Botella en El Mar: Juan Negro
Botella en El Mar: Juan Negro
BOTELLA EN EL MAR
(NOVELA)
Ediciones de la
SOCIEDAD DE E S C R I T O R E S DE C H I L E
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= = = = =
JUAN NEGRO
BOTELLA EN EL M A R
(•NOVELA)
Ediciones de la
SOCIEDAD DE ESCRITORES DE CHILE
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II sourit en songeant que ce fragüe verre
Portera sa pensée et son nom jusqu'au port;
Que d'une tle inconnue il agrandit la terre;
Qu'il marque un nouvel astre et le confie au sort;
Que Dieu peut bien permettre á des eaux insensées
De perdre des vaisseaux, mais non pas des pensées;
Et qu'avec un flacón il a vaincu la mort.
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Y bien, no hablaré más por ahora de mi amigo
Tom, el marinero romántico.
Como ya dije, fué en un puerto y en la taber-
na de un puerto. ¡Y qué tabernas las de en-
tonces!
En verdad, allí lo encontrábamos todo: aguar-
diente, ron, muchachas, música, relatos de mil
aventuras y a menudo, también, algunas bofe-
tadas que nos dejaban por un par de días con
un ojo o con los labios hinchados. Pero así era
nuestra vida de entonces y la vivíamos palmo a
palmo, sin desdeñar un ápice de lo que nos ten-
día con su mano cruzada por infinitas líneas de
riesgos o de goces.
Una reyerta me dejó en aquel puerto y sólo
pude oír, desde la celda del cuartel de policía, la
sirena de mi barco cuando zarpaba.
— El cariño de una mujercita y menos aguar-
diente — me había dicho mi amigo Tom, el ma-
rinero romántico—, te salvarían de quedar a la
deriva en un puerto cualquiera, casi sin un cen-
tavo en los bolsillos.
Y yo le había respondido:
— Sí, de una mujercita que sólo acompañara
algunas horas. Porque los centavos duran me-
nos con ellas que con el gin o el aguardiente.
Después, silencio absoluto de mi amigo.
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Lo que no impedía que pronto él se fuera a
abrazar de una botella y yo me pusiera a soñar
con una mujercita divisada en un lejano puerto
y cuyos ojazos aún me hacían tambalear.
Y perdón por este nuevo paréntesis sobre mi
amigo.
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el ajetreo sin tregua de la vida a bordo, los azo-
tes de las grandes tempestades y hasta las ron-
cas invectivas del contramaestre o del capitán
que nos culpaba a nosotros de cuanta cosa mala
ocurría sobre las cuadernas de un barco carco-
mido por la sal y los moluscos.
Yo necesitaba de un trabajo duro. La faena
de los pescadores me parecía de poco horizonte,
casi sin azares. Contratarme en los docks era
hacer vida de esclavo y estibar en ese puerto
era demasiado fácil. Allí en raras ocasiones un
fardo llegaba a los ochenta kilos.
(Mi amigo Tom, el marinero romántico, me
dijo cierta vez:
— Hombre, anoche hice dormir en mis bra-
zos a una plumita de gaviota. . .
Pero yo había visto la plumita de gaviota de
mi amigo Tom. Al anochecido lo atisbé atra-
vesando el muelle con ella a cuestas: una mu-
chacha más voluminosa que un elefante marino
y que dormía muy bien. ¡Sus risotadas impe-
dían oír la banda del circo recién llegado al
puerto!
Y . . . perdón por el tercer paréntesis.)
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Pocos días después, cuando partió el drome-
dario del circo, casi lloré de rabia. No sólo se
alejaba un apacible amigo; también quedaba ce-
sante y con ello se terminaban los alicientes de
mi profunda vida: tabaco, ron.
Con el rostro entre las manos, y en el ángulo
más oscuro de la taberna, añoraba viejos días.
Horas de tempestad, chirriar de cabrestantes,
relampagueo de peces voladores en los medio-
días del trópico.
— ¿Estoy soñando? — solía preguntarme. Por-
que rostros antiguos surgían ante mí; mujeres ol-
vidadas, canciones cuyas palabras me hacían rechi-
nar los dientes sobre la firme madera de mi pipa.
Y a mi alrededor todo giraba sin sentido. Só-
lo de tarde en tarde, algún acordeón bien tem-
plado me despertaba un ansia de reyerta o de
abrazo. Pero mis puños se crispaban sin bus-
car enemigo y el abrazo se reducía a unas vuel-
tas de baile con cualquier muchacha asequible.
Entretanto, como siempre, las mareas bajaban
y subían, los horarios no inventaban nuevas ci-
fras y los minutos no traían en su alforja ni
un delicado resplandor de magia o de maravilla.
En las arenas de esa playa no asomaría jamás
el rubio tris de una pepita de oro. Los hombres
de allí no soñarían con la Bella Muerte al encon-
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trarse de pronto ante un ice - berg. Tampoco
se verían rodeados por veinte arco iris como en
las horas triunfales que siguen a la tempestad
en los océanos calientes y profundos.
Así pensaba yo entonces, y tal vez lo hice en
voz alta. Porque a mi paso empecé a escuchar
palabras que sin duda se referían a mí.
Un vendedor ambulante a quien compré un
pañuelo le dijo a su vecino cuando me alejaba yo:
— El loco, es el loco.
Y una muchachuela que ofrecía flores de tie-
rra adentro también hizo a una amiga la confi-
dencia con tono suspicaz:
— Es el marinero loco. . .
Mi oído captaba bien y mi alma se iba impreg-
nando del rumor externo hasta hacerme repetir en
voz alta lo que ahora también en mi interior bullía:
— ¿Acaso estoy loco?
Y de nuevo las palabras resonaban en mí, per-
sistían con ese largo rumor que nunca abandona
a los caracoles que dejan para siempre el mar:
— Es el marinero loco.
— Se cuenta que es un loco.
— ¡Loco!
Y una bandada de chicuelos huía despavorida,
después de su grito, por la callejuela de los po-
bres.
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I V
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encendido. Pero no era el rojo fanal de peligro
ni los faroletes de luces varias que engalanan las
fiestas a bordo.
El hombre se sentó frente a mí dando un pu-
ñetazo sobre la mesa y su contorno se dibujó ayu-
dado por el resplandor verdemarino que yo su-
ponía luz de farol o de linterna para señales.
Hasta llegué a suponer que alguien alumbraba
detrás de sus hombros.
Miré a mi alrededor. En la taberna nadie pa-
recía haber reparado en aquel marinero gigante
ni en el nimbo verdeazulado que lo circundaba.
Entonces me restregué los ojos. Y casi doy un
salto de sorpresa cuando escuché su voz tonante
que, sin ningún preámbulo, me decía:
— ¿No me conoces?
Y ante mi gesto de alelado:
— ¡Y pensar que somos viejos amigos!
Callé. ¿Aquél hombre hacía burla de mí? No
recordaba haberlo visto jamás. Hasta sospeché
que fuera un fantasma, uno de esos fantasmas
que son capaces de tomar cuerpo a plena luz y
en medio del mayor bullicio.
El hombrachón no hizo caso de mi mutismo
ni de mi azoro. Y como quien dice soy Jim,
Tom o Javier, se presentó escuetamente tendién-
dome la mano:
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— ¡Tu amigo Mar!
Tartamudeé un insulto que no llegó a concre-
tarse en palabras. Me creía ofendido. Y me
extrañaba no estar ya trenzado a bofetadas con
aquel fantasmón de la luz verde.
