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Perú Económico
La crisis actual del capitalismo
Enero, 2003
Actualmente se vive una crisis de confianza resultante de la toma de conciencia
de que las buenas prácticas tradicionales de los mercados y el manejo
empresarial fueron no pocas veces abandonados en la búsqueda rápida del
dinero fácil.
La evolución de la economía no obedece necesariamente a un rumbo claro y
unidimensional, ni se puede proyectar su crecimiento con certeza sobre la base de
interacciones históricas, porque su desempeño termina siendo consecuencia de una
compleja multitud de procesos, en los cuales la “destrucción creativa” –como
denominó al progreso Joseph Schumpeter– tiene lugar en mercados crecientemente
interactivos que han crecido aceleradamente durante las últimas décadas. Para que
los mercados logren funcionar eficazmente, sin embargo, se necesita de leyes y
conductas que, a su vez, sean expresión de transparencia y confianza. Cuando éstas
se diluyen, la gran virtud del sistema capitalista –el que los ahorros de la sociedad se
puedan canalizar, sostenida y rápidamente, hacia los proyectos que optimicen la
creación de una riqueza real– queda lamentablemente afectada y la tentación del
intervencionismo resurge.
Durante la década de los noventa, especialmente en Estados Unidos, se
experimentaron dos procesos paralelos y relacionados: uno, de innovación tecnológica
muy creativa; el otro, de imprudente especulación bursátil. El aporte de muchos
innovadores y empresarios contribuyó sin duda a dinamizar la economía y estimuló un
crecimiento global. Pero la facilidad ilusoria con la que los operadores más agresivos
de su mercado de capitales hicieron y manipularon fortunas virtuales hizo que la
codicia relajara y debilitara la ética y los valores empresariales. Actualmente se vive
una crisis de confianza resultante de la toma de conciencia de que, durante los años
recientes, la especulación no constituyó solamente un medio fomentador para un
arbitraje eficiente de precios, sino que se convirtió en un fin en sí mismo; que las
buenas prácticas tradicionales de los mercados y el manejo empresarial fueron no
pocas veces abandonados en la búsqueda rápida del dinero fácil.
Durante el 2001 –afirma Charles Handy en un reciente artículo del Harvard Business
Review, “What’s a Business For?”– las utilidades preanunciadas de las principales cien
empresas del NASDAQ (el mercado bursátil de empresas tecnológicas), que eran
aceptadas como razonables por los analistas más destacados del medio,
sobreestimaron el total efectivamente logrado en casi US$100,000 millones, en un
mercado bursátil que a veces valuaba la acción a 60 veces las utilidades. Tal grosero
error de cálculo sólo puede haberse debido a una obnubilación colectiva y, en no
pocos casos, al engaño deliberado.
John M. Keynes ironizó un día la imagen de la “mano invisible” de Adam Smith
afirmando que “el capitalismo resultaba de una sorprendente creencia en que las
personas más codiciosas de una sociedad podían realizar las cosas más
inescrupulosas y contribuir con ello al bienestar general de todos”. Una encuesta
reciente de Gallup –citada en el artículo mencionado– revela que la opinión pública
norteamericana ha perdido mucha confianza en el sistema. Por ejemplo, ya no
considera que los principales directivos manejan sus empresas para el beneficio de
sus clientes y consumidores (sólo el 10 por ciento cree eso), o preocupados al menos
por sus accionistas y trabajadores (el 18 por ciento acepta eso), sino mayoritariamente
en función de sus ambiciones más personales y con un afán de lucro desmedido y no
muy escrupuloso.
Ante escándalos como los de Enron, el New York Times preparó el año pasado un
informe especial titulado “¿Podrían los capitalistas traerse abajo al capitalismo?”. La
conclusión mayoritaria de los entrevistados fue que no, que por ahora sólo se trata de
algunas manzanas podridas que no deberían contaminar al resto. En su artículo, sin
embargo, Handy señala algunas distorsiones conceptuales que deberían superarse
para que la crisis de confianza sea efectivamente vencida.
