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Diana cazadora

Diana cazadora
Escrita en la guerra de 1900
Clímaco Soto Borda
Con el seudónimo Casimiro de la Barra

Prólogo de Carolina Sanín


edición y corrección
Ernesto Ainoza Enrech, Gloria Elena Bazán Barraza, Rocío Blázquez
Sánchez-Cabezudo, Tobías Duro López, Dinelda Desirée García González,
Ana Escudero Portal, Helena Gómez Azañón y Noelia Rodríguez Díaz

diseño
spr-msh.com

composición
Estudio Grafimarque S. L.

impresión y encuadernación
Safekat

© de «la hora de la guerra»: Carolina Sanín


© de la edición: Libros de la Ballena, 2015
Máster de Edición UAM: Taller de Libros
www.librosdelaballena.com
Servicio de Publicaciones de la Universidad Autónoma de Madrid
Campus de Cantoblanco
Einstein, 1 - 28049 Madrid

ISBN: 978-84-8344-461-0
Depósito legal:

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida


sin el permiso previo por escrito de los titulares de los derechos.

Impreso en España
La hora de la guerra
Carolina Sanín

Se dice que, por estar interrumpidas las líneas del telégra-


fo, el acuerdo de paz que puso fin a la Guerra de los Mil
Días, firmado en un barco frente a la costa de Panamá, se
conoció en todo el territorio colombiano con retraso. Las
órdenes de rendición se demoraban en llegar a las guerri-
llas, y el conflicto no tuvo un término preciso, sino que se
fue apagando, como un rumor, a lo largo de más de medio
año. No puede decirse qué día terminó la guerra y, durante
muchos que excedieron sus más de mil, los colombianos
siguieron viviendo en el destiempo del conflicto —en el
estado de excepción, que hacía que la muerte fuera acor-
dada—, imaginando la renovada cantidad de los caídos y
viviendo la ironía de que la firma de la paz no daba lugar
a la paz.
Se hace difícil referir de manera comprensible el avan-
ce del enfrentamiento que se enredó a través del territo-
rio colombiano entre 1899 y 1902 y se desbordó hacia los
países vecinos en batallas entre el ejército regular y un
ejército de guerrillas liberales. Sus finales en falso, sus
recomienzos y sus negociaciones fracasadas hacen de la

VII
Guerra de los Mil Días, que dejó más de cien mil muertos
y perdedor al Partido Liberal, un período especialmente
incontable. Pocas décadas después de que se confirmara
la noticia de la paz, la guerra civil resurgía en el largo en-
frentamiento entre conservadores y liberales que se ha
llamado el período de La Violencia y cuya resolución
—el acuerdo entre los dos partidos para turnarse en el Go-
bierno— dio a su vez origen a la guerra que sigue librán-
dose en Colombia. La Guerra de los Mil Días es la de los
Mil y Un Días, si vemos en ese uno suplementario, como
vio Borges en el del título de las Mil y una noches, el signo
de lo incompleto e infinito.
Tampoco mientras la guerra tenía lugar se conocía en
Bogotá verazmente su curso. Las noticias oficiales llega-
ban cuando ya la realidad había cambiado. Diariamente
circulaban por la capital recuentos falsos —«bolas»— so-
bre golpes de estado inminentes, nuevos vencedores y
nuevos muertos. La guerra era para los bogotanos una
amenaza compuesta de contradicciones. No solo era
cuanto no tenía lugar en la ciudad, sino que también
era aquello que la misma vida urbana, experimentada
como el tráfico del rumor, hacía invisible. En tanto que
en ella se decidía el porvenir de la república, la guerra
ausente y desconocida era, no obstante, el otro presente
de la ciudad, quizás el verdadero. En ese desdoblamiento
del tiempo se inscribe Diana cazadora. En la conscien-
cia con respecto a la ironía que la extemporaneidad de la
guerra impone sobre la vida urbana, la novela sintetiza
los acontecimientos inenarrables de la violencia nacional
en un drama citadino que ilumina las fronteras entre los
ámbitos público y doméstico.

VIII
Diana cazadora se publicó en 1915, dieciséis años después
del estallido de la guerra. La historia que narra tiene lugar
en Bogotá y coincide con el inicio de las batallas, que no se
libran en la ciudad. El texto comienza con una figuración
del tiempo que se desvía, como sucediera con aquellos
días sin cuenta que transcurrían entre los hechos y la con-
firmación de los hechos, y con los que luego se perderían
entre la firma de la paz y la pacificación:

Serían las seis y media cuando empezaron a sonar las seis


en los campanarios.
Por fin, a tirones, las campanas dan las seis y media.
Y empieza la agonía de un crepúsculo.

La hora pública —la oficial, la que suena, la que se


da— está media hora retrasada con respecto a la hora
verdadera. La hora conocida no podrá alcanzar nun-
ca la hora oculta, y el narrador está al tanto del desfase.
Aunque no conoce la hora que es (no dice que eran las
seis y media), la sospecha (serían las seis y media). Apa-
rentemente, en otro lugar suena la (media) hora futura de
Bogotá, que es su verdadera hora presente. Puede suponer
el lector que ese otro lugar —la fuente de la sospecha—
es la guerra, que define el momento por venir.
En Diana cazadora no se relata la guerra. Se habla de
ella indirectamente; se habla acerca de cómo se habla
de ella y se dice, justamente, que de ella no hay nada cierto
que decir:

Entraron al correo hablando de política. No había noticias


de la guerra que merecieran la pena. Todo el mundo estaba

IX
en expectativa. El periódico del Gobierno hacía equilibrios
sin saber qué decir.
Se hablaba en alta voz de la guerra, se chispeaba en
todas las formas, se emitían opiniones diversas hasta ha-
cer un cuerpo compacto […]. Todos opinaban que la cosa
estaba terminada: los revolucionarios eran cuatro gatos
[…]. Entraban otros dando la nota liberal. Según estos, la
revolución se encontraba triunfante.

La imagen de la guerra aparece también en el tiempo


paralelo del sueño:

Al rato soñaba con la guerra. El Gobierno, refugiado en él,


lo había hecho señor de los ejércitos y, después de la pacifi-
cación, en un caballo como la torre de la Catedral, entraba
victorioso a Bogotá.

O en una realidad paralela, abierta por el intercambio


fantasioso:

Ahora, hablando de otra cosa, ¿qué hay de la guerra?


—El mismo eterno son: bolas.
—Echa una: la más gorda.
—Quince mil flecheros por el llano.
—[…]. Suelta otra.
—Vienen para el Gobierno cinco mil gitanos de espin-
garda, sin contar las mujeres ni los niños.
—Voluntarios, naturalmente.
—Contratados en Murcia por el ministro de Colombia.

X
La desfasada coincidencia entre la hora real y desconoci-
da de la guerra y la hora atrasada y pública de la ciudad
en aparente paz se representa también a través de otros
desdoblamientos y repliegues. El argumento central de
la novela es una versión de la clásica fábula sobre dos
hermanos que gastan de distinta manera su heredad. En
Diana cazadora, Alejandro, el hermano pródigo, se au-
senta de Bogotá para viajar por Europa durante dos años,
mientras Fernando se queda, olvidándose de sí. Las dos
vidas son, sin embargo, una sola que se vive en dos lu-
gares, sobre un mismo sustento. Cuando Alejandro re-
gresa a Bogotá, se entera de la caída de Fernando, que,
por cuenta de un enamoramiento, se ha evadido de la
sociedad, ha perdido su fortuna y su fama y se precipita
hacia la muerte. Como él, Fernando ha estado ausente. La
trama inicia con un misterio: a su llegada, Alejandro se
extraña porque no oye hablar de su hermano, su doble,
a quien la vida urbana ha omitido después de que «súbi-
tamente se hizo pública su vida privada», al igual que la
incomunicación omite, en la ciudad, la acción pública de
la guerra.
La idea del personaje único que se representa desdo-
blado en los dos hermanos está ilustrada adicionalmente
por la intención de Alejandro de ponerse en el lugar del
caído, para salvarlo, pagando sus deudas y contándole que
él también conoció a una mujer peligrosa en Europa —ha-
ciendo suya la historia del otro—, y a través de los celos
que siente Fernando al imaginar que su hermano quiere
usurpar su lugar al lado de Diana.

XI
Volvamos sobre el inicio:

Por fin, a tirones, las campanas dan las seis y media.

Las campanas dan la hora justa «por fin». La dan, por


supuesto, cuando ya la media hora que dan no es la media
hora que es. La falacia del «por fin», que habría debido
dar la idea del cumplimiento de un anuncio, anticipa la
ironía que la novela desarrollará en adelante. El aparente-
mente caprichoso fin, el pliegue en el que la hora futura se
hace presente, se cumple en la figura del hombre que está
vivo pero ya ha muerto, aquel a quien le ha llegado su hora
pero sigue presente, permanentemente en su final.
A lo largo del texto se repite la escena improbable en
la que un personaje puede oír hablar de sí mismo como
de alguien ya pasado. Alejandro le pregunta a su ami-
go, Pelusa, si sabe quién es José Lasso, y resulta que José
Lasso es el verdadero nombre del mismo Pelusa. Fernan-
do lleva, en su abortado viaje hacia el extranjero, una car-
ta escrita por su hermano en la que se da cuenta de su
vida y su carácter. Hacia el final de la historia, espía por
la ventana de Diana y ve, adentro, a quienes han tomado
su lugar. Antes de su muerte, oye a su hermano decir:
«Fernando se muere», y a continuación pregunta: «¿Me
muero?». En una licorera, tras oír hablar confusamente
de la guerra, alguien dice: «Ese Acosta es un tramposo».
Alejandro se llena de curiosidad al oír su apellido y
descubre que se habla de su hermano, cuyo nombre ha
sido expuesto, junto con los de otros deudores morosos,
en unas «tarjetas de luto» puestas en un cuadro que era
«como un osario».

XII
El ejemplo más llamativo del pliegue temporal se en-
cuentra en los telegramas que supuestamente escribe y
envía Fernando mientras viaja a través de Colombia hacia
el extranjero, cuando en realidad se ha quedado en Bogotá
y ha encargado a otro de suplantarlo. El mismo Fernando
lee, en Bogotá, uno de estos telegramas que se envían en
su nombre y cuyo motivo momentáneamente ha olvida-
do. Quepa señalar que, cuando recibe el telegrama enviado
por él mismo, está dándole cuerda a un reloj; es decir, pro-
cura evitar que el reloj se atrase, o bien, remedia su retraso.

Salía dándole cuerda al reloj cuando un cartero le entregó


un telegrama, que abrió maquinalmente sin ver la direc-
ción.
Estaba fechado en Girardot, era para Alejandro y lo fir-
maba él mismo: Fernando Acosta.
—¿Qué será esto? ¿Si será que me he vuelto dos y el otro
anda por Girardot?

No solo el vivo puede oír, al espiar por las ventanas, al


ponerse al tanto de los rumores y al escuchar a hurtadillas
en los lugares públicos, lo que se dice de él —como si ya
estuviera muerto y fuera un fantasma—, también el muer-
to da noticias atrasadas de sí mismo: Alejandro recibe,
cuando Fernando ya ha muerto, otro de los telegramas re-
mitidos por el suplantador de su hermano, que dice: «Sigo
bien. Adiós». Tal reversibilidad del tiempo se compadece
con la economía de la guerra, ese presente desconocido
que hace que los muertos cuya noticia tarda sigan siendo
concebidos como vivos ausentes, y los sobrevivientes cuya
noticia aún no llega sean considerados muertos.

XIII
El doblez del tiempo de la guerra, que a lo largo de la
novela se ilustra en el desdoblamiento del personaje y su
división en uno que vive y otro que muere, se subraya
en la segunda oración del libro con el cambio del tiempo
verbal. En la primera oración se narra en pretérito. En la
segunda, el pretérito ya se ha hecho presente:

Serían las seis y media cuando empezaron a sonar las seis


en los campanarios.
Por fin, a tirones, las campanas dan las seis y media.

Las campanas de Bogotá dan la hora falsa «a tirones».


¿Por qué se dice que la dan a tirones? ¿Acaso no dan la
hora a tirones todas las campanas del mundo, en todos
los tiempos? La obviedad de la frase invita a detenerse en
la literalidad. A tirones suena la hora retrasada bogotana
(con ese sufijo aparentemente aumentativo, cuyo efecto
es diminutivo) mientras la hora real suena a tiros fuera de
Bogotá, en la guerra, en el país. Mientras suceden las miles
de muertes de la guerra, en Bogotá, «con su monotonía de
ciudad sin oxígeno», no hay más acontecimientos que los
de la historia trivial de un muchacho que sucumbe ante
la seducción y el abuso de una mujer. Esa historia es, sin
embargo, la misma que cuenta la guerra: la muerte de un
joven.
Causada por la pena y la enfermedad, la muerte de
Fernando se describe, de manera desconcertante, como
una muerte por desangramiento, como si hubiera sido
causada por un arma en combate. «Por la boca, semejante
a una puñalada, arrojaba olas de sangre llenas de burbu-
jas». En la estela de esa muerte, vuelven a tañer las cam-

XIV
panas que, dando un tiempo doble, sonaban «a tirones».
En esta ocasión, explícitamente, el sonido de la hora se
convierte en ruido de pólvora:

Los relojes de la Catedral dieron las once en una carcajada


larga. Del atrio del Capitolio se elevó un cohete que soltó en
la altura un alarido seco y se deshizo en llanto de fuego…
Después otro, y otro, y mil más. […]. El Gobierno celebraba
un triunfo de sus armas. Era una fiesta de la burocracia en
honor de las victorias de la muerte y su estruendo perturba-
ba a la misma muerte en su taller fúnebre, en el momento
de poner a un cadáver los últimos toques de sombra.

Como los soldados al ir a la guerra, Fernando ya está


muerto aunque siga vivo; ya está en su propio futuro y,
a la vez, ha quedado en el pasado. Cuando su hermano
se dispone a tratar de salvarlo, el narrador comenta que
«no comprendía que la labor [que emprendía] era la de
un desenterrador de cadáveres». Al describir a Fernando,
dice: «[…] echó a andar meciéndose con fuerza, en vaivén
horrible, como el cuerpo de un ahorcado suspendido de
una cuerda oculta»; en otro lugar, «[Fernando] dormía […]
como un herido agonizante en la mitad de una batalla»; y,
en otro, «parecía un muerto fugado de la tumba. Lleno de
pared, la cara gris, los ojos extraviados, perdidos en las ór-
bitas y vueltos hacia arriba». Ante el descubrimiento ini-
cial de que en Bogotá no se habla ya de su hermano («Las
personas que he visto se han propuesto no nombrarlo»),
Alejandro comenta que es «peor que si hubiera muerto».
No solo está muerto Fernando antes de estarlo. Tam-
bién lo está Alejandro, que, en el funeral de su hermano,

XV
al advertir que los honores fúnebres se han dirigido a él
mismo, dice: «Está claro: Fernando ha vivido un día des-
pués de muerto, y yo me acabo de morir. Soy un difunto
que vuelve de su entierro». A través de la historia de
los hermanos condenados, Diana cazadora comprende
que la guerra no solo produce la muerte sino que par-
te de la muerte. No sorprende que la novela, atenta a esa
circularidad, relegue el recuento de los acontecimientos
y urda su trama principalmente a través de caracteriza-
ciones.

Al leer, en las dos primeras oraciones, que son las seis o


las seis y media —las seis y las seis y media—, quizás lo
previsible, en atención a las convenciones literarias, sería
pensar que se comienza por la mañana. La tercera oración
desmiente el prejuicio:

Y empieza la agonía de un crepúsculo.

Diana cazadora se ocupa de crear una noche en la que


pueda imaginarse la guerra y ponerse en escena. Aplazada
con respecto al tiempo de la guerra, la ciudad incluirá el
otro tiempo de la guerra en su otro tiempo, en la noche.
La imagen de la guerra aparece en el tiempo desdoblado
del sueño, como se menciona más arriba, pero también en
el sueño alternativo de la fiesta, de la embriaguez del «bajo
mundo». Desplazada a la periferia de la historia al no po-
der ver la guerra, la capital acoge en la sombra aquello que
no ve. Y, en tanto que es irónicamente la capital, hace con
la guerra una alegoría irónica.

XVI
En la traducción urbana y nocturna de la Guerra de los
Mil Días, no se enfrentan los hermanos en una guerra ci-
vil: el enemigo de ambos bandos es otro, la mujer, que no
participa en las batallas diurnas. Diana, que destruirá el
vínculo entre los hermanos, viene de fuera de la ciudad,
como la guerra (viene precisamente del Tolima, la región
donde se libró buena parte de la Guerra de los Mil Días).
En Bogotá, es bautizada por unos militares. Siendo una
prostituta, es contradictoria —como corresponde al len-
guaje onírico— su identificación con la diosa virgen. Son
coherentes, en cambio, su identificación con una deidad
nocturna y su epíteto de cazadora. La mujer es la guerra
misma.
En la noche de la ciudad, los objetos se animan y ace-
chan. Tan pronto como cae el crepúsculo, aparecen los
«hombros de los templos» y la Catedral «con sus grandes
relojes como inmensos ojos de venado [y] sus grandes bo-
cas cerradas». Los ejércitos están representados por «re-
gimientos aéreos de insectos y mariposas negras», por un
«regimiento de botellas», un «frasco labrado de Chartreuse
amarillo, como un general vestido de parada», y «dos bo-
tellas grandes de champaña, majestuosas como el rey y
la reina del ajedrez, custodiadas por copas pequeñas que
parecían alfiles de vidrio». La actividad guerrera, que no
es productiva y es externa a la economía del trabajo, se
convierte, traducida a la noche urbana, en ociosidad vicio-
sa. Alejandro le dice a su hermano, víctima de la paródica
diosa nocturna: «No te digo que trabajes, porque de tus
mismos labios he oído que no puedes, ni sabes hacerlo».
Otro espacio urbano y nocturno a través del que se sig-
nifica la guerra es el teatro. (¿Se quiere decir con ello que

XVII
la guerra es teatral, o que es lo dramático? ¿Y cómo llamar
lo contrario de lo dramático?, ¿es lo factual?, ¿lo descrip-
tivo?). Un personaje le lee a su interlocutor una obra de su
autoría, y el otro le recomienda que mate al soldado que
ha creado. «Si te dedicas al drama, tienes que convertirte
en un matasiete». «No te afanes», responde el otro. «Lo
matarán en una batalla». El público que sale de una fun-
ción teatral se retrata desmembrado, como una multitud
de cabelleras, luego de narices, luego de bocas, de orejas y,
por último, de ojos. El teatro es también la metáfora ele-
gida para describir el funeral, que falsifica al muerto, que
crea un nuevo doble para el muerto y le atribuye «cosas
estupendas».
Los interiores de las casas, por su parte, son antidramá-
ticos. En los descritos con mayor detenimiento, el abarro-
tamiento genera una confusión extrema que transmite la
idea de que allí es imposible el drama, o, incluso, la repre-
sentación. Lo público parece haber violentado lo domésti-
co. Los interiores son vestigios, ruinas de escenas inimagi-
nables, quizás como pueblos asolados o como campos de
batalla. El cuarto de Diana, descrito como un desorden
de prendas abandonadas, ofrece una imagen de devasta-
ción y mutilación. La casa de Pelusa es a la vez museo y
muladar, una colección de fealdad y desvencijamiento que
incluye objetos de todos los lugares y todas las épocas: algo
así como una colección colombiana de expolios del mun-
do, de recuerdos ajenos y propios recolectados en guerra.
La metáfora más sutil de cuantas en la novela trazan
la relación entre la guerra y la ciudad es la de la deuda
de dinero, que es, por supuesto, una deuda de tiempo. En
un acto con una evidente carga simbólica, Alejandro, pre-

XVIII
ocupado por ayudar a Fernando a que recupere la vida
que está perdiendo, resuelve rescatar del empeño el reloj
de su hermano. Fernando no pagará jamás las deudas que
ha adquirido; las pagará, a su muerte, su doble. Mientras
vive en el presente, el deudor permanece en el pasado, en
el que se obligó. En la expectativa del acreedor, el deudor
pervive más allá de la muerte. La deuda hace que el deu-
dor no pueda alcanzarse a sí mismo, alcanzar su presente,
así como no alcanzarán la hora real las campanas atrasa-
das de Bogotá. Después de todo, la capital, lejana de toda
frontera y todo puerto, y donde no se libran batallas pero
desde donde se gobierna la guerra, le adeuda al país un
saldo impagable de sangre.

La vida diurna en la ciudad de Diana cazadora transcurre


entre el tráfico caótico y el coloquio de los hombres, que
señala en el tiempo un doblez adicional al que existe en-
tre la hora capitalina y la del país en guerra; es el que se
pliega entre la hora bogotana y la europea. En Bogotá, los
personajes leen Le Figaro con quién sabe cuántos días de
retraso. Se relata satíricamente que, en un diálogo susci-
tado por un encuentro callejero (que incluye el chiste ex-
celente de invitar al interlocutor a que se siente en plena
calle, ostentando una hospitalidad imposible), un perso-
naje ha forzado la familiaridad para nombrar personajes
extranjeros:

«¿Eres tú? —decía—; me parece mentira, un sueño. ¿Eres


tú? ¡No freguez!». Y nuevas caricias y preguntas. «¿Cómo
está Sara Bernal? ¿Todavía tan aniquilada? ¿Y qué te dijo

XIX
Anatole France? ¿Sigue jalándole a las novelas? ¿Y Zola to-
davía tan caliente con don Félix Faure?».
No me dejaba contestar su descarga de preguntas:
«Siéntate, ¿por qué no te sientas? —me decía en plena ca-
lle, y abrazándome de nuevo—: ¿Tú en Bogotá? Qué sa-
broso […]. Y dime: ¿Conociste a Dreyfus? […]. ¿Muy flaco?
Pobre Dreyfus y pobre la señora, tan simpática».

En algunos lugares ese doblez parece generar un males-


tar, una sensación de estar fuera de lugar, que se manifies-
ta a través del pretencioso afán por interpolar referencias
sin propósito aparente. Como sus personajes, el narrador
tiene un problema con la administración de su herencia,
que en su caso es la tradición literaria occidental. La an-
gustia que quizás genera en él el sentirse sustraído de un
tiempo europeo —que, como americano, concibe como su
propio pasado y su posible futuro— hace que su ironía
se desafine y se convierta, en demasiadas ocasiones, en
un humorismo destemplado. La propiedad del estilo y el
acierto en el uso del vernáculo contrastan con el recurso
a figuras inconsecuentes y superfluas. El narrador hace
menciones fuera de lugar, que no sirven para iluminar
(«Hecho un Pico de la Mirandola ahorcó los hábitos»), com-
pone juegos de palabras sin sentido ni significado, arro-
jando palabras supuestamente cultas («Gregoria dormía a
Manolo con historias inverosímiles o con el canto grego-
riano de su mísero repertorio», «Un platón lleno de man-
chas, un platón que en Grecia hubiera sufrido más de una
lavada»), y enuncia comparaciones vacuas, que no propo-
nen, en realidad, ninguna alegoría («Esos versos murieron
incinerados como los albigenses», «Hizo lo que Antonio el

XX
romano: se fue tras de una Cleopatra y dejó a Octavia en
una paz octaviana», «La madre los agasaja, les consiente
todo y le oculta las faltas al padre para que no se los coma
vivos como Polifemo a los compañeros de Ulises»).
En medio de esa carrera que el narrador emprende en
pos del tiempo perdido de una tradición inalcanzable,
la Bogotá que representa deja de ser una capital irónica
para empezar a parecer una capital ridícula. La novela, en-
tonces, no solo estudia cómo dar cuenta en la ciudad del
pathos de la guerra, sino que también da testimonio
del patetismo de cierta bogotanidad literaria que, por de-
más, garantiza el eterno desfase entre la hora local y la
hora local.

XXI
Nuestra edición

Diana cazadora es la única novela del autor bogotano


Clímaco Soto Borda (1870-1919) y fue escrita durante la
guerra civil colombiana llamada Guerra de los Mil Días
(1899-1902), aunque no sería publicada hasta 1915. El moti-
vo de este retraso es un misterio sobre el que se han hecho
diversas especulaciones. Es muy probable que se debiera
al temor a las represalias, puesto que la novela constituye
una ácida crítica al bando conservador, que acabó siendo el
vencedor de la guerra. Pero en la época corría también
el rumor de que el propio autor se negaba a divulgarla,
temeroso de defraudar las expectativas de sus fieles y nu-
merosos lectores.
Pese a que una vez publicada fue acogida con elogios,
Diana cazadora no se volvería a editar hasta 1942, veinti-
trés años después de la muerte del autor. Desde entonces
ha tenido, que conozcamos, otras cuatro ediciones. De to-
das ellas damos cuenta en la lista final de este apartado.
Esta edición, la séptima y la primera que se publica en
España, llega, por tanto, coincidiendo con el primer cente-
nario de la primera.

XXIII
Para la que se presenta hemos realizado el cotejo entre
la primera edición (y única hecha en vida del autor) y las
dos posteriores a las que hemos podido acceder (la segun-
da de 1942 y la cuarta de 1988). Debido a ello, se recuperan
aquí algunos elementos de los que parece que las sucesivas
ediciones prescindían, como el subtítulo de la obra («Escri-
ta en la guerra de 1900»), la dedicatoria que el autor dirige
a su amigo impresor David Salvado o algunas expresiones
a lo largo del texto que fueron «normalizadas» desde la
segunda edición (por ejemplo, el original «los pitos de las
ranas», que restituimos, pasó a ser «el croar de las ranas»).
Por otro lado, el cotejo nos ha permitido corregir algu-
nos errores que no estaban en la primera edición. Damos
como ejemplo claro esta frase del final del capítulo vi (pá-
gina 103), correcta en primera edición:

Entró precipitadamente, tiró un cajón del armario y tomó


un ridículo bolso de cuero negro, pendiente de una cadena
plateada que se envolvió en la muñeca, después de cer-
ciorarse de que había dentro diez billetes de a peso y uno
nuevo de a cinco duros.

Pero trastocada en la segunda (como puede verse en las


palabras que no están en cursiva en ninguno de los dos
párrafos):

Entró precipitadamente, tiró un cajón del armario y tomó


un ridículo bolso de cuero negro, pendiente de una cadena
plateada que se envolvió dentro diez billetes de a peso y
uno nuevo de a cinco en la muñeca, después de cerciorarse
de que había duros.

XXIV
Aparte de estos ligeros cambios, nuestra intervención
ha sido la mínima exigible en una edición que pretende
acercar al lector de hoy un texto de hace algo más de un
siglo: hemos hecho una actualización ortotipográfica si-
guiendo los criterios actuales de la Real Academia Espa-
ñola (acentos, uso de mayúsculas, cursivas, comillas, rayas
de diálogo...) y en contadas ocasiones, siempre que ello no
forzara un cambio excesivo en el modo de pronunciar la
palabra del lector en castellano, hemos actualizado la gra-
fía de los neologismos siguiendo las propuestas actuales
de la Real Academia Española. Esa es la razón por la que
optamos actualizar la ortografía de algunas palabras (por
ejemplo: cognac > coñac; landau > landó; kepi > quepí...)
y mantener otras con las grafías de su idioma de origen,
tal y como se reflejan en primera edición (smokings y no
un improbable en la época esmóquines; cocktails y no cóc-
teles...). En los casos en los que la primera edición oscila
entre la escritura en su forma original y la españolización,
lo modificamos acercándolo a la más próxima, con pre-
ferencia por la española si acaso se halla a una distancia
semejante de ambas (Chartreusse > Chartreuse; bacarrat
> bacará...).
Hemos renunciado a dar cuenta detallada, a pie de pá-
gina o en algún apéndice, de los abundantes americanis-
mos, modismos, juegos de palabras, dobles sentidos, colo-
quialismos, idiotismos de personajes, palabras inventadas,
comparaciones y metáforas, así como de las continuas re-
ferencias históricas y culturales que aparecen en la prosa
de Soto Borda. Una tarea de este tipo, que en cualquier
caso habría resultado ingente, desde nuestro punto de
vista, excede la labor de presentar a los lectores actuales

XXV
de nuestro país una obra todavía inédita para ellos. De
cualquier modo, y siempre con el deseo de hacer una pre-
sentación responsable de la obra, hemos buscado esas re-
ferencias e intentado entender el texto línea a línea (una
tarea nada sencilla y no siempre lograda). Por poner algún
ejemplo de decisiones que hemos tomado: hemos editado
una frase del capítulo i (página 10) del siguiente modo:

No se amostazaba porque San Cristóbal fuera el mismo


baño con sus lavanderas y sus artesanos, en vez de ser un
Spa o un San Sebastián llenos de cocotas y de parisienses.

Si transcribimos la palabra «Spa» con mayúscula (cosa


que no todas las ediciones consultadas hacen) es, tras ha-
ber averiguado que San Cristóbal es una casa de baños
bogotana de la época situada en una ribera en la que al-
ternaban los bañistas y las lavanderas, porque creemos
que el autor está refiriéndose a las ciudades de Spa y San
Sebastián, hacia las que los parisinos de alta clase viaja-
ban en la época, atraídos por sus baños, y a las que acu-
dían tras ellos las cocotas (cocottes, o prostitutas de lujo
en expresión francesa de entonces, cuya españolización
mantenemos).
Otro ejemplo, del mismo capítulo (página 10):

Al ver el río San Francisco, con sus cuatro lágrimas, le pare-


cía muy corriente… que llorara, y que no fuera el Sena. No
se ponía bravo porque la calle de las Véjares no sea la Rue
de la Paix; ni la del Serrucho, el Boulevard des Italiens; ni
el Pesebre Espina, el Gimnasio o los Bufos; ni el Fuerte de
San Mateo, el Moulin Rouge.

XXVI
Si escribimos en la frase «los Bufos», y no, como se
hace en la primera y distintas ediciones, «los Buffos» con
mayúscula y doble efe, es porque creemos que Clímaco
compara el pesebre Espina, una sala de teatro de títeres
bogotana de la época, con la famosa sala Théâtre des
Bouffes-Parisiens, donde se representaban óperas bufas y
operetas, además de con la sala de teatro Gymnase-Dra-
matique, hoy Théâtre du Gymnase Marie-Bell. Hemos
completado la españolización de este término (que el tex-
to apuntaba y usamos todavía para denominar el teatro
bufo), antes que por pasarlo al francés completamente, lo
que produciría una alteración en la sonoridad de la pala-
bra que, calculamos, esperaba el autor.
Siguiendo ese mismo criterio de mínima intervención
sobre los textos que consideramos más cercanos a la idea
con la que el autor concibió su obra, hemos mantenido
la españolización de nombres extranjeros habitual en la
época (Alfonso Daudet, en vez de Alphonse Daudet) y no
hemos buscado alternativa que hiciera más reconocible
nombres de dudosa transcripción, como el de, como se
dice literalmente en la primera edición y nosotros mante-
nemos, «la Cueva de Trafonio» (que no puede ser sino un
trasunto de la del personaje mitológico Trofonio, la trans-
cripción que generalmente se usa del griego Trophónios).
Por último, en nuestra edición hemos intentado clari-
ficar la maqueta en momentos en los que el autor utiliza
recursos estilísticos de difícil reflejo gráfico: por ejemplo
cuando el personaje Antonio Velarde se lanza, dentro de
un diálogo dinámico con el personaje Alejandro, a con-
tar un relato digresivo (páginas 66 y siguientes) o incluso
una obra de teatro que inventa sobre la marcha, con sus

XXVII
acotaciones y parlamentos de otros improvisados perso-
najes (páginas 115 y siguientes). Para ello hemos utiliza-
do, siguiendo el criterio habitual de Libros de la Ballena,
el menor número posible de recursos (tipográficos y de
composición) necesarios para reflejar las particularidades
del texto.
Todo proceso de edición se convierte también en una
forma de intensa lectura del libro. Creemos que uno de los
aciertos de nuestra edición se halla en el prólogo de Caro-
lina Sanín, la escritora colombiana a la que pedimos que
contextualizara la obra para acercarla al lector español. Su
interpretación nos ha descubierto la importancia de esa
guerra cuya extraña y algo irreal presencia en la novela no
acabábamos de entender, y nos ha hecho, de este modo,
disfrutar más de ella. Por eso y por la profesionalidad con
que ha trabajado en su texto para entregarlo en el plazo
tan ajustado que esta editorial pide siempre a los prolo-
guistas (por razones que tienen que ver más con el proceso
didáctico con que se llevan a cabo que con las necesidades
propias de la edición), queremos darle al tiempo las gracias
y la enhorabuena.

Ediciones de Diana cazadora

1. Bogotá, Imprenta Artística Comercial, 1915.


2. Bogotá, ABC, 1942.
3. Medellín, Bedout, 1971.
4. Bogotá, Villegas, 1988.
5. Bogotá, Panamericana, 2002.
6. Bogotá, Skla, 2008.

XXVIII
Diana cazadora
Dedica el autor, con seudónimo y todo, el presente
libro de Diana cazadora a David Salgado Gómez, su
amigo en el corazón y en el tiempo, escritor donoso
y su colega gentil en las letras alegres bajo el festivo
seudónimo del Doctor Capirote.
I

Serían las seis y media cuando empezaron a sonar las seis


en los campanarios.
Por fin, a tirones, las campanas dan las seis y media.
Y empieza la agonía de un crepúsculo.
Las últimas luces se van ahogando en un mar de som-
bras que lentamente se encarama sobre los edificios, se
mete por los balcones, se esparce en los cuartos, baña las
techumbres, trepa por las columnas, arropa los hombros
de los templos, escala las altas cúpulas, cuelga de sus agu-
jas un manto negro y se derrama por las llanuras del vacío
en creciente inundación. Después una orgía de oscurida-
des, el triunfo de la sombra.
Poco a poco las estrellas revientan en la altura como flo-
res de fuego, y poco a poco en la ciudad las primeras luces
artificiales van apareciendo tímidas, débiles, temblorosas.
Bajo la tupida tela de araña que forman los hilos tele-
fónicos, como perdido en un bosque, en medio del parque
de Bolívar, el Libertador, estático, meditabundo, viviendo
su vida de bronce, entregado a recuerdos gloriosos, arru-
ga la frente y abre los ojos en lo oscuro. Trata acaso de

5
descubrir a Mosquera tras de las columnas desnudas del
Capitolio, para invitarlo a que desciendan de sus irrisorios
pedestales, a que vayan luego a hacer bajar a Santander, y
a que los tres Libertadores, empuñando sus espadas ven-
gadoras, arrojen a los mercaderes del templo de la repú-
blica.
Sobre sus postes de metal, los faroles de gas, enfilados
en el atrio, agitan las lenguas de oro y lanzan en la noche
su canción alegre, la canción de la luz.
La Catedral hidrópica, un monstruo de piedra con sus
grandes relojes como inmensos ojos de venado, sus gran-
des bocas cerradas y sus formidables campanas que hace
gemir el viento, agujerea el espacio con sus torres amari-
llosas semejantes a dos brazos colosales que fueran a col-
garse de las nubes.
A sus pies, como una colonia de hormigas, bullen las gen-
tes que hacen el paseo tradicional del atrio. Caminan con
lentitud y a compás, desplegadas en grupos abiertos,
con la admirable disciplina que les da el hábito, sin tro-
pezar, sin confundirse, sin romper el grupo, llevando el
paso: parecen pequeñas baterías de soldados de plomo.
De un extremo a otro marchan y contramarchan ante los
pórticos de la Catedral y la Capilla del Sagrario, ante
las ventanas embebidas de la Curia y los balcones ilumi-
nados del Círculo del Comercio.
Suenan las pisadas con ruido de hojarasca y se despren-
de un rumor sordo, de catarata lejana, producido por las
infinitas pláticas que se cruzan, se chocan, se enlazan, se
atropellan, se confunden y levantan una algazara indesci-
frable, una feria de sonidos, de voces, de locuciones, de mo-
dismos, como si de pronto empezara a hablar el diccionario.

6
Hace un mes que Alejandro Acosta llegó de Europa,
donde permaneció dos años. Ha cambiado muy poco: algu-
nas canas más en el bigote, fuera de las que echó al aire en
París; le falta una muela que le sacaron en Londres y trae
un poco menos de dinero… que le sacaron en todas partes.
Por lo demás sigue siendo el mismo de siempre, con su ges-
to desdeñoso, sus modales distinguidos, los surcos que en
su semblante marcó el arado del fastidio, su andar tranqui-
lo y su traje correcto, serio y cómodo. Jamás le ha ocurrido,
aunque venga de muy lejos, convertirse en figurín ni abra-
zar la carrera del trapo. Enemigo de todas las tiranías, nun-
ca ha sido, por su gusto, esclavo de su majestad la moda.
No es ropólogo. Se viste porque no puede andar desnudo
como un rosbif, y compra ropa donde se halle, lo mismo en
Chía que en Nagasaki, pero no se encasqueta dedales en el
cráneo, ni cáscaras de avellana en los pies, ni somete a su
carne a las torturas de embutirla entre sacos de colorines
para quedar apretado como un salchichón.
Esa noche lleva hongo y sobretodo negros, guantes oscu-
ros, pantalón gris a rayas, botas de glasé y en la mano voltea
una caña cualquiera en vez de llevarla como un cirio y con
el puño para abajo. No ha podido dar razón si su levita es
de Poole o de Kriegck, ni quién le cortó el chaleco, ni en
cuántos francos más que el de Alfonso Martínez le salió el
sombrero. «No me acuerdo», responde a las constantes cues-
tiones que, como en un curso de indumentaria, le proponen
unos cuantos dandis que lo miden con la vista, le cogen las
faldas, le levantan los pies como a un caballo para examinar
el calzado, y que al ver su corrección, le dicen: «¡Hombre,
anda, múdate! ¡Qué corbata esa, qué botines! ¡No salgas así
a la calle!». Y otras veces: «¡Esa levita está mansa!».

7
Sin fijarse en nadie, y menos en los petimetres que lo
persiguen con la mirada indignados de verlo de tal traza,
se pasea con un sujeto alto, grueso, de cabellos castaños
cortados a cepillo, de vestido negro, sombrero tirolés y
bigotes minúsculos; un sujeto estrictamente afeitado, de
cara redonda, de movimientos bruscos y nerviosos, medio
chato, con una boca grande, amueblada con lujo, llena de
gesticulaciones y de sonrisas, y un par de anteojos expresi-
vos, inundados de luz y de vida; porque lo que en él vibra,
lo que tiene mayor expresión no son los ojos, que nadie ha
visto, sino las gafas, las gafas montadas en oro, brillantes
como dos pozos de fuego que copian la vida y se la hacen
ver como un carnaval.
Este sujeto es Antonio Velarde, íntimo de Alejandro
desde la infancia, un mozo pobre de recursos pero rico en
ingenio y lleno de amigos por su charla alegre, su talento
y su buen humor inalterable.
Como un clérigo la liturgia, se sabe de corrido el mun-
do con todas sus horrorosidades. Pero él, por lo mismo,
trata al mundo como a un niño travieso y se agita en él
como en un baile: festivo, jovial, encantado… Es probable
que viva mucho por dentro, pero por fuera resulta un ino-
centón de cuenta, un cándido de tomo y lomo, lo que le da
cierto prestigio entre los hombres y buenos éxitos en el
sexo contrario.
Todo le cae de nuevo. «Cuando Bonaparte…», dice al-
guno. «¿Bona qué? ¿Bonaparte? —contesta—, ¿quién es
ese? No lo conozco». «La Tierra, que gira alrededor del
Sol…», le oye decir a otro, y exclama estupefacto: «¿La Tie-
rra? ¿Dices que la Tierra gira alrededor del Sol? No lo sa-
bía; ¡te agradezco la noticia!».

8
Amante de los buenos versos, saca versos buenos cuan-
do se ofrece; artista y crítico, pesa y vale, pero como es
sujeto del género escurridizo no se compromete ni como
poeta, ni como literato, ni como nada, casi ni como indi-
viduo. Prefiere ser un átomo, un habitante de Bogotá y
extramuros, calle A, número Z.
Con Alejandro gasta, por excepción, mucha confianza;
toda la que oculta con los demás: se quieren mucho, y un
contacto de largos años los ha identificado en ideas de toda
suerte, en tendencias, en costumbres y hasta en lenguaje.
Los dos amigos se pasean y sostienen en voz baja un
diálogo vivo que parece un fuego de artificio. La conversa-
ción rueda sobre Fernando, hermano menor de Alejandro.
Este apenas se acuerda de sus dos años de París; le sería
igual haber estado en Usme o en la luna. No habla de su
viaje sino al rascarse las picaduras de las manos para mal-
decir el mosquito del Magdalena.
Un mes de Bogotá lo tenía bogotanizado de nuevo, he-
cho a la vida bogotana con todos sus defectos, con todas
sus ventajas, con sus placeres fugitivos y su monotonía de
ciudad sin oxígeno.
A los veinte días de llegar estallaba la guerra. Le pareció
el hecho más natural, como si reventara un tumor, cosa
que se había tardado después de los numerosos y eficaces
madurativos ensayados por los Gobiernos durante quince
años. Al Gobierno actual le tocaban el dolor, la supuración,
las mechas, las malas noches y los afanes; a los restaurado-
res les tocaría venir, caso de hacerlo, a curar la herida y a
desinfectarlo todo. ¡Magnífico! ¡Admirable!
Sin hacerse ilusiones, como buen hombre de mundo, sa-
bía recibir con calma lo que da la tierra, sabía asimilarse los

9
alimentos. Aplaudía a los Del Diestro, a Esperanza y a la Qui-
ñones, sin comparar a aquellos con los Coquelín ni a estas
con Sarah ni con Eleonora Duse. No se amostazaba porque
San Cristóbal fuera el mismo baño con sus lavanderas y sus
artesanos, en vez de ser un Spa o un San Sebastián llenos de
cocotas y de parisienses. Daba gracias a Dios de no tenerse
que hacer el inglés, como le sucedió en Liverpool y como les
sucede a muchos naturales que regresan trabados, tartajosos,
con patatús en la lengua, y que andan a trancos cumplien-
do citas imaginarias, olorosos a jabón Windsor y a humo de
Londres…, de Londres comprados en cualquier cigarrería.
Al ver el río San Francisco, con sus cuatro lágrimas,
le parecía muy corriente… que llorara, y que no fuera el
Sena. No se ponía bravo porque la calle de las Véjares no
sea la Rue de la Paix; ni la del Serrucho, el Boulevard des
Italiens; ni el pesebre Espina, el Gimnasio o los Bufos; ni
el Fuerte de San Mateo, el Moulin Rouge.
¿Por qué habían de ser la plaza de Maderas la plaza
de la Estrella; el Cucubo, el Café Inglés; Patio Cubierto, el
Trocadero, y Los Laches, Maxims? ¿Por qué?
Es probable que se hubiera aterrado, creyéndose loco,
si se encuentra con el Arco del Triunfo en la Pila Chiquita;
en la calle o muladar Los Cachos, el Boulevard de
Strasbourg; la explanada de los Inválidos en el Llano de
la Mosca; la columna Vendôme en vez del mutilado Padre
Quevedo, y la Tour Eiffel en el Puente de los Micos… Esa
no sería Bogotá, su Bogotá más querida mientras más po-
bre y triste fuera, como se quiere a la madre aunque sea
una vieja sin dientes, llena de canas y sin una peseta.
Raizal puro, abrazaba con efusión a sus amigos, encan-
tado de que le hablaran en bogotano, y no llamaba los chi-

10
charrones cuir de porc rassuré, ni la chicha liqueur jaune,
ni la mazamorra puré gris, ni el tiple petit contrebasse, ni
el torbellino la danse du ventre.
Se hubiera quedado frío si encuentra a Monsieur
Loubet en el trono de Monsieur Saint Clement, a Mon-
sieur Zola en el buró del periodista Monsieur Zuleta, o en
los juzgados de San Francisco agitándose l’affaire Dreyfus
y a unos cuantos nacionalistas en lugar de Estherazy, Paty
du Clam o el suicida Henry resucitado…
Sabía admirar, en cambio, «nuestros progresos»: el gas
hasta las nueve, las mordazas a la prensa, las emisiones
como cucharadas: cada media hora, el sediento acueduc-
to, la mantilla, la ruana, la gallera, los toros, la filosofía de
Balmes, el campaneo a toda hora, las comunidades extranje-
ras, la viruela, el tifo, la policía secreta, el chisme en grande
escala, el púlpito político, los sermones, los buenos ejemplos,
las muertes repentinas, el cadalso, la contratorragia, cuanto
nos lleva a paso de cangrejo a la sima de la civilización.
Velarde y Alejandro fumaban cigarrillos, parándose a
ratos para raspar fósforos, cuyos reflejos cobrizos les ilu-
minaban el rostro.
Alejandro refería sus desazones, la inquietud en que lo
tenía Fernando. Lo había dejado muy bien, casi curado de
sus viejos males, hermoso, en el riñón de la buena socie-
dad, formando planes del todo realizables para asegurarse
un nombre y un porvenir brillante, el corazón henchido
de ilusiones, el cerebro nutriéndose, lleno de ambiciones
legítimas, de honradas aspiraciones, con amor al trabajo,
encarrilado, dueño de una fortuna, querido, envidiado,
consentido, en fin, en una situación que tienen pocos y
en vía de ser más, mucho más. Deja un muchacho en tan

11
flamantes condiciones y encuentra una ruina, un escom-
bro moral, físico, social, intelectual y pecuniario.
—¡Está perdido! —decía con amargura—, su cuerpo se
aniquiló, su salud va muy mal: ¡qué voz! Como un clari-
nete roto; qué noches pasa; qué sudor aquel de empapar
las sábanas; qué dolores en el pecho; qué fatiga; qué ojos
como dos tumbas; qué tos, qué aliento…, ¡qué todo! ¡Es un
cadáver! De ribete, lleno de alcohol, porque estoy seguro
que bebe como un puente…
—No me consta.
—No. No te consta, ni a mí tampoco, pero tiene to-
dos los signos: la nariz, las manos, el color, las pupilas, el
aire, todo él. ¡Cosa atroz! Además, se ha vuelto desmemo-
riado, torpe, ¿no te parece?
—Yo lo veo poco. El otro día estuvimos conversando y
no me pareció tanto así, apenas un poco atembado, como
cogiendo moscas, y con unos amigos..., ¡señor!, que pare-
cen salidos de la Central. A Fernando le va a pasar lo que a
Zenardo, que le perdieron las malas compañías…
—Esa es otra. Dejó sus relaciones, que eran más o me-
nos las mías, no tiene una amistad decente, se metió de
cabeza entre la canalla y mucho será si no está encanalla-
do ya como cualquier truchimán. Él se cuida muy bien de
presentárseme con esos perdularios, pero yo lo veo, lo veo
y no puedo hacer nada.
—No te desesperes: tal vez has llegado a tiempo.
—Ojalá; pero lo creo ya perdido. Hay una cosa que me
mortifica mucho. Las personas que he visto se han pro-
puesto no nombrarlo. Peor que si se hubiera muerto; y
algunos ante quienes he dicho su nombre de un modo
incidental evaden tratar el punto, me miran con cierta lás-

12
tima, como si se tratara de un elefanciaco, de un asesino,
de un… ¡Pero no! ¡Ladrón no! ¿Ladrón un hermano mío?
¡Un hijo de mis padres! ¡Ah…!, le pegaría un balazo. Pero
aquí hay algo raro, un misterio…
Velarde lo miraba con anteojos asombrados.
—No pienses en eso —le dijo—. No freguez, hombre,
¡carachas!, como dice Pelusa.
—¡Qué te parece! Hasta Pelusa, hasta ese animal, ese
fundillón de Pelusa anda en las mismas con respecto a
Fernando. Ayer iba yo tan tranquilo por la calle 13, cuando
sentí que me abrazaban por detrás, como si se me hubiera
prendido un perro.
—¿Era Pelusa?
—Pelusa, el mismo Pelusa de siempre, el mismo zapato
viejo, con su cuerpo de esquimal, su levitón sucio, su cubi-
letazo brillante y grasiento como una cacerola, sus botas
sonreídas…
—Y sus bigotes de mandarín —interrumpió Velarde—, y
la frentaza como una plazuela, y aquellos ojos quietos, mu-
dos, ojos de silencio, y la bocaza siempre muerta de risa,
risa de truhán dormido, con sus cuatro dientes enormes y
ahumados, como fémures viejos por entre una fosa abierta.
¡Claro! Pelusa, Pelusa con todas sus pelusas y señales. ¿Y
qué te dijo, qué te hizo? ¡Cómo sería aquello! Qué escena:
un recién desenfardelado, casi un conde, caído de repente
entre los brazos de un Pelusa. ¡Admirable! Cuenta eso.
—Me cogió, me miró, me quería comer, por poco me
besa. Se iba volviendo loco: me habló en francés, en in-
glés, en ruso, en sánscrito, en caldeo, en todos los idiomas
vivos, muertos, heridos y prisioneros, hasta en el de los pá-
jaros. Tal vez se imaginó el pobre que me había vuelto un

13
profesor de idiomas, un portero suizo, o que venía de
Babilonia.
—¿Encantado contigo?
—Encantado, como el monje alemán con el pajarito. Se
hacía para atrás, me miraba y vuelta con los abrazos. «¿Eres
tú?», decía; «me parece mentira, un sueño. ¿Eres tú? ¡No
freguez!». Y nuevas caricias y preguntas. «¿Cómo está Sara
Bernal? ¿Todavía tan aniquilada? ¿Y qué te dijo Anatole
France? ¿Sigue jalándole a las novelas? ¿Y Zola todavía tan
caliente con don Félix Faure?». No me dejaba contestar su
descarga de preguntas: «Siéntate, ¿por qué no te sientas?»,
me decía en plena calle, y abrazándome de nuevo: «¿Tú
en Bogotá? Qué sabroso; ¡no freguez! Te fui a ver…, pero
nada, no te encontré. ¡Qué lástima! Y dime: ¿Conociste a
Dreyfus? ¡Por supuesto! ¿Muy flaco? Pobre Dreyfus y po-
bre la señora, tan simpática, y la tenían fregada, esos piscos.
¡Cómo parrandearías con Cátulo Mendez, que es un alzao!
No freguez, hombre». Me tenía sancochado.
—¿Y tú qué hacías?
—¿Yo? ¡Qué iba a hacer! La gente se estaba agrupando
ya. Por fin logré calmarlo un poco y lo invité a tomar algo.
En el camino me contó una cosa que no le entendí,
una aventura con una señora, una vieja que lo lavó en un
baile, no me acuerdo bien. Entramos al Casino, y ¿sabes lo
que quería tomar?
—¿Huevos chimbos?
—No: ¡turrones! ¡Qué opinas! Se tuvo que contentar
con agua fresca y sándwiches.
—¿Y qué hubo?
—Que no me habló una palabra de Fernando. Al fin se
lo nombré yo. Entonces se levantó, puso una cara melan-

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cólica, lastimosa, y como si hablara una momia, con una
voz triste, compasiva, me dijo poniéndome la mano en el
hombro: «¡Pobre Fernando! ¡No freguez!». Y se marchó
dejándome perplejo.
—¡Y qué importa! ¿Tú te fijas en Pelusa? ¿Qué hay en eso?
—Hay mucho. Los demás pueden haber abandonado
a mi hermano por enfermo, porque lo ven sin un cuarto,
después de que ayudaron a comérselo, porque ya no brilla,
en fin, por tantas cosas. Pero este mentecato…, ¿por qué?
Hay más: los otros no me dicen nada; este me ha dicho
mucho, muchísimo. Esas cuatro palabras encierran un
mundo, un enigma que yo descifro o me reviento. Pelusa
es el eco, el destilador de la sociedad.
—Pero si es un pobrecito, un alma de cántaro.
—Pues entre ese cántaro tiene que estar cuanto Bogotá
ha acumulado sobre Fernando, como acumula un albañal
las inmundicias de un barrio.
—La imagen es común; podrías haberla excusado.
—No le hace. La cuestión es que tú eres mi mejor ami-
go, y que, no habiendo quién me cuente lo que hay, tú tie-
nes que hacerlo, tienes que referírmelo todo, todo íntegro
y con claridad: pan, pan; vino, vino.
—¿Lo quieres, lo exiges absolutamente?
—Sí, lo quiero y lo exijo. Estoy a oscuras. Imagínate
que ni Fernando me volvió a escribir ni he sabido de él
en más de un año, a pesar de que aquí los entrometidos,
y sobre todo las entrometidas se dan como la malva, cir-
cunstancia agravante en este caso.
—Sea, pues; te contaré las cosas, a mi modo, natural-
mente, y empeño, además, mi palabra de ponerme a tu
servicio en esta emergencia.