Sí, había que proceder, había que insultar para
dar comienzo a la fiesta:
— Conozco bien a mis amigos — le dije —; pe-
ro los que deseen robarme un trago pasándose
por viejos amigos, es preferible que hablen sin
tapujos.
Y le tendí la botella que estaba entre nosotros.
Su respuesta fué precisa:
— Eres orgulloso. Sin embargo, cierta vez te
vi echando gorgoritos por esa boca y con los
ojos más hinchados que luna llena. Y entonces
no me hablaste así, cuando te tendí los brazos...
— Puedes hablar o beber lo que quieras — in-
sistí con altivez—; pero no te conozco.
— . . .Y dos tiburones andaban cerca. Y fué
en el Mar Caribe, pasada la medianoche. . .
El corazón me dió un brinco.
— ¿En el Mar Caribe, a media noche?
— Y te cogí con el brazo de una de mis corrien-
tes, te arrastrré por entre algas, voraces peces,
y en una suave playa fui a depositarte. . .
— ¿Tú?
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—. . .Como se deja a un hijo. . . ¡Y hoy no
me conoces!
Abandoné toda resistencia, a pesar de que un
pensamiento muy sutil cruzaba de nuevo su gu-
sano por mi mente: ¿estoy loco?
Entonces dije:
— Habla, habla. Necesito que me lo cuentes
todo. ¿Quién eres? ¿En qué puerto o barco
te conocí y te relaté mi naufragio? Habla; bebe
ron, bebe.
De hombre a hombre, entre sorbos y cigarrillos,
fui perdiendo mi recelo. Mi recelo en el sentido
de que ese extraño ser no se estaba riendo de
mí. Pero en cuanto a su personalidad, minuto
a minuto su misterio se me hacía más hondo.
Cuando yo inquiría, lo acorralaba a preguntas,
procuraba hacerlo beber más con el fin de arran-
carle una confesión o cogerlo en mentira, sólo
lograba una respuesta:
— No te extrañe. Recuerda que soy el Mar.
Y se golpeaba con fuerza el ancho pecho ha-
ciendo titilar el círculo de luz que lo envolvía.
Y como yo tratara de pagar un paquete de
tabaco que acababa de pedir, me sujetó la mano
diciendo:
— No te apresures. Pagaré con mejor dinero.
Y arrojó sobre las tablas una gran perla.
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— Ahí la tienes — dijo al muchacho que ser-
vía—, pregunta a tu patrón cuánto me pasa
por ella.
Lo miramos estupefactos. ¿Qué truco era ese?
Insistí en pagar, pues no deseaba reyertas esa
noche. La perla me parecía falsa; era demasia-
do grande y su oriente se veía muy irisado cuan-
do reflejaba la luz del candil próximo a nuestra
mesa.
«Es falsa», pensé. Y el mozo de mesas agre-
gó casi gritando:
— Aquí se paga en monedas.
Y tendió la mano hacia las que yo había arro-
jado sobre un platillo. Pero Mar le truncó el
ademán cubriendo con su enorme puño cerrado
el dinero y la perla.
— Aceptas la perla o nos vamos sin pagar.
Y se levantó a pesar de los esfuerzos que yo
hacía por retenerlo.
— ¡Don Nicolás, don Nicolás! — gritó el mo-
zo comprendiendo que mi amigo se haría respetar.
El rechoncho patrón, enjugándose las manos
en el mandil maloliente, se allegó a nosotros con
gesto enfurruñado.
— No quiere pagar — farfulló el mozo.
— ¡Mientes! — rugió Mar. Y levantó la ma-
no para que se viera lo que ocultaba.
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Nicolás, al ver las monedas y la perla, no ha-
lló qué decir. Miraba al mozalbete que ahora
se mostraba cohibido y nos miraba a nosotros
que también guardábamos silencio.
Hasta que Mar puso las cosas en su punto:
— Págate con la perla.
Nicolás la miró, la sopesó y, escrutándola al
trasluz, dijo:
— Cien monedas y nada más.
— Bien — replicó Mar—, pero vale miles. Pá-
gate de todo y trae el sobrante.
Casi con espanto vi, que Nicolás se dirigía
al mesón, hurgaba en la caja del dinero y regre-
saba con el puño repleto de monedas y billetes.
Mar, mostrando una total indiferencia por lo
que ahora ocurría, cogió lo que Nicolás le entre-
gaba y se dirigió hacia la puerta de salida sin
decir una palabra ni despedirse de mí.
No pude seguirlo porque el estupor me clavó
al taburete. Nicolás sólo alzó los hombros para
murmurar:
— Es raro tu amigo. . .
— ¿Lo conoces? — inquirí.
El rechoncho mesonero hizo un gesto vago y
se alejó dejándome en una encrucijada de sor-
presas.
20
V
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de borrachos, sin despertar sospechas, curiosidad,
hasta pavor. Y allí no pasó nada; se le tomó
como a un marinero cualquiera. Porque la des-
pectiva frase de Nicolás, ese «raro es tu amigo»,
fué algo tan insignificante que no puede tomarse
en cuenta. Y lo de la perla. . . ¡La perla!»
Un relámpago aclaró mi cerebro. La perla me
daría la clave de mi situación. Sí, porque aque-
llo no podía continuar de igual modo. Y sin
mayores vacilaciones ni demoras me dirigí hacia
la taberna de Nicolás. Sin beberme un solo
vaso quería preguntarle, interrogarlo a fondo so-
bre lo ocurrido la noche anterior. Ahora ya no
me importaba que me gritara en pleno rostro lo
que sólo había oído a mis espaldas: loco.
Yo deseaba saber, aun a costa de muchas bo-
fetadas, si aquello había sido realidad o sueño.
Anochecía, se encendieron las luces de las ca-
lles y de las tiendas. Con paso seguro y procu-
rando aparentar desinterés, llegué a acodarme
en el mesón de Nicolás.
— Aguardiente — dije.
El hombre me miró al desgaire y como pare-
cía no dar señales de iniciar una conversación,
insistí:
— Aguardiente. Y medio v a s o . . . el bolsillo
no da para más.
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Entonces Nicolás habló:
— Sí, pero lo pagas.
Me fingí ofendido:
— ¿Acaso alguna vez te he dejado de pagar
tus cochinos licores?
— Sí. ¡Y la perla, la perla!
Me recuperé de golpe. Detuve el puñetazo que
ya iba a caer sobre el mesón y suavicé la voz:
— ¿Qué cuento es ese de la perla?. . . ¿Acaso
te estás emborrachando con tus propios vinos?
— Chancea, chancea. Bien sabes de qué se
trata. Pero cuando coja a tu amigo no sólo le haré
pagar algunas copas; me pagará un barril entero.
— ¿Y por qué, gran Nicolás?
— ¡La perla era falsa!
Ofrecí pagarle todo en cuanto juntara algunas
monedas, le rogué que si mi amigo Mar regresaba
al mesón no le dijera una palabra respecto de la
perla. En fin, casi me puse de rodillas ante el
sucio Nicolás. Y todo ello sin haber bebido ni
una gota de aguardiente.
Me alejé, entonces, con la certidumbre que
lo de la perla no había sido un sueño.
Ahora, lo importante era ver, aunque sólo fue-
ra una vez más, a mi amigo Mar. Su misterio
— pese a lo falso de la perla —, me atraía como
un abismo.
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Y cuando pisé la acera, a pesar de ir contento y
no borracho, confieso que tambaleaba un poco.
