que no
usaremos el texto analítico para hacer, por ejemplo, crítica literaria
o psicobiogra ía. Por lo demás, el término intervención es más
pertinente que el de interpretación porque la lectura analítica no
es constatativa sino performativa, no busca comprender sino
producir. La interpretación no devela una verdad, sino que
49
desencadena la verdad como tal. Toda lectura analítica es
lectoescritura.
Entonces, ninguna lectura es total o de initiva. El texto que
leemos y escribimos admite otras lecturas y escrituras, y además
nuestra lectura y escritura nunca será total. Freud lo planteaba en
estos términos:
Ya he tenido ocasión de indicar que, de hecho, nunca se puede estar seguro de que
un sueño ha sido interpretado completamente. Incluso aunque la solución parezca
satisfactoria y sin lagunas, siempre es posible que el sueño tenga, a pesar de todo,
otra signi icación.50

El concepto freudiano para pensar los límites de la


interpretación es “el ombligo del sueño”, el lugar en el que el texto
51
se asienta en “lo no conocido”, la marca, la cicatriz de lo no legible
que abre la legibilidad de texto. El ombligo del texto es lo que
señala la incompletud, la polisemia y los límites de lo interpretable.
Es el punto más compacto, más espeso, del entrelazamiento
signi icante, donde el sentido se detiene momentáneamente y
52
“vemos elevarse el deseo [...] como el hongo de su micelio”.
Que la interpretación apunte al sinsentido signi ica para Lacan
que su objetivo es localizar signi icantes primordiales. La
interpretación tiene por efecto “el surgimiento de un signi icante
53
irreductible”. Siendo más precisos, es una signi icación que hace
ver, más allá de ella misma, “a qué signi icante –sinsentido,
irreductible, traumático–” está sometido el sujeto. Tal como lo
planteaba Freud cuando decía que la interpretación deshacía el
trabajo del sueño, para Lacan esta “invierte la relación por la cual,
en el lenguaje, el signi icante tiene como efecto al signi icado.” La
interpretación es una signi icación que hace surgir signi icantes; y
los signi icantes, en tanto tales, no signi ican nada, no tienen
sentido.
En varias oportunidades me ha tocado escuchar analizantes que
en experiencias anteriores solo recibieron por parte de sus
analistas señalamientos de algunas palabras, como si fuesen
máquinas de subrayar elementos aislados de forma arbitraria.
Señalar algunas palabras para transformarlas en signi icantes es
una práctica pertinente para abrir el texto, pero no puede ser la
única intervención del analista. El texto también debe cerrarse, y
para ello deben producirse cortes. También es cierto que el
señalamiento de un signi icante puede representar un corte, pero
solo si ese signi icante se vincula con otro, y a su vez, esa dupla se
relaciona con otra.
La lectoescritura analítica dosi ica el sentido del síntoma y lo
reduce a los signi icantes que lo comandan. “No es el efecto de
sentido el que opera en la interpretación, sino la articulación en el
síntoma de los signi icantes (sin ningún sentido) que se encuentra
54
allí apresados”. El trabajo interpretativo debe ubicar los
signi icantes que determinan al sujeto, pero esto no signi ica que
la interpretación sea un sinsentido o que pueda ser cualquiera. La
interpretación no debe ser explicada, pero debe poder explicarse.
Debe ser “razonada”. Estos problemas derivan de la idea que vengo
trabajando a lo largo del libro: en el momento del acto el analista
no piensa. Como dice Lacan, “se capta aquí que los dilemas en que
se enmaraña el practicante proceden de los rebajamientos por los
55
cuales su pensamiento está en falta para con su acción”.