15
—¡Gracias! Lo esperaba; venga esa mano.
—Choca…, y empiezo. ¿A cómo estamos hoy?
—No sé. A… cualquier cosa.
—Bueno. ¿Y qué día es?
—Sábado, me parece.
—Corriente. Ahora sí. Era un sábado. «Era un día como
este», que dijo el general Mallarino en un artículo a Mos-
quera, un artículo muy bueno, aunque muy largo y muy
peludo. Fernando comía con varios amigos, y después del
champaña, los pousse-cafés, cigarros y demás, sonó la me-
dianoche, esto es, los cogió el día siguiente sin saber qué
hacerse, ni en dónde desfogar su chispa. Discutían, discu-
tían, cuando uno de los invitados, o más bien, el invitador,
un joven Canal o Canalejas, algo así, sacó una tarjeta…
—Dime —interrumpió Alejandro—, ahora que hablas
de tarjetas, sácame de esta curiosidad: ¿quién es José Lasso?
—¿José Lasso? No tengo la menor idea. ¿Por qué?
—Porque entre los saludos que he recibido hay una
tarjeta de ese señor, y no he logrado dar quién pueda ser.
Yo recuerdo que en la historia de Bogotá figura un don
Rafael Lasso de la Vega, que me parece fue obispo; he oído
nombrar a la célebre familia Lasso y tengo muy presentes
a los locos Lassos, probablemente de la misma cepa: Pedro
y Rafael. Este era muy gracioso. Se bañaba de noche en la
alberca de la Tuerta Chepa y gritaba: «Venid, venid a na-
dar en estos cantábricos mares». Se estuvo una noche ínte-
gra en la puerta de casa diciendo: «Que pasen las horas, y
las horas, y las horas…», hasta que amaneció. De esos doy
cuenta, pero imposible saber quién sea José Lasso.
—¿Este no es de la Vega?
—No. Ni de Titopaipí.

16
—Entonces es algún ministro diplomático; pero tam-
poco: lo diría la tarjeta. ¿No será alguno que tú conociste
en Europa, o algún agente viajero, o el príncipe de Gales
de incógnito? Sabe Dios qué personajón resulta don José
Lasso; suena muy bien. Hay que averiguar eso.
—Ojalá. Me daría mucha pena no corresponder su visi-
ta, puedo encontrarlo en la calle y no lo conozco. De segu-
ro es persona de distinción. Continúa, ahora sí.
—Sacó, pues, el joven Canalejas la tarjeta que decía…
¡Diablo! ¡Nos cayó teja!
Alejandro volvió a mirar. De La Botella de Oro salía, ilu-
minado por el gas de la puerta, bajo un cubilete descomu-
nal, un hombrecillo grueso, paturro, que botaba su sombra
sobre las losas y arrastraba los pies como dos reptiles. Era
Pelusa.
—Ahora no sigas —alcanzó a decir Alejandro—. Maña-
na sin falta te espero.
—Seré un inglés.
Pelusa se acercaba como un gato cansado, echando
humo por todas partes.
—¿Qué tal, Pelusa, cómo vamos?
—¿Qué hay, Pelusilla, chato Pelusa? —dijo Velarde pe-
gándole con el bastón en las pantorrillas.
—¡No freguez, hombre!
—Sí freguez. Dinos una cosa, sácanos aquí de un apurón.
—Lo que quieran.
—Alejandro necesita saber quién es un sujeto, y como
tú conoces a todo bicho, nos vas a decir quién es…
—¿Paty du Clam?
—¡Qué Paty du Clam ni qué niño muerto! Se trata de
saber quién es un señor José Lasso.

17
—¿José Lasso? ¡Qué bestias! José Lasso soy yo, para ser-
virles. ¡Eh!, ¡he!, ¡he!
Los dos amigos dieron un salto atrás, como si hubieran
visto una culebra, y señalándolo con el dedo:
—¿Tú? ¿Tú José Lasso? Eso no puede ser.
—¡Cómo que no puede ser! Si ese es mi nombre; ¿qué
tiene de particular? ¡Qué carachas!
—Pero si tú eres Pelusa y nada más.
—Bueno, soy Pelusa, no lo niego, pero soy también José
Lasso, hijo de mi papá y de mi mamá, como el todo mundo.
—¿Todo el mundo hijo de tu papá y tu mamá? —decía
Velarde ahogado por la risa—. ¡Acabáramos! ¿Tú eres de
la Vega?
—¡No faltaba más! Soy de aquí, puro bogotano: soy
José Lasso, y Pelusa es mi seudónimo.
—¡Qué seudónimo! —decía Alejandro—: tú eres Pelusa
y basta.
—Sí, señor —exclamaba Velarde—: Pelusa eres y en
pelusa te convertirás. Memento homo, etcétera.
—¡No freguez, hombre!
Trabajo les costó convencerse de que aquel pobre dia-
blo tuviera un nombre y un apellido; no podían convenir
en que se llamara de otro modo que Pelusa. Alejandro se
despidió y haciendo una pirueta se metió al Círculo. Pasaba
un tranvía como un pájaro azul; Velarde lo cogió de dos
saltos:
—Adiós, Pelusilla, o como te llames —dijo—; y se que-
dó Pelusa alelado, con la boca abierta y los ojos en el vacío.
Pensaba en que tal vez José Lasso no existía ni había
existido nunca, y en que él no era otra cosa que Pelusa, el
Pelusa de toda la vida…

18
II

Efectivamente, Pelusa era José Lasso y José Lasso era


Pelusa; solo que este había matado al otro hacía muchos
años. La existencia de José Lasso fue conocida de los anti-
guos: las modernas generaciones no le supieron otro nom-
bre que el de Pelusa.
Tampoco había objeto en que se llamara de otro modo.
Nadie lo habría conocido, como si fuera el mikado de in-
cógnito o un sujeto caído de Saturno.
Con ese nombre figuraba en las invitaciones de entie-
rros, únicas que recibía; con ese nombre estaba inscrito
en las listas de jurados, en el directorio y en las oficinas de
correos y telégrafos. Los chicos y las criadas le decían don
Pelusa, las gentes de etiqueta señor Pelusa y los extranje-
ros Mister Pélusa. Los unos tomaban esa palabra por un
nombre propio, los otros por un apellido, y él estaba acos-
tumbrado a llevarla encima desde niño como si fuera un
perro. «¡Pelusa!», le gritaban, y volvía a mirar.
Una noche lo arrancó la policía con otros de un baile
muy elegante; al pedir su nombre en la inspección nadie
pudo saber cómo se llamaba. Él dio en voz baja el suyo

19
auténtico al inspector, y cuando en un diario apareció la
lista de los capturados, sus mismos compañeros se asom-
braban de que Pelusa no hubiera caído en la colada.
José Lasso estaba destinado por ley inescrutable a llevar
para siempre sobre su humanidad ese apodo que le venía
como un guante. Es seguro que en las oficinas celestiales
su libreta y su folio en el mayor llevarán aquel nombre; en
su tumba iba a quedar esa palabra entre una cruz y una
cifra, y pasando los años acabaría por figurar lo mismo en
el martirologio: «San Pelusa, virgen y mártir».
De la pila salió José, luego fue Pepe y en el colegio lo
llamaban Pepelazo y después Pelazo. Un profesor de lógi-
ca, que vio esa cara vellosa como una fruta vieja, le quitó
el Pelazo y lo dejó Pelusa. Y Pelusa se quedó para siempre
jamás.
En cuatro años de trabajos forzados que pasó en el se-
minario aprendió cosas importantísimas: que el mundo
había sido hecho, con hombres y todo, en seis días, como
unos botines; que a la primera mujer le encantaban las
manzanas; que el hombre había empezado por ser de ba-
rro —pero le callaron que seguía siéndolo—, y otras mu-
chas cosas que lo dejaron científicamente enterado acerca
del principio fundamental de la vida. Apenas conoció la
suma y la resta, le enseñaron a leer muy mal, a escribir
peor, pero en cambio ayudaba a misa correctamente. La
multiplicación ni la entendió ni la practicó nunca, por fal-
ta de socio, y en cuanto a la división no pudo aprender-
la aunque mucho lo deseaba por aquello de dividir para
reinar.
Supo también que Noé «se las amarraba», lo que le pro-
ducía mucha risa; que Josué paraba el sol como un reloj;

20
que Moisés sacaba agua de los cerros como el señor
Jimeno; que los israelitas comían maná, una cosa que él
se figuraba como maní; que la mujer de Putifar era una
condenada y José un zoquete que no quería hacerle caso;
que David era un fregao que tiraba piedra divinamente y
tocaba casi como el Chato Melo; que Salomón tenía sete-
cientas mujeres, lo cual debía costarle un gran trabajo, so-
bre todo los viernes, días de mercado; que en Egipto había
siete plagas insoportables, no como ahora, tan sabroso que
hay chicharrones.
Y algo del Nuevo Testamento, del cual vivía averiguan-
do en qué notaría estaba protocolizado, que la Magdalena
fue terrible en sus mocedades, que San Pedro era un chi-
lletas y Judas un policía secreto. Luego otras cosas muy
útiles como decir tambor en latín y despedirse en inglés.
Hecho un Pico de la Mirandola ahorcó los hábitos, por-
que no había nacido para arzobispo, y se lanzó al mundo
de las ciencias, las artes, la política, la literatura y la diplo-
macia. Se la pasaba en las redacciones de los periódicos
discutiendo, opinando, emborronando papel, averiguán-
dolo todo, metido como un piojo entre las máquinas, los
canjes y las cajas, y por la tarde, lleno de tinta, salía carga-
do de caricaturas, recortes, retratos, catálogos, láminas y
folletos interesantísimos.
Al Congreso iba a dormir en las tribunas, narcotizado
con los discursos. Lo desvelaban a veces los campanilla-
zos, las peroratas enérgicas, los aplausos, los puñetazos
en los pupitres, pero generalmente dormía bien. Una
tarde lo dejaron encerrado en la Cámara; a medianoche
se despertó y fueron tales sus alaridos que el presidente
de la República tuvo en San Carlos un ataque nervioso,

21
temiendo una conjuración. Decía el aterrado mandatario
que aquello era lo que llamaban vox populi, cosa nunca
oída por él. Cuando sacaron a Pelusa estaba casi mudo y
parecía un muerto desenterrado.
En la Biblioteca Nacional se estaba días enteros hojean-
do pergaminos que tuvieran pinturas, y al Museo le pa-
saba revista todos los sábados sin falta. Contaba los dien-
tes de la calavera del virrey Solís, se metía en la cama de
Bolívar, se probaba la armadura de Quesada, olía el florero
de don José Llorente y un zapato de la última virreina,
registraba las colecciones numismáticas, frotaba los pies
en los enormes cueros de culebra, sonreía con los fetos
enfrascados y dialogaba con las momias indígenas.
Iba a todo lo gratis: a los entierros elegantes; a las sa-
lidas y entradas de tropa, saludando a la bandera como a
una señora; a misa de nueve a la Catedral, donde caía en
éxtasis bajo las voces humanas del órgano; a ver la parti-
da y llegada de los trenes, escalofriado ante el monstruo
de cabeza negra que echa humo y pasa gritando: «¡Quí-
tense!». En las obras veía alelado pasar ladrillos de mano
en mano y meter a gritos las enormes vigas; en los jura-
dos ponía cara de reo; acompañaba el viático de los mo-
ribundos, cogiendo, cuando alcanzaba, uno de los faroles
y metiéndose hasta el lecho del enfermo, aunque fuera su
mayor enemigo y tuviera la peste bubónica; en las sere-
natas andaba rondando y, cliente seguro de las retretas,
atisbaba por detrás de los músicos los títulos de las piezas,
y permanecía hasta el fin, borracho de sonidos, abrien-
do tamaña oreja, como el estrombón. Era el vago más ac-
tivo de Bogotá, un vago cuya ociosidad inquieta nunca le
dejó tiempo para ocuparse en nada.

22
Alguna vez lo convidaron a un baile. Después de vestirse
con inauditos trabajos, de brincar como un potro cuando le
echaron la casaca, de quedar sordo con los guantes, después
de mil afanes se estuvo toda la noche junto a la orquesta
maravillado viéndole mover las manos al del violón.
Nadie, ni él mismo, conocía su edad. Tenía arrugas,
joroba y canas desde niño, y desde entonces le faltaban
los colmillos que hubieran podido arrojar alguna luz. Sus
aficiones y sus costumbres fueron siempre iguales. Aje-
no al placer y al dolor, sin pasado ni porvenir, con una san-
gre que más bien era sangría, aquel hombrecillo de ner-
vios flácidos resultaba una especie de pelele, cuyo motor
fuera un espíritu prófugo del limbo.
Pelusa era un hombre público. El público y él se servían
mutuamente: aquel ponía los espectáculos y este desem-
peñaba en ellos papeles importantes. Circos, hipódromos
y teatros eran su elemento; de un modo o de otro resultaba
en ellos moviéndose tan holgado como en su cama. En los
ensayos se le veía mariposear por las decoraciones, entrete-
lado, agitándose como los falderillos de las actrices, olfa-
teando, oyendo, mirándolo todo con curiosidad nunca sa-
ciada, explorando aquel mundo del oropel y de la farsa, tan
triste, tan sombrío a la luz meridiana, tan deslumbrador,
tan hermoso en medio de la noche, con sus constelaciones
de mujeres y sus raudales de músicas y de perfumes. En
las funciones se le veía siempre en primera fila, dando
aletazos con ambas manos, todo ojos, todo oídos, y abierta
la inmensa boca como la concha del apuntador.
Una noche un prestidigitador preguntó cuál de los es-
pectadores quería ser hipnotizado. «¡Pelusa!», gritaron de
la cazuela; en el patio algunos secundaron el grito, luego

23
otros y otros, y ese nombre empezó a volar por el teatro
como una verdadera lluvia de pelusa. «¡Que suba, que
pase Pelusa! ¡Pelusa! ¡Pelusa!». No supo este lo que le suce-
día, una fuerza misteriosa lo impulsaba, y cuando menos
pensó había subido por sus propios pies. El badulaque del
cubiletero, como si lo conociera, resolvió hacer con él su
agosto. Lo examinó un momento, lo sacudió, le levantó
los párpados, y volviéndolo al público como un muñeco:
«¡Señores —dijo—, este caballero venía ya hipnotizado!».
Un silencio glacial castigó la truhanada del farsante, y el
pobre Pelusa bajó casi llorando.
En desagravio algunos amigos se lo llevaron a cenar,
y como a las pocas copas se presentara en el mismo co-
medor el de los cubiletes, Velarde, que estaba indignado
por primera vez en su vida, le hizo una décima como un
puercoespín y se la mandó a su mesa. El prestidigitador se
levantó colérico y a las primeras de cambio Velarde le sen-
tó un cachete que lo dejó como en misa. «¡Una trompada
matroz…!», decía Pelusa contando el cuento.
Sus amigos vengaban a Pelusa, y hacían bien. Él no era
sino para ellos; se desvivía por servirles, los acompaña-
ba en sus tribulaciones como un perro cariñoso, sin una
gota de hiel, sin un pensamiento ofensivo. Un ser manso
y bonachón que daba lo único que tenía: cariño, cariño y
lealtad, metales cuyas minas se agotaron. Eran un alma de
nieve y un corazón de almíbar en una taza de barro. ¡Oh, si
la humanidad fuera toda de Pelusas, como los duraznos, se
podría hacer dulce con ella! Es cierto que no se progresa-
ría mucho, pero en cambio, habría paz en la tierra…

24
Una vez Pelusa tuvo amores.
Antonio Velarde, que se lo gozaba mucho, tenía una
enemiga, una niña añeja, un jamón violeta de la estirpe
solterona, inflada de orgullo y con más pulgas que la man-
ta de un soldado. Riñeron. Parece que Antonio, después
de unos chicoleos, hizo lo que Antonio el romano: se fue
tras de una Cleopatra y dejó a Octavia en una paz octavia-
na. Vino entonces una guerra de escaramuzas: ella con la
lengua y él con el cerebro. Después de una silva como una
corona de espinas, Velarde apeló a Pelusa. Lo sugestionó
con arte admirable, le enredó en sus sueños a aquella mu-
jer, y por las tardes, después de cepillarlo, de instruirlo, de
meterle un cigarro en la boca, se lo hucheaba a la jamona
y se ponía en acecho, como Mefistófeles, para coger «al
pie de la vaca» los progresos de aquel Fausto tan infausto.
—Es muy zumbada —decía Pelusa—, pero ya se deja
saludar…
—¿Y tú la saludas, pues?
—Naturalmente. Y si no…, ¡qué chiste!
—Bueno, así está bien. La cosa es entrarle recio. ¡Cons-
tancia, Pelusilla, constancia! No se tomó Zamora en una
hora.
—Lo malo es que cuando bajo, mira para arriba, y cuan-
do subo, mira para abajo.
—Entonces ya está impresionada. La vas a dejar de to-
das cuatro.
—¡No freguez, hombre! Pero qué te parece: ayer se en-
tró cuando pasaba, y tan bestia que iba rompiendo el bal-
cón de lo duro que lo cerró. Fue una cosa matroz.
—No es nada, el viento…
—¿Y por qué se entró?

25
—Alguna diligencia urgente. Ya sabes: seré tu padrino.
—¿Y yo con qué me caso?
—Eso no viene al caso.
La verdad es que la dama estaba mordiendo el anzuelo;
imperceptiblemente, pero lo mordía: con buena hambre
no hay pan duro. Empezó por entrarse y acabó por salir-
se, por salirse hasta la cintura para ver cruzar a Pelusa, el
que, por su parte, había sacado a luz la levita de pontificar
y echaba de su lomo escama.
Juzgó Velarde llegada la hora del trueno gordo y destor-
ció el lazo. Pelusa fue convencido de que aquella mujer no
le convenía, de que él podía picar más alto, de que le ha-
cía caso por sus cuatro reales. Se tocaba el bolsillo en que
por casualidad había precisamente cuatro reales, y excla-
maba indignado:
—De veras, ¡qué avaricia! Ya me lo imaginaba. ¿Con-
que sí? ¡No faltaba más! Mis cuatro reales… ¡Y quién la ve!
Qué tal si no me avisas con tiempo… ¡Carachas!
—¡Te arruina, te arruina sin remedio!
Quedó resuelto que debía acabar todo. Antonio dictó y
Pelusa escribió, en letra patoja, sobre un papel de pajaritos
perfumado con agua de Florida, una carta lacónica, triste,
llena de lirismo, en que el novio renunciaba a su felicidad
por haberse convencido de que no era ella una mujer que
lo comprendía. Le deseaba un hombre digno de su virtud,
de su belleza y de sus años, y cerraba con esta melancólica
despedida: «Adiós para siempre…, tu Pelusa».
Sin esa peripecia es probable que hubiera florecido en
Colombia la dinastía de los Pelusas.
La noticia se derramó con estrépito entre repiques de
carcajadas. La muchacha desdeñada cayó a la cama con

26
cólera, a Velarde le iba costando un duelo la gracia y
Pelusa estuvo escondido dos días. El domingo siguiente
se publicaba en La Mujer un soneto que hicieron Pelusa y
Velarde en colaboración. Pelusa puso lo más importante:
la tinta, el papel y la firma, y Velarde lo que faltaba:

réquiem

Lasciate ogni speranza…


Dante

Musa de mis cantares, Musa altiva


de alas de fuego y vaporoso manto,
sultana del Amor, diosa del Canto,
reina de luz, fantástica y lasciva:

vuela a mi hermosa en su dolor cautiva;


calme tu arpa su mortal quebranto,
y en tu ánfora de oro vierta el llanto
la que el vinagre de mi ausencia liba.

Deja un instante, en medio a los placeres,


el Chipre hirviente, el dulce Siracusa,
y músicas y danzas y mujeres.

Viste el cilicio cual David, ¡oh Musa!,


y entona gemebundos misereres
por las benditas ánimas…
pelusa

27
A falta de ensayos, circos, carreras, museos, Congreso, pe-
riódicos y amoríos, Pelusa degollaba el tiempo en las ven-
dutas.
Allí pasaba las horas adormecido con la charla papa-
gayesca de los pregoneros, urracas humanas que iban
sacando una a una infinidad de baratijas: libros viejos y
rotos, trastos aniquilados, útiles inútiles, fierros mohosos,
instrumentos afónicos y pinturas tocadas de anemia.
Por las manos de aquellos tribunos del bajo comercio
pasaban sucesivamente, con todos los sistemas de filoso-
fía, con la historia de todos los siglos y de todos los pue-
blos, botines llenos de lama, poesías en un grito, clarinetes
asmáticos, drogas ya inofensivas, acordeones silenciosos,
relojes calvos, anteojos ciegos, violines neuróticos, armas
cogidas sin un tiro, máquinas que se quedaron de una pie-
za, sierras de dientes postizos, retratos de ilustres deslus-
trados, muebles inválidos, sombras de cuadros antiguos:
Torres disfrazados de Vásquez, Vázquez disfrazados de
Murillos, Murillos hechos Riberas, Cristos que parecían
Lázaros, pecadoras que parecían vírgenes y vírgenes que
parecían Cristos.
Entre aquel barullo, aturdido con los lamentos de un
organillo acatarrado, entre aquella feria, entre aquel mun-
do de manos levantadas, de ojos hambrientos, de lenguas
secas y bocas todas gestos, sudando la gota gruesa, molido,
lleno de pared, se estaba Pelusa en un rincón, como un
santo viejo en su nicho, sacando la cabeza casi asfixiado,
siguiendo atentamente el curso de las pujas y pujando a
veces a causa de los apretones.
Acabada la fiesta, llevándose cuando mucho un libro
rematado por un real, el libro más extravagante, estúpido

28
y barato de la partida, todo magullado se marchaba a su
casa, feliz con la adquisición.

Pelusa era un verdadero rentista. Vivía con una tía, doña


Petrona Lasso, una vieja rechoncha y pulcra, a quien lla-
maba tía Tona, en una casucha de propiedad de la buena
señora por arriba del Camarín del Carmen. Tía Tona ha-
cía tabacos, unos palotes verdosos muy afamados en los
contornos. Con esa renta, con la de dos cuartos alquila-
dos para guardar muebles y una tienda de la casa alqui-
lada a un zapatero remendón, subvenía a las necesidades
del hogar, a los pequeños antojos de Pelusa y a los gastos
urgentes…, que no ocasionaba ella en su vestido, pues las
eternas mantilla y saya eran como una segunda piel verde
que jamás hubo que mudar. Los pañuelos negros para la
cabeza y los guasintones del puente de San Francisco va-
lían muy poca cosa, y en cuanto al cigarro, que no soltaba
un momento, no tenía sino que alargar el brazo, sin gastar
siquiera fósforos porque encendía uno en otro.
Aquel hogar era un pedacito de la vieja Santafé con sus
costumbres límpidas, su ambiente purificado por la virtud
y su olor de santidad. El perfume de las azucenas, las pa-
payas y los narcisos de la sala, mezclado con los efluvios
acres del tabaco en rama, el olor a jalea de guayaba que
exhalaba la cocina y el aroma que botaban los azahares
del naranjo del patio, ascendía llevándose en sus alas las
oraciones de tía Tona, que rezaba por la suerte de Pelusa y
por las ánimas del purgatorio.
No turbaban aquella quietud, aquel silencio de templo
vacío, sino el cancán de las moscas, los martillazos del

29
zapatero, el frufrú de las hojas de tabaco y las canciones
de la mirla blanca prisionera en su jaula de cañabrava, una
mirla que cantaba como la Turconi y que era mirada con
religioso respeto por la gata Rorra, manchada como un
jaguar, ya muy vieja y que en sus mocedades daba docenas
de gatitos que Pelusa se echaba al bolsillo todo fruncido.
La noche que Antonio Velarde y Alejandro dejaron a
Pelusa en el atrio de la Catedral, entró al antiguo Genil
por un real de turrones; como no los había cruzó para San
Carlos y se fue a conseguirlos en El Neva.
Se detenía por instantes a contemplar las agencias mor-
tuorias que abundan en esa calle.
Allí estaba como un trasgo, como un geniecillo de
la noche ante aquellos diminutos panteones abiertos a la
sombra y a la meditación.
Una leyenda muy antigua habla de una caverna pavo-
rosa, la Cueva de Trafonio, adonde los que entraban no
volvían a reír; y cuenta una crónica moderna de una se-
ñora forastera que al pasar cierta noche por una agencia
mortuoria, aterrorizada de hallarse ante un cementerio,
rodó como herida de rayo y murió luego.
Pero Pelusa, hecho al espectáculo, ni dejó su eterna
sonrisa, ni cayó muerto. Veía mecerse al viento las largas
cortinas de cretona que dejaban descubiertos los ataúdes
negros, con sus molduras doradas como chorros de fuego
sobre bloques de azabache. Veía agitarse la lámpara cuyos
reflejos tembladores lamían las filas de urnas funerarias.
Reía ante los cajones de agujetero y de papaya con sus
puntas brillantes y sus chapas de cobre, esos amplios y
ricos palacios de ébano y de oro adonde van los poderosos,
esos alcázares mágicos que se regalan a los gusanos para

30
que tengan un recinto digno de sus regios festines. Y se-
guía sonriendo ante los otros, los ataúdes baratos, chozas
estrechas y miserables, de cuatro tablas sin brillo que se
rajan entre la tierra, donde los cadáveres de los humildes
viven apretados y sin aire, y donde los gusanos de los po-
bres padecen hambre, y se mueren de flacos, y beben las
últimas lágrimas de los muertos, y los moja la lluvia que
filtra el invierno entre los sepulcros abandonados…
Contemplaba los altos candeleros de madera bañados
por el lloro de los cirios, y las andas cuyos filos lastiman
los hombros y las manos de los dolientes en las ceremo-
nias funerales.
Aspiraba el olor de barniz y de cera que vertían las bo-
cas abiertas de aquellas tiendas silenciosas, donde parecía
que los muertos fueran a saltar de sus cajas como en Jeru-
salén a la muerte de Cristo.
Dejaba salir su risa acordándose de haber oído contar
que en París hay un Café de la Muerte, donde los criados son
esqueletos, los manteles mortajas, y donde beben vino como
sangre, los parisienses calaveras, en cráneos tallados, como
lo hacía el rey Albuino en la calavera del rey Comundo.
Y su risa seguía saliendo al recordar lo que le pasó a
un amigo suyo en el mismo París, en el Café del Cielo. Los
criados son ángeles y las cocotas que van son serafines.
Aquel joven tomaba café en la gloria cuando pasó un án-
gel con unas copas, y como se pegase en una de las alas tan
fuertemente que por poco tienen un ángel caído, soltó este
un vizcaíno redondo que hizo estremecer a las once mil
vírgenes de las alegres mesas. Era un ángel español, un
angelote barbudo, indigno de Murillo, con unas alazas que
no lo dejaban caminar, como al albatros de Baudelaire.

31
—¿Y usted qué hace aquí? —le preguntó el america-
no—. ¿Por qué no levanta el vuelo con esas alas?
Y el aspirante a querubín contestó levantando las alas
tristemente:
—¿Aquí…? ¡Yo aquí de ánjel con jota grande!
Compadecido todavía de aquel bienaventurado com-
pró Pelusa en El Neva sus turrones, caminó muchas cua-
dras y después de coger de la ventana la llave como un
trabuco, se metió a su casa y luego a su cuarto, que era el
del zaguán, soñando con los huevos del gallo.
La primera cerilla se le descabezó, la segunda iluminó
su cueva y quedó como Aladino en medio de sus tesoros
admirables.
A la cabecera de su cama de estudiante, cubierta con
una colcha de retazos, entre un marco de hojas y flores, un
San José descotado, con cara de talabartero, chato, belfo,
motilón, de manos pálidas, divinamente dibujadas, y en
ellas un Niño Dios turgente y rosado, con una cabeza de
oro primorosa, de ojos torcidos y chato como su segun-
do padre. Sobre un taburete de cuero, convertido en mesa
de noche, La risa, muy grave, esparrancada, como espe-
rando un amante… de las letras, y al lado una palmatoria
verde tragándose un cabo de vela carmelita de pulgas.
Una mesa con traje de hule servía de lavabo, y allí una
peinilla de cuerno con cuatro raigones, un jabón que
provocaba enjabonar, una jarra desorejada y sedienta,
una toalla que tuvo motas y un platón lleno de manchas,
un platón que en Grecia hubiera sufrido más de una la-
vada.
Como nacido en el muro, con su muestra amarillosa
que parecía el ojo de un gato, se veía un reloj paralítico,

32
trancado en la una y que por nada del mundo podía dar
la otra.
La exposición de Bellas Artes extendía por los muros de
la madriguera todos los tonos, semitonos y desvanecidos
de la gama: cartones y arabescos, mosaicos y jeroglíficos,
pintura religiosa, pintura militar, pintura de género, natu-
raleza muerta, paisajes y marinas, perfiles y caricaturas,
todo grotesco, todo confundido, todo disfrazado, todo en
pepitoria inverosímil.
Era aquello una especie de maelstrom del arte, don-
de se estuvieran ahogando todas las escuelas, desde la
primitiva de los egipcios hasta las aguas fuertes de
Felicien Robs, para caer tristemente en los clisés yanquis
de celuloide que engalanan el moderno periodismo.
De ser Pelusa un potentado, de haber comprendido cómo
las paletas y los pinceles han traído revuelta a la humani-
dad, es seguro que dando pábulo a sus aficiones pictóricas,
guiado por su iconomanía incorregible, no hubiera vacilado
en reunir en su galería todos los procedimientos, todas las
inspiraciones: Zeuxis y Apeles con el apogeo griego, Roma
con Pacavius, el arte etrusco, el simbolismo artístico, el pe-
ríodo bizantino, el Renacimiento con Fra Angélico, la escue-
la florentina con Da Vinci y Miguel Ángel, la romana con
Rafael, la lombarda con Correggio y la veneciana con los
compañeros del Tiziano. Hubiera recogido todo el arte que
como una lluvia de luz derramaron por el resto de Europa
Zurbarán, Murillo, Rubens, Van Dyck, Rembrandt…, y lue-
go esos mares de genio que vierten en el mundo los ta-
lleres de nuestros contemporáneos. Pero ni sospechaba la
existencia de aquello, ni de imaginársela hubiera tratado
de adquirirlo: era pobre como un padre franciscano.

33
En cambio, todos los retratos de los hombres del
día cuya fama dura un sol, muchos de los cuales necesitan
morirse para vivir unas horas, esos que aparecen en las
cajetas de cigarrillos y en los diarios, encontraban allí un
refugio compasivo, se salvaban del naufragio del olvido
figurando en la pinacoteca de Pelusa. Allí mandatarios,
legisladores, periodistas, poetas, oradores, guerreros, pre-
lados, artistas, cómicos, toreros y creaciones de la fantasía.
Un almanaque de pared, en hacinamiento espantable
de mitras y cayados, exhibía todos los pontífices máximos
y mínimos, un cuadro donde había más papas que en un
piquete; y a un lado y otro, reformados con tinta por la
mano de Pelusa, retratos de Chateaubriand y Frascuelo,
Bayardo y la Loca Benita, Núñez y Simbad el Marino, don
Vicente Montero y Pío IX de quepí, Gambetta con un
ojo prestado a Castelar, Weyler y el Tío Sam, McKinley y
Sancho Panza, Zola fumándose una culebra, y Dreyfus
dormido, despierto, sin comer, comiendo, desnudo, en cu-
clillas y de cabeza.
Las lagunas iban llenadas con anuncios de casas ex-
tranjeras y nacionales, con profusión de tarjetas mortuo-
rias y con programas de ópera, volatines, zarzuela, drama,
carreras y toros. Se dirían esquinas íntegras trasladadas
allí. Por último, en la sección de caricaturas brillaban el
humorismo francés, inglés, alemán y español haciendo
fuerte contraste con nuestra enfermiza caricatura, esa risa
dolorosa de los colombianos que aún se ríen…
Pelusa no fue nunca un avaro del saber. Así que su
biblioteca se veía regada por el suelo. Se caminaba en
su habitación por sobre pasto intelectual tan maduro
como jugoso, del cual se desprendían, inundándolo todo,

34
penetrantes vapores de sabiduría humana, capaces de ma-
rear a cualquier estólido y envolverlo en olas de luz. Aquel
bibliomaníaco empedernido cogía los libros, les arranca-
ba las láminas donde las había y, llenos aún con la leche
amarga de la ciencia, los tiraba por el suelo palpitantes, a
riesgo de que todas aquellas ideas, escapadas por la ven-
tana, fueran a producir un desquiciamiento como sucedió
con la obra de los enciclopedistas…
Su libro de recortes, o Tijeretario, estaba siempre abier-
to sobre la única silla del aposento, como un misal en un
facistol. Agachado sobre él oficiaba Pelusa, sumo sacerdo-
te de aquella sacristía del templo de Minerva. Brillaban
en aquellas páginas, pegados con engrudo, sin faltar uno
solo, todos los cables que aparecían en los periódicos, lec-
tura predilecta de Pelusa, que le permitía recorrer íntegra
la tierra; las cotizaciones de las bolsas de todo el mundo,
epigramas verdes, azules y negros, comunicados como as-
cuas, charadas y logogrifos, necrologías y edictos, malos
pensamientos y versos, millares de versos bañados en lá-
grimas que parecían un bosque de sauces llorones…
Luego algunas tesis trascendentales, con su cortejo eter-
no de dedicatorias: «A mi tío X, que fue mi segundo padre.
A mi padre, que fue mi segundo tío. A mi abuela. A mi
prima carnal. A mi suegra carnívora. A mi tía, que fue
mi segunda suegra. A mi jurado de calificación, como
prueba de valor. A mi presidente de tesis. A mis presuntos
hijos, a la cocinera, al perro y a la gata». Dos muy impor-
tantes para optar al bachillerato: «Alejandro VI como vini-
cultor» y «Torquemada como cocinero»; y entre las de me-
dicina muchas de capital interés: «Contribución al estudio
de la amputación de la cabeza, por el sistema del doctor

35
Guillotin, operación que suele ser mortal»; «Las manchas
de familia y su tratamiento por el oro»; «Extirpación de la
caspa por medio del garrote»; «Infartaciones de las amíg-
dalas a causa de la horca»; «Extinción de los ratones por
medio del gato»; «Daños que causa la adulación en la es-
pina dorsal»; «El sistema del paratufo y los hombres de
aliento» y «Extinción de las tiranías por medio de las cáp-
sulas del doctor Remington».
Descartado todo esto, más una polémica rural entre las
dos ramas de los Macharaviayas de Firavitoba, Las mil y
una noches hechas mil y un pedazos, La lira sin una cuer-
da, La risa llorando a mares y El Pleito de Bledonia íntegro,
el resto pertenecía a la clase de papel que vale lo que pesa.
Como un nevado majestuoso por entre una capa blan-
quecina de hojas sueltas, periódicos y folletos, sacaba su
cumbre un baúl de vaqueta negra, sanctasanctórum de
Pelusa, el arca misteriosa que encerraba sus secretos. Al
lado había una percha con ropa vieja, antediluviana, más
vieja que su dueño, y debajo, como un regimiento de
ranas, una fila de zapatos decrépitos, verdosos y muertos
de risa.
Entre las cuatro paredes de aquella ermita humilde y
quieta, bajo las caricias de su tía, envuelto en rezos, bien
comido, sin otras funciones que las orgánicas y las teatra-
les, entre sus papeles y sus cobijas, parado como su reloj
en medio de las corrientes del tiempo y de la vida, Pelusa
era feliz.
Su existencia corría como la onda de un remanso, sin
dar en los rompientes de la ambición, sin enturbiarse con
el barro de las pasiones. Las intrigas, los odios, las vengan-
zas, se cruzaban sobre él sin tocarlo, sin filtrarle una gota

36
de veneno. Veía colmadas sus dos altas aspiraciones: ir a
los espectáculos y tener amigos, sin sospechar que eso de
amistad es una palabra hueca y frágil como una cáscara
de huevo. Lo importante era tutear y ser tuteado, cosa sen-
cillísima: millares de camaradas sin un ingrato, porque ya
se sabe que la ingratitud es hija del beneficio, y el triste de
Pelusa, que no sudaba oro como el otro, ni podía repartir
honores y comida, era la impotencia misma, la impotencia
de pantalones remendados y saco verde.
En Bogotá vivía como el reptil en el agua, como la mos-
ca en el aire. Su misma insignificancia lo hacía pasar en-
tre los hombres sin ser visto. Era como aquellas pesetas
peladas que valen poco pero que nadie deja de echarse al
bolsillo.
Aquella noche refrescó opíparamente, se acostó tem-
prano y entre bostezos silenciosos y largos alcanzó a leer
un chiste de La risa y un boletín ministerial. Al rato so-
ñaba con la guerra. El Gobierno, refugiado en él, lo había
hecho señor de los ejércitos, y después de la pacificación,
en un caballo como la torre de la Catedral, entraba victo-
rioso a Bogotá. Los gobiernistas lo proclamaban su jefe,
le erigían una estatua de merengues sobre un pedestal de
billetes y le pagaban su trabajo con un Tequendama
de chocolate…

37
III

No era fácil saber si Alejandro tenía o no padecimientos


reales. Solo se revelaba en él un hastío evidente.
Después de una juventud borrascosa, una vida llena
de agitaciones, de botar muchos miles de pesos, se había
escondido en una hacienda largo tiempo; luego hizo un
viaje y, cansado de todo, volvió a Bogotá, donde vivía en-
tregado a la lectura y al póquer. Con una posición brillan-
te, una educación esmerada y dueño de buena fortuna, era
muy solicitado de la sociedad, pero él huía de ella como de
una mujer que se amó y se olvidó…
Se salía de los teatros al terminar el primer acto, lo mis-
mo en Bogotá que en París; nunca fue a los toros; en las
carreras se aburría; lo fatigaban el barullo, los gritos,
los caballeros andantes, el campanilleo y las mujeres en
sus coches inabordables. En una batalla de flores se deses-
peró: la encontró una escaramuza sin trascendencia. Solo
en las funciones de maroma se estaba un largo rato; los
porrazos del clown le parecían interesantes, sugestivos.
Cada hombre, según él, no es otra cosa que un payaso que
cae setenta y siete veces al día.

39
A los clubes entraba derecho al póquer, sin fijarse en
nada ni en nadie; en los entierros se quedaba cerca del
coro para no perder una gota de la música sagrada, que
le parecía tan admirable como una parte de la pintura re-
ligiosa, lo único del catolicismo, y a los matrimonios se
excusaba siempre, pero enviaba su regalo «para pagar el
honor», decía.
Desde muy joven fue lo mismo. Cuando era invitado
a un baile, si estaba en ánimo de echarse el frac, llega-
ba, pasaba un vistazo, bebía una o dos copas, oía cortar
tres o cuatro mortajas y se salía. Abominaba de ciertas
cosas de las fiestas galantes: las grandes coquetas, esos pa-
vos reales sin dos ideas en la cabeza; las nubes de lechu-
guinos impertinentes y estúpidos que bailan como peon-
zas, muchos con su aire innoble que los hace confundir
con los criados; esos políticos enemigos que se hablan por
política; aquellas muchachas pintadas al óleo y con las es-
paldas sucias; esos batallones de matronas con sus largas
colas y su aire dormilón como los canónigos en la reseña;
esos personajes recién nacidos en el mundo de la banca,
que debieran estar en el banco… de los acusados; esas glo-
rias rurales de tantos congresistas; ese barajamiento de la
aristocracia con los palurdos; esas gentes infladas de bille-
tes, que van a recibir el bautismo de seda; esos sanchopan-
zas en traje de hidalgos; aquella burguesía ennoblecida…,
aquel maremágnum... le ponían nervioso. A veces bailaba
una cuadrilla con alguna amiga de su gusto, le oía encanta-
do cuatro tijeretazos o algún trozo de crónica suavemente
escandalosa, y a la calle.
De noche solía pasearse solo por la ciudad, buscando
las cuadras más sombrías. No faltó quien dijera que estaba

40
loco; algunos, los del eterno «quién es ella», sostenían que
andaba en terribles empresas pasionales, y otros lo tenían
por un conspirador formidable. Lo cierto era que dormía
poco, que pensaba mucho, que vivía para sí y que mira-
ba lo demás con glacial desdén.
Por épocas, como despertando de un sueño, le tomaba
cariño al movimiento mundano. Hacía visitas, circula-
ba entre los hombres y, metido por las noches en un co-
medor reservado, mataba el tiempo con algunos amigos
en charla alegre, bebiendo a pequeños sorbos numerosas
copas de coñac y consumiendo paquetes y paquetes de
cigarrillos. Después, volvía a su ensimismamiento de car-
tujo suelto.
En las grandes crisis de la república hacía política. De
resto no la trataba sino con los ojos, por medio de los
diarios que leía en la sobremesa del almuerzo. Era hom-
bre influyente en el liberalismo activo. Había dado sumas
fuertes al directorio, solicitadas dizque para comprar ar-
mas, y desengañado, descontento de la molicie política y
de los coqueteos lastimosos con los Gobiernos, había for-
mado resueltamente con los partidarios del camino más
recto, la guerra, y gozaba entre ellos de merecida conside-
ración.
La fibra más sensible de su corazón era Fernando, pero
rehuía hablar de su hermano, a quien tenía como un te-
soro, ante los infinitos aduladores de ambos. «Hablar de
Fernando con ciertos sujetos —decía— es como darles
champaña a los animales: ni les gusta ni se aprovecha». A
su vuelta lo dejó atónito el silencio de las gentes, el vacío
que encontraba alrededor del pobre muchacho, y aquella
indiferencia helada de la sociedad lo hacía sumergirse en

41
profundas cavilaciones sin dejarlo pensar ni en la política,
esa otra cuerda medio vibrante de su espíritu impasible.

