Sócrates El Hombre

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Sócrates. Maestro de Filosofía y de Vida.

Autora: Collina, Beatrice (Fragmento)

La reflexión sobre el hombre: ética y religión

La ética socrática: virtud y felicidad

(…)

Sócrates se introdujo en la nueva estela trazada por los sofistas, aunque, también en este caso, fue más allá que sus
predecesores. De hecho, los sofistas no habían logrado esbozar un significado claro de virtud. Habían dejado sin respuesta
preguntas del tipo: ¿cuáles son los comportamientos y los objetivos que hacen a un hombre efectivamente virtuoso?, ¿qué
significa cultivar la virtud en la práctica?

Por este motivo, Sócrates dio lugar a un auténtico punto de inflexión ético: no solo consideraba que la virtud pudiese
enseñarse (como ya habían anticipado los sofistas), sino que la interpretó como una cualidad exclusivamente interior. Esta
interioridad, según Sócrates, atañía a dos aspectos distintos. Por un lado, creía que la virtud no tenía en absoluto nada que ver
con la apostura física, con la fuerza ni, de forma más general, con determinadas características corporales; de esto
encontramos una confirmación en el texto del diálogo el Banquete, donde Platón hace pronunciar a Alcibíades las siguientes
palabras respecto a Sócrates:

Sabed que no le importa nada si alguien es bello, sino que lo desprecia como ninguno podría imaginar, ni si es rico, ni si tiene
algún otro privilegio de los celebrados por la multitud[17].

Por otro lado, el filósofo consideraba la virtud como un elemento profundamente íntimo: no había que ser virtuoso para
obtener reconocimiento público y exterior; todo lo contrario, se necesitaba ejercitar la virtud de acuerdo tan solo con la propia
conciencia. Esta segunda característica podía incluso implicar un enfrentamiento entre mundo interior y mundo exterior: lo
que la conciencia sugiere al individuo no está por fuerza en sintonía con lo que su comunidad demanda de él. En la biografía
de Sócrates es evidente el resultado extremo de este enfrentamiento, aunque, como el propio filósofo atestigua con su propia
actitud ante la muerte, en el hombre realmente virtuoso la voz interior vence siempre a las presiones que recibe del exterior.

Destacar como hombre significaba para Sócrates destacar en el arte del «buen vivir», del «comportarse bien». Pero ¿qué
quería decir exactamente con esto? Como hemos visto con anterioridad, Sócrates reconocía que la capacidad de pensar, de
reflexionar, era la principal característica de los seres humanos; en consecuencia, comportarse de forma virtuosa debía
consistir en desplegar al máximo esta posibilidad. Razón y virtud eran concebidas como si estuviesen unidas indisolublemente.
Por este motivo, para describir la ética socrática, se utiliza por lo general la expresión racionalismo moral. Sócrates, en efecto,
concebía la virtud como ciencia, al considerar que el hombre solo podía distinguir entre lo que está bien y lo que está mal a
través de la razón y el conocimiento.

Asumir tal punto de vista implicaba inevitablemente una serie de consecuencias. En primer lugar, hacía posible que Sócrates
justificase el hecho de que la virtud pudiese ser enseñada o aprendida. Si, en efecto, la virtud es conocimiento, entonces
cualquiera que lo desee puede aproximarse a ella y cultivarla. La virtud ya no se concebía como un don divino reservado tan
solo a unos pocos hombres elegidos; al contrario, estaba potencialmente abierta a todos. En este sentido, la virtud de Sócrates
es democrática. Además, la visión moral de Sócrates casaba a la perfección con su enfoque general sobre la reflexión
filosófica: al igual que la verdad, también el bien y el mal tenían que ser definidos mediante un debate público y racional. La
acción moral debía emanar del razonamiento y no basarse en códigos ya escritos o revelados.

El racionalismo moral conllevaba una segunda consecuencia fundamental. Si el conocimiento conducía a la virtud (es decir, a la
capacidad de distinguir el bien del mal y de optar consecuentemente por el primero), la ignorancia, por el contrario, llevaba al
vicio. Para Sócrates, ningún hombre habría podido actuar con maldad por voluntad propia: quien cometía una acción malvada
o injusta lo hacía solo porque ignoraba cuál era el verdadero bien; si lo hubiese sabido, habría actuado de otra forma. Este
aspecto nos evoca el optimismo que el filósofo albergaba respecto a la naturaleza humana: no consideraba en absoluto que el
hombre pudiera ser una criatura malvada per se. Mediante una educación adecuada y el ejercicio de la razón, cualquiera
habría sido capaz de comprender el valor extremo de la virtud y optar por ella.

(…)

Las doctrinas que conciben la felicidad (eudaimonia, en griego) como el fin último de la acción humana se definen como
eudemonísticas. Dado que Sócrates consideraba la conquista de la felicidad como el objetivo al que todo hombre habría
debido aspirar, la suya debe considerarse una filosofía eudemonística a todos los efectos. Sin embargo, otorgar a la felicidad
un papel central no nos permite por sí solo comprender qué se entiende realmente por felicidad en el seno de una doctrina
determinada. En la historia de la filosofía, muchas doctrinas han situado en el centro la felicidad, aunque entendiéndola como
cosas muy distintas (véase el recuadro anterior).