El relámpago y la verdad
¿Qué hay de cierto en que una interpretación larga pierde su
efecto? Es probable que un discurso muy prolongado acabe en
rodeos y variaciones de lo mismo y que, por lo tanto, pierda fuerza
de impacto. También es verdad que algunos discursos, más allá de
su larga duración, mantienen su vitalidad. Es di ícil sostener que
únicamente las palabras breves producen afecciones. Lo cierto es
que lo que parece generar el impacto suelen ser unas pocas
palabras y las que las rodean pueden ser un excelente preparativo
para estas, como jabs a la espera de un uppercut o el puente de un
estribillo. La diferencia es que en general no sabemos con
precisión cuál será el golpe de suerte o el coro de nuestra canción.
Ahora bien, no veo ninguna necesidad de que el analista
permanezca silente o solo abra la boca para cortar la sesión o para
decir cosas misteriosas e incomprensibles. Muchas veces el
analista debe intervenir para poner en marcha o relanzar el juego
analítico; otras, para apaciguar y contener angustias desbordantes;
otras, para preparar el terreno para la incorporación sugerente de
la conjetura; otras, para salir del terreno imaginario de las
pasiones en transferencia, etc.
No hace falta decir que la intervención debe ser breve. La
interpretación es breve y brusca por defecto más allá de las
palabras que contenga. Digamos que, muchas veces, el que aclara
oscurece, y que unas pocas palabras suelen ser más efectivas que
extensas argumentaciones. Ninguna posibilidad está proscrita de
entrada. Cuando un analizante me dice que no entendió lo que le
dije por haber sido algo enigmático o escueto, le respondo que las
aclaraciones –con muy pocas excepciones– no forman parte de las
reglas del juego para ninguna de las partes y que surgirá otra
oportunidad para trabajar esa ocurrencia.
Lacan dijo que la interpretación, “para descifrar la diacronía de
las repeticiones inconscientes, debe introducir en la sincronía de
los signi icantes que allí se componen algo que bruscamente haga
56
posible su traducción”. Bruscamente puede referir al estilo de la
interpretación, a su carácter breve, repentino e inesperado, o a su
“esencia”, es decir, al hecho de que la interpretación en tanto tal
produce repentinamente un nuevo sentido del texto. En el camino
hacia la localización de los signi icantes amos las lectoescrituras
del material producen nuevos sentidos que “estrechan” los otros
sentidos. La ubicación de las constantes discursivas acota la
multiplicidad de sentidos que se mani iestan a partir de la
apertura del texto. La producción de nuevos sentidos en el camino
hacia el sinsentido no es una contradicción. Asimismo, el nuevo
sentido que se produce no responde tanto a un querer-decir sino a
una orientación, una tendencia, una intención... del texto.
La imagen más bella para pensar estas cuestiones la ofreció
Lacan: “La interpretación, o sea, aquella adición mediante la cual
surge algo que da sentido a lo que creen ustedes saber, y hace
surgir en un relámpago lo que es posible captar más allá de los
57
límites del saber”. Yo diría, haciendo una pequeña modi icación
de esta metáfora, que la interpretación es un rayo: primero asoma
el relámpago que ilumina fugaz y sorpresivamente el texto, luego,
no se sabe bien cuándo, percibimos el trueno: el estruendo y sus
resonancias. El efecto de una buena lectura del material, tanto en
el propio análisis como en una supervisión, se siente del siguiente
modo: “no puedo entender cómo no lo vi antes, estuvo siempre al
alcance de mis ojos, solo hacía falta leer el material en función de
esta clave”. Luego, por supuesto, volvemos a la opacidad inherente
del material, pero con la orientación que nos brindó ese instante
de luz.
La interpretación produce una verdad –parcial y contingente–
con la correlativa transmutación del sujeto, entendido en un doble
sentido: tanto en el analizante como en el asunto del texto. No
obstante, ¿cómo saber si fue “verdadera”, pertinente o efectiva? La
interpretación se mide según sus efectos, se repite una y otra vez.
¿Pero cuáles deben ser esos efectos a partir de los cuales podemos
medirla? Algunos colegas creen que la interpretación se veri ica en
la medida en que el analizante continúa asociando libremente,
entendiendo por ello un “desplazamiento en el tema” de la
conversación, es decir, que hable de otra cosa, y de otra cosa, y de
otra cosa, y de otra cosa... No estoy de acuerdo con esta idea. Lo
repito: nadie se cura asociando libremente.
¿Acaso podemos iarnos de la aprobación o la negativa del
analizante? Veamos qué dice Freud:
[El] «Sí» sólo posee valor cuando es seguido por corroboraciones indirectas; cuando
el paciente produce, acoplados inmediatamente a su «Sí», recuerdos nuevos que
complementan y amplían la construcción. Sólo en este caso reconocemos al «Sí»
como la tramitación cabal del punto en cuestión. El «No» del analizado es
igualmente multívoco y, en verdad, todavía menos utilizable que su «Sí». Rara vez
expresa una desautorización justi icada; muchísimo más a menudo exterioriza una
resistencia que es provocada por el contenido de la construcción que se ha
comunicado, pero que de igual manera puede provenir de otro factor de la situación
analítica compleja [...] Una con irmación igualmente valiosa, esta vez de expresión
positiva, es que el analizado responda con una asociación que incluya algo
semejante o análogo al contenido de la construcción.58
En de initiva, para Freud no es tan relevante el “sí” o el “no”. Lo
importante es que el analizante produzca nuevo material textual
que complemente y amplíe la conjetura, que traiga una asociación
que incluya “algo semejante o análogo al contenido de la
construcción”. Nada más lejos de que el paciente produzca un
59
desplazamiento del tema. Por el contrario, debe darnos otro
indicio a favor de nuestra conjetura. Lacan lo dice aún más claro:
“Es imposible en la experiencia analítica considerar el cambio de
estilo del sujeto como prueba de la justeza de una interpretación.
Considero que lo que prueba la justeza de una interpretación es
60
que el sujeto traiga un material que la con irme”. Y aún esto debe
ser matizado, agrega Lacan. Lo que sucede es que no hay nada,
absolutamente nada, que garantice que las transformaciones del
sujeto se deban a las interpretaciones. Esta es la castración del
analista: la imposibilidad de prever con certeza los efectos de una
interpretación, y de saber con certidumbre si los cambios se
debieron a ella. Nos manejamos en el orden de la conjetura, no del
calculo lógico-matemático o probabilístico. Nuestro trabajo tiene
algo de artesanal, cada caso tiene algo distinto de los demás. No
hacemos trabajos en serie, no contamos con manuales de
tratamiento ni realizamos intervenciones “tipo”. Todo esto no quita
que no nos exijamos “un rigor en cierto modo ético, fuera del cual
toda cura, incluso atiborrada de conocimientos psicoanalíticos, no
sería sino psicoterapia. Este rigor exigiría una formalización,
61
teórica según la entendemos”.
Las funciones analíticas, habilitar, desear, leer y escribir, no son
más que una propuesta teórica para que los psicoanalistas nos
orientemos mejor en nuestra práctica. La renuncia radical al poder
que requiere la posición ética del analista no se logra únicamente
por las virtudes personales o por el propio análisis. Hay que a inar
los conceptos, y que los ideafectos vibren, y que los cuerpos
resuenen, y que los deseos bailen.
Suspendamos el tiempo, realicemos la ceremonia, hagamos el
duelo.
¿Un psicoanálisis no es una iesta?