En una época estuvo Fernando muy dado al mundo. Buen


mozo, bien puesto y botando dinero, era un retoño de ele-
gante, un cachaco en embrión. Estaba en lo que aquí se
llamó la Edad Media, la edad en que el niño bota pluma y
cambia de voz, cuando los últimos juguetes son reempla-
zados por sombreros de copa, varitas y relojes; cuando el
humo de los primeros cigarrillos empieza a impregnar los
pulmones y el humo de la fatuidad el cerebro; cuando el
primer trago se mezcla con la última leche materna y
el primer beso, comprado en la calle, emponzoña y desflo-
ra el capullo de los labios vírgenes.
Seguido de una tropa de parásitos que le roían la car-
tera, infatuado con el lustre de su nombre, su dinero, su
figura y la posición de su hermano, abejeaba en los cen-
tros públicos haciendo a distancia el donjuán irresistible,
y mirando a todos de arriba para abajo. Era un cupido fle-
chador, pero un cupido de las calles. Aquel muchacho que
se movía con desparpajo entre los hombres huía con te-
rror de los salones, y cuando las grandes fiestas sociales lo
arrastraban al alto mundo, la cortedad de su genio lo man-
tenía a respetuosa distancia de las mujeres, a las que con-
sideraba como seres fabulosos, como deidades intangibles.
Tenía un aire de niño mimado insoportable, cierta mira-
da insolente y unos chalecos de nutria matadores. En la in-
timidad resultaba tolerante y sencillo, con cierta sencillez
de bebé. Poco tiempo después condenó los chalecos, se de-
sarrolló en él un buen sentido natural, su mirada brilló en

42
la tierra, quedó reemplazado su gesto de niño fatuo por un
deje melancólico que lo hacía interesante, un aire de dulce
tristeza, y abandonó del todo la sociedad de los salones.
Súbitamente se hizo pública su vida privada. Por mu-
chos días fue el plato que servían los cocineros de la cróni-
ca escandalosa. La historia íntima de su pasión por Diana
se refería con los más pequeños detalles, como vista por
microscopio.
Aquella mujer se llamaba Adriana, Adriana Montero.
Era tolimense, de genio alegre, avispada y con puntas de
literata. Su literatura, extraída de las poesías de los perió-
dicos y los almanaques, de un tomo de La comedia huma-
na, de Balzac, El conde de Montecristo y toda la biblioteca
demi-monde, hervía como el mosto en su cerebro y desti-
laba ideas extravagantes sobre un corazón frío y ambicio-
so, hecho ex profeso en los talleres del vicio y del cálculo.
Sabía rasguear el tiple, cantaba bambucos tristes de tierra
caliente con voz de hombre y bailaba un baile parecido al
de los osos de los gitanos.
Vino a Bogotá no se sabe bien de qué punto, como
tampoco quiénes la echaron al mundo ni con qué objeto.
Trajo la historia de su vida, milagros y peripecias forjadas
con maestría. Era una odisea curiosa. Comenzaba como
un cuento de Arcadia; luego venía Lamartine con algunas
noches de luna, ilusiones, esperanzas, fuentes, flores y pá-
jaros, en un hogar incógnito del que nunca pudo decir si
fue la criada o la señora. Enseguida escenas románticas
de Romeo y Julieta, en las que era la Julieta de un Romeo
silvestre que ejercía en el pueblo de al lado las elevadas
funciones de campanero. La historia se animaba de re-
pente con un pasaje de La sonámbula: Adriana era una

43
Adina, una sonámbula que pasaba muy despierta, no ya
«un puente sobre el abismo», sino una puerta de golpe,
y se metía en una granja donde el campanero la espera-
ba para tocar a fuego a cuatro manos. Después algo de El
trovador, sin envenenamiento por supuesto. El alcalde del
pueblo, hecho conde de Luna, mete en chirona a los ena-
morados y quiere apoderarse a viva fuerza de los encan-
tos de aquella Leonor improvisada. Los auxilios de Walter
Scott se presentan y aparece Lucía de Lammermoor con su
locura en que Adriana canta a moco tendido el rondó de
sus amarguras, mientras el campanero dobla y más dobla.
A todas esas anda por debajo un barbero de Sevilla
como mandado hacer. El patrón de la casa, un viejo que
por rara coincidencia se llama don Bartolo, se prenda y se
prende de la muchacha, decidido a quedarse con ella por
la razón o por la fuerza, y entra en campaña abierta contra
el conde de Luna, contra Adriana, contra Romeo, con-
tra su mujer, contra todo el mundo. Este hecho inespera-
do, inmoral, inaudito y todos los empezados en in, tuerce
el rumbo de las cosas y como un reactivo químico preci-
pita la solución.
Súbito el campanero deja las campanas, viste el traje de
Pipo y se va en busca de su Adriana quien, transformada
en Betina, lo aguarda con sus bártulos a las puertas de
Bartolo, nuevo Lorenzo XVII. Los enamorados huyen, hu-
yen a pierna suelta… ¡Ya no hay mascota…!
Viene entonces Gaboriau con todos sus horrores. Des-
encadena el alcalde la jauría de Lecoqs que buscan por
montes y valles. ¡Es inútil! El rapto se ha verificado con
todas las formalidades. Es un rapto en regla y la joven des-
arraigada no puede hacer otra cosa en tan tremenda cuita.

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¿Qué hace una pobre mujer indefensa si se la roban? Dejar-
se robar: ¡no hay remedio! ¡Esto venía de lo alto!
El tal campanero resulta un duque de Parma, un tirano
campanero ni prójimo de Biasco el de Gabriel D’Annunzio,
un desalmado que hace con las cuitadas que se roba lo que
con las curubas hurtadas en la casa cural, lo mismo
que el duque hizo con la hija de Rigoletto, es decir, todo y
después nada.
Adriana pasa las verdes y las maduras: sola por los ca-
minos, bajo la lluvia, bajo la noche, bajo el sol caldeante,
azotada por el frío, abrasada por el calor, mordida por el
hambre, rendida por el sueño, sin un amigo, sin un lecho,
sin un pan, pero con un hijo, con un muchacho enclenque,
calenturiento, que llora mucho con voz de campana, única
herencia de su padre. Es bautizado Manuel, en memoria
del señor alcalde, cuyo hijo se escapó de ser, y acaba por
llamarse Manolo.
Por fin cayó Adriana a Bogotá, «refugio y amparo de
desesperados», como dijo Cervantes de la América. Con su
Manolo colgando, muerta de hambre, perdida y casi des-
nuda, iba por esas calles de San Agustín cuando tropezó
providencialmente con doña Celestina.

Desde lo del campanero hasta su llegada a la capital había


en la existencia de Adriana dos años mitológicos que ni
ella ni doña Celestina pudieron encontrar, probablemen-
te porque los cogió Manolo, quien tenía ya esa edad; dos
años que no dejaron en ella sino una colección de care-
tas naturales con que moverse en la mascarada de la vida,
un corazón lleno de frío, algunos conocimientos como

45
cantinera y en la cara una cicatriz como un mordisco, tan
expresiva que traía a la memoria el pensamiento de la flor
de lis.
Por sus aficiones, por su caridad con las muchachas bo-
nitas, sueltas y desamparadas, por la calidad de su comer-
cio, no es pecado pensar que doña Celestina fue bautizada
después de vieja, en recuerdo de la obra española que lleva
ese nombre.
Aquella bruja larga, rugosa, de carnes cecinas y color
de cobre, era un Don Quijote de pañolón y enaguas. Su
nariz de garfio formaba con la barba una media luna cu-
yos picos iban a enterrarse en una boca profunda, desden-
tada y de labios casi invisibles; las mejillas se juntaban
sobre la lengua, hermana de los escorpiones; remata-
ban los escoberos de sus brazos unas garras como tene-
dores de presidiario, con las que recogía de las calles la
basura social; sus ojos negruzcos y perversos, andando
hacia la nuca, se movían como dos cucarachas, y el cor-
daje del cuello aprisionaba un coto protuberante y mo-
vible, en el cual parecía que se hubiera refugiado toda la
carne de su cuerpo.
Descubrir a Adriana con su ojo de lince y echarle el
guante fue la misma cosa. Se la llevó a su zahúrda, la col-
mó de mimos, le dio comida, cerveza, cama, cuna para Ma-
nolo, le ofreció cigarrillo, le prometió el paraíso, se enter-
neció hasta llorar con las aventuras de su huésped, quien
resultaba por sus complicaciones una especie de Gil Blas
femenino, y acabó por adoptarla, no como hija, porque po-
dría sufrir su honor, pero sí como sobrina, declarándose,
desde ese momento dichoso, tía putativa de aquella pere-
grina errante.

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¿Y cómo no? Sería no tener corazón o tenerlo de bronce
o peña, que dice el Viacrucis, dejar botada esa infeliz niña
en una ciudad como Bogotá, tan llena de peligros, con ries-
go de perderse. ¡Pobre Adriana! Tan joven, tan fresca, tan
bonita, con ese pelo crespo que se peinaba con cierto gus-
to, con esos ojos interrogativos y asustados como los de un
ternero, de pestañas enormes y cejas que parecían dos alas
de golondrina, esa nariz arremangada, esa boca rasgada
llena de sonrisas con su teclado nuevo, y esos labios color
de sangre aguardando los besos… ¡Imposible! No podía
soltarla, sería cosa de arrepentirse siempre. Y luego, esa
garganta de mantequilla y ese cutis como la leche que pro-
vocaba tomar. ¡Oh!
No era tan esbelta como ella en sus tiempos, ni tenía
la misma cintura, pero en cambio, ese pecho levantado
y esas caderas redondas con tan buen arranque, que la
hacían parecer una tetera de porcelana…, eso estaba muy
bien. Contemplaba a la moza con avidez de sátiro viejo, la
examinaba como quien compra una novilla para la ceba.
«Además —se decía—, lo que sabe, porque esta niña ha
leído; lo bien que toca, lo dulce que canta y sobre todo, el
aire, el garabato, eso que solo tienen las calentanas. Ese es
el todo. ¡Qué mal hecho sería dejar perder esta niña, con
un porvenir por delante!». Y saltaba de gusto. Manolo
era un recargo, pero en fin, del cuero salen las correas.
De esta manera Adriana, que una vez fue Betina con re-
gular éxito, a pesar del campanero y de Manolo, se conver-
tía en mascota de doña Celestina. Progresó notablemente
en poco tiempo, se hizo el brazo derecho de la tía que le
acababa de nacer con sesenta y cinco años, y gracias a su
gentileza, a sus talentos y a la bonita posición y extensas

47
amistades de doña Celestina, comenzó a adquirir relacio-
nes y renombre.
La buena señora consideró oportuno abrir la hucha y
derramó sus ahorros en vestir a Adriana y montar una
modesta licorería, únicamente para aprovechar los cono-
cimientos de su sobrina en ese ramo del saber humano.
El prestigio de la muchacha se regó por los contornos,
principalmente entre los jefes y oficiales del ejército, que
desde entonces tuvieron sus francachelas en el tenducho
de Adriana. Fue esta una nueva Carmen, como la cigarre-
ra de Sevilla, con clavel y todo, pero sin un don José de-
terminado. Su tienda era una tienda de campaña en plena
capital: brillaban allí los quepís bordados, las charreteras
deslumbrantes, las trencillas sangrientas, se oían cho-
ques de aceros y de copas, canciones bélicas y gritos de
guerra. Detrás del mostrador la cantinera, convertida en
Juana de alto coturno, estallaba en risas brillantes, y con
las llamas de sus pupilas encendía fogatas en los corazo-
nes de los guerreros. En tanto doña Celestina, inspeccio-
nando las ventas, descansaba su esqueleto pobre en un
taburete, como si fuera el centinela de la muerte.
Hasta entonces Adriana fue Adriana a secas. Una noche,
entre risas y copas y cantos, cambió su nombre prosaico
y rústico por otro llamativo y sonoro, que siguió siendo
su nombre de guerra, con el que conquistó sus mejores
triunfos, sus lauros más gloriosos en los campamentos de
la vida libre. El habilitado de un cuerpo, un sujeto medio
cazador y medio literato, fue quien, sacando a luz todas
sus habilidades, habilitó a aquella hija del regimiento con
el nombre de Diana. No se sabe si lo hizo por las aficio-
nes de la joven a contemplar la luna, porque así llamen a

48
la plata los alquimistas, por sus carcajadas como redobles,
por las Dianas de la historia o por su destreza y vocación
para la caza, no se sabe por qué fue, pero es el hecho que
Diana la puso y Diana se quedó para siempre.
Así la inocente Julieta de otro tiempo, después de ser
Adriana, Lucía, Leonor, Rosina y, por último, Betina, fue
bautizada Diana por unos militares en medio de un Jor-
dán de aguardiente.

Con semejante nombre no se podía quedar allí. Era ne-


cesario subir, tomar posiciones estratégicas para disparar
sus saetas sobre piezas más gordas. Así lo resolvió doña
Celestina, y una mañana, con Manolo, el gato, la lora y el
tiple, alzaron la tienda como los beduinos y se marcharon
a un oasis por el barrio de Las Nieves.
El local, oscuro y estrecho, estaba dividido en dos por
la estantería de dos pisos sobre cuyo fondo de listones
de madera se destacaba un regimiento de botellas llenas de
aguas teñidas con todas las anilinas del iris. Ante estas, en
el piso segundo, había una fila más baja de medias botellas
de brandy y de ron; en un extremo un frasco labrado de
Chartreuse amarillo, como un general vestido de parada, y
en la mitad dos botellas grandes de champaña, majestuo-
sas como el rey y la reina del ajedrez, custodiadas por copas
pequeñas que parecían alfiles de vidrio. Protegían aquella
tropa cristalina fuertes trincheras de cajas de fósforos, ba-
rricadas de cigarrillos, baluartes formados con cincuentas
de cigarros, muros blancos de caramelos, parapetos de es-
teáricas y rancho y baterías de triquitraques colorados, se-
mejantes a rifles tendidos sobre una fortificación.

49
Debajo, algunos cajones forrados en periódicos conte-
nían granos, azúcar y chocolate; al frente un queso Boitá,
como un sol de invierno, amarilloso y sin rayos, con el
corazón atravesado por un enorme cuchillo, y al lado se
veía, en el centro de un gran charol, una botella de coñac
rodeada de copas, unas con la boca abierta pidiendo licor
y otras de cabeza, como borrachas.
En un departamento lateral, como un ejército de solda-
dos negros dormidos unos sobre otros, dos divisiones de
botellas tendidas sobre las tablas, con los cuellos apoyados
en cuerdas horizontales: la división Bavaria, de uniforme
grana y oro y quepí de alambre, y la división Pita, de uni-
forme blanco y rojo y quepí de cabuya. En el piso bajo, a
pie firme, las botellas desocupadas, con la cabeza descu-
bierta, pálidas y tristes como reclutas en espera de diana…,
de Diana, que todas las tardes las cogía del cogote y las
entregaba a los mozos de las cervecerías. Tenía esta al lado
un lienzo sucio y húmedo y una palangana de agua tur-
bia que era el Lourdes de la cristalería y, como un alacrán
prendido del mostrador, había un descorchador mecánico
de níquel que agarraba las botellas y en un santiamén les
extraía el corcho sin dolor.
Aquella tienda no alcanzaba a templo, era la capilla de
Baco, donde una sola bacante, Diana, oficiaba en medio
de sus adoradores y de los amantes del vino, convertida en
una divinidad como la Venus chipriota.
La trastienda, de dos metros de ancho, tenía por todo
menaje una lámpara sombría, que nunca tuvo tubo, un ca-
napé andrajoso y una mesa desnuda, cercana a una puerta
que daba al dormitorio de la familia. Este dormitorio, una
covacha maloliente y oscura, miraba por un agujero a un

50
patio largo, angosto y sucio como doña Celestina, un patio
que recibía del cielo una limosna de luz y que servía a la
vieja de lavadero y de cocina, y a Manolo de campo de
maniobras.
Diana empezó a subir como espuma. La novedad del
nombre, su belleza provocativa y su desparpajo le atrajeron
amistades soberbias. La juventud dorada invadía los salo-
nes de doña Celestina, y doña Celestina tenía desmayos de
placer. No se volvió a ver allí ni una espada, ni una charrete-
ra, ni un chacó, ni un gorro. La señora de la casa no lo habría
permitido. La trastienda se llenaba de cubiletes, de guantes
de Suecia y de perro, de cañas de la India y, algunas veces,
antes de los bailes, a la salida de los matrimonios o de los
teatros, se inundaba de fracs, de smokings, de guantes lila
o crema y de claks. Brillaban los relojes de monograma, las
gemas de los alfileres de corbata, los anillos deslumbrantes,
los châtelaines con sus dijes de ónix, las empuñaduras de
oro, las carteras de Rusia y de culebra y las cigarrilleras de
plata repujada. Los pañuelos de seda, que Diana atrapaba
en el aire, ondeaban como gallardetes y llenaban la atmós-
fera con los efluvios del Chipre y del New Mon Hay que se
confundían con las emanaciones de los licores y los alien-
tos humanos, hasta formar un río de olores calientes que se
derramaban en el viento frío de la calle.
Fue necesario introducir más champaña, no Carta Blan-
ca, que era un veneno: Monopole sec y trés sec. Pommery
y Ayala, brandy Otard Dupuy y Martell Tres Estrellas en
vez de Hennessy plebeyo, cigarrillos argelinos y una caja
de habanos.
El negocio iba viento en popa, la transformación era má-
gica, como hecha por Herman el Grande. Doña Celestina

51
corría con las cuentas sin dar un momento de reposo a
los tenedores, y Diana corría con la caja, que se llenaba
de billetes de todos los tamaños y de todos los tintes. ¡Era
fenomenal!
Cábala tan misteriosa asustaba a la vieja, que se creía
víctima de extrañas alucinaciones. Un día tropezó con una
comadre caída en desgracia, otra tal que, con ojos irrita-
dos por la envidia, le dijo con mofa: «Tenemos mascota,
¿no?». Doña Celestina sonreía satisfecha: «¡Acuérdate
—agregó la otra—, del Tratado de las mascotas y de
Lorenzo! Adiós».
Aunque Diana era ya una señora que iba al teatro a
avant-scène, a carreras en landó y a toros a palco de sombra;
aunque en bailes, piquetes y paseos se hallaba entre todos
como una reina rodeada de pajes y meninas, no estaba to-
davía satisfecha. Quería algo mejor que el diamante pajizo
que le regaló el doctor Santa Polonia y que el cucurucho
de garza y la pulsera de serpiente con ojos de rubí, tan pa-
recida a su tía, que le obsequiara Mister Cokes, el joyero.
Aún le quedaban muchas joyas Lindahuer. Su ambición
pedía algo sólido para dejar ese oficio bajo, tener siquiera
una casita propia. Doña Celestina podía contentarse con
tan poco y dar gracias a Dios de tener dónde morirse, de
que hubiera con qué enterrarla, en vez de acabar comida
de los perros, como se lo merecía. Ella no: ella estaba jo-
ven, se sentía hermosa, robusta, solicitada y con la vida
abierta a sus antojos.
Verdad que el cajón se llenaba por las noches, pero al
otro día lo desocupaban los gastos. De cuantos la visitaban
rindiéndole homenaje y muriéndose por sus pedazos, nin-
guno tenía visos de formalizar nada. Eran casi todos unos

52
limpios con ínfulas de ricos, que botaban lo ajeno, plata
del papá o de la mamá; otras veces los productos de desti-
nos miserables, y eso si no conseguían el dinero a fuerza
de petardos o arrimados a los tapetes verdes.
Ella, harto conocedora del mundo y la miseria, tenía
que aprovechar sus cuatro días de juventud, su belleza y la
frescura de sus carnes, para no acabar como la vieja Celes-
tina, cazando Dianas por las calles para que no la dejaran
morir de flaca… Y se reía.

Fernando Acosta iba por los veinticuatro años cuando


cayó herido bajo las jabalinas de Diana. La conoció una
noche en cualquier parte, se enamoró de ella con furia,
con la violencia del primer impulso…, ¡y fue Troya!
Hasta entonces era Fernandito Acosta, el joven chic
que hacía el lion en plazas y calles, que cautivaba desde
las esquinas a las hijas de los aristócratas y de los burgue-
ses millonarios, gran jugador de billar, personaje del sport,
que tenía palco en la Ópera, que entraba al escenario
como a su casa, que les mandaba ramos a las cómicas, que
bebía champaña con las bailarinas, que conversaba en la
calle con el tenor, que tuteaba al barítono y que le recibía
la capa de paseo al primer espada, con quien tomaba Otard
por la noche en el teatro.
Dos meses hacía que su hermano estaba ausente cuan-
do tropezó con Diana, y se desbordó como un tanque sin
represas. Produjo una copiosa inundación de orgías, de
bailes, de francachelas y parrandas. No le daban abasto
coches, palcos, joyas, flores ni champaña; los sirvientes de
todas partes se movían solo por él y los músicos de las

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estudiantinas se iban quedando sin dedos. Bajo aquella
catarata de billetes, doña Celestina, Manolo, la lora, el gato,
todos los socios de aquella compañía explotadora hacían
progresos alarmantes.
A pesar de ser una atarraya admirable, las dos mujeres
dejaron la tienda, devolvieron el mobiliario alquilado, y una
casa nueva por San Victorino quedó vestida de la noche
a la mañana como para recibir al príncipe y a Cendrillón. Era
una tacita de plata, una jaula de oro que guardaba milanos
y que se abría a ciertas horas para que entrara un canario.
Cosa de un año duró Fernando en aquella vida loca, en
aquella existencia de pequeño nabab, y poco a poco, como
se eclipsa un astro, empezó a oscurecerse y a decaer, a de-
caer… Las fiestas galantes fueron menos frecuentes y más
humildes; sus apuestas en las carreras fueron más bajas;
menores sus apuestas en el bacará; los dedos, antes llenos
de anillos, se fueron despejando, despejando hasta quedar
en una triste argolla; los alfileres de corbata, los ternos
flamantes, las leontinas deslumbradoras se eclipsaban;
la cartera enflaquecía y doña Celestina engordaba; se le
vio con tinterillos, usureros y otras aves de rapiña; luego
abrió cuentas y dejó pendientes las que lo estaban; más
tarde vinieron los préstamos de dinero y empezó a cono-
cerles las espaldas a sus amigos.
A veces, después de una brega titánica de todo un día,
después de humillarse, de caminar mucho, de sacrificar
objetos queridos, conseguía una suma exigua y con un es-
fuerzo de paralítico que se endereza hacía alguna modesta
invitación a sus viejos camaradas, que aceptaban impasi-
bles, como si tal cosa, para quedarse diciendo: «¡Pobre!
¡Qué lata! ¡Y en la ruina!».

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Pretendía con eso retenerlos unos días siquiera, volver-
los a ver de frente, conjurar su mofa y su desprecio. Se
sentía tan triste, tan enfermo, tan abandonado. Además,
su nombre, sus costumbres, su carácter altivo y vanidoso
le ordenaban tapar la hilaza, no dejarse ver el cobre. Por
fin, agobiado, entristecido, muerto de fatiga en esa lucha
sin esperanza, agotado su brío, cuando ya no le quedaba
un cuarto ni un amigo, sin tener a quién volver los ojos…,
se tapó. Había durado seis meses haciendo equilibrios y
tenía que caer.
Entonces, como dice el Credo, descendió a los infier-
nos. Pero así y todo descansó, descansó como el que se
muere, y hasta tuvo algunas satisfacciones que nunca
se había soñado. Porque en el piso bajo, en los sótanos de
la sociedad, allá donde es el reino del libertinaje y la mise-
ria vistos cara a cara como a buenos amigos; en ese mun-
do sombrío de los sacos verdes, las caras azules, los cuellos
negros y los botines blancos; en ese mundo del tiple, del
ajiaco y de las empanadas, que vive la vida de la noche y
se agita como un hormiguero hambreado en las entrañas
de Bogotá, Fernando fue recibido en triunfo, con alegría,
como si al averno se cayera un santo de cabeza.
Arrojado del Olimpo social, los salones de Plutón se
abrían para él con su iluminación siniestra, sus músicas
salvajes, sus bailes macabros, su ambiente mefítico y sus
divinidades infernales. Muerto para el alto mundo, cu-
bierto con una capa de olvido, renacía en los subterráneos
de un mundo sombrío, de alimentos groseros, de bebidas
impuras, de canciones libres en el imperio del vicio y del
fango, donde los hombres son espectros sucios y grotescos
y donde las mujeres, escuálidas, pintarrajeadas, histéricas

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y alegres, con una alegría enfermiza, parecen escapadas de
las novelas de Zola.
Reconoció en aquel abismo a muchos que le habían co-
gido la delantera en la caída y vio los puestos vacíos como
tumbas abiertas de otros que, nacidos allí, por arte de bir-
libirloque salieron de los antros y se estaban pavoneando
en las alturas sociales provistos de careta y dominó. Cuán-
tos sitios desocupados gracias a las piruetas de la fortuna,
al buen suceso del delito, a la intriga y la adulación recom-
pensadas, y cuánto pergamino desteñido, cuánto blasón
manchado de lodo y hasta de sangre…
Minuto por minuto, hora por hora, día por día,
Fernando fue haciéndose a aquel medio como si allí hubie-
ra nacido, y acabó por respirar esa atmósfera envenenada,
como si aquellos aires caliginosos hubieran columpiado
su cuna. Le devolvía al mundo olvido por olvido.
Huyó de los centros. Se le veía en altas horas, trasnocha-
do, escuálido y sucio, con gentes de baja estofa. Por el día
era frecuente verlo en las Galerías, a las puertas de las taber-
nas, taciturno, silencioso, como esperando algo, y luego en
las trastiendas, cuartos sombríos que despedían un tufo al-
cohólico, pasar horas y horas llenándose de ron con sus des-
harrapados compañeros. De noche rondaba por las casas de
juego, se acercaba con timidez a los montes, arriesgaba con
mano tímida reales y pesetas, se quedaba en pie largo rato
sin jugar o se dormía con la frente entre las manos acodado
sobre los tapetes verde esperanza. Algunas veces pasaba al
mediodía por las calles centrales, avergonzado, sin mirar a
nadie, como un ratón perseguido por los gatos cobradores,
y se soplaba a los billares, donde permanecía hasta caer la
luz haciéndoles barra muda a los tahúres.

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¡Cosa rara! Diana, a pesar de todo, a pesar de los es-
fuerzos de doña Celestina, no lo botaba. A falta de cariño
le tenía lástima; además, Manolo le quería un poco y lo
llamaba papá. Fuera de eso, estaba resuelta a aguardar el
regreso de Alejandro para empezar con la fortuna de este
por conducto de Fernando; por supuesto, sin que la vieja
se enterase de tan brillante plan. «¡No era malo! —pensa-
ba—. Ya debe tener bastante con la participación que le he
dado en el negocio». Y en verdad, las acciones de la vieja
en tan pingüe empresa eran todas acciones malas…
De vez en cuando aparecía Fernando fugitivamente en
los sitios centrales, flotaba unos momentos como los que
se están ahogando y se hundía de nuevo. A la llegada de
Alejandro se presentó regenerado en el vestido, pero con
los mismos compañeros y los mismos hábitos de crápula.
Estaba en esos días muy pálido, de faz terrosa, las pupilas,
húmedas y melancólicas, perdidas entre las ojeras, la nuca
y el pescuezo llenos de cuerdas, el andar fatigoso, y todo él
con una flacura amenazante, una flacura que hacían más
notables los afeites y el traje nuevo, que se colgaba como
de una percha de aquel cuerpo débil y encorvado.
Alejandro veía con angustia que Fernando arrastraba
su nombre como un tullido el cuerpo, que había arroja-
do su herencia en el légamo, que era presa de los vicios y
las enfermedades, y ayudado por Velarde se preparaba a
convertirse en buzo para rescatar, si no los tesoros perdi-
dos en el naufragio, al pobre náufrago siquiera…

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IV

—¡Conque Diana! ¿Pero es la misma, esa que yo dejé, la


de doña Celestina?
—La misma, exactamente, con todos sus pelos y su señal.
—¡Pero, hombre! Y tú sin decirme una palabra. ¿Qué
tendría ese animal de Fernando?, ¿qué le encontraba?,
¿qué le provocaba tanto?
—Diana, hombre, Diana.
—Sí, diana es lo que merece por estúpido. Esta sí que
fue la última.
—Y la primera, ahí estuvo lo malo.
—Imposible imaginarlo, si yo sé eso, no me voy. ¡Fres-
cos estamos! Mira que resolver aquel bruto irse al infierno
en rastra y por tan malos caminos. ¡Con razón! Lo raro
es no encontrarlo pidiendo limosna o en el hospital. Y la
Celestina…
—¡Bien, gracias!
—Pero tú por qué no me escribías, por qué no reco-
mendabas a alguno, por qué no…
—Porque no quería meterme en la danza. No soy, por
fortuna, de la plaza de los entrometidos. Verbo a verbo

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y pidiéndome que hable ya es otra cosa. Por eso te he esta-
do refiriendo lo que sé.
Velarde y Alejandro oían la última retreta matinal del
domingo en el parque de Santander, y charlaban senta-
dos en una banca, hacia el oriente, al pie de la estatua del
gran legislador. Veían aquel bronce inarmónico, como una
ballena con rostro humano, y deploraban que para la esta-
tua del Hombre de las Leyes se hubieran olvidado las leyes
de la estética. El general Santander les daba la espalda sin
inquietarse por su crítica, subiendo los hombros, clavan-
do en las mujeres sus ojos silenciosos, mirando distraído
a los músicos que tocaban a sus pies y embriagándose con
los sonidos que subían hasta él y lo envolvían en olas mu-
sicales.
«Esto es alegre —pensaba Alejandro viendo el parque
lleno de luz, de aromas, de ruido y de animación, con su
atmósfera caldeada, sus arbustos estremecidos, los sur-
tidores parleros, los estambres con sus salpiques de dia-
mantes y la tierra húmeda y olorosa—. Aquí hay oxígeno,
aquí hay verde…».
Niños traviesos, unos de cabellera como viruta de éba-
no, otros de pelo rubio como la mies del trigo, de ojos lle-
nos de picardía inocente, soltando mares de carcajadas
que se oían como una orquesta de cascabeles, rodaban sus
aros y saltaban en lazo sobre la arena de las callejuelas,
bajo las frondas. Se acordaba de Fernando, tan hermoso
ayer, un efebo blondo y rollizo, carcomido tan pronto por
las pasiones, enfermo, triste, perdido…
—Sí —le decía a Velarde—, estoy enterado de que botó
su fortuna con demencia; que tiraba el dinero como en los
bautizos se arrojan monedas a la plebe; que esa arpía y

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su cómplice hicieron su agosto; que cuando salían queda-
ban los almacenes como entregados al pillaje; en fin, que
Fernando se arruinó y estuvo a punto de comer la bazofia…
—En realidad, hacían el agosto todo el año. Era escan-
daloso. Necesitaban muchas veces dos criadas para llevar
el botín, y los botines, y los trajes, y lo demás. Manolín,
aquel cachorro de hiena, salía del almacén de los niños
cargado como un buhonero. Raro fue que no se llevaran al
mismo dueño, a pesar de ser el hombre de más muñecas
de Bogotá. Doña Celestina engordaba, botó pluma, luego
empezó a echar cañón y acabó por plumar de negro bri-
llante, como un paujil.
El parque se iba llenando. Niñeras coloradotas y mo-
fletudas arrastraban perezosamente bebés como muñe-
cos de porcelana, adormecidos en los cochecillos de seda
y encajes. Las viejas señoronas se desplomaban como
fardos sobre los escaños buscando las caricias de la som-
bra, bajo los pinos crespos. Damiselas anémicas satura-
ban de aire sus pobres pulmones. Estudiantes lustrosos
se hacían limpiar las botas, viejos fatigados leían perió-
dicos extranjeros, sujetos distraídos rayaban la arena con
los bastones.
—Entre tanto —seguía diciendo Velarde—, la otra, la
Diana, plumaba de verde, de amarillo, de rojo, de oro y
azul. Y así la ponían. ¡Qué aires! Como el pavón, siempre
con su paujil al lado y seguida de una o dos camareras,
porque ya no eran criadas. Dejaba una estela de perfume,
nada de bergamota ni pachulí, como antes, sino cosa fina,
cuando pasaba abriendo los corrillos, con su andar de no-
driza cebada, como cualquiera de estas. De ribete, vivía de
gorra.

61
—Demasiado lo sé que así vivía —contestó Alejandro.
El concurso aumentaba en el parque. Solitarios des-
palomados caminaban a grandes trancos, con la mirada
ida, con el pensamiento en las nubes, con las manos atrás
como para ayudar a la espalda a soportar el peso de su
spleen filosófico. Jóvenes casadas de boa de plumas, ojos
deslumbrantes, sombrero de flores y velillo de neblina, ta-
coneaban en las alamedas, con sus chiquitines suspendi-
dos de las manos enguantadas.
—Mientras eso, tu hermano sacrificaba sus fincas, ase-
sinaba su crédito, vendía sus joyas, saltaba aquí y allí bus-
cando dinero para que plumara doña Celestina, para que
Manolo fuera un príncipe, para que Diana se colgara de
las estrellas y para montar el nido, el nido del milano hem-
bra y la alondra macho.
Diletantes de terno claro paseaban su aparente fastidio
por las estrechas avenidas agitando sus cañas y hojeando
poesías de Richepin o de Coppée, minúsculas ediciones
numeradas, papel Japón, y alzaban la vista para hacer un
comentario o flechar de paso a las damas. Gomosos de
claveles como repollos en el ojal, de sombrero Lincoln
Bennett y botas Costa. «Así —seguía pensando Alejan-
dro—, aunque no tan pedante, era Fernando cuando me
fui…». Pelagatos melenudos de sombreros Gastón ya des-
hechos y botines de agua larga descascarados cruzaban con
su aire espectral. «Así, más o menos, encontré a Fernando».
—¡Oh, el tal nido! —continuaba Velarde—. Era una cu-
riosidad. A mí me llevaron a verlo. Qué derroche aquel,
pero qué cosa más rococó; qué confusión de lo elegan-
te con lo villano. Sobre las alfombras voluptuosas como
pastales de raigrás, esterillas de fique sucias; las inmensas

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cortinas semejantes a capas magnas, cogidas con hiladi-
llos; centros de cristal de roca llenos de tarjetas de gentu-
za, como un registro de la policía; mármoles y bronces
mezclados con indios de cera, morlacos de loza y perros
y gatos de yeso comprados a los italianos; jarrones de
Sèvres con flores de trapo, bibelots, chinerías y japone-
rías con objetos de cuerno fabricados en el panóptico; un
biombo de ibis de oro corregidas con carbón por Manolo,
y en el álbum de peluche y esquineras de plata un chu-
rriburri abominable: militares, congresistas, celebridades,
cocotillas de la alta sociedad de Diana, cómicos y toreros.
Allí estaban Fernando, triste y nostálgico, Diana bajo una
constelación de joyas y doña Celestina descotada.
—¿Descotada semejante arpa vieja?
—Quiero decir, sin coto, el que iba disimulado por una
gorguera de encajes blancos: parecía un calabazo entre al-
godones. El damasco estampado de los muebles cubierto
con antimacasares sucios; unas marinas primorosas que
compró el mismo Fernando, ahogadas entre oleografías y
mamarrachos, desde Un matrimonio de negros hasta aque-
llo de Yo vendí al fiado. Un farol chinesco pendiente de
una cabuya negra de moscas, candelabros de electroplata
chorreados de sebo, por el suelo juguetes rotos, enaguas
caídas con la boca abierta, como esperando un cuerpo, la
escoba en un rincón… Al retrete de Diana no quise en-
trar; aventuré apenas la cabeza: se percibía un mareante
odor di femina; vi un tálamo como para la infanta doña
Eulalia, pero reburujado como la cama de un perro, y el es-
pejo del armario copiaba cosas de cuyo nombre no quiero
acordarme. En el patio, entre flores atroces, un crisantemo
achicharrado pidiendo agua a gritos, el gato tendido al sol

63
como muerto, Manolo de terciopelo azul, hecho un cerote,
todo mocoso, comiéndose un plátano frito, y en una estaca
la lora echando ajos.
La misa de diez y media en Santo Domingo había ter-
minado. El parque se llenaba de muchachas divinas, her-
mosas, regulares, feas, horribles, grandes, chicas, flacas y
gordas…, y las llamadas buenos partidos. Arrebujadas en
sus mantillas de crespón o de merino, hacían vibrar sus
carcajadas como un repique de gloria y daban revoloteos
entre los árboles y los escaños como golondrinas que mo-
jaran en luz y en aire sus plumas tornasoladas. Se rega-
ban en grupos mezclándose con las otras, semejantes a
mariposas bajo las sombrillas de colores, con sus capotas
claras y sus guantes de ocho botones. Hablaban todas a un
tiempo y se agitaban inquietas como preparando el vuelo.
El parque parecía una gran pajarera.
—Aquel es Alejandro.
—¿Cuál?
—Ese que está con Velarde.
—¿Alejandro Acosta? ¿Ya vino?
—Supongo que sí, puesto que allí está. Pero qué poco
elegante, no parece que viniera de París.
—¿Sabes que no me satisface? Es muy seriote.
—¿Y no se pensará casar?
—¡Quién sabe! A mí no me gusta…
—¡Ni a mí!
—¡Ni a mí!
—¡Ni a mí tampoco!
Se pasaban la voz, como los centinelas en un campa-
mento. Cuatro golondrinas, las más bellas y audaces, fue-
ron a pasarles raspando a los dos amigos, haciendo sonar

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las enaguas con ruido de alas y bañándolos en una onda
de camia que se confundió con el humo de los cigarrillos.
—Siquiera hubiera sido con algo como esto —dijo
Alejandro—, algo decente y no aquel bongo de Diana,
aquella Venus de Hotentocia. Y no se diga que la cabra
tira al monte.
—Eso no —repuso Velarde—. De ti ya se sabe: poco
pero bueno. ¿Por qué no le arrastras el ala a una de estas
pájaras?
Alejandro no contestó. Estaba viendo pasar por la puer-
ta de arriba una vieja larga, jorobada y verde.
—¿Aquello no es doña Celestina?
—¡Qué ha de ser, hombre! La matrona más comme il
faut que te encuentres, una señora mejor vestida que el ar-
zobispo, esa es doña Celestina. Si hubiera teatro la verías:
últimamente salía sola, antes la sacaba Pelusa.
—¿Y ese maldito también en la danza? ¡Mequetrefe! Si
lo encuentro, le meto su coca.
—Cuidado con mi Pelusa. ¡No me lo toques!
—¡Pero quién lo mete en esos líos!
—Lo metió Fernando; y el pobre, tan obediente como
un can, hacía lo que mandaban: lo mismo hubiera ido a
cantar una letanía que a sacar de bracero a la vieja. Salía
muy serio, grave como un lord, zarandeándose con su zan-
carrón, haciendo del jefe del hogar. Después cenaban las
dos parejitas in family house. Hubiera yo dado un ojo por
ver un tête à tête de Pelusa con doña Celeste.
—¡Estúpido! ¿Y en qué paró?
—En que al fin lo saqué diciéndole que era voz pública
su matrimonio con la vieja. Se puso hecho un ají, me que-
ría pegar, pero no volvió.

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Nubes de pisaverdes sagitarios seguían a las mujeres,
con el arco de Cupido en las pupilas y arrojándoles flechas
vencedoras al través de las ramas.
—¡Oh, si te contara todo pelo a pelo! Te he contado
mucho.
—Sí, pero falta lo de anoche.
—¿Qué cosa?
—Lo de la tarjeta, lo que ibas a referir cuando se nos
presentó el excelentísimo señor don José Lasso, ese que
oculta sus campanillas bajo el triste nombre de Pelusa.
—Ya me acuerdo. Aquello era un ligero prólogo. No
vale la pena, pero si tú lo quieres…
—Venga ese prólogo.
—Vamos, pues:

Epígrafe
Como me lo contaron te lo cuento.
De Castellanos

La tarjeta de Canalejas decía, como si la estuviera viendo:

Eufracia Cavral
Saluda ha ustez atentamente i tiene el onor de
imbitarlo a huna tertulia que dará ezta noche
en su caza de avitasión Caye del Dorado.

¡Eureka! La revuelta tropa se puso en movimiento. Salie-


ron. Pelusa, con quien tropezaron en la calle, entró a formar
parte del alegre coro, y los borrascosos muchachos, nuevos
conquistadores de Indias, la emprendieron en solicitud del

66
Dorado. Como a Colón el perfume de las selvas le indicó la
proximidad del nuevo mundo, a los nocturnos expediciona-
rios les dijo el lugar de la fiesta un ruido sordo, de mercado,
que dos ventanas iluminadas botaban a chorros hasta la
pared de enfrente, en cuya claridad rojiza se veía la danza
de las sombras.
Era una saturnal, un gran baile con permiso de la au-
toridad. Pelusa se les resistió en la puerta. Le daba mucha
pena: no estaba en traje, tenía el cuello sucio —como que
era sábado— y no había llevado ni guantes. Luego, no es-
taba invitado ni conocía al señor de la casa, ni a la señora,
ni a las sirvientas…
—No le hace. Nosotros te presentaremos. ¡Adentro Pe-
lusa!
Lo metieron de un empellón. Se descubrió desde la puer-
ta y empezó a hacer venias como en una recepción en el
Quirinal. De repente se les perdió y al rato se le aparecía a
Fernando sin sobretodo, sin sombrero y sin paraguas.
—Caminá, me presentás a las niñas. Al papá ya no. Lo
encontré allí templando una guitarra y me le presenté yo
mismo. Al instante me pidió un cigarro. ¡Qué buen señor!
Es gente de mucha confianza. La señora madre como que
está ocupada.
—Qué señora madre ni qué diablos. ¿Qué hiciste tus cosas?
—¿Qué cosas? ¿Mi sobretodo y mi paraguas? Se los di
a un joven de la familia, un mozo encantador que me pidió
un cigarrillo; le alargué el paquete y tan olvidadizo que se
quedó con él. ¡Son muy francos en esta casa!
—Muchísimo. Pero mira, corre por tus aparatos, ¡ani-
mal! Ya te los habrán robado.
—¡No freguez, hombre, Fernando!

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Se escurrió entre las sombras y a poco, ya con sus uten-
silios, salió bailando como un trompo. Iba en brazos de
una señorita muy distinguida que le presentó un músico,
un esperpento con la cara llena de cal, de labios como
moras, cejas forjadas con corcho, vestida de un verde tan
verde que parecía una novela de Paul de Kock, y por guan-
tes llevaba un pañuelo de seda. Estaba domesticando a
Pelusa.
Diana era la reina de la fiesta. Tenía un traje alquila-
do, de color amarillo, como hecho con la bandera de la vi-
ruela, zapatos blancos, copete de plumas, una nebulosa de
piedras falsas, de brillo melancólico como las estrellas al
mediodía, y era la única que ostentaba guantes, guantes
de hombre.
Al entrar Fernando le tiró todas las flechas de su alja-
ba y el niño cayó a sus pies con el corazón atravesado.
Bandadas de pelafustanes lo asediaban al bailar con ella
pidiéndole una Palomita y pasándose de mano en mano
a Diana jadeante, sudorosa como un gañán, inflada como
una vejiga de manteca.
Pelusa se movía por todas partes con el espinazo dobla-
do, esparciendo sonrisas a granel, colmando de atenciones
a las damas, maravillado de tan esplendorosa fiesta feéri-
ca. Hacía los honores del deshonor. Con su amable pareja
fue a resultar en la cantina. La deidad estaba sedienta y
quería además reponer su ramo, perdido en un revuelo. Se
decidió por el brandy, y Pelusa pidió y le colocó en el pe-
cho un bouquet, el mejor. No quedaban sino cuatro: las
señoritas los perdían, y al minuto los únicos cuatro ramos
que había en el baile volvían al depósito de las flores, para
venderse de nuevo.