Pero no dejaba de darme alegría el hecho de que
Mar hubiera engañado al tabernero. Sin em-
bargo, comprendí que por eso mi amigo no vol-
vería donde Nicolás y resolví, con el propósito
de encontrarlo, pasar revista a las tres o cuatro
tabernas y otras tantas fondas que había en el
puerto.
«Para que aprenda a partir sin despedirse de
sus amigos, lo cogeré del cuello y tendrá que
confesarme quién es, dónde supo la historia de
mi naufragio en el Caribe; tendrá que relatarme
toda su historia, aunque sea el mismo demonio.»
Yo iba por la calle principal, con sus tiendas
muy iluminadas aún y su tráfago de carretones
y organillos.
Pero de súbito, al mirar hacia un escaparate,
me detuve como hipnotizado: ¡allí estaba la perla
de mi amigo Mar! La perla que el muy gaznápi-
ro de Nicolás me había hecho creer que era falsa.
Un nuevo problema ante mí. Si era falsa ¿por
qué tan iluminada entonces, y al centro del es-
caparate, rodeada de otras joyas, como una rei-
na en su corte?
No, aquello no era una ilusión. Grande co-
mo un garbanzo y de oriente muy irisado, la
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perla que yo había visto por primera vez en la
taberna era inconfundible.
Pero no me atreví a entrar de pronto ante el
joyero para averiguar nada. Aunque ya me co-
nocía, mi aspecto y preguntas le habrían des-
pertado sospechas. Y postergué mi indagación
para la mañana siguiente pues deseaba ir más
acicalado, tranquilo, y con el pretexto de buscar
trabajo.
En aquel puertecillo se desataban a veces unos
vientos infernales que hacían bailar las calami-
nas de las techumbres y descabalaban los letre-
ros y las insignias colgantes de las tiendas. Y
yo le había trabajado al joyero arreglándole una
plancha de zinc volada por el viento.
Entretanto, mientras pasaba la noche y ama-
necía, vagué por todas las tabernas, prostíbulos
y rincones que, según mi parecer, pudieran ocul-
tar a mi amigo.
Y amaneció sin que hubiera conseguido ni una
remota huella de él. Sólo risas, risas y palabras
de escarnio. Porque ya hastiado y rabioso con
la inútil búsqueda llegué hasta preguntar:
— ¿Habéis visto a un hombre que despide una
luz verde?
Aún recuerdo el rostro pintarrajeado de la fis-
gona que me respondió:
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— Sí, allí hay uno que despide un chorrito de
luz amarilla.. .
Y me mostraba a un hombre que hacía aguas
apegado a un rincón.
El incidente me enrabió más y tuve que do-
minarme para no abofetear a la mujer.
26
V I
27
— Bien, bien — repetía don Pascual —, pero
si el zinc se me vuela con otro ventarrón te
cuelgo del poste telefónico.
— Apenas empiece a correr viento huiré, en-
tonces — respondí riendo.
Y con aire distraído, me fui acercando al esca-
parate a mirar las joyas. Don Pascual se ape-
gó a mí:
— ¿Te gustaría romper el vidrio?
— Esas cosas no son de mi oficio — dije —.
Si adentro hubiera una botella de buen ron qui-
zás lo rompería.
— Já, já, já. . . — rió don Pascual, agregando—:
Pero dime, ¿te gusta algo?
Retardando la respuesta, contesté:
— La perla, esa perla.. . no es fea. Pero yo
no entiendo, a lo mejor es falsa.
— ¡Falsa, no! — rugió el joyero.
— Como yo no entiendo de perlas...
— Es de gran valor. La conseguí por un mi-
lagro. No la vendo por menos de mil monedas.
— ¡Mil monedas, caray!
— Sí, mil monedas. Y me costó quinientas, y
engañé a un hombre para quedarme con ella.
Le dije que era falsa, o. .. casi falsa.
— ¿Hace mucho tiempo que la tiene? — in-
quirí.
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Don Pascual, como arrepentido de sus recien-
tes confesiones, allegó su rostro a mi oído para
decir:
—Desde ayer.
— ¡Mil monedas! — repetí yo.
Pero él, golpeándome el hombro, cortó el diá-
logo para atender a un cliente:
— ¿Por qué no te haces pescador de perlas,
hombre?
Y entró en su tienda dando risotadas.
29
VII
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mediodía cuando me hallé de pronto ante la
puerta del tabernero.
Entré como si nada hubiera sucedido. Me
quedaban algunas monedas, así es que podía
pagar mi consumo y hasta mostrarme valentón.
Sin embargo, preferí guardar silencio con respec-
to a la perla. Y comí mi habitual biftec, tragué
apresurado un vaso de vino, y salté de nuevo a
la calle.
¡Qué largos días! Poco trabajo, y largas ca-
minatas por la playa y el roquerío. Con los
fuertes vientos el oleaje aumentaba y era difícil
mariscar. Esto, no obstante, me trajo algunas
monedas. Porque me sumía en las pozas de
mayor riesgo y siempre lograba algunas presas
muy solicitadas que pronto vendía a buen pre-
cio en el mercado.
Nicolás, también, había tenido buen cuidado
de no mentarme más el asunto de la perla; así
es que cada atardecer yo llegaba hasta su mesón.
Y cada hombre que aparecía por allí, era recibido
por mi ávida mirada que en vano esperó durante
muchas horas encontrarse de nuevo frente a Mar.
No iba nadie nimbado de luz verde, y yo cam-
biaba de tugurio.
«Tal vez Mar no quiere que lo asalten los
aprovechadores. Creerá que Nicolás le ha con-
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tado a todo el mundo lo de la perla, y que ya
todo el puerto lo anda buscando para pedirle una
igual. Mar se vendió al entregar la perla. Be-
berá su ron, comerá su bacalao en otra parte.
Tal v e z . . . »
Y cinco, diez tardes con sus noches divagando.
Y después me alejaba, me alejaba buscando con
el pensamiento solución a mis dudas como tam-
bién, durante el día, mariscos que satisfacieran
mi hambre, en los intersticios de las rocas.
Allí había buenos mariscos, pero era necesario
arriesgarse. Y hasta me atreví a bucear sin esca-
fandra, con el peligro de reventar mis pulmones.
La gente del puerto se fué acostumbrando a mi
presencia y dejé de oír a mi paso la palabra que
poco tiempo atrás me tuvo tan preocupado: loco,
loco.
Tuve una época de bonanza. Olvido de mis
malaventuras, buena pesca, despreocupación to-
tal. Y hasta el viento pareció colaborar a ello.
Por un tiempo se fué a volar calaminas a otra
parte y sólo la luna alborotaba el oleaje y me
reunía en los remansos algunos camarones que
se entregaban a mí sin resistencia.
Cierto día, a media tarde, en la hora de marea
más baja, decidí bucear en una plácida poza en
cuyo fondo se abrían grandes y azules actinias.
32
Trabajé con empeño y pude llenar un saco de
moluscos. Mientras limpiaba sus conchas y los
entreabría un poco para mejor presentarlos en
la feria, también admiraba la tranquila tarde y
el dormido mar. El oleaje era tan tenue que
sólo parecía una irisación de luces, un palpitar
de fulgores. Y, sabiéndome solo, comencé a di-
vagar en voz alta.