¿Qué es por tanto la felicidad para Sócrates? Para el filósofo, la felicidad no consistía en la posesión de bienes materiales ni en
la búsqueda del placer; por el contrario, se refería a la vida interior de los hombres y la identificaba con el perfeccionamiento
moral de la propia alma. Para Sócrates, ética y felicidad se identifican: solo el hombre virtuoso (justo y sabio) puede ser
realmente feliz: el malvado (injusto e ignorante) tiene vedada la felicidad. En varios pasajes de los textos platónicos podemos
encontrar testimonios de la actitud socrática respecto a este tema. He aquí cómo, en la Apología, Sócrates se enfrenta a sus
acusadores, dejando que aflore su idea de felicidad:

Si, por otra parte, digo que el mayor bien para un hombre es precisamente este, tener conversaciones cada día acerca de la
virtud y de los otros temas de los que vosotros me habéis oído dialogar cuando me examinaba a mí mismo y a otros, y si digo
que una vida sin examen no tiene objeto vivirla para el hombre, me creeréis aún menos[18].

Por otro lado, en el Gorgias, Platón reproduce un diálogo entre Sócrates y el sofista Polo:

POLO: Seguramente, Sócrates, que ni siquiera del rey de Persia dirás que sabes que es feliz.

SÓCRATES: Y diré la verdad, porque no sé en qué grado está de instrucción y justicia.

POLO: Pero ¿qué dices? ¿En eso está toda la felicidad?

SÓCRATES: En mi opinión, sí. Polo, pues sostengo que el que es bueno y honrado, sea hombre o mujer, es feliz, y que el
malvado e injusto es desgraciado[19].

Para Sócrates, la felicidad no dependía ni de la satisfacción inmediata del placer ni de la posesión de riquezas o de cosas
materiales en general. Ya en la época, cualquier concepción similar de la felicidad iba totalmente a contracorriente y resultaba
difícilmente comprensible para el ciudadano medio. Consideremos, por ejemplo, el estupor que en este sentido manifiesta
Eutidemo en los Recuerdos de Jenofonte:

—Va a resultar, Sócrates —le dijo—, que el bien más indiscutible de todos será el ser feliz.

—Eso si no se lo compusiera —contestó— de bienes discutibles, Eutidemo.

—Y ¿cuál de los elementos de la felicidad —repuso— puede ser discutible?

—Ninguno, por cierto —contestó—, con tal de que no incluyamos en ella hermosura o fuerza o dinero ni fama ni ninguna otra
de esas cosas.

—Pero, por Zeus, tendremos que incluirlas —dijo—: pues, ¿cómo sin ellas va a poder uno ser feliz?[20]

La identificación de la felicidad con el ejercicio de la virtud instaba inevitablemente a Sócrates a defender una tesis posterior:
la idea de que es «mejor sufrir el mal que cometerlo». Si, en efecto, solo el virtuoso es feliz de verdad, el hombre sabio estará
dispuesto a todo con tal de practicar la virtud, incluso a aceptar ser víctima de una injusticia; del mismo modo, el hombre
virtuoso rehuirá siempre —también en situaciones límite— cometer acciones malvadas que conduzcan en última instancia a
su infelicidad. Cabe recordar que Sócrates puso en práctica en primera persona esta convicción personal al aceptar la condena
de sus acusadores, si bien en este caso resulta apropiado llamar la atención sobre un detalle: Sócrates pensaba que la felicidad
y la virtud eran lo mismo y, de forma más particular, que la virtud consistía en el ejercicio de la razón. En el caso de su condena
a muerte, no obstante, vemos que Sócrates aceptó sin críticas las leyes de la ciudad que precisamente lo condujeron a su
propia muerte. Desde un punto de vista interior, el hombre virtuoso es por tanto aquel que se perfecciona mediante la
reflexión compartida: desde un punto de vista exterior, en cambio, el hombre virtuoso es aquel que respeta las leyes de su
comunidad, aunque esas leyes vayan en contra de su propio interés. Respecto a ambos significados de virtud, Sócrates fue
coherente consigo mismo hasta el final.

Dominio de sí, libertad interior y autosuficiencia

Retomemos ahora el vínculo específico entre virtud y felicidad; si Sócrates pensaba que esta última no consistía en absoluto
en la posesión de cosas materiales y la satisfacción de las pasiones corporales, no resulta entonces sorprendente que tres
elementos, distintos pero conectados entre sí, se conviertan en ejes de su moral: el dominio de sí, la libertad interior y el ideal
de autosuficiencia del sabio.

