GÉNERO

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GÉNERO: LAS RUINAS CIRCULARES DEL DEBATE ACTUAL ¿Existe «un» género que las personas

tienen, o se trata de un atributo esencial que una persona es, como lo expresa la pregunta: «¿De
qué género eres?»? Cuando las teóricas feministas argumentan que el género es la interpretación
cultural del sexo o que el género se construye culturalmente, ¿cuál es el mecanismo de esa
construcción? Si el género se construye, ¿podría construirse de distinta manera, o acaso su
construcción conlleva alguna forma de determinismo social que niegue la posibilidad de que el
agente actúe y cambie? ¿Implica la «construcción» que algunas leyes provocan diferencias de
género en ejes universales de diferencia sexual? ¿Cómo y dónde se construye el género? ¿Qué
sentido puede tener para nosotros una construcción que no sea capaz de aceptar a un constructor
humano anterior a esa construcción? En algunos estudios, la afirmación de que el género está
construido sugiere cierto determinismo de significados de género inscritos en cuerpos
anatómicamente diferenciados, y se cree que esos cuerpos son receptores pasivos de una ley
cultural inevitable. Cuando la «cultura» pertinente que «construye» el género se entiende en
función de dicha ley o conjunto de leyes, entonces parece que el género es tan preciso y fijo como
lo era bajo la afirmación de que «biología es destino». En tal caso, la cultura, y no la biología, se
convierte en destino. Por otra parte, Simone de Beauvoir afirma en El segundo sexo que «no se
nace mujer: llega una a serlo»[27] . Para Beauvoir, el género se «construye», pero en su
planteamiento queda implícito un agente, un cogito, el cual en cierto modo adopta o se adueña de
ese género y, en principio, podría aceptar algún otro. ¿Es el género tan variable y volitivo como
plantea el estudio de Beauvoir? ¿Podría circunscribirse entonces la «construcción» a una forma de
elección? Beauvoir sostiene rotundamente que una «llega a ser» mujer, pero siempre bajo la
obligación cultural de hacerlo. Y es evidente que esa obligación no la crea el «sexo». En su estudio
no hay nada que asegure que la «persona» que se convierte en mujer sea obligatoriamente del
sexo femenino. Si «el cuerpo es una situación»[28] , como afirma, no se puede aludir a un cuerpo
que no haya sido desde siempre interpretado mediante significados culturales; por tanto, el sexo
podría no cumplir los requisitos de una facticidad anatómica prediscursiva. De hecho se
demostrará que el sexo, por definición, siempre ha sido género[29] . La polémica surgida respecto
al significado de construcción parece desmoronarse con la polaridad filosófica convencional entre
libre albedrío y determinismo. En consecuencia, es razonable suponer que una limitación
lingüística común sobre el pensamiento crea y restringe los términos del debate. Dentro de esos
términos, el «cuerpo» se manifiesta como un medio pasivo sobre el cual se circunscriben los
significados culturales o como el instrumento mediante el cual una voluntad apropiadora e
interpretativa establece un significado cultural para sí misma. En ambos casos, el cuerpo es un
mero instrumento o medio con el cual se relaciona sólo externamente un conjunto de significados
culturales. Pero el «cuerpo» es en sí una construcción, como lo son los múltiples «cuerpos» que
conforman el campo de los sujetos con género. No puede afirmarse que los cuerpos posean una
existencia significable antes de la marca de su género; entonces, ¿en qué medida comienza a
existir el cuerpo en y mediante la(s) marca(s) del género? ¿Cómo reformular el cuerpo sin verlo
como un medio o instrumento pasivo que espera la capacidad vivificadora de una voluntad
rotundamente inmaterial[30]? El hecho de que el género o el sexo sean fijos o libres está en
función de un discurso que, como se verá, intenta limitar el análisis o defender algunos principios
del humanismo como presuposiciones para cualquier análisis de género. El lugar de lo intratable,
ya sea en el «sexo» o el «género» o en el significado mismo de «construcción», otorga un indicio
de las opciones culturales que pueden o no activarse mediante un análisis más profundo. Los
límites del análisis discursivo del género aceptan las posibilidades de configuraciones imaginables y
realizables del género dentro de la cultura y las hacen suyas. Esto no quiere decir que todas y cada
una de las posibilidades de género estén abiertas, sino que los límites del análisis revelan los
límites de una experiencia discursivamente determinada. Esos límites siempre se establecen
dentro de los términos de un discurso cultural hegemónico basado en estructuras binarias que se
manifiestan como el lenguaje de la racionalidad universal. De esta forma, se elabora la restricción
dentro de lo que ese lenguaje establece como el campo imaginable del género. Incluso cuando los
científicos sociales hablan del género como de un «factor» o una «dimensión» del análisis,
también se refieren a personas encarnadas como «una marca» de diferencia biológica, lingüística o
cultural. En estos casos, el género puede verse como cierto significado que adquiere un cuerpo (ya)