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La cantina era un socavón desbordante de canallaje, de
humo y de emanaciones alcohólicas donde hervían las gen-
tes como gusanos, iluminado por faroles de papel, y cuya
atmósfera abrasada y mefítica apenas podía contener un
océano de gritos, de interjecciones soeces, de carcajadas y
de cantos.
Fernando, sultán de la orgía, estaba allí con Diana, ro-
deado de gentes, repartiendo champaña sin misericordia y
abrazado de la odalisca, que bebía como una turbina.
La señorita de Pelusa, después de muchas copas de un
coñac desastroso, se le zafó dejándolo en amena charla con
unos cuantos señores, tan amables que no desechaban nin-
gún obsequio. Toreros de cartel de España, artistas compa-
ñeros de Vico, María Guerrero y la Tubau, forasteros que
llevaban su navaja por si se ofrecía afeitar a alguno, jó-
venes que vivían en los montes… dados al dulce rodar del
marfil, aficionados al célebre arte del escamoteo, y caballe-
ros que trabajaban en las oficinas de la Seguridad. En un
rincón dos cancioneros calentanos tomaban aguardiente y
al son del tiple entonaban a dúo una rapsodia sentimental.
En la sala se tocaba el guatecano y en las sombras del
patio pululaban los hombres y se oía un susurro raro, como
si estuviera lloviendo.
En un pequeño gabinete, bañado en suave media luz,
Diana y Fernando cambiaban sus primeras caricias cuando
se les presentó Pelusa despavorido, con un nudo en la gar-
ganta, el sombrero en la mano, la cabellera erizada y empa-
pado desde la cabeza hasta los pies. Así debió salir Jonás del
vientre de la ballena. Una vieja, la cantinera, lo había insul-
tado horriblemente, le quiso pegar y quitarle su sombrero, y
acabó por echarle encima una artesa de agua sucia.

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—¿Y tu paraguas? —le preguntó Fernando muerto de
risa.
—Yo no supe. ¡Vieja atrevida! ¡Qué tal si no corro…!, ¡me
mata, me mata la condenada! ¡Carachas!
La vieja entró detrás como un tigre y lo prendió de la
nuca.
—¿Pero qué es esto? —exclamó Fernando.
—Señor Acosta —dijo la cantinera—, este sinvergüen-
za, que no quiere pagar todo el brandy que pidió, ni un
ramo, ni los cigarrillos…
Sacudía violentamente al acogotado Pelusa, que miraba
por debajo con un terror intenso.
—Dice este mugroso que en los bailes nunca se paga.
¡Bonita cosa! Voy a entregárselo a la policía. ¡So ladrón!
Diana se estremecía riendo a carcajadas, mientras
Fernando arrancaba a la víctima de las garras de la vieja
y le decía:
—No se afane por eso, doña Manuela, yo le pago lo que
ha pedido el amigo Pelusa. ¡Suéltelo usted!
Doña Manuela soltó su presa, que se sacudía como un
perro de aguas. Poco después bailaba Pelusa con una dama
como un violín, un alma en pena microscópica, llamada en
el mundo alegre la Sanguijuela.
A las cuatro se produjo un pequeño disgusto. Una se-
ñorita ligeramente trastornada le rompió una botella en
la cabeza a un respetable torero; este y otro sacaron sus
lindas navajas de Albacete, las niñas y la señora madre se
armaron de escoberos, y después de algo en cuchilladas y
palos, doña Manuela salió caricortada. «Chupe por atrevi-
da», decía Pelusa, que tenía en sus brazos a la Sanguijuela,
artísticamente desmayada…

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La policía cargó con todo cristo, menos con los músi-
cos, que se escondieron debajo de los muebles, y con Diana
y Fernando, que abandonaron el campo al principio de la
catástrofe. Pelusa conoció la aurora en el saladero y desde
ese entonces remoto, al tocarle el sensible resorte, como un
fonógrafo cuenta con detalles pavorosos las aventuras de
aquella noche trágica.
Así, en un baile de trapisonda, Fernando cayó la primera
vez, y allí, entre músicos y danzas y borrachos, empezó el
camino de su calvario. He concluido.

—¡Desgraciado mozo! —dijo Alejandro con tristeza—.


Es necesario salvarle.
—¿Y qué piensas hacer?
—Cualquier cosa, lo que sea preciso. O falla la regla
o triunfo. Ahí está todo mi dinero para la obra. Veremos
cuánto es el poder de su majestad el dólar.
—Eso es. Ahora suminístrale plata para que dé un baile
y presente a doña Celestina. Es la que falta.
Los músicos desfilaron entre soldados, tocando La si-
lueta, de Emilio Murillo, y al dejar el parque los dos ami-
gos vieron de lejos a Pelusa, muy majo, con su traje do-
minguero, prendido del director de la banda. Saludó a
unas amigas, y al sacudir en el aire el sombrero le pegó
en las narices a la madre de las mismas muchachas que
caminaba detrás.

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V

Fernando llevaba seis horas de sueño. Acostado a la una


de la mañana, la noche había sido infernal, sin unir los
párpados un momento.
Estuvo en casa de Diana conversando con la muchacha.
La vieja ya no le hablaba.
—¿Qué tal tu hermano? —le había dicho Diana—.
Vendrá muy elegante y te habrá traído muchas cosas, si-
quiera ropa.
Como él no le contestara, concluía con tono irónico:
—No tengas cuidado, no te lo voy a quitar. Es que me
afano por ti.
Cada vez que tosía, se apartaba ella sin disimular su
repugnancia, le pasaba con el pie la escupidera, y seguía:
—Vas muy mal. Es necesario que no bebas tanto y que
duermas. ¿Qué te ha dicho Alejandro? Me lo imagino
afanado. —Y luego sonriendo—: Dile que nos mande a
Europa.
Él quiso marcharse, pero Diana con un visible esfuer-
zo, se le acercó, le hizo cariños, lo cubrió de melosidades
como una perra, hablándole de sus buenos tiempos y de

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los días hermosos de su luna de miel. Ella confiaba mucho
en Dios y en que la felicidad no los abandonaría. Le be-
saba las manos y lo peinaba metiendo los dedos por entre
los rizos blondos que le formaban como anillos de oro.
Por largo rato sostuvieron una conversación animada, en
que Diana mezclaba incesantemente el dinero de Alejan-
dro como queriendo hacer una sola pieza con esa fortuna
y la suerte de Fernando. Cuando este hablaba, ella volvía
el rostro para evitar su aliento y se metía el cigarrillo entre
la boca hasta la mitad.
A las once doña Celestina introdujo tres individuos:
un bogotano de mala catadura, cicerone de dos glorias de-
partamentales: dos representantes de años anteriores. El
uno, que se había quedado en Bogotá, era un costeño de
gafas, idéntico a un bulldog, que charlaba por los codos,
comiéndose las eses y escupiéndolas licuadas sobre la al-
fombra. El otro era un sanchopanza viejo, con un solitario
como el sol, por leontina un cable de oro y en la corbata
un estoperol de esmeraldas.
El cicerone saludó a Fernando de la mano, los otros con
una venia. Luego fue presentado el bulldog y enseguida
el personaje del solitario. Se quedó este con la mano de
Diana entre las suyas, venosas y peludas, mientras le de-
cía que venía llamado por el Gobierno para algo trascen-
dental, y que desde su llegada ardía en deseos de cono-
cerla. Después le dijo al bogotano con una palmada en el
hombro:
—Gracias por la presentación, amigo.
Diana empezó a moverse por el cuarto hasta que resul-
tó sentada junto al señor que ardía en deseos de tratarla,
atraída como una polilla por la llama del diamante que le

74
incendiaba el dedo al personaje, y que se puso a hablar
con ella en voz baja.
Fernando los miraba con miradas largas, tratando de
oír con las pupilas. El bulldog llamó a Diana y le habló un
momento. Fernando tuvo un golpe de tos y, cogiendo al
paso su sombrero, salió con el pañuelo en la boca.
—Un momento, caballeros —dijo Diana, y saltó al co-
rredor.
Fernando salía triste.
—¿Me quedo, o me voy?
—Puedes quedarte un rato. Te vas dentro de media
hora.
—No. ¡O me voy o me quedo definitivamente!
—Eso tampoco. Si quieres puedes estarte un rato, y si
no, vete.
—Me arrojas de tu casa, ¿no? Bueno…, ¡adiós!
—No es eso. Te digo que te vayas, si no resuelves que-
darte con nosotros, pero un rato no más, porque…
—¿Por qué? Ya me imagino. ¿Qué te decía ese sujeto?
—Cuál sujeto, ¿el señor del diamante? Boberías… Me
armé con tus celos. ¿Qué resuelves?
—Resuelvo quedarme.
—Quédate, pues; acompañarás a mi tía. Ahora no sal-
gas con un escándalo.
—Luego qué…, ¿tú te vas? ¿Cómo es eso?
—Muy sencillo. Me voy un ratico… a cenar con estos
caballeros, la pura verdad, pero no te afanes, no es nada.
En la sala sonó un taponazo de champaña y doña Celes-
tina entró con unas copas.
—¡Comenzó la fiesta…! —exclamó Fernando con rabia,
y fue a salir.

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—Aguárdate, no te vayas, te tomas una copa y acompa-
ñas a nuestra tía.
Fernando salió bruscamente dándole con la puerta en
la cara.
—¡Grosero! Para venir mañana a rogarme.
—No iba volviendo usted, señorita —le dijo al entrar
Diana el del solitario, presentándole una copa con ade-
mán de criado—. Tal vez hemos sido importunos..., ese
joven…
—Absolutamente, caballero, tengo mucho gusto. Ese
joven nada tiene que hacer aquí. Es un hermanito de
Alejandro Acosta…
—¿Alejandro Acota? Le conoco —dijo el bulldog—.
Etuvimo junto en Barranquilla. Ej bajtante rico… Ete pa-
reje enfermo.
—Sí, señor, está muy malo.
—¿Y qué tal de reales? —preguntó el sanchopanza.
—De reales peor —repuso Diana muy seria—. No le
queda medio, botó cuanto tenía. Son tan vagamundos
ciertos jóvenes.
El bogotano se mordía los labios, y mirando el farol
chinesco, tamborileaba en la mesa y cantaba entre dientes
un pedazo de La marcha de Cádiz:

¡Caracoles! ¡Caracoles!
Esto tiene tres bemoles…

Fernando se detuvo al salir y alcanzó a coger algo de las


frases de Diana: «Tengo mucho gusto… Nada tiene que ha-
cer aquí». Pensó entrar y estrangularla, pero sintió miedo.
Además…, la quería tanto.

76
Se metió entre las sombras y, después de tomarse unos
tragos de aguardiente con cuatro pelagatos que encontró
en un trasnochadero, sintiéndose muy mal, se marchó a su
casa con el alma envuelta en olas de amargura y el cuerpo
acribillado de padecimientos.
Ya en el lecho comenzaron las alucinaciones y las tor-
turas del insomnio. Se levantaba febricitante y se paseaba
en camisa por la alcoba. Se volvía a acostar, bajaba la luz
de la lámpara y el aposento se llenaba de visiones medro-
sas. Los hombres que lo traspasaban con sus miles de ojos
insultantes. Una procesión interminable de espaldas y de
hombros levantados: los hombros y las espaldas de sus
amigos de ayer. Sus días alegres que pasaban mirándolo
con tristeza y se metían por la puerta oscura del tiempo.
Su fortuna convertida en un ejército de billetes amarillos,
verdes y rojos que se movían y se iban metiendo unos
tras otros por las bocas de Diana y doña Celestina. Su por-
venir, un esqueleto que sacaba la cabeza por el hueco de
una tumba. Su vida, una mujer flaca, llena de hambre y
de alcohol, que se agarraba del vacío. La muerte que se
acercaba riendo con su boca sin labios y que lo arrebata-
ba de pronto y se perdía con él entre una bruma espesa,
donde flotaba el olvido, en los dominios de lo negro, en el
imperio del frío…
El martillo de la tos le daba en el pecho; olas de fuego
corrían por sus venas, la fiebre le quemaba las carnes, la
fatiga le acardenalaba los labios, ríos de sudor pegajoso lo
hacían revolver entre las sábanas como una charca tibia,
los dolores le mordían los huesos del pecho, los dientes
le castañeteaban, y el miedo, el hijo trágico del alcohol, le
hacía correr hilos de hielo por las vértebras.

77
Subía la luz y se calmaba un poco, cerraba los ojos y el
desfile comenzaba otra vez. Jaurías de usureros lo despe-
dazaban, llevándose en las garras sus últimas riquezas: el
oro de sus cabellos y los zafiros de sus ojos. Oía choques de
copas, cantos de besos, carcajadas vibrantes, gritos de baca-
nal, brindis, músicas y danzas lejanas. Veía un regimiento
de congresistas con los ojos de diamante y las manos de
oro, que llevaban en un triunfo de placer a Diana victo-
riosa, derrochando caricias, vendiendo amor, derramando
cataratas de sonrisas que al caer se convertían en pesetas…
Oyó el alba y vio filtrarse por las rendijas las prime-
ras luces. La lámpara tuvo de repente un ataque de hipo,
luego tosió varias veces con fuerza, por último, se apagó
con un estertor débil y se mezclaron en el aire su último
suspiro de luz con el primer beso del día.
Vagos efluvios de adormidera flotaban; los filtros del
sueño destilaron opio compasivo sobre sus párpados,
que fueron cayendo lentamente y tramaron sus pestañas
doradas como los rayos de dos estrellas…

El Ángelus del mediodía despertó a Fernando. Abrió los


ojos asustados entre la media luz como dos violetas que
revientan con la aurora. Se estiró perezosamente y se que-
dó por largo rato entre la cama, dejando evaporar los re-
cuerdos de la víspera. La mañana es benéfica, el genio del
día es un genio generoso que al agitar sus alas de fuego
ahuyenta las visiones lúgubres. Tranquilizado un poco,
empezó a levantarse con dificultad, avanzando primero
una pierna por debajo de los cobertores, luego la otra…,
sentándose, por fin, al borde del lecho, y buscando con los

78
pies las pantuflas de paño, pisadas atrás. Alejandro, que
espiaba aquel momento, empujó la puerta y recibió en el
rostro un fuerte olor a drogas y a enfermo.
—¿Se puede? —dijo entrándose, sin aguardar la res-
puesta.
Fernando se bañaba.
—Entra —respondió sacudiendo la cabeza y la cara
llenas de agua y agarrando la toalla con las manos que
tiritaban.
Era solo huesos forrados en la piel, blanca como las
porcelanas del lavabo y cubierta de vello rubio que pa-
recía oro cernido sobre mármol. Alejandro se conmovió
ante aquel esqueleto que hablaba y se movía. Llevaba un
plan combinado en el almuerzo, una conquista que iba a
emprender poniendo en juego, como si se tratara de una
coqueta refinada, dos armas poderosas: la diplomacia con
todas sus artes y el oro con toda su magia irresistible.
—¿Cómo va la cosa? Te encuentro mejor ahora.
—De mal en peor. He pasado una noche de perros. Esto
no tiene componte: fatiga, dolores y tos; tos, dolores y fa-
tiga… Es la vida de nunca acabar, de nunca acabar por des-
gracia, pues ya necesito que concluya, botar la carga.
—Verdaderamente, es tiempo de botarla. Debes sentir-
te muy cansado.
Fernando creyó que Alejandro quería hablar de Diana
y le subió una marea alta de sangre que transparentó
la franela. Pero este último no hacía sino señalar la llaga
para producir un efecto. La cuestión quedó desflorada.
—Sí —continuó—, sería bueno cambiar. Otros aires,
algo de movimiento y agitación. Esta monotonía es capaz
de matar un toro.

79
A Fernando le volvió el alma al cuerpo.
—En París estuve yo en las mismas. Me quedé en la espi-
na: los abusos, chico, los abusos, porque allá se vuelve uno
muy abusivo. ¡Ponte a pensar! No se tiene idea de lo má-
gico, de lo que vale la vida, sino en París. Qué teatros, qué
fiestas, qué mujeres, qué todo…; pero, principalmente,
las mujeres. Las hay desde caídas de Sirio hasta impor-
tadas de Usme; rubias, trigueñas, grises, negras, azules,
verdes, mujeres a la orden: hadas, ninfas, nereidas, sire-
nas, todo menos feas, y mucho menos torpes, y muchí-
simo menos vulgares. La mujer que tuviera la osadía de
presentarse con cicatrices o con caderas de vaca iría a la
cárcel o al matadero. Como si se abriera un inmenso serra-
llo no imaginado en el Oriente, inundan a París todas las es-
pecies de mujeres creadas por la fantasía de los soñadores.
Alejandro hablaba con entusiasmo, con fiebre. Se diría
el tentador de una leyenda fantástica. Desarrollaba un cua-
dro mágico, vestido de luz, ante los ojos de su hermano,
que lo contemplaba absorto y silencioso.
—Es un paraíso —seguía diciendo—, un paraíso he-
cho por los hombres, ni prójimo del famoso Edén bíbli-
co, que debió ser un huerto monótono, lleno de higueras,
manzanos y culebras endemoniadas. El Eterno no pen-
só que los nietos de ese morraco de barro que puso allí
después de soplarle la mollera acabaran por montar otro
paraíso que le diera tanta clientela a Satanás. No creo que
haya nadie, fuera de santa Genoveva y tal vez de Ernesto
Renan, nadie que, muriéndose allí, se vaya al cielo: sería
un pleonasmo.
Era la primera vez, desde su llegada, que hablaba de
aquello, y exageraba intencionalmente las maravillas de la

80
gran ciudad, como si fuera cualquier pisaverde, cualquier
rastra. No habló una palabra de la existencia miserable de
los del bajo París: los que sepulta la nieve, los que sacan la
vida de los muladares, los que se alimentan de los desper-
dicios, los que pagan a las sociedades de pobres para librar
sus cadáveres de los escalpelos anatómicos, los que, sin un
sitio en donde recostarse a morir, se arrojan a las aguas del
Sena. Ellos acumulan sobre sus cabezas todos los horrores
de la desgracia humana; ellos purgan las iniquidades de
sus hermanos; ellos no conocen la esperanza, y sin recibir
de Dios ni el beneficio de la muerte, los unos la aguardan
resignados y los otros la buscan, la persiguen y la obligan,
por fin, a que los devuelva a la tierra, a la tierra miseri-
cordiosa y bienhechora que amasará sus cuerpos con los
cuerpos de los ricos y de los grandes.
—Verdad —seguía en alto—, que las mujeres cuestan,
pero se las paga con gusto. Alquilan su belleza para au-
mentarla y con ella nuestros placeres, no para vulgarida-
des, ni para engordar víboras ni sacar harpías del cieno.
Fernando temblaba y seguía vistiéndose con disimulo.
Al mismo tiempo soñaba despierto con el París adonde lo
había conducido Alejandro. «Quiere mortificarme —pen-
saba— señalándome un cielo que no puedo alcanzar». Y
maquinalmente, arrastrado por su ensueño, se iba colgan-
do su mejor ropa después de afeitarse con esmero, como
si lo esperara el coche para ir al Bosque.
—Con razón —dijo haciéndose el lazo de la corbata—,
con razón dice Heine que Dios, cuando está aburrido, abre
los balcones del cielo y mira a los bulevares.
—Es claro —respondió Alejandro, quitándose de la
corbata un trèfle de perlas y poniéndoselo a Fernando—,

81
¡es claro! Cómo le provocará a Dios tender una escala, la
de Jacob, por ejemplo, y bajarse de incógnito.
—¡Gracias! —dijo Fernando, tocándose la joya—. Pero
¿qué es esto?
—Un alfiler, ¿no te gusta?
—Me encanta…, es que…
—Mira. Se me ha olvidado darte un bastón regular, una
caja de guantes y otras boberías que te traje. Después las
veremos. ¿Ya estás listo? Aunque yo ya almorcé, te acom-
paño.
En el comedor se sentó Fernando a la cabecera y em-
pezó a almorzar con un apetito que hacía mucho tiempo
no tenía, con un apetito que le abrieron de par en par los
cariños y la charla de su hermano, y una buena copa de
Courvoisier que este le ofreció con ceremonia, acompa-
ñándolo él con dos gotas de menta.
Alejandro se sentó a un lado, apartó la silleta y encen-
dió un argelino.
—Muy malo estuve en París —dijo—. No te lo escribí
por razones parecidas a las que tú, de seguro, tenías para
no escribirme. El tráfago de la vida no deja. Muy malo
estuve. Me vieron millones de médicos: unos que tísico,
otros que anémico, los otros que la neurastenia, estos que
aquello, aquellos que esto. Uno, el más sabio, me escribió
un certificado de muerto.
»¿Sabes qué era mi mal? Quietud, nada más que quietud.
¿Sabes qué me vino a curar, como con la mano? Una receti-
ta que por pocos francos me vendió un empleado de ferro-
carril, quien resultó, sin saberlo, el primer Esculapio de Pa-
rís. ¿Sabes qué me vendió? Un pasaje para Marsella. Resolví
mi viaje a Italia por ese lado para gozar del Mediterráneo.

82
—¿Y el mareo?
—Nada de mareos. Me lo evité con bromuro y una
droga alemana, chloralamide. Ya te daré la receta. Sin de-
cirle a nadie, con un gran esfuerzo, un día me arranqué
de París y me metí en el ferrocarril. Iba dejando atrás al
gran coloso de luz y de alegría, a Fontainebleau, que huele
a abdicación; y sucesivamente Montbard, donde Buffon
comenzó a oír hablar a los animales. Dijon, cuya cartuja
acabó en asilo de locos; es decir, no ha cambiado nada;
Chagny; Lyon, donde perdimos a Carnot; Viena, la del
Delfinado, donde, según la leyenda, se suicidó Pilatos. Pila-
tos, de quien cuenta Anatole France que al volver a Roma
preguntaba quién era Jesús de Nazaret; Orange, lleno de
antiguallas; Avignon, que tuvo papas como una semente-
ra; Tarascón, admirable, patria de Tartarín, que inmortali-
zó Alfonso Daudet, y por fin, Marsella.
»De allí a Italia, como quien dice, a la gloria. Italia es
el país más bello del mundo: sus aires diáfanos y dulces
como el aliento de una virgen han mecido las cunas de los
artistas más admirables; su cielo tiene siempre el mismo
tinte de tus ojos, y como yo llevaba unas cosas del color de
tus cabellos… Ya puedes imaginarte.
Fernando sonreía vagamente, desmenuzaba el pan y
bebía pequeños tragos de vino, mientras Alejandro seguía:
—Al rato de embarcarme estaba fresco como esas le-
chugas. Italia no tiene igual; nada tengo que decirte de
la Ciudad Eterna, eternamente maravillosa, como tampo-
co de las otras flores que visten el suelo de la penínsu-
la: Nápoles, Turín, Florencia, Milán, Milán con sus nubes
de Anfiones y de Orfeos. Iba tan bien, que en Venecia
me tomaron por Byron y me pedían versos. Mucha falta

83
me hicieron aquellos tuyos que quemamos alguna vez. ¿Te
acuerdas? Justamente en Venecia, entre una atmósfera ce-
lestina, que dirían los italianos, tropecé con una mujer de
unos ojazos verdes llenos de puntitos que parecían gón-
dolas. Era en la propia orilla del Adriático, y la muchacha,
tal vez por eso, se llamaba…, se llamaba…, ya me acuerdo:
Adriana.
Fernando sintió como una puñalada al oír aquel nom-
bre. Se tomó el resto del vino para taparse la cara con la
copa, que bajó empañada. Pero Alejandro no hacía sino
darle un puntazo.
—Sin embargo —dijo este—, yo no repetiría ese paseo.
Me provoca algo más cerca. Todos los viajes son bue-
nos; me provoca algo de Suramérica, ¿a ti qué te parece?
—¿Qué…? ¿Piensas volverte? —exclamó Fernando
como un muerto.
—Yo no, pero tú. Ahora te toca.
—¿A mí? ¿Y cómo te imaginas semejante imposible?
—¿Por qué imposible? Nada más sencillo, ya ves yo: en
cuatro días arreglé mi viaje y abur.
—Es muy distinto, ¡muy distinto…!
—No veo la diferencia. Basta girar una letra. Ni ropa de
viaje necesitas: ahí está la mía intacta. Conque resuélvete,
¡vamos!
Fernando se había levantado con cara de vinagre, segu-
ro de que su hermano lo quería insultar.
—¡Eso no puede ser! —exclamó con voz temblorosa
dando un paso a la mitad—. ¡No puede ser! Si todos te
han engañado, yo no quiero mentirte. Lo que propones es
un imposible porque yo estoy en la indigencia. Si no fuera
por ti, que me tienes en tu casa; por ti, que me das diaria-

84
mente una limosna; por ti, que reemplazas a mis padres,
tu pobre hermano tendría que irse a morir al hospital.
Además, no puedo trabajar…, o hablando con franqueza:
no sé trabajar.
—¿Y a qué viene todo ese estallido? —repuso Alejan-
dro, levantándose con la mayor calma—. ¿Conque estás
arruinado, enteramente pobre?
—En la indigencia, te acabo de decir.
—Pero ¿esta casa no vale nada, ni vale un real la
hacienda? ¿Tampoco tiene valor el dinero que hay en
Londres? Entonces estamos ambos en la miseria.
—Todo eso es tuyo. Yo no tengo sino deudas.
—Eso sí habrá que descontarlo. Supongo que será
poco. ¡Eh! Pero lo grave es otra cosa: estás en la ruina,
estás enfermo, no quieres, o no puedes, o no sabes traba-
jar, no tienes en la vida más que a tu hermano, y te vas a
quedar sin él.
—¿Por qué? ¿Me abandonas tú también?
—Yo no he pensado en eso, sino que tú me rechazas.
¿No ves que esta fortuna es nuestra, es el dinero de mi
padre, de nuestro padre? Hemos gastado la mitad, pero
queda la otra. Mira: yo, que no he tocado un céntimo de lo
tuyo, yo he de dar una lección en Bogotá a los pícaros que
arruinan a sus familias y siguen pavoneándose hechos
unos lores, ¡mientras los suyos padecen hambre…!
Fernando, con los ojos inundados de lágrimas, se estre-
mecía, abrazaba a Alejandro y le besaba las manos.
—Solo quiero —decía este— que sigas mi consejo,
los consejos de un hombre que tiene mundo, un hombre
viejo, corrido, sin cucarachas en el cerebro, un hombre
que no es un santurrón ni te va a poner a rezar. Sigue

85
almorzando y hablemos en calma, sin sainetes. Lo que
hay es nuestro y sirve para viajar, como me sirvió a mí.
Resuelve.
—Mañana…, esta noche te doy la razón.
—¡Bonita razón me dará un hombre que la tiene perdi-
da! Escucha: vete y te aseguro que de San Victorino para
abajo todas las mujeres son divinas, inteligentes, ilustra-
das, generosas, lo que quieras. Lo difícil es el arrancón.
Vamos, resuélvete…, o es que sigues…
Era el tercer asalto. Fernando vio venir la estocada. Rá-
pidamente comparó las humillaciones de la víspera con
aquella mañana alegre, con aquel almuerzo cordial; com-
paró a su hermano lleno de generosidad y gallardía con
toda la otra gentuza; comparó el viaje que podría curarlo
con sus angustias y miserias presentes; cerró un momen-
to los ojos y abriéndolos con fuerza a la luz:
—Está resuelto —dijo—; me voy.
—Bien. Resolvamos ahora mismo el punto. Cualquier
parte: lo importante es que viajes. ¿Te parece México?
—Como tú quieras, aunque prefiero algo del sur.
—Caracas, Guayaquil, Santiago… ¿Sabes que podrías
irte a Lima? Es una hermosa ciudad, y luego yo tengo allí
buenas relaciones, a que podría recomendarte.
—Corriente, me voy para allá, y aunque digan después
que me hacía falta lima. No importa.
—Pasarás luego a Chile y regresas, si te provoca, por
Centroamérica. Es una buena correría. ¿Está, pues, deci-
dido?
—Sí. Me decido por Lima y salga el sol por Antequera.

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A las tres se presentó Velarde. Alejandro no lo dejó ni sa-
ludar.
—¡Adivina qué hemos resuelto!
Velarde se aplicó un dedo a la frente.
—¿Pronunciarse?
—Nada. Otra cosa más grave y menos peligrosa.
—¿El problema de los globos? A propósito: sé algo so-
bre eso, que le voy a regalar a Fernando para que haga
un cuento; después lo oirán. Pero bien: habrán resuelto la
cuadratura del círculo…, del Círculo del Comercio.
—Tampoco. El Círculo es muy cuadrado. Es otra cosa.
—Resolverían lo de la piedra filosofal o el problema del
movimiento, que a mi modo de ver van ligados: nada se
mueve sin oro.
—Acertaste. Resolvimos el movimiento de Fernando,
que se moverá a Lima, si tú no dispones otra cosa.
—¡Admirable! Mis felicitaciones, Fernando. Dispongo
que me dejes tu paraguas, por aquello de que en Lima
no llueve nunca. Por eso no se pueden oír las cosas como
quien oye llover. ¿Y es cuestión decidida?
—Completamente decidida —dijo Alejandro—. Oye:
esta noche comerás con nosotros, es un festejo, luego ire-
mos al teatro.
—¿Al teatro en guerra?
—Sí. Hay una fiesta de caridad que permite, por excep-
ción, el Gobierno, y me han remitido un palco.
—Muy bien todo, pero con una condición.
—La que quieras.
—Me traigo a José Lasso.
—José Lasso… ¿Quién es ese? —exclamó Fernando—.
No es de aquí.

87
Alejandro y Velarde soltaron una carcajada.
—Que venga, pero ya sabes… —dijo el primero ponién-
dose un dedo en los labios y señalando con la mirada a su
hermano.
—¿Pero quién es? —volvió a decir este.
—Un magnífico sujeto. Es una sorpresa que te vamos
a dar.
Velarde salió al momento en busca de Pelusa, de quien
necesitaba, para reírse, como de los labios o de los dientes.

88
VI

Iban en el Municipal en la mitad de la segunda tanda, en


el clásico momento de entrar el doctor Camarón con su
formidable gabán, su barba de barboquejo y su gran pa-
ñuelo cocktail.
Alejandro, Velarde, Fernando y Pelusa, de guantes y
flor en el ojal, se presentaron en un palco de segunda fila.
La comida había estado muy animada, desde la presenta-
ción de don José Lasso al atónito Fernando, hasta las reci-
taciones de Velarde, versos de corte nuevo, intencionados
y sensuales.
Colgaron los abrigos haciendo crujir la seda y lanzan-
do ráfagas de perfume. Al irse a sentar, notó Pelusa que
estaba todavía con el habano en los labios. Se salió asusta-
do, entró de nuevo y cogiendo de manos de Alejandro los
gemelos, le apuntó a Camarón como con una escopeta de
dos cañones. El escenario había desaparecido: vio un cir-
co inmenso, un gran peladero circundado de raíces blan-
cas, en cuyo suelo rojizo y brillante se movía un monstruo
negro, apocalíptico, de alas enormes y de muchas patas,
como un pulpo.

89
Una mano gigantesca, de uñas enlutadas, caía luego so-
bre el monstruo, el cual levantaba el vuelo. Miró con terror
por debajo del binóculo y vio que lo tenía enfocado sobre
la calva de un viejo del palco siguiente, que se estaba es-
pantando una mosca.
En el patio reían muchos con la aventura del cigarro
de Pelusa, y se comentaba el regreso de Fernando al high
life. Alejandro le refería a Velarde en voz baja la escena
del almuerzo con Fernando, y este conversaba con Pelusa,
a quien la risa hacía llorar.
—Allí está el enemigo —murmuró Velarde en el oído
de Alejandro, y le señaló un avant scène de tercera—.
Mírala: todavía con el traje rojo y el abanico de avestruz,
últimos obsequios de Fernando. Esa que la acompaña
es la Sanguijuela de que te hablé, la de Pelusa en aquel
baile.
—Que no se entere Fernando —respondió Alejandro,
mirando de soslayo al palco.
—Es seguro que ya la vio.
Efectivamente, este había visto a Diana y a su compa-
ñera desde que entró, lo mismo que a doña Celestina, que
sacaba la cabeza como una grulla por entre las dos muje-
res, y detrás de estas, de pie, el bulldog y el personaje del
solitario, con los sombreros encasquetados, los sobretodos
puestos, los gemelos en bandolera y padeciendo arcadas
de risa. Los atravesaba a todos con la mirada, sin atreverse
a aplicarles el anteojo. Diana mascaba galletas, y por enci-
ma de su tía, riendo a carcajadas, hablaba con el diputado
a lo Sancho Panza.
—Si la vio —decía Alejandro—, no hay que soltarlo un
momento. Que no se vean esta noche.

90
Fernando trataba de coger la conversación, pero no lo
dejaba Pelusa con sus carcajadas, una de las cuales dege-
neró en tan lamentable estornudo que tuvo que levantar-
se a coger el pañuelo, olvidado en el sobretodo. Todo el
mundo volvió la cara y Diana vio entonces a Fernando de
perfil, pálido, triste, sonriendo con languidez. Lo encontró
interesante y muy superior a sus dos congresistas, que de
las risas pasaban en ese momento a ponerse serios como
dos asnos al oír que Camarón se desataba en improperios
contra las notabilidades rurales.
—No ha venido Fernando, pero no tarda —dijo Diana
en la oreja de la tía.
—Ojalá no se nos prenda —repuso la vieja, que igno-
raba los planes de su sobrina y era sanchopancista furi-
bunda.
Diana se quedó callada, y al caer el telón se metió al
fondo del palco a fumar cigarrillo y a dialogar con su re-
presentante.
En las cantinas hervía la concurrencia. Se charlaba, se
bebía, se fumaba; una gran fila se extendía a lo largo del
mostrador, y de los corrillos salían las frases, las toses y las
risas entre capas de humo.
Los cuatro amigos se acercaron a tomar una copa. El
bulldog de los anteojos se metió por entre ellos y habló
bajo con el cantinero.
—¡Ay, ay, ay! —gruñó Pelusa al salir el bulldog.
—¡Dipense uté! —dijo este sin fijarse en el pobre
Pelusa, que se cogía con ambas manos el pie izquierdo,
destripado por un pisotón del excongresista. Tras este si-
guió un mozo con dos botellas de champaña, copas y car-
tuchos de dulces.

91
Fernando encendió un cigarrillo y al rato se paseaba solo
en el pasillo que daba al palco de Diana. Oía carcajadas,
ruido de vasos y palabras sueltas: «Delicioso…», «Otra
copa…», «Donde ustedes gusten…». Comprendió que
se trataba de una cena. Estaba desesperado. Resuelto a
entrar, llegó hasta la puerta varias veces y otras tantas re-
trocedió. Se paraba, volvía a pasearse, por fin se decidió a
penetrar.
—¿Tomamos otro trago? —le dijo Velarde, que lo iba
siguiendo, en el momento de tocar a la puerta.
Fernando se volvió contrariado y rehusó.
—Vamos, hombre, hay unos cocktails magistrales, y
Alejandro nos espera. ¡Camina!
Se lo llevó del brazo. Apenas alcanzaron a tomar la
copa y se metieron al palco.
Diana miraba a Fernando con insistencia. Tenía miedo
de que la presa se le escapara, y luego acababa de verle
el alfiler de la corbata. Esas tres perlas lucían un oriente
magnífico y sus irisaciones iban hasta ella como saetas.
Las joyas tenían sobre aquella mujer poderosa influencia
magnética. Cuando era pobre pasaba largas horas ante los
anaqueles, bañándose en las aguas misteriosas de las pie-
dras, soñando con los ojos abiertos, fascinada, borracha de
color y de luz. Ya rica, permanecía días enteros ante sus
tesoros mágicos tendidos sobre la colcha azul del lecho,
viendo, maravillada, la carne viva de los rubíes, las hojas
frescas de las esmeraldas, el coñac cristalino de los topa-
cios y los diamantes que cintilaban sobre el azul como las
estrellas en las noches de diciembre.
Apuntaba los gemelos sobre Alejandro y veía con delei-
te sus joyas: un anillo de esmalte negro rodeando un gran

92
diamante que llameaba entre lo oscuro como un farol eléc-
trico y le quemaba los ojos; en la leontina un leoncillo de
oro con ojos de zafiro parecido al Fernando de otro tiem-
po, y en la corbata una perla como un globo de luz. Sentía
necesidad de aquellos tesoros, que adquiriría a cualquier
precio, sin perjuicio del solitario de su congresista y hasta
de los espejuelos del bulldog, que podrían servirle a doña
Celestina. Velarde la derrotaba clavándole sus gafas insul-
tantes, mientras Alejandro le decía al oído:
—Por fortuna esto ya concluye.
Fernando se quedó el último viendo salir al público por
la estrecha puerta como un lago que se derrama.
Contemplaba el desfile carnavalesco y se reía a solas de
aquel pedazo de sociedad, como un desquite que tomara
de toda ella.
Millares de caras: sonrientes, pensativas, indiferentes,
frías, unas redondas, cuadradas las otras, estas llenas de
gestos, aquellas impasibles.
Cabelleras de todos los tamaños y todos los tintes, co-
lecciones de chiveras, moscas, bigotes, patillas, peras y
boulangers como el equipaje de un primer galán.
Calvas reverberantes de mil formas y dimensiones,
como el monetario de un museo internacional.
Surtidos completos de pelucas, tapacalvas y casque-
tes de todas las formas: desde el pelo híspido de los indios
hasta el azabache apretado de la raza negra, y de todos los
colores: desde el rubio ámbar de las ladies de Albión hasta
el blanco empolvado de las cortes antiguas.
Narices alegres, narices tristes, unas largas y otras cor-
tas, estas torcidas, aquellas rectas; narices de garfio, nari-
ces de galápago, unas a modo de interrogantes, otras como

93
admiraciones, todas con las ventanillas abiertas, semejan-
tes a los dos puntos de la diéresis.
Bocas anchas como tajos de sable, profundas como es-
tocadas, redondas y pequeñas como tomates, unas sin un
mueble, otras de dientes para afuera.
Orejas descomunales, laberínticas; orejas de fraile,
orejas de mercader, orejas de asno y de toro, voladas unas
como puertas abiertas, otras arrimadas al cráneo y otras
perdidas entre bosques de pelo.
Una constelación de ojos, desde el ojo inmenso como
el de los cíclopes hasta el imperceptible y contraído de los
miopes: azules, negros y carmelitas. Se diría el depósito
de un oculista. Ojos soñadores y mudos, dulces y agrios,
fríos y calientes, secos y lacrimosos, todos bajo la ceja in-
dómita o dócil, todos por parejas como cogidos de brazo, y
muchos tras de las antiparras huyendo el polvo, la luz o el
aire. Era Argos que salía del teatro.
Observaba Fernando la gran sala que se desocupaba;
la sala que un momento antes reía con su doble hilera de
palcos cargados de color, y que, al vaciarse, semejaba una
enorme boca sin dientes.
Al llamarlo Alejandro, volvió de su ensueño y alcanzó
a recoger, con hambre, una mirada que le botó Diana, una
mirada llena de recuerdos y de lubricidad.
Velarde propuso rematar la noche cenando los cuatro,
y se dirigieron a un café.
Decidido Alejandro a que Fernando partiera sin falta
al otro día, los hizo levantarse de la mesa a la una. Duran-
te la cena Velarde refirió lo prometido acerca de la direc-
ción de los globos, y Pelusa, que estaba alegre de cascos,
después de referir entre un mar de risas la gran aventura

94
del baile en que lo lavaron, contó la peripecia de la calva
del viejo que tomó por un circo. Le puso azúcar y agua
al vino blanco para volverlo limonada, se guardó los res-
tos de los cigarrillos de sus compañeros, y en un rapto de
elocuencia peripatética se metió en la boca el cigarro por
la candela y cayó sentado sobre el sombrero de Velarde,
escupiendo chispas como el Diablo.

Diana pasó la noche en una espantosa orgía. Se despertó


muy tarde, sin saber en dónde estaba ni quién era, en la
alcoba inundada de vapores calientes, echada en su lecho
revuelto como el nido de una serpiente.
Tenía la cabeza hundida entre las almohadas sucias, y
el cabello enredado y lleno de marrones parecía una rue-
da de triquitraques. La cicatriz honda y violada, los ojos
turbios, con un cerco rojizo, la cutis lustrosa, abiertos
los poros y con las huellas del colorete y los polvos; an-
chas ojeras amarillosas, la punta de la nariz encendida y
gruesa, y con la lengua blancuzca y papilosa se mojaba
los labios resecos como pétalos marchitos, dejando ver los
dientes ahumados por el cigarrillo. La papada le caía en
un pliegue formando surcos en la garganta carnosa, más
oscura que el rostro; una parte del seno descubierta subía
y bajaba con la respiración anhelosa, y fuera del cobertor,
a lo largo del cuerpo tendido de lado que se dibujaba como
un cerro, tenía un brazo semejante a un pez gordo, con las
marcas de la vacuna más blancas que el resto de la piel.
Después de un gran trago de elixir nacional de limón,
tomó un desayuno de huevos tibios y café con leche y se
levantó. Eran las dos de la tarde y todavía en déshabillé,

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se paseaba fumando en los corredores, envuelta en un
matinée desgarrado, blanco y rojo, y arrastrando los pies
metidos entre las pantuflas de paño gris y pieles.
Sentía cierto miedo que no acertaba a explicarse ni po-
día desechar. Le corrían temblores por la espalda como
gotas heladas; en la boca un sabor repugnante a cobre;
la saliva estaba pegajosa, las manos húmedas, las piernas
débiles, y los oídos le zumbaban como oyendo un tren a
lo lejos.
Todo lo veía opaco, tenía los tendones tirantes, y se sen-
tía sedienta, sobreexcitada, de mal humor, muerta al mis-
mo tiempo de pereza, odiando la luz y con ganas de huir,
de no ver a nadie ni ser vista, de eliminarse, de no existir
mientras llegaba la noche, su noche amada.
Por momentos se acordaba de que Fernando no iba
desde el sábado…, ¡y ya era lunes! ¿Qué podía ser aque-
llo? Algo raro sucedía; sin duda, Alejandro y Velarde lo
tenían cogido. Peor para él. Le cruzaban ante los ojos,
haciéndoselos cerrar, el alfiler de perlas y las joyas de
Alejandro, y seguía soñando con las maravillas que este
debió traer de Europa y que a ella se le antojaban tan
valiosas como los tesoros del Abate Faria. Collares de ru-
bíes que la harían parecer degollada, pulseras de perlas
como huevos de paloma, pendientes, anillos y estrellas
de brillantes, esmeraldas, ópalos y topacios enormes…,
todos los estantes de las joyerías entre un inmenso cofre
de oro.
Doña Celestina, de chinelas y pañolón desteñido, pasó
por el patio sin mirarla. Diana tiró el cigarrillo, lo apagó de
un zapatazo y le gritó:
—¿Qué será que no viene?

