Copia de La Sepultura Del Loboo
Copia de La Sepultura Del Loboo
Copia de La Sepultura Del Loboo
Hubo una vez un lobo muy rico pero muy avaro. Nunca dio ni un poco de lo mucho que
le sobraba. Sin embargo, cuando se hizo viejo, empezó a pensar en su propia vida, sentado
en la puerta de su casa. Un burrito que pasaba por allí le preguntó:
– “¿Podrías prestarme cuatro medidas de trigo, vecino?”. “Te daré ocho, si prometes velar
por mi sepulcro en las tres noches siguientes a mi entierro”.
A los pocos días el lobo murió y el burrito fue a velar su sepultura. Durante la tercera
noche se le unió el pato que no tenía casa. Y juntos estaban cuando, en medio de una
espantosa ráfaga de viento, llego el aguilucho y les dijo:
– “Si me dejáis apoderarme del lobo os daré una bolsa de oro”. “Será suficiente si llenas
una de mis botas”, le dijo el pato, que era muy astuto.
El aguilucho se marchó para regresar enseguida con un gran saco de oro, que empezó a
volcar sobre la bota que el sagaz pato había colocado sobre una fosa. Como no tenía suela
y la fosa estaba vacía no acababa de llenarse. El aguilucho decidió ir entonces en busca
de todo el oro del mundo. Y cuando intentaba cruzar un precipicio con cien bolsas
colgando de su pico, cayó sin remedio.
– “La maldad del aguilucho nos ha beneficiado. Y ahora nosotros y todos los pobres de
la ciudad con los que compartiremos el oro nunca más pasaremos necesidades”, dijo el
borrico.
Así hicieron y las personas del pueblo se convirtieron en las más ricas del mundo.
Carrera de zapatillas
Había llegado por fin el gran día. Todos los animales del bosque se levantaron temprano
porque ¡era el día de la gran carrera de zapatillas! A las nueve ya estaban todos reunidos
junto al lago. También estaba la jirafa, la más alta y hermosa del bosque. Pero era tan
presumida que no quería ser amiga de los demás animales, así que comenzó a burlarse de
sus amigos:
– Ja, ja, ja, ja, se reía de la tortuga que era tan bajita y tan lenta.
– Jo, jo, jo, jo, se reía del rinoceronte que era tan gordo.
– Je, je, je, je, se reía del elefante por su trompa tan larga.
Y entonces, llegó la hora de la largada. El zorro llevaba unas zapatillas a rayas amarillas
y rojas. La cebra, unas rosadas con moños muy grandes. El mono llevaba unas zapatillas
verdes con lunares anaranjados. La tortuga se puso unas zapatillas blancas como las
nubes. Y cuando estaban a punto de comenzar la carrera, la jirafa se puso a llorar
desesperada. Es que era tan alta, que ¡no podía atarse los cordones de sus zapatillas!
Y todos los animales se quedaron mirándola. El zorro fue a hablar con ella y le dijo:
– “Tú te reías de los demás animales porque eran diferentes. Es cierto, todos somos
diferentes, pero todos tenemos algo bueno y todos podemos ser amigos y ayudarnos
cuando lo necesitemos”.
Entonces la jirafa pidió perdón a todos por haberse reído de ellos. Pronto vinieron las
hormigas, que treparon por sus zapatillas para atarle los cordones. Finalmente, se pusieron
todos los animales en la línea de partida. En sus marcas, preparados, listos, ¡YA! Cuando
terminó la carrera, todos festejaron porque habían ganado una nueva amiga que además
había aprendido lo que significaba la amistad.
La gratitud de la fiera
– “Este pobre animal debe estar herido. Parece como si el destino me hubiera guiado hasta
aquí para que pueda ayudarle. Vamos, amigo, no temas, te ayudaré”.
Así, hablándole con suavidad, Androcles venció el recelo de la fiera y tanteó su herida
hasta encontrar una flecha clavada profundamente. Se la extrajo y luego le lavó la herida
con agua fresca.