« . . . qué tonto he sido, preocuparme por cosas
sin importancia. Qué me importa la perla. A
lo mejor es falsa de verdad y todos se están
riendo de mí. Hasta el de la luz verde se debe
de estar riendo de mí. Es un charlatán que se
embadurna los cabellos con quizás qué cosas pa-
ra despedir esa luz. . . Cómo se estará riendo
de m í . . . »
De pronto, una brusca y gran ola se irguió sin
previo desarrollo y vino a azotarme con fuerza,
arrastrando en su recogida los moluscos recién
conseguidos. Y cuando, entre fuertes invectivas,
yo procuraba retener algunos, una ronca car-
cajada sonó a mis espaldas. Y una voz ya co-
nocida dijo:
—Sí, me río de ti. ¡Me río mucho!
—¡Maldito seas! ¿De dónde has salido?
—¡Eso no te lo diré jamás!
—Pero Mar ¿por qué huíste así la noche pasada?
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— Sí, habla; habla mucho. Arrástrate a mis
pies. Pero ahora me iré igual que la otra no-
che; me iré sin decirte adiós.
Callé entonces y me puse a estrujar la ropa
mojada por la gran ola. Ya casi no había sol
y debería ponérmela húmeda para no llegar has-
ta el puerto con sólo mi taparrabo de buzo sin
escafandra.
Guardé silencio. No hice ni reproches ni rue-
gos; hasta empecé a silbar una cancioncilla de
burdel.
Mar no se fué. A mis espaldas, se paseaba
con pasos casi insonoros. Hasta que vino a sen-
tarse en una roca que quedaba cerca de mí y
dijo con voz amical:
— Hombre, no me embadurno la cabeza con
nada. Mírame y verás.
Empecinado, continué estrujando mi pantalón.
— No me embadurno con nada y no he queri-
do hacerte ningún mal. Y pronto, si lo deseas,
te devolveré los moluscos que retornaron a las
aguas.
A pesar de mi enojo, se me escapó una frase:
— Y la ropa ¿me la puedes secar acaso?
— Eso, no; el calor es mi enemigo. Pero ¿qué
puede importar tal percance a un marinero como
tú? ¿En cien ocasiones no has pasado días en-
34
teros más mojado que ahora? ¿No pasaste toda
una noche, enteramente mojado, allá en el Mar
Caribe?
Mar no chanceaba. Su voz era tranquila y
convincente.
Me puse la camisa y el pantalón mojados aún,
y me dirigí hacia él tendiéndole la mano:
— Soy tu amigo y perdona mis burlas.
— Todo está olvidado — respondió Mar.
Y esa manaza que yo estreché era la tibia ma-
no de un hombre cualquiera. En ella no había
nada de sobrenatural. Y al tenerla entre mis
dedos, me fijé por primera vez profundamente
en el rostro de Mar. Fuera de la fosforescencia
que lo circundaba aun de día, nada de sorpren-
dente tampoco. ¡Rostro vulgar de marinerote
curtido por azares y viento! Y ojos castaños;
pelambrera a medio afeitar.
Me olvidé de los moluscos, de que llevaba so-
bre mi cuerpo ropa mojada, y comencé sin pre-
ámbulos a hacer preguntas:
— ¿Por qué huíste así la otra noche?
— ¿Yo huir?
— Pero saliste en una forma que no invitaba
a seguirte.
— Quería probarte. Rara vez me acerco a
un hombre y, aunque nada pueden hacerme, sólo
35
me gusta tratar con hombres de una sola pieza.
Pero...
— ¿Crees que no soy así?
— Has dudado un poco.
— Es tu misterio lo que me ofusca. Y si dije
algunas palabras que te han herido, ellas no fue-
ron insultos.
— ¿Buscas mi misterio?
— Sí; explícame por qué subes a la tierra co-
mo un marinero vulgar. ¿Acaso también bus-
cas algún misterio?
— No; solamente busco a un hombre para
darle perlas.
— ¿Perlas? Esta no es hora para hablar de
perlas.
— ¿No quieres perlas, muchas perlas, como la
que viste el otro día?
— Si vas a lanzármelas por la cabeza y en se-
guida te largas sin despedirte, es mejor que no
me las des. Prefiero al amigo.
Con entusiasmo, Mar me tendió su ancha mano.
— Aquí tienes al amigo — dijo—. Y te voy
a decir por qué lo tienes.
Larga fué su historia. Pero, en resumen, el re-
lato era así: Cada vez que en los siglos de los si-
glos pretendió relacionarse con los hombres pudo
darse cuenta, al poco tiempo de amistad, que
36
ellos sólo deseaban conseguir de él tesoros y más
tesoros, perlas y más perlas.
— Eres mi amigo y lo serás siempre. ¡Porque
eres el único hombre que no me ha pedido nada!
— Mar — le dije—, ¿y qué deseas de mí?
— Hay muchas cdsas de la Tierra que no co-
nozco y te preguntaré sobre ellas.
Yo, triste por mi ignorancia — entonces ape-
nas sabía escribir —, le confesé la verdad:
— Mar, no todos los hombres somos iguales.
Algunos saben más y otros menos. Y y o . . . soy
. . . de éstos últimos.
— No importa. Algo me sabrás responder.
Y, mirando hacia el horizonte, exclamó:
— El sol se aleja y la luna me llama. Tengo
que partir.
Y a fuerza de gritos de mi parte, cuando ya
casi se confundía con el oleaje, logré arrancarle
las palabras que yo necesitaba:
— Sí; a la misma hora y en esta misma pla-
ya. M a ñ a n . . .
Y la última vocal se perdió entre las espumas
y el batir de la marea que lo abrazaba.
37
VIII
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una hermosa y joven mujer en traje de baño, a
una de esas deportivas muchachas que no les
importa una tarde de invierno para sumergirse
en el agua, Mar salió de las rocas guiñándome un
ojo para decir:
— Sardina de las que me gusta mojar.
Mi risotada hizo volver el rostro a la mucha-
cha que ya iba algo lejos y Mar tuvo que aplas-
tarse contra la playa para no ser visto.
Pero, por lo común, Mar lograba hacerse en-
tender en forma rápida y segura. Y preguntaba,
preguntaba; casi sin dejarme preguntar a mí.
Recuerdo que una vez me dijo, señalándome un
barco que iba en alta mar:
— ¿Por qué comen carbón los peces que hacen
ustedes?
— También hay algunos que comen petróleo —
respondí.
— ¿Y por qué comen petróleo?
— Para comernos nosotros los pescados — dije
entonces.
Mar me lanzó agua desde una poza y en se-
guida rió ante mis protestas.
Ahora creo que disimulaba su saber. Mi ofus-
cación de entonces ante su misterio, y mi ato-
londrada juventud, sin duda que impidieron acer-
carme al secreto de su personalidad.
39
Desde luego, no se me escapó que la palabra
misterio le era familiar. Y como le preguntara
sobre ella y dónde había aprendido su significa-
do, se limitó a señalar con el brazo extendido ha-
cia el Oriente.
Con respecto a las mujeres, creo que también
simulaba una atracción que no sentía. Siempre
guiñaba un ojo al verlas pasar, y como su prime-
ra alusión a ellas me había hecho reír tanto, aho-
ra no se la callaba nunca:
— Sardina de las que me gusta mojar.
Mas, cuando yo trataba de hacerle referir
sus amores o las peculiaridades de su senti-
miento amoroso, se me escabullía de cualquier
manera.
(A propósito de ésto, cuánto eché de menos a
mi amigo Tom, el marinero romántico.