96
—¿No quedó de venir a las seis? Eso dijo el señor de
anteojos.
—No hablo de los muérganos de anoche. Hablo de Fer-
nando.
—A las horas que te viniste a acordar del mugre…
—No es eso. Es que lo necesito.
—¿Y para qué, al arrastrao ese?
—Usté cállese. ¡Nada le importa!
La vieja salió refunfuñando, con una botella en la mano,
sin atreverse a contestar. Todos en la casa le tenían miedo
a Diana en esas mañanas negras que seguían a sus bacana-
les, y la dejaban sola, lamiéndose los labios y paseándose
al sol, con su traje de manchas rojas como una pantera
cubierta de sangre después de un festín.
Manolo asomó por el pasadizo:
—Mamá, deme un cuartillo.
—¡Quita de aquí, mugroso!
Gritó a la criada:
—¡Gregoria!
Se presentó una india chata, regordeta y cobriza, de unos
cuarenta años, ojos de zorra, dientes paletones color de
sebo, manos redondas de dedos porrudos casi sin uñas,
de pelo como carbón agarrado con un hiladillo, pecho bajo
y caído, con un delantal mugroso que bajaba hasta los an-
chos pies, descalzos y embarrados.
—Llevate este mocoso y volvé mudada.
Gregoria cogió al chico de la mano y se lo llevó. Era
una máquina. Había hecho de la obediencia una segunda
naturaleza. Después de largos años de hambres, de enfer-
medades, de alzas y bajas bruscas, durmiendo hoy en una
tienda, mañana en un palacio, al otro día en un portal,

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errante siempre, sin un ser que viera por ella, cansada
de la lucha estéril en medio de la sombra, había acabado
por refugiarse en aquella casa, bajo las impertinencias de
doña Celestina y las iras de Diana.
Era de Tuta y llevaba veinte años en Bogotá. No tenía
historia mencionable, como no fueran los malos trata-
mientos que sufrió en la niñez y que la obligaron a huir;
las peripecias amorosas de todas las de su calaña, tristes
reclutas del vicio: idilios fugitivos, un haz de desengaños y
el duro abandono, cuando no viene la perdición, de la que
salvó a Gregoria su figura de tunjo. Por último, el rodar de
casa en casa, hasta caer en alguna de donde, con la última
enfermedad, las recogen en una camilla y las llevan al hos-
pital a cumplir la cita con la muerte.
Cuando no estaba en la calle llevando cartas o recados
de Diana, o tras esta cuando iba de tiendas, conducien-
do las compras, o en los mercados que visitaba todas
las mañanas, pasaba el día en la cocina con los ojos llo-
rosos, envuelta en humo como en una batalla, oyendo
el chisporroteo de la leña, tarareando aires melancó-
licos de su tierra, adormecida por el cantar de las mar-
mitas.
De noche, Gregoria dormía a Manolo con historias inve-
rosímiles o con el canto gregoriano de su mísero reperto-
rio; y luego, a medio vestir, se tumbaba como un animal y
con la cabeza sobre una almohada tísica, entre un junco y
dos mantas burdas, con la boca abierta, que sonreía como
un clavicordio, roncaba hasta el amanecer.
Sobre quienes la rodeaban llevaba Gregoria una ven-
taja inmensa: no sabía leer. Aislada así de las corrientes
sociales, se mantenía, según cierta escuela, a un paso de

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la felicidad suprema, la felicidad de las piedras y de los
muertos.
Era un poste humano que tenía en la cabeza el aislador
poderoso de la ignorancia.
Muchas veces con la inconsciencia de un cañón que
lanza un explosivo, aquella paloma mensajera con plu-
maje de frisa condujo papeles que produjeron estallidos
violentos.
Canasto al brazo pasaba en calma por las esquinas ne-
gras de gentes, enloquecidas ante cuatro signos que conte-
nían todo el veneno vertido por los hombres en sus luchas
dolorosas.
¡No sabía leer! De cuántas desazones escapó en su
vida, qué de engaños le evitó su ignorancia, cuánta desilu-
sión, qué de lágrimas, cuánta prosa hueca, cuántos malos
versos…
Era sumisa, reservada, astuta y conocía Bogotá como
un cartero, lo que la había convertido en el brazo derecho
de sus señoras, único ser en el mundo para quien lo fue-
ron doña Celestina y Diana.
Esta, ya en su cuarto, se acercó al armario de espejo y
contempló un instante su traje sangriento y amplio que
suprimía todas las curvas del cuerpo, la frente coronada
de ganchos y papeles, los ojos apagados en que dormía la
concupiscencia, la faz desteñida y abotagada, la nariz an-
cha, los labios muertos y la garganta pletórica. Se pasó con
fuerza la mano por la cicatriz, como si quisiera borrarla,
y abrió la puerta que se quejó débilmente y que, al girar,
reprodujo con rapidez toda la habitación.
De una cajilla de sándalo, sacó una tarjeta que decía,
simplemente, «Diana», y con lápiz mojado en los labios,

99
apoyándola en la pared, escribió a Fernando cuatro pa-
labras secas en que lo reconvenía y lo llamaba. Metió el
cartón en una cubierta olorosa que humedeció hacien-
do chasquear la lengua, lo cerró y puso encima: «Señor
Fernando Acosta», y debajo, en letras torcidas: «Presente».
Gregoria entró de mantellina negra por el pescuezo, el
pelo asentado y lustroso, la cara brillante, de zarcillos azu-
les y alpargatas níveas que se movían bajo la enagua de
zaraza dura y crujiente.
—Esto para Fernando —dijo Diana sin mirarla.
—Sí, mi señora —repuso la criada cogiendo el papel
y encaminándose a la puerta con andar de gallina gorda.
—Si no está, se lo dejas; pero volvé pronto a arreglar
esto y a darme el almuerzo.
—Bueno, mi señora.
Diana cerró la puerta dejando abierto un canto por el
que penetraba un chorro de luz que amasada con la som-
bra envolvía el cuarto en media tinta suave. Había allí
un completo desorden: el traje en el suelo, una chipa de
enaguas blancas bostezaba al pie del lecho, por un lado
el corsé descansando de sus esfuerzos, por otro las cal-
cinaguas infladas como un globo; una bota en un rincón,
otra sobre un baúl; en un candelero de níquel la bujía in-
tacta, pues Diana se acostó con el día; sobre la mesa de no-
che las joyas, revueltas con horquillas de carey y de cobre,
con cintas, alfileres y encajes, formando todo una pequeña
pirámide luminosa, y en la barandilla las anchas medias
color de carne, que parecían las piernas de un maromero
colgado de las corvas.
Se desnudó lentamente el busto y empezó a bañarse
levantando remolinos de agua y espuma. Al rato sacó por

100
la puerta medio cuerpo mojado y cubierto de sol, como el
de una sirena.
—¡Venga alguno! —gritó con fuerza.
—¿Qué se te ofrece? —respondió doña Celestina desde
el otro patio.
—¡Agua! —volvió a gritar Diana entrándose.
La vieja llegó con una vasija desportillada y vertió un
torrente de agua pura en la jarra de porcelana pintada
de oro.
Tiritando aún, metida entre un jubón blanco y transpa-
rente que le ceñía las altas redondeces, con un pie sobre la
cama, dejando ver la pantorrilla torneada y gruesa, cubier-
ta con una media negra que cogía arriba de la rodilla una
liga rosada, se abrochaba Diana una bota enorme cuando
sintió entrar una persona. Se volvió con calma y vio a la
criada con la tarjeta en la mano.
—¿Qué fue?
—Que no estaba el señor.
—¿Y no te dije que la dejaras, so animal?
Gregoria le explicó. Se había cansado de golpear; por
fin salió un muchacho y le dijo que el señor Fernando no
estaba; cuando ella quiso dejarle la carta, él le manifestó
que era inútil porque don Fernando no volvería esa tarde:
había salido en traje de campo.
—El joven —continuó Gregoria— no quería decirme al
principio paronde se había ido el señor, pero después dijo
que cogería el ferrocarril de la Sabana.
—Está bien. Ahora dame algo de almorzar, pero pronto.
Se peinó a la ligera, se echó una saya de seda, se puso
unos topos de brillantes que ardían como candiles sobre
los lóbulos de las orejas, y sacando del armario la mantilla

101
de crespón de la China se la prendió a la cabeza con un
alfiler de espada.
Enseguida almorzó caldo, un poco de carne, pan y cer-
veza. De paso cogió unos guantes negros y la sombrilla
gris, y fue a salir.
—¿Y si vienen? —le gritó con angustia doña Celestina.
—¿Quiénes?
—Los caballeros de anoche.
—Ah…, ¡los mugres esos! Si vienen…, que vengan. Has-
ta luego. Que me esperen. Antes de las seis vuelvo.
Al salir vio la hora en su pequeño reloj esmaltado, con
un conejo en la tapa. Iban a ser las cuatro.
Los congresistas le interesaban mucho, sobre todo el
vejete y su solitario, esa joya preciosa que faltaba en su
colección y que pensaba transformar en pulsera. Pero en
esos momentos no estaba para congresistas: herida en su
orgullo, no podía pensar sino en Fernando, cuya fuga la
llenaba de soberbia. No lo quería, ni lo había querido nun-
ca, ni en la primera época de sus amores, cuando él la cu-
bría de oro. La caída del muchacho le inspiró lástima los
primeros días, más tarde le volvió desprecios por cariño,
luego lo cubrió de escarnio con sus sarcasmos brutales, y
últimamente le causaba un asco invencible aquel esque-
leto ambulante, de manos sudosas, de piel enjuta, de ojos
tristes y respiración infecta y ardorosa. La víspera lo hu-
biera arrojado de su casa como a un mendigo; ahora no se
le antojaba soportar que se lo arrebataran sin arrancarle la
última de sus ilusiones, sin ser la causa de su postrer dolor
y la dueña de su último real. Se sentía atenaceada por la
ira, rabiosa como un perro cuando le quitan el hueso que
roe después de comerse la carne.

102
Soñaba con Fernando, lo deseaba, lo quería tener cer-
ca para humillarlo, para verlo de rodillas, aunque tuviera
que botarlo enseguida. Arrebatada como una histérica, iba
azotándose por la calle presa de raros estremecimientos
lúbricos, y en medio de su fiebre no veía al adolescente
enfermizo sino al joven nervioso y sensual de otro tiempo
que la dominaba con sus caricias, que le infundía el calor
de su cuerpo, que la embriagaba con sus besos largos, que-
mantes, abiertos…
Le hubiera dejado unos días su alhaja de perlas, y hu-
biera diferido el asalto a la fortuna de Alejandro, con tal de
no verse vencida por este, con tal de sacar triunfante su or-
gullo y retener a Fernando, que era suyo y de nadie más…
A la media cuadra tuvo que regresar: había olvidado el
dinero. Entró precipitadamente, tiró un cajón del armario
y tomó un ridículo de cuero negro, pendiente de una ca-
dena plateada que se envolvió en la muñeca, después de
cerciorarse de que había dentro diez billetes de a peso y
uno nuevo de a cinco duros.
Al salir de prisa sonaron las cuatro y oyó claramente el
pito del tren de la Sabana.
«Si se había de ir hoy, ya se fue —pensó—. No impor-
ta. Ese va a dar fijamente a la hacienda del hermano. La
cuestión está en que el tal Alejandro no haya ido a sacarlo
o el sinvergüenza del Antonio Velarde, siempre metiendo
el hocico».
Echó hacia la casa de Alejandro, situada por la calle de
San Miguel, a ver qué podía averiguar para no errar el
golpe que meditaba. No fue necesario, en una esquina en-
contró a Pelusa y lo extrajo de un corrillo.
—Señor Pelusa, ¿me permite una palabra?

103
—¡Mi señora! ¿Cómo está usted? ¿Qué tal por allá?
—respondió Pelusa separándose del grupo, hecho un arco,
el sombrero en el suelo y la mano extendida.
Diana le dio dos pases y lo puso en el terreno. En ese
instante acababa de llegar de la Estación de Occidente con
Alejandro y Velarde, después de embarcar a Fernando. El
viaje, resuelto la víspera en una comida en casa de los dos
hermanos, era cosa larga. Tomando la vía de Girardot a
salir a Honda, Fernando iría a Lima, luego a Chile y regre-
saría por…
—Por…, no me acuerdo —concluyó Pelusa—. Es una
correría matroz, cosa de más de un año. El día lo hemos
pasado consiguiendo los pasaportes, arreglándolo todo
para no demorar el viaje. Yo estoy bestialmente cansado.
Los transeúntes miraban con asombro a Pelusa tan
fresco, entretenido en plena calle con Diana, que estaba
encendida de cólera. A Fernando le quedaba dinero y se lo
estaba ocultando; tenía con qué viajar…
—¡Miserable! —dijo en alta voz, sin cuidarse de su re-
pórter—. ¡Conque sí! Conque se va sin avisarme el gran
canalla… ¡Ese me las paga!
—¡No friegue, hombre, mi señora! —exclamó Pelusa
aterrado.
—Hasta luego, señor Pelusa. Mil gracias.
—No hay de qué, mi señora. Que lo pase muy bien,
saludes por allá.
Diana no quería saber más. Caminó un poco, subió por
la calle 12, se detuvo un momento en la esquina de la Aca-
demia y dobló hacia el norte…

104
VII

Después de almorzar, Velarde, sentado en una silla de cue-


ro, cerca del balcón, hojea al acaso una novela de Anatole
France y deja ir sus pensamientos enredados en el humo
de su cigarro, en pos de las anotaciones marginales del
libro, hechas con lápiz.
Sonríe a ratos con las adorables extravagancias que en-
cuentra, y otros cierra los ojos y lanza la imaginación a va-
gar con el autor de Thaïs por los laberintos de una filosofía
de buen gusto.
«De todos los trabajos a que puede entregarse un hom-
bre honrado —dice France—, el de hundir clavos en un
muro es quizá el que procura los más tranquilos goces».
Velarde sonríe vagamente, pensando en que no hay
tanta honradez en eso de «meter clavos», como se llama
en Bogotá hacer trampas, meter chuzos, y sin soltar el li-
bro, sigue mirando hacia afuera.
Por entre dos vidrios cubiertos con una cortina blan-
cuzca, como al través de un encaje de bruma, se ve una
faja de la ciudad. El ojo abarca a lo largo una extensión in-
mensa cortada a lo lejos por las nubes de algodón brillante,

105
amontonadas como un rebaño de carneros formidables
dormido sobre el lomo de los cerros.
A lo ancho coge la vista dos cuartas, lo que miden los
vidrios. ¡Dos cuartas de cielo…! Un cielo despejado con
una nubecilla en la mitad como una garza. Casi recostados
al cerro sacan sus copas verdinegras los pinos que escol-
tan el obelisco de los Mártires, oculto con vergüenza entre
mares de hojas. El monumento no se ve. Obra de los hom-
bres, parece detenido por alguna mano misteriosa y se ha
dejado tapar por los árboles, obra de la naturaleza. «Esos
pinos —pensaba Velarde— con su memento eterno por
los mártires, en esta época sombría de ingratitudes y de
olvidos, entonan el himno de la posteridad».
Y Anatole France le respondía desde una página del
libro:
«La posteridad no es imparcial… Lo que no le interesa
lo olvida. No es un juez como creía Madame Roland: es
una muchedumbre ciega, aturdida, miserable y violenta
como todas las muchedumbres. Ella ama… y odia sobre
todo. Tiene prejuicios, vive con el presente, ignora el pasa-
do. No hay tal posteridad».
Descorazonado con la respuesta siguió mirando al ex-
terior. Ante sus ojos se desenvolvía la ancha cinta de los
tejados, cruzada por trazos fuertes, como el desarrollo de
un problema de matemáticas sobre un tablero rojizo. Las
líneas se cortan en mil puntos dejando ver pedazos de
fachadas altas que tajan el espacio, paredones escuetos,
bocas triangulares negras de hollín, caballetes como bizco-
chuelos cubiertos, bardas coronadas de pencas, vigas des-
nudas y membrudas como los brazos de los bogas, tapias
barrigonas de zócalos mugrosos como con el traje levan-

106
tado, techumbres de zinc reverberantes, claraboyas como
aljibes de luz en que se bañaba el sol, agujeros que fingían
cuencas de ojos y esqueletos de casas en construcción con
las espaldas desnudas, las costillas al aire y un enjambre
de obreros sobre los hombros.
Las veletas desteñidas giraban a todo viento como polí-
ticos sin rumbo; las mediaguas se protegían con las pare-
des maestras; los balcones interiores miraban a los solares
por encima de los muros viejos, agachados como escam-
pando un golpe, y de las casuchas jorobadas que parecían
buscar algo en el suelo.
Un cuervo, un Thénardier del espacio, oteando despo-
jos, describía espirales inmensas, y subía y bajaba como
por una invisible escalera de caracol. Las golondrinas, las
que hicieron dudar a Michelet si son espíritus o pájaros,
agitando sus alas «rápidas como las del tiempo», nadaban
en el aire con zigzags bruscos, se quedaban por momentos
quietas puntuando el éter como gotas de tinta y penetra-
ban luego con fuerza en sus nidos como saetas negras que
fueran a atravesar los muros.
Sobre un tejado departían dos gatos rubios, flacos y
trasnochados. Movían las amplias colas como plumas de
agua que agita el viento al sol, las orejas dobladas hacia
atrás los hacían ver de cofia, unían los hocicos hirsutos,
se frotaban como queriendo sacarse chispas. Se dirían
dos dinamos cargados. Maullaban un dúo lleno de erotis-
mos y disonancias, y al fulgor del sol, con los dorsos enar-
cados, parecían dos pequeños puentes de oro. Nacidos el
uno para el otro, contra la regla iban a celebrar sus bodas
en pleno día. Caminaban con cautela, él adelante como un
don Juan conocedor del terreno y ella con las timideces

107
de una doña Inés que acaba de dejar su retiro. Fueron a
situarse en el espacio que se veía entre un poste alzado al
cielo como el dedo de un predicador gigantesco y una chi-
menea de ladrillos negros, que arrojaba humo grueso, se-
mejante a un fraile que fumara, un fraile vuelto de espal-
das, de talle rechoncho, de hombros subidos, cogulla caída
y nuca gorda y pelada bajo el ancho sombrero de teja.
En las propias faldas del fraile iba a tener lugar la orgía
sangrienta de caricias.
Velarde seguía con atención profunda el curso de los
acontecimientos. Un muchacho de blusa blanca cogía go-
teras ahorcajado en un caballete picado de viruelas y mi-
raba atónito a la enamorada pareja. De pronto se levantó.
Estaba allí como la estatua de la Arquitectura, descalzo,
con un pie a cada lado del caballete, el sombrero en la
nuca, una mano en el bolsillo del pantalón, en la otra un
palustre como insignia, al lado un cuero con argamasa y
cantos de piedra y al frente las alpargatas nuevas que pa-
recían huevos de gallina. Se agachó con maña, cogió una
piedra untada de cal y limpiándola con la blusa la arrojó
como una bomba sobre los dos cónyuges felinos que con
una fuerza de muchas voltas se dirigían apasionados re-
soplidos, se excitaban con la cola, se mordían y a manera
de oberturas estallaban en duetto en crescendo, como un
sochantre y una partiquina enamorados.
El poema se hizo pedazos. Zapaquilda, asustada, se des-
colgó por un canal, y Misifú, esponjado, rijoso, de un brin-
co se metió por la boca del fraile fumador, el cual parecía
resuelto a bendecir aquel idilio trágico.
—Es una impertinencia —se dijo Velarde— lapidar a un
gato en esas circunstancias. Ni que fuera la casta Susana.

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«Si el siglo xviii —le dijo France por boca de un aba-
te— se debe llamar el siglo del crimen, el xix será tal vez
llamado el siglo de la expiación».
«He aquí la clave —pensaba Antonio—, con la diferen-
cia de que a los animales y a los tontos, que da lo mismo,
les toca expiar los crímenes de los hombres, quienes se
han apropiado todo el derecho para dejar a los otros el
revés. ¡Qué infamia! Como si no fueran también sensibles
al placer y al dolor, como si no se dieran de vez en cuando
el lujo de pensar. Aquí lo dice un personaje de la novela
refiriéndose a su perro: “Esta alma canina. Un animal… es
propiamente un alma, aunque no sea inmortal. Sin em-
bargo, al considerar la situación que esta pobre bestia y
yo ocupamos en el universo, reconozco a uno y otro los
mismos derechos a la inmortalidad”.
»Exagera un poco Monsieur France —concluyó Velar-
de—. Yo no voy tan lejos, pero de tejas para abajo los ani-
males debieran tener derecho siquiera al amor, asegurado
contra las pedradas de los chicos. Es lástima que sean tan
animales: si no lo fueran, harían también su Revolución
Francesa y guillotinarían a los albañiles. Las castas privile-
giadas y los dioses decaen visiblemente: hoy reclutan sin
miramientos a los tataradeudos de los zipas y son lapida-
dos los gatos, los gatos que fueron divinidades egipcias
tan amadas que un soldado de Antonio fue despedazado
por el pueblo porque mató un gato.
El sol bajaba del cenit ofreciendo un brindis de luz. Co-
rría al través del aire caliente cargado de lujuria, leve hari-
na luminosa que abrillantaba la atmósfera. Los árboles y
las nubes inmóviles, las hojas achajuanadas por el calor de
las dos de la tarde. Se oía la danza de las moscas y el rodar

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de las basuras en esa hora de quietud y bochorno en que
el sol revienta a besos los gérmenes y calcina los retoños.
A diez metros del balcón un arboloco se agarraba de una
pared vieja con uno de sus brazos, y el fuego del día que-
maba las hojas pecosas que se bamboleaban y parecían
sapos enormes sobre el tronco tostado.
Alejandro entró sin hacer ruido.
—¿Qué estás mirando?
—Los tejados —respondió Velarde, volviéndose sor-
prendido—. Es un mundo distinto y superior a las bajezas
de la tierra. Está por encima de los hombres. Mira.
Había tejados como tableros de ajedrez con sus cua-
dros negros y amarillos, formados por los remiendos de
las tejas nuevas. La chimenea cilíndrica de una fábrica,
como un cigarro clavado de punta, botaba entre el humo
espeso chispas como corales. Las tejas, bajo el aguacero
de llamas, se veían acostadas en fila con el vientre al aire,
mostrando las carnes ásperas en busca de fresco. Tejas ne-
gras y lucientes como escarabajos, tejas verdosas cubiertas
de liquen como grandes peces con reverberaciones de es-
camas, tejas carmelitas tendidas al sol como lenguas ni-
tradas. Y en los espacios toda una vegetación raquítica y
desgraciada, de tonalidades lechosas, hija de los gérmenes
que desecha el viento, y que sirve de botiquín a los gatos
bohemios y a las aves errantes con sus flores escuálidas,
sus raíces al aire, sus hojas miserables y desteñidas.
—Esto se llama vivir de tejas para arriba —dijo
Velarde—. Y no solo de tejas, sino de pajas para arriba.
Vuelve los ojos a la derecha.
Como arrancada de un lienzo de Millet, a metro y me-
dio del suelo alzaba su pobre silueta una casuca de paja,

110
que agonizaba en cruel abandono entre los edificios de
teja. Vestía un traje sucio y andrajoso de vergonzante y
su frontis estaba lleno de cicatrices. Era una ruina sin tra-
diciones y sin gracia teniéndose en su palabra de honor;
una casa tuerta cuya única ventana de barrotes partidos
semejaba un ojo enfermo de pestañas recortadas y de mi-
rada envidiosa.
—Cuando llueve —siguió Velarde— la casa sigue llo-
rando por muchas horas mientras las otras ríen.
Una enredadera siempre verde, con campánulas como
amatistas colosales, tramaba sus hojas con la cabellera pa-
jiza de la casuca, esa cabellera cortada al rape por tijeras
del tiempo y que parecía, bajo el ramaje fresco, la cabeza
cana de un poeta coronado de pámpanos.
Hacia adentro, en un pequeño jardín de plantas ador-
mecidas por el fuego, dos rosas purpúreas como entrañas
palpitantes se columpiaban hasta besarse.
—Es el amor de las flores —exclamó Alejandro.
—Esas dos notas de un rojo sangriento —concluía
Velarde—, agudas como gritos de violines, dominan el
canto monótono y sordo del verde que las rodea, vibran
con los acordes de violonchelo de aquella maceta de cla-
veles amarillos, se clavan sobre la nota profunda, que al
mecerse a compás introduce el lirio violado como bajo
marcante, y corren con las notas ágiles de los alelíes que
suenan como tamboriles.
—¿Qué cosa? —interrumpió Alejandro con asom-
bro—. No entiendo jota de ese guirigay.
—Es muy sencillo: yo siento sonar los colores.
—Y yo siento mucho que tú sientas eso. Es una parado-
ja inaudita, lo cual no impide que yo la respete. No soy de

111
los infalibles que quieren hacer su feudo del campo de las
ideas y hasta de las sensaciones.
Una muchacha de negro, como un capuz, entró con
unas tijeras en la mano y cortó las flores, que se deja-
ron decapitar sonrientes y cantando como los giron-
dinos. Apenas algunas lágrimas silenciosas cayeron de
sus cálices y mojaron la cuchilla y las manos del ver-
dugo.
—Mira —prosiguió Velarde—. La orquesta de colores
se va apagando poco a poco, las flores mueren y callan y el
verde, el eterno verde, sigue entonando su canto profundo
y triste como un coro de monjes. ¿No ves allá un borrache-
ro? Pues esas trompetas blancas que salen por entre las
hojas tocan silencio. Ahora, hablando de otra cosa, ¿qué
hay de la guerra?
—El mismo eterno son: bolas.
—Echa una: la más gorda.
—Quince mil flecheros por el Llano.
—No está mala. Luego es probable que cada flechero
traiga su juana… de arco. Suelta otra.
—Vienen para el Gobierno cinco mil gitanos de espin-
garda, sin contar las mujeres ni los niños.
—Voluntarios, naturalmente.
—Contratados en Murcia por el ministro de Colombia.
Nos vamos a divertir con Gitania sentando aquí sus reales
y llevándose sus pesos.
—Verdaderamente. Mucho papel harán los zíngaros.
Pero si ellos, al entrar en danza, no rompen el amplio molde
de la Regeneración, ya no hay cuándo.
—Pueda ser que lo rompan otros.
—Ojalá. Y dime, ¿qué sabes de Fernando?

112
—Recibí un telegrama de Serrezuela. Dice que va bien.
Creo que hemos triunfado. Yo confío en que este viaje lo
curará de todas sus dolencias físicas y morales. Lo princi-
pal está ya hecho: sacarlo de aquí, arrancárselo a la mujer
aquella. Los sacudones de la travesía, el aire del mar, el
movimiento, es seguro que lo mejoren. Si eso no sucede
en poco tiempo, lo haré regresar y me entregaré a cuidar-
lo. Lo que es la ciencia no hará nada por él. Nos llenará
los oídos de palabras terminadas en -isis, en -ea, en -itis,
en -agia, pero seguirá mi hermano camino de la muerte
quemado a fuego lento por la llama de una fiebre tenaz.
—¡Qué demonio de Diana!
—Cierto. Sin esa mujer hubiera vivido más y yo tam-
bién, porque con la muerte de Fernando se consumará la
mía moralmente. Mal que bien, pero se habría conserva-
do muchos años. ¿Te acuerdas del señor Leüder, aquel di-
plomático alemán alto, con los huesos forrados en la piel
amarillosa y reseca como una hoja de tabaco, siempre con
la boca abierta buscando el oxígeno en las nubes?
—Cómo no. Me acuerdo muchísimo. Andaba a caballo,
con las piernas meciéndose al aire, como dos bejucos vie-
jos. Era millonario, vivía solo y sus caballos morían tísicos.
—Sin embargo, él seguía viviendo su vida de cual-
quier modo, momificándose poco a poco y engañando a
la muerte.
—¡Pero eso es horrible! Veinte veces la tumba.
—Eso está bien para uno. Yo de ese señor me destapo
los sesos, pero para un hermano no es lo mismo. Me ta-
charás de egoísta. ¡Qué quieres! Yo he sido un avaro del
cariño, pero el destino, como si le estorbara mi felicidad
inofensiva, se ha propuesto arrebatarme íntegro el haber

113
de mi corazón. Después hay quien extrañe que ciertos
hombres se congelen. Hoy día, por ejemplo, no sé qué ha-
cer conmigo.
—Por qué no te metes a la guerra… ¿Tienes miedo?
—Le tengo más miedo a la vida que a la muerte. Me
ha provocado meterme, pero creo —no te vayas a reír—,
creo que no debe darse al enemigo la satisfacción de aca-
bar con uno. Eso le corresponde a la naturaleza, señora de
vidas y haciendas. Ella que nos puso aquí, debe quitarnos.
—No me río —repuso Velarde—, ni tampoco trato el
concepto, aunque lo encuentro discutible. Prefiero que me
des alguna noticia que valga.
—No tengo sino las dos bolas que conoces. ¿Pero tú por
qué no sales?
—Por pereza. Mejor estoy aquí entregado a las «orgías
silenciosas de la meditación», mirando al cielo, como un
astrónomo.
—¿Estarás hecho un Garavito?
—Y un garabato, por la postura. ¿Sabes que es buena
esta vida contemplativa?
—Según el amor a la holganza. Pero entonces debieras
cambiar de una vez los calzones por las faldas y meterte
fraile.
—Sí, los frailes son de calzones, y algunos de muchos
calzones.
—Lo sé. Pero hay la ventaja de que van ocultos. Es la
vida ideal, un epicureísmo untado de cierto óleo místico
muy conveniente. El cuerpo duerme, engorda, y, al mo-
rir, encuentra el alma una escalera de padrenuestros para
subir al cielo. Después decir misa, lo cual debe ser tan
agradable que ponen en los templos, como un decreto del

114
gobernador: «Se prohíbe subir al presbiterio a los que no
tengan funciones en él», y, por último, confesar, poner a
los pecadores confidenciacos y sentir que las muchachas lo
bañan en su aliento aromático y excitante al través de la
reja, como un perfumador.
—Nada de eso me provoca. Mi aspiración, caso de se-
guir tu consejo, sería otra: alejarme un poco de la tierra.
Hoy, mientras miré la altura serena, estuve muy bien,
bajé los ojos un momento y presencié diabluras, todo un
drama.
—¿Un drama, dices?
—Un drama redondo, en tres actos, echegarayuno.
Alejandro empezó a pasearse.
—Un drama… ¡Horror! Ya te oigo, pero no muy largo,
¡por los siete puñales!
—No tengas cuidado. Seré parco. Escucha.

a las puertas de la muerte

Primer acto
escena única

(Calle angosta y solitaria, bañada por el sol de las once y


veintiocho minutos de una mañana cualquiera).

—Perfectamente. Por supuesto que en el teatro habrá


un sol de esa clase, sobre medidas.
—Claro, un sol como se necesita. Si no es así, no hay
drama. Vuelvo a empezar.

(Calle angosta… El cura de san…).

115
—Eso se llama coger un cura en calle angosta.
—Déjame seguir, o empiezo de nuevo.
—¡No, por Dios! Sigue. Me urge el desenlace.
—Allá va, pues:

(El cura de san no sé qué, con su gran sombrero grifo, sus ga-
fas claras, sus zapatos de hebilla, su sotana abierta en dos
alas como las de un cóndor, sube tranquilamente atacán-
dose la dentadura con un mondadientes de oro, en la ac-
titud inherente a quien acaba de almorzar, y masculla lati-
najos).

—¡Admirable! Sobre todo el detalle del mondadientes,


importantísimo, de mucho efecto, de un efecto conmovedor.
—¡Silencio! La cosa es seria: te digo que es un drama
digno de Sófocles.
—¿Y por qué no de Aristófanes?
—¡Porque no! Porque es una tragedia. Continúo:

Segundo acto

—¿Se acabó el primer acto?


—Naturalmente.
—¿Y eso, cómo?
—Acabándose.
—No puede ser. ¿El juego escénico dónde está?
—Está en el monólogo en latín que va rezando el cura a
la sordina. Es puro naturalismo. ¿Los curas rezan en latín?
Sí. ¿Rezan sotto voce? También. Además, con este monó-
logo hay la ventaja de introducir la lengua madre… en la
escena; luego, como se introduce el limpiadientes…

116
—¿Quién se introduce el limpiadientes? ¿el cura? ¡Qué
barbaridad! Y en la lengua, ni más ni menos.
—No es eso. Digo que se introduce el limpiadientes en
el escenario.
—¿También tiene escenario el cura? ¡Pobre hombre!
—Claro que lo tiene. Pero no interrumpas.

Segundo acto

(Dicho, es decir, dicho cura y dos hombres que conducen un


gran barril de margaritas).

—¿Cómo les ponemos a esos hombres?


—Puesto que van con una Margarita habrá que llamar-
los al uno Fausto y al otro Mefistófeles. ¿Te parece?
—Me parece bien. Comienza el diálogo:

El cura (mirando hacia la esquina): ¿Qué es aquello?


Fausto (parándose bruscamente y dándole una sentada a
Mefistófeles): ¿Qué cosa?
El cura (con energía): Aquel tumulto.
Fausto (conmovido): Un pobre soldadito agonizando.
El cura: Tiene insolación, entonces.
Mefistófeles: ¿Y deja su mercé que se lo cargue el Diablo?
El cura: De ninguna manera. Camina conmigo y, de paso,
te traes la caja.

(El cura baja. Fausto abraza su Margarita y se va con ella


puja que puja. Mefistófeles corre a la iglesia).

Telón lento

117
—Este acto está magnífico, pero muy corto.
—¿Muy corto? Es lo mejor que tiene. ¡Cómo íbamos
a dejar al cura en charla interminable con los personajes
de Goethe, mientras el otro se iba sin auxilios de marcha!
—Tienes razón.
—Se me olvidaba un detalle gráfico. El cura, al partir,
debe abrirse de par en par la sotana, meterse la mano al
bolsillo de los calzones —porque es un cura de calzones—
y coger el breviario.
—Evidente. Cura sin breviario es un contrasentido, no
existe. Pero debe ser grande, voluminoso, de cuero negro
y brillante.
—Por supuesto. Como muchos breviarios.
—Es un acto bueno.
—¿El del cura?
—El del cura y el del drama.
—Sigamos.

Tercer acto

(Escena muda…).

—¿Esto qué significa? ¿Que muda la escena?


—Ambas cosas: que muda la escena y que la escena es
muda.
—Pero todas tus escenas durante dos actos son mudas;
todos tus personajes son sin lengua, y el único que medio
habla, el cura, habla una lengua muerta, el latín, que es
griego para todo el mundo.
—Ahí está precisamente la gracia, la novedad. Ya casi
acabo.

118
(Escena muda. Un grupo de gentes del pueblo: soldados, pi-
lluelos, aguadoras. Tres o cuatro beatas estiran la cabeza.
Tres o cuatro perros lanudos retozan y ladran…).

—¿Qué cosa? ¿Tres o cuatro beatas lanudas que reto-


zan y ladran? ¡Será curioso!
—¡No! Los que ladran y retozan son perros, no beatas,
a pesar de que daría lo mismo. Sigo.

(Por entre los grupos se divisa un pedazo de cura que


reza en latín y tiene el breviario entre las dos manos. Un
médico mueve la cabeza dubitativamente, como dicien-
do: «¡Se muere!». Mefistófeles a lo lejos hurga la caja
de los ingredientes. El cura se va sobre él y le tira una
oreja).

—Esto de la oreja, muy trágico, ¡muy doloroso!


—Bastante.

(Escena hablada).

Mefistófeles (sobándose la oreja): ¿Qué tal el enfermo?


El cura: Malo…, se muere.
Mefistófeles: ¿Y qué tiene?
El cura: Miedo, mucho miedo. Lo cogió esta mañana de re-
pente, al oír el primer toque de marcha para Santander.
Mefistófeles: ¡Dios lo ampare! ¡Se muere aquí o allá!
¡Cristo de la Madona!

(Aparece Fausto lleno de tierra, tambaleándose y ya sin


Margarita, a la que acaba de romper. Por la acera opuesta,

119
en una camilla, pasan al moribundo entre una patrulla. El
cura reza, Fausto se vuelve viejo, Mefistófeles se santigua y
cae el telón definitivamente).

—¡El autor! ¡El autor! —exclamó Alejandro dejan-


do ver sus dientes salpicados de oro y aplaudiendo con
sonoridades de gallo que aletea. El eco centuplicaba los
aplausos inundando con ellos el aposento como en una
apoteosis teatral. Cogió de encima de la mesa un libro y
se lo entregó a Velarde ceremoniosamente, junto con su
cigarrillera abierta, que sonreía como una boca fresca
con su doble hilera de cigarrillos. Aquel drama aguijonea-
ba su pasión por lo político y le devolvía algo de su anti-
guo buen humor.
—No está malo el drama —continuó, sentándose—, aun-
que le faltan muchas cosas: no tiene enredo ni movimiento
ni vida ni muerte siquiera. Esto último se me hace raro.
La muerte se veía venir desde el momento en que había
médico, cura, beatas y moribundo. ¿Por qué no mataste al
soldado ese? Es un escrúpulo tonto. Si te dedicas al drama
tienes que convertirte en un matasiete. Eso de dejar a los
personajes medio muertos no gusta. Yo, en tu caso, lo mato.
—Pero si nada me estaba haciendo.
—No importa. Debieras matarlo. Todavía es tiempo,
mátalo.
—No te afanes. Si no lo mata ahora la cuenta del médi-
co, y se repone bien, lo matarán en una batalla.
—¡No lo creas! Aunque no tenga nervios —que sí los
tiene— ese soldado corre por no condenarse. El miedo al
infierno hace correr a mucha gente. El carbonero que cree
que matar o hacer por matar es pecado huye antes de que

120
lo coja la muerte fabricando réprobos, tarea hasta reproba-
ble. No todos pueden hacer lo que un fraile del año cuaren-
ta. Era un gran tirador y cada rato decía: «Allá va un rojo».
Apuntaba un momento y, ¡pum!, el rojo caía dando volte-
retas, mientras el apóstol de Cristo, levantando la mano, lo
absolvía por elevación. El cielo se llenó de liberales.
En ese instante, como salido de un rincón, sintieron un
silbido agudo y tenaz que les taladraba los oídos.
—¿Quién silba? —dijo Alejandro—. ¿Como que soy
yo?
—¡No! Creo que soy yo —respondió Velarde tocándose
los labios.
El silbo seguía más cerca, entre los dos amigos, vibran-
te y sutil, alargándose y recogiéndose en el aire como un
caucho.
—¿Será alguna musa que está silbando tu drama?
—Más bien puede ser algún Terpandro, poniéndole
música. En todo caso el que silba, así esté con la misma
Venus, no se puede dar el lujo de besarla en estos momen-
tos. Me acuerdo de haber leído que en un salón lleno de
parejas de enamorados, se apagó de pronto el gas y la due-
ña de casa, mujer de mucho mundo, dio en la sombra esta
orden: «A silbar todo cristo». La rechifla seguía y nadie
raspaba un fósforo. Todas las manos estaban ocupadas…,
en busca de las fosforeras.
La primera nota, sostenida un rato como la que da un
templador, se fue disolviendo, disolviendo en el aire como
un color bajo el pincel húmedo, y salpicaba el espacio de
gotas de sonido una especie de rocío musical.
—Esto no puede ser —exclamó Velarde sacando la ca-
beza por un vidrio roto—. Ese Orfeo con sus chifladuras

121
acabará por chiflarnos. —Y volviéndose a Alejandro—:
Mira esto —concluyó.
Balanceándose sobre una de las ramas de un cerezo, un
hombrecillo, estirando una trompa como la de un oso hor-
miguero, silbaba furiosamente y cogía racimos de frutas
gordas, semejantes a labios de mulata, y las echaba en un
canastillo. Aquel personaje extravagante, en medio de tan-
to verde, se diría un gnomo entre una gruta de esmeraldas
cogiendo rubíes en el fondo del mar.
—Si no anduviera por ahí el Código Penal cazando ton-
tos—dijo Alejandro—, me daría un gusto. Tomaría tu re-
vólver y bajaría a ese enano como una mirla. Se las echa
de pájaro, pues que muera como los pájaros.
El hombre los vio, contrajo el hocico y escampó el agua-
cero de notas como una orquesta que recibe un corte de
batuta.

Una criada entró con un telegrama de La Mesa para


Velarde, quien leyó en voz alta: «Sigo sin novedad. Avisa
Alejandro. Fernando Acosta».
—Diez palabras —continúo Velarde tirando el papel
sobre la mesa—. Qué rapidez. Ni que hubiera venido a pie
el tal telegrama.
—Así es aquí todo —repuso Alejandro tomando la cuarti-
lla y leyendo—. Está bien…, me alegro. La celeridad de nues-
tros telegramas es cosa vieja. Cuando no había ferrocarril,
un bogotano todo chispa y talento le telegrafiaba a su esposa
desde Zipaquirá: «Cuando recibas este, ya estaré en tus bra-
zos». —Luego, dando Alejandro un giro distinto a sus ideas,
exclamó—: ¿Te acuerdas de Montejo, Nicolás Montejo?

122
—Cómo no, se debió de morir ese sujeto.
—Al contrario, resultó muy vivo. La guerra del 85 lo
botó al Perú. Aquí no era gran cosa, a pesar de su arro-
gante figura y su talento, que no había encontrado campo
propicio para desarrollarse. Se dio sus trazas de casarse en
Lima con una mujer rica y principal, y allá me lo tienes
colocado, con justicia, en una brillante posición. Es todo
un señor respetable y respetado. Hace poco lo encontré
en París, donde estaba, como yo, de paseo. El mismo de
siempre, inteligente y bizarro.
—¿Y a mí qué me importa todo eso?
—Nada. Simplemente te iba a contar que le he escrito.
Fernando llevó para él dos cartas: una de recomendación
común y corriente, que iba abierta, y otra cerrada cuyo
borrador tengo aquí.
Sacó del bolsillo varias cuartillas llenas de enmendadu-
ras y las tendió a Velarde, quien les paseó los anteojos
durante un rato.
Alejandro le hacía al señor Montejo una larga relación
de la vida de Fernando. Le pintaba a grandes rasgos aquel
carácter arrojado y expansivo con los hombres y tímido
como una liebre entre la alta sociedad. Con suma delica-
deza le refería cómo su hermano, enamorado hasta los
huesos con toda la fiereza del primer amor, cayó lamenta-
blemente en las garras de la primera ante quien se atrevió
a abrir su corazón virgen.
Le hablaba de las trabajosas circunstancias mora-
les y físicas de Fernando, y después de autorizarlo para
suministrarle dinero, le encarecía lo introdujera en el alto
mundo y lo impulsara al trato con mujeres de calidad,
medio el más seguro para acabar con las dolencias de su

123
espíritu, causa primordial de las de su cuerpo. «Fernando
no es torpe —decía el último párrafo—. Por el contrario,
ha sido despierto y su ingenio lo hizo distinguir en otra
época. Tiene un nombre puro, antecesores honorables, y no
le falta con qué sostener una posición elevada. Esas circuns-
tancias, unidas al alejamiento de un ambiente pernicioso y
al desarrollo que al verse solo adquirirán sus facultades hoy
adormecidas, me hacen esperar en que se salvará del desas-
tre, gracias, sobre todo, a la noble tarea que no dudo usted
acometa con generosidad, obra que solicito de usted como
el más alto servicio que puedo demandar de un amigo tan
distinguido. Por todo lo cual le pido mil excusas y le antici-
po en mi nombre, en el del mismo Fernando y en el de mi
padre, los agradecimientos más profundos».
—Me parece bien —dijo Velarde doblando los papeles
y entregándolos a su dueño—. ¿Y cumplirá Montejo?
—Es probable. Se le presenta ocasión de pagarme ser-
vicios de otro tiempo. Luego, yo no le pido un imposible.
Si no cumple del todo, siempre hará algo, mientras hay
tiempo de escribir a otras personas.
En el comedor sonó un campanillazo. Velarde se levan-
tó y le dijo a su huésped:
—Vamos a comer. Son las cinco.
—Anda tú, yo no puedo, tengo una invitación.
—No importa, nos acompañas de vista.
—No. Aquí te aguardo mientras comes.
Al salir su amigo tomó Alejandro el libro que aquel
dejó, y sin leer miraba los signos y pensaba:
«Yo tengo que enmendar los errores cometidos con
Fernando. Ese pobre muchacho no tiene, hasta cierto pun-
to, la culpa de lo que ha hecho. Si yo me lo llevo para Eu-

124
ropa, es seguro que no se pierde. Fue una gran falta de mi
parte dejarlo solo y con dinero, entregado al capricho de
sus pasiones.
»Lo peor es que a mis padres les cabe buen lote de res-
ponsabilidad, aunque, en el fondo, procedieron con la más
absoluta buena fe, con toda la honradez de esos corazones
virtuosos, sencillo el uno y severo el otro.
»De un lado los mimos constantes de mi madre, que en
su ingenuidad santa se figuraba que el niño nunca llegaría
a hombre, y de otro lado la exagerada severidad de mi pa-
dre, que nunca dejó de ser padre, cuando está averiguado
que deben convertirse en amigos y consejeros del hijo.
»Es la historia eterna con los muchachos. La madre los
agasaja, les consiente todo y le oculta las faltas al padre
para que no se los coma vivos como Polifemo a los compa-
ñeros de Ulises. Los jóvenes, como el mismo Ulises, apelan
a la astucia, luego dan pábulo a sus pasiones y se entre-
gan a excesos clandestinos. Cuando mueren los padres, los
hijos estallan, y viene a ser un milagro que escapen al más
atroz desenfreno.
»Mi padre era un justo, pero apretó a Fernando como
un dique, y cuando se vio suelto fue un torrente, un to-
rrente impetuoso que yo he debido encauzar. No lo hice, y
aquí está mi falta.
»Es un rompecabezas eso de educar gente. Es mejor
no tener hijos, o que los tengan otros… Es mejor, como yo,
conservarse en su santa gracia. Noli me tangere».

125
VIII

Alejandro se acercó al estante de los libros, envueltos en la


sombra. Lo examinaba con aire distraído, contrayendo
la vista y agachándose para observar mejor; ya endereza-
ba los volúmenes, ya pasaba los dedos por los caracteres
de los títulos. Sacó un libraco en rústica y después de leer
el rótulo lo tiró con desdén. Era la Constitución.
—Pronto se podrá —dijo— destinar esto a otros usos.
Pronto este aparato de tortura será inconstitucional. ¡Ya
huele!
Volvió la mano atrás, le arrancó un diente a la cigarri-
llera, lo envolvió con cuidado y raspando un fósforo em-
pezó a quemar lentamente la punta del cigarrillo, que se
quejaba con quejidos débiles. La luz de la cerilla sufría
hipos bruscos a cada espiración y botaba sobre el estante
relámpagos entrecortados.
Bajo los chispazos luminosos brillaban los libros con
reverberaciones fantasmagóricas. Parecían grandes ge-
mas, piedras largas en el obrador de un joyero, ilumina-
das por los reflejos del soplete. El rubí sangriento de los
diccionarios, el topacio de las tapas Lemerre, el coral y el

127
ópalo puro de Calmann-Lévy, un trozo de azabache de una
Biblia, el gris perla, el zafiro lechoso, el amatista pálido,
el lapislázuli suave de las tipografías de Samper Matiz,
El Comercio y El Cojo, los cortes de oro de las Ediciones
Diamante; pastas despedazadas y sucias como pedazos de
cuarzo y dos pergaminos estirados, con sus lomos redon-
dos, como dos enormes pipas de ámbar.
Velarde entró con una taza de café en la mano y Alejan-
dro, como hablando con los libros, decía:
—Fernando también hacía literatura, y no del todo
mala. Hay cartas suyas que tienen tuétano como un buen
pernil. Sabe…, o sabía decir. Parecen de un hombre corrido
y no de un cándido que se entrega a la primera que pasa.
Con sus teorías sacadas de ciertas novelas psicológicas
—de psicología casera—, se creyó armado hasta los dien-
tes, cuando no llevaba encima un cortaplumas. Las daba
de escéptico y creía más que una novicia muy novicia. Eso
lo perdió: creer que no creía y tener en el fondo una fe de
monja miope. ¿No te parece, Antonio, que hay que creer en
algo? Hay que creer, por ejemplo, en que todo es mentira…
—Hombre, ¡no tanto! Mi regla es ver y creer.
—Mi pobre hermano se embarcó en el globo de ciertos
psicologistas y en el aire lo quemó con su propio fuego.
Así cayó. Acaso otras lecturas le habrían hecho menos
daño: el que ve el pantano, digo yo, o no se mete o pasa
con cuidado, pero si está cubierto de flores y hojas, queda
hasta el pescuezo.
Antonio sorbía el café con deleite, sin desplegar los la-
bios para nada más, y Alejandro continuaba:
—¡Mira qué cosas! El mismo que escribía cartas de
hombre hacía versos de niño, tan llorones que los hubie-

128
ra firmado Jeremías. En aquel cajón se podía coger un
reumatismo. Yo creo que ese acueducto de lágrimas era
el baño de los ratones. Esos versos murieron incinerados
como los albigenses. Yo ignoraba que tuviera la tal chifla-
dura. Una tarde hallé esta nota en uno de sus libros: «Hay
versos que si no salen, ahogan»; y le agregué: «Los versos
malos, sobre todo, pueden estrangular a cualquiera». Por
la noche me fijé en el libro: estaba arrancada la hoja, y al
otro día encontré al muchacho acurrucado en el corredor
haciendo una hoguera.
»—¿Qué estás quemando?
»—Recibos…, cuentas…, papeles inútiles.
»Se me antojó que eran los versos, condenados a muerte.
»—Muéstrame —le dije.
»Enrojeció hasta las orejas y me miró con mirada de
ladrón cogido in fraganti. Fue grande mi alegría al verle
el rostro y la nuca, la pobre nuca flaca, arrebolados como
cuando era un mocetón robusto.
»—Son versos —dijo—, pero muy malos. No los veas.
»—Deja, niño: “Todos cantamos en la edad primera”.
»—Tú no —repuso, como queriendo darme un diplo-
ma de hombre serio.
»—¿Yo? Más que nadie y peor que todos, con la cir-
cunstancia agravante de que los publicaba.
»—No serían tan feos como estos.
»—¡Cómo no! Indignos, abominables.
»Sonrió complacido: no era ya el único delincuente.
Había otro reo de mal gusto y de ripio.
»Yo me acababa de acurrucar a su lado y lo contempla-
ba de cerca. El golpe de sangre estaba pasando, la ola de
carmín bajaba como la marea y dejaba la eterna sábana

129
blanca del rostro. Las llamaradas de la hoguera ilumina-
ban por momentos las facciones puras y pálidas como mo-
deladas en cera y daban toques rojizos a la barba naciente,
una pelusilla de oro. Guedejas blondas y ensortijadas de-
coraban las sienes hundidas, perladas de sudor y cruzadas
como un mapa por venas de tinta violeta. Las orejas trans-
parentes, la nariz recta y fina descansando sobre el bozo
rubio. Bajo el arco de las cejas brillaban, como zafiros
oscuros, los ojos largos y acuosos donde se asomaba un
alma pensativa. Aquellos reflejos opacos, al través de las
pestañas crespas, caían entre las ojeras profundas, hijas
del insomnio y de la fiebre, como dos manchas de luz azu-
losa. La piel reseca y bruñida, la mandíbula recia, sensual;
por los labios ya marchitos, de un tono violado muy suave,
pasaba un anhélito ardoroso y la tos, que hacía estremecer
de cuando en cuando las llamas, las salpicaba de saliva.
»—Ha sonado la última hora para mis versos. Se que-
marán con musa y todo —dijo Fernando. Soltó un papel
de seda escrito en máquina y dejó ver las manos enfla-
quecidas, con el signo fatal de las uñas corvas—. Toda la
noche han estado en capilla, me pareció que se quejaban,
que seguían llorando, que se encomendaban al dios de
la métrica, que debe ser Boileau. ¡No me soples la musa!
—exclamó al ver que yo soplaba ligeramente las llamas.
Luego, con una sonrisa que enseñaba los dientes alarga-
dos como los de un convaleciente—: Este sí es verdadero
auto de fe…, de muy buena fe.
»—¿De veras?
»—De veras. ¡Yo para qué quiero estas patochadas! Me
siento un personaje auténtico del Santo Oficio. Y qué san-
to oficio es este de quemar herejes literarios.