sexualmente diferenciado, pero incluso en ese caso ese significado existe únicamente en relación
con otro significado opuesto. Algunas teóricas feministas aducen que el género es «una relación»,
o incluso un conjunto de relaciones, y no un atributo individual. Otras, que coinciden con Beauvoir,
afirman que sólo el género femenino está marcado, que la persona universal y el género masculino
están unidos y en consecuencia definen a las mujeres en términos de su sexo y convierten a los
hombres en portadores de la calidad universal de persona que trasciende el cuerpo. En un
movimiento que dificulta todavía más la discusión, Luce Irigaray afirma que las mujeres son una
paradoja, cuando no una contradicción, dentro del discurso mismo de la identidad. Las mujeres
son el «sexo» que no es «uno». Dentro de un lenguaje completamente masculinista,
falogocéntrico, las mujeres conforman lo no representable. Es decir, las mujeres representan el
sexo que no puede pensarse, una ausencia y una opacidad lingüísticas. Dentro de un lenguaje que
se basa en la significación unívoca, el sexo femenino es lo no restringible y lo no designable. En
este sentido, las mujeres son el sexo que no es «uno», sino múltiple[31] . Al contrario que
Beauvoir, quien piensa que las mujeres están designadas como lo Otro, Irigaray sostiene que tanto
el sujeto como el Otro son apoyos masculinos de una economía significante, falogocéntrica y
cerrada, que consigue su objetivo totalizador a través de la exclusión total de lo femenino. Para
Beauvoir, las mujeres son lo negativo de los hombres, la carencia frente a la cual se distingue la
identidad masculina; para Irigaray, esa dialéctica específica establece un sistema que descarta una
economía de significación totalmente diferente. Las mujeres no sólo están representadas
falsamente dentro del marco sartreano de sujeto significante y Otro significado, sino que la
falsedad de la significación vuelve inapropiada toda la estructura de representación. En ese caso, el
sexo que no es uno es el punto de partida para una crítica de la representación occidental
hegemónica y de la metafísica de la sustancia que articula la noción misma del sujeto. ¿Qué es la
metafísica de la sustancia, y cómo influye en la reflexión sobre las categorías del sexo? En primer
lugar, las concepciones humanistas del sujeto tienen tendencia a dar por sentado que hay una
persona sustantiva portadora de diferentes atributos esenciales y no esenciales. Una posición
feminista humanista puede sostener que el género es un atributo de un ser humano caracterizado
esencialmente como una sustancia o «núcleo» anterior al género, denominada «persona», que
designa una capacidad universal para el razonamiento, la deliberación moral o el lenguaje. No
obstante, la concepción universal de la persona ha sido sustituida como punto de partida para una
teoría social del género por las posturas históricas y antropológicas que consideran el género como
una «relación» entre sujetos socialmente constituidos en contextos concretos. Esta perspectiva
relacional o contextual señala que lo que «es» la persona y, de hecho, lo que «es» el género
siempre es relativo a las relaciones construidas en las que se establece[32] . Como un fenómeno
variable y contextual, el género no designa a un ser sustantivo, sino a un punto de unión relativo
entre conjuntos de relaciones culturales e históricas específicas. Pero Irigaray afirmará que el
«sexo» femenino es una cuestión de ausencia lingüística, la imposibilidad de una sustancia
gramaticalmente denotada y, por esta razón, la perspectiva que muestra que esa sustancia es una
ilusión permanente y fundacional de un discurso masculinista. Esta ausencia no está marcada
como tal dentro de la economía significante masculina, afirmación que da la vuelta al argumento
de Beauvoir (y de Wittig) respecto a que el sexo femenino está marcado, mientras que el sexo
masculino no lo está. Irigaray sostiene que el sexo femenino no es una «carencia» ni un «Otro» que
inherente y negativamente define al sujeto en su masculinidad. Por el contrario, el sexo femenino
evita las exigencias mismas de representación, porque ella no es ni «Otro» ni «carencia», pues esas
categorías siguen siendo relativas al sujeto sartreano, inmanentes a ese esquema falogocéntrico.
Así pues, para Irigaray lo femenino nunca podría ser la marca de un sujeto, como afirmaría
Beauvoir. Asimismo, lo femenino no podría teorizarse en términos de una relación específica entre
lo masculino y lo femenino dentro de un discurso dado, ya que aquí el discurso no es una noción
adecuada. Incluso en su variedad, los discursos crean otras tantas manifestaciones del lenguaje
falogocéntrico. Así pues, el sexo femenino es también el sujeto que no es uno. La relación entre
masculino y femenino no puede representarse en una economía significante en la que lo
masculino es un círculo cerrado de significante y significado. Paradójicamente, Beauvoir anunció
esta imposibilidad en El segundo sexo al alegar que los hombres no podían llegar a un acuerdo
respecto al problema de las mujeres porque entonces estarían actuando como juez y parte[33] .