Con respecto a la frase ya tan estereotipada
de Mar, sin duda que le habría dicho:
— Si te gusta esa sardina, ándate detrás de
ella y mójala cuanto antes. Y no demores, no
demores.
Y luego, su temperamento sentimental tal vez
lo habría obligado a añadir:
— Pero mécela con suavidad; trátala como una
plumita de gaviota que te cae en las cochinas
manos en la hora más solitaria de tu vida.
40
Cómo me habría gustado ver a Mar frente al
temperamento sentimental de Tom.
Y perd. . . ¡No, ahora no voy a pedir perdón
por este nuevo paréntesis!)
41
I X
42
amigos de infancia, a los que se teme no ver
más.
Solitario, pasé una semana. Me escabullía de
las gentes y procuraba beber menos. Pronto,
un extraño suceso vino a llamar mi atención.
Noté que apenas me instalaba entre las rocas
para trabajar, empezaban a surgir lentamente,
aquí o allá, mariscos de varias clases. Los veía
emerger sobre la superficie de las algas, que les
servían así como de improvisados flotadores; a
ellos, los mariscos siempre tan aferrados a las
rocas y escolleras. Y ahora yo solamente me
limitaba a cogerlos y arrojarlos en mi nasa.
Nuevo misterio que se realizaba con mesura,
como para no llamar la atención.
«Mar me protege — era mi pensamiento —, y no
desea hacerlo de una manera llamativa porque
conoce mi desprecio por las grandes riquezas.»
Así, pues, no me faltaba una modesta dosis
de ron, de tabaco y también, de vez en cuando
— ¿por qué no decirlo? —, una mujercita sobre
las rodillas.
Una mañana, de regreso del mercado, oí al su-
plementero que pregonaba con voz más fuerte
que la acostumbrada la hoja que vendía. Cogí
al vuelo sus palabras y no vacilé un segundo en
comprarle La Gaceta.
43
Allí, en la primera página, con grandes letras
se destacaba un título: Enorme volcán marino
destroza las Islas Sur.
Leí con premura. El fenómeno ya había destru-
ido casi en su totalidad un archipiélago y los barcos
que rondaban esas aguas debieron alejarse con ra-
pidez porque todo el contorno era un hervidero de
extrañas corrientes y tempestades submarinas.
— Mi amigo lucha y debe vencer — dije.
Y me fui hasta el acantilado más erguido para
gritar a pleno pulmón frente a las aguas:
— ¡Lucha, Mar! ¡Aplasta al Fuego!
Día a día seguí por la prensa los detalles del
fenómeno. Hasta que las informaciones dismi-
nuyeron de espacio y se apagaron con unas líneas
finales que casi no decían nada.
Y tres tardes después, tuve de nuevo a Mar a
mi lado. No parecía venir de una lucha; al con-
trario, más bien semejaba regresar de una eufó-
rica fiesta.
Rehuyó comentar con detalles lo sucedido; pe-
ro cuando decía cualquier cosa sobre ello siempre
la acompañaba de un sonoro reír:
— ¡He triunfado!
Y brincaba a mi alrededor agitando las manos
sobre la cabeza como lo hacen los pugilistas en el
tablado cuando se les declara vencedores.
44
La primera tarde de su regreso, le hablé de los
moluscos que se ponían al alcance de mi mano, y
le agradecí su ayuda. Socarrón, sonrió para decir :
— Hombre, ellos me pidieron permiso para
vagar sobre las algas. Pero como se les ocurrió
hacerlo cerca de tu mano, les costó la vida su
aventura.
Y mientras yo también sonreía aparentando
credulidad, él continuó:
— Recuerda que aún no me has pedido nada.
— Te acabo de agradecer los mariscos que pu-
siste en mi mano durante tu ausencia. Ya me
has dado mucho.
— ¿Y si yo te dejara por aquí o por allá algu-
nas perlas; si con la gran marea te arrinconara
madreperlas entre esas rocas? Muchas, mu-
chas. . .
— Calla, Mar; no me tientes.
— ¿No las cogerías acaso? ¿Serías lo suficien-
temente tonto para no cogerlas?
— Parece que deseas reírte de mí. Pues bien,
te voy a dejar con la curiosidad.
— ¡No! Quiero que me respondas en el acto.
— Debo pensarlo. ¿Permites que te lo diga
mañana?
— Es la última concesión que te hago. Ade-
más, si no deseas lo que te he ofrecido, tienes
45
que pedirme cualquier otra cosa. ¿Lo oyes bien?
¡Tienes que pedirme algo!
La conversación casi terminó en disputa; pero
prometí bajo mi palabra de hombre ir al día
siguiente a la playa de los encuentros a pedirle
algo.
46
X
47
Y, prolongando el insomnio hasta muy entra-
do el día, llegué a la conclusión de cumplir mi
palabra.
Sí, le pediría algo; pero iba a pedir una cosa
insignificante: algún pequeño y extraño caracol,
un pececillo que yo no conociera. Y así, cavi-
lando y cavilando, me puse a recorrer la feria.
Al verme sin nada que vender — la tarde an-
terior no había trabajado —, las comadres me
hicieron algunas bromas:
— Hombre, ¡que te comiste los camarones hoy!
— Te quedaste dormido en el agua que vas con
las manos vacías.
Sólo les contestaba con muecas; mi pensamien-
to iba muy lejos.
Las horas no caminan cuando uno desea que
lo hagan. Aburrido, compré La Gaceta y me
puse a hojearla desganadamente. ¡Cuánta ton-
tería, cuánta tontería! Hasta que por ahí, casi
oculta entre avisos, una pequeña crónica llamó
mi atención. Su título, desde luego, correspon-
día con muchas de mis horas en aquel puerto:
T e d i o . Y en esas treinta líneas se le expre-
saba bien. «El hombre necesita algo nuevo —
recuerdo con exactitud que decía el periodista —,
aunque a veces ello sea algo insignificante. Pero
siempre la misma casa, la misma mujer, el mis-
48
mo paisaje son para matar a un hombre. Y
entonces vamos hacia la naturaleza y también
quisiéramos que se renovara más. Que cual-
quier día, de pronto, los árboles aparecieran con
follaje celeste; que la luna tomara la forma de
una mariposa o de algo que no conocemos aún;
que el mar fuera de varios colores y no solamen-
te usara matices del verdeazul...»
Aunque yo leía muy poco y mi educación de
entonces dejaba mucho que desear, las líneas
allí impresas me gustaron. Y, por lo menos,
avivaron mi pensamiento. «Sí, que la luna fue-
ra como una mariposa. . . que el mar cambiara
de color... »
Me detuve como electrizado.
«¡He aquí mi hallazgo! Le pediré a Mar que
cambie de color, que lo cambie aunque sea por
algunos días. ¿Podrá hacerlo? Y qué extraño
y curioso va a ser el fenómeno. Uno navegando
por un mar anaranjado o negro. No, porque
siempre hasta donde se mire habrá la monotonía
del color. Le pediré que cambie de color a pe-
dazos, de manera que cuando uno navegue vaya
como de excursión por muchos colores. Si Mar
puede hacerlo, será maravilloso. Eso vale más
que todas las perlas del mundo. Lo que siento
es no conocer al señor ese que escribió su T e d i o
49
en el diario. Le daría las gracias. Pero segura-
mente que sanará al ver el mar así.»
Alegre, y seguro de que deseaba algo que me
causaría placer si se realizaba, esperé con impa-
ciencia la hora de ver a mi amigo.