Durante varios días, el león y el hombre compartieron la cueva hasta que Androcles,
creyendo que ya no le buscarían se decidió a salir. Varios centuriones romanos armados
con sus lanzas cayeron sobre él y le llevaron prisionero al circo. Pasados unos días, fue
sacado de su pestilente mazmorra. El recinto estaba lleno a rebosar de gentes ansiosas de
contemplar la lucha. Androcles se aprestó a luchar con el león que se dirigía hacia él. De
pronto, con un espantoso rugido, la fiera se detuvo en seco y comenzó a restregar
cariñosamente su cabezota contra el cuerpo del esclavo.
El emperador ordenó que el esclavo fuera puesto en libertad. Sin embargo, lo que todos
ignoraron era que Androcles no poseía ningún poder especial y que lo que había ocurrido
no era sino la demostración de la gratitud del animal.
La ratita blanca
El hada soberana de las cumbres invitó un día a todas las hadas de las nieves a una fiesta
en su palacio. Todas acudieron envueltas en sus capas de armiño y guiando sus carrozas
de escarcha. Sin embargo, una de ellas, Alba, al oír llorar a unos niños que vivían en una
solitaria cabaña, se detuvo en el camino. El hada entró en la pobre casa y encendió la
chimenea. Los niños, calentándose junto a las llamas, le contaron que sus padres hablan
ido a trabajar a la ciudad y mientras tanto, se morían de frío y miedo.
– “Me quedaré con vosotros hasta que vuestros padres regresen”, prometió.
Y así lo hizo, pero a la hora de marcharse, nerviosa por el castigo que podía imponerle su
soberana por la tardanza, olvidó la varita mágica en el interior de la cabaña.
– “¿No solo te presentas tarde, sino que además lo haces sin tu varita? ¡Mereces un buen
castigo!”.
– “Sabemos que Alba no ha llegado temprano y ha olvidado su varita. Ha faltado, sí, pero
por su buen corazón, el castigo no puede ser eterno. Te pedimos que el castigo solo dure
cien años, durante los cuales vagara por el mundo convertida en una ratita blanca”.
Así que, si veis por casualidad a una ratita muy linda y de blancura deslumbrante, sabed
que es Alba, nuestra hadita, que todavía no ha cumplido su castigo.
El niño y los clavos
Había un niño que tenía muy mal carácter. Un día, su padre le dio una bolsa con clavos y
le dijo que cada vez que perdiera la calma, clavase un clavo en la cerca del patio de la
casa. El primer día, el niño clavó 37 clavos. Al día siguiente, menos, y así el resto de los
días. Él pequeño se iba dando cuenta que era más fácil controlar su genio y su mal carácter
que tener que clavar los clavos en la cerca. Finalmente llegó el día en que el niño no
perdió la calma ni una sola vez y fue alegre a contárselo a su padre. ¡Había conseguido,
finalmente, controlar su mal temperamento! Su padre, muy contento y satisfecho, le
sugirió entonces que por cada día que controlase su carácter, sacase un clavo de la cerca.
Los días pasaron y cuando el niño terminó de sacar todos los clavos fue a decírselo a su
padre.
– “Has trabajo duro para clavar y quitar los clavos de esta cerca, pero fíjate en todos los
agujeros que quedaron. Jamás será la misma. Lo que quiero decir es que cuando dices o
haces cosas con mal genio, enfado y mal carácter dejas una cicatriz, como estos agujeros
en la cerca. Ya no importa que pidas perdón. La herida siempre estará allí. Y una herida
física es igual que una herida verbal. Los amigos, así como los padres y toda la familia,
son verdaderas joyas a quienes hay que valorar. Ellos te sonríen y te animan a mejorar.
Te escuchan, comparten una palabra de aliento y siempre tienen su corazón abierto para
recibirte”.
Las palabras de su padre, así como la experiencia vivida con los clavos, hicieron con que
el niño reflexionase sobre las consecuencias de su carácter. Y colorín colorado, este
cuento se ha acabado.