Buenos Aires
Diciembre de 2021

1 Freud, 1900 (1899): 130.


2 Freud, 1940 (1938): 178.
3 Ibidem.
4 Ibidem.
5 “A un analista ejercitado no le resultará di ícil escuchar nítidamente audibles los deseos
retenidos de un enfermo ya en sus quejas y en su informe sobre la enfermedad; ¡pero
qué grado de autocomplacencia y de irreflexión hace falta para revelar a un extraño no
familiarizado con ninguna de las premisas analíticas, y con quien apenas se ha
mantenido trato, que él siente un apego incestuoso por su madre, abriga deseos de
muerte contra su esposa a quien supuestamente ama, alimenta el propósito de
traicionar a su jefe, etc.!” (Freud, 1913: 141).
6 “No podemos prever del sujeto cuál será su tiempo para comprender, por cuanto
incluye un factor psicológico que nos escapa como tal” (Lacan, 1953: 298).
7 Lacan, 1953-54: 53-54.
8 Lacan, 1966-67: clase del 21 de junio de 1976.
9 Lacan, 1964: 262.
10 Lacan, 1954-55: 316.
11 Lacan, 1953: 298.
12 Freud, 1913: 129.
13 Cf. Cosenza, 2003: 59.
14 “Testigo invocado de la sinceridad del sujeto, depositario del acta de su discurso,
referencia de su exactitud, iador de su rectitud, guardián de su testamento, escribano
de sus codicilos, el analista tiene algo de escriba” (Lacan, 1953: 301).
15 Otra idea de Tomás Pal.
16 Lacan, 1953: 301.
17 Ibid.: 303.
18 Ibid.: 245.
19 Lacan, 1961-62: clase del 30 de mayo de 1962.
20 Lacan, 1966-67: clase del 22 de febrero de 1967.
21 Eidelsztein, 2006: 174.
22 Ibid.: 178-79.
23 Quisiera hacer notar el vínculo íntimo entre el “Retorno a Freud”, es decir, el método
crítico de lectura propuesto por Lacan, y el problema del doble bucle: “Nuestro retorno a
Freud tiene un sentido muy diferente por referirse a la topología del sujeto, la cual sólo
se elucida por una segunda vuelta sobre sí misma. Debe volver a decirse todo sobre otra
faz para que se cierre lo que ésta encierra, que no es ciertamente el saber absoluto, sino
aquella posición desde donde el saber puede invertir efectos de verdad” (Lacan, 1965-66:
350).
24 Lacan, 1967-68: clase del 22 de noviembre de 1967.
25 Lacan, 1960-61: clase del 5 de marzo de 1961.
26 Lacan, 1976-77: clase de 11 de abril de 1977.
27 Lacan, 1953: 284.
28 2018.
29 Ibid.: 650.
30 Lacan, 1953: 233.
31 Ibid.: 257.
32 Lacan, 1954-55: 141.
33 Lacan, 1953: 284.
34 Mohanty citado por Kripper, 2018.
35 Ibidem.
36 Kripper, 2018.
37 Lacan, 1953: 284.
38 1953: 309.
39 Kripper, 2018: 657.
40 Lacan citado por Kripper, 2018: 658.
41 Kripper, 2018: 658.
42 Ibidem.
43 Lacan, 1975.
44 “En ningún caso una intervención psicoanalítica debe ser teórica, sugestiva, es decir
imperativa; debe ser equívoca” (ibidem).
45 257-8.
46 Miller, 1993-94: 22.
47 1964: 257.
48 Ibid.: 258.
49 Cf. Lacan, 1971: 13.
50 Citado por Laplanche y Pontalis, 1967: 413.
51 Freud, 1900 (1899): 519.
52 Ibidem.
53 Lacan, 1964: 258, al igual que todas las citas de este párrafo.
54 Lacan, 1960b: 801.
55 Lacan, 1955: 316.
56 Lacan, 1958: 566.
57 Lacan, 62-63: 26.
58 Freud, 1937: 264-5.
59 Tal como sostiene, por ejemplo, Chamorro (2018).
60 1953-54: 56.
61 Lacan, 1955: 312.
Bibliografía