Una es la premisa discutible de que el valor y éxito de una empresa se miden casi
exclusivamente por el precio de su acción en bolsa. Un atractivo para el sinnúmero de
fusiones y adquisiciones recientes fue que éstas permiten registrar utilidades contables
que disparan especulativamente la cotización bursátil. En la mayor parte de los casos,
sin embargo, tales operaciones resultaron en grandes fracasos. Las opciones
accionarias –en 1980, el 2 por ciento de la plana ejecutiva norteamericana las recibía
como parte de su remuneración; actualmente, es más del 60 por ciento– han
contribuido también a este manejo cortoplacista. Este mecanismo, además, estimuló
una brecha creciente entre las remuneraciones máxima y mínima que se pagan en
cualquier empresa. Si para la República ideal de Platón, dicho múltiplo sólo debía ser
cuatro; nadie menos que J. P. Morgan recomendó, a inicios del siglo XX, un tope de
veinte. Al inicio del siglo XXI, este múltiplo supera 400 en las empresas
norteamericanas que cotizan en bolsa.
Handy recomienda regresar a la pregunta básica: ¿Qué es realmente una empresa?
La respuesta, antes más clara, ya no lo es tanto. La propiedad está cada vez más en
manos de inversionistas institucionales y el activo principal resulta el recurso humano
más que los equipos y edificios. El objetivo final de una empresa no es simplemente
hacer utilidades, sino obtenerlas para que la empresa pueda seguir haciendo más y
mejores cosas, algo que la mayoría de los analistas y especuladores financieros
suelen descartar en sus análisis.
Algunos pueden afirmar que éste es sólo un juego de palabras, pero están errados. El
tema, antes que nada, es moral. Los medios no deben confundirse nunca con los
fines. Ante cualquier organización, una pregunta crítica es: ¿Si no existiera, sería
bueno inventarla? Y la respuesta obvia es: Sólo si sirviera para efectuar, tan bien
como cualquiera, algo útil. Las utilidades no resultan sino el medio para este fin.
Los principios básicos de la legislación empresarial fueron establecidos hace siglos,
cuando las empresas eran manejadas directamente por sus dueños y los activos
fundamentales estaban constituidos por bienes físicos. Ahora que, en muchos casos,
el mayor valor reside en la propiedad intelectual; y la propiedad se ha difundido entre
inversionistas institucionales y algunos especulativos ¿resulta justo aplicar los mismos
criterios rectores? Una empresa moderna es, en esencia, una comunidad libre de
individuos con un propósito. La legislación debería auspiciar su florecimiento eficaz.
¿Lo hace en realidad?
Pero confiar exclusivamente en cambios normativos puede terminar siendo frustrante.
Handy propone una responsabilidad adicional para las escuelas de negocios, cuyo
número y cuya influencia se han multiplicado en los últimos años. Sugiere que, a
similitud del juramento hipocrático que obliga moralmente a los médicos, los
graduados de estas escuelas deben jurar no hacer daño, un compromiso que
trasciende el mero cumplimiento de la ley, para el cual siempre hay una excusa. El
mundo empresarial debe recuperar liderazgo en temas como el cuidado del medio
ambiente y la responsabilidad laboral y social, más que actuar a la defensiva en
espacios de la sociedad civil que ahora presumen ocupados por rojos que se han
vuelto verdes.
Ello requiere de líderes que aspiren no sólo a que sus empresas sobrevivan o incluso
prosperen, sino a que dejen huella por su contribución a la sociedad que sirven.
Líderes con causa, que no pareciera haber muchos. Al crear nuevos productos,
difundir últimas tecnologías, aumentar la productividad, ampliar la calidad de las cosas
y mejorar los servicios las empresas siempre han sido agentes activos del progreso.
Permiten que más personas accedan a más y mejores bienes. Este proceso se basa
en la competencia y se sostiene en la necesidad de proveer de retornos adecuados a
quienes arriesgan su capital y carreras en el esfuerzo, pero es, en su esencia, una
causa noble, como el de las obras de caridad o algunas ONG. Es necesario hacerlo
más evidente.
Hasta que tal comportamiento sea más norma que excepción, la opinión pública
considerará al capitalismo como el juego complejo de ricos y poderosos, más que
como un sistema económico que promueve el progreso y el bienestar. Peor aún,
seguirá presionando por normas estatales orientadas a enmendar sus vicios en vez de
promover sus virtudes. Se promoverá así, erradamente, el control más que la
confianza, el legalismo más que la verdad.
Felipe Ortiz de Zevallos
Presidente
Grupo APOYO