130
»—¿Tú no has hecho epigramas? —le pregunté al oír
cómo le daba vueltas a los vocablos.
»—Por fortuna dejé ese vicio. En otro tiempo los hice.
Los mandaba sin firma a los periódicos, y luego me entre-
tenía viendo a las palabras retozar unas con otras, con su
disfraz de bastardilla, como los polichinelas.
»Iba a quemar otro papel, cuando le dije, agarrándolo
por la manga:
»—Aguárdate. Yo creo que debemos seleccionar.
»—¡No! Todos estos versos son malos…, y los malos al
fuego eterno.
»Cogió el rollo de papeles y lo tiró entre la candela. El
fuego, que nivela en su regazo los productos del genio y
los del estólido, se dio a trabajar con ardor.
»Las llamas comenzaron a crecer, a moverse con inquie-
tud, a azotar el espacio, a besarse en el aire, a estrecharse
hasta formar una gran llama temblorosa, juguete del vien-
to, una pluma de fuego cuyos reflejos de rubí, turquesa y
ámbar nos bañaban el rostro y las manos, y en cuyo fondo
se divisaban pedazos sangrientos como carnes vivas.
»Las lenguas de oro, movibles y humeantes, con cre-
pitaciones de leña verde, iban rodeando, lamiendo, aca-
riciando, apoderándose de las cuartillas, que se retorcían
en convulsiones nerviosas, gemían y se enroscaban co-
mo gusanos de luz. El humo las ponía amarillas, luego
como carey, por último negras, y ya abrasadas, agonizan-
tes, con estertor apenas perceptible, se abandonaban y
caían desfallecidas en un lecho de ceniza.
»El incendio se aplacaba por instantes para atacar
con mayor fuerza. Un vaho caliente se levantaba de la
pirámide y saltaban numerosas moscas de luz como un

131
aguacero de rubíes. Los caracteres, que al principio realza-
ba el calor, se iban borrando, borrando, perdiéndose hasta
desaparecer entre las llamas. Las voces huían espantadas,
versos íntegros, estrofas completas, se deshacían entre
torbellinos de humo. Sonetos y madrigales, silvas y ron-
deles, octavas y endecasílabos pareados, rimas libres y ale-
jandrinos, quintillas y tercetos, en confusión aterradora,
eran devorados en minutos por aquel mar de fuego. Los
asonantes se daban la mano antes de morir, los consonan-
tes perecían en estrecho abrazo, reventaban los esdrúju-
los como triquitraques, los graves morían graves, estoicos,
y los agudos levantaban sus cabezas de víboras antes de
caer carbonizados.
»Con voracidad de tiburones las llamas se tragaban, sin
mascarlos, puntos, tildes, suspensivos, comas, paréntesis,
interrogantes…, toda la obra de Marroquín.
»Hubo atrocidades en esa catástrofe. Centenares de “co-
razones” devorados, decenas de “ilusiones” asfixiadas, “es-
peranzas” muertas a millares, montones de “desengaños”
asados vivos, no sé cuántos “dolores…” de cabeza entre la
candela, lenguas de fuego que mataban de un lengüeta-
zo, como en Bogotá…, “amores”, “ensueños”, “pasiones”. Los
“recuerdos” se quemaban como si fueran de paja; “suspi-
ros”, “adioses”, “placeres” quedaron hechos ceniza; unos
“dientes de perlas” se ahumaron completamente, las “vír-
genes pálidas” parecían carboneras; las “lágrimas” resis-
tían un poco, tal vez por la humedad, pero pronto el calor
las evaporaba; montañas de “miradas” se consumieron en
la pira, y al recorrer el campo se encontraron “pensamien-
tos” muertos, “besos” heridos y “alegrías” contusas.
—¿Con tusas? —exclamó Velarde—. ¡Qué barbaridad!

132
—Alegrías contusas, esto es, con contusiones —repuso
Alejandro, y concluyó con gravedad—: Afortunadamente
no hubo desgracias personales que lamentar. Un papelito
blanco, respetado por el incendio, que decía «Olvido» en
letras negras, duró unos instantes, pero de pronto se lo
tragó una serpiente de fuego.
»Las lenguas de oro se aplacaron. Luego, con rapidez
vertiginosa, saltando y moviéndose como un fuego fatuo,
una llama azul y traviesa como el alma del alcohol corrió
sobre los escombros, iluminó la ceniza, y al apagarse bajo
un soplo invisible, como las de un formidable pájaro gris,
batió sus alas el humo y tuvo Fernando un golpe de tos.

Olvidado del café, que estaba ya frío, oía complacido


Velarde la conversación de su amigo, locuaz por excepción
en esos momentos.
—La quema de los versos —continuó Alejandro—
abrió entre nosotros un pequeño canal que me permitió
conocer un poco a mi hermano, siquiera en el campo ar-
tístico. Tuve que hacerme literato, yo que sé tanto de letras
como un fraile de cotillón o algunas monjas de obstetricia.
De niño conocía las letras de mano, de grande me aterran
las de cambio. Lograba, sin embargo, buenos efectos en la
crítica, soltando nombres rusos o polacos cogidos gene-
ralmente de los cables, como hace Pelusa. Otras veces me
hacía el sueco.
»—¿No has vuelto a hacer versos? —le dije una noche.
»—¡Ni lo permita Dios! Me quedé con un título para
versos cortos.
»—¿Cuál es?

133
»—Glóbulos. He pensado regalárselo a Pombo, quien,
sobre ser un gran poeta, se muere por la homeopatía.
»—Ese título —le dije— no le gustaría bien a Roskoff.
Huele a alcoba.
»—¿Quién es Roskoff?
»—¿No le conoces? Es un gran poeta de la Laponia,
una gloria polar, jefe indiscutible de los simbolistas lapo-
nes, llamados allá los roskoffistas.
»—El rótulo nada significa, depende de lo que cubra.
Eso sucede también con los hombres. Prévost se llama
Marcelo, Donnizetti era Cayetano, y Coppée es Pacho,
Pacho, como los gatos. El mismo Hugo no se llamó
Ernesto, que yo sepa. En cambio, cuántos Edgardos, cuán-
tos Marcelianos y Jorges andan por ahí que son unas dan-
tas. Yo mismo me llamo Fernando y me siento tan bestia
como si me llamara Cleto. En el colegio reprobaron en re-
tórica a un sujeto que se llamaba Cicerón. ¡Cicerón repro-
bado en retórica! Bien es cierto que era Paniagua. Cicerón
Paniagua. ¿Qué opinas?
—Que hicieron divinamente.
—Fernando era un loco por los versos. Esos poetas a lo
Núñez de Arce, Heine, Pombo en sus tiempos, le produ-
cían vértigo, como subido a una eminencia. No alcanza-
ba en su vuelo a esas águilas del pensamiento respetadas
por el diluvio universal de malos versos. Decía con Oscar
Wilde —el estetista— que le daba miedo lo abracadabran-
te, palabra de que estaba muy enamorado.
»No podía ni oír nombrar a esos literatos a lo Villergas,
Isco, Príncipe, esos juglares del arte que hacen reír ha-
blando de golosinas, y le molestaban los novelones espe-
luznantes de los literatos del terror, buenos para niños

134
desvelados que se duermen preguntando en qué paró
la princesa. Estaba en lo cierto, digo yo. Las mujeres las
devoran. Saltan páginas y páginas, lo que ellas llaman
digresiones, para irse al grano, donde encuentran blan-
cos, para saber si Rocambole murió de hambre o la gita-
nilla por fin se casó con Arturo. Se pasan horas enteras
viendo las láminas, unos mamarrachos con su letrero
al pie:
»“¡Capitán, apunto a la cabeza!”, y está el capitán arrodi-
llado con la cabeza a dos manos, como con jaqueca, al pie
de una dama con tamaño pistolón: “El guía se perdió entre
las sombras…”, y se ven las sombras, y el guía completa-
mente perdido.
—Luego las conversaciones —interrumpió Velarde
rompiendo el mutismo con voz de mujer y echándose el
último sorbo de café—:
»“Pues qué te parece, Matilde se había casado con el
conde, ¿no? ¡Ay, ala!, no me cuentes, ¡no me cuentes!”
»“Bueno, se había casado y todo…”
»“¿Cuál?, ¿Berenice?”
»“No, la otra, pero la duquesa del Espino… ¡Ay, por Dios,
alita, no sigas, no sigas, porque si no…, qué chiste!”
Luego continuó en su voz natural:
—Aquí hubo un señor que perpetró una novela de
esas. Todo iba muy bien pero llevaba más de ochenta per-
sonajes y no sabía qué hacer con ellos ¿Sabes lo que hizo?
—Qué voy a saber. Se los comería.
—Los reunió en un banquete, y cuando menos se pien-
sa la casa se prende por las cuatro puntas y se queman
hasta las criadas, con gran peligro del lector, que tiene que
soltar el libro y salir corriendo.

135
—Mi hermano —dijo Alejandro— se curó de los versos
por medio del fuego, como se cura el reuma por el termo-
cauterio. Más tarde escribió cuentos cortos, toques ligeros,
pues se volvió un fanático de la brevedad. Eran sus ídolos
Flórez, con sus Gotas de ajenjo, que emborrachan el alma y
enloquecen, Darío, con sus Abrojos punzantes, y Silva con
sus Gotas amargas, tan amargas como la cicuta, que desti-
lan intención y arte. Todas esas gotas que han filtrado las
almas de los tres poetas llenaban la copa de su cerebro has-
ta rebosar, y se le salían por la boca. Las recitaba siempre.
»Esta, por ejemplo, de Flórez:

Si mi boca fuera abeja


y tu boca fuera flor,
¡qué borrachera de néctar!
¡Qué borrachera de amor!

Si tu boca fuera abeja


y mi boca fuera flor,
esa abeja no vendría
a saborear mi dolor.

»De Abrojos le oí muchas veces este cilicio:

Al oír sus razones


fueron, para aquel necio,
mis palabras, sangrientos bofetones;
mis ojos, puñaladas de desprecio.

»Y a todas horas, por ahí solo, repetía esta Gota amarga,


que parecía hecha para él:

136
A una boca vendida,
a una vendida boca,
cuando sintió el impulso que en la vida
a gozar nos provoca,
dio el primer beso, hambriento de ternura
en los labios sin fuerza y sin frescura.
No fue como Romeo
al besar a Julieta…

»En fin, no sé bien esa estrofa, pero me acuerdo de que


es una pintura viva y cruel.
»Por encima de todas sus aficiones, como un manto lu-
minoso, se desenvolvía el periodismo, su pasión más fuer-
te hasta entonces. En su cuarto, atestado de periódicos de
todo el mundo, entre los montones blancos de papel, so-
bre una alfombra de hojas sueltas y recortes, se caminaba
como en el Polo, por entre bancos de hielo. Allí, movién-
dose, con sus chinelas de piel de ternero, su cachucha, su
gran bata, la pluma en la oreja, la pipa de ámbar en los
labios, flaco, exangüe, ojeroso, las pupilas ardientes llenas
de curiosidad, parecía un reportero del Herald tomando
notas en el corazón de la Groenlandia.
»Ninguna carrera para él tan generosa, tan brillante,
como la del periodista, a un tiempo médico, abogado y sa-
cerdote auténtico del progreso humano. Noches enteras, al
amor de una lamparilla rosada cuyos reflejos sanguíneos
lo rejuvenecían, llenaba páginas y páginas de menudos sig-
nos negros que se movían como insectos sobre planchas
de mármol; a veces animaba los párrafos escribiéndolos
con tinta roja y se veía la hoja blanca, llena de puntos san-
grientos, como la espalda recién azotada de un penitente.

137
»Gratis et amore, como es de estilo aquí, logró hacer-
se colaborador de un periódico, al que enviaba gacetillas,
cuentos cortos y crónicas sociales y de teatro, todo anó-
nimo. Yo lo dejaba hacer, sin desflorar una sola de sus
ilusiones, y él se quemaba el cerebro y las pestañas…, y
soñaba.
»Se sentía director en jefe de un gran diario. Veía el
despacho lleno de reporteros, de colaboradores, de poetas
inéditos suplicantes, de anunciadores, de agentes viaje-
ros, de empresarios de teatros, de políticos, de literatos.
Oía la algazara de los muchachos que en ola abigarrada y
movible invadía la administración para regarse luego por
las calles como una banda de pájaros vociferantes. Sentía
el olor fresco y húmedo de las docenas recién sacadas de
la máquina. A lo lejos, como un himno a Gutenberg, el
canto de las prensas, los gritos de los empleados, el trajín
de los tipos, el caer del agua que moja las resmas, y cerca,
muy cerca, como un frote de alas, o como rezos en voz
baja, el ris-ras de las plumas de acero sobre las cuartillas
satinadas.
»Al frente las enciclopedias con sus tomos obesos,
como sabios venerables que aguardan se les consulte cual-
quier cosa; al lado el teléfono, ese personaje ciego que al
contrario del hombre habla con su única oreja larga y oye
con su boca redonda y negra; en un muro retratos, tarje-
tas, programas de espectáculos, caricaturas, mapas, y en
otro los canjes prendidos de garfios como las postas en
las carnicerías. Y en medio de aquel barullo y aquel apara-
to, ante un escritorio que parecía un inmenso piano, él,
don Fernando Acosta, que ejecutaba todas las tardes la
gran sinfonía de la opinión pública.

138
»No contaba con los pegotes, los consejeros, los tertu-
lianos inmóviles, los rectificantes estólidos, los universa-
listas, las multas y por último los jenízaros de Asas-Baschi,
que por un quítame allá ese artículo, o por el antojo de un
mandarín atrabiliario, cierran la imprenta o encarcelan al
periodista, o ambas cosas. Nunca pensé en desvanecerle
su sueño de oro.
»“Es preciso —decía— luchar contra el olvido, seguir el
ejemplo del sol, que al hundirse deja surcos de luz sobre
el manto de la tarde”.
»Tan bizarras ideas en mi hermano, propósitos tales,
me hicieron creer que podía darme el lujo de un viaje,
antes de que el papel moneda tornara en polvo mi fortuna
y el tiempo convirtiera en ceniza mi juventud. Fatalmente
me engañaba. Ya lo has visto.
»Resolví, pues, mi marcha, después de convenir con
Fernando un plan para lo futuro. Él debía continuar sus
labores en la prensa hasta conquistarse un nombre, lo que
no parecía imposible, y yo, a mi vuelta, previos estudios
en Europa del asunto, haría venir una empresa tipográfi-
ca que pondría a su disposición. Fernando, entusiasmado,
prometió esta y la otra vida, y apenas lo hube instruido
perfectamente en el manejo de sus intereses, partí la ma-
ñana que tú recordarás. Voilà tout.
»Pasa el tiempo, Fernando no me escribe una línea, re-
greso y me encuentro con el desastre. Es una abominación
la vida, todo esfuerzo es vano. ¿Qué queda después de la
lucha a que la humanidad está condenada?
—¡Nada! Nada… —respondió Velarde como un eco,
mientras Alejandro, cogiendo el bastón y el sombrero, se
despedía.

139
—Mañana nos veremos —dijo, y salió.
Se oyeron las seis en el templo de los capuchinos. Las
pisadas de Alejandro resonaron en la escalera y luego en
la calle, mezcladas con los toques del Ángelus. Las tres
campanas suspendidas, meciéndose como ajusticiados,
parecían hablar de otros tiempos, de otras cosas, de otras
gentes, y sus voces misteriosas, dichas a los búhos en el
oído, llenaban el silencio de quejas, las almas de recuer-
dos, y hacían correr por los aires un estremecimiento…

140
IX

A pasitrote bajaba Alejandro por la calle de San José, aba-


nicándose con una carta voluminosa. Faltaban minutos
para las tres y tenía prisa de alcanzar el correo.
Al llegar a la esquina de la calle 13 se detuvo contraria-
do. No podía pasar, el camino estaba totalmente obstruido,
como con una barricada inmensa, por un carro del tranvía
descarrilado, un milord de la Compañía Urbana que iba
detrás, un landó destartalado que subía con su postillón de
jipijapa grasiento y ruana mugrosa, y un enorme carro
de la Empresa de Tracción que venía por la segunda Calle
Real lleno de trastos viejos, cargado como un elefante de
la antigüedad.
Una parihuela que conducían dos mozos cinchados
por los hombros, atestada de loza, se había detenido
también, lo mismo que dos criadas que conducían una
mesa de bronce llena de parásitas y camelias, y lo mismo
que una silla de manos, cuya cortinilla levantaba cada
momento una garra y dejaba ver la cabeza de un vie-
jo blanco, casi muerto, parecido a la estatua del comen-
dador.

141
El descarrilamiento paralizaba bruscamente la vida de
aquel pedacito de Manchester.
Los mozos de cuerda descargaban sus fardos, los depen-
dientes que abrían en la calle bultos suspendían la tarea y
se quedaban alelados con la pata de cabra y el martillo en
la mano, los ciclistas paraban sus máquinas y se desmon-
taban, las mujeres veían el suceso a prudente distancia, los
peatones se trancaban, los corrillos se abrían en alas, había
gentes asomadas en los balcones y a las puertas de los al-
macenes. Una nube compacta de emboladores, policiales,
vendedores de cigarrillos, viejas, mendigos, vagos, fámulas,
cachacos y artesanos rodeaba al paciente, un enorme ca-
rro caído de medio lado como una casa en ruinas.
Los pasajeros se bajaron para quitar al enfermo un
peso de encima y quedaron únicamente en la última ban-
ca un ciego, un sacerdote y una señora que no podía hacer
la gracia por motivos ajenos a su voluntad y que represen-
taba peso y medio.
Dos mulas enclenques, exánimes como dos ratones ti-
rando de un buque, bajo una lluvia de azotes y de insultos,
hacían esfuerzos sobremulares para sacar del atolladero al
carro paralítico, su compañero inseparable.
Por fin los conductores de otro carro que llegaba, los
del carro enfermo, los postillones de los coches, los hom-
bres de la parihuela, los de la silla de manos y algunos mo-
zos de cuerda, una docena de hércules bogotanos reunidos
bajo la presidencia de un policial de aspecto jupiteriano,
después de una corta sesión deliberante, resolvieron me-
terle el hombro al armatoste.
—Una…, dos…, tres… —gritó el presidente con la voz
de Esténtor.

142
—¡Hmmm! —exclamaron los hércules al tiempo.
¡Nada! El carro quieto.
—¡El otro! Una…, dos…
—¡Hmmm!
El gigante de madera levantó las ruedas de atrás y se
desplomó. Rejo a las mulas… Nada. El gigante había caído
mal. Se hizo el otro esfuerzo y el carro quedó en su pues-
to. Un soplo de satisfacción corrió por la multitud. Todo
el mundo sintió alivio, menos las mulas. Empezaba para
ellas la danza macabra.
Los pasajeros volvieron a montar: cuatro o cinco hom-
bres de un salto y tres señoras con miedo y trabajo po-
niendo en vergüenza pública las pantorrillas gordas, de
medias blancas y unas botas con tamañas orejas como de-
bieron ser las del rey Midas.
Las pobres acémilas, después de otro baño de rejo y algu-
nas excitaciones al estilo de Vizcaya, arrancaron echando
los pulmones, y el carro siguió como por sobre rieles.
Petit Manchester se puso de nuevo en movimiento.
Había mucha luz, mucho calor, mucho ruido. Alejandro,
que observaba atento las maniobras, vio el reloj de San
Francisco. Era más de la hora. Se resignó a dejar la carta y
se la echó al bolsillo.
Velarde pasaba y lo llamó. Le fastidiaba estar solo.
—¿Ya estás desocupado? —le dijo.
—Hace un momento salí de todo. ¿Qué quieres hacer?
—Cualquier cosa. Lo que tú quieras.
Alejandro le contó el suceso con detalles horribles y
bajaron por Santo Domingo.
Entraron al correo hablando de política. No había
noticias de la guerra que merecieran la pena. Todo el

143
mundo estaba en expectativa. El periódico del Gobierno
hacía equilibrios sin saber qué decir, ocupado en inventar
fórmulas nuevas para denigrar a los liberales y aplicándo-
le inyecciones de éter al cuerpo moribundo de la Regene-
ración. La revolución tenía que triunfar. Era inevitable y
justo: el movimiento armado representaba ideales, prin-
cipios. Era el producto de las amarguras de quince años.
Alejandro compró unos sellos de correos y leyó un
cartel de la Dirección General: las cartas debían enviarse
abiertas.
—Esta carta —dijo sacándola y aplicándole un sello
humedecido con la lengua— es una carta de comercio que
dirijo a Londres; podría enviarla abierta, pero prefiero
que se quede. Esto no sucede ni entre los hotentotes…
Fueron a la oficina de apartados; no encontraron co-
rrespondencia, apenas un Figaro viejísimo. Velarde lo des-
dobló.
—Esto es del tiempo del ruido —dijo—. Va todavía en
el asunto Dreyfus…, ese pobre diablo.
—Lo de siempre —respondió Alejandro—. Atenas cie-
ga y sorda. Todo nos viene con la rapidez de los telegra-
mas de Fernando.
—¿Has recibido algún otro? —dijo Velarde.
—Sí. De Anapoima, anoche.
—¿Anoche? Es raro.
—¿Raro, por qué? Por allá anda…
—No, raro no, sino que me parece… como muy ligero.
Sin embargo…, no, no es raro.
Habían entrado a una licorería. En la trastienda se sen-
taron en unos banquillos de madera donde apenas cabían,
ante una mesa de mármol llena de letreros con lápiz y

144
un mapa a grandes rasgos del último campo de batalla
de Santander. Al pie, mal borrado, un epigrama contra el
ministro de Gobierno.
Un mozo entró con dos copas, un jerez y un coñac en
una bandeja niquelada.
Había una luz opaca, como de crepúsculo, y hacía frío.
Los dos amigos estuvieron allí largo rato. Hojeaban el
Figaro y leían pedazos en francés unas veces, otras en cas-
tellano, y se entretenían en comentar lo leído. El mozo
repetía las copas de tarde en tarde y trajo un paquete de
Argelinos que quedó sobre la mesa, con un cigarrillo sali-
do como un hueso.
Por momentos la pieza se llenaba de gentes que en-
traban hablando a gritos y bebían de pie. Había ratos
en que hervían los empleados y los militares. Se hablaba
en alta voz de la guerra, se chispeaba en todas las formas,
se emitían opiniones diversas hasta hacer un cuerpo com-
pacto, el concepto gobiernista, que al salir a la calle entre
vapores de alcohol y nubes de humo era arrebatado por
el viento.
Todos opinaban que la cosa estaba terminada, los re-
volucionarios eran cuatro gatos. Alejandro y Velarde oían
en calma pensando en esos cuatro gatos que tenían en
afanes a la ratonera regeneradora. Algunos se asoma-
ban a la puerta abriendo con fuerza las maderas de la ce-
losía, que dejaba entrar aire nuevo y ráfagas de luz. Otros
se metían por momentos a una especie de confesionario
abierto en una esquina donde se oía caer un hilo de agua.
Los militares, de sombreros suazas divisados de azul y rojo,
se despedían de sus compañeros «hasta pronto». Iban a ha-
cer un paseo higiénico, una correría de recreo, y se libaba

145
por su buena suerte y sus inevitables victorias futuras. Es-
taban llenos de patriotismo y de brandy.
Salían y la pieza se llenaba de nuevo. Era el jubileo de
Baco. Entraban otros dando la nota liberal. Según estos, la
revolución se encontraba triunfante. Antes de medio mes
Aníbal estaría a las puertas de Roma y los del corrompido
imperio abandonarían la ciudad; otros dudaban todavía del
triunfo definitivo; otros confiaban en él, pero más tarde.
Todos estaban nerviosos, encendidos de calor patriótico.
La trastienda se iba desocupando hasta que quedaron
dos sujetos.
—¡Este Acosta es un tramposo! —gritó con estridencia
un viejo grueso, de gabán hasta los pies y sombrero flojo
empolvado—. Me robó un poco de plata. Hacen bien en
tenerlo aquí. ¡Grandísimo ladrón!
Alejandro se estremeció y volvió la cara llena de ira.
El viejo estaba de espaldas, con una copa de cerveza en la
mano, contemplando la cárcel de deudores, prendida a
la pared. Era un cuadro de marco y fondo negros, cubier-
to con una vidriera y cerrado con llave. Era un osario de
gentes sin dinero, más que muertas en este siglo, era la
exhibición de honras al desnudo, permitida por las mis-
mas leyes que han proscrito la pena de vergüenza pública.
Se veían allí, como mariposas de Muzo en una urna, mu-
chas tarjetas de luto prendidas con alfileres.
—¿Acosta, dijo? —preguntó Alejandro a Velarde—.
¿Qué Acosta será? Yo atisbo.
—¡No! Todavía no. Eso no es contigo.
—Pero puede ser con Fernando, es lo más probable.
—Tampoco. Nos habría advertido… —respondió
Velarde, en su afán de calmarlo.

146
El viejo arreglaba en ese momento su cuenta y salía, di-
ciéndole a su amigo: «Voy a poner en la tienda un cuadro
triste, una cárcel de pillos…». Alejandro lo arcabuceaba
con los ojos.
Enseguida se puso de pie y se acercó al cuadro. Había
muchas tarjetas, casi todas de nombres desconocidos, cer-
cadas de negro, con la vecindad y la suma debajo. Una
les llamó la atención, y Velarde también, ya de pie, la en-
contró un colmo de réclame. Decía: «Doctor X…, médico
y cirujano, de la Facultad de Bogotá. Especialista en las
enfermedades del hígado… Treinta y dos pesos».
—Del hígado tenía que ser…, ¡el hígado, la eterna vícti-
ma del alcohol! —dijo Velarde.
El compañero seguía leyendo. De repente enrojeció;
acababa de encontrar lo que se temía, la tarjeta de su her-
mano: «Fernando Acosta, de Bogotá…, quince con cuaren-
ta». Parecía un cartel funerario.
Llamó al dependiente con un grito.
—Deme usted la cuenta de don Fernando Acosta y el
recibo, y entrégueme esa tarjeta. Esto es un inri contra mí.
El dependiente volvió con la llave y la cuenta cancela-
da; abrió la urna y desprendiendo la tarjeta le entregó los
papeles a Alejandro. Este los metió en su cartera y le dio al
muchacho dos billetes de a diez pesos.
—Páguese de todo, con lo que hemos tomado.
Luego quiso salir en busca del viejo del gabán, a quien
le debía Fernando. Velarde lo detuvo diciéndole que ya
iría lejos.
—¿Quién es ese señor del gabán y sombrero flojo que
tomó cerveza? —preguntó al dependiente.
—Es un usurero.

147
—Yo le conozco —interrumpió Velarde—. Vive por la
Concepción.
—Entonces me haces el favor de averiguar, si es posible
hoy mismo, qué hay en eso, y rescatas por mi cuenta lo
que tenga empeñado. ¿Quieres dinero?
—No, después; aquí tengo, por casualidad. Estoy en
bomba.
Vinieron otras dos copas; Alejandro, un poco más cal-
mado, se sentó y siguieron hablando.
—¿No te decía yo? Este animal de Fernando… Son una
diablura estas calaveradas sin gracia. Es mejor que asesi-
ne. Prefiero un Rolando a un zampalimosnas…
—¿De veras recibiste telegrama de Anapoima?
—De veras. ¿Por qué? Siento no tenerlo aquí.
—No lo dudo, sino que… se me hacía extraño…, por una
cosa.
—¿Qué cosa? Dime. Déjate de anfibologías, de subter-
fugios. ¿Qué hay? ¿Se ha vuelto Fernando? ¿Lo viste?
—No, pero creo que está aquí o, por lo menos, rompe
mucha teja.
—¿En qué te fundas? ¿Cómo puede ser?
—No me explico lo que está pasando; pero, francamen-
te, hay algo raro, un misterio, penetrable por fortuna.
Luego explicó lo que sabía. Alejandro le había dado, en
papel, lo que juzgaba necesario mientras estuviera en el
país; luego una letra por libras sobre Londres para llegar
a Lima, instalarse y vivir algún tiempo, y por último, una
autorización para girar sobre Bogotá de los diversos pun-
tos que tocara.
—¿No es así? —concluyó.
—Así es, exactamente.

148
—Pues bien: esta mañana andaban ofreciendo esa letra.
—¿Se la habrán robado?
—No lo creo. Tenía una firma como para extender el
endoso. Yo la vi y me pareció la firma de Fernando. La
estaba ofreciendo una mujer desconocida. Puede ser que
habiéndose quedado sin recursos por cualquier circuns-
tancia, haya resuelto dar ese paso. El hecho es que la letra
está aquí. Quise ponerme inmediatamente en campaña,
pero ni tenía tiempo ni consideré oportuna la hora para
esa clase de pesquisas.
—¿Y qué se te ocurre hacer?
—Hay que esperar la noche. Los misterios viven en la
sombra, pues hay que buscarlos en su casa. De noche no
todos los gatos son pardos… Nos veremos a las siete. ¿Te
parece?
Salieron. Alejandro subió por la misma calle 13 y su
amigo se encaminó a la calle de la Concepción en busca
del usurero del gabán.

La verdad era que Fernando se encontraba en Bogotá des-


de el martes anterior, día siguiente al de su partida.
Estaba comiendo en Serrezuela cuando le entregaron
un telegrama… urgente.
Lo abrió con hambre. Era de Diana y se lo devoró. No
esperaba esa dicha. Se sentía muy triste; tenía pesar de
no haberse despedido. Pero ella era buena, generosa, y lo
llamaba.
Leyó varias veces el telegrama, conmovido de placer.
Era muy largo, lleno de recuerdos y de pasión. Ella, que lo
había abandonado todo por él, necesitaba sus consuelos

149
cariñosos. Le decía que estaba medio loca, le daba a en-
tender que había botado al congresista desde que lo vio a
él en el teatro…, tan lindo; que estaba dispuesta a correr
su suerte; que, aunque él —ingrato— la botara, ella no lo
olvidaría nunca…, ¡y que se sentía muy desgraciada!
Ni un cargo ni una queja. Era una pieza admirable de
literatura amorosa, una obra maestra de astucia. Era un
telegrama de dulce.
Fernando no acabó de comer; tomó el café a grandes
sorbos, y sintiendo el alma inmensa y el cuerpo como nue-
vo, como si estuviera estrenando carne, y nervios, y san-
gre, salió a dar un paseo por la carrilera.
Saltaba sobre los durmientes como subiendo una esca-
lera interminable, con la cabeza levantada, los músculos
ágiles, la boca abierta engullendo con placer el aire salvaje.
Dilataba las ventanillas de la nariz y recibía con deleite los
olores de tierra removida, de majada, de heno virgen y de
flores silvestres.
El crepúsculo caía y Fernando tragaba con avidez los
últimos reflejos del sol, abriendo y cerrando los ojos como
mascando la luz con los párpados.
Algunos árboles de la orilla se inclinaban hacia él y las
hojas verdes lo besaban con besos apasionados.
Los pitos de las ranas y el silbido del viento en los sau-
ces lo envolvían en ondas rumorosas que eran para él
como un himno epitalámico de la naturaleza.
Contrayendo la vista a la última claridad del día leyó
una vez más el telegrama. Le parecía que las letras ad-
quirían vida y hablaban…, hablaban con la voz vibrante
de Diana, y veía a esta, hermosa, concupiscente, con los
contornos llenos de lujuria, los ojos lascivos y ardientes,

150
abriéndole los brazos gruesos y lisos y obligándole a que
le besara la garganta mórbida y la nuca sembrada de vello
crespo, y que le hacía cosquillas.
Aquel ensueño en medio del campo, a solas con la ma-
dre tierra que le prodigaba sus caricias vivificantes, le de-
volvía fuerza y borraba el último insomnio sombrío del
sábado precedente, consumido por la fiebre, aguijoneado
por el miedo, ese insomnio horrible lleno de trasgos, po-
blado de visiones aterradoras…
Un hombre pasó rasgueando un tiple. La música le in-
cendió los nervios. Tuvo deseos de seguir de ahí no más a
pie, sin buscar sus baúles, sin arreglar la cuenta, que era lo
de menos, de caminar de noche a la luz de la media luna
que rodaba como una barqueta por el occidente. Regresó
sin embargo, resuelto a volverse al otro día.
El hombre se alejaba cantando un aire nacional:

Después de una larga ausencia


nos volvimos a encontrar…

Sí. Era muy larga…, ¡tres días! Nunca había sido tan
larga. Pero, por fortuna, se volverían a encontrar…, y se-
rían felices. Había dinero y amor, amor inmenso…, serían
dichosos.
Una ráfaga le trajo el principio de otra copla:

Me quisiste… Me olvidaste…

Le pareció la voz de Diana que viajaba en las alas


del viento. ¡No! No la había olvidado. La amaba más que
nunca…

151
Al entrar a la tienda del hotel se encontró un amigo, un
pelafustán que iba para Anapoima a solicitar un destino,
cualquier cosa, porque se estaba muriendo de hambre. Se
llamaba Manzaneque.
—Voy a La Meca, la residencia del zar —dijo aquel peri-
llán atacado de ignorancia fulminante. Después salió con
esta, que mereció una sonrisa de Fernando—: Puede ser
que me nombre ministro o gobernador. He oído decir que
no tienen hombres, y yo no soy mujer hasta la fecha. ¡Qué
demonios! Si fuera mujer, y mujer bonita o siquiera gorda,
no estaba en las que estoy… ¡Carrizo!
Estuvieron tomando tragos hasta la medianoche, hora
de cerrar la tienda. El individuo que quería ser mujer, sabe
Dios con qué objeto, no tenía donde quedarse. Fernando
le ofreció su pieza, ordenó que le apuntaran el gasto y que
pusieran otra cama.
Los dos amigos se alcanzaron a desnudar a duras penas
y cayeron como piedras, sobre todo el aspirante a minis-
tro, que había cogido una borrachera solemne, una mica
de tres padres, cantada.
Fernando se despertó al rato, sobrecogido de terrores
alcohólicos, sudando a mares.
Manzaneque roncaba como un fuelle…
La vacilación acometió sobre Fernando. Estaba en la si-
tuación más difícil de su vida: tenía que optar entre Diana
y Alejandro. Veía a este, todo cariño, ofreciéndole su for-
tuna y a Diana comiéndosela. Desechaba esa idea. Veía a
Diana, toda pasión, y a Alejandro separándolos cruelmente.
Manzaneque roncaba como un mar…
Fernando empezó a toser. Vinieron luego los celos. ¡Y
si su hermano estaba enamorado de Diana! No sería im-

152
posible. Alejandro era el diablo… Alejaba ese pensamien-
to. Más bien Velarde… Sí, Velarde, sin duda. Ahí estaba el
tuétano.
¡Manzaneque roncaba como una tromba! Fernando le
tiró con un botín… Manzaneque se volvió para el rincón,
soñándose que era mujer gorda…
Por fin Fernando se durmió sin resolver nada. A las seis
lo despertó su compañero, que se había levantado siendo
todavía hombre.
Se desayunaron a la ligera y se fueron a la tienda. Em-
pezaron a beber más. Fernando vacilaba todavía. A la cuar-
ta copa dejó todo escrúpulo y resolvió su viaje a Bogotá.
Los celos, más que nada, lo decidieron. No podía sufrir esa
jugada.
Lo grave era componer bien el pastel. Consultado el
asunto con Manzaneque quedó resuelto del modo más
sencillo. Este seguía para Anapoima en la montura de
Fernando, prestada, por supuesto, y en la bestia que
Fernando había alquilado y que estaba pagada. Fernando
regresaba a Bogotá, y Manzaneque, que pensaba seguir a
conocer el Magdalena, y si era posible más allá, iría po-
niendo telegramas a Alejandro o a Antonio Velarde de
La Mesa, Anapoima, Juntas, Girardot, en fin, hasta donde
alcanzara.
El plan era luminoso. Tomaron otras dos copas. Era
tiempo, el tren ya llegaba. Fernando, ya borracho, le re-
comendó su equipaje a Manzaneque, quien apuntaba en
el puño de la camisa: «Recoger el equipaje. Telegramas
de todas partes a Antonio Velarde y a Alejandro Acosta.
Bogotá».
El tren llegó bufando. Los dos amigos se despidieron.

153
—No olvides mis baúles —gritó Fernando, y al ir a
montar lo llamó su compañero y le dijo al oído algunas
palabras cabalísticas.
Abrió Fernando la cartera y le puso en la mano un bille-
te de cincuenta pesos, que iba parando en la cabeza a Man-
zaneque, que ya no pensaba en ser hembra, sino ministro.

Velarde y Alejandro compraron unos cigarros en una ta-


berna.
Dos puertas más abajo los encendieron y se pararon a
deliberar.
Llovía un poco. De los billares salían ruidos confusos
de charlas, de gritos y de pasos, acompañando el canto
seco de las bolas: tac…, tac…, tac… Los vendedores del úni-
co periódico de la época gritaban sus últimas melopeas.
El Ulster de Alejandro sonaba con fuerza y se oía el
redoble de las gotas sobre el paraguas de Velarde.
Bajaron y se detuvieron en la esquina de Arrancaplu-
mas. Un corrillo de cuatro personas que hablaban de po-
lítica fue disuelto por un policía encapotado y friolento.
«Están prohibidos —dijo— los grupos que pasen de una
persona». Un viejo liliputiense, sin sobretodo, tiritando,
con las manos en los bolsillos, el sombrero metido hasta
los hombros y el cigarro apagado metido hasta la campa-
nilla, rumiaba una hoja de La Rebelión pegada en la pared.
Velarde se acercó. Eran nuevos detalles sobre la hecatom-
be del Bledo.
—No me importa un bledo —dijo alejándose.
El foco eléctrico sin bomba fulguraba entre lo oscuro
como un diamante inmenso de aguas azulosas. Parecía

154
una estrella suspendida de un hilo invisible. Regimientos
aéreos de insectos y mariposas negras revoloteaban bañados
en resplandores rojizos hasta caer en recias convulsiones.
Los carbones con las puntas encendidas como cigarros
chirriaban al juntarse. Y la lluvia, incendiada al atravesar
la luz, semejaba una pulverización del éter.
Velarde sacó del bolsillo un reloj de plata y se lo tendió
a su compañero. Era el de Fernando, que rescató por la
tarde. Estaba empeñado en ocho pesos hacía dos meses; él
había dado veinte. ¡El setenta y cinco por ciento mensual!
—¡Qué rata! —dijo Alejandro guardando el reloj.
—¡Qué rata el usurero! Y hablaba de ladrones…
Cogieron un tranvía amarillo que pasaba arrastrándose
entre el barro como un reptil inmenso. Había pocos via-
jeros; gente de baja extracción: una mujer del pueblo con
un perro de lanas sobre las piernas, otra con un canasto
lleno de legumbres, una hija de la noche sonriendo al aire,
y un soldado y una criada tan pegados que formaban un
solo cuerpo. Velarde codeó a Alejandro: el soldado le tenía
cogida a su dama una mano, una mano como un guante
de esgrima. Se oyeron ronquidos; era el soldado borracho
que dormitaba sobre el hombro de la hermosa.
—Esta mujer debe ser de manos muertas —dijo Ve-
larde—. Vaya con el idilio. Zola diera su quinta por ese
cuadro: haría una obra de mano maestra.
Alejandro se sonreía oyendo chisporrotear al otro. El
soldado tuvo hipo.
—Este hombre es un hipo-pótamo. Se despertará hipo-
condríaco.
—Es una hipó-tesis —dijo Alejandro por ayudar—.
Dime, ¿es muy lejos?

155
—No. En esto estamos allá.
El cobrador pidió. Velarde dio un fuerte. No había cam-
bio. La fusta chasqueaba y las mulas exhalaban gemidos
sordos, resbalando sobre las piedras y haciendo brotar
chispas como de un yesquero.
Al salir al camellón de San Victorino saltaron a tierra.
Eran más de las ocho; no llovía ya, el viento se levanta-
ba arrastrando los nubarrones de ceniza hacia la Sabana.
Había algunas estrellas pálidas y tristes como ojos de en-
fermos. Siguieron por la calle del Gasómetro. Velarde se
acordó del cambio; ya no era tiempo.
—En cambio —pensó—, hemos venido en una hora.
—Me olvidaba de una cosa importante —dijo Alejan-
dro—. He recibido otro telegrama de Fernando, fechado
en Las Juntas. Aquí lo tienes.
—¿De Las Juntas? —respondió Velarde asombrado,
recibiendo el papel. Lo leyó en la sombra, como si fuera
nictálope, clavándole los anteojos brillantes y dándole luz
con la candela del cigarro que chupaba con fuerza—. Esto
es fenomenal. Se me está haciendo impenetrable el miste-
rio. Dice que sigue sin novedad, pero aunque lo diga le ha
ocurrido algo serio, el robo de la letra, porque, indudable-
mente, ha sido un robo.
Llegaron a una esquina sombría.
—Aguárdame aquí —dijo Velarde—, voy a hacer un
reconocimiento. No vayas ni a toser.
Subió unos veinte metros de puntillas.
Alejandro aguardaba con el pañuelo en la boca, con-
teniendo una catarata de tos que le afluyó desde que le
quedó prohibido.
—Psh…, psh…

156
Velarde llamaba. Avanzó lentamente procurando no
hacer ruido. Había una ventana iluminada débilmente. Al
pie se destacaba la silueta de su amigo.
Agarrado de los barrotes de hierro, los ojos encendidos
como carbúnculos, los labios abiertos y los dientes apre-
tados, el entrecejo y la piel de la nariz hechos una arruga,
el cuerpo fruncido por la conmoción nerviosa, como un
gato rabioso, Alejandro permaneció un momento bañado
en la luz que salía de la habitación, observando el interior,
mudo, sombrío, trágico. Velarde, empinándose, miraba por
encima del hombro de su compañero.
Bajo el tallado farol chino, alrededor de la mesa despe-
jada, a la luz de una esteárica, Fernando, doña Celestina
y Diana jugaban caída. Fernando tenía sobre las piernas
a Manolo y un brazo echado por el pescuezo de Diana,
que fumaba cigarrillo y se volvía cada rato y le besaba las
mejillas. Sobre la mesa había níqueles y granos de maíz;
cada cual tenía sus cartas abiertas como un abanico cu-
briéndole media cara, y se oían palabras sueltas… Tres…
Siete con siete… Cayó el caballo… Cinco y una seis, con
seis… Caída… Y mesa limpia. Por momentos se oían
chasquear los besos, las toses de Fernando, el áspero
desgarrar de doña Celestina y la vocecilla aflautada de
Manolo.
Alejandro saltó a la mitad de la calle. No dijo una pala-
bra; al rato exclamó con profunda amargura:
—¡Pobre mi padre! Tanto luchar para esto… Siquiera
mi madre no lo ve… Verdaderamente la muerte es bené-
fica…
Volvió a callarse y duró así cerca de cinco minutos con
la frente cogida con la mano derecha.

157
De pronto estalló. Tiró con rabia la colilla del cigarro
que hizo chispas al caer y se retiró algunos pasos. Sentía
deseos de entrar, de coger a su hermano y estrangularlo;
de coger a Diana, de darle azote hasta en la lengua y de
cortarle el pelo; de coger al chico y destriparlo contra la
pared; de coger a doña Celestina y echársela a los perros…
Le temblaban las piernas y manoteaba en la sombra.
—Otro —dijo— tocaría en este instante con la policía.
Yo no puedo hacer eso; no sé, no quiero, me es imposible.
Es inaudito, criminal; una meretriz impúdica y una vieja
ladrona chupándose a un tísico. ¡Miserables!
Velarde hacía esfuerzos por calmarlo. No era oportuno,
debía evitarse todo escándalo, esas cosas había que tra-
tarlas con el espíritu sereno; el arrebato lo echaba todo a
perder.
Se alejaron. A poco de andar sintieron pasos y se colo-
caron a la sombra. Eran dos sujetos: un viejo y un joven de
lentes que brillaban en la oscuridad. Los dos hombres lle-
garon a la ventana. El más viejo se prendió de los barrotes
y con la media luz se vio titilar en su mano un diamante
inmenso. Eran los congresistas. Tocaron a la puerta: tres
golpes fuertes. La ventana se abrió y se pudo ver claramen-
te la cara de doña Celestina, de pañuelo en la cabeza, aso-
mándole por un lado unos mechones de canas. Habló un
momento con el del diamante, pero Velarde y Alejandro
no pudieron oír sus palabras porque en ese instante una
corneta, casi en sus oídos, rasgaba el aire con el toque de
silencio. Eran las nueve. Al rato pasaron los dos hombres.
—Sí etá —decía el de los lentes—. Ej que no quieren
abrí porque etá dentro el jovencito de la otra noche…, el
tísico.