Como siempre, Mar llegó poco antes del ano-
checer. Hizo un desganado saludo y se tendió
en silencio sobre la playa. Y como yo tampoco
manifestara deseos de iniciar la conversación, di-
jo por fin:
— ¿Te has olvidado de lo que prometiste ayer?
— No.
— Habla, entonces.
— Lo que voy a pedirte quizá no lo podrás
hacer.
Se irguió exaltado. Y, como si mis palabras
hubieran herido su amor propio, me gritó que
todo lo podía.
— Pues bien — fué mi respuesta — , quiero
que cambies de color.
— ¡Y qué te importa mi color, gran sucio!
Procuré guardar calma y le expuse mi deseo
de la manera más convincente posible.
— Estoy enfermo, Mar. Y la enfermedad que
sufro no se puede curar con riquezas. Dicen
que mi dolencia sólo desaparece cuando uno ve
que ocurre una cosa muy extraña, maravillosa.
50
Que la luna se convierta en gaviota, por ejem-
plo. O que tú cambies de color. Y como me
habías dicho que te pidiera algo, lo hice creyen-
do que no te ibas a enojar. Ya es maravilloso
que te hayas aparecido a mí; lo de la perla, tam-
bién es maravilloso. Pero ello no basta. . .
Discutimos mi demanda durante tres tardes
seguidas. Y en ellas, la conducta de Mar fué la
de un hombre cualquiera. Ponía reparos, in-
quiría mucho, y hasta su lenguaje y manera de
razonar se aclararon en tal forma que a su lado
me sentía como un ser inferior.
Mar se defendía de hacer mi deseo y todo su
pensamiento giraba alrededor de los trastornos
que iba a ocasionar un cambio de colorido en
los seres que habitaban su «bella casa». Los
hombres no le causaban preocupación alguna.
Me parece estarlo oyendo cuando murmuraba:
— A esta hora las ballenas van en busca de
corrientes tibias para mejor criar sus ballenatos.
Ellas odian la tibieza de las aguas; pero la buscan
durante estos meses porque allí encuentran ali-
mento para sus hijos. La ballena es mi gran
hija, y como todos los seres que nadan en mi
sangre, están acostumbradas a mi color de siglos.
— ¡Ah!
51
— En aguas de otro color se sentirán morir.
Irán de aquí para allá, desorientadas, y llegarán
a las zonas de tibieza cuando otros peces hayan
engullido lo que les sirve de sustento. Los balle-
natos morirán, morirán. ¿Por qué lo deseas?
— No creí que un simple cambio de color po-
día ocasionar esas cosas. Haz cuenta que no te
he pedido nada.
— ¡Pedirás otra cosa!
— No. Estamos perdiendo el tiempo. Con
mi nueva demanda podría ocurrir lo mismo que
con la anterior. Tal vez hasta te pondrías a
lloriquear por tus ballenatos.
Entonces Mar se puso de un salto en pie y
abarcó las aguas en una extensa y circular mira-
da para decir:
— Se cumplirá lo que has pedido. Durante
siete días tendré muchos colores. ¡Pero jamás
volveré a la Tierra! ¡Adiós!
No pude retenerlo. Mis gritos fueron inúti-
les. Y las olas, unidas a la noche sin estrellas
que se aproximaba, lo hicieron desaparecer muy
pronto de mi vista.
52
X I
is
dores. Idioma en que casi todo se acepta o se
rechaza con sólo dos palabras absolutas: sí, no.
Si no quise riquezas y las rechacé momentá-
neamente fué porque ello parecía abrirme la puer-
ta del misterio que rodeaba a Mar.
Y ahora, al escribir estas líneas, pienso que
quizás él no hubiera podido, tampoco, darme ni
una perla más. Pero una intuición muy profun-
da se sobrepone a lo recién pensado y me grita,
también, que ese raro ser encarnado en figura hu-
mana habría sido capaz de darme las riquezas
que yo le pidiera.
En la noche de su partida, éste era el senti-
miento que predominaba en mí. A lo que se
agregaban la angustia y la rabia por mi torpeza ;
sentimientos que combatían en mi alma hacien-
do revolverse a mi cuerpo sobre los jergones que
le servían de lecho.
Creo que nunca, ni en las horas de gran pobre-
za ni de gran desamparo amoroso, me he sentido
más desgraciado que entonces.
Los grandes misterios son abismos en los que
sucumben millares de hombres, y a los muchos
que ya todos llevamos en sí, el destino había
agregado uno más a mi cuenta.
54
X I I
55
a un obrero que regresaba de la costa la causa
de tanto movimiento.
— El mar; es el mar. Se ve de un color lecho-
so, algunos dicen que rosado. Aún no amanece
del todo, así es que no se puede saber qué color
tiene. La gente dice que cuando se pone de ese
color viene un maremoto.. .
No quise escuchar más. A la carrera, y abrién-
dome paso con dificultad por entre el gentío, lle-
gué hasta el malecón.
Y en verdad, aquello que se extendía ante mis
ojos no era el mar de siempre, nuestro mar de
todos los días. Lechoso, con un tinte ligeramen-
te rosa, azotaba con suavidad el litoral, mientras
un alba lenta y como temerosa de revelarnos en
toda su extensión el fenómeno, demoraba en ba-
rrer definitivamente las sombras.
Cuando el sol hubo surgido, el tinte de las
aguas cambió poco y pudimos gritar con certeza:
¡el mar está rosado!
¡El mar tiene otro color! ¿Qué nos irá a su-
ceder? Eran los comentarios y gritos que más
se oían entre la población amedrentada.
Vi cruzar mujeres que lloraban, seguidas de
sus pequeñuelos; a hombres pálidos y medita-
bundos, a seres que un inusitado fenómeno de la
56
naturaleza sumergía en crisis nerviosas que lin-
daban con la locura.
Entretanto, el mar seguía su vaivén incesante
con tierna suavidad. Era como si el delicado
color que ahora lo dominaba no le permitiera fra-
gores ni tumbos disonantes.
Y yo, que debía haber estado con el alma tran-
quila o en goce como el que sabe los secretos
que ignoran los demás, permanecí también, lo
confieso con vergüenza, boquiabierto y espanta-
do como cualquier otro hombre.
A la primera sorpresa general, siguieron los
malos augurios y las supersticiones fatales: que
las aguas comenzarían a subir hasta ahogar el
puerto; que las aguas estaban envenenadas; que
bastaba con tocarlas para morir instantánea-
mente.
De súbito, un nuevo grito se impuso a los de-
más: ¡los pescadores no han regresado!
Y esta alarma que en muchas ocasiones había
hecho saltar a sus barcas de auxilio, aun en las
peores tempestades, a docenas de hombres, ahora
no movió a nadie de su estupor.
La mañana avanzaba y los pescadores no vol-
vían con sus lanchas ni barquichuelos.
— Quizás mar adentro ha habido gran tem-
pestad por la noche — dijo alguien.
57
— Mar adentro deben de haber pasado cosas
terribles — agregó otro.
Y nuevos llantos de mujeres y de niños; una
zozobra más a las muchas que ese millar de seres
ya tenían.
Sin embargo, hay hombres sabios y fuertes en
este mundo. Y una muestra de ellos nos la dió
el menudo farmacéutico de esa zona quien, por
lo común, era el hazmerreír de todo el puerto.
Se le reprochaba su timidez y parquedad de
palabras.