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¿Qué hace un psicoanalista? asume el desa ío de revisitar la técnica
psicoanalítica. Pero es más que eso. Recupera un debate
epistemológico que se desliza del objeto a las razones que
constituyen el resorte de la práctica. Que el practicante lo ignore
no determina su inexistencia, pero le resultaría útil tenerlo en
consideración, si no desea convertirse en el único amo de un
barco con destino incierto.

“¿Cómo lee un psicoanalista si ya no cuenta con una clave de


lectura? ¿Qué signi ica interpretar por fuera de una
hermenéutica?”, se pregunta Bonoris, y así resume un enjambre de
preocupaciones que se vociferan por lo bajo: tomando en serio un
susurro. Se trata de un escrito bifronte que conjuga con destreza el
rigor académico y la exploración ensayística. Divulgar sin divagar
no es tarea sencilla. Implica esfuerzos similares a los de una
investigación que no se restrinja a una antropología del silencio.

Bonoris demuestra tener un profundo respeto por sus


interlocutores. Las páginas del libro incluyen decenas de
referencias que delimitan posiciones en tensión. El valor no reside
en la cuantía, ni en los nombres propios que menciona, sino en la
inversión del agente, mediante un razonamiento vivo que informa
al lector sobre las ideas a las que se encuentra muchas veces
adherido.

Su trabajo contribuye al esclarecimiento de los discursos


hegemónicos que cristalizan prácticas concretas. Un gesto que
invita a ampliar la biblioteca y desatornillarse de las fuentes
ahuesadas de siempre. Una descripción justa sobre la deriva de
una enseñanza.

¿Qué signi ica escribir en psicoanálisis?

¿Cómo leer un libro cuyo tema de investigación es precisamente la


lectura?

¿Cómo es que un gato se limpia su propia lengua?


BRUNO BONORIS. Es psicoanalista. Ejerce la docencia y la
investigación en la Universidad de Buenos Aires (UBA), donde
estudió psicología y realizó la maestría en Estudios
Interdisciplinarios de la Subjetividad. Hizo la residencia en
Psicología Clínica en el Hospital Ramos Mejía. Es Doctorando en
Psicología en la UBA y en Filoso ía en la Université París 8
Vincennes – Saint-Denis. Trabaja en el ámbito privado y en el
Ministerio Público de la Defensa. Su primer libro es El nacimiento
del sujeto del inconsciente (Letra Viva, 2019).
Los textos de este libro fueron diagramados usando las fuentes
Strait y Bitter: tipogra ías argentinas desarrolladas por Eduardo
Tunni y Huerta Tipográ ica, respectivamente. Son de descarga
gratuita y están disponibles en la web.
Coloquio de Perros no es una editorial. Es una alianza vital, una
conspiración. El sueño de una contracultura en salud mental.
Editar libros es nuestra estrategia para la liberación anímica.

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