158
El otro callaba. De pronto, dijo:
—Peor para ella; pierde el anillo, porque conmigo sí no
juega. En fin…
—Pero, chico, no te aflijá, vamo, ¿eh? Eta lo bota
pronto…
—Es un sinvergüenza —dijo el más viejo—, después
que…
La frase acabó al volver la esquina.
Los dos amigos siguieron caminando en silencio, que
interrumpían a ratos las exclamaciones violentas de
Alejandro.
—¡Luego lo estúpido! —dijo este—. Ponerse en lucha
con un parvenu; tanta disputa por un corazón hecho una
llaga…
—Decías bien ahora rato —exclamó Velarde—. No se
debe tocar con la policía…
—¡No, jamás! No quiero que un hermano mío pase por
esas. Que no vaya a la tumba contaminado…
—Tales medidas infaman y uno no debe contribuir al
escarnio de los suyos. Pero no debes volverte loco todavía.
Mira: lo que decían esos sujetos es un hecho. No tarda
Diana en dejar a Fernando. Apenas le desplume estos rea-
les, verás. Eso si ya no lo tiene mondo y lirondo. Seguro
que la letra es ya de Diana. Será bueno averiguarlo para
hacer cualquier cosa…
—Nada, que se la coma también. Con tal de que lo
suelte…
—Eso tenlo por seguro. Como si lo viera.
Caminaron en silencio muchas cuadras.
Enfrente del hospital los alcanzó una patrulla que ha-
bía recogido varios pordioseros, una mujerzuela y dos

159
borrachos. Velarde, después de un registro minucioso en
todos los bolsillos, con la mayor gravedad presentó un pa-
pel arrugado, un salvoconducto de la guerra del 95.
—Esto no sirve —dijo el oficial, observando el sello en
la media luz.
—Pues no tenemos más.
—Entonces, sigan conmigo.
Siguieron. Velarde llevaba cierta inquietud. Alejandro
iba muy tranquilo: dos veces que lo habían cogido había
arreglado el asunto con una propina al oficial. Era el mejor
salvoconducto.
—Ojalá —continuó, sin acordarse de que iba preso—.
Si no lo bota esa mujer, no sé qué haga yo.
Velarde no hablaba una palabra. Examinaba a sus com-
pañeros de infortunio.
Al pasar por su casa, Alejandro se salió de entre las filas
y metió la llave en la cerradura.
—¿Adónde va usted, señor? —gritó el oficial.
—A acostarme. Entra, Antonio.
—¡Siga usted! —gritó el sargento.
Varios soldados rodearon a Alejandro. Velarde no sabía
qué hacer en el conflicto; quiso hablar con el oficial, pero
este no le atendió. Entonces rompió resueltamente la fila
y se puso al lado de su amigo.
—¡Llévenlos! —gritó el caporal.
Alejandro raspó un fósforo en ese momento.
—¿Pero es usted, don Alejandro? —exclamó el oficial
en tono humilde—. ¡Por Dios! ¿Por qué no me lo dijo des-
de el principio? Por poco sucede aquí una diablura. Perdo-
ne, don Alejandro. La culpa no es mía. —Y dirigiéndose a
Velarde—: Perdone usted, caballero.

160
—¡No hay de qué! —respondió este con el alma en el
cuerpo.
—¡No tengas cuidado! —exclamó Alejandro.
El oficial se quitó el quepí hasta los pies.
—¡Desfilen! —gritó—. Hasta mañana, don Alejan-
dro…, ¡excuse!
—Hasta mañana, Nicomedes, no te afanes… Este mu-
chacho —le dijo a Velarde— es un infeliz; fue sirviente
nuestro mucho tiempo, desde niño. Era o creía que era
liberal. Se metió en estas, pasándose, como tantos, y aho-
ra resulta de gran cosa… Ve lo que es la vida. Este mozo,
que es un indio miserable, está bregando a subir, y subirá;
no tarda en ser general, ministro, gobernador…, y Fernan-
do, su amo Fernando, se arrastra como un cangrejo, ca-
minando para atrás, a los pies de una ramera que le está
chupando su sangre y su fortuna, pisoteando su nombre…
—¡Hasta mañana! —dijo Velarde apenas vio que cru-
zaba la patrulla, y desapareció entre las sombras como un
duende.
Alejandro entró derecho a su cuarto y se puso a escribir,
fumando cigarrillo tras de cigarrillo. Siete veces comenzó
una carta y siete veces la rompió con furia y tiró los peda-
zos sobre la alfombra. No tenía una idea en el cerebro, o
acaso tenía demasiadas.
Empezó a pasearse rascándose la cabeza. El cuarto esta-
ba lleno de humo y el suelo de papelitos blancos, como si
hubieran desplumado una garza.
—Debo haber hecho muchas tonterías, pero qué se
hace. Estos malditos nervios…
Se estiraba y se encogía como un tigre enjaulado, tenía
los ojos encendidos y temblaba un poco. Se quitó el cuello,

161
después se zafó las botas y metió los pies en las chinelas.
Luego sirvió una copa de coñac hasta los bordes y se la
tomó toda. Al echarse hacia atrás se le cayó la pluma de
la oreja. No quiso agacharse.
—Esta pluma tenía la culpa —dijo—. Pueda ser que
otra me traiga ideas, y sobre todo calma, que es lo
que más necesito. Vamos a ver.
Cogió la pluma, la observó a la luz, y sentándose empe-
zó una nueva carta. La mano corría sin detenerse; escribió
un rato y a poco se sintió un chirrido fuerte sobre el papel;
era la rúbrica: una raya oblicua y gruesa, signo de resolu-
ción, según los grafólogos. Luego leyó en voz alta:

Mi querido Fernando:
Sé que estás aquí hace varios días. No entro a califi-
car el trascendental paso que has dado. Tienes veinticinco
años, edad en que el más estúpido sabe o debe saber lo
que hace.
Tienes hasta ahora un nombre puro, salvo ciertos desli-
ces que hubieras podido borrar fácilmente; tuviste hasta
hace poco una fortuna, ya dilapidada, y has tenido has-
ta ayer todo lo mío, de que estabas disfrutando a tus an-
chas en la misma medida que yo. Por desgracia la guerra,
la calidad de mis negocios, mi condición de liberal y otras
causas que tú no ignoras, tienden a comprometer seriamen-
te lo último que resta del cuantioso haber de mi padre. El
deber me ordena poner todo eso en salvo para evitar que
corra la misma suerte triste que ha corrido una parte de
aquella fortuna.
Eso en cuanto a mí. Ahora en cuanto a ti, debes saber
una cosa: el heredero que yo tengo eres tú: no hay reme-

162
dio ni pienso ponerlo. Pues bien: con el fin de evitarte
escrúpulos, destino desde ahora una parte de esa heren-
cia para subvenir a tus necesidades. Seguirás viviendo
en esta casa, como siempre, no de favor sino con pleno
derecho, el cual derecho se extiende a los demás gas-
tos que te ocurran, pagados —es entendido— por mi
propia mano y previa su comprobación auténtica. Pa-
garé también tus deudas y ordenaré la suspensión de
los créditos, sin recurrir, por supuesto, al medio indigno
de la publicidad. Es bueno que quede puro siquiera ese
lado.
No te digo que trabajes, porque de tus mismos labios he
oído que no puedes, ni sabes hacerlo. Además, no lo necesi-
tas. Sin embargo, si algún día te resuelves, desde ahora te
ofrezco trabajo y ganancias sólidas.
En cambio de todo esto te pido un servicio, el único que
te he pedido en la vida, y es que no trates este punto con-
migo.
Por lo demás, tú sabrás lo que haces. Yo no estoy dis-
puesto a seguir luchando estérilmente, pues considero que,
ante la memoria de mis padres y ante mi conciencia, está
salvada mi responsabilidad.
Te abraza con cariño,
Alejandro

Respiró. Enseguida dobló la carta, la metió entre un


sobre, lo rotuló y se fue para la pieza de Fernando con la
luz en la mano. Había algunos libros, unos pocos papeles
desordenados y sobre la cabecera de la cama el retrato de
la madre de ambos, sin marco, porque Fernando lo había
vendido.

163
Sacó el reloj de plata de su hermano, la tarjeta y la cuenta
de la cárcel de deudores y, junto con la carta, los puso
sobre la mesa de noche, pisados con el reloj.
Luego desprendió el retrato de su madre, le limpió
con el pañuelo el polvo y las telarañas y lo contempló un
momento con tristeza. Era una señora de aspecto venera-
ble, de rostro fresco y cabellera nevada, de ojos tiernos y
boca que sonreía con dulce amargura. Cogió la luz y, po-
niendo frente el retrato, salió.
—Que no presencie más miserias —dijo.

164
X

Fernando parecía un muerto fugado de la tumba. Lleno


de pared, la cara gris, los ojos extraviados, perdidos en
las órbitas y vueltos hacia arriba, como mirándose las ce-
jas; la mandíbula desencajada, el labio inferior caído, el
sombrero en la nuca, las manos y las piernas temblorosas,
y cubiertas la faz y la frente de pelo rubio, sin brillo, como
un arbusto seco.
Había vagado toda la mañana ofreciendo de puer-
ta en puerta por los almacenes el giro sobre Londres
que una comadre de doña Celestina le devolvió des-
pués de infructuosas diligencias por venderlo. Tampo-
co él había logrado colocarlo a pesar de ir suscrito
por Alejandro y de que lo daba por lo que dieran.
Nadie le había hecho caso; todo el mundo le volvía
la espalda, cuando no se mofaban de él. Lo veían bo-
rracho.
Hacía dos noches que no se acostaba. Muerto de fatiga,
sin desayunarse, oloroso a aguardiente, ya casi dormido,
se recostó desgonzado contra un poste de la luz eléctrica,
en una esquina de la Calle Real.

165
Eran las diez y media. Había en aquel sitio gran mo-
vimiento, mucho ruido y mucha luz. Las gentes se que-
daban mirándolo con lástima, otras pasaban sin verlo
y lo empujaban, haciéndole dar sacudidas bruscas. En
los corrillos se decían gracejos sobre el pobre diablo y le
llovían encima las carcajadas. Un pillete pasó y le dio un
grito casi en el oído: «El Orden de ayer, con las últimas
mentiras…». Fernando se estremeció, sacudió la cabeza
y, frotándose los ojos, trató con esfuerzo de permanecer
firme. Luego empezó a detener a todo el que pasaba y
a ofrecer la letra, un papel arrugado y mugroso que
temblaba en su mano y que sacaba del bolsillo del
pantalón mezclado con cigarrillos rotos. Los que se de-
tenían examinaban el giro por ambas caras, lo medían a
él con la vista y se marchaban excusándose de no com-
prárselo.
En el chaleco se tocó algunos níqueles y empezó a an-
dar con disimulo, como asustado. Miraba al suelo, hacía
equilibrios y se guiaba por las uniones de las baldosas.
Entró a una tienda, se tomó una copa de anisado y salió
limpiándose la boca con el dorso de la mano.
Estaba decidido. Diana quería dinero y había que lle-
várselo de cualquier modo.
«Lástima —pensaba—, lástima de mi montura y de los
cincuenta pesos que se llevó aquel mugroso. Pero ya no
hay remedio. Mañana sin falta iré por los baúles».
Había consumido en cinco días lo que le quedaba en
papel, contando con vender la letra… Tan buena letra, tan
barata y ninguno la quería. ¡Qué mulas!
Echó a andar. Iba para su casa a ver qué hacía, qué
encontraba. Se acordó de un sujeto que quería comprarle

166
un diccionario y fue a sacarlo. Se entraba en todas las tien-
das del camino y bebía: para tener valor.
—¡Qué diablos! —decía recio y manoteando—. Nada
puede pasar…
Subió la escalera teniéndose de la baranda. En el corre-
dor se mecían al viento tibio las clemátides y las margari-
tas, inclinándose a su paso; en el patio cantaba la fuente
su canción igual y cristalina, y dos copetones decían su
chiu-chiu desde el viejo pino.
El cuarto de Alejandro estaba abierto y solo. Entró sin ha-
cer ruido; en el armario se veían prendidas las llaves… «Este
tiene plata», dijo, y se dirigió a abrirlo. Puso la mano sobre la
llave y volvió la cara a ambos lados para ver si alguien lo mi-
raba… Seis ojos como seis estoques estaban clavados sobre
él… Dejó caer la mano y dio un salto atrás. Eran los ojos de
los retratos de sus padres y de su hermano, tres cuadros mag-
níficos: dos antiguos, de Viénot, y uno moderno, hecho aquí.
Otro retrato pequeño lo miraba con dulzura desde una
mesa: el retrato de su madre que Alejandro había cogido la
víspera de su cuarto. Por encima, sin mirar más el cuadro,
pasó la mano, y de la licorera se sirvió un trago de coñac.
Cogió un cigarrillo y sin encenderlo escanció el otro trago
y salió balanceándose. Entró a su cuarto silbando. Hacía
frío, había una luz triste y se levantaba un vapor húmedo
con el olor peculiar a las piezas deshabitadas.
Buscaba el diccionario cuando tropezó con el reloj y los
papeles que había dejado su hermano.
—¡Me armé! —dijo cogiendo el reloj y poniéndoselo
en el oído—. Ahora sí voy a vender este mugre; me dan
lo menos diez pesos. Como no tengo el pelo largo…
Enseguida lo guardó y cogió la carta.

167
—Estas son cosas de Alejandro. Ya sabe que estoy aquí.
¿Y qué hay con eso? No ha de ser mandándome plata, y
ahora no estoy para regaños.
Sin leer la carta se la echó al bolsillo y examinó la cuen-
ta y la tarjeta.
—Sacó esto —exclamó rasgando los papeles—. Bonita
gracia…, ¡pagar una cuenta! Mejor lo habría hecho dándo-
me la plata. ¡Qué bruto!
Olvidado del diccionario se marchó, temeroso de que
Alejandro lo encontrara.
Salía dándole cuerda al reloj cuando un cartero le en-
tregó un telegrama, que abrió maquinalmente sin ver la
dirección.
Estaba fechado en Girardot, era para Alejandro y lo fir-
maba él mismo: Fernando Acosta.
—¿Qué será esto? ¿Si será que me he vuelto dos y el
otro anda por Girardot?
De pronto soltó una carcajada. Un recuerdo lo visitaba.
Era el estúpido de Manzaneque que cumplía lo ofrecido.
Pensó telegrafiarle ordenándole que suspendiera los par-
tes, pero se arrepintió.
—Nada, que siga, que gaste algo de los cincuenta duros.
Yo no gasto más. Dos reales son cuatro tragos…, es mejor
que siga.
Lo leyó de nuevo y soltó otra risotada que admiró a una
vieja, que lo tomó por un loco.
—Luego, esa redacción —decía hablando solo—. ¡Qué
animal! «Sigo para abajo». ¡Solo a ese bestia se le ocurre!
¡Hu!, ¡hu!, ¡hu!
Tenía en esos momentos el vino alegre. Después de una
mañana sombría, llena de terrores y de angustias, el coñac

168
de Alejandro lo había puesto de buen humor. Estaba en un
instante de alegría artificial, hija del mismo dolor; reaccio-
naba como un moribundo bajo la influencia poderosa de
las inyecciones…
Al mediodía, cuando se presentó en casa de Diana, esta-
ba mucho más ebrio.
—¿Qué hay? —le dijo esta—. ¿Trajiste la plata?
—Sí, aquí está.
Diana se abalanzó como una hiena hambrienta. Fer-
nando sacó ocho pesos en níquel y billetes sucios.
—Puedes quedarte con eso. No estoy pidiendo limosna.
¿Qué hubo de la letra?
—¿Cuál letra?
—¡Cuál letra! —dijo Diana, remedando aquella voz tor-
pe—. ¿Cuál letra…? ¡So borracho!
Este empezó a contar de un modo incoherente y tar-
dío lo que acontecía. Nadie había querido comprar eso,
aunque lo daba por cualquier cosa; todos lo miraban con
sorpresa cuando ofrecía el giro. Qué tal si se va con se-
mejante muérgano…, se muere de hambre. Le provocaba
tirárselo a su hermano a la cara… ¡Puerco!… ¡Darle esas
cosas!
—¿Y qué la hiciste? Seguro que ya se perdió el andrajo
ese…
—Entre el sobretodo debe estar —dijo Fernando, de-
jándose caer en un canapé.
Diana lo esculcó. La letra salió con la carta de Alejandro.
—¿Qué será esto? —dijo ella examinando el sobrescri-
to. Lo rasgó, y acercándose a la ventana empezó a leer.
A los dos párrafos se detuvo. Los labios le temblaban y
tenía los ojos abrasados por la cólera.

169
—Está bien —dijo, tirando con desprecio los papeles
sobre una consola—. Yo sabré lo que hago…
De pronto rompió en invectivas contra Alejandro.
¡Conque sí! El gran pícaro que vivía como un príncipe,
que tenía más joyas que la Virgen de Chiquinquirá, que
se la pasaba en viajes y manteniendo señoronas con lo de
Fernando… ¡Canalla! Quería acabarle de robar a este lo que
le quedaba; y después de desplumarlo le echaba a ella el
muerto encima. Por supuesto que seguiría manteniéndole
su borrachín… Sin coger la carta siguió leyendo, agachada
sobre la mesa… «Seguirás viviendo en esta casa, pero no
de favor sino con pleno derecho…».
Naturalmente, con pleno derecho. A Fernando le tenía
que quedar mucha plata; no había alcanzado a botar ni
la mitad, ni la cuarta parte, por lo menos en ella, que no
le merecía sino cuatro mugres que ahí estaban, cuatro
trastos viejos. Seguro que pretendía el so sinvergüenza,
tan sinvergüenza como el otro, que ella se hiciera cargo
de ese zancarrón del Fernando lidiándole la tisis, aguan-
tándole sus borracheras, y comiendo... ¿qué? Comiendo
hambre…
«Pagaré también tus deudas…», decía luego el Alejandro.
Naturalmente que tenía que pagarlas, pero no era con su
plata… ¡El gran pícaro! Y le hablaba de deslices. ¡Miren
quién! Los deslices de Fernando… ¿Y el otro? Echándo-
selas de santo, como si no se supieran los escándalos…
¡Hipócrita!
Conque su heredero… ¡Fernando su único heredero!
Porque veía que se estaba muriendo y si no, no se lo decía.
¡Claro! Para heredar a su pobre hermano menor, después
de matarlo a sustos…

170
Fernando se había dormido sentado. Se le acercó Diana
estrujando la carta.
—Y este imbécil, borracho a todas horas mientras el
otro se lo traga, cuando debía estar pensando qué hace
y cómo le arranca lo que le quiere robar el gran ladrón…
Conmigo que no cuente.
Fernando seguía durmiendo con la cabeza caída sobre
el pecho, el sombrero sobre las piernas, un brazo en el aire
y roncando con fuerza.
De repente abrió los ojos, se levantó con el pañuelo en
la boca y salió tumbando una silleta y atropellando a doña
Celestina, que entraba.
—Estamos aviadas con este borracho aquí metido
—exclamó la vieja con una mirada furibunda.
—¡Qué le parece! —le dijo Diana enseñándole la car-
ta—. Qué le parece las del marrano ese de Alejandro.
Quiere echarnos encima al Fernando y quedarse con todo.
—Léeme tú —dijo la vieja—. Yo no veo bien.
Diana le leyó en voz alta. Doña Celestina rugió de ira.
Temblaba de pies a cabeza; sus labios muertos masculla-
ban interjecciones de cuartel; las cucarachas de sus ojos
aleteaban enfurecidas; el gran coto le temblaba con movi-
mientos sísmicos.
Estalló. Por supuesto que Diana era tan bestia que se-
guiría con el tísico ese, exponiendo a un contagio a todo
el mundo en la casa, desacreditándose y desacreditándola
a ella con esas relaciones indecentes; aguardando a que el
mozo ese, botado por el pillo de su hermano, siguiera gas-
tando lo poco que ellas tenían conseguido con tanto traba-
jo, y por último con riesgo de que se les muriera allá, para
que después dijeran los envidiosos que ellas lo habían

171
matado. Si no se moría, peor: había que seguirlo mante-
niendo… ¡Nada! Era necesario poner fin a esas estupideces.
—Ahora —concluyó—, ahora va a suceder que tú te
niegas; porque, eso sí, para bestias las mujeres enamo-
radas.
—¡Bonito amor! —dijo Diana—. Con semejante espan-
tajo, con un muerto de hambre…
—Pues, entonces, nada de lástimas. ¡Hay que echarlo!
Fernando entraba un poco repuesto. Se sacudía el blan-
quimiento de los hombros, se arreglaba el cabello y se
componía el sombrero.
Por el momento no le hicieron caso. Quiso volver a sen-
tarse, pero le cayeron a palabrotas. Diana recorría toda la
escala con voces agudas, penetrantes como agujas, verda-
deros aullidos. Doña Celestina, como un animal salvaje,
enseñaba las garras y las encías y ladraba insultos ho-
rribles contra Fernando, contra Alejandro, contra Antonio
Velarde, contra Diana, contra todo el mundo. Le mano-
teaban ambas en la cara y lo iban acorralando contra un
rincón.
Era necesario no ser tan animal ni tan sinvergüenza,
no dejarse comer vivo mientras estaba emborrachándo-
se, mientras se arrastraba como una culebra. Tenía que
ver qué hacía para que ese marrano de Alejandro no se lo
tragara todo con el Antonio Velarde y con ese baboso del
Pelusa… Su hermano debía saber que ellas no estaban ahí
para echarse muertos encima.
Fernando estaba atónito, sin comprender una palabra
de aquel aguacero de horrores. El alcohol, el sueño, la sor-
presa, el hambre y el miedo lo embrutecían totalmente.
Estalló en sollozos, le saltaban lágrimas ardientes, levanta-

172
ba las manos, se las apretaba con angustia y se mordía los
labios. Estaba lastimoso. Se imaginaba atrocidades cometi-
das por Alejandro contra las dos mujeres. Trató de abrazar
a Diana, pero esta lo apartó con rabia, y cayó grotescamen-
te de rodillas, en una convulsión espasmódica, clavando
en las dos furias los ojos lacrimosos y suplicantes…
Él no tenía la culpa de nada; él no había hecho en la
vida sino quererlas a ellas; estar dispuesto a todo por ellas,
a todo, porque era lo que más quería en el mundo; tratar
de ser bueno siempre, mimarlas, darles lo que había po-
dido…
—Eso es lo que está creyendo ese chivato —contestó
doña Celestina—: que nosotras lo hemos arruinado a usté.
¡Nosotras…! Bonita ruina: cuatro mugres… Ojalá se los lle-
ven. Podía venir aquí por ellos el gran arrastrao…
—¿Pero qué es esto? —dijo Fernando levantándose
con dificultad—. No comprendo… Yo no he hecho nada
contra ustedes…
—¿Que qué es esto? —le respondió Diana estrujándo-
le la carta en la cara—. Esto es que tu hermano te echa de
tu casa, como a un perro; que eres un muerto de hambre
y un borracho sin tantica vergüenza; que te corre aguar-
diente por las venas; que te la pasas hecho un animal,
mientras el otro te roba lo que tienes, y que, como eres un
cobarde, un alcoholizado, te da miedo arrancarle la más-
cara y pedirle cuentas de lo que te despluma. ¿Entendiste
ya? Toma eso.
Fernando cogió la carta, pero no pudo leer. Los signos
se alejaban bailando y sintió trastorno. Diana le leyó.
La bestia humana se irguió entonces en aquel espíritu
encanallado entre los vicios, corroído por las enfermedades,

173
emponzoñado por el medio ambiente. Se revolvía contra
su hermano, contra el generoso Alejandro: mordía a su
bienhechor como las víboras. La infame sugestión fructi-
ficaba en su alma, crecía como una planta venenosa y se
enroscaba en su corazón.
—Sí —decía a gritos con su voz de falsete—. Ese mi-
serable es la causa de mi ruina; él me quitó cuanto tenía,
para viajes y vagamunderías, y quería salir de mí hace
poco. Ahora me arroja de mi casa, de mi propia casa.
—Sí —decía Diana—. Todo eso es tuyo y es necesario
quitárselo a ese bribón.
—¡Pero yo le bajaré la careta! —seguía gritando—, yo
lo mostraré desnudo a todo el mundo para que vean que
es un pillo, un gran ladrón. Ahora verán ustedes…
Las gentes se detenían al oír los gritos. Fernando salió
tambaleándose. Doña Celestina cerró con rabia la puerta y
al entrar le dijo a Diana:
—Aquí que no vuelva mientras no se arregle con el otro;
mientras no consiga siquiera qué comer. ¿No te parece?
—Naturalmente, que no vuelva ese muerto de hambre.

Fernando se sentía menos mal. El aire cargado de olores


le refrescaba el rostro; necesitaba oxígeno; abría la boca
y aspiraba con avidez emanaciones deliciosas mezcladas
con el perfume del jardín de una quinta; el sol de las tres
le quemaba la frente, vertía torrentes de luz en sus ojos y
les daba calor a sus músculos ateridos.
Al pasar por una sancochería el olor de la comida lo
hizo acordar de que no se había desayunado. Entró y pidió
algo. Sus pupilas miraban los platos con hambre de perro

174
callejero. Se echó con voracidad dos bocados comunes, y
empezó a mascujar con chasquidos repugnantes, untán-
dose de grasa las manos y la cara… De pronto le faltó el
apetito; no pudo seguir y se tomó dos botellas de cerveza
impura y agria.
Tuvo un ligero escalofrío y lo invadió un sudor copioso
que se limpiaba con la falda del saco, porque no encontra-
ba el pañuelo.
Al rato cogió un tranvía. A poco de andar empezó a
sentir la cabeza enorme, la lengua pastosa y los párpados
como dos masas de hierro. Se quedó dormido después de
pagar el puesto.
El carro iba llenándose; en la Calle Real estaba desbor-
dante. Él seguía en un sueño de bronce; sin los ronquidos y
la respiración fuerte y alcohólica hubiera podido pensarse
que estaba muerto. Era aquello una odisea vergonzosa, la
exhibición de su miseria sobre una picota rodante. En las
miradas de los pasajeros había desprecio, repugnancia,
ironía, compasión, compasión profunda y mofa horrible.
Al través de los siglos los descendientes de Cam se burla-
ban de un hijo de Noé. Una señora preguntó al conductor
con infinita lástima:
—¿Está enfermo este joven?
—No, señora: borracho…
En la estación de la Sabana el tranvía se descargó para
volver a cargarse con los que salían del ferrocarril.
El corredor se veía lleno de mozos de cordel transpor-
tando fardos, de granujas, de fruteras y de voluntarios con
maletas y muchachos a las espaldas. Se atropellaban los
pasajeros que salían con los que entraban. La taquilla era
un hervidero de gentes y de manos levantadas en solicitud

175
de tiquetes; los empleados vociferaban y corrían nume-
rando bultos y registrando pasaportes.
Señoras con niños de la mano, criadas con cestas y ca-
balleros con sacos de viaje entraban sin resuello a coger el
tren que había tocado atención. Se oían despedidas y sa-
ludos, las manos se cruzaban, los cuerpos se estrechaban
con efusiones de cariño y se alzaba en el aire un murmu-
llo ensordecedor, dominado por los pitazos cortos de los
monstruos de hierro que corrían afanados sobre los rieles,
unos apagando su sed al pie de las grandes pipas de agua,
otros atracándose de carbón. Se embarcaban soldados, ca-
ballerías y pertrechos, y los oficiales se despedían de sus
familias entre frases tiernas, lágrimas y sollozos.
En medio de aquel barullo, de aquel movimiento ince-
sante, de aquella vida y de aquel estruendo, solo Fernando
dormía, inerte y abandonado, lanzando resoplidos cortos,
lívido y desencajado, como un herido agonizante en la mi-
tad de una batalla.
El carro partió de nuevo y el cobrador despertó a
Fernando. Abrió este los ojos y sacudió la cabeza aterrado,
como si despertara entre una tumba del sueño de la muer-
te. No sabía quién era ni en dónde estaba. Una orquesta de
carcajadas lo cubría. Cuando comprendió lo que le pasaba
ensayó en voz alta algunas palabras de disculpa: estaba
muy trasnochado y un poco enfermo. Pagó de nuevo y
siguió haciendo esfuerzos inauditos por no dormirse.
Sentía un malestar insoportable, una vergüenza y un
sobresalto horribles. Se le habían perdido muchas, muchas
horas en su memoria. Vagamente, al través de un velo de
bruma, recordaba la entrada a su casa, el encuentro del
reloj, la venta de este por diez pesos en una oficina de em-

176
peños a un hombre que parecía un buitre; la visita a casa
de Diana y la conferencia dolorosa con las dos mujeres. Su
cerebro se iba iluminando.
«Soy un miserable», pensaba cuando recordó lo que
les había ofrecido, con respecto a su hermano. ¿Qué iba a
hacer? Estúpido… A insultar a Alejandro y a pedirle cuen-
tas…, ¿y cuentas de qué?
Se acordó de la carta: buscó en todos los bolsillos, y
como no la hallara pensó que por la noche podía recupe-
rarla.
—¡Pero qué imbécil! —continuaba a media voz—. Es-
trellarme contra mi hermano. ¡Qué bellaquería!
El fondo de aquel muchacho era bueno. La sangre suele
imponerse y dominar por instantes las pasiones. Se repro-
chaba su intención de víbora y se alegraba en cierto modo
de haberse quedado dormido. Estaba en una crisis violen-
ta llena de temores, de desesperación, de sonrojo interior.
Sen­tía horror de todo, de los elementos, de los hombres,
de sí mismo…
De pronto sintió los aguijones del vicio. Tuvo sed, una
sed horrible que lo ahogaba, una necesidad imperiosa
de alcohol, mucho alcohol, un deseo brutal de adorme-
cer sus sentidos, de hundirse entre vapores de vino, de
olvidarse de todo, de consumir todos sus dolores, sus
amarguras y sus pensamientos entre un mar espumante
de bebida. Sus nervios secos y tirantes, su cerebro apaga-
do que se enfriaba por momentos, su sangre estancada,
los músculos trémulos, la boca sin una gota de saliva, los
ojos sin luz, todo le pedía alcohol a gritos, le hablaba
de una reacción pronta, de unas horas de actividad arti-
ficial…

177
Hizo parar el carro, bajó trabajosamente y perseguido
por las miradas de todos, meciéndose como un péndulo,
caminó unos pocos metros y entró en una tienda misera-
ble, una cloaca de gentes perdidas.

Alejandro había esperado a su hermano durante las pri-


meras horas de la mañana. Quería ver el efecto de su carta.
Pensaba ocultarse en la misma casa mientras Fernando
la leía y aprovechar la emoción de este, la primera sa-
cudida de su espíritu, para tratar de hacerlo arrepentir
de sus últimos extravíos, convencerlo de sus errores fata-
les y, poniendo en juego toda su astucia, todo el vigor de
su inteligencia, todo su ascendiente y todo el calor de su
cariño, obligarlo a emprender de nuevo el viaje, señalarle
otro horizonte menos sombrío, conducirlo por otra ruta,
apartarlo de la senda tenebrosa de todos modos, a costa de
los mayores sacrificios, al precio de su tranquilidad y
de su fortuna, si era necesario.
Erraba, sin embargo. Su amor de hermano ponía una
venda en sus ojos; se empeñaba en ver al niño, al niño
enfermizo y dócil de otros tiempos, olvidándose de que
Fernando era un hombre, un hombre carcomido por los
vicios, cogido entre las garras de las pasiones, un hombre
de corazón ulcerado, un alma muerta. Su conocimiento
del mundo, su experiencia y su talento se estrellaban con-
tra aquel escollo, y no comprendía que la obra empren-
dida por él era la obra de un desenterrador de cadáveres.
Un instante en que tuvo que salir fue, por desgracia, el
mismo en que Fernando entraba borracho en su casa, en
que sentía impulsos de robar, en que bebía furtivamente,

178
en que tomaba el reloj con avidez, rompía las cuentas, se
guardaba su carta sin leerla y se echaba a la calle, riendo a
solas como un enajenado.
Alejandro tuvo miedo, miedo por Fernando, que en la
situación en que estaba, embrutecido por el vicio y suges-
tionado por gentes de la peor ralea, era capaz de los mayo-
res escándalos, de las más deplorables resoluciones. Tuvo
miedo por su nombre y por la suerte de aquel mozo casi
idiotizado. Y salió a la calle.
Los anónimos le habían llovido. Señoras y caballeros,
dominados por un interés excesivo, lo detenían a cada
paso para informarlo con los detalles más minuciosos
acerca de la vida y milagros de Fernando, que sabían me-
jor que la propia vida; le contaban qué hacía, qué comía,
la manera de dormir, qué había hecho la noche anterior,
cuántas copas se había tomado por la mañana, en cuánto
había empeñado el reloj y el número de veces que había
tosido.
Parecía que de la suerte de Fernando dependiera la
vida del país y la salvación de la sociedad. Aquellas gentes
desinteresadas, olvidándose de sí mismas para no pensar
sino en el otro, cubrían a Fernando de desprecio, pero no
podían dejar de acercarse a Alejandro a aumentarle su tor-
tura, y a que les recompensara con una sonrisa sus buenos
oficios de policías secretos entregados a la salvación de las
almas perdidas.
Algunos amigos de Alejandro, compadecidos verdade-
ramente de su situación angustiosa, le ayudaron por mu-
cho rato a buscar a Fernando.
Todas las pesquisas fueron inútiles. En tanto este, de
regreso al bajo mundo, era recibido en apoteosis gloriosa

179
por sus antiguos correligionarios. Allí estaba, en una ermi-
ta de Baco, una cueva opaca en las entrañas de la capital,
en medio de cantares, libaciones y risas, entregado a los
sacrificios sombríos al dios del vino. Era él la víctima in-
molada. Una semana llevaba de consumir el poco dinero
que le había dejado Diana en las fiestas estruendosas de
su entrada triunfal.
Aquella madriguera, rendez-vous obligado de la desa-
rrapada comparsa, le traía gratas reminiscencias de su pa-
sado. Era muy semejante a la que Diana tenía cuando la
conoció y que luego él le hizo dejar. El mismo bullicio de
orgía permanente, los mismos olores acres y penetrantes,
la misma atmósfera caldeada por los vapores del alcohol y
oscurecida por el humo espeso.
Con los ojos medio cerrados entre la débil claridad,
hundía su espíritu aletargado por ese ambiente de ador-
midera, y en las alas rojas del vino dejaba ir sus recuerdos
a otros parajes, a otros días… Ella, pensaba con los poetas,
solo ella falta, y luego, reanimado con los ardores de la be-
bida, veía renacer todas sus esperanzas y soñaba con vivir
mucho, con ser rico y feliz, y se sentía en un idilio eterno
con Diana, un poema de amor que no terminaría sino con
la muerte…
Con el último real de Fernando se fueron apagando los
cantos, la alegría se puso triste, la tienda se fue quedando
vacía y oyó perderse las últimas risas en la calle con los
pasos del último de sus camaradas.
La noche acababa de cerrar. Salió más ebrio que nunca.
Sentía las piernas como de lana, y los seres y las cosas,
todos alejados, huían ante él con rapidez, como los fuegos
fatuos.

180
Entre las burlas y los estrujones de las gentes que lo
miraban a la media luz, tomándolo por un escapado de
San Diego, tambaleándose, obligado por momentos a
tenerse de los muros y de los transeúntes para no rodar,
avanzando las manos en el vacío como un ciego, anduvo
cuadras y cuadras al acaso.
Llovía a cántaros. La lluvia le azotaba el rostro y las
manos, metía los pies entre los pozos hasta el tobillo y el
viento jugaba con sus vestidos.
Daban las ocho cuando pasó por el templo de los ca-
puchinos. Un doble desprendido del himno de ánimas le
cayó encima como un chorro de sonido.
Se estremeció bruscamente, se detuvo y, aterrado, pe-
trificado, alzó la vista. Un golpe de agua le dio con fuerza
en el rostro. Se limpió con las manos, y con los ojos medio
cerrados huyó, perseguido por los gritos de las campanas.
Al rato, calado hasta los huesos, estaba al pie de las ven-
tanas de Diana. Una de ellas, con las maderas entreabier-
tas, botaba una luz débil que tajaba las sombras. Fernando
se prendió de los barrotes de hierro.
Observó el interior.
Había fiesta, una tertulia casera, una cosa íntima. Doña
Celestina repartía coñac a los pocos concurrentes: los
dos congresistas y su cicerone bogotano, Diana, la San-
guijuela y una mujer como un tonel, de traje escarlata y
muchos cintajos en la cabeza. Al fondo tres músicos de
cuerda templaban sus instrumentos. Rompieron con una
tanda de pasillos. Las notas se entraban por los poros de
Fernando y le acribillaban el corazón como una lluvia
de flechas. El baile comenzó: el bulldog brincaba como
un títere, saltando hasta el cielo raso, adherido a la mujer

181
escarlata; parecía un mono hambriento; el bogotano des-
cansaba al frente con la Sanguijuela prendida de su brazo,
y el sanchopanza, ya sin el solitario, que al fin lucía en un
dedo de Diana, agarrado a los codos de esta, trataba de
bailar en la extensión de un metro cuadrado, alzando las
piernas con pereza de buey y dejándolas caer pesadamen-
te. Era la coreografía de los pisadores de barro.
Fernando llamó tímidamente, de tres golpecitos dados
con la punta del índice. Nadie le contestó. A pocos mo-
mentos las maderas se cerraron y Fernando quedó en la
sombra. Esperó cinco minutos, cinco siglos, y haciendo un
poderoso esfuerzo de energía se resolvió a llamar más fuer-
te, con los nudillos de la mano. Nadie respondía. Tocó de
nuevo y, separándose un poco, esperó con ansiedad intensa.
La ventana se abrió y asomó un cuerpo constelado de
pequeñas luces. Era Diana cargada con todas sus joyas.
Sacó un poco la cara con cierta curiosidad; Fernando se
acercó cautelosamente, como un ladrón. Diana estaba ofus-
cada con la claridad y no lo vio al principio. Fernando, em-
pinándose, metió el rostro entre los barrotes. Lo vio Diana
y lanzó un juramento, cerró violentamente la madera, y al
quitar con ligereza la mano un rayo del solitario pasó como
un relámpago por los ojos de Fernando, que se incendia-
ban de cólera y despedían en la sombra reflejos metálicos,
dardos de fuego. Cual los de una bestia rabiosa, todos sus
nervios hechos un poderoso resorte lo pusieron de un salto
en medio de la calle. Buscó algo en el suelo con ambas ma-
nos y, sacando de entre el lodo una piedra, la arrojó como
una bala sobre los cristales, que saltaron en pedazos.
Un instante después se abrió el portón y apareció doña
Celestina como el espectro de la muerte, pálida de cólera,

182
con los puños levantados hiriendo la sombra, y las pupilas
rojas como dos bocas de fuego. Era la encarnación viva de
una de las Furias. Los denuestos y las palabrotas groseras
salían de la caverna de su boca oscura como serpientes y
se enroscaban en el cuerpo de Fernando. Este trataba en
vano de moverse, de hablar, de huir siquiera. Estaba como
adherido al suelo, su lengua era un nudo grueso que lo
ahogaba y solo podía producir gruñidos sordos…
La fiesta tuvo un eclipse. El vals se suspendió y las caras
de los músicos y los danzantes asomaron por la ventana,
llenos de curiosidad, como si presenciaran desde un palco
la lucha encarnizada de dos fieras. En el marco de la puer-
ta apareció Diana, brillante de joyas, y cubrió a Fernando
de burlas insultantes que se escapaban de sus labios con-
fundidas con carcajadas sangrientas. Un concierto de risas
de los espectadores acompañaba aquella cavatina grotesca
que parecía arrancada de una ópera infernal dirigida por
el mismo dios Momo.
Fernando sentía que su pobre alma, acribillada de he-
ridas mortales, se desataba en llanto de sangre; trató de
arrojarse sobre Diana y la puerta le dio con estruendo en
la cara. La ventana se abrió bruscamente y el infeliz mu-
chacho vio y oyó a Diana que prorrumpió en insultos crue-
les y amenazas.
—¡Borracho asqueroso! ¿Qué querrá conmigo el so sin-
vergüenza? ¡Señor agente! ¡Señor agente!
Como brotado de la tierra surgió un policial entre las
sombras. Entonces hablaron todos, principalmente los con-
gresistas, que habían declinado intervenir poseídos de santa
prudencia: era necesario impedir esos escándalos; ellos no
podían tolerar semejantes atropellos en una casa decente.

183
Este mozo estaba ebrio y se había expuesto, si el agente no
llega, a que ellos lo castigaran; ojalá el señor policía lo aleja-
ra de aquellos sitios. Todos lo sentían mucho pero…
Fernando permanecía mudo. La crisis nerviosa estaba
pasando y venía la depresión, la depresión horrible, el aba-
timiento irremediable…
El policial, después de tomarse un trago que el de los
quevedos le sacó por la ventana, un trago que Fernan-
do devoraba con los ojos, ordenó a este que se retirara y,
como tratase de resistir, lo tomó por un brazo, lo hizo dar
algunos traspiés bruscos y lo soltó…
Fernando echó a andar meciéndose con fuerza, en vai-
vén horrible, como el cuerpo de un ahorcado suspendido
de una cuerda oculta.
A poco de caminar trabajosamente, oyó que la fiesta
comenzaba de nuevo con más alegría. El viento llevaba
hasta él notas largas que se retorcían en el aire y formaban
como un lazo que se envolvía a su cuello y lo estrangula-
ba. Tuvo sed, necesidad imperiosa de beber, pero las tien-
das estaban cerradas y además no había un cuarto en sus
bolsillos. Luego empezó a sentirse flaquear: las fuerzas lo
abandonaban, un sudor de hielo le cubría los miembros,
en su boca había un fuerte sabor de sangre, el cabello es-
taba pegado a la frente, el suelo huía bajo sus pies y las
casas giraban en derredor. Padecía un vértigo doloroso, y
ya sin fuerzas para odios ni rencores, sino abrumado por
una tristeza infinita, nadando su alma en olas de amargu-
ra, con los labios helados, las manos trémulas y los ojos
humedecidos, mustios como dos violetas marchitas, sin
poder dar un paso, cayó en un portal como un mendigo
moribundo…

184
XI

Bajo su paraguas estrellado, sobre las piedras húmedas,


rompiendo con su cuerpo encorvado las capas de aire frío,
iba Pelusa por una calle solitaria que iluminaba débilmen-
te un lejano foco Thomson-Houston. Parecía un endriago
salido de un lienzo fantástico.
Ofuscado por la luz evitaba con cuidado las piedras
brillantes, tomándolas por charcos, y metía los gruesos
zapatones rotos entre los pozos que tomaba por piedras
lustrosas.
Salía de visitar a una señora gobiernista muy bien
informada de la situación, y tan conocedora de los mis-
terios políticos de la época como un agente de la secreta.
En la velada se habían hecho música y literatura militar, y
entre estas un elogio a los héroes de Piojó declamado por
un poeta burócrata.
Pelusa llevaba entre pecho y espalda una gran taza de
té, muchas noticias, mucho frío y mucho miedo. Les te-
nía terror a las patrullas. Era cierto que un periodista mi-
nisterial le acababa de dar en casa de su amiga la palabra
mágica de la noche, el ábrete sésamo, la señal de campo:

185
Mosquera. Llevaba esas ocho letras grabadas en el alma
como una inscripción egipcia, pero él no las tenía todas
consigo.
«Puede ser una descrestada del doctor —pensaba—. Y
si no es “Mosquera” la tal palabra, me llevan, me llevan, ¡y
qué hago yo…! Mañana me fusilan».
A cada sombra que veía, a cada bulto, se hacía chiqui-
tico, se metía en una puerta y cerraba el paraguas con mil
precauciones a que lo obligaba el estado patológico de su
instrumento, que al cerrarse sacaba por entre el forro las
varillas como los tentáculos de un insecto.
Al pasar por enfrente de un templo sintió a su lado
pasos recios. Apuró, y los pasos lo seguían; miró a todos
lados y, no viendo a nadie, iba cayendo sentado del susto.
Era el eco.
—Mosquera…, Mosquera…, Mosquera… —seguía repi-
tiendo a media voz, entregado a la astronomía en el cie-
lo de su paraguas, cuando sus pies se enredaron con una
cosa pesada. El sombrero cayó por un lado, el paraguas
por el otro, sacando un haz de varillas por la copa, y Pelusa
quedó en la mitad de la calle con la boca abierta, tembloro-
so y agarrado del aire con las manos.
El foco de la esquina vertía una cascada de luz sobre
un hombre tendido en el quicio, con la cabeza caída y las
piernas estiradas sobre el embaldosado. Pelusa lo recono-
ció en el acto.
—Es Fernando —dijo acercándose—. ¡Pobrecito! ¿Qué
le habrá pasado? ¡Fernando! ¡Fernando…! ¿Estará muerto?
Empezó a tocarlo; los vestidos estaban húmedos, la
frente ardía, los labios le temblaban y tenía las manos yer-
tas y convulsas.

186
—¡Fernando! ¿Qué tienes? ¿Estás enfermo? Pobre-
cito…
Fernando abrió con dificultad los ojos apagados y los
pasó sobre Pelusa con asombro.
—¿Qué es? —dijo con voz ronca y débil—. ¡Ah! Eres
tú…, Pelusa. Quítate de ahí.
—Camina conmigo, Fernando. Tú estás malo. Yo te lle-
vo a tu casa.
—Yo no tengo casa. Déjame aquí botado. ¿Quién te es-
taba llamando? Bobo imbécil…
«Yo sí lo llevo —pensaba Pelusa—, lo llevo aunque me
insulte; mañana le pesa. Aquí puede morirse. Pero tiene
que ser pronto, porque si pasa una patrulla, me cogen y
me fusilan, lo que sería muy desagradable».
Con inauditos esfuerzos, cogiéndolo por debajo de los
hombros, logró levantarlo. Lo tomó del brazo y echó a ca-
minar con una dificultad inmensa. Fernando arrastraba
los pies, caía en los pozos, se detenía a cada instante y
llenaba de insultos groseros el oído del pobre Pelusa, que
iba haciendo de Cirineo y le ayudaba a llevar la cruz de
su depravación. Había encontrado una víctima expiatoria.
Por la boca de Fernando, todavía borracho, pasaban como
por un filtro, amargados con toda la hiel de su alma, las
injurias y los denuestos de Diana y doña Celestina.
Pelusa sufría todo aquello en calma, impulsado por el
cariño y por su bondad ingénita, sin pensar en otra cosa
que en llegar pronto.
De repente empezó a temblar como una liebre. Una
patrulla se acercaba sonando las armas y las fornituras y
haciendo vibrar la tierra con sus miles de pies. Parecía un
monstruo negro de escamas brillantes.