Pocos repararon en él cuando muy de mañana
atravesó el gentío y llegó hasta la playa para
llenar dos cubos con el agua de color rosa. Y
pocos vieron que, en seguida, se encerraba en su
pequeño laboratorio con el líquido recién arre-
batado al mar.
La sorpresa general surgió cuando cinco horas
más tarde lo vieron aparecer en el muelle, enca-
ramarse en una chalupa que ahí se calafateaba,
y comenzar con voz fuerte y segura una tranqui-
la disertación:
— Acabo de analizar el agua y no contiene ve-
nenos. Es el agua de siempre; sólo ha cambiado
de color. Mis rápidos experimentos aún no me
permiten saber la causa de este cambio. Tam-
poco creo que haya habido una gran tempestad
58
mar adentro. Cuando ésto ocurre nunca faltan
indicios. Las olas arrojan sobre la playa mayor
cantidad de caracoles despedazados, muchas al-
gas y otras materias. Esperemos aún; los pes-
cadores volverán. Pero si alguien quiere partir
en su busca yo seré el primero en acompañarlo.
Y, como ya lo he dicho, el agua no está envene-
nada. . .
— ¡Tómate un trago, entonces!
Todos nos volvimos hacia el impertinente que
rasgaba con su grito las frases tranquilizadoras
del boticario.
Era el demagogo del puerto. Un hombre que
vivía de la venta de sus discursos al que mejor
le pagaba en las elecciones.
Pero el pequeño boticario no se inmutó. Con
voz serena, solamente dijo:
— Te obedeceré. Pero quiero que seas tú
quien me traiga el agua.
El demagogo no esperaba tal respuesta. Se
demudó su rostro cuando las miradas de todos
los presentes lo instaron a obrar.
Y me correspondió a mí interpretar con otro
grito el sentir unánime:
— ¡Que obedezca al señor boticario!
Aun no había terminado la frase cuando como
por encanto surgieron botellas, tarros y hasta
59
baldes que, con gesto perentorio, sus dueños ten-
dían al hombre del exabrupto.
No tuvo valor para rebelarse. Cabizbajo y si-
lencioso se dirigió con una jarra hacia el mar.
Cuando la hubo llenado hasta los bordes deshizo
su camino y se la tendió con timidez al farma-
céutico.
Este la cogió sin asomo de rencor ni altivez y
dijo antes de llevarla a sus labios:
— Aquí no hay venenos. Es el agua salobre
de siempre.
Y, en medio del silencio general, engulló dos
grandes sorbos.
La pausa de espera no se rompía aún, cuando
un murmullo que luego se trocó en clamor ilu-
minó los rostros. Y todos los brazos se tendieron
hacia el horizonte para señalar el sitio por donde
los pescadores regresaban.
60
XIII
61
que se llaman poetas y que con capaces de des-
cribir tales maravillas.
El oleaje de color rosa era tan delicado en su
ondear y en su matiz que semejaba esas sedas
muy suaves y puras que la brisa apenas hace
palpitar sobre un bello cuerpo de mujer.
El mundo entero había cambiado. Estábamos
sumergidos en una nueva luz que comunicaba
a todas las cosas una presencia inesperada. El
litoral, las gaviotas, los barquichuelos anclados
frente a nosotros, el mismo cielo, parecían recién
surgidos de las manos de un Dios transmutador
del cosmos.
Pero nuevos gritos y exclamaciones lejanas me
arrancaron de mi absorta contemplación.
Me dirigí al caserío y hacia el lugar donde la
gente se aglomeraba ahora. El oleaje humano
se había detenido frente a La Gaceta, y procuraba
leer las noticias que se destacaban en las piza-
rras del diario. Yo, no pudiendo llegar hasta
ellas, me vi obligado a preguntar, a preguntar
con ahinco.
Por las noticias recibidas, el mundo entero se
encontraba revolucionado con el fenómeno.
Mar había cumplido su promesa y de todos
los países llegaban mensajes anunciando el nue-
vo color que en sus costas predominaba. Lo que
62
contribuyó, naturalmente, a aumentar el des-
concierto.
En tal comarca imperaba el rojo; en tal otra
el amarillo lunar, y en otras más favorecidas
aún, se lograban destacar dos y hasta tres colo-
res perfectamente delimitados entre sí. Esto fué
lo que más pareció confundir a los sabios que,
como nuestro parco farmacéutico, se dedicaron
desde el primer momento a investigar tan extra-
fía maravilla.
Pero en este mundo parece que nadie está dis-
puesto a acoger lo maravilloso. A pesar de que
al día siguiente de lo ocurrido casi todos los hom-
bres de saber estuvieron de acuerdo en conside-
rarlo un fenómeno inofensivo para la humani-
dad, ésta siguió empeñada en destrozar la belle-
za del hecho y en sacar de él premisas para asen-
tar mezquindades y bajezas.
Pueblos corrompidos hasta la médula, quisie-
ron aparecer como causantes de lo ocurrido. «Po-
demos realizar lo que estáis viendo — gritaban
sus histéricos caudillos —, y podemos aún más.
Somos superiores y la humanidad nos debe obe-
decer.»
Aparecieron profetas que anunciaban próximo
fin de mundo; astrólogos que señalaban como
predicho por ellos el fenómeno, y astrónomos de
63
pacotilla que cargaban a la cuenta de un cometa
imaginario todo el hecho. Y brujas; brujas con
ensalmos, sahumerios de yerbas y pelos de ali-
mañas.
Cuando yo leía estas cosas en La Gaceta, los
dientes me rechinaban de rabia.
Las religiones del mundo tampoco fueron ca-
paces de pronunciar las palabras de paz necesa-
rias para mantener a sus fieles en una tranquila
espera. Pero en los templos no se olvidó de co-
locar huchas y alcancías mayores que las acos-
tumbradas para recoger el óbolo de los millares
de peregrinos que acudían a ellos. Sí, había que
hacer rogativas y dar limosnas ¡porque el mar
tenía ahora otro color por culpa de nuestros
pecados!
Yo era un alma en pena. Me sentía culpable
y a la vez asqueado de la humanidad entera.
Me costaba dominar el deseo de subirme a los
balcones de La Gaceta para decir la verdad a gri-
tos. Presentía que era muy capaz de hacerlo y,
también, las consecuencias que ello me aporta-
ría. De nuevo yo sería un loco para esos seres
que me rodeaban, y se vengarían de mí encerrán-
dome en el Asilo de Orates. Y aunque se cum-
pliera mi vaticinio de que en pocos días más el
mar volvería a su verdeazul de siglos, ellos me
64
conservarían encarcelado hasta la muerte. Y yo
no era un oportunista, ni un ladrón ni un asesino.
¡Pero aún faltaban cuatro días para que las
aguas volvieran a ser como antes!
Había, pues, que escupirles la verdad en el ros-
tro. Había que hacerlo porque esos hombres no
merecían otra cosa. Y mis pasos se dirigieron
hacia la calle principal con rumbo a los balcones
de La Gaceta. Iba presuroso y todo pasaba ante
mí como un torbellino de sueños.
Sin embargo, el azar hizo que mis ojos se de-
tuvieran frente a una faz conocida que contuvo
mi furor de gritos. Allí, junto a un pequeño jar-
dín que recibía de lleno los rayos del sol, leía un
folleto don Emilio, el boticario.
Casi sin saber lo que hacía me acerqué a él y
le rogué que me escuchara algunas palabras. Me
respondió lacónicamente:
— Vamos a mi laboratorio.
Y caminó sin premura, dándome a entender
que me había reconocido como el marinero que
gritó al demagogo que obedeciera su pedido.