Las diferenciaciones entre las posiciones mencionadas no son en absoluto claras; puede pensarse
que cada una de ellas problematiza la localidad y el significado tanto del «sujeto» como del
«género» dentro del contexto de la asimetría entre los géneros socialmente instaurada. Las
opciones interpretativas del género en ningún sentido se acaban en las opciones mencionadas
anteriormente. La circularidad problemática de un cuestionamiento feminista del género se hace
evidente por la presencia de dos posiciones: por un lado, las que afirman que el género es una
característica secundaria de las personas, y por otro, las que sostienen que la noción misma de
persona situada en el lenguaje como un «sujeto» es una construcción y una prerrogativa
masculinistas que en realidad niegan la posibilidad estructural y semántica de un género femenino.
El resultado de divergencias tan agudas sobre el significado del género (es más, acerca de si género
es realmente el término que debe examinarse, o si la construcción discursiva de sexo es, de hecho,
más fundamental, o tal vez mujeres o mujer y/o hombres y hombre) hace necesario replantearse
las categorías de identidad en el ámbito de relaciones de radical asimetría de género. Para
Beauvoir, el «sujeto» dentro del análisis existencial de la misoginia siempre es masculino, unido
con lo universal, y se distingue de un «Otro» femenino fuera de las reglas universalizadoras de la
calidad de persona, irremediablemente «específico», personificado y condenado a la inmanencia.
Aunque suele sostenerse que Beauvoir reclama el derecho de las mujeres a convertirse, de hecho,
en sujetos existenciales y, en consecuencia, su inclusión dentro de los términos de una
universalidad abstracta, su posición también critica la desencarnación misma del sujeto
epistemológico abstracto masculino[34] . Ese sujeto es abstracto en la medida en que no asume su
encarnación socialmente marcada y, además, dirige esa encarnación negada y despreciada a la
esfera femenina, renombrando efectivamente al cuerpo como hembra. Esta asociación del cuerpo
con lo femenino se basa en relaciones mágicas de reciprocidad mediante las cuales el sexo
femenino se limita a su cuerpo, y el cuerpo masculino, completamente negado, paradójicamente
se transforma en el instrumento incorpóreo de una libertad aparentemente radical. El análisis de
Beauvoir formula de manera implícita la siguiente pregunta: ¿a través de qué acto de negación y
desconocimiento lo masculino se presenta como una universalidad desencarnada y lo femenino se
construye como una corporeidad no aceptada? La dialéctica del amo y el esclavo, replanteada aquí
por completo dentro de los términos no recíprocos de la asimetría entre los géneros, prefigura lo
que Irigaray luego definirá como la economía significante masculina que abarca tanto al sujeto
existencial como a su Otro. Beauvoir afirma que el cuerpo femenino debe ser la situación y el
instrumento de la libertad de las mujeres, no una esencia definidora y limitadora[35] . La teoría de
la encarnación en que se asienta el análisis de Beauvoir está restringida por la reproducción sin
reservas de la distinción cartesiana entre libertad y cuerpo. Pese a mi empeño por afirmar lo
contrario, parece que Beauvoir mantiene el dualismo mente/cuerpo, aun cuando ofrece una
síntesis de esos términos[36] . La preservación de esa misma distinción puede ser reveladora del
mismo falogocentrismo que Beauvoir subestima. En la tradición filosófica que se inicia con Platón y
sigue con Descartes, Husserl y Sartre, la diferenciación ontológica entre alma (conciencia, mente) y
cuerpo siempre defiende relaciones de subordinación y jerarquía política y psíquica. La mente no
sólo somete al cuerpo, sino que eventualmente juega con la fantasía de escapar totalmente de su
corporeidad. Las asociaciones culturales de la mente con la masculinidad y del cuerpo con la
feminidad están bien documentadas en el campo de la filosofía y el feminismo[37] . En
consecuencia, toda reproducción sin reservas de la diferenciación entre mente/cuerpo debe
replantearse en virtud de la jerarquía implícita de los géneros que esa diferenciación ha creado,
mantenido y racionalizado comúnmente. La construcción discursiva del «cuerpo» y su separación
de la «libertad» existente en la obra de Beauvoir no logra fijar, en el eje del género, la propia
diferenciación entre mente/cuerpo que presuntamente alumbra la persistencia de la asimetría
entre los géneros. Oficialmente, para Beauvoir el cuerpo femenino está marcado dentro del
discurso masculinista, razón por la cual el cuerpo masculino, en su fusión con lo universal,
permanece sin marca. Irigaray explica de forma clara que tanto la marca como lo marcado se
insertan dentro de un modo masculinista de significación en el que el cuerpo femenino está
«demarcado», por así decirlo, fuera del campo de lo significable. En términos poshegelianos, la
mujer está «anulada», pero no preservada. En la interpretación de Irigaray, la explicación de
Beauvoir de que la mujer «es sexo» se modifica para significar que ella no es el sexo que estaba
destinada a ser, sino, más bien, el sexo masculino encore (y en corps) que discurre en el modo de
la otredad. Para Irigaray, ese modo falogocéntrico de significar el sexo femenino siempre genera
fantasmas de su propio deseo de ampliación. En vez de una postura lingüístico-autolimitante que
proporcione la alteridad o la diferencia a las mujeres, el falogocentrismo proporciona un nombre
para ocultar lo femenino y ocupar su lugar.

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