187
—Mosquera…, Mosquera… —murmuraba Pelusa como
una oración. Y cuando el oficial gruñó «¡Alto!», se le olvi-
dó la palabra, y sin esperar razones, trayendo a la memo-
ria todos sus recuerdos históricos, se detuvo y gritó con
todos sus pulmones—: ¡Tomás Cipriano!
El oficial no comprendió qué significaba aquel alarido.
Se acercó y vio con lástima el estado lamentable de Fer-
nando y el terror de su compañero, y sin observar nada:
—¡Pueden seguir! —dijo.
—¡Un millón de gracias, mi general! —exclamó Pelusa
quitándose el sombrero, mientras el ebrio se desataba en
improperios contra el jefe de la patrulla:
—¡Miserable! Que nos lleve…, que nos lleve…
Siguieron. A poco de andar se sentó Fernando en un
quicio. No quería seguir por nada, tenía miedo de encon-
trarse con su hermano y además se sentía muy malo, con
un gran dolor en el pecho que se cogía con ambas manos,
y con un trastorno horrible.
Pelusa logró ponerlo en pie ayudado por un señor que
pasaba.
Con el brazo le rodeó la cintura y se lo llevó casi en peso.
Fernando exhalaba ayes roncos y prolongados; apoyaba por
momentos la cabeza en el hombro de su compañero; la tos
no cesaba un momento, una tos ruda, seca y metálica; des-
garraba con fuerza y hacía caer al suelo salivazos espesos
con filamentos de sangre; arrastraba los pies pesadamente
y envolvía a su amigo en un aliento nauseabundo, mezcla-
do con emanaciones alcohólicas que mareaban a Pelusa.
Al fin llegaron a la casa. Fernando no tenía la llave, ni
quería entrar. Su Cireneo llamó con fuerza de cuatro alda-
bonazos.

188
Alejandro, que esperaba, abrió él mismo la puerta sin
dar tiempo al sirviente de salir. Había resuelto, para en
caso de que su hermano llegara, no decirle una palabra esa
noche, fuera el que fuera su estado. Temía que una impre-
sión brusca lo matara.
Al verlo se puso pálido y le corrió un estremecimiento
raro. Lo encontraba cadavérico. Saludó a Pelusa con gran
cariño y abrazó a su hermano con infinita ternura.
Fernando balbuceaba con una voz honda palabras de
disculpa. Estaba enfermo, le había dado un vértigo…
Pelusa y Alejandro lo ayudaron a subir la escalera. En
el descanso tosió con fuerza y escupió sangre. Lo aca-
baron de subir con mucha dificultad y lo colocaron en
una silla de brazos en la habitación de Alejandro. Quedó
destroncado, cogiéndose el pecho y quejándose débil-
mente.
—Es bueno que tomes una copa —le dijo Alejandro a
Pelusa—. Debes estar muy mojado.
Este aceptó y excusándose de quedarse un rato más,
salió, después de despedirse con una caricia en la frente
de Fernando, que no pudo contestarle.
Alejandro bajó a sacarlo. En el trayecto le contó Pelu-
sa cómo y en dónde lo había encontrado y lo que había
ido empeorando por el camino, y agregó, con detalles es-
peluznantes, la aventura de la condenada patrulla que por
poco se los lleva. Alejandro lo oía pensando en otra cosa, y
al abrirle la puerta lo tomó entre sus brazos con efusión
y le dijo:
—¡Muchas gracias, José!
Pelusa salió estupefacto. Era la primera vez en treinta
años que se oía llamar José.

189
«¿Estará furioso conmigo? —pensaba—. Pero enton-
ces no me habría abrazado. ¡Pobre! Quién sabe por qué
será que me dijo “José”. Debe estar trascordado…».
Enseguida tomó el camino de su casa, después de encen-
der un cigarro opíparo que le acababa de dar Alejandro, y
acordándose con amargura de que en el mundo había pa-
trullas, siguió repitiendo: Cipriano…, Cipriano…, Cipriano…

Alejandro subió de dos brincos la escalera y ganó su pieza


con precipitación. Estaba sumamente alarmado por el as-
pecto de su hermano, a quien no veía de cerca desde que
dejó en la estación del ferrocarril. Un ligero temblor reco-
rría su cuerpo nervioso y sus ojos brillaban con sobresalto.
Había esperado toda la tarde muy agitado, sin querer
salir, presintiendo un suceso grave, un escándalo, una
exhibición lamentable de Fernando, pero imaginándose lo
menos que se lo llevaran en aquella situación horrible y
amenazante.
—Te mandaré llamar si ocurre algo —le había dicho
a Velarde, cuando este fue a invitarlo a que salieran un
rato—. Ojalá no te separes de tu casa.
Desde la puerta vio a Fernando que se había echado
hacia adelante, como buscando algo en el suelo. Tosía con
rudeza, una tos seca, sin vibraciones, que le producía es-
tremecimientos bruscos en todo el cuerpo. Se hundía con
angustia en el pecho los dedos de ambas manos, cual si
quisiera abrírselo; hacía esfuerzos desesperados por des-
garrar y exhalaba ayes débiles como mugidos lejanos.
—¿Qué tienes? —le dijo Alejandro con terror—. ¿Qué
te sucede?

190
Luego le desabrochó el saco y el chaleco y le quitó el
sombrero.
Fernando volvió hacia él los ojos fijos, inyectados, lle-
nos de agonía. Su rostro estaba cianosado, la frente salpi-
cada de sudor, y de sus labios amoratados, temblorosos y
abiertos, que dejaban ver la dentadura larga, se escapaba
un soplo recio y sibilante como la respiración de una lo-
comotora. Sus dientes se tiñeron de rojo, hizo un esfuerzo
para escupir y arrojó una bocanada de sangre rutilante, lle-
na de burbujas que al caer sobre la alfombra clara ardían
al fulgor de la esteárica como rubíes en incandescencia…
Alejandro fue a alcanzar la escupidera. Estaba pálido,
las manos le temblaban, sentía que le pasaba como un
alambre frío por la espalda y lanzaba juramentos. Al vol-
verse vio a Fernando que, apoyándose en los brazos de la
silla, avanzaba hacia él a grandes trancos, con los brazos
extendidos prendiéndose del vacío, los ojos enormes, sal-
tados, casi salidos, y la boca angustiosamente abierta, la
barba salpicada de sangre y tragando con desesperación
el aire tibio del cuarto.
Tiró lejos la escupidera y con actividad febril descorrió
las cortinas, abrió los dos balcones de par en par, voló a la
puerta y desplegó las abras con fuerza. El viento de
la noche, un viento húmedo, frío, cargado de silencio y de
olores, se agitaba con violencia en la habitación, haciendo
crujir los cuadros y meciendo los cortinajes. Una ráfaga
fuerte apagó la bujía como el soplo de un genio maléfico,
y mientras Alejandro se buscaba los fósforos, sintió que su
hermano, dando gritos raros, corría entre las sombras con
desesperación. Por fin dio con las cerillas y al frotar una y
encender la bujía tropezó con Fernando.

191
Por la boca, semejante a una puñalada, arrojaba este
olas de sangre llenas de burbujas que reventaban al caer.
Con la mano ensangrentada se había limpiado el sudor de
la frente y le corría por la lívida faz un rocío de sangre cris-
talina. El vómito se suspendía por instantes para volver
con más violencia. Fernando se tapaba la boca con la mano
como queriendo contenerlo, y el líquido comprimido se
escapaba por entre sus dedos en borbotones como plumas
de fuego, salpicándole el rostro y la camisa y manchan-
do la alfombra, los muebles y los vestidos de Alejandro,
que lo estrechaba nerviosamente. El pobre muchacho,
exangüe, afilado, como un Cristo caído de la cruz, se des-
gonzó sin aliento sobre su hermano, que parecía un muer-
to galvanizado que rugiera palabras de intensa amargura.
Con un poderoso esfuerzo lo levantó en los brazos, lo
llevó de nuevo a la silla, le colocó una almohada tras de la
cabeza, le cubrió las piernas con una manta y se prendió
del timbre por medio minuto. Fernando seguía exhalando
quejidos que arrebataba el viento.
El sirviente Roque, un muchacho avispado, de mirada
picante, se presentó bostezando y frotándose los ojos.
—¿Qué fue, don Alejandro?
—Vuela y llama a Velarde, que venga inmediatamente,
que Fernando está muy grave.
—¿Llamo al señor cura?
—Si no está en su casa lo buscas en el Círculo, que se
venga como esté, de todos modos. Que Fernando se muere.
Roque salió y al minuto se oyó abajo el timbre de la
puerta.
—¿Me muero? —preguntó Fernando con voz ronca y
abriendo los ojos angustiados.

192
—No…, no te mueres… Cálmate…, pero no hables una
sola palabra. Puede volverte el vómito.
La sangre seguía saliendo menos abundante y más cla-
ra. Alejandro, fuera de sí, silencioso, profundamente pen-
sativo, caída la frente entre las manos, permaneció largo
tiempo ante su hermano, aquel adolescente moribundo
que parecía un santo del Españoleto, con su albura de nie-
ve nimbada por el oro de sus cabellos, la faz ensangren-
tada, las pupilas turbias, los dientes alargados y la boca
como una llaga.
El vómito se detenía. Dos hilos débiles brotaban por
las comisuras de los labios y, rodando por sobre la barba,
goteaban sobre la camisa. Alejandro tenía una toalla en la
mano pero no se atrevía a tocarlo, y acariciándolo con los
ojos, se hundía en los abismos de la reflexión. Apenas era
creíble que aquellas venas finas y azules, aquellos hilos de
seda, escondieran un mar de sangre.
Antonio Velarde entró agitado, estremecido. Llevaba
las botas sueltas, los pantalones arremangados, y sobre la
franela el cuello subido. Sus lentes brillaban como dos lin-
ternas sordas. Al ver a Fernando creyó que estaba muerto.
—¿Qué es esto? ¿Cómo puede ser esto?
Alejandro, sin contestar, le hizo señas de que callara y
Fernando lo saludó con una mirada triste.
—¡Este viento puede matarlo! ¿Cómo dejan esta co-
rriente?
Se dirigió a cerrar los balcones. Alejandro lo detuvo.
—Precisamente es aire lo que necesita. Yo mismo abrí las
puertas; sin eso se habría ahogado. El vómito fue violento.
Antonio presumía de médico, un galeno doméstico, an-
ticuado y pésimo; aprovechable, como él decía, únicamente

193
en ciertas circunstancias. Nunca recetó un enfermo; no
ejercía sino con los sanos o con los muertos. Se acercó a
Fernando, le aplicó una mano al pecho, mientras lo pulsa-
ba con la otra. El corazón daba brincos intermitentes y el
pulso se sentía muy lejos, cual si la sangre circulara por
entre los huesos.
—Ante todo, debemos acostarlo —dijo—. Así está muy
mal.
Le zafaron el calzado, tieso por la humedad y lleno de
barro. Los calcetines estaban empapados. Al soltarle el
cuello respiró con satisfacción y empezaron a bajar las ve-
nas de la garganta. Le cortaron toda la ropa, que fue reem-
plazada por una camisa de noche amplia, fresca, y quedó
luego sentado en el lecho, sostenido por almohadones.
Con la toalla mojada en agua de colonia, Velarde se
puso a frotarle las sienes, a limpiarle el rostro lleno de
coágulos color de chocolate. Fernando, que aspiraba con
deleite aquel perfume fuerte mezclado con el olor acre de
la sangre, sintió trastorno y dejó caer la cabeza para atrás.
—Yo he visto —dijo Antonio—, aplicar paños de al-
cohol en un caso análogo. Alcánzame un trapo y la botella.
Nada se pierde.
Alejandro sacó del armario unos pañuelos sin usar, los
rasgó, alcanzó la botella y pusieron en el pecho del enfer-
mo un paño cuyo contacto frío lo hizo estremecer. Des-
pués de arreglar las almohadas, Velarde llevó a su amigo
a un rincón.
—Ahora no me parece muy mal. Sin embargo, puede
repetirse el vómito y, en ese caso, la muerte es casi segura.
Es muy socorrido el percloruro de hierro…, el hemostático
más poderoso, pero la verdad es que yo no sé ni cómo se

194
aplica. Francamente, creo que lo mejor es llamar un mé-
dico.
—Precisamente quería consultarte este punto. Tú sabes
mis opiniones sobre eso: creo poco en la ciencia y menos
en estos casos. Yo no me hago ilusiones, mi hermano está
perdido, pero hay que agotar todos los recursos. En fin,
haré lo que tú quieras.
—¿Te parece el doctor Casanova?
—El que tú digas. Ojalá sea viejo. Me gustaría el doctor
De la Rosa, que ha recetado a Fernando varias veces.
Velarde fue a buscar su cartera y se acordó de que esta-
ba en franela.
—Ponte un saco —le dijo su amigo —. Puedes coger
una pulmonía. ¿Qué buscabas?
—Una tarjeta. Llamaremos al doctor De la Rosa. Es un
sabio venerable y luego vive cerca. Es seguro que viene;
no son sino las diez.
Se acercó a la mesa, escribió cuatro líneas en un papel
cualquiera y, poniéndose de pie, tocó el timbre.
—Mira, Roque —le dijo a este al entrar—. Corres a casa
el doctor De la Rosa…, ¿sabes? En la calle del Rosario, una
casa vieja. Tocas la campana, un rejo en lo alto de la puer-
ta. Pero no te vienes sin él. Es urgente, le dices.
Roque partió como un rayo. A poco tocaron fuertemen-
te. Alejandro se asomó al balcón. Un policial avisaba que
lo habían dejado abierto. Bajó a cerrar.
Velarde se quitó el sobretodo y fue a alcanzar un saco
del ropero. Entonces vio que Fernando, vuelto de lado,
apoyándose en un codo, se agarraba con desesperación
de los cobertores. La luz lo hería de frente. Tenía el sem-
blante amoratado, las manos crispadas, los ojos fuera de

195
las órbitas miraban en torno con angustia, y por la boca,
desmesuradamente abierta, como un chorro de llamas,
arrojaba una catarata de sangre espesa, que burbujeaba
al caer y que inundaba el lecho, revuelto con las sacudi-
das bruscas.
Antonio alcanzó a coger la aljofaina, corrió al lado del
enfermo y de un grito llamó a Alejandro.
Este entró desencajado y encontró a su amigo soste-
niendo en uno de los brazos a Fernando y dándole aire
con la mano abierta en abanico. El lecho era un pozo de
sangre que despedía un vapor caliente. Velarde estaba tré-
mulo, sudoroso, cubierto de manchas rojas.
—No hables —le dijo al moribundo, que hacía esfuer-
zos por decir algo…
Los dos amigos, sin cruzarse una palabra, se miraban con
angustia mientras Fernando, ya en estado hipocrático,
con un estertor débil, cubierta la faz por un velo de lividez
mortal, dejaba caer la cabeza sobre el hombro de Antonio
y se abandonaba a las últimas congojas de la vida…

El pincel de la muerte, empapado en hielo, no tuvo que


agregar una sola pincelada recia en el rostro antes cada-
vérico de Fernando, aquel rostro de porcelana y oro que
se destacaba de la blancura de los encajes y del lino. La
fúnebre artista trazó apenas una doble línea de violeta so-
bre los labios sedosos, humedecidos de espuma rosada;
perfiló la nariz aristocrática y retocó de negro los círculos
de los ojos, los ojos inmóviles, de diafanidad triste, cuya
última mirada se detuvo en el aire con el último salto del
corazón; en tanto que el espíritu, envuelto en esencias y

196
en vapores de sangre, arrebatado por una ráfaga de viento,
se perdía en la noche…
El viejo médico entró dando pisadas fuertes. Con aire bo-
nachón apretó la mano de Velarde, pasó el brazo por la es-
palda de Alejandro y meneando la cabeza de cabellos grises
bajo el amplio sombrero de copa, dejando escapar su eterna
sonrisa, hundió en el lecho su mirada llena de pensamiento.
Fernando, en majestuosa calma, rodeado de silencio, recibía
la coloración dorada de la luz cercana que lo envolvía en
un sudario brillante, mientras la muerte, en ese crepúsculo
de la vida, terminaba su tarea de opacar las pupilas, de dar
rigidez a los músculos y cubrir de hielo el cadáver.
—Perdió la poca sangre que le quedaba —dijo el médi-
co, y puso el dorso de la mano sobre la frente del muerto.
Antonio le habló a media voz. El anciano se sentó al
escritorio, sacó los anteojos de una bolsa de cuero, escribió
el certificado y, despidiéndose con una venia, salió dando
saltitos sobre las manchas de sangre.
Alejandro había caído en un mutismo absoluto, se pa-
seaba con inquietud, el entrecejo fruncido, las manos apre-
tadas y mordiéndose el bigote. Al sentir en el corredor los
llantos de la servidumbre y representársele su hogar ya
hecho pedazos, lloró silenciosamente. Velarde, conmovi-
do, lloró también, y al quitarse los lentes para enjugar las
lágrimas, se vieron sus pequeños ojos grises abrillantados
por fuego melancólico.
El viento barría los nubarrones cargados de agua, el
cielo abría, despejado, con tonos de ámbar, como un cre-
púsculo brillante; se veían aquí y allí los fanales eléctricos
como luceros a flor de tierra, el aire se adormecía y flotaba
un murmullo sordo, el canto del silencio.

197
Los relojes de la Catedral dieron las once en una carca-
jada larga. Del atrio del Capitolio se elevó un cohete que
soltó en la altura un alarido seco y se deshizo en llanto de
fuego… Después otro, y otro, y mil más. En las sombras,
incendiadas como en una aurora boreal, abejeaban enjam-
bres de chispas y las inundaciones de sonidos sacudían el
espacio.
Las músicas vibrantes, los gritos de una multitud alqui-
lada y las voces estridentes de los cohetes formaban ondas
sonoras que, impregnadas de olores de pólvora, bajaban
de la plaza y en tropel salvaje se metían al aposento, lleno
de quietud y de tristezas.
El Gobierno celebraba un triunfo de sus armas. Era
una fiesta de la burocracia en honor de las victorias de la
muerte y su estruendo perturbaba a la misma muerte en
su taller fúnebre, en el momento de poner a un cadáver
los últimos toques de sombra.
A Velarde le ocurrió aprovecharse de aquella circuns-
tancia para hacer las diligencias del entierro. Sin consultar
con Alejandro, todavía aturdido por el golpe, echándose
cualquier traje, salió a la calle después de meterse al bolsi-
llo el certificado del médico.
Alejandro seguía mudo, inmóvil, al lado del muerto,
cerrándole los párpados. En los ojos turbios como dos lá-
minas de zinc había un calor débil que se extinguía poco
a poco. Cuando retiró la mano, las yemas de los dedos es-
taban yertas y el cadáver esparcía olas de frío penetrante
y doloroso. Adormecido por el pesar, como en un sueño
veía a Fernando en las diversas épocas de su vida, y se le
presentaba el hogar hermoso de sus padres, cuyo último
resto era él, un hombre sin ilusiones, sin ganas de vivir,

198
sin ambición y sin amor; un hombre atacado de hastío
incurable y de corazón convertido en hielo.
—Ahí están dos señores —dijo Roque asomando la ca-
beza.
—Hazlos sentar y que aguarden un momento.
Arregló los cobertores, tapó el cuerpo desde la gargan-
ta, le limpió la sangre del rostro y salió.
Eran dos jóvenes del bajo mundo, dos hijos de la som-
bra, grandes amigos de Fernando, desprendidos a esas
horas del populacho que celebraba el triunfo. Dieron sus
nombres: Elorga y Alcantuz. Acababan de saber el fatal
acontecimiento y se apresuraban a ofrecer sus servicios,
lo que ocurriera, cualquiera cosa… Querían mucho a
Fernando. Llevaban las manos negras de pólvora y olían
a combate.
Fueron recibidos con amabilidad, como si cayeran de
las estrellas en vez de subir, como un vapor, de las sentinas
sociales. Alejandro resolvió hacerlos entrar a su cuarto;
no era hombre de fijarse en el plumaje del que visita a un
desgraciado.
En presencia del cadáver, Elorga —un chato charlatán
como una cotorra, ventrudo, lanetas, oloroso a chicote y
casi sin botines— estalló en exclamaciones estruendosas,
preludio y ritornelo de una filosofía bodegonil.
—¡Oh! ¡Ah! ¡Uh! Pobre Fernando, tan decente. La
muerte, en realitat, es una calamitat, pero, en fin…, qué se
ha de hacer. Lástima del amigo. Él ganó.
Alejandro no le oía. Observaba vagamente al otro, un
hombre pálido y tieso como un cirio, de ojos y bigotes ne-
gros, el labio inferior descolgado, dejando ver los dientes
de abajo como cabos de cigarrillo, la boca contraída con

199
un gesto desapacible, sombrero de fieltro y una levita me-
lancólica. Estaba alelado ante la riqueza de los muebles,
las tapicerías y los cuadros, y sin poder hablar abría los
ojos y la boca cual si quisiera engullirse todo aquel fausto.
Al rato Alcantuz y Elorga estaban como en su casa.
Ayudaron a Velarde y a Alejandro a colocar en el ataúd el
cadáver, envuelto en lino inmaculado, y a conducirlo a la
sala. Ellos encendieron los blandones, y aplicaban en la
cara del muerto los paños de ácido fénico y borraja mien-
tras los otros redactaban los carteles funerarios.
Velarde les ofreció una copa que fue aceptada con entu-
siasmo. Saboreaban el coñac fino, mirándose con orgullo,
llenos de sorpresa, como si muertos de repente, hubieran
resucitado en la gloria.
—¡Ah! ¡Oh! —exclamaba el chato Elorga, pasándose
por la boca un pañuelo como un limpión.
Alcantuz se acariciaba el bigote con el labio inferior
para no perder una gota del maravilloso elixir.
Empezaron a sudar y se sentaron a comunicarse en
voz baja sus impresiones. Se sentían dichosos. La muerte,
como a los gusanos, les daba vida, alta vida social, y el
brandi, que ponía alas en sus cuerpos de crisálidas, les ha-
cía sentir como mariposas, como mariposas que chuparan
néctar de uva, se posaran sobre rosas y brocados y fuma-
ran cigarrillo turco.
Hablaban del triunfo, que bien podía resultar falso, lo
que nada les importaba. Habían ayudado a vociferar, pero
no de balde, y en todo caso aquella noche era para ellos
una noche victoriosa.
Los rumores del populacho se fueron apagando, la mul-
titud se regaba por la ciudad, las músicas se debilitaban,

200
uno que otro cohete estallaba a distancia dejando en las
sombras su estela rojiza, y en las calles sombrías como tú-
neles y en el aire quieto, el silencio derramaba sus ánforas.
En soledad augusta, bajo la claridad mortecina de los ci-
rios quejumbrosos, envuelto en olores de cera, de humo y
de ácido fénico, los ojos cerrados para siempre, en la boca
un gesto de amargura, pasaba Fernando su última noche
fuera de la tumba.
Se oyó a lo lejos una música de cuerda que se iba acer-
cando, acercando, conducida por el aliento de la noche.
Velarde y Alejandro, de pie bajo el marco de uno de los
balcones, hablaban paso y recibían las caricias de la brisa
fresca. La música crecía y llenaba el espacio de rumores
alegres. El viento levantaba, como en un torbellino, en-
jambres de notas cristalinas, arpegios vibrantes, gritos y
carcajadas de mujeres, voces recias de hombres y pisadas
sonoras. Los nervios de Alejandro, azotados por las ráfa-
gas de sonido, se retorcían en convulsiones dolorosas.
La comparsa bulliciosa, bajo la blancura de la luz eléc-
trica, apareció en la esquina.
Casi abrazada de un hombre grueso y vulgar, el con-
gresista del solitario, rompía la marcha Diana, la Montero,
borracha, lanzando una lluvia de risas grotescas sobre la
cara tosca de su compañero. Brillaban sus dientes entre
la boca rasgada, y reverberaban sus ojos cargados de va-
pores de vino y de perversidad. Seguían otras dos pare-
jas, una de ellas formada por el bulldog de los quevedos
y una mujerzuela escarlata, y cerraban el desfile tres gui-
tarristas melenudos, tocando La serenata morisca. Regre-
saban de una cena y proseguían por las calles la bacanal
estruendosa.

201
Velarde arrancó del balcón a Alejandro, que los envol-
vía en una mirada triste, sin rencores, dulcificada por el
desprecio.
La algazara de aquella orgía ambulante, las músicas, los
gritos y las risas, las risas crueles, revolotearon un momen-
to alrededor del cadáver de Fernando como si quisieran
despertarlo. Era el último beso de Diana, el último…, tan
apasionado, tan tierno, tan dulce… ¡como lo fue el primero!
El tiempo se deslizaba con pasos perezosos. Era una no-
che polar aquella noche de infortunio. Por fin entonaron
el alba las campanas de los templos, un toque doliente que
rompía el aire y turbaba los rezos monótonos que salían
del hospital. Lentamente la aurora fue bañando en ópalo y
rubí pálido las altas cimas, las sombras huyeron como un
tropel de fantasmas, por los cerros rodaba una cascada de
luz débil que al quebrarse en los costados de los edificios
inundaba las calles y las habitaciones de claridades tenues.
El vaho de la ciudad, ensanchándose por los ámbitos, cu-
bría el espacio de encajes vaporosos. Los primeros rayos
del sol agujereaban las nieblas, mezcladas con el humo de
las chimeneas, las extendían sobre las techumbres, las infla-
maban y, al diluirlas, vertían en el aire océanos de colores.
Las últimas estrellas recogían sus rayos y se perdían
entre las nubes límpidas; y bajo el cielo diáfano, entre la
feria de claridades, ondulaba el clamoreo de las campanas
confundido con los rumores de la ciudad.
La magia del día hermoseaba el cadáver de Fernando,
dormido en quietud augusta y eterna en medio de la luz
vibrante y arrullado por himnos de vida.
El ácido fénico le había quemado la boca y los párpados
con sus ósculos de fuego; el oro de los cabellos ardía sobre

202
su frente como una aureola, y entre la nieve del sudario
parecía el cuerpo una estatua de mármol de que apenas se
hubiera cincelado la cabeza.
Con sus largas pavesas entre las llamas temblorosas,
los cirios parpadeaban con sueño; se oían los pasos de
Alejandro, el resuello de Velarde que dormía en un sofá
y el cuchicheo de Alcantuz y el chato Elorga, que antes
de marcharse hacían provisiones de cigarrillos, cigarros y
fósforos y vaciaban los botellones de la licorera.
Desde las primeras horas empezaron a llegar cruces
y coronas. El ataúd brillante, blasonado de oro, se alza-
ba sobre una colina de flores y hojas salpicadas de gotas
cristalinas. Como aljófar de diamante pulverizado, el talco
sonreía a la luz sobre los anchos pétalos de las magnolias
sedosas, al través de los heliotropos, en las trompetillas de
las azucenas marmóreas, en las corolas de las violetas y
sobre la nieve de las rosas impolutas.
Velarde cerró las cortinas de los balcones y la cámara mor-
tuoria quedó envuelta en un crepúsculo de paz y dulzura.
Sobre el verde triste del ciprés dormitaban las flores;
sus tonos vivos se desvanecían entre la media luz y su res-
piración fresca levantaba olas de perfume, olas que barrían
los vapores del cadáver, embalsamaban los cabellos, le be-
saban la boca lívida, se precipitaban en la calle, y al volar
por el espacio luminoso, los besos fríos que conducían so-
bre sus alas se incendiaban con el fuego de la mañana…
Pelusa llegó a las siete en punto. Cabeceando bajo su
cubilete monstruo, arrastraba su levitón de pontificar y,
terriblemente enguantado, traía, entre otras cosas, un de-
sayuno doble y en la mano una coronita de rosas blancas
tejida por la tía Tona.

203
XII

Las exequias de Fernando Acosta se celebraron en la


Capilla del Sagrario. Desde las once, el artístico templo
bañado en dulce opacidad, lleno de silencio, empezó a col-
marse de gentes del gran mundo.
Los pasos resonaban huecos y sordos, y el eco los de-
volvía multiplicados como en una catacumba. Al pie de la
cruz alta, de faldas cortas, y de los ciriales, sostenidos por
monagos enlutados, ante grandes sillones casi pegados al
cancel, los tres oficiantes, con sus bonetes oscuros, con sus
dalmáticas negro y plata, bajo los cuellos inverosímiles
que los hacían ver como tortugas, ora en pie, ora sentados,
con voz gutural y destemplada canturreaban el oficio de
difuntos. Las melopeas largas y monótonas, como enre-
dándose en los bejucos de una yedra invisible, trepaban
hasta el coro. Tres o cuatro voces vigorosas remataban los
versículos con las antífonas solemnes, y al apagarse estas
el órgano seguía exhalando notas sueltas que servían de
guía al canto áspero de los sacerdotes.
Las mujeres entraban contoneándose, arrebujadas co-
quetamente, y haciendo resonar el tictac de las botas, iban

205
a colocarse entre los escaños laterales produciendo un
frufrú de lino aplanchado.
Se santiguaban algunas al entrar y metían dos dedos,
que a prevención traían fuera del guante, en la taza de
agua bendita, turbia y espesa, que un formidable ángel
de piedra les presentaba contemplándolas con sus gran-
des ojos muertos. Sus compañeras las miraban con el ra-
billo del ojo en tanto que ellas se dejaban caer arrodilladas
y persignándose con maestría abrían los devocionarios de
marfil o cuero de Rusia.
Arreglándose el cabello, los guantes, el bastón y el som-
brero de copa en una mano, haciendo chirriar las botas,
los hombres subían de puntillas por el amplio callejón
del medio. Tendían el pañuelo y se arrodillaban, muchos
hincando una sola rodilla; se hacían de la frente al pecho
una gran cruz, torcida como la de Gestas, y se sentaban a
contemplar a las mujeres, a mirar para el coro o a pasear
la vista por los inmensos cuadros de Gregorio Vásquez.
A las once y media el templo estaba rebosante, y en
la atmósfera, caldeada por aquella respiración de horno,
flotaba un vago cuchicheo.
Bajo la media naranja, ante el gran altar de carey, a
un lado del púlpito que escoltaban los evangelistas como
apuntadores de la palabra divina, entre los cuatro cirios
que lloraban lágrimas de cera, se levantaba el túmulo ma-
jestuoso entre una pirámide de flores de muerto, que ape-
nas dejaban ver el lujoso cajón de agujetero. Como cintas
oscuras se desprendían las dos hileras de hombres que
se abrían abajo, culebreando hasta salir por la puerta, y a
los lados, formando aletas movibles, las mujeres en oleaje
incesante como un mar de merinos y crespones.

206
La Capilla era un teatro fúnebre y la ceremonia el pri-
mer acto de un drama realista, de realidad terrible. No el
entierro de un pobre diablo olvidado la víspera que agoni-
zó por mucho tiempo abandonado en medio de los hom-
bres, como el profeta Daniel entre los leones. Pero la socie-
dad misericordiosa tendía un velo sobre todo aquello, le
otorgaba su perdón, le abría al muerto los brazos cerrados
para el vivo, y en esa hora solemne invadía el aristocrático
templo con la misma frescura, con la misma satisfacción,
con el mismo boato con que hubiera llenado los salones
de un baile d’élite. Allí, a los ojos de la capital entera pasa-
ría revista el alto mundo, allí quedarían inscritos algunos
que faltaban en los escalafones del buen tono. Cuánto le
agradecían estos a Fernando que se hubiera muerto tan
oportunamente. Era mucha gracia que les presentara la
ocasión de exhibir sus despachos. ¡Qué fortuna que no hu-
biera habido invitaciones particulares! ¡Y qué lástima que
no se publicara la lista de los asistentes!
Muerto Fernando le llovieron amigos, regimientos de
aduladores: «¡Tan célebre, tan distinguido! Algo calavera,
pero calavera de buen gusto…». Quienes nada sabían del
pobre muchacho le atribuían cosas estupendas. Era ur-
gente hacerse pasar por sus camaradas íntimos. De otro
modo, Alejandro no refrendaría, al devolverles el abrazo
que le tenían preparado, sus diplomas de aristócratas.
Porque todos aquellos homenajes iban dirigidos a
Alejandro. El escéptico se sabía de memoria que nadie se
acordaba ya de su hermano, aunque todavía estaba calien-
te el cadáver.
«Estoy asistiendo a mi entierro —pensaba—. Así será,
así, exactamente, como un gran baile, pero siempre que no

207
me arruine. Me provoca tirarme por el Tequendama; que
no quede ni qué enterrar…».
Y escuchando tras sí el murmullo de aquella apoteosis
trágica, pálido, demacrado, parecía el muerto que hubiera
saltado de la caja. Fernando mismo, resucitado de súbi-
to, se hubiera quedado frío, sin atreverse a creer que era
objeto de tan inaudita ovación. Le habría sido imposible
reconocer muchas caras: las de aquellos que a lo último no
le mostraban más que la espalda.
Los salmos del invitatorio con sus versículos sentencio-
sos taladraban los oídos. Había en ellos reproches, gritos,
quejas y diatribas. Eran como un diálogo de los dos her-
manos en la puerta de una tumba.
La voz de Fernando parecía hablar a los maquinadores
de su pérdida, que no le oían:
«Apartaos de mí todos los que obráis iniquidad».
«Avergüéncense todos mis enemigos».
«Levántate, Señor, y revístete de tu ira».
¿Por qué esos cánticos no iban a clavarse como saetas
en el corazón de Diana?
«He aquí que el pecador maquina la injusticia —seguía
diciendo el antifonario, y luego, en notas sollozadas, como
dirigiéndose a Fernando—: Abrió con sus crímenes un
lago, lo cavó, y él mismo cayó en la hoya que se labró».
Los ayes de Job, el santo hastiado, el gran maldicien-
te, vibraban como látigos en el aire y parecían escapados
de la boca de Alejandro: «¿Cuándo me dejarás descansar,
para que pueda siquiera tragar mi saliva?».
Dos sujetos melenudos, de sacos verdes y tocones, cue-
llos negros, pantalones de fleco y botines de silencio, dos
bohemios que se dirían salidos de la cabeza de Murger,

208
entraron con aire satisfecho y echando por la calle de en
medio fueron a arrodillarse al pie del catafalco. Al princi-
pio todo el mundo los miró con asco; se hizo el vacío alre-
dedor de ellos como si fueran dos apestados; pero cuando
Alejandro los arropó con una sonrisa amistosa, todas las
opiniones se modificaron. Resultaban muy interesantes
aquellos personajes misteriosos. Los sacos no eran ver-
des por su edad sanclementina, provecta, sino intencio-
nalmente de un color simbólico, la esperanza; los cuellos
eran negros en señal de duelo y las botas iban sin tacones
para no hacer ruido en circunstancia tan solemne.
La vigilia terminaba; era el final del primer acto. Hubo
luego una especie de entreacto o intermezzo lírico en que
se cantó un miserere regio. El espacio se fue poblando de
notas cristalinas, de rumores débiles que se diluían en el
aire y crecían, crecían como en una tempestad grandiosa,
una borrasca de sonidos que estremecían los cristales de
las ventanas y hacían caer a las almas en religiosos éxtasis.
Por momentos las voces se adelgazaban hasta semejar el
canto de una fuente. Entonces, como una serenata fúnebre,
se oían los dobles, los ayes lastimeros de las campanas que
con sus lenguas de metal se quejaban a los cuatro vientos.
Durante el entreacto las mujeres se acomodaron en los
escaños como en palcos, y muchos hombres vueltos hacia
el coro se quedaron a saborear el clásico salmo con oído
mundanal, cual si fuera un himno pagano en el propio
Odeón de Pericles. Los demás se salieron al atrio y, dise-
minados en grupos, desenvolvían la crónica en todos los
tonos.
La Misa negra del maestro Quevedo estuvo majestuo-
sa y el Dies irae, trágico. Un estremecimiento de pavura

209
corría por la absorta concurrencia, y se hubiera creído que
iba a reaparecer el doctor Margallo a vaticinar, como cuando
el entierro del coronel Stuers, la destrucción de la Capilla.
Abierto de par en par el gran cancel, después del últi-
mo responso, salió el cadáver andando en dieciséis pies,
entre ellos dos de Alejandro y dos del chato Elorga, que
tras numerosos pisotones y codazos había logrado apode-
rarse de una punta de las andas. El puesto de nazareno de
aquel paso se peleaba con encarnizamiento por algunos
que querían impregnarse de aristocracia, y los que no pu-
dieron lograr tamaño gaje, se apresuraban, con apresura-
miento de lacayos, a recibirles sus báculos a los nazarenos
privilegiados. Alcantuz alcanzó el honor de que Alejandro,
prefiriéndolo a otros, le encomendara su sombrero, que
recibió con unción. Solamente Elorga iba con el suyo en
la mano, un peludo como una tortilla, pero tuvo la buena
ocurrencia de encasquetárselo hasta las orejas, en medio
del espanto y la indignación general.
El cortejo desfiló por la Calle Real. Abrían la marcha,
dejando una estela de aromas, dos carros de coronas y
cruces amontonadas en un desorden que permitía a las
flores acariciarse en abrazo amoroso. Los estrujones
las despedazaban y el viento iba sembrando el camino de
hojas y tarjetas. Velarde recogió algunas de estas, muchos
nombres oscuros, gentes desconocidas que no se hubieran
conformado jamás con no tener vela en ese entierro.
Seguía el carro fúnebre y allí Fernando, lo que quedaba
de Fernando, rotulado en una ancha cinta negra con sig-
nos de oro. Después Alejandro, de riguroso luto, como una
sombra, andando lentamente, la cabeza baja, una mano
atrás y en la otra el paraguas. Uno por uno pasaban ante

210
él amigos y desconocidos, y poniéndose la careta de la me-
lancolía lo abrazaban con un solo brazo. Él correspondía
en la misma forma, con indiferencia glacial, y respondien-
do en lenguaje cablegráfico a los millares de preguntas, de
lisonjas, de palabras huecas con que lo agobiaban.
De Alejandro se desprendía la gran procesión de hom-
bres, una formidable serpiente negra con sus escamas que
abrillantaba el sol, y por las aceras, bajo las coquetas som-
brillas, en dos filas como dos cordones de seda, iban las
señoras barajadas con tres o cuatro mujeres ligeras, perso-
nas importantes en el mundo de Fernando en su último
tiempo.
—Mucho lo quise, sí, señor —le iba diciendo Pelusa al
doctor De la Rosa, que lo oía sin mirarlo y sin escucharlo lo
oía—. Mucho lo quise, ¡carachas! Él me salvó de una dia-
blura matroz. Imagínese, doctor, que en un baile una mal-
dita vieja me echó una artesa de agua y me quería matar…
Velarde oyó las últimas palabras y brilló en sus labios
una vaga sonrisa.
«Esta gente —pensaba en medio del tumulto— ya ni se
acuerda de Fernando, pero acompaña el cadáver y levanta
un murmullo, un perfume de adulación capaz de embal-
samarlo. ¿Por qué? No lo saben, ni les importa saberlo, ni
el cariño los conduce; pero es una costumbre, y aquí van
como reclutas, porque estos son reclutas de la sociedad,
conscriptos que existirán mientras subsista el convencio-
nalismo, la inmensa distancia entre los sentimientos y las
costumbres».
Formaban la retaguardia numerosos coches cerrados,
lucientes como escarabajos, tirados por troncos fogosos
que se encabritaban con impaciencia. Velarde pensaba:

211
«La etiqueta es también de rigor para los caballos en las
grandes solemnidades. —Y, mirando el carro, continua-
ba—: Fernando, muerto hace dos meses, hubiera ido solo.
Hoy lo acompaña una multitud que no sabe, o no quie-
re saber, que lo mataron. ¿Cuándo acabarán las cacerías
de hombres? Probablemente nunca. Durarán mientras los
hombres, más torpes que los volátiles y los cuadrúpedos,
busquemos a los cazadores con ese afán, mientras nos
atraiga la luz artificial como a las polillas. Cuántos de los
que van aquí estarán en capilla…».
En el balcón de un hotel, recién levantados después
del baile-orgía, los dos congresistas, de cachucha, chale-
co abierto y chinelas, conversaban muy frescos y veían el
desfile.
Velarde los reconoció.
«Aquí no más —seguía diciéndose— hay dos cómpli-
ces inconscientes del asesinato, dos mequetrefes que ayu-
daron a una muerte, sin saberlo, obedientes a sus instintos
de machos. Están libres y si se les fuera a castigar por eso,
¡qué injusticia aquella! ¡Qué horror! ¡Qué monstruosidad
de la ley! La misma Diana…, ¿qué podría hacerse con ella?
¡Nada! Para adentro puede ser una infame, pero para el
mundo resulta un cazador como otro cualquiera. Coge un
pájaro, lo despluma, lo asa, se lo come y tira los huesos a
la calle. Los huesos, lo que buenamente quiso dejar, lo que
vamos a devolver a la tierra, y eso defraudándola. Ella lo
mató, pero queda impune como todos los cazadores, es
irresponsable como nuestros presidentes. Eso se llama la
inviolabilidad de la vida».
Desde la Tercera comenzaron a quedarse numerosos
acompañantes, a desgranarse, a cruzar, a introducirse en

212
los almacenes y en las casas. ¿Para qué seguir? Lo impor-
tante estaba hecho: dejarse ver en las calles reales y en el
parque de Santander.
Un viejo calvo, mugroso y barbón seguía el cortejo con
paso difícil, encorvado, bajo una lluvia de caspa. Era un usu-
rero célebre, un Zaragüeta formidable a quien Fernando
le debía cualquier cosa. Se estuvo hasta el fin, hasta dejar
puesto en la tumba el último ladrillo, y regresó a pie. El
tranvía era muy caro, ¡un real…!, y en coche… podía suce-
der que le cobraran. «A quien todo lo ha perdido —dice
Alfredo Assollant— le queda un último consuelo: el ros-
tro afligido de su acreedor. Sus amigos pueden olvidarlo,
su perro buscar otro amo, pero su acreedor, siempre fiel,
siempre apegado, no lo dejará sino en el umbral del ce-
menterio».
Cumplido el último deber, cerrada la tumba con una
gruesa capa de calicanto, Alejandro y Velarde se subieron
a un coche y dejaron a Fernando, el desgraciado mucha-
cho que, después de ser pasto de los hombres, iba a servir
a los gusanos una pobre comida.
—Aquí tienes —decía Alejandro—, una escena intere-
sante de la comedia humana: «La vida de un muerto y la
muerte de un vivo».
—No entiendo.
—Está claro: Fernando ha vivido un día después de
muerto, y yo me acabo de morir. Soy un difunto que vuel-
ve de su entierro.
Velarde se desmontó en San Francisco. Alejandro si-
guió y al saltar del coche, a la puerta de su casa, le entrega-
ron dos telegramas. Abrió el uno ya en su habitación, y se
quedó estupefacto, mudo. Venía de Fernando, del propio

213
Fernando Acosta, su pobre hermano que había quedado
momentos antes encerrado en su camarote de tierra. Era
para él, estaba fechado en Honda y le decía con laconismo
espeluznante:

Sigo bien. Adiós.

No podía comprender aquel hombre el misterio infer-


nal de esas palabras, el enigma cruel del telegrama.
«“Sigo bien” —se decía cogiéndose las sienes—. Claro
que sigue bien, pero muy bien: va derecho al divino nir-
vana…».
En su asombro había olvidado el otro despacho, que
estrujaba febrilmente con la mano izquierda. Lo abrió con
apresuramiento, con voracidad de descifrar aquel maldito
enigma. Venía para Fernando, de la misma parte, y lo fir-
maba un desconocido, un tal Manzaneque.
El contenido de aquel pedazo de papel arrugado y cruel
le dijo a aquella alma atormentada mucho más de cuanto
sabía de la miseria humana. Súbito lo comprendió todo,
todo íntegramente; se hizo la luz en su cerebro como si le
hubieran tocado un botón eléctrico.
Manzaneque manifestaba a Fernando su pena por te-
ner que llevarse sus baúles, su ropa, en fin, su equipaje;
usaba de la vieja amistad de ambos, de la eterna confianza,
y seguía a Lima con sus bártulos, y con algo más útil: las
cartas de recomendación…
—¡Miserable! —articuló Alejandro apretando los dien-
tes. Y luego—: Decididamente, los dioses son crueles y
el destino inexorable en sus maldades. Hay hombres que,
como Fernando, como mi Fernando, caen a la tierra irre-

214
misiblemente determinados, condenados por la desgracia
a un negro infortunio: la vida los azota, las enfermedades
los hieren, el mal les busca, el bien les vuelve las espaldas,
la sociedad los escarnece…, y cuando la muerte, no siem-
pre atenta con los tristes, viene compadecida de esos in-
fortunados y los devuelve a la madre tierra en un sudario
de paz, el nombre de ellos, ese pobre nombre sigue, sigue
sirviendo de mofa a la baja y alta canalla, porque, desgra-
ciadamente, hasta el olvido es un sarcasmo…
Tiró al suelo los dos telegramas y les prendió fuego.
Estaba pensativo, trágico, mirándolos arder. La llama,
como un fuego fatuo, corrió unos instantes sobre los ex-
traños papeles, que sollozaban al quemarse, y en tanto que
maquinalmente aquel hombre escéptico encendía un ciga-
rrillo, y que, como un ave gris, plegaba sus alas la ceniza,
un hilo débil de humo se escapaba por el balcón y se per-
día en el aire como un espíritu.

215
Índice

La hora de la guerra, Carolina Sanín vii


Nuestra edición xxiii

Diana cazadora

I 5
II 19
III 39
IV 59
V 73
VI 89
VII 105
VIII 127
IX 141
X 165
XI 185
XII 205
Este libro
se terminó de imprimir
en Madrid
en mayo de 2015

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