— Porque usted parece marinero — agregó—.
Algunos marineros y pescadores son los únicos
que se han mostrado serenos con este cambio del
mar. Los demás hombres obran como caníba-
les que ven por primera vez un eclipse de sol.
65
Pero ya se acostumbrarán, se acostumbrarán. A
no ser que el mar vuelva a su color primitivo o
se le ocurra realizar otra arlequinada.
Y sonrió de su frase, pero yo segué su sonrisa
al decir:
— En cuatro días más las aguas serán como
antes.
— ¿Por qué asegura eso?
— Para que lo sepa deseo conversar con usted,
don Emilio.
Su mirada se hizo entonces inquisitiva y en sus
facciones se reflejó una mueca de defensa que no
se tradujo en palabras.
Y fui yo quien hubo de reiniciar el diálogo:
— Como usted lo ha notado, los pescadores es-
tán tranquilos... Si ya no salen con sus barcas
es porque nadie quiere comprar la pesca, a pesar
de que usted ya probó que no hay veneno en las
aguas.
Y así, casi dialogando conmigo mismo, pues
don Emilio se limitaba a asentir con la cabeza,
llegamos hasta la puerta de su laboratorio.
Entramos en un pequeño cuarto repleto de
botellas con líquidos y sales. Encendió la bujía
porque la pieza era bastante oscura y, señalán-
dome un escabel que estaba frente a unos gran-
des globos de vidrio, me dijo:
66
— Siéntese y hable con tranquilidad.
Y le relaté en la forma más sencilla y rápida
todo lo que ya conocéis. Me interrumpió en
muy pocas ocasiones y sus preguntas sólo comen-
zaron cuando hube terminado de hablar. Pero
lo que no he podido comprender nunca es por
qué esas preguntas casi no se referían a la mate-
ria de la cual estábamos tratando.
Me preguntó, por ejemplo, si nunca había sen-
tido deseos de ser un gran hombre, alguno de esos
grandes hombres que se han distinguido como
marinos.
— Díme con sinceridad — agregó después,
cuando ya me trataba de tú —, ¿no te crees
Colón? ¿No te habría gustado ser alguno de
esos piratas que recorrieron los mares en busca
de aventuras y de oro?
Y como yo callara desconcertado, continuó su
interrogatorio:
— ¿Cuando niño no soñaste realizar algo in-
menso, algo que no ha logrado ningún hombre?
Mis respuestas debieron haberle parecido ton-
tas o ingenuas, demasiado ingenuas:
— Cuando niño deseaba conocer el mar. Mis
padres vivían tierra adentro y se cumplió mi de-
seo tarde. Conocí el mar a los doce años.
67
— ¿Recuerdas otro fuerte deseo que te haya
hecho sufrir en la niñez?
— Sí, pero. ..
— Habla con toda confianza, hombre. ¿Aca-
so crees que me puedo reír de ti?
— Pero eso. . .
— ¿Recuerdas otra cosa que desearas mucho?
— Bueno, se lo diré, don Emilio. Durante
meses mi único deseo fué levantarle los vestidos
a una muchacha vecina.
— ¿Qué edad tendrías entonces?
— Nueve o diez años.
— Y lo recuerdas aún. . . — d i j o como medi-
tando.
— Lo recuerdo, don Emilio, porque realicé mi
deseo y ello me costó una paliza.
— ¿Te dolió la paliza?
— Bastante. . .porque fué doble. Una, de mi
madre; otra, de la madre de Violeta que así se
llamaba la muchacha.
Don Emilio rompió a reír y se levantó para
golpearme el hombro :
— Puedes estar tranquilo. Creo tu historia
sobre el mar; pero tengo que darte algunos con-
sejos.
Me dijo que si quería continuar viviendo en el
puerto, no contara a otras personas lo que aca-
68
baba de referir. Pero que ello era sólo un con-
sejo, pues también yo podía explotar mi aven-
tura en provecho propio.
— Si se realiza lo que aseguras, te creerán un
mago y la gente acudirá a ti en busca de secre-
tos sobre el porvenir. Te ofrecerán dinero. Hay
personas, sobre todo mujeres, muy crédulas, su-
persticiosas, y podrás obtener de ellas lo que de-
sees. Te señalarán con el dedo para decir «es el
hombre que adivinó el día preciso en que el mar
volvería a su color». Otras personas te volverán
a llamar el loco y, como tú ya lo has contado,
empezarás a creerlo. Cállate, hombre. Y si no
lo puedes callar por más tiempo, escríbelo; escrí-
belo lentamente diciendo toda la verdad y lanza
tu secreto en una botella al mar. T u amigo Mar
será quien lo dará a conocer a los hombres si así
lo estima necesario.
69
X I V
70
Para las personas del puerto sin duda que con-
tinué siendo el mismo mariscador taciturno y
algo gruñón; pero en los abismos de mi ser el
dolor no callaba sus gritos. Me sentía como un
fantasma, el fantasma de un hombre que pudo
tenerlo todo y que ahora casi era como un men-
digo.
Y llegué a increparme con rabia: «Siquiera po-
días haberle pedido un par de perlas para com-
prarte una goleta.»
Entonces, tarde a tarde, desde el más alto acan-
tilado, rogué a Mar que regresara.
Le grité, grité mucho. Y hasta lo amenacé
con arrojarme al abismo si no lo hacía.
Este pensamiento fué poco a poco perdiendo
su tono de amenaza hacia Mar para convertirse
en una obsesión propia que significaba llevar con-
migo hacia la muerte algo que ya me era impo-
sible soportar.
Y me repetía sin descanso: «Por imbécil has
perdido un mundo. Ahora debes morir.»
Decidí, pues, matarme.
En un anochecer busqué el acantilado más al-
to, en cuyo fondo de erizadas y filudas rocas azo-
tadas por la marea ningún hombre al caer podía
quedar con vida, y me dispuse para arrojarme
a él.
71
Entonces, sentí que una mano se posaba con
suavidad en mi hombro.
Era don Emilio.
No me hizo ninguna pregunta ni ningún repro-
che. Solamente su brazo se tendió hacia un
gran barco que acababa de anclar en el puerto
y, con voz paternal, me dijo:
— Embárcate, hombre. Eres marinero de lar-
gas rutas y este puerto es una poza para ti.
Y juntos nos encaminamos hacia la casa de
contratación donde obtuve, con ayuda de su in-
fluencia, matrícula de fogonero a bordo.
72
X V
73
puedes callar más, escríbelo. Escríbelo lenta-
mente y lanza tu escrito en una botella al m a r . . . »
Comencé a leer cuanta hoja impresa llegó a
mis manos. Y después libros, muchos libros.
La gentil maestrita de un lejano puerto que tam-
poco quiero nombrar me dió, junto con su ter-
nura, lecciones de ortografía y redacción.
Y ahora, cuando mis cabellos están casi blan-
cos, mis bíceps en decadencia y el reumatismo
empieza a trepar por mis piernas, he terminado
de escribir parte de lo mucho que rebulle en mi
alma y lo entrego en custodia al fuerte vidrio
de una ventruda botella de whisky escocés.
Esta noche su tapón será lacrado y con las
primeras luces del alba, cuando salga mar aden-
tro en la que quizás va a ser mi última incursión
a las islas, la botella será arrojada por la borda
y flotará, flotará largamente sobre ese océano
que ha constituido toda mi existencia y, tam-
bién, todo mi tormento.
F I N
74