El término griego utilizado para designar el dominio de sí es enkráteia, y es posible encontrarlo con relación al pensamiento de
Sócrates tanto en Jenofonte como en Platón. Para Sócrates, el autodominio consistía en la capacidad del alma de controlar las
pulsiones del cuerpo, los desórdenes derivados de la búsqueda inmediata del placer físico; es el alma la que debe gobernar
sobre el cuerpo, y no viceversa. La capacidad de gobernarnos a nosotros mismos y no convertirnos en esclavos de nuestros
impulsos era para Sócrates una actitud virtuosa que conducía a la felicidad. La asunción de una actitud controlada, moderada y
ordenada contrastaba así con la que permitía identificar el bien supremo y la felicidad con la satisfacción de los placeres
corporales. Sin el dominio de sí, para Sócrates, el hombre no era más que un animal salvaje.

Con relación a esto, en los Recuerdos, Jenofonte narraba el siguiente diálogo entre Sócrates y Eutidemo:

—Me parece, Sócrates —le dijo—, que das a entender que a un hombre dominado por los placeres corporales no se le da
nada en absoluto de valor ni virtud ninguna.

—Pues dime tú, Eutidemo —dijo él—, ¿en qué se diferencia un hombre sin dominio de sí de la más bruta de las alimañas?
Porque uno que lo que más importa no lo mira y que anda buscando hacer lo más agradable, sea como sea, ¿en qué puede
distinguirse de las más estúpidas cabezas de ganado?[21]

(…)

No debe sorprendernos que el dominio de sí sea un elemento esencial del pensamiento socrático. Si, para el filósofo, la
característica que diferencia a los hombres de todos los demás seres vivos es la capacidad de reflexión, se deduce que solo
cuando los hombres la ponen en práctica, realizan por completo su ser. El control de los propios impulsos se convierte así en
uno de los modos mediante los que la racionalidad humana se expresa de forma concreta.

La noción de dominio de sí se vincula inmediatamente con la de libertad (eleutheria), que Sócrates concibió en un modo
completamente original. A diferencia de sus predecesores griegos, fue Sócrates quien separó la noción de libertad de los
ámbitos jurídico y político con los cuales se solía relacionar hasta aquel momento; según esa perspectiva, la libertad consistía
principalmente en la libertad del ciudadano, considerado como posesor de derechos políticos; obviamente, se trataba ya de
una visión muy adelantada para la época, que contraponía a los ciudadanos griegos con los súbditos de los Estados
absolutistas orientales.

Sin embargo, Sócrates fue más allá, y se ocupó no solo de la libertad del ciudadano, sino también de la libertad del individuo.
Le dio la vuelta, por lo tanto, a la noción de libertad: ya no era una libertad exterior y política, sino una libertad interior y
personal. Ser libre se convirtió en una condición extremadamente íntima y privada, solo al alcance de quienes se daban cuenta
de la vacuidad de los placeres corporales y los bienes materiales. Poner en práctica el autodominio equivalía a romper
cualquier esclavitud interior; en efecto, ¿cómo puede ser libre quien se deja llevar de forma totalmente irracional por placeres
ilusorios?

En este caso es Jenofonte quien nos ofrece un valioso testimonio, una vez más extraído del diálogo entre Sócrates y Eutidemo:

—Óyeme, Eutidemo —díjole—: ¿consideras tú que sea alguna hermosa y magnífica posesión, así para un hombre como para
un pueblo, la libertad?

—Como la que más de todas pueda serlo.

—Aquel pues que se ve gobernado por los deleites corporales y que no puede por culpa de ellos hacer lo que mejor sea,
¿piensas tú de ese que sea libre?

—De ninguna manera.

—Será tal vez porque te aparece que lo propio del libre es hacer lo que mejor sea, y que tener por ende quienes impidan obrar
así será cosa de esclavos.

—A fe mía que sí, seguramente.

—Y ¿qué te parece: que los que no se dominan se ven tan solo impedidos de hacer lo mejor que sea o que forzados se ven
también a cometer lo peor y más vil que haya?

—No menos me parece a mí —repuso— que se vean obligados a hacer esto que impedidos de lo otro.

—Y ¿qué tales dueños consideras tú a los que impiden lo más noble y fuerzan a lo peor?

—Pues, a fe, todo lo peor que decir se pueda.

—¿Y qué clase de esclavitud estimas tú que sea la peor de todas?

—Yo, por supuesto, aquella en que se sirva a los peores amos.


—A la peor, por tanto, de las esclavitudes sometidos están los que no se dominan a sí mismos.

—Así es lo que yo creo[23].

Observamos que en este contexto la libertad, aun siendo interior, siempre está vinculada a la facultad racional del ser
humano, no a la volitiva. No se trata por tanto de una libertad entendida como libre albedrío o como libertad de elección, que,
a partir de los pensadores cristianos, será la base de la responsabilidad moral personal. La libertad, igual que la virtud, la
felicidad y el dominio de sí, pertenecía exclusivamente al ámbito de la razón. Dominio de sí y libertad interior nos conducen a
un tercer elemento: el ideal de la autosuficiencia (o autarquía) del hombre virtuoso. Este se basta por sí mismo, no necesita las
cosas del mundo para ser feliz, sino que encuentra en su interior las razones para serlo. No es esclavo de las pasiones y las
riquezas. Como veremos, este aspecto será retomado y llevado a sus últimas consecuencias por la corriente filosófica cínica,
una de las principales articulaciones de la herencia